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85 Mi mamá cumplió ochenta y cinco años de vida. Yo tengo 57 años de conocerla. Cincuenta y siete en que ella ha sido mi casa. Cada vez que mi cielo se oscurece y la gente canta aquello de “Parece que va a llover, el cielo se está nublando” corro y me protejo bajo su techo. Ella ha sido mi casa, el techo de mi casa, es como el cielo. Veo su carita y la veo sin arrugas. Su carita es como una tierra sin grietas. Todas las mañanas se sienta en su cama, abre un bote y, como si fuese una madre amorosa, unta en su rostro una crema que ella prepara. Sus comadres le preguntan por qué no tiene arrugas y le piden la receta secreta, casi casi como si ella poseyera el secreto de cómo hacer “la macharnuda”, que es una bebida alcohólica que sólo preparan por estos lugares. El otro día, a la hora de la comida me contó de su bisabuela. Mi mamá come con mucha dignidad, como si fuese un pajarito o un pollito. No le gustan los platos copeteados de comida; cuando la veo la imagino en el Maxim’s, de París, degustando uno de los famosos platillos que contienen una porción breve a mitad del plato. ¡Ah, ni cómo comparar con los restaurantes generosos de Comitán que llenan los platos! Ella come despacio, toma breves sorbos de agua. Llama mi atención su comportamiento ante los programas televisivos de gastronomía. Ya sabe el horario en que trasmiten los programas de comidas. Se sienta, toma una libreta (ya gastada en sus hojas y en su portada) y escribe los ingredientes de la receta (lo hace con una letra manuscrita un poco garrapateada, un poco como la huella de la carrera de una gallina atolondrada. Es herencia materna, mi abuela Esperanza también escribía jeroglíficos hermosos). Termina el programa, cierra la libreta y va a la cocina a pelar las papas para ponerlas a cocer. Nunca he visto que haga una receta de esas que copia con tanta emoción por las mañanas. Tal vez de ahí heredé la afición de conservar muchas libretas, porque ella tiene varias que contienen recetas de todo el mundo. Decía que la otra tarde me contó de su bisabuela materna. Descubrí que tengo contacto con mi pueblo, desde antes de nacer, porque la bisabuela se casó con un comiteco de apellido Alfaro. El bisabuelo era un vendedor de aguardiente comiteco, llegaba con su patache de mulas a la costa. Ya dije, alguna vez, que mi papá nació en San Cristóbal y mi mamá en Huixtla, siempre le digo que

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Mi mamá cumplió ochenta y cinco años de vida. Yo tengo 57 años de conocerla. Cincuenta y siete

en que ella ha sido mi casa. Cada vez que mi cielo se oscurece y la gente canta aquello de “Parece

que va a llover, el cielo se está nublando” corro y me protejo bajo su techo. Ella ha sido mi casa, el

techo de mi casa, es como el cielo.

Veo su carita y la veo sin arrugas. Su carita es como una tierra sin grietas. Todas las mañanas se

sienta en su cama, abre un bote y, como si fuese una madre amorosa, unta en su rostro una crema

que ella prepara. Sus comadres le preguntan por qué no tiene arrugas y le piden la receta secreta,

casi casi como si ella poseyera el secreto de cómo hacer “la macharnuda”, que es una bebida

alcohólica que sólo preparan por estos lugares.

El otro día, a la hora de la comida me contó de su bisabuela. Mi mamá come con mucha dignidad,

como si fuese un pajarito o un pollito. No le gustan los platos copeteados de comida; cuando la

veo la imagino en el Maxim’s, de París, degustando uno de los famosos platillos que contienen una

porción breve a mitad del plato. ¡Ah, ni cómo comparar con los restaurantes generosos de

Comitán que llenan los platos! Ella come despacio, toma breves sorbos de agua. Llama mi atención

su comportamiento ante los programas televisivos de gastronomía. Ya sabe el horario en que

trasmiten los programas de comidas. Se sienta, toma una libreta (ya gastada en sus hojas y en su

portada) y escribe los ingredientes de la receta (lo hace con una letra manuscrita un poco

garrapateada, un poco como la huella de la carrera de una gallina atolondrada. Es herencia

materna, mi abuela Esperanza también escribía jeroglíficos hermosos). Termina el programa,

cierra la libreta y va a la cocina a pelar las papas para ponerlas a cocer. Nunca he visto que haga

una receta de esas que copia con tanta emoción por las mañanas. Tal vez de ahí heredé la afición

de conservar muchas libretas, porque ella tiene varias que contienen recetas de todo el mundo.

Decía que la otra tarde me contó de su bisabuela materna. Descubrí que tengo contacto con mi

pueblo, desde antes de nacer, porque la bisabuela se casó con un comiteco de apellido Alfaro. El

bisabuelo era un vendedor de aguardiente comiteco, llegaba con su patache de mulas a la costa.

Ya dije, alguna vez, que mi papá nació en San Cristóbal y mi mamá en Huixtla, siempre le digo que

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soy amigo de su paisano, el poeta Roberto López Moreno. Ella sonríe y me dice que no sabe quién

es, entonces yo tomo un libro de Roberto y le leo un fragmento de uno de sus poemas y ella dice:

“suena como si una nube bajara del cerro”, y entonces soy yo quien sonríe. Su bisabuela (mi

tatarabuela) murió a la edad de 120 años. ¿De veras?, pregunto. Sí, dice mi mamá y cuenta que el

doctor dijo que su corazón se cansaría y una mañana ella cerraría los ojos. ¡Así sucedió! Mi

tatarabuela tenía dos comportamientos inusuales para alguien de su edad: caminaba mucho y leía

más. Tal vez de ahí recibí la herencia del gusto por la lectura. ¡Que Dios bendiga el recuerdo de mi

tatarabuela! Su bisabuela caminaba dentro de casa y le gustaba salir a la calle, pero por su edad, le

impedían esto último, así que aprovechaba cuando llegaban visitas a la casa. De pronto ella ya no

estaba. Salía a la calle y caminaba con una escudilla debajo del brazo, una escudilla de barro. La

gente de Huixtla ya la conocía, le abría la puerta de su casa y la invitaba a pasar. Ella se quejaba de

su hija, decía que era una ingrata, que no le daba de comer, así que extendía la escudilla para que

le regalaran algo de comida. La gente de Huixtla, generosa, le daba un poco de guisado. Por la

tarde, esa misma gente generosa llegaba hasta la casa y dejaba a la bisabuela. Entonces, ella

llamaba a los bisnietos (una parte de ellos, porque la otra la consideraba como “rica”), los

encerraba en su cuarto y les daba de comer. Mi mamá dice que la mayoría de sus primos estaba

siempre con dolor de panza, porque comían dos veces al día. Una vez hecho esto, ella jalaba una

silla y se sentaba en el corredor de la casa, abría un libro y leía, leía, leía hasta que ya la luz del sol

se agotaba. Metía la silla, llegaba a la cocina y pedía su café. Ahí contaba las historias que leía. Tal

vez de ahí me viene el gusto por las historias. Tal vez.

Mi mamá acaba de cumplir sus ochenta y cinco. Sé que ella es un río. Cuando hay sequía, ella se

extiende como acordeón y riega las tierras agrietadas. La carita de mi mamá no tiene arrugas.

Todas las mañanas se unta, amorosamente, su crema mágica. Yo la conozco desde hace cincuenta

y siete años. Todos estos años ha sido el ave que llega al nido y me da de comer en el pico. A veces

quiero preguntarle si ya será tiempo de que me eche a volar (mi papá me enseñó a hacerlo), pero,

como los jóvenes dicen, me doy cuenta de que ahí estoy tan contento, de que esa vida es tan

sosegada, tan llena de la mano divina, que me olvido del vuelo y sigo a su lado. Mi mamá es mi

casa y el techo de mi casa. Tal vez por esto soy escaso y no me gusta la calle. Prefiero, siempre,

toda la vida, estar en casa. Doy gracias a Dios por ello, por hacer que el techo de mi casa no tenga

filtraciones ni grietas, y cuando llueve, con truenos y rayos, ella es mi refugio eterno.

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lunes, 23 de marzo de 2015

EL LEÓN QUE QUERÍA VOLAR

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Un día, en la plaza del pueblo, el vocero real leyó un edicto: a partir de ese instante, deberían ser

proscritos los animales en actos circenses. Los dueños de los circos se alarmaron y no tuvieron más

opción que llevar a sus animales al bosque y abandonarlos a la buena de Dios, del Dios de los

animales, claro. Ellos no supieron qué hacer. Acostumbrados, como canarios en jaula, al cautiverio

se sintieron extraños en la libertad. ¿Cómo un animal que está acostumbrado a que le sirvan,

todos los días, un kilo de carne a la hora de la comida, desarrolla su sentido para la caza? Los

animales se echaron debajo de los árboles o adentro de las cuevas y enflaquecieron a tal grado

que las jirafas fueron confundidas con ramas secas de árbol y los leones parecían gatos de esos

que, por las noches, van de tejado en tejado iluminados por la luna.

Un león, que había hecho la delicia de los niños y de los adultos que asistían al circo, cuando él

brincaba a través de un aro con fuego, caminó, con paso de tortuga, hacia la primera casa que

encontró en medio del bosque. Llevaba un bolso colgado, un bolso que su domador le había

regalado. Un bolso de piel de jaguar (un jaguar que había muerto a la hora que resbaló de un

trapecio). Un búho, con bufanda, lentes y un libro entre las alas, abrió la puerta y preguntó:

-¿Qué quieres, buen león? Acá no consumimos carne.

-Perdón, me siento muy mal, mire cómo estoy.

-Sí -asintió el búho y alargó una de sus alas y tocó la melena-, pareces un trapeador sucio.

El búho, que es un animal sabio, se condolió del animal maltrecho, lo pasó a su casa, le sirvió un

poco de leche y, cuando llegó la hora de dormir, lo asiló en un gallinero que estaba vacío, en el

sitio de la casa. Ahí, el león aprendió a comer la misma comida que el búho servía a las gallinas

todas las mañanas. Poco a poco le agarró el gusto al maíz y volvió a tener la fuerza y virilidad que

tanta fama le dio en el circo. El búho, que ya se dijo es un animal sabio, mandó a construir una

jaula con barrotes de acero, porque advirtió que el león adquiría una fortaleza que se alejaba

mucho de la condición esmirriada de gallinas y gallos. “Humm -pensó el búho- un día de éstos el

león puede hacerse un estofado con todas mis gallinas. Eso sería desastroso”. Pero el león, contra

todos los pronósticos, disfrutaba sus tres comidas de maíz molido. A tal grado que una mañana,

con la alegría de los gallos, en lugar de rugir le salió un grito aflautado que sonó como quiquiriquí.

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Cuando el búho le llevó el desayuno y las gallinas y gallos se amontonaron, el león se acercó a los

barrotes de su jaula, sacó una mano y con su garra, en movimiento parecido al arado, jaló un par

de granos.

-¿Por qué estás triste? -preguntó el búho, mientras seguía regando el maíz en medio del círculo de

plumas.

-Quiero volar, quiero tener alas -dijo el león-. Siempre he estado solo, encerrado en jaulas. Veo

cómo las gallinas y los gallos vuelan.

-¡Las gallinas no vuelan! ¡Yo sí vuelo!

-Sí, sí -dijo el león-, pero yo me conformo con ser gallina, bueno, con poder volar poco, así como

las gallinas vuelan del piso al palo donde duermen. ¿Imaginas que yo pudiera volar como tú lo

haces? No, no, eso ya es un exceso. Ayúdame, tú que eres sabio. ¡Dame un par de alas!

-Hmmmm, no sé. Es complicado, altera las leyes de la naturaleza. Nuestros dioses no te mandaron

alas, pero, en compensación, ¡te hicieron el rey de la selva!

El búho ya no pudo detenerse, hundió la cara entre sus plumas y llamó a las gallinas y aunque ya

no tenía más granos, metió el ala en el cuenco e hizo como que les seguía regando maíz.

-Ja, bonito rey. Mírame.

Y el búho lo vio. Su mirada tenía la misma tristeza de la planta que se seca por falta de agua; la

misma soledad que tiene el callejón a mitad de la noche.

-¡Dame un par de alas! -pidió de nuevo. Metió la mano en el bolso que siempre cargaba en su

pecho y sacó una fotografía.

-¡Mira! Ella es mi bisabuela -dijo y extendió la foto.

El búho tomó la foto. Mostraba el desierto y a mitad de éste: la escultura de una esfinge. Una

hermosa escultura con rostro y busto de mujer, cuerpo de león y alas de pájaro.

-Ya entiendo -dijo el búho-. Tienes el pretexto perfecto.

-No es un pretexto. Mi bisabuela tuvo alas. Alas perfectas, casi tan perfectas como las tuyas. Yo no

te pido tal maravilla. Basta que yo tenga alas para volar del piso al palo donde duerma.

El búho prometió que haría lo posible por conceder el sueño alado del león. Dejó el trasto vacío

sobre una repisa y voló hacia su laboratorio. Durante dos noches, el león enjaulado escuchó golpes

de martillo, siseos de taladros y ladridos de oboes (esto último porque el búho puso música de

Beethoven). Dos días después, el búho salió al patio y, desde el porche de la casa, dijo:

-Mira, león, mira.

El león se desperezó y caminó con paso veloz, agarró los barrotes y vio un par de alas soberbias.

-¡Qué belleza! ¿Son para mí?

-Sí, para que cumplas tus sueños.

El león quiso gruñir de felicidad, pero (ya se dijo) le salió una seguidoña de quiquiriquís, como de

gallina clueca.

El búho le pasó el par de alas por en medio de los barrotes y el león la tomó como si recibiera el

don más preciado que animal alguno hubiese recibido en toda la historia de la animalidad. Con

cuidado pasó una mano por en medio del arnés, luego hizo lo mismo con la otra mano y con sus

garras, ya un tanto desgastadas, cerró los broches. Las gallinas y gallos rodearon la jaula y

emitieron un ¡oh! de emoción al ver el porte de esas alas que parecían iluminar todo el patio. El

león paseó (ahora sí que como león enjaulado, pero con una mirada inspirada) por el breve

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espacio que apestaba a león. Caminó como si estuviese a mitad de la jungla. Las gallinas

cloquearon y batieron sus alas, esmirriadas en comparación con las del león.

-¡Vuela! -gritó una gallina, una zarada que siempre cacaraqueaba cada puesta de huevo.

-¡Sí, vuela! -dijo un gallo que tenía enormes espolones.

-Sí, que vuele -dijeron todos a coro. Y batieron sus alas y despertaron a los micos de noche y a los

changos y éstos, desde lo más alto de los árboles, brincaron sobre las ramas y gritaron como si

fueran chachalacas-. ¡Sí, que vuele! Y el león abrió las alas como si fuese un pavo real, dio unos

brincos para emprender el vuelo, pero una de las alas se le trabó en los barrotes.

-No, no -dijo un gallo- ahí adentro no puede volar el león.

-Puej no -dijo un peje que estaba en un estanque-. Ejo ej una bobera.

-Sí, sí -dijo un pollo, que apenas comenzaba a emplumar-. Sáquenlo de la jaula.

-No, eso no es posible -dijo el búho que, ya se dijo muchas veces en este cuento, era un animal

sabio. Llamó por aparte a todos los animales del gallinero y dijo: El león debe estar en la jaula. En

su naturaleza está la fiereza y puede atacarnos.

-Adió, jodido -dijo el peje, recostado en el estanque-. ¿No ven que ya éjte je acojtumbró a comer

maijito? ¿Por qué no hajemos una encuejta para ver ji jacamos al león para que vuele? ¿Imaginan

el ejpectáculo de ejte león volando por todoj loj cieloj de ejte reino?

El búho puso cara de fastidio. Sabía que la democracia no es buena consejera en medio de un

círculo de ignorancia.

-¡Sí, sí, votemos por el sí o por el no! -dijo el gallo con espolones. Todas las gallinas ponedoras

estuvieron de acuerdo e inflaron sus cuerpos como si fueran guajolotes.

El resultado fue una votación a favor de que abrieran la puerta para que el león pudiese volar. De

nada sirvió la aclaración del búho sabio:

-Pero, ¿quién puede asegurar que el león volará? El león me pidió alas y yo le otorgué un par de

alas preciosas, pero de eso a que vuele ¡hay una gran distancia!

Pero ya todo el gallinero iba hacia la reja y abría la puerta de la jaula. El león titubeó, jamás había

estado libre. Caminó con recelo. Todos los animales hicieron un silencio tan profundo como si las

piedras rezaran. El león salió y abrió sus alas. Un ¡ah! de expectación se posó sobre el piso después

de salir de los picos y las trompas de todos los animales. El búho se sintió orgulloso. El par de alas

era hermoso.

-¿Puedo volar? -preguntó el león con timidez, como si fuese un niño pidiendo permiso para no

levantarse temprano.

-¡Que vuele, que vuele! -gritaron todos los changos, brincando sobre el piso.

El león abrió sus manos y las sacudió como si limpiara una mesa con un trapo. Las alas hicieron

viento y éste una polvareda y ésta mandó a los pollos contra la cerca, casi como si fuesen hojas

secas en medio de un huracán. Las gallinas volaron contra los árboles. Gritaron que el león dejara

de batir las alas, pero el sonido también fue aventado contra las rocas y no hubo eco, porque el

eco fue apenas otra brizna que quedó segada. El león, feliz, batía y batía las alas y brincó como si

fuese un ratoncito. Se preparaba para el vuelo. El búho voló antes y se escondió en el hueco de su

árbol.

-¡Oh, qué hice! ¡Dios de los bosques, perdóname!

La tolvanera ya era como un alud de piedras de viento. El caos se había apoderado del patio. Al

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gallo con espolones no le quedó más que arriesgarse. Se amarró un paliacate y avanzó por en

medio de la tormenta de arena. Llegó hasta donde el león insistía en aletear como colibrí. El gallo

se subió a una de las alas del león y, yendo de acá para allá, le gritó al león, quien pensó que ya

estaba volando y confundió al gallo con ¡un águila! Así que le dio más fuerte al aleteo pues pensó

que era increíble que en su primer vuelo volara por encima de las aves más fuertes. Imaginó que

su bisabuela se sentiría orgulloso de él. El aleteo fue tan intenso y tan fuerte que el gallo ¡sí salió

volando! y fue a dar al techo de la casa, donde quedó como un fardo maltratado.

-¡Ay, ay! -se quejó el gallo.

Las gallinas y demás gallos oyeron el lamento y, como no sabían dónde estaba, la más ponedora

dijo:

-Se los dije, el león está comiendo a nuestro amigo.

Al oír eso, la comunidad de animales se alebrestó más y todos corrieron hasta el árbol donde

estaba el búho.

-Búho, ¿qué hacemos? -preguntó la zarada, mientras, con una de sus alas hacía una casita para

proteger a sus pollitos.

-Se los dije -dijo el búho-. Ahora ya no hay nada qué hacer. Al león le regresó su naturaleza

carnívora y nos hará polvo.

-No, no, no, no queremos morir -piaron los pollitos y lloraron.

Mientras tanto, el león, a pesar de su emoción y de su fortaleza, comenzó a agotarse. En medio de

la nube de polvo, el león pensó que debía dejar de aletear tantito porque, sin duda, ya estaba muy

alto y debía dejar ese banco de nubes para ver en dónde iba a aterrizar de nuevo. “Uf, pensó, mis

amigos gallos, gallinas, chachalacas, changos, micos y el búho estarán muy orgullosos de mí”. El

león dejó de aletear y con ello la nube de polvo se diluyó. Cuando el león vio hacia abajo se dio

cuenta de que seguía en el suelo y se lamentó:

-Oh, mi dios. No alcancé a despegar.

En el piso se veía una serie de huellas que marcaban, a la perfección, la trilla que había dejado el

león en su intento de vuelo.

El búho voló hacia el techo, donde estaba el gallo maltrecho.

-¡Ay, ay, mis plumitas! ¡Ay, ay, mis patitas! -se quejaba el gallo.

El búho vio que el gallo no había sufrido mayor daño, porque había caído sobre el techo de

láminas de cartón y eso había amortiguado el golpe.

El león se sentó sobre la tierra y vio sus alas llenas de polvo. La perfección de las alas había cesado

y ahora eran como un par de camisas arrugadas. Buscó a los animales pero no los halló. Aguzó el

oído y oyó un lamento como si alguien se quejara en un cuarto de hospital.

-Ay, ay, mis plumitas.

-¿Quién se queja? -preguntó.

-Ay, ay, mis patitas.

-¿Quién habla?

El búho dejó al gallo y se posó sobre la rama del árbol de jocote, a cuya sombra estaba el león, en

posición de loto, jugando con la arena. El león lo vio y, con tristeza, le reclamó:

-Me diste las alas, pero no puedo volar.

-Eso no está en tu naturaleza. Entiende que eres un león.

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-Sí, pero tú viste la fotografía.

-Claro, claro. Pero a tu bisabuela los dioses le concedieron las alas y al hacerlo también le dieron la

capacidad del vuelo.

Cuando los demás animales vieron que el búho charlaba tranquilamente con el león comenzaron a

salir de sus escondites. Los pollos y gallinas sacaron las cabezas por debajo de una tarima de

madera; los changos asomaron y se colgaron de las ramas. El búho abrió las alas y los alertó:

-¡No, no, no se acerquen! El león está fuera de su jaula.

-¿Y eso qué? –preguntó el león, mientras tiraba, con enojo, un puño de arena sobre el piso.

-Ya te lo dije: la capacidad de vuelo no está en tu naturaleza, pero sí lo está el hecho de que te

gusta comer carne.

-¿Carne? ¡Qué tontería! Tiene meses que no como más que maíz. Todos ustedes son mis amigos.

-Sí, pero debes entender que la naturaleza no falla. Nosotros somos herbívoros y tú ¡carnívoro!

Está en ti. Esa es tu verdadera herencia.

-No, no. Yo estoy encantado con el maíz y encantado con ser amigo de ustedes. Mi naturaleza diría

que debería estar ahora al lado de pumas, de panteras y de tigres.

A medida que el búho y el león platicaban, los demás animales se habían ido acercando más y más

hasta estar ya casi al lado del león con sus alas maltrechas. El búho volvió a pedirles que se

alejaran. Les dijo que era una tentación para el león el hecho de tenerlos cerca, al alcance de sus

garras.

-No, no, no se vayan -suplicó el león.

Pero, las mamás cargaron a sus pollos y los llevaron detrás de los árboles, algo en su corazón las

alertaba. Cuando el león vio la actitud de todos, comenzó a sentir cierto escozor en su corazón,

como si de pronto descubriera que nunca había tenido amigos en la vida, con excepción del

domador que, en una ocasión le obsequió el bolso hecho con piel de jaguar. Se sentó de nuevo y le

dijo al búho:

-Tal vez tengas razón. El único que me quiso fue el domador y éste fue tragado de dos tarascadas

por un primo mío, una noche en que el domador le dio dos latigazos de más. El domador tenía la

cabeza dentro de las fauces de mi primo y éste aprovechó. Tal vez tengas razón, pensé que tú eras

mi amigo y mira cómo me pagas. Me diste asilo, me hiciste un par de hermosas alas, pero ahora

deseas regresarme al encierro, donde apenas puedo moverme, donde me pudriré en vida. Tal vez

tengas razón. Ahora mismo debería usar un truco contigo para hacerte bajar y devorarte a la hora

que te tenga a mi alcance, pero no lo hago porque tú eres un sabio y conoces todas las fábulas del

mundo, además, te diré: no me gusta la carne con plumas. Así que, por eso no tienen de qué

preocuparse.

-Nos preocupamos. La fiereza es parte de tu naturaleza.

-Claro, está en mi naturaleza ser el rey -y diciendo esto, como si fuese un toro de lidia, rascó la

tierra. Se puso en pie y, después de mucho tiempo, ¡rugió! Lo hizo con tal potencia que, de nuevo,

levantó una tolvanera que movió todas las hojas de los árboles. Quienes hubiesen presenciado tal

rugido habrían dicho que las hojas se movieron por temor, por temor de caer en las fauces del

león. El búho voló a lo alto del techo, y abrigó al gallo que seguía quejándose, pero ahora ya con

una voz casi inaudible.

-No sé porqué permití que abrieran la puerta de la jaula. Mira lo que hemos propiciado.

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Y ambos animales vieron hacia abajo, donde el león, de pie, con las manos hacia adelante y el

cuerpo tenso, olisqueaba y se mantenía en posición de ataque.

Las gallinas y gallos echaron a correr, moviendo las alas a todo lo que daba. Los monos, desde la

altura, se movían con cautela y sin hacer ruido alguno. Parecía que, en lugar de caminar sobre las

ramas, levitaran. Eran unas sombras deslizándose silenciosamente. El león vio el árbol más

pequeño, el que estaba junto al techo, calculó que tenía siete metros de alto y pensó: “¡Lo

alcanzaré! Soy el rey de la selva, soy bisnieto de la leona con alas más famosa de la humanidad. ¡Lo

alcanzaré!”. Y diciendo y haciendo. Se impulsó y se paró en sus dos patas, así permaneció durante

varios segundos, como un enorme oso, como la bestia más sanguinaria, casi casi como un hombre

bajo el efecto de algún enervante, volvió a rugir y se aventó contra el piso para impulsarse con sus

patas traseras e ir hacia el árbol de las lagartijas y los changos. “¡Lo alcanzaré!”, gritó y luego con

un potente rugido se aventó, alcanzó el tronco y, como si fuese una ardilla, trepó uno, dos, tres,

cuatro metros. Le bastó un salto para caer sobre el techo que se cimbró, la estructura de madera

se pandeó y las láminas de cartón se abrieron a la mitad, una de sus manos cayó en un hueco,

logró el equilibrio sobre una viga y la otra mano, la que le quedó libre, la extendió con tal largueza

que cualquiera hubiese pensado que era de elástico, el búho apenas tuvo tiempo para reaccionar,

se hizo a un lado, pero el pobre gallo, herido como estaba, no tuvo tiempo de hacer más. El león lo

atrapó con su garra y al cerrarla, el gallo torció el pico, como si hubiese sido gallo de pelea y su

contrincante le hubiera dado un navajazo de muerte. El búho se hizo más hacia atrás, voló, se

sostuvo tantito en el aire, como si fuese un gavilancillo. Vio cómo el león, antes de que la viga se

rindiera ante el peso, logró engullir de una sola tarascada al gallo. La estructura se venció y el

techo cayó junto con el león. Antes de caer como fardo al piso, el león alcanzó a deglutir, por

completo, al pobre gallo.

El estruendo obligó a todos los animales a huir. Las mamás tomaron a sus pollitos entre sus alas y

corrieron a todo lo que daba.

A la mañana siguiente, el patio de la casa era como un campo de batalla, con escombros del techo

y árboles rasguñados y cercas tiradas. Parecía que había pasado la marabunta. Del búho sólo se le

veía un ojo en el hueco del árbol, veía el desconcierto y se culpaba por los sucesos.

El león volvió a la jaula, entró con paso cansino y se echó sobre el rincón de la esquina. Ahí se

quedó, revisando sus garras dobladas por el golpazo. A cada rato eructaba. Lo había dicho: no le

gustaba la carne con plumas. Poco a poco se quitó el arnés y dejó las plumas en el piso. Volvía a

ser un león común y corriente.

El éxodo de animales es interminable. Se alejan de su casa. Los gallos van en la retaguardia, de vez

en vez miran hacia atrás para comprobar que el león no los sigue. Los pollos pían, tienen hambre y

sed. Las gallinas cuchichean entre ellas y los changos brincan como si lo hicieran en un camino de

brasas. Todos lamentan el instante en que abrieron la jaula para que el león saliera. No saben

hasta dónde llegarán, lo único que les importa es alejarse de ese lugar.

Ahora, los pocos habitantes que pasan por el lugar, aseguran que la puerta de la jaula sigue

abierta, que el león tiene la mirada perdida y que, como si fuese la llorona; grita, con un grito

como de grillo afónico: “Ay, mis alas, ay, mis alas”. Alguna tarde de éstas, se echará por completo

sobre la tierra, posará su cabeza en el piso lleno de polvo, cerrará los ojos y se dejará morir.

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domingo, 22 de marzo de 2015

UN CANDIDATO QUE NO ALCANZA LA ESTATURA

El escritor Murakami es candidato para el Nobel de Literatura. En los últimos tiempos siempre

aparece como posible elegido. El japonés vende millones de libros en todo el mundo. ¿De veras es

tan bueno? Los conocedores de su obra dicen que al principio era un autor de culto. Un autor de

culto es un compa que sólo es seguido por una serie de incondicionales. Estos seguidores son tan

apasionados que organizan veladas literarias donde leen fragmentos, al amparo de la luz de teas,

en bosques o en casas deshabitadas. Convierten al acto de lectura en todo un ritual. De autor de

culto (sólo para minorías) se convirtió en un fenómeno de masas. Ahora, cada uno de sus libros es

esperado con gran expectación por millones de lectores.

Los que saben de cinematografía cuentan que las películas de Santo, el enmascarado de plata, se

volvieron películas de culto. Las películas del Santo son tan simples en su escenografía y en sus

guiones que los puristas las abominan, pero hay miles de cinéfilos en el mundo que ¡las adoran! Es

un fenómeno contrario al de Murakami; el Santo primero fue un prodigio para multitudes (todo

mundo recuerda el griterío de los espectadores en el cine: ¡Santo, Santo, Santo!, y ahora es un

ídolo sólo para iniciados).

Nadie podría decir cuál es la riqueza que provoca el portento del cine del Santo. ¿Acaso es un

portento el que los vampiros, por ejemplo, sean muñecos forrados con peluche y se vean los hilos

de donde cuelgan? Uno podría preguntarse: ¿cuál es la riqueza de la literatura de Murakami? Daré

una opinión muy personal. En primer lugar diré que me daría mucha pena (por la literatura)

enterarme una mañana, por medio de la prensa o del Internet, que, en efecto, al buen Haruki

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Murakami le fue concedido el Premio Nobel de Literatura. Me dará pena por la literatura. El otro

día, Pepe llevó un libro de Harold Bloom, un gran crítico literario. Entré al Internet para saber un

poco más de Harold y me topé con una declaración donde dice que, con frecuencia, muchos

lectores le escriben diciendo que ahora sólo leen basura, hablando de la literatura que se hace en

estos tiempos. Esta declaración no puede generalizarse. Yo digo que la literatura actual tiene dos o

tres buenos escritores pero dentro de éstos no está (perdón) Murakami.

¿Han leído los cuentos de Haruki? El libro más reciente: “Hombres sin mujeres” no satisface al

lector acostumbrado a leer los cuentos de los grandes escritores. Este libro es un libro de

variaciones sobre un mismo tema, lo cual no es malo; lo que sí es malo es la viga que no alcanza a

dar la nota suprema. Murakami queda debiendo a quienes son lectores exigentes, a quienes saben

que la literatura no es una mera armazón plástica. Me gustó su novela: “Kafka en la orilla”, donde

se presenta como un escritor con capacidad para fabular más allá de lo evidente y de lo simple.

Pero me queda debiendo mucho como narrador de cuentos. El cuento no es lo suyo, pareciera que

todo está a punto del desborde y que como si fuese agua necesita el río de la novela para poder

abrir ventanas.

Si un día Murakami obtiene el máximo galardón literario el mundo editorial estará dando razón a

todos los lectores que le escriben a Bloom: los tiempos contemporáneos estarán jodidos.

Ya Mario Vargas Llosa nos alertó acerca de estos tiempos donde la cultura es un mero

espectáculo. Cada vez tenemos más propuestas light; todo se banaliza; todo se hace más digerible,

para evitar esfuerzos intelectuales.

Ya, también, los grandes críticos nos han advertido de esa campaña perversa donde todo está

encaminado a que las personas ya no piensen, no razonen.

He leído tres cuentos que están contenidos en el libro “Hombres sin mujeres”; antes leí (hablando

de cuentos) “Sauce ciego, mujer dormida” y la impresión que tengo es que Murakami no logra la

circularidad que exige el cuento, no hay la suficiente contención; es decir, la suficiente habilidad

literaria para bordar un texto inolvidable.

Los lectores sabemos que el Nobel está rodeado de intereses alejados del arte, basta mencionar la

mercadotecnia para entender por dónde van las decisiones. Es comprensible. El orden del mundo

capitalista obedece a grandes dictados. Pero uno pensaría que estos dos mundos no

necesariamente tendrían que estar en polos opuestos.

Si se tratara de elegir elegiría a Joyce Carol Oates, mil veces por encima de Murakami. En fin, no

soy nadie para tratar de colgar estrellas en el árbol. A veces, lo sabemos, hay gente que tala

árboles y siembra postes plásticos para simular que hay un bosque. Los editores de Haruki han

sembrado mil árboles que parecieran no ser naturales; es decir, no producen oxígeno.

en 5:29

sábado, 21 de marzo de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO MUNDO SE VA DE PINTA

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Querida Mariana: una noche entrevisté al poeta Jorge Esquinca, en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez.

Jorge es uno de los grandes poetas de Iberoamérica. Esa noche, en la calle, frente al edificio del

Instituto Chiapaneco de Cultura (hoy Rectoría de la UNICACH), entre otras, le solté la pregunta: “Si

fueras pez, ¿por quién te gustaría ser pescado?”. Jorge no dudó, abrió los brazos en señal de que

no había elección: “Por Nastassja Kinski, definitivamente”, dijo. Yo, imitándolo, abrí los brazos en

señal de que, en efecto, esa era la mejor elección.

Yo también recibí el deslumbre de Nastassja una mañana de 1979, en un cine de la Ciudad de

México. Me había ido de pinta con un grupo de compañeros universitarios. En ese tiempo

estudiaba en la Escuela de Arquitectura, de la Universidad del Valle de México.

¿Quién es Nastassja? ¿Por qué Jorge no dudó en nombrarla? No sé si vos has visto alguna película

donde ella haya actuado. Yo la vi aquella mañana en una cinta que se llama “Cosi com sei” (en su

traducción al español la podés encontrar como “Así como eres”). Nastassja actúa al lado del

enormísimo Marcello Mastroianni.

Todo aquel que fue estudiante recuerda haberse ido de pinta. ¿Vos te has ido de pinta? ¡Claro que

sí! Hay escuelas que tienen bardas altísimas para evitar la fuga de los alumnos, pero no faltan los

atrevidos que encuentran el modo de saltarlas, como si fuesen experimentados habitantes de un

penal. No recuerdo haber ido de pinta cuando estudié en la primaria ni en la secundaria. Mis

pintas comenzaron cuando entré al bachillerato. Por fortuna, estudié en el edificio donde hoy está

la Casa de la Cultura; un edificio sin bardas y con la puerta abierta de manera permanente. Hoy

valoro mucho ese sistema educativo, en el que no había restricción. La prepa de Comitán nos

mandaba la señal maravillosa de que éramos libres de entrar o no entrar. Con mis compas, en una

o dos ocasiones nos fuimos de pinta. Tal vez una vez al billar de Nevelandia y otra, tal vez, al bar

“El apolo”, que estaba a cuadra y media de la escuela. Y digo que sólo en dos o tres ocasiones,

porque las demás veces que fuimos al billar o a sentarnos al parque o a tomar un refresco en el

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Café Intermezzo lo hicimos porque el maestro no había llegado y teníamos clase “libre” y en lugar

de apoltronarnos en el patio o en el salón salíamos “como Pedro por su casa” y aprovechábamos

esa hora. Ya dije que nosotros, preparatorianos afortunados, no sólo tuvimos el privilegio de

estudiar en una escuela de puertas abiertas sino que también tuvimos la bendición de tener al

parque central como nuestro patio de recreo. A veces me topo con Marirrós en alguna reunión de

trabajo, nos citan a las diez y nosotros llegamos un minuto antes de la diez, ella me dice: “No

aprendemos, Alex”. No, mi querida Marirrós, no entendemos que ahora las citas comienzan una

hora después, cuando la cosa va bien. No aprendemos, porque nosotros estudiamos en una

escuela donde ninguna puerta nos impedía salir o entrar, aprendimos a respetar el recinto aun

sabiendo que éramos pájaros y podíamos volar a la hora que se nos pegara la gana.

Nastassja es hija del actor Klaus Kinski. En Comitán tenemos la costumbre de decir “el peor cuch se

queda con la mejor mazorca”, cuando alguien medio fiero se hace novio de una muchacha bella;

bueno, en el caso de Nastassja y Klaus algo similar podríamos decir, porque si hubiese un concurso

del actor más fierito, el buen Klaus se llevaría el primer lugar o, ya con generosidad del jurado, el

segundo lugar. Lo mismo sucedería con Nastassja si hubiese un concurso de la actriz juvenil más

bella: Nastassja, si el jurado fuese medio estúpido, le concedería el segundo lugar, pero si el jurado

fuese honesto se deslumbraría con la belleza de ella y le daría el primer lugar, con la misma

velocidad que Jorge dijo que a él le gustaría ser pescado por ella. Esa noche imaginé a Jorge a

mitad de la laguna, chapaleando al lado de bagres y de pirañas, y vi a Nastassja, sin caña de

pescar; la vi meter sus manos en el agua y tener a todos los peces rendidos ante el brillo de su

mirada. ¿Cómo un hombre tan feo engendró una mujer tan bella? Ah, es cuando se comprueba

que el milagro, si bien no es cosa de todos los días, es una posibilidad cercana a quienes tienen fe.

Porque Nastassja tiene tantos creyentes como si fuese la Virgen del Rosario. Ah, qué mujer más

hoja de mirto, qué mujer tan bruja blanca para perder a los hombres de buena voluntad. Aquella

mañana yo también caí rendido ante la belleza de esa chica alemana. La cinta fue filmada en 1978

y ella nació en 1961; es decir, tenía diecisiete años cuando se recostó en una cama y se desnudó y

tomó la mano de Marcello y comenzó a darle pequeños besos como si su boca fuese una mariposa

que diera saltitos y en cada saltito sembrara flores de luz. Marcello quedó iluminado e iluminados

los miles y miles de espectadores que, con la respiración entrecortada, vimos cómo ella, con un

simple movimiento de su cuerpo, levantaba el polvo de nuestro deseo y dejaba a éste expuesto

como si fuese una madrugada o una playa dispuesta a amarrar al mar para siempre.

Durante los cuatro años que estudié en la Facultad de Ingeniería de la UNAM nunca falté. Todas

las mañanas, de lunes a viernes, salí de la casa de doña Rome, con la bufanda enredada al cuello y

caminé las calles que debía caminar hasta llegar a la Avenida Universidad para tomar el autobús;

todas las mañanas miré desde la ventanilla cómo los departamentos se iluminaban y las mamás

preparaban el desayuno del papá que debía salir para el trabajo y para los hijos que debían ir a la

escuela. Sentí el olor de aquella ciudad, un olor que es como una bofetada dulce y agria para

quienes madrugan. Nunca falté. Siempre llegué temprano y caminé por las islas y pasé frente a

Arquitectura hasta llegar a Ingeniería. Nunca me fui de pinta de la escuela, pero sí de los salones.

La mayoría de veces no entré a Electrónica y no lo hice porque a esa hora Juan José Arreola estaría

en la Facultad de Filosofía y Letras o en el auditorio de Leyes exhibirían una película de Fellini, y, la

mera verdad, yo catafixiaba, con una mano en la cintura, los circuitos electrónicos por la magia de

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la palabra de Arreola o la magia de la imagen de Fellini. A mí me encantó “estudiar” en la UNAM

porque era como mi escuela preparatoria: una escuela de puertas abiertas. Así deberían ser todas

las escuelas del mundo: ¡que entre quien quiera y salga quien quiera!; que el sentido de

responsabilidad se vuelva una decisión personal y que cada quien asuma las consecuencias de sus

actos (hablo, por supuesto, de niveles superiores. No imagino a niños de preescolar decidiendo

por sí mismos).

Si todas las pintas tuvieran el mismo resultado que tuvo la pinta que hicimos los cuatro

estudiantes de arquitectura, de la UVM, el mundo estaría de acuerdo en institucionalizar las

pintas. Hoy, Nastassja Kinski es una mujer que tiene más de cincuenta años. Al ver una foto de ella

se comprueba que no se ha hecho ninguna cirugía del rostro. Cuando la veo recuerdo el rostro

lleno de grietas de Brigitte Bardot, otra actriz que fue bellísima en su juventud. Respeto esos

modos de tomar la vida; así como respeto a quienes, como Jorge, recuerdan la imagen de un

instante de luz. Alguno de los compañeros tuvo la idea de irnos de pinta e ir al cine a ver esa

película, porque alguien le había dicho que una niña de diecisiete aparecía desnuda. (Hoy, está

claro, el mundo protestaría porque una niña de diecisiete hiciera un desnudo total. Se sabe que los

pederastas abundan.) Dijimos que sí, dejamos el edificio que está en la colonia San Rafael, nos

subimos al carro de Humberto (una lancha enorme, de color azul que también nos sirvió para ir a

las colonias más populares de la ciudad, cuando entrábamos a las fiestas y jugábamos a ser

“Judiciales”. Dios mío, no nos atreveríamos a hacerlo en estos tiempos, pero en aquéllos

lográbamos atención especial cuando el dueño de la fiesta se enteraba que nosotros…) y fuimos

(no lo sabíamos) a recibir la bendición de la niña más hermosa y convertirnos, igual que el poeta,

en eternos seguidores de su religión. Sí, igual que Jorge, miles y miles de espectadores en todo el

mundo nos convertimos, dejamos de lado nuestra religión materna y, por decisión propia, nos

hicimos seguidores de esa virgen que nos conducía al terreno espiritual por el mejor camino que

existe en el mundo: el camino de la carne, de la piel de durazno.

Posdata: bastó ver el instante en que Marcello llega al jardín y se acerca a Nastassja y ésta levanta

su rostro y, con un ligero movimiento de mano, hace para atrás su cabellera, para saber que

estábamos irremisiblemente perdidos y hallados en su infinito misterio.

en 5:00

miércoles, 18 de marzo de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN LEÓN QUE ES COMO CUYO

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Querida Mariana: el león no es como lo pintan. Antonio tampoco es como lo pintan. El león y

Antonio son ¡como son! A veces, en cuentos infantiles el león aparece tan frágil como un gato que

lleva días sin comer su ración de talguate. El león, en el zoológico, también aparece como una rata

enorme, gigante, temerosa. Pero, imagino (sólo imagino) a un león a mitad de la selva y lo imagino

como el rey. ¿Alguna vez has estado cerca de un león? El Gumersindo dice que él se pasó la

adolescencia frente a leones y, según él, los dominó a todos. La prima Engracia se botaba de la risa

cuando él nos decía eso y nosotros abríamos los ojos llenos de asombro. Ya luego nuestra

admiración se convertía en burla cuando nos enterábamos que el Gumersindo fue un borracho y

lo que tenía sobre la mesa, todos los días, a todas horas, eran esas famosas cervezas yucatecas, de

color ámbar oscuro, cervezas “León”. Cuando la Engracia le quitaba a la historia el aura de

misterio, el Gumer decía lo que dice todo el mundo: “el león no es como lo pintan” y reía a

carcajadas, mientras levantaba la mano y pedía otra ronda de cervezas (ya para el tiempo en que

conocimos a Gumer él tomaba cerveza Carta Blanca).

Esto sale por lo que me dijiste ayer, mientras leíamos el cuento de Anastasio Hernández, sentados

en una banca del parque central. Leíamos tranquilos cuando Antonio apareció y se sentó a nuestro

lado. Hicimos una pausa en la lectura y comentamos una línea donde el autor cuenta que el león

de Hipólito (un león que tenía prisionero en una jaula en la parte posterior de su casa) se echó en

la esquina de la jaula y comenzó a llorar. Vos dijiste que no creías esa línea, que el cuento carecía

de verosimilitud porque los leones no lloran. Supe que lo dijiste por Antonio, que estaba sentado a

nuestro lado. Dijiste que suspendiéramos la lectura, porque era una pérdida de tiempo continuar

con una historia truculenta, pero sé que fue por Antonio, porque él se permitió una broma

también, dijo que había visto llorar a varios leones cuando perdieron ante las águilas (te enojaste,

porque cuando él te explicó que era un chistorete acerca de jugadores de equipos de fútbol

mexicano dijiste que era una broma tonta). (Por eso, cuando Antonio se fue, me dijiste que no te

gusta que más gente esté con nosotros cuando leemos.)

De verdad, ¿los leones no lloran? ¿Ni siquiera los leones de los cuentos? Sé que te molestó la

intromisión. Parece, mi niña bonita, que también los Antonio no son como los pintan. Hay Antonio

que es como cuicuil (el cuicuil es el animalito que jode a la ladilla); hay Antonio que es como un

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cuchillo de palo, que no corta, pero cómo jode. Abundan los Antonio en el mundo. A mí me apena

mandar a jondear gatos a los metiditos. Pero, lo hago. Esa tarde, lo siento, no sé porqué no pinte

la raya a la hora que Antonio se acercó, nos saludó y se sentó a nuestro lado. Usando su ejemplo

futbolístico, siempre he insistido que, en un estadio, nadie se baja a mitad del partido a platicar

con Chicharito. ¿Por qué, entonces, cualquier mortal llega e interrumpe un partido de lectura? Los

metiditos ¿no se dan cuenta que ahí hay un encuentro entre el lector y el autor? ¿No se dan

cuenta que el acto de lectura es un acto sagrado, casi casi como si estuviésemos en un ritual

religioso?

El león no es como lo pintan. En Puebla conocí al Mil amores, un vidente que era muy visitado por

políticos para que aquél les dijera si iban a ser diputados o senadores o gobernadores. Claro, el Mil

amores también atendía a gente común. Le dicen así porque ha tenido muchas mujeres. Tiene su

casa en Cholula. En una de las entradas de su casa mandó a construir una jaula y ahí encerró a un

león. La gente que caminaba por la banqueta podía ver al animal enjaulado. Cuando lo conocí era

un león talguatudo, como si fuese una marioneta y sus patas fuesen alambres forradas con

peluche deslavado. Era una imagen muy triste. Tan Triste que días después un grupo de personas

elevó una petición ante el gobierno para que el león fuese liberado. La petición fue exitosa y dos o

tres semanas después, la prensa dio la noticia de que el león del Mil amores había sido trasladado

a otra estancia, no tan miserable, no tan inhumana.

Con esto que te cuento, parece, mi niña, que el ser humano tampoco es como lo pintan. Hay seres

humanos que son como loros sin plumas; hay otros que son como leones trasquilados; hay otros

que son como cuervos vestidos de pavo real; y hay pavorreales que son simples guajolotes.

Antonio, ¿qué clase de ser humano es?

La gente dice que el león no es como lo pintan. Esto es cierto en el plano de la realidad. Pero, en la

literatura, en el mundo de la imaginación, el león sí es tal como aparece. Ese león del cuento que

te disgustó se echó en una esquina de la jaula y lloró porque quería tener alas. ¡Todo esto es

creíble! Si querés, mañana vamos al parque, nos sentamos en una banca y terminamos de leer el

cuentito. Estoy seguro que te gustará. Tendré cuidado de ahuyentar a arañas que echan a perder

una tarde de lectura; tendré cuidado de no permitir la intromisión de alimañas con nombres raros

como Antonio o Caca.

en 5:22

lunes, 16 de marzo de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE UN CONDOMINIO

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En 2014, la noticia apareció en los diarios principales y se proyectaron reportajes por televisión: en

la ciudad se había inaugurado un nuevo complejo residencial, en la zona más exclusiva de la

ciudad. El complejo consistía de seis torres, dos con cuatro bloques, una de tres y tres de dos.

Cada una de las torres tenía apipuerto. El punto de aterrizaje estaba simbolizado con un círculo

rojo, al que le daban mantenimiento todas las mañanas. Un equipo especializado de técnicos

regaba suficiente azúcar de color rojo. De esta manera cuando alguna nave aterrizaba podía

abastecerse del combustible suficiente para retornar al panal mayor.

El complejo residencial contaba con lo más sofisticado de los avances tecnológicos: sistemas de

video vigilancia y celdillas solares que ayudaban a mantener la textura de la cera, el polen y la

miel.

En cuanto la noticia se supo en todo el reino, muchas abejas obreras acudieron a las oficinas del

Infonavit para solicitar créditos y adquirir los departamentos para consentir a las reinas y a algún

zángano que nunca falta en las familias.

¿Qué sucedió y por qué dicho complejo fue atacado de manera brutal la noche del 12 de marzo de

2015? Las imágenes que la televisión exhibió en los noticiarios fueron brutales y devastadoras.

Todo mundo desayunaba y se preparaba para ir a la escuela o al trabajo, cuando, todos los canales

de televisión interrumpieron su programación normal y dieron paso a imágenes tremendas: las

torres de “Hiper colmena” se quemaban y acusaban derrumbe. Las personas dejaron de hacer lo

que hacían, se quedaron con el bocado del cereal en la boca o detuvieron de golpe sus autos sobre

el bulevar y vieron en las pantallas cómo un grupo de abejas, en lugar de aterrizar sobre los

apipuertos se dirigían contra las estructuras, chocaban, estallaban en mil fragmentos y provocaban

incendios de proporciones volcánicas. Las autoridades, de inmediato, enviaron a aviones caza para

delimitar el espacio y evitar que más avejas (se escribe con v porque son las que pertenecen al

grupo de violentas) impactaran contra las torres. No obstante, el atentado fue tan bien planeado

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que el daño ya estaba hecho. A medida que pasaba el tiempo, las estructuras amenazaban con

derrumbarse. Toda la ciudad estaba conmocionada. La reina mayor de la colmena gubernamental

dio un mensaje brevísimo a todo el país. Con el rostro como de auto recién chocado se dirigió a la

nación diciendo que eso era no un ataque a su país sino a todo el mundo libre, a las instituciones

democráticas, por lo tanto, decretaba tres días de luto nacional e instruía a las abejas reales a

iniciar una contraofensiva en contra de las fundamentalistas abejas africanas.

El día de hoy se sabe que tropas imperialistas han invadido territorios africanos donde están las

principales minas de diamante. Algunos analistas políticos de Venezuela dan pruebas de que el

ataque de las torres fue un auto atentado para justificar la invasión de países africanos.

La noticia más reciente es la del Departamento de Desarrollo Urbano donde se prohíbe la

construcción de edificios que excedan la altura de un bloque.

El sueño más grande de la comuna fue cortado de tajo. Las grandes torres que eran símbolo de la

riqueza del país más poderoso del mundo cayeron como caen los niños que apenas comienzan a

caminar.

en 6:11

domingo, 15 de marzo de 2015

EL POSESIVO MI

En Comitán usamos con frecuencia el posesivo mi. Si vamos al Foquito decimos: “deme’sté un mi

pan compuesto y un mi hueso”. Nos apropiamos del objeto antes de que sea nuestro. Óscar

Bonifaz cuenta que pidió a un grupo de alumnos evitar el uso de ese posesivo ahora que iban a

representar la obra teatral a otro estado. Estuvo muy atento a la hora que entraron al restaurante

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de aquella ciudad y les recordó: “No digan: demes’té una mi taza de café. Basta que pidan una

taza de café. ¿Entendieron?”. Sí, dijeron los muchachos. Cuando el mesero se acercó, comenzaron

a pedir de forma correcta, hasta que le tocó el turno a Rafa, quien, miró la carta, vio al mesero y,

acordándose de la petición del maestro, muy propio dijo: “A mí, deme’sté una “lanesa””. Sí, le

quitó el mi.

Tal vez por esa herencia, yo tengo el vicio de apropiarme de lo que está a mi alrededor. Sé que no

sólo yo padezco tal mal. Mirtha Luz, la poeta, ya dijo: “Yo no soy de Comitán / Comitán es mío”.

Ah, bonito asunto.

Mi mal se agrava porque, como soy hijo único, me acostumbré de niño a que me cumplieran mis

caprichos. No acostumbro compartir las cosas, porque éstas son mías. En el rancho dicen que no

se debe prestar la mujer, la pistola y el caballo. ¿Ven? Hay muchos que padecen el mal. No se

prestan porque son propiedad exclusiva. Sé que ahora muchas feministas ya se están agarrando

del chongo porque en el dicho ranchero hay una carga machista impresionante. Se toma a la

mujer como un objeto del cual puede disponerse. Se pone a la mujer a la misma altura del caballo

(de la yegua) y de la pistola. Ahora las oigo echando sus gritos a mitad del parque peleando su

derecho a la libertad. Pero, no todo mundo piensa igual. Hay, también, muchísimas mujeres que

tienen en mente el posesivo y dicen: “Él es mi hombre”, y no lo prestan.

Yo no tengo pistola ni caballo, pero cuando me refiero a la Paty, mi compañera de más de treinta

años, digo: mi Paty, como para dejar claro que es ella y no otra. No presto libros. Si alguien, ya a

punto del desborde, me pide prestado un libro de “mi” propiedad, no lo presto ¡se lo regalo!

Porque sé que ese libro ya no regresará a mis manos. Aplico el otro dicho que se dice con

frecuencia: “Quien presta un libro es un tonto y es más tonto el que lo regresa”. Qué dicho tan

tonto. Se entendería que los lectores son gente decente y que respetarían la propiedad ajena,

pero no es así. El que recibió el libro, casi con orgullo, muestra el libro de mi propiedad y dice que

él no es tan tonto como para regresarlo.

Pareciera que en el párrafo anterior me contradigo. Al principio dije que no presto mis objetos,

dije que tengo el mal de la posesión, y ahora digo que, en caso extremo, no presto pero sí regalo.

Esto lo hago con mis objetos más queridos. Porque no tengo empacho en regalar un pantalón o

una camisa. Estos son objetos secundarios en mi vida. Los libros son la esencia de mi existencia.

Pero, en los últimos tiempos trato de aplicar cierta teoría del desapego. Porque la vida es tan

fregona que devuelve todo. A punto de regresar a mi Comitán, después de vivir en Puebla durante

9 años, decidí que no podía pagar una mudanza para transportar el librerío, así que llamé a Fito y

le dije que si quería los libros de mi biblioteca. Al otro día estaba ahí, acompañado de su Paty, para

cargar todos “mis” libros en “su” camioneta. Cuando dije adiós a Fito, dije adiós, para siempre, a

mis libros, y como La Llorona, grité: “¡Ay, mis libros!”. Me sequé una lágrima que apareció en mi

cara y cuando mi Paty preguntó si estaba triste dije que sí, que me daba tristeza la partida de Fito.

Me vio con cara de decir “mentiroso”. Cinco o seis meses después, ya laborando en la Universidad

Mariano N. Ruiz, llegaron Socorrito Román y luego Roberto Ortiz Gutiérrez, quienes, en un acto de

desprendimiento generoso, donaron gran parte de sus bibliotecas personales. ¡Pues nada! Que

muchos de mis libros estaban ahí. ¡Regresaron! Volvieron con la misma tranquilidad que regresan

los aguaceros cada año y con la misma abundancia con que sale el tzizim.

Ya soy un poquito desapegado, pero si puedo evitar en mi persona “ese acto generoso” de prestar

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(regalar) un libro de mi propiedad ¡lo evito! Adió jodido, llevo más de cincuenta y siete años

consintiendo ese mi posesivo que me regaló la cultura comiteca. No lo puedo echar por la ventana

así como así. No me gusta que jueguen con mis juguetes; no soporto ver que rayen mis cuadernos;

no dejo que los otros, con cualquier pretexto, me quiten mi tiempo; me jodan mi vida.

Trato de aplicar en los otros lo que pido para mí: “no joder”. Procuro no joder a sus madres,

porque no les hago su gusto de joder a la mía cuando así me lo ordenan.

Sí, lo confieso, poseo el mal del mi posesivo. Cuando entro a una sala cinematográfica de la plaza y

no hay nadie más, sonrío, porque sé que esa película será exhibida especialmente para mí.

Cuando, a la hora que apagan las luces, entra más gente cargando sus combos de palomitas y de

refresco, hago un ligero mohín, pero ya no me enojo. Estoy aprendiendo a ser un tantito tolerante.

¡Le doy chance al mundo de meterse con “mi” mundo!

en 5:38

sábado, 14 de marzo de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO SE INVENTA UN JUEGO PARA ELIMINAR

DISTANCIAS

Querida Mariana: en apariencia, las distancias no han variado. Teopisca está a 60 kilómetros de

Comitán. Pero hubo un tiempo (antes de los años cincuenta del siglo pasado) en que el viaje debía

hacerse a caballo y ello implicaba una jornada larga de viaje. ¿Cuánto tiempo tardaba el viajero en

llegar a Teopisca? Ahora, ya existe la Carretera Internacional y el tiempo de viaje se ha reducido.

Aunque el tío Armando, enojado, somata el puño sobre la mesa y dice que eso es mentira; dice

que ahora lleva más tiempo llegar a Teopisca por los topes interminables y por los frecuentes

bloqueos de maestros y de organizaciones.

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¿Se han eliminado distancias? No, las distancias físicas siguen siendo las mismas, Teopisca está en

el mismo lugar que estaba en 1950 y Comitán también, así que la distancia es la misma. Lo que ha

cambiado es el tiempo que invertimos para llegar, porque ahora, en lugar de viajar a caballo

viajamos en autos que alcanzan velocidades de cien kilómetros. París está tan lejos de Comitán

como estaba el día que el doctor Belisario Domínguez partió, en barco, para estudiar allá. Pero,

ahora, ¡ay, criatura!, para llegar a París ya no tarda uno semanas, basta treparse a un avión en el

aeropuerto de la Ciudad de México para, después de un viaje placentero, viendo una película

acompañada con una copa de champaña, llegar a la Ciudad Luz doce horas después.

Si bien de manera física es imposible modificar los 60 kilómetros de Teopisca a Comitán, las redes

sociales, por ejemplo, permiten que esa distancia se acorte, se vuelva casi casi nada.

Cuando Rosaura se despidió de nosotros, en 1975, para ir a estudiar a Madrid, organizamos un

guateque en su honor. Esa noche arreglamos la casa de Mario y ahí fumamos, platicamos,

bebimos, bailamos y lloramos (no hicimos más porque la banda de ese tiempo era muy modosita).

Como a las dos de la madrugada, Rosaura se despidió de cada uno de nosotros. Ahí lloramos. Ella

se colgaba de cada uno de nosotros y parecía que iba, no a Madrid, sino al fin del mundo. ¿Cuándo

regresarás?, le preguntábamos y ella decía que no antes de un año. Madrid estaba tan lejos y

además el boleto de avión era muy caro. Todos salimos a la calle, la vimos subir al carro de su papá

y la vimos desaparecer. Al día siguiente viajó a la ciudad de México y dos días después trepó al

avión que la llevó a España. Nosotros, quince días después, dimos por terminado nuestro periodo

de vacaciones y volvimos a la ciudad de México y nos reincorporamos a los estudios de la UNAM,

universidad donde estudiábamos.

Mes y medio después, más o menos, recibí una carta de Rosaura. Le había dado mi domicilio del

Distrito Federal. Estaba contenta, sorprendida por todo lo que estaba viviendo, hablaba maravillas

de su carrera y de su universidad, contaba que había conocido un chavo con el que la llevaba bien,

muy bien, y que, por el momento, no eran novios, pero ya él la había llevado a la casa de verano

que tenían sus papás y la había presentado con ellos y éstos la habían tratado muy bien. Me

contaba que la casa de verano de su amigo, Javier, estaba en un barrio que se llamaba Ventas y

ella me contaba que jugaba con Javier a las ventas y a las compras (ya no me decía más, pero yo

intuí que ella y él habían inventado un juego bonito y, por eso, Rosaura estaba fascinada con su

amigo). Al final de la carta, después de frases llenas de sol, una nube gris apareció. Confesó que,

por las noches, a la hora que se sentaba en la cama y se quitaba la ropa para ponerse el pijama, la

nostalgia por Comitán aparecía, para intensificarla ponía en el aparato reproductor un casete de

marimba, suspiraba y se echaba para atrás con los brazos detrás de la nuca. Al final me preguntaba

cómo estaba, me decía que, por favor, le contara de mi universidad, de los amigos de la banda y

de Comitán. En la posdata me pedía que le hiciera un favor muy especial, que cuando fuera a

Comitán de vacaciones (las de navidad estaban a la vuelta de la esquina) le grabara sonidos de

nuestra ciudad y que se la mandara a Madrid, que le dijera el costo del envío y que ella le diría a su

mamá para que me diera el dinero. (Muchos años después recordaríamos cómo en la película “El

cartero de Neruda” el cartero le envía una serie de sonidos al poeta que está lejos de Chile. Javier,

Jorge y yo, mucho antes hicimos lo mismo para complacer a Rosaura.)

¿Qué me pedía Rosaura? Me pedía que le acercara a Comitán; me pedía que eliminara distancias.

Ella estaba del otro lado del mar, pero sabía que si yo le enviaba sonidos de Comitán, ella -de

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forma imaginaria- podía tender un puente que eliminara esa distancia brutal que existía (y existe)

entre Madrid y Comitán. Así que, cuando llegué a Comitán les dije a Javier y a Jorge que debíamos

grabar sonidos. Memo me había vendido una grabadora de carrete que, si bien no era profesional,

servía para el pedido de nuestra amiga. Jorge dijo que estaba bien, pero que debíamos hacer una

relación de los sonidos más representativos, entonces, como tampoco se trataba de ser muy

seriecitos, nos subimos a un taxi y fuimos a “La jungla”, una cantina que estaba rumbo al Club

Campestre, caminamos por el piso de tierra recién humedecido, nos sentamos en la mesa del

rincón y pedimos tres cervezas; mientras el mesero servía el pedido, junto con la botana que

incluía unas tortaditas de frijol con queso, crema y salsa roja que eran una delicia, saqué una

libreta y pluma y comenzamos a hacer la relación. No recuerdo bien, pero no creo que esa tarde

hayamos comenzado a hacer las grabaciones, lo más seguro es que esa tarde pedimos una ronda

más y otra y otra y luego pedimos una botella a consumo. Tal vez, lo más seguro, es que al día

siguiente, con una cruda de Dios padre, tampoco hayamos grabado uno o dos sonidos, lo más

seguro es que al otro mediodía, hayamos ido a la cantina de tío Tavo Penagos para tomar dos

cervezas bien frías para mitigar la cruda. Entonces, debió ser al tercer o cuarto día de estar en

Comitán cuando cumplimos con el encargo.

Rosaura dice que nunca recibió la caja con la cinta grabada; Javier jura que fuimos a casa de la

mamá de Rosaura y pedimos dinero para hacer el envío por correo; Jorge dice que no recuerda

que hayamos ido a la oficina de correo para hacer el envío, es más, pregunta si no recuerdo que, al

final, la calidad de grabación era tan mala que decidimos no enviar la cinta. ¿Yo? Ya me conocés,

los cables se me entrecruzan y no recuerdo el final de la misión. Sí recuerdo que fuimos a algunos

lugares para grabar sonidos, que Jorge sostenía el micrófono (con una rodilla en el piso y con el

brazo extendido) y que Javier daba vuelta a la perilla para dejarla en el espacio que decía

“Record”. Recuerdo que nos sentíamos importantes, porque las personas que pasaban,

invariablemente, veían qué hacíamos y no faltaba alguna que preguntaba qué hacíamos. Acá, de la

historia debo creer la versión de Rosaura, si ella dice que jamás le llegó ¡eso es lo cierto!, pero

Javier insiste en que sí hicimos el envío y que, tal vez, el paquete se extravió, como entonces solía

acontecer. Hay tantas historias de envíos postales que nunca llegaron a sus destinatarios o

llegaron muchísimos años después. Javier dice que tal vez sí llegó, pero como Rosaura, al cumplir

el año, ya no aguantó más en España y regresó a Comitán, sin dar mucho detalle de tal

determinación, ya no estaba en Madrid cuando el paquete llegó. ¿Quién sabe? Lo cierto es que sí

hicimos una serie de grabaciones y que Rosaura nada recibió. Pero acá, lo importante, mi niña

querida, es decir que Rosaura buscaba eliminar la distancia a través de sonidos reconocibles.

Recuerdo que una mañana, Jorge abrió el balcón de su casa y aventó pétalos de rosa. Grabamos

ese sonido (tal vez inaudible), pero al final, Javier decía: “sonido de pétalos de rosa al caer sobre

banqueta de la tercera calle sur poniente, con fondo de vendedor de paletas”, porque,

precisamente a la hora que grabamos el sonido de los pétalos, apareció el vendedor con su carro

de paletas. Este vendedor era muy simpático, porque tenía una voz como de agua que cae en un

albañal y gritaba: “Paletas, paletas, paletas de vainilla, fresa, chocolate y rábano”. ¿Paletas de

rábano? Ahora pienso que era su estrategia de mercadotecnia porque cuando alguien le pedía una

de rábano, sólo para salir de la duda, él quitaba la tapa del carrito, la sostenía con la mano

izquierda y con la cabeza casi adentro del carro buscaba. Segundos después emergía, como buzo a

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mitad de un arrecife, y decía: “Se me acaban de acabar”, y ofrecía de los sabores que le quedaban:

fresa, vainilla y chocolate.

Otra mañana, Jorge colocó el micrófono sobre el tronco de un tenocté. Dijo que era para que

Rosaura escuchara el corazón del árbol.

Posdata: ¿Cómo se aligera el barullo de la distancia? ¿Abriendo puertas en el piso?

en 5:15

viernes, 13 de marzo de 2015

PARA CANTAR UNA CANCIÓN AL PUEBLO DONDE NACISTE

“¡Vengan, vengan!”, dice tío Chinto al muchachitaje. Todos los niños corren como si estuviesen en

la hora de recreo o fueran a recibir un regalo. “Vengan, vengan”, dice el tío y todos corren a la

orilla del río, por el lado donde está una banqueta de cemento, que como orla de vestido, sigue

todo el cauce del río. Nadie sabe hasta dónde termina la banqueta, nadie sabe hasta dónde

termina el río. Los más viejos, los que hace años corrieron también por la banqueta dicen que ésta

no tiene fin, lo mismo dicen del río, pero algunos otros, más viejos, que ya casi no tienen muelas,

ni tampoco hilos de memoria, de pronto, a la hora que abren los ojos, aseguran que el río termina

en el mar, pero, eso sí, sostienen que la banqueta continúa. Hay incluso algunos que se atreven a

decir que por eso Jesús caminó sobre el mar.

“¡Vengan, vengan!”, dice tío Chinto y el muchachiterío corre por la banqueta, con como bandadas

de gaviotas. Los niños abren los brazos y corren detrás del tío, corren como si fuesen conejos o

venados, lo hacen a saltitos; abren los brazos y se creen golondrinas, se creen aviones. Hacen

ruido con sus bocas. Las lagartijas que descansan sus panzas sobre el cemento caliente por haber

recibido el sol toda la mañana se alebrestan ante la ruidazón de la multitud y corren y se esconden

detrás de las piedras. Las lagartijas más viejas ya están cansadas de este laberinto. Saben que

también sus abuelos vivieron esta peregrinación atolondrada. A los humanos les da por correr a lo

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loco. Las lagartijas son más cautas, igual que a los garrobos les encanta asolearse, sin prisas ni

amontonamientos. Pero, los niños ahí van detrás del tío que los jala, como el famoso flautista, y

les dice ¡vengan, vengan!

Allá van los niños, son decenas y decenas, casi todos los que viven en el pueblo; ahí van corriendo

sobre la banqueta, a la orilla del río. Siguen el flujo del agua. Se sabe que, igual que nadar contra

corriente, correr en sentido contrario hace que el pensamiento se cambie. Los loquitos que andan

en el pueblo se volvieron así porque una tarde, el bisabuelo de tío Chinto los llamó y les dijo que

corrieran sobre la banqueta, pero como el bisabuelo ya era más viejo se olvidó y los hizo correr en

sentido inverso. Ah, pobre pueblo. En la tarde medio mundo de criaturas estaba loco.

“¡Vengan, vengan!”, dice el tío y la chiquititada carrerea detrás de él. Hacen una bulla como si

fuesen mil loros, como si fuesen mil chachalacas. Ah, con qué alegría avanzan. Lo hacen en el

mismo sentido en que corre el agua, esa agua que no se sabe de dónde viene, de dónde nace y

hacia dónde va. Todas las generaciones han caminado, corrido por esa banqueta de cemento, que

algunos (tontos) se atreven a llamar malecón; todas las generaciones han visto el mismo río, a

veces más caudaloso, a veces más tranquilo, pero el mismo río. Lo que no es lo mismo es el agua

que corre, el grupo de niños que avanza como si fuesen gallinas y la abuela los llamara para comer.

Todo es lo mismo: sólo cambia el agua y los niños.

¡Vengan, vengan!, y todos corren en el mismo sentido del río. ¿Hasta dónde llega la banqueta?

¿Hasta dónde el agua del río? ¿Hasta dónde llegarán los niños que corren sin descanso? Los viejos

del pueblo los despiden desde la terminal del tren, saben que nunca volverán, porque si

regresaran caminarían en sentido contrario al flujo regular y esto provocaría la locura en ellos.

Allá van los niños, detrás del tío. Corren, corren con gran alegría, como si se fuesen de pinta de la

escuela. ¿Hasta dónde llegarán?

en 4:55

miércoles, 11 de marzo de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE CANTA EL CORAZÓN

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Tío Cástulo dice que la ceiba es el árbol sagrado de los mayas. En Comitán tenemos varias ceibas

emblemáticas. A veces, los niños se suben al arriate del parque de La pila o brincan el que está en

San Sebastián y abrazan a la ceiba; a veces son tantos niños unidos que alcanzan a darle vuelta al

tronco, y todo es como una cinta de luz, como un lazo protector. Pero, ceibas existen en otros

lugares del mundo. Por esto, tal vez, como asegura tío Pancho, la ceiba no es el árbol más querido

de este pueblo; el árbol más emblemático de Comitán, y único, es el tenocté. Antes, cuando el

clima era como esas muchachas regulares que cada veintiocho días tienen su menstruación, el

tenocté florecía en primavera y nada más. Ahora, el árbol se ha vuelto veleidoso y florea cuando

se le pega su real gana y su real gana es florear a la hora menos pensada. Ahora, no es raro verlo

florear en diciembre, en medio de la niebla. La famosa anécdota que refería que cuando floreaba

el tenocté las muchachas bonitas preparaban su “maletía” para huir con el amado ha perdido su

encanto. Ahora el tenocté florea sin orden y, de igual manera, las comitecas huyen con sus

amados cualquier tarde sin previo aviso. Ya se descubrió, ¡qué pena!, que el tenocté no era el que

provocaba la arrechura en las mujeres comitecas; parece que la calidez de nuestras muchachas es

la misma que alimenta la entrepierna de todas las mujeres del mundo.

Lo que sí continúa vigente es la leyenda del corazón del tenocté. Acá, en esta fotografía, en medio

de estos racimos de flores de tenocté, se observa el corazón del árbol. Entre tanto blanco, entre

tanto azul, entre tanto café, el rojo brinca como brinca el ojo cuando encuentra un prodigio. ¡Acá

está el prodigio!

Los dioses se reunieron para poblar el mundo. Hicieron un pase mágico y dotaron al mundo de

gatos, perros, chivos, burros, toros, vacas, serpientes, cucarachas y demás alimañas; hicieron otro

pase y llenaron el mundo de rosales y árboles de durazno, de jocote, de níspero y nantzerol. Al

final, cuando pensaron que ya todo estaba dispuesto para la vida, hicieron el pase decisivo y

llenaron el mundo de hombres y mujeres, muchachos y muchachas, pichitos y pichitas. Vieron su

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obra, dijeron que todo estaba bien, bebieron taberna y se recostaron en hamacas para descansar.

Pero uno de ellos, a mitad de la noche, despertó asustado, se bajó de la hamaca y fue de cuarto en

cuarto a despertar a sus compañeros. ¿Qué?, dijeron todos. Nos falta el corazón del árbol, dijo el

dios asustado. ¿De qué hablas?, preguntaron los demás. Hablo del espíritu de las cosas, dijo el

dios. Entonces todos los dioses se asomaron a la ventana mayor y, en efecto, vieron que las cosas

del mundo carecían de corazón. Todos los objetos estaban sin vida. Bueno, bueno, dijo el dios más

huevón (pero, también, el más poderoso), hizo un pase y dotó de corazón a todas las cosas del

mundo, pero antes de que terminara de bajar el brazo, el dios asustado, lo detuvo en el aire. ¡No,

no!, reclamó, el corazón no puede ser algo integrado, debe ser algo que esté fuera de la cosa, pero

que le dé vida. Pero, como ya el dios huevón había iniciado el conjuro, el venado y el hombre y la

mujer y el cenzontle tenían ya un corazón adentro de su cuerpo; y las piedras y las nubes se habían

quedado sin corazón. El dios asustado, con el chisguete de poder que le quedaba, hizo un pase y

logró que el tenocté tuviera un corazón fuera de su cuerpo, el corazón del tenocté tuvo alas y fue

de color rojo, de color sangre, de color vida. Por esto, cuenta la leyenda, el tenocté puede renacer

cada temporada. Cuando el corazón de un hombre o de un venado o de un pichito le da por

dormir, el dueño muere para siempre (aun cuando suene como un pleonasmo); cuando el corazón

del tenocté le da por dormir, el árbol no muere para siempre, renace a la hora que el corazón abre

los ojos de nuevo. El corazón del tenocté revolotea por otras parcelas, duerme en otros parajes, y,

cuando se acuerda de su querencia, regresa al árbol de nubes y hace que los renuevos se

desperecen y alimenten la arrechura del mundo.

Por esto, en Comitán, así como San Caralampio es el santo más querido, por encima de Santo

Domingo, el santo patrón; de igual manera, el tenocté es el árbol más querido, por encima de la

ceiba, el árbol sagrado de esta región. Las muchachas bonitas preparaban su maletía cuando

floreaba el tenocté, no por arrechura sino como ritual para decirle al mundo que el corazón del

árbol tiene alas y cuando regresa aparece el milagro de la resurrección.

Por ahora, en todo el valle florean los tenoctés. Es que el corazón del árbol volvió. Acá en esta

fotografía se ve.

en 5:13

lunes, 9 de marzo de 2015

ALGUNA TARDE

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Los niños de todo el mundo somos traviesos. Cuando salimos de la escuela, todos en tropel

después del toque de la campana, caminamos por las calles, con la mochila al hombro y a la señal

de uno de nosotros, el que camina detrás del grupo, con las manos adentro de las bolsas del

pantalón, saca una mano y toca el timbre de una casa, ¡se pega al timbre! Echamos a correr.

Acezando llegamos a la esquina, doblamos y luego sacamos las caras, como búhos, detrás de la

pared, para ver el momento en que la dueña de la casa abre y, molesta, descubre que, ¡otra vez!,

nosotros, los niños traviesos, le hemos jugado una mala pasada. Entonces reímos. Ese es el chiste

del juego, hacer que las mujeres que están adentro, lavando, haciendo la comida, lavando los

trastos, planchando o en el baño, vayan a la puerta y mienten madres. A veces, con nuestros

impermeables, nos ponemos de acuerdo, en tardes de lluvia, a salir y tocar timbres. Es cuando

más nos divertimos, porque las dueñas de las casas se molestan de más, porque deben salir con

paraguas y se mojan los zapatos y los pies. Nosotros tocamos en muchas casas antes de llegar a las

nuestras, pero donde sí no nos hemos atrevido es a tocar el timbre de la casa de don Quién Con.

Éste es un viejo pelón, con bigote como cepillo para bolear zapatos. Para caminar se apoya en un

bastón que, también, le sirve para golpear a los niños que se atraviesan en su camino. Le tenemos

miedo, porque en el parque siempre se para a mitad del kiosco y, con el bastón en alto, amenaza a

los niños de ¡toda la ciudad! Si alguien se atreve a tocar su puerta lo buscará, hasta por debajo de

las piedras (así lo dice), y le dará una tunda con el bastón que le dejará las nalgas como piel de

puerco espín pero sin espinas. ¡Eso provoca miedo en todos los niños! Don Quién Con se pone rojo

y parece que, de un momento a otro, se le romperán las venas de su cuello, que es grueso como

un tronco de árbol viejo. Don Quién Con es un viejo solitario, sin familia, sin mascotas. Tal vez vive

enojado por eso, por las carencias. Y no nos atrevemos a tocar el timbre de su casa y hacer la

travesura porque tiene una cámara que, cuentan los adultos, graba todo lo que sucede en la calle.

Así que, dice Coquín, cuando alguien de nosotros toque el timbre él verá quién es y no saldrá, así

que la travesura no contará y, además, él irá hasta la casa del travieso y esperará que salga con su

bicicleta y se irá contra el niño y lo molerá a golpes de bastón. Por eso no nos hemos atrevido.

Bueno, hasta ayer lo habíamos considerado una hazaña imposible, porque, en la tarde, mientras

nos poníamos los patines para patinar en la cancha que hay en el parque, Coquín (¿quién más?)

lanzó un reto. Dijo que había visto en la televisión un programa donde un grupo de ladrones

robaba un banco y varios de ellos, con pintura negra en aerosol, cancelaban las cámaras. “¡Lo

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hagamos así!”, dijo Coquín, emocionado. “¡Sí, sí!”, dijimos los demás, alzando los brazos, como si

tuviésemos bastones, igual que don Quién Con.

¿Por qué le decimos así a don Quién Con? ¡Muy sencillo! Cuentan los adultos que antes, las casas

no tenían timbre. La gente llegaba y tocaba la puerta. Adentro, don Quién Con gritaba: “¿Quién?”,

y el que tocaba decía su nombre; acto seguido don Quién Con, preguntaba: “¿Con?”; es decir, el

viejo pelochas pensaba que siempre quien tocaba debía ir acompañado con alguien y si alguien

llegaba solo ¡no abría la puerta! Todo mundo de la ciudad le puso ese apodo de Quién Con.

Después de patinar durante toda la tarde, a la hora que tomábamos un refresco en la tienda de

doña Efulvia, Coquín dijo que preparáramos el plan. La cámara de la casa está enfocada hacia la

puerta, colocada en un alero. Llevaremos una escalera, Martín subirá, extenderá el brazo izquierdo

y pintará el lente. Cuando ya Martín haga una seña, Coquín se prenderá al timbre. ¿Qué hará don

Quién Con cuando oiga el bramido de la chicharra y nada vea en la pantalla? Mientras Julio pedía

otro refresco de naranja, Martín dijo que sólo tenía dos posibilidades: azotar el bastón contra el

suelo, ignorar el timbre y llamar por teléfono al técnico para que revise la cámara de seguridad o,

picado por la curiosidad, caminar hacia la puerta y preguntar: ¿Quién? Si pasa lo primero

perderemos la oportunidad de gozarlo y habremos fracasado, pero si sucede lo segundo, a la hora

que don Quién Con pregunte ¿quién?, nosotros, a coro, gritaremos “¡Con!” y saldremos corriendo

y cuando él abra la puerta ya no podrá reconocernos y seremos felices, correremos con los brazos

en alto, recibiendo la bendición del aire.

Así, hoy, el peluquero y doña Sebastiana, a la hora de contar el pan que lleva en un canasto doña

Arminda, vieron que el grupo de niños pasó cargando una escalera de metal y la colocaron justo

detrás de la cámara de seguridad de la casa de don Quién Con; vieron a Martín trepar y, con un

bote de pintura en spray, ennegrecer la lente. Y vieron lo que no tomamos en cuenta a la hora de

revisar las posibilidades. El viejo pelochas estaba pendiente de la pantalla y cuando vio que ésta

comenzaba a ponerse oscura supo que alguien (pensó que un ladrón) estaba cancelando la visión,

así que tomó su bastón y, casi corriendo, fue a la puerta, la abrió y vio a Martín trepado en la

escalera y a nosotros deteniéndola. Levantó su bastón y, como si fuese un samurái, lo blandió

contra el grupo. Todos corrimos en diferentes direcciones. Sólo escuchamos el grito de “¡Me las

pagarán, cabrones!”, y luego, para que comprobáramos que, en efecto, se la íbamos a pagar, gritó,

como si fuese maestro pasando lista, cada uno de los nombres de quienes corríamos. Sólo Martín

quedó atrapado arriba de la escalera. Lo dejamos olvidado. El viejo llegó hasta la escalera y,

golpeando la escalera con el bastón y moviéndola de un lado a otro para hacer que Martín

perdiera el equilibrio, gritaba como cuervo adentro de una pira. Creímos que Martín nunca nos

perdonaría el haberlo abandonado, pero cinco minutos después, nos alcanzó en el parque, y

riéndose como nunca nos contó qué sucedió. Cuando Martín vio que el viejo insistía contra la

escalera no le quedó más que, como chango, colgarse de una viga y patear la escalera. Esto

descontroló al viejo. Martín pensó que esa era su única oportunidad para escapar y se dejó caer,

con tanta suerte, que cayó justo sobre los hombros del viejo pelochas. Cuando Martín vio que

cabalgaba sobre el viejo dijo que tuvo un impulso irrenunciable y gritó: ¡Arre, arre!, y lo espoleó. El

viejo, al sentir los puyazos en su costillar se hizo para abajo y con el peso de su carga cayó hincado

sobre la banqueta. Al ver Martín que había quedado parado sobre el piso se bajó y corrió hacia

donde sabía que nos habíamos reunido. Cuando lo contó nos hamaqueamos de risa, dijo que el

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viejo, en lugar de estar enojado, parecía contento a la hora que él le jaló de las orejas y gritó: “¡So,

so, so!” para detener la carrera desbocada del caballo. Coquín se hizo para atrás y, como estaba

sentado en un pretil, cayó sobre el arriate donde están sembrados unos rosales. Sin importar lo

espinado que quedó, se revolcó de la risa. Cuando dejamos de reír, todos alzamos los brazos y

cantamos victoria. Habíamos logrado superar la única misión que teníamos pendiente. Pero,

luego, Martín dijo que el viejo nos había reconocido. No nos la acabaríamos. Coquín dijo que ojalá

que el viejo se hubiese quebrado una costilla y que, ojalá, se muriera. Pero los demás dijimos que

no. Entonces sentimos pena por el viejo, bigote de cepillo, y Martín dijo que fuéramos a ayudarlo y

estuvimos de acuerdo, pero cuando llegamos a la esquina y doblamos vimos que ya mucha gente

estaba alrededor de una ambulancia y dos camilleros subían al pobre viejo. La sirena se oyó, toda

la gente se hizo a un lado y la ambulancia se fue a todo lo que daba. Corrimos detrás de la

ambulancia, haciendo el mismo sonido con nuestras bocas. Como la clínica de salud está a dos

cuadras llegamos justo a la hora que los camilleros bajaban la camilla y la ponían a mitad de la

calle. Martín nos sorprendió pues comenzó a llorar a gritos, se acercó a los camilleros y dijo que

era nieto del viejo. Nosotros nos cubrimos las bocas para no dejar paso libre a las carcajadas. Los

camilleros le creyeron a Martín y permitieron que se acercara al viejo, los demás hicimos lo

mismo. El viejo volvió la cabeza y nos vio. Su cara se transformó, hizo un mohín como de piedra,

pero luego algo en él se hizo como paleta de fresa con bombones, sonrió y, en voz muy baja, se

dirigió a Martín y dijo: “En cuanto yo salga de acá ¿volvemos a jugar a los caballitos?”. Martín dijo

que sí, sí, y, tal vez por la emoción, siguió llorando y tomó la mano del viejo y dijo: Sí, sí, abuelito,

sí. Los camilleros nos hicieron a un lado y metieron la camilla para que los médicos atendieran al

viejo pelochas. Nosotros nos vimos sin decir algo. ¿El viejo había quedado contento con el juego

de Martín? Parecía que así fue. Tomamos a Martín de uno de los brazos y dijimos que ya era hora

de marchar, pero él nos detuvo y dijo que no, que él se quedaría ahí, hasta que “su abuelo” se

recuperara. Coquín dijo que eso era una bobera, pero cuando vimos que Martín hablaba en serio

respetamos su idea y supimos que, a partir de ese momento, todos veríamos de manera diferente

al viejo y, tal vez, por respeto a Martín, dejaríamos de decirle don Quién Con; tal vez, también

nosotros le diríamos abuelo y en lugar de jugar esos juegos bobos de tocar el timbre para

molestar, iríamos en las tardes a platicar y acompañaríamos a Martín a jugar con él.

Los niños de todo el mundo somos traviesos. Algunos se dedican a molestar a las señoras tocando

los timbres de sus casas y echándose a correr. Muy pocos son los niños que juegan a los caballitos

con los viejos.

en 5:06

domingo, 8 de marzo de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE CÓMO CAMINA EL TIEMPO

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Una expresión común es “¡Cómo pasa el tiempo!”. Se dice para expresar que el tiempo ¡vuela!

Pero ¿es cierto eso? Acá, en esta fotografía, perdón, se ve que el tiempo no vuela, ni siquiera

corre. El tiempo ¡camina lento, muy lento, a paso de tortuga! Claro, nunca se detiene, nunca hace

una pausa. El tiempo no se agota, es infinito, pero no lleva prisa, camina con paso cansino.

Con respeto, se solicita al lector observe los elementos que esta fotografía contiene: una pared

con manchas de humedad y huellas de algún cartel retirado; un grafiti; apenas una orilla de

balcón; el poster que anuncia un acto infantil en el teatro; una puerta de madera con lunares de

metal; y un hombre. ¿Y el tiempo? ¿En dónde está el tiempo? Es apenas una sombra, una sombra

cansada, pero si el lector mira con atención verá que el señor, con gorra, chamarra de color negro,

pantalón claro y botines color café, está concentrado en un chunche que detiene su mano

izquierda. Ese chunche es un teléfono celular. ¿Qué tiene en la mano derecha? ¡Es una lupa

minúscula! Apenas un dedal que amplifica. ¿Qué hace el hombre? Nos da una lección de vida: el

tiempo camina lento. Por eso, el señor se inclina tantito, porque el tiempo no es como un huracán,

es como una brisa suave, pero aire al fin levanta el polvo de la calle, seca la ropa tendida en la

azotea y hace que los viejos inclinen tantito el cuerpo, como si fueran barcos a mitad del mar.

¿Quieren saber qué hace el hombre? Deja que pase el tiempo, el tiempo que dejó la huella

húmeda en la pared; el que pintó de manchas la pared, el que pegó el cartel sobre la puerta.

Porque (el lector estará de acuerdo) hubo un “tiempo” en que la puerta estaba recién barnizada;

la pared impecable; el balcón abierto y completo. Hubo un tiempo en que la grada estaba lisa y

pulida y que las losetas del portal brillaban con la luminosidad de lo nuevo.

Los elementos de esta fotografía (incluido el hombre) acusan desgaste. Es la presencia del tiempo

que es como una gota de agua que, a base de constancia, taladra una piedra. El tiempo no vuela,

ni siquiera corre. Sin que se advierta de manera ostensible, camina, camina con paso de tortuga,

pero lo hace sin pausa. Por ello, los elementos de esta fotografía están húmedos, con moho. Hubo

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un tiempo en que el hombre de esta fotografía fue niño, fue joven. Y ahora, sin que él se hubiese

dado cuenta bien a bien, ya está como árbol sin hojas.

Pero, ¿qué hace este hombre? Nos deja la lección de cómo pasa el tiempo. Con la mano izquierda

detiene un teléfono celular y con la mano derecha detiene una lupa, que es como un dedal. Este

dedal lo coloca frente a su ojo (muy cerca) y busca el número para oprimirlo. Así con cada número

del número telefónico. Cuando, con trabajo, termina esa labor, entonces lleva el celular a su oreja

y habla con su hijo, que quién sabe dónde vive. Bueno, bueno, dice. ¿Cómo estás?, pregunta.

Ah, el tiempo, qué cruel. Camina casi en puntillas pero jode como si fuese un instrumento de

cámara de tortura. Todo lo jode, mancha la pared, carcome la grada, debilita el ojo, golpetea la

columna vertebral. El tiempo hace que el ojo ya no mire bien y obliga al hombre a usar un chunche

que amplifique su visión. Lo que en los jóvenes es como saltar la cuerda, en los viejos es pasar de

una a otra orilla en un puente colgante. ¿Cuánto tiempo se lleva el hombre en buscar el número y

en marcarlo? ¿Cuánto tiempo en pasar de una a otra orilla?

El tiempo camina con paso cansino. Casi no se advierte. Es como el paso de una nube que no se

sabe bien a bien hacia dónde va, pero que camina de un lado a otro impulsada por el viento. El

tiempo es como una gota de aire que, terca, impulsiva, sin descanso, perfora el espíritu del

hombre y de las cosas del mundo y las llena de humedades y de ramas secas.

en 5:28