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© Javier Aguado, 2016

© ÇHØPSUËY FANZINË ØN THË RØCKS, 2016

1ª edición

2.0. Mejorada para lectura en dispositivos digitales

Impreso en el Hiperespacio

h

ÇHØPSUËY FANZINË ØN THË RØCKSHAY COSAS QUE NO SE HACEN POR DINERO

2 · JAVIER AGUADO

Javier Aguado

A kantazo limpioMemorias de un filósofo

ÇHØPSUËY FANZINË ØN THË RØCKS

A KANTAZO LIMPIO · 3

UNO

o crean ustedes que busco sucompasión si les digo que soyde Guadalajara. La razón deque vaya contándolo allá pordonde voy es que desde muy

pequeño me enseñaron a ir siempre con laverdad por delante. Pero no se trata sólo deuna obligación. Cada vez que analizo elasunto a fondo, llego a la conclusión de queGuadalajara es una ciudad que me gustamucho, me atrevería a decir que con locura,sobre todo cuando observo que tiene suscosas buenas y sus cosas malas, comocualquier ciudad. Y, como cualquiera,también la mía tiene dos partes claramentedivididas: la una y la otra. Ambas me gustanpor igual.

N

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Sin que se conozcan los motivos, la gente noquiere visitar Guadalajara. Se excusanalgunos diciendo que están muy ocupados yno tienen tiempo; pero bien que lo tienenpara ir a la Riviera Maya. Otros alegan eltemor de no encontrar una ciudad de la quese tienen escasas noticias. Con lo fácil que esdar con ella. Si usted sale de Madrid por lacarretera de Barcelona, basta con que en elKm. 55 ponga un poco de atención y verá queya está en Guadalajara. La mayoría de lospreguntados no sabe o no contesta.

La ciudad está pegada a un complejofunerario de una magnitud que pone los pelosde punta. En él destaca por su altura eledifico que hace las veces de tumba, y quetodo el mundo llama el Panteón. En su trazase ha logrado una armonía irrepetible entre lobizantino y lo manchego. Hay también uncolegio, del que se encarga la orden de lasAdoratrices, unas monjas muy elegantes queusan cubiertos para comulgar. Ambosedificios forman el núcleo de una explotaciónagraria que nadie sabe hasta dónde llega. Una

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tapia, con pujos de muralla, protege el recintode una posible invasión asiática. Allí reside lamuerta que mandó construirlo, rodeada delos suyos; los demás viven en la ciudad. Conel paso de los años este lado se convertiría, enla práctica, en un barrio madrileño, por loque hoy puede decirse que los de Guadalajara–los del Panteón no– somos de Madrid.

Ahora también somos de La Mancha. Es unacosa de hace un par de días, pero ya nosvamos acostumbrando; como a todo. Pocodiré de la región: no me gusta aburrir a lagente. Sólo quiero que sepan, por si hay quienlo duda, que hoy ya está demostrado quetiene una geografía y una cultura bienmarcadas.

El accidente geográfico más célebre del países ese milagro de la fontanería que une losríos Tajo y Segura. Lo que no terminamos deentender los manchegos es por qué tiene quecorrer el agua por él. Queríamos tener uncanal enorme –¿quién no va a querer unacosa así?– pero para llevar el agua al mar, que

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es donde deben ir a parar las aguas, basta conel río. Sin embargo, los geógrafos dicen queun canal tiene que llevar agua. Porque sí,explican. Ellos sabrán.

En el aspecto cultural son infinitos los quepiensan que La Mancha es el no va más. Encualquier rincón del planeta se sabe queaparece en un libro declarado patrimoniocultural; por tanto –saca pecho la infinidad–La Mancha forma parte de ese patrimonio. Esuna forma de ver las cosas. La otra te lleva aextrañarte de que a estas alturas, a la vista deque el autor puso el país en su libro sólo comomodelo de vulgaridad, los lugareños aún nolo hayan declarado persona non grata, y aextrañarte aún más de que sean ellos losprimeros en celebrar y difundir la infamia.Como si en Lepe les diera por organizar uncongreso de chistes sobre ellos mismos por elbien de la hostelería local.

«Nos importa un pito que se nos recuerdecomo aquéllos de los que no quería acordarseel que cuenta la historia de don Quijote», te

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dicen los descendientes de Sancho. «Ya queotra cosa no está a nuestro alcance, al menosvenderemos un par de quesos al que vengapor aquí».

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DOS

aso a hablarles de mí. Pero antesde nada han de saber que elabogado me aconseja quecuantas menos cosas comente,mejor; en cualquier caso, que no

diga por nada del mundo cómo me llamo: porel tema de las querellas. Les ruego, pues, queno insistan en conocer mi nombre. Lo que sípuedo decirles es que me dedico a la filosofía,pero sólo cuando alguien se mete conmigo.

PMi infancia transcurrió en la calle de SanRoque. La ausencia de tráfico que hubierapodido provocar un accidente permitía quelos chicos estuviéramos todo el día fuera decasa, si se puede llamar 'fuera' lo que nodejaba de ser una prolongación de la casa, yal revés.

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De esa ambigüedad pronto intenté sacaralgún provecho.

—Criatura –me decía mi madre desde elbalcón–, ya va siendo hora de volver a casa.

—Pero si ya estoy en ella –le respondía.

Llámese dentro o fuera a la calle de SanRoque –no vamos a discutir ahora por unapalabra– en ella nos dedicábamos a jugar a lapelota y al escondite, cuando no tocabaromper farolas, o espiar y molestar a lasparejas. Lo normal.

Éramos pobres, pero no nos enterábamos. Esnatural. Si eres pobre, como si eres rico, ozurdo, lo eres a tiempo completo, viveshundido en tu condición, sin distancia parapoder observar el cuadro a tu gusto ydeclarar, como quien observa un astro por eltelescopio: «Ése que va por ahí –coño, si ésesoy yo– es un pobre». Sólo después, cuandocobras esa distancia, empiezas a notar lo queno percibiste cuando lo estabasexperimentando. Entonces descubres quetener en casa sólo un brasero, algo que te

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había parecido totalmente natural, es nadamás y nada menos que «pobreza energética».Así se explica que del frío que pasé no tuvieraocasión de enterarme hasta que no fui a launiversidad y me hice antifranquista. Sóloentonces tomé conciencia de tanta escasez.Esta conciencia sobrevenida te puede marcarmucho. Algunos se quedan tanimpresionados, que hacen de la misma lo másparecido a una profesión. En adelante pasana ser pobres a conciencia, concentrados todoel día en la idea de que lo son, sin salirse niun momento de la manifestación. No lesqueda tiempo para ocuparse de ninguna otracosa, de tanta conciencia que padecen. Poreso se les llama concienciados.

Salir con chicas no formaba parte de ningunode nuestros planes; todo lo contrario,huíamos de ellas al no ver por ninguna partesu utilidad. Donde estuviera un buen balón...El primer acercamiento, cuando se produjo,fue muy cauteloso: apedrearlas y poco más.Pero en seguida los más avisados supieronaportar a dicha actividad matices de

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languidez y ensoñación. A ellas, sea dicho depaso, no había quien las entendiera; seponían a fumar delante de tus narices las muygolfas, pero, una vez que te habían puestocaliente, no se dejaban meter mano.

A pesar de lo mucho que jugábamos, aúnquedaba tiempo para ir al colegio. Dados losescasos recursos económicos de mi familia,podría extrañar mi ingreso en una escuela depago si no explico que costaba menos que laspúblicas, en las que se pagaban las famosas«permanencias». Que fuera tan barata no sedebía a que estuviera subvencionada poralguna sociedad filantrópica, sino a que ladueña, y maestra única, no gastaba ni uncéntimo en su mantenimiento.

Llegaba a tal extremo el estado ruinoso detodo lo que había allí, maestra incluida, queno era infrecuente que se derrumbase depronto un pupitre. De la reparación delmismo nos encargábamos los alumnos.Después, a esperar que volviera aderrumbarse.

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El colegio disponía sólo de una habitación–no había patio para el recreo–, situadaencima de una vaquería. En un espacio tanreducido, y atendidos por una persona, cuyasfunciones iban desde la dirección hasta laconserjería pasando por la docencia, seamontonaban los diferentes cursos. Elmétodo pedagógico consistía en que lamaestra iba convocando a su alrededor a losdiferentes grupos, uno por curso. Mientras lepreguntaba la lección al convocado, el restoquedaba en una especie de limbo en el que nohabía manera de saber si se estaba en clase oen el recreo. La mayoría optaba por pensarque estaba en lo segundo.

El caos imperante permitía que algunos delos mayores sometieran a los más pequeños,en la misma clase y a pocos metros de dondese sentaba la maestra, a las sevicias que encentros mejor equipados, y con un conceptomás avanzado de la pedagogía, quedabanreservadas a lugares más discretos. Aúnrecuerdo, como una pesadilla, el día que metocó ponerme en la fila de los que debían

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chuparle la polla al veterano. El consuelo deque se cansara antes de que me tocase nocompensó, ni entonces ni después, lavergüenza de saber lo que hubiera hecho yo siaquel sujeto, además de un hijoputa, hubierasido constante en sus proyectos.

Aunque pobre, la naturaleza privada delcolegio le otorgaba un toque sutil, un aura, unno sé qué de elegancia. Si era mixto, le faltabamuy poco para no serlo. Apenas había chicasen él. Sin embargo, con motivo de unainspección oficial, como se nos mandara sóloa los varones de excursión el mismo día,corrió el rumor, que sigo creyendo, de que elcolegio estaba registrado ante el ministeriocomo colegio femenino. En ese colegio parafalsos ricos, oficialmente femenino, peroprácticamente masculino, estudié yo.

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TRES

as premisas de mi vida ya estabanpuestas: dificultad para saber si,cuando me encontraba en lacalle, me encontraba fuera odentro de mi casa, y viceversa;

ambigüedad de todo lo que ocurría en micolegio, incluido lo que le sucedía a su mismanaturaleza; una ciudad que, siendo capital deuna provincia, iba en camino de convertirseen un barrio de otra, con el añadido de nopoder precisar si se halla en el límite de laAlcarria que da a la Campiña o en el de laCampiña que da a la Alcarria. ¿No es naturalque en el discurso de mi vida haya tenidosiempre presente que todo tiene dos caras?

L

Una duda universal circula a través de lascosas, ninguna de las cuales se fía de serrealmente lo que es. Una incongruencia

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juguetona y revoltosa tiene mareada a larealidad. Nada se está quieto. Nadie bebe dosveces del mismo vaso, ni siquiera una, puesun flujo profundo hace que, antes de quecambie, el vaso ya sea otro. Todo está alrevés. Habla el que debería callar y escucha elque debería hablar; el único que no llora enlos entierros es el muerto.

La gente no, pero yo sé quién es elresponsable de que el ser tenga esa maneratan rara de ser. La gente piensa, se ve que sinpensarlo, que todo ser es lo que es, y se quedatan tranquila. Cree que un objetodeterminado, una vez que ha sido fabricado,no necesita que nadie lo ayude para ser esedeterminado objeto; que una palangana esuna palangana, así sin más, o que la región deCochín se basta a sí misma para ser la regiónde Cochín, como si tuviera plena soberaníapara ser lo que es. Eso es mentira. Losustantivo de las cosas no está en ellas sinoen su nombre. Todo es según la palabra conque se dice. No hay nada detrás del verbo.¿La vida? Un cuento.

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Sigo con el de la mía.

Para mi primera comunión se empeñaron mispadres en disfrazarme de almirante, cuandoles había insistido en que quería ir vestido deun modo sencillo, con el uniforme decampaña de los boinas verdes. La concienciala llevé muy negra, ya que comulguécometiendo un pecado mortal. No digo queestuve pecando por un lado mientrascomulgaba por otro –a tanto no llegaba micapacidad– sino que la comunión fue elpropio pecado. Esto hay que explicarlo.

Por aquella época –hablo de los ocho años–ya empezaba a practicar, como autodidacta,unos ejercicios que prefiguraban in nuce loque terminaría siendo, aunque con granaparato y mucho alboroto, una masturbación.Consistían dichos ejercicios en ponerme bocaabajo en la cama y restregarme como si me laestuviera follando, una clase de movimientoque le será familiar a cualquiera que hayavisto algo de porno. Puede afirmarse sintemor a errar en lo esencial que aquella

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actividad no era exclusivamente atlética –unaespecie de abdominales ejecutados por unaculebra– si se tiene en cuenta el hecho deque, a la vez que la llevaba a cabo, pensabaque la catequista que me preparaba para laprimera comunión era mi hermana mayor yme ayudaba en todo.

Ahora los curas son muy permisivos, y no venpecado por ningún lado. Todo locomprenden; lo importante es que hayaamor, poder cantar juntos.

—Padre, no puedo dormir desde que violé aun niño...

—Eso no es nada, hijo. Escrúpulos tuyos.

—… y luego me lo comí.

—Ten cuidado con esa gula.

Los curas de mi época no toleraban siquiera,si no querías terminar en el infierno, que temovieras en la cama.

Estaba claro que, antes o después, iba a tenerproblemas con la iglesia. El primero seprodujo el día de mi primera comunión.

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Entonces se pensaba que había que comulgarteniendo la conciencia limpia de todo pecadomortal. Si no lo hacías así, cometías otropecado mortal. La limpieza se conseguíamediante la confesión.

Así que fui a confesarme antes de comulgar.Nadie me había dicho que la confesión notiene por qué ser un relato detallado delpecado, sino que, como enseña Trento, bastacon nombrar la especie, el número y lascircunstancias relevantes. «Padre, he pecadocontra el sexto. Cuarenta y dos veces.Pensando en una MILF». Y ya está.

Pero yo estaba convencido de que mi deberera hablarle al cura de aquellos movimientoscon todo tipo de detalles. Pensé que tendríaque precisar la dirección y la cadencia:primero hacia arriba y luego hacia abajo,primero despacio y luego deprisa; ubicar conexactitud topográfica la posición delcalzoncillo, si muy caído o algo menos; meter,por último, a la catequista en la historia.

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Naturalmente, no fui capaz; y el que habíaimaginado durante mucho tiempo como undía maravilloso, en el que sería elprotagonista absoluto del grupo de familiaresy allegados, paseándome en mitad del conviteacompañado de un aplauso general ycontinuo, con la cantimplora, la metralleta yel resto del uniforme de comunión, seconvirtió en uno de los más lúgubres. Y así,en pecado mortal, estuve muchos años, sinlibrar un solo día. Todo, por no saberresumir.

Ésa fue mi primera experiencia religiosa.

De política también empezaba a tener algunaidea, si bien más fantástica: la de un mundode fábula habitado por héroes legendarios,como aquel terrible Vagamonte de los librosde caballería, un portentoso cazador ypescador surgido de las brumas galaicas, cuyaimpetuosidad lo llevó en más de una ocasióna no ceñirse a lo estipulado en su licencia dearmas, que por algo era un semidios.

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De él descendía el señor de El Ferrol que mispadres me presentaban como ejemplo depersona cumplidora y laboriosa. Todo el díaestaba ocupado, yendo de un sitio a otro, ysiempre tan alegre. Entre los muchos oficiosque me dijeron que tenía, estaban los deCaudillo, Cruzado, Ingeniero de ObrasPúblicas y no sé cuántos más. El de Francocreo que fue el empleo que más le duró.

De los años de mi infancia también recuerdoque una tarde vi pasar a un negro.

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CUATRO

legó un momento en la carrera demi vida, cerca ya de los diez años,en el que fui sacudido por unagran pasión. Me entraron unasganas verdaderamente locas de

entrar en la Organización Juvenil Española.En aquella institución falangista, heredera delardoroso Frente de Juventudes, tendría laoportunidad de llevar uniforme militar,desfilar en las procesiones de Semana Santa,jugar al billar y leer tebeos, me asegurabanamigos que ya eran socios. La OJE no mefalló en ninguno de esos aspectos. Tengosobre todo la satisfacción de poder afirmar,sin temor a que ningún testigo me desmienta,que mi escuadra desfiló en las procesionesmás distinguidas de la ciudad, en las que fuemuy celebrado nuestro paso sencillo, sobrio;adornado, sí, con alguna galanura, pero sin

L

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caer en los aspavientos grandilocuentes de laescuela germánica.

Allí también me formé en el billar, el futbolín,el dominó, el petaco y otros juegos de salón,siempre con el cigarro en la boca, unacondición imprescindible para abordar dichasactividades con algún éxito. En este terreno laOJE, con sus precios inigualables, hacía unacompetencia muy dura a locales tanacreditados en el ramo del ocio juvenil comolos billares del Orejas. También disponíamosde una cantina, para que fuera completa,según el mando, la instrucción premilitar.

No todo fue desfilar y fumar. Había llegado elmomento en que uno quiere enamorarse,aunque me daba mucha pereza pensar enquién. Mientras me aclaraba sobre eseparticular, me mantuve completamente fiel ala masturbación; y ella a mí otro tanto, por loque jamás seré de ésos que la mencionan condesdén. Practiqué el sexo solitario, que dicenalgunos, a la espera de que apareciese almenos una muñeca hinchable. Los más

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imaginativos y ambiciosos de nosotros yacomenzaban a tener claro del todo quequerían ligar con chicas de carne y hueso,aunque éstas sean menos cariñosas. De follarapenas se hablaba porque nadie sabía muybien para qué servía, aunque intuíamos quepara decir que lo has hecho.

Lo mejor de la OJE eran las excursiones.Todos los años viajábamos, para rendir armasante la tumba de José Antonio Primo deRivera, fundador de la Falange, al Valle de losCaídos, donde lo pasábamos bomba. Tambiénnos llevaban a otros sitios, en especial alugares de categoría, como Toledo, Cuenca yMadrid-Barajas; al último, con objeto decontemplar esos objetos fascinantes quedespiertan en nosotros los sueños másmaravillosos: los aviones y las actricesamericanas. Siendo consciente de mi carácterimpresionable, no me atreví nunca a salir a laterraza desde la que casi se podían tocar losaviones. Me conformaba con sentarmedelante de un cartel enorme que anunciabatodos los vuelos. En él no cesaban de cambiar

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los lugares de destino y procedencia, las salasde embarque, los retrasos… Qué vértigo leentraba a uno ante ese frenesí. La únicadecepción que me llevé fue la de no coincidir,entre tantos anuncios, con el de la llegada o lapartida de alguna actriz. Le hubiera hechouna foto bien bonita al cartel.

De la ideología falangista no recuerdo quenos hablara nadie en la OJE. La razónprincipal fue que allí no había nadie parahablarnos de nada, a excepción del señorJulián, que trabajaba como encargado de lasala de juegos; pero él ya tenía bastante conregañarnos por la cantidad de cosas querompíamos. Los responsables de armonizaren un mismo discurso las estrellas y elsindicato, los puñetazos y las montañas, eranfuncionarios, no apóstoles, y es bien conocidapor todos esa ley natural, eterna, sindical, queevita que la función pública salga deldespacho, único modo en el que podríamoshaber recibido, entre carambola y carambola,aquella mística a la vez que viril instrucción.No fue posible, pues, el encuentro entre guía

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y guiado, entre maestro y discípulo. El rayodoctrinal no pudo atravesar las densas nubesde pólizas, circulares y estadillos delnegociado de propaganda.

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CINCO

ontrasta con la sequíacomunicativa de la Falange,propiciada en cierta medida porel laconismo a lo militar de susfuncionarios, la compulsión

difusiva que aqueja a quienes, de tanta prisaque les corre por difundir lo que sea, no seinforman previamente de eso que quierendifundir. Enseñan lo que no han estudiado,cosa que no les importa mucho, pues, con talde transmitir, se contentan con transmitir laignorancia. No cabe duda de que ladivulgación es una cosa muy buena, perosiempre que ellos se pongan en el lugaradecuado, que no es otro que el de quienpuede beneficiarse de la misma.

C

La manía comunicativa puede atajarsefácilmente en la adolescencia, pero para ello

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hace falta que los padres y profesores esténatentos a los primeros síntomas. Hay queactuar inmediatamente si el crío quierecolaborar en la revista, o en la emisora, delcolegio. También les gusta mucho retozar enlo común, en lo comunicado. En mi juventudsolían ser comunistas. Tuve trato conalgunos.

Los que yo conocí se reunían en una casuchamedio derruida que habían alquilado unoshermanos para usarla como taller deactividades manuales. En ese chamizo seentretenían los hermanos con sus cosas, sinmayores pretensiones que las que puedetener el preso que, para no aburrirse, sefabrica una navaja con lo primero queencuentra, o las del que, sin saber en quéocupar las tediosas horas de incumplimientolaboral, termina por hacerle a su mujer uncollar con huesos de aceituna. Los hermanoseran eso que siempre se ha conocido como‘unos manitas’. Hacían virguerías con elalambre.

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Para reducir gastos, decidieron compartir eltaller con unos conocidos suyos. Uno hacíacosas muy graciosas con unos tapones decorcho, otro montaba un bergantín con unalata de sardinas y media docena demondadientes, un tercero aprovechaba unpoco de cartón y otro poco de cuerda parahacerse unas sandalias de ésas que habránvisto ustedes a menudo, de estilo meditación.Mejor eso que andar por ahíemborrachándose. También hubo quien seatrevió con el dibujo, que ya es otro nivel.

Llegó más gente. Los nuevos no vieron quémérito tenía hacer esas cosas habiendoadquirido previamente el arte de hacerlas,como un vulgar artesano, o a lo sumo comoun artista conservador. Ellos aspiraban amucho más; querían ser creadores. Para ellono es necesario aprender nada; más bienestorba el aprendizaje, porque mata laespontaneidad. Con la libertad que concedeno saber qué hacer ni cómo hacerlo, unodecidió que era un artista abstracto, ya veríamás tarde en qué campo del arte; otro, un

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incomprendido. Alguno descubrió que supropia vida era una obra de arte, que situómuy acertadamente en la corrienteminimalista. «Lo importante es lo que sientasdentro de ti; pasa de lo demás».

Va de suyo que tenían que ser tambiénintelectuales. Si eres artista de verdad, debespronunciarte sobre la estanflación, la calidadde vida de las cucarachas y el Concilio deNicea. Por esta vía alcanzaron la condición depensadores, y no por la trillada de enlazaruna idea tras otra siguiendo las reglas de lalógica, que es el método que sólo sigue el queno sabe que razonar es cosa de creadores.También va de suyo que el método idóneopara ser un intelectual es hablar del modoque se espera de alguien así, comocomprendió aquél que mostraba su aficiónpor los viajes a nivel de auto-stop porque es elmejor modo de realizarse a nivelinterhumano, o el que atribuía las victoriasdel Capitán Trueno a que la correlación defuerzas siempre le era favorable.

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La cosa no tenía vuelta atrás, y el viejo tallerde artesanía se convirtió en un taller deagitación artística y provocación ideológica,una especie de ateneo juvenil si se mepermite la paradoja. También servía –erapolivalente– para los guateques.

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SEIS

quél fue uno de esos lugaresdonde prospera un tipo humanoal que me he referido más arribay al que la psicología clínicaconoce con el nombre de

‘concienciado’. Cualquiera de ustedes sabráde quién hablo porque habrá tenido que lidiarcon él en no pocas ocasiones. Era aquél quesabía más cosas de ti que tú, el que te sacabalos colores porque tu conciencia no estabaconcienciada.

AEn aquellos años proliferaron los que habíanadquirido conciencia de que el régimendemocrático es en realidad una dictadura dela burguesía, a la que habría que oponer,según los que se encontraban en un gradomás agudo de concienciación, la verdaderademocracia, que es la dictadura del

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proletariado. Eso tú no lo sabías porqueestabas alienado, te decían; porque erasgilipollas, entendías. En seguida aparecieronaquéllos para los que nada de lo que haces sedebe a lo que tú crees. Así, si te rascas lacabeza, es porque tu sexualidad deja muchoque desear; si no te la rascas, por lo mismo.También pertenecieron a la orden de laConcienciación ésos según los cuales, se hagalo que se haga, todo está al servicio delsistema. La misma lucha contra él formaparte de su estrategia de perpetuación. Estoes así porque el sistema está dentro denosotros, cosa que sabe cualquiera menos tú,decían a cualquiera con el que seencontraran. Y pertenecen hoy las que nopasan por alto que, cada vez que abres laboca, perpetúas con tu lenguaje el machismoque no ve en el cuerpo de la mujer más queun cuerpo.

A lo largo de la vida he tenido que soportar aunos cuantos de estos personajes, todos ellosempeñados en ser continuamente profundos.No digo que no lo sean, sólo que lo son sin

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ton ni son, a lo tonto. Es lo que les pasa atodos los que van, sin pensárselo dos veces, alfondo de las cosas: luego hay que llamar a losbomberos para que los saquen. Sepultadosallá abajo, a oscuras, no ven nada. Se parecena los topos pero sin la habilidad de éstos.Desconocen que la superficie es lo mejor quese ve de cualquier cosa, ahí donde le da la luz.El conocimiento es superficial por definición.Si cortas un objeto por la mitad para ver quéhay dentro de él, te topas con las dos caras dela raja que le has hecho; el resto queda oculto.Si sigues troceándolo, en cachos cada vezmenores, el ojo siempre chocará con algunasuperficie. El concienciado jamás lo sabráporque no tiene la paciencia necesaria paraponerse a cortar poco a poco, de fueraadentro, profundizando gradualmente, y asídescubrir la infinita superficialidad queesconden las cosas. Condenado a una eternajuventud, quiere ser profundo desde elprincipio, sin ningún esfuerzo, como si lofuera desde el mismo día de su nacimiento.Por ello lo es de un modo superficial. Si

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ustedes quieren que les dé un consejo, sóloles diré que no lo imiten por nada del mundo;al contrario, fíense del sentido de la obviedad,el más sano de todos, y procuren por todoslos medios a su alcance y con la máximaenergía de la que dispongan ser intensa,profundamente superficiales.

Concienciados hasta las orejas y con unaincorregible necesidad de comunicación ydifusión, los del taller de arte y ensayo delque me ocupo tenían todo lo que necesitabanpara salir a la calle y presentarse ante eluniverso en unas jornadas culturales de lahostia. En la sección literaria se recitaronunos poemas del compañero MiguelHernández. La lectura fue acompañada por elpúblico con una salva continua de aplausos,hurras, bengalas y cohetes, más quejustificada por los huevos que le echaron losque leyeron, con la pasma rondando por allí.En la de artes plásticas triunfaron unasviñetas que se metían con la dictadura. Todoel mundo se partía de la risa con ellas,aunque no pudo faltar quien las despreciara

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por ceñirse demasiado a la eterna figuraciónque no quiere saber nada de los nuevoslenguajes estéticos y que bloquea el caminoque debe recorrer el tebeo español hastallegar al expresionismo abstracto. Por último,en la musical se disfrutó hasta no poder másde un concierto para verbena y trompa.Puede decirse que no faltó casi de nadaaunque casi todo lo que hubo fue lo mismoque nada. En todo caso «lo importante fueque la gente respondió».

Frecuenté durante algún tiempo su sede acausa del trato que mantenía con bastantesde los novicios. Allí aprendían a amar porencima de todas las cosas lo que se decía quehabía dicho Marx, y que todo el mundoconocía con el nombre de marxismo. Quealgo tan enrevesado como eso, no se sabe aúnsi una jerigonza mucho más cercana al culto aHermes que a la claridad científica o ungalimatías sin pies ni cabeza, parecieseevidente a unos menores de edad fue unfenómeno tan milagroso como que unosniños de Fátima hablaran con la Virgen en

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una época en la que ella ni vivía en Portugalni se había puesto a aprender portugués.

Para que tuviera lugar el prodigio hubo quequitarle la letra al marxismo. De eso seencargó sobre todo uno que tocaba muy bienel pico de oro. Bordó el trabajo. Fue capaz deconvertir una cosa tan pedregosa como esadoctrina en una melopea embriagante, enverdadera música celestial. Para ello nuncaechó mano de esa gramática escolar queenseña por dónde cae el sujeto de una oracióny cómo se distingue un complementoindirecto de un aeroplano: un conocimientosin el cual no puedes saber si te estáninvitando a una boda o si eres el novio, peroque hace menos falta, por lo que se ve, parasaber que eres un camarada.

Nadie echó en falta la letra de la canción. Poreso no supo nadie que algunas sílabas sejuntaban con mucha frecuencia para formarel sintagma nominal ‘dictadura delproletariado’.

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SIETE

e aburrí pronto de ese localrevolucionario, más quenada porque, a diferenciade lo que había conocidoen la OJE, allí no había ni

billares ni futbolines. Además, siempre me hagustado hacer las cosas paso a paso,metódicamente; así que no iba a hacermecomunista cuando no había avanzado nadaen mis todavía muy verdes especulacionessobre si era mejor la solidaridad o el egoísmo,servir o ser servido, tener camaradas ocomprar esclavos.

MSe me hizo saber que dudas como ésas podíanarrojarme al nihilismo. Aunque fascinado porexpresiones como 'ser arrojado' y 'nihilismo',en las que veía el prestigio de lo diabólico, nome atrajo nada la idea de sacarme el carnet

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de nihilista. A esas alturas de mi vida el únicoque quería tener era el de yo, y ya me parecíademasiado.

Sin tener ningún sitio en el que pasar lastardes, me hice paseante. Desde entoncespasear es mi actividad preferida, la queejecuto con más cuidado y la que se me damejor, aunque también soy muy buenosentándome.

La gente llama paseo a cualquier cosa, pero elverdadero exige silencio y soledad. Elpaseante es solitario por definición, como elleón es fiero; el chino, cruel; la sueca, maciza,y el funcionario, vago. Hay gente que camina,pero sólo para ir a algún sitio; el paseante noquiere ir a ninguno. Sabe que el paseo puro,sin mácula, es el que tiene lugar donde no haynada que hacer. Por eso elegí un descampado.

Quiso la previsión humana que por aquellaépoca, gracias a un esfuerzo descomunal,surgiera de la noche a la mañana, lindandocon la de siempre pero más grande, unaciudad a la que lo único que le faltaba era ser

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habitada. Al contrario de lo que es costumbre–poner las casas y después las calles– en lanueva Guadalajara se empezó, con muy buencriterio, por las calles, ante el crecimientodemográfico que se preveía. Fallaron loscálculos, y tardaron unos cuantos años enaparecer las casas. En el ínterin el paisajerozó lo fantástico: un descampado sometido ageometría, la naturaleza dividida en parcelas,puro racionalismo francés. Como quien sesiente en un Versalles de secano, paseédurante años por aquellos solares. Pordesgracia, la codicia inmobiliaria los arrasó.Hace tiempo que fueron invadidos porbloques de viviendas, en las que además,como ya denuncié a quien correspondía, semetió la gente a vivir.

Pero quizá tenemos ahora la oportunidad deevitar errores pasados. El momento espropicio. La multiplicación milagrosa,experimentada en los últimos años, deparcelas tan vacías como las que conocí esuna ocasión ideal para conceder, si no atodas, al menos a algunas, la denominación

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de espacio protegido. Una buena razón paraello es la de tratarse de un endemismopeninsular.

Un pensamiento me tuvo entretenido enmuchas de aquellas caminatas. Ya he dejadocaer que incluso ser un militante de mímismo me parecía excesivo. Si creía tal cosa,era porque entonces andaba leyendo aNietzsche, que tiene escrito que no hay queser esclavo ni del propio yo.

También dejó escrito, y esto es más gordo,que uno tiene que estar por encima de todo; ycuando él dice todo, quiere decir todo. Esto loentendí de maravilla. En vez de hacermeingeniero de caminos, como había pensadodurante años, me haría Dios, que es más,como piensa cualquiera que no sea ingenierode caminos. Para empezar, cambiaría latercera ley de Kepler, aunque sólo fuera porenmendar la plana al profesor de Física, queen todos los exámenes se empeñaba enllevarme la contraria sobre ese asunto, congran disgusto de mis padres. Ya me frotaba

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las manos imaginándolo obligado a estudiarla mía. Pero aspiraba a ir aún más lejos queDios –todo quiere decir todo, recuerden– quees incapaz de cambiar el pasado. Yo haría quelo que ya había sido de un modo hubiera sidode otro. Ambición nunca me ha faltado.

Mi ateísmo me llevó, como suele ocurrir, atener mucho trato con los curas. Ellosquerían demostrarme, por unas vías que sesabían muy bien, la existencia de un sernecesario, y a mí me convencían susargumentos, pero había algo que noterminaba de entender. Muy bien –lesrespondía– es necesario que exista Dios, perolo que no es tan necesario es que lo sea eseseñor y no yo.

—Pues te tendrás que aguantar, porque no loeres.

—Me aguantaré si me da la gana, no te jode.

A mí no me iba a decir nadie lo que tenía quehacer: ni Dios ni el Hombre ni el Pueblo. Ni elYo, le dije a mi yo, que se hacía el tonto. El yoes nuestra parte muerta, lo que va

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petrificándose en nosotros según vamoshaciendo cosas. Lo que haces te define, y,cuando te quieres dar cuenta, eres prisionerode algo que ya no eres tú sino tu yo.

Yo no estaba entonces en condiciones desaber que con esos pensamientos te metes enuna aventura que siempre termina mal. Alposeído por esa rebeldía que le lleva asublevarse contra sí mismo no le queda otraque ir renunciando a todo lo que va llegandoa ser. Su destino pasa a ser una fugaincesante, un nomadeo sin meta alguna, unainsatisfacción que todo lo devora, unrecorrido por la nada.

Primero, no quieres ser lo que eres, de lasganas que tienes de ser cualquier cosa que nohaya sido nadie, ni siquiera tú; después, encuanto has probado unas cuantas veces a seruna de esas cosas que no ha sido nadie, ni túsiquiera, sabes que en el futuro tampocoquerrás ser durante mucho tiempo ningunade las cosas que pudieras llegar a ser, porquesabes que en seguida querrás ser otra, y así

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hasta el infinito; más tarde, sin esperar a quellegue ese futuro, decides no querer ser nadade lo que podrías llegar a querer ser. Y así, alo tonto, te has puesto al borde de la Nada. Enesta situación extrema, en la que, de tantoquerer ser cualquier cosa, al final no se quiereser nada, unos se meten en la cama parasiempre, otros se van a Africa, de misioneroso de mercenarios, según por donde les dé.Los hay que se hacen del Atleti.

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o piensen ustedes queignoraba que tenía queenamorarme. Lo sabíaperfectamente. Pero no veíacómo afrontar un reto, como

el del amor, que siempre he juzgado literario.Amar a alguien es declararle tu amor; yademás, en verso. Si no eres poeta, no tienesderecho a estar enamorado. A lo sumo podrásdecir que quieres construir una relaciónpersonal con una persona, que estáis hechosel uno para el otro, que te hace tilín… Peroamor, lo que se dice amor, ni hablar. Puesbien, a mí escribir nunca me ha gustado.Naturalmente, esto me cerró las puertas alamor. No quiero pensar lo lejos que hubierallegado yo con la mujeres si no hubiera sidopor el dichoso requisito de la declaración.

N

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El vaivén en que consiste la vida quiso que,en vísperas de hacerme nietzscheano,probara los escrúpulos religiosos. Me hicebeato. Me busqué un confesor. No daba unsolo paso sin consultarlo con él. Menos malque el buen hombre se empeñó enprohibirme, cuando se me ocurrió el plan,que montara un número en el burdel de laciudad. Mi propósito era animar un día a losclientes a rezar conmigo el rosario. Lo quenadie pudo evitar fue que mi trato con lasputas no pasara de darles un beso en lafrente.

Nietzsche no me cayó del cielo, seguramenteporque no estaba allí. Tampoco es que setomara la molestia de venir del infierno adarme unas clases particulares. Ya ven, otroque pasa de Guadalajara.

De él me habló un profesor del que tengo quecontar un par de cosas, ya que de toda miadolescencia no recuerdo nada ni nadie queme causara mayor, mejor y más duraderaimpresión. En él se dieron a la par el cultivo

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de la ciencia y de la mala vida. Es más, elestudio y el vicio se alimentabanmutuamente; unas veces por el uso de drogaspara poder estudiar toda la noche; otras, porel carácter doctrinal de sus borracheras, todasde tomar apuntes. Fue inevitable miadmiración a quien, entre muchos méritosenjundiosos y feroces, parecía hacer delestudio una especie de delincuencia, y alrevés, de la delincuencia materia dogmática,credo intempestivo. Quise ver en él unainédita, sarcástica, unión de las armas y lasletras, del furor y el sosiego.

Vivía de dar clases –ya lo he dicho– perojamás perdió la dignidad. Para empezar, eraalto. Esto es muy importante, porque ¿aquién puede convencer de nada un señorbajito? Añádase a ello la figura majestuosa, elporte grave y altivo, el andar pausado, losademanes soberbios. Todo en él, empezandopor la osadía en los juicios, contrastaba con elridículo e inútil hormigueo laboral de suscompañeros. Mentiría si dijera que fue unprofesor muy estricto, pero nunca toleró el

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desorden en clase. Es lo mínimo que debeexigir un profesor que quiera leer el periódicoen paz. El orgullo le tenía prohibido el tratocon indocumentados. Sus amigos no lo eranen absoluto. Casi todos conservaban el carnetde presidiario.

Sabía ser teatrero. Acababa de empezar elcurso, cuando entró un día en clase, y sinmediar palabra escribió en la pizarra: «Nohay hechos morales; sólo, una interpretaciónmoral de los hechos». Y puso debajo elnombre del autor: Federico Nietzsche. Siguiócallado el resto de la hora. Aún me dura elefecto.

Sin dudarlo ni un instante unos pocosdecidimos, y él lo permitió, hacernos susdiscípulos íntimos. Lo llamábamos ‘maestro’,un tratamiento en cuyo anacronismo semezclaba una real devoción con alguna gotade retranca. «Maestro, predícanos algunabarbaridad nietzscheana», y él, aunquesiempre mosqueado por ese título

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polvoriento, cumplía con creces,escandalizándonos todo lo que queríamos.

Qué orgullosos estábamos de nuestrocorrosivo profesor. Huelga mencionarcuántos y cuán intensos eran nuestroslamentos porque apenas pisara el aula,siendo el único al que no le deseábamos,como es tradición entre el estudiantado, unadolencia de ésas que exigen reposo, y luegomás reposo, y luego más, y más… , hasta queel oncólogo ya no puede hacer nada. Había,sin embargo, poderosas razones teóricas queimpedían acercarse por allí a quien, a causade su rigurosa formación grecolatina, sedebía, con palabras suyas, a «la divinainutilidad que descubrieron y perfeccionaronaquellos sabios de la eterna Hélade».Seguramente fue su compromiso existencialcon esta doctrina venerable –recuerden quela teoría no es nada sin la praxis– la causa deque no tardara en despedirse, o en serdespedido, del trabajo.

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Pero antes tuvimos los discípulos ocasión deacrecentar nuestra admiración cuando sefugó con una alumna. No cogió una alumnacualquiera, del montón; la que se llevó veníade un internado de monjas. Por la ciudadcorrió el rumor de que la chica había sidoseducida con la promesa de un futuro en elque se mezclarían la lectura severa de lospresocráticos y las delicias del amorhelenístico, pero que el verdadero plan era–aquí nuestra admiración se trocó enfanatismo– arrastrarla a un burdel regentado–y aquí ya pasamos directamente a laidolatría– por su mujer. Era lógico que sepensara eso de la esposa, porque parecíafrancesa. Unos días después, la policíaencontró a la pareja de amantesneohelenísticos en una pensión de Madrid.Enterado de la vuelta, fui corriendo a felicitaral maestro por la trama luciferina que él negócon modestia.

Que su mujer regentara un burdel –nodigamos ya que fuera francesa– es algo que laciudad entera descartó el día que se la vio

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comulgar con mucha devoción en la misasolemne celebrada con motivo del paso por laciudad del brazo incorrupto de Santa Teresade Jesús, o del de Franco, ahora me hago unlío; aunque los más suspicaces pensaron, talcomo también pensamos sus incondicionales,que el motivo de la comunión en un acto tanconcurrido no podía ser otro que cortar deraíz aquellos rumores.

Con el tiempo el maestro se casó con sumujer, hasta entonces mera barragana suya,un empleo que, en el escalafón del amor,equivale como mucho al de secretaria. Nosólo se casó, sino que siguió viviendo con ella.Ustedes responderán que es lo natural, yalegarán dos razones: la primera, que la bodano es un acto autosuficiente, encerrado en superfección, sino el comienzo de unaconvivencia, por breve que sea ésta; y lasegunda, que es una redundancia afirmar queuno está casado con su mujer. Admitiré loprimero porque hoy estoy de buen humor;pero niego que sea necesario estar casado conla propia mujer, como demostró a toda la

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ciudad un empleado de abastos con cuyaamante pasaba más tiempo que con la otra, lahabía conocido antes y –esto es definitivo a lahora de saber a quién le corresponde el títulode señora– era más fea. No es tan fácil comose piensa poner a cada miembro de la familiaen su sitio.

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o tendría ningún sentido quehablara de alguien al quellamo mi maestro si no dijeranada de la materia en la quedemostró su magisterio. Si

hablas de un enseñante, tienes que decir quéenseñó. Él fue el encargado de mostrarnostodas las ventajas que tiene haberse conocido.

NLo razonaba así:

«La primera ventaja –esto siempre se hasabido– es que te permite estar contento deello, no necesariamente porque te lo pasesbien observando todo lo que te encuentras,sea lo que sea eso que te encuentras –tú, porejemplo– sino porque lo que contemplas –túmismo– ves que está muy bien. Y te alegras,cómo no.

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No puede ser de otro modo. Sólo ensituaciones extremadamente graves la gentequiere morirse. Vivir nos gusta. Más aún,nos gusta llevar la vida que llevamos, pues¿qué otra sino su propia vida es la quepermite a cada uno saber que vivir esagradable?

Si uno es su vida, y ya os digo yo que lo es,basta con estar contento con la tuya paraestarlo contigo mismo. Por eso no me cansode decir, allá por donde voy, que ser yo es lomejor que me ha podido ocurrir, y deseo quea vosotros os ocurra lo mismo».

Le gustaba mucho repartir estopa a diestroy siniestro. Qué pena que eso no causara elmínimo contento en ninguno de los doslados. Si los de derechas le dieron algunapaliza, según me contó, no fue porquesimpatizara con los de izquierdas, sino porhablar cuando hay que estar callado, comohay que estarlo, al menos en Guadalajara,cuando pasa una procesión. Él no se calló eldía que pasó una delante de su casa en un

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momento en el que estaba engolfado, comosiempre, en la lectura. El ruido de lascornetas y de los tambores hicieron queperdiese la concentración, cosa que quisoafear a los que pasaban. «Damas ycaballeros, ¿tendrían la amabilidad deexplicarme qué hacen ustedes en estaprocesión, siendo cristianos, cuandodeberían estar en el vientre de los leones?»

Que tampoco se llevaba muy bien con lacultura moderna quedó confirmado el día quenos explicó «la edad oscura de la ilustración,cuando se abatió sobre el mundo unaindiferencia tolerante que anegó en el mismorespeto distraído la danza de los dervichesgiróvagos, la sardana y el corro de lapatata».

Aún me viene a la memoria cómo ejercía sulabor magistral cuando le daba la ganaejercerla: el verbo opulento y sonoro, laespalda contra la barra del bar, la ginebra enuna mano y la otra, bien alta, apuntando al

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cielo. Procuraba que sus lecciones tuvieranun aura mitológica.

Así, nos habló alguna vez de las diferenciasentre los partidarios del nacionalismo y losdel cosmopolitismo –los patriotas regionalesy los universales– imaginando unasEnaníadas –juegos legendarios en los que selanzaban enanos lo más lejos posible– en unade las cuales compitieron por primera vez unblanco y un negro. Ganó el negro. El blancodijo que había hecho trampas: si no, ¿de qué?El negro respondió que ésa era la típicareacción blanca, que a saber qué se habíacreído. Intervinieron entonces los cósmicosmostrando su satisfacción por esa victoria,que confirmaba su teoría de que los negrosson iguales que los blancos. Nadie negará quelos cosmopolitas fueron personas muyimparciales, si bien la imparcialidad de la quegozaron fue la misma con la que ven losciegos las cosas, pues no vieron aquéllos queel negro había sido superior. Del enano no sehabló, ya que aún no habían nacido los quedirían que ser lanzado también es un deporte.

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En el fango fraternal –también aprendimos–se revolcaron sobre todo los que decidieronprescindir de la parte muerta del cristianismo–su costra religiosa– y quedarse sólo con elamor. Sustituyeron la guerra santa por unoscongresos de espiritualidad internacional;cambiaron el odio religioso por una simpatíaecuménica de la que se benefició hasta eldiablo; dejaron de creer en Dios, y pasaron acreer en la oración, que es lo mismo que creeren la fuerza de la creencia. Fueron barridospor unos teólogos más expeditivos en suapologética y cuyas aspiraciones a launiversalidad resultaron ser más explosivas.

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DIEZ

ólo una sola vez organizó elmaestro una excursión en elinstituto. Quería que los alumnosconociéramos algunas cosas deMadrid. El único que se apuntó fui

yo. No era la primera ni la segunda vez quehacía un viaje con el instituto. Eran salidasconcebidas para que el estudiante entrara encontacto directo con la cultura, sin lamediación académica. Con ese fin ya habíaestado un par de veces en el salón principalde la Real Academia de la Lengua, donde noshabían explicado cuántos metros mide delargo, de ancho y de alto, y que cada sillóntiene una letra, que corresponde a unacadémico («porque en cada sillón sólo cabeuno» tengo puesto en mis apuntes). Tambiénhabía montado en una cola del Museo delPrado.

S

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En lugar de con la cultura, el maestro optópor ponerme en contacto directo con la vida.Lo primero que hicimos fue visitar un localmuy elegante que había en una zona alta de laciudad. En el salón cruzaban las piernas unasdamas muy sofisticadas, de ésas que se ve a lalegua que se pasan todo el día en lasembajadas y que saben montar en avión. Allíiban muchos americanos, destinados en labase aérea de Torrejón de Ardoz. Tuvo queser ése el motivo de que la señora con la quetraté empezara hablando en inglés; pero, encuanto descubrió que yo no la entendía, y queeso era perder el tiempo, pasóinmediatamente al francés.

Ya conocía un lado de la vida, dijo el maestro.Ahora tocaba conocer el otro. Nos pusimos enmarcha hacia un tugurio al que él recordabahaber llegado alguna vez cruzando unosdescampados que hay por Madrid, más haciaabajo. En mitad de la travesía nos topamoscon unas mujeres medio desnudas de unafealdad espeluznante. Como mujeres queeran al fin y al cabo, iban muy pintadas, todo

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hacía pensar que con Titanlux. De no habersido porque allí no había ningún cultivo queguardar, y porque dijo el maestro que noestaban para eso, yo hubiera pensado queservían de espantapájaros. Tras sortearlascomo pudimos –algunas amagaban conacercarse– alcanzamos la meta.

Llamamos a la puerta del antro, salió aabrirnos un sujeto cuya pinta deberíacontemplar la ley como causa de prisiónpreventiva, nos miró primero de arriba abajo,después de abajo arriba, escupió a la derecha,luego a la izquierda, y nos franqueó el paso.Una vez dentro, y sin habernos hecho aún a laoscuridad que lo cubría todo, no se le ocurrióotra cosa a mi cicerone que saludar a losparroquianos con esta prosa: «Buenas tardes,caballeros. Antes de que seamos amigos detoda la vida, quiero que sepan que micompañero y un servidor de ustedes somosgente pacífica, estudiante él y profesor yo, desuerte que, si alguno de ustedes siente anuestro paso algo que pudiera hacerle pensarque ha sido rozado por alguno de nosotros,

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atribúyalo a su imaginación o, si hay queponerse en lo peor, a un descuido lamentablede cualquiera de nosotros, y no vea en ellouna intención hostil que le obligue a sentirsedeshonrado para siempre si no saca almomento el cuchillo y nos degüella a losdos». El alboroto que se montó se llevó pordelante todo mi interés por conocer la vida deprimera mano.

