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zara y el librero de bagdad

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Con motivo del 30 aniversario del Premio Gran Angular,la Fundación SM hace una donación especial

del 70% de los beneficios de la venta de este libro a la «Campaña Mundial por la Educación».

La Campaña Mundial por la Educación es una coali-ción internacional formada por ONG y movimientos sociales de muy diverso signo.

Todos coinciden en reclamar el cumplimiento íntegro de los compromisos de la «Cumbre de Dakar» del año 2000,donde la comunidad internacional se comprometióa garantizar el acceso a una educación de calidad para todos y todas antes del año 2015.

La Campaña Mundial por la Educación nació para queeste compromiso internacional no pasara desapercibido.Su objetivo es movilizar a la ciudadanía para que exija a sus gobiernos y a la comunidad internacional quecumplan sus promesas.

La Coalición Española de la Campaña Mundial por la Educación está formada por Ayuda en Acción, Educa-ción Sin Fronteras, Intermón Oxfam y Entreculturas,quien asume la coordinación de la misma.

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de bagdadfernando marías

premio gran angular 2008

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Dirección editorial: Elsa AguiarCoordinación editorial: Berta MárquezDiseño de cubierta: Rafa Sañudo / Raro S.L.Mural de cubierta: Rafa Sañudo / Carlos Velasco

© Fernando Marías, 2008www.fernandomarias.com

© Ediciones SM, 2008Impresores, 2Urbanización Prado del Espino28660 Boadilla del Monte (Madrid)www.grupo-sm.com

ATENCIÓN AL CLIENTE

Tel.: 902 12 13 23Fax: 902 24 12 22e-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-675-2937-1Depósito legal:Impreso en España /Printed in SpainImprime:

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o trans-formación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización desus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Cen-tro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita foto-copiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Para Zara (la verdadera),que me prestó su nombre

e inspiró la historia.

Para Waleed (el verdadero),que me prestó su nombre

y pudo haber vivido la historia.

Para Teresa y Leonardo (los verdaderos),que también me prestaron sus nombres

y me dieron mucho de casi todo lo demás.

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La luz es el primer animal visiblede lo Invisible.

JOSÉ LEZAMA LIMA

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.palabras últimas

del poeta muerto

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e s mentira que los muertos mueran cuando mueren.A veces les alarga la vida el amor.

En tales ocasiones, los muertos, tras morir, pervi-ven en el corazón de quienes los amaron y los re-cuerdan, que se convierten así en espejo tempo-ral de su memoria sobre la tierra, en eco emocionalde sus espíritus, que rebota frágil y desesperan-zado, pero vivo, contra las paredes de piedra delolvido.

Si fuiste amado, los latidos de tu corazón ya in-tangible se alargarán como sombras de cami-nante solitario que busca regresar a casa antes deque se cierna la noche.

Si amaste, vivirás. No para siempre, porque el serhumano es incompatible con la magnitud de esapalabra, pero sí más allá de tu propia muerte.

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Serás un muerto que no haya muerto cuando hayamuerto.

Pero ¿y si nunca amaste? ¿Si caminaste sobre latierra de puntillas, sin resuello y acobardado antela idea del amor al acecho?

Dedico este libro a la memoria del viejo Max,que cuando yo termine de escribir tendrá toda lalarga muerte por delante, y lo dedico también alfuturo de la joven Zara, a quien aguarda una vidanueva ahí mismo, tras la esquina.

Max y Zara vinieron de la guerra, pero de gue-rras distintas acaecidas en tiempos distintos.

Max y Zara vinieron impulsados por el amor a lavida, pero eran formas de amor a la vida distin-tas, y puede que contradictorias.

Me crucé en su camino sin haber hecho nada pormerecerlo. Pero la historia que viví junto a ellos,cuyos sucesos esenciales tuvieron lugar en pocomás de veinticuatro horas, aunque también po-dría decirse que abarcaron casi todo el siglo XX

y recorrieron el planeta de punta a punta, late enmi interior como si tuviera corazón propio, y sientola irrenunciable obligación moral de contarla.

Escribir libros es, al fin y al cabo, mi trabajo, yescribiendo uno me encontraba cuando tuve laprimera noticia sobre Max.

