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DIRECTOR FUNDADOR Jean Meyer DIRECTOR Luis Barrón JEFE DE REDACCIóN David Miklos CONSEJO EDITORIAL Adolfo Castañón Antonio Saborit Clara García Ayluardo Luis Medina Rafael Rojas Mauricio Tenorio DISEñO Y FORMACIóN Natalia Rojas Nieto CORRECCIóN Pilar Tapia CONSEJO HONORARIO Yuri Afanasiev Universidad de Humanidades, Moscú Carlos Altamirano Editor de la revista Prisma (Argentina) Pierre Chaunu Institut de France Jorge Domínguez Universidad de Harvard Enrique Florescano Secretaría de Cultura Josep Fontana Universidad de Barcelona Manuel Moreno Fraginals Universidad de La Habana Luis González El Colegio de Michoacán Charles Hale Universidad de Iowa Matsuo Kazuyuki Universidad de Sofía, Tokio Alan Knight Universidad de Oxford Seymour Lipset Universidad George Mason Olivier Mongin Editor de Esprit, París Daniel Roche Collège de France Stuart Schwartz Universidad de Yale Rafael Segovia El Colegio de México David Thelen Universidad de Indiana John Womack Jr. Universidad de Harvard .ISTOR es una publicación trimestral de la División de Historia del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). .El objetivo de ISTOR es ofrecer un acercamiento original a los acontecimientos y a los gran- des debates de la historia y la actualidad internacional. .Las opiniones expresadas en esta revista son responsabilidad de sus autores. La reproduc- ción de los trabajos necesita previa autorización. .Los manuscritos deben enviarse a la División de Historia del CIDE. Su presentación debe seguir los atributos que pueden observarse en este número. .Todos los artículos son dictaminados. .Dirija su correspondencia electrónica a: [email protected] .Puede consultar ISTOR en internet: www.istor.cide.edu .Editor responsable: Luis Barrón. . Centro de Investigación y Docencia Económicas, A.C., Carretera México- Toluca 3655 (km 16.5), Lomas de Santa Fe, 01210, México, D.F. .Certificado de licitud de título: 11541 y contenido: 8104. .Reserva del título otorgada por el Indautor: 04-2000-071211550100-102 .ISSN: 1665-1715 .Impresión: IMDI Suiza 23 bis, Colonia Portales, C.P. 03300, México, D.F. .Suscripciones: Tel.: 57 27 98 00 ext. 6091 e-mail suscripciones: [email protected] e-mail redacción: [email protected] ISTOR, año XVII, número 66, otoño de 2016 Portada: “Ilustración a partir de la portada de la Biblia Ketab el Hayat (traducción al árabe de la Biblia)”.

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Director funDaDor

Jean Meyer

Director

Luis Barrón

Jefe De reDacción

David Miklos

conseJo eDitorial

Adolfo CastañónAntonio SaboritClara García AyluardoLuis MedinaRafael RojasMauricio Tenorio

Diseño y formación

Natalia Rojas Nieto

corrección

Pilar Tapia

conseJo honorario

Yuri Afanasiev †Universidad de Humanidades, MoscúCarlos AltamiranoEditor de la revista Prisma (Argentina)Pierre Chaunu †Institut de FranceJorge DomínguezUniversidad de HarvardEnrique FlorescanoSecretaría de CulturaJosep FontanaUniversidad de BarcelonaManuel MorenoFraginals †Universidad de La HabanaLuis González †El Colegio de Michoacán

Charles Hale †Universidad de IowaMatsuo KazuyukiUniversidad de Sofía, TokioAlan KnightUniversidad de OxfordSeymour Lipset †Universidad George MasonOlivier MonginEditor de Esprit, ParísDaniel RocheCollège de FranceStuart SchwartzUniversidad de YaleRafael SegoviaEl Colegio de MéxicoDavid ThelenUniversidad de IndianaJohn Womack Jr.Universidad de Harvard

.istor es una publica ción trimestral de la División de Historia del Cen tro de In ves tiga ción y Do cenc ia Econó mi cas (CIDE)..El objetivo de istor es ofrecer un acercamiento original a los aconteci mien tos y a los gran ­des de bates de la historia y la actua lidad internacio nal..Las opiniones expresadas en esta re vista son responsabilidad de sus au to res. La reproduc­ción de los tra bajos necesita previa autoriza ción..Los manuscritos deben en viar se a la Di visión de Historia del CIDE. Su presen tación debe seguir los atri butos que pueden observarse en este número..Todos los artículos son dictaminados..Dirija su correspondencia electrónica a: [email protected] consultar istor en internet: www.istor.cide.edu.Editor responsable: Luis Barrón.

. Centro de Inves tiga ción y Docencia Eco nó mi cas, A.C., Carretera México­Toluca 3655 (km 16.5), Lomas de Santa Fe, 01210, México, D.F..Certificado de licitud de título: 11541 y contenido: 8104. .Reserva del título otorgada por el Indautor: 04­2000­071211550100­102

.issn: 1665­1715.Impresión: imdi

Suiza 23 bis, Colonia Portales, C.P. 03300, México, D.F..Suscripciones:Tel.: 57 27 98 00ext. 6091e­mail suscripciones:[email protected]­mail redacción: [email protected]

istor, año xvii, número 66, otoño de 2016

Portada: “Ilustracióna par tir de la por tadade la Bi blia Ketabel Hayat (tra duc ciónal árabe de la Biblia)”.

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istor, palabra del griego antiguo y más exactamente del jónico. nombre de agente, istor, “el que sabe”, el experto, el testigo, de donde proviene el verbo istoreo, “tratar de saber, informarse”, y la palabra istoria, búsqueda, averi gua ción, “historia”. así, nos colocamos bajo la invocación del primer istor: heródoto de halicarnaso.

3 Luis Xavier López-Farjeat, Encuentros y desencuentros: Judíos, cristianosy musulmanes

Dossier7 Sabine Schmidtke, Percepción y recepción de la Biblia entre los musulmanes

29 Sidney H. Griffith, ¿En qué momento la Biblia se tradujo al árabe?49 Fred M. Donner, Visiones de la expansión islámica temprana: Entre lo heroico

y lo horrible71 Rafael Ramón Guerrero, Cristianos y musulmanes en Bagdad en el siglo x89 Marco Zuccato, La supremacía de la ciencia árabe: Astronomía y matemáticas

en al­Andalus durante el siglo x109 David Nirenberg, “Judaísmo”, “Islam” y los peligros del conocimiento

en la cultura cristiana, con especial énfasis en el caso del rey Alfonso X El Sabio de Castilla

139 Thérèse-Anne Druart, Islam y cristianismo: Un lenguaje humano y divinoo múltiples lenguajes humanos

159 Luis Xavier López-Farjeat, Dos visiones contrastantes sobre la profecía: Avicenay Tomás de Aquino

notas y Diálogos177 Bernardo García Martínez, El naturalista frente a la historia y el historiador frente

a la naturaleza: Las enseñanzas de Alcide d’Orbigny

historia y literatura213 Enrique Pérez Morales, Historiografía y ficción: La poética de la historia, la poética

de la imposibilidad

usos y abusos De la historia245 Pablo Mijangos y González, Pensar e imaginar el derecho mediante la historia

ventana al munDo253 Rainer Matos Franco, Aventuras, imágenes mutuas y orientalismo.

Joel R. Poinsett en Rusia (1806­1808)

semblanzas275 Philippe Ollé-Laprune, Adonis: La violencia irremediable del Islam

reseñas279 Catherine Andrews, Entrevistas sobre historia constitucional

287 caJón De sastre

291 colaboraDores

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presentación

Encuentros y desencuentrosJudíos, cristianos y musulmanes

luis Xavier lópez-farjeat

¿Cómo se conciben entre sí los judíos, los cristianos y los musulmanes? ¿Cómo han interactuado a lo largo de la historia? ¿Cómo es que tienen

tanto en común y qué los hace tan distintos? La interacción entre los tres monoteísmos puede trazarse a partir de una cantidad considerable de epi­sodios históricos de encuentros y desencuentros. Quizás lo más estudiado en la literatura histórica especializada es la interacción temprana entre ju­díos y cristianos. Pero, ¿cómo se transforman las relaciones entre las “Gen­tes del Libro” con la aparición del Islam en el siglo vii? Ése es el tema del presente volumen.

Como explica Sabine Schmidtke en “Percepción y recepción de la Bi­blia entre los musulmanes”, los musulmanes conciben el Corán como la última revelación dentro de una serie progresiva de anuncios proféticos. La familiaridad con Escrituras anteriores y con una lista mucho más larga de profetas que lo precedieron, es bastante evidente al leer cuidadosa­mente el Libro de los musulmanes. A partir de esta premisa, Schmidtke explora y discute la actitud ambivalente que se percibe tanto en el Corán como en la tradición islámica con relación a las dos religiones monoteístas anteriores, así como con respecto a sus Escrituras.

En una línea temática similar, en “¿En qué momento la Biblia se con­virtió en una escritura arábiga” Sidney H. Griffith sostiene que no existen pruebas concluyentes de que haya habido traducciones de la Escritura cris­tiana y judía al árabe antes de los tiempos del Islam. Sin embargo, la evi­dencia proporcionada por el Corán, junto con otras consideraciones, sugiere que, antes del surgimiento del Islam, los textos de la Escritura judía y cris­tiana circulaban en árabe en forma oral, y que las primeras traducciones

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luis Xavier lópez-farJeat

escritas en árabe aparecieron en las comunidades monásticas de Palestina, por lo menos en parte como respuesta a la aparición del Corán.

En “Visiones de la expansión islámica temprana: Entre lo heroico y lo horrible”, Fred M. Donner revisa las distintas versiones que existen sobre la así denominada “conquista islámica temprana” o “conquista árabe”. Se pue­de encuadrar dicha conquista en lo que suele denominarse el “modelo de la conquista violenta”, según el cual los “musulmanes” impusieron por la fuer­za una nueva religión sobre las comunidades no musulmanas. Donner sos­tiene, sin embargo, que este modelo puede desencaminarnos y que, sin ser del todo equivocado, en éste se enfatiza demasiado la violencia pasando por alto aspectos de la transformación que poseen tanta o mayor importan­cia, como por ejemplo la incidencia de los “conquistados” que se acomoda­ron a los “conquistadores”. Este artículo revisa en detalle algunas fuentes cristianas y discute cómo informan acerca de la expansión musulmana.

La interacción entre los tres monoteísmos no se reduce a las confronta­ciones religiosas. También hubo un intercambio enriquecedor en el terre­no de la filosofía y la ciencia, principalmente a partir de los siglos viii-ix y en adelante. En “Cristianos y musulmanes en Bagdad en el siglo x”, Ra­fael Ramón Guerrero se ocupa de la interacción filosófica que hubo en Bagdad entre distintos sectores cristianos —nestorianos, monofisitas o ja­cobitas, melkitas, maronitas— y los musulmanes. Nos muestra así el papel relevante de los sectores siriacos y árabes en la historia de la recepción y transmisión de la filosofía griega. Por su parte, en “La supremacía de la ciencia árabe: Astronomía y matemáticas en al­Andalus durante el siglo x”, Marco Zuccato, historia el modo en que la colección de conocimientos sobre astronomía, astrología y matemáticas cultivado en el mundo árabe llegó desde la región occidental del Islam en la península ibérica al mun­do latino a través de un largo proceso de transmisión intelectual.

En “Judaísmo, Islam y los peligros del conocimiento en la cultura cristia­na, con especial énfasis en el caso del rey Alfonso X El Sabio de Castilla”, David Nirenberg esboza lo que denomina la “epistemología figural”, espe­cialmente de judíos y musulmanes, y posteriormente rastrea su desarrollo entre las críticas de la filosofía natural del Medievo y la modernidad tempra­na. Sugiere que, precisamente porque estas figuras de pensamiento étnicas y religiosas llegan a ser tan poderosas, deben ser consideradas siempre que

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encuentros y desencuentros: Judíos, cristianos y musulmanes

tratemos de valorar la función de judíos y musulmanes de verdad en el estu­dio y transmisión del conocimiento científico en la Edad Media. Su artículo concluye con el análisis de un caso, a saber, el de Alfonso X y sus proyectos científicos, con la intención de mostrar cuán difícil puede ser separar el aspec­to figural de lo real en nuestras maneras de construir las historias de la ciencia.

Thérèse­Anne Druart se ocupa de lo que ella denomina “una diferencia no tan obvia entre el Islam y el cristianismo”, a saber, su actitud hacia el lenguaje y cómo ambas tradiciones abordan algunas cuestiones en común. En su artículo, “Islam y cristianismo: Un lenguaje humano y divino o múl­tiples lenguajes humanos”, revisa cautelosamente lo que los textos sagra­dos afirman sobre el lenguaje y los idiomas, para explicar de este modo las razones que existen para plantear si Dios habría decidido revelarse en una lengua en especial o no. Druart trata aspectos filosóficos de gran importan­cia, como la pregunta acerca del origen del lenguaje y su naturaleza, o la existencia de distintos idiomas y, a partir de la filosofía del lenguaje de al­Farabi, nos explica por qué en la tradición islámica era tan relevante la pregunta sobre el origen del lenguaje.

Finalmente, en un artículo de mi autoría, “Dos visiones contrastantes sobre la profecía: Avicena y Tomás de Aquino”, se explora el modo en que Avicena (m. 1037), un pensador central en la tradición filosófica islámica, explicó el fenómeno profético, y la manera en que más tarde, en el siglo xiii, Tomás de Aquino —tal vez el teólogo mayor de la tradición cristiana medieval—, se interesó en discutir aquella postura. Este artículo muestra cómo más allá de las diferencias doctrinales entre las dos tradiciones, To­más se ocupó en entender cabalmente las ideas de los pensadores islámicos generando de esa forma un diálogo filosófico y teológico con los “árabes”, según la denominación utilizada por varios historiadores de la filosofía.

Quiero agradecer la oportunidad que me brindó Jean Meyer para coor­dinar este Dossier. Agradezco la labor editorial de David Miklos, las traduc­ciones de Mauricio Sanders, Sara Hidalgo y Venancio Ruiz, así como las revisiones de Pilar Tapia. Agradezco el interés y entusiasmo de los autores invitados, así como su aprobación para traducir los artículos que conforman este volumen. Asimismo he de agradecer a varios editores que autorizaron la reproducción de algunos de ellos: Kathy van Vliet­Leigh, Pedro Mantas, Nadia Maria El Cheikh y Andrew Tallon.

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Dossier

Percepción y recepción de la Bibliaentre los musulmanes*

sabine schmidtke

La tradición islámica refleja con aguda conciencia sus vínculos con el judaísmo y el cristianismo, las religiones monoteístas que la precedie­

ron. El Corán se coloca a sí mismo como la última revelación dentro de una serie progresiva de anuncios divinos y manifiesta íntima familiaridad con Escrituras anteriores y con una lista mucho más larga de profetas que lo precedieron —incluyendo refundiciones y adaptaciones de las narraciones del Pentateuco y de los libros proféticos—. De esta manera, el Corán se muestra a sí mismo como el último eslabón perfecto, que tiene su culmina­ción en Mahoma, el “Sello de los Profetas” (Corán 33: 40). Esta postura monta el escenario para la actitud ambivalente que se percibe en el Corán y en la tradición islámica con relación a las dos religiones monoteístas ante­riores, así como con respecto a sus Escrituras, actitud que en muchos as­pectos se asemeja al Nuevo Testamento y a la tradición cristiana mientras evolucionaba frente al judaísmo y la Biblia hebrea.

Se acepta la autenticidad de las Escrituras anteriores como decretos di­vinos, en tanto que el Corán reconoce su alto grado de correspondencia con revelaciones previas —se dice que continúa y confirma los anuncios ante­riores, para renovarlos y aclararlos—. Estrecha relación con esto tiene la afirmación del Corán, en el sentido de que las Escrituras anteriores anun­cian a Mahoma. Por ejemplo, la Sura 61 atribuye a Jesús la siguiente decla­ración: “Y cuando Jesús el hijo de María dijo: ¡Oh, vástagos de Israel! ¡Escuchad! Yo soy el mensajero que Dios ha enviado para confirmar lo que

*Traducción del inglés de Mauricio Sanders. El origen de este texto es una conferencia im­partida el 24 de octubre de 2014 en el Institute for Advanced Studies, en Princeton.

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sabine schmiDtke

ha sido [revelado] antes de mí en la Torá, y para anunciarles la buena nue­va de uno que ha de venir después de mí, cuyo nombre será ‘el Alabado’ (Aḥmad)” (Corán 61:6). La raíz de “Aḥmad” (literalmente, “el más digno de alabanza”) es de tres consonantes —ḥ­m­d— y es idéntica a la raíz del nombre de Mahoma.

No debe sorprender, pues, que el Corán, al verse a sí mismo como la continuación de Escrituras anteriores, aparezca en el reverso de esta ima­gen con un aspecto negativo, a saber, que el Corán, el decreto divino más reciente y definitivo, supera a cualquier otra Escritura anterior y, como con­secuencia, la hace carecer de validez. Es más, en repetidas ocasiones el Corán pone énfasis en su superioridad con respecto a revelaciones previas, que han quedado abrogadas por éste. Otro motivo que se repite es la acu­sación contra las “Gentes del Libro” —es decir, judíos y cristianos— por haber “falseado”, “alterado”, o parcialmente “olvidado” sus propias Escri­turas, de manera que las versiones existentes de la Biblia han dejado de corresponder con el anuncio original. El Corán alude a este lugar común que con el paso del tiempo llegó a emerger —junto con las nociones ya mencionadas: la abrogación de la Biblia y las predicciones sobre Mahoma que ésta contiene— como uno de los temas centrales de la polémica entre musulmanes, judíos y cristianos.

Es posible percibir diversas maneras en que, a lo largo de los siglos, los autores musulmanes han percibido y utilizado la Biblia. Como sucede con la actitud coránica hacia las Escrituras previas, éstas son igualmente ambi­guas y con frecuencia contradictorias. Al mismo tiempo, los estudios mo­dernos que tratan acerca de la acogida de la Biblia por parte de los musulmanes deben enfrentar obstáculos que cambian según las épocas, los géneros literarios y los ambientes. En las páginas siguientes rondaré en torno a dichos obstáculos.

***La actitud de la temprana comunidad islámica hacia la herencia de las “Gentes del Libro” es en general positiva. Materiales y motivos bíblicos y pseudobíblicos ejercieron enorme influencia sobre la literatura islámica en los primeros tiempos del Islam. La actitud positiva —si bien ambivalen­te— del Corán también se ve reflejada en la Sunna, es decir, el vasto cuer­

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po de escritos basados, según se dice, en los hechos y dichos del profeta Mahoma —cuerpo que de muchas maneras refleja el estadio mental de la temprana comunidad islámica—. Aquí encontramos en ocasiones escritos que dan fe del punto de vista crítico que tenía el Profeta acerca de los con­tactos entre musulmanes y judíos, en los cuales sin ambages aconseja a sus seguidores no consultar a los judíos, sus Escrituras, a sus profetas ni los episodios de la Biblia. No obstante, éstos se ven rebasados por las tradicio­nes de acuerdo con las cuales el Profeta aprueba de manera explícita la sa­biduría tradicional de judíos y cristianos y autoriza la lectura de Escrituras anteriores al mismo tiempo que se lee el Corán. Tales declaraciones legiti­maron la incorporación de gran cantidad de leyendas judías (y cristianas) dentro de la tradición musulmana, a menudo de manera muy islamizada. Este cuerpo, que más tarde fue conocido como Isrāʾīliyyāt, desempeñó una importante función dentro del género de las “narraciones proféticas”, y en la literatura exegética temprana, así como en la historiografía y en otros géneros literarios de los cuales la tradición profética era el principal ele­mento constitutivo. Al mismo tiempo, obras conocidas como las “Pruebas” o “Signos de la Profecía” se desarrollaron como otro género popular que tenía como fin consolidar la autenticidad de la misión profética de Maho­ma. De nuevo, leyendas pseudobíblicas en forma islamizada conforman el núcleo de tales obras. En su mayor parte, la trayectoria de transmisión de estos materiales corrió a través de conversos judíos al Islam o de su descen­dencia inmediata, como son los casos de Kaʿb al­Aḥbār (m. 652­653 o 654), ʿAbd Allāh b. Salām (m. 663 o 664) o Wahb al­Munab­bih (m. 728 o 732), por mencionar sólo a los personajes más destacados como narradores. La mera cantidad de estos materiales demuestra fuera de toda duda que la aceptación de leyendas judías y cristianas se extendió por todo el Islam sin encontrar fuerte oposición durante sus dos primeros siglos de existencia. Como es el caso con las reminiscencias bíblicas en el Corán, la identifica­ción de las fuentes relevantes que se aprecian en tan rico cuerpo, sean de procedencia judía o sirio­cristiana, ha sido un tema favorito de los estudio­sos occidentales a partir del siglo xix, y sigue siendo un campo de investi­gación importante para la academia contemporánea.

En comparación con el abundante material extra bíblico en forma isla­mizada, el número de citas bíblicas auténticas que se incluyen en la litera­

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tura islámica temprana es limitado. A pesar de la ubicuidad de las alusiones a narraciones y motivos de la Biblia a lo largo del Corán, resulta intrigante que el texto contenga una sola referencia bíblica textual, a saber Corán 21:105, que incluye un pasaje tomado del Salmo 37, 29. Para el siglo xiii, en las obras de cierto número de autores musulmanes comienzan a aparecer citas de pasajes bíblicos auténticos. Se dice que Muḥammad b. Isḥāq (m. 767), autor de una célebre Biografía del profeta Mahoma, citó pasajes del Pentateuco y los Evangelios. También es posible encontrar citas bíblicas auténticas en algunas historiografías de los siglos ix y x. ʿ Abd Allāh b. Mus­lim b. Qutayba (m. 889) introdujo en sus obras, particularmente en el Libro de la Sabiduría, que trata acerca de la historia de los profetas preislámicos, largos pasajes del Pentateuco. Otras obras históricas, como la Historia de Aḥmad al­Yaʿqūbī (m. 905), también contienen vastas secciones fraguadas a partir de los Evangelios. Similares observaciones valen para Ḥamza al­ Iṣfahānī’ (m. entre 961 y 971) y su Historia de los años de los reyes de la tierra y los profetas.

Durante los primeros siglos también encontramos ejemplos de eruditos musulmanes que abrevaban en la Biblia para apoyar sus propias argumen­taciones teológicas, como regla adicional al Corán y la Sunna. Por ejemplo, Zaydī imām al­Qāsim b. Ibrāhīm (m. 860), familiarmente cercano a las no­ciones teológicas cristianas, admite con orgullo su profundo conocimiento de la Biblia, y en ocasiones introduce pasajes bíblicos relevantes (los cua­les, al parecer, citaba de memoria), junto con pasajes importantes tomados del Corán. Por ejemplo, al discurrir sobre la unidad de Dios y sus atributos, cita Éxodo 3, 6. Al rondar alrededor del concepto de versos coránicos aboli­dos por el Corán, al­Qāsim cita versos del Evangelio según San Matero que dan testimonio de la anulación de la ley mosaica por parte del Nuevo Tes­tamento (Mateo 5, 17­18; 21­22).

A mediados del siglo xi, Muḥammad b. ʿAlī al­Karājikī, teólogo y jurista chiita de la rama de los Doce, también utiliza la Biblia como prueba para sostener con vigor sus puntos de vista teológicos. Para demostrar la veraci­dad de una noción específica de los chiitas de esta rama, el imanato, cita Génesis 17, 20 (“En cuanto a Ismael, también te he escuchado. Yo lo ben­deciré: y le daré una descendencia muy grande y muy numerosa. Será el padre de doce príncipes y haré de él una gran nación”). Este pasaje le sirvió

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percepción y recepción de la biblia entre los musulmanes

(de hecho también fue útil para otros eruditos chiitas duodecimanos) como prueba de que los imanes habían de ser “doce” —concepto fundamental para esta rama del chiismo, cuyos seguidores también se llaman a sí mismos “duodecimanos”— y de que esto había sido profetizado por la Biblia.

Los chiitas ismaelitas también son conocidos por citar la Biblia como prueba de sus particulares nociones acerca de la profecía y el imanato. Tal es el caso de Abū l­Ḥātim al­Rāzī (m. 934), en sus Señales de la profecía, y de Ḥamīd al­Dīn al­Kirmānī (m. 1021). En por lo menos tres de sus obras, Al­Kirmānī cita pasajes de la Biblia hebrea y del Nuevo Testamento presen­tando el texto original en hebreo o arameo (al citar la Biblia hebrea) y el si­riaco transcrito al árabe (para los pasajes recogidos del Nuevo Testamento), con su respectiva traducción al árabe.