El temple arrojado y curioso del maestro loinvitó a vivir en un continuo incendio. Pordesgracia, tanta llamarada lo achicharró.

Siempre recordaré de él, junto a su doctrinadesenvuelta, una disposición alegre en la queni siquiera la crítica, que ejercía sin cesar,estaba cargada de esa pesadumbre resentidacon la que se critica hoy. Tenía un puntozumbón, pero sin mordacidad; suescepticismo, disciplinado por el talantefestivo, no le hizo caer jamás en el sarcasmoácido y apocalíptico que acompaña alnihilismo de los que, aunque sea en la nada,también creen –y con qué furor– en algo.

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Ese ánimo feliz le permitió admirar lariqueza, el poder, las empresas magníficas, lagloria y tantas cosas hermosas que dan lustreal mundo, del cielo estrellado a la Fórmula 1.A ese carácter jovial se debió también quecorriera un tupido velo –en vez de manifestarel lógico desprecio, ya que no se puede alabarel bien sin condenar el mal– sobre elsubmundo donde repta lo ínfimo, lo feo, looscuro, lo abatido, lo laboral y los que bajan aSegunda.

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uando se marchó de esta vida, elmaestro tuvo la gentileza de nollevarse todas sus cosas consigo.Dejó aquí muchos papeles cuyacustodia me confió su mujer.

Entre ellos encontré en seguida algunostrabajos preliminares de dos obrasdramáticas. De una ya había terminado eltítulo: ¿Qué hago con mi gato en Waterloo?De la otra tenía previsto cómo iba a finalizar:«aplausos atronadores». También descubríalgunas notas que, sin necesidad de forzarlasdemasiado, permiten ofrecer un esbozo deuna obra majestuosa, llena de visionesintempestivas y antiguas. Del comienzo alfinal todo en ella iba a ser un espectáculocaótico de matanzas espléndidas, dereligiones herrumbrosas y devastadas, defragor de ideas mortales. Fundamentos de

C

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Lejanía era el título del libro. Tenía pensadodesarrollar en él, mediante demostracionesmás sólidas que las matemáticas y con laaportación de la máxima erudición histórica yrevelada, su sospecha de que el no va más delas cosas nobles y hermosas, y, naturalmente,lo que nos queda más lejos, es la lejanía.

Para darle la debida prestancia artística y esetoque venerable que tienen las cosas arcaicas,también el maestro supo descubrir unacivilización perdida –Lejanía– cuyaespecialidad en el campo religioso fue la deadorar a una divinidad de la que no se sabíanada, ni siquiera su nombre. Sólo se sabíaque, distante como era, había que tratarla deusted.

Pero que sea él quien lo cuente:

«Para dar cumplimiento a nuestra decisiónde ofrecer a las naciones una idea de lo quesingularizó a la civilización cuya historiacomenzamos a narrar –hemos de decir quecon el ánimo sobrecogido por la magnitud eincertidumbre del empeño, pero con el

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orgullo de saber que no hay nadie más quepueda llevarlo a buen término– acaso bastecon que nos remontemos al origen de todaslas cosas.

Ya lo intentaron antes que nosotros algunosbravos anticuarios. Por ellos sabemos que enaquella época el mundo era un páramo, ybien seco. La nada más brutal reinaba sinque nada mancillase su perfección terrible.Nada, salvo un rebaño que había por allí.Para pertenecer a él bastaba con ser unanimal, y poco más. Si sus miembroshubieran sido unos vegetales, se hubieranestado quietos; pero, como eran animales,no paraban de andar. Se pasaban la vidamarchando.

No todos los miembros de aquellahermandad animal eran igual de veloces. Eslo que pasa en unos grupos tan imprecisos,donde cabe un poco de todo. Cuanto máscaminaban, más se distanciaban unos deotros. La grey general se dispersaba sincesar. Los más lentos eran aquéllos que no

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sabían usar las patas delanteras paramoverse. Incapaces de seguir a los demás, ladistancia se ampliaba cada día. Muchos deesos bípedos abandonaron la inútilpersecución, y se olvidaron de loscompañeros más rápidos.

Pero a unos pocos no les pareció motivopara desistir de alcanzar al resto el hecho deque fuera imposible. Y si era imposible,mejor: esa imposibilidad era una señal deque eran radicalmente distintos de aquellosa los que seguían. Tan distintos–añadieron– que no los seguían; losperseguían, como quedaba demostrado porel hecho de que, si los demás corrían tanto,era porque huían de ellos. El que va el últimoes un cazador, no un animal.

Los altivos monteros juraron no flaquearante la eterna superficie descampada. Sucarne fue mordida por el vértigo de laslejanías. Entre aterrados y seducidos,querían más y más inmensidad, que lescayera un diluvio de infinitud. Había nacido,

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en virtud de aquella separacióngloriosamente irremediable entre el quepersigue y el perseguido, la primeraSociedad de Cazadores, cuyos socios eranfácilmente reconocibles por la pintaalucinada y profética que suele tener todo elque va tras lo que sabe que no puedealcanzar. Pronto habrían de aparecer másSociedades. Y luego muchas más.

Los fundamentos de Lejanía estabanpuestos. Sólo hacía falta que pasaran losmilenios que suelen necesitar estas cosas,para que aquella civilización alcanzara suesplendor. El camino no fue fácil. Paraalejarse de una cosa, antes hay que haberestado cerca. Muy cerca, demasiado anuestro juicio, estuvieron los que quisieronusar los pies delanteros, liberados de sufunción locomotora, como puños. Elpuñetazo no sirve de nada si no haycontacto, y tocar es una cosa que se opone alespíritu de Lejanía. No fueron más lejos losque vieron que el puño, si se abría, era unamano. Fue un avance –nadie lo duda– que

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se cambiaran los puñetazos y las puñaladaspor los trabajos manuales, pero no puedehablarse de una revolución si se piensa quela mano, como el puño, sólo obra porcontacto. La mano lo toca todo. Además, legusta manejar y manipular. No hay quefiarse de la mano.

Pero saltemos, sin más preámbulos, a laedad que conoció la apoteosis de Lejanía,sintamos el latido de una jornada alejada,rescatemos del silencio su vibración íntima.Para ello visitemos, sin avisar, una de susciudades. Importa poco cuál. Puede serPersépolis o Reus.

No perdamos el tiempo en sus arrabales, yvayamos directamente a la calle mayor. Losedificios –ya lo puede ver el lector–impresionan por la solidez de la fábrica y lariqueza ornamental. No cabe duda de queaquí uno se lo puede pasar muy bien. Enéste, por ejemplo, nos cuentan que se rindeculto al Azar.

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Sigamos adelante no sin antes desear muchasuerte a los devotos.

Aquél que se ve un poco más allá ha de ser lasede del Sacro Gimnasio. Vamos a intentarno hacer ruido, pues en él descansan de lapráctica del ciclismo bicis tan portentosascomo Neso, Nicos, Eurito y otras igual defamosas. La más celebrada de todas, porhaber reunido en su persona la máximavelocidad con la sabiduría más penetrante,fue Quirón.

¿Y ese ruido?

Tranquilos: es una Compañía de Jesús, quese acerca. Desfila, como siempre, con unaprecisión milimétrica, en medio del estridorviril de las trompetas y del tronar de lostambores, resonantes las botas de pisadapoderosa, sacudidas las sotanas por el pasoenérgico, las banderas flameando; todo, enperfecto estado de revista. Qué marcialidaden el porte, qué gravedad en el semblante,qué lejanía en la mirada de los soldados deJesús.

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Aprovecharemos este momento pararecordar que la jesuítica fue una de las pocasbenefactorías permitidas. La penosa peroimprescindible milicia benéfica encontró enlos jesuitas unos abnegados servidores. Noconfundieron su deber con el amoruniversal; se limitaron a ser bienhechorescompetentes y profesionales, sin más. Lamaquinaria de la benefactura jesuítica seespecializó en proyectos de recia ingenieríasocial, sin caer en ensoñaciones deincontinencia filantrópica. Su dedicación ala justicia no pecó ni por exceso ni pordefecto; fue la justa.

La religión cinegética de los jesuitas, másque una acción física, fue una meditación,una persecución íntima del animalinalcanzable. Los antecedentes de esaquietud hay que buscarlos entre algunoscazadores a los que agradó la idea de que,en la expansión de la manada animal queviene de la noche de los tiempos, conviene irmuy, pero que muy despacio, para que así sealejen más los inferiores. Es más, cuanto

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menos se ande, mejor. De ahí a quedarsequietos hay un paso, y lo dieron; pero fue elúltimo. Por eso los jesuitas fueron másurbanos que trotadores, más sociales quealtaneros.

Pero ya se aleja la Compañía, apenas oímosya su fanfarria. ¡Adiós, gastadores de Jesús!

Ahora nos toca admirar las residenciaspatricias que encontramos en nuestro paseo.En todas esas casas pregona su naturalezadivina la abundancia, en todas ellas reinainmortal el más puro y sublime de los ocios.Y en ninguna falta el concurso de esesimpático personaje alejado, lleno devitalidad y alegría y tan querido por todos:el inmigrante, un oficio muy manual, sinduda, pero imprescindible y entrañable.

Hablaremos de él en el siguiente capítulo.»

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DOCE

l subalterno que salió arecibirnos al final del capítuloanterior va a ser en éste elencargado, mientras sigue consus inmigraciones domésticas,

de introducirnos en uno de los rincones másíntimos y secretos de aquella cultura, puesLejanía supo guardar siempre un lugarpara lo que dejaba detrás. Así ocurrió conlas manualidades, que no eliminó del todo.Hubiera sido como si las cosas se quejarande llevar siempre al lado su sombra. Comoésta acompaña al cazador vaya a dondevaya, así la cercanía a la lejanía. El buenlejano lo sabe, y lo acepta alegremente. Sabeque es el lado secreto, íntimo, de su cultura.Por eso se cuidó con tanto cariño a la castaimportada, evitando desdenes innecesariosa su entrega laboral; antes bien,

E

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aplaudiendo la mansa docilidad que siempremostró cuando restallaba el lacónicomandato.

Qué vivaz ajetreo en el refugio protector dela casa se ofrece a nuestra mirada. El trajínhogareño colma la vida del bienaventuradoayudante. Nuestro querido amigo barre yfriega los suelos con la prosternadahumildad que define y delimita su funciónvital, deshollina travieso la misteriosachimenea, limpia con religiosa devoción lostrofeos agonales, va de acá para alláafanado en sus minucias benditas. Nada lecansa ni entristece.

Nuestra fantasía vuela, sueña escenascolmadas de una candorosa alegría. Nuestroespíritu encuentra solaz en una escena deinefable beatitud: al terminar la jornada, enla que no han faltado las distracciones, todoslos de la casa, domesticadores ydomesticados, hospitalarios yhospitalizados, habiéndose reunido en tornoa la sagrada lumbre, escuchan atentos al

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casero mayor, seguramente un prócervenerable de la ciudad, acaso un MagnoMontero, el cual, con temblorosa yemocionada voz, lee una vez más el cantoque celebra la gloria inmarcesible de unajabalina que repitió victoria en los juegosagónicos.

Mas no es éste aún el momento de hablar deepopeyas deportivas, de sagradashecatombes, de universales polémicas, degloria y señorío. No elevemos tan prontonuestra mirada a lo mayúsculo yextrovertido; ciñámosla a lo pequeño yencerrado. No hablemos ahora de loimperante sino lo imperado, no del diferentesino del diferenciado.

Nuestro entrañable personaje asumió sininoportunos lamentos ese espíritu de risueñodesequilibrio del que algunos, másignorantes que pérfidos, reniegan ennuestros días. Tan esencial es su presenciaen la vida familiar, que graves ysapientísimos doctores han afirmado que no

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hay familia cabal sin ella. Sin servidumbre,no hay hogar. Por ello podemos llegar aentender, aunque no podamos menos quecondenar, los casos, afortunadamenteaislados, de concesión del estatuto de criado,cuando la necesidad apretaba, a algún hijopropio que sobraba, con el fin de constituirseen verdadera familia.

La naturaleza doméstica de nuestroprotagonista, su amor a la cercanía, nopodía animarlo a abandonar la calmaapacible del hogar. Y no lo animó.

Más propensos a la fuga fueron unos sujetosperiféricos y desquiciados, asimismo sin elderecho de ciudadanía, que, con un carnetque los acredita legalmente como vagos,iban de un lado para otro mirándolo todohasta atragantarse, cuanto más entrase enel ojo, tanto mejor.

No era raro ver en las ciudades lejanas,sobre todo en el estío, viajeros sin oficioconocido que, en montones espesos, vagabanpor los circuitos diseñados para promover el

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compromiso con la cultura y la distinción.En ellos, para comodidad del visitante, sehabía instalado, debidamente marcada parano equivocarse a la hora de mirar, toda lacacharrería propia de esos sitios: museoscuyas salas estaban llenas de explicacionessobre cómo habían sido construidos, ruinasde ciudades legendarias importadas detodas partes, maquetas a escala 1:1 depaisajes pintorescos, espectáculos de luz ysonido inspirados en la creación delmundo… Allí no faltaba de nada.

En muchas ocasiones los transeúntes mástemerarios se escapaban de esos recintos, enbusca de experiencias sensitivas nosometidas a la prudente dosificación de losanimadores, a la caza de vivencias crudas sepodría decir. ¡En mala hora! Aturdidos porla canícula y la belleza a destajo,deambulaban sin rumbo, rebotando detemplo en templo ante la mirada atónita delos lugareños, que toleraban tanintempestiva presencia con mal disimuladajocosidad cuando no con abierta acrimonia.

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Sólo la obligación de respetar los tratadosexteriores que regulaban esa presenciaextraña pudo reprimir el natural instintolapidario de las fuerzas nativas, impulsoacaso excitado por los propios viajeros, quetendían a comportarse de un mododesvergonzado e impertinente. Les dabaigual interrumpir un pleno del parlamento,disfrazados de exploradores de la jungla ode submarinistas, que aplaudir, como leshabían dicho que se hacía en la ópera, unaletanía sacerdotal. Lo peor era ver cómo, enlos santuarios, miraban y remiraban todocon ojo voraz.

El anticuario que quiera entender bien lafigura del vago alejado no debe pensar quela cosa se acababa una vez que los viajeroshabían vuelto a casa. Nunca dejaban de servisitantes, fueran a donde fuesen, incluso devuelta en el hogar. Vivían en casa como siestuvieran de visita. Sabemos que decorabanlas habitaciones, y eso sólo puede deberse aque querían pasarse el día mirándolas.También se han conservado algunos folletos

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de propaganda inmobiliaria que elogian porencima de todo las vistas magníficas,panorámicas, de la casa en venta, como sisus compradores no tuvieran otra cosa quehacer dentro que mirar fuera, lo más lejosposible.

Pero lo último que quiere Lejanía es que lavean. La mirada, aun en su distancia, es unmodo de contacto. El ojo atrapa las cosas.Las cosas, al ser vistas, quedan convertidasen prisioneras de su propia imagen, como sifueran estatuas de sí mismas. El ojo hacemucho mal.»

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TRECE

escartados el contacto y lavisión, la mano y el ojo, comomedios para saber algo de lalejanía, cualquiera sepreguntará si no será la

escucha el método adecuado. En Lejaníatodos respondieron: ¡Pues claro que sí1 ¡Porsupuesto que lo es!

DA Lejanía hay que buscarla en el rumor, o, loque es lo mismo, hablando de oídas. Es enlas tradiciones orales, en los cuentostransmitidos de boca en boca, donde deberastrearse la huella de la ausente. Unacadena sin fin hace posible la necesariadistancia entre el oído y lo oído.

