2016.01.15. ana maría shua

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  • 8/15/2019 2016.01.15. Ana María Shua

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    El cuento por su autor

     Amim o la caídaPor Ana María Shua

    VIE 15.01.16

    ■En el año 2006 mi madre, que tenía setenta y nueve

    años, se cayó en su casa. Un año antes le habían hecho

    un reemplazo total de rodilla colocándole una prótesis.

    Mamá cayó con todo su peso sobre la rodilla operada y al

    golpear contra la prótesis de metal, el fémur estalló. Se ve-

    nía una operación muy complicada. Su traumatólogo deconfianza estaba de viaje y decidió esperarlo cinco días,

    internada, recibiendo antibióticos para evitar la infección.

    En ese momento debe haber empezado la maldita infec-

    ción intestinal. La operación de la rodilla fue un éxito y ma-

    má casi se muere. Mi hermana Alisú, que vive cerca de

    Chicago, vino a hacerse cargo de ella durante una sema-

    na, mientras yo viajaba a un congreso.

    Hasta aquí, la historia real coincide más o menos con la

    del cuento. Pero mi madre era psicóloga, era una mujer in-

    teligente y brava, su personalidad no tenía el menor pare-

    cido con el de la señora Meme, mi personaje. Y su mente

    resistió todo, peritonitis incluida, sin retroceder y sin rendir-

    se. Unos seis meses después volvía a salir a la calle y a

    atender a sus pacientes. Sin embargo, podría haber pasa-

    do. Y sobre ese potencial construí el cuento.

    En este punto la ficción diverge de cierta realidad para

    afincarse en otra. Como modelo de la señora Meme tomé

    a mi bobe, mi abuelita materna, una mujer sufrida y calla-da, casada con un marido simpatiquísimo para las visitas y

    muy complicado puertas adentro. Cuenta la leyenda que

    mi abuelito-zeide era, entre otras cosas, bastante mujerie-

    go. Mi abuelita-bobe vivió hasta los noventa años y en los

    últimos diez fue pasando lentamente de la confusión a la

    demencia.

    Ni siquiera en sus momentos de delirio mi abuelita habló

    nunca de otro hombre. Su marido había muerto pero ella

    estaba convencida de que se había ido con otra mujer. A 

    cada rato nos preguntaba si sabíamos algo de él, si había

    dejado su teléfono, si nos parecía bien que se hubiera ido

    con una chica tan joven. Y nos pedía que fuéramos al ro-

    pero para ver si había dejado la ropa, porque eso le daba

    esperanzas de que volvería. Si le decíamos que había

    muerto, se echaba a llorar desesperada: cada vez era la

    primera vez. Cinco minutos después volvía a preguntar si

    sabíamos dónde estaba. Su mente paseandera vagaba

    por todos los momentos de su historia, pero nunca, jamás,ni una sola vez, se permitía pasar por la muerte de su ma-

    rido: esa era una realidad que no estaba dispuesta a

    aceptar.

     A veces uno escribe para hacer suceder en la ficción lo

    que no consiguió en la realidad. Tengo un libro para chicos

    que se llama Ani salva a la perra Laika, algo que me hubie-

    ra gustado muchísimo hacer allá en 1956, cuando tenía

    cinco años y eran los tiempo del Sputnik, el primer satélite

    artificial del mundo, en el que murió la famosa (al menos

    para mi generación) perra Laika. En este caso me di el

    gusto de inventarle a la señora Meme una historia que bien

    podría haber sido la de mi abuelita. Y vaya uno a saber...

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    VIE   15.01.16

    ✒ La señora Meme no se habíaroto la cadera, como todos losviejitos, sino la rodilla. En la ra-diografía se veía con nitidez elfémur astillado. Estaba roto enocho trozos grandes y muchosfragmentos pequeños. Pero esono fue lo más grave.

    Lucía y Juan Pablo no se poní-an de acuerdo acerca del momen-to en que había empezado la dia-rrea. Lucía pensaba que fue antesde la operación, mientras espera- ban que volviera de viaje su trau-matólogo, cuando se contagió elclostridium difficile. En la clínicales decían que el clostridium nosiempre se contagia: es una bac-teria que vive en el intestino. Losantibióticos fuertes que recibió laseñora Meme para evitar infec-ciones en el hueso modificaron laflora intestinal y provocaron la proliferación del clostridium. Pe-

    ro Juan Pablo, que estaba siempre pegado a la computadora, averi-guó por Internet que sólo el 5%de la población normal vive conel clostridium puesto y en cambioel 40% de la población hospitala-ria lo tiene. De hecho, a partir deldiagnóstico, todos los médicos,las enfermeras y enfermeros se ponían guantes de goma antes detocar a la señora Meme y se cu- brían con un delantal blanco quecolgaba de un gancho en la habi-tación.

    Después de la operación la dia-rrea se volvió pavorosa, constan-te, interminable. No había tiempode llamar a la enfermera, Lucía seencargaba de todo.

    El traumatólogo estaba conten-to. Explicó cómo había recons-truido el hueso, asegurándolo conuna chapita de metal y dos torni-llos. Al tercer día contando desdela operación, la diarrea se detuvoy Juan Pablo se volvió a su casaen Columbia, Maryland.

    Pero ahora el vientre de la en-ferma estaba hinchado y doloro-so. El médico de cabecera convo-có a un gran cirujano especializa-do en gastroenterología. Cuandose acercó para palparla, la señoraMeme tendió los brazos haciaadelante, en un movimiento invo-luntario. “Ni necesito tocarla” di- jo el gran cirujano, en tono didác-

    tico. “Ese reflejo defensivo es tí- pico del abdomen agudo.”El colon estaba perforado. Peri-

    tonitis. Esa misma noche la ope-raron otra vez. Alas tres de lamadrugada el gran cirujano lesdio a Lucía y a su marido una ex- plicación muy complicada sobrela operación que acababa de reali-zar. La jerga ingenieril, pensó Lu-cía, era la manera que tenía elhombre de expresar su incerti-dumbre.

    Al día siguiente, en terapia in-tensiva, por primera vez desde lacaída, Lucía vio llorar a su madre,desesperada porque el respirador no la dejaba hablar. En esos lar-gos días de angustia empezaronlos primeros síntomas. La señoraMeme volvió de la anestesia des-orientada y ya nunca recuperó deltodo su control sobre la realidad,que se le deshacía en hilachas.

    Otra vez ella y yo, juntas y so-las, pensaba Lucía, que cuandoera adolescente se llevaba muymal con su mamá: dos personas alas que el destino había decididounir más de lo previsto, más de loanunciado. Juan Pablo llamaba por teléfono desde Maryland dos

    veces por día y prometió venir  para la siguiente operación. Laseñora Meme tenía ahora un anocontra natura y el gran cirujanohabía asegurado que en un par demeses, en cuanto se recuperara, leiba a reconstruir el intestino. Ha- blar de la siguiente operación noera desalentador: en la salita deterapia intensiva sonaba comouna garantía de supervivencia.

    La señora Meme, una mujer or-gullosa y tímida, había vividodesde los veinte años bajo lasombra protectora de su marido.La expresión estaba bien emplea-da: el papá de Lucía y Juan Pablo,con su personalidad extrovertida,fuerte y alegre, la protegía y tam- bién le hacía sombra. Lucía recor-daba a su madre, incluso de jo-ven, siempre un poco excedida de peso, un poco descuidada en suforma de vestir, un poco indife-rente pero sobre todo un poco,demasiado poco. Lucía adoraba asu padre, y él era mucho. Su vozalta y desafinada llenaba la casa

    con canciones de moda en su ju-ventud. La madre, en cambio,mezquinaba hasta los besos, hastala comida. Tenía un curioso senti-do negativo de la vida, provoca-do, tal vez, por su infancia huér-fana, desdichada. “Qué importan-cia tiene”, era una de sus frases preferidas, para lo bueno y paralo malo. Sin embargo, le daba im- portancia, mucha importancia, aldinero. “La plata sirve para estar tranquila” solía decir. Ycon eso justificaba su resistencia pasiva pero tozuda, a cualquier gasto queno fuera indispensable. Mientrassu marido disfrutaba de todos losusos posibles del dinero, que in-cluían dar órdenes, ostentar, via- jar, divertirse, y hasta derrochar,lo único que la señora Meme que-ría del dinero era saber que lo te-nía.

    Después de la muerte de su pa-dre, Lucía había ocupado el papelde protectora, un poco mamá desu propia madre. Había una sola persona en el mundo capaz de ha-cer reír a la señora Meme a carca- jadas: su hijo Juan Pablo. Más deuna vez Lucía había visto la esce-

    na con una mezcla de culpa y decelos. Su madre echaba la cabezahacia atrás y le brillaba la miraday ella, que tanto quería a su pa-dre, no podía dejar de reconocer la existencia de esa otra mujer que se asomaba por un momentoa los ojos opacos de la señoraMeme. ¿Cómo hubiera sido su vi-da con un marido menos intenso,menos frondoso? Durante años lahija se había sentido culpable por el tono de malestar que tenían lasrelaciones con su madre, en com- paración con la espontaneidadque traía Juan Pablo. Sólo cuandoella misma fue madre, mirándose por dentro con más crueldad de loque es capaz la mayoría, se per-donó un poquito, a costa de unaacusación mucho más grave. Lasmadres, había descubierto conhorror, no sienten igual con res- pecto a todos sus hijos, no los tra-tan de la misma manera. Ella y suhermano, creyó entender, quizásno habían tenido la misma madre.