Los materiales bíblicos auténticos también desempeñan una importan­te función en otro género literario: la apologética interreligiosa y la polémi­ca. Las primeras refutaciones del cristianismo por parte del Islam proceden del siglo viii. Entre éstas se encuentra una epístola dirigida al emperador bizantino León III, la cual se atribuye al califa ʿ Umar b. ʿ Abd al­ʿAziz, y un tratado que el califa Hārūn al­Rashīd encargó para Constantino VI y que fue realizado por Abū l­Rabīʿ b. al­Layth. Además de argumentaciones teo­lógicas, estas epístolas contienen citas de los libros del Deuteronomio, Sal­mos, Habacuc e Isaías, que son interpretados como predicciones acerca del profeta Mahoma. La obra conocida más temprana que contiene numerosos textos a manera de prueba tomados de casi todos los libros de la Biblia he­brea y el Nuevo Testamento es El libro de la religión y el imperio, compuesto por un cristiano convertido al Islam, ʿAlī b. Rabban al­Ṭabarī (m. 865); a esta obra sigue el Libro de las señales de la profecía compuesto por quien casi fue su contemporáneo, el ya mencionado Ibn Qutayba. Al parecer, la obra de Ibn Rabban circuló principalmente entre círculos cristianos hasta el si­glo xi, cuando por primera vez llamó la atención de lectores musulmanes. En cambio, la obra de Ibn Qutayba —aunque solamente existió un único manuscrito que volvió a salir a la luz hace pocos años— fue ampliamente conocida por los primeros musulmanes y sirvió a numerosos autores poste­riores hasta el siglo xviii, como fuente directa o, en la mayoría de los casos, indirecta de pasajes bíblicos relevantes.

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sabine schmiDtke

***¿Cómo los eruditos musulmanes, como Ibn al­Layth, Ibn Rabban, Ibn Qu­tayba y al­Yaʿqūbī, tuvieron acceso a la Biblia? ¿De dónde provienen los numerosos pasajes bíblicos que utilizaron como prueba? Estos primeros eruditos, ¿se comunicaban de manera verbal con informantes judíos o cris­tianos o tenían acceso a los pasajes escritos en alguna forma? ¿Significaba alguna diferencia en su manera de aproximarse a la Biblia el hecho de que Ibn al­Layth e Ibn Qutayba fueran musulmanes desde su nacimiento, mientras que Ibn Rabban fuera un converso al Islam y, por lo tanto, antes hubiera sido cristiano (además versado en griego y siriaco) que contaba con acceso inmediato a la Biblia? En los estudios modernos, prácticamente no se ha explorado de forma satisfactoria la pregunta sobre cómo tuvieron ac­ceso a la Biblia los eruditos musulmanes de los primeros siglos del Islam. Nuestra comprensión acerca de las trayectorias relevantes y los modos de transmisión de los pasajes bíblicos entre los eruditos musulmanes, así como de la manera en que trabajaban con esos materiales, sigue siendo superfi­cial y deficiente.

Teóricamente, los siguientes (tres) escenarios son plausibles:1. En la Bibliografía de Ibn al­Nadīm, bibliógrafo del siglo x que com­

puso un índice de todos los libros escritos por árabes y otros pueblos hasta 938, se informa acerca de varias traducciones de “la Biblia” o de sus partes, producidas por eruditos musulmanes en los primeros tiempos del Islam. Otras fuentes musulmanas atribuyen a musulmanes prominentes de la pri­mera época conocimientos filológicos de hebreo o de siriaco y mencionan sus intensos estudios sobre la Biblia. Si es que tales referencias dan testi­monio de la apreciación que los primeros musulmanes tenían de la Biblia es algo sobre lo cual se debe ser extremadamente cauteloso, antes de dar estos informes por buenos. No existen evidencias independientes, en for­ma de citas por ejemplo, que pudieran corroborar los informes de Ibn al­Nadīm acerca de estos proyectos de traducción. Esta falta de corroboración genera graves dudas acerca de la historicidad de traducciones tempranas de la Biblia realizadas por eruditos musulmanes y su inmediata familiaridad con traducciones al hebreo o al siriaco de la Biblia o de sus partes.

2. Las traducciones de la Biblia al árabe realizadas por traductores no musulmanes constituyen la fuente más plausible para autores como Ibn al­

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percepción y recepción de la biblia entre los musulmanes

Layth, Ibn Rabban, Ibn Qutayba y al­Yaʿqūbī. A diferencia de empresas fantasmales de traducción supuestamente realizadas por los primeros mu­sulmanes, hay vastos materiales que dan testimonio de que las traducciones eran realizadas por miembros de otras comunidades religiosas en sus múlti­ples manifestaciones. De hecho, aquí topamos con la situación inversa —en vista de la masa bruta de material disponible (la mayor parte todavía se encuentra en forma de manuscrito), la exploración erudita de las diversas escuelas de traducción todavía se encuentra en pañales en numerosos as­pectos.

Con la expansión del Islam, el árabe se convirtió en la nueva lengua común y la marca de las élites culturales que cayeron bajo el dominio islá­mico. Esto es verdad no sólo para el creciente cuerpo de conversos al Islam, sino también para judíos y cristianos, cuyas Escrituras por herencia les ga­rantizaban la autonomía religiosa a todo lo ancho de los dominios islámicos. A partir del siglo viii, cristianos y judíos con movilidad social comenzaron a utilizar el árabe no sólo para sus comunicaciones orales sino también como una lengua escrita para propósitos religiosos, literarios y científicos. Las más antiguas versiones en árabe de la Biblia nos han llegado de esta etapa temprana del proceso de arabización de los grupos ya mencionados, para quienes la traducción de las escrituras era el vehículo inicial para adaptar la identidad comunitaria a un nuevo mundo, en tiempos de profundos cam­bios políticos y culturales. Nota bene: es una cuestión que se debate entre los expertos si en la Arabia preislámica había versiones judías o cristianas de la Biblia en árabe, o si ésta circulaba en forma estrictamente oral, o si se tomaban apuntes para ayudar a la memoria, o si constituyeron versiones plenamente textualizadas.

Como ha mostrado Sidney Griffith,1 autor de numerosos estudios de importancia sobre el tema, al parecer las comunidades de cristianos mel­quitas del sur de Palestina, la península del Sinaí y Siria fueron quienes abrieron el camino para traducir la Biblia del griego (y del siriaco) al árabe. El hecho de que hubieran adoptado el árabe como lengua litúrgica en una época relativamente temprana está intrínsecamente vinculado, según pare­

1 S.H. Griffith, Arabic Christianity in the Monasteries of Ninth-Century Palestine, Aldershot, Variorum, 1992.

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ce, con el aislamiento virtual con respecto a Bizancio, en el cual vivían como resultado de las conquistas musulmanas. En consecuencia, lo que bien pudiera ser la traducción más temprana conocida hasta el momento es un fragmento bilingüe en griego y árabe del Salmo 78, 20­31 y 51­61, que los eruditos suelen fechar en el siglo viii.

La traducción con fecha más temprana es del año 859 y consta de una traducción parcial de los Evangelios griegos; ésta se encuentra en otro ma­nuscrito de origen cristiano melquita y probablemente fue copiado en algu­na de las comunidades monásticas del sur de Palestina. Si bien esto implica que lo más probable es que las más tempranas traducciones al árabe (basa­das en textos griegos o sirios) hayan sido producidas al interior de las comu­nidades melquitas, seguidas a continuación por la Iglesia siriaca oriental, el proceso de arabización fue notablemente más lento en las comunidades siriacas occidentales y, especialmente, entre las comunidades coptas de Egipto. A lo largo de un periodo más largo estos grupos insistieron en con­servar las escrituras canónicas en alguna de las lenguas santas, como el grie­go, el siriaco o el copto. Con el paso del tiempo, diversas tradiciones árabes de traducción tendieron a integrarse en las Biblias en árabe producidas du­rante los siglos ix y x. Los mozárabes españoles —en su mayoría católicos romanos— también fueron conocidos por haber trasvasado sus escrituras al árabe más o menos por ese tiempo, para lo cual a menudo consultaron ver­siones en latín de la Biblia —como sucedió, por dar un ejemplo, con la tra­ducción al árabe de los Evangelios realizada por Isaac b. Velasquez (Isḥāq b. Balashk), fechada en 946, que está basada en la Vetus Latina—. De for­ma simultánea, los mozárabes también se sirvieron de traducciones parcia­les al árabe procedentes de Oriente.

A pesar de que pueden encontrarse traducciones cristianas para prácti­camente todos los libros de la Biblia, las diferentes comunidades traducían principalmente aquellas partes esenciales para la liturgia. A pesar de ser grandes, tanto la cantidad como la variedad de las versiones cristianas en árabe de la Biblia (o de sus partes), no hubo jamás una traducción canónica y el árabe nunca obtuvo el nivel de lengua eclesiástica.

El estudio erudito de las traducciones cristianas de la Biblia al árabe, que comenzó a finales del siglo xix, todavía está lejos de estar completo —es más, los expertos concuerdan en que, dada la ingente cantidad de

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manuscritos cristianos sin explotar que se encuentran dispersos en innu­merables bibliotecas públicas y privadas y en monasterios por todo el mun­do, lo realizado a la fecha apenas alcanza a ser el comienzo de los estudios en profundidad de los materiales cristianos.

Los judíos comenzaron a producir por escrito traducciones al árabe de su Biblia aproximadamente un siglo después que los cristianos, en algún momento de mediados del siglo ix. Al hacerlo, los judíos respondían de manera semejante a los cristianos a los mismos desarrollos sociolingüísticos que creaban una necesidad creciente de traducir las Escrituras.

Al parecer, también los judíos pasaron de traducciones orales para fijar la escritura a glosarios esporádicos y después a traducciones en plena forma, entre las cuales la versión del Pentateuco de Saʿadya Gaon (882­942) pare­ce haber alcanzado un estatus semicanónico para la segunda mitad del siglo x. Esta traducción se encontraba disponible asimismo para la comunidad de eruditos europeos, como lo señala el hecho de que hubiera sido incluida en las Biblias políglotas de París (1628­1645) y Londres (1653­1658).

Todos los libros de la Biblia hebrea están comprendidos en el cuerpo de traducción judía; no obstante, como era de esperarse, el Pentateuco y otros libros utilizados en los oficios de la sinagoga, como los salmos, se llevan la mayor parte de las traducciones. Los manuscritos descubiertos a finales del siglo xix en Ben Ezra Genizah, en el antiguo El Cairo, ahora están almace­nados en su mayoría en la biblioteca de la universidad de Cambridge, y comprenden varios miles de fragmentos de traducciones árabes de la Bi­blia, la mayoría de los cuales fueron escritos con caracteres hebreos En otras bibliotecas del mundo también se encuentran otras varias versiones judeo­árabes de la Biblia, sean estas rabanitas o caraítas. De nuevo, sólo una fracción de estos testimonios textuales se ha investigado a la fecha.

Con base en los materiales existentes, es posible que ya para los siglos viii y ix, haya existido una variedad de escuelas de traducción oral de la Biblia al árabe entre las diversas comunidades que no eran musulmanas, pero que formaban parte del rico tapiz étnico y religioso del mundo medie­val de lengua árabe. Estas tradiciones diferían entre sí de muchas otras maneras. Además de libros de la Biblia completamente conservados (lo que de hecho fue un fenómeno tardío), han llegado hasta nosotros miles de fragmentos de manuscritos y códices que contienen porciones de estas tra­

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ducciones y comentarios. Revelan muchas variedades de estilo, de vocabu­lario, de caligrafía y de ideologías —que van desde las versiones literales vinculadas al texto fuente en hebreo­arameo, griego o sirio, hasta versiones no literales doctrinalmente inspiradas que se orientan hacia los valores cul­turales de un público totalmente arabizado—. También pueden encontrar­se extractos de las distintas versiones en otras formas literarias, de manera específica en los géneros litúrgicos, como leccionarios y apologías, que cir­culaban entre diversas comunidades.

Más aún, las diferentes versiones eran bastante mudables y confluyen dentro y fuera de los límites de religión, iglesia o geografía. Por ejemplo, las traducciones de Saʿadya, originalmente realiza das para un público judío, pueden ser encontradas en manuscritos de procedencia cristiana y samarita­na, y también en adaptaciones siriacas y coptas de esta traducción de la Torá. Muchas de las versiones del Pentateuco provenientes del este de Siria fue­ron utilizadas con posterioridad entre los cristianos de lengua árabe de Espa­ña (los mozárabes), y la versión caraíta de Yeshuʿah ben Yehudah, erudito activo durante la Jerusalén del siglo xi, aparece transcrita al samaritano en manuscritos de Samaria. La revisión secundaria y la adaptación de las versio­nes respectivas es otro fenómeno corriente que debe ser tomado en conside­ración.

Estudios recientes sobre cuerpos claramente definidos de traducciones bíblicas, como por ejemplo los de Hikmat Kashouh,2 de traducciones cris­tianas de los Evangelios, y de Ronny Vollandt, de las traducciones cristia­nas del Pentateuco, han demostrado que “es muy probable que cualquier manuscrito de una colección de libros de la Biblia en árabe sea una amalga­ma de diversas partes, cada una con su propia historia textual”.3 La sola cantidad de materiales que se encuentran dispersos en las bibliotecas del mundo, las diferentes escuelas de traducción, las distintas versiones, mu­chas de las cuales sufrieron modificaciones sustanciales conforme viajaban por el tiempo y el espacio, así como las las numerosas amalgamas de traduc­ción, hacen de este campo de investigación un territorio desconocido, en el

2 H. Kashouh, The Arabic Versions of the Gospels: The Manuscripts and their Families, Berlín, De Gruyter, 2011.

3 R. Vollandt, Arabic Versions of the Pentateuch: A Comparative Study of Jewish, Christian, and Muslim Sources, Leiden, Brill, 2015.

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cual se despejan nuevas parcelas no sólo en términos de los datos que de­ben ser procesados sino también de las implicaciones interreligiosas e in­terculturales.

Lo que se sabe acerca de la historia de las traducciones bíblicas entre las diversas comunidades fuera del Islam tiene repercusiones inmediatas para el estudio de la recepción por parte de los musulmanes, campo de investi­gación que en muchos aspectos se encuentra todavía en la infancia. Esto vuelve a demostrar cuán importante es estudiar en su conjunto los materia­les que se originan dentro de los diversos grupos y denominaciones. Antes que nada, es evidente que sólo las traducciones cristianas tempranas pue­den haber servido como fuente para los eruditos musulmanes de los siglos iii y iv de la era islámica (esto es, los siglos ix y x de la era cristiana). Es más, resultan impresionantes los paralelismos entre algunas traducciones cristia­nas tempranas de la Biblia y pasajes bíblicos presentados por Ibn al­Layth, Ibn Rabban y Ibn Qutayba. A pesar de que sus fuentes respectivas todavía no están identificadas con detalle, estos tres autores claramente estaban abrevando en traducciones de procedencia sirio­cristiana. En algunos ca­sos, las citas musulmanas incluso proporcionan ante quem para escuelas de traducción que no pertenecen al Islam y que de otra manera no podrían fecharse con precisión. Específicamente, esto se aplica a obras historiográ­ficas en las cuales autores como Ibn Qutayba y al­Yaʿqūbī citan de forma extensa grupos claramente definidos de libros bíblicos, como el Pentateuco o los Evangelios.

La situación se hace más compleja con respecto a diversas listas de pre­dicciones bíblicas que supuestamente preanuncian al profeta Mahoma, las cuales consisten en citas tomadas de una amplia variedad de libros de la Biblia. Como ya se dijo, ninguna de las traducciones examinadas compren­de la totalidad de la Biblia. De acuerdo con esto, al comparar las citas bíbli­cas en la obra de los autores musulmanes con traducciones relevantes producidas desde fuera del Islam, en cada libro o grupo de libros se debe proceder por separado. Por ejemplo, Ibn Qutayba cita en las Señales de la Profecía el Pentateuco (Génesis y Deuteronomio), los Profetas (Habacuc, Isaías y Ezequiel), los Salmos y el Nuevo Testamento (Juan y Mateo) —gru­pos de libros que originalmente fueron traducidos y transmitidos por se­parado—. Por ejemplo, el origen de sus pasajes del Pentateuco puede

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rastrearse hasta escuelas de traducción cristianas bien conocidas, mientras que la situación es menos clara para pasajes bíblicos tomados de otros libros de la Biblia. Con respecto al Pentateuco, también vale la pena notar que Ibn Qutayba, en las Señales de la Profecía, abreva de una escuela de traduc­ción diferente de la que utiliza en su obra historiográfica ya mencionada, el Libro de la Sabiduría —otra indicación de que los eruditos musulmanes de la época dependían en gran medida de fuentes secundarias.

Puede darse por sentado que los autores musulmanes recopilaban sus materiales —directa o más a menudo indirectamente— a partir de una va­riedad de fuentes, mientras compilaban sus listas de anuncios bíblicos del profeta Mahoma. Esto también queda confirmado por aquellos casos en los que un autor esgrime el mismo pasaje bíblico más de una vez, siempre con variaciones. En la mayoría de los casos, queda claro que el autor no se daba cuenta de que estaba utilizando diferentes traducciones del mismo pasaje bíblico. Por ejemplo, el chiita Zaydī imām al­Muwaf­faq bi­llāh (m. 1029), en el transcurrir de su extensa lista de demostraciones tomadas de la Biblia, cita dos pasajes prácticamente idénticos tomados del Salmo 149, cada uno de los cuales refleja diferentes escuelas de traducción. Esta repetición pre­sumiblemente no intencionada —así como la ubicación asistemática de la primera cita del Salmo 149— indica que el autor entresacó sus materia­les de fuentes diferentes. Además, el fenómeno corriente de mezclar pasa jes bíblicos y pseudobíblicos en esta clase de listas sugiere que los autores musulmanes consultaban fuentes secundarias y no el texto original de la Biblia. Otra indicación de que la mayoría de los autores musulmanes, si no es que todos, tomaba sus materiales de fuentes secundarias, esto es, de listas similares de la literatura islámica anterior, podría ser que la mayoría de los autores aducían como prueba lo que a grandes rasgos es el mismo texto.

3. En consecuencia, el escenario más plausible para explicar cómo estos autores musulmanes tuvieron acceso a materiales relevantes mientras com­pilaban sus listas de “anuncios” bíblicos es la recepción secundaria o indi­recta. Al parecer, desde una etapa muy temprana circularon listas de pasajes bíblicos que se creía preanunciaban la designación de Mahoma como el mensajero de Dios. Tales listas las consultaban tanto los conversos como los estudiosos de origen musulmán, como sugiere la sorprendente

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similitud entre ellas. La compilación de listas de pasajes bíblicos relevantes tiene una larga tradición: era práctica común entre los primeros exégetas judíos, que coleccionaban pasajes bíblicos que decían que Israel era el pue­blo escogido, a la vez que omitían aquellos que subrayaban la universalidad de la voluntad salvífica de Dios, y también lo fue (y sigue siendo) un recur­so popular entre los autores cristianos al identificar pasajes mesiánicos de la Biblia hebrea que se supone predicen el advenimiento de Cristo Jesús. Las intersecciones entre pasajes de valor probatorio esgrimidos por cristianos y musulmanes son numerosas; esto sugiere que la costumbre de los cristia­nos fue copiada por los autores musulmanes, quienes incluso pudieron ha­ber utilizado como materia prima listas cristianas anteriores.

Observaciones similares valen con respecto al esfuerzo de los musulma­nes para demostrar que la abrogación de la Biblia hebrea es un hecho —un tema repetido en sus debates reales o literarios con interlocutores judíos—. Los autores musulmanes pueden haber recogido argumentos y pasajes bí­blicos relevantes de discusiones paralelas entre cristianos, como sugiere la similitud entre listas pertinentes de las literaturas cristiana y musulmana. Además, eruditos judíos discutieron la posibilidad teórica de la abrogación sobre bases racionales y escriturales (como la presenta Saʿadya Gaon en su Libro de creencias y opiniones). Los argumentos de quienes proponen estos diversos puntos de vista encuentran eco en la literatura musulmana del Medievo, lo cual indica que los eruditos musulmanes tomaban muy en cuenta esta discusión entre judíos, así como los argumentos de la razón y de la escritura que blandían sus respectivos promotores.

***A lo largo de los siglos, podemos observar diversas maneras en que la litera­tura musulmana lidiaba con “la Biblia” en general —con libros canónicos y no canónicos así como con leyendas pseudobíblicas que habían cobrado forma en el Islam—. Como ya se ha observado con respecto a la actitud ambivalente hacia escrituras reveladas anteriores, como se observa tanto en el Corán como en la Sunna, estas tendencias —muchas de las cuales perdu­ran hoy en día— a menudo son contradictorias.

Durante cientos de años y hasta nuestros días, hay notable continuidad en los motivos y líneas de argumentación que se esgrimen en estas polémi­

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cas. Esta continuidad queda reflejada, primero, en el repertorio de pasajes bíblicos que supuestamente anuncian a Mahoma como profeta. Como ya vimos, la mayor parte de los autores musulmanes rebuscaron entre la obra de sus predecesores en busca de pasajes relevantes, y en muchos casos las líneas de transmisión de las listas respectivas pueden determinarse con exactitud. Por lo tanto, el canon de citas bíblicas esgrimidas por los autores musulmanes manifiesta un grado notable de consistencia a lo largo de los siglos, lo cual es cierto hasta nuestros días. A lo largo de las últimas décadas han sido publicados, en forma impresa o en internet, escritos musulmanes de carácter polémico, lo cual aboga a favor de la popularidad incesante de este género, en cuyas publicaciones sigue siendo ingrediente socorrido el conjunto manido de pasajes bíblicos.

En ocasiones nos topamos con casos en los cuales el canon establecido de pasajes bíblicos se ha expandido. Un ejemplo interesante es el Génesis 49, 10­12, que contiene el famoso oráculo de Shiloh (Génesis 49, 10). El pasaje se inserta dentro del “testamento de Jacob” para sus hijos; los versículos se refieren en específico a Judá. De acuerdo con la manera judía de compren­derlos, apoyan la posición de que siempre habrá un dirigente tomado de entre la descendencia de Judá, hasta la venida del Mesías. El sabio musul­mán Abū l­Rayḥān al­Bīrūnī (m. ca. 1050­1051) también cita Génesis 49, 10 en este sentido, en su Cronología de las antiguas naciones. Un contemporáneo suyo, el erudito andalusi Ibn Ḥazm (m. 1064), ahonda en la profundidad del versículo en su Libro de decisiones sobre religiones, sectas y herejías, mientras da cuenta de la discusión que sostuvo con el judío Ibn al­Naghrīla. Ibn Ḥazm se concentra principalmente en refutar las afirmaciones judías que se basan en este versículo, según las cuales la autoridad de la diáspora judía recaía sobre el exilarca. De forma corriente, los autores cristianos también esgri­mían este versículo contra los judíos, tanto en el mundo de lengua árabe como en la Europa medieval. También formó parte del debate que sostu­vieron el califa al­Mahdī y el patriarca Timoteo I (que se asume ocurrió en las últimas décadas del siglo viii), quien aplicó el versículo Génesis 49, 10 como argumento para sustentar la afirmación de que, después de la venida de Jesús, había dejado de haber profetas. En el siglo xii, un renombrado judío convertido al Islam, Samawʾal al­Maghribī, también citó Génesis 49, 10, esta vez como argumento cristiano para forzar a los judíos a aceptar a

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Jesús como profeta; esto lo hizo en Acallar a los judíos, un tratado polemi­zante. Por otro lado, en el siglo xiv el autor hanbalita Sulaymān b. ʿAbd al­ Qawī al­Ṭūfī al­Ḥanbalī, en Defensas de los musulmanes contra las dudas de los cristianos, rechaza la argumentación presentada por sus interlocutores cris­tianos, también con base en este pasaje. En cambio, durante la segunda mitad del siglo xii, al­Ḥasan b. Muḥammad al­Raṣṣāṣ, el principal teólogo entre los zaidís del Yemen, blandió esta cita de la escritura para sostener la condición de Mahoma como profeta. Queda claro que se trató del primer erudito musulmán en aducir Génesis 49, 10­12 como profecía de Mahoma. Aunque no está claro qué fuentes estaban a su disposición, todo indica que se trataba de fuentes secundarias que no eran la Biblia. En siglos posterio­res y hasta nuestros días, Génesis 49, 10­12 forman parte del repertorio es­tándar de pasajes bíblicos que dan testimonio de la autenticidad de Mahoma como profeta.

Otra importante tendencia observable a lo largo de los siglos es la manera en que factores externos a la tradición islámica han tenido efecto decisivo sobre cómo los eruditos musulmanes perciben la Biblia. Las discusiones intelectuales pertinentes que se produjeron en círculos judíos y cristianos influyeron de forma inmediata las aproximaciones musulmanas a la Biblia. El debate entre judíos acerca de la abrogación de mandatos bíblicos tuvo repercusión sobre la discusión musulmana acerca del sobreseimiento de la Biblia, como ya se mencionó. Otro ejemplo concierne a los textos polémicos escritos por los eruditos otomanos de los siglos xvi y xvii. A diferencia de los primeros polemistas musulmanes, los autores otomanos abrevaban en diver­sas obras judías de carácter exegético y teológico (junto con citas tomadas de la Biblia), incluyendo comentarios al Pentateuco escritos por Abraham Ibn Ezra (m. 1167), uno de los autores más estimados por los lectores judíos en el Imperio Otomano durante el siglo xvi, y Moche Ben Nahman (Nahmáni­des, m. 1270), obras que pertenecieron al canon literario de los judíos sefar­ditas que huyeron al Imperio Otomano después de concluir la Reconquista de España en 1492, a la cual siguió en el mismo año el Decreto de la Alham­bra. Cuando la imprenta hebrea fue introducida en Estambul en 1504, estas obras se hicieron fácilmente asequibles en forma impresa en la capital oto­mana; no obstante, queda por esclarecer la manera en que los autores mu­sulmanes lograban acceder a ellas, pues estaban compuestas en hebreo.