Qué prodigiosa virtud de alejamientomuestra la tradición, que cuanto más hablade una cosa más la aleja en el pasado y el

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olvido. Mensajes que se hunden en la nochede los tiempos, fábulas repetidas ytergiversadas en una sucesión infinita deerrores, lenguas perdidas: ahí se halla elverdadero reino de Lejanía, que siempredará mucho que hablar.

Lejanía no es cosa del presente; tampoco seofrece como proyecto. Es una leyenda. No seencuentra en el futuro que se acerca, sino enel pasado que se aleja. Sólo en la escucha delo ya dicho, nunca a través de la visión de loque está delante, pudiera ser que se llegue atener alguna noticia de ella. Lo que cuenta esel pasado, cuanto más lejano y olvidadomejor. Hay que escuchar la voz de lo que fue.Repetimos: escuchar, o sea, escuchar deverdad, y no, ejercer ese modo bastardo deescucha, o escucha visual, que muchosllaman lectura.

Como siempre, no faltaron entonces, comono faltan ahora, quienes entendieron mal lallamada. Gentes apegadas al visualismocreyeron que el lenguaje era un simple

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medio para llegar al conocimiento, a lavisión de las cosas. Cuanto más invisiblefuera el lenguaje, mejor cumpliría su misión.La transparencia –se engañaron– debía serla virtud máxima del buen lenguaje; ellasería la que permitiese acceder a aquello queestaban convencidos de que habitaba másallá de las palabras: la realidad; cuando loque realmente hay detrás de las palabrasson otras palabras.

Esta mala doctrina los animó a emprenderuna campaña de desprestigio del lenguaje dela calle, también llamado ordinario, que,lamentaron, al haberse formado decualquier manera, adolecía de infinitasrugosidades y excrecencias inútiles, inclusoperjudiciales. El lenguaje vulgar, válidoquizá para nombrar las cosas a bulto, debíaser sustituido por otro preciso, riguroso,científico. Nació así una mecánicalingüística; comenzaron a fabricarseidiomas de vidrio, lenguas de Duralex. Elprimer resultado de la nueva ingeniería fueun diseño de lengua implacablemente

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racional: se trataba de una rara escritura,mezcla de chino y álgebra, no apta para sercantada ni bailada.

No fue admitida.

No lo fue por escupir contra la misteriosaopacidad del verbo, por pisotear sunaturaleza velada, propicia a la discretadoblez, al simulacro tímido, querenciosa detravesuras y alegres deslices. Ignoraronaquellos blasfemos que en el malentendidoestá la sal del verbo, su sustanciosa einagotable profundidad, alimento de lososados, ruina de los míseros.

Las brumas del lenguaje, los laberintosmetafóricos, el denso manto verbal: ¿quémejores guardianes de Lejanía? Laspudorosas palabras alejan lo que parecierantraer, ocultan al señalar, simulan unarealidad siempre escamoteada.

No cabe mayor teatro, ni más alegre, que elverbal, donde todo es artificio de símbolos ycifras herméticas.

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La escucha lejana se apoyó en esasespesuras del lenguaje, evitando el peligrode caer en la comprensión. Entender lo quese nos dice viene a ser como si noscomiéramos el mensaje. Pero las palabrasno han sido puestas para ser devoradas;están para que las escuchemos. Deben sermás cantadas que entendidas.

Este hallazgo fue acompañado en todo elimperio lejánido por un clamor de gloria yapoteosis. Sonaba la hora del triunfo. Unarara vibración sacudía la atmósfera, larasgaba. ¿Acaso estuviera cerca Lejanía?

Jamás se supo.

Tarde o temprano –es ley de vida– a todapoética le sigue una teología. Siempre vienequien le quiere poner letra al himno. La queformuló la cultura lejana, seca como todaslas teologías, la explicaremos en unsantiamén.

Toda ella se centra en un punto cuyaimportancia jamás nos cansaremos de

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ponderar. Reza así: Nadie sabe dónde estála lejanía.

Por allá arriba, como piensan muchos, no;de ninguna manera. Se demuestra comosigue:

Sólo caben dos posibilidades:

O que por ‘arriba del todo’ se entienda ‘elescalón más elevado de la cadena del ser’. Ental caso allí no está porque ese lugar estámuy expuesto a cualquiera que tenga buenavista. Basta con que levante la cabeza y allíla encontrará, por muy arriba que se hayapuesto la otra. El general y el recluta formanparte del mismo ejército; si te cruzas conéste, el otro no andará muy lejos.

O que por ‘arriba del todo’ se entienda ‘másarriba incluso de la escala’. Entonces no sesabe lo que se dice, pues no hay manera deconcebir que una cosa esté más arriba delescalón más alto salvo que la imaginemospuesta en otro más alto. Sin darnos cuentahemos alzado la escalera.

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Luego no está arriba del todo. Q. E. D.

Hay que tener también mucho cuidado conir diciendo por ahí que la lejanía seencuentra alejada de todo. No es ella la queestá alejada, somos nosotros los que estamosalejados de ella. Fue ella la que nos alejó, yno, nosotros a ella.

Tampoco sirve la cautela que llevó a algunosa afirmar que no está alejada pero sí lejos.Es inadmisible que se sostenga tal cosa,porque la lejanía bien entendida, la deverdad, está tan lejos de nuestras ideaspreconcebidas, le gusta tanto despistar, queni siquiera podemos saber si está lejos ocerca de nosotros. Nadie sabe si la lejanía semueve en la lejanía.»

Aquí termina lo que dejó escrito el maestrosobre este arte tan difícil que te prepara para,si fuese necesario, poder estar cerca de lo quedebe quedar lejos, y al revés.

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CATORCE

ejanía no sólo fue una culturacircunscrita a un lugar, aún pordescubrir, y a un tiempo, sindatar todavía. Es una actitud, unestado de ánimo, un talante. Y

eso no caduca. Incluso cuando la humanidadha vivido hundida en el pantano de laigualdad más táctil, entregada a una orgía desonrisas y sin otro horizonte vital que unabrazo eterno entre los compañeros, algúnsolitario ha impedido que se apagara la llamagélida y purificadora de Lejanía. Siempre haexistido y siempre existirá quien cultive eldifícil arte de estar no sólo cerca de lo quedebe quedar lejos sino lejos de lo que estápróximo.

L

Yo, sin ir más lejos.

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¿Cómo se explica, si no es por el dominio deesa técnica, que yo siguiera siendo de la OJEincluso a una edad en la que ya era conscientede la naturaleza política poco recomendablede esa organización, o que me plantearasolicitar mi ingreso en el club comunista en elque se habían metido mis amigos sin darmede baja en el otro sitio?

Naturalmente, esta forma pasiva e invisiblede distanciamiento no la captó nadie. Misamigos no entendieron jamás mi pertenenciaun tanto prolongada a la OJE. No les parecíaque mi gusto por los locales recreativosbastara para justificar una permanencia tanindecorosa. Para ellos lo importante de unaorganización ideológica era la ideología; y no,que en sus locales hubiera con qué pasárselobien. Yo tenía otra opinión. Y dio lacasualidad de que en Guadalajara el fascismotenía mejores futbolines que el comunismo.En chicas, en cambio, ganaba éste. Seentenderá, pues, que me atrajeran los dos.

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Con la perspectiva que me da ahora el pasodel tiempo, no descarto que mis amigosjuzgaran las cosas del modo correcto. Peroentonces tengo todo el derecho del mundo adecir muy alto –¿se oye al fondo?– quetambién ayudé, con esa peculiar forma deestar sin estar, a la desaparición de ladictadura, aunque fuera en un grado ínfimo ysin enterarme. Lo cierto es que yo, sin saberde la misa la media, hice cosas ideadas porgente que buscaba con ellas la desaparicióndel franquismo.

Fueron dos mis contribuciones a la causademocrática: ir al cine y emborracharme.

Ninguna de las dos hubiera sido posible sin laayuda de un mecenas. Esa labor correspondióa las juventudes comunistas, siempredispuestas a discurrir los medios másperegrinos para aniquilar el régimen deFranco. En Guadalajara se ciñeronbásicamente –dejo aparte las pintadas en losváteres de un par de cafeterías– a la

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fundación de un cine-club y a una campaña afavor de la reforma de las fiestas patronales.

Lo primero fue posible gracias al ColegioSalesiano, una institución cuya especialidadpedagógica era, por lo que nos contaban losque estudiaban allí, dar hostias a todos losalumnos que se pusieran a tiro. Aparte deeso, el colegio tenía una sala de cine. En esesitio, gracias a la hospitalidad de los curas, seinstaló el cine-club.

Antes de nada quiero dejar bien claro que enél ponían películas. ¿Por qué iban a negarse sise hacía en los demás? Pero, como en losdemás, el cine era una herramienta, y todaherramienta, como es bien sabido, sirve paraalgo, se usa con un fin. Aquel cine-club –enesto tampoco fue una excepción– tuvo comoobjetivo hacer propaganda contra elimperialismo capitalista y sus lacayos, elprimero y peor de todos, Franco. Por logeneral las películas escogidas bastaban.Pero, si quedaba alguna duda entre loscompañeros espectadores sobre su

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significado, se despejaba en el fórum queseguía a la proyección.

Los debates eran muy tensos, sin queamenguara esa tensión el hecho de que todoslos que intervenían pensaran lo mismo. Lalucha por deslumbrar era enconada; se estabadispuesto a destacar a cualquier precio. Fuetremenda la discusión que se entabló una vezentre un maoísta y un troskista a propósito deun rebaño de ovejas que a Buñuel le habíaparecido conveniente meter dentro de unamansión burguesa. Discutieron horas y horassobra si eran churras o merinas. Lasocurrencias más disparatadas tuvieron quienlas defendiese. No faltó el que vio en un ríotropical el símbolo latinoamericano de lariada histórica que, lenta peroinexorablemente, nos conducía al océano deuna sociedad sin clases. La crítica, el análisis,se ejercía a gritos.

Así, a base de aquellos truenos que arrojabandesafiantes los camaradas comentaristas, fuetomando cuerpo una doctrina estrafalaria

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pero muy peleona: lo suficiente para pensarque con ella se podía derribar a Franco. Quepara eso estábamos allí.

Hoy los protagonistas de aquellos aquelarresideológicos se desviven por dejar claro aquien quiera oírles, y más a quien no quiera,que ya se han curado de sus visiones. Ahorason ellos los que más se ríen de «aquellaspatochadas». ¿Pero qué otra cosa podíanhaber dicho –se excusan– si eran tan jóvenesy les quedaba tanto por aprender? Con estajustificación ponen en evidencia que no hanaprendido nada, pues siguen sin entenderque, si eran tan jóvenes y les quedaban tantascosas por aprender, lo razonable hubierasido, no que dijeran otra cosa, cosa que nadieles exigió, sino que no dijeran nada. Comohacían los demás.

No es éste el único problema de esosarrepentidos. Su nueva posición despierta lasospecha de que, si han necesitado años paraalcanzar, sin saber bien cómo, la concienciadel escaso valor de lo que habían dicho antes,

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pasados unos años llegarán, sin sabertampoco de qué manera, a avergonzarse de loque dicen ahora. Fue preciso que pasara eltiempo para que cambiaran de ideas, pero lesbastó que pasara para cambiarlas. No es quelas cambiaran con el paso del tiempo, fue elpaso del tiempo el que se las cambió. Suinteligencia no se asienta en la cabeza sino enel reloj. Con él razonan. Un año es unaobjeción; una década, una refutación.

Pero no todo van a ser críticas por mi parte.En mi corazón también cabe la gratitud haciaquienes me informaron de que había cosasmejores que Fray Escoba, Fu Manchu y Elpequeño ruiseñor. Allí conocí El acorazadoPotemkin, El ojo andaluz, El séptimo sello,La huella… Eso se lo debo, y por ello les doylas gracias, a comunistas y salesianos.

Y, miel sobre hojuelas, además de haberlopasado fenomenal, aún me queda el orgullode haber aportado, con humildad, comoquien no quiere la cosa, a lo tonto, mi granitode arena a la democratización del Estado

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español. Así de sencilla fue la cosa; sinmoverme de mi localidad, simplementeviendo, oyendo y aplaudiendo. Y esto sincomer palomitas. Si llegan a permitirlas, ni tecuento lo que habría democratizado yo.

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QUINCE

o sería éste el único cine-clubque conocí en el que el cine sesubordinaba a otra cosa. Conla llegada de las libertades, fueel propio Ayuntamiento de

Guadalajara el que subvencionó unohiperbólicamente democrático, en el que lomás apreciado era asistir a las reunionesdonde se decidía democráticamente lamarcha del club. Aún me viene a veces a lamemoria el ceño adusto que me ponía eldirector, el típico sacerdote de laparticipación, porque no iba a esas reuniones.«Tú vienes aquí por el cine», me recriminaba.En la cabeza de aquel hombre la democraciase había hinchado hasta el punto deconvertirse en un valor absoluto. ¿Ver lapelícula? Se supone que un premio a los queacudieran a votar qué película ver.

N

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Pero vuelvo a los tiempos de la dictadura, y arecapacitar acerca de si realmente hice algopara defenderla, derribarla, ninguna de lasdos cosas o ambas a la vez. Quien diga que fuiun estúpido que se vendió al fascismo por unpar de tebeos, debe añadir que mi gustoposterior por el cine sirvió, tal como hemostrado, a la causa de la libertad.

A tan noble causa también ayudé con labotella en la mano. El mérito mayor de estaúltima labor no fue mío en absoluto sino, unavez más, de la astucia comunista, quetambién dejó su huella en «la cultura de lafiesta», en este caso mediante una operacióndescrita más tarde por sus promotores comouna maniobra política de altos vuelos.Consistió en movilizar a una parte de lajuventud de la ciudad para que reclamara alAyuntamiento la autorización sin másdemora de diferentes ligas alcohólicasencargadas de animar las fiestas patronales,cada una con su uniforme, su estandarte, suhimno, su ideario general y su programaparticular. Se argumentó que esas

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agrupaciones de borrachos –las peñas–añadirían un calor y una alegría,auténticamente populares, que faltaban en eloficialismo rancio y elitista reinante hasta esemomento. En realidad, el objetivo era crearirritación en todas partes y por todos losmotivos imaginables, sacándose de la mangareivindicaciones en las que nadie habíapensado anteriormente. Fuera como fuese, locierto es que tuvo éxito la protesta. ElAyuntamiento cedió. Y yo nunca meemborraché con tanto calor y alegríaauténticamente populares como, gracias alpatrocinio de la tercera internacional, en loslocales de las peñas.

Dicho lo cual, y transcendiendo los estrechoslímites de mi experiencia particular, quieromostrar mi acuerdo con quien afirmó que «lapeña propiamente dicha debe ser valorada adía de hoy en lo que tiene de categoríaantropológica». En el concepto moderno defiesta patronal, las peñas, en su momento unariete histórico contra el fascismo y unapunta de lanza contra la alienación

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capitalista, juegan un rol tan importantecomo los gigantes y cabezudos y los coches dechoque.

Pudiera ser que los promotores de aquellaspeñas no sientan hoy el orgullo que deberíanpor lo que consiguieron. Es posible que paraellos eso no valga nada, o incluso que lesavergüence el pensamiento de que aquelloque concibieron como un instrumento, banalen sí mismo, de algo mucho más importante–una lucha universal inspirada en una moralcientífica capaz de disolver los mitososcurantistas de un tiempo caducado– sea loque se recuerde en el futuro como suprincipal contribución.

Admitamos por un momento la posibilidadde que tengan razón. Pongámonos en el lugarde aquél al que le importó poco usar unosmedios que era el primero en despreciar, y seencuentra años después con que, por unatravesura de la historia, han sido esos mediosaquello para lo que ha servido su lucharevolucionaria. En pequeña escala algo de eso

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puede verse en Guadalajara, donde,habiéndose propuesto como objetivo últimoacabar con la explotación del hombre por elhombre, los logros del comunismo alcarreñose redujeron a no mucho más que cambiaralgunas cosas de las ferias y fiestas.

Pero, aun comprendiendo la insatisfacciónque deben sentir por este resultadoimprevisto los que nos manipularon de unmodo tan imaginativo, me gustaría hacertodo lo que esté en mis manos para quevuelvan a ir con la cabeza bien alta. Sepanque no fue poco lo que consiguieron y que hade llegar el día en que alguna placa municipalagradezca ese servicio que prestó el PartidoComunista Español a las fiestas en honor dela Virgen de la Antigua.

Quien sí tuvo la capacidad de adaptación auna realidad menos sublime que el ideal peromás palpable y suculenta, con la vista menosatenta al cielo y a sus nubes y más enfocada ala tierra, sobre todo si era edificable, fue unalcalde que quiso mostrar públicamente su

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adhesión a la nueva manera de concebir lafiesta desfilando –«como uno más», declaróhumildemente– en medio de la turba debeodos. Las crónicas oficiales dudan sobre sifue la condición de coche de choque, degigante o de cabezudo la que exhibió elalcalde en el nuevo concepto de desfile; peroes voz popular, no desmentida por nadie, quelo hizo en calidad de mamarracho.

Si a los que militaron en el Partido Comunistales supiera a poco el homenaje delAyuntamiento, añádase el de la propia Virgenen persona. Y, si ni esta señora fuera capaz deque se les pasara la murria, porque acasoaquello por lo que querrían ser recordadoscon gratitud es por haber hecho posible lallegada del régimen democrático corriendodelante de los caballos, aconsejo que se les déla razón. ¿O hay alguien tan cruel como paradejar que caiga la mínima duda sobre lautilidad de las carreras que se dieron?

Pero tendrán que compartir la gloria con unnutrido grupo de jinetes que también

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ayudaron a esa llegada, sin que puedan alegarque éstos admitieron la instauración delsistema actual sólo a regañadientes, porquese les forzó en la calle. Si los que fueroncomunistas alegaran esto, se arriesgarán aque alguien les recuerde que a ellos lo que deverdad les ponía, aunque la prudencia lesaconsejó aguantarse, era ir mucho más allá deuna democracia meramente formal, como laque tenemos, e instaurar vaya a saber ustedqué democracia de verdad. O premiamos aunos y a otros o castigamos a todos.

En cuanto a los que habían estado haciendocompañía a Franco hasta la víspera, nadietiene la mínima duda de que nunca fuerondemócratas de corazón, y que sólo fue elcálculo lo que les aconsejó cambiarse dechaqueta; pero eso quizá debería ser contadocomo un mérito si se piensa que tuvo que serla frialdad propia del buen profesional, quepresta sus servicios a quien le pague, la quehizo posible no perder los nervios en unaoperación tan complicada como la de derribar

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una casa con la ayuda del que corre el riesgode quedarse, si no espabila, a la intemperie.

Pero dejemos de lado cosas tan efímerascomo un sistema político. Algún díadesaparecerá la democracia; llegará otro enque no quedará ni el recuerdo de ella. Pero laVirgen de la Antigua es eterna, y eterna serásu gratitud a los comunistas alcarreños. Notodo lo que hicieron habrá sido en vano.

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DIECISÉIS

cabado el bachillerato, me fui aMadrid. Imaginen la emociónque debe sentir quien, despuésde haber estado retenido en unacartuja durante décadas, tuviera

la oportunidad de viajar a Babilonia: unentusiasmo voraz mezclado con un terrorpánico. Así, yo.

AEl objetivo de mi traslado era prepararmepara ser profesor algún día. Que quisiera sereso no significa que me gustara dar clases.Simplemente quería ser profesor, pasearmagistralmente por la calle, ser saludado porlos padres con el miedo debido a quien puedesuspender, porque sí, a sus hijos. No es tandifícil entenderlo por más que la pedagogíahaya puesto todo del revés.

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Con ese fin cursé estudios de filosofía en laUniversidad Complutense. En las aulas de lafacultad, por lo general vacías, aún se podíaoír una filosofía escolar demasiado seca,severa y antipática para el paladar juvenil.Tenía todas las de perder ante el huracánideológico del marxismo, entonces en laplenitud de sus fuerzas, y la coqueteríaconceptual que empezaba a llegarnos deParís. A las clases magistrales de las aulas,unidireccionales, jerárquicas y castradoras,oponíamos nuestro gusto por los debates,todos en el bar, lúdicos, horizontales y en red.De las conferencias, lo único que nosinteresaba era la ferocidad del coloquio final.Llegó un momento en el que, por temor a queno quedara tiempo suficiente para el mismo,los conferenciantes declinaban dar laconferencia. Además, ¿para qué darla si entodas se decía lo mismo? Fuera cual fuese lamateria tratada, la cantinela era idéntica:todo depende de la economía.

Lo que había dado origen al slogan se hallabaescondido, por lo que se decía, en unos

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escritos de Marx. Su explicación delmecanismo mediante el cual la actividadeconómica influía en la parte más noble de lavida humana –la fundación de la orden delCarmelo, la música dodecafónica, el aoristo–no había quien la entendiera. Pero porcircunstancias de la vida había prosperado laidea de un modo que el autor no podía niimaginar. El éxito había sido total. El mundoentero afirmaba que la economía lo muevetodo. Te lo decían incluso los que no sabíancuadrar un balance. Ellos arropaban la frasecon el prestigio que daba por aquella época laetiqueta de marxista. Pero su relación con esateoría recuerda la del que, en el chiste de Tipy Coll, se consideraba discípulo de Einsteinporque estaba de acuerdo con que todo esrelativo. Huelga decir que la fórmulapresuntamente marxista llegó a ser tan banalcomo, por poner algún ejemplo, la de que enesta vida lo importante es tener salud, dineroy amor.

En la capital aprendí –la de cosas que seaprenden en una gran ciudad– a usar el

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teléfono, una máquina de la que nunca habíatenido ninguna necesidad, aunque sí algunanoticia, en Guadalajara. Naturalmente, no fuecosa de un día. La formación tuvo como sedela pensión donde me alojé al principio de miestancia en Madrid. Su dueño era un sujetocon un aspecto patibulario que cuadraba másen una casa de putas que en una pensión, dosramos de la hostelería claramentediferenciados.

La fiera se pasaba el día dormitando en unsaloncito. En él estaba el teléfono. Como esfácil imaginar, esa presencia no favorecía miacercamiento al aparato. Mi ignorancia,puesto a tener que descolgarlo, de por dóndehablar y por dónde escuchar es algo que quizáhubiera podido sobrellevar en la másabsoluta soledad sin una merma excesiva dela autoestima; pero la conciencia de quehabría un testigo bastaba para descartarcualquier proyecto relacionado con latelefonía. Miedos tan irracionales como ésteme han impedido hacer muchas cosas, por nodecir todas.

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Pero un día, en el que me encontrabaespecialmente lúcido, y viendo con unaclaridad meridiana que el adormilado no meiba a prestar la mínima atención –y, si me laprestaba, le daría igual lo que ocurriera entreel teléfono y yo–, me animé por fin a haceruna llamada. «Pardillo –rugió–, a ver siaprendes a coger un teléfono». Así te enseñanlas cosas en Madrid.

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DIECISIETE

demás de a estudiar en launiversidad, también fui aMadrid con el objetivo de follar.Y, en efecto, algo follé, nosiempre con borrachas. Incluso

creo que tuve una novia, aunque sobre esteparticular nunca nos pusimos de acuerdo ellay yo. Mejor, lo cuento todo, y a ver qué lesparece a ustedes.

ASolía pasarme buena parte del día en labiblioteca de Filosofía y Letras. Por allíaparecía de vez en cuando una chica que metenía fascinado. Pasó el curso sin que meatreviera a acercarme a ella. El siguiente,tampoco. Mediado el tercero, comenzamos acoincidir –ignoro por qué– en el mismopupitre, uno de esos alargados que suelehaber en las bibliotecas. Meses después ya

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nos saludábamos. No pasaron muchos más, ynos sonreíamos. No transcurrió ni uno más, ybajamos juntos al bar. Supe que estudiabafilología francesa. Le chiflaba todo lo francés.Un día me preguntó que por qué no lepreguntaba si me amaba. No sólo eso;también me preguntó que por qué no lepreguntaba si quería que saliéramos; juntos,me aclaró.

La cautela hermenéutica que siempre hecultivado me obliga a vacilar sobre elsignificado de cualquier oración, seaafirmativa, negativa, enunciativa, normativa,interrogativa… Es tanta la polisemia oculta enel lenguaje y tanta la carga emocional con quelo usamos –la palabra ‘amor’ tiene mucha,créanme– que conviene escudriñar con lamáxima atención y con el ánimo más fríoposible cualquier enunciado. Decidí nopreguntar nada y esperar a que llegara elviernes para ir a Guadalajara, donde pasabalos fines de semana. Allí le preguntaría a mimejor amigo qué pensaba que podría haberquerido decir la chica con aquellas palabras.

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Mi confianza en este amigo era total. Ademásde que lo adornaba una erudición impropiade la edad, ya había dado muestras de nodejarse convencer fácilmente por lo que agente menos crítica le parece obvio. Un díaque estaba yo en su casa sonó en algúnmomento el telefonillo; al oír que eraEduardo quien llamaba, se preguntó quéEduardo podría ser ése. Al instante escuché lavoz del otro lado: «¿Que quién soy? ¡Tuhermano, joder!». También dejó muestras deun temple científico poco propenso a serengañado por las apariencias el día que, alcruzarse con el profesor de gimnasia, uno deesos suboficiales de la enseñanza que servíana la vez de monitores deportivos y políticos,como éste no presentara signos deembriaguez, mi amigo no lo saludóargumentando de un modo irrebatible queesa persona no podía ser la que conocíamostodos.

Le hice, pues, la consulta. Su veredicto fueque la madrileña me había pedido que lepidiese su consentimiento para ser amantes

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conforme al código amoroso fijado a finalesdel siglo XII por Andrés el Capellán.«Consulta el Incipiunt tituli capitulorumtractatus amoris, de amoris remedioAndreae Capellan; pape Innocencii, editadoen Estrasburgo el año 1473, y verás». Añadióque ese corpus jurídico no había sidoderogado en ningún momento, por lo que semantenía en vigor a pesar de las frecuentestergiversaciones a que se ve sometido en casitodos los guateques.

No necesité más. Volví inmediatamente aMadrid, y lo primero que hice, sin dejar quepasara otro año, fue llamarla loco de contentopara preguntarle si quería salir conmigo. Síque quería. Comenzamos a salir ese mismodía.

Quiso mi mala fortuna que al día siguiente seenamorase de otro. Éste, según me dijo, vivíaen Francia. Resultó que había recibido de éluna carta pidiéndole un plano de Zamorapara un asunto que se traía entre manos.Como la petición estaba escrita en francés, a

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mi chica le pareció que al plano debía añadir–qué menos– su amor. Tiene su lógica.

Con el otro tan lejos, no tuvo ningúninconveniente en que siguiéramos viéndonosel resto del curso, aunque sólo fuera porquequería explicarme muy bien por qué medejaba, y eso lleva su tiempo. O sea, quesalíamos pero sin salir. La definición exactade nuestra relación fue una empresa a la quededicábamos mucho tiempo y esfuerzo, y enla que había sus más y sus menos. Lo normalen una pareja. Sea cuál sea la palabraapropiada, más que carnal, la nuestra era unarelación muy semántica.

Hasta que llegó el verano, llegó el francés, yse fue definitivamente con él. Unos años mástarde se casaron y se establecieron enFrancia. A la vista de la dificultad de saber enqué consiste salir con una chica, no descartéque, aunque casada y viviendo en otro país,pudiéramos seguir saliendo. No he tenidoninguna noticia de ella, por lo que no hemos

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podido discutirlo, así que si seguimossaliendo es algo que no sé.

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DIECIOCHO

unque con algún retraso, llegabaa España la emancipaciónsexual. Por supuesto, tambiényo leí algunos libros sobre estetema. Me convencieron, y me

declaré emancipado sexual. No todo elmundo compartía mi opinión, pero a mí nome importaba dedicar el tiempo que hicierafalta para convencerles.

AMe acuerdo ahora de una vecina, muyatrasada en este punto –lo atribuyo a que yaera algo mayor–, que me habló de loarrepentida que estaba de haber engañado asu marido en unas cuantas ocasiones, y quesólo se le iría la mala conciencia si recibía unabuena azotaina. Me preguntó si estaríadispuesto a propinársela.

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Le hice saber que no procedía a esas alturasdel siglo XX hablar de engaño y de malaconciencia –un lenguaje más propio de larepresión inquisitorial– y que no debíaavergonzarse de haber hecho con su cuerpo loque era el resultado de una decisión tan librecomo personal. Me negué rotundamente acastigarla, como me pedía la pobre, por algoque no tiene nada de malo. Ella se fue sindecir palabra, seguro que con la duda metidaen el cuerpo.

Del feminismo, que vino después, me enterémuy poco, no sé muy bien por qué. La únicarazón que se me ocurre es que en esa épocatuviera muchos exámenes. Fue al llegar lasvacaciones del verano cuando empecé a saberalgo gracias al círculo feminista de un pueblocuyo nombre conviene que sea, porexigencias del guión, Torremocha del Pinar.En la sede tenían las obras completas de LidiaFalcón. Habían tenido el detalle de forrarlascon piel de becerro y se las sabían dememoria. Piensen ustedes que en aquellaépoca Doña Lidia mandaba mucho en el

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feminismo español, más que Fraga en laderecha.

De la infinitas cosas que condenaba la líderfeminista había una que sobresalía por suespecial gravedad: ser una mujer-objeto, quees una cosa que al parecer les gusta mucho alas mujeres con pocos estudios. Eso erapecado mortal. También pecaba el que laayudara, como hacen ésos que, cuandoviajan, obligan a sus mujeres a irdespatarradas en el capó. Y sin cinturón deseguridad.

Eso era lo poco que sabía del movimientofeminista, y ese poco supe muy pronto que noservía de nada. Bastó una tarde para entenderque las cosas podían ser algo máscomplicadas que como me las habían contadoen vacaciones. Fue en la casa de uncompañero de la facultad. Menuda casa, porcierto. En seguida noté que era gente conposibles, viajada, con aplomo: esa clase degente que no se ve obligada a sonreír a laazafata que te recibe toda sonriente en el

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avión. La madre, una agente de cambio ybolsa, era la típica cincuentona, guapa comosaben ser las de esa edad, estilosa, moderna,feminista, desenvuelta, huelga decir quedivorciada.

Empezó la reunión con los habitualescumplidos relacionados con la ropa de cadauno. La palma se la llevó una amiga de laanfitriona, también dedicada a las finanzas eigual de estilosa, moderna, feminista,desenvuelta y divorciada. Lucía unas mediasrojas, de trama gruesa y romboidal, de las quese elogió que le daban un «sutil toqueputón». Y al instante se pasó a hablar deltiempo.

Estaba claro que esa mujer gozaba de unapersonalidad lo suficientemente refinada yenrevesada como para permitirse el lujo, sinmerma alguna de la autoestima y conconciencia plena de sus derechos y hasta desus privilegios, de jugar a ser un poco puta.He ahí una mujer sin complejos, feminista

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hasta decir basta, pero que no tiene ningúninconveniente en hacer de mujer-objeto.

