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EXCLUSIVA

PRIMER CAPÍTULO

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RBA

Traducción de Ana Isabel Sánchez

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rees que es muy fácil cambiar.

Crees que es muy fácil, pero no lo es.

¿Qué crees que se necesita para reinventarte y conver-

tirte en una persona completamente nueva, una persona que

tenga sentido, que encaje? ¿Cambiar de ropa, de peinado, de

cara? Adelante, venga. Hazlo. Agujeréate las orejas, córtate el

flequillo, cómprate un bolso nuevo. Seguirán viendo más allá

de eso, te verán a ti, a la chica que continúa estando demasiado

asustada, que sigue siendo demasiado lista para su propio

bien, que aún va un paso por detrás, todavía, siempre, fuera de

lugar. Haz todos los cambios que quieras; pero eso no podrás

cambiarlo.

Lo sé porque yo lo intenté.

Nací para ser impopular. El resultado no podría haber

sido otro. Si existiera un único momento donde todo se fue al

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traste por primera vez, podría soñar con retroceder en el tiem-

po, dar conmigo misma y decirme: «Mira, Elise de diez años,

no te pongas ese enorme jersey rojo chillón lleno de borlas de

lana que parecen pompones. Sé que es el que más te gusta,

porque te parece muy especial, pero no lo hagas. No seas es-

pecial».

Eso es lo que le diría a mi versión más joven si pudiera

precisar el momento en que perdí el camino. Pero no hubo un

momento concreto. Siempre anduve perdida.

He ido a clase con los mismos niños desde la guarde-

ría. Y ellos se dieron cuenta de lo que era mucho antes que yo.

Al llegar a cuarto, ya era una marginada. ¿Cómo es posible es-

tar marginada a esa edad? ¿No nos dedicábamos todos, por

aquel entonces, a hacer pulseras de la amistad, a soñar des-

piertos con caballos y a fingir que resolvíamos misterios?

Pero, de algún modo, a pesar de que estábamos en

cuarto, ellos ya sabían que yo no era guay. Aquel año, una niña

nueva se mudó a nuestra ciudad desde Michigan. Las dos so-

líamos sentarnos juntas durante el recreo mientras las demás

jugaban a pillar y hablábamos del aquelarre de brujas que yo

quería montar, porque había leído un libro infantil sobre

aquelarres y mi padre me había dado un poco de incienso que

creía que podría valernos. Pero entonces, un día Lizzie Rear-

don se acercó a nosotras en el patio y le dijo tranquilamente a

mi nueva amiga: «No pases mucho tiempo con Elise. Podría

contagiarte». Yo estaba sentada justo a su lado. No era ningún

secreto. Yo era un lastre social.

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Aquello fue en cuarto.

Fuimos a un colegio el doble de grande que nuestra

guardería, y después fuimos a un instituto el doble de grande

que nuestro colegio. Pero, de alguna forma, todos aquellos ni-

ños nuevos, todos y cada uno de ellos, se enteraban de inme-

diato de lo mío. Por alguna razón, resultaba así de obvio.

Cuando era pequeña, mi madre solía organizarme tar-

des de juego con diferentes niñas: Kelly, Raquel, Bernadette.

Luego, en quinto, Kelly se mudó a Delaware, Raquel invitó a

todas las niñas menos a mí a su fiesta de cumpleaños sobre pa-

tines y Bernadette me envió una nota para dejarme claro que

solo pasaba tiempo conmigo porque sus padres la obligaban a

hacerlo.

Cuando era una cría, también jugaba con los niños de

mi barrio. En verano construíamos fuertes y en invierno mu-

ñecos de nieve. Pero cuando crecimos un poco, todo el mundo

empezó a pensar en las citas, y aquello significó que ya ningún

chico quiso jugar a hacerse el muerto conmigo en la nieve por

si alguien nos veía y se pensaba que estaba colado por mí. Por-

que, por supuesto, estar colado por Elise Dembowski sería lo

más patético que podría hacer un niño de once años.

Así que cuando terminé séptimo, no tenía a nadie.

Vale, todavía tenía los niños con los que me dedicaba a chapo-

tear por ahí en la casa de verano que mi madre tenía junto al

lago. Tenía a los hijos de los amigos de mis padres, ninguno de

ellos de mi edad, que a veces venían a casa a cenar. Pero no te-

nía a nadie que fuera realmente mío.