En realidad, decir que escribía un libro es inexacto. Lo que hacía era empezar a escribirlo,cosa que es bien diferente, como sabe bien todo

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el que haya escrito alguna vez un libro o lo hayaintentado. Parafraseando a Mark Twain, cuandoreflexionaba humorísticamente sobre el hábito defumar, diré que empezar un libro es –como dejarde fumar– muy fácil, facilísimo. Yo lo había hechodieciséis veces aquella mañana de agosto en Ma-drid, y todavía no eran ni las dos de la tarde.Cada vez que borraba el comienzo que acababade escribir, una vez comprobado que resultaba insuficiente, salía del archivo de Word y zanga-nea ba un poco: Google, internet, algún video-juego… Solo tenía claro que deseaba empezar conuna frase del cubano Lezama Lima que me en-canta: «La luz es el primer animal visible de lo Invisible». Es tan intrigante, logra sugerir tantas co-sas con apenas una docena de palabras… Peroque nadie me pregunte su significado, porque loignoro. Solo sé que me fascina…

Fue en una de esas cuando entró en mi correo elec-trónico un mensaje remitido desde una BlackBerrypor un desconocido. Decía así:

Estimado amigo:

Soy la última persona que vio con vida al másgrande poeta español de todos los tiempos antesde su trágica y triste muerte, y he contado en un li-bro su historia y, sobre todo, las últimas palabrasque pronunció antes de expirar: cinco palabras úl-timas, solo cinco… Pero terribles.

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Me gustaría contratarle a usted para que corrigierael libro y le diera forma literaria correcta, con ob-jeto de facilitar que me lo publicaran.

Desearía que nos conociéramos a fin de discutirlas condiciones económicas de su trabajo. Si le pa-rece interesante, y su horario se lo permite, le pro-pongo, a fin de ganar tiempo, vernos hoy mismoa las cuatro de la tarde aquí, en Madrid, en el ce-menterio de la Florida, gracias al cual puede de-cirse que usted y yo nos hemos conocido. Si no mecontesta, entiendo que allí estará.

Para mí, si me permite la confianza, es cuestión de vida o muerte hablar con usted. Y en cuanto al dinero, no se preocupe. Seré sobradamente generoso.

Atentamente,

Max

Posdata 1. Me reconocerá porque me parezco aun viejo actor de Hollywood hoy olvidado que sellama Spencer Tracy, no sé si a usted le suena.

Posdata 2. Si me he decidido a incluirle en la listade autores a los que voy a mandar este e-mail esporque me gustó su artículo sobre el Dos de Mayode 1808, asunto histórico que también puede de-cirse que tiene relación con la muerte de mi poeta.

Espero sinceramente verle a las cuatro.

Releí dos o tres veces la carta, sopesando los prosy los contras de acudir a la cita.

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Entre los primeros destacaban dos: ante todo, elinterés que había logrado despertarme sobre el poeta muerto, del que astutamente no daba elnombre, y también el elogio a mi trabajo, implí-cito en la referencia al artículo sobre el Dos de Mayo.A qué negar, aparte de eso, que la generosidadeconómica a que hacía referencia también eraun elemento positivo.

¿Y los contras? No eran tantos, ni tan graves. Elpeor, el riesgo de que Max fuera un pelmazo enbusca de una víctima a la que contarle sus bata-llitas; pero caso de resultar así, siempre podía lar-garme sin mayores problemas.

De todo ello, seguía pesando con fuerza mayorel nombre del poeta muerto y esas palabras, te-rribles palabras según Max, que le dijo antes demorir de forma «trágica y triste». Solo cinco pa-labras. ¿Qué mensaje terrible se puede lanzarcon cinco palabras? Y el poeta, ¿quién sería?¿Miguel Hernández, fallecido en la cárcel al finalde la Guerra Civil en circunstancias que merecensobradamente los adjetivos «trágica y triste»? ¿Gabriel Celaya, a cuyo final se podría muy bienañadir un tercero, el de «vergonzante», pues mu-rió en la miseria y el abandono cuando nuestrademocracia era ya un hecho consumado dondelos ancianos, y más si son grandes poetas, no de-berían morir en la miseria y el abandono? GabrielCelaya murió sin nada, cierto; pero dejó escritosestos versos esenciales: «Maldigo la poesía con-cebida como un lujo cultural por los neutrales,

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que lavándose las manos se desentienden y eva-den. Maldigo la poesía de quien no toma par-tido hasta mancharse». Y con ellos definió la fron-tera invisible ante la cual, antes o después, loscreadores de verdad han de pararse para deci-dir si consagran su carrera al compromiso con elser humano o a la invención de un entretenimientolegítimo, pero simple y caduco. Si Max era tan viejo,pudo ciertamente haberlos conocido a ambos,Hernández y Celaya.