Nadie puede hacerse una idea de laconmoción que me produjo ver en vivo y endirecto una mujer que se permitía ser a la vezsujeto, objeto y lo que le diera la gana. Pensé,por supuesto, en cómo se habrían puesto lasde Torremocha de haber sido invitadas a lafiesta. Me las imaginé con la falda hasta lostobillos, la cinta apache en la cabeza, lassandalias y el canasto. Seguro que habríancargado contra la elegante con algo de estetenor:

«Sólo a una burguesa podrida de dinero, auna degenerada que ya no sabe qué hacerpara entretenerse, se le puede pasar por lacabeza jugar con una cosa tan terrible comoes la caída en el estado de mujer-objeto. Estascosas, ni de broma. Y eso que quiero pensar,gilipollas de mierda, que no quieres ser puta;solo aparentar que lo eres; ni eso siquiera:seguro que lo único que quieres es aparentarque vas de puta. Pero todo esto es jugar con

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fuego. ¿O no ves que con estas tonteríasotorgas a la figura de la mujer-objeto un no séqué de fascinante; que así le confieres elprestigio que sirve de contraseña parapenetrar y hacer estragos en la conciencia delas mujeres menos avisadas? Así que quítateahora mismo esos arreos infernales, y ponteesta ropa decente, nada chillona, muycómoda, que traemos en una bolsa paraemergencias como ésta. Se lleva mucho en losarrozales y en las universidades de China.»

Yo, que no tenía las ideas tan claras, opté porinformarme de qué otras cosas les gustabahacer a mujeres de esa categoría. Mehablaron de unas parisinas –la que menos,doctorada en semiología postcolonial por launiversidad de Nanterre– que cobraban a susmaridos a cambio de follar; algunas, adesconocidos. Por jugar. En cosas así se notala elegancia de un París, digan lo que diganlas de Torremocha del Pinar.

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DIECINUEVE

a he contado que contribuí enalguna medida a la luchaantifranquista, siempre encalidad de tonto útil. A la patriala serví en calidad de fusilero,

una condición tan digna como la anterior.Eso fue en la isla de Tenerife.

YCuando bajé del avión militar que me habíatrasladado allí, a falta de azafatas de tierra,fui recibido por la Policía Militar. A patadalimpia. Así empezaba mi periodo deinstrucción en calidad de recluta del ejércitoespañol. No había pasado un mes desde milicenciatura en filosofía. Otros no sé, pero unprofesor de filosofía no suele dar patadas;tampoco suele gritar. Rara vez pasa delsusurro y lo máximo que se atreve a pedir asus estudiantes es que no lo pateen.

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Comprenderán que el cambio de aires no mesentara nada bien.

Una vez en el campamento, me metieron enuna fila kilométrica, esperando que abrieranla puerta del botiquín. Durante la espera unsanitario recorrió la fila hincando sin elmenor miramiento dos agujas a cada uno denosotros, una en cada brazo. A algunos lesrecorría un hilo de sangre hasta la mano.Mientras tanto el botiquín seguía cerrado.Más de un mozarrón, de ésos que tienen másfuerza que un tractor, se desmayó. Al cabo deun buen rato se abrió el botiquín, y el mismosanitario nos fue inyectando las vacunasreglamentarias. Siguieron los desmayos.

A partir de ese momento, y durante los dosmeses que duró la instrucción, estuve metidocontinuamente en una fila. Día y noche. Esafila, al lado de otras, formaba parte de unpelotón, que a su vez formaba parte de unasección; la sección, de una compañía; lacompañía, de un batallón, y el batallón, delregimiento. En total, unos tres mil hombres.

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En lo más hondo de esa formación, hundidoen un océano de reclutas tan indiscerniblescomo las gotas de agua, me pasaba el díadesfilando, uno-dos, uno-dos, uno-dos;media vuelta; uno-dos, uno-dos, uno-dos;media vuelta… Durante dos meses.

Al principió no dudé de que iba a enloquecerpor culpa del tratamiento dedespersonalización al que me veía sometido.Estuve pensando hablar con el sargento paradecirle, conforme a las enseñanzas recibidasen la facultad, que nadie debe ser tratadocomo una cosa, pues cada uno de nosotros –un recluta también– es una persona única ensu género, un individuo al que se le debe unrespeto absoluto. Lo consulté con los de mipelotón, pero por las caras que pusieron nolos vi muy por la labor. Tocaba, pues, callarsey aguantar. Hasta que no pudiera más yreventara.

Pero no reventé. Todo lo contrario, comenzóa gustarme todo aquello. Según pasaban losdías, cada vez me daba más placer desfilar,

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siempre sin perder el paso, manteniendo ladistancia con el de delante, atento a la vez a lalínea que debía formar con los quemarchaban a mis lados, y todo ello con garbo.

Pronto alcancé un estado mental gracias alcual podía estar horas y horas desfilando tanricamente, en una sintonía perfecta con elregimiento, y éste con el universo. Me habíadespersonalizado de la cabeza a los pies. Midisolución fue tan perfecta, que era incapazde saber si era yo o el de al lado. Y tancontento.

Definitivamente, no iba a hablar con elsargento.

En la mili se hacían más cosas aparte dedesfilar. Por ejemplo, sacar brillo a las botas,coser un botón de la camisa, tratar de usía aun coronel… Si quedaba tiempo, aún eraposible pegar un par de tiros. Para ello elejército disponía de algunos fusiles. A mí metocó un día. No pueden imaginarse el gozoque se siente al disparar aunque sea a unadiana; y, más que el de disparar, el de llevar el

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fusil con gracia, la gorra medio rota y lascorrespondientes Ray-Ban de combate. Aúnconservo unas fotos en las que da gloria vercómo luzco esa indolencia rufianesca quehace las veces de distintivo de veteranía en elcuartel.

Y es que, vencidos los escrúpulos propios deun universitario, decidí disfrutar, ya que teníaque ser soldado, de fantasías de conquista ydepredación.

Muchos de mis compañeros de armas sequejaban de que en la mili no se aprendíanada de provecho, como relaciones públicas,diseño gráfico, psicoterapia… No se habíanenterado de que el único oficio que había queaprender allí era el de matar; siempre con elpermiso de usía, claro está.

Fue en el cuartel donde descubrí que eldualismo era lo que mejor iba con mi formade ser. No fue la estrategia bélica sino lacontabilidad, con sus columnas en conflicto –entre los ingresos y los gastos, entre el debe yel haber– la que me convenció de las virtudes

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del dualismo. En vez de ruido de sables ofragor de armas, lo que escuché en el cuartelfue el tableteo de las máquinas de escribir, yaque aquel ejército estaba compuesto en granparte por unas brigadas de intervenciónmecanográfica en las que siempre brilló conluz propia el temple vigorosamenteadministrativo acreditado por todo militarespañol, más inclinado a hablar del escalafónque del combate.

El dualismo suena a cosa muy antigua y muypersa, algo que tiene que ver con una luchaentre cosas descomunales, como Ormuz yArimán, el Bien y el Mal, el Ser y la Nada, yotras entidades igual de mayúsculas. Perotambién es dualista la electrónica, que esdigital, y lo es la política, en la que –da lomismo que se enfrenten dos o doscientospartidos– lo importante es que unos mandany otros desobedecen. Por dualismo queremosacercarnos al de arriba alejándonos del deabajo. También es doctrina muy binaria ésaque se resume en dos mandamientos: haz a

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los demás lo que creas mejor; no dejes queellos te hagan lo mismo.

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VEINTE

e las cosas que pensé en la milimientras mataba el tiemposaqué una antropologíadualista con la que aún esperohacerme rico. Por si acaso la

tengo patentada. Lo que viene a continuaciónes sólo una muestra.

DUstedes saben que una de las cosas que gozande mejor prensa es el deseo. Superada laépoca en la que el deber hacía y deshacía a suantojo, hoy reina el deseo. Todos nosfelicitamos de hacer las cosas por deseo y nopor deber; por gusto y no por imposición.Vaya por donde vaya, el deseo es recibido conlos mayores honores. Por todas partes sedesea por encima de todo desear. Hay, sinembargo, una grieta en ese consenso. Notodos entendemos lo mismo por deseo. Ni

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siquiera la misma persona se refiere siemprea lo mismo con esa palabra.

El buen gobierno de nuestras vidas aconsejadistinguir ambos deseos.

Está el deseo de toda la vida: comer cuandose tiene hambre, beber cuando aprieta la sed,rascarse allí donde pica, dar un manotazo aesa mosca que no se va… También entrandentro de esta categoría deseos como el de iren coche, oler un perfume, oír a los niñoscantores de Viena, escuchar a Castelar… Porrazones que ya explicaré cuando me dé lagana, diré que es la carne la que tiene esosdeseos, por muy elevados que sean.

Recuerden: la carne.

Y está ese deseo, nada concreto, de que nosdejen hacer lo que deseemos, cuandosepamos, clara está, qué deseamos. Puedeque esto último no lo sepamos jamás; pero nonos importa: queremos saber ya, sea lo quesea lo que algún día nos dé por desear, quenadie nos impedirá que lo llevemos a cabo.Lo llamamos ‘deseo’, pero de lo que estamos

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hablando es de la voluntad, y la voluntad espatrimonio del alma.

Recuerden: el alma.

Si el alma es libertaria, la carne es libertina; siel alma siempre va de riguroso desnudo, a lacarne le gusta la lencería; si al alma legustaría que el mundo fuera una playanudista, la carne prefiere las discotecas. Encuanto de descuidas, la carne se ha puestotacones.

El alma quiere ser sujeto de derechos; lacarne, objeto de caricias. La carne tienemuchas ganas de comer; el alma las tiene dehacer lo que le dé la gana. Dejo para otromomento el análisis que permitirá saberdefinitivamente si la carne sólo quiere comercarne, y de la mejor calidad, o si le gusta todo.También fuma mucho. El alma es calvinista;la carne, católica y sensual. Lo que tiene elalma de transgresora, lo tiene la carne deacomodaticia. El alma se abstiene de votar, lacarne se olvida. El alma es atlética, tensa,

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airada; la carne, un poco entrada en carnes,es comodona, risueña.

El espíritu y el cuerpo, nombres con los quetambién son conocidos el alma y la carne,luchan entre sí por quedarse con el deseo. Esuna pelea a muerte, en la que lleva las deganar el primero por la sencilla razón de queno para de hablar. Lo lleva en la sangre. Elcuerpo no dice nada. Lo poco que sabemos deél lo sabemos porque nos lo cuenta elespíritu, y él cuenta lo que le da la gana.

Por eso tienen tanto éxito sus propuestas.Hoy hasta un boticario alardea de que a él nohay quien lo meta en vereda, de ser tan libre ycaprichoso como un dios de ésos que salen enla Ilíada, siempre dispuesto a saltarse todaslas barreras que le pongan las convencionessociales, a ponerse el mundo por monteracual lobo solitario y no pagar ningún recibo.

Lo que calla todo el mundo es que también damucho gusto formar parte de un rebañodonde resguardarse, pertenecer a unacofradía donde santiguarse, obedecer,

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confiar, depender… Sobre todo nos gustamucho gustar. Gustar a otros, naturalmente,y para eso, naturalmente, tiene que haberotros.

En cambio, lo que quiere el alma es que nohaya nada, y así no hay peligro de que algopueda afectarla, estropear su autonomía. Siestuviera en su poder, el mundo ya se habríaterminado. Con la nada le sobra. Por eso estan ascética.

La carne es otra cosa. Se divierte con todo,todo le contenta. Ese buen natural le permiteencontrarse bien en todas partes, empotradaen un regimiento que maniobra en undesierto africano, soportando las andas de laMacarena, alzando la pancarta en lamanifestación. Así mismo es muy coqueta,por lo que procura, siempre que puede,enseñar el álbum de fotos, o el depensamientos. Le encanta posar. Y es queforma parte de nuestro lado carnal querer sermujer-objeto.

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También es muy carnal ponerse a rezar. Lacarne ni siquiera necesita creer en lo quereza. Con que suene el órgano, se oigan lasvoces inmaculadas de unos novicios castradosy se haya derramado incienso, ella disfruta delo lindo. Por eso –cosa que no le ocurre alalma– la carne puede ser muy tradicionalista.¿Qué necesidad puede tener de eliminarninguna tradición si en todas encuentramotivo para la burla, el juego y el engaño; side todo hace un carnaval?

El alma, en un estado permanente de enfado,es cosa de jóvenes. Son ellos los que necesitancompensar las innumerables prohibicionesque les caen por tierra, mar y aireentregándose a sueños que rompan todos loslímites imaginables. A esa edad, tan espiritualy atormentada, sólo se quiere desobedecer,ser libre. Pero, con el paso de los años,cuando llega un momento en que uno yatiene llave de casa, y encima la casa es de él, yno de los padres, esas ansias de libertadpierden mucho fuelle. A nadie le apetecepasar la noche por ahí fuera, dando vueltas

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por el infinito sin saber adónde ir, máximeteniendo en casa un sofá y una televisión.

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VEINTIUNO

lgunos años después de acabarla mili volví a Tenerife. Allí meenviaron tras superar unconcurso de aspirantes que mehabilitó como profesor de

bachillerato. Resultó ser una estafa más delpoder. La descubrí cuando fui a recoger elpremio, y me dijeron que faltaba otrorequisito. Entonces me enteré de que eldinero me lo darían mensualmente. Por si esofuera poco, tenía que dar ni se sabe cuántashoras de clase antes de cada entrega. Se llegóal extremo de ponerme alumnos dentro delaula, es evidente que para vigilar si las daba.

A

El lugar donde me obligaron a darlas ya se lopueden imaginar, puesto que todas las aulasson iguales: la pizarra, el mapa, el globoterráqueo; y los alumnos, claro. Por suerte,

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mi estancia allí no pasó de ser una aventuralaboral, nada serio. Una jubilación tempranalo arregló todo.

Cuántas veces recordé en aquel tiempo eljuicio severo de mi maestro sobre «tantos alos que, con la cantidad de cosas que hay quehacer, no se les ocurre nada mejor quetrabajar en el trabajo». No me atreví a seguirhasta el final esa senda que se adentra,temeraria, por las soledades del ocio másabsoluto, quiero pensar que porque yotambién tenía un ideal: no ser echado enseguida del trabajo.

Ya sé que a muchos les parece una meta pocoambiciosa. Con gente como tú –me echan encara unos– el sistema no cambiará jamás;gente como tú –atacan otros– no llegarájamás a ninguna parte. Ni unos ni otrosvaloran debidamente cuán difícil es quedartequieto cuando ha llegado a ser la propiamoral de masas la que te invita a renovarcontinuamente todo lo que tienes, incluido tu

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yo. Ser otro ya no tiene ningún mérito en estaépoca de rebajas.

Es natural que tanta movilidad despierte laañoranza de aquellos tiempos en que todoestaba bien clavado a su ser. Entoncesgustaban las cosas rotundas. El estilo de losmensajes morales, por ejemplo. Se quería quefueran como martillazos. Su destino eraconvencer a la gente; no, ser publicados enrevistas literarias.

La Antigüedad fue muy buena lanzandoconsignas. Recuerden si no la famosísima:«Diente por diente». Es algo que no exigemayores explicaciones. Y es difícil hacerse unlío en su aplicación. Al final has de tener elmismo número de dientes en cada mano:treinta y dos. La Edad Moderna ha perdidomucho de esa sencillez. Así, te encuentras congalimatías como éste: «Obra de tal modo queuses la humanidad, tanto en tu persona comoen la de cualquier otro, siempre como un fin,y nunca sólo como un medio». ¡No, no y mil

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veces no! Si el mensaje no es pegadizo, valemás callarse.

Éste sí es pegadizo: «El pueblo, unido, jamásserá vencido». Es una consigna soberbia, o almenos lo era cuando la lanzaban los obrerosjunto con el adoquín, aunque quede un pococursi cuando la cantan ahora, cogidos de lamano, chicos y chicas. En todo caso tiene laeficacia de los honestos anuncios dedetergentes, o de embutidos, sin mohínesestilísticos.

También sigue suscitando la admiración detodos el laconismo heroico con el que losdefensores de Madrid se limitaban a dejarbien claro: «No pasarán». Más directo,imposible. Y qué decir de aquella genialventolera que llevó a tantos mozos, ibéricoscien por cien, a cambiar los tradicionaleshurras al santo del lugar, o a la molinera, porunos inéditos y arrebatados vivas a Rusia.

Por desgracia, todo eso se acabó. Unaconcesión al gusto juvenil ha lanzado a lafama la frase ingeniosa, la pirueta, el

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estrambote. Por ejemplo: «Sé realista, pide loimposible». Para un concurso de creatividadestá muy bien esa máxima moral; sinembargo, no es práctica, no sirve para la vidadiaria. Otro ejemplo: «Prohibido prohibir».No me extrañaría que el día menos pensadoel gusto desmesurado por la paradoja lleve aalgún creativo a soltar un: «Viva la muerte».

Todas estas ocurrencias han llegado a loscolegios.

Hubo un tiempo en el que el profesor ejercíasu autoridad en clase de un modo inapelable,sin que ningún alumno osara rechistar. Vinootro en el que éstos empezaron a perder eserespeto paralizante. Al principio con laresistencia del profesor y después sin ella, losalumnos se fueron acostumbrando a hacer enel aula lo que les apetecía, y lo que más lesapetecía era rugir y patear. Hoy esos alumnosya son profesores, lo que explica que rugir ypatear, cosas que un vez estuvieronprohibidas, y más tarde toleradas, hayan

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pasado a la categoría de lo visto con simpatía,a la espera de que alcancen la de obligatorias.

Cosas así han puesto a los padres ante undilema tremendo. Forma parte de lo que seentiende por bienestar social la costumbre dellevar a los hijos a la escuela, aun siendoconscientes de que, por algo que tiene que vercon lo que se entiende en ella por bienestarsocial, como es la prohibición de interrumpirla felicidad del alumno, no es en absoluto ellugar más adecuado para la formación de unjoven.

Entre mis colegas del instituto tinerfeño alque fui destinado ya había comenzado aextenderse esa moral anémica que, por lomismo que prohíbe prohibir, desaconseja darconsejos. El más comprometido que osabandar a quien se lo pedía era el de que elpeticionario hiciera lo que le pareciese mejor.En último extremo no iban más allá deinsinuar una sugerencia, seguida de la de noseguirla al pie de la letra.

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No admitió la sugerencia de recibir castigoalguno un alumno que un día se me echóencima al grito de: «¡Tú, puto godo, aGodilandia!». Naturalmente, dado que no loadmitió, no lo recibió. La izquierda no seatrevió a reprimir la libertad de expresión; laderecha sólo lamentó que se hubiera tuteadoa un profesor, aunque éste fuera un putogodo. El director no era ni de una ni de otra,pero, como una y otra, no le dio mayorimportancia a lo ocurrido. Le pareció uno deesos lances deportivos en los que a veces auno se le va un poco la mano, más por unsano ardor juvenil que por maldad, y que seresuelven en el vestuario, sin expedientes nilegalismos innecesarios.

Es muy cierto que en los estadios se alaba alque, más por un sano ardor juvenil que pormaldad, arranca de cuajo la cabeza delcontrario, y luego chuta con ella; pero meextrañó que dirigiese un centro de enseñanza,donde yo creía entonces que los alumnosdebían recibir algún tipo de formación moral,un sujeto cuyo criterio en estos asuntos se

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alimentaba de los rugidos de la grada y al quese veía incapaz de enfrentarse a un problemamás sutil que el de si el asesinato es bueno omalo.

La verdad es que, entonces igual que ahora,bastaba con no dedicarse a la docencia parasaber en qué consiste una agresión y cómohay que responder cuando se produce. Esteconocimiento sí se tenía en un vecinoabrevadero de alcohol frecuentado por losalumnos, un antro cuya honorabilidad eraclaramente mejorable, pero en el que no setoleraba nada que se aproximara a la agresiónque había sufrido yo pocos metros más allá.Ante un episodio como ése, con su tufobravucón, el camarero tenía formado uncriterio más seguro que el de los enseñantes.Como profesional que era, aplicaba elprotocolo sin contemplaciones, inmune a losespasmos empáticos del profesorado.

La existencia de muchos tugurios parecidos aaquél arroja una luz de esperanza. Quizá nodebería preocuparnos mucho que en la

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escuela se den, o dejen de darse, asignaturascomo Valores I y Valores II. Se den o no seden, siempre habrá por ahí algún sitio dondese formarán los estudiantes.

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VEINTIDOS

l instituto del que les he habladose hallaba, y por allí seguirá máso menos, en La Orotava, unavilla cuya fama internacional leviene de ser parada obligatoria

para los turistas que, con el cuento de que lesvan a enseñar unas casas con unos balconesmuy especiales, son conducidos a esalocalidad y encerrados al punto en las tiendasde artesanía canaria, no toda hecha en Asia,que abundan en ella.

ECuando viví en La Orotava coexistíanmalamente, sin la armonía que mandaPlatón, tres castas. Me limitaré amencionarlas y poco más.

Quedaba algo de una aristocracia que sepasaba el tiempo recordando con nostalgiaque hasta hacía muy poco –como quien dice

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anteayer– había sido la dueña absoluta de lastierras y de los que las cultivaban. Ahora susvástagos, herederos de la nula disposición dela nobleza agraria a visitar un aula, tenían dosformas de entretenerse: subir la calle mayorcon la moto a todo gas y bajarla también atodo gas.

En el mismo lugar se buscaban la vida, ante lamirada despectiva de sus antiguos dueños,algunos empresarios al por menor. Éstosmostraban mucho más interés que losaristócratas en la educación de los hijos.Reclamaban una enseñanza basada, como sedice ahora, en el mérito y la excelencia. Elalumno debía poseer al final de su formaciónuna gran habilidad contable, con los númerosescritos en un perfecto inglés, y una ciertacapacidad para hablar bien de la cultura, esacosa que sirve para disfrutar, con un libro enla mano, de una buena puesta de sol.

Y sobrevivía allá arriba, en mitad de lamontaña, en lo más insalubre y tenebroso dela misma, encerrado en una nube eterna, un

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gentío muy propenso al alcohol y algo menosal incesto, entre apático y violento. Por noabusar del sistema educativo no pretendíaque su descendencia aprendiera algo más queel uso de la navaja.

Los de La Orotava tienen la costumbre deinformar, allá por donde vayan, de que vivenen medio de un valle paradisiaco, lo que sedice un bellezón de paisaje, en el que abundauna vegetación obesa, bien comida y bebida ycon unas ganas locas de gustar. «Lo preside,majestuoso y solitario cual un diosensimismado en su serena perfección, elpadre Teide», tiene escrito el poeta municipalen su libro Oh, Padre Teide. Las puestas desol que se ven desde el valle han ganadomuchos concursos internacionales de paisaje,y es que en pocos sitios se pone el sol tan biencomo allí, con unos colores de incendio yunos efectos especiales que hacen que se teponga la carne de gallina, llores de la emocióny des brincos de alegría a poco sensible queseas, como dice muy bien el de la agencia deviajes.

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Deberían completar el informe los de laOrotava haciendo saber que desde hacetiempo la villa es un eslabón más de unacadena semi-urbana, una especie de ciudadlineal que recorre buena parte de la isla, conuna autopista haciendo las veces de callemayor. Recuerdo muy bien cómo la pobrezade los materiales de construcción,principalmente unos bloques de hormigónporoso; las casas nunca terminadas, y laforma desordenada de ocupar el terrenodaban a esa rara megalópolis un aspecto depurgatorio en desuso. Todo era impreciso enaquel lugar destartalado: lo que teníasdelante podía ser un almacén deelectrodomésticos, un corral de gallinas, unsalón de bodas, una vivienda… , qué sé yo.

Ahora es a mí a quien le toca completar elinforme añadiendo que en mis últimas visitasa la isla he sido testigo de cómo hanevolucionado las cosas para satisfacción detodos los interesados. La gente pone ahoramás interés en la decoración del hogar. Ya no

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se olvida de revocar y enlucir los muros, ni deponer barandillas en los balcones.

No sólo eso; hace algún tiempo lasautoridades decidieron someter toda la isla aun reciclaje estético con el fin de darrespuesta a las exigencias del turismomoderno, tan puntilloso en cuestiones devistas. Donde antes todo era gris ahora sepuede disfrutar de una atmósferaintensamente caribeña gracias al coloridofuerte y variado de la pintura subvencionada.También ayuda el anclaje a las fachadas deunos balcones de estilo colonial y laincorporación de un tipo de balaustrada desugerencias ultramarinas con el metro lineala un precio muy competitivo. Se ha pensadoadoquinar todas las calles, lo que incluye laautopista. Por ahora el Teide va a quedarcomo está; ya se verá más tarde qué se hacecon él. Se da por hecho que con esosoportunos afeites la isla estará en condicionesde dar la bienvenida al turista másintransigente y rentable.

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Pero –esto pasa siempre– ya se han alzado enlas revistas culturales voces contrarias a ladesaparición de una tradición constructivacuya economía de medios, y muyespecialmente el uso sincero, sin tapujospequeño-burgueses, de materiales como lauralita, la hojalata y el cartón, la conviertenen una alternativa sostenible a la arquitecturamercantil y mediática. Una vez más losintelectuales desdeñan el desdén que elpueblo tiene a lo popular.

Ahora que hablo de intelectuales me acuerdode que conocí en La Orotava a algunos. Eranpolivalentes. Tenían opiniones sobre todas lascosas. En consecuencia firmaban todo tipo demanifiestos. En aquella época le dabanmucho al ecologismo. Una vez amasado elpan en el aula de alimentación, torneado elcántaro en el taller de cerámica, pintado elbisonte en el de pintura y hechos losejercicios de respiración, no había cosa másapetecible, en su opinión, que acariciar a lashermanas fieras, a las que estaban dispuestosa consentir todo tipo de caprichos. Siempre

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que podían visitaban en Icod de los Vinos aun árbol al que todo el mundo llamaba «eldrago milenario». Los visitantes lo tratabancon mucho respeto por su longevidadinaudita. Les daba igual que no hubierahecho nada especial en su vida. Sólo engordary engordar. Como los demás árboles.

No he olvidado la que liaron aquellosecologistas para impedir que una fincadedicada al cultivo del plátano cayera en lasgarras de la especulación inmobiliaria. A basede coraje y de cabezonería lograron detener laoperación urbanística, lo que constituyó paraellos «una derrota en toda regla de uncapitalismo absolutamente ciego a lo que nosea el beneficio inmediato». Eso fue pocoantes de que la platanera desapareciese acausa de una erupción volcánica.

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y VEINTITRÉS

quellos militantes de lanaturaleza tenían de ella unaidea decorativa, paisajística,quizá porque nadie les habló dela gran física que, uniendo las

doctrinas anteriores al diluvio con lasposteriores a nuestra época en una verdadeterna, nos habla de creación y dedestrucción.

AHoy conocemos bien el origen remoto de lacosmética ecológica. «Puede que algunosmiembros de las Sociedades de Cazadores –están escuchando ustedes una vez más a mimaestro– perdieran a veces el temple querequería la alta misión que les había sidoencomendada. La marcha de algunos sociosde ánimo delicado y sensitivo quizá no estuvoacompañada siempre de la concentración

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tensa y vigilante de quien no ceja hasta darcon su presa.

Nunca habían prestado mucha atención loscazadores a otra cosa que no fueran lasmarcas del animal perseguido: sus huellas,algún resto de pelo en los arbustos, el olorque deja en el ambiente. Pero ahora, conespíritu más paseante que depredador,alguno, que dudaría más de lo debido de susposibilidades cazadoras, puede que distrajerasu atención, y se parase a dar una patada auna piedra, a tirarla después lo más lejosposible, a mandar al perro a por ella… Algunaque otra vez, se detendría a oír el canto dealgún ave, a observar una forma que, inclusosin comerla, le produciría una sensaciónplacentera.

Fueron más lejos algunos en estasdistracciones, y llegaron a desarrollar unsexto sentido que los dejaba como lelos,entregados a una admiración enervante de loque bautizaron con el nombre de paisajes. Elque fuera el terror de todos los animales se

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convirtió en un mirón inofensivo, entregado ala caza de imágenes. Para ello convirtió su ojoen un dispositivo que hace clic.»

Fue también el maestro quien fulminó a losde esta parcialidad. Para ello le bastaron estaspalabras definitivas, escritas no se sabe siantes de morir o cuándo:

«Campiñas, florestas y cascadas son restos decataclismos minerales. Todo es huracán yfuego. Atraviesa los astros una furia titánica,una rabia de temblores; tempestades dehidrógeno recorren los espaciosinterestelares. Los fondos infernalespresionan hacia fuera, hacia la luz, en empujebrutal, en ciego brote. El universo es unestallido, metralla cósmica.»

En mitad de ese fragor gigantesco –pregunto– ¿cabe pensar que le preocupe a lanaturaleza, ni mucho ni poco, cómo puedasalir en la foto?

Pero basta ya de tanta naturaleza y tantocosmos: que este libro es para hablar de mí yno del universo.

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Indultado del trabajo por razones que no meda la gana contar –¿qué se han creído ustedesque son unas memorias?– y sin nada más quehacer en Canarias, me vine a Madrid, donde,una vez instalado, aproveché la ocasión dehallarme en una ciudad donde hay de todopara hacerme con una esposa y un hijo. Parala casa. No hubo ningún problema.

Aún me quedaron ganas de comprarme unapartamento en una playa de Valencia. Nodiré que lo compré en primera línea, porqueeso sería mentir, y sólo se debe mentircuando hace falta; pero sí en Cheste, a unostreinta kilómetros escasos.

Cuando me cansaba de la playa, cogía un parde maletas, la familia y el paraguas, y me ibade viaje, a visitar otras culturas. De Europa hevisto prácticamente todos los miradores. Demonumentos tampoco puedo quejarme. EnRoma más que en ningún otro sitio los hayque son verdaderas preciosidades. Para misentir, el más bonito es el Coliseo. El hotel, en

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cambio, regular, y la comida, francamentemala: todos los días, pasta.

Tierra Santa me conmovió mucho. Mivivencia en el Calvario, poniéndome en ellugar de Cristo, es algo que no cambio pornada. A nivel de experiencia ha sido de lomejor. La única pega es lo caro que salemontar en una cruz; no hay derecho a que teclaven de ese modo.

Me faltan palabras para describir laelegancia, la clase, el saber estar de París. Nosaben ustedes lo bien que se lo puede pasarallí uno: navegando por el Sena a la luz de laluna, mientras el guía lee a Simone deBeauvoir; subiendo y bajando por la torreEiffel con el corazón inundado por unasensación maravillosa de angustia existencial.Desde lo alto se ve un pueblo medieval queestá a unos doscientos kilómetros. Pensandoen los que quieran ver París, yo construiría enese pueblo una torre igual de alta.

Pero viajar, como todo en esta vida, terminacansando. Además, el hombre no ha venido al

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mundo a hacer y deshacer maletas. Dioshabló de sudar, Buda de meditar, Lenin dehacer la revolución; ninguno de viajar. Yo meharté muy pronto de los viajes. Y más aún deese empeño que tiene todo el mundo porvivir, cuanto más intensamente mejor, atragantones si es posible. «Viva la vitalidad»te gritan desde la moto. Cuánta razón tenía elque afirmó que la vida es eso que te pasacuando estás distraído con otras cosas;normalmente, pensando en vivir. Por si estofuera poco, mi opinión sobre el jaleo ese de lavida no puede ser muy buena si se tiene encuenta que siempre que me puse a vivir volvíhecho un asco.

FIN

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ESTAPRIMERA EDICIÓN DE«A KANTAZO LIMPIO

MEMORIAS DE UN FILÓSOFO»SE COMPUSO EL

7 DE JUNIO DE 2016UTILIZÁNDOSE PRINCIPALMENTE

EL TIPO DE LETRA GEORGIA

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o crean ustedes que busco sucompasión si les digo que soy deGuadalajara. La razón de quevaya contándolo allá por donde

voy es que desde muy pequeño meenseñaron a ir siempre con la verdad pordelante. Pero no se trata sólo de unaobligación. Cada vez que analizo el asunto afondo, llego a la conclusión de queGuadalajara es una ciudad que me gustamucho, me atrevería a decir que con locura,sobre todo cuando observo que tiene suscosas buenas y sus cosas malas, comocualquier ciudad. Y, como cualquiera,también la mía tiene dos partes claramentedivididas: la una y la otra. Ambas me gustanpor igual.

N

ÇHØPSUËY FANZINË ØN THË RØCKS

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