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ColombA

Prosper Mérimée

Editorial Gente Nueva

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Edición: Gretel Avila HechavarríaDiseño y composición: Caridad Sanabia de LeónCubierta: Abenamar Bauta DelgadoRealización de cubierta: Armando Quintana GutiérrezCorrección: Liz Álvarez Vega

© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2009

ISBN 978-959-08-0976-7

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva, calle 2, no. 58, Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba

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Capítulo Primero

Pè far la to vendetta,Sta sigur’, vasta anche ella

VOCERO DU NIOLO

En los primeros días del mes de octubre de 181… el coronel sir Thomas Nevil, irlandés, distinguido oficial del ejército britá-nico, fue a parar con su hija al hotel Beauveau, en Marsella, de regreso de un viaje por Italia. La insistente admiración de los viajeros entusiastas ha producido una reacción, y, para singu-larizarse, hoy muchos turistas han adoptado por divisa el nil admirari de Horacio.1 A esta clase de viajeros descontentadizos pertenecía miss Lydia, hija única del coronel. La Transfigura-ción le había parecido mediocre; el Vesubio en erupción, ape-nas superior a las chimeneas de las fábricas de Birmingham. En suma, su mayor objeción contra Italia era que este país carecía de color local, de carácter. Explique quien pueda el sentido de estas palabras, que comprendía perfectamente hace algunos años y que ya no entiendo hoy. En primer término, miss Lydia había esperado encontrar al otro lado de los Alpes cosas que nadie hubiera visto antes que ella, y de las que poder hablar con la gente de buena fe, como dice M. Jourdain.2 Pero, pronto precedida en todas partes por sus compatriotas y perdi-da ya la esperanza de hallar nada desconocido, se lanzó al par-tido de la oposición. Es muy desagradable, en efecto, no poder

1Máxima del poeta latino Quinto Horacio Flaco que quiere decir «No con-moverse por nada».(Todas las Notas, salvo indicación de lo contrario, son del Editor.). 2Personaje de la comedia El burgués gentilhombre, de Moliere.

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hablar de las maravillas de Italia sin que alguien le diga a uno: «Conocerá usted sin duda el Rafael del palacio***, en ***. Es lo más hermoso de Italia», y es esto justo lo que uno ha dejado de ver. Como el verlo todo requiere demasiado tiempo, lo más sen-cillo es condenarlo todo.

En el hotel Beauveau, miss Lydia tuvo una amarga decep-ción. Traía ella un bonito croquis de la puerta pelásgica o cicló-pea de Segni, que creía olvidada por los dibujantes. Ahora bien: lady Frances Fenwich, con quien se encontró en Marse-lla, le enseñó su álbum, en el que, entre un soneto y una flor seca, figuraba la puerta en cuestión, vigorosamente iluminada con tierra de Siena. Lydia regaló la puerta de Segni a su donce-lla y perdió toda estimación por las construcciones pelásgicas.

Tan lamentables disposiciones eran compartidas por el coro-nel Nevil, quien desde la muerte de su mujer no veía las cosas sino por los ojos de miss Lydia. Para él, Italia tenía la inmensa culpa de haber aburrido a su hija, y era, por consiguiente, el país más aburrido del mundo. Cierto es que nada tenía que decir contra los cuadros y las estatuas; pero sí podía asegurar que la caza era mezquina en aquel país y que era necesario andar diez leguas bajo el sol por la campiña de Roma para matar unas míseras perdices.

Al día siguiente de su llegada a Marsella invitó a comer al ca-pitán Ellis, su antiguo ayudante, que acababa de pasar seis semanas en Córcega. El capitán contó muy pintorescamente a miss Lydia una historia de bandidos que tenía el mérito de no parecerse en modo alguno a las historias de ladrones que tan a menudo había oído ella en el camino de Roma a Nápoles. A los postres, solos los dos hombres ante unas botellas de vino de Burdeos, hablaron de caza, y el coronel se enteró de que no hay país dende sea mejor, más abundante y más variada que en Córcega. «Allí se ven numerosos jabalíes» dijo el capitán Ellis, «y es preciso aprender a distinguirlos de los cerdos domésticos, que se les parecen de una manera asombrosa, pues el que mate cerdos tiene que habérselas con sus guardianes, quienes, sur-giendo de una especie de matorral que llaman maquis, arma-dos hasta los dientes, se hacen pagar los animales y se burlan

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de uno. También allí tiene usted el muflón,1 un animal muy raro que no se encuentra en otros sitios; buena pieza de caza, pero difícil; ciervos, gamos, faisanes, perdices, no es posible enumerar todos los géneros de caza que hormiguean en Córce-ga. Si le gusta tirar, vaya a Córcega, mi coronel; allí, como decía uno de mis hoteleros, podrá usted tirar sobre todas las piezas posibles, desde el tordo hasta el hombre».

A la hora del té el capitán cautivó de nuevo a miss Lydia con una historia de vendetta transversale,2 aún más entretenida que la primera, y acabó de entusiasmarla con Córcega al des-cribirle el raro y salvaje aspecto del país y el carácter original de sus habitantes, su hospitalidad y sus costumbres primiti-vas. En fin, puso a sus pies un lindo estilete, menos notable por su forma y su mango de cobre que por su origen. Un ban-dido célebre se lo había cedido al capitán Ellis, con la garantía de haber penetrado en cuatro cuerpos humanos. Miss Lydia lo guardó en su cinturón, lo puso luego en su mesa de noche y lo desenvainó dos veces antes de dormirse. Por su parte, el coro-nel soñó que mataba un muflón y que el propietario se lo hacía pagar, en lo que consentía de buen grado por tratarse de un animal muy curioso, que se parecía a un jabalí, con astas de ciervo y cola de faisán.

—Ellis cuenta que hay una caza admirable en Córcega —dijo el coronel almorzando a solas con su hija—; si no estuviera tan lejos me gustaría pasar allí dos semanas.

—Pues bien —replicó miss Lydia—, ¿por qué no hemos de ir a Córcega? Mientras tú cazaras, yo dibujaría; me gustaría mucho tener en mi álbum esa gruta de la que hablaba el capitán Ellis, a la que Bonaparte iba a estudiar cuando era niño.

Aquella era quizá la primera vez que un deseo manifestado por el coronel hubiese obtenido la aprobación de su hija. En-cantado por esta coincidencia inesperada, tuvo, sin embargo, el buen sentido de hacer algunas objeciones para avivar el feliz 1Cierto carnero salvaje. (Nota de la Edición de Base).2Es la venganza que se hace recaer sobre un pariente más o menos lejano del autor de la ofensa. (Nota de la E. de B.).

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capricho de miss Lydia. En vano habló del salvajismo del país y de las dificultades que ofrecería ese viaje a una mujer: de nada tenía ella miedo, lo que más le agradaba era viajar a ca-ballo; dormir al raso era su delicia; amenazó con ir al Asia Menor. Tenía, en suma, respuesta para todo; jamás una ingle-sa había ido a Córcega. ¡Y qué felicidad la suya al enseñar su álbum cuando volviera a Saint-James’s Place!

«¿Por qué no nos muestra ese dibujo tan curioso, querida Lydia?».

«¡Oh! No tiene nada de particular. Es un apunte que hice de un célebre bandido corso que nos sirvió de guía».

«¡Cómo! ¿Ha estado usted en Córcega…?».

Por no haber aún vapores entre Francia y Córcega hubo que indagar si había algún velero pronto a zarpar para la isla que miss Lydia se proponía descubrir. Aquel mismo día el co-ronel escribió a París para que dispusieran de las habitacio-nes que había encargado y trató con el patrón de una goleta corsa que iba a hacerse a la vela para Ajaccio. Tenía dos cama-rotes tal cual. Embarcaron provisiones; el patrón juró que un viejo marinero suyo era un cocinero estimable, que no tenía igual para la bouillabaisse; prometió que la señorita se encon-traría bien y que tendrían buen viento y mar tranquilo.

El coronel, por voluntad de su hija, estipuló además que el capitán no admitiría ningún pasajero y que se las arreglaría de modo que la goleta rozara las costas de la isla a fin de poder gozar de la vista de las montañas.

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II

El día fijado para la partida todo estaba embalado y embarca-do desde la mañana: la goleta levaría anclas con la brisa de la tarde. Durante la espera, el coronel paseaba con su hija por la Canebière, cuando se le acercó el patrón pidiéndole permiso para tomar a bordo a uno de sus parientes, es decir, a un primo segundo del padrino de su hijo mayor, que, debiendo regresar a Córcega, su país natal, requerido por apremiantes asuntos, no encontraba otro barco que lo trasportase.

—Es un buen muchacho —añadió el capitán Matei—, mili-tar, oficial de cazadores de infantería de la guardia, y que ya sería coronel si el otro fuese todavía emperador.

—Puesto que es un militar… —dijo el coronel.Iba a añadir: «Consiento gustoso en que venga con noso-

tros…», pero miss Lydia exclamó en inglés:—¡Un oficial de infantería…! —como su padre había servido

en la caballería despreciaba todas las otras armas—. ¡Un hom-bre sin educación, tal vez, que se mareará y nos aguará todo el placer de la travesía!

El patrón no entendía una palabra de inglés; pero pareció comprender lo que decía miss Lydia por la mueca de su linda boca, y les endilgó un cumplido elogio de su pariente; terminó afirmando que era un hombre muy distinguido, de una fami-lia de cabos, y que no molestaría en nada al señor coronel, porque él, como patrón, se encargaba de alojarlo en un rincón donde no se advertiría su presencia.

Al coronel y a miss Nevil les pareció raro que hubiese en Córcega familias en que se trasmitiera así de padre a hijo la graduación de cabo; pero como creían que se trataba de un

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cabo de infantería, dedujeron piadosamente que aquel era algún pobre diablo a quien el patrón quería llevar de caridad. Si se hubiera tratado de un oficial, habrían tenido que hablar-le, convivir con él; pero con un cabo no hay que molestarse: es un ser sin importancia cuando no lo acompaña su escuadra, con la bayoneta calada, para llevarlo a uno adonde no tiene ganas de ir.

—¿Se marea su pariente? —preguntó miss Nevil en tono seco.—Jamás, señorita; tiene la cabeza firme como una roca, lo

mismo en mar que en tierra.—Pues bien, puede usted llevarlo —dijo ella.—Puede usted llevarlo —repitió el coronel.Y continuaron su paseo.

A eso de las cinco el capitán Matei fue a buscarlos para que se embarcaran en la goleta. En el puerto, cerca de la yola1 del capitán, encontraron a un joven enfundado en una levita azul abotonada hasta la barbilla, de atezado rostro, ojos negros, vivos y muy rasgados, y aspecto franco e inteligente. Por sus actitudes y por su bigote rizado se reconocía fácilmente a un militar, pues en aquella época los bigotes no abundaban por las calles, y la guardia nacional no había aún introducido en todas las familias la vestimenta y las costumbres del cuerpo de guardia.

El joven se quitó la gorra al ver al coronel y, sin cortedad y en buenos términos, le dio las gracias por el servicio que le prestaba.

—Me alegro de haberte sido útil, muchacho —le dijo el coro-nel haciéndole un signo afectuoso con la cabeza.

Y embarcó en la yola.—Es desenvuelto el inglés —dijo en voz baja, y en italiano, el

joven al patrón.Este se llevó el índice al ojo izquierdo e hizo un gesto con la

boca, lo cual quería decir, para quien entienda el lenguaje de los signos, que el inglés comprendía el italiano y que era un

1Embarcación ligera de vela, que también es movida con remos.

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hombre raro. El joven esbozó una sonrisa y se tocó la frente, en respuesta al signo de Matei, como para decirle que todos los ingleses tenían algo de trastornados. Se sentó luego al lado del patrón y se puso a mirar con mucha atención, pero sin imper-tinencia, a su bonita compañera de viaje.

—Tienen buen aspecto estos soldados franceses —dijo en in-glés el coronel a su hija—. Así llegan fácilmente a oficiales.

A continuación interpeló en francés al joven:—Dígame, buen mozo, ¿en qué regimiento ha servido?El joven dio un codazo al padre del ahijado de su primo y,

reprimiendo una sonrisa irónica, contestó que había pertene-cido a los cazadores de infantería de la guardia y que en la actualidad procedía del 7º ligero.

—¿Ha estado acaso en Waterloo? Es usted muy joven.—Perdone usted, mi coronel. Ha sido mi única campaña.—Vale por dos —dijo el coronel.El joven corso se mordió los labios.—Papá —dijo miss Lydia en inglés—, pregúntale si los cor-

sos quieren mucho a su Bonaparte.Antes de que el coronel hubiera traducido la pregunta al

francés, el joven contestó en bastante buen inglés, aunque con marcado acento:

—Sabe usted, señorita, que nadie es profeta en su tierra. Nosotros los compatriotas de Napoleón lo queremos tal vez menos que los franceses. En cuanto a mí, aunque mi familia fue en otro tiempo enemiga de la suya, lo quiero y lo admiro.

—¡Habla usted inglés! —exclamó el coronel.—Muy mal, como puede ver.Aunque un poco molesta por su modo desenvuelto, miss Lydia

no pudo menos que reír al pensar en una enemistad personal entre un cabo y un emperador. Le supo como a un gusto anti-cipado de las singularidades de Córcega y se prometió consig-nar el rasgo en su diario.

—¿Quizá habrá estado usted prisionero en Inglaterra? —pre-guntó el coronel.

—No, mi coronel. Aprendí el inglés en Francia, siendo muy joven, con un prisionero de la nación de usted.

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Después, dirigiéndose a miss Nevil:—Matei me ha dicho que viene de Italia. Sin duda hablará

usted el toscano puro. Temo, señorita, que le sea algo difícil comprender nuestro dialecto.

—Mi hija entiende todos los dialectos italianos —respondió el coronel—; tiene el don de los idiomas. No es como yo.

—¿Comprendería usted, señorita, por ejemplo, estos versos de una de nuestras canciones corsas? Es un pastor que dice a una pastora:

S’ entrassi ’ndru Paradisu santu, santu,e nun truvassi a tia, mi n’ esciria.1

Miss Lydia comprendió, y, pareciéndole la cita audaz, y más todavía la mirada que la acompañaba, respondió enrojeciendo:

—Capisco.2

—¿Y va usted a su país con licencia? —preguntó sir Nevil.—No, mi coronel. Me han retirado, probablemente porque

estuve en Waterloo y soy compatriota de Napoleón. Vuelvo a mi casa, ligero de esperanzas, ligero de bolsillo, como dice la canción.

Y suspiró mirando al cielo.El coronel se llevó la mano al bolsillo y, mientras daba vuel-

tas entre los dedos a una moneda de oro, buscó una frase para deslizarla con delicadeza en la mano de su infortunado ad-versario.

—También estoy retirado —dijo en tono de buen humor—; pero con la paga de usted no tendrá para comprarse tabaco. Tome, cabo.

Y trató de introducir la moneda de oro en la mano que apo-yaba el joven sobre la borda de la yola.

El corso se puso como la grana, se irguió, se mordió los la-bios y pareció dispuesto a responder brusco pero, de repente, cambió de expresión y se echó a reír. El coronel, con su moneda en la mano, se quedó muy perplejo.

1«Si yo entrase en el Paraíso santo, santo, y no te encontrara allí, saldría de él». (Serenata di Zicavo.). (Nota de la E. de B.).2En italiano «comprendo».

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—Coronel —dijo el joven recobrando su seriedad—, permí-tame que le haga dos advertencias: la primera es que no ofrez-ca nunca dinero a un corso, porque algunos de mis paisanos son lo bastante descorteses para tirárselo a la cara; la segun-da es que no dé a la gente títulos que no reclaman. Me ha lla-mado usted cabo y soy teniente. Sin duda la diferencia no es gran cosa, pero…

—¡Teniente! —exclamó sir Thomas—, ¡teniente! Pues el pa-trón me dijo que era usted cabo, así como su padre y todos los hombres de su familia.

Al oír esto, el joven volvió a reír a carcajadas, y con tanto regocijo, que el patrón y sus dos marineros le hicieron coro.

—Perdón, coronel —dijo al fin el joven—; pero el quid pro quo,1 que ahora comprendo, es divertidísimo. En efecto, mi familia se glorifica de contar cabos entre sus antepasados; pero nues-tros cabos corsos no han tenido nunca galones en sus bocaman-gas. Por el año de gracia de 1 100, habiéndose rebelado algunos municipios contra la tiranía de los grandes señores montañe-ses, se eligieron jefes, a los que llamaron cabos. En nuestra isla tenemos a honra el descender de tales especies de tribunos.

—Perdóneme, caballero —exclamó el coronel—; le ruego que me perdone. Ya que ha comprendido usted la causa de mi equi-vocación, espero que se servirá excusarla.

Y le tendió la mano.—Es el justo castigo de mi pequeña vanidad, coronel —dijo

el joven sin dejar de reír y estrechando cordialmente la mano del inglés—. No le guardo el menor rencor. Pero puesto que mi amigo Matei me ha presentado tan mal, permítame que me presente yo mismo: me llamo Orso Della Rebbia, teniente re-tirado, y si, como presumo al ver esos dos hermosos perros, va usted a Córcega para cazar, me halagará mucho el hacerle los honores de nuestros bosques y de nuestras montañas… si es que no los he olvidado —añadió suspirando.

En aquel momento la yola llegaba a la goleta. El teniente ofreció la mano a miss Lydia y ayudó luego al coronel a subir

1 Expresión latina que quiere decir literalmente «algo a cambio de algo» y que hace referencia, en este caso, al error de tomar a una persona por otra.

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a bordo. Una vez allí, sir Thomas, que continuaba muy contra-riado por su equivocación y no sabía cómo hacer olvidar su impertinencia a un hombre que databa del año 1 100, lo invitó a cenar, sin esperar el consentimiento de su hija, reiterándole sus excusas y sus apretones de mano. Miss Lydia frunció un poco el ceño, pero, después de todo, no le desagradaba saber lo que era un cabo; el joven no le había resultado antipático; has-ta empezaba a encontrarle cierto no sé qué aristocrático; sin embargo, tenía un aire demasiado franco y demasiado alegre para un héroe de novela.

—Teniente Della Rebbia —dijo el coronel saludándolo a la manera inglesa, con un vaso de vino de Madeira en la mano—, he visto en España a muchos de sus compatriotas; eran de la famosa infantería de tiradores.

—Sí, muchos se quedaron en España —replicó el teniente con expresión seria.

—Nunca olvidaré la conducta de un batallón corso en la ba-talla de Vitoria —prosiguió el coronel—. Este me la recuerda —añadió frotándose el pecho—. Durante todo el día los tirado-res aquellos, diseminados, habían estado acribillándonos desde las tapias de los jardines; nos mataron no sé cuántos hombres y caballos. Decidida la retirada, se reunieron y se pusieron a marchar de prisa. Nosotros esperábamos tomar el desquite en la llanura; pero los bribones…, perdone, teniente…, aquellos bravos, digo, formaron el cuadro y no había medio de romper-lo. En el centro del cuadro, todavía creo verlo, había un oficial montado en un caballo negro; estaba al lado del águila, fu-mando un cigarro como si estuviera en el café. A veces, como para desafiarnos, tocaban música… Lanzo contra ellos mis dos primeros escuadrones… ¡Bah! En lugar de morder en el frente del cuadro, he aquí que mis dragones1 pasan al lado, dan después media vuelta, y regresan muy en desorden con más de un caballo sin jinete… ¡Y siempre la endiablada mú-sica! Al disiparse el humo que envolvía el batallón volví a ver al oficial al lado del águila y fumando su cigarro. Rabioso, me puse a la cabeza de una última carga. Sus fusiles, tapados

1 Soldado que servía a pie y a caballo, alternativamente.

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a fuerza de tirar, no disparaban ya, pero los soldados, en seis filas y con las bayonetas a la altura de las narices de los ca-ballos, parecían una pared. Yo gritaba, alentaba a mis drago-nes, espoleaba mi cabalgadura, cuando el oficial de quien le hablo, dejando al fin de fumar, se dirigió a uno de sus hom-bres, señalándome con la mano. Le oí algo como: «Al capello bianco!» Llevaba yo un penacho blanco. No oí más, porque una bala me atravesó el pecho. Era un magnífico batallón, señor Della Rebbia; el primero del 180 ligero; todos corsos, según me dijeron después.

—Sí —dijo Orso, cuyos ojos habían brillado durante aquel relato—. Sostuvieron la retirada y trajeron su águila; pero los dos tercios de aquellos bravos duermen hoy en los llanos de Vitoria.

—¿Sabría usted por casualidad el nombre del jefe que los mandaba?

—Era mi padre, mayor a la sazón en el 18°. Fue promovido a coronel por su comportamiento en aquella triste jornada.

—¿Su padre? A fe mía que era un valiente. Celebraría volver a verlo; estoy seguro de que lo reconocería. ¿Vive aún?

—No, coronel —dijo el joven palideciendo ligeramente.—¿Estuvo en Waterloo?—Sí, mi coronel; pero no tuvo la dicha de caer en el campo de

batalla… Murió en Córcega… hace dos años… ¡Qué hermoso mar! Diez años hace que no había visto el Mediterráneo. ¿No le parece a usted más bello el Mediterráneo que el océano, se-ñorita?

—Lo encuentro demasiado azul… y las olas carecen de gran-deza.

—¿Le gusta la belleza salvaje, señorita? En este caso creo que le agradará Córcega.

—Mi hija —dijo el coronel— gusta de todo lo que es extraor-dinario. Por eso no le ha gustado Italia.

—No conozco de Italia más que Pisa —dijo Orso—, donde estuve algún tiempo en el colegio; pero no puedo pensar sin admiración en el camposanto, en el duomo, en la torre inclina-da…, en el camposanto sobre todo. ¿Recuerdan ustedes la

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Muerte, de Orcagna…? Creo que podría dibujarla, a tal punto ha quedado grabada en mi memoria.

Miss Lydia temió que el señor teniente se engolfara en una parrafada de entusiasmo.

—Es muy bonito —dijo bostezando—. Perdona, papá; me duele un poco la cabeza y voy a bajar a mi camarote.

Besó a su padre en la frente, saludó majestuosamente con la cabeza a Orso y desapareció. Los dos hombres se pusieron a hablar entonces de cacerías y de guerras.

Se enteraron de que en Waterloo habían estado frente a fren-te y que se habían enviado no pocas balas. Con esto aumentó su simpatía. Criticaron alternativamente a Napoleón, a We-llington y a Blücher; después cazaron juntos el gamo, el jabalí y el muflón. Por último, ya muy avanzada la noche y concluida la última botella de Burdeos, el coronel estrechó de nuevo la mano al teniente y le dio las buenas noches, expresando la es-peranza de cultivar un conocimiento comenzado en forma tan ridícula. Se separaron y cada cual fue a acostarse.

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III

Era una hermosa noche; la luna rielaba sobre las ondas; el velero bogaba suavemente impelido por una ligera brisa. Miss Lydia no tenía ganas de dormir, y solo la presencia de un profa-no le había impedido saborear las emociones que en el mar y al claro de luna experimenta todo ser humano si tiene dos átomos de poesía en el corazón. Cuando calculó que el teniente estaría ya durmiendo a pierna suelta, como el ser prosaico que era, se levantó, se echó un abrigo, despertó a su doncella y subió al puente. No había allí nadie más que un marinero en el timón, que cantaba una especie de melopea en dialecto corso, de ento-nación ruda y monótona. En la calma de la noche, aquella canti-lena extraña no carecía de encanto. Por desgracia, miss Lydia no comprendía bien lo que cantaba el marinero. Entre muchos luga-res comunes, un verso enérgico excitaba su curiosidad; pero a continuación, en el momento más interesante, brotaban unas palabras regionales cuyo sentido se le escapaba. Comprendió, sin embargo, que se aludía a un asesinato. Imprecaciones con-tra los asesinos, propósitos de venganza, elogio del muerto; todo esto se entremezclaba confusamente. Miss Lydia retuvo algunos versos; voy a tratar de traducirlos:

…Ni los cañones ni las bayonetashan hecho palidecer su frente,serena en el campo de batallacomo un cielo estival.Era el halcón amigo del águila,miel de las arenas para sus amigos,para sus enemigos la mar enfurecida.

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Más alto que el sol,más dulce que la luna.Él, a quien los enemigos de Franciano derribaron nunca,fue herido a traiciónpor asesinos de su país.como Vittolo mató a Sampiero Corso.1

Jamás se hubiesen atrevido a mirarlo de frente.…Pongan en la pared delante de mi lechomi cruz de honor, bien ganada.Roja es su cinta.Más roja está mi camisa.Guarden para mi hijo, que se halla en país lejano,mi cruz y mi camisa ensangrentada.Verá en ella dos agujeros.Por cada agujero, un agujero en otra camisa.Pero, ¿se habrá cumplido bien entonces la venganza?Necesito la mano que disparó,el ojo que apuntó,el corazón que lo dispuso…

El marinero enmudeció de pronto.—¿Por qué no sigue usted? —preguntó miss Nevil.El marinero, con un movimiento de cabeza, le mostró una

figura que salía de un rincón de la goleta: era Orso, que se aprestaba a disfrutar de la luz de la luna.

—Acabe su canción —dijo miss Lydia—. Me estaba gustan-do mucho.

El marinero se inclinó hacia ella y le contestó muy quedo:—Yo no doy el rimbecco2 a nadie.—¿Cómo? ¿El qué…?

1Véase Filippini, lib. XI. El nombre de Vittolo es todavía execrado por los corsos. Es hoy un sinónimo de traidor. (Nota de la E. de B.).2Rimbeccare en italiano significa rechazar, desdeñar, denostar. En dialecto corso quiere decir dirigir una censura ofensiva y pública. Darle el rimbecco al hijo de un hombre asesinado diciéndole que su padre no ha sido vengado. El rimbecco es una especie de requerimiento para el hombre que no ha lavado aún con sangre una injuria. La ley genovesa castigaba muy severamente al autor de un rimbecco. (Nota de la E. de B.).

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El marinero no respondió y se puso a silbar.—Veo que está usted admirando nuestro Mediterráneo, miss

Nevil —dijo Orso acercándose—. Convenga en que en ningu-na otra parte se ve esta luna.

—No la miraba. Estaba entretenida en estudiar el corso. Este marinero, que cantaba una melopea de las más trágicas, se ha interrumpido en lo mejor.

El marinero se inclinó como para examinar bien la brújula y dio un tirón del abrigo de miss Nevil. Era evidente que su can-ción no podía ser cantada delante del teniente Orso.

—¿Qué es lo que cantabas, Paolo France? —preguntó Orso—: ¿una ballata o un vocero?1 La señorita te comprende y quisiera oír el final.

—Lo he olvidado, Ors’ Anton’ —contestó el marinero.Y a continuación se puso a entonar a voz en cuello un cántico

a la virgen.Miss Lydia escuchó el cántico distraída y no importunó más

al cantor, prometiéndose, sin embargo, averiguar el significa-do del enigma. Pero la doncella, una florentina que tampoco comprendía bien el dialecto corso, sintió la misma curiosidad que su señorita, y, antes de que esta pudiera advertirle con un codazo su indiscreción, interpeló a Orso:

—¿Qué quiere decir dar el rimbecco, señor capitán?—¡El rimbecco! —exclamó Orso—; pues es inferir a un corso

la más cruel injuria; es echarle en cara el no haberse vengado. ¿Quién ha hablado de rimbecco?

—El patrón de la goleta —se apresuró a responder miss Lydia— pronunció ayer en Marsella esa palabra.

—¿Y de quién hablaba? —preguntó vivamente Orso.

1Cuando muere un hombre, particularmente cuando ha sido asesinado, se coloca su cuerpo sobre una mesa, y las mujeres de su familia, en su defecto las amigas, o hasta mujeres extrañas conocidas por sus dotes poéticas, im-provisan ante un auditorio numeroso cantilenas en verso en el dialecto del país. Se llama a estas mujeres voceratrici, o, según la pronunciación corsa, buceratrici, y la canción se llama vocero, buceru, buceratu, en la costa orien-tal; ballatta, en la costa opuesta. La palabra vocero, como sus derivadas vocerar, voceratrice, procede del latín vociferare. A veces varias mujeres improvisan alternando, y a menudo la mujer o la hija del muerto toman parte también en el canto fúnebre. (Nota de la E. de B.).

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—Nos refería una antigua historia… de tiempos de… sí, creo que era a propósito de Vannina d’Ornano.

—Me figuro, señorita, que la muerte de Vannina no le habrá impulsado a pensar con simpatía en nuestro héroe, el valeroso Sampiero.

—Pero, ¿le parece a usted heroico semejante acto?—Su crimen tiene como excusa las salvajes costumbres de

su época; además, Sampiero hacía una guerra a muerte a los genoveses. ¿Qué confianza hubieran podido tener en él sus compatriotas si no hubiese castigado a la que pretendía tratar con Génova?

—Vannina —dijo el marinero— se marchó sin permiso de su marido. Sampiero hizo bien en retorcerle el cuello.

—Pero —dijo miss Lydia— ella lo hacía para salvar a su ma-rido; iba a pedir el indulto de este a los genoveses por el amor que le profesaba.

—¡Pedir su indulto era envilecerlo! —exclamó Orso.—¡Y matarla él mismo! —añadió miss Nevil—. Debía ser un

monstruo.—Sabe usted que fue ella quien le pidió como un favor, morir

por sus manos. ¿Considera también como un monstruo a Ote-lo, señorita?

—Es muy diferente. Otelo estaba celoso; Sampiero no tenía más que vanidad.

—¿Y no son también una vanidad los celos? Son la vanidad del amor. ¿Lo excusaría usted por ese motivo?

Miss Lydia le lanzó una mirada llena de dignidad y, dirigién-dose al marinero, le preguntó cuándo llegarían a puerto.

—Pasado mañana, si continúa este viento —contestó.—Quisiera estar ya en Ajaccio, porque estoy harta de este

barco.Miss Lydia se levantó, se apoyó en el brazo de su doncella y

dio unos cuantos pasos sobre la cubierta. Orso permaneció junto al timón, sin saber si debía pasear con la joven o bien cortar una conversación que parecía importunarla.

—¡Guapa muchacha, por la sangre de la madona! —dijo el marinero—. Si todas las pulgas de mi cama se le pareciesen no me quejaría de que me picaran.

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Miss Lydia oyó tal vez aquel ingenuo elogio de su belleza y se asustó, porque casi enseguida bajó a su camarote. Poco des-pués se retiró a su vez Orso. La doncella volvió a cubierta y, tras haber sometido a un interrogatorio al marinero, llevó a su señorita la información siguiente: la balada interrumpida por la presencia de Orso fue compuesta con motivo de la muerte del coronel Della Rebbia, padre del susodicho, asesinado hacía dos años. El marinero tenía la seguridad de que Orso volvía a Córcega «para hacer la venganza» —tal fue su expresión—, y afirmaba que antes de poco se vería carne fresca en el pueblo de Pietranera. Traducido este término nacional, se deducía que el señor Orso se proponía asesinar a dos o tres individuos sospechosos de haber asesinado al coronel, los cuales, cierto era, fueron procesados por tal hecho, pero como tenían en su bolsillo a jueces, abogados, prefectos y gendarmes, resultaron tan inocentes como corderos.

«No hay justicia en Córcega» añadió el marinero, «y yo hago más caso de una buena escopeta que de un magistrado de la audiencia. Cuando se tiene un enemigo, preciso es elegir entre las tres eses.»1 Estos interesantes informes cambiaron de una manera notable los sentimientos y las maneras de miss Lydia respecto al teniente Della Rebbia, quien desde ese momento se había convertido en un personaje a los ojos de la nove lesca in-glesa. Ahora aquel aire de desenfado, aquel tono de franqueza y de buen humor, que empezaron por prevenirla desfavorable-mente, se convertían para ella en un mérito más, porque cons-tituían el profundo disimulo de un alma enérgica que no deja traslucir los sentimientos que encierra.

Orso le pareció una especie de Fiesco,2 encubriendo vastos de- signios bajo una apariencia de ligereza, y aunque sea menos bello matar a unos bribones que libertar a la patria, una bella venganza es, no obstante, bella; y además a las mujeres les gusta bastante que un héroe no sea hombre político. Entonces

1Expresión nacional que significa schioppetto, stiletto, strada, o sea escope-ta, estilete, huida. (Nota de la E. de B.).2Juan Luis Fiesco, de ilustre familia genovesa, que conspiró contra Andrea Doria. Es el asunto de un drama de Schiller. (Nota de la E. de B.).

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fue cuando miss Nevil observó que el joven teniente tenía unos ojos muy grandes, blancos dientes, arrogante apostura, educa-ción y bastante trato social. Al día siguiente le habló a menu-do, y su conversación le interesó. Lo interrogó acerca de su país, del que habló bien. Córcega, de donde había salido siendo un niño, primero para ir a un colegio y después a la escuela militar, había quedado en su espíritu engalanada con poéticos colores. Se animaba al hablar de sus montañas, de sus bos-ques, de las originales costumbres de sus habitantes. Como es natural, la palabra venganza surgió más de una vez en sus relatos, porque es imposible hablar de los corsos sin censurar o sin justificar su pasión proverbial. Orso sorprendió un poco a miss Nevil al condenar de una manera general los intermina-bles odios de sus compatriotas. Intentaba excusar, no obstan-te, a los campesinos, diciendo que la vendetta es el duelo de los pobres. «Tan verdad es esto» dijo, «que no se asesina sino pre-vio un desafío en regla. “Guárdate, yo me guardo”, tales son las palabras sacramentales que cambian dos enemigos antes de tenderse emboscadas recíprocas. Hay más asesinatos entre nosotros —añadió— que en ninguna otra parte; pero jamás hallará usted un motivo innoble para esos crímenes. Tenemos, cierto es, muchos homicidas, pero ni un ladrón».

Cuando pronunciaba las palabras venganza y asesinato miss Lydia lo miraba con atención, pero sin descubrir en su rostro el menor signo de emoción. Como había decidido que Orso te-nía la fuerza de alma necesaria para hacerse impenetrable a todos los ojos, excepto a los de ella, por supuesto, continuó cre-yendo firmemente que los manes1 del coronel Della Rebbia no esperarían mucho tiempo la satisfacción que reclamaban.

Ya estaba la goleta a la vista de Córcega. El patrón iba nom-brando los principales puntos de la costa, y, aunque todos eran perfectamente desconocidos para miss Lydia, experimentaba 1 En la mitología romana se les daba el eufemístico nombre de manes que quiere decir «benévolos» a los hostiles espíritus de los muertos, frecuente-mente de los ancestros, que aparecían por lo general en los días en que se les hacían ofrendas propi ciatorias.

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cierto placer en saber sus nombres. No hay nada más aburrido que un paisaje anónimo. A veces el anteojo del coronel descu-bría algún insular vestido de paño oscuro armado con una larga escopeta, montado en un caballito y galopando por pen-dientes rápidas. Miss Lydia creía ver en cada uno a un bandi-do, o bien a un hijo que iba a vengar la muerte de su padre; pero Orso afirmaba que sería algún pacífico habitante de una al-dea próxima que viajaba por sus asuntos; que llevaba un arma menos por necesidad que por galantería, por moda, como un elegante no sale sin un bonito bastón. Aunque un arma de fuego sea menos noble y menos poética que un estilete, a miss Lydia le parecía que para un hombre era más elegante que un bastón, y recordaba que todos los héroes de lord Byron mue-ren de un balazo y no de la clásica puñalada.

A los tres días de navegación la goleta dio vista a las Sangui-narias, y el magnífico panorama del golfo de Ajaccio se de-sarrolló ante los ojos de los viajeros. Con razón se la compara con la bahía de Nápoles; y cuando la goleta entraba en el puer-to aumentó la semejanza un maquis incendiado, que cubría de humareda la punta di Girato y recordaba al Vesubio. Para que el parecido fuese completo se necesitaría que un ejército de Atila fuera a caer sobre los alrededores de Nápoles, porque todo está muerto y desierto en torno de Ajaccio. En vez de los elegantes edificios que por todas partes aparecen desde Caste-llamare hasta el cabo Miseno, solo se ven sombríos maquis, limitados por montañas peladas, alrededor del golfo de Ajac-cio. Ni una casa de campo ni una vivienda. Solo aquí y allí, en las alturas que circundan la ciudad, algunas construcciones blancas se destacan, aisladas, sobre un fondo verde: son capi-llas funerarias, mausoleos de familia. Todo en aquel país es de una belleza grave y triste.

El aspecto de la ciudad, en aquella época sobre todo, acre-centaba la impresión producida por la soledad de sus cerca-nías. Ningún movimiento en las calles, donde no se encuentra más que un reducido número de individuos ociosos y siempre los mismos. Ninguna mujer, salvo unas cuantas campesinas que acuden a vender sus telas. No se oye hablar en alta voz,

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reír, cantar, como en las poblaciones italianas. A veces, a la sombra de un árbol del paseo hay una docena de campesinos armados: juegan a las cartas o miran jugar. No gritan, no ri-ñen nunca; si el juego se anima, se oyen unos pistoletazos, que preceden siempre a la amenaza. El corso es por naturaleza grave y silencioso. Por la noche surgen algunas personas para disfrutar del fresco; pero los paseantes son casi todos extran-jeros. Los insulares se quedan ante sus puertas; cada cual pa-rece estar al acecho, como un halcón en su nido.

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IV

Después de haber visitado la casa en que nació Napoleón y de haberse procurado en ella, por procedimientos más o menos católicos, un poco del papel de las paredes, miss Lydia, a los dos días de haber desembarcado en Córcega, se sintió sobreco-gida por una profunda tristeza, como tiene que ocurrir a todo extranjero en un país cuyos insociables hábitos parecen con-denarle a un completo aislamiento. Lamentó su capricho; pero marcharse enseguida hubiera sido comprometer su reputación de viajera intrépida; se resignó, pues, a tener paciencia y a matar el tiempo lo mejor posible. Con tan laudable resolución preparó lápices y colores, esbozó vistas del golfo e hizo el retra-to de un campesino muy moreno que vendía melones como un vendedor del continente, pero que tenía una barba blanca y el aspecto de un bandido feroz. Como nada de esto bastaba para divertirla, resolvió marear al descendiente de los cabos, cosa que no era difícil, porque, lejos de apresurarse a ir a su pueblo, Orso parecía estar muy a gusto en Ajaccio, aunque no viese allí a nadie. Por otra parte, miss Lydia se había propuesto una noble tarea, la de civilizar a aquel oso de las montañas y hacer que renunciase a los siniestros propósitos que lo habían traído a su isla. Desde que se había dignado estudiarlo, se dijo que sería una lástima dejar que aquel joven corriera a su perdición y que para ella sería glorioso convertir a un corso.

Nuestros viajeros pasaban los días de esta manera: por la mañana el coronel y Orso iban a cazar; miss Lydia pintaba o escribía a sus amigas a fin de poder fechar sus cartas desde Ajaccio; a eso de las seis, los cazadores volvían con los morrales

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repletos; se comía; miss Lydia cantaba, el coronel se adormila-ba y los jóvenes se quedaban conversando hasta muy tarde.

No sé qué formalidad de pasaporte había obligado al coronel Nevil a hacer una visita al prefecto; este, que se aburría mucho, como la mayoría de sus colegas, se había enterado con gran com-placencia de la llegada de un inglés rico, hombre de mundo y padre de una linda muchacha; por lo tanto, lo recibió con toda cortesía y lo abrumó con ofrecimientos de servicios; además, a los pocos días acudió a devolverle la visita. El coronel, que aca-baba de levantarse de la mesa, estaba cómodamente tumbado sobre un sofá y a punto de dormirse; su hija cantaba ante un piano maltrecho; Orso volvía las hojas del cuaderno de música y contemplaba los hombros y los rubios cabellos de la virtuosa. Anunciaron al señor prefecto; enmudeció el piano, el coronel se levantó y presentó a su hija.

—No le presento al señor Della Rebbia —dijo al prefecto— porque supongo que lo conocerá usted.

—¿Es el hijo del coronel Della Rebbia? —preguntó el prefec-to, algo perplejo.

—Sí, señor —contestó Orso.—Tuve la honra de conocer a su señor padre.Los lugares comunes de conversación no tardaron en agotar-

se. A su pesar, el coronel bostezaba con bastante frecuencia; Orso, en su condición de liberal, no quería hablar a un satélite del poder; solo miss Lydia sostenía la conversación. Por su parte el prefecto no la dejaba languidecer, y era evidente que lo complacía mucho hablar de París y de la sociedad a una mujer que conocía a todas las notabilidades del gran mundo europeo. De cuando en cuando, sin dejar de hablar, observaba a Orso con singular curiosidad.

—¿Ha conocido usted al señor Della Rebbia en el continente? —preguntó a miss Lydia.

Esta contestó, algo vacilante, que lo había conocido en el barco que los había traído a la isla.

—Es un joven muy distinguido —dijo el prefecto a media voz—. ¿Le ha dicho a usted —añadió en tono más bajo aún— con qué propósito vuelve a Córcega?

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Miss Lydia tomó su aire majestuoso y contestó:—No se lo he preguntado. Puede usted interrogarlo.El prefecto guardó silencio; pero momentos después, al oír

que Orso dirigía al coronel unas palabras en inglés, le dijo:—Se conoce que ha viajado mucho, señor. Debe usted de ha-

berse olvidado de Córcega… y de sus costumbres.—Es verdad; era muy joven cuando la dejé.—¿Sigue usted en el ejército?—Me han dado el retiro.—Pero ha servido usted demasiado tiempo en el ejército de

Francia para no haberse convertido en un completo francés; no puedo dudarlo, señor.

Pronunció estas últimas palabras con marcado énfasis.No es halagar en exceso a los corsos recordarles que pertene-

cen a la gran nación. Quieren ser un pueblo aparte, y esta pretensión la justifican lo bastante bien para que se les conce-da. Orso, un poco picado, replicó:

—¿Piensa usted, señor prefecto, que un corso, para ser hom-bre de honor, necesita servir en el ejército francés?

—Es evidente que no —dijo el funcionario— no es ese en modo alguno mi pensamiento. Me refiero solamente a ciertas costumbres de este país, algunas de las cuales no son como un administrador las desearía.

Acentuó la palabra costumbres y revistió la más grave expre-sión que pudiera adoptar su rostro. Poco después se levantó y salió, llevándose la promesa de que miss Lydia iría a ver a su mujer a la prefectura.

Cuando se marchó dijo miss Lydia:—Necesitaba venir a Córcega para saber lo que es un prefec-

to. Este me parece bastante amable.—No diría yo lo mismo —replicó Orso—. Se me ha antojado

bastante singular con su aire enfático y misterioso.El coronel estaba más que adormecido. Miss Lydia le echó

una ojeada y, bajando la voz, dijo a Orso:—No lo encuentro tan misterioso como usted pretende, por-

que creo haberlo comprendido.

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—En verdad es usted muy perspicaz, miss Nevil; y si ha vis-to algo ingenioso en lo que acaba de decir ese señor, es induda-ble que usted se lo ha prestado.

—Creo que eso es una frase del marqués de Mascarilla, se-ñor Della Rebbia; pero ¿quiere usted que le dé una prueba de mi agudeza? Soy algo bruja y sé lo que piensan las personas a las que he visto dos veces.

—Me asusta usted. Si supiera leer en mi pensamiento no sé si debería alegrarme o entristecerme por ello.

—No nos conocemos —continuó Lydia, ruborizándose— sino desde hace unos días; pero en el mar y en los países bárbaros, espero que me excusará usted, en los países bárbaros las amis-tades se hacen más pronto que en sociedad… No le choque, pues, que le hable como amiga de cosas un poco íntimas y en las que quizá no debería mezclarse una persona extraña.

—¡Oh! No diga usted esa palabra, miss Nevil; la otra me agradaba mucho más.

—Pues bien; he de decirle que, sin haber procurado averi-guar sus secretos, me he enterado de ellos en parte, y hay algu-nos que me apenan. Conozco, señor, la desgracia que ha caído sobre su familia; me han hablado mucho del carácter vengati-vo de los compatriotas de usted y de su modo de vengarse… ¿No ha aludido a eso el prefecto?

—¿Puede usted pensar, miss Lydia…?Y Orso palideció como la muerte.—No, señor Della Rebbia —dijo ella interrumpiéndole—; sé

que es un caballero perfecto. Usted mismo me ha dicho que en su país solo la gente de pueblo conoce la vendetta… que le pla-ce llamar una forma de duelo…

—¿Me creería usted capaz de llegar a ser un asesino?—Puesto que le hablo de esto, puede comprender bien que no

dudo de usted, y si le he hablado —prosiguió ella, bajando los ojos—, es por si al volver a su país, rodeado quizá de prejuicios bárbaros, le agradara saber que hay alguien que lo estima por su valor en resistir a ellos. Bueno —dijo ella levantándose—, no hablemos más de estas cosas desagradables: me dan dolor

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de cabeza, y además es muy tarde. ¿No me guarda usted ren-cor? Buenas noches, a la inglesa.

Y le tendió la mano.Orso la estrechó con aire grave y emocionado.—Señorita —dijo—, ¿sabe que hay momentos en que des-

pierta en mí el instinto del país? A veces, cuando pienso en mi pobre padre… me obsesionan ideas espantosas. Gracias a us-ted me he liberado de ellas para siempre. ¡Gracias, gracias!

Iba a continuar; pero miss Lydia dejó caer una cucharita de té y el ruido despertó al coronel.

—Della Rebbia, mañana a las cinco a cazar. Sea usted puntual.

—Sí, mi coronel.

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V

Al día siguiente, un poco antes del regreso de los cazadores, miss Nevil, que volvía con su doncella de dar un paseo por la orilla del mar, vio a una joven vestida de negro que entraba en la ciudad montada en un caballo chico, pero vigoroso. La ama-zona iba seguida de una especie de aldeano, a caballo también, vestido con un chaquetón de paño oscuro con las mangas abiertas por los codos; llevaba una calabaza en bandolera, pis-tola al cinto y empuñaba un fusil cuya culata descansaba en un bolso de cuero sujeto al arzón de la silla: el atavío, en suma, de un bandido de melodrama o de burgués corso en viaje. La notable belleza de la mujer atrajo la atención de miss Nevil. Parecía tener unos veinte años. Era esbelta, blanca, con los ojos de un azul oscuro, rojos labios y esmaltados dientes. En su expresión se leía a la vez el orgullo, la inquietud y la triste-za. Llevaba sobre la cabeza ese velo de seda negra llamado mezzaro, que los genoveses han introducido en Córcega y que tan bien sienta a las mujeres. Largas trenzas de pelo castaño le formaban como un turbante alrededor de la cabeza. Su tra-je era limpio, pero de la mayor sencillez.

Miss Nevil pudo contemplarla con detenimiento porque la dama del mezzaro se había parado en la calle para interpelar a alguien con mucho interés, como lo demostraba la expresión de sus ojos; después; ante la respuesta que obtuvo, fustigó a su caballo, que tomó el trote y no paró hasta llegar a la puerta del hotel donde se albergaban sir Nevil y Orso. Allí, luego de cam-biar unas palabras con el hotelero, la joven saltó ligera al sue-lo y fue a sentarse en un banco de piedra junto a la puerta de entrada, mientras que su acompañante conducía los caballos a

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la cuadra. Miss Lydia pasó con su vestido parisiense ante la extranjera sin que esta alzase los ojos. Pasado un cuarto de hora, al abrir la ventana, vio que la joven del mezzaro conti-nuaba en el mismo sitio y en la misma actitud. No tardaron en aparecer el coronel y Orso, que volvían de la caza. Entonces el hotelero dijo unas palabras a la joven y le indicó con la mano a Della Rebbia. Enrojeció ella, se levantó con viveza y dio unos pasos hacia adelante; pero enseguida se detuvo como cohibida. Orso, que se le había acercado, la miró con curiosidad.

—¿Es usted —preguntó ella con voz conmovida— Orso An-tonio Della Rebbia? Yo soy Colomba.

—¡Colomba! —exclamó Orso.Y estrechándola entre sus brazos la besó tiernamente, lo que

asombró un poco al coronel y a su hija, porque en Inglaterra no se besan en la calle.

—Perdóname, hermano mío —dijo Colomba—, si he venido sin orden tuya; pero supe por amigos nuestros que habías lle-gado, y deseaba tanto verte…

Orso volvió a abrazarla y luego se dirigió al coronel:—Es mi hermana —dijo—, a la que no hubiera reconocido si

no se hubiese nombrado… Colomba: el coronel sir Thomas Ne-vil… Sírvase excusarme, mi coronel; pero hoy no podré tener el gusto de comer con ustedes… mi hermana…

—¿Y en dónde demonios quiere usted comer, mi querido amigo? —exclamó el coronel—. Bien sabe que en este horrible albergue no hay más que una comida, y es para nosotros. Mi hija tendrá el mayor gusto en que esta señorita nos acompañe.

Colomba miró a su hermano, que no se hizo rogar demasia-do, y los tres entraron en la habitación más amplia de la posada, que servía al coronel de sala y de comedor. La señorita Della Rebbia, presentada a miss Nevil, le hizo una profunda reve-rencia, pero no dijo una palabra. Se veía que estaba muy azo-rada y que quizá por primera vez en su vida se encontraba en presencia de extranjeros distinguidos. No había nada, sin em-bargo, en sus maneras que oliese a provinciano. En ella lo exó-tico se sobreponía a la falta de mundo. Por esto mismo agradó a miss Nevil, y como no había ningún cuarto disponible en

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aquel hotel, que el coronel y su acompañamiento habían inva-dido, miss Lydia llevó su condescendencia o su curiosidad has-ta ofrecer a la señorita Della Rebbia que le pusieran una cama en su propia alcoba.

Colomba balbució unas palabras de agradecimiento y se apresuró a seguir a la doncella de miss Nevil para proceder al aseo que se requiere tras una caminata a caballo entre el pol-vo y bajo el sol.

Al volver a la sala se fijó en las escopetas que los cazadores acababan de poner en un rincón.

—¡Qué hermosas armas! —dijo—. ¿Son tuyas, Orso?—No; son escopetas inglesas del coronel. Son tan buenas

como hermosas.—Me gustaría que tuvieses una parecida —replicó Colomba.—Pues, verdaderamente, una de estas tres pertenece a Della

Rebbia —declaró el coronel—. Las emplea demasiado bien. Hoy, catorce piezas, por catorce tiros.

Siguió una lucha de generosidad, en la que Orso fue vencido, con gran contento de su hermana, como era fácil advertirlo en la expresión de infantil alegría que brilló de repente en su cara, hasta entonces tan seria.

—Elija usted, amigo mío —dijo el coronel.Orso se negó.—Está bien. Su hermana elegirá por usted.Colomba no esperó a que se lo repitieran: eligió la menos

vistosa de las escopetas, pero era una excelente Manton de grueso calibre.

—Con esta —dijo— se debe de tirar muy bien.Su hermana se deshacía en palabras de agradecimiento,

cuando la comida apareció muy oportunamente para sacarlo del paso. Miss Lydia se regocijó mucho al ver que Colomba, que se había resistido algo a sentarse a la mesa, no haciéndolo sino ante una mirada de su hermano, se santiguó, como buena católica, antes de empezar a comer.

«Esto sí que es primitivo», se dijo.Y se propuso hacer más de una observación de interés a cuen-

ta de aquella joven representante de las rancias costumbres de Córcega. Orso estaba evidentemente algo incómodo, por el

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temor sin duda de que su hermana dijera o hiciera algo que acusara la aldea. Pero Colomba no dejaba de observarlo y amol-daba todos sus movimientos a los de él. A veces lo miraba fija-mente con una rara expresión de tristeza, y entonces, si la mirada de Orso se cruzaba con la de ella, él era el primero en desviarla como si quisiera sustraerse a una pregunta que su hermana le dirigía con la mente y que él comprendía demasia-do bien. Se hablaba francés, porque el coronel se expresaba muy mal en italiano. Colomba entendía el francés y hasta pro-nunciaba bastante bien las pocas palabras que se veía obliga-da a cambiar con sus anfitriones.

Terminada la comida, el coronel, que había notado la especie de molestia que reinaba entre los dos hermanos, preguntó, con su habitual franqueza, a Orso si deseaba hablar a solas con Co-lomba y ofreció, en este caso, pasar con su hija a la habitación inmediata. Pero Orso se apresuró a darle las gracias y a decir-le que sobrado tiempo tendría de hablar con ella en Pietra nera. Así se llamaba el pueblo en que iba a residir.

El coronel ocupó, pues, su puesto acostumbrado en el sofá, y miss Nevil, después de haber iniciado varios temas de conver-sación, renunció a hacer hablar a la hermosa Colomba y rogó a Orso que le leyera un canto del Dante, que era su poeta favo-rito. Orso eligió el canto del «Infierno», en donde se encuentra el episodio de Francesca da Rimini, y se puso a leer, con su mejor acento, los sublimes tercetos que expresan tan bien el peligro de leer entre dos un libro de amor. A medida que leía, Colomba fue acercándose a la mesa, alzando la cabeza, que había tenido baja. Sus pupilas dilatadas brillaban con un fue-go extraordinario; enrojecía y palidecía alternativamente; se agitaba con movimientos convulsivos en su asiento. ¡Admira-ble organismo italiano, que para comprender la poesía no ne-cesita que ningún pedante le demuestre sus bellezas!

Cuando terminó la lectura:—¡Qué hermoso es eso! —exclamó Colomba—. ¿Quién lo ha

compuesto, hermano?Orso se quedó un poco desconcertado, y miss Lydia contes-

tó sonriendo que era un poeta florentino, muerto desde hacía siglos.

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—Haré que leas a Dante —dijo Orso— cuando estemos en Pietranera.

—¡Qué hermoso es, Dios mío! —repetía Colomba.Y recitó tres o cuatro tercetos que había retenido, primero

en voz baja, y después, animándose, los declamó en alta voz, con mayor expresión que la que su hermano les había dado al leerlos.

Miss Lydia, muy asombrada, le dijo:—Veo que le gusta mucho la poesía. Le envidio el placer que

va usted a disfrutar al leer a Dante por primera vez.—Ya ve usted, miss Nevil —dijo Orso—, la fuerza que tienen

los versos de Dante cuando pueden conmover así a una joven salvaje que no sabe más que el Padre nuestro… Pero, me equi-voco: recuerdo que Colomba es del oficio. Ya de niña se ensaya-ba en hacer versos, y mi padre me escribía que era la mejor voceratrice de Pietranera y de dos leguas a la redonda.

Colomba dirigió una mirada suplicante a su hermano. Miss Nevil había oído hablar de las improvisadoras corsas y ardía en deseos de oír a una de ellas. Se apresuró a rogar a Colomba que le diese una muestra de su talento. Orso se interpuso enton-ces, muy arrepentido de haber evocado las disposiciones poé-ticas de su hermana. En vano afirmó que no había nada más trivial que una balada corsa, y declaró que recitar versos cor-sos después de los de Dante era una traición a su país. Solo consiguió excitar el capricho de miss Nevil, y al fin se vio obli-gado a decir a su hermana:

—Pues bien, improvisa algo, pero que sea corto.Colomba lanzó un suspiro, miró con atención durante un

minuto el tapete de la mesa, luego las vigas del techo; por últi-mo, poniéndose una mano sobre los ojos, como esas aves que se tranquilizan y creen no ser vistas al no ver ellas, cantó, o más bien declamó, con voz mal segura la serenata que se va a leer:

LA JOVEN Y LA PALOMA TORCAZ

En el valle, muy lejos, tras las montañas,el sol no se muestra más que una hora al día;hay en el valle una casa sombría,y la hierba crece en el umbral.

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Puertas y ventanas están siempre cerradas.Ninguna humareda sale del tejado.Pero a mediodía, cuando llega el sol,se abre una ventana,y la huérfana se sienta hilando en su rueca:ella hila y canta al trabajarun canto de tristeza;pero ningún otro canto responde al suyo.Un día, un día de primavera,una paloma torcaz se posó en un árbol próximoy oyó el canto de la joven.Joven, le dijo, no lloras tú sola:un cruel gavilán me ha arrebatado a mi compañera.Paloma, muéstrame al gavilán raptor;aunque esté más alto que las nubeslo abatiré pronto a tierra.Pero a mí, pobre muchacha, ¿quién me traerá[a mi hermano,a mi hermano, que está en lejanas tierras?Joven, dime dónde está tu hermanoy mis alas me llevarán junto a él.

—¡Vaya una palomita amable! —exclamó Orso abrazando a su hermana con una emoción que contrastaba con su afectado tono de broma.

—Es una canción deliciosa —dijo miss Lydia—. Quiero que me la escriba usted en mi álbum. La traduciré al inglés y haré que le pongan música.

El buen coronel, que no había entendido una palabra, unió sus felicitaciones a las de su hija y preguntó luego:

—Esa paloma torcaz de que ha hablado usted, señorita, ¿es el ave que hemos comido hoy estofada?

Miss Nevil trajo su álbum, y no fue poca su sorpresa al ver a la improvisadora, que escribía sus versos ahorrando el papel en forma extraordinaria. Se seguían aquellos en la misma lí-nea a todo lo que permitía el ancho de la hoja, de suerte que no podía entrar en la conocida definición de las composiciones poé-ticas: Renglones cortos, de desigual longitud, con un margen

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a cada lado. También hubieran podido hacerse algunas obser-vaciones respecto a la ortografía, un poco caprichosa, de la señorita Colomba, cosa que hizo sonreír a miss Nevil y morti-ficó la vanidad fraternal de Orso.

Llegada la hora de dormir, las dos jóvenes se retiraron a su cuarto. Allí, mientras miss Lydia se despojaba de su collar, pendientes y pulseras, vio que su compañera sacaba de su ves-tido un objeto del largo de una ballena de corsé, pero de forma muy diferente, sin embargo. Colomba lo puso con cuidado y casi furtivamente bajo el mezzaro, que había dejado sobre una mesa; después se arrodilló y rezó con devoción sus oraciones. A continuación se acostó. Muy curiosa por temperamento y lenta como una inglesa en desnudarse, miss Lydia se acercó a la mesa y, fingiendo buscar un alfiler, alzó el mezzaro y vio un puñal bastante largo, curiosamente montado en nácar y plata; el trabajo era notable y era un arma antigua de gran valor para un aficionado.

—¿Es aquí costumbre —dijo miss Nevil sonriendo— que las señoritas lleven este pequeño instrumento en su corsé?

—Es preciso —contestó Colomba con un suspiro—. ¡Hay tanta gente mala!

—¿Y en verdad tendría usted el valor de dar una puñalada así?Y miss Nevil, con el acero en la mano, hacía el ademán de

herir como se hiere en el teatro, de arriba abajo.—Sí, si fuera necesario —dijo Colomba con su voz dulce y

musical— para defenderme o defender a mis amigos… Pero no hay que cogerlo de ese modo: podría usted herirse si la persona a la que quisiera herir se retirase —se incorporó en el lecho—. Vea usted, es así, remontando el golpe. De esta manera dicen que es mortal. ¡Felices la personas que no tienen necesidad de tales armas!

Suspiró, dejó caer su cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. No se hubiese podido ver una cabeza más bella, más no-ble, más virginal. Fidias,1 para esculpir su Minerva, no hubie-ra deseado otro modelo.

1 Escultor, arquitecto y pintor griego del período clásico.

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VI

Para atenerme al precepto de Horacio me he lanzado, desde luego, in medias res.1 Ahora aprovecharé el momento en que todos duermen, el coronel, su hija y la bella Colomba, para poner al lector al corriente de ciertas particularidades que no debe ignorar, si quiere proseguir el curso de esta verídica his-toria. Sabe ya que el coronel Della Rebbia, padre de Orso, mu-rió asesinado. Ahora bien: en Córcega no muere uno asesinado, como en Francia, por el primer escapado de presidio que no encuentra mejor medio para apoderarse del dinero ajeno; allí se muere asesinado por los enemigos; pero suele ser muy difí-cil decir por qué se tiene enemigos. Muchas familias se odian por un antiguo hábito, y la tradición de la causa original de su odio se ha perdido por completo.

La familia a la que pertenecía el coronel Della Rebbia odiaba a varias otras familias, pero en especial a la de los Barricini; decían algunos que en el siglo XVI un Della Rebbia había sedu-cido a una Barricini y había sido apuñalado luego por un pa-riente de la señorita ultrajada. A decir verdad, había otros que contaban la cosa de distinto modo, afirmando que fue una Della Rebbia la seducida y un Barricini el apuñalado. Lo cierto era, para servirme de una expresión consagrada, que había sangre entre las dos familias. No obstante, contra la costumbre, aquel asesinato no había acarreado otros porque los Della Rebbia y los Barricini habían sido igualmente perseguidos por el go-bierno genovés, y habiéndose expatriado los jóvenes, ambas familias quedaron privadas durante varias generaciones de sus representantes enérgicos. A fines del siglo último, un 1 Locución latina que quiere decir «en medio del asunto».

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Della Rebbia, oficial al servicio de Nápoles, en ocasión de ha-llarse en un garito, tuvo una pendencia con otros militares, quienes, entre otros insultos, lo llamaron cabrero corso; echó él mano a su espada; pero, solo contra tres, lo habría pasado mal si un extraño, que jugaba en el mismo local, no hubiese exclamado: «También soy corso», y tomado la defensa del otro. Aquel individuo era un Barricini, el cual no conocía a su com-patriota. Al reconocerse cambiaron numerosas frases de cor-tesía y protestas de amistad eterna, porque en el continente los corsos intiman con facilidad; cosa que no hacen en su isla. Bien pudo verse esto en aquella circunstancia: Della Rebbia y Barricini fueron amigos íntimos mientras permanecieron en Italia; pero de vuelta a Córcega se vieron raras veces, aunque vivían en el mismo pueblo, y cuando murieron se dijo que ha-cía cinco o seis años que no se hablaban. Sus hijos vivieron también en etiqueta, como se dice en la isla. El uno, Ghilfuccio, el padre de Orso, fue militar; el otro, Giudice Barricini, fue abogado. Convertidos ambos en padres de familia y separados por sus profesiones, no tuvieron casi ninguna ocasión de verse ni de oír hablar el uno del otro.

Sin embargo, un día, en 1809, Giudice, al leer, en Bastia, en un periódico que el capitán Ghilfuccio acababa de ser condecora-do, manifestó ante testigos que no lo sorprendía, porque el ge-neral *** protegía a la familia del agraciado. El comentario le fue referido a Ghilfuccio en Viena, el cual dijo a un compatrio-ta que cuando volviera a Córcega encontraría muy enrique ci-do a Giudice, puesto que sacaba más dinero de los pleitos que perdía que de los que ganaba. No se supo nunca si lo que quiso insinuar era que el abogado engañaba a sus clientes o se limitó a emitir la frase vulgar de que un mal asunto produce más que uno bueno a un abogado. Sea como fuere, el abogado Barricini tuvo conocimiento del epigrama y no lo olvidó. En 1812 aspira-ba a ser alcalde de su pueblo y esperaba fundadamente lograr-lo, cuando el general*** escribió al prefecto para recomendarle a un pariente de la mujer de Ghilfuccio. El prefecto se apresu-ró a complacer al general, y a Barricini no le cupo duda de que su fracaso era debido a las intrigas de Ghilfuccio. A la caída

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del emperador, en 1814, el protegido del general fue denuncia-do como bonapartista y remplazado por Barricini. A su vez este último fue destituido cuando los Cien Días;1 pero pasa-da esta tormenta volvió a tomar con gran pompa posesión de la alcaldía y del registro civil.

Desde ese momento su estrella fue más brillante que nunca. El coronel Della Rebbia, pasado a la reserva y retirado en Pie-tranera, tuvo que sostener contra su antagonista una lucha sorda de artimañas renovadas a diario: tan pronto era reque-rido para indemnizar los daños causados por su caballo en los cercados del señor alcalde, tan pronto este, con pretexto de restaurar el pavimento de la iglesia, suprimía una losa rota que tenía las armas de los Della Rebbia y que cubría la tumba de un miembro de esta familia. Si las cabras se comían los re-toños de las plantas del coronel, los dueños de aquellos anima-les hallaban protección en el alcalde; sucesivamente, el tendero de comestibles que tenía la oficina de correos de Pie-tranera, y el guardabosques, un veterano mutilado, ambos protegidos de los Della Rebbia, fueron destituidos y remplaza-dos por gente de los Barricini.

La mujer del coronel expresó al morir su deseo de ser enterra-da en un bosquecito por el que gustaba pasear; pero el alcalde declaró que sería inhumada en el cementerio municipal, pues-to que no había recibido autorización para permitir una sepul-tura aislada. Furioso, el coronel manifestó que, en espera de la autorización, su mujer sería enterrada en el lugar que ella ha-bía elegido y mandó abrir allí una fosa. Por su parte el alcalde ordenó abrir otra en el cementerio, y requirió a la gendarme-ría, a fin de que la fuerza, como dijo él, amparase a la ley. El día del entierro los dos partidos se encontraron frente a frente, y pudo temerse que se entablara un combate por la posesión de los restos de la señora Della Rebbia. Unos cuarenta campesi-nos bien armados, requeridos por los parientes de la difunta, obligaron al cura a que tomara, al salir de la iglesia, el camino del bosque; de otra parte, el alcalde, con sus dos hijos; sus 1 Se ha denominado Cien Días al período en que Napoleón Bonaparte tomó el poder en Francia luego de su fuga de la Isla de Elba, en 1815.

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satélites y los gendarmes, se presentó para oponerse. Cuando apareció y ordenó a la comitiva que retrocediera fue acogido con denuestos y amenazas; sus adversarios estaban en mayoría y parecían determinados. A la vista del alcalde fueron cargadas varias armas, y hasta se dijo que un pastor se dispuso a apun-tarle, pero el coronel le desvió el arma y dijo: «¡Que nadie tire sin orden mía!» El alcalde temía los tiros, naturalmente; como Panurgo,1 y, rehusando el combate, se retiró con su acompaña-miento. Entonces la comitiva fúnebre se puso en marcha, y por el camino más largo, a fin de pasar por delante de la alcal-día. Al desfilar, un idiota que se había unido al cortejo tuvo la ocurrencia de gritar: «¡Viva el emperador!» Dos o tres voces le respondieron, y los rebbianistas, cada vez más animados, pro-pusieron matar a un buey del alcalde que por casualidad les cerraba el paso. Por fortuna el coronel impidió tal violencia.

Puede suponerse que los hechos fueron denunciados y que el alcalde dirigió al prefecto una comunicación, redactada en su estilo más sublime, en que hablaba de leyes divinas y huma-nas pisoteadas, de la alta personalidad del alcalde y de la del párroco desconocidas y ultrajadas, del coronel Della Rebbia puesto a la cabeza de un complot bonapartista para cambiar el orden de sucesión al trono y excitar a los ciudadanos a armar-se los unos contra los otros, delitos previstos por los artícu-los 86 y 91 del código penal.

La exageración de la denuncia perjudicó su efecto. El coronel escribió al prefecto y al fiscal: un pariente de su mujer estaba relacionado con uno de los diputados de la isla y otro era primo del presidente de la audiencia. Gracias a estas protecciones se sobreseyó la causa: la señora Della Rebbia permaneció en el bosque y solo el idiota fue condenado a quince días de cárcel.

Disgustado Barricini por el resultado de este asunto volvió sus baterías hacia otro punto. Exhumó un antiguo título, con arreglo al cual se aprestó a discutir al coronel la propiedad de cierto arroyo que daba movimiento a un molino. Se entabló un pleito, que duró mucho tiempo. Al cabo de un año la audiencia iba a fallar, y según todos los indicios a favor del coronel, cuando 1 Personaje de la sátira Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais.

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el señor Barricini entregó al fiscal una carta firmada por un tal Agostini, bandido célebre, en la que amenazaba al alcalde con incendio y muerte si no desistía de sus pretensiones. Sabi-do es que en Córcega la protección de los bandidos es muy so-licitada, y para obligar a sus amigos intervienen con frecuencia en las querellas particulares. El alcalde sacaba a relucir esa carta, cuando un nuevo incidente vino a complicar el asunto. El bandido Agostini escribió al fiscal para quejarse de que hu-bieran falsificado su letra y lanzado sospechas sobre su carác-ter, haciéndole pasar por un hombre que traficaba con su influencia. «Si descubro al falsificador» decía al final de la carta «lo castigaré ejemplarmente».

Estaba claro que Agostini no había escrito la carta amena-zadora al alcalde; los Della Rebbia acusaban a los Barricini, y viceversa. De una y de otra parte brotaban amenazas, y la justicia no sabía en qué lado hallar a los culpables.

En esto el coronel Ghilfuccio fue asesinado. He aquí los he-chos tal como fueron establecidos por el sumario: Al atardecer del 2 de agosto de 18… la mujer Magdalena Pietri, que llevaba grano a Pietranera, oyó dos tiros consecutivos, que salían, se-gún le pareció, de un camino que conducía al pueblo, a cosa de ciento cincuenta pasos del lugar en que ella se encontraba. Casi enseguida vio a un hombre que corría, agachándose, por un sendero de viñas en dirección al pueblo. Aquel hombre se detuvo un instante y volvió la cara; pero la distancia impidió que la mujer Pietri lo reconociese; además el individuo llevaba en la boca una hoja de viña que lo tapaba casi todo el rostro. Hizo una seña con la mano a alguien que la testigo no vio, y después desapareció entre las viñas.

La mujer dejó su carga, subió corriendo el sendero y encon-tró al coronel Della Rebbia bañado en su sangre, atravesado por dos balazos, pero respirando aún. Tenía a su lado la esco-peta cargada, como si se hubiera apercibido a la defensa contra una persona que lo atacaba de frente en el momento en que otra lo hería por la espalda. Exhalaba ronquidos y lucha-ba contra la muerte; pero no podía pronunciar palabra, cosa que los médicos explicaron por la naturaleza de sus heridas

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que habían atravesado el pulmón. Lo ahogaba la sangre, que manaba lentamente, viscosa y roja. En vano Magdalena Pietri lo incorporó y le hizo unas preguntas. Bien veía ella que él quería hablar, pero no podía hacerse comprender. Habiendo observado la mujer que el herido trataba de llevarse la mano al bolsillo, se apresuró a sacar una cartera y se la entregó abier-ta. El herido cogió el lápiz de la cartera y procuró escribir en un cuadernito. La testigo lo vio trazar con dificultad, en efec-to, algunas letras; pero como no sabía leer no pudo compren-der su significado. Agotado por ese esfuerzo el coronel dejó la cartera en manos de la mujer Pietri; luego estrechándolas con fuerza y mirándola con expresión singular, como si quisiera decir —tales son las palabras de la testigo—: «Esto es impor-tante: es el nombre de mi asesino».

Magdalena Pietri se dirigió al pueblo, y en el camino encon-tró al alcalde Barricini con su hijo Vincentello. Ya era casi de noche. Contó ella lo que había visto. El alcalde tomó la cartera y corrió a la alcaldía a ponerse el fajín y llamar a su secreta-rio y a los gendarmes. Al quedarse sola con Vincentello, Mag-dalena le propuso ir a auxiliar al coronel por si aún estaba con vida; pero Vincentello contestó que si se acercaba a un hombre que había sido el encarnizado enemigo de su familia no deja-rían de acusarlo de haberlo matado él. Al poco rato llegó el alcalde, encontró al coronel muerto, hizo llevar el cadáver y procedió a levantar el acta correspondiente.

A pesar de su turbación, natural en aquellas circunstancias, Barricini se había apresurado a depositar bajo sellos la carte-ra del coronel y a realizar cuanto de él dependía; pero ninguna de sus diligencias reveló nada importante. Al llegar el juez de instrucción, abrieron la cartera, y en una página de un cua-derno de notas, manchada de sangre, había unas letras traza-das por una mano desfalleciente, pero bien legibles sin embargo. Estaba escrito: Agosti… y el juez no dudó de que el coronel había querido designar a Agostini, como su asesino. No obstante, Colomba Della Rebbia, llamada por el juez, soli-citó examinar el cuaderno. Después de haberlo hojeado deteni-damente extendió una mano hacia el alcalde y exclamó: «¡Ese

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es el asesino!» Entonces, con una precisión y una claridad sor-prendentes en el arrebato de dolor en que se hallaba, refirió que su padre había quemado una carta que había recibido de su hijo pocos días atrás, pero que antes de hacerlo había escri-to con lápiz en su cuaderno de notas las señas de Orso, que había cambiado hacía poco de guarnición. Ahora bien: aque-llas señas no estaban en el cuaderno, de lo que deducía Colom-ba que el alcalde había arrancado la hoja en que estaban escritas y en la que con seguridad consignó su padre el nom-bre de su asesino, nombre que el alcalde —así lo dijo Colom-ba— había sustituido por el de Agostini. El juez vio que, en efecto, le faltaba una hoja al cuaderno; pero observó enseguida que también faltaban hojas de otros cuadernos de notas conte-nidos en la misma cartera, y unos testigos declararon que el coronel acostumbraba arrancar hojas de su cartera cuando quería encender un cigarro. Nada más probable, pues, que hu-biese quemado por descuido las señas copiadas. Se comprobó además que el alcalde, al recibir la cartera de manos de Mag-dalena Pietri, no hubiera podido leer a causa de la oscuridad; que no se detuvo ni un instante antes de entrar en el ayunta-miento; que el cabo de gendarmes lo había acompañado, lo había visto encender una lámpara, meter la cartera en un so-bre y sellarlo en su presencia.

Cuando el gendarme hubo terminado su declaración, Colom-ba, fuera de sí, se echó a los pies de él y le suplicó que dijese por lo más sagrado que tuviera, si no había dejado al alcalde solo ni un instante. El gendarme, tras alguna vacilación, ostensi-blemente conmovido por la exaltación de la joven, confesó que había ido a buscar una hoja de papel a la habitación contigua, pero que no había tardado ni un minuto, y que el alcalde no había dejado de hablarle mientras él buscaba a tientas el papel en un cajón. Además afirmó que a su vuelta la cartera estaba en el mismo sitio en que el alcalde la había tirado al entrar.

Barricini declaró con la mayor tranquilidad. Excusaba, de-cía, el arrebato de la señorita Della Rebbia y se avenía condes-cendientemente a justificarse. Probó que había pasado toda la tarde en el pueblo; que su hijo Vincentello estaba con él ante la

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alcaldía en el momento del crimen, y que su otro hijo, Orlan-duccio, enfermo aquel día, no se había levantado de la cama. Presentó todas las escopetas de su casa, ninguna de las cuales había hecho fuego recientemente. Añadió que respecto a la cartera había comprendido de inmediato su importancia, por lo que la puso enseguida bajo sobre sellado y la depositó en manos de su teniente alcalde, previendo que, dada su enemis-tad con el coronel, podría ser objeto de sospechas. Recordó, en fin, que Agostini había amenazado de muerte al que escribió una carta en su nombre, e insinuó que aquel miserable, sospe-chando con probabilidad del coronel, procedió a asesinarlo. Dentro de las costumbres de los bandidos no era aquella la primera venganza por un motivo análogo.

A los cinco días de la muerte del coronel, Agostini fue sor-prendido y muerto tras lucha desesperada por una patrulla de voltigeurs.1 Se encontró entre sus ropas una carta de Colomba en la que le preguntaba si era o no culpable del asesinato que le imputaban. Como el bandido no contestara, fueron muchos los que creyeron que no había tenido valor para decir a una hija que él fue quien la dejó sin padre. Sin embargo, los que pretendían conocer bien el carácter de Agostini decían en voz baja que si hubiera matado al coronel se habría jactado de ello. Otro bandido, llamado Brandolaccio, envió a Colomba una de-claración en la que afirmaba por su honor la inocencia de su compañero; pero la única prueba que alegaba era que Agostini no le había dicho nunca que sospechase del coronel.

En conclusión, los Barricini no fueron molestados. El juez de instrucción colmó de elogios al alcalde, el cual coronó su digna conducta renunciando a todas sus pretensiones respecto al arro-yo que había originado su pleito con el coronel Della Rebbia.

Colomba, siguiendo las costumbres de su país, improvisó una ballata ante el cadáver de su padre y en presencia de sus

1Nombre que se daba en Francia, antes de 1870, a unos soldados de peque-ña talla que formaban una compañía escogida, puesta a la izquierda del batallón. Los voltigeurs, además de ser soldados distinguidos, reunían, como su nombre indica (del verbo voltiger, revolotear), condiciones especia-les de ligereza para acudir adonde fueran necesarios. (Nota de la E. de B.).

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amigos reunidos. Exhaló en ella todo su odio contra los Barri-cini y los acusó formalmente del asesinato, amenazándolos al mismo tiempo, con la venganza de su hermano. Aquella bala-da, que se hizo muy popular, fue la que Lydia oyó cantar al marinero. Al conocer la muerte de su padre, Orso, que se ha-llaba entonces en el norte de Francia, pidió una licencia, pero no se la concedieron. En los primeros momentos, y por la carta de su hermana, creyó en la culpabilidad de los Barricini, pero des-pués recibió copia de todas las piezas del proceso, y una carta particular del juez le inspiró casi la convicción de que Agostini era el único culpable. Colomba le escribía cada tres meses para repetirle sus sospechas, que ella llamaba pruebas. A su pesar, tales acusaciones hacían hervir en él su sangre corsa, y a ve-ces se sentía a punto de compartir los prejuicios de su herma-na. No obstante, siempre que le escribía no dejaba de repetirle que sus argumentos no tenían ningún fundamento sólido y no merecían crédito alguno. Hasta le prohibía, pero siempre en vano, que le hablase más del asunto. De esta suerte trascurrie-ron dos años, al cabo de los cuales se le dio el retiro, y entonces pensó en regresar a su país, no para vengarse de quienes juz-gaba inocentes, sino para casar a su hermana y vender sus insignificantes propiedades, si es que valían lo bastante para permitirle vivir en el continente.

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VII

Sea porque la llegada de su hermana hubiese recrudecido en Orso el recuerdo del techo paterno, sea porque se avergonzar-se un poco ante sus civilizados amigos del traje y de las mane-ras toscas de Colomba, manifestó al día siguiente su decisión de dejar Ajaccio y volver a Pietranera. Sin embargo, hizo pro-meter al coronel que se albergaría unos días en su humilde casa cuando fuera a Bastia, y él, en cambio, se comprometió a proporcionarle para sus cacerías gamos, faisanes, jabalíes y todo lo demás.

La víspera de su partida, en vez de ir de caza, Orso propuso un paseo a orillas del golfo. Dando el brazo a miss Lydia podía hablarle con toda libertad; Colomba se había quedado en la ciudad para hacer unas compras, y el coronel los dejaba a cada instante para tirar a las gaviotas y otras aves de mar, con gran sorpresa de los transeúntes, que no comprendían que se gasta-se la pólvora en semejante caza.

Seguían el camino que conduce a la capilla de los griegos, desde donde se descubre la más hermosa vista de la bahía; pero no le prestaban la menor atención.

—Miss Lydia… —dijo Orso tras un silencio que por lo largo se había hecho embarazoso— con franqueza, ¿qué opina usted de mi hermana?

—Que me agrada mucho —contestó miss Nevil—. Más que usted —agregó sonriendo—, porque ella es una verdadera cor-sa y usted es un salvaje demasiado civilizado.

—¡Demasiado civilizado…! Pues bien: a mi pesar, siento que renace mi salvajismo desde que he puesto el pie en la isla. Me agitan, me atormentan, mil espantosos pensamientos… y

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necesito hablar con usted un poco antes de hundirme en mi desierto.

—Tenga valor. Imite el ejemplo de resignación que le da su hermana.

—¡Ah! Está usted equivocada. No crea en su resignación. No me ha dicho nada, pero en cada una de sus miradas leo lo que mi hermana espera de mí.

—¿Qué es lo que quiere de usted, en fin?—Pues sencillamente que vea si la escopeta de su padre es

tan eficaz para el hombre como para la perdiz.—¡Qué idea! ¿Cómo puede suponer eso cuando acaba de con-

fesar que no le ha dicho ella nada? No está bien que piense usted así.

—Si ella no pensara en la venganza me hubiera hablado de mi padre, y no lo ha hecho. Habría nombrado a los que ella considera… sin razón, ya lo sé, como los homicidas, y no los ha mentado para nada. Es que nosotros los corsos somos una raza astuta. Mi hermana comprende que no me tiene por completo en su poder y no quiere asustarme cuando todavía puedo huir. Una vez que me haya conducido al borde del precipicio, y sien-ta el vértigo me empujará al abismo.

Entonces Orso dio algunos detalles de la muerte de su padre a miss Nevil y refirió las principales pruebas acumuladas para hacerle creer que Agostini era el asesino.

—Nada —añadió— ha podido convencer a Colomba. Lo he visto en su última carta. Ha jurado la muerte de los Barricini, y… vea la confianza que usted me inspira, miss Nevil… tal vez no estarían ya en este mundo si, por uno de los prejuicios que su tosca educación excusa, no estuviera persuadida de que la ejecución de la venganza me pertenece, en mi calidad de jefe de familia, y de que mi honor está comprometido en ello.

—Verdaderamente, está calumniando a su hermana, señor Della Rebbia —dijo miss Nevil.

—No; usted misma lo ha dicho… mi hermana es corsa y piensa lo que piensan todos. ¿Sabe usted por qué estaba yo tan triste ayer?

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—No; pero desde hace algún tiempo padece usted esos acce-sos sombríos… Era usted más amable en los primeros días de nuestra amistad.

—Ayer, en cambio, estaba más alegre, más contento que de costumbre. ¡La había visto tan bondadosa, tan indulgente con mi hermana…! Volvíamos en bote el coronel y yo. ¿Sabe usted lo que me dijo uno de los boteros en su infernal modo de ha-blar? «Ha matado mucha caza, Ors’ Anton’; pero ya verá cómo Orlanduccio Barricini es mejor cazador que usted».

—¿Y qué tienen de terrible esas palabras? ¿Ha cifrado su orgullo en ser un cazador excepcional?

—Pero ¿no comprende usted que ese miserable decía que no tendría el valor de matar a Orlanduccio?

—Le declaro que me da usted miedo. Parece que el aire de su isla no solo produce fiebre, sino que vuelve loco. Afortunada-mente, no tardaremos en dejarla.

—No antes de haber estado en Pietranera. Se lo ha prometi-do a mi hermana.

—¿Y si faltáramos a nuestra promesa? ¿Tendríamos que te-mer quizá alguna venganza?

—¿Recuerda lo que nos contaba el otro día su padre de esos indios que amenazan a los gobernadores de la compañía con dejarse morir de hambre si no son atendidos en sus demandas?

—¿Quiere eso decir que se dejaría morir de hambre? Lo dudo. Estaría un día sin comer y al otro le llevaría Colomba un bruccio1 tan apetitoso que renunciaría a su propósito.

—No se burle de mí, miss Nevil. Es usted cruel. Ya ve, voy a quedarme solo aquí. Únicamente usted podría impedir que me volviera loco, como dice. Era usted mi ángel guardián, y ahora…

—Ahora —dijo miss Lydia en tono serio—, para no perder esa razón, que se perturba tan fácilmente, piense en su honor de hombre y de militar, y —prosiguió volviéndose para coger una flor— si algo vale para usted, piense en su ángel guardián.

—¡Ah! miss Nevil, si pudiera pensar que usted se interesa realmente…

1 Especie de queso de crema cocido. Es un manjar nacional en Córcega.

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—Escúcheme, señor Della Rebbia —replicó miss Nevil, algo conmovida—; puesto que es usted un niño, lo trataré como a un niño. Cuando era pequeña mi madre me dio un collar que deseaba vehementemente, pero me dijo: «Cada vez que te pon-gas este collar acuérdate de que todavía no sabes el francés». El collar perdió a mis ojos un poco de su mérito. Se había con-vertido para mí en una especie de remordimiento; pero lo llevé y supe el francés. ¿Ve usted esta sortija? Es un escarabajo egipcio encontrado, si usted quiere, en una pirámide. Esta fi-gura extraña, que tal vez creerá usted una botella, significa la vida. Hay en mi país quienes hallarían muy propio el jeroglí-fico. Esto otro es un escudo con un brazo que sostiene una lanza, lo que quiere decir combate, batalla. Así, pues, la re-unión de las dos figuras constituye este lema, que me parece bastante bien: La vida es un combate. No se le ocurra creer que traduzco los jeroglíficos corrientemente; es un sabio en tales materias quien me explicó estas. Tome, le regalo mi es-carabajo. Cuando lo asalte algún mal pensamiento corso mire mi talismán y dígase que es preciso salir vencedor de la bata-lla que nos presentan las malas pasiones… La verdad es que no predico mal.

—Pensaré en usted, miss Nevil, y me diré…—Dígase que tiene una amiga a la que desconsolaría… saber

que ha sido usted ahorcado. Lo cual, además, apenaría mucho a los señores cabos, antepasados de usted.

Al decir esto se separó riendo de Orso, y corrió hacia su padre:—Papá —le dijo—, deja en paz a esos pobres pájaros y ven

con nosotros a poetizar en la gruta de Napoleón.

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VIII

Siempre hay algo solemne en una separación, aunque sea por poco tiempo. Orso iba a marchar con su hermana muy de ma-ñana, y la víspera por la noche se había despedido de miss Lydia, pues no esperaba que esta hiciera en favor de él una excepción en sus hábitos de pereza. La despedida había sido fría y grave. Desde la conversación a orillas del mar, miss Lydia temía haber mostrado a Orso un interés quizá demasia-do vivo, y Orso, por su parte, se sentía apesadumbrado por las burlas, y sobre todo por el tono de ligereza de ella. Hubo un momento en que creyó vislumbrar en la actitud de la joven inglesa un sentimiento de afecto naciente; pero después, des-concertado por sus bromas, se dijo que no era él a los ojos de ella sino un mero conocido que sería pronto olvidado. Gran-de fue, pues, su sorpresa cuando por la mañana, al sentarse a tomar café con el coronel, vio entrar a miss Lydia seguida de Co-lomba. Se había levantado a las cinco, y en una inglesa, en miss Nevil sobre todo, el esfuerzo era lo suficientemente extraordi-nario para que Orso sintiera nacer en él alguna vanidad.

—Lamento mucho —dijo— que se haya molestado usted tan temprano. Sin duda mi hermana la habrá despertado a pesar de mis recomendaciones y debe aborrecernos. ¿Me desea usted ya ahorcado quizá?

—No —contestó miss Lydia en voz baja y en italiano, eviden-temente para que su padre no la oyese—. Pero ayer se ha inco-modado usted por mis inocentes bromas y no quería que se llevara un mal recuerdo de su servidora. ¡Qué terribles son ustedes los corsos! ¡Adiós, pues; espero que hasta pronto!

Y le tendió la mano.

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Orso solo respondió con un suspiro. Colomba se llegó a él, lo llevó aparte y, enseñándole algo que tenía bajo su mezzaro, le habló un momento en voz baja.

—Mi hermana —dijo Orso a miss Nevil— quiere hacerle un extraño regalo; pero los corsos no tenemos gran cosa que dar… salvo nuestro afecto… que el tiempo no borra. Mi hermana me dice que miró usted con curiosidad este estilete. Es una anti-güedad en la familia. Probablemente lo llevó antaño en su cin-to alguno de los cabos a quienes debo la honra de haberla conocido. Colomba lo cree tan valioso que me ha pedido permi-so para dárselo a usted; pero no sé si concedérselo, porque temo que se burle de nosotros.

—El estilete es precioso —contestó miss Lydia—; pero es un arma de familia y no puedo aceptarlo.

—No es el estilete de mi padre —replicó con viveza Colom-ba—. Procede de uno de mis abuelos maternos, a quien se lo dio el rey Teodoro.1 Si lo acepta usted se lo agradeceremos mucho.

—Ya ve, miss Lydia —dijo Orso—: no desdeñe el estilete de un rey.

Para un aficionado, las reliquias del rey Teodoro son infi-nitamente más preciosas que las del más poderoso monarca. La tentación era fuerte, y miss Lydia veía ya el efecto que pro-duciría el arma aquella colocada sobre una mesa de laca en su casa de Saint-James’s Place.

—Pero —insistió tomando el puñal con la vacilación del que quiere aceptar y dirigiendo la más amable de sus sonrisas a Colomba— no puedo, no estaría bien que la dejase marcharse desarmada, mi querida amiga.

—Viene mi hermano conmigo —dijo Colomba con orgullo— y llevamos la buena escopeta que su padre nos ha dado. ¿La has cargado con bala, Orso?

Miss Nevil aceptó el puñal, y Colomba; para conjurar el peli-gro que se corre en dar armas cortantes o punzantes a los amigos, exigió cinco céntimos en pago.1 Théodore de Neuhoff (1696- 1756), luego Teodoro I de Córcega gracias a su contribución a la paz luego de la rebelión corsa de 1729.

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Hubo que separarse al fin. Orso estrechó una vez más la mano de miss Nevil. Colomba la abrazó y luego fue a ofrecer sus labios de rosa al coronel, muy maravillado de la cortesía corsa. Desde la ventana de la sala miss Lydia vio montar a ca-ballo a los dos hermanos, y observó que los ojos de Colomba brillaban con una alegría singular. Aquella robusta y enérgi-ca mujer, fanática de sus ideas de honor bárbaro, con el orgullo en la frente y contraídos los labios por una sonrisa sardónica, llevándose aquel hombre armado como para una expedición siniestra, recordó a miss Lydia los temores de Orso y creyó ver en su hermana al mal genio que lo arrastraba a su pérdida. Orso, ya a caballo, alzó la cabeza y vio a su amiga. Fuera porque hubiese adivinado el pensamiento de ella, fuese para enviarle un último adiós, tomó el anillo egipcio que se había colgado de un cordón, y se lo llevó a los labios. Miss Lydia se retiró de la ventana ruborizándose; pero volvió casi enseguida a asomarse y vio a los dos corsos alejarse rápidamente, al galope de sus cabalgaduras, en dirección a las montañas. Media hora des-pués se los percibía aún, con el anteojo del coronel, costeando el fondo del golfo, y vio ella que Orso volvía con frecuencia la cabeza hacia la ciudad. Por fin desapareció tras las marismas, convertidas hoy en un hermoso plantío.

Miss Lydia, al mirarse en el espejo, se encontró pálida.«¿Qué pensará de mí ese joven?» se dijo. «Y, ¿qué pienso yo de

él? Y, ¿por qué pienso en él…? ¡Una relación de viaje…! ¿Qué he venido a hacer en Córcega…? ¡Oh!, no, no lo amo… No, no; además, la cosa es imposible… Colomba… ¡Cuñada yo de una voceratrice que lleva un estilete!» Y al notar que tenía en la mano el del rey Teodoro lo tiró sobre su tocador. «¡Colomba en Londres, bailando en Almack’s…!1 ¡Qué león2 para enseñarlo por allí, Señor…! Tal vez haría ella furor… Y él me quiere, estoy segura de ello… Es un héroe de novela cuya carrera aventurera he interrumpido… Pero, ¿tenía realmente ganas

1Fue uno de los primeros clubes londinenses en recibir hombres y mujeres a la vez. Se consideraba muy exclusivo y pertenecer a él, un privilegio. 2En aquella época se daba este nombre en Inglaterra a las personas de moda que se hacían notar por algo extraordinario. (Nota de la E. de B.).

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de vengar a su padre a lo corso…? Era algo entre un Conrado y un dandi… He hecho de él un dandi puro; ¡un dandi que tiene un sastre corso…!»

Miss Lydia se echó en la cama y quiso dormir, pero le fue imposible; y no la seguiré en su monólogo, en el que se dijo más de cien veces que el señor Della Rebbia no había sido, ni era, ni sería nunca nada para ella.

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IX

Mientras tanto, Orso cabalgaba con su hermana. Al principio les impidió hablar el movimiento rápido de los caballos; pero cuando las pendientes demasiado rápidas los obligaban a po-nerlos al paso cambiaban algunas palabras respecto a los ami-gos que acababan de dejar. Colomba habló con entusiasmo de la belleza de miss Nevil, de su rubio pelo, de sus graciosas ma-neras. Después preguntó si el coronel era tan rico como pare-cía serlo y si la señorita Lydia era hija única.

—Debe de ser un buen partido —dijo—. Parece que su padre te ha cobrado mucho afecto.

Y como Orso no contestara nada, añadió:—Nuestra familia fue rica en otro tiempo; es todavía de las

más consideradas de la isla. Todos estos signori1 son bastar-dos. No hay nobleza ruin en las familias de los cabos, y ya sa-bes tú que desciendes de los primeros cabos de la isla. Ya sabes que nuestra familia es originaria de tras los montes2 y que han sido las guerras civiles las que nos han obligado a pasar a este lado. Si estuviera en tu lugar no vacilaría en pedir a su padre la mano de miss Nevil… (Orso se encogió de hombros.) Con su dote compraría los bosques de la Falsetta y las viñas de abajo de nuestra casa, construiría una hermosa casa de piedra de sillería y levantaría un piso más en la antigua torre en que

1Llámase signori a los descendientes de los señores feudales de Córcega. Entre las familias de los signori y las de los caporali hay rivalidad en cuan-to a nobleza. (Nota de la E. de B.). 2Es decir de la costa oriental. La expresión, muy usada, de là dei monti cambia de sentido según la posición del que la emplea. Córcega está dividi-da de norte a sur por una cadena de montañas. (Nota de la E. de B.).

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Sanbucuccio mató tantos moros en tiempos del conde Enrique el bel Missere.1

—Estás loca, Colomba —contestó Orso galopando.—Tú eres hombre, Ors’ Anton’, y sin duda sabes mejor que

una mujer lo que debes hacer. Pero quisiera saber lo que ese inglés podría objetar contra nuestra alianza. ¿Hay cabos en In-glaterra…?

Tras una buena caminata charlando así el hermano y la her-mana llegaron a un pueblecito, no lejos de Bocognano, donde pararon para comer y pernoctar en casa de un amigo de su familia. Fueron recibidos con esa hospitalidad corsa que no se puede apreciar hasta que se la conoce. Al día siguiente su huésped, que había sido compadre de la señora Della Rebbia, los acompañó una legua.

—Ve estos bosques y estos maquis —dijo a Orso en el mo-mento de despedirse—: un hombre que hubiera cometido una desgracia podría vivir aquí diez años en paz, sin que los gendar-mes ni los soldados viniesen a buscarlo. Estos bosques lindan con el de Vizzavona, y si se tienen amigos en Bocognano o en los alrededores no se carece de nada. Lleva usted una buena esco-peta; debe de ser de gran alcance. ¡Sangre de la madona, qué calibre! Algo más que jabalíes se puede matar con ella.

Orso contestó fríamente que su escopeta era inglesa y lanzaba el plomo muy lejos. Se abrazaron y cada cual siguió su camino.

Ya nuestros viajeros estaban a poca distancia de Pietranera cuando, a la entrada de un desfiladero que había que atravesar, vieron a siete u ocho hombres armados, sentados unos en las pie dras, tumbados otros en la hierba, y de pie algunos como en acecho. Sus caballos pastaban a poca distancia. Colomba los exa-minó un instante con unos gemelos que sacó de uno de los gran-des bolsillos de cuero que todos los corsos llevan en los viajes.

—Es gente nuestra —dijo ella con expresión alegre—. Pie-ruccio ha cumplido bien el encargo…1V. Filippini, lib. II. El conde Arrigo bel Missere murió en el año 1000; se dice que a su muerte se oyó en el aire una voz que cantaba estas palabras proféticas:É morto il conte Arrigo bel Missere,E Corsica sarà di male in peggio.

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—¿Qué gente? —preguntó Orso.—Nuestros pastores —contestó ella—. Anteanoche mandé a

Pieruccio para que reuniese a esa buena gente para acompa-ñarte a tu casa. No es correcto que entres en Pietranera sin escolta, y además debes saber que los Barricini son capaces de todo.

—Colomba —dijo Orso con tono severo—, te he dicho mu-chas veces que no me hables más de los Barricini ni de tus infundadas sospechas. Ciertamente que no voy a cometer la ridiculez de entrar en mi casa con esa tropa de haraganes, y me disgusta mucho que los hayas reunido sin advertírmelo.

—Te has olvidado de tu país, hermano mío, y me incumbe guardarte cuando tu imprudencia te expone. Debía hacer lo que he hecho.

En aquel momento los pastores, habiéndolos visto, corrieron a sus caballos y acudieron al galope.

—¡Viva Ors’ Anton’! —exclamó un robusto anciano de barba blanca que llevaba, a pesar del calor, un chaquetón con capu-cha, de paño corso, de más abrigo que el pelo de sus cabras—. Es el propio retrato de su padre, si bien más alto y más fuerte. ¡Hermosa escopeta! Se hablará de ella, Ors’ Anton’.

—¡Viva Ors’ Anton’! —repitieron a coro todos los pastores—. Bien sabíamos que al fin había de volver.

—¡Ah! Ors’ Anton’ —dijo un mocetón de tinte color de la-drillo—, ¡qué alegría la de su padre si estuviera aquí para reci-birlo! Y aquí estaría el buen señor si me hubiera hecho caso, si me hubiese dejado despachar a Giudice… Pero no me creyó. Ahora sabrá que tenía razón.

—¡Bueno! —intervino el anciano—. Nada perderá Giudice con esperar.

Y una docena de disparos acompañaron esta aclamación.Orso, de muy mal humor en medio de aquellos jinetes, que

hablaban todos a un tiempo y se agolpaban para estrecharle la mano, permaneció un buen rato sin poder hacerse oír. Por fin, adoptando la actitud que tomaba a la cabeza de su sección cuando distribuía reprimendas y arrestos:

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—Amigos míos —dijo—, les agradezco el afecto que me de-muestran y el que tuvieron por mi padre; pero deseo, quiero que nadie me dé consejos. Sé lo que debo hacer.

—Tiene razón, tiene razón —exclamaron los pastores—. Ya sabe usted bien que puede contar con nosotros.

—Sí, cuento con ustedes; pero ahora no necesito a nadie; ningún peligro amenaza mi casa. Den, pues, media vuelta y marchen con sus cabras. Conozco el camino de Pietranera y no necesito guías.

—No temas nada, Ors’ Anton’ —dijo el viejo—; no se atreve-rán ellos a presentarse hoy. El ratón se mete en su escondrijo cuando aparece el gato.

—Gato, serás tú, viejo barbudo —dijo Orso—. ¿Cómo te llamas?

—¿Cómo? ¿No conoce usted ya, Ors’ Anton’, a quien lo llevó tan a menudo a la grupa del mulo que mordía? ¿No conoce a Polo Griffo? Pues es un buen hombre, que pertenece a los Della Rebbia en cuerpo y alma. Diga una palabra, y cuando su esco-peta hable no se callará este viejo mosquete, tan viejo como su amo. Cuente con ello, Ors’ Anton’.

—Está bien, está bien; pero, ¡por todos los diablos!, márchen-se y déjennos continuar nuestro camino.

Por fin se alejaron los pastores, dirigiéndose al trote largo hacia el pueblo; pero de cuando en cuando se detenían en to-dos los puntos elevados del camino, como para examinar si había alguna emboscada, y sin alejarse demasiado de Orso y su hermana para poder auxiliarlos en caso de necesidad. Y el viejo Polo Griffo decía a sus compañeros:

—¡Lo comprendo, lo comprendo! No dice lo que va a hacer, pero lo hará. Es el propio retrato de su padre. ¡Muy bien! Dices que no odias a nadie: tú has hecho un voto a santa Nega.1 Per-fecto. Pues no daría un higo por la piel del alcalde. Antes de un mes no se podrá hacer un odre con ella.

Precedido así por aquella vanguardia, el descendiente de los Della Rebbia entró en su pueblo y llegó a la antigua mansión 1Esta santa no se encuentra en el almanaque. Consagrarse a santa Nega es negarlo todo sistemáticamente. (Nota de la E. de B.).

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de los cabos, sus antepasados. Los rebbianistas, largo tiempo privados de jefe, salieron a su encuentro en masa, y los vecinos que se conservaban neutrales se asomaron a sus puertas para verlo pasar. Los barricinistas permanecieron en sus casas, atisbando por las rendijas de las ventanas.

Pietranera es un pueblo, muy irregularmente edificado, como todos los de Córcega; pues para ver una calle hay que ir a Cargesa, construido por M. de Marboeuf. Las casas, disemi-nadas al azar y sin la menor alineación, ocupan la cumbre de un altozano, o más bien un saliente de la montaña. Hacia el cen-tro del pueblo se alza una corpulenta encina, y al lado se ve una pila de granito, a la que un tubo de madera lleva el agua de un manantial cercano. Este monumento de utilidad pública fue costeado a medias por los Della Rebbia y los Barricini, pero se buscaría allí en vano un indicio de la antigua concor-dia entre las dos familias. Es, por el contrario, una obra de rivalidad. En una ocasión el coronel Della Rebbia envió al mu-nicipio de su pueblo cierta cantidad para contribuir a la cons-trucción de una fuente; el abogado Barricini se apresuró a ofrecer un don semejante, y a este combate de generosidad debe Pietranera su agua. Alrededor de la encina y de la fuente hay un espacio libre, que llaman plaza, y en donde los desocu-pados se reúnen por la tarde. A veces se juega allí a las cartas, y una vez al año, en carnaval, hay baile. En los dos extremos de la plaza se alzan edificios de piedra, más altos que anchos. Son las torres enemigas de los Della Rebbia y de los Barricini. La arquitectura es uniforme; tienen la misma altura, y se ve que la rivalidad de las dos familias se ha mantenido siempre sin que la fortuna decidiese entre ellos.

Tal vez sea oportuno explicar lo que hay que entender por la palabra torre. Es una construcción cuadrada de unos cuaren-ta pies de altura, que en cualquier otro país se llamaría lisa y llanamente un palomar. La puerta, estrecha, se abre a ocho pies del suelo a la que da acceso una escalera muy empinada. Encima de la puerta hay una ventana con una especie de bal-cón que tiene en la losa un agujero, como las galerías salientes de las antiguas torres fortificadas, que permite aplastar sin

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riesgo a un visitante indiscreto. Entre la puerta y la ventana hay dos escudos groseramente esculpidos. El uno ostentaba antaño la cruz de Génova; pero, todo machacado hoy, no es ya inteligible sino para los anticuarios. En el otro figuran las armas de la familia que posee la torre. Añadan, para completar la decoración, unas cuantas señales de balazos en los escudos y dinteles de la ventana, y pueden tener una idea de una mansión señorial de la edad media en Córcega Se me olvidaba decir que las dependencias habitables se respaldan contra la torre, con la que frecuentemente tienen comunicación interior.

La torre y la casa de los Della Rebbia ocupan el lado norte de la plaza de Pietranera; la torre y la casa de los Barricini, el lado sur. Desde la torre del norte hasta la puerta es el paseo de los Della Rebbia; el de los Barricini, el del lado opuesto. Desde el entierro de la mujer del coronel no se había visto nunca a nin-gún miembro de una de aquellas dos familias presentarse en otro lado de la plaza que en el que le estaba asignado por una especie de convenio tácito. Para evitar un rodeo, Orso iba a pa-sar por delante de la casa del alcalde, cuando su hermana se dio cuenta y le indicó una callejuela por la que llegarían a su casa sin atravesar la plaza.

—¿Por qué tomarse esa molestia? ¿La plaza no es acaso de todos? —dijo Orso.

Y espoleó a su caballo.«¡Es un valiente!», exclamó para sí Colomba. «¡Serás venga-

do, padre mío!»Al llegar a la plaza Colomba se colocó entre su hermano y la

casa de los Barricini, con la mirada fija en las ventanas de sus enemigos. Observó que las habían atrincherado recientemente y que habían abierto en ellas archere. Se llama archere a unas aberturas estrechas en forma de troneras, dispuestas entre gruesos troncos, con los que se tapa la parte inferior de una ventana. Cuando se teme algún ataque se improvisan estas defensas, a cuyo amparo se hace fuego contra los asaltantes.

—¡Cobardes! Mira, Orso, ya empiezan a precaverse. Se han parapetado; pero tendrán que salir algún día —dijo Colomba.

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La presencia de Orso en el lado sur de la plaza produjo mucha sensación en Pietranera y fue considerada como un acto au-daz, rayano en temerario. Para los neutrales reunidos por la tarde en torno de la encina constituyó un tema de intermina-bles comentarios.

—Es suerte —se decía— que los hijos de Barricini no hayan vuelto todavía, porque son menos sufridos que su padre y qui-zá no hubieran dejado pasar por el terreno de ellos a su enemi-go sin hacerle pagar su bravata.

—Acuérdese de lo que voy a decirle, vecino —añadió un viejo que era el oráculo del pueblo—. Me he fijado en la cara de Co-lomba; algo maquina en su cabeza. Huelo a pólvora. Dentro de poco habrá carne fresca en Pietranera.

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X

Separado muy niño de su padre, Orso no había tenido tiempo de tratarlo. Había dejado Pietranera a los quince años para estudiar en Pisa, y de allí había pasado a la escuela militar, mientras Ghilfuccio paseaba por Europa las águilas impe-riales. Orso no le había visto en el continente sino en varias ocasiones, y hasta 1815 no fue a servir al regimiento que man-daba su padre. Pero el coronel, inflexible en la disciplina, tra-taba a su hijo como a todos los otros tenientes, es decir, con mucha severidad. Los recuerdos que Orso había conservado de su padre eran de dos clases. Lo recordaba en Pietranera, con-fiándole su sable, haciéndole disparar su escopeta cuando volvía de cazar, o haciéndole sentar por primera vez, muy niño aún, a la mesa familiar. Después se representaba al coronel Della Rebbia mandándole arrestado por cualquier distracción y no llamándolo nunca más que señor oficial.

—Teniente Della Rebbia, no está usted en su puesto de bata-lla: tres días de arresto. Su pelotón está a cinco metros de distancia de la reserva: cinco días de arresto. Está usted con gorra de cuartel a las doce y cinco: ocho días de arresto.

Solo una vez, en Cuatro Brazos, le dijo:—Muy bien, Orso; pero prudencia.Por otra parte, estos últimos recuerdos no eran los que le

despertaba Pietranera. La vista de los lugares familiares a su infancia, los muebles de que se sirvió su madre, a la que había querido con ternura, suscitaban en su alma una multitud de emociones dulces y penosas; después, el sombrío porvenir que se le presentaba, la vaga inquietud que le inspiraba su herma-na, y, sobre todo, la idea de que miss Nevil iba a venir a aquella

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casa, que le parecía ahora tan estrecha, tan pobre, tan inade-cuada para una persona habituada al lujo; el desprecio que esta sentiría tal vez, todos estos pensamientos formaban un caos en su cabeza y le producían un profundo desaliento.

Se sentó para cenar en un sillón de roble ennegrecido, en el que su padre presidía las comidas de familia, y sonrió al ver que Colomba vacilaba en sentarse a la mesa con él. Le agradecía, sin embargo, el silencio que guardó durante la cena y lo pronto que se retiró al acabar, pues se sentía harto impresionado para resistir los ataques que sin duda le preparaba; pero Colomba se mostraba discreta y quería darle tiempo para reaccionar. Con la cabeza apoyada en una mano, Orso permaneció largo rato inmóvil, recordando las escenas de los últimos quince días que había vivido. Veía con espanto lo que cada cual espera-ba de él respecto a su conducta con los Barricini. Se daba ya cuenta de que la opinión de Pietranera empezaba a ser para él la del mundo. Tenía que vengarse, so pena de pasar por un co-barde. Pero ¿en quién vengarse? No podía creer que los Barri ci-ni fueran los asesinos. Cierto que eran enemigos de su familia; pero se necesitaban los groseros prejuicios de sus com patriotas para atribuirles un asesinato. A veces contemplaba el talis-mán de miss Nevil y se repetía el lema: «La vida es un comba-te», y concluyó por decirse en tono decidido: «Saldré vencedor de él». Con tan buen pensamiento se levantó y, tomando la lámpara, iba a subir a su cuarto, cuando llamaron a la puerta de la casa. La hora no era propia para recibir una visita. Colom-ba se presentó al punto, seguida por la mujer que los servía.

—Algún conocido —dijo yendo a la puerta.Pero antes de abrir preguntó quién llamaba. Una voz suave

contestó:—Soy yo.Quitaron enseguida la tranca que afianzaba la puerta y Co-

lomba volvió al comedor con una niña de unos diez años, descal-za, harapienta y cubierta la cabeza con un mal pañuelo, bajo el que asomaban unas guedejas negras como alas de cuervo. La niña era flacucha, pálida y tenía la piel tostada por el sol; pero en su mirada brillaba la inteligencia. Al ver a Orso se detuvo

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con timidez y le hizo una reverencia de campesina; luego habló a Colomba en voz baja y le puso en las manos un faisán muer-to recientemente.

—Gracias, Chili —dijo Colomba—. Dile a tu tío que se lo agradezco. ¿Se encuentra bien?

—Muy bien, señorita, para servir a usted. No he podido ve-nir antes porque ha tardado mucho. He estado tres horas es-perándolo en el matorral.

—¿Y no has cenado?—La verdad es que no, señorita. No he tenido tiempo.—Te darán de cenar. ¿Tiene pan tu tío todavía?—Poco, señorita; pero lo que sobre todo le falta es pólvora.

Ya hay castañas, y ahora no necesita más que pólvora.—Voy a darte un pan para él y pólvora. Dile que la economi-

ce, porque está cara.—¿A quién haces esa caridad, Colomba? —preguntó Orso en

francés.—A un pobre bandido de este lugar —contestó Colomba en

la misma lengua—. Esta pequeña es sobrina suya.—Me parece que podrías emplear mejor tus dádivas. ¿Por

qué dar pólvora a un bribón que la empleará para perpetrar crímenes? Sin esta deplorable debilidad que todo el mundo pa-rece tener aquí por los bandidos, hace mucho tiempo que hu-bieran desaparecido de Córcega.

—Los peores de nuestro país no son los que están en el campo.1

—Dales pan si quieres; no se le debe negar a nadie; pero no quiero que se les proporcione municiones.

—Tú eres aquí el amo, hermano —replicó Colomba en tono grave—, y todo te pertenece en esta casa; pero te prevengo que daré mi mezzaro a esta niña para que lo venda, antes que negar pólvora a un bandido. ¡Negarle pólvora es lo mismo que entregarlo a los gendarmes! ¿Qué otra defensa tiene con-tra ellos sino sus cartuchos?

1Estar alla campagna, es decir, ser bandido. No es este un término odioso; se toma en el sentido de proscrito; es el outlaw de las baladas inglesas. (Nota de la E. de B.).

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La pequeña mientras tanto devoraba con avidez un pedazo de pan, y miraba atentamente a Colomba y a su hermano, tra-tando de comprender en los ojos de éstos el sentido de lo que decían.

—¿Y qué es lo que ha hecho ese bandido? ¿Por qué crimen se lanzó al campo?

—Brandolaccio no cometió ningún crimen —exclamó Colom-ba—. Mató a Giovan’ Opizzo, que había asesinado a su padre mientras él estaba en el ejército.

Orso volvió la cabeza, cogió la lámpara y sin responder subió a su cuarto. Entonces Colomba dio pólvora y provisiones a la niña y la acompañó hasta la puerta, diciéndole:

—Sobre todo que tu tío cuide bien de Orso.

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XI

Orso tardó mucho en dormirse, y, por consiguiente, se des-pertó tarde, al menos para un corso. En cuanto se levantó, lo primero que vieron sus ojos fue la casa de sus enemigos y los archere que acababan de colocar. Bajó y preguntó por su her-mana.

—Está en la cocina fundiendo balas —le contestó la sirvien-ta Saveria.

Así, pues, no podía dar un paso sin que lo persiguiera la ima-gen de la guerra.

Encontró a Colomba sentada en un banquito, rodeada de ba-las recién fundidas y cortando las tiras de plomo.

—¿Qué diablos haces? —le preguntó su hermano.—No tienes balas para la escopeta del coronel —contestó

ella con su voz dulce—. He encontrado un molde de ese calibre y te haré hoy veinticuatro cartuchos, hermano mío.

—No los necesito, a Dios gracias.—Hay que estar precavido, Ors’ Anton’. Te has olvidado de

tu país y de la gente que te rodea.—Ya te encargas tú de recordármelo por si lo hubiese olvida-

do. Di, ¿no ha llegado un baúl hace unos días?—Sí, hermano mío. ¿Quieres que lo suba a tu cuarto?—¿Subirlo tú? Ni podrías alzarlo. ¿No hay por aquí algún

hombre que pueda hacerlo?—No soy tan débil como crees —dijo Colomba, remangándose

y mostrando unos brazos blancos y redondos, perfectamente formados, pero que acusaban una fuerza poco común—. Va-mos, Saveria —dijo a la sirvienta—, ayúdame.

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Fue Orso quien se apresuró a ayudarla al verla echar mano al baúl, y dijo:

—Hay en este baúl algo para ti, querida Colomba. Perdona si mis regalos son muy modestos; pero el bolsillo de un tenien-te de reemplazo no está muy bien provisto.

Y hablando así abrió el baúl y sacó algunos vestidos, una manteleta y otros objetos propios para una muchacha.

—¡Qué cosas tan bonitas! —exclamó Colomba—. Voy a guardar-las enseguida para que no se estropeen. Las guardaré para mi boda —añadió con triste sonrisa—, porque ahora estoy de luto.

Y besó la mano de su hermano.—Es una afectación, querida Colomba, el llevar luto tanto

tiempo.—Lo he jurado —replicó ella con firmeza—. No me quitaré

el luto…Y miró por la ventana hacia la casa de los Barricini.—¿Hasta el día de tu boda? —preguntó Orso para atajar el

final de la frase.—No me casaré —declaró Colomba— sino con un hombre

que haya hecho tres cosas…Y continuaba contemplando con expresión siniestra la casa

enemiga.—Con lo bonita que eres, me asombra que no te hayas casa-

do ya. Vamos, dime quién te corteja Por lo demás, ya oiré las serenatas, que tienen que ser muy lindas para que gusten a una voceratrice tan excelente como tú.

—¿Quién va a querer a una pobre huérfana…? Y además el hombre que me haga dejar el luto tendrá que hacer que se lo pongan las mujeres de ahí enfrente.

«Esto es ya una locura», se dijo Orso.Pero no contestó para evitar cualquier discusión.—Orso —dijo Colomba con tono cariñoso—, también yo ten-

go que ofrecerte algo. Los trajes que tienes son demasiado bue-nos para aquí. Tu levita quedaría hecha tiras a los dos días si la llevases al bosque. Tienes que conservarla para cuando ven-ga miss Nevil.

Abrió un armario y sacó un traje completo de cazador.

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—Te he hecho una chaqueta de terciopelo y aquí tienes un gorro como los que llevan nuestros elegantes; lo he bordado para ti; hace ya mucho tiempo. ¿Quieres probarte esto?

Lo hizo ponerse un chaquetón de terciopelo verde con un enorme bolsillo en la espalda, y le puso un gorro puntiagudo de terciopelo negro con bordados de azabache y seda del mis-mo color y rematado por una espacie de borla.

—Aquí tienes —siguió ella— la cartuchera de nuestro pa-dre; su puñal está en el bolsillo de la chaqueta. Voy a buscar su pistola.

—Parezco un verdadero bandido de opereta —dijo Orso al mirarse en un espejito que le presentó Saveria.

—Le sienta a usted muy bien, Ors’ Anton’ —opinó la anti-gua criada—. Ni el más peripuesto picudo1 de Bocognano o de Bastelica es más guapo.

Orso almorzó con su nuevo traje, y mientras comía dijo a su hermana que había traído algunos libros, que pensaba encar-gar otros a Francia e Italia y hacerla trabajar mucho.

—Porque es vergonzoso —añadió— que una muchachona como tú no sepa todavía cosas que saben al destetarse los ni-ños del continente.

—Tienes razón —asintió Colomba—; sé muy bien lo que me falta y no deseo otra cosa que estudiar, sobre todo si quieres tú ser mi maestro.

Pasaron algunos días sin que Colomba pronunciase el nombre de los Barricini. Seguía colmando de atenciones a su hermano y le hablaba frecuentemente de miss Nevil. Orso la hacía leer obras francesas e italianas, y lo sorprendían unas veces el acierto y buen sentido de las observaciones de la lectora y otras su profunda ignorancia de las cosas más elementales.

Una mañana, después del almuerzo, Colomba salió un mo-mento del comedor, y en vez de volver con un libro y papel apa-reció con su mezzaro puesto. Su expresión era más seria aún que de costumbre.

1Picudo: Traducción popular de pinsuto; se llama así a los que llevan gorro puntiagudo: barreta pinsuta. (Nota de la E. de B.).

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—Quisiera que vinieses conmigo, Ors’ Anton’ —dijo.—¿Adónde quieres que te acompañe? —interrogó él, ofre-

ciéndole el brazo.—Mejor es que tomes tu escopeta y tus cartuchos, en lu-

gar de darme el brazo. Un hombre no debe salir nunca sin sus armas.

—Bueno, habrá que seguir la moda. ¿Adónde vamos?Colomba, sin contestar, se arrebujó en su mezzaro, llamó al

perro guardián y salió seguida de su hermano. Apurando el paso, se alejaron del poblado, ella tomó por un sendero que serpen-teaba por las viñas con el perro delante, al que hizo una seña, que el animal pareció entender muy bien, porque enseguida se puso a correr en zigzag entre las viñas, siempre a unos cin-cuenta pasos de su ama y parándose a veces para mirarla, moviendo el rabo. Parecía desempeñar a conciencia sus funcio-nes de explorador.

—Si Muschetto ladra —dijo Colomba— prepara tu escopeta, hermano mío, y quédate quieto.

A una media milla del pueblo, tras muchos rodeos, Colomba se detuvo de repente en un recodo del camino. Allí se alzaba una pequeña pirámide de ramaje, verde en unos lados, seco en otros, amontonado hasta una altura de tres pies poco más o menos. Atravesaba el vértice el extremo superior de una cruz de madera pintada de negro. En varios cantones de Córcega, sobre todo en las montañas, una costumbre por demás anti-gua y que procede quizá de las supersticiones del paganismo, obliga a los que pasan a tirar una piedra o una rama de árbol sobre el lugar en que ha perecido un hombre de muerte violen-ta. Durante años y años, mientras, el recuerdo de su fin trágico persista en la memoria de los hombres, esta singular ofrenda se va acumulando así de día en día. Se llama a esto el «mon-tón,» el mucchio de un tal.

Colomba se detuvo ante aquel montón de follaje y arrancan-do una rama de madroño la añadió a la pirámide.

—Orso, aquí murió nuestro padre. Recemos por su alma, hermano mío —dijo ella.

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Y se puso de rodillas. Orso la imitó. En aquel momento la campana del pueblo tintineó con lentitud por uno que había muerto la noche anterior. Orso se echó a llorar.

Al cabo de unos minutos Colomba se levantó con los ojos se-cos, pero el rostro animado. Hizo rápidamente con el pulgar la señal de la cruz familiar a sus compatriotas y que acompaña por lo general sus juramentos solemnes; luego arrastrando a su hermano tomó el camino del pueblo. Entraron silenciosos en su casa. Orso subió a su cuarto. Momentos después se le pre-sentó su hermana con un cofrecito, que puso sobre la mesa. Lo abrió y sacó de él una camisa cubierta de grandes manchas de sangre.

—Esta es la camisa de tu padre, Orso —le dijo echándosela a las rodillas—. Y este es el plomo que la agujereó —añadió poniendo sobre la camisa dos balas oxidadas.

Luego se arrojó en brazos de su hermano y, estrechándolo con fuerza, exclamó:

—¡Orso, hermano mío, tú lo vengarás!Lo besó con una especie de furor, besó las balas y la camisa

y salió del cuarto, dejando a su hermano como petrificado en su asiento.

Orso permaneció algún tiempo inmóvil, sin atreverse a apar-tar de sí las espantosas reliquias. Por fin, haciendo un esfuer-zo, volvió a echarse sobre la cama, con la cara vuelta hacia la pared y la cabeza hundida en la almohada, como si hubiera querido apartar un espectro. Las últimas palabras de su her-mana resonaban sin cesar en sus oídos, y le parecía oír un oráculo fatal, inexorable, que le pedía sangre, y sangre inocen-te. No trataré de traducir las sensaciones del desdichado jo-ven, tan confusas como las que perturban el cerebro de un loco. Largo rato permaneció en la misma posición, sin atrever-se a mover la cabeza. Se levantó al fin, cerró el cofrecito y salió precipitadamente de su casa; echó a correr por el campo, sin saber adonde iba.

Poco a poco lo alivió el aire libre, se tranquilizó un poco y examinó con más sangre fría su situación y los medios de salir de ella. Sabido es que no creía a los Barricini culpables del

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asesinato; pero sí los acusaba de haber fraguado la carta del bandido Agostini; y pensaba que esta carta había sido la causa de la muerte de su padre. Comprendía que era imposible de-nunciarlos como falsificadores. A veces, si los prejuicios o los instintos de su país venían a acosarlo y le mostraban una ven-ganza fácil en el recodo de un sendero, los rechazaba con horror al pensar en sus compañeros de regimiento, en los salones de París, y sobre todo en miss Nevil. Pensaba luego en los repro-ches de su hermana, y, lo que en su carácter quedaba de corso, los justificaba y los hacía más punzantes. Solo una esperanza le quedaba en aquella lucha entre su conciencia y sus prejui-cios: buscar con cualquier pretexto una pendencia con uno de los hijos del abogado y batirse en duelo con él. Matarlo de un balazo o de una estocada conciliaba sus ideas corsas con sus ideas francesas. Aceptado ese expediente y meditando en los medios de ejecución se sentía ya aliviado de un gran peso, cuando otros pensamientos más dulces contribuyeron a cal-mar aún más su agitación febril. Cicerón, desesperado por la muerte de su hija Tulia, olvidó su dolor al concebir todas las bellas cosas que podría decir con ese motivo. De igual manera se consoló míster Shandy de la pérdida de su hijo. Orso fue se-renándose al pensar que podría pintar aquel estado de su alma a miss Nevil y que ese cuadro no dejaría de interesarle.

Al acercarse al pueblo, del que se había alejado bastante sin advertirlo, oyó la voz de una niña que, sin duda creyéndose sola, cantaba en un sendero al borde de un matorral. Tenía la canción ese tono lento y monótono de las lamentaciones fúne-bres, y la niña cantaba:

Para mi hijo, que está en tierras lejanas,guarden mi cruz y mi camisa ensangrentada…

—¿Qué cantas, pequeña? —interrogó Orso, con acento ira-cundo, apareciendo de repente.

—¡Ah, es usted, Ors’ Anton’…! —exclamó la niña algo asus-tada—. Es una canción de la señorita Colomba.

—Te prohíbo cantarla —replicó Orso, con voz terrible.La niña miró a derecha e izquierda, como si buscase de qué

lado podría escapar, y sin duda lo habría hecho si no la hubiese

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retenido la custodia de un voluminoso paquete que tenía a sus pies sobre la hierba.

Orso se avergonzó de su violencia—¿Qué llevas ahí, hijita? —le preguntó lo más dulcemente

posible.Y como Chilina vacilaba en contestar, alzó él el paño en que

estaba envuelto el paquete y vio que contenía un pan y otras provisiones.

—¿A quién llevas ese pan, querida?—Ya lo sabe usted, señor: a mi tío.—¿No es un bandido tu tío?—Para servir a usted, señor Ors’ Anton’.—Pues si te encontrasen los gendarmes te preguntarían

adónde vas.—Les diría —contestó la niña sin vacilar— que llevo a comi-

da a los lucenses que talan el bosque.—¿Y si encontraras a algún cazador hambriento que quisie-

ra comer a tu costa y te cogiera las provisiones?—No se atrevería. Le diría que son para mi tío.—No hay hombre, en efecto, que se deje quitar su comida…

¿Te quiere mucho tu tío?—¡Oh sí! Desde que murió mi papá, mi tío cuida de la fami-

lia: de mi madre, de mí y de mi hermanita. Antes de ponerse mala, mamá pedía trabajo a los ricos. El alcalde me da un ves-tido al año, y el cura me enseña el catecismo y a leer desde que mi tío les ha hablado. Pero la que es más buena con nosotros es la hermana de usted.

En aquel momento asomó un perro por el sendero. La niña se llevó dos dedos a la boca y lanzó un silbido: inmediatamente se acercó a ella el perro, la acarició y se lanzó, con brusquedad, al matorral. No tardaron en surgir de éste dos hombres mal vestidos, pero bien armados, que se diría que habían avanzado arrastrándose como culebras por entre los cítisos y mirtos que cubrían el terreno.

—¡Ah, Ors’ Anton’! Bienvenido sea usted —dijo el mayor de los dos hombres—. ¿Qué? ¿No me reconoce usted?

—No —contestó Orso mirándolo con fijeza.

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—Es curioso lo que una barba y un gorro pueden desfigurar a un hombre. Vamos, mi teniente, míreme bien. ¿Se ha olvida-do usted de los veteranos de Waterloo? ¿No se acuerda ya de Brando Savelli, que mordió más de un cartucho al lado de us-ted en aquel desgraciado día?

—¿Eres tú? ¡Un desertor de 1816! —exclamó Orso.—Lo que usted dice, mi teniente. ¡Qué demonios! El servicio

es aburrido, y además tenía que saldar una cuenta en esta tierra. ¡Hola, Chili!; eres una buena chica. Sírvenos pronto, porque tenemos hambre. No puede usted figurarse, mi tenien-te, el apetito que se tiene en el maquis… ¿Quién nos envía esto, la señorita Colomba o el alcalde?

—No, tío; la molinera me ha dado esto para usted y una manta para mamá.

—¿Qué es lo que quiere de mí?—Dice que los lucenses que ha tomado ella para la corta le

piden ahora treinta y cinco sueldos las castañas, a causa de la fiebre que hay abajo, en Pietranera.

—¡Holgazanes…! Ya veré… Sin cumplidos, mi teniente, ¿quiere usted comer con nosotros? Peores comidas hemos hecho juntos en tiempos de nuestro pobre compatriota, al que han dado el retiro.

—Muchas gracias. También me han retirado a mí.—Lo he oído decir, pero me figuro que no le importará a us-

ted mucho. Cuestión de que salde usted esa cuenta… Vamos a comer, cura —dijo el bandido a su compañero—. Señor Orso, le presento a usted a este señor cura. Es decir, no sé bien si lo es, pero lo parece por lo que sabe.

—No soy más que un pobre estudiante de teología, señor —dijo el otro bandido—, al que han impedido seguir su voca-ción. ¿Y quién sabe? Hubiera podido llegar a papa, Brandolaccio.

—¿Qué causa ha privado a la iglesia de sus luces? —pregun-tó Orso.

—Una nadería, una cuenta que saldar, como dice mi amigo Brandolaccio: una hermana mía que había hecho una locura mientras yo devoraba libros en la universidad de Pisa. Tuve que volver aquí para casarla; pero el futuro marido tuvo la

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ocurrencia de morirse de fiebres tres días antes de mi llegada. Me dirigí entonces, como lo hubiera usted hecho en mi lugar, al hermano del difunto. Me dijeron que era casado. ¿Qué hacer?

—Sí, la cosa era desagradable, en efecto. ¿Qué hizo usted?—Hay casos en que es preciso acudir a la piedra de chispa.1

—Es decir, que…—Le metí una bala en la cabeza —dijo con frialdad el bandido.Orso se estremeció de horror. Sin embargo, la curiosidad, y

quizá también el deseo de retrasar el momento en que tendría que volver a su casa, lo hicieron quedarse allí y continuar la conversación con aquellos dos hombres, cada uno de los cuales tenía por lo menos un asesinato sobre la conciencia.

Mientras su compañero hablaba, Brandolaccio le sirvió pan y carne; se sirvió él, atendió luego a su perro, que presentó a Orso con el nombre de Brusco como dotado del maravilloso instinto de reconocer a un soldado, por disfrazado que estuvie-se, y por último cortó una rebanada de pan y una loncha de jamón crudo para su sobrina.

—Es una hermosa vida la de bandido —declaró el estudian-te de teología después de haber ingerido unos bocados—. Qui-zás la pruebe usted algún día, señor Della Rebbia, y ya verá lo grato que es no tener más amo que su capricho.

Hasta entonces el bandido se había expresado en italiano; prosiguió en francés:

—Córcega no es un país muy divertido para un joven; pero ¡qué diferente es para un bandido! Las mujeres se vuelven lo-cas por nosotros. Aquí me ve usted, tengo tres queridas, de las cuales una es la mujer de un gendarme. En todas partes tengo una casa.

—Sabe usted varias lenguas —dijo Orso en tono grave.—He hablado en francés por aquello de maxima debetur pue-

ris reverentia.2 Brandolaccio y yo pretendemos que esta peque-ña vaya por el camino recto.

—Cuando tenga quince años —dijo el tío de Chilina— la ca-saré bien. Tengo ya un partido en perspectiva.1La scaglia, expresión muy usada. (Nota de la E. de B.).2Verso de Juvenal que quiere decir «Debe darse al niño el mayor respeto».

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—¿Y serás tú el que hagas la petición? —preguntó Orso.—Sin duda. ¿Cree usted que si digo a un ricacho del país:

«Yo, Brando Savelli, vería con gusto que su hijo se casara con Michelina Savelli», cree usted que se haría rogar?

—No se lo aconsejaría —apoyó el otro bandido—. El amigo tiene la mano un poco pesada.

—Si fuese un bribón, un canalla —continuó Brando—, no tendría más que abrir mi mochila para que lloviesen en ella las monedas de cinco francos.

—¿Hay en tu mochila algo que las atraiga? —preguntó Orso.—Nada; pero si escribiera a un rico, como hay quienes lo han

hecho: «Necesito cien francos», se apresuraría a mandárme-los. Pero soy un hombre honrado, mi teniente.

—Sepa usted, señor Della Rebbia —dijo el bandido a quien su compañero llamaba «el cura»—, que en este país de costum-bres sencillas hay, sin embargo, algunos miserables que se aprovechan de la estimación que nosotros inspiramos por me-dio de nuestros pasaportes (mostró su arma), para obtener le-tras de cambio falsificando nuestra letra.

—Lo sé —contestó Orso con tono brusco—. Pero ¿qué letras de cambio?

—Hace seis meses —continuó el bandido— estaba de paseo por la parte de Orezza, cuando se me acercó un palurdo con su gorro en mano y me dijo: «¡Ah, señor cura! (Así me llaman siempre.) Excúseme, déme tiempo; no he podido hallar más que cincuenta y cinco francos; la verdad que es todo lo que he podido reunir». Yo, muy sorprendido: «¿De qué cincuenta y cinco francos estás hablando, imbécil?», exclamé. «Quiero de-cir sesenta y cinco» me contestó; «pero en cuanto a los cien que me pide usted es imposible». «¿Que yo te he pedido cien fran-cos, granuja? ¡Si no te conozco!» Entonces me entregó una car-ta, o más bien un mugriento trozo de papel, en el que se le invitaba a depositar cien francos en un lugar indicado, bajo pena de que Giocanto Castriconi, que es mi nombre, le quema-se la casa y matara sus vacas. ¡Y se había cometido la infamia de falsificar mi firma! Lo que me molestó más era que la carta estaba escrita en dialecto y llena de faltas de ortografía…

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¡Cometer faltas de ortografía yo, que había obtenido todos los premios en la universidad! Empecé por pegar al palurdo una bofetada que lo hizo dar dos vueltas sobre sí mismo. «¿De ma-nera, pillo, que me has tomado por un ladrón?», le dije, y le apliqué un buen puntapié en donde usted sabe. Ya más des-ahogado, le pregunté: «¿Cuándo tienes que llevar ese dinero al lugar indicado?» «Hoy mismo». «Bien; vete a llevarlo». Era al pie de un pino. «Lleva allí el dinero, entiérralo y vuelve a buscar-me». Yo me había emboscado cerca. Seis horas mortales es tuve en espera con mi hombre; pero crea usted, señor Della Rebbia, que hubiese estado tres días si hubiera sido preciso. Al cabo de las seis horas apareció un bastaccio,1 un infame usurero. Se agacha para coger el dinero, disparo, y le había apuntado tan bien que su cabeza fue a dar contra las monedas que desen terra-ba. «Ahora, pillo» dije al aldeano, «recoge tu dinero y no se te vuelva a ocurrir pensar una bajeza de Giocanto Castriconi». El pobre infeliz se guardó temblando sus sesenta y cinco fran-cos, sin tomarse el trabajo de limpiarlos. Me dio las gracias, le di otro puntapié de despedida y todavía está corriendo.

—¡Ah, cura! —dijo Brandolaccio—. Te envidio ese tiro. Te habrás reído mucho.

—Di al bastaccio en la sien —añadió el bandido—, lo que me recordó estos versos de Virgilio:

…Liquefacto tempora plumboDiffidit, ac multa porrectum extendit arena.

»Liquifacto! ¿Cree usted, señor Orso, que una bala de plomo se funda por la rapidez de su trayecto en el aire? Usted que ha estudiado balística, podrá decirme si eso es cierto o erróneo.

Orso prefirió discutir esta cuestión de física a argumentar con el licenciado respecto a la moralidad de su acto. Brandolaccio, a quien no divertía nada aquella disertación científica, la in-terrumpió para advertir que el sol iba a ponerse.

1Los corsos montañeses detestan a los habitantes de Bastia, a los que no consideran como compatriotas. Nunca dicen un bastiano, sino un bastaccio. Sabido es que la terminación en accio se toma comúnmente en sentido des-pectivo. (Nota de la E. de B.).

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—Ya que no ha querido usted comer con nosotros —dijo a Orso—, le aconsejo que no haga esperar por más tiempo a la señorita Colomba. Y además, no siempre es conveniente andar por el campo puesto ya el sol. ¿Por qué sale usted sin escopeta? Hay mala gente por los alrededores; tenga cuidado. Hoy no tiene nada que temer: los Barricini hospedan al prefecto en su casa; lo han encontrado de camino y va a detenerse un día en Pietranera antes de ir a la colocación de una primera piedra, en Corte, como se susurra… Pura tontería. Pernocta en casa de los Barricini; pero estos se encontrarán libres mañana. Vincentello es un redomado bribón, y Orlanduccio no vale más que él… procure usted cogerlos separados, hoy a uno, mañana a otro; pero desconfíe usted, no le digo más.

—Gracias por el consejo —contestó Orso—; pero nada tengo que arreglar con ellos; mientras no vengan a buscarme, nada tengo que decirles.

El bandido chasqueó la lengua con aire irónico, pero no con-testó. Orso se levantó para marcharse.

—A propósito —le dijo Brandolaccio—, no le he dado las gra-cias por la pólvora; me ha llegado muy oportunamente. Ahora no me falta nada… es decir, necesito unos zapatos… pero me los haré con la piel de un muflón uno de estos días.

Orso deslizó dos monedas de cinco francos en la mano del bandido.

—Colomba te ha mandado la pólvora; aquí tienes para com-prar unos zapatos.

—Nada de tonterías, mi teniente —exclamó el bandido de-volviéndole el dinero—. ¿Me toma usted por un mendigo? Acepto el pan y la pólvora, pero no quiero nada más.

—He creído que entre antiguos compañeros de armas podía prestarse ayuda. Está bien, adiós.

Pero antes de marcharse metió el dinero en la mochila del bandido sin que este lo notase.

—Adiós, Ors’ Anton’ —dijo el teólogo—. Tal vez nos encon-tremos en el maquis uno de estos días y continuaremos nues-tros estudios acerca de Virgilio.

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Hacía un cuarto de hora que Orso se había despedido de sus honrados compañeros, cuando oyó que alguien corría tras él a todo escape. Era Brandolaccio.

—Es demasiado, mi teniente —exclamó jadeante—, es de-masiado. Aquí tiene usted sus diez francos. A otro no le hu-biera pasado la jugarreta. Muchos saludos de mi parte a la señorita Colomba. Ha hecho usted que me sofoque. ¡Buenas noches!

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XII

Colomba esperaba a su hermano algo alarmada por la tardan-za; pero al verlo recobró aquel aire de serenidad triste que era su expresión habitual. Durante la cena no hablaron más que de cosas indiferentes, y Orso, animado por la tranquilidad de su hermana, le refirió su encuentro con los bandidos, y hasta aventuró algunas bromas sobre la educación moral y religio-sa que recibía Chilina al lado de su tío y de su respetable colega el señor Castriconi.

—Brandolaccio es un hombre honrado —dijo Colomba—; pero en cuanto a Castriconi, he oído decir que es un hombre sin principios.

—Pues creo —replicó Orso— que tanto vale el uno como el otro. Ambos se hallan en guerra abierta con la sociedad. Un primer crimen los arrastra cada día a perpetrar otros, y, sin embargo, no son quizá tan culpables como muchos de los indi-viduos que no habitan en el maquis.

Un relámpago de alegría brilló en la frente de la joven.—Sí —prosiguió Orso—, esos desdichados entienden el ho-

nor a su manera. Un prejuicio cruel y no una baja codicia es lo que los ha lanzado a la vida que llevan.

Hubo un momento de silencio.—No sé si sabrás —dijo luego Colomba, al servir el café a su

hermano— que Carlos Bautista Pietri ha muerto anoche. Sí, ha muerto de paludismo.

—¿Quién es Pietri?—Era un vecino de aquí, el marido de Magdalena, la que

recibió la cartera de manos de nuestro padre moribundo. Su viuda me ha rogado que vaya al velatorio y cante algo. Debes

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venir tú también. Son vecinos nuestros, y es una atención de la que no puede uno dispensarse en este lugar.

—¡Al diablo tu velatorio! Te advierto, Colomba, que no me agrada que te exhibas así en espectáculo público.

—Orso —respondió Colomba—, cada cual honra a sus muer-tos a su manera. La ballata viene de nuestros abuelos, y debe-mos respetarla como una antigua costumbre. Magdalena carece de don, y la vieja Fiordispina, que es la mejor vocera-trice de la localidad, está enferma. Se necesita a alguien para la balada.

—¿Crees que Carlos Bautista no encontrará su camino en el otro mundo si no cantan malos versos sobre su ataúd? Ve al velatorio si quieres; iré contigo si crees que debo ir, pero no improvises; no está bien a tu edad, y… te ruego que no lo ha-gas, Colomba.

—Lo he prometido. Es la costumbre aquí, lo sabes, y te repi-to que no hay nadie más que yo para improvisar.

—¡Necia costumbre!—Sufro mucho al cantar así. Me recuerda todas nuestras

desgracias. Mañana estaré enferma, pero es preciso. Permíte-melo, Ors’ Anton’. Acuérdate que en Ajaccio me pediste que improvisara para divertir a aquella señorita inglesa que se burla de nuestras viejas costumbres. ¿No me dejarás que im-provise hoy para una pobre gente que me lo agradecerá y a la que eso le ayudará a sobrellevar su pena?

—Bien, haz lo que quieras. Apuesto a que has urdido ya tu balada y no quieres que se pierda.

—No, no podría componer nada de eso por adelantado, her-mano mío. Me pongo ante el muerto y pienso en los que que-dan. Acuden las lágrimas a mis ojos, y entonces canto lo que se me va ocurriendo.

Todo esto fue dicho con tal sencillez que no era posible supo-ner el menor asomo de amor propio poético en Colomba. Orso se dejó convencer y fue con su hermana a casa de Pietri. El muerto estaba yacente sobre una mesa, con la cara descubier-ta, en la más amplia habitación de la casa. Puertas y ventanas estaban abiertas, y alrededor de la mesa ardían varios cirios.

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Junto a la cabecera del muerto se hallaba la viuda, y tras ésta numerosas mujeres ocupaban todo un lado de la estancia; en el otro estaban los hombres, de pie, descubiertos, con los ojos fijos en el cadáver y guardando un profundo silencio. Cada visitante, al entrar, besaba al muerto, saludaba con una incli-nación de cabeza a su viuda y a su hijo y después tomaba su lugar en el círculo sin proferir una palabra. De cuando en cuan-do, sin embargo, alguno de los asistentes rompía el solemne silencio para dirigir unas palabras al difunto. «¿Por qué has dejado a tu buena mujer?» decía una comadre. «¿No te cuidaba bien? ¿Qué te faltaba? ¿Por qué no haber esperado un mes más y tu nuera te hubiese dado un nieto?»

Un mocetón, hijo de Pietri, estrechando la fría mano de su padre, exclamó: «¡Oh! ¿Por qué no habrás muerto de mala morte?1 ¡Te hubiéramos vengado!»

Estas fueron las primeras palabras que Orso oyó al entrar. Al verlo se abrió el círculo, y un débil murmullo de curiosidad acusó la espera de los reunidos, excitados por la presencia de la voceratrice. Colomba besó a la viuda, tomó una de sus ma-nos y permaneció unos minutos recogida y con los ojos bajos. Después se echó el velo sobre los hombros, miró fijamente al muerto e inclinada sobre el cadáver, casi tan pálida como él, empezó de esta manera:

Carlos Bautista, que Cristo reciba tu alma.Vivir es sufrir. Tú vas a un lugardonde no hace ni calor ni frío.Ya no necesitas la podadorani el pesado azadón.Se acabó el trabajo para ti.En adelante todos los días son domingos.Carlos Bautista, que Cristo tenga tu alma.Tu hijo gobierna tu casa.He visto caer la encinaque secó el Libeccio.2

1La mala morte, muerte violenta. (Nota de la E. de B.).2Libeccio: Viento procedente de Libia que atraviesa el Mediterráneo. (Nota de la E. de B.).

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Creí que había muerto.He vuelto a pasar, y de sus raícesha brotado un retoño.El retoño se ha convertido en encinade amplia sombra.Bajo sus fuertes ramas descansa Magdalenay piensa en la encina que ya no existe.

Aquí Magdalena comenzó a sollozar ruidosamente, y dos o tres hombres que, la ocasión llegada, hubieran disparado so-bre cristianos con tanta sangre fría como sobre perdices, enju-garon gruesas lágrimas sobre sus atezadas mejillas.

Colomba continuó de aquel modo durante un rato, dirigién-dose ya al difunto, ya a su familia, y a veces, mediante una prosopopeya, frecuente en las ballate, haciendo hablar al mis-mo muerto para consolar a sus amigos o darles consejos. A me-dida que improvisaba, el rostro de Colomba iba tomando una expresión sublime; su tez se coloreaba de un rosa transparen-te, que hacía resaltar más el brillo de sus dientes y el fuego de sus pupilas dilatadas. Era la pitonisa en su trípode. Salvo al-gunos suspiros y algunos sollozos ahogados, no se oía el más ligero rumor en la multitud que se agolpaba en torno. Aunque menos accesible que cualquier otro a aquella poesía ruda, Orso se sintió rápidamente invadido por la emoción general. Reti-rado en un oscuro rincón de la sala, lloró como lloraba el hijo de Pietri.

De pronto se produjo un ligero movimiento en el auditorio: se abrió el círculo y entraron varios forasteros. En el respeto que se les demostró, en el apresuramiento con que se les hizo sitio, era evidente que se trataba de personajes importantes, cuya visita honraba singularmente a la casa. Sin embargo, en atención a la balada, nadie les dirigió la palabra. El que había entrado primero parecía tener unos cuarenta años. Su frac negro, su roseta roja en el ojal, el aire de autoridad y de con-fianza que acusaba su rostro hacían que se adivinase en él al prefecto. Tras él venía un anciano encorvado, de tez biliosa, que medio ocultaba bajo unas gafas verdes una mirada tímida e in-quieta. Llevaba un frac negro, que le estaba demasiado an cho,

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y que a pesar de estar todavía muy nuevo, había sido hecho, evidentemente, varios años antes. No se separaba del prefecto; se hubiera dicho que deseaba ampararse en la sombra de aquél. Entraron por último dos jóvenes de gran estatura, con el cutis tostado por el sol, cubiertas las mejillas por patillas tupidas, de mirada altiva, arrogante y mostrando una impertinente curiosidad. Con el tiempo Orso había olvidado las caras de sus vecinos; pero la vista del anciano de gafas verdes le despertó en el acto antiguos recuerdos. La presencia de aquel individuo a la vera del prefecto bastaba para darlo a conocer. Era el abo-gado Barricini, el alcalde de Pietranera, que llegaba con sus dos hijos a ofrecer al prefecto el espectáculo de una balada. Difícil sería definir lo que pasó en aquel momento por el alma de Orso; pero la presencia del enemigo de su padre le causó una especie de horror, y más que nunca se sintió predispuesto a las sospechas que siempre había combatido.

En cuanto a Colomba, a la vista del hombre al que había consagrado un odio mortal, su rostro revistió una expresión siniestra. Palideció, su voz se puso ronca, el verso empezado expiró en sus labios… Pero pronto reanudó su balada y prosi-guió con nueva vehemencia:

Cuando el gavilán se lamentaante su nido vacío,los estorninos revolotean en torno,ultrajando su dolor.

Se oyó una risa ahogada: eran los dos jóvenes recién llegados, a quienes sin duda les pareció demasiado atrevida la metáfora.

El gavilán se despertará, desplegará sus alas,lavará su pico en sangre.Y tú, Carlos Bautista, que tus amigoste dirijan el último adiós.Tus lágrimas han corrido bastante.Solo la pobre huérfana no te llorará.¿Por qué había de llorarte?Tú te has dormido a edad avanzadaen medio de tu familia

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preparado a comparecerante el Todopoderoso.La huérfana llora a su padre,sorprendido por unos cobardes asesinos,herido por la espalda;a su padre, cuya sangre rojeabajo el montón de verdes hojas.Pero ella ha recogido esa sangre,esa sangre noble e inocente;la ha derramado sobre Pietranerapara que se convierta en un veneno mortal.Y Pietranera quedará manchadahasta que una sangre culpablehaya borrado la mancha de la inocente sangre.

Al acabar estas palabras Colomba se dejó caer en una silla, se cubrió la cara con su mezzaro y se la oyó sollozar. Las mujeres llorosas rodearon a la improvisadora; varios hombres lanzaron miradas sombrías al alcalde y a sus hijos; algunos viejos mur-muraban del escándalo que habían ocasionado aquellos con su presencia. El hijo del difunto se abrió paso, dispuesto a rogar al alcalde que se marchase cuanto antes; pero este se había adelantado a la invitación. Salía ya, y sus hijos aguardaban en la calle. El prefecto los siguió después de haber dirigido unas palabras de pésame al hijo de Pietri. Orso se acercó a su her-mana, la cogió de un brazo y la sacó de la sala.

—Acompáñenlos —dijo el joven Pietri a unos amigos—. Cui-den de que no les ocurra nada.

Dos o tres jóvenes ciñeron presurosos sus estiletes y escolta-ron a Orso y a su hermana hasta la puerta de su casa.

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XIII

Colomba, jadeante, agotada, no estaba en condiciones de pro-nunciar una palabra. Tenía la cabeza apoyada sobre el hombro de su hermano, del que estrechaba una mano entre las suyas. Aunque interiormente bastante disgustado por la alusión de Colomba, Orso estaba demasiado alarmado para hacerle el menor reproche. Esperaba en silencio el final de la crisis ner-viosa de la que ella parecía presa, cuando llamaron a la puer-ta, y Saveria entró toda azorada anunciando: «¡El señor prefecto!» Al oír este nombre Colomba se irguió, como aver-gonzada de su flaqueza, y se puso de pie, apoyándose en una silla que temblaba visiblemente bajo su mano.

El prefecto comenzó por unas excusas corrientes respecto a la hora intempestiva de su visita; compadeció a la señorita Colomba; habló del peligro de las emociones fuertes; censuró la costumbre de las lamentaciones fúnebres, que el mismo ta-lento de la voceratrice hacía aún más penosa para los asis-tentes, y deslizó con habilidad un ligero reproche respecto a la tendencia de la última improvisación. Después, cambiando de tono:

—Señor Della Rebbia —dijo—, le traigo muchos recuerdos de sus amigos ingleses: miss Nevil los envía muy expresivos a esta señorita y me ha dado una carta para usted.

—¿Una carta de miss Nevil? —exclamó Orso.—Se me ha olvidado traerla ahora, pero la tendrá ensegui-

da. Su padre ha estado enfermo. Llegamos a temer que se tra-tara de nuestras terribles fiebres. Afortunadamente ya está bueno, lo que podrá usted comprobar, pues creo que no tarda-rá en verlo.

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—Se asustaría mucho miss Nevil.—Por fortuna no se enteró del peligro hasta que hubo pasa-

do. Miss Nevil me ha hablado mucho de usted y de su señorita hermana.

Orso se inclinó.—Les profesa una gran simpatía. Bajo un exterior lleno de

gracia, bajo una apariencia frívola es sumamente sensata.—Es encantadora —dijo Orso.—Casi por pedido suyo estoy aquí, señor. Nadie conoce mejor

que yo una fatal historia que desearía no verme obligado a recordarle. Puesto que el señor Barricini es todavía alcalde de Pietranera y yo prefecto de este departamento, no necesito decirle el caso que hago de ciertas sospechas, de las que, si estoy bien informado, algunas personas imprudentes han que-rido hacerle compartir y que usted ha rechazado, lo sé, con la indignación que era de esperar de su posición y de su carácter.

—Colomba —dijo Orso agitándose en su asiento—, estás muy cansada. Deberías ir a acostarte.

Colomba hizo un gesto negativo con la cabeza. Había reco-brado su calma habitual y fijaba sus ojos ardientes sobre el prefecto.

—El señor Barricini —continuó el prefecto— desearía viva-mente que cesara esta especie de enemistad… es decir, este estado de incertidumbre en que se encuentran ustedes el uno respecto al otro… Por mi parte tendría una gran satisfacción en ver establecerse entre ustedes las relaciones que deben existir entre personas hechas para estimarse…

—Señor prefecto —interrumpió Orso emocionado—, no he acusado nunca al abogado Barricini de haber asesinado a mi padre; pero ha cometido una acción que me impedirá tener nunca relaciones con él. Simuló una carta amenazadora, escri-ta por un bandido, y tácitamente, por lo menos, la atribuyó a mi padre. Esa carta fue casi con seguridad, la causa indirecta de su muerte.

El prefecto, tras una pausa, replicó:—Que su padre de usted lo haya creído cuando, llevado por

lo vivo de su carácter, litigaba contra el señor Barricini, es

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excusable; pero no puede permitirse por parte de usted seme-jante ofuscación. Comprenda que Barricini no tenía ningún interés en simular esa carta… No hablo a usted del carácter de ese señor, puesto que usted no lo conoce y le tiene preven-ción; pero no puede usted suponer que un hombre que conoce las leyes…

—Pero, caballero —exclamó Orso levantándose—, tenga en cuenta que el decirme que esa carta no es obra de Barricini es atribuirla a mi padre, cuyo honor es el mío.

—Nadie está más convencido que yo —contestó el prefec-to— de la honorabilidad del coronel Della Rebbia. Además, el autor de esa carta es ya conocido.

—¿Cómo? —exclamó Colomba adelantándose hacia el pre-fecto.

—Un miserable, autor de varios delitos, de esos delitos que ustedes los corsos no perdonan: un ladrón, un tal Tomaso Bianchi, preso actualmente en la cárcel de Bastia, ha revelado que él fue el autor de la carta fatal.

—No lo conozco —dijo Orso—. ¿Qué fin pudo perseguir con eso?

—Es un individuo de por aquí —explicó Colomba—, hermano del antiguo molinero nuestro. Es un perdido y un mentiroso, indigno de que se le crea.

—Va usted a ver —prosiguió el prefecto— el interés que te-nía en el asunto. El molinero de que habla esta señorita, Teo-doro —así creo que se llamaba—, tenía en arriendo un molino del padre de ustedes, movido por un arroyuelo, cuya pertenen-cia reclamaba el señor Barricini. El coronel, con su habitual generosidad, apenas sacaba provecho de su molino. Ahora bien: Tomaso supuso que si el señor Barricini ganaba el pleito habría que pagarle un considerable arriendo, porque sabido es que Barricini gusta bastante del dinero. En suma, para favo-recer a su hermano, Tomaso falsificó la carta del bandido, y esta es toda la historia. Bien sabe usted que los lazos de fami-lia son tan poderosos en Córcega que llevan algunas veces hasta el crimen… Sírvase leer esta carta que me ha escrito el fiscal y que confirmará a usted lo que acabo de decirle.

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Orso recorrió la carta, que relataba detalladamente la con-fesión de Tomaso, y Colomba la leyó al mismo tiempo por enci-ma del hombro de su hermano.

Cuando hubo terminado, ella exclamó:—Orlanduccio Barricini fue a Bastia hace un mes, al saber

que iba a venir mi hermano. Vería a Tomaso y le pagaría esa mentira.

—Señorita —dijo el prefecto con impaciencia—, usted lo ex-plica todo con suposiciones malévolas; no es ese el medio de descubrir la verdad. Usted, señor Della Rebbia, que tiene san-gre fría, dígame lo que piensa ahora. ¿Cree usted, como su hermana, que un hombre que no tiene que temer sino una li-gera condena quiera agravarla con un delito de falsificación para favorecer a quien no conoce?

Orso releyó la carta del fiscal, fijándose en cada palabra con atención extraordinaria, porque desde que había visto a Barri-cini se sentía menos inclinado a dejarse convencer que días antes. Por fin se vio obligado a confesar que la explicación le parecía satisfactoria.

Pero Colomba exclamó con brío:—Tomaso Bianchi es un impostor. No será condenado o se

escapará de la cárcel, estoy segura de ello.El prefecto se encogió de hombros y dijo a Orso:—Le he comunicado los informes que tengo, señor. Me retiro

y lo dejo que reflexione. Esperaré que su razón lo ilumine y confío que tendrá más fuerza que las suposiciones de su her-mana.

Orso, tras algunas palabras para excusar a Colomba, repitió que estaba ya persuadido de que Tomaso era el único culpable.

El prefecto se había levantado para irse.—Si no fuese tan tarde —insinuó— propondría a usted que

viniese conmigo a recoger la carta de miss Nevil… Al mismo tiempo podría usted decir al señor Barricini lo que acaba de decirme y todo quedaría terminado.

—¡Jamás entrará Orso Della Rebbia en casa de un Barrici-ni! —exclamó Colomba impetuosamente.

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—A lo que parece, esta señorita es el tintinajo1 de la familia —observó el prefecto en tono burlón.

—Señor prefecto —replicó ella con firmeza—, está usted en-gañado. No conoce usted a Barricini. Es el más astuto y más embustero de los hombres. Suplico a usted que no haga come-ter a Orso un acto que lo cubriría de vergüenza.

—¡Colomba! —exclamó Orso—. La pasión te ciega.—¡Orso! ¡Por el cofrecito que te entregué, te lo ruego, es-

cúchame! Entre tú y los Barricini hay sangre. ¡No irás a casa de ellos!

—¡Colomba!—No, hermano mío, no irás, o dejaré esta casa y no volverás

a verme… Ten compasión de mí, Orso.Y cayó de rodillas.—Lamento —dijo el prefecto— ver a la señorita Della Rebbia

tan poco razonable. Estoy seguro de que la convencerá usted.Entreabrió la puerta y se detuvo como en espera de Orso;

pero este dijo:—No puedo dejarla en estos momentos. Mañana, si…—Me marcho temprano —dijo el prefecto.—Por lo menos, hermano mío —suplicó Colomba con las ma-

nos cruzadas—, espera hasta mañana por la mañana. Déjame revisar los papeles de mi padre… No puedes negarme esto.

—Bueno, los verás esta noche; pero después no vuelvas a atormentarme con ese odio absurdo… Perdóneme, señor pre-fecto. Tampoco yo me siento bien. Es preferible dejarlo para mañana.

—La noche es una buena consejera —contestó el prefecto retirándose—. Espero que mañana habrán desaparecido to-das sus vacilaciones.

—Saveria —encargó Colomba—, toma la linterna y acom-paña al señor prefecto. Te dará una carta para mi hermano.

Añadió algo que solo pudo oír Saveria.1Se llama así al carnero padre que lleva un cencerro y guía al rebaño, y metafóricamente se da el mismo nombre al miembro de una familia que la dirige en todos los asuntos importantes. (Nota de la E. de B.).

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—Colomba —dijo Orso cuando se marchó el prefecto—, me has disgustado mucho. ¿Seguirás negando la evidencia?

—Me has dado plazo hasta mañana —contestó ella—. Tengo muy poco tiempo, pero confío aún.

Luego cogió un llavero y corrió a una habitación del piso se-gundo. La oyó allí abrir precipitadamente cajones y registrar en un escritorio donde el coronel Della Rebbia guardaba sus papeles de importancia.

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XIV

Saveria estuvo mucho tiempo fuera, y ya la impaciencia de Orso llegaba a su colmo cuando volvió la sirvienta con una carta y seguida de la pequeña Chilina que se frotaba los ojos por haber sido despertada en su primer sueño.

—¿Qué vienes a hacer aquí a estas horas, niña? —lo pregun-tó Orso.

—Me ha llamado la señorita —contestó Chilina.«¿Qué diablos querrá de ella?», pensó Orso; pero se apresuró

a abrir la carta de miss Nevil mientras la niña subía a ver a Colomba.

Señor: Mi padre ha estado algo enfermo —le escribía miss Lydia—, y es además tan perezoso para escribir que tengo yo que servirle de secretaria. Recordará usted que el otro día se mojó los pies en la playa, en vez de admirar con nosotros el paisaje, y basta eso para que tenga uno la fiebre en la encantadora isla de usted. Es-toy viendo el gesto que ha hecho y su ademán para buscar su esti-lete, pero confío en que no lo tendrá ya. Así, pues, mi padre tuvo un poco de fiebre y yo mucho miedo; pero el prefecto, que sigue pareciéndome muy amable, nos proporcionó un médico muy amable también, que en dos días nos sacó del paso; mi padre no ha recaído y quiere volver a cazar, pero se lo he prohibido por ahora. ¿Cómo ha encontrado usted su castillo de las montañas? ¿Sigue en el mismo sitio la torre del norte? ¿Hay fantasmas? Le pregunto todo esto porque mi padre se acuerda de que usted le ha prometido gamos, jabalíes, muflones… ¿Es este el nombre de ese raro animal? De paso para embarcar en Bastia, contamos con pe-dirle hospitalidad, y espero que el castillo Della Rebbia, aunque tan vetusto y destartalado como usted dice, no se derrumbará sobre nuestras cabezas. Aunque el prefecto sea tan amable que

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con él no falte nunca tema de conversación, by the bye,1 me jacto de haberlo llevado adonde quería. Hemos hablado de vuestra seño-ría. Las autoridades de Bastia le han trasmitido cierta revelación de un bribonzuelo que tienen bajo llave, las cuales deben disipar las últimas sospechas de usted; su enemistad, pues, que me in-quietaba a veces, debe terminar. No puede usted figurarse lo que esto me ha complacido. Cuando se marchó con la bella voceratri-ce, apretando la escopeta y la mirada sombría, se me antojó usted más corso que de costumbre… hasta demasiado corso. ¡Basta! Le escribo tan largo porque me aburro. El prefecto va a marcharse, ¡ay! Al ponernos en camino para las montañas de usted le envia-remos un mensaje y me tomaré la libertad de escribir a la señorita Colomba para pedirle un bruccio, ma solenne. Mientras tanto, ofréz-cale mis afectos. Uso mucho su estilete; corto con él las hojas de una novela que he traído; pero esa arma terrible se indigna de tal menester y me des garra el libro de una manera lamentable. Adiós; mi padre le envía his best love.2 Atienda al prefecto, es hombre de buen consejo, y creo que por usted va a dar un rodeo en su cami-no: marcha a poner una primera piedra en Corte; me imagino que esto debe de ser una ceremonia muy imponente, y lamento mucho no asistir a ella. Un señor con casaca bordada, medias de seda, fa-jín blanco, echando una paletada de cal y pronunciando un dis-curso… La ceremonia terminará con los gritos mil veces repeti-dos de «¡Viva el rey!» Va usted a engreírse mucho por haberme hecho llenar las cuatro carillas; pero me aburro, señor, se lo repi-to, y por esta razón le permito que me escriba muy largo. A propó-sito: me parece rarísimo que todavía no me haya participado su feliz llegada a Pietranera-Castle.

LYDIA.

P. S. Le encargo que escuche al prefecto y haga usted lo que le diga. Él y yo hemos decidido que debe usted proceder así, y me agrada-rá mucho que así sea».

Orso leyó tres o cuatro veces esta carta, acompañando men-talmente cada lectura de innumerables comentarios. Escribió

1En inglés «incidentalmente, por casualidad».2En inglés «su gran cariño».

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después una larga respuesta y encargó a Saveria que llevase la carta a un vecino que salía aquella misma noche para Ajaccio. Ya no pensaba en discutir con su hermana los agravios, verdade-ros o falsos, de los Barricini. La misiva de miss Lydia lo hacía verlo todo de color de rosa; ya no tenía ni sospechas ni odio. Esperó algún tiempo a que bajase Colomba, y como esta tar-dara, fue a acostarse, libre de las preocupaciones de aquellos últimos días. Chilina había sido despedida con instrucciones secretas y Colomba pasó la mayor parte de la noche leyendo papeles viejos. Poco antes de amanecer sonaron en su ventana los golpes de unas piedrecitas; al oír esta señal bajó al jardín, abrió una puerta secreta e introdujo en la casa a dos hombres de muy mala catadura; lo primero que hizo fue llevarlos a la cocina y darles de comer. Pronto se sabrá quiénes eran aque-llos hombres.

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XV

A las seis de la mañana siguiente un criado del prefecto llama-ba a la casa de Orso. Recibido por Colomba, le anunció que el prefecto iba a marchar y que esperaba a Orso. Colomba res-pondió sin vacilar que su hermano acababa de caerse por la escalera y se había lastimado un pie, y que por no poder dar un paso, rogaba al señor prefecto que lo excusara y que le agrade-cería mucho que se dignase venir a verlo. Al poco rato de esto bajó Orso y preguntó a su hermana si el prefecto no había mandado a buscarlo.

—Te ruega que lo esperes aquí —contestó ella con el mayor aplomo.

Trascurrió media hora sin que se advirtiese el menor movi-miento del lado de la casa de los Barricini. Mientras tanto, Orso preguntó a Colomba si había descubierto algo, a lo que respondió ella que se explicaría delante del prefecto. Afectaba una gran serenidad; pero el color de su cara y el brillo de sus ojos acusaban una agitación febril.

Se vio abrir por fin la puerta de los Barricini y salir al pre-fecto, en traje de viaje, seguido por el alcalde y sus dos hijos. Enorme fue la sorpresa de los habitantes de Pietranera, que desde el amanecer estaban al acecho para asistir a la parti-da del primer magistrado del departamento, cuando lo vieron, acompañado por los tres Barricini, cruzar la plaza en línea recta y entrar en casa de los Della Rebbia: «¡Van a hacer las paces!», exclamaron los comentaristas del pueblo.

—Bien os lo decía yo —afirmó un viejo—. Ors’ Anton’ ha vivido demasiado tiempo en el continente para hacer las cosas como un hombre de valor.

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—Sin embargo —replicó un rebbianista—, observe usted que son los Barricini los que van a verlo. Piden merced.

—Los ha seducido el prefecto —contestó el viejo—. El valor se ha acabado ya y a los jóvenes los tiene hoy tan sin cuidado la sangre paterna como si todos ellos fuesen bastardos.

No poco se sorprendió el prefecto al encontrar a Orso de pie y andando sin dificultad. Colomba se acusó en dos palabras de su mentira y le pidió perdón.

—Si hubiese usted parado en otra parte —añadió—, mi her-mano habría ido ayer mismo a saludarlo.

Orso se confundió en excusas, afirmando que nada tenía que ver en aquella ridícula superchería, que profundamente lo dis-gustaba. El prefecto y el alcalde parecieron creer en la sinceri-dad de las protestas de Orso justificadas además por su confusión y por las recriminaciones que dirigió a su hermana; pero los hijos de Barricini no parecieron satisfechos.

—Esto es una burla —dijo Orlanduccio lo bastante alto para ser oído.

—Si mi hermana me hiciese una cosa así —apoyó Vincente-llo— pronto le quitaría las ganas de repetirla.

Estas palabras y el tono en que fueron pronunciadas mo-lestaron a Orso y le hicieron perder un poco de su buena volun-tad. Cambió con los jóvenes unas miradas nada benévolas.

No obstante, habiéndose sentado todos, excepto Colomba, que permanecía en pie junto a la puerta de la cocina, el prefec-to tomó la palabra y, tras unos cuantos lugares comunes res-pecto a los prejuicios del país, manifestó que la mayor parte de las enemistades más inveteradas no tenían más causa que al-gún malentendido. Después, dirigiéndose al alcalde, le dijo que el señor Della Rebbia no había creído nunca que la familia Barricini hubiese tomado parte ni directa ni indirecta en el deplorable suceso que lo había privado de su padre, y que aun cuando era cierto que había conservado algunas dudas res-pecto a alguna particularidad del pleito que hubo entre las dos familias, estas dudas se justificaban por la larga ausencia del señor Orso y la naturaleza de los informes que había recibido; pero que informado ahora por revelaciones recientes, se consi-deraba completamente satisfecho y deseaba entablar con el

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señor Barricini y sus hijos relaciones de amistad y buena ve-cindad.

Orso se inclinó, algo confuso; el señor Barricini balbució unas palabras que nadie entendió; sus hijos se pusieron a mi-rar las vigas del techo. El prefecto iba a continuar su perora-ción, dirigiéndose ahora a Orso, cuando Colomba sacando unos papeles de su corpiño, avanzó con gravedad entre las partes contratantes y dijo:

—Con el mayor gusto vería el fin de la contienda entre nues-tras dos familias; pero para que la reconciliación sea sincera es preciso explicarse y no dejar nada en la sombra. Señor pre-fecto: con razón me era sospechosa la declaración de Tomaso Bianchi, por venir de un hombre tan desprestigiado. Dije que tal vez los hijos del alcalde habían visto a ese hombre en la cárcel de Bastia…

—Es falso —interrumpió Orlanduccio—; no lo he visto.Colomba le dirigió una mirada de desprecio y prosiguió, con

mucha calma, en apariencia:—Usted, señor prefecto, explicó el interés que podía tener

Tomaso en amenazar al señor Barricini en nombre de un ban-dido temible, por el deseo de que su hermano Teodoro conser-vase el molino que mi padre le tenía arrendado a bajo precio.

—Evidentemente —dijo el prefecto.—Todo se explica por parte de un miserable como parece ser

ese Bianchi —apuntó Orso, engañado por el tono de modera-ción de su hermana.

—La carta falsificada —continuó Colomba, cuyos ojos empe-zaban a brillar con más fuerza—, está fechada en 11 de julio. Tomaso vivía entonces con su hermano, en el molino.

—Si —asintió el alcalde, un poco inquieto.—Pues bien; ¿que interés podía tener Tomaso Bianchi? —ex-

clamó Colomba con aire de triunfo—. El arrendamiento de su hermano había expirado; mi padre lo despidió en 1ro de julio. Aquí está el registro de mi padre, la minuta del desahucio y la carta de un agente de negocios de Ajaccio que nos propone un nuevo molinero.

Al hablar así entregó al prefecto los papeles que tenía en la mano.

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Hubo un momento de general asombro. El alcalde palideció visiblemente; Orso, frunciendo el ceño, se adelantó para enterar-se de los documentos, que el prefecto leía con mucha atención.

—¡Esto es una burla! —volvió a exclamar Orlanduccio, levan-tándose con ira—. Vámonos, padre; nunca hubiéramos debido venir aquí.

Le bastó un instante a Barricini para recobrar su sangre fría. Solicitó examinar los documentos; el prefecto se los en-tregó sin decir palabra. Entonces aquél se alzó a la frente sus gafas verdes y los leyó en actitud de bastante indiferencia, mientras Colomba lo observaba con los ojos de una fiera que ve acercarse a su guarida un gamo.

—Sin duda —dijo Barricini volviendo a ponerse bien las ga-fas y devolviendo los papeles al prefecto—, como conocía la bondad del difunto coronel… Tomaso pensó… habrá pen-sado… que el señor coronel dejaría sin efecto su resolución de despedirlo… El hecho es que Teodoro siguió en el molino, luego…

—Siguió por mí —dijo Colomba en tono de desprecio—. Mi padre había muerto, y en mi posición quise contemporizar con los clientes de mi familia.

—Lo que está claro, sin embargo —replicó el prefecto—, es que Tomaso reconoce haber escrito la carta.

—Lo que está claro para mí —interrumpió Orso— es que hay grandes infamias ocultas en todo este asunto.

—Todavía tengo que contradecir una afirmación de estos se-ñores —añadió Colomba.

Abrió la puerta de la cocina e inmediatamente entraron en la sala Brandolaccio, el licenciado en teología y el perro Brus-co. Los dos bandidos no llevaban armas, por lo menos a la vista; tenían puesta la cartuchera, pero no la pistola, que es el complemento obligado. Al entrar en la sala se quitaron los gorros como muestra de respeto.

Puede concebirse el efecto que produjo su repentina apari-ción. El alcalde creyó que iba a desplomarse; sus hijos se pusie-ron gallardamente ante él con las manos en los bolsillos, buscando sus estiletes. El prefecto inició un movimiento hacia

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la puerta, mientras Orso, agarrando a Brandolaccio por el cue-llo le gritó:

—¿Qué vienes a hacer aquí, miserable?—¡Esto es una emboscada! —exclamó el alcalde tratando de

abrir la puerta; pero Saveria la había cerrado por fuera con doble vuelta de llave, por orden de los bandidos, como después se supo.

—No se asusten de mí, buena gente —dijo Brandolaccio—; aunque negro, no soy tan diablo. No traemos malas intencio-nes. Muy servidor de usted, señor prefecto. Mi teniente, más suavidad, me ahoga usted. Venimos aquí como testigos. Anda, cura, habla tú, que tienes la lengua suelta.

—Señor prefecto —comenzó el licenciado—, no tengo la hon-ra de ser conocido de usted. Me llamo Giocanto Castriconi, más conocido con el nombre de el cura… ¡Ah!, ya cae usted en quién soy… Esta señorita, a la que tampoco tenía el gusto de cono-cer, me ha rogado que le diese algunos datos referentes a un tal Tomaso Bianchi, con el que he convivido hace tres sema-nas en la cárcel de Bastia. Lo que tengo que decir a usted…

—No se moleste —lo interrumpió el prefecto—; nada tengo que oír de un hombre como usted… Señor Della Rebbia, quie-ro creer que no tiene usted parte alguna en este odioso com-plot; pero si es usted el amo en su casa, mande abrir esa puerta. Y la hermana de usted tendrá quizá que dar cuenta de las raras relaciones que mantiene con bandidos.

—Señor prefecto —imploró Colomba—, sírvase escuchar lo que va a decir este hombre. Usted está aquí para hacer justicia a todos y su deber es averiguar la verdad. Habla, Giocanto Castriconi.

—¡No lo escuche usted! —exclamaron a una los tres Barricini.—Si todo el mundo habla a un tiempo —dijo el bandido son-

riendo— no hay medio de entenderse. Digo, pues, que en la cárcel tuve por compañero, no por amigo, a ese Tomaso, el cual recibía frecuentes visitas del señor Orlanduccio…

—¡Mentira! —gritaron a una los dos hermanos.—Dos negaciones valen por una afirmación —observó fría-

mente Castriconi—. Tomaso tenía dinero, comía y bebía de lo mejor. A mí me ha gustado siempre comer bien (es mi menor

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defecto), y a pesar de mi repugnancia en alternar con aquel granuja me dejé convidar varias veces por él. En agradeci-miento, le propuse que se evadiera conmigo… Una mucha-cha… a la que había hecho algunos favores me proporcionó los medios… No quiero comprometer a nadie. Tomaso se negó, me dijo que estaba seguro de su asunto, que el abogado Barricini le había recomendado a todos los jueces, que saldría de allí blanco como la nieve y con dinero en el bolsillo. En cuanto a mí, pensé que debía tomar el aire. Dixi.1

—Todo lo que dice ese hombre es un hatajo de mentiras —re-pitió resueltamente Orlanduccio—. Si estuviéramos en campo abierto, cada cual con la escopeta, no hablaría de ese modo.

—¡Buena la ha hecho usted! —exclamó Brandolaccio—. No se ponga a malas con el cura, Orlanduccio.

—¿Me dejará usted salir por fin, señor Della Rebbia? —dijo el prefecto golpeando impacientemente con el pie.

—¡Saveria, Saveria! —gritó Orso—: ¡abra la puerta, por mil demonios!

—Un instante —dijo Brandolaccio—. Primero tenemos que marcharnos nosotros por nuestro lado. Es costumbre, señor prefecto, que cuando se encuentran enemigos en casa de ami-gos comunes se den media hora de tregua al separarse.

El prefecto le lanzó una mirada de desprecio.—Servidor de todos ustedes —dijo Brandolaccio. Después,

extendiendo el brazo horizontalmente, ordenó a su perro—: Vamos, Brusco, salta por el señor prefecto.

Saltó el perro, los bandidos recogieron con premura sus ar-mas en la cocina, huyeron por el jardín, y al oírse un agudo silbido la puerta de la sala se abrió como por encanto.

—Señor Barricini —dijo Orso con reconcentrada ira—, con-sidero a usted como un falsario. Hoy mismo enviaré una queja contra usted al fiscal, por falsedad y complicidad con Bianchi. Tal vez tenga todavía que formular contra usted una denuncia más terrible.

—Y yo, señor Della Rebbia —replicó el alcalde—, lo denuncia ré a usted por haberme preparado una celada y por connivencia

1 En latín «he dicho».

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con unos bandidos. Mientras tanto, el señor prefecto lo reco-mendará a la gendarmería.

—El prefecto cumplirá con su deber —declaró este en tono severo—. Cuidará de que no se perturbe el orden en Pietrane-ra y de que se haga justicia. Me dirijo a todos ustedes, señores.

El alcalde y Vincentello estaban ya fuera de la sala, y Orlan-duccio los seguía reculando, cuando Orso le dijo en voz baja:

—Su padre es un viejo a quien aplastaría yo de una bofeta-da: se la aplicaré a usted y a su hermano.

Por respuesta, Orlanduccio sacó su puñal y se arrojó sobre Orso lleno de furia; pero, antes de que pudiera hacer uso de su arma, Colomba le cogió el brazo y se lo retorció con fuerza, mientras Orso, a puñetazos, lo hizo retroceder unos pasos y tropezar rudamente contra el quicio de la puerta. A Orlanduc-cio se le cayó el estilete; pero Vincentello acudió con el suyo, cuando Colomba, apoderándose rápidamente de una escopeta, le demostró que la partida no era igual. Al mismo tiempo el prefecto se interpuso entre los combatientes.

—¡Hasta muy pronto, Ors’ Anton’! —gritó Orlanduccio; y tirando con violencia de la puerta de la sala la cerró con llave para darse tiempo de efectuar la retirada.

Orso y el prefecto permanecieron un cuarto de hora en la sala sin hablar, cada cual en un rincón de la habitación. Colom-ba, con la frente radiante por el orgullo del triunfo, los con-templaba alternativamente, apoyada en la escopeta que había decidido la victoria.

—¡Qué país, qué país! —exclamó al fin el prefecto levantán-dose impetuoso—. Ha obrado usted mal, señor Della Rebbia. Le pido su palabra de honor de abstenerse de toda violencia y esperar a que la justicia falle en este maldito asunto.

—Sí, señor prefecto; he hecho mal en pegar a ese miserable; pero, en fin, lo he hecho y no puedo negarle la reparación que me ha pedido.

—¡Bah, no! No quiere él batirse con usted… Pero puede ase-sinarlo… Ha hecho usted lo necesario para ello.

—Nos cuidaremos —dijo Colomba.—Orlanduccio —añadió Orso— me parece un muchacho va-

liente y no lo juzgo tan mal, señor prefecto. Se apresuró a sacar

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su puñal; pero en su lugar quizá hubiera hecho lo mismo. He tenido la suerte de que mi hermana tenga buenos puños.

—No se batirá usted —declaró el prefecto—. Se lo prohíbo.—Permítame que le diga que en asuntos de honor no reco-

nozco más autoridad que la de mi conciencia.—Le repito que no se batirá usted.—Puede usted hacerme prender… si es que me dejo prender.

Pero si esto ocurriese, no lograría usted más que aplazar un asunto inevitable. Usted es hombre de honor, señor prefecto, y sabe que no hay otra alternativa.

—Si hace usted detener a mi hermano —agregó Colomba— la mitad del pueblo se pondría de su parte y presenciaríamos un bonito tiroteo.

—Lo prevengo, señor prefecto —dijo Orso—, y le ruego que no vea en ello una bravata, que si Barricini abusa de su auto-ridad de alcalde para hacer que me prendan, me defenderé.

—Desde hoy —contestó el prefecto— el señor Barricini que-da suspendido en sus funciones… Espero que se justificará… Le confieso que me interesa usted. Lo que le pido es muy poca cosa: que permanezca usted tranquilo en su casa hasta mi re-greso de Corte. Mi ausencia solo durará tres días. Volveré con el fiscal y aclararemos entonces por completo este triste asun-to. ¿Me promete usted abstenerse hasta entonces de toda hos-tilidad?

—No puedo prometérselo si, como lo espero, Orlanduccio me reta a un duelo.

—Pero ¿cómo, señor Della Rebbia? Usted, un militar fran-cés, ¿quiere batirse con un hombre al que sospecha de falsario?

—Le he pegado.—De modo que si hubiera usted pegado a un presidiario y le

pidiese este una reparación, ¿se batiría usted con él? ¡Vamos, señor Orso! Pues bien; le pediré menos todavía: no busque us-ted a Orlanduccio. Le permito que se bata usted si él lo desafía.

—Me desafiará, no lo dude; pero le prometo a usted que no abofetearé de nuevo a ese individuo para obligarlo a batirse.

—¡Qué país! —repetía el prefecto paseándose a largos pasos por la habitación—. ¿Cuándo volveré a Francia?

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—Señor prefecto —dijo Colomba con su voz más dulce—, ya es tarde; ¿nos haría usted el favor de almorzar con nosotros?

El prefecto no pudo reprimir la risa.—Ya he estado aquí demasiado tiempo… parece una parcia-

lidad… ¡y esa condenada piedra…! Tengo que marcharme… ¡Cuántas desgracias ha preparado usted hoy tal vez, señorita!

—Por lo menos, señor prefecto, haga usted a mi hermana la justicia de creer que sus convicciones son profundas; y ahora estoy seguro, también usted lo cree, de que tienen fundamento.

—Adiós, señor —dijo el prefecto despidiéndose—. Le advierto a usted que voy a dar orden al cabo del puesto de que lo vigile.

Cuando salió el prefecto, Colomba dijo a su hermano:—No estás aquí en el continente, Orso. Orlanduccio no en-

tiende nada de tus lances, y además ese miserable no debe morir como un caballero.

—Mi buena Colomba, eres una mujer fuerte. Te debo el haber-me salvado de una puñalada. Dame tu mano para que la bese. Pero déjame obrar. Hay cosas que no entiendes. Dame de al-morzar; y en cuanto el prefecto se haya puesto en camino mándame a Chilina, que tan admirablemente sabe cumplir con los encargos que se le dan. La necesitaré para que lleve una carta.

Mientras Colomba atendía a los preparativos del almuerzo, Orso subió a su cuarto y escribió lo que sigue:

Debe usted de tener prisa por encontrarme; no la tengo yo me-nos. Mañana por la mañana, a las seis, podemos encontrarnos en el valle de Acquaviva. Soy un buen tirador de pistola y no le pro-pongo esa arma. Dicen que usted maneja bien la escopeta: lleve-mos cada uno una de dos cañones. Iré acompañado por un amigo. Si su hermano de usted quiere acompañarlo, lleve otro padrino más y adviértamelo. Solo en este caso acudiré con dos padrinos.

ORSO ANTONIO DELLA REBBIA

El prefecto, después de haber permanecido una hora en casa del teniente alcalde y entrado unos minutos en casa de los Barri cini, salió para Corte, escoltado por un gendarme. Pasa-do un cuarto de hora Chilina llevó la carta que se acaba de leer y se la entregó a Orlanduccio en propia mano.

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La respuesta se hizo esperar; no llegó hasta la tarde. Estaba firmada por Barricini, padre, y anunciaba a Orso que remitía al fiscal la amenazadora carta dirigida a su hijo. «Tranquilo en mi conciencia —añadía al final—, espero a que la justicia haya emitido su fallo respecto a las calumnias de usted».

En esto, cinco o seis pastores, requeridos por Colomba, llega-ron para custodiar la torre de los Della Rebbia. A pesar de las protestas de Orso se practicaron archere en las ventanas que daban a la plaza, y durante toda la tarde estuvo recibiendo ofrecimiento de servicios de diferentes personas de la locali-dad. Hasta le llegó una carta del bandido teólogo, en la que prometía, en su nombre y en el de Brandolaccio, intervenir, si el alcalde requería el auxilio de la gendarmería. Terminaba con esta posdata: «¿Me permitiría preguntar a usted lo que piensa el señor prefecto de la excelente educación que mi ami-go da a su perro Brusco? Después de Chilina, no conozco alum-no más dócil y que demuestre más felices disposiciones».

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XVI

El día siguiente trascurrió sin hostilidades. Ambas partes se mantenían a la defensiva. Orso no salió de su casa y la puerta de los Barricini permaneció constantemente cerrada. Se vio a los cinco gendarmes de Pietranera pasearse por la plaza o por los alrededores del pueblo, acompañados por el guarda rural, úni-co representante de la milicia urbana. El teniente alcalde no se quitaba el fajín; pero salvo los archere en las ventanas de las dos casas enemigas, nada indicaba la guerra. Solo un corso hubiera observado que en torno de la encina verde de la plaza no había más que mujeres.

A la hora de cenar mostró Colomba con aire alegre a su her-mano la siguiente carta, que acababa de recibir de miss Nevil:

Mi querida amiga: Por carta de su hermano me entero con mu-cho gusto de que han terminado las inquietudes de ustedes. Los felicito; mi padre no puede soportar Ajaccio desde que no está aquí su hermano para hablar con él de guerras y cacerías. Sali-mos hoy y pernoc taremos en casa de la parienta de ustedes, para la que tenemos una carta. Pasado mañana, a eso de las once, iré a que me obsequie usted con ese bruccio de las montañas, tan supe-rior, según usted, al de la ciudad.

Adiós, querida Colomba. Su amiga,

LYDIA NEVIL.

—Se conoce que no ha recibido mi segunda carta —dijo Orso.—Por la fecha de la suya puedes ver que esa señorita estaba

ya en camino cuando tu carta llegó a Ajaccio. ¿Le decías que no viniera?

—Le decía que estábamos en estado de sitio. Me parece que no es una situación para recibir gente.

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—¡Bah! Esos ingleses son muy originales. Me dijo ella, la última noche que pasé en su cuarto, que sentiría marcharse de Córcega sin haber presenciado una buena vendetta. Si qui-sieras, se le podría ofrecer el espectáculo de un asalto a la casa de nuestros enemigos.

—¿Sabes —exclamó Orso— que la naturaleza se equivocó al hacer de ti una mujer, Colomba? Hubieras sido un excelente militar.

—Tal vez. En todo caso, voy a hacer el bruccio.—Es inútil. Hay que mandar a alguien para advertirlos y

detenerlos antes de que se pongan en camino.—¿Sí? ¿Quieres enviar un mensajero con el tiempo que hace,

para que cualquier torrente se lo lleve con la carta…? ¡Cómo compadezco en estos momentos de tormenta a los pobres ban-didos! Por fortuna, tienen buenos piloni.1 ¿Sabes lo que hay que hacer? Si la tormenta cesa, te vas mañana muy de madru-gada, para llegar a casa de nuestra parienta antes de que tus amigos se hayan puesto en camino. Te será fácil, porque miss Lydia se levanta siempre tarde. Les dices lo que pasa aquí, y si insisten en venir tendremos el mayor gusto en recibirlos.

Orso se apresuró a aceptar este proyecto, y Colomba, tras unos momentos de silencio, declaró:

—Tal vez hayas creído que bromeaba al hablar de un asalto a la casa de los Barricini. Has de saber que somos los más fuertes en número: dos contra uno por lo menos. Desde que el prefecto ha suspendido al alcalde, todos los hombres de aquí están con nosotros. Podríamos hacerlos trizas. Nos sería fácil bloquear su casa. Si quisieras, bajaría a la fuente, me burlaría de sus mujeres y saldrían ellos… Quizá, porque son unos co-bardes, dispararían contra mí desde sus archere; errarían los tiros. Todo estaría dicho entonces: son ellos los atacantes. Tanto peor para los vencidos: ¿dónde encontrar en una pelea así al que ha dado un buen golpe? Cree a tu hermana, Orso; los pajarracos con toga que van a venir emborronarán papel y dirán muchas frases inútiles. Nada resultará de esto. El viejo zorro hallará el medio de hacerles ver las estrellas en pleno

1Capa de paño muy grueso, provista de capucha. (Nota de la E. de B.).

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mediodía. ¡Ah! Si el prefecto no se hubiera puesto delante de Vincentello, habría ya uno menos.

Todo esto lo dijo ella con la misma tranquilidad con que ha-bló antes de los preparativos del bruccio.

Orso, estupefacto, miraba a su hermana con una admiración mezclada de temor.

—Mi dulce Colomba —dijo levantándose de la mesa—, me temo que seas el diablo en persona; pero quédate tranquila. Si no logro que cuelguen a los Barricini, lo arreglaré de otra ma-nera: «Bala caliente o hierro frío».1 Ya ves que no he olvidado el corso.

—Cuanto más pronto, mejor —replicó Colomba suspiran-do—. ¿Qué caballo vas a montar mañana?

—El negro. ¿Por qué me lo preguntas?—Para darle cebada.Al retirarse Orso a su cuarto, Colomba mandó a dormir a

Saveria y a los pastores y se quedó sola en la cocina, donde se preparaba el bruccio. De cuando en cuando prestaba oído y parecía esperar con impaciencia a que se hubiese acostado su hermano. Cuando lo creyó dormido cogió un cuchillo, se ase-guró de que cortaba bien, calzó sus piececitos con unos zapa-tones, y sin hacer el menor ruido salió al jardín.

El jardín, cercado de tapias, daba a un vasto terreno acota-do, en el que estaban los caballos, porque los caballos corsos no conocen las cuadras. En general se los suelta en un campo y se confía en su inteligencia para el cuidado de buscar alimento y un abrigo contra el frío y la lluvia.

Colomba abrió la puerta del jardín con la misma precaución, salió afuera, y silbando suavemente hizo que acudieran los ca-ballos, a los que llevaba a menudo pan y sal. En cuanto tuvo a su alcance el caballo negro, lo asió con fuerza por las crines y le rajó una oreja con el cuchillo. El animal dio un brinco terri-ble y escapó lanzando ese relincho agudo que un vivo dolor arranca a veces a sus congéneres. Satisfecha entonces, Colom-ba volvió a entrar en el jardín, a tiempo que Orso abría su ventana y gritaba «¿Quién anda ahí?» Y se oyó que amartillaba

1Palla calda u farru freddu, locución muy usada. (Nota de la E. de B.).

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su escopeta. Por fortuna para Colomba, la puerta del jardín estaba en completa oscuridad y una corpulenta higuera la cu-bría en parte. Seguidamente, por los resplandores intermiten-tes que vio brillar en el cuarto de su hermano, comprendió Colomba que trataba de encender su lámpara. Se apresuró en-tonces a cerrar la puerta del jardín y, deslizándose a lo largo de las tapias, de manera que su vestido negro se confundiese con el follaje de los espaldares, llegó a la cocina momentos an-tes de que se presentara Orso.

—¿Qué pasa? —le preguntó ella.—Me pareció —contestó Orso— que abrían la puerta del

jardín.—Imposible. El perro hubiese ladrado. Pero vamos a ver.Orso registró el jardín, vio que la puerta exterior estaba bien

cerrada y, algo avergonzado de su falsa alarma, se dispuso a volver a su cuarto.

—Me alegro —dijo Colomba— de que te vuelvas prudente, como debes serlo en tu situación.

—Tú me lo has enseñado —contestó él—. ¡Buenas noches!Orso estaba de pie al amanecer, dispuesto a marcharse. Su

traje acusaba el atildamiento y la elegancia de un hombre que va a ver a una mujer a la que desea agradar y la prudencia de un corso en vendetta. Sobre una levita azul bien entallada lle-vaba en bandolera una cajita de hoja de lata con cartuchos, colgada de un cordón de seda verde; en un bolsillo del costado llevaba su estilete, y empuñaba la hermosa escopeta Manton, cargada con balas. Mientras tomaba de prisa una taza de café servida por Colomba había salido un pastor para ensillar y embridar al caballo. Orso y su hermana lo siguieron a poco. El pastor se había apoderado del caballo, pero había dejado caer la silla y las bridas, y parecía horrorizado, mientras el ca ballo, que se acordaba de la herida de la noche anterior y temía por su otra oreja, se encabritaba, se resistía, relinchaba y hacía toda clase de diabluras,

—¡Vamos, de prisa! —gritó Orso.—¡Ah, Ors’ Anton’! ¡Ah, Ors’ Anton’! ¡Sangre de la madona!

—exclamaba el pastor, con otras numerosas imprecaciones, de las que no podrían traducirse en su mayor parte.

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—¿Qué ha ocurrido? —interrogó Colomba.Se acercaron todos al caballo, y al verlo ensangrentado y con

una oreja rajada hubo una exclamación general de sorpresa e indignación. Es de saber que mutilar el caballo de su enemigo es para los corsos, a la vez que una venganza, un desafío y una amenaza de muerte. «Nada más que un tiro puede castigar tal fechoría». Aunque Orso, que había vivido mucho tiempo en el continente, sintiese menos que otro la enormidad del lenguaje, si en aquel momento se le hubiese presentado un barricinista es probable que en el acto le habría hecho expiar un agravio que atribuía a sus enemigos.

—¡Cobardes, canallas! —gritó—. ¡Vengarse en un pobre animal, cuando no se atreven a darme la cara!

—¿Qué esperamos? —exclamó Colomba impetuosamente—. Vienen a provocarnos, a mutilar nuestros caballos, y ¿no va-mos a responderles? ¿Son hombres?

—¡Venganza! —contestaron los pastores—. Paseemos el ca-ballo por el pueblo y asaltémosles la casa.

—Hay un cobertizo techado con paja pegado a su torre —pro-puso el viejo Polo Griffo—. En un santiamén lo hago arder.

Otro proponía ir a buscar las escalas del campanario de la iglesia; un tercero, derribar las puertas de la casa de los Barri-cini con una viga que había en la plaza destinada a un edificio en construcción. En medio de todas aquellas voces furiosas se oía la de Colomba anunciando a sus satélites que antes de po-nerse a la obra iba a dar a cada uno un buen vaso de anís.

Desgraciada, o más bien afortunadamente, el efecto que se había prometido ella de su crueldad con el pobre caballo queda-ba perdido en gran parte para Orso. No dudaba este de que la salvaje mutilación fuese obra de sus enemigos, y era de Orlan-duccio de quien en particular sospechaba; pero no creía que aquel mozo, provocado y abofeteado por él, hubiese borrado su afrenta con cortar la oreja a un caballo. Al contrario, aquella baja y ridícula venganza aumentaba su desprecio por sus ad-versarios, y pensaba ahora, como el prefecto, que semejante gente no merecía batirse con él. En cuanto pudo hacerse oír declaró a sus partidarios, confusos, que renunciaran a sus

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belicosas intenciones y que la justicia, que iba a llegar, venga-ría muy bien la oreja del caballo.

—Soy aquí el amo —añadió en tono severo—, y quiero que se me obedezca. Al primero que se le ocurra seguir hablando de matar o de incendiar le daré yo qué sentir. Vamos, que me ensillen el caballo gris.

—Pero ¿cómo, Orso? —le dijo Colomba llevándolo aparte—. ¿Consentirás que nos insulten? Jamás en vida de nuestro pa-dre se hubieran atrevido los Barricini a mutilar uno de nues-tros animales.

—Te prometo que tendrán motivos para arrepentirse; pero es a los gendarmes y a los carceleros a quienes incumbe el castigo de unos miserables que no tienen valor sino contra los animales. Ya te he dicho que la justicia nos vengará de ellos… Si no es así… no tendrás necesidad de recordarme de quién soy hijo.

—Paciencia —dijo Colomba suspirando.—Acuérdate bien, hermana mía —prosiguió Orso—, de que

si a mi vuelta me encuentro con que se ha realizado alguna agresión contra los Barricini no te lo perdonaré nunca. —A continuación, en tono más suave, añadió—: Es muy posible, hasta muy probable, que vuelva con el coronel y su hija. Haz que sus habitaciones estén arregladas, que el almuerzo sea bueno, que nuestros huéspedes, en fin, se encuentren lo menos mal posible. Está muy bien tener coraje, Colomba, pero es pre-ciso además que una mujer sepa manejar una casa. Vamos, dame un beso, y sé buena; ya tengo dispuesto el caballo.

—Pero no irás solo —dijo Colomba.—No necesito a nadie —contestó él—, y te aseguro que no

me dejaré cortar una oreja.—¡No, no! No puedo dejar que vayas solo en tiempo de guerra.

¡Polo Griffo, Gian’ Francè, Memmo, cojan las escopetas: vayan a acompañar a mi hermano!

Tras una discusión bastante viva, Orso tuvo que resignarse a llevar escolta. Eligió entre sus más animosos pastores a los que con mayor brío habían aconsejado el comienzo de las hos-tilidades. Repitió luego sus recomendaciones a su hermana y a

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los pastores que se quedaban, y se puso en camino, dando esta vez un rodeo para evitar la casa de los Barricini.

Estaban ya lejos de Pietranera y cabalgaban de prisa, cuan-do, al cruzar un arroyuelo que se perdía en una charca, el viejo Polo Griffo vio varios cerdos gustosamente echados en el fango, disfrutando a la vez del sol y del frescor del agua. De inmediato apuntó al más gordo y lo dejó en el sitio de un tiro en la cabeza. Los compañeros del muerto se levantaron y es-caparon con sorprendente agilidad; y aunque el otro pastor disparó a su vez, llegaron sanos y salvos a un matorral, por el que desaparecieron.

—¡Imbéciles! —exclamó Orso—. Toman por jabalíes a unos cerdos.

—Nada de eso, Ors’ Anton’ —respondió Polo Griffo—; pero ese rebaño es del alcalde, y así aprenderá a no mutilar nues-tros caballos.

—¡Cómo, granujas! —gritó Orso enfurecido—. ¿Imitan las infamias de nuestros enemigos? ¡Déjenme, bribones! No me hacen falta. No valen más que para batirse con cerdos. ¡Juro por Dios que si se atreven a seguirme les abro la cabeza!

Los pastores se miraron absortos. Orso espoleó a su caballo y desapareció al galope.

—¿Eh? ¿Qué tal? —dijo Polo Griffo—. ¿Qué te parece? Quie-re a la gente para que te trate así. El coronel su padre se en-fadó contigo porque apuntaste una vez al alcalde… ¡Qué tonto fuiste en no disparar…! Y el hijo… ya ves lo que he hecho por él… Y habla de abrirme la cabeza, como a un pellejo que no tiene ya vino. Ahí tienes lo que se aprende en el continente, Memmo.

—Sí, y como se sepa que has matado tú a ese cerdo, te proce-sarán, y Ors’ Anton’ no querrá hablar a los jueces ni pagar al alcalde. Felizmente no te ha visto nadie, y ahí está santa Nega para sacarte del caso.

Tras una breve deliberación, los dos pastores decidieron que lo más prudente era tirar el cerdo a unas zarzas, y así lo hicie-ron, no sin que cortasen unas tajadas a la inocente víctima del odio de los Della Rebbia y los Barricini.

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XVII

Libre de su indisciplinada escolta, Orso continuó su camino, más preocupado por el placer de ir a ver a miss Nevil que por el temor de tropezarse con sus enemigos. «La querella que voy a entablar con esos miserables» se decía, «me obligará a ir a Bas tia. ¿Por qué no habría de acompañar a miss Nevil? ¿Por qué desde Bastia no iríamos juntos a las aguas de Orezza?» De pronto recuerdos de su infancia le evocaron nítidamente aquel pintoresco sitio. Se vio trasportado a un verde césped al pie de seculares castaños. En un prado luciente, salpicado de flores azules semejantes a ojos que le sonreían, veía a miss Lydia sentada a su lado. Se había quitado el sombrero, y su rubio pelo, más fino y más suave que la seda, brillaba como el oro, iluminado por el sol que penetraba al través del follaje. Sus ojos, de un azul tan puro, parecían más azules que el cielo. Con la mejilla apoyada en una mano, escuchaba ella ensimis-mada las amorosas palabras que él le dirigía tembloroso. Ves-tía el traje de muselina que llevaba el último día que la vio en Ajaccio. Bajo los pliegues de la falda asomaba un piececito en un zapato de raso negro. Orso pensaba en la felicidad de besar aquel pie; pero una de las manos de miss Lydia no estaba enguantada y tenía una margarita; y Orso le cogía la margari-ta, y la mano de Lydia estrechaba la de él, y él besaba la mar-garita y luego la mano, y ella no se enfadaba… Todos estos pensamientos le impedían prestar atención al camino que se-guía, por el que, sin embargo, continuaba trotando. Iba por segunda vez a besar en la imaginación la blanca mano de miss Nevil, cuando por poco besa en la realidad la cabeza de su ca-ballo, que se detuvo de pronto. Era que Chilina le había cerrado el paso y cogido de las bridas.

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—¿Adónde va usted así, Ors’ Anton’? —lo interpeló la niña—. ¿No sabe que su enemigo está cerca de aquí?

—¡Mi enemigo! —exclamó Orso, furioso de verse interrum-pido en un momento tan interesante—. ¿Por dónde anda?

—Orlanduccio está cerca de aquí. Lo espera. Vuélvase, vuél-vase.

—¡Ah! ¿Me espera? ¿Lo has visto tú?—Sí, Ors’ Anton’; estaba tumbada entre los helechos cuando

pasó él. Iba mirando a todos lados con sus gemelos.—¿Hacia dónde iba?—Hacía allí, hacia donde va usted.—Gracias.—¿No haría usted mejor en esperar a mi tío? Ya no puede

tardar, y con él iría usted seguro.—No te apures, Chili, no tengo necesidad de tu tío.—Iré delante, si usted quiere.—Gracias, no.Y Orso, estimulando a su caballo, se dirigió rápidamente ha-

cia el punto que le había indicado la pequeña.Su primer movimiento fue un ciego arranque de furor, y se

dijo que la suerte lo ofrecía una excelente ocasión para casti-gar a aquel cobarde que mutilaba un caballo para vengarse de una bofetada. Después, mientras avanzaba, la especie de pro-mesa que había hecho al prefecto, y sobre todo el temor de quedarse sin visitar a miss Nevil, cambiaron sus disposiciones y casi lo hicieron desear no encontrarse con Orlauduccio. Pero enseguida el recuerdo de su padre, el atentado contra el ca-ballo, las amenazas de los Barricini volvían a encender su ira y lo excitaban a buscar a su enemigo para provocarlo y obligarlo a batirse. Agitado así por resoluciones contrarias, continuaba avanzando, pero con precaución ahora, examinando las male-zas y los setos, y hasta parándose a veces para escuchar los vagos rumores que se escuchan en el campo. A los diez minutos de haber dejado a Chilina (eran cerca las nueve de la mañana) se encontró al borde de una colina sumamente empinada.

El camino, o más bien el sendero apenas trazado que seguía, atravesaba un maquis recientemente quemado. El suelo estaba

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lleno de cenizas blancuzcas, y aquí y allí unos arbustos y algu-nos corpulentos árboles ennegrecidos por el fuego y despoja-dos de sus hojas se mantenían en pie, aunque hubiesen cesado de vivir. La vista de un maquis quemado en un paraje del nor-te hace pensar en el corazón del invierno, y el contraste de ari-dez de los lugares recorridos por las llamas con la lujuriante vegetación de los alrededores los hace que parezcan más tristes y desolados todavía. Pero por el momento Orso no veía en aquel paisaje más que una cosa, importante para él, dada su posición: aquel suelo desnudo no podía ocultar una emboscada, y el que puede temer a cada momento ver salir de la maleza el cañón de una escopeta dirigido contra su pecho mira como una especie de oasis un terreno llano en donde nada limita la visión. Al matorral quemado seguían varios campos de cultivo, divididos, a estilo del país, por cercas de piedras superpuestas hasta la altura del pecho de una persona. El sendero pasaba entre esos recintos, donde enormes castaños, plantados sin orden, ofre-cían de lejos el aspecto de un bosque tupido.

Obligado por lo empinado de la pendiente a echar pie a tierra, Orso, que había dejado suelto su caballo, descendía con ligere-za resbalando por las cenizas; y no estaba sino a unos veinti-cinco pasos de uno de aquellos cercados, cuando percibió frente a él el cañón de una escopeta y una cabeza que sobrepa-saba la cresta del muro. La escopeta lo encañonó, y reconoció a Orlanduccio dispuesto a disparar. Orso se apercibió pronta-mente a la defensa, y ambos, apuntándose, se miraron unos segundos con esa emoción punzante que el más valiente expe-rimenta en el momento de ir a matar o a morir.

—¡Cobarde! ¡Canalla! —exclamó Orso.No había terminado de pronunciar esas palabras, cuando vio

el fogonazo de la escopeta de su enemigo, y casi al mismo tiem-po sonó otro tiro a su izquierda, del otro lado del sendero, dis-parado por un hombre al que no había visto, apostado detrás de otra cerca. Las dos balas lo alcanzaron: una, la primera, le atravesó el brazo izquierdo, que fue el que avanzó al apuntar; la otra le dio en el pecho y le atravesó la levita; pero al trope-zar, afortunadamente, con la hoja de su puñal se aplastó y no le produjo más que una ligera contusión. El brazo izquierdo de

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Orso cayó inerte a lo largo del muslo, y el cañón de la escopeta bajó un momento; pero lo alzó en el acto y, manejando el arma con la mano derecha solamente, hizo fuego sobre Orlanduccio, cuya cabeza, de la que no veía más que hasta los ojos, desapa-reció tras la cerca. Orso se volvió hacia la izquierda y disparó otro tiro contra un hombre envuelto en humo, al que apenas distinguía. A su vez desapareció aquella cara. Los cuatro tiros se habían sucedido con una rapidez increíble, y nunca empleó menos tiempo en una descarga escalonada un pelotón de sol-dados ejercitados. Tras el último disparo de Orso todo volvió al silencio. El humo que despedía su escopeta ascendía lenta-mente hacia el cielo; ningún movimiento detrás de la cerca, ni el más ligero grito. Sin el dolor que sentía en el brazo, hubiera podido creer que los hombres sobre quienes había hecho fuego habían sido unos fantasmas de su imaginación.

Ante la espera de una segunda descarga, Orso fue a guare-cerse al amparo de uno de los árboles quemados que habían quedado en pie. Allí sujetó su escopeta con las rodillas y se apresuró a volver a cargarla. Mientras tanto su brazo izquier-do le dolía enormemente y le parecía de un peso atroz. ¿Qué había sido de sus adversarios? No podía comprenderlo; de ha-ber huido, de haber sido heridos, hubiera él, seguro, percibido algún rumor, algún movimiento en el follaje. ¿Habrían muerto o estarían, más bien, esperando, al abrigo del muro, la ocasión de tirar de nuevo sobre él? En tal incertidumbre, y sintiendo de-caer sus fuerzas, puso la rodilla derecha en tierra, apoyó en la otra el brazo herido y se sirvió de una rama que colgaba del árbol quemado para sostener la escopeta. Con el dedo en el ga-tillo, la mirada fija en la cerca, el oído atento al menor rumor, permaneció inmóvil unos minutos, que le parecieron un siglo. Por fin se oyó a su espalda un grito lejano, y a poco un perro, que bajaba por la cuesta con la rapidez de una flecha, se paró junto a Orso moviendo la cola. Era Brusco, el discípulo y compañero de los bandidos, que anunciaba sin duda la llegada de su amo; y nunca fue esperado un hombre honrado con mayor impacien-cia. El perro, con el hocico en alto, vuelto hacia la cerca más próxima, olfateaba con inquietud. De pronto lanzó un gruñido sordo, franqueó el muro de un salto, y enseguida casi volvió

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a aparecer sobre el coronamiento, desde donde miró fijamente a Orso, expresando en sus ojos la sorpresa con tanta claridad como puede hacerlo un perro; volvió después a olfatear, esta vez hacia otro recinto, cuya cerca saltó también. Al instante reapareció del mismo modo que la otra vez con el mismo aire de asombro y de inquietud; luego saltó al matorral; con el rabo entre las piernas y sin dejar de mirar a Orso, se alejó lenta-mente y andando de costado hasta que se halló a cierta distan-cia. Entonces, volviendo a su carrera, subió la cuesta tan de prisa casi como la había bajado, al encuentro de un hombre que acudía con toda rapidez a pesar de lo rápido de la pendiente.

—¡A mí, Brando! —exclamó Orso en cuanto lo creyó al al-cance de la voz.

—¡Eh, Ors’ Anton’! ¿Está usted herido? —le preguntó aquél llegando todo sofocado—. ¿En el cuerpo o en los miembros?

—En un brazo.—Entonces no es nada. ¿Y el que tiró?—Me parece que lo he tocado.Brandolaccio, siguiendo a su perro, corrió al recinto más cer-

cano y se inclinó para mirar al otro lado de la cerca. Allí se quitó el gorro y exclamó:

—¡Salud al señor Orlanduccio!Después, volviéndose hacia Orso, lo saludó a su vez con aire

grave.—He ahí —dijo— lo que llamo un hombre bien arreglado.—¿Vive aún? —preguntó Orso, respirando con trabajo.—¡Oh!, no hay cuidado, con el balazo que le ha metido usted

en un ojo. ¡Sangre de la madona, qué agujero! ¡Buena escope-ta, por vida mía! ¡Qué calibre! Es para vaciar un cráneo. Verá usted: cuando oí primero ¡pim, pim! me dije: «¡Rediez, están matando a mi teniente!» Después, al escuchar ¡pum, pum!, ex-clamé: «¡Ah! Ahora habla la escopeta inglesa; responde…» Pero ¿qué es lo que quieres, Brusco?

El perro lo llevó al otro cercado.—¡Perdone! —dijo Brandolaccio estupefacto—. ¡Doble golpe!

Ni más ni menos. ¡Caramba! Bien se ve que está cara la pólvo-ra y que la economiza usted.

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—Pero ¿qué hay? —preguntó Orso.—Vamos, no sea usted bromista, mi teniente. Derriba usted

la caza y quiere que se la recojan… ¡Buen postre va a tener hoy el viejo Barricini! Carne fresca en abundancia. ¿Quién lo here-dará ahora?

—Pero, ¡cómo! ¿Ha muerto también Vincentello?—Muy muerto. ¡Salud para nosotros!1 Lo que hay de bueno

con usted es que no los hace sufrir. Venga a ver a Vincentello; todavía está de rodillas, con la cabeza apoyada en la cerca. Parece que está durmiendo. Es el caso de decir: Sueño de plo-mo. ¡Pobre diablo!

Orso desvió la mirada con horror.—¿Estás seguro de que ha muerto?—Usted es como Sampiero Corso, que no perdía tiro. Mire a

este… en el lado izquierdo del pecho. Como el balazo que die-ron a Vincileone en Waterloo. Apostaría a que la bala no anda lejos del corazón. ¡Golpe doble! ¡Ah! No voy a tirar más en mi vida. ¡Dos de dos tiros…! ¡A balazo cada uno…! Los dos her-manos… Si hubiera usted disparado por tercera vez le habría tocado al papá… Otra vez se hará mejor… ¡Buen golpe, Ors’ Anton’…! ¡Y pensar que no le ocurrirá nunca a un buen mu-chacho como yo hacer un doble golpe con los gendarmes…!

Mientras hablaba, el bandido examinó el brazo de Orso y abrió la manga con su estilete.

—No es nada —dijo—. Pero la levita dará qué hacer a la se-ñorita Colomba… ¿Eh? Pero ¿qué es este desgarrón sobre el pecho…? ¿No ha penetrado nada por ahí? No: no estaría tan animado. Vamos, procure usted mover los dedos… ¿Siente us-ted mis dientes al morderle el dedo meñique…? ¿No mucho…? No importa, no será nada. Déjeme que le quite el pañuelo y la corbata… Su levita va a quedar inservible… ¿Por qué ponerse tan elegante? ¿Iba usted a una boda…? Bueno, beba usted un poco de vino… ¿Por qué no ha traído usted cantimplora? Un cor-so nunca sale sin ella.1Salute a noi. Exclamación que acompaña habitualmente a la palabra muerte y que le sirve como de conjuro. (Nota de la E. de B.).

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Y en medio de la cura se interrumpía para exclamar:—¡Golpe doble! ¡Tiesos los dos…! ¡Lo que va a reírse mi com-

pañero…! ¡Golpe doble…! ¡Ah! Por fin está aquí esa tortuguita de Chilina.

Orso no hablaba. Estaba pálido como un muerto y todo su cuerpo temblaba.

—Chili —dijo Brandolaccio—, ve a mirar detrás de esa cerca.La niña trepó por aquélla ayudándose con pies y manos, y al

ver el cadáver de Orlanduccio se santiguó.—Eso no es nada —añadió el bandido—; mira allí también.La niña volvió a santiguarse.—¿Ha sido usted, tío? —preguntó tímidamente.—¿Yo? Yo estoy ya hecho un carcamal que no sirve para

nada. Ha sido obra del señor, Chili. Felicítale.—La señorita se pondrá muy contenta —dijo Chilina a Orso—,

pero sentirá mucho la herida de usted.—Vamos, Ors’ Anton’ —dijo el bandido al concluir la cura—.

Chilina le ha traído el caballo. Monte y venga conmigo al ma-quis de la Stazzona. Muy listo tendría que ser quien lo encontra-se a usted allí. Lo trataremos lo mejor que podamos. Cuando lleguemos a la cruz de santa Cristina habrá que apearse. Dará usted el caballo a Chilina, que irá a informar a la señorita y hará lo que usted le encargue. Puede usted decir cuanto quiera a la niña, Ors’ Anton’, que se dejaría hacer pedazos antes que traicionar a sus amigos.

Y con acento de ternura decía a la pequeña.—Anda, pícara, excomulgada seas, maldita seas, bribona.Brandolaccio, supersticioso como muchos bandidos, temía

fascinar a los niños dirigiéndoles bendiciones o elogios, porque es sabido que las potencias misteriosas que rigen la Annocchia-tura1 tienen la mala costumbre de ejecutar lo contrario de nues-tros deseos.

—Pero, ¿adónde quieres que vaya, Brando? —preguntó Orso con voz apagada.

1Fascinación involuntaria que se ejerce, ya con los ojos, ya con la palabra. (Nota de la E. de B.).

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—Puede usted elegir entre la cárcel o el maquis. Pero un Della Rebbia no conoce el camino de la cárcel. ¡Al maquis, Ors’ Anton’!

—¡Adiós, pues, todas mis esperanzas! —exclamó dolorosa-mente el herido.

—¡Sus esperanzas! ¿Qué más podía usted esperar de una escopeta de dos cañones…? Pero ¿cómo diablos lo hirieron a usted? Se conoce que esos mozos tenían la vida más dura que los gatos.

—Es que fueron ellos los que tiraron primero.—Es verdad, lo había olvidado… ¡Pim, pim! ¡Pum, pum…!

¡Doble golpe y con una sola mano!1 ¡Que me ahorquen si se puede hacer más! Bien, ya está usted a caballo; pero antes de marchar mire usted su obra. No es cortés dejar así a la compa-ñía, sin despedirse.

Orso espoleó a su caballo; por nada del mundo hubiera que-rido ver a los desdichados que acababa de matar.

—Mire, Ors’ Anton’ —le dijo el bandido cogiendo el caballo de la brida—, ¿quiere que le hable con franqueza? Pues bien; sin ofenderlo, me dan lástima esos dos pobres jóvenes… Le ruego que me excuse… ¡Tan guapos, tan fuertes, tan llenos de vida…! Con Orlanduccio he cazado varias veces… Hace cuatro días me dio un paquete de cigarros… Vincentello estaba siem-pre de buen humor… Cierto que usted ha hecho lo que debía… y además el golpe ha sido harto bueno para lamentarlo… Pero yo no tenía parte en esta venganza… Sé que tiene usted razón; cuando se tiene un enemigo hay que deshacerse de él… Pero los Barricini eran de una antigua familia… ¡Una más que desa parece…! ¡Y por un golpe doble…! Es curioso.

Mientras hacía así la oración fúnebre de los Barricini, Bran-dolaccio conducía de prisa a Orso, a Chilina y al perro Brusco hacia el bosque de Stazzona.

1Si algún cazador incrédulo dudase de lo realizado por Orso Della Rebbia lo invitaría a que fuese a Sartene e hiciera que le contasen cómo uno de los más distinguidos y más amables bandidos de aquella ciudad se libró solo, y con el brazo izquierdo roto, de un lance no menos peligroso. (Nota de la E. de B.).

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XVIII

Poco después de la marcha de Orso supo Colomba por sus es-pías que los Barricini habían salido al campo, y desde ese mo-mento fue presa de una viva inquietud. Se le veía recorrer la casa en todos sentidos, yendo de la cocina a las habitaciones preparadas para sus huéspedes, sin hacer nada y ocupada siempre, parándose a cada momento para observar si se nota-ba en el pueblo algún movimiento insólito. A eso de las doce entró en Pietranera una cabalgata bastante numerosa: eran el coronel, su hija, sus criados y su guía. Al recibirlos, las prime-ras palabras de Colomba fueron:

—¿Han visto ustedes a mi hermano?Después preguntó al guía qué camino habían tomado y a

qué hora habían salido, y por las respuestas, le pareció muy raro que no se hubiesen encontrado.

—Quizá su hermano haya tomado el alto —dijo el guía—; nosotros hemos venido por el bajo.

Pero Colomba movió la cabeza y repitió sus preguntas. A pesar de su natural entereza, aumentada todavía por el orgu-llo de ocultar toda debilidad a unos extraños, le era imposible disimular su inquietud, y no tardó en hacérsela compartir al coronel, y sobre todo a miss Lydia, cuando les refirió la tenta-tiva de reconciliación que tan mal resultado había tenido. Miss Nevil, nerviosa, quería que se enviasen mensajeros en todas direcciones, y su padre se ofrecía volver a montar a caballo y marchar con el guía en busca de Orso. Los temores de sus hués-pedes recordaron a Colomba sus deberes de ama de casa. Se esforzó en sonreír, dio prisa al coronel para sentarse a la mesa y halló para explicar el retraso de su hermano veinte motivos

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plausibles que al cabo de un instante rechazaba ella misma. Juzgando que su deber de hombre era tranquilizar a las muje-res, el coronel propuso también su explicación:

—Apuesto —dijo— que Della Rebbia se ha encontrado con caza; no ha podido resistir a la tentación y vamos a verlo volver con el morral repleto. En el camino hemos oído cuatro dispa-ros de escopeta. Dos de las detonaciones fueron más fuertes que las otras, y dije a mi hija: «Apostaría que es Della Rebbia, que está cazando. Solo mi escopeta puede hacer tanto ruido».

Colomba palideció, y Lydia, que la observaba con atención, adivinó fácilmente qué sospechas había sugerido la conjetura del coronel. Tras unos minutos de silencio, Colomba preguntó si las dos detonaciones fuertes habían precedido o seguido a las otras. Pero ni el coronel, ni su hija, ni el guía habían pres-tado mucha atención a aquel punto capital.

Como a la una no había vuelto aún ninguno de los hombres enviados, Colomba apeló a todo su valor e hizo que sus huéspe-des se sentaran a la mesa; pero, salvo el coronel, nadie pudo comer. Al menor ruido en la plaza, Colomba corría a la venta-na; luego volvía a sentarse con tristeza y, más tristemente aún, se esforzaba en continuar con sus huéspedes una conver-sación insignificante a la que nadie prestaba la menor aten-ción y que interrumpían largos intervalos de silencio.

De repente se oyó el galope de un caballo.—¡Ah! Esta vez es mi hermano —dijo Colomba levantándose.Pero al ver a Chilina montada a horcajadas en el caballo de

Orso:—¡Mi hermano ha muerto! —exclamó con desgarrador acento.El coronel dejó caer su vaso, miss Nevil dio un grito, todos

corrieron a la puerta de la casa. Antes de que Chilina hubiera podido apearse, Colomba la había levantado como una pluma, y la estrechaba hasta sofocarla. La niña comprendió aquella mirada terrible y su primera palabra fue la del corazón de Otelo:

—¡Vive!Colomba cesó de estrecharla y Chilina cayó al suelo tan ágil-

mente como una gatica.—¿Y los otros? —inquirió Colomba con voz ronca.

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Chilina hizo con los dedos la señal de la cruz. En el acto un vivo color de grana sucedió en la cara de Colomba a su palidez mortal. Lanzó una ardiente mirada a la casa de los Barricini y dijo sonriendo a sus huéspedes:

—Entremos a tomar el café.El iris de los bandidos tenía mucho que contar. Su jerga, tra-

ducida tal cual por Colomba, al italiano, y luego al inglés, por miss Nevil, arrancó más de una imprecación al coronel, más de un suspiro a miss Lydia; pero Colomba escuchaba con aire impasible, aunque retorciendo de tal manera su servilleta ada-mascada que amenazaba destrozarla. Interrumpió a la niña cinco o seis veces para hacerse repetir que Brandolaccio decía que la herida no era peligrosa y que peores había visto. Al ter-minar dijo Chilina que Orso solicitaba con insistencia papel de escribir y que encargaba a su hermana que suplicase a una señorita que tal vez estuviera con ella que no se marchase has-ta haber recibido una carta de él.

—Esto es —añadió la niña— lo que más lo atormentaba, y ya estaba en camino cuando volvió a llamarme para recomen-darme el encargo. Era la tercera vez que me lo repetía.

Al oír este requerimiento de su hermano, Colomba sonrió ligeramente y estrechó con fuerza la mano de la inglesa, la cual se echó a llorar y no juzgó oportuno traducir a su padre aquella parte de la narración.

—Sí, se quedará usted conmigo, mi querida amiga —dijo Co-lomba abrazando a miss Nevil—, y nos ayudará. Luego sacó de un armario bastante cantidad de tela blanca y se puso a cortar vendas y a sacar hilas. Al ver el brillo de sus ojos, la animación de su cara y su mezcla de preocupación y sangre fría hubiera sido difícil decir si estaba más afectada por la herida de su herma-no que satisfecha por la muerte de sus enemigos. Tan pronto servía café al coronel, alabándose de su habilidad para hacer-lo, tan pronto distribuyendo labor a miss Nevil y a Chilina, las exhortaba a coser vendas y envallarlas; preguntaba por vigé-sima vez si la herida de Orso le dolía mucho. A cada momento se interrumpía en medio de su labor para decir al coronel:

—¡Dos hombres tan hábiles, tan terribles…! Él, solo, herido, con un brazo… los venció a los dos… ¡Qué valor, coronel! ¿Verdad

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que es un héroe? ¡Ah, miss Nevil, qué felicidad es vivir en un país tranquilo como el de usted…! Segura estoy de que hasta ahora no conocía usted a mi hermano… Ya lo había dicho: el gavilán desplegará sus alas… La engañaba a usted con su as-pecto tan dulce… Es que a su lado, miss Nevil… ¡Ah! Si la viera a usted trabajar para él… ¡Pobre Orso!

Miss Lydia no trabajaba nada y ni hallaba palabras. Su pa-dre preguntaba por qué no se apresuraban a formular una denuncia ante un magistrado. Hablaba de las diligencias del coroner1 y de otras varias cosas desconocidas igualmente en Córcega. Quería saber, en fin, si la casa de campo de aquel buen señor Brandolaccio, que había socorrido al herido, estaba muy lejos de Pietranera y si no podría él ir a ver a su amigo.

Y Colomba respondía, con su calma habitual, que Orso esta-ba entre matorrales; que lo cuidaba un bandido, que corría grave riesgo si se presentaba antes de saberse las disposicio-nes del prefecto y de los jueces; en fin, que ya se las arreglaría para que fuese a verlo secretamente un buen cirujano.

—Sobre todo, señor coronel, acuérdese bien —le decía— de que usted oyó los cuatro disparos y de que Orso fue el último en tirar.

El coronel no comprendía nada de este asunto, y su hija no hacía más que suspirar y enjugarse los ojos.

Estaba ya muy avanzado el día cuando entró en el pueblo una triste comitiva. Traían al viejo Barricini los cadáveres de sus hijos, puestos de través sobre sendas mulas, que conducían unos campesinos. Una multitud de amigos y de curiosos se-guía al lúgubre cortejo. Se veía también a los gendarmes, que siempre llegan demasiado tarde, y al teniente alcalde, que al-zaba los brazos al cielo, repitiendo sin cesar: «¡Qué dirá el se-ñor prefecto!» Algunas mujeres, entre otras una nodriza de Orlanduccio, se arrancaban los cabellos y lanzaban chillidos salvajes. Pero su dolor ruidoso producía menos impresión que la desesperación muda de un personaje que atraía todas las miradas. Era el desdichado padre, que, yendo de un cadáver al otro, levantaba sus cabezas manchadas de tierra, besaba sus

1Funcionario de justicia anglosajón.

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labios violáceos, sostenía sus miembros ya rígidos, como para evitarles las sacudidas de la marcha. A veces se lo veía abrir la boca para hablar, pero no emitía ni una palabra, ni un grito. Sin apartar los ojos de los cadáveres, tropezaba con las pie-dras, con los árboles, con todos los obstáculos que encontraba.

Las lamentaciones de las mujeres, las imprecaciones de los hombres redoblaron a la vista de la casa de Orso. Ante una aclamación de triunfo que unos pastores rebbianistas se atre-vieron a lanzar, la indignación de sus adversarios no pudo con-tenerse. «¡Venganza, venganza!», gritaron algunas voces. Se lanzaron piedras, y dos balazos disparados contra las venta-nas de la sala donde se encontraban Colomba y sus huéspedes atravesaron las maderas e hicieron caer astillas hasta sobre la mesa junto a la que estaban sentadas las dos mujeres. Miss Lydia gritó espantada, el coronel empuñó una escopeta y Co-lomba, antes de que pudiesen retenerla, corrió a la puerta de la casa y la abrió con impetuosidad. Allí, erguida en el elevado umbral, con las dos manos extendidas para maldecir a sus enemigos, exclamó:

—¡Cobardes! ¡Tiran sobre mujeres, sobre extranjeros! ¿Son corsos, son hombres? ¡Miserables, que no saben más que ase-sinar por la espalda, vengan, yo los desafío! Estoy sola; mi hermano está lejos. Mátenme, maten a mis huéspedes; eso es digno de ustedes… No se atreven, cobardes, porque saben que nosotros nos vengamos. Vayan, vayan a llorar como mujeres y agradezcan que no les pidamos más sangre.

Había algo imponente y terrible en la voz y en la actitud de Colomba; a su vista la multitud retrocedió espantada, como ante la aparición de esas hadas maléficas de las que en Córce-ga se cuenta más de una historia terrible en las veladas de invierno. El funcionario municipal, los gendarmes y algunas mujeres aprovecharon aquel movimiento para interponerse entre los dos bandos, porque los pastores rebbianistas prepa-raban ya sus armas, y hubo un momento en que pudo temerse que se entablara en la plaza un combate general. Pero los dos bandos estaban privados de sus jefes, y los corsos, disciplina-dos en sus furores, rara vez llegan a las manos en ausencia de

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los principales autores de sus luchas intestinas. Por otra par-te, Colomba, a la que el triunfo volvía prudente, contuvo su pequeña guarnición.

—Dejen llorar a esa pobre gente —dijo—; dejen que ese an-cia no se lleve su carne. ¿Para qué matar a un viejo zorro que ya no tiene dientes para morder…? ¡Giudice Barricini, acuérdate del 2 de agosto! ¡Acuérdate de la cartera ensangrentada en la que escribió tu mano de falsario! Mi padre anotó allí tu deuda; tus hijos la han pagado. Yo te doy el recibo, viejo Barricini.

Colomba, con los brazos cruzados, con la sonrisa del despre-cio en sus labios, vio llevar los cadáveres a la casa de sus ene-migos y dispersarse luego lentamente el gentío. Cerró la puerta, volvió al comedor y dijo al coronel:

—Le pido perdón para mis compatriotas, señor. Nunca hu-biese creído que unos corsos disparasen sobre una casa en que hay extranjeros. Estoy avergonzada de mi país.

Por la noche, al retirarse miss Lydia a su cuarto, el coronel la siguió y le preguntó si no harían bien en marcharse al día siguiente de una aldea en la que a cada instante se estaba ex-puesto a recibir un balazo en la cabeza, y lo antes posible de un país en donde no se veía más que homicidios y traiciones.

Miss Nevil tardó en contestar; era evidente que la proposi-ción de su padre le causaba no poca perplejidad. Por fin contestó:

—¿Cómo vamos a dejar a esa desgraciada muchacha cuando tan necesitada está de ayuda? ¿No te parece que sería una crueldad por parte nuestra?

—Lo he dicho por ti, hija mía —replicó el coronel—. En cuan-to a mí, si te supiera en seguridad en el hotel de Ajaccio, senti-ría dejar esta maldita isla sin haber estrechado la mano a ese bravo Della Rebbia.

—Pues bien, papá, esperemos todavía y no nos marchemos hasta estar bien seguros de que no nos necesitan.

—Tienes un buen corazón —dijo el coronel besando a su hija en la frente—. Me gusta ver que te sacrificas para aliviar la desgracia ajena. Quedémonos; nunca se arrepiente uno de ha-ber realizado una buena acción.

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Miss Lydia daba vueltas en la cama sin poder dormir. Tan pronto los vagos rumores que escuchaba le parecían los prepa-rativos de un ataque contra la casa, tan pronto, tranquilizada respecto a ella, pensaba en el pobre herido, acostado probable-mente a esa hora sobre la tierra fría, sin otra asistencia que la que podía esperar de la caridad de un bandido. Se lo imagina-ba lleno de sangre, sufriendo horribles dolores, y lo extraño era que siempre que se presentaba a su espíritu la imagen de Orso lo veía como lo había visto en el momento de alejarse de ella, con los labios contra el talismán que le había dado… Pensaba después en su bravura. Se decía que por ella, para verla un poco antes, se había él expuesto al terrible peligro del que ha-bía escapado. Poco faltaba para que estuviera persuadida de que por defenderla tenía Orso fracturado el brazo. Se achaca-ba la herida de él, pero por esto lo admiraba más; y aunque el famoso doble golpe no tenía a sus ojos tanto mérito como a los de Colomba y a los del bandido, juzgaba, sin embargo, que po-cos héroes de novela hubiesen mostrado tanta intrepidez, tan-ta valentía en tan gran peligro.

El cuarto que ocupaba era el de Colomba. Sobre una especie de reclinatorio de roble, al lado de una palma bendita, colgaba de la pared un retrato en miniatura de Orso con uniforme de sub-teniente. Miss Nevil descolgó el retrato, lo contempló largo rato y concluyó por ponerlo frente a su cama en vez de volver a de-jarlo en su sitio. No se durmió hasta que apuntó el alba, y ya el sol estaba muy alto cuando se despertó. Junto a su cama vio a Colomba, que estaba esperando a que abriera los ojos.

—¿No se encuentra usted demasiado mal en nuestra pobre casa? —preguntó Colomba—. Temo que no haya dormido nada.

—¿Tiene usted noticias de él? —interrogó a su vez miss Ne-vil incorporándose.

Y al ver el retrato de Orso se apresuró a taparlo con un pa-ñuelo.

—Sí, he sabido de él —contestó Colomba con una sonrisa.Y cogiendo el retrato añadió:—¿Le encuentra usted parecido? Él es mejor.

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—¡Ah! —exclamó miss Nevil muy avergonzada—. Lo descol-gué… por distracción… Tengo el defecto de tocar todo… y no ordenar nada… ¿Cómo está su hermano?

—Bastante bien. Giocanto ha venido esta madrugada antes de las cuatro. Me ha traído una carta para usted. Orso no me ha escrito a mí. En el sobre pone: «Para Colomba»; pero más aba-jo: «Para miss N…» Las hermanas no son celosas. Giocanto ha dicho que a Orso le costó mucho trabajo escribir. Giocanto, que tiene una magnífica letra, se ofreció para que le dictara, pero no quiso. Ha escrito con lápiz, tumbado de espaldas Brandolaccio le sostenía el papel. Varias veces quiso levantarse mi herma-no, pero al menor movimiento le dolía atrozmente el brazo. «Daba pena», me ha dicho Giocanto. Aquí tiene usted la carta.

Estaba escrita en inglés, para mayor precaución sin duda. He aquí lo que leyó miss Nevil:

Señorita: Una desgraciada fatalidad me ha impulsado. Ignoro lo que dirán mis enemigos, las calumnias que inventarán. Poco me importan si usted, señorita, no les da crédito. Desde que la vi he estado acariciando sueños insensatos. Ha sido precisa esta catás-trofe para mostrarme mi locura; ya he vuelto a la razón. Sé cuál es el porvenir que me espera y me encontrará resignado. No me atrevo a conservar la sortija que me dio usted y que yo creía un talismán de felicidad. Temo, miss Nevil, que sienta usted haber otorgado tan mal su dones, o más bien temo que me recuerde el tiempo en que estaba loco. Colomba se la entregará… Adiós, seño-rita; va usted a irse de Córcega y no volveré a verla; pero diga a mi hermana que todavía conservo su estimación y, lo digo con segu-ridad, sigo mereciéndola.

O. D. R.

Miss Lydia se había vuelto de espaldas para leer aquella carta, y Colomba, que la observaba lentamente, le entregó la sortija egipcia, preguntándole con la mirada lo que significaba. Pero miss Lydia no se atrevía a levantar la cabeza y contempla-ba con tristeza la sortija, que se ponía y se quitaba nerviosa-mente.

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—¿Puedo saber, mi querida miss Nevil, lo que le dice mi her-mano? —preguntó Colomba—. ¿Le habla a usted de su estado?

—No… —contestó Lydia enrojeciendo—. Me escribe en in-glés… Me encarga que diga a mi padre… Espera que el prefec-to podrá arreglar…

Colomba, sonriendo con malicia, se sentó en la cama, cogió las dos manos de miss Nevil y, mirándola con ojos penetran-tes, le dijo:

—¿Será usted buena? ¿Contestará usted a mi hermano? ¡Le haría usted tanto bien! Antes, en cuanto llegó la carta, se me ocurrió venir a despertarla, pero no me atreví.

—Hizo usted mal —contestó miss Nevil—, y si una palabra mía pudiera…

—Ahora no puedo enviarle cartas. Ha llegado el prefecto, y Pietranera está llena de extranjeros. Veremos más adelante. ¡Ah! Si conociese usted a mi hermano, lo querría como yo… ¡Es tan bueno, tan valeroso…! Piense usted en lo que ha hecho: ¡solo contra dos y herido!

Había vuelto el prefecto. Avisado por un servidor del tenien-te alcalde, había venido acompañado de gendarmes y de solda-dos, trayendo además al fiscal, al escribano y al resto, para actuar en la nueva y terrible catástrofe que complicaba, o si se quiere terminaba, las enemistades de las familias de Pietrane-ra. A poco de llegar vio al coronel Nevil y a su hija y no les ocultó sus temores de que el asunto tomase un mal sesgo.

—Saben ustedes —les dijo— que el encuentro no ha tenido testigos, y la fama de destreza y de valor de esos dos desdi-chados jóvenes era tan conocida que todo el mundo se niega a creer que el señor Della Rebbia haya podido matarlos sin la ayuda de los bandidos junto a quienes, según se dice, se ha re-fugiado.

—Es imposible —exclamó el coronel—. Orso Della Rebbia es un muchacho lleno de honor; respondo por él.

—Así lo creo —replicó el prefecto—; pero el fiscal (esos se-ñores sospechan siempre) no me parece muy favorablemente dispuesto. Tiene en su poder un documento muy compromete-dor para el amigo de usted. Es una carta en que amenaza a

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Orlanduccio y en la que le da una cita… y esta cita le parece una emboscada.

—Ese Orlanduccio —dijo el coronel— se negó a batirse como un caballero.

—No es aquí la costumbre. Aquí se emboscan, se matan por la espalda: son los usos del país. Hay, cierto es, un testimonio favorable: el de una niña que afirma haber oído cuatro detona-ciones cuyas dos últimas, más fuertes que las otras, provenían de un arma de grueso calibre, como la escopeta del señor Della Rebbia. Desgraciadamente, esa niña es la sobrina de uno de los bandidos sospechosos de complicidad, y tiene aprendida la lección.

—Señor —interrumpió miss Lydia ruborizándose—, noso-tros pasábamos cuando sonaron los disparos y oímos lo mismo.

—¿De veras? Eso es importante. ¿Y usted, coronel, hizo la misma observación?

—Sí —contestó con viveza miss Nevil—; mi padre, que está habituado a las armas, me dijo: «Ese es el señor Della Rebbia que tira con mi escopeta».

—¿Y fueron los últimos esos disparos que reconoció usted?—Los dos últimos; ¿verdad, papá?El coronel no tenía muy buena memoria; pero siempre cuida-

ba de no contradecir a su hija.—Hay que hablar enseguida al fiscal, coronel. Estamos es-

perando además que un médico reconozca los cadáveres y vea si las heridas han sido producidas con el arma en cuestión.

—Yo se la di a Orso —dijo el coronel—, y quisiera que hubie-ra ido a parar al fondo del mar… Es decir… ¡pobre muchacho!: celebro que la tuviese en su mano, pues sin mi Manton no sé cómo habría escapado.

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XIX

El médico llegó un poco tarde. Le había ocurrido una aventura en el camino. Se encontró con Giocanto Castriconi, quien lo requirió con la mayor cortesía para que fuera a asistir a un hombre herido. Lo condujo adonde estaba Orso, a quien hizo la debida cura. Después el bandido lo acompañó hasta bastante lejos y lo entretuvo hablándole de los famosos profesores de Pisa, íntimos amigos suyos, según le dijo.

—Doctor —concluyó el teólogo al despedirse—, me ha inspi-rado usted mucha estimación para que juzgue necesario recor-darle que un médico debe ser tan discreto como un confesor. —y se puso a jugar con el mecanismo de su escopeta—. Usted se ha olvidado del lugar en que hemos tenido el honor de ver-nos. Adiós; he tenido el mayor gusto en conocerlo.

Colomba suplicó al coronel que asistiera a la autopsia de los cadáveres.

—Mejor que nadie conoce usted la escopeta de mi hermano —le dijo—, y la presencia de usted será muy útil. Hay aquí tan mala gente, que correríamos grandes riesgos si no tuviéramos a nadie para defender nuestros intereses.

Cuando se quedó sola con miss Lydia, se quejó de un fuerte dolor de cabeza y le propuso un paseo por el campo.

—Me sentará bien el aire libre —dijo—. Hace mucho tiempo que no lo he respirado.

Mientras andaban se puso a hablarle de su hermano; y miss Lydia, a la que el tema aquel interesaba vivamente, no se dio cuenta de que iban alejándose mucho de Pietranera. Se ponía el sol cuando lo notó, y se lo advirtió a su amiga. Colomba dijo que conocía un atajo para abreviar el regreso, y dejando el

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camino que seguían tomó otro visiblemente menos frecuenta-do. No tardó en ponerse a trepar por una pendiente tan escar-pada que para sostenerse tenía que agarrarse a cada paso con una mano a las ramas de los árboles, mientras con la otra ti-raba de su compañera. Al cabo de un buen cuarto de hora de tan penosa ascensión se encontraron en una reducida meseta cubierta de mirtos y de madroños, en medio de grandes masas de granito que horadaban el suelo por todos lados. Miss Lydia estaba cansadísima, no se veía el pueblo y era ya casi de noche.

—Temo, querida Colomba —dijo—, que nos hemos extraviado.—No tenga miedo —contestó Colomba—. Sigamos andan-

do, venga usted.—Le aseguro que se ha desorientado usted; el pueblo no pue-

de estar por ese lado. Apostaría que le volvemos la espalda. Mire: seguramente son de Pietranera aquellas luces que se ven allí lejos.

—Tiene usted razón, mi querida amiga —dijo Colomba con agitación—; pero a doscientos pasos de aquí… entre aquellos matorrales…

—¿Qué?—Está mi hermano, al que podría yo abrazar si usted quisiera.Miss Nevil hizo un movimiento de sorpresa.—He salido de Pietranera —añadió Colomba— sin desper-

tar sospechas porque venía usted conmigo. En otro caso me hubieran seguido… ¡Estar tan cerca de él y no verlo…! ¿Por qué no viene usted conmigo a ver a mi pobre hermano? ¡Le daría usted tanta alegría!

—Pero, Colomba, eso no sería correcto de mi parte.—Comprendo. Ustedes las mujeres de las ciudades no pien-

san más que en lo correcto, nosotras las aldeanas no pensa-mos sino en lo que está bien hecho.

—Pero ya es tarde… ¿Qué pensará de mí su hermano?—Pensará que no lo han abandonado sus amigos, y esto le

dará valor para sufrir.—¿Y mi padre? Estará muy intranquilo…—Sabe que está usted conmigo… En fin, decídase… Us-

ted miraba el retrato esta mañana… —añadió con maliciosa sonrisa.

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—No… verdaderamente… no me atrevo… Esos bandidos…—¿Qué le importa? Esos bandidos no la conocen a usted.

¿Desearía usted verlo…?—¡Oh!—Decídase, repito, miss Nevil. No puedo dejarla aquí sola;

no se sabe lo que puede ocurrir. Vamos a ver a Orso o volvá-monos juntas al pueblo… Yo veré a mi hermano… Dios sabe cuándo… nunca quizá.

—¿Qué dice usted, Colomba…? Pues bien, vamos. Pero un minuto nada más y nos volvemos enseguida.

Colomba le estrechó la mano y, sin responder, echó a andar tan de prisa que a miss Lydia le costaba trabajo seguirla. Por fortuna, Colomba no tardó en pararse, diciendo a su compañera:

—No avancemos más hasta haberles advertido; podríamos recibir un tiro.

Se puso a silbar entre los dedos. A poco se oyó ladrar un perro y no tardó en aparecer el centinela avanzado de los bandidos. Era nuestro antiguo conocido Brusco, que en cuanto vio a Co-lomba se encargó de servirle de guía. Al cabo de muchos ro-deos por los estrechos senderos de la maleza surgieron dos hombres armados hasta los dientes.

—¿Es usted Brandolaccio? —preguntó Colomba—. ¿Dónde está mi hermano?

—Allá abajo —contestó el bandido—. Pero vaya usted des-pacio; está durmiendo, y es la primera vez que lo hace desde su accidente. ¡Vive Dios! Bien se ve que por donde pasa el diablo pasa también una mujer.

Las dos mujeres se acercaron con precaución, y junto a una fo-gata cuyo resplandor habían prudentemente ocultado con una cerca de piedras vieron a Orso acostado sobre un montón de follaje y cubierto con una manta. Estaba muy pálido y su res-piración era jadeante. Colomba se sentó a su lado y lo contempló en silencio con las manos cruzadas, como si rezase mentalmen-te. Miss Lydia, tapándose la cara con su pañuelo, se apretó contra su amiga, por encima de cuyo hombro alzaba de cuando en cuando la cabeza para ver al herido. Trascurrió un cuarto de hora sin que nadie desplegase sus labios. A una señal del teó-logo, Brandolaccio se internó con él por la espesura, con gran

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contento de miss Lydia, a la que por primera vez le pareció que las barbazas y el equipo de los bandidos tenían demasiado co-lor local.

Por fin Orso hizo un movimiento, y Colomba se apresuró a besarlo repetidas veces, haciéndole infinidad de preguntas respecto a su herida, a sus sufrimientos, a sus necesidades. Después de haber contestado que se encontraba lo mejor posi-ble, Orso le preguntó a su vez si miss Nevil estaba aún en Pietranera y si le había escrito. Colomba, inclinada sobre su hermano, le ocultaba por completo a su compañera, a la que por otra parte, le hubiera sido difícil reconocer en la oscuri-dad. Colomba tenía una de las manos de miss Nevil y con la otra alzaba suavemente la cabeza del herido.

—No, no me ha dado ninguna carta para ti… Pero ¿sigues pensando en ella? ¿La quieres mucho?

—¡Que si la quiero, Colomba…! Pero ella…, ella me despre-ciará ahora.

En este punto miss Nevil hizo un esfuerzo para retirar su mano; pero no era fácil hacer que Colomba soltara su presa; su linda manecita poseía una fuerza de la que ya se han visto algunas pruebas.

—¿Despreciarte después de lo que has hecho? —exclamó Co-lomba—. Al contrario, habla muy bien de ti. ¡Ah! Muchas cosas tendría que decirte de ella, Orso.

La mano seguía forcejeando para escapar, pero Colomba la acercaba cada vez más a Orso.

—Pero en fin —dijo el herido— ¿por qué no contestarme…? Una sola línea me hubiera hecho feliz.

A fuerza de tirar de la mano de miss Nevil, Colomba conclu-yó por ponerla en la de su hermano. Entonces, apartándose de repente y echándose a reír, exclamó:

—Ten cuidado con hablar mal de miss Lydia, Orso, porque entiende muy bien el corso.

Miss Lydia se apresuró a retirar su mano y balbució unas palabras ininteligibles. Orso creyó soñar.

—¿Usted aquí, miss Nevil? ¡Dios mío! ¿Cómo se ha atrevido? ¡Ah, qué feliz me hace usted!

E incorporándose con trabajo trató de acercarse a ella.

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—Salí con su hermana —dijo miss Lydia— porque no podía sospechar adónde iba… y además quería también… ver… ¡Qué mal está usted aquí!

Colomba se había sentado detrás de Orso. Lo alzó con cuida-do, sosteniéndole con las rodillas la cabeza. Le puso además un brazo en el cuello e indicó a miss Lydia que se aproximase:

—Más cerca, más cerca —le dijo—. Un enfermo no debe al-zar mucho la voz.

Y como miss Lydia vacilase, la cogió de una mano y la obligó a sentarse tan cerca que su vestido rozaba a Orso y su mano se apoyaba en el hombro del herido.

—Así está muy bien —dijo Colomba en tono festivo—. ¿Ver-dad, Orso, que se está bien vivaqueando en el bosque en una hermosa noche como esta?

—¡Oh, sí! ¡Una hermosa noche! —exclamó Orso—. No la ol-vidaré nunca.

—¡Cuánto debe usted sufrir! —dijo miss Nevil.—Ya no sufro, y quisiera morir aquí —contestó Orso. Y su

mano derecha se acercaba a la de miss Lydia, que Colomba seguía sujetando.

—Es necesario de todo punto que lo trasladen a usted a cual-quier sitio en donde pueda ser atendido —dijo miss Nevil—. No voy a poder dormir después de haberlo visto a usted en semejante lecho y al raso.

—Si no hubiese temido encontrarla hubiera tratado de vol-ver a Pietranera y me habría entregado a las autoridades.

—Y ¿por qué temías encontrarla? —preguntó Colomba.—La había desobedecido, miss Nevil… y no me hubiera atre-

vido a verla en aquel momento.—¿Sabe, miss Lydia, que obliga a mi hermano a hacer cuan-

to usted quiera? —dijo Colomba riendo—. Le impediré verlo.—Espero —manifestó miss Nevil— que se pondrá en claro

todo este enojoso asunto y que en breve no tendrá usted nada que temer… Me alegraré mucho si cuando nos marchemos sé que le han hecho justicia y que se ha reconocido tanto su lealtad como su bravura.

—¿Se marcha usted, miss Nevil? ¡No diga todavía esa pa-labra!

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—¿Qué quiere usted…? Mi padre no puede estar siempre ca-zando… Quiere marcharse.

Orso dejó caer su mano, que rozaba con la de miss Lydia, y hubo un momento de silencio.

—¡Bah! —intervino Colomba—. Nos opondremos a que se marche usted tan pronto. Todavía tenemos que enseñarle mu-chas cosas en Pietranera…. Además, usted me ha prometido hacer mi retrato y todavía no lo ha empezado… Yo a mi vez le he ofrecido hacerle una serenata en setenta y cinco estrofas… Y también… Pero ¿por qué gruñirá así Brusco…? Y Brandola-ccio corre tras él… Voy a ver lo que es…

Se levantó aprisa, y poniendo, sin pedir permiso, la cabeza de Orso sobre las rodillas de miss Nevil, corrió hacia los bandidos.

Algo perpleja al encontrarse sosteniendo así a un gallardo joven, a solas con él en medio de un matorral, miss Nevil no sabía qué hacer, porque si se retiraba bruscamente temía las-timar al herido. Pero Orso abandonó por sí mismo el dulce apoyo que su hermana le había proporcionado y se sostuvo sobre su brazo derecho.

—¿De manera que va usted a marcharse pronto, miss Lydia? —exclamó—. Nunca pensé que fuese a prolongar su estancia en este ingrato país… y sin embargo… ahora que ha venido usted aquí sufro cien veces más al pensar que tendré que de-cirle adiós… Soy un pobre teniente… sin porvenir…, proscrito ahora… No es el momento, miss Lydia, para declararle que la quiero a usted… pero sin duda no habría de encontrar otra ocasión para confesárselo, y me siento menos desgraciado una vez que he aliviado mi corazón.

Miss Lydia volvió la cabeza, como si la oscuridad no bastara para ocultar su rubor.

—Señor Della Rebbia —contestó ella con voz temblorosa—, no hubiera venido a este lugar si…

Y hablando así puso en la mano de Orso el talismán egipcio. Haciendo después un poderoso esfuerzo para recobrar el tono de broma que le era habitual, añadió:

—Está muy mal que me hable así… En medio de un bosque y rodeada por los bandidos, puede figurarse que no me iba a atrever a enfadarme con usted.

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Orso hizo un movimiento para besar la mano que le devolvía el talismán; y como miss Lydia la retiró con alguna viveza, perdió el equilibrio y cayó sobre el brazo herido. No pudo re-primir un gemido de dolor.

—¿Se ha hecho usted daño? —exclamó ella levantándolo—. ¡Por mi culpa! Perdóneme.

Siguieron hablando un rato en voz baja y muy juntos. Colom-ba, que llegaba precipitadamente, los encontró en la misma posición que los había dejado.

—¡Los soldados! —gritó—. Procura levantarte y andar, Orso. Yo te ayudaré.

—Déjame —contestó él—. Di a esos que huyan… Poco me importa que me prendan; pero llévate a miss Lydia; que no la vean aquí, por Dios.

—No lo dejaré a usted —dijo Brandolaccio, que venía con Colomba—. El sargento es un ahijado de Barricini; en vez de prenderle lo matará y dirá luego que lo ha hecho sin querer.

Orso intentó levantarse, hasta dio algunos pasos; pero no tardó en pararse y dijo:

—No puedo andar. Huyan ustedes. Adiós, miss Nevil; déme la mano, y ¡adiós!

—No lo dejaremos —exclamaron las dos mujeres.—Si no puede usted andar —dijo Brandolaccio—, habrá que

llevarlo. Vamos, mi teniente, un poco de ánimo. Tendremos tiempo para escapar por el barranco de ahí atrás. El señor cura va a entretenerlos.

—No, déjenme —replicó Orso tumbándose en el suelo—. Por Dios, Colomba, llévate a miss Nevil.

—Usted es fuerte, señorita Colomba —dijo Brandolaccio—. Cójalo por los hombros; yo por los pies… Bueno… Andando…

Y empezaron a llevarlo rápidamente, a pesar de sus protes-tas. Miss Lydia los seguía sumamente asustada, cuando se oyó un tiro, al que enseguida respondieron otros cinco o seis. Miss Lydia lanzó un grito, Brandolaccio una imprecación, pero re-dobló su velocidad y, siguiendo su ejemplo, Colomba corría a través de la maleza, sin cuidarse de las ramas que le azotaban la cara o le desgarraban el vestido.

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—Agáchese, agáchese —decía a su compañera—, puede reci-bir un balazo.

Así anduvieron, o más bien corrieron, unos quinientos pa-sos, cuando Brandolaccio declaró que no podía más, y se dejó caer, a pesar de las exhortaciones y los reproches de Colomba.

—¿Dónde está miss Nevil? —preguntó Orso.La inglesita, asustada por los tiros, detenida a cada instante

por las malezas, no había tardado en perder las huellas de los fugitivos y se había quedado sola, presa de la mayor angustia.

—Se ha quedado atrás —contestó Brandolaccio—, pero no se ha perdido. A las mujeres se las encuentra siempre. Oiga el estrépito que hace el cura con la escopeta de usted, Ors’ An-ton’. Por desgracia, no se ve ni gota y no se hace mucho daño con tirotear así.

—¡Calle! —exclamó Colomba—; oigo el galope de un caballo; estamos salvados.

En efecto, un caballo que pasaba por el bosque, espantado por el tiroteo, se dirigía hacia ellos.

—Estamos salvados —repitió Brandolaccio.Correr al caballo, cogerlo por las crines, ponerle en el hocico

una cuerda a guisa de bridas, fue para el bandido, con la ayuda de Colomba, cuestión de un momento.

—Avisemos ahora al cura —dijo.Silbó dos veces; un silbido lejano respondió a esta señal, y la

gruesa voz de la escopeta Manton enmudeció. Entonces Bran-dolaccio saltó sobre el caballo. Colomba puso a su hermano delante del bandido, quien con una mano lo sujetó fuertemen-te mientras con la otra empuñó la improvisada brida. A pesar de su doble carga, el caballo, estimulado por dos vigorosos ta-lonazos en el vientre, partió ágilmente y descendió al galope una colina escarpada en la que cualquier otro caballo que no fuera corso se hubiera matado cien veces.

Colomba volvió entonces sobre sus pasos, llamando a gritos a miss Nevil, pero sin que ninguna otra voz contestara a la suya… Después de haber andado algún tiempo al azar, tratan-do de encontrar el camino que había seguido, tropezó en una senda con dos soldados, que le dieron el alto.

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—¿Qué tal, señores? —dijo Colomba en tono burlón—. ¡Qué estrépito! ¿Cuántos muertos?

—Usted estaba con los bandidos —dijo uno de los soldados—, y va usted a venir con nosotros.

—Con mucho gusto —contestó ella—; pero tengo aquí una amiga y tenemos que buscarla antes.

—Su amiga está ya presa y con ella irá usted a dormir a la cárcel.

—¿A la cárcel? Habrá que verlo; pero entre tanto llévenme junto a ella.

Los soldados la condujeron entonces al campamento con los bandidos, donde estaban los trofeos de la expedición, es decir, la manta que tapaba a Orso, una marmita vieja y un cántaro lleno de agua. En el mismo lugar se hallaba miss Nevil, que, en poder de lo soldados y medio muerta de miedo, no contesta-ba sino con lágrimas a cuantas preguntas le hacían sobre el número de los bandidos y la dirección que habían tomado.

Colomba la abrazó y le dijo al oído:—Están a salvo.Después se dirigió al sargento y le dijo:—Ya ve usted que esta señorita no sabe nada de lo que uste-

des le preguntan. Déjenos volver al pueblo, donde nos están esperando con impaciencia.

—Se les llevará, y más pronto de lo que deseas, preciosa —con-testó el sargento—, y allí tendrán que explicar lo que hacían por aquí a estas horas con los bandidos que acaban de esca-parse. No sé qué sortilegio emplean esos bribones, pero cierta-mente fascinan a las muchachas, porque allí donde hay bandidos se tiene la seguridad de encontrar a unas bellas.

—Es usted galante, señor sargento —replicó Colomba—; pero no haría usted mal en tener cuidado con lo que dice. Esta señorita es parienta del prefecto y conviene no bromear con ella.

—¡Parienta del prefecto! —murmuró un soldado a su jefe—. Lleva sombrero, en efecto.

—Nada importa el sombrero —contestó el sargento—. Las dos estaban con el cura, que es el mayor zalamero del país, y mi deber es llevármelas. Así como así, ya no tenemos nada que

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hacer aquí. Sin ese maldito cabo Taupin, ese borracho de fran-cés que se dejó ver antes de que hubiese yo cercado esta guari-da, los hubiéramos atrapado como con una red.

—¿Son ustedes siete? —preguntó Colomba—. ¿Saben que si por casualidad los tres hermanos Gambini, Sarocchi y Teodo-ro Poli se encontrasen en la cruz de santa Cristina con Bran-dolaccio y el cura podrían dar a ustedes qué hacer? Si van ustedes a tener una conversación con el comandante de la campiña1 celebraría no encontrarme allí. Las balas no cono-cen a nadie por la noche.

La posibilidad de un encuentro con los temibles bandidos que Colomba acababa de nombrar pareció impresionar a los soldados. Sin dejar de echar maldiciones contra el cabo Tau-pin, el perro francés, el sargento ordenó la retirada, y sus hombres emprendieron el camino de Pietranera, llevándose la manta y la marmita. En cuanto al cántaro, un puntapié acabó con él. Un soldado quiso coger el brazo de miss Lydia, pero Colomba lo rechazó al punto diciéndole:

—¡Que no la toque nadie! ¿Cree que tenemos intenciones de escaparnos? Vamos, Lydia, querida mía, apóyese en mí y no llore como una niña. Es una aventura, pero no terminará mal. Dentro de media hora estaremos cenando. Por mi parte, tengo muchas ganas de hacerlo.

—¿Qué pensarán de mí? —decía en voz baja miss Nevil.—Pensarán que se perdió usted en el bosque, sencillamente.—¿Qué dirá el prefecto…? ¿Qué dirá mi padre sobre todo?—¿El prefecto…? Dígale que se ocupe en su prefectura. ¿Su

padre…? Por la manera de hablar usted con Orso hubiese creí-do que tenía algo que decir a su padre.

Miss Nevil le estrechó el brazo sin contestar.—¿No es verdad —le murmuró Colomba al oído— que mi

hermano merece que se lo quiera? ¿No lo quiere usted un poco?—¡Ah, Colomba! —contestó miss Nevil sonriendo a pesar de

su confusión—. Me ha traicionado usted, a mí, que le tenía tanta confianza.1Era el título que tomaba Teodoro Poli. (Nota de la E. de B.).

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Colomba le rodeó la cintura con un brazo y, besándola en la frente, musitó:

—¿Me perdonas, hermanita?—Preciso es, mi terrible hermana —contestó Lydia devol-

viéndole el beso.El prefecto y el fiscal se albergaban en el domicilio del alcal-

de provisional de Pietranera, y el coronel, muy inquieto por su hija, acudía por vigésima vez en procura de noticias, cuando un soldado, destacado como correo por el sargento, les relató el terrible combate sostenido contra los bandidos, combate en el que no había habido, cierto era, ninguna baja, pero en el que se habían apoderado de una marmita, de una manta y de dos muchachas que eran, dijo, las queridas o las espías de los ban-didos. Así anunciadas comparecieron las dos prisioneras en medio de su escolta armada. Puede suponerse la actitud ra-diante de Colomba, la vergüenza de su compañera, la sorpresa del prefecto, la alegría y el asombro del coronel. El fiscal se dio el maligno gusto de hacer sufrir a la pobre Lydia una especie de interrogatorio que no terminó hasta que la inglesita hubo perdido toda su firmeza.

—Me parece —dijo el prefecto— que podemos poner a todo el mundo en libertad. Estas señoritas han ido a pasear, cosa muy natural dado el buen tiempo; han encontrado por casua-lidad a un amable joven herido, cosa muy natural también.

Después, llevando aparte a Colomba, le dijo:—Puede usted comunicar a su hermano que su asunto va

mejor de lo que esperaba. El examen de los cadáveres y la decla-ración del coronel demuestran que él no hizo más que replicar y que estaba solo en el momento del encuentro. Todo se arre-glará; pero es preciso que deje cuanto antes su escondite y que se constituya preso.

Eran cerca de las once cuando el coronel, su hija y Colomba se sentaron a la mesa. La cena estaba fría, pero Colomba co-mía con buen apetito burlándose del prefecto, del fiscal y de los fusileros. También comía el coronel, pero sin decir palabra ni apartar sus ojos de su hija, que no alzaba los suyos. Por fin, con voz dulce, pero grave, le dijo en inglés:

—¿Estás comprometida con Della Rebbia, Lydia?

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—Sí, papá, desde hoy —contestó ella muy sofocada, pero con acento firme.

Entonces alzó los ojos, y no percibiendo en la cara de su pa-dre ningún signo de enojo, se arrojó en sus brazos y lo abrazó, como las señoritas bien educadas hacen en tal ocasión.

—Está bien —replicó el coronel—; es un buen muchacho; pero no nos quedemos, por Dios, en este endiablado país, o no doy mi consentimiento.

—No sé el inglés —dijo Colomba, que los estaba mirando con extrema curiosidad—; pero apostaría a que he adivinado lo que dicen ustedes.

—Decimos —contestó el coronel— que la llevaremos a usted a hacer un viaje por Irlanda.

—Sí, con mucho gusto, y seré la surella Colomba. ¿Queda convenido, coronel? ¿Nos damos la mano?

—Para estos casos están los abrazos —contestó el coronel.

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XX

Meses después del lance que sumió a Pietranera (como dijeron los periódicos) en la consternación, un joven con el brazo iz-quierdo en cabestrillo salió a caballo de Bastia por la tarde y se dirigió hacia el pueblo de Cardo, célebre por su fuente, que en verano suministra a la gente delicada de la población un agua deliciosa. Una joven de elevada estatura y notable belleza lo acompañaba montada en un caballo negro cuya fuerza y elegancia hubiera admirado un conocedor pero que, por des-gracia, tenía una oreja rajada. En el pueblo, la joven saltó lige-ramente al suelo, y después de haber ayudado a apearse a su compañero desató del arzón de la silla unos paquetes bastante voluminosos. Los caballos fueron confiados a la custodia de un campesino, y la joven, cargada con los paquetes, que ocultaba bajo un mezzaro, y el joven, con una escopeta de dos cañones, tomaron el camino de la montaña siguiendo una senda en pen-diente que no parecía conducir a poblado alguno. Al llegar a una de las elevadas mesetas del monte Quercio se detuvieron y se sentaron en la hierba. Parecían esperar a alguien porque no hacían más que mirar hacia la montaña y la joven consul-taba a menudo un bonito reloj de oro, tanto quizá por contem-plar una joya que parecía poseer desde hacía poco tiempo como para saber si la hora de la cita había llegado. La espera no fue larga. Un perro salió del matorral, y al nombre de Brusco pro-nunciado por la joven se apresuró a acudir a acariciarlos. Poco después aparecieron dos hombres barbudos, con la escopeta al brazo, la cartuchera al cinto y la pistola en el costado. Sus trajes, rotos, y llenos de remiendos, contrastaban con sus ar-mas brillantes y de una famosa fábrica del continente. A pesar

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de la desigualdad aparente de su posición, los cuatro persona-jes de aquella escena se abordaron familiarmente y como anti-guos amigos.

—Pues bien, Ors’ Anton’ —dijo el bandido de más edad al joven—, ha terminado su asunto. Un auto de sobreseimiento. Mi enhorabuena. Siento que no esté ya en la isla el abogado para verlo rabiar. ¿Y el brazo?

—Dice el médico que dentro de quince días podré manejar-lo… Bueno, Brando, mañana me voy a Italia y he venido a despedirme de ti y del cura. Por eso les rogué que vinieran.

—Mucha prisa tiene usted —contestó Brandolaccio—. Lo han absuelto ayer y se va mañana.

—Tenemos asuntos —dijo alegremente la joven—. Les he traído cena: coman y no se olviden de mi amigo Brusco.

—Lo mima usted demasiado, señorita Colomba pero es agra-decido. Va usted a ver. Anda, Brusco —ordenó, poniendo su escopeta horizontalmente—, salta por los Barricini.

El perro permaneció inmóvil, lamiéndose el hocico y miran-do a su amo.

—Salta por los Della Rebbia.Y Brusco saltó dos pies más alto de lo necesario.—Oigan, amigos —dijo Orso— están ustedes ejerciendo un

feo oficio, y si no terminan su carrera en aquella plaza que se ve allí abajo,1 lo mejor que puede sucederles es caer en un ma-torral bajo la bala de un gendarme.

—Es una muerte como otra cualquiera —replicó Castrico-ni— y que vale más que la fiebre que lo mata a uno en la cama, entre los lloriqueos más o menos sinceros de los herederos. Cuando se está, como nosotros, acostumbrado al aire libre, no hay nada mejor que morir con los zapatos puestos, como dicen nuestros aldeanos.

—Quisiera —insistió Orso— verlos dejar este país y llevar una vida más tranquila. ¿Por qué no van ustedes a establecer-se en Cerdeña, por ejemplo, como lo han hecho varios de sus compañeros? Podría yo facilitarles los medios para hacerlo.1 Plaza en que se efectúan las ejecuciones en Bastia.

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—¿A Cerdeña? ¡Váyase al diablo con su jerga istos sardos! Es una mala compañía para nosotros.

—No hay recursos en Cerdeña —añadió el teólogo—. Des-precio a los sardos. Allí para cazar a los bandidos hay una milicia montada, cosa que constituye a un mismo tiempo la crítica de los bandidos y del país.1 Es un asco la Cerdeña. Lo que me choca, señor Della Rebbia, es que un hombre de gusto y de saber como usted no haya adoptado nuestra vida de ma-quisards después de haberla probado como usted lo ha hecho.

—Es que —contestó Orso sonriendo— cuando tuve la satis-facción de ser huésped de ustedes no estaba en condiciones de apreciar los encantos de la situación, y todavía me duelen las costillas cuando me acuerdo de la carrera que di una hermosa noche, puesto como un fardo en un caballo sin silla que mon-taba mi amigo Brandolaccio.

—¿Y no estima usted en nada —replicó Castriconi— el pla-cer de escapar a la persecución? ¿Cómo puede usted ser insen-sible al encanto de una libertad absoluta en un hermoso clima como el nuestro? Con este salvoconducto (mostró la escopeta) se es rey en todas partes hasta donde puede alcanzar la bala. Se manda, se hace justicia… Es una expansión muy moral y muy agradable, a la que no renunciamos. ¿Qué vida más her-mosa que la del caballero andante, cuando se está mejor arma-do y se es más sensato que don Quijote? Mire usted, el otro día supe que el tío de la pequeña Lilla Luigi, ese viejo ladrón, no quería entregarle la dote; le escribí sin amenazas, no es ese mi procedimiento; pues bien; al momento se convenció el hombre y ha casado a su sobrina. He labrado la felicidad de dos seres. Créame, señor Orso, nada es comparable con la vida de bandi-do. ¡Bah! Tal vez se haría usted de los nuestros sin cierta ingle-sita a la que no he hecho más que entrever, pero de la que hablan todos con admiración en Bastia.1Debo esta observación respecto a Cerdeña a un exbandido amigo mío, y a él solo incumbe la responsabilidad de ella. Significa que los bandidos que se dejan coger por unos jinetes son unos imbéciles, y que una milicia que per-sigue a caballo a los bandidos no tiene probabilidad alguna de encontrarlos. (Nota de la E. de B.).

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—Mi futura cuñada no gusta del maquis —dijo Colomba riendo—. Pasó allí mucho miedo.

—En fin —manifestó Orso—: ¿quieren quedarse aquí? Sea. Díganme si puedo hacer algo por ustedes.

—Nada —contestó Brandolaccio— salvo conservar de noso-tros un pequeño recuerdo. Nos ha colmado usted de favores. Chilina tiene ya dote y no tendrá necesidad para casarse de que mi amigo el cura escriba cartas sin amenazas. Sabemos que el colono de ustedes nos dará pan y pólvora en nuestras nece-sidades; así, pues, adiós. Espero volver a verlo en Córcega un día de estos.

—En momentos de apuro —insinuó Orso— vienen bien al-gunas monedas de oro. Ahora que somos ya antiguos conoci-dos no se negarán a admitir este cartuchito que puede servirles para procurarse otros.

—Nada de dinero entre nosotros, mi teniente —declaró Brandolaccio en tono resuelto.

—Todo lo puede el dinero en el mundo —dijo Castriconi—; pero entre los matorrales solo cuenta el corazón valeroso y la escopeta que no falle.

—No quisiera marcharme —insistió Orso—, sin dejarles al-gún recuerdo. Vamos, Brando, ¿qué puedo ofrecerte?

El bandido se rascó la cabeza y miró de reojo la escopeta de Orso.

—Caramba, mi teniente… si me atreviese… pero no: le gus-ta a usted mucho.

—¿Qué es lo que quieres?—Nada… la cosa no es nada… Se necesita además saber uti-

lizarla. Siempre estoy pensando en aquel diantre de golpe do-ble y con una sola mano… ¡Oh! No se hace eso dos veces.

—¿Es esta escopeta lo que quieres…? Te la traía; pero em-pléala lo menos que puedas.

—¡Oh! Le prometo que no he de emplearla como usted; pero esté tranquilo: cuando sea de otro podrá usted decir que Bran-do Savelli ha puesto el arma a la funerala.

—¿Y a usted, Castriconi, qué puedo darle?—Puesto que decididamente se empeña en dejarme un re-

cuerdo material suyo, le ruego, sin más resistencia, que me

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mande un Horacio del menor tamaño posible. Me distraerá e impedirá que me olvide del latín. Hay una chiquilla que vende cigarros en el puerto de Bastia; déselo y ella me lo entregará.

—Tendrá usted un elzevir,1 señor sabio. Tengo precisamente ese libro entre los que iba a llevarme. Y ahora, amigos míos, tenemos que separarnos. Un apretón de manos. Si algún día piensan en Cerdeña, escríbanme; el abogado N. les dará mis señas en el continente.

—Mi teniente —dijo Brando—, mañana, cuando haya salido usted del puerto, mire a este punto de la montaña; aquí esta-remos y lo saludaremos con los pañuelos.

Se separaron; Orso y su hermana tomaron el camino de Car-do, y los bandidos, el de la montaña.

1 Libro impreso (o que usa los tipos) por los elzevirios. Célebres impresores holandeses de los siglos XVI al XVIII.

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XXI

En una hermosa mañana de abril el coronel sir Thomas Nevil, su hija, casada desde hacía pocos días, Orso y Colomba salie-ron de Pisa en coche para ir a visitar un hipogeo1 etrusco re-cientemente descubierto, al que acudían todos los extranjeros. Llegados al interior del monumento, Orso y su mujer sacaron los lápices y se pusieron a copiar las pinturas; pero el coronel y Colomba, a quienes la arqueología no interesaba gran cosa, los dejaron solos y se pusieron a pasear por los alrededores.

—Querida Colomba —dije el coronel—, no vamos a volver a Pisa a tiempo para el luncheon.2 ¿No tiene usted hambre? Orso y su mujer se han entregado a las antigüedades; cuando se ponen a pintar juntos no concluyen nunca.

—Sí —dijo Colomba—; y sin embargo no traen ni un dibujo.—Soy de opinión —continuó el coronel— que vayamos a esa

granja que se ve allí. Habrá pan, quizá aleatico ¡quién sabe, hasta leche y fresas, con lo que podremos esperar paciente-mente a nuestros pintores.

—Tiene usted razón. Usted y yo, que somos las personas razo- nables de la casa, haríamos mal en convertirnos en mártires de esos enamorados, que no viven más que de poesía. Déme el bra-zo. ¿Verdad que me voy civilizando? Tomo el brazo, me pongo sombreros, vestidos de moda, tengo joyas, aprendo no sé cuán-tas cosas bonitas; en fin, que ya no soy una salvaje. Mire con qué gracia llevo este chal… Ese rubito, ese oficial del regimiento de usted, que asistió a la boda… ¡Dios mío!, no puedo retener su nombre; un pollito al que derribaría de un puñe tazo…

1Bóveda subterránea usada en la antigüedad para conservar los cadáveres.2En inglés, almuerzo

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—¿Chatworth? —preguntó el coronel.—Ese mismo; pero jamás llegaré a pronunciar su nombre.

Pues bien; está locamente enamorado de mí.—¡Hola, Colomba! Se va usted haciendo muy coqueta. Pron-

to vamos tener otra boda..—¿Casarme yo? ¿Y quién cuidaría de mi sobrino… cuando

Orso me dé uno? ¿Quién le enseñaría a hablar el corso…?. Sí, hablará el corso y le haré un gorro puntiagudo, para que rabie usted.

—Primero; esperaremos a que tenga usted un sobrino, y des-pués puede enseñarlo a manejar el estilete si le parece bien.

—Se han concluido los estiletes —replicó jovialmente Colom-ba—. Ahora tengo un abanico para darle a usted en los nudi-llos cuando hable mal de mi país.

Charlando así entraron en la granja, donde hallaron vino, fresas y leche. Colomba ayudó a la dueña a coger fresas, mien-tras el coronel bebía aleatico. En un recodo de la huerta, Co-lomba vio a un viejo sentado al sol en una silla de paja; parecía enfermo. Aún más su demacrado rostro; sus ojos hundidos, su extrema delgadez, su inmovilidad, su palidez y su mirada fija le daban el aspecto de un cadáver más que el de un ser viviente. Colomba lo contempló durante un buen rato con tanta curiosi-dad que llamó la atención de la hortelana.

—Ese pobre viejo —dijo esta— es compatriota suyo, pues conozco en su modo de hablar que es usted de Córcega, señori-ta. Sufrió una gran desgracia en su país; murieron sus hijos de una manera terrible. Perdone usted, señorita, pero dicen que sus compatriotas no son nada suaves en sus enemistades. El caso es que ese pobre señor se quedó solo y vino a Pisa, a casa de una parienta lejana, que es la propietaria de esta granja. El hom-bre está un poco trastornado, a causa de su desgracia y de su pena… Era molesto para la señora, que recibe mucha gente en su casa y lo ha mandado aquí. Es muy pacífico, no estorba; no dice tres palabras al día. He dicho que no está bien de la cabe-za. El médico viene a verlo todas las semanas y dice que no durará mucho.

—¡Ah! ¿Está desahuciado? En su situación, lo mejor es mo-rirse —comentó Colomba.

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—Debería usted, señorita, hablarle un poco en corso. Lo ani-maría, tal vez, oír la lengua de su país.

—Vamos a ver —dijo Colomba con una sonrisa irónica.Y se acercó al viejo hasta que su sombra le tapó el sol. Enton-

ces el pobre idiota levantó la cabeza y miró fijamente a Colom-ba, que lo miraba también sin dejar de sonreír. Al cabo de un instante el anciano se pasó la mano por la frente y cerró los ojos como para escapar a la mirada de Colomba. Después vol-vió a abrirlos, pero desmesuradamente; temblaron sus labios, quiso extender las manos, pero, fascinado por Colomba, per-maneció como clavado en su asiento, sin fuerzas para hablar ni para moverse. Brotaron, por fin, gruesas lágrimas de sus ojos, y su pecho dejó escapar unos sollozos.

—Es la primera vez que lo veo así —dijo la hortelana; y, di-rigiéndose al anciano, le explicó—: Es una señorita compatrio-ta suya, que ha venido a verlo.

—¡Piedad! —exclamó él con voz ronca—. ¡Piedad! ¿No estás satisfecha…? ¿Cómo pudiste leer aquella hoja… la hoja que quemé…? Pero ¿por qué los dos…? Tú no pudiste leer nada contra Orlanduccio… ¿Por qué no dejarme uno… uno solo…? Orlanduccio… No pudiste leer su nombre…

—Necesitaba a los dos —le contestó Colomba en voz baja y dialecto corso—. Las ramas han sido cortadas; y si la raíz no hubiera estado podrida la hubiese arrancado. Anda, no te que-jes; te queda poco tiempo que sufrir. ¡Dos años sufrí yo!

El anciano lanzó un grito y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Colomba le volvió la espalda y se dirigió despacio hacia la casa canturreando unas incomprensibles palabras de una balada:

Necesito la mano que disparó, el ojo que apuntó, el corazón que lo dispuso…

Mientras la hortelana acudía a socorrer al anciano, Colomba, animado el rostro, brillantes los ojos, se sentaba a la mesa frente al coronel.

—¿Qué tiene usted? —le dijo aquel—. Me parece ver en us-ted la expresión que manifestó en Pietranera el día en que nos dispararon unos tiros durante nuestra comida.

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—Es que han venido a mi imaginación unos recuerdos de Cór-cega. Pero ya ha terminado todo. Seré la madrina, ¿verdad? ¡Qué bonitos nombres voy a ponerle: Ghilfuccio-Tomaso-Or-so-Leone!

En aquel momento entró la hortelana.—¿Y qué? —preguntó Colomba con la mayor tranquilidad—.

¿Ha muerto o ha sido solo un desmayo?—No ha sido nada, señorita; pero es raro el efecto que le ha

producido la presencia de usted.—¿Y dice el médico que no durará mucho?—Ni dos meses quizá.—No será una gran pérdida —comentó Colomba.—¿De quién diablo hablan? —interrogó el coronel.—De un idiota de mi país que está hospedado aquí —con-

testó Colomba con aire de indiferencia—. Mandaré de cuando en cuando a saber de él… Pero, coronel, deje usted fresas para mi hermano y para Lydia.

Al salir Colomba de la granja par volver al coche, la hortela-na la siguió un rato con la vista.

—¿Ves esa señorita tan guapa? —dijo a su hija—. Pues bien; estoy segura de que hace mal de ojo.

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Índice

I / 5

II / 9

III / 17

IV / 25

V / 30

VI / 37

VII / 46

VIII / 50

IX / 54

X / 61

XI / 65

XII / 78

XIII / 84

XIV / 90

XV / 93

XVI / 103

XVII / 110

XVIII / 118

XIX / 128

XX / 140

XXI / 145

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Títulos de la colección

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