    La confusión de la señora Me-

    me empezó con las fechas. Al principio parecía lógico que contanta internación no supiese enqué día estaba. Una tarde, cuandoya había salido de terapia pero se-guía internada, Lucía le contó quesu hija casada, la mayor de susnietas, estaba embarazada. “¿Ha-cía falta más gente en el mundo?”contestó la señora Meme. ParaLucía fue una bofetada, pero des- pués pensó que esa respuesta ex-trema había sido otra señal de quela mente de su madre se perdía por caminos extraños.

    Antes de salir de la clínica hu- bo que reorganizar la vida de laanciana. Ya no podría quedarsesola en su casa. En cambio, de a poco, iba recobrando el uso de su pierna rota: volvería a caminar.La señora tenía largos períodosde lucidez y solo por momentosse la veía como perdida en unaniebla espesa de la que salían de pronto algunos recuerdos nítidos, pero fuera del lugar que les co-rrespondía. Cuando estaba así po-día confundir a Lucía con su pro- pia madre, que había muerto sien-do ella muy pequeña, y la abraza- ba con una entrega infantil y con-

    fiada que a la hija le conmovíalas entrañas. Otras veces se echa- ba a reír de una manera extempo-ránea, como respondiendo a algomuy divertido que nadie más po-día ver o escuchar. Un día, a lahora de la merienda, charlandocon Lucía, se sirvió el té en el platito sin darse cuenta de que noestaba la taza.

    Lucía consultó con Juan Pabloy decidieron no sacarla de su ca-sa. Dos mujeres se turnaban paracuidarla, una de lunes a jueves yla otra los fines de semana. Todoslos días venía una enfermera quemandaba el seguro de salud paraayudar a bañarla y a hacer losejercicios que había recomenda-do la kinesióloga. Cambiar la bolsa que llevaba pegada al anocontra natura era una tarea des-agradable que la señora Meme,siempre tan orgullosa, aprendió

     pronto a hacer por sí misma y noquería delegar. La esposa del por-tero ayudaba también cuando al-guna de las dos mujeres tenía quesalir. Fue en ésa época, entre lasegunda operación y la tercera,cuando la señora Meme empezóa hablar de Luis.

    Al principio eran frases suel-tas, distraídas. Se quedaba pen-sando un momento, y despuésmiraba a Lucía o alguna de susnietas y hacía un comentario per-fectamente normal pero que nadieentendía, como “Qué cosa Luis,siempre un pobre diablo”. Ave-ces decía cosas más personales y por lo tanto más inquietantes: “Loque más me gustaba de Luis eranlos dientes”. Una vez confundióal marido de Lucía y se alarmó:“Andate, Luis” le dijo muy seria“Vos no podés estar acá”. “Ma-má, no es ningún Luis –le explicóLucía–. Es mi marido”. La señoraMeme, que entraba y salía de suniebla, la miró con perfecta luci-dez y le dijo “Gracias, pero ya medi cuenta. Luis era más buen mo-zo”.

    Lucía no sabía si comentárseloa su hermano. Pero cuando JuanPablo decidió que para la terceraoperación venía por un mes ente-ro con su familia, supo que eramejor advertírselo. AJuan Pablole costó aceptar: cuando él llama-

     ba por teléfono, la encontrabasiempre bien. Tenían conversa-ciones largas y cómodas en que laseñora Meme se quejaba de la ex-cesiva preocupación de Lucía.“No soy un bebé”, protestaba.“¿Ysi te volvés a caer?” le retru-caba su hijo. Yla madre se calla- ba, vencida, culpable: “Por unavez que me caí me ponen presa”rezongaba. Pero sabía que los chi-cos tenían razón, que se lo mere-cía.

    Hacía un año que no veía a loshijos de Juan Pablo. Cuando en-traron en su casa, directamentedel aeropuerto, se los quedó mi-rando asombrada. “Qué lindoschicos” dijo “Qué parecidos entreellos. ¿Son parientes?” Pero ense-guida recordó sus nombres y losconvidó con sus famosas galleti-tas de manteca. “Las que más legustaban a papá” dijo Lucía. “Ytambién a Luis” dijo la señoraMeme.