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El verano pasado, después del primer año de instituto,

decidí que no podía seguir así. Era imposible. Tampoco era que

quisiese ser Lizzie Reardon, capitana del equipo de fútbol; ni

Emily Wallace, modelo adolescente a media jornada; ni Brooke

Feldstein, que podía enrollarse (y lo hacía) con todos los chi-

cos del instituto. No necesitaba ser la chica más interesante,

guapa y querida del mundo. Tan solo necesitaba dejar de ser yo.

Crees que es muy fácil cambiar. Que será idéntico al

montaje de los cambios de imagen de las películas, con músi-

ca pop acompañando a la chica fea en su transformación de

pato con gafas a cisne del equipo de animadoras. Crees que es

muy fácil, pero me costó todo un verano de trabajo. Tuve que

pasarme el día viendo la tele como si estuviera haciendo debe-

res, tomando notas sobre quiénes eran todos aquellos perso-

najes, haciendo esquemas de quién salía en qué serie. Tuve que

leer revistas femeninas y de cotilleos todas las semanas, y me

ponía a prueba cuando estaba en la cola del supermercado:

«¿Quién es esa mujer que aparece en la portada de Marie Claire?

¿En qué reality show de televisión participó?». Tuve que tirar a la

basura muchas horas de sol todos los días para encorvarme

ante el ordenador y leer blogs de moda, y blogs de celebri-

dades, y blogs de perfumes. ¿Acaso sabías que existen páginas

web de perfumes? ¿Qué sentido tienen?

Lo único que no conseguí obligarme a hacer fue a es-

cuchar aquella música. Lo intenté durante casi una hora. Luego

desistí. Era mala. Ni siquiera mala-interesante, como las pelí-

culas que iba a ver sola para tomar nota de qué frases de las

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comedias románticas hacen reír al público. La música que se

llevaba en aquel momento no era mala-interesante, era mala-

mala. Vocalistas pasados por el Auto-Tune que en realidad no

sabían cantar; instrumentación ofensivamente simplista; me-

lodías chirriantes. Como si pensaran que somos idiotas.

Habría dado casi cualquier cosa por cambiar, pero no

sucumbiría a aquello. Odiaba más aquella música de lo que

odiaba tener que ser yo misma todos los días. Así que me limi-

té a leer en Internet sobre los cantantes de moda y me hice

unas tarjetas mnemotécnicas para recordar los detalles hasta

que me sentí preparada para hablar de ellos. Pero no para es-

cucharlos.

En eso me pasé todo el verano. Diez semanas, sin in-

terrupción, excepto por los ratos que empleé en comprar dis-

cos, y el fin de semana que dediqué a intentar arreglar el or-

denador de mi padre, y una semana que tuve que pasar en la

casa del lago, donde no hay televisión ni Internet. Bueno, vale,

supongo que sí hubo unas cuantas interrupciones, pero, aun

así, tienes que creerme cuando te digo que durante el resto del

tiempo me esforcé mucho en tratar de volverme guay.

Eso debería haberme servido de aviso, ahora que lo

pienso en retrospectiva. Esforzarse mucho en algo es, por de-

finición, poco guay.

La semana antes de que comenzaran las clases, me fui

de compras. No fui simplemente de compras, ¡fui a un centro

comercial! Estaba lista. Sabía qué ropa se suponía que debía

llevar: a aquellas alturas, había leído tantos números de Seven-

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teen, que podía recitar de un tirón las cinco mejores marcas de

máscara de pestañas sin siquiera tener que pensarlas.

Así que sabía lo que se suponía que tenía que hacer,

pero no fui capaz de obligarme a hacerlo. No iba a gastarme

ciento cincuenta dólares en unos vaqueros. No iba a tirar tres-

cientos en un bolso. Venga ya, Kate Spade, a mí no me enga-

ñas... No es más que un bolso. El Sierra Club me manda bolsos

gratis con regularidad. O, bueno, por una donación de veinti-

cinco dólares, pero en realidad ese dinero va a la preservación

de los bosques, no a la manufactura de bolsas con asas, cosa que

no puedo imaginarme que cueste más de uno o dos dólares.

Tanto mi padre como mi madre me dieron algo de

dinero para comprar ropa para el nuevo curso, y además yo

tenía algo ahorrado, pero me molestaba gastármelo todo en

ropa que realmente no quería. Es decir, sí, quería tener el as-

pecto de una persona guay, pero no quería quedarme sin blan-

ca durante el proceso.

Es probable que sea distinto para las chicas que siem-

pre han sido populares. Seguro que cuando van de compras

solo tienen que completar su fondo de armario con un par de

zapatillas nuevas por aquí o un cinturón por allá. Pero yo me

estaba inventando de cero.

Repasé todos y cada uno de los artículos de mi arma-

rio. ¿Cuáles de ellos podría llevarme conmigo a mi nueva

vida? Ni los pantalones de chándal ni las sudaderas. Esos va-

queros, tal vez, aunque los puños de los tobillos no encajan.

Ese jersey, quizá, si tuviera un cuello diferente.

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Pensaba que toda mi ropa estaba bien. Incluso me gus-

taba. Transmitía algo. El sari indio que había convertido en un

vestido de verano. La camiseta de los Ramones que había com-

prado en una tienda de segunda mano de la calle Thayer, tan

desgastada que tenía que ser una verdadera reliquia de los se-

tenta. Las botas blancas con unicornios, porque, aunque tengo

quince años, sigo pensando que el unicornio sería el mejor

animal del mundo.

Pero ese es mi problema. Justo ese. No es solo que tu-

viera esas prendas, es que me gustaban. Es que después de diez

semanas aprendiendo lo que hacía la gente de verdad, a mí

seguía gustándome mi ropa, mi desastrosa ropa.

De manera que metí mi ropa, mi desastrosa ropa, en

bolsas de basura y las até tan fuerte como pude, como si mis

botas de unicornio fueran a tratar de protagonizar una fuga.

Escondí las bolsas en el desván de la casa de mi madre. Luego

me fui de compras compulsivas a Target y arrasé con todas

y cada una de las prendas de imitación estilo Seventeen que en-

contré. Aun así, al final la broma me costó mucho más de lo

que jamás me había gastado en cualquiera de mis excursiones

a tiendas de ropa usada. Se me revolvió el estómago al ver el

tique de compra.

Pero ¿se le puede poner precio a la felicidad? En serio,

si eso es lo que cuesta hacer que te alegres de ser tú mismo,

¿no merece la pena?

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El primer día del segundo año de instituto, un jueves, salté de

la cama a las seis de la mañana. Hacer que parezcas una perso-

na guay lleva su tiempo. No puedes caerte de la cama y parecer

guay sin más, al menos yo no.

Así que me levanté. Me lavé el pelo y me apliqué una

mascarilla. Me depilé las piernas, algo que no descubrí que se

suponía que había que hacer hasta una fatídica fiesta en la pis-

cina a la que asistió toda la clase al terminar octavo. Me puse el

modelito elegido para el primer-día-de-clase, que ya me había

probado un trillón de veces: mocasines, vaqueros ajustados,

una camiseta sin letras ni estampados, diadema. Las diademas

han vuelto, ¿sabes? Lo leí en una revista.

—Me voy a clase —le dije a mi padre.

Me miró pestañeando por encima del periódico.

—¿Sin desayunar?

—Sin desayunar.

Tenía el estómago revuelto y estaba nerviosa; lo último

que quería era desayunar.

Mi padre desvió la mirada hacia la mesa, que estaba

abarrotada: bollitos de pan, jamón, plátanos, leche, una jarra

de zumo de naranja y varias cajas de cereales; cosas que, ob-

viamente, él había preparado para mí.

—¿Quieres desayunar como un mono?

—Papá, por favor.

Nunca tengo que someterme a esa rutina en casa de

mi madre.

Cogió un plátano.

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—¿Qué dicen los monos?

Cuando era pequeña, me encantaban los plátanos.

Todavía me gustan, pero en el colegio básicamente subsistía

gracias a ellos. A mi padre le parecía divertidísimo hacerme

pedirlos rascándome los sobacos, saltando arriba y abajo y di-

ciendo «Uh, uh, ah, ah». Ya sabes. Como si fuera un mono. Así

que yo también creía que era gracioso. Cualquier cosa que hi-

ciera reír a mi padre me hacía reír a mí también.

En algún momento, años después, se me ocurrió que

el numerito del mono quizá fuera una estupidez. Pero mi pa-

dre nunca lo superó.

—¿Uh, uh, ah, ah?

Se pasó el plátano de una mano a otra.

—Tengo que irme, papá.

Abrí la puerta.

—Muy bien, nena. Acaba con ellos. —Dejó el plátano

y se puso de pie para darme un abrazo—. Estás preciosa.

Y supongo que aquello también debería haberme ser-

vido de aviso, porque los padres no tienen el mismo gusto que

los adolescentes en cuanto a qué es estar preciosa.

Caminé hasta la esquina para esperar el autobús esco-

lar. Normalmente tengo que correr para cogerlo justo antes

de que se marche, porque aprovecho hasta el último segundo

en mi casa, donde estoy a salvo, antes de tener que ir a enfren-

tarme a las ocho horas siguientes.

Pero aquella mañana llegué a la parada con minutos de

antelación. Nunca llego pronto a ningún sitio, así que no sabía

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qué hacer ni dónde meterme. Observé los coches que pasaban

por delante de mí y a la gente que salía de sus casas adosadas

vestida con trajes para ir al trabajo. Luché contra el acuciante

impulso de ponerme los auriculares. Lo único que me apete-

cía era escuchar música, pero ponerte los cascos hace que pa-

rezca que estás aislado del resto del mundo, que eres antiso-

cial. Aquel año no iba a ser antisocial, sino definitivamente

prosocial.

Varios alumnos más llegaron a la parada, pero ningu-

no de ellos me habló. Es que era muy temprano. ¿Quién quie-

re mantener una conversación a esas horas de la mañana?

Por fin apareció el autobús escolar y todos montamos

en él. No me senté en las primeras filas. Ahí es donde se aco-

modan los perdedores, y yo ya no era una de ellos. Así que me

senté hacia la mitad del autobús, que es una zona relativamen-

te guay, aunque yo no me sentí guay por ello. Más bien me

sentí asustada y mareada, pero lo hice de todas formas. El

autobús arrancó, conmigo sentada sobre la desgarrada tapice-

ría de color verde aceituna, respirando hondo e intentando no

pensar en lo que pasó la última vez que me senté en la zona

central.

Fue el abril pasado, y por alguna razón no me ha-

bía sentado en la primerísima fila, como era mi costumbre.

Chuck Boening y Jordan DiCecca se sentaron repentinamente

a mi lado, y aquello me hizo mucha ilusión, a pesar de que

tuve que aplastarme contra la ventanilla para hacerles sitio a

ambos.

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No es que me hiciera ilusión porque estuvieran bue-

nos, aunque lo cierto es que lo están. Era solo porque me

estaban hablando, me estaban mirando, como si fuera una

persona de verdad. Me estaban preguntando qué escuchaba

en el iPod. Parecía que les interesaba de verdad. Y entonces

perdí la cabeza.

—Siempre te veo con los auriculares puestos —co-

mentó Jordan, que se acercó mucho a mí. Me resultó halaga-

dor que alguien me prestara la suficiente atención para reco-

nocer que yo «siempre» hacía algo.

—Sí —contesté, y no expliqué que siempre llevaba los

cascos para no tener que oír constantemente el mundo que

me rodeaba.

—¿Qué estás escuchando? —quiso saber Chuck.

—A The Cure —respondí.

Jordan asintió con la cabeza.

—Ah, guay. Me gustan.

Y también me resultó emocionante que a aquel juga-

dor de fútbol bronceado y a mí nos gustara el mismo grupo

gótico de los ochenta. Creo que el gusto musical de una per-

sona dice mucho de ella. En algunos casos, te dice todo lo que

necesitas saber del individuo en cuestión. En aquel momento,

pensé que si a Jordan le gustaba The Cure, entonces no era el

pijo convencional que siempre había creído que era. E imagi-

né que, en aquel momento, él pensó que si a mí me gustaba

The Cure, entonces no era la trágica perdedora que siempre

había creído que era. Ambos éramos algo más que nuestras

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etiquetas, y tal vez pudiéramos hacernos amigos e ir a con-

ciertos juntos.

Así que cuando Jordan continuó hablando y me dijo:

«A ver...», yo le pasé mi iPod.

¿Por qué? ¿Por qué pensé que tenía que ver mi iPod

para comprobar qué estaba escuchando? ¡Ya te lo he dicho, a

The Cure! ¡Si quieres saber más, te digo el título de la canción!

¡Si quieres saber todavía más, te digo cuántos minutos y se-

gundos lleva sonando! Pero ¿no debería haberme preguntado

por qué necesitaba tocar físicamente mi iPod?

Se lo pasé y él lo cogió y echó a correr hacia el fondo

del autobús con él, y con Chuck, y con todos los demás pasa-

jeros vitoreándolos.

Pero ¿fueron realmente «todos los demás pasajeros»?

¿O simplemente era así como yo lo recordaba ahora, cinco

meses después? Algunas de las personas que iban en aquel

autobús debían de tener otras cosas más interesantes de las

que ocuparse en sus vidas. Alguna chica debía de haber roto

hacía poco con su novio. Alguien debía de estar preocupado

por un examen de biología. En serio, ¿es posible que todas y

cada una de las personas que viajaban en aquel autobús se sin-

tieran atrapadas por la emoción de ver cómo me robaban el

iPod? ¿De verdad?

Pues dio esa impresión, sí.

Así que ¿qué creéis que hice? ¿Que cargué por el pasi-

llo de aquel autobús, con los ojos inyectados en sangre, y les

exigí a Jordan y a Chuck que me devolvieran mi iPod porque

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no les pertenecía, porque no merecían escuchar a The Cure

bajo ninguna circunstancia y mucho menos bajo aquella?

¿Utilicé mi justificada indignación para reclamar mi iPod

y salí triunfante del aprieto, con el resto de los pasajeros del

autobús aclamándome esta vez a mí?

No. Más bien dejé que huyeran hacia la parte de atrás

del autobús con mi música. Dejé que se marcharan. Y entonces

apoyé la cabeza contra la ventanilla y me puse a llorar.

¿Te parece una actitud de débiles? ¿Acaso tú lo habrías

hecho mejor? Vale, sin duda lo habrías hecho mejor. Pero no

entiendes una cosa: a veces, cuando te machacan día tras día,

incansablemente, sin pausa, año tras año, a veces lo pierdes

todo menos la capacidad de llorar.

Al final recuperé mi iPod. Se lo conté a mi tutora y ella

se lo dijo al subdirector, el señor Witt, que obligó a los chicos

a devolverme el iPod y a escribirme sendas notas de disculpa.

El señor Witt también habló con el conductor del autobús,

que, por alguna razón, no sabía —o hacía como que no sa-

bía— lo que había ocurrido en su vehículo, reflejado en su

espejo retrovisor. El conductor se cabreó conmigo, porque por

mi culpa se había metido en un lío, así que me ladró:

—A partir de ahora, siéntate en primera fila, donde

pueda vigilarte.

Y eso fue lo que hice durante el último mes y medio

del primer año de instituto.

De manera que, en aquel momento, el primer día del

segundo curso, cuando me senté en medio del autobús

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— bueno, más bien en la parte delantera del medio— sentí

que me temblaba todo el cuerpo, porque sabía el riesgo que

estaba corriendo. El nudo que tenía en el estómago se había

tensado aún más, y cuando el autobús escolar tomó una curva,

empecé a preocuparme de verdad por si vomitaba. Por suerte,

conseguí controlarme; menos mal, porque vomitar el primer

día de instituto no es guay. Tampoco es guay no parar de me-

certe adelante y atrás en tu asiento del autobús, jadeando y

secándote las sudorosas palmas de las manos en tus nuevos

vaqueros de imitación. Pero hasta eso mola más que vo mitar.

Como mi parada es una de las primeras en la ruta del

autobús, casi todos los sitios estaban vacíos. Sin embargo, se

llenaron rápido. En todas las paradas subían alumnos, gritan-

do emocionados por los cortes de pelo nuevos, las mochilas

nuevas, las manicuras nuevas. Chuck, Jordan y su pandilla no

aparecieron, gracias a Dios, y aquello me dio a entender que o

bien los habían expulsado a todos, o bien sus familias habían

sido trasladadas a campos de prisioneros. O simplemente co-

nocían a alguien que se había hecho con un carné de conducir

y un coche.

Podrías pensar que la ausencia de los ladrones de mi

iPod convertiría aquel viaje en algo placentero, pero no fue

suficiente. Mi objetivo para aquel año no era «ver si consigo

pasar una hora entera sin que me torturen». Era «ser normal,

tener unos cuantos amigos, ser feliz».

Quería que alguien se sentara conmigo. Hasta podía

imaginarme cómo sería. Sería una chica guay, pero guay de

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una forma natural. Con una vena artística, un bolso de ban-

dolera bordado y el pelo largo y revuelto. Tal vez llevase gafas.

Ella sería capaz de ver más allá de la horrible charada del ins-

tituto.

Pero aquella chica imaginaria no se sentó a mi lado.

Nadie se sentó a mi lado. El autobús fue llenándose, parada

tras parada, hasta que al final todos los asientos estuvieron

ocupados y tres chicas se apelotonaron frente a mí, al otro

lado del pasillo, a pesar de que yo seguía sola. No está permi-

tido que nos apretujemos tres en el mismo asiento, así que

tuve la esperanza de que el conductor le gritara a una de ellas

que se cambiara al hueco vacío que había a mi lado. A veces

vocifera por ese tipo de cosas. Pero no lo hizo, y continué sola

hasta que llegamos al instituto.

Pero no pasa nada, ¿verdad? Recuerda que era muy

temprano. Prácticamente estábamos en mitad de la noche.

¿Quién quiere mantener conversaciones largas e intensas con

sus nuevos amigos a esas horas? Nadie.

El autobús se detuvo delante del Instituto Glendale y

todo el mundo empezó a empujarse de inmediato para bajar.

Ya sabes, porque les encanta ir a clase. Están impacientes por

salir del autobús para comenzar ya a pasarse notas, organizar

fiestas y enrollarse unos con otros.

Yo bajé del autobús sola, fui a mi tutoría sola, y me die-

ron mi horario del curso y no lo comparé con el de nadie. Sonó

el timbre y fui a clase de Lengua sola, y cuando el timbre volvió

a sonar, fui a Geometría sola. Por supuesto, «sola» es preferi-

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ble a «acosada», pero aquel curso quería algo más. Me había

pasado todo el verano preparándome para ello, y quería más.

En Literatura, Amelia Kindl me pidió que le prestara

un boli. Y hasta se dirigió a mí por mi nombre. Se acercó des-

de el pupitre que tenía al lado y susurró:

—Eh, Elise, ¿me prestas un boli?

Le contesté:

—Claro.

Y le sonreí, porque en un estudio sobre psicología leí

que a la gente le caes mejor cuando sonríes.

—Gracias —me dijo, y me devolvió la sonrisa.

Entonces las dos volvimos a concentrarnos en el pro-

fesor. No es que fuera el comienzo de una charla larga y satis-

factoria, pero al menos fue algo. Fue el reconocimiento de mi

existencia. Si no existiera, ¿cómo iba a tener bolis?

Me caía bien Amelia. Siempre me había parecido agra-

dable desde que la conocí en el colegio. Era inteligente, pero

no empollona; artística, pero no rara; y simpática con todo el

mundo. Amelia no era popular en el sentido Lizzie Reardon de

la palabra, pero sí tenía un grupo de amigas, y yo me las ima-

ginaba celebrando fiestas de pijamas todos los fines de sema-

na, preparando palomitas, haciendo manualidades y viendo

películas. Me gustaría ser alguien como Amelia.

Después de Literatura, cometí el error de adelantar a

Lizzie Reardon por el pasillo. El año anterior me sabía todo el

horario de Lizzie y daba rodeos increíbles o me encerraba en

el baño hasta que llegaba tarde a clase con el único objetivo de

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evitarla. Pero era un curso nuevo con horarios nuevos, así que

todavía no tenía controlada a Lizzie. Podría estar en cualquier

parte. Como en el pasillo entre Literatura y Química.

Clavé la mirada al frente utilizando la táctica del aves-

truz: si tú no la ves, ella no te ve. Pero Lizzie es más pájara que

avestruz.

—¡Elise!

Se plantó justo ante mis narices. Intenté ignorarla y se-

guí caminando.

—¡Elise! —volvió a llamar con voz cantarina—. No

seas maleducada. Te estoy hablando.

Dejé de andar y permanecí muy quieta. Esa es la táctica

del conejo: si no te mueves, no te ve.

Lizzie me estudió de arriba abajo y luego volvió a alzar

la vista para mirarme directamente a los ojos y decir:

—Vaya, pareces un fantasma. ¿Has salido alguna vez

de casa en todo el verano?

No era, ni por asomo, lo más horrible que Lizzie me

había dicho alguna vez. De hecho, podía pensarse que era lo

más amable que me había dicho alguna vez.

Pero me dolió; Lizzie siempre sabía cómo hacerme

daño. En aquel instante me di cuenta de que cada momento

que había pasado dentro de casa, viendo películas de moda y

leyendo blogs de cotilleos de famosos, debería haber estado al

aire libre, poniéndome morena. Por cada cosa que había he-

cho había otra igual de importante que ni siquiera se me había

pasado por la cabeza hacer.

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No dije nada en voz alta y, en un ataque de misericor-

dia o aburrimiento, Lizzie dejó que me marchara a clase.

Pronto llegó la hora de la comida. Nadie se había diri-

gido a mí de forma directa todavía, aparte de Lizzie y Amelia,

cuando me había pedido prestado un boli. Tal vez mi ropa no

fuera la adecuada. Quizá mi corte de pelo no estuviera bien.

Puede que mi diadema fuese un error.

O tal vez, razoné, todo el mundo estuviera aún po-

niéndose al día acerca del verano que habían pasado separa-

dos. Probablemente nadie hubiera pensado todavía en hacer

nuevos amigos.

Fui a la cafetería, que no me extrañaría nada que fuera

el peor lugar del mundo. Como el resto del Instituto Glendale,

está sucia, es ruidosa y tiene el techo bajo. Casi no tiene ven-

tanas. Seguramente se deba a que no quieren que puedas mi-

rar al exterior y recordar que existe un mundo real que no

siempre es así.

Entré en la cafetería aferrada a mi bolsa marrón del

almuerzo con tanta fuerza que se me pusieron los nudillos

blancos. Me enfrenté a una sala llena de gente que o bien me

odiaba, o bien no sabía quién era. Esas eran las dos únicas op-

ciones. Si me conoces, entonces me odias.

Pero no iba a dejarme intimidar. No iba a rendirme.

Era un curso nuevo, yo era una chica nueva e iba a usar los si-

guientes treinta y cinco minutos para hacer nuevos amigos.

Vi a Amelia sentada a la misma mesa que el curso pa-

sado. Era una de las diez chicas de pelo brillante, con jersey y

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sin maquillaje que la ocupaban. Una de ellas hacía fotos para

el Glendale High Herald. Otras dos formaban parte del coro del

instituto. Había otra que siempre se libraba de ir a clase de

Gimnasia porque tenía una nota que decía que hacía yoga tres

tardes a la semana. Sentí que si en aquella sala podía haber un

grupo de amigas para mí, serían ellas.

Así que puse un pie delante del otro y, paso a paso, me

acerqué a la mesa de Amelia. Me quedé allí parada durante un

instante, cerniéndome sobre las chicas ya sentadas. Me forcé

a hablar, casi por primera vez desde que había salido de casa

aquella mañana.

Mi voz sonó como un graznido, como una rueda que

necesitara un poco de aceite.

—¿Os importa que me siente aquí? —fue lo que dije.

Todas las chicas de la mesa dejaron lo que estaban ha-

ciendo: dejaron de hablar, dejaron de masticar, dejaron de

limpiar las gotas de Coca-Cola light que se les habían derrama-

do. Nadie dijo nada durante un buen rato.

—Claro que no —dijo Amelia al final.

Si hubiera tardado un segundo más, habría dejado

caer mi bandeja y habría salido huyendo. Pero, al final, ella y

cuatro de sus amigas se apiñaron sobre el banco y yo me senté

a su lado en un extremo.

«Entonces ¿es así de fácil? —pensé mientras miraba en

torno a la mesa—. ¿Es así de sencillo hacer amigos?».

Pues claro que no es tan sencillo, pedazo de idiota.

Para ti no hay nada así de fácil.

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Las chicas retomaron su conversación de inmediato,

sin hacerme ni caso.

—Lisa juró que nunca había estado allí —dijo una.

—Bueno, pues mintió —replicó otra—. Había estado

allí conmigo.

—¿Y por qué iba a decir lo contrario? —contraatacó la

primera chica.

—Porque Lisa es así —señaló una tercera.

—¿Os acordáis de aquella vez que nos dijo que se ha-

bía enrollado con su hermanastro en una fiesta? —intervino

otra—. En... esto...

—En la fiesta de graduación de Casey —terminó otra.

—Un momento, ¿quieres decir que en realidad no se

enrollaron? —preguntó la primera chica.

—¡No! —gritaron a coro.

Y yo estaba pendiente de todas y cada una de sus pala-

bras, y me reía un instante después de que ellas lo hicieran, y

ponía los ojos en blanco en cuanto ellas ponían los ojos en

blanco... Pero me di cuenta de que, de algún modo, no me ha-

bía preparado para aquella situación. A pesar de todos mis

estudios sobre famosos, moda y estrellas del pop, nunca se

me había ocurrido pensar que mis amigas potenciales po-

drían hablar simplemente de personas que yo no conocía y de

cosas que yo no había hecho. Y no había forma de investigar

sobre aquello. Eran sus vidas.

El peso de aquella verdad recayó sobre mis hombros

hasta que sentí que casi me asfixiaba. ¿Cómo te haces amiga de

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la gente así, de pronto? Es ridículo. Ellas cuentan con años y

años de recuerdos y experiencias compartidas. No puedes

plantarte ahí en medio de repente y esperar saber qué es lo

que está ocurriendo. No habrían sido capaces de explicárme-

lo todo ni aunque lo hubieran intentado. Y no lo estaban in-

tentando.

La chica que estaba sentada frente a mí se sacó un bro-

te de soja de entre los dientes y dijo algo parecido a:

—Mandamos los revueltos al gallo el viernes.

Solté una risita, pero me quedé callada cuando la chica

frunció los labios y me miró con las cejas enarcadas.

—Lo siento —me disculpé—. Acabas de decir... bue-

no, ¿qué es el gallo?

Por cierto, a la gente también le caes mejor cuando les

haces preguntas sobre ellos. Les gusta que sonrías y que les pi-

das que hablen sobre sí mismos.

—El Premio Gallos al mejor documental grabado por

un alumno —me explicó la muchacha.

—Ah, entiendo. Qué guay. ¿Y qué son los revueltos?

—Envueltos —me corrigió—. Es mi documental so-

bre la gente que va a convenciones de momias.

La ingente cantidad de cosas que no sabía sobre aque-

llas chicas, y que ellas nunca iban a contarme, era abruma-

dora. Era como aquella vez que mi madre y yo fuimos de va-

caciones a España y yo pensaba que sabría comunicarme en

español porque lo había estudiado durante tres años en el co-

legio. Pero no sabía. No tenía ni la más mínima idea.

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Pero ¿a que ahora te das cuenta de por qué aquellas

eran chicas del tipo del que yo querría hacerme amiga? Si es

que aquello era posible. ¡Hacían cosas como grabar documen-

tales sobre convenciones de momias! ¡Yo también quería ha-

cer algo así!

Bueno, no eso exactamente. No sabía nada sobre diri-

gir películas, y lo cierto es que el mero hecho de pensar en

una convención de momias me daba un poco de miedo. Pero

quería hacer cosas parecidas a aquella.

Estaba tan concentrada en intentar seguir la conversa-

ción, en intentar aparentar que encajaba, que ni siquiera me di

cuenta de que la hora de la comida estaba a punto de terminar

hasta que todas las chicas sentadas a la mesa se llevaron un

dedo a la punta de la nariz.

—Tú. —Una chica que llevaba un colorido pañuelo de

flores me señaló con el índice.

—¿Sí? —dije con una sonrisa.

«Recuerda, sonreír hace que le caigas mejor a la gente».

Me miró directamente a los ojos y sentí la mis-

ma emoción que cuando Jordan y Chuck me preguntaron

qué música escuchaba. Era como: «¡Eh! ¡Me está mirando!

¡Me ve!».

¿Cuándo aprenderé que esa sensación nunca es una

buena señal? ¿Que nadie me ve jamás?

—Tú —repitió—, recoge todo esto.

Entonces sonó el primer timbre y todas las chicas de la

mesa se pusieron de pie, a la vez, y se marcharon, juntas, de-

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jando sus latas de refresco, sus bolsas de plástico y sus restos

de ensalada de huevo tirados sobre la mesa.

Permanecí sentada mientras la cafetería se iba vacian-

do. Amelia se quedó atrás un segundo y dejó que sus amigas

se alejaran un poco.

—Siempre hacemos eso —me dijo con el ceño frun-

cido a causa de una ligera preocupación—. Ya sabes, la última

que se lleva el dedo a la nariz tiene que recoger. Es nuestra nor-

ma. Así que hoy te ha tocado a ti.

Amelia me sonrió como para disculparse, y supongo

que el estudio sobre psicología tenía razón, porque su gesto

hizo que la chica me cayera mejor. Podría haberle dicho: «Esa

norma es un asco». O tal vez: «Pero yo no lo sabía». También

podría haberle dicho: «¿De verdad hacéis esto siempre o tan

solo me lo habéis hecho a mí?». Incluso podría haberle dicho:

«¿Por qué no te quedas y me ayudas?».

Podría haber dicho cualquier cosa, pero solo le dije:

—Vale.

Y Amelia se marchó y yo empecé a tirar las sobras de

once chicas al cubo de la basura.

Y mientras sacudía migas de patatas fritas de bolsa, me

di cuenta de algo, de una verdad importantísima: hay miles,

millones, infinitas normas como la que Amelia acababa de ex-

plicarme. Tienes que llevarte el dedo a la nariz al final de la

comida. Tienes que llevar zapatos con una determinada clase

de tacón. Tienes que hacer los deberes en tal tipo de papel. Tie-

nes que escuchar a tal grupo. Tienes que sentarte de una forma

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concreta. Hay muchas reglas que no conoces, y, no importa

cuánto estudies, no puedes aprenderlas todas. Tu ignorancia te

traicionará una y otra vez.

Mientras recogía servilletas de papel pastosas, empa-

padas de leche, también me di cuenta de esto: aquel curso no

iba a ser diferente en nada. Me había esforzado mucho, había

deseado con todas mis fuerzas que las cosas mejoraran. Pero

no había sido así, y aquello no iba a cambiar. Podía comprar-

me vaqueros nuevos, podía ponerme o quitarme la diadema,

pero yo seguiría siendo quien era. Crees que es muy fácil cam-

biar, pero es imposible.

Así que decidí dar el siguiente paso lógico: matarme.

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EXCLUSIVA

PRIMER CAPÍTULO