Busqué fotos de Spencer Tracy en un libro sobreel viejo Hollywood. Para muchísimos, entre losque me cuento, Tracy es uno de los grandes ac-tores de todos los tiempos; y para muchos, di-rectamente, el mejor que ha habido. Al final desu vida, rechoncho y con el pelo blanco, inter-pretó al protagonista de El viejo y el mar, la no-vela corta y maravillosa de Hemingway en que unviejo pescador, solitario y casi vencido por lavida, se empeña en luchar contra el mar, y pierde,pero también gana. Max, como Tracy, podía serun actor; es decir, un mentiroso en cierto sentido,un impostor. Pero lejos de hacerme recelar, la con-junción de circunstancias avivó mi interés e in-cluso mi simpatía. Al fin y al cabo, un escritortambién es, en cierto sentido, un mentiroso. Y justoen ese momento, por causa de tan simple reflexión,decidí que sí, que quería conocer a Max. Tambiéninfluía el lugar de la cita: el cementerio de la Flo-rida, que me había deparado, no mucho tiempoatrás, unos momentos mágicos que nunca había

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contado a nadie, y me intrigaba que Max subra-yara la importancia del lugar. ¿Azar?

¡Pero si el azar no existe!

Apagué el ordenador. Me sobraba tiempo, peroaun así resolví ir en coche. En el rellano, antes deechar la llave, me detuve unos instantes para eje-cutar exactamente los mismos gestos que llevabahaciendo durante la última semana.

Metí la llave sin girarla, inspiré hondo, volví la carahacia la puerta del vecino, situada a mi izquierda,y bajé la mirada hacia la ranura inferior de la puerta.A los dos o tres segundos observé lo que venía siendohabitual en los últimos días: una sombra oscure-ció levemente, cortándola como un cuchillo, laluz natural del interior del piso de al lado. Allí es-taba, espiándome como siempre, el hombre quehasta no mucho antes había sido mi amigo.

¿Por qué me espiaba Waleed, mi vecino árabe,o mejor dicho, mi ex amigo árabe?

Cuando alquilé el piso, bastantes años atrás, élya estaba aquí. Debía de llevar al menos una dé-cada en la casa. Aunque nació en Bagdad, se tras-ladó a España muy joven para estudiar. Aquí secasó con una española que estudiaba medicinay, aunque acabaron por separarse, él decidióquedarse en nuestro país. Simpatizamos ense-guida; no solo porque vivía solo, como yo, sinotambién, o sobre todo, porque ambos nos dedi-camos a los libros, él como historiador y tambiéntraductor al árabe de autores españoles impor-

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tantes. Gracias a mí descubrió la literatura de PíoBaroja, algo de lo que estoy orgulloso. Le habléde La busca, esa gran novela sobre el miedo quetenemos los seres humanos, todos los seres hu-manos, a perecer en la lucha que emprendemoscuando buscamos nuestro lugar en la vida. Unanoche que cenamos en mi casa, hace ya mucho,saqué mi viejo ejemplar de La busca y le leí eseprincipio maravilloso en que tres relojes dan a lavez una hora distinta, el primero las doce, el se-gundo las once y el tercero la una. «Cuál de lostres relojes estaba en lo fijo?», se pregunta Baroja.Una hermosa y gráfica reflexión sobre la relativi-dad de las cosas. Waleed, fascinado, se llevó miviejo ejemplar para estudiar su posible traduc-ción y al día siguiente me regaló, como pruebade amistad, una hoja manuscrita de su puño y le-tra con ese principio de los relojes de La busca enárabe. Todavía debo de tenerlo por ahí. Y memostró el trabajo en el que estaba inmerso, la tra-ducción ya bastante avanzada de La Fontana deOro, primera novela que escribió Benito PérezGaldós, autor que le gustaba muchísimo y quepretendía introducir en el mercado editorial de supaís. A veces pienso que la pasión por la litera-tura será, algún día, la causa de nuestro reen-cuentro. Los que amamos los libros somos así desoñadores, así de ingenuos o así de imbéciles.

Durante las semanas anteriores a la Guerra de Irak,que comenzó en marzo de 2003, Waleed se mos-traba muy militante y combativo, por supuesto,

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en contra de la invasión, y le enorgullecía la opo-sición casi unánime de la que consideraba su se-gunda patria, España, ante ese ataque ilegítimoque tan catastrófico y moralmente repulsivo haterminado por evidenciarse. Pero luego, cuandola guerra comenzó a pesar de todo, y pasaron díasy más días en el conocimiento de que su tierra ysu familia se hallaban bajo el fuego, Waleed em-pezó a apagarse, se entristeció irrevocablemente,dejó de salir, de ver a sus amigos… También optó,hará cosa de un año, por enfriar nuestra relación,elección que naturalmente respeté aunque no lacomprendiera. En los últimos tiempos se ha refu-giado aún más en sí mismo, y las veces que noscruzamos me limito a saludarle con alguna fórmularetórica a la que muchas veces ni siquiera contesta.Tal vez para, a pesar de todo, disculparlo, achacosu antipatía al hecho de que el dueño del inmue-ble donde vivimos ambos quiere vender el edifi-cio, y conspira continuamente para echarnos a to-dos los inquilinos, sin distinción de credo, raza ocolor. Desde hace unos meses, alguna gente delbarrio llama a Waleed «El Espía». El mote se lopuso el dueño del bar de abajo, un mesoneropara quien cualquier iraquí que viva en Españasolo puede dedicarse a espiar para la causaárabe. Alegremente, y también irresponsable-mente, afirma que el oficio de Waleed, un reco-nocido traductor e historiador, es una tapadera pararealizar mejor su trabajo de espionaje. Por su-puesto, no voy a discutir con el dueño del bar, queen demasiadas ocasiones, y esta es una de ellas,

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habla sin conocimiento de causa, pero lo ciertoes que de forma inconsciente, casi sin darmecuenta, empecé a utilizar el verbo «espiar» parareferirme mentalmente a mi antiguo amigo. Y esque Waleed, en efecto, parecía espiarme al otrolado de la puerta desde los últimos días. ¿Es queno tenía más que hacer que estar pegado a la mi-rilla, vigilando el rellano? ¿A quién podía espe-rar con tanta ansiedad?

Toda esta situación adquirió un tinte de inquietudcuando acontecieron dos sucesos en la casa. Elprimero, y menos importante, había tenido lugartres o cuatro días atrás, cuando oí una discusiónen árabe dentro del piso. Mi vecino siempre hasido un hombre muy discreto, jamás en todos es-tos años le he oído levantar la voz, y por eso meextrañó esa conversación entre él y otro hombre,más bien una discusión de la que naturalmente nadaentendí, aunque debo reconocer que la voz delotro, lejos de resultar agresiva, parecía suave oincluso cariñosa, algo así como la que tendría unhipnotizador si se enfadase.

Y el segundo había ocurrido hacía también muypoco, una de las últimas noches de este calurosomes de agosto. Yo había salido a cenar con unosamigos y regresaba a casa alrededor de las tresde la madrugada. Subí las escaleras tranquila-mente, pensando en una posible propuesta detrabajo que había surgido en la sobremesa, y poreso tardé en observar que en mi rellano había al-guien parado, sospechosamente inmóvil. Waleed

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y yo somos los únicos vecinos del último piso, yantes, cuando nos llevábamos mejor, a veces sa-cábamos las sillas en los días estivales para con-versar, y hasta improvisábamos alguna cena, por-que hay en el rellano una gran ventana que,cuando sopla la brisa, crea una corriente muyfresca y agradable. A mi ex amigo le gustabaesa costumbre, y más desde que le expliqué quees muy típico en Madrid, o más bien lo era en tiem-pos pasados, eso de organizar tertulias alrededorde los puntos más oreados de las casas.

Si esa noche yo hubiera subido con rapidez, comosuelo hacer habitualmente, la persona del rellanohabría advertido mi presencia, pero supongo queel azar, esa entelequia que siempre repito que noexiste, quiso que fuera yo quien lo sorprendieraal realizar el giro del último tramo de escalera.

Era una silueta alta y delgada, vestida con pan-talón vaquero negro y camiseta negra. Supuseque era una mujer por la melena, también ne-gra, que le caía hasta media espalda. Se encon-traba apoyada en el alféizar de la ventana, pre-sumiblemente disfrutando del aire fresco, y su fi-gura componía una bonita estampa contra la lunallena, amarilla, nítida y redonda, que parecía col-gada de la oscuridad de la noche. Parecía mirarlafijamente, y de su garganta, si se aguzaba eloído, surgía una extraña canción, una especiede suave gemido animal apenas perceptible, laexpresión casi inaudible de una ansiedad o un in-tenso sufrimiento íntimo. Durante esos días se ha-

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bía estropeado la cerradura del portal, y el dueño,en su estrategia de complicarnos la vida, se de-moraba todo lo que podía en repararla. Se habíacorrido la voz entre los sin techo de la zona, y enalguna ocasión habíamos sorprendido a algunode ellos durmiendo en nuestro rellano. Por si eraeste el caso, carraspeé ruidosamente para que lamujer de la ventana supiera que alguien la ob-servaba.

Giró con agilidad inesperada, como un felino apunto de saltar, y se quedó mirándome. Esas no-ches, precisamente para disuadir a los okupas, de-jábamos encendida la luz de la escalera, y ellome permitió ver que la mujer pantera era una mu-chacha morena, de rasgos árabes, muy joven, talvez catorce años, tal vez dieciséis. Sus enormesojos negros se mostraron aterrorizados por mipresencia. ¿Por qué se asustaba de forma tan ex-cesiva? Desconcertado, no pude evitar conta-giarme de su miedo, pero ahora era obvio que nose trataba de una indigente, sino de alguna invi-tada de mi vecino, y por tanto la saludé:

–Buenas noches –dije, y añadí a modo de expli-cación que nadie me había pedido–. Vivo aquí.

Di un paso hacia mi piso, a la vez que agitabala llave en el aire como si fuera un salvoconducto.La muchacha, presa de un repentino ataque de an-siedad o de pánico, se movió muy deprisa haciala puerta de Waleed, como si huyera de mí, e in-tentó introducir en la cerradura la llave que sacó

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del bolsillo del vaquero, pero con tal nerviosismoque no lograba acertar.

En circunstancias normales, me habría acercadopara ayudarla, pero intuí que eso la atemoriza-ría aún más, y preferí esperar hasta que logróabrir y entró.

Antes de cerrar, me echó otra mirada con sus vi-brantes ojos negros, que parecían memorizarlo todoy también asustarse de todo. Sonreí y comencé adecir algo, pero se sobresaltó otra vez y cerró lapuerta de golpe.

En todo el tiempo no había emitido un solo sonido,y me pregunté si sería muda. Pero enseguida re-cordé el suave cántico desgarrador que dedicabaa la luna cuando la sorprendí.

Los días siguientes, siempre que salía de casa yveía movimientos tras la puerta del vecino, ima-ginaba que eran sus ojos negros los que me es-piaban. Y siempre, mientras me sentía observadoantes de comenzar a bajar las escaleras, me pre-guntaba quién sería el árabe de la voz sedosa alque había oído discutir con Waleed y quién, so-bre todo, la misteriosa muchacha que aullaba ala luna.

Esta vez me lo volví a preguntar, como siempre enlos últimos días; e igual que siempre, al llegar alportal, mi cabeza ya estaba centrada en otracosa.

En este caso, el poeta muerto de Max.

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Aproximadamente media hora después, aparquéante el cementerio de la Florida.

Muchas veces desconocemos ciertos lugares mí-ticos de la ciudad donde vivimos, y en mi caso,el cementerio de la Florida había sido uno deellos hasta unos meses atrás, en que hube de vi-sitarlo por razones de trabajo.

Allí reposan los cuarenta y tres madrileños fusila-dos por los franceses en la noche del 2 al 3 demayo de 1808. Todo el mundo ha oído hablar delDos de Mayo, pero casi todo el mundo desco-noce los detalles de esa historia. Es algo que sueleocurrir con muchos sucesos memorables, y tal vezpor ello, cuando se acercan sus centenarios, bi-centenarios, tricentenarios, etc., afloran y se mul-tiplican los actos conmemorativos en honor delhecho correspondiente. Entre otras cosas, suponetrabajo para los escritores de encargo como yo.Se precisan reportajes, artículos, libros de ensayo,novelas; todo aquello que durante los años ante-riores y los posteriores nadie reclama se disparaalrededor de la efemérides. Por encargo he escritosobre la batalla de Madrid en noviembre de 1936y sobre la muerte de García Lorca en agosto delmismo año; por encargo he escrito sobre el in-tento de asesinato de Alfonso XIII en mayo de1906 y sobre la matanza del Barranco del Loboen julio de 1909; y por encargo, naturalmente,escribí sobre el Dos de Mayo ese artículo que, alparecer, había servido para que Max se interesarapor mí. Siempre me he preguntado cómo será ter-

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minar tu propio libro, qué se sentirá al culminarcon la palabra FIN un texto conmovedor del queestés orgulloso, un libro que no te encargue na-die, uno que escribas porque te apetece o nece-sitas escribirlo, uno que te salga del corazón. Talvez algún día lo haré, pienso muchas veces…Pero no, recapacito enseguida, mejor no engañarse.Siempre escribiré las historias de otros. Siempre,a lo sumo, seré el testigo de los sentimientos quesurjan desde el volcán del corazón de otros.

Sin embargo, lo que sí poseo es capacidad intuitivasobre lo que puede contener material periodísticoe incluso literario. Por eso me había llamado laatención, entre tantas y tantas páginas digitalesque existen sobre el Dos de Mayo, un texto de An-tonio Machado donde el poeta reflexionaba so-bre los paralelismos entre ese día de 1808 y el18 de julio de 1936, cuando el pueblo de Ma-drid ayudó decisivamente al fracaso del golpefascista contra la República.

«Alguien –escribió Machado– ha señalado con cer-tero tino la semejanza, o mejor dicho la equiva-lencia, del 18 de julio de 1936 con la gloriosajornada del Dos de Mayo de 1808. Desde elpunto de vista anecdótico de la historia, las dife-rencias son grandes: el Dos de Mayo culminó entrágica catástrofe para los buenos; el día que no-sotros vivimos como espectadores apasionadosfue una humillante derrota para los perversos; siqueréis, una victoria de los buenos casi milagrosa,como la de Don Quijote, enhiesto y retador ante

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la abierta jaula del león. Pero en uno y otro díael triunfo moral es el mismo, y el impulso heroico,idéntico en lo esencial».

Dejé volar la imaginación y pensé que este ar-tículo, uno más entre los que dedicó el poeta a laGuerra Civil, era en realidad una carta que, sal-tándose las normas del Tiempo, había escrito Ma-chado a Francisco de Goya, otro artista que uti-lizó su arte para mostrar la muerte en Madrid ycondenar a los invasores asesinos. Y en ese hilo,invisible además de ficticio, decidí basar mi artículo.Me pareció hermoso reunir a Goya y Machadoen el cementerio de la Florida, ante el monumentoa los muertos. Sin pensarlo dos veces, paré untaxi aquella fría mañana de noviembre de 2007y pedí al conductor que me llevara hasta el ce-menterio. Reconozco que nunca lo había visitado,y solo tenía del lugar la vaga idea de su ubica-ción cercana al Parque del Oeste. Había sacadode internet un poco de información histórica, y laleí durante el trayecto.

El cementerio de los cuarenta y tres madrileños ase-sinados por los franceses ha sufrido diversas trans-formaciones hasta llegar a ser, el 2 de mayo de1981, el escenario que me disponía a conocer:un pequeño patio, decía la información de inter-net, con una columna central rematada por unacruz, una lápida y una capilla al fondo. Pero noera eso lo que me preocupaba, sino el ambiente,el aire, la atmósfera que lo envolviese.

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El taxi maniobró por el Parque del Oeste y final-mente enfiló una larga calle cuesta abajo. No ha-bía coches ni se veían personas paseando, y todolo envolvía el silencio.

Descendí del taxi sintiendo en la cara las prime-ras gotas de una lluvia suave que se venía anun-ciando desde minutos antes. Apenas el cochehubo desaparecido de retorno al centro de la ciu-dad, inspeccioné el lugar. A la descripción de in-ternet había que añadir una reja cerrada que im-pedía el acceso al interior. La lluvia arreció cuandodetuve la mirada sobre la reproducción en color,creo que con técnica de mosaico, de Los fusila-mientos del 3 de mayo instalada a la izquierda delpatio. Como todo el mundo, tengo en la retina elcuadro de Goya desde siempre, lo he visto mil ve-ces: en libros colegiales cuando niño, en visitasal Prado o en reproducciones editoriales de todotipo. Sin embargo, esta vez lo percibí distinto:más intenso y evocador, más inquietante a causade la cortina de lluvia repentinamente densa quese levantó entre el cuadro y yo. Pensé que los pa-triotas creados por Goya permanecían a la in-temperie, bajo el sol o la lluvia, de día y de no-che, siempre desvalidos y siempre expuestos alas inclemencias del clima, infinitamente más des-nudos y solos que los muertos reales, que al fin yal cabo descansaban a cubierto desde muchotiempo atrás. Pero, por otra parte, esa condenaeterna, su cadena perpetua más allá de la propiamuerte, tenía una importancia enorme, solidaria

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y universal. Los patriotas de Goya, aquellos queen el cuadro vemos caídos, ya muertos, y tam-bién los todavía vivos, representados en ese per-sonaje central de camisa blanca con los brazosen alto, nos recuerdan a los fusilados de todas lasguerras de todos los tiempos: nuestra Guerra dela Independencia o nuestra Guerra Civil, la Gue-rra de Secesión americana o la Guerra de Viet-nam, Chechenia o Irak… El madrileño de camisablanca pintado por Goya es todos y cada unode los civiles asesinados en esas guerras, y sus bra-zos en alto pidiendo eternamente piedad simbo-lizan las súplicas de clemencia de todos los civi-les de todas las guerras. El diccionario de la RealAcademia dice que «fusilar» significa «ejecutar aalguien con una descarga de fusilería». Goya,con su pintura, nos demuestra –y nos recuerda–que «fusilamiento» quiere decir algo así como«asesinato de hombres desarmados a manos deotros hombres armados y normalmente uniforma-dos que cometen su crimen en grupo durante unapantomima de orden y disciplina con la que se pre-tende dar al acto una apariencia de justicia y le-gitimidad». Por eso es importante el cuadro de Goya,por eso es trascendental. Pensé contar todo estoen mi artículo mediante una ficticia conversaciónentre Goya y Machado allí mismo, donde yo meencontraba en ese instante. El pintor y el poeta seencontrarían porque sí, con la libertad que permitela literatura, al amanecer del día 3 de mayo decualquier año, por ejemplo, el mismo 2008, bi-centenario de los hechos, y debatirían sobre el asunto

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de la muerte, sobre la importancia del compromisodel arte y sobre sus propios recuerdos del horror,uno los del Dos de Mayo de 1808, y el otro losde julio de 1936. Luego, tras la charla, los doshombres, que en mi ficción habían intuido la sin-tonía inicial de los que pueden llegar a ser gran-des amigos, sentían la pena brutal por la despe-dida obligatoria e irreversible. Cada uno debíaregresar a su propia muerte, y nunca más volve-ría a ver al otro. Antes de iniciar el camino de susrespectivas nadas, Goya y Machado se fundíanen un intenso abrazo, y luego, tristemente, se ibancada uno por su lado.

Me sentí tan pletórico e inspirado que empecé aescribir en la libreta que siempre llevo conmigo,guarecido de la cada vez más recia lluvia juntoa la reja, bajo la precaria protección de una delas columnas de acceso al cementerio. Una insó-lita experiencia de escritura que nunca olvidaré:estoy tan acostumbrado al ordenador que casisoy incapaz de escribir a mano una simple nota,y, sin embargo, no podía dejar pasar el momento.

Escribí de pie, esforzándome por proteger la libretade la lluvia, con un bolígrafo barato de los quesiempre llevo en el bolsillo y que cada poco teníaque agitar para que siguiera segregando tinta. Lalluvia, para colmo, desdibujaba las letras y lasconvertía en riachuelos finísimos que se desliza-ban por el papel mojado, pero logré terminar elborrador completo del artículo, que luego corre-giría en casa, y puse a salvo el cuaderno en el bol-

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sillo del pantalón. Luego me senté en el suelo juntoa la entrada del cementerio, alzando paupérri-mamente el cuello de la americana, feliz a pesarde hallarme empapado. Nunca se sabe cuándola vida puede hacerte el regalo inesperado de uninstante de plenitud.

Lo rememoraba con cariño, junto a la reja del ce-menterio, cuando, a lo lejos, vi a un hombre quecomenzaba a descender la cuesta dirigiéndose re-sueltamente hacia mí: Max.

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