    La llegada de Juan Pablo pare-ció despertar una catarata de re-cuerdos que perturbaban a sus hi- jos. Ya casi no había visita en laque no lo mencionara. “El día enque estabas por nacer, tomé un

    café con Luis. Me agarraba de lamesa con cada contracción, él es-taba asustadísimo” le dijo una tar-de a Lucía. Pero fue muchísimo peor cuando se quedó mirando aJuan Pablo con desaforada ternu-ra. “Sos tan parecido a tu papá”,le dijo, por primera vez en su vi-da.

    El neurólogo miró la resonan-cia magnética, pronunció el nom- bre de la enfermedad, que todavíaera incipiente, recomendó unamedicación que no la curaba perohacía más lento su avance.

    La tercera operación resultómenos cruenta de lo previsto.Después de una semana de inter-nación, débil pero caminando con bastón, la señora Meme volvió asu casa. Recuperar el uso de suesfínter le hizo tan bien que hasta parecía estar mejor de la cabeza.Sin embargo, tenía sus episodiosde ausencia. Sobre todo, seguíamencionando a Luis.

    ¿Quién era Luis? ¿Quién habíasido? Con la excusa de buscar el

    certificado de defunción de su pa-dre, Lucía y Juan Pablo dieronvuelta la casa y miraron papel por  papel sin encontrar nada. Ni unaesquela, ni una foto, ni la serville-ta de un bar, ni una flor prensadadentro de un libro. “Mamá nuncafue romántica” dijo Lucía. Ysuhermano tuvo que aceptar, sin pa-labras, que había estado esperan-do encontrar lo mismo que ella.En cambio, en el fondo de un pla-card, había una caja con recuer-dos de su padre: cartas, fotos, pa- peles, invitaciones, un diario ínti-mo en clave y hasta los menúesde las fiestas en las que había es-tado.

    Ahora, cuando la señora Mememencionaba a Luis, empezaron ahacerle algunas preguntas. “¿Es-tabas mal con papá?” preguntóLucía, previsible. “No era tu pa- pá. Era yo, que venía fallada defábrica”, contestó la señora Me-me. “¿Qué hacía Luis?” quiso sa- ber Juan Pablo. “No tuvo suerteen la vida” contestó la señora Me-me. Enseguida cambiaba de temay no había manera de hacerla vol-ver sobre la cuestión.

    Antes de volverse a Maryland,

    como buen argentino, Juan Pabloquiso consultar a un psicoanalistamuy conocido, muy caro, que tra- bajaba con gente de la terceraedad. “No tiene sentido que lavea” les dijo, después de escu-charlos. “Tal vez un psiquiatra... pero si el neurólogo la está lle-vando bien, no la molesten más.”Como los vio tan angustiados, leshizo una caricia psicoanalítica dedespedida. “¿Vieron que los chi-quitos tienen a veces amigos ima-ginarios? Alos viejos les puede pasar lo mismo. Amantes imagi-narios. No es raro. Deseos repri-midos durante toda la vida, fanta-sías quizás muy vívidas en sumomento, que dejaron su huella.Fíjense el nombre que eligió:Luis. Es decir, Luis. En inglés,‘es Lu’. Lucía, la hija mayor. Ellatuvo la sensación de serle infiel asu marido cuando se produjo eldesplazamiento su libido hacia su primer bebé.”

    Un amante imaginario. Claro,tan evidente. La asociación de

    ciertas anécdotas con fechas desucesos familiares, como el naci-miento de Lucía, lo confirmaba.Entre ellos, empezaron a llamarlo“el Amim” por “AManteIMagina-rio”. Usar el apodo era menos perturbador que el nombre. JuanPablo se volvió a su casa con unnudo en la garganta. Hacía másde treinta años que se había idodel país y seguía doliendo.

    Por teléfono, desde lejos, todoera más sencillo. Su mamá, comole contó a Lucía, jamás le men-cionaba al Amim. En cambio Lu-cía, que antes había llegado, in-cluso, a ocultarle por un tiempolo que pasaba, se divertía contán-dole las historias del Amim queinventaba la señora Meme. Ahorase daba cuenta de que muchaseran imposibles, incluso contra-dictorias. Unos meses después laseñora Meme desapareció.

    Lucía no tenía a quién echarlela culpa. Estaban tomando el téen la confitería Las Violetas, selevantó para ir al baño y cuandovolvió a la mesa su madre ya noestaba. “¿Tenía plata en la carte-ra?” preguntó Juan Pablo. Lucíalo sintió como una acusación (la

    que ella se estaba haciendo a símisma). “Por supuesto. Mamá noestá tan mal. Plata, documentos,celular. Por las dudas, un carton-cito con sus datos. Ylos míos.”

    “No podemos tomar la denun-cia hasta las cuarenta y ocho ho-ras” le dijeron en la comisaría.Pero cuando ella explicó, entresollozos, que su madre estaba en-ferma (trató de exagerar su situa-ción y recién en ese momento sedio cuenta de que no estaba exa-gerando) y se ofreció a traer uncertificado médico si fuera nece-sario, le aceptaron la denuncia.“¿Cómo se hace para que salga enlos diarios, en la tele?” preguntó.“Vaya a llorarle a la secretaria del juzgado” le aconsejó amablemen-te una chica policía muy eficien-te, peinada con cola de caballo.

    Esa noche no tuvieron ningunanoticia. Al día siguiente llamóuna mujer diciendo que había en-contrado la cartera, los documen-tos y el celular. Desde lejos, JuanPablo se desesperaba. Acada rato

    llamaba a su hermana para pedir-le noticias, para darle ideas, órde-nes o instrucciones. “¿Voy paraallá?” preguntó. “No tiene senti-do” le dijo Lucía, “No cambia na-da”.

    Una semana después salió elaviso del juzgado en los diarios yempezaron a pasarlo por la tele,en los canales oficiales. Lucía re-visaba todos los días la página de policiales y se turnaba con su fa-milia para montar guardia al ladodel teléfono. Si la señora Memeestaba en condiciones de recordar algo, sin duda no serían los nú-meros de celular.

    Un mediodía la llamaron del juzgado. Una asistente de la se-cretaria le explicó con calma quesu madre no estaba secuestrada.Le habían robado la cartera, sehabía perdido y estaba en la casade un señor que no sabía cómoencontrar a sus familiares hastaque vio el aviso.

    Lucía llamó antes por teléfono,y aunque la voz masculina que laatendió no sonaba cascada, se diocuenta de que se trataba de unhombre muy viejo cuando le dijo“Ah, usted debe ser la nena”. En-

    seguida tosió un poco y se corri-gió. “Quiero decir, la hija.”

    Era un edificio arruinado, cer-ca de la estación Once. Un palo-mar: diez departamentitos por  piso. Const rucción vieja y bara-ta, baldosas de patio en los pa-liers, paredes con un revesti-miento en relieve que alguna vezfue tan moderno y ahora era vie- jo y sucio.

    Les abrió la puerta un viejo detez morena, con mucho pelo blan-co. Era un departamentito de dosambientes, pobre y limpio. Lo primero que vio Lucía, antes to-davía que a su madre, fue una fo-to de su madre joven, una fotoque no conocía, en un marco, so- bre una repisa. No era muy gran-de, había otras, pero la vio inme-diatamente y no pudo sacarle losojos de encima, como si se hubie-ran quedado pegados a los ojosrisueños de su madre, entrecerra-dos por el sol de frente. Su mari-do la tomó de la mano.

    En ese momento apareció la

    señora Meme. Tenía puestasunas sandalias blancas y un ves-tido nuevo, floreado. Usaba co-lorete, se había pintado los ojos,y parecía más vieja que nunca, ymás feliz. Retrocedió al verlos,lanzó un pequeño grito, se tapóla cara con las manos como tra-tando de que no la reconocieran,y estuvo a punto de escapar ha-cia el dormitorio, pero el viejoconsiguió atraparla en un abrazocariñoso. Le puso el brazo sobrelos hombros y la apretó contraél, acariciándola para calmarla,como se acaricia y se calma a un perrito asustado por los fuegosartificiales.

     –Shhh. Ya está, linda. Tranqui-la, está todo bien, son los chicos...

    Lucía miró la escena con lágri-mas en los ojos. No podía hablar.

     –Usted es Luis –dijo su marido.Una sombra de tristeza doloro-

    sa oscureció la cara del hombre,que los miró con una expresiónde desesperanza, como si asoma-ra a sus ojos el lento fracaso detoda una vida.

     –No. No soy Luis. Yo soy Jorge –les dijo, con voz rota–. Amínunca me quiso tanto.

    Por Ana María Shua

     Amim o

    la caída

     VeraRosemberg

  • 8/15/2019 2016.01.15. Ana María Shua

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