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Hay otro ejemplo notable. Se trata del Evangelio según San Bernabé, evangelio pseudoepigráfico de origen incierto que suele datarse alrededor del año 1600. El texto, del cual existen dos manuscritos —uno italiano de principios del siglo xvii con glosas marginales en árabe, y otro español del siglo xviii—, contiene un detallado relato de la vida y la ascensión de Jesús que concuerda más con la perspectiva islámica que con la cristiana; asimis­mo, hace referencia explícita a la venida de Mahoma. Fue a finales del siglo xix cuando los musulmanes cobraron conciencia del Evangelio según Ber­nabé. Instigada por el reformador musulmán Muḥammad Rashīd Riḍā (m. 1935), quien consideraba que el Evangelio según Bernabé se encontraba más cerca del original que los cuatro Evangelios canónicos, en 1908 se pu­blicó en El Cairo una traducción al árabe. Esta publicación lanzó el Evan­gelio según Bernabé al centro de la polémica de los musulmanes contra los cristianos, lo cual a su vez acicateó a los cristianos para que presentaran pruebas de su carácter espurio. El acalorado debate continúa hasta nuestros días, como queda de manifiesto con solo dar un vistazo en internet.

Otra tendencia más que puede encontrase en las polémicas del Islam es la creciente reserva contra el uso de materiales de procedencia judía o cris­tiana. Antes que nada, esto concernía a leyendas y tradiciones judías que se encontraban fuera del canon, originadas por los primeros conversos judíos al Islam, y que alcanzaron prominencia en la literatura musulmana durante el primer siglo del Islam. La actitud cada vez más ambigua de la tradición musulmana con respecto a los materiales fuera de la Escritura (que además estaban muy islamizados) se hace evidente en la clasificación de estas tra­diciones bajo el rubro Isrāʾiliyyāt, un término connotadamente negativo, que ya se encuentra desde comienzos del siglo x y que para el siglo xiv se utilizaba ampliamente, con el fin de marginar y rechazar materiales objeta­bles como algo judío y, por lo tanto, problemático. Entre los destacados representantes de esta tendencia durante el Medievo islámico se encontra­ban Ibn al­Jawzī en el siglo xii e Ibn Taymiyya y su discípulo Ibn Qayyim al­Jawziyya en el siglo xiii —todos éstos apoyaron con vehemencia la se­gregación sistemática de los materiales entre los Isrāʾīliyyāt y lo “verdade­ramente” musulmán—. Durante los siglos siguientes, los Isrāʾīliyyāt quedaron cada vez más sujetos a ser expurgados, y esta tendencia se acele­ró conforme aparecieron los desarrollos sociopolíticos de los siglos xix y xx

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y se sigue acelerando en el presente— con certeza es posible afirmar que en la literatura exegética moderna hay una purga sistemática de todo rastro de Isrāʾīliyyāt. Más aún, durante el siglo xx se puede observar en el mundo árabe el incremento en el número de publicaciones que hacen referencia a una conspiración Isrāʾīliyyāt” y las maneras “científicas” para librarse de ella, en combinación con esfuerzos para fabricar vínculos entre el sionismo moderno y los primeros conversos judíos, de tiempos del profeta Mahoma, que fueron los principales transmisores de leyendas y tradiciones judías. Un hito en este desarrollo fue el artículo que en 1946 publicó Maḥmūd Abū Rayya (m. 1970),4 discípulo favorito de Rashīd Riḍā, uno de los juristas y eruditos más prominentes del siglo xx, quien también sirvió como instru­mento para que el Evangelio de San Bernabé fuera publicado en traduc­ción al árabe. El artículo de Abū Rayya lleva por título: Kaʿb al-Aḥbār, el primer sionista (hace referencia a Kaʿb al­Aḥbār, converso judío del siglo xii que fue una autoridad en tradiciones judías). Paralelamente a esta tenden­cia, cada vez con mayor frecuencia la Biblia quedó excluida del canon de fuentes autorizadas, y un número siempre creciente de autores musulma­nes alegó a favor de prohibir por completo que el texto bíblico fuera leído o citado.

Una tendencia semejante puede advertirse en la discusión musulmana acerca de la “alteración” de las Escrituras tempranas, llevada a cabo por judíos y musulmanes. Es obvio que el cargo de alterar las Escrituras tem­pranas entra en conflicto con la afirmación de que la Biblia preanuncia al profeta Mahoma —afirmación que presupone la integridad del texto bíbli­co—. No obstante, ambos conceptos fueron utilizados con regularidad por autores musulmanes en sus polémicas contra el judaísmo y el cristianismo. Para aligerar esta contradicción patente, se formularon distintas posturas en cuanto a la forma y el grado de la supuesta distorsión. Mientras que algunos autores musulmanes sostenían que cristianos y judíos habían modificado los Evangelios de forma deliberada, otros decían que sus interpretaciones necesitaban ser rectificadas, pero que el texto en sí seguía siendo intacha­ble. De forma característica, los postulantes de la primera opinión —que el

4 Maḥmūd Abū Rayya, “Kaʿb al­Aḥbār, huwa al­ṣahyūnī al­awwal”, al-Risāla: Revue Hebdo-madaire Litteraire, Scientifique et Artistique, 14, 1946, pp. 360­363.

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texto de la Biblia no es auténtico— señalan: 1) el gran número de traduc­ciones de la Biblia a multitud de lenguas; 2) las diferencias sustanciales que a veces aparecen en estas traducciones, lo cual recoge la espinosa cuestión de la “multiplicidad de las Escrituras”, que ciertamente produjo escozor en las “Gentes del Libro” preocupadas por la exactitud y la precisión del texto bíblico; 3) las diferencias sustanciales que se pueden apreciar en historias que aparecen tanto en la Biblia como en el Corán, caso en que, de manera invariable, la versión coránica sirve de vara para medir la distorsión del tex­to bíblico (el supuesto subyacente es que el Corán contiene en su versión original las palabras reveladas a los primeros profetas); 4) las contradiccio­nes sustanciales que aparecen a lo largo de la Biblia, como variaciones en los relatos evangélicos acerca de los hechos de la vida de Jesús —lugar co­mún que vuelve a hacer eco de la sólida tradición cristiana de las concor­dancias del Evangelio (por ejemplo, el Diatessaron, obra de Taciano, procedente del siglo ii, que no por estar extraviada tiene menos renombre). Además, en el Nuevo Testamento hay afirmaciones doctrinales que son incompatibles con las nociones teológicas del Islam; de manera invariable, éstas siempre se clasifican como interpolaciones posteriores, como sucede, por ejemplo, con el concepto de Cristo como Hijo de Dios, afirmación que contradice las nociones musulmanas acerca de la unicidad de Dios y de la función de Jesús como un mensajero más en una larga línea que concluye con Mahoma. A lo largo de los siglos, encontramos que los autores musul­manes en repetidas ocasiones trataron de “restaurar” las versiones literarias auténticas de ciertos libros de la Biblia, a saber, los Salmos de David o los Evangelios —con base en la idea de la identidad de contenidos entre el Corán y las revelaciones anteriores.

Hasta el siglo xix, estuvieron en pie al mismo tiempo dos nociones de falsificación —la falsificación del texto bíblico en sí y la de su interpreta­ción—. Para mediados del siglo xix, la opinión más radical —que el texto bíblico mismo había sido distorsionado— había llegado a tener primacía. Esto fue uno de los principales resultados del éxito colosal de un libro titu­lado Demostración de la verdad, obra del erudito indio Mawlānā Raḥmat Allāh Kayrānawī “al­Hindī” (m. 1891), que se convirtió en bestseller desde que apareció en árabe por primera vez en 1867, y que a partir de entonces ha sido traducido a numerosas lenguas. Dicha obra fue compuesta para re­

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plicar a La balanza de la verdad, obra polémica de un autor alemán, el misio­nero protestante Karl Gottlieb Pfander (1803­1865), que hace eco de las aproximaciones críticas con que los estudiosos europeos del siglo xix se acercaban al texto de la Biblia —al­Hindī claramente estaba consciente de la pertinencia de esta discusión mientras escribía su Demostración—. La importancia de la obra de al­Hindī en el discurso con que los musulmanes polemizan contra el cristianismo en el presente difícilmente puede ser exa­gerada. Baste mencionar en este momento el efecto que tuvo sobre Ahmad Hoosan Deedat (1918­2005), popular polemista de origen sudafricano, quien escribió prolíficamente en contra de la integridad de la Biblia.

Al parecer, en contraste con las tendencias que acabamos de describir, cierta clase de “investigación bíblica musulmana” surgió a partir del siglo xii. De nuevo, sólo una fracción de los materiales relevantes se ha estudia­do, y muchos textos permanecen inéditos, sin haber sido descubiertos entre innumerables colecciones de manuscritos del mundo entero. Este desarro­llo fue el resultado parcial del incremento en la facilidad con que los musul­manes podían acceder a los libros de la Biblia, por medio de la proliferación de copias de manuscritos y, desde el siglo xvi, de versiones impresas. Por ejemplo, en Las mejores noticias tocantes a lo mejor de la humanidad, Muḥammad b. Ẓafar al­Makki as­Ṣiqillī (Ibn Ẓafar), quien murió en 1170, examina en detalle las predicciones preislámicas sobre el profeta Mahoma, dedicando el primer capítulo de su obra a la Biblia en específico. A diferen­cia de eruditos musulmanes anteriores, Ibn Ẓafar limita el examen a una selección relativamente pequeña de pasajes; sin embargo, para cada uno cita cuatro o cinco traducciones diferentes —identificándolas con gran pre­cisión— y las analiza a fondo. Este enfoque sistemático, junto con la preci­sa identificación de las traducciones respectivas, sugiere que estaba en posibilidad de consultar directamente diversas traducciones de la Biblia. Entre los autores musulmanes surgió un interés adicional por la Biblia a partir del florecimiento sin precedentes que conoció la literatura copto­árabe durante los siglos xiii y xiv, durante la llamada “Edad dorada de la literatura copta en árabe”. Este cuerpo consta de numerosas obras apologé­ticas realizadas por autores coptos, que a su vez sirvieron de acicate para que los musulmanes redactaran contra refutaciones contra el cristianismo. El erudito egipcio Ṣāliḥ b. al­Ḥusayn al­Jaʿfarī (m. 1270) compuso un análi­

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sis detallado de todos los pasajes bíblicos que sustentan su posición acerca de la manipulación de las Escrituras por parte de las “Gentes del Libro”, Vergüenza de aquellos que han corrompido la Torá y el Evangelio. Fuera de duda, el testimonio más impre sionante de la erudición bíblica de los musulmanes de la época se encuentra en la obra crítica de Najm al­Dīn al­Tūfī’s (m. 1316), el Comentario a los cuatro Evangelios, el Pentateuco y otros libros de los profetas; por otro lado, un contemporáneo suyo, ʿAlā al­Dīn ʿAlī b. Muḥammad al­Bājī (m. 1315), escribió una comentario en tono de polémica sobre el Pentateuco. En su obra, el autor examina cada libro del Pentateuco, a menudo versículo por versículo, e identifica las contradicciones y otros posibles indicios de alteración del texto bíblico a manos de los judíos. De nuevo, tanto al­Bājī como al­Tūfī identifican con precisión cuál traducción al árabe de la Biblia estaban usando.

Otro caso destacado de eruditos árabes que de forma sistemática reca­ban en la Biblia materiales para interpretar los motivos bíblicos contenidos en el Corán es el de Ibrāhīm b. ʿ Umar al­Biqāʿī, estudioso del siglo xv acti­vo en Damasco y El Cairo, autor de la obra exegética Collar de perlas de la concordancia de los versículos del Corán y sus capítulos. Como sucedió con los musulmanes en los primeros siglos del Islam, al­ Biqāʿī reconoce la integri­dad del texto bíblico, el cual, desde su punto de vista, puede y debe ser usado como fuente válida de conocimiento; en consecuencia, cita amplia­mente casi todas las partes de la Biblia para dilucidar las alusiones coránicas relevantes. Al­Biqāʿī’, al utilizar la Biblia ampliamente, detonó una feroz controversia entre las élites intelectuales de El Cairo —mientras algunos apoyaban este proceder, hubo quienes criticaron acremente a al­Biqāʿī—. Por ejemplo, uno de sus adversarios en El Cairo fue el erudito Muḥammad b. ʿAbd al­Raḥmān al­Sakhāwī (m. 1492), autor de Las verdaderas razones para prohibir las citas de la Torá y de los Evangelios, obra en la que ataca a al­Biqāʿī. Si bien la obra de al­Sakhāwī’ lamentablemente no ha llegado hasta nosotros, subsiste la defensa de al­Biqāʾī’, Justas palabras acerca de la validez de citar los libros antiguos. Con el paso del tiempo, al­Biqāʿī fue derrotado y humillado públicamente y, como resultado, debió retirarse de la vida públi­ca de El Cairo. Como quiera que haya sido, su exégesis del Corán sigue siendo ampliamente consultada, como lo revela el hecho de que en la ac­tualidad existen dos ediciones impresas de esta obra en varios volúmenes.

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percepción y recepción de la biblia entre los musulmanes

En el siglo xix también hay ejemplos de investigaciones musulmanas sobre la Biblia: The Mohamedan Commentary on the Holy Bible, comentario bíblico en inglés, obra del erudito indio Aligarh, Sayyid Aḥmad Khān (1817­1898), fundador de las Escuelas Orientales Anglo­Mahométicas, quien supone la integridad del texto de la Biblia histórica.

***A manera de conclusión, permítaseme añadir a este cuadro tan ambivalen­te y parcialmente contradictorio algunas observaciones adicionales sobre los retos que afrontan en el presente los estudiosos de la Biblia en árabe, entre los cuales me cuento.

La mayoría de los materiales existentes todavía están por explorarse con erudición y casi todos se conservan únicamente en forma manuscrita —y los manuscritos están dispersos en bibliotecas por todo el mundo—. Algu­nos están bajo amenaza inminente, aquellos albergados en las bibliotecas de los numerosos monasterios de Irak y Siria, y a otros se puede acceder únicamente con gran dificultad, como sucede con importantes colecciones de materiales de procedencia judía que se encuentran en Rusia.

Aunque la dificultad para acceder a los materiales manuscritos relevan­tes es un problema, los límites entre las disciplinas académicas estableci­das, estudios sobre el cristianismo oriental, estudios judaicos, estudios samaritanos, estudios islámicos y estudios bíblicos, también oponen seve­ros impedimentos a la investigación. Es evidente que el campo es inheren­temente multidisciplinario y eso levanta obstáculos. Sólo es posible llegar a resultados significativos cuando se toman en consideración las fuentes lite­rarias de todas las tradiciones religiosas relevantes, lo cual espero haya que­dado claro después de esta exposición. Innumerables son las traducciones, los comentarios y las adaptaciones de la Biblia que se han producido y cir­culado entre cristianos, judíos y musulmanes, y todos están ligados estre­chamente entre sí, por lo cual, si nos limitáramos a la producción literaria de una sola comunidad religiosa, nuestros resultados serían insatisfactorios.

Las políticas nacionales de financiamiento también pueden poner esco­llos, como lo pude experimentar en carne propia cuando me cambié a Prin­ceton. La Fundación Alemana para la Investigación, que financia un proyecto en colaboración que durará cinco años, “Biblia arabica: la Biblia en

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árabe entre judíos, cristianos y musulmanes” no me considera elegible para codirigir el proyecto junto con mis colegas de la Universidad de Tel Aviv, con quienes originalmente diseñé el proyecto.

En contra de los estudios de la Biblia en árabe hay un obstáculo más que desde mi punto de vista es más difícil de superar. Como resultado de la actitud ambivalente de la tradición islámica hacia las dos religiones mo­noteístas que la preceden y hacia sus Escrituras, así como de la inflexible aversión entre numerosos musulmanes contemporáneos a considerar su propia tradición como algo históricamente arraigado en el ambiente religio­so­cultural de la Antigüedad tardía, las investigaciones acerca de la recep­ción de la Biblia entre los musulmanes siempre corren el riesgo de provocar una reacción hostil. Sin importar cuán inaceptable pueda parecer esto des­de el punto de vista académico; los límites entre, por una parte, los escritos polemizantes cristianos (y en ocasiones también judíos) que buscan des­acreditar al Islam y, por otra, las investigaciones académicas que buscan descubrir elementos judíos y cristianos en el Corán y la tradición islámica temprana son fluidos y esto es así no sólo a los ojos de los fieles musulma­nes. Por supuesto que esto no puede ni debe impedir el progreso de las investigaciones académicas; no obstante, debe tomarse en consideración, sobre todo porque la polémica interreligiosa está en ebullición y no ha per­dido atractivo ni relevancia.

La única manera de responder a estos retos es con investigaciones sóli­das, robustas y colaborativas que sean visibles mucho más allá de los lími­tes de la academia. Me es muy grato concluir agradeciendo a mis colegas y colaboradores internacionales, con quienes he compartido el placer de tra­bajar en este importante campo de estudio; agradezco también a los patro­cinadores, los organismos financiadores, los editores y otros. Gracias a ellos, en nuestros días la Biblia en árabe es un campo de investigación firmemen­te establecido en el panorama académico internacional.

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Dossier

¿En qué momento la Bibliase tradujo al árabe?*

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El estudio de la Biblia en árabe está en pañales. Existen cientos de ma­nuscritos que contienen partes de la Biblia en traducciones al árabe,

producidas por judíos y cristianos en los primeros tiempos del Islam, ya bien entrada la Edad Media en Occidente. Desafortunadamente, ha esca­seado el interés de los estudiosos de la Biblia, pues la mayor parte opinan que las versiones en árabe son demasiado tardías como para merecer la atención de aquellos que se interesan en la historia del texto de la Biblia hebrea o del Nuevo Testamento griego. Incluso se dice que un estudioso del siglo xix llegó a decir: “Hay más versiones en árabe de los Evangelios de las que pueden recibir los teólogos, apremiados como lo están por otras tareas urgentes”.1 Felizmente, este desinterés por parte de los estudiosos se ha comenzado a desvanecer en tiempos recientes, si no entre los teólo­gos, por lo menos entre aquellos interesados en el árabe judaico y el llama­do “árabe cristiano”, las etapas del árabe medio que aparecen textualmente en la época islámica temprana, la cual ha sido tan eficazmente estudiada por Joshua Blau y sus colegas a partir de la década de 1960.2 En los cin­cuenta años subsecuentes, numerosos eruditos han publicado detallados

*Traducción del inglés de Mauricio Sanders. El título original de este texto es “When Did the Bible Become an Arabic Scripture?”, aparecido en Intellectual History of the Islamicate World (2013), pp. 7­23.

1 P.A. de Lagarde, Die vier Evangelien arabisch, Leipzig, Brockhaus, 1864, p. iii, parafraseado en B.M. Metzger, The Early Versions of the New Testament: Their Origin, Transmission, and Limita-tions, Oxford, Clarendon Press, 1977, p. 260.

2 Viene a la mente en particular J. Blau, The Emergence and Linguistic Background of Judaeo-Arabic: A Study in the Origins of Middle Arabic, Oxford, Oxford University Press, 1965, y A Grammar of Christian Arabic, Based Mainly on South-Palestinian Texts from the First Millennium, Lovaina, Pee­ters, 1966­1967.

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estudios de los textos de traducciones árabes de diversos libros de la Biblia, no solamente de aquellos que son canónicos sino también de varias obras apócrifas y pseudo­epígráficas.3 Con estos logros como telón de fondo, en el presente ensayo quisiera llamar la atención acerca de una gama más amplia de áreas de interés relacionadas, que rebasan lo estrictamente filológico y podrían considerarse como el horizonte histórico en el cual el estudio de la Biblia en árabe adquiere relevancia inmediata.

En el horizonte histórico de los orígenes y el primer florecimiento del Is­lam, hay extensas áreas de interés para el historiador del judaísmo y del cris­tianismo, en particular las siguientes: la circulación de la Biblia en lengua árabe en tiempos anteriores al Islam y al Corán; las primeras traducciones escritas en árabe de libros de la Biblia, producidas por judíos y cristianos que apenas habían aprendido el árabe tras el surgimiento del Islam y, por últi­mo, el uso de la Biblia en árabe entre judíos, cristianos y musulmanes en el mundo islámico en tiempos de los abásidas.

A diferencia del historiador del Islam que observa la historia pre­islámi­ca desde las alturas del Islam mismo, quien estudia a judíos y cristianos y sus Escrituras en la Antigüedad tardía sigue su progreso dentro del am­biente arábigo desde antes del primer tercio del siglo vii, esto es, desde antes de que apareciera el Corán en árabe y hubiera surgido el Islam. A principios del siglo vii, busca evidencias tempranas de judíos y cristianos ya arabizados, primero en la periferia de Arabia central, donde encuentra abundantes rastros de su presencia en el corazón de la península,4 para por último ir a buscarlas al Ḥiŷāz, en los alrededores de La Meca y Medina. Sin embargo, ahí las evidencias son escasas, salvo por el Corán en árabe (si es que todavía se puede pensar que el Ḥiŷāz del siglo vii es su cuna), la llama­da “Constitución de Medina” y algunas referencias conservadas en las pri­meras colecciones musulmanas del ḥadīth. El asunto exige cuidadosas consideraciones hermenéuticas, especialmente en cuanto a la presencia

3 A.C. McCollum y R. Vollandt están compilando una bibliografía exhaustiva de la Biblia en árabe que es de inmensa utilidad The Bible in Arabic: An Annotated Bibliography, que será publicada en la serie “Biblia Arabica: Texts and Studies”, Leiden, Brill.

4 Con referencia a esto véase T. Hainthaler, “Christliche Araber vor dem Islam”, en J. Beau­camp, F. Briquel­Chatonnet y J. Robin (eds.), Juifs et chrétiens en Arabie aux v e et vi e siècles: Regards croisés sur les sources, París, Association des Amis du Centre d’Histoire et Civilisation de Byzance, 2010.

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cristiana en la Arabia pre­islámica. Puesto que nuestro interés radica en la Biblia en árabe, primero vamos a ver cómo estaba presente entre judíos y cristianos de lengua árabe antes del surgimiento del Islam.

LA BIBLIA EN LA ARABIA PRE­ISLáMICA

Incluso para un lector novato bastará una ojeada al Corán en árabe para convencerse de que la Escritura musulmana presupone que su público tie­ne muy presentes las narrativas bíblicas y sus dramatis personae, tanto de la Biblia hebrea como del Nuevo Testamento cristiano. Lo que es más, en el Corán resuenan numerosos ecos de tradiciones extra­bíblicas, tanto judías como cristianas. Durante ya más de un siglo, los estudiosos modernos han intentado llamar la atención sobre el alto cociente de este rasgo de los con­tenidos de la Escritura islámica. Esto es tan notorio que en la década de 1930 llevó a Louis Massignon a una afirmación algo exagerada: “El Corán es una edición trunca de la Biblia en árabe”.5 Casi un siglo antes, en 1833, al observar la alta incidencia de reminiscencias bíblicas y relatos judíos en el Corán, Abraham Geiger escribió un libro que todavía es importante, Was hat Mohammed aus dem Judenthume aufgenommen.6 Dado este estado de cosas, en aquellos interesados en la Biblia en árabe de inmediato surge esta pre­gunta: ¿Circulaba la Biblia en árabe, completa o en porciones considera­bles, durante el primer tercio del siglo vii de la era cristiana? Para comenzar, debo decir que en mi opinión la respuesta es a la vez “sí” y “no”; sí, la Bi­blia y vastas cantidades de relatos populares judíos y cristianos circulaban de manera oral en árabe en aquella época; pero no, no hay pruebas conclu­yentes que demuestren que hubiera una Biblia escrita en árabe antes del surgimiento del Islam. También en mi opinión, el Corán por sí mismo pro­porciona la mejor evidencia documental a favor de esta respuesta. ¿Cómo?

Parece altamente improbable que el Corán estuviera tan bien versado en la Biblia sin contar en su entorno, e incluso entre su público, con la pre­sencia significativa de judíos y cristianos que hablaran árabe, y es más im­probable todavía que esos judíos y cristianos no hayan estado familiarizados

5 L. Massignon, Les trois prières d’Abraham, París, Éditions du Cerf, 1997, p. 89. 6 A. Geiger, Was hat Mohammed aus dem Judenthume aufgenommen?, Bonn, Baaden, 1833.

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con las narraciones y tradiciones de su propia Escritura vertida al idioma que usaban. ¿Cómo si no explicar razonablemente la Biblia en el Corán? ¿Pero entonces cómo es que tenían una Biblia en árabe? La evidencia dis­ponible parece apuntar hacia la conclusión de que judíos y cristianos arabi­zados escuchaban la versión oral de comentarios e interpretaciones de su Escritura tras la proclamación litúrgica en los idiomas originales, hebreo y arameo para los judíos, griego y arameo para los cristianos. Según la hipóte­sis que aquí se presupone, las copias escritas de estas Escrituras estaban en el idioma canónico y no fueron traducidas al árabe. Estaban en sinagogas, iglesias y monasterios, en posesión de rabinos, sacerdotes y monjes, sin circular ampliamente en el medio de habla árabe.

En vida de Mahoma, el Corán en árabe era un fenómeno oral. No hay pruebas de que haya sido recogido por escrito durante su trayectoria como profeta, con la posible excepción de algunas notas que servían como aides de mémoire, sino hasta después de la muerte de Mahoma, y entonces proba­blemente hasta la segunda mitad del siglo vii, en la forma que ha llegado a ser canónica.7 Según lo señala Beatrice Gruendler, lo sucedido fue que el texto en árabe “estaba libremente disponible en tiempos del Profeta”8 y que por lo menos el pueblo tomaba apuntes en árabe, como afirma Gregor Schoeler. Más aún, en palabras de Schoeler, “Le premier livre de l’Islam et en même temps de la littérature árabe est le Coran”.9 Y, según mi parecer, la aparición de El Corán por escrito fue uno de los factores que impulsó las primeras traducciones escritas de la Biblia en árabe.

A pesar de los esfuerzos de numerosos estudiosos, que han buscado pruebas de la existencia de partes de las Biblias judía y cristiana vertidas por escrito en traducción árabe después del surgimiento del Islam,10 sus

7 Véanse H. Motzki, “The Collection of the Qurʾān: A Reconsideration of Western Views in Light of Recent Methodological Developments”, Der Islam, 87, 2001, pp. 1­34; F. Déroche, La transmission écrite du Coran dans les débuts de l’islam, Leiden, Brill, 2009, y B. Sadeghi y U. Berg­man, “The Codex of a Companion of the Prophet and the Qurʾān of the Prophet”, Arabica, 57, 2010, pp. 343­436.

8 B. Gruendler, “Arabic Script”, en Jane Dammen McAuliffe (ed.), Encyclopaedia of the Qurʾān, vol. 1: A­D, Leiden, Brill, 2001, pp. 135­142.

9 G. Schoeler, Écrire et transmettre dans les débuts de l’Islam, París, Presses Universitaires de France, 2002, p. 26.

10 Uno piensa en particular en la obra de Irfan Shahid, quien de forma sistemática ha investi­gado todas las trazas de una Biblia árabe o de sus partes en las fuentes disponibles. Véase en par­

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argumentos, que a veces toman la forma de extrapolaciones de textos muy posteriores,11 al final se basan en lo que a su parecer debió haber sucedido. Según razonan, judíos y cristianos deseaban contar con la Biblia escrita en árabe. No obstante, a falta de pruebas más concretas, por no mencionar la ausencia de descubrimientos de escritura en árabe anterior al siglo vii, salvo por un puñado de inscripciones y la posibilidad de la escritura para propó­sitos comerciales y como ayuda de memoria, y dado el estado en que de hecho encontramos la Biblia en el Corán, podría presumirse con verosimi­litud que antes del surgimiento del Islam la Escritura de judíos y cristianos circulaba principalmente en árabe en versión oral, como veremos a conti­nuación.

LA BIBLIA EN EL CORáN

Lo curioso es que, al mismo tiempo que está por todo el Corán, ahí la Biblia no se puede encontrar. Prácticamente no hay citas, salvo por el bien conoci­do pasaje de Salmos 37, 29, citado patentemente en Corán 21, 105. “Hemos escrito en los Salmos según este recordatorio (min baʿdi l-dhikr): ‘Mis siervos honestos heredarán la tierra’.” Por lo demás, el autor del Corán obviamente supone que su público está familiarizado con las narraciones bíblicas de patriarcas y profetas. Normalmente, el texto del Corán no vuelve a contar sus historias, sino que las recuerda, las comenta y elabora sobre algunos temas que ahí se encuentran, según convenga al mensaje del Corán. Esta característica de las remembranzas del Corán de narraciones bíblicas, que al parecer de muchos lectores eruditos no musulmanes enreda y equivoca el relato bíblico, ha hecho que declaren que las interpretaciones co ránicas se confunden, están equivocadas y se han corrompido, en comparación con los presuntos originales. No obstante, esta afirmación bastante común tro­pieza con dos dificultades: confunde lo que en esencia es una intertextua­

ticular I. Shahid, Byzantium and the Arabs in the Fourth Century, Washington, D.C., Dumbarton Oaks, 1984, pp. 422­429, esp. p. 449, y Byzantium and the Arabs in the Sixth Century, Washington, D.C., Dumbarton Oaks, 2002, vol. 2, parte 2, p. 295.

11 Véase por ejemplo el argumento presentado por Hikmat Kachouh [Kashouh], “The Arabic Versions of the Gospels and Their Families”, 1­2, tesis doctotoral, University of Birmingham, 2008, y The Arabic Versions of the Gospels: the Manuscripts and their Families, Berlín, de Gruyter, 2012.

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lidad oral12 con la interfaz entre el texto escrito de la Biblia y el del Corán; a la vez que omite tomar en cuenta los fines proféticos perseguidos por el Corán cuando trae a colación las narraciones bíblicas.

Intertextualidad oral

El autor del Corán facilita la clave de lo que está sucediendo cuando el Corán evoca las historias de los profetas y patriarcas de la Biblia; no se trata tanto de citar fuentes e influencias escritas sino de rememorar tradiciones orales, motivos e historias vueltas a contar con un horizonte de significado diferente. Este horizonte de significado diferente, como vamos a ver, es la profetología distintiva del Corán. Determina qué partes de cuáles historias bíblicas, o de la tradición judía o cristiana, van a ser rememoradas y cómo han de ser comprendidas.

Lo primero que se nota en la interfaz del Corán con la Biblia, como ya se dijo, es una suposición tácita ubicua, a saber, que su público está total­mente familiarizado con las historias de los profetas y patriarcas bíblicos, a quienes el Corán se refiere y a cuyas hazañas alude, sin que haya necesidad de presentarlos ni siquiera con la más rudimentaria forma de introducción. El Corán simplemente se presenta como la confirmación de la verdad de Escrituras previas y la salvaguarda de su adecuada comprensión (cf. Corán 5, 44, 46, 48). Se dice que estas Escrituras eran los principales textos litúr­gicos de judíos y cristianos, la Torá, los Evangelios y los Salmos (Corán 5, 46; 4, 163). No obstante, el asunto no concluye aquí, pues mientras que el Corán reconoce a la Torá como Escritura que Dios envió a Moisés (Corán 7, 145), de manera similar presenta los Evangelios como Escritura que Dios envió a Jesús (Corán 5, 46; 57, 27), así como el Corán es Escritura que Dios envió a Mahoma. En este punto resulta evidente que el Corán pretende criticar y corregir lo que considera una postura equivocada de los cristianos con respecto a su propia Escritura principal. Así pues, cuando el Corán re­memora Escrituras anteriores no recuerda meramente, sino que también critica y corrige.

12 Sobre lo anómalo de la expresión, véase W.J. Ong, Orality and Literacy, Londres, Methuen & Co., 1982.

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Con este marco de referencia leemos en el Corán el registro de las pala­bras que Dios dirigió a Mahoma: “Antes que a ti hemos mandado hombres a quienes hemos inspirado, así que pregunta al ‘Pueblo de la memoria’ (ahl al-dhikr) si no lo sabe; [los hemos inspirado] con pruebas claras y con textos (al-zubur) y te hemos enviado el memorial (al-dhikr) para que podamos dejar claro al pueblo qué es lo que les ha sido enviado; quizá lleguen a re­flexionar” (Corán 16, 43­44).

Ciertamente en este y otros pasajes el autor del Corán recomienda re­cordar el mensaje de Escrituras anteriores. Pero lo que más atrae la aten­ción es la frase “Pueblo de la memoria” y la referencia como “memorial” a eso que Dios envió a Mahoma. En el contexto es posible notar el paralelo entre las designaciones “el memorial” (al-dhikr) y “la escritura’” (al-kitāb) en referencia a la Biblia y el Corán, y en este contexto al “Pueblo de la Es­critura­Pueblo del Libro” (ahl al-kitāb) también se le llama “Pueblo de la memoria” y aquello que recuerda o rememora es el trato de Dios con pa­triarcas y profetas, el mismo recuerdo que está consignado en el Corán, una de las razones por las cuales el texto del Corán se refiere a sí mismo como a un “memorial”. Y este “memorial” tiene todas las características de un fe­nómeno patentemente oral, a pesar de que se dice que lo recordado origi­nalmente estaba registrado por escrito. Por supuesto, el Corán recuerda que, si bien sus palabras fueron dictadas a Mahoma por inspiración divina, también es en sí mismo un “libro” (al-kitāb), al igual que las Escrituras previas, que estaban inscritas en textos, rollos y copias, como dice el mismo Corán. Sin embargo, puesto que en sus inicios fue un “libro oral” enviado a Mahoma, es importante tomar nota de que, inevitablemente, cuando el texto del Corán evoca alguna narración bíblica o trae a colación la historia de un patriarca o profeta, exhorta a los oyentes a recordar o rememorar (idhkurū). En numerosas secuencias de ese llamado a la recordación que hace el Corán aparece un término clave después de la primera conmina­ción a hacer memoria, se trata de la sencilla palabra “cuando” (idh), que implica una admonición previa “a recordar”. Con bastante frecuencia los traductores proporcionan el imperativo “recuerden” entre corchetes, al en­contrar una serie de versículos de una sūra que comienzan todos con el mismo estribillo idh, idhā o incluso lammā. Por ejemplo, en Corán 2 (al-Baqara) el texto prosigue durante más de cien versículos rememorando la

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historia de la salvación de los israelitas a través del recuerdo de varios de los Profetas Mayores, en particular Moisés, sin citar las Escrituras ni una vez, aunque empleando el término memorioso idh y sus sinónimos más de 25 veces, para evocar las escenas bíblicas con cuyos detalles la familiaridad pro­venía no solamente de la Biblia, sino también de la tradiciones judía y cris­tiana, como lo demuestran numerosos estudios recientes.13 La recordación es de pura memoria, sin referencias textuales explícitas, la expresión o re­expresión libre de una narración bíblica o profética que contiene tanto na­rraciones como los diálogos que entabla el narrador con las dramatis personae.

La cuestión es que, el modo en que encontramos la Biblia en el Corán es oral, recordando y rememorando las narraciones y los héroes de la Biblia, generalmente sin hacer referencia a un texto —la Torá o los Evangelios, incluso para José (Corán, 12) o María (Corán, 14), sin que jamás se haga una cita exacta, salvo en el caso de Corán 21, 105. “Hemos escrito en los Salmos según este recordatorio: ‘Mis siervos honestos heredarán la tierra’” (Sal 37, 29)—. Uno llega a la conclusión de que mientras la Torá, los Salmos y los Evangelios eran reconocidos por el Corán y en el ambiente de habla árabe como escrituras, es decir, como libros puestos por escrito, al parecer sus contenidos, tal como están reflejados en el Corán, circulaban en árabe úni­camente de manera oral, tal como eran escuchados en la proclamación li­túrgica interpretada en los comentarios homeléticos vernáculos, ejercicios de haggada (narrativos) y consejos morales. Incluso entonces, si bien el Co­rán reconoce una larga lista de personajes bíblicos inspirados por Dios (Co­rán 4, 163), solamente recoge una porción relativamente pequeña de sus historias y eso apegándose estrechamente a su propia agenda.

Tipología de la profetología coránica

La profetología distintiva del Corán determina la evocación del recuerdo de mensajeros y profetas individuales anteriores a Mahoma, en particular personajes proféticos de la Biblia. Para el Corán, la serie histórica de “pro­fetas” (al-anbiyāʾ) y “mensajeros” (al-rusul) de Dios, desde Adán hasta Ma­

13 Dichos estudios son demasiado numerosos como para dar la lista completa en este lugar. Baste con citar uno que hace numerosas referencia a los otros en las notas bibliográficas: G.S. Reynolds, The Qurʾān and Its Biblical Subtext, Londres, Routledge, 2010.

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homa, “el mensajero de Dios y sello de los profetas” (Corán 33, 40), es la historia de un llamado que Dios repite, de acuerdo con las palabras de Dios mismo, para que el pueblo vuelva al estado de conciencia original, que di­cho pueblo ha dejado en el olvido, de que hay un solo Dios, creador de todo lo que existe, y que hay una manera de vivir prescrita por Dios. La secuencia de mensajeros y profetas anuncia el fin de los tiempos, la resu­rrección de los muertos y la recompensa subsiguiente, el Jardín para los justos y el Fuego para los pecadores. La profetología del Corán, que com­prende una secuencia de mensajeros en la que están comprendidos los “profetas bíblicos”, algunos de los cuales (Adán, Set, Noé, Abraham, Is­mael, Moisés, Lot y Jesús) también son “mensajeros”14 está esquematizada en Corán 26 (al-Shuʿarāʾ), en el patrón litúrgico recurrente para la recorda­ción.15 Ahí, la postura del Corán acerca de mensajeros y profetas se caracte­riza de la siguiente manera: es universal (los mensajeros de Dios han venido para todos los pueblos y no solamente para el pueblo de Israel), re­currente (el patrón de la experiencia profética se repite en la secuencia de profetas y mensajeros), dialógica (profetas y mensajeros interactúan con el pueblo conversando), singular en el mensaje (un solo Dios que recompen­sa el bien y castiga el mal en el “Día del Juicio”) y triunfante (Dios reivin­dica a los profetas en su lucha contra sus adversarios).

Al reconocer esta tipología de la rememoración de acuerdo con la profe­tología coránica, podemos discernir la dimensión correctiva, e incluso po­lemizante, de la Escritura musulmana cuando recuerda las narraciones de judíos y cristianos, bíblicas o de otra índole, que se encontraban en ese medio. El autor del Corán no pretende volver a contar las historias de la Biblia, sino rememorarlas de acuerdo con el marco de correcciones que brinda el discurso del Corán. Por esta razón, el Corán no cita la Biblia ni hace referencia a ella de acuerdo con los esquemas narrativos judíos o cris­tianos; el Corán proporciona reminiscencias de las historias de muchos de

14 Véase W.A. Bijlefeld, “A Prophet and More than a Prophet? Some Observations on the Qurʾānic Use of the Terms ‘Prophet’ and ‘Apostle’”, The Muslim World, 95, 1969, pp. 1­28.

15 Véase un artículo importante y sin embargo desatendido M. Zwettler, “A Mantic Manifes­to: The Sūra of ‘The Poets’ and the Qurʾānic Foundations of Prophetic Authority”, en J.L. Kugel (ed.), Poetry and Prophecy: The Beginnings of a Literary Tradition, Ithaca, Cornell University Press, 1990.

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los principales personajes de la Biblia, dentro de los parámetros de su pro­fetología distintiva, que es una tipología apologética que apoya la misión de Mahoma.

De estas observaciones surgen tres hipótesis: primera, las fuentes de las reminiscencias bíblicas (y tradicionales) del Corán eran orales y no escritas; segunda, los recuerdos del Corán acerca de patriarcas y profetas bíblicos van de acuerdo con el paradigma de su profetología distintiva, y ensalzan la postura correctiva, e incluso polemizante, hacia la interpretación judía y cristiana de la función de los patriarcas y profetas bíblicos; tercera y última, la presencia de la Biblia en el Corán es principalmente a través de reminis­cencias y no de citas. En suma, para el estudioso de la Biblia en árabe el Corán refleja por escrito los modos de transmisión no escritos para las narra­ciones bíblicas y tradicionales que circulaban entre judíos y cristianos de lengua árabe en Arabia, antes del surgimiento del Islam.

Tan lejos como nos dejan ver con claridad las pruebas con que conta­mos, judíos y cristianos que se encontraban en el ambiente de habla árabe de Mahoma y el Corán eran poseedores de Escrituras en sus comunidades respectivas, y éstas se encontraban en sus propias lenguas litúrgicas, hebreo y arameo para los judíos y griego y arameo­siriaco para los cristianos. La mayoría de la gente de la época, incluyendo a judíos y cristianos de habla árabe, podían encontrar narraciones de su Escritura en versión oral, así como interpretaciones dentro del contexto de la liturgia de sus comunida­des respectivas. No hay evidencia convincente de la existencia de grandes porciones de la Biblia escritas en árabe antes del surgimiento del Islam; tampoco hay pruebas verdaderas de la existencia de textos extensos en árabe con anterioridad a mediados del siglo vii, como ya hemos visto. La fecha más temprana en que el proyecto para traducir porciones de la Biblia al árabe escrito pudo haber sido factible es hacia mediados o finales del si­glo vii, en tándem con, o como respuesta a, el proyecto musulmán para re­coger y publicar, después de la muerte de Mahoma, el Corán arábigo como texto escrito a cabalidad. No obstante, como veremos, lo más probable es que las primeras traducciones escritas en árabe de pasajes de la Biblia se hicieran en el siglo viii, fuera de Arabia. Irónicamente, parece que ahora el Corán arábigo es la única muestra de evidencia documental que ha sobre­vivido para demostrar la vigencia de lo que pudiéramos llamar una “Biblia

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interpretada” en arameo o siriaco, la cual circulaba de manera oral en árabe en la predicación y la enseñanza de judíos y cristianos árabes, antes del surgimiento del Islam. Pero también, lo cual tal vez sea más importante, el Corán mismo ahora sirve como prueba de la presencia y participación acti­va de judíos y cristianos de habla árabe en la vida religiosa de Mahoma y el ambiente del Corán (¿la Ḥiŷāz y sus alrededores?), durante el primer tercio del siglo vii. Estas pruebas salen a la luz cuando el Corán ordena a Mahoma refrescar la memoria del “Pueblo de la Escritura” acerca de lo que el Corán presenta como el significado real y la interpretación adecuada de los signos y mensajes entregados por sus propios profetas y patriarcas, tal como lo re­gistran sus Biblias.

LAS PRIMERAS TRADUCCIONES DE LA BIBLIA AL áRABE

En algún punto del espectro temporal entre los años 632 y 750 d.C., tiem­po en el cual los árabes conquistaron el Creciente Fértil y más allá, con respecto a la Escritura también llegaron a su culminación dos importantes empresas: la recopilación del Corán en forma escrita, tal como llegó a con­vertirse en sagrada Escritura para los musulmanes, y en el mismo periodo o poco después, judíos y cristianos de habla árabe que habitaban el nuevo mundo del Islam comenzaron a traducir su Escritura y el resto de su litera­tura religiosa al árabe, y a escribir obras originales en las nuevas lenguas públicas de Levante.16

Este no es el lugar para discutir los intríngulis de la historia de la compi­lación del Corán. Baste con decir para nuestro propósito que la erudición reciente fecha los informes musulmanes acerca de esta compilación como iniciativa realizada bajo los califas Abu Bakr (632­634) y ʿ Uthmān (644­656) en “las últimas décadas del siglo i de la Hégira”,17 alrededor del año 700 d.C. Con base en estos informes, Harald Motzki llega a la conclusión de que “un cuerpo escrito oficial debe haber existido en la segunda mitad del

16 Véase S.H. Griffith, “The Monks of Palestine and the Growth of Christian Literature in Arabic”, The Muslim World, 87, 1988, pp. 1­28, y “From Aramaic to Arabic: The Languages of the Monasteries of Palestine in the Byzantine and Early Islamic Periods”, Dumbarton Oaks Papers, 51, 1997, pp. 11­31.

17 H. Motzki, “The Collection of the Qurān…”, op. cit., p. 31.

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siglo vii”.18 Más aun, recientemente han aparecido copias manuscritas del texto coránico que datan de mediados del siglo i de la Hégira, los cuales co­rroboran la hipótesis de la vigencia de versiones escritas del Corán para la segunda mitad del siglo vii.19 Debido a la disponibilidad del alfabeto árabe para la producción de libros, la cual ya hemos mencionado, los actuales estu­diosos del Corán se permiten sugerir que un momento de mediados del si­glo vii d.C. debe ser con alta probabilidad el terminus post quem para la aparición de una traducción escrita en árabe de algunas partes de la Biblia. Esto suscita una cuestión, a saber, cuáles de los judíos y cristianos de habla árabe, descendientes de aquellos que ya vivían en Arabia en tiempos preis­lámicos, o aquellos que apenas habían adoptado el idioma árabe tras la con­quista y vivían fuera de Arabia, es más probable que hayan sido los primeros en traducir porciones de la Biblia al árabe después de mediados del siglo vii.

Como ya vimos, los estudiosos, tanto judíos como cristianos, han defen­dido la posibilidad de que judíos y cristianos de habla árabe que vivían en Arabia hubieran sido los primeros en escribir traducciones de sus Escritu­ras, ya durante el primer tercio del siglo vii. Pero aparte de informes de es­tas traducciones en fuentes musulmanas,20 el manuscrito más temprano que puede ofrecer pruebas de las traducciones judías proviene de textos caraítas y rabanitas originados en Palestina y Mesopotamia en el siglo ix.21 Lo mismo sucede con las traducciones cristianas, pues los textos de fecha más temprana fueron copiados a mediados del siglo ix, junto con algunos que pueden datarse, con otro fundamento, a mediados del siglo viii; todo esto fue realizado en sitios localizados fuera de Arabia, en Siria­Palestina y

18 H. Motzki, “Muṣḥaf”, en J.D. McAuliffe (ed.), Encyclopaedia of the Qurʾān. Volumen 3, Leiden, Brill, 2003, pp. 463­466, p. 464.

19 Véanse B. Sadeghi y U. Bergman, “The Codex of a Companion…”, op. cit., y también K.F. Pohlmann, Die Entstehung des Korans: Neue Erkenntnisse aus Sicht der historisch-kritischen Bibelwissens-chaft, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesell­schaft, 2012.

20 Véase S.H. Griffith, “The Bible in Arabic”, en R. Marsden y E.A. Matter (eds.), The New Cambridge History of the Bible, vol. 2: From 600 to 1450, Cambridge, Cambridge University Press, 2012, pp. 123­142, y The Bible in Arabic: The Scriptures of the “People of the Book”, in the Language of Islam, Princeton, Princeton University Press, 2013.

21 Véanse M. Polliack, The Karaite Tradition of Arabic Bible Translation: A Linguistic and Exegeti-cal Study of Karaite Translations of the Pentateuch from the Tenth and Eleventh Centuries C.E., Leiden, Brill, 1997; R. Steiner, A Biblical Translation in the Making: The Evolution and Impact of Saadia Gaon’s Tafsīr, Cambridge, Harvard University Center for Jewish Studies/Harvard University Press, 2010.

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Mesopotamia. Para dejar constancia, se podría señalar que el texto más temprano escrito en árabe por un cristiano, que contiene una prueba feha­ciente de su fecha de composición, es una obra conservada en un viejo manuscrito de pergamino que procede del Sinaí (MS Sinai Arabic 154), el cual también tiene una versión en árabe de los Hechos de los Apóstoles y de las siete Epístolas católicas. Margaret Dunlop Gibson, quien primero tradujo y editó la obra, la llamó Acerca de la naturaleza trinitaria de Dios.22 Lo que lo hace importante para nuestro propósito es que, en algún punto del texto, el autor ahora desconocido proporciona indicaciones acerca de la fe­cha de composición del tratado. Al considerar la perdurabilidad estable del cristianismo en contra de todos los obstáculos, incluyendo los de su propio tiempo, escribió: “Si esta religión no proviniese verdaderamente de Dios no podría haber soportado sin tambalearse durante 746 años”.23 Si conta­mos el comienzo de la era cristiana a partir del primer año de la Encarna­ción, de acuerdo con el sistema de cómputo del mundo de la era alejandrina, el cual probablemente era utilizado por los escribas palestinos antes del siglo x, al estimar la fecha de composición del tratado llegamos a una fecha que no se encuentra demasiado lejana de 755 d.C. Una caracte­rística interesante de este tratado, al cual volveremos más adelante, es que contiene alrededor de 80 citas de la Biblia en traducción al árabe, tanto de la Biblia hebraica como del Nuevo Testamento cristiano.

Hasta el momento, parece que los textos del Nuevo Testamento tradu­cidos al árabe, incluyendo los Evangelios y las epístolas paulinas, fueron los primeros libros bíblicos que cuentan con manuscritos supervivientes.24 El manuscrito más temprano conocido hasta la fecha que contiene la traduc­ción al árabe de un texto tomado de la Biblia cristiana es una copia de los

22 Véase M.D. Gibson (ed.), An Arabic Version of the Acts of the Apostles and the Seven Catholic Epistles from an Eighth or Ninth Century MS in the Convent of St Catherine on Mount Sinai, with a Trea-tise on the Triune Nature of God, with Translation, from the Same Codex, Cambridge y Londres, Cam­bridge University Press, 1899 [facsímil reimpreso en Piscataway, Gorgias Press, 2003].

23 Véase esta porción del texto, que Gibson inexplicablemente dejó fuera, publicada en S.K. Samir, “The Earliest Arab Apology for Christianity (c.750)”, en K.S. Samir y J.S. Nielsen (eds.), Christian Arabic Apologetics during the Abbasid Period (750-1258), Leiden, Brill, 1994, pp. 57­114.

24 En su contribución a esta obra R. Vollandt y M. Lindgren hacen notar que el texto del Pentateuco traducido del siriaco en Sinai Arabic 2, “con fecha 328 AH (939­940 d.C.) contiene la muestra fechada más antigua del Pentateuco y una versión muy temprana del Libro de Daniel en árabe”.

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cuatro Evangelios en árabe; esa copia actualmente se encuentra en el Mo­nasterio de Santa Catalina en el monte Sinaí y, de acuerdo con la nota de un escriba, fue terminado en la fiesta de San Jorge del año 859 d.C.25 El manuscrito llamado Sinai Arabic MS 151 contiene una versión en árabe de las epístolas de San Pablo y, según el colofón, fue copiado en Damasco en el año 867.26 Por lo demás, los manuscritos fechados más tempranos se aglutinan en torno a la segunda mitad del siglo ix. No obstante, queda claro a partir de numerosos estudios que los manuscritos con fecha más tempra­na no son los primeros; tampoco las traducciones de la Biblia que contie­nen son las más antiguas.

La manera más expedita para conducir la búsqueda de las traducciones más tempranas de la Biblia al árabe, a partir de los textos antiguos con los que contamos, es consultando aquí muy brevemente la erudición contem­poránea acerca de los Evangelios en árabe. En esta pesquisa contamos con el auxilio de un utilísimo trabajo, la tesis doctoral que Hikmat Kachouh, de la Universidad de Birmingham en el Reino Unido, publicó hace poco, que contiene detalladas descripciones de los manuscritos disponibles en árabe con traducciones de la familia de los Evangelios.27 En esta tarea hercúlea de examinar y describir los numerosos manuscritos, Kachouh se concentra en uno en particular, pues de acuerdo con él contiene el manuscrito de los Evangelios más antiguo que se conoce y que, desde su punto de vista, pue­de pensarse de manera bastante razonable que fue producido originalmen­te en la periferia árabe en tiempos preislámicos.

El candidato de Kachouh para el primer Evangelio en árabe es la ver­sión de los Evangelios de Mateo, Marcos y parte de Lucas, en su opinión traducidas del siriaco, y que ahora se conservan en el MS Vatican Arabic 13.28 Sobre la base de consideraciones paleográficas, los eruditos están de acuerdo, con la concurrencia de Kachouh, en que la parte del manuscrito

25 Véase la hermosa fotografía de dos páginas de este manuscrito, que incluye una imagen de San Lucas, en M.P. Brown (ed.), In the Beginning: Bibles before the Year 1000, Washington, Smithso­nian Institution, 2006, pp. 166­167, 274­275.

26 Véase H. Staal, Mt. Sinai Arabic Codex 151: I Pauline Epistles, Lovaina, Peeters, 1983. 27 H. Kachouh, “The Arabic Versions…”, op. cit., y The Arabic Versions…, op. cit. 28 Pero véase J.P. Monferrer­Sala, “An Early Fragmentary Christian Palestinian Rendition of

the Gospels into Arabic from Mār Sābā (Vat. Ar. 13, 9th c.)”, Intellectual History of the Islamicate World, 1, 2013, pp. 69­113.

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que contiene los textos del Evangelio, aunque no tiene fecha, fue copiada hacia el año 800 d.C., con toda probabilidad en el monasterio de Mar Saba, en el desierto de Judea. Como Kachouh aduce de manera convincente, resulta evidente que el texto de los Evangelios fue editado tras haber sido copiado de un ejemplar anterior, antes de que lo trasvasaran al árabe en que hoy se encuentra en MS Vatican Arabic 13. Más aun, menciona aque­llo que llama el fenómeno de la “transposición de frases” en la traducción árabe de lo que supone fue el original en siriaco. Kachouh dice que esta característica de la versión en árabe indica la influencia de un fraseo origi­nalmente transmitido de manera oral, exactamente lo que podría esperarse de un texto utilizado para la liturgia y rápidamente traducido a la lengua vernácula de la congregación a la cual estaba dirigido.

Dada la premisa de que la versión en árabe de los Evangelios que se conserva en MS Vatican Arabic 13 fue copiada de un ejemplar anterior, se suscita la pregunta de cuán anterior puede haber sido el texto escrito origi­nal. ¿Acaso pudo haber sido hecho ya en fecha tan temprana como los si­glos vii u viii? Entonces, conforme uno queda atrapado en la rápida corriente de la extrapolación, los pensamientos corren hacia el siglo vi y los tiempos preislámicos. ¿Podría ser el caso que la traducción haya sido reali­zada originalmente por cristianos de habla árabe en Arabia, quienes en su mayoría habían recibido el cristianismo de cristianos de habla siriaca, como los cristianos de al­Ḥīrā en la periferia iraquí de Arabia Central, o aquellos de la confederación ganásida de la periferia de Siria, o incluso de los cristia­nos de Najrān al sur de Arabia? El razonamiento de Kachouh va por esta senda, en un vaivén del siglo vi al siglo viii, para detenerse por último en una fecha preislámica, conjeturando que la traducción original pudo haber sido realizada incluso en Najrān.29

Hikmat Kachouh encuentra pruebas que corroboran su hipótesis en el “arabismo” del texto traducido. La corroboración surge cuando él supone que el siriaco no podía haber sido una lengua corriente en un lugar como Najrān, de donde surgía la necesidad de una traducción al árabe, así como cuando percibe que no hay un fraseo claramente coránico en el texto tradu­cido del Evangelio. Concluye: “El lenguaje mismo proporciona evidencias

29 Véase H. Kachouh, The Arabic Versions…, op. cit., vol. 1, pp. 140­146, 364­370.

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que nos permiten sugerir una fecha preislámica para el origen de Vat. Ar. 13 (únicamente por lo que toca a los Evangelios)”.30 No obstante, con esta línea de raciocinio surge cierto número de dificultades, las cuales consisten en la larga serie de extrapolaciones que se extienden doscientos años hacia el pasado, a partir del manuscrito antiguo del siglo ix con que de hecho se cuenta. Lo que es más, hay una línea alterna de raciocinio que parece más convincente.

Primero que nada, como ya hicimos notar, no hay evidencias conocidas a favor de copiosos escritos en árabe con anterioridad al surgimiento del Islam, y con toda probabilidad el Corán es el más antiguo de los libros en árabe. Cuando el Corán recuerda la Biblia, su manera de recordar también brinda evidencia, como ya hemos afirmado, de la vigencia oral de la Escri­tura judía y cristiana vertida al árabe a comienzos del siglo vii. Desde mi punto de vista, la “evidencia del lenguaje”, como Kachouh la llama, es in­suficiente para sostener el caso a favor del origen preislámico del texto del Evangelio, especialmente porque es tenue y el texto de MS Vatican Arabic 13 también podría quedar encuadrado en el ambiente de Palestina en el cual fue copiado. Lo que viene más al caso es el hecho de que el presunto original siriaco de hecho está en arameo cristiano de Palestina,31 variante del arameo cuyo hogar está en el lugar mismo en el cual fue copiado MS Vatican Arabic 13. Así pues, ¿qué hipótesis alternativas podrían aventurarse para las primeras traducciones de la Biblia escritas en árabe, con base en las pruebas con las que realmente contamos?

Con base en los detalles textuales que tan cuidadosamente examina, parece estar bien sustentado el dicho de Kachouh, acerca de que el texto evangélico en MS Vatican Arabic 13 es copia de un ejemplar anterior. Hay otros ejemplos de que tal fue el caso con la transmisión de versiones del Evangelio al árabe. Por ejemplo, pongamos una familia de manuscritos que transmite una versión de los Evangelios traducida del griego y que del ara­meo cristiano de Palestina pasó al árabe; si bien el manuscrito fechado, MS Sinai Arabic 72, contiene un colofón donde queda registrado que el manus­crito fue copiado por un tal Esteban de Ramleh en 897 d.C., con base en la

30 Ibid., vol. 1, p. 372.31 Véase J.P. Monferrer­Sala, op. cit.

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caligrafía del copista, el manuscrito paleográficamente más temprano de la familia de manuscritos que transmite esta versión en árabe, MS Sinai Ara­bic 74, puede datarse con cierto grado de confianza a finales del siglo viii.32 De hecho, esta caligrafía, conocida como escritura kufic, no es diferente de la que se utiliza en MS Sinai Arabic 154, el manuscrito que contiene el tratado antes mencionado, Acerca de la naturaleza trinitaria de Dios, cuyo autor dice que lo compuso unos 746 años después del establecimiento del cristianismo, esto es, en algún momento entre 755 y 775 d.C..33 Los estu­diosos han fechado MS Sinai Arabic 154 alrededor del año 800 d.C.34 esto es, casi al mismo tiempo en que fue copiado Ms Vatican Arabic 13, el cual contiene versiones en árabe de los Evangelios de Mateo, Marcos y una parte de Lucas.

Al juntar este cúmulo de información, teniendo en mente que MS Sinai Arabic 154 contiene una versión en árabe de los Hechos de los Apóstoles y de las siete Epístolas católicas traducida del griego, además del tratado So-bre la naturaleza trinitaria de Dios, y se recuerda que este tratado contiene más de 80 citas en árabe tomadas de diversos libros bíblicos, entre ellos Génesis, Deuteronomio, Job, Salmos, Isaías, Jeremías, Daniel, Ezequiel, Miqueas, Habacuc, Zacarías, Malaquías y Baruch, junto con los Evangelios de Mateo, Lucas y Juan,35 se puede suponer confiadamente que tenemos a la mano pruebas suficientes de que para mediados del siglo viii ya había traducciones escritas en árabe de porciones de la Biblia.

32 Véanse S. Arbache, “Une ancienne version arabe des Évangiles: langue, texte et lexique”, tesis doctoral, l’Université Michel de Montaigne, Burdeos, 1994, y S.H. Griffith, “The Gospel in Arabic: An Inquiry into its Appearance in the First Abbasid Century”, Oriens Christianus, 69, 1985, pp. 126­167.

33 El debate acerca de la fechas está en M.N. Swanson, “Some Considerations for the Dating of Fītathlīth Allāal-wāḥid (Sinai Ar. 154) and Al-Jāmiʿ wujūh al-imān (London British Library Or. 4950)”, en Actes du quatrième congrès international d’études arabes chrétiennes, S.K. Samir (ed.), Parole de l’Orient, 18, 1993, pp. 117–141.

34 Véase S.K. Samir, op. cit., pp. 58­61.35 Debo estas informaciones a T.W. Ricks, “Developing the Doctrine of the Trinity in an Is­

lamic Milieu: Early Arabic Christian Contributions to Trinitarian Theology”, tesis doctoral, Was­hington, D.C., The Catholic University of America, 2012. Naturalmente surge una pregunta acerca de las fuentes de estas citas en árabe. ¿El autor hacía sus propias traducciones conforme las iba necesitando o las tomaba de traducciones ya existentes? El asunto todavía está por estudiarse. Baste con decir por ahora que no hay evidencias de que los libros mencionados hayan estado tra­ducidos al árabe para mediados del siglo viii d.C.

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Dadas estas evidencias, parece que no es una extrapolación injustificada suponer que los esfuerzos de traducción fueron emprendidos en fecha tan temprana como los comienzos del siglo viii, si no es que a finales del siglo vii. Lo que es más, queda claro que todos los manuscritos con los que de hecho contamos provienen de Siria y Palestina, específicamente de los mo­nasterios de Jerusalén y el desierto de Judea, donde el movimiento cristia­no de traducción al árabe tuvo sus orígenes.36 No es irrazonable suponer que en estos mismos monasterios, que contaban con monjes bien capacita­dos en griego, siriaco y arameo cristiano de Palestina, también fue en don­de se hicieron las primeras traducciones cristianas de la Biblia al árabe. Después de todo los monjes, en este ambiente, incluyendo al notabilísimo Anastasio del Sinaí (muerto en 700 d.C.), fueron los primeros en tener co­nocimiento de la nueva religión de los árabes y en mostrar algún grado de apercibimiento acerca del Corán en los tiempos inmediatamente posterio­res a la conquista.37

Hablando del Corán, recuérdese que ciertamente circulaba por escrito al terminar el siglo vii y comenzar el viii, dado que Anastasio del Sinaí ya lo conocía por ese tiempo, y que entre 720 y 730 Juan de Damasco lamentaba cómo había equivocado las Escrituras;38 una de las razones que pudieron tener los monjes de Palestina para, en esa misma época, darse a la tarea de traducir textos bíblicos al árabe quizá haya sido enderezar el registro bíblico en el lenguaje común de la nueva cosa pública. Por supuesto, conforme el árabe fue convirtiéndose en el lenguaje cotidiano de la mayoría de la gente que vivía bajo el dominio árabe, no resulta asombroso que para el siglo ix tanto judíos como cristianos hayan sentido la aguda necesidad de una Bi­blia en árabe, tanto para usos litúrgicos como para usos académicos, así que no resulta sorprendente que a partir de ese momento las traducciones se hayan vuelto más numerosas dondequiera que se hablaba el árabe. No obs­tante, mi hipótesis acerca de ese momento es que la Biblia llegó a conver­tirse en texto árabe, es decir, fue puesta por escrito, debido a la industria de

36 Véase S.H. Griffith, “The Monks...”, op. cit. y “From Aramaic to Arabic…”, op. cit.37 Véase S.H. Griffith, “Anastasios of Sinai, the Hodegos and the Muslims”, Greek Orthodox

Theological Review, 32 1987, pp. 341­358.38 Véase R. Le Coz, Raymond, Jean Damascène, Écrits sur l’Islam, París, Les Éditions du Cerf,

1992.

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los monjes de los monasterios de Jerusalén y el desierto de Judea a comien­zos del siglo viii d.C. Por lo que toca a los judíos y cristianos de habla árabe de Arabia, que sin duda eran bilingües para el primer tercio del siglo vii, y que tenían vínculos con el hebreo y el arameo, por un lado, y el griego y el arameo­siriaco por el otro, la necesidad de una Biblia en árabe, especial­mente a falta de libros en la cultura y el idioma de esa época, se manifesta­ba simplemente en forma de necesidad por aquellas porciones de la Escritura, tomadas de libros en hebreo, arameo o siriaco, que ya habían sido proclamadas en las lenguas litúrgicas apropiadas.

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Dossier

Visiones de la expansión islámica temprana

Entre lo heroico y lo horrible*

fred m. Donner

INTRODUCCIóN

El surgimiento y avance del temprano movimiento de los Creyentes en el Cercano Oriente, proceso comúnmente conocido como “la conquis­

ta islámica temprana” o (menos satisfactoriamente, desde mi punto de vis­ta) “la conquista árabe”, tuvo como resultado la formación del Imperio Omeya y forma parte de la historia general de la aparición del Islam en el Cercano Oriente en los siglos i/vii a ii/viii. Aunque es posible considerar la súbita aparición y el rápido avance de este movimiento como el proceso de formación de un Estado,1 de esa manera únicamente se abarca de forma parcial una transformación compleja, duradera y de largo alcance, sufrida por las sociedades de la región en este periodo. Hay muchas otras cuestio­nes en juego, entre ellas una particularmente relevante para esta ocasión. ¿Cuál era la relación entre los encargados del nuevo Estado (“musulmanes” de acuerdo con la terminología corriente) y sus nuevos súbditos, en especial la mayoría cristiana incorporada a la población del Cercano Oriente?

El consenso acerca de esta cuestión la encuadra en términos de lo que podríamos llamar el “modelo de la conquista violenta” de la expansión2 y el

*Traducción del inglés de Mauricio Sanders. El título original de este texto es “Visions of the Early Islamic Expansion: Between the Heroic and the Horrific”, aparecido en M.M. El Cheick y S. O’Sullivan (eds.), Byzantium in Early Islamic Syria, Líbano, The American University of Beirut, 2011, pp. 9­29.

1 Como lo intenté en The Early Islamic Conquests, Princeton, Princeton University Press, 1981.2 Haré de lado ciertos artículos recientes que afirman que las conquistas nunca sucedieron.

Esta línea de interpretación revisionista cobró impulso hace poco, a partir de la obra de J. Wans­brough, en la cual cabe destacar Qur’anic Studies, Londres, 1977, y también es característica del

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cambio concomitante en la hegemonía, del dominio bizantino o sasánida a la “jurisdicción de los Creyentes” (o qada’ at-mu’minin, como se llama en papiros del siglo i/vii). De acuerdo con el modelo de la conquista violenta, los “musulmanes” llevaron una nueva religión que impusieron por la fuer­za sobre las comunidades no musulmanas; quienes apoyan este punto de vista a menudo sugieren, e incluso afirman, que los conquistadores3 “mu­sulmanes” eran fanáticos, destructivos y represores.4 Tales estudios tam­bién suelen sugerir un marcado contraste de carácter entre unos conquistadores presumiblemente brutales y las poblaciones conquistadas, que por implicación se consideran virtuosas, pacíficas y tolerantes.

No obstante, pienso que el modelo de la conquista violenta puede des­encaminarnos. Sin estar del todo equivocado (ciertamente hubo inciden­tes y choques militares, que ocurrieron en el transcurso de la expansión del movimiento de los Creyentes), el modelo enfatiza en demasía tales cosas, pasando por alto aspectos de la transformación que poseen tanta o mayor importancia. En particular, el modelo de la conquista violenta mini­miza seriamente la incidencia de los “conquistados” que se acomodaron a los “conquistadores”, les hicieron concesiones e incluso cooperaron con ellos. En consecuencia, el modelo de la conquista violenta, al ser incapaz de considerar tales cuestiones, impone altos costos al historiador que lo suscribe. Esto es así porque distorsiona la naturaleza misma de la expan­

libro de Y.D. Nevo y J. Koren, Crossroads to Islam, The Origins of the Arab Religion and the Arab State, Amherst, Prometheus Books, 2003 y, en otra forma, del de K.H. Ohlig y H.R. Puin (eds.), Die dunklen Anfänge: neue Forschun gen zut Entstehung und frühen Geschichte des Islam, Berlín, Schiler, 2006. El examen de dichas teorías y de los supuestos sobre las que están basadas rebasa los lími­tes del presente artículo, para algunas de las cuestiones en dispunta, véanse dos trabajos de mi autoría: Narratives of Islamic Origins: The Beginnings of Islamic Historical Writing, Princeton, The Darwin Press, 1998, y “Centralized Authority and Military Autonomy in the Early Islamic Con­quests”, en A. Cameron (ed.), The Byzantine and Early Islamic Near East, III: States, Resources and Armies, Princeton, The Darwin Press, 1995, pp. 337­360.

3 Acerca de este término, véase F.M. Donner, “From Believers to Muslims: Confessional Self­Identity in the Early Islamic Community”, at-Abhath, 50­51, 2002­2003, pp. 9­53, en p. 48. La referencia al papiro de Viena en el pie de página del artículo debe cambiar a A 11191. Sobre el papiro, véase Y. Raghib, “Une ère inconnue d’Égypte musulmane: l’ère de la juridiction des croyants”, Annales lslamologiques, 41, 2007, pp. 187­207.

4 Un ejemplo sorprendente de esta tendencia es D.J. Constantelos, “The Moslem Conquests of the Near East as Revealed in the Greek Sources of the Seventh and Eighth Centuries”, Byzan-tion, 42, 1972, pp. 315­57.

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sión y, de esta manera, prácticamente convierte en una imposibilidad comprender cómo la expansión resultó en cambios tan profundos y dura­deros, que no fueron algo súbito y transitorio, como con tanta frecuencia ha sucedido durante la historia de la humanidad con las conquistas milita­res repentinas.

Sin embargo, el modelo de la conquista violenta no es mero capricho creado por los historiadores modernos que escriben acerca de los orígenes del Islam. Por el contrario, tiene su raíz en las fuentes tradicionales en las cuales los historiadores han de fundamentarse en su esfuerzo por describir estos acontecimientos. Como es bien sabido, los historiadores que preten­den reconstruir los principios del surgimiento y avance del movimiento de los Creyentes se ven obstaculizados por el hecho de que, para estos acontecimientos, existen muy pocas fuentes documentales verdadera­mente confiables. Por ende, los historiadores han construido su visión acerca de este capítulo del pasado sobre fuentes tradicionales de carácter literario. Por una parte, hay diversos y numerosos informes del género musulmán futuh (o “expansión”, aunque se le suele traducir equivocada­mente como “conquista”). Si bien en su conjunto estos informes ofrecen miles de páginas de narraciones acerca de lo que supuestamente sucedió, la veracidad histórica de este material (lo cual también es bien sabido), recopilado mucho después de que sucedieron los acontecimientos, a ve­ces es cuestionable, y fuentes semejantes deben ser sometidas a un cuida­doso análisis historiográfico antes de determinar su valor como prueba de la expansión.

Por otro lado, los historiadores interesados en la expansión de los Cre­yentes también pueden recurrir a fuentes menos abundantes pero suma­mente valiosas, esto es, los informes que se encuentran en los escritos de las comunidades no musulmanas del Cercano Oriente que fueron absorbi­das por el nuevo Estado en expansión. La mayoría de estas fuentes no musulmanas no están en lengua árabe (casi todas están en griego, siriaco, armenio y copto) y provienen de las comunidades cristianas del Cercano Oriente. En comparación, las comunidades zoroastrianas se concentraron principalmente en relacionar la hegemonía musulmana con escenarios apo­calípticos y, al parecer, no tuvieron gran producción de descripciones de la expansión en sí, cualquiera que haya sido la razón, mientras que las comu­

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nidades judías del Cercano Oriente únicamente proporcionan unos pocos informes muy breves acerca de la expansión. Por lo tanto, nos habremos de concentrar en adelante en los escritos cristianos.

Los escritos no musulmanes ofrecen otra ventaja adicional sobre la tra­dición futuh al abrir perspectivas diferentes sobre los acontecimientos. Esto no implica que su visión de las cosas sea “mejor” o más precisa, pues es necesario reconocer que estos informes de procedencia principalmente cristiana, tanto como los musulmanes, fueron moldeados por los dogmas y los intereses de la comunidad. Sin embargo, en tanto que las narraciones musulmanas del género futuh y las fuentes no musulmanas ofrecen puntos de vista (por lo menos usualemente) independientes entre sí, de alguna manera permiten al historiador sopesar ambas tradiciones con mayor mesu­ra, una a la luz de la otra.

Las fuentes cristianas tienen otra ventaja adicional que les permite ga­nar el favor de los historiadores como complemento de las narraciones futuh musulmanas. En muchos casos tomaron forma escrita antes que las compi­laciones de futuh existentes. Al parecer, algunas (como las cartas y homilías del patriarca Sofronio de Jerusalén), son contemporáneas de las fases más tempranas de la conquista, mientras que otras son un poco posteriores (como la crónica armenia anónima que suele atribuirse al obispo Sebeos o el Libro de temas importantes [Ktaba d-drish melle] de Juan Bar Penkaye) y, aunque brindan una visión retrospectiva, de todas maneras son muy tem­pranas, pues datan de mediados o finales del siglo i/vii. Esto es, preceden en casi un siglo a las compilaciones futuh más antiguas que existen (aunque no necesariamente más antiguas que algunas de las narraciones contenidas en dichas compilaciones).

No obstante, al examinar la expansión a través de las fuentes musulma­nas y no­musulmanas, destaca un hecho notable: ambos cuerpos de mate­riales, aunque ofrecen visiones muy diferentes de lo sucedido, tienden a subrayar el carácter militar de la expansión y, por extensión, la violencia resultante. Como veremos, hacen lo mismo aunque por razones que casi se oponen diametralmente, aunque en los dos casos tienden a exagerar la di­mensión militar de la expansión y, en consecuencia, a descuidar otras de sus dimensiones. Esta falla al reconocer la parcialidad de las fuentes resul­ta, a su vez, en la aparición del modelo de la conquista violenta en la erudi­

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ción moderna acerca de la expansión, que se concentra en las batallas de los ejércitos musulmanes contra los ejércitos de sus oponentes bizantinos y sasánidas, así como en el supuesto fenómeno de abusos generalizados en contra de la población local por parte de los conquistadores: ciudades sitia­das y derruidas, saqueo, asesinato y esclavitud de poblaciones civiles.

El resto del presente artículo seguirá resaltando la parcialidad de las fuentes y la manera en que ésta ha llevado a los historiadores a construir el modelo convencional de conquista violenta de la expansión. Se propone que la existencia del paradigma de la “conquista violenta” ha conducido a los historiadores a pasar por alto o desechar otras dimensiones no­coerciti­vas del proceso de expansión. Al final, podremos permitirnos preguntar si resulta apropiado que nos sigamos refiriendo a la expansión simplemente, o principalmente, como a una “conquista”.

PRUEBAS A FAVOR DEL MODELO DE LA CONQUISTA VIOLENTA

Sin duda alguna, hay numerosas pruebas que dan sustento al modelo de la conquista violenta. Comencemos por las fuentes musulmanas. Como ya se dijo, la tradición historiográfica islámica incluía un género aparte para las narraciones, la literatura futuh, que cuenta la expansión del primer Estado islámico fundado por Mahoma hacia nuevas tierras y comunidades durante los siglos i/vii y ii/viii.5 Algunos textos clave que tratan acerca de la expan­sión llevan la palabra futuh en el título, a saber, el Futuh al-Sham de al­Azdi al­Basri (ii ca. 180­805), el Kitab at-futuh de Ibn A‘tham al­Kufi (comienzos del s. iii/ix), el Futuh Misr de Ibn ‘Abd at­Hakam (fallecido en 257/870) —todos los cuales están basados en compilaciones anteriores hoy perdidas, que se remontan a mediados del siglo ii/viii o incluso antes—. A su vez, el material de éstas y otras obras fue incorporado en compilaciones posterio­res, durante el siglo iii/ix y después —en vastos repositorios como el Futuh al-buldan de al­Baladhuri, el Ta’rikh at-rusul wa-l-muluk de al­Tabari o el Ta’rikh madinat Dimashq de Ibn ‘Asakir, sólo por mencionar algunos.

5 V. Lawrence e I. Conrad, “Futuh,” en J. Scott Meisami y P. Starkey (eds.), Encyclopedia of Arabic Literature, Londres y Nueva York, Routledge, 1998, vol. 1, pp. 237­240.

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Al parecer, la materia prima a partir de la cual fueron elaborados estos informes literarios acerca de la expansión, en general, es de dos clases.6 Una vertiente consiste de cuentos populares acerca de acontecimientos específicos, que tal vez en ciertos casos constituyan informes de testigos presenciales o, con mayor probabilidad, historias de familia que fueron fra­guadas y vueltas a fraguar conforme se transmitían a través de las genera­ciones. El material pone énfasis en el heroísmo de los antepasados, los miembros de la tribu o los musulmanes en general, durante las campañas de la conquista. Por lo general, en estas historias hace falta una clara visión de conjunto sobre el curso de los acontecimientos, porque están repletos de informes poco plausibles de actos de heroísmo individual o tribal y de encantadores recursos narrativos, que de manera inevitable suscitan serias dudas acerca de su confiabilidad en la mente de un lector crítico. La canti­dad de tales materiales a veces puede resultar abrumadora: el relato de la batalla de al­Qadisiya, en Irak, tal como lo hace al­Tabari, ocupa por lo me­nos 150 páginas en la edición estándar de Leiden,7 muchas de cuyas narra­ciones consisten de materiales dudosos de esta clase.

Por otro lado, al­Tabari y otros compiladores también incluyeron, al na­rrar los acontecimentos, otros informes que, al parecer, constituyen una segunda vertiente separada de material. Estos informes ofrecen descripcio­nes más sobrias, así como informaciones que podríamos considerar confia­bles, que acaso se deriven de entrevistas (o informes) de agentes políticos principales o quizá de documentos de archivo que describen la composi­ción y el envío de fuerzas.8 Esta segunda vertiente de material es menos extensa en su alcance que los materiales de la primera vertiente; a diferen­cia de las narraciones populares de la primera, los informes de esta segunda vertiente destacan por la carencia de exageraciones heroicas de carácter chauvinista, y transmiten cierto sentido de la situación estratégica general

6 Acerca de la composición del material futuh, véase F.M. Donner, Narratives…, op. cit., pp. 174­182.

7 Muhammad b. Jarir at­Tabari, Ta’rikh al-rusul wa al-muluk, M.J. de Goeje et al. (eds.), Lei­den, Brill, 1879­1901, ser. i, 2208­2361.

8 Documentos presumiblemente resguardados en la “casa de documentos” (bayt al-qeratis) o archivos estatales, véase M. Bravmann, “The Stare Archives of the Early Islamic Era”, Arabica, 15, 1968, pp. 87­89; reimpreso en The Spiritual Background of Early Islam. Studies in Ancient Arab Concepts, Leiden, E.J. Brill, 1972, pp. 310­14.

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a la cual pertenece un acontecimiento en particular. Otro ejemplo proce­dente de al­Tabari es un austero listado de comandantes y el número de las tropas encabezadas por ellos en el ejército que, según se afirma, Abu Bakr despachó a Siria en 12/633.9

A pesar de su origen, de forma colectiva estos materiales —tanto los chauvinistas como los descriptivos— fueron recogidos en compilaciones que Lawrence I. Conrad ha llamado “interpretaciones kerigmáticas de la con­qusita” —esto es, narraciones que afirman que los acontecimientos ahí des­critos reflejan y testimonian el favor que Dios extendía a la naciente comunidad islámica. Su objetivo consistía en convencernos del carácter casi milagroso de la victoria alcanzada por la reducida y nueva comunidad musulmana sobre los regímenes bizantino y sasánida, incomparablemente mayores y más sólidos, milagro que reflejaba la sanción divina, el favor de Dios para con los musulmanes. A su vez, esto legitimaba el dominio musul­mán subsecuente sobre vastas poblaciones de cristianos, judíos, samarita­nos, zoroastrianos y otros pueblos que no eran musulmanes y que fueron absorbidos por el nuevo imperio como resultado de la expansión.10

En suma, la historiografía islámica consideraba la expansión del Estado islámico temprano como un capítulo heroico en la historia de la comunidad islámica. Como tal, tendía a enfatizar la dimensión militar de la expansión (en particular las victorias musulmanas en confrontaciones en las cuales eran ampliamente rebasados en número de combatientes), con el fin de presentar con mayor vigor la idea de que eso sucedía con la ayuda de Dios —y acaso también como expresión de las narraciones populares de gestas familiares o tribales emprendidas por los padres, los abuelos y los antepasa­dos—. De forma adicional, podríamos apuntar que, debido a su carácter kerigmático, la literatura futuh llevaba incorporado el incentivo para sosla­yar la cooperación con los no­musulmanes que tomaron parte en el proceso por medio del cual el Islam llegó a ser la fuerza dominante en el Cercano Oriente durante los siglos i/vii y ii/viii. Por el contrario, el énfasis estaba sobre la bravura, en especial cuando su procedencia era inesperada (por

9 Al­Tabari, Ta’rikh…, ser. i, 2107­8 (la isnad o cadena de transmisión se remonta vía al­Mada’ini [‘Ali b. Muhammad] hasta informantes anteriores), véase ser. i, 1976.

10 L.I. Conrad, “Futuh”, en A. Noth y L.I. Conrad, Early Arabic Historical Tradition: A Source-Critical Study, Princeton, The Darwin Press, 1994; véase también F.M. Donner, Narratives…, op. cit.

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ejemplo, en el caso de las mujeres musulmanas que combatieron en la ba­talla de Yarmuk)11 o sobre la magnitud de la victoria, que sugería la ayuda divina (por ejemplo, la sangre del enemigo que hace girar los molinos tras la batalla de Marj al. Suffar).12

Por otro lado, las fuentes no­musulmanas (en especial las cristianas), al describir la expansión temprana del movimiento de los Creyentes, proce­den de diversas comunidades religiosas y diferentes tradiciones lingüísticas, por lo cual carecen del programa ideológico unificado seguido por las narra­ciones futuh.13 No obstante, al igual que las fuentes islámicas, muchas de las fuentes no­musulmanas contienen pasajes que presentan la primera expan­sión de los Creyentes en términos militares que, a menudo, se concentran particularmente sobre la violencia. Sin embargo, cuando parece que las fuentes cristianas confirman el punto de vista militarista propio de las fuen­tes islámicas, se debe a intereses diferentes. Ensalzan no tanto el carácter heroico de la expansión, como hacen las fuentes islámicas, sino su carácter horripilante. Algunas fuentes cristianas presentan la expansión y hegemonía resultante por parte de los Creyentes­musulmanes como una catástrofe que, en algunos casos, tratan de explicar como si fuera un castigo de Dios contra los “ortodoxos” (esto es, sobre los cristianos como ellos) por culpa de sus pecados (sus faltas o herejías). A veces, los autores cristianos (en su ma­yoría clérigos) vinculan de manera implícita o explícita la expansión con profecías del Antiguo Testamento que advierten contra el surgimiento de opresores como parte del castigo. Examinemos algunos ejemplos.

Sofronio, patriarca ortodoxo de Jerusalén (m. 639), proporciona en las cartas y homilías que escribió en la década de 630 algunos de los primeros testimonios sobre la conquista en Palestina, y da el tono para muchas otras fuentes que presentan la llegada de los Creyentes bajo el signo de la vio­lencia. Sofronio menciona las flechas y “la espada enamorada de la sangre” de los sarracenos, y cómo amenazan con “asesinar y destruir” si los cristia­

11 Ahmad b. Yahya a t­Baladhuri, Futuh al-buldan, M.J. de Goeje (ed.), Leiden, 1866, p. 118.12 F.M. Donner, Early Islamic Conquests, op. cit., p.133.13 R. Hoyland, Seeing Islam as Others Saw It: A Survey and Evaluation of Christian, Jewish and

Zoroastrian Writings on Early Islam, Princeton, The Darwin Press, 1997; el libro proporciona un compendio útil y la traducción de pasajes clave de casi todas las fuentes conocidas. También son útiles las traducciones contenidas en A. Palmer et al., The Seventh Century in West-Syrian Chronicles, Liverpool, Liverpool University Press, 1993.

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nos abandonan Jerusalén para ir a Belén, capturada por “el ejército de los sarracenos sin Dios”. Después plantea una serie de preguntas retóricas: “¿Por qué abundan las correrías de los bárbaros? ¿Por qué nos atacan las tropas de los sarracenos? ¿Por qué corre sin cesar la sangre humana? ¿Por qué han sido demolidas las iglesias?” Continúa: “los sarracenos vengativos que odian a Dios, el aborto de desolación claramente anunciado por los profetas, invadió aquellos lugares donde no se les permitía entrar, saquea­ron ciudades, devastaron los campos, quemaron las ciudades, los templos sagrados, irrumpieron en los santos monasterios, se opusieron a los ejércitos bizantinos que se les opusieron”.14

Hay otro texto muy temprano, un fragmento siriaco que se atribuye a Tomás el Presbítero, al parecer escrito hacia 640,15 que menciona breve­mente una batalla que tuvo lugar cerca de Gaza en 634 entre los “árabes” (tayyaye)16 y los romanos, en la cual el patrikios muró junto con cuatro mil palestinos pobres —cristianos, judíos y samaritanos— y añade que “los ta-yyaye arrasaron con la región”.17 Otro texto siriaco temprano, fechado en 637, asienta que “gran número de personas de Galilea fueron asesinadas o capturadas; también afirma que en Gabitha 50 mil romanos fueron asesina­dos.18 Una homilía copta, probablemente procedente de mediados del siglo i/vii, instruye a los lectores, “no ayunemos como los judíos deicidas ni como los sarracenos opresores, que se entregan a la prostitución y la ma­sacre y llevan a la cautividad a los hijos de los hombres” y dice: “Ayunemos y oremos”. La Crónica Zuqnin (ca. 775) describe cómo en el año 952 (640­641 d.C.), los Creyentes “sitiaron Adavin (Dvin, en Armenia), ciudad don­de murió un gran número de personas, hasta 1200 armenios”.19

14 R. Hoyland, op. cit., pp. 67­73, examina a Sofronio; estos extractos proceden de sus traduc­ciones.

15 Ibid., p. 119.16 Pongo la palabra “árabes” entre comillas en este lugar porque el uso de este término para

traducir palabras en siriaco como tayyaye a menudo proyecta equivocadamente la idea de una identidad política “árabe” ya existente para el siglo i/vii. Encuentro que esta proposición es pro­blemática, si bien rebasa el alcance del presente estudio. Para mayor profundización sobre esta cuestión, véase mi artículo “Modern Nationalism and Medieval Islamic History”, al-’Usur at-Wusta, 13, 2001, pp. 21­22.

17 A. Palmer, op. cit., p. 19.18 Ibid., pp. 1­4.19 Ibid., p. 57.

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Anastasio de Sinaí (muerto ca. 700)20 proporciona esta viñeta en uno de sus sermones tardíos, usando el nombre bíblico de “Amalec” para referirse a los Creyentes:

Cuando Heraclio murió, Martín fue exiliado por el nieto de Heraclio e inme­diatamente Amalec, quien vive en el desierto, se alzó contra nosotros, el pue­blo de Cristo. Fue la primera derrota terrible y fatal de las armas de Roma. Me refiero a las matanzas en Gabitha, Yarmuk y Dathemon, a las cuales si­guió la captura e incendio de las ciudades de Palestina, Cesárea y Jerusalén inclusive. Luego siguió la destrucción de Egipto, a la que siguió la esclavitud y total devastación de las tierras e islas del Mediterráneo y de todo el Imperio Romano.21

La crónica perdida de Dionisio de Tell Mahfe (m. 848?), algunos de cuyos pasajes pueden ser reconstruidos a partir de citas en obras posteriores,22 incluye una de las primeras descripciones detalladas de la vida del profeta Mahoma, así como de la expansión realizada por los Creyentes después de su muerte. En su retrato, el Profeta se gana a los árabes empobrecidos al prometerles que, si se hacen monoteístas, Dios les entregará las ricas tie­rras de Palestina, y los éxitos iniciales lograron que el movimiento se transformara en una avalancha. “Se adentraron mucho más allá [de Pales­tina] matando abiertamente, tomando cautivos, saqueando y destruyen­do[…] Ellos redujeron a las poblaciones a ser súbidtos forzados y a pagar tributo con regularidad”.23 Algo más adelante, menciona la conquista vio­lenta de Cesárea, junto con la devastación de sus campos, después del largo sitio al que la sometió Mu’awiya, quien también destruyó el pueblo de Eucatia.24

20 Sobre Anastasio del Sinaí, véase R. Hoyland, op. cit., pp. 92­103; S.H. Griffith, “Anastasios of Sinai, the Hodegos, and the Muslims”, Greek Orthodox Theological Review, 32, 1987, pp. 341­58; J. Haldon, “The Works of Anastasius of Sinai: A Key Source for the History of Seventh­Century East Mediterranean Society and Belief”, en A. Cameron y L.I. Conrad (eds.), The Byzantine and Early Islamic Near East, I: Problems in the Literary Source Material, Princeton, The Darwin Press, 1992, pp. 107­47.

21 R. Hoyland, op. cit., p. 102.22 Para el análisis y discusión de la obra, véase A. Palmer, op. cit., p. 85 y ss.23 Ibid., pp. 129­131.24 Ibid., pp. 165­166.

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Evaluación

A pesar de numerosos informes que describen como una conquista violen­ta la expansión de los Creyentes de Arabia al Creciente Fértil, hay cierto número de razones para resistir la urgencia de tomar al pie de la letra esta visión horrífica de la expansión.

EMBELLECIMENTOS RETóRICOS

Primero que nada, resulta fundamental considerar los motivos, o posibles motivos, que subyacen detrás de las fuentes, así como ponderar (y, en algu­nos casos, incluso descartar) los informes. Así como puede afirmarse que la mayoría de las fuentes islámicas abrazan una visión kerigmática de los orí­genes del Islam, la cual acentúa el papel activo, frecuentemente militar de los Creyentes, es posible afirmar que las diferentes fuentes cristianas tam­bién tienen agenda y objetivos intelectuales, así como limitaciones prácti­cas en tanto fuentes, lo cual debe tener efecto sobre la manera en que nosotros, los historiadores, las leemos.

Por ejemplo, al considerar los escritos de Sofronio, es importante recor­dar que algunos de sus comentarios negativos más estridentes acerca de la expansión provienen de sus sermones, los cuales tenían como propósito, no ofrecer descripciones sobrias para las generaciones posteriores, sino persua­dir a los oyentes de su tiempo para que enmendaran sus errores.25 Sofronio considera que las adversidades de su relato son castigos enviados por Dios “a causa de nuestros pecados sin número y nuestra mala conducta”. Al final de su sermón, Sofronio enumera las atrocidades de los sarracenos para dejar claro que los cristianos deben reformar su conducta, pues estas atrocidades no son más que un castigo enviado por Dios. Como hemos visto, hace una serie de preguntas acerca del derramamiento de sangre humana, la demo­lición de las iglesias y describe el saqueo, la devastación y el incendio de pueblos, iglesias y monasterios. ¿Cuánto de esto no es un adorno retórico para lograr que el público a quien Sofronio se dirige enderece sus caminos empecatados? Pues sucede que, a pesar de que Sofronio describe una de­

25 R. Hoyland, op. cit., pp. 69­73.

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vastación extensa, se debe notar que apenas hay indicios arqueológicos del incendio de pueblos, el saqueo de ciudades o la destrucción de monaste­rios durante la expansión inicial.

Más aún, como señala Hoyland, la retórica de Sofronio puede haberse conformado en parte de acuerdo con un deseo para adaptar las circunstan­cias a las profecías bíblicas; su referencia a “los sarracenos vengativos que odian a Dios, el aborto de desolación claramente anunciado por los profe­tas...” hace eco de Isaías 13 o 24. De manera semejante, la referencia de Anastasio de Sinaí a “Amalec” como sobrenombre para los Creyentes toma su modelo de Jueces 6, 1­5, donde los israelitas son castigados por su maldad con incursiones de “un pueblo del este”.26 Cabe dudar si, como historiado­res modernos, debemos aceptar dichos pasajes como si fueran una descrip­ción pura, más que el eco de temas de la Biblia. En tales casos, al parecer la meta de Sofronio consiste en reforzar en la mente de su público original la necesidad de evitar el pecado y la herejía; para alcanzar ese fin, bien pue­de haber exagerado la seriedad de la situación que estaba viviendo.

REFERENCIAS INDETERMINADAS

Al evaluar las narraciones literarias de la expansión, hay que considerar que los autores de fuentes no­árabes no siempre dejan claro quién perpetró la violencia que describen. En ocasiones, los agentes de las atrocidades son llamados simplemente tayyaye o sarakenoi, lo cual puede —o tal vez no— hacer referencia a miembros del movimiento de los Creyentes. El resulta­do es que la expansión de los Creyentes puede asociarse con violencia generada por personas que realmente no pertenecían al movimiento, sino que eran meros bandidos y forajidos que se aprovechaban de las condicio­nes de inestabilidad para salir gananciosos. Por ejemplo, el sermón de So­fronio menciona ataques de los “sarracenos”, pero no queda claro a partir de lo que dice si estos “sarracenos” formaban parte del ejército del movi­miento de los Creyentes; puede ser el caso que se haya tratado simplemen­te de beduinos merodeadores o bandas de ladrones, que eran una plaga común en la región décadas antes de las conquistas.

26 R. Hoyland, op. cit., p. 103.

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INTERPOLACIóN DE CONDICIONES POSTERIORES

A veces las crónicas —en particular aquellas que fueron redactadas más adelante— contienen quejas que pudieran reflejar condiciones que ocurrie­ron en el futuro, proyectándolas al tiempo de la “conquista”. Es bien sabido que la actitud de los gobernantes musulmanes hacia sus súbditos cristianos se endureció a finales del siglo ii/viii. Por ejemplo, la Crónica Zuqnin hace notar que en AG27 1003 (691­692 d.C.), ‘Abd al­Malik (m. 705) ordenó que se realizara un censo, que condujo al establecimiento de una capitación. La crónica señala: “De aquí surgió toda clase de males contra la nación cristiana”.28 No obstante, bien puede ser que tales quejas se levanten por­que, después de la expansión, los clérigos en particular también quedaron obligados a contribuir con la capitación, y los autores de la mayoría de las fuentes cristianas eran clérigos. Como veremos a continuación en el Synodi-con Orientale el catolicós nestoriano Jorge (ca. 661­681) objeta contra las con­tribuiciones que los clérigos deben pagar como si fueran laicos.29 En otras palabras, en algunas fuentes cristianas las quejas contra la opresión durante la “conquista” podrían reflejar el malestar entre monjes y clérigos de una época más tardía, quienes por primera vez debían enfrentar el pago de im­puestos y la pérdida de privilegios de los viejos tiempos. Lo que no queda tan claro es cuál pudo haber sido la suerte de la población en general (a dife­rencia de la élite clerical), y si hubo grandes diferencias entre los nuevos gobernantes y los bizantinos que les precedieron, quienes, al igual que los omeyas, estaban interesados en recaudar impuestos de los plebeyos.

TIEMPOS INQUIETOS

También es importante tomar nota de que muchas de las referencias en­contradas en fuentes cristianas acerca del derramamiento indiscriminado de sangre por parte de los nuevos gobernantes estaba explícitamente vin­culado con el colapso de la autoridad central, tal como sucedió durante las

27 AG: Anno Graecorum; sistema de fechas usado en las antiguas civilizaciones helenísticas, entre ellas la siria.

28 A. Palmer, op. cit., p. 57.29 Véase infra R. Hoyland, op. cit., p. 194.

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dos guerras civiles. Por ejemplo, la Crónica hace notar que en AG 967 (655­656 d.C.) “‘Murió Utmán, rey de los tayyaye. El pueblo se enfrentó en una guerra civil y el país entró en desorden, los tayyaye estaban en confusión y grandes males asolaban el lugar. Derramaron torrentes de sangre entre los suyos. Saturaron la tierra con la sangre de los suyos”.30 Lo mismo en AG 993 (681­682 d.C.), cuando la Crónica Zuqnin describe el caos prevalecien­te durante los primeros años del califato de ‘Abd al­Malik: “En este tiempo el pueblo se enfrentó durante nueve años en una guerra civil porque los tayyaye no querían sujetarse a la misma cabeza. En estos nueve años no hubo término para las guerras y los males”.31 Sin embargo, al parecer los desmanes y violencias ocurridas durante ese periodo de incertidumbre po­lítica estaban dirigidios a los Creyentes por lo menos en la misma medida, sin ocuparse directamente de los cristianos en particular o de otras gentes fuera de la comunidad de los Creyentes.

REALIDADES DE LA INVASIóN

Por último, es justo recordar que la invasión de un país por parte de un ejército extranjero casi siempre entraña actos de violencia. Incluso el más disciplinado de los ejércitos reclutará soldados indisciplinados dispuestos a aprovecharse de la fuerza que controlan y del desorden generalizado en las instituciones políticas y sociales para dedicarse a la extorsión, el pillaje, la violación y el asesinato. (Los actuales pobladores de Irak ciertamente pue­den ofrecer testimonio de esta perogrullada.) Por lo tanto, es de esperarse que los cronistas cristianos y otros autores, al describir la primera irrupción de los Creyentes árabes, tomen nota de tales episodios; sin embargo, debe­mos estar alerta antes de concluir a partir de esos escritos que la expansión del movimiento de los Creyentes estuvo de alguna manera marcado por niveles excepcionales de violencia. No obstante, el modelo de la conquista violenta hace de tal violencia no sólo una característica concomitante de la expansión, sino una parte esencial de ésta, incluso su raison d’être: se de­nuncian las conquistas islámicas no solamente por algunas consecuencias

30 A. Palmer, op. cit., pp. 58­59.31 Ibid., p. 57.

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adversas, semejantes a las de cualquier guerra, sino por ser diferentes en tanto que su objetivo era la sujeción fanática, represiva y destructora de todo aquel que no fuera musulmán.

No obstante, semejante punto de vista no considera que las mismas fuentes cristianas también abundan en comentarios sumamente críticos acerca de la violencia perpetrada contra las poblaciones cristianas por parte de los ejércitos musulmanes y sus aliados, si bien suele quedar implícito que el dominio bizantino era el “buen” gobierno que los Creyentes “malos” derrocaron. Considérense a manera de ejemplo las palabras de la Crónica Zuqnin sobre el año AG 935 (623­624 d.C.), cuando los generales bizantinos Procopio y Teodoro invadieron el pueblo de Batnon da­Serugh “con gran furia; saqueando y devastando, tomando cuantos cautivos quisieron...”32 O considérense los informes de Dionisio de Tell­Mahre conforme los ejércitos bizantinos marchaban a través de Siria en camino a la batalla del Yarmuk: “Conforme los romanos marchaban hacia el campamento de los tayyaye, cada ciudad y pueblo lanzaba amenazas a su paso, si se habían rendido ante los tayyaye . Por lo que toca a los crímenes de los romanos durante la marcha, son inenarrables y su misma excentricidad no alcanza a ser concebida por la mente...”33 Poco después, Dionisio ofrece un informe bastante sobrio de los acontecimientos ocurridos al norte de Mesopotamia en la década de 630:

Por estos tiempos David el Armenio, general de Roma que estaba en contacto con un tal Valentín en Occidente, lanzó una estrategia que debía aniquilar a los tayyaye de Siria con invasiones simultáneas del este y del oes­te. Pero los tayyaye fueron advertidos. Tomaron la iniciativa y atacaron pri­mero a Valentín y le infligieron una derrota aplastante. Cuando David llegó a Mesopotamia le dijeron que ahí no había tayyaye. Habían ido a recoger los despojos de la compañía de romanos de Valentín. Así fue como David le­vantó el campamento y se dirigió contra el pueblo de Beth Ma’de. Sus sol­dados no tuvieron escrúpulos al robar a los pobladores hasta la última de sus posesiones. También torturaron con crueldad a varones y mujeres para des­cubrir los tesoros que habían sido sepultados debajo de la tierra. Por encima de los gritos, las quejas, las lágrimas y los ayes se levantaron los lamentos de

32 Idem.33 Ibid., p. 157.

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las mujeres bien nacidas, las hijas de hombres de buena cuna, con quienes los soldados fornicaban en adulterio lascivo, de manera abierta, sin vergüen­za alguna, ante los ojos de sus esposos mismos y a la vista de todos.34

En suma, cuando consideramos todo el contexto alrededor de los infor­mes acerca de la “conquista violenta”, parece quedar claro que, a este res­pecto, el proceso de expansión muy probablemente fue semejante a lo que sucede la mayoría de las veces cuando un Estado se expande. Ciertamente hubo episodios militares e instancias de violencia gratuita en contra de los civiles, pero difícilmente se justifica hacer de éstos la característica princi­pal (¡o única!) que marca la expansión.

PRUEBAS EN CONTRA DEL MODELO DE LA CONQUISTA VIOLENTA

Más aun, las fuentes cristianas también presentan informes que muestran la expansión de los Creyentes bajo una luz mucho menos negativa, e inclu­so neutral. La Crónica Zuqnin, que examina con profundidad considerable la primera irrupción de los Creyentes y la expansión de su hegemonía, por lo general ofrece una descripción objetiva de diversos acontecimientos. Por supuesto, menciona las batallas importantes entre las fuerzas de los Cre­yentes y las de los bizantinos o los sasánidas, pero al hacerlo no menciona atrocidades ni masacres de las poblaciones civiles (salvo excepciones que de hecho resultan muy iluminadoras, acerca de las cuales abundaremos a continuación). Considérese a manera de ejemplo esta descripción sobre el año AG 932 (620­621 d.C.): “Los tayyaye conquistaron el país de Palestina hasta el río Éufrates y ahí [esto es, en Palestina] los tayyaye implantaron su dominio”.35 O las dos entradas siguientes: “AG 944: Heraclio, rey de los romanos, bajó a Edesa y tuvo lugar la batalla de Gabitha; los persas [¡sic!] fueron desviados y dejaron Mesopotamia. AG 948 Los tayyaye cruzaron al norte de Mesopotamia y los romanos fueron desviados. Iyad entró en Edesa”.36 Esto resulta más contundente aún: “AG 952 (640­641 d.C.): Los tayyaye sitiaron Dara y la atacaron. Gran número de personas murió en am­

34 Ibid., p. 164.35 La traducción es de A. Palmer, op. cit., p. 56, levemente modificada (sustituí tayyae por “ára­

bes”, término que considero equívoco y anacrónico).36 A. Palmer, op. cit., p. 56, levemente modificado (véase nota precedente).

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bos bandos, pero en especial entre los tayyaye. A final de cuentas alcanzaron un acuerdo y conquistaron la ciudad. A partir de ese momento dejaron de matar gentes”.37

La Crónica Zuqnin presenta algunos casos de mortandad en masa, por ejemplo, como ya vimos, relata el sitio de Dvin, en Armenia, por parte de los Creyentes, cuando “muchas personas fueron asesinadas, hasta 1200 de los armenios”.38 Pero en definitiva esta es la excepción; en general, la cróni­ca retrata la expansión de los Creyentes de una manera mucho menos ne­gativa que las fuentes citadas antes. Si bien deja claro que implicó acciones militares, por lo general no las presenta como algo que haya involucrado atrocidades o violencia excesiva contra las poblaciones civiles.

Otra fuente de descripciones sorprendentemente temperadas de la ex­pansión de los Creyentes y el carácter de su dominio temprano es la Cróni­ca de Dionisio de Tell­Mahre. Como ya antes hicimos notar, Dionisio da cuenta de algunos informes de violencia asociada con la expansión tempra­na en Palestina y con las conquistas realizadas por Mu‘awiya en Cesárea y Eucatia.39 No obstante, también dice cómo, cuando el califa Abu Bakr en­vió sus ejércitos a Siria, les ordenó respetar mujeres, niños, monjes, huertos y cultivos.También nos dice que Abu Bakr instruyó a los ejércitos de los Creyentes para que, si eran bien recibidos por una ciudad, hicieran un pacto y “les dieran todas las garantías posibles de que serían gobernados de acuer­do con sus leyes y según las costumbres que prevalecían antes de nosotros”.40 O, más aún, al describir las campañas de Khalid b. al­Walid en Siria (ca. 635­637), hace notar que “los tayyaye querían tomar cautivos y sa­quear, pero Abu ‘Ubayda, vasallo del rey Omar, los detuvo e hizo que en vez de ello la gente diera tributo”.41

Juan Bar Penkaye, autor de Mesopotamia que escribió en la década de 680, también ofrece comentarios contundentes acerca de los primeros Cre­yentes, los cuales sugieren que la transferencia de poder se hizo casi sin usar la fuerza.

37 Ibid., p. 57.38 Idem, p. 57.39 Ibid., pp. 165­166.40 Ibid., p. 145.41 Ibid., p. 155.

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No debemos pensar que la llegada [de los hijos de Agar] fue un acontecimien­to ordinario, sino que se debió a la intervención divina. Antes de llamarlos [Dios] los preparó de antemano para que rindieran honor a los cristianos, por tanto también tenían un mandamiento divino especial en lo concerniente a nuestro estado monástico, para que lo tuvieran en honor. Entonces, cuando esta gente llegó por mandato de Dios y tomó ambos reinos por así decirlo [esto es, Bizancio y Sasania], no en guerra ni con batallas, sino de una manera mo­desta, como cuando se saca el hierro del fuego,42 sin usar armas de guerra ni medios humanos [142*], Dios puso las victoria en sus manos de manera que las palabras {52} escritas acerca de ellas tuvieran cumplimiento, a saber, “Un hom­bre persiguió a mil y dos pusieron en fuga a diez mil”.43 Por otro lado, cómo es que hombres desnudos, cabalgando sin escudo ni armadura, pudieron vencer sin la ayuda divina, sin que Dios los hubiese llamado desde los confines de la tierra para, por su medio, destruir un “reino empecatado” y para humillar por su medio el orgulloso espíritu de los persas. Tuvo que pasar muy poco tiem­po para que el mundo entero fuera entregado a los tayyaye; quienes sometie­ron todas las ciudades fortificadas, tomando el control de mar a mar y de este a oeste.44

Sin embargo, el mismo texto poco después prosigue de una manera que sugiere que la violencia era frecuente, si no en la transferencia de poder, por lo menos en el dominio que le siguió: “Quién podría relatar la matanza que efectuaron en territorio griego, en Kush, en España y en tierras lejanas, tomando como cautivos a sus hijos e hijas y reduciéndolos a esclavitud y servidumbre. Contra aquellos que no dejaron de pelear contra el Creador en tiempos de paz y prosperidad, fue enviado un pueblo bárbaro que no les tuvo compasión”.45

Esta aparente contradicción en la narración de Bar Penkaye quizá se pueda explicar de la siguiente manera: cuando los Creyentes tomaron el poder por primera vez en las áreas centrales de lo que llegaría a ser su nue­

42 En una nota, Brock señala una paralelismo con Amós 4, 11 y Zacarías 3, 2.43 Brock señala un paralelismo com Deuteronomio 32, 30.44 S.P. Brock, “North Mesopotamia in the Late Seventh Century. Book XV of John Bar

Penkaye’s list Melle,” Jerusalem Studies in Arabic and Islam, 9, 1987, pp. 51­75. Los números entre llaves señalan la paginación en la traducción de Brock y los números con asteriscos se refieren a la paginación en la edición de A. Mingana, Sources syriaques, Leipzig, 1907. Este pasaje: Brock, 51­52, Mingana, 141*­142*.

45 S.P. Brock, op. cit.

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vo Estado (Siria, Irak, etc.) es posible que casi no haya habido lucha ni violencia en los campos y ciudades, y que el poder haya cambiado de ma­nos por medio de acuerdos y tratados, y que la violencia organizada que efectivamente ocurrió haya estado dirigida principalmente en contra de los ejércitos de los bizantinos y los sasánidas. Sin embargo, es posible que una vez establecidos en estas áreas los omeyas las hayan utilizado como base para atacar regiones más distantes (España, Grecia y los “territorios grie­gos” de Bar Penkaye), los cuales sometieron al saqueo. Un poco más ade­lante en el texto, Bar Penkaye habla del reinado de Mu‘awiya (660­680), diciendo que “la justicia floreció en su época, y hubo gran paz en las regio­nes sometidas a él; permitía a todos vivir como querían”.46 Pero más ade­lante hace notar que:

Las bandas de forajidos iban cada año a lugares distantes y a las islas y traían consigo cautivos de todos los pueblos bajo el cielo. Lo único que exigían era que cada persona les diera tributo (madatta), permitiéndole permanecer en la fe de su antojo. Entre ellos también había cristianos en vastos números, algu­nos herejes, algunos de los nuestros.47 Cuando Mu‘awiya accedió al trono, la paz a lo largo y ancho del mundo era tal como nunca la habíamos conocido, ni nuestros padres ni abuelos, ni se había visto nada semejante.48

De nuevo, estos pasajes sugieren que el régimen mantuvo la paz “en casa” mientras que lanzó ataques agresivos contra las comunidades fuera de sus dominios, con el fin de obtener botín y, acaso, incorporarlas a sus dominios en expansión.

En las fuentes cristianas también se pueden encontrar informes que su­gieren que el régimen establecido después de la expansión inicial no opri­mía a los cristianos, por lo menos al principio, sino que incluso les permitía desempeñar funciones importantes. Por ejemplo, en un pasaje del Synodicon Oriental el catolicós nestoriano Jorge I (ca. 661­681) escribe que “los creyen­tes [queriendo decir los nestorianos] en el poder no están autorizados para

46 S.P. Brock, op. cit., p. 61; A. Mingana, op. cit., pp 146*­147*.47 En una nota, Brock sugiere que esto hace referencia a los gasánidas o los lakmitas respecti­

vamente, aunque parece más probable que se refiera a diferentes orientaciones teológicas, proba­blemente nestorianos y monofisitas. F.M. Donner, “From Believers…”, op. cit., p. 44.

48 S.P. Brock, op. cit., p. 61; A. Mingana, op. cit., pp. 146*­147*.

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exigir capitaciones o tributos [del obispo] como lo pueden exigir de un laico”.49 Claramente, esto implica que era perfectamente normal y aceptable que un cristiano sirviera como agente de la autoridad estatal, incluso cobran­do impuestos, siempre y cuando no afectara a los clérigos, quienes por tradi­ción quedaban exentos de impuestos. Dionisio de Tell­Mahre informa que en tiempos de ‘Abd al­Malik, “los cristianos todavía ejercían funciones como escribas, jefes y administradores en los territorios de los tayyaye”.50 Dionisio también cuenta cómo ‘Abd al­Malik nombró a un adinerado y há­bil cristiano de Edesa, Atanasio Bar Gumoye (quien murió después de 705?), para que sirviera como tutor del hermano de ‘Abd al­Malik, ‘Abd al­‘Aziz, quien todavía era un niño cuando lo designó emir de Egipto; Atanasio fue el verdadero gobernante de Egipto y sus hijos ocuparon importantes puestos en la admnistración del ejército.51 Incluso el servicio en las milicias omeyas no estaba fuera del alcance de los clérigos (ni por orden de los ome­yas ni de la Iglesia), como lo deja claro un pasaje de Jacobo de Edesa (muer­to en 708): “Si la necesidad es imperiosa, un diácono puede servir a los soldados en campaña y, si lo obligan los tayyaye, un monje o un presbítero puede tomar parte en una batalla, aunque habrá de quedar suspendido si llega a matar a alguien”.52 En este contexto también debemos advertir la existencia del Linaje de Simeón de las Aceitunas (monofisita muerto en 734), donde se afirma que Simeón fue “con el gran rey de los tayyaye”, quien le extendió un documento “donde ordenaba que los ritos y leyes de los cristia­nos fueran observados en todos los dominios de los tayyaye”.53

En suma, encontramos que las fuentes cristianas no sólo contienen nu­merosos informes que parecen fortalecer el modelo de la conquista violen­ta para la expansión del Islam, sino también cierto número de informes que parecen sugerir una imagen radicalmente diferente. Aunque de cualquier modo esta imagen involucra el avance de la hegemonía de un nuevo Estado, el nuevo régimen parece avanzar no solamente por medio de la violencia,

49 R. Hoyland, op. cit., p. 194.50 A. Palmer, op. cit., pp. 201­202; Hoyland, op. cit., p. 158.51 A. Palmer, op. cit., pp. 202­205. 52 R. Hoyland, op. cit., p. 161. Cita a Jacob, Replies to Addai núm. 79­80; la traducción se en­

cuentra en R. Hoyland, op. cit., Excursus A, pp. 605­606. 53 R. Hoyland, op. cit., p. 171.

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sino también a través de frecuentes acomodos con la población “conquista­da”, que tiene participación en las operaciones del régimen en el periodo subsiguiente.

Más aun, las evidencias arqueológicas, muchas de las cuales han salido a la luz en años recientes, levantan cada vez más dudas acerca de la exactitud del modelo de la conquista violenta. La destrucción generalizada de pue­blos y ciudades que este modelo da por hecho prácticamente no encuentra confirmación en los registros arqueológicos. Como dice Peter Pentz: “La conquista de Siria en el siglo vii es (en términos arqueológicos) completa­mente invisible”.54 Este hecho apunta sobre todo hacia la necesidad de encontrar una manera de ver con matices los acontecimientos que rodean a la expansión del movimiento de los Creyentes.

CONCLUSIONES

En este punto hay que ser claros: no es posible considerar la expansión temprana de los Creyentes como una operación completamente pacífica, exenta de violencia o coerción contra las poblaciones conquistadas. Tam­poco es posible afirmar que la expansión haya sido llevada a cabo sin ejérci­tos ni batallas. Las fuentes son consistentes en cuanto a las confrontaciones militares, en las que se presentaron casos de pillaje y destrucción, se to­maron cautivos como esclavos o rehenes, y las pruebas simplemente son demasiado fuertes como para pasar por alto tales cosas, con ligereza histo­riográfica. Sin embargo, como hemos visto, parece probable que la expan­sión de los Creyentes en el Cercano Oriente y el cambio de hegemonía que acompañó a la expansión probablemente no haya sido más violen ta que otros casos de expansión política de la época. La cuestión más bien es si, concentrándonos en estos aspectos de la expansión, reales como son, nos fundamentamos en bases adecuadas para comprender la naturaleza de la transformación que estaba ocurriendo.

El problema con el modelo de la conquista violenta es que no deja lugar para el acomodo, la concesión, la colaboración ni la cooperación entre los

54 P. Pentz, The Invisible Conquest. The Ontogenesis of Sixth and Seventh Century Syria, Copenha­gue, National Museum of Denmark, 1992, p. 74.

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nuevos gobernantes y las poblaciones (incluyendo las poblaciones cristia­nas) que gobernaban. Tal cooperación no cabe ni en la visión “heroica” de las narraciones musulmanas posteriores del género futuh ni en la visión “ho­rrífica” de algunas fuentes cristianas. No obstante, sabemos por ejemplos aislados, que se suman a los que ya mencionamos antes, que la cooperación entre gobernantes y gobernados se produjo; también es posible mencionar el papel bien conocido de administradores cristianos como, en la burocracia omeya, Sergio b. Mansur (muerto ca. 700) y su hijo, Juan de Damasco (muerto en 749) , o el papel desempeñado por jefes cristianos de la tribu kalb en el ejército omeya. Para avanzar más allá de las visiones “heroicas” u “horríficas” de la expansión, los historiadores deben buscar con mayor cuidado evidencias del trabajo conjunto entre los nuevos gobernantes y sus súbidtos, con el fin de forjar un nuevo orden político y social. Solamente así podremos llegar a comprender la profunda transformación que ocurrió en el siglo i/vii, y cómo el nuevo régimen de los omeyas fue capaz de lograr no sólo la dominación a largo plazo, sino un dominio duradero y relativamente estable —la qada’ al-mu’minin (jurisdicción o imperio de los Creyentes)— en el Cercano Oriente.

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Dossier

Cristianos y musulmanes en Bagdad en el siglo x*

rafael ramón guerrero

Se sabe de la existencia de numerosas comunidades cristianas desde muy antiguo en los lugares donde fue fundada la ciudad de Bagdad.

Estas comunidades, que sufrieron persecución en la época anterior a la llegada del Islam,1 pertenecían a distintas confesiones de la Iglesia cristia­na: nestorianos, monofisitas o jacobitas, melkitas, maronitas,2 que usaron primero el griego y más tarde el siriaco como lenguas de comunicación, por lo que se vieron entonces obligados a realizar traducciones de los textos griegos que empleaban en su formación teológica. En estas comunidades se estudiaba el saber griego ya en los siglos iv y v aunque, como se ha pues­to de manifiesto recientemente,3 la introducción de Aristóteles en ellas no se produjo hasta el siglo vi, por mediación del patriarca nestoriano Mar Abâ (fl. 540­552); el trabajo de Sergio de Reš‘ayna (m. 536), estudioso en la es­cuela de Ammonio en Alejandría, médico y traductor de textos de Galeno, Aristóteles y el Pseudo­Dionisio al siriaco4 y, en fin, de las obras del tam­bién teólogo nestoriano y filósofo Paulo el Persa,5 de quien sólo se sabe que

*Este texto apareció originalmente en Mapping Knowledge. Cross-Pollination in Late Antiquity and the Middle Ages, Charles Burnett y Pedro Mantas (eds.), Córdoba, Oriens Academic/cneru/The Warburg Institute, 2014, pp. 277­293.

1 Cf. M. Allard, “Les chrétiens à Bagdâd”, Arabica, 9, 1962, pp. 375­388, esp. pp. 375­377.2 Cf. S.K. Samir, “La littérature arabe médiévale des Chrétiens”, en M. Abumalham (coord.),

Literatura árabe cristiana, Anejos­Ilu, 2001, pp. 21­49.3 Cf. D. King (trad. y comentarios), The Earliest Syriac Translation of Aristotle’s Categories, Lei­

den, Brill, 2010, pp. 7­8.4 Cf. H. Hugonnard­Roche, La logique d’Aristote du grec au syriaque, París, Vrin, 2004, pp. 123­

231; esp. pp. 125­131.5 Cf. D. Gutas, “Paul the Persian on the Classification of the Parts of Aristotle’s Philosophy: A

Milestone between Alexandria and Bagdâd”, Der Islam, 60, 1983, pp. 231­267.

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rafael ramón guerrero

trabajó en la corte de Cosroes II (531­578). Las regiones que los árabes conquistaron a los persas y a los bizantinos aún estaban helenizadas y la fi­losofía y la ciencia griegas eran conocidas allí.

El trabajo de los cristianos sirios de traducción de una parte importante de las obras filosóficas es conocido desde antiguo. Los bio­bibliógrafos ára­bes y musulmanes y algunos otros escritores reconocieron su importancia en la labor pionera de versión de los textos aristotélicos.

Más tarde ya, desde el siglo xviii, con la obra del maronita libanés Yusuf ibn Sim’un as­Sim’ani, más conocido como Giuseppe Simone Assemani (m. 1768),6 las referencias a los trabajos de los sirios comenzaron a ser cono­cidas en Europa. Las obras de Joannes Georgius Wenrich,7 Ernest Renan8 y Anton Baumstark9 establecen cómo se interesaron especialmente por las obras lógicas de Aristóteles.10 De Lacy O’Leary11 ilustra la importancia de los sirios monofisitas y nestorianos en la recepción de Aristóteles y su trans­misión al mundo árabe. Existe un clásico texto de al­Fârâbî: es aquel en el que narra el desarrollo de la filosofía de Aristóteles en Alejandría y su trans­misión al mundo árabe y en el que culpa al cristianismo por no haber per­mitido estudiar y desarrollar la lógica aristotélica. Vale la pena reproducir aquí este texto:

6 G.S. Assemani, Bibliotheca Orientalis Clementino-Vaticana in qua manuscriptos codices Syriacos, Arabicos, Persicos, Turcicos, Hebraicos, Samaritanos, Armenicos, Aethiopicos, Graecos, Aegyptiacos, Iberi-cos, et Malabaricos, jussu et munificentia Clementis XI Pontificis Maximi ex Oriente conquisitos, compara-tos, et Bibliotecae Vaticanae addictos Recensuit, digessit, et genuina scripta a spuriis secrevit, addita singulo-rum auctorum vita, Joseph Simonius Assemanus, Syrus Maronita, Roma, 1719­1728.

7 G. Wenrich, De auctorum graecorum versionibus et commentariis syriacis arabicis armeniacis persi-cisque commentatio, Lipsiae, 1842.

8 E. Renan, De philosophia peripatetica apud syros commentationem historicam, Parisiis, 1852.9 A. Baumstark, Geschichte der syrischen Literatur, Bonn, A. Marcus und E. Webers Verlag, 1922.10 E. Renan, De philosophia peripatetica apud syros, pp. 39­40: “Ex his quae supra dixi satis

apparet philosophiam Syrorum totam in Aristotele substitisse, ipsos vero ex Aristotelis encyclio­paedia solum Organon pertractasse, imo illi toti Organo tractando impares, primas paginas logici syntagmatis non supergressos. Isagoge, Categoriae, Liber Περι ‘Ερμηνείας mille modis vertun­tur, exponuntur, retractantur. Analytica priora rarius apud Syros occurrunt, ac fere semper in epi­tomen redacta. Analytica posteriora seu Apodictica nullis in membranis veteribus inveni, quam­vis de iis auctores Syri non raro mentionem faciant. Topica et Sophistici Elenchi paucis paginis comprehendi solent”.

11 De Lacy O’Leary, Arabic Thought and Its Place in History, Londres, Kegan Paul, 1922, pp. 1­55.

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La filosofía se difundió en la época de los reyes griegos; después de la muerte de Aristóteles continuó en Alejandría hasta los últimos días del reinado de la mujer [Cleopatra]. Tras la muerte de Aristóteles, la enseñanza [de la filosofía] permaneció allí en el mismo estado hasta que reinaron los trece reyes. Durante la época de éstos se sucedieron doce maestros de filosofía, uno de ellos el lla­mado Andrónico. El último de estos reyes fue la mujer, a la que el emperador romano Augusto venció y mató, apoderándose de su reino. Cuando se hubo establecido en él, se ocupó de las bibliotecas y encontró en ellas manuscritos de los libros de Aristóteles, copiados durante su vida y durante la vida de Teo­frasto. Vio también que los maestros y los filósofos habían escrito libros sobre las mismas cuestiones de que se había ocupado Aristóteles. Ordenó, entonces, que se copiaran los libros que habían sido escritos durante la vida de Aristóte­les y de sus discípulos, y que fueran usados en la enseñanza y se abandonaran los demás. Confió esta tarea a Andrónico y le mandó que copiara manuscritos para llevarlos a Roma y otros para dejarlos en la escuela en Alejandría. Le orde­nó también que designara a un maestro para que ocupara su lugar en Alejan­dría y que él lo acompañara a Roma. De esta manera, la enseñanza de la filosofía fue establecida en dos lugares. Así continuó hasta que llegó el Cristia­nismo. Fue entonces cuando la enseñanza fue suprimida en Roma, pero per­maneció en Alejandría hasta que el rey cristiano tomó en consideración el asunto. Se reunieron los obispos y deliberaron sobre las partes de esta enseñan­za que había que mantener y las que había que suprimir; decidieron que de los libros de lógica debía enseñarse hasta las figuras asertóricas, pero no lo siguien­te, porque en ello veían un peligro para el Cristianismo, mientras que lo que permitían enseñar podía servir para el triunfo de su religión. Esto fue pública­mente enseñado, pero el resto permaneció oculto para la enseñanza hasta que, largo tiempo después, llegó el Islam. Luego se trasladó la enseñanza desde Alejandría a Antioquía, donde permaneció largo tiempo, hasta que sólo quedó un maestro. Éste tuvo dos discípulos, que se marcharon llevándose los libros. Uno de ellos era de Harrân y el otro de Marw. Con el de Marw estudiaron dos hombres, Ibrâhîm al­Marwazî y Yûhannâ b. Haylân. Con el de Harrân estudia­ron el obispo Isrâ’îl y Quwayrî. Viajaron a Bagdad. Isrâ’îl se ocupó de los asun­tos religiosos y Quwayrî se dedicó a la enseñanza. Yûhannâ b. Haylân también se ocupó de su religión. Ibrâhîm al­Marwazî retornó a Bagdad y se estableció allí, estudiando con él Mattà b. Yûnus. En esa época todavía se estudiaba hasta el final de las figuras asertóricas. De sí mismo al­Fârâbî dijo que estudió con Yûhannâ b. Haylân hasta el final del “Libro de la Demostración” (Anal. Post.). Lo que hay después de las figuras asertóricas suele ser llamado “la parte que no se estudia”. Pero comenzó a serlo y llegó a ser costumbre entre los maestros

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musulmanes estudiar más allá de las figuras asertóricas, en tanto que era posi­ble en la medida de la capacidad humana. Y por eso dijo al­Fârâbî que él había estudiado hasta el final del Libro de la Demostración.12

A pesar de cuanto aquí afirma al­Fârâbî en relación con lo permitido del texto del Organon, cuya lectura según él llegaba hasta el capítulo séptimo del libro I de los Analíticos Primeros, es decir, al final del tratamiento del si­logismo categórico, hay que decir que los cristianos sirios conocieron tam­bién la totalidad del Organon,13 aunque parece cierto que tuvieron menos interés en los silogismos modales.

Una opinión parecida acerca de la influencia negativa del cristianismo sobre la ciencia griega la expresó el historiador al­Mas‘ûdî, en su gran obra Murûŷ al-dahab [Las praderas de oro]:

Desde los tiempos de los griegos (al-yûnâniyyûn) antiguos y durante las prime­ras épocas del reino bizantino (mamlaka al-rûm), la ciencia no dejó de desarro­llarse y de crecer. Los sabios y los filósofos, llenos de testimonios de respeto y de consideración, aplicaron sus investigaciones a la física, al estudio del cuerpo, de la razón, del alma, así como a las matemáticas, que comprendían la aritméti­ca (aritmâtiqâ), que es la ciencia de los números; la geometría (ŷawmatrîqâ), que es la ciencia de las superficies, es decir, la handasa; la astronomía (astrunû-miyyâ), que es la ciencia de los cuerpos celestes, y la música (mûsîqâ), que es el arte de disponer los sonidos. Las ciencias poseían honor y gozaban de prestigio universal. Asentadas sobre bases sólidas y grandiosas, se elevaban cada día más, hasta que la religión cristiana hizo su aparición en Bizancio (Rûm). Fue un golpe fatal para el edificio científico: sus vestigios desaparecieron y sus vías se

12 Ibn Abî Usaybi‘a, ’Uyûn al-anbâ’ fî tabaqât al-atibbâ’ [“Fuentes de información sobre las clases de los médicos”], N. Rida (ed.), Beirut, 1965, pp. 604­605. Sobre este texto, véase el estu­dio de M. Meyerhof, “Von Alexandrien nach Bagdad. Ein Beitrag zur Geschichte der philoso­phischen und medizinischen Unterrichts bei den Arabern”, Sitzungsberichte der Preussischen Akade-mie der Wissenschaften, Phil.­Hist. Klasse., 33, 1930, pp. 389­429. Sobre algunas inexactitudes contenidas en el artículo de Meyerhof, cf. G. Strohmaier, “‘Von Alexandrie nach Baghdad’, eine fiktive Schultradition”, en Paul Moraux gewidmet (ed.), Aristoteles, Werk und Wirkung, Berlín­Nueva York, J. Wiesner, 1987, vol. II, pp. 380­389. Véase también J. Lameer, “From Alexandria to Baghdad: Reflections on the Genesis of a Problematical Tradition”, en G. Endress y R. Kruk (eds.), The Ancient Tradition in Christian and Islamic Hellenism. Studies on the Transmissions of Greek Philosophy and Sciences dedicated to H.J. Drossaart Lulofs, Leiden, J. Brill, 1997, pp. 181­191.

13 Cf. J.W. Watt, Al-Farabi and the History of the Syriac Organon, Piscataway, Gorgias Press, 2009. Cf. D. King, op. cit., p. 12.

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suprimieron. Todo lo que los antiguos griegos habían sacado a la luz se esfumó y se alteraron los descubrimientos debidos al genio antiguo.14

Tanto este texto como el de al­Fârâbî, en los que parece que la filosofía y la ciencia se detuvieron en su desarrollo por la aparición del cristianismo,15 quedan descalificados por la tarea que las comunidades cristianas de orien­te —después de la fundación de Bagdad—, hicieron en pro de la filosofía y de la ciencia.16 Sin embargo, el propio texto de al­Fârâbî muestra cómo él mismo continuó la obra realizada por los cristianos sirios, al afirmar que fue discípulo del nestoriano Yuhannâ b. Haylân (m. 941). Los cristianos sirios cultivaron las ciencias, especialmente las matemáticas, la astronomía y la medicina, además de la filosofía.17 Recuérdese cómo la comunidad nes­toriana de Ŷundišapûr disponía de centros de estudio de medicina, con su hospital, y de astronomía, con un observatorio.18

Con la llegada del Islam y la implantación de la lengua árabe, los cristia­nos sirios comenzaron pronto a utilizar esta lengua, y existen testimonios de que ya en la primera mitad del siglo viii se escribían textos teológicos en árabe en diversos monasterios melkitas de Palestina,19 en donde más tarde el monje sirio Teodoro Abû Qurra (ca. 750­820),20 residente en el monaste­

14 Maçoudi, Les prairies d’or. C. Barbier de Meynard y Pavet de Courteille (trad. y notas), tomo 2, París, Imprimerie Impériale, 1863, pp. 320­321.

15 Según Dimitri Gutas, la intención de al­Fârâbî era presentar la filosofía en el mundo islámi­co como una supervivencia de la filosofía griega bajo el patrocinio del Islam y abandonada por el cristianismo de Alejandría, cf. D. Gutas, “The ‘Alexandria to Baghdad’ Complex of Narratives. A Contribution to the Study of Philosophical and Medical Historiography among the Arabs’, Docu-menti e Studi sulla Tradizione Filosofica Medievale, 10, 1999, pp. 155­193.

16 Cf. D. King, op. cit., pp. 13­17.17 Cf. J. Habbi, “L’importance de la culture dans l’Eglise d’Orient Assyro­Chaldéenne’, Bu-

lletin of the John Rylands University Library of Manchester, 78, 1996, pp. 101­110.18 Véanse D. Campbell, Arabian Medicine and its Influence on the Middle Ages, Londres, Routle­

ge/Kegan Paul, 1926, pp. 46­48, 60; D. Jacquart y F. Micheau, La médecine arabe et l’occident médié-val, París, Maisonneuve & Larose, 1990, pp. 28­29; L. Sterpellone y M. Salem Elsheikh, La medi-cina arabe. L’Arte medica nei Califfati d’Oriente e d’Occidente, Milán, Ciba Edizioni, 1995, pp. 11­14.

19 Cf. d. Urvoy, Histoire de la pensée arabe et islamique, París, Éditions du Seuil, 2006, pp. 197­198.20 G. Monnot, “Abu Qurra et la pluralité des religions”, Revue de l’Histoire des Religions, 1, 1991,

pp. 49­71. Véase también J.P. Monferrer, “Una muestra de Kalâm cristiano: Abû Qurra en la sección novena del Kitâb muyâdalat ma’ al-mutakallimîn al-muslimîn fî maylis al-jalîfa al-Ma’mûn”, en J. Solana, E. Burgos y P.L. Blasco (eds.), Las raíces de la cultura europea. Ensayos en homenaje al profesor Joaquín Lomba, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza/Institución Fernando el Ca­

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rio de Mâr Sâbâ, en las cercanías de Jerusalén, compuso al menos una do­cena de escritos en árabe, además de diversas obras en griego.

Inicialmente los escritos de estos cristianos constituyeron una literatura apologética, pero con el transcurso del tiempo se convirtió en una literatu­ra de controversia y refutación, sin que propiamente implicara un diálogo islamo­cristiano. Conviene destacar que muchas veces en estos textos se explican, en griego, los términos filosóficos usados, porque la lengua árabe todavía no estaba preparada para expresar los respectivos conceptos, que se veían complicados, además, por las distintas concepciones mantenidas por las diferentes iglesias, que hacían difícil formularlas en un vocabulario riguroso.

Estas controversias representan el primer momento de encuentro de dos civilizaciones distintas y dispares y la lucha que mantuvieron entre sí por la primacía de las ideas y, en consecuencia, de su propia civilización, frente al “malestar” que se adivinaba en la contraria. Los puntos clave en estas discusiones tenían que ver con dos asuntos vitales para ambas religio­nes: Dios y su Palabra.

Se han conservado varias de estas controversias. La más conocida y la que en pocas palabras expresa lo más importante de todas es el diálogo ficticio entre un musulmán y un cristiano escrito por San Juan Damasceno (m. 749), conocido por el título de Controversia entre un musulmán y un cris-tiano, inserto en su Liber de Haeresibus,21 obra en la que afirma que Mahoma sostuvo que Dios le había enviado un libro en el que exponía ideas dignas de risa y algunas doctrinas de la Biblia, conocidas muy superficialmente por él por haber mantenido algunas conversaciones con un monje arriano. La Controversia se centra en los problemas de la omnipotencia divina y la liber­tad humana, por una parte, y en cuestiones cristológicas, que también afec­taban a las comunidades cristianas, por otra. En la controversia tercera, que versa sobre Cristo como Verbo de Dios, el cristiano le plantea al musulmán

tólico, 2004, pp. 207­222; también de J. P.Monferrer, “’Apologética racionalista de Abû Qurra en el Maymar fî wuyûd al-Hâliq wa-l-dîn al-qawîn II/2,12­14”, Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 22, 2005, pp. 41­56. Cf. K. Samir, Abu Qurrah: vida, bibliografía y obras, Córdoba, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, 2005.

21 J.P. Migne, Patrologia Graeca, vol. 96, cols. 1336 ss. Edición crítica B. Kotter, Die Schriften des Johannes von Damaskos. Liber de Haeresibus, opera polemica, vol. IV, Berlín, Walter de Gruyter, 1981, pp. 420­438.

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una cuestión que los mismos musulmanes estaban debatiendo entre sí: si la Palabra de Dios es creada o increada.

A este propósito cabe recordar una discusión entre un teólogo musul­mán mu‘tazilí y un partidario del antropomorfismo literal: aquel acusaba a éste de compartir la doctrina de los cristianos sobre Cristo, según ha trans­mitido el erudito y bibliógrafo Ibn al­Nadîm, quien también cuenta la si­guiente anécdota, típica de esta discusión en el Islam:

‘Abd Allâh ibn Muhammad ibn Kullâb el algodonero (al-Qattân) mantenía una disputa con ‘Abbâd ibn Sulaymân, pues decía que la palabra “Allâh” era Allâh y ‘Abbâd decía que por [afirmar] eso era cristiano. Abû l­‘Abbâs al­Bagâwî dijo: “Hemos estado con Pythion el cristiano, que se encontraba en la parte oeste del barrio de los griegos (dâr al-rûm); en el curso de nuestra conversación, le he preguntado por Ibn Kullâb y me ha respondido: “Que Dios tenga piedad de su alma; vivía cerca de mí y se quedaba en este rincón (me señaló un rincón de la iglesia). Había aprendido ese dicho22 de mí. Si hubiese vivido más tiempo, ha­bríamos hecho cristianos a los musulmanes”. Al­Bagâwî añadió: “Muhammad b. Ishâq al­Tâlaqânî le preguntó [a Pythion]: ¿Qué tienes que decir de Cristo (al-Masîh)? Respondió: Tengo que decir lo mismo que los sunníes dicen del Corán.23, 24

Así, para evitar la acusación de compartir doctrinas cristianas, algunos teó­logos distinguieron entre el Corán en su aspecto de revelación, que es crea­do, y como atributo divino de Palabra de Dios, que es eterno. Al sostener que este atributo se identifica con la esencia divina, porque en Dios todo es uno, los literalistas acusaron a los teólogos de haber afirmado que Dios no tiene atributos. Hubo más controversias y discusiones en las que en pocos casos hay testimonio de buena voluntad para conocer realmente al otro; la mayoría, sin embargo, se limita a un nivel rudimentario de reflexión.25 En todo caso, la controversia cristiano­musulmana ponía de manifiesto algunos “malestares” dentro de la civilización islámica, pero, a la vez, iba reflejando

22 Es decir, “que la palabra Dios es Dios”.23 A saber, que es increado y eterno. Por lo tanto, para el cristiano no hay diferencia entre los

musulmanes y los cristianos: ambos afirman la realidad eterna e increada del Verbo de Dios, esto es, de Cristo, con lo que viene a decir que reconocen las dos primeras personas de la Trinidad.

24 Kitâb al-Fihrist, G. Flügel, Leipzig, 1872, p. 180.25 D. Urvoy, op. cit., pp. 196­211.

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la superioridad intelectual de una cultura, la cristiana, sobre la otra, la mu­sulmana, carente ésta del bagaje intelectual que aquella había alcanzado tras un secular contacto con el pensamiento científico y filosófico griego.26

Por ello, esta literatura pronto comenzó a ejercer determinada influencia sobre los musulmanes,27 manifestándose especialmente entre los teólogos mu‘tazilíes, quienes muestran una proximidad de ideas con los cristianos, especialmente en lo que se refiere a las cuestiones del mal, la libertad y la predestinación, los atributos, etc., hasta el punto de que R. Arnaldez ha afirmado que las relaciones que algunos musulmanes mantuvieron con el pensamiento cristiano desempeñaron un importante papel en la elabora­ción de la teología mu‘tazilí.28 Otros estudiosos también habían insistido ya en la influencia de ideas y terminología cristianas en determinadas cues­tiones, como el debate sobre la libertad de la voluntad.29 Se puede decir, entonces, que la literatura y las controversias cristianas tuvieron una gran repercusión en el Islam respecto a la creación y consolidación de la teología islámica.

Los cristianos orientales contribuyeron también a la recepción del pen­samiento griego en el mundo árabe, propiciando lo que llegaría a convertir­se en la filosofía en el Islam. El proceso de asimilación de ese pensamiento

26 Sobre estas controversias cristiano­musulmanas pueden consultarse las siguientes obras: R. Haddad, La Trinité divine chez les théologiens arabes (750-1050), París, Beauchesne, 1985; P.G. Tar­tar, Dialogue islamo-chrétien sous le calife Al-Ma’mûn (813-834). Les épîtres d’Al-Hashimî et d’Al-Kindî, París, Nouvelles Éditions Latines, 1985; Ali Bouamama, La littérature polémique musulmane contre le christianisme depuis ses origines jusqu’au xiiie siècle, Argel, Entreprise Nationale du Livre, 1988; S.K. Samir y J.S. Nielsen (eds.), Christian Arabic Apologetics during the Abbasid Period (750-1258), Leiden, J. Brill, 1994; J.P. Monferrer Sala, “La labor polemista de los cristianos orientales y su contribución a la difusión del saber en el Oriente musulmán”, Revista Española de Filosofía Medie-val, 7, 2000, pp. 61­79; J.M. Gaudeul, Disputes? Ou Rencontres: L’Islam et le Christianisme au fil des siècles, 2 vols., Roma, Pontificio Istituto di Studi Arabi e d’Islamistica, 1998; el capítulo segundo del primer volumen de esta obra, titulado Survol historique, se ocupa de los primeros contactos entre el cristianismo y el Islam y repasa brevemente los principales diálogos mantenidos entre miembros de estas dos comunidades religiosas.

27 d. Urvoy, op. cit., pp. 200­211.28 R. Arnaldez, Â la croisée des trois monothéismes, París, Albin Michel, 1993, pp. 63­80.29 Véase H.A. Wolfson, The Philosophy of Kalam, Cambridge, Harvard University Press, 1976,

pp. 613­624; S. Pines, “Some Traits of Christian Theological Writing in Relation to Moslem Ka-lâm and to Jewish Thought”, The Collected Works of Shlomo Pines. III. Studies in the History of Arabic Philosophy, Jerusalén, The Magnes Press/The Hebrew University, 1996, pp. 79­100. Cf. también M. Allard, op. cit., p. 383.

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fue un fenómeno social, apoyado por la sociedad abasí, en el que intervi­nieron muchos factores y fue generado por necesidades y tendencias que demostraron ser duraderas; fue un fenómeno permanente en el que parti­ciparon desde los gobernantes hasta mecenas individuales y fundaciones públicas y privadas. No fue resultado del azar, sino sabiamente programa­do, con una metodología rigurosa y casi científica en términos modernos.30 Se vio favorecido, además, por el traslado de la capital del Imperio de Da­masco a Bagdad.

Este proceso de transmisión culminó con el gran movimiento de traduc­ción al árabe de obras griegas, que había estado precedido por la tarea simi­lar realizada en Siria, que explica la existencia de traductores cristianos versados en su trabajo y el hecho de que muchas obras filosóficas y científi­cas griegas fueran vertidas del siriaco al árabe; otras, en cambio, pasaron directamente del griego al árabe. Nombres como Yuhannâ b. al­Bitrîq, Ibn al­Nâ’ima al­Himsî o los más conocidos de Hunayn b. Ishâq y su hijo Ishâq b. Hunayn muestran la importancia de los estudiosos cristianos en la trans­misión del saber griego al mundo árabe.31 Además, estos dos últimos fueron médicos y traductores, pero también escribieron obras para exposición y defensa del dogma cristiano.32

Fue en el siglo x, sin embargo, cuando se produjo una mayor interco­nexión entre cristianos y musulmanes en el ámbito del saber filosófico y científico, con nombres que han pasado a los anales de la historia del pen­samiento en el Próximo Oriente medieval, porque no sólo fueron traducto­res de textos, sino también autores de escritos y, lo más importante,

30 Cf. D. Gutas, Greek Thought, Arabic Culture. The Graeco-Arabic Translation Movement in Bagh-dad and Early ’Abbâsid Society (2 nd-4 th/8 th-10 th centuries), Londres y Nueva York: Routledge, 1998.

31 Cf. A. Badawi, La transmission de la philosophie grecque au monde arabe, París, J. Vrin, 1968; G. Troupeau, “Le rôle des syriaques dans la transmission et l’exploitation du patrimoine philosophi­que et scientifique grec”, Arabica, 38, 1991, pp. 1­10; M. Cassarino, Traduzioni e traduttori arabi dall’viii all’xi secolo, Roma, Salerno Editrice, 1998; D. Gutas, “Tardjama. 2. Translations from Greek and Syriac”, The Encyclopaedia of Islam, nueva edición, X, Leiden, J. Brill, 2000, cols., 225­231; S. Brock, “Syriac Translations of Greek Popular Philosophy”, en P. Bruns (ed.), Von Athen nach Bagdad. Zur Rezeption griechischer Philosophie von der Spätantike bis zum Islam, Bonn, Borengäs­ser, 2003, 9­28, y C. D’Ancona, “Le traduzioni di opere greche e la formazione del corpus filosofi­ca arabo”, en C. D’Ancona (coord.), Storia della filosofia nell’Islam medievale, Turín, Giulio Einaudi Editore, 2005, vol. I, pp. 180­258.

32 M. Allard, op. cit., p. 384.

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maestros o discípulos de musulmanes, todos ellos, cristianos y musulma­nes, constituyeron el grupo de lo que se ha dado en llamar “Filósofos peri­patéticos de Bagdad”. Se ha señalado que la principal aportación de estos filósofos consistió en la recuperación del Organon aristotélico completo, con el uso de Retórica y Poética para construir una teoría de la religión subordina­da a la filosofía, en la que ocuparía un lugar fundamental al­Fârâbî, y para defender la razón contra un Islam tradicionalista.33 Pero hay que indicar que la tarea de estos filósofos no se limitó a cuestiones de lógica, sino que se ocuparon también de otros ámbitos de la filosofía.

Al primero de ellos hace referencia al­Fârâbî en el texto que se ha cita­do: se trata de Abû Bišr Mattâ ibn Yûnus, que fue su maestro. Cristiano nestoriano, formado en la tradición de las escuelas monásticas sirias, estu­dioso de la lógica y de la filosofía natural, que aprendió con un teólogo musulmán, murió hacia el año 940 en Bagdad.34 Fue también traductor de diversas obras de Aristóteles y de sus comentadores griegos, aunque mu­chas de ellas se han perdido. Es muy conocido por haber mantenido una célebre disputa en Bagdad, en el año 932, con el gramático al­Sîrâfî sobre las excelencias de sus respectivas artes, en la que en última instancia lo que se debatía era el problema de si el ser refleja solamente las estructuras de una lengua determinada o si es más bien una imagen del pensamiento y de su correspondencia con la realidad. Para el gramático árabe el problema del ser no podía plantearse en el mundo de lengua árabe, porque sostenía que el pensamiento filosófico griego no es más que un reflejo de las estructuras de la gramática griega, por lo que no son válidas las categorías filosóficas griegas para el mundo árabe. Frente a esta opinión, el lógico Abû Bišr Mattâ b. Yûnus mantuvo que el pensamiento no es sino expresión de la estructura de la realidad, por lo que, en el caso del ser, podía desarrollarse una verdadera ontología en árabe.35 Esta cuestión de lógica y lenguaje fue

33 J.W. Watt, “The Strategy of the Baghdad Philosophers. The Aristotelian Tradition as a Common Motif in Christian and Islamic Thought”, en J.J. van Ginkel, H.L. M. van den Berg y T.M. van Lint (eds.), Redefining Christian Identity: Cultural Interaction in the Middle East since the Rise of Islam, Lovaina, Peeters, 2005, pp. 151­165.

34 C. Martini Bonadeo, “Abû Bishr Mattâ ibn Yûnus”, en H. Lagerlund (ed.), Encyclopedia of Medieval Philosophy. Philosophy Between 500 and 1500, Dordrecht, Heidelberg, Londres, Nueva York, Springer, 2011, pp. 13­14.

35 El texto íntegro de este debate lo ha transmitido Abû Hayyân al­Tawhîdî en Kitâb al-imtâ‘

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debatida en el seno de la escuela peripatética de Bagdad y en la discusión participaron el cristiano jacobita Yahyâ b. ‘Adî y el musulmán Abû Sula­ymân al­Siŷistânî.

El autor más notable, el más prolífico y el que más ha atraído la atención entre los biógrafos árabes fue el discípulo de Abû Bišr y de al­Fârâbî, men­cionado antes, Abû Zakariyyâ’ Yahyâ b. ‘Adî (893­974).36 Por su gran cono­cimiento de la lógica fue llamado El Lógico.37 Fue recopilador de manuscritos de textos griegos,38 así como un excelente copista de manuscritos, como lo testimonian muchos autores que refieren haber visto textos escritos de su puño y letra. Fue también sobresaliente traductor de textos filosóficos grie­gos y notable corrector de traducciones anteriores. Escribió comentarios a Aristóteles39 y compuso un número importante de obras originales,40 filosó­ficas, teológicas y de apologética, en las que refuta objeciones que plantea­ban los musulmanes a los cristianos.41 Según el criterio de J.L. Kraemer, fue uno de los principales representantes de la tendencia humanística filo­

wa-l-mu‘ânasa, A. Amin y A. Al­Zayn (eds.), Beirut, al­Maktaba al­‘Asriyya, 1953, vol. I, pp. 107­129. Sobre este debate, cf. M. Mahdi, “Language and Logic in Classical Islam”, en G.E. von Grunebaum (ed.), Logic in Classical Islamic Culture, Wiesbaden, Otto Harrassowitz, 1970, pp. 51­83.

36 Cf. C. Martini Bonadeo, “Yahyâ ibn ‘Adî”, en H. Lagerlund (ed.), Encyclopedia of Medieval Philosophy, op. cit., pp. 1421­1423.

37 Véanse N. Rescher, The Development of Arabic Logic, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1964, pp. 130­134; N. Rescher, “Yahyâ b. ‘Adî’s Treatise ‘On the Four Scientific Questions Regarding the Art of Logic’”, en Studies in Arabic Philosophy, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1966, 38­47.

38 Son varias las anécdotas que cuentan las sumas que ofrecía para adquirir manuscritos y cómo, a veces, esas sumas no llegaban a lo que otros daban, quedándose sin el texto y lamentán­dose por ello. Cf. J.L. Kraemer, Humanism in the Renaissance of Islam, Leiden, J. Brill, 1986, p. 105.

39 Es notable su comentario al libro II de la Metafísica, que parece haber sido conocido por Averroes. El texto de este comentario está editado por S. Khalîfât, Maqâlât Yahyâ b. ‘Adî al-falsafi-yya, Amman, Publications of the University of Jordan, 1988, pp. 220­262. Cf. una breve descrip­ción de este comentario en S. Pines, “Yahyâ b. ‘Adî’s Refutation of the Doctrine of Acquisition (iktisâb)”, en Studia Orientalia Memoriae D.H. Baneth dedicata, Jerusalén, 1979, pp. 49­94; el estudio del contenido de este comentario en pp. 50­61.

40 G. Endress, The Works of Yahyâ b. ‘Adî; an Analitical Inventory, Wiesbaden, Harrasowitz, 1977. Véase también M.T. Urvoy (introd. y trad.), Traité d’Étique d’Abû Zakariyyâ’ Yahyâ b. ‘Adî, París, Capiscript, 1991.

41 Entre otras obras apologéticas, conviene citar su Epístola en defensa de la Trinidad contra las objeciones planteadas por al­Kindî, cf. A. Périer, “Un traité de Yahyâ b. ‘Adî. Defénse du dogme de la Trinité contre les objections d’al­Kindî”, Revue de l’Orient Chrétien, 22, 1920­1921, pp. 2­21; H.A. Wolfson, The Philosophy of Kalam, Cambridge, Harvard University Press, 1976; cap. IV. “III: The Philosopher Kindî and Yahyâ b. ‘Adî on the Trinity”, pp. 318­336.

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sófica en el Renacimiento del Islam.42 Tuvo como discípulos a los más ilus­tres hombres, cristianos y musulmanes, de la Bagdad de su época, muchos de los cuales son reconocidos hoy por sus obras. Murió el jueves 21 de Dû l­qa‘da del año 363, o sea, el 13 de agosto de 974.

Además de su conocimiento de la lógica, se sabe que prestó gran aten­ción a la Física aristotélica, de la que parece haber traducido al menos los dos primeros libros,43 si bien usó preferentemente la versión que de ella hizo Ishâq b. Hunayn, la segunda que se hacía en lengua árabe,44 hasta el punto de que ésta fue objeto de estudio y comentario en su escuela,45 espe­cialmente por su discípulo, también cristiano, Abû ‘Alî al­Hasan ibn al­Samh,46 quien transmitió la enseñanza de Yahyâ b. ‘Adî sobre la Física.47

Ibn ‘Adî copió el original de la traducción de Ishâq b. Hunayn y realizó tareas de cotejo, según se lee al final del libro I de la Física, donde el copis­ta dice: “He colacionado esta parte del texto con la copia de Yahyâ b. ‘Adî, de la que él mismo recuerda que la había copiado a partir del original de Ishâq y que la comparó con ese original tres veces y cuatro veces con el texto siríaco”.48 La edición de la versión árabe de la Física va acompañada de glosas, comentarios y escolios que se encuentran en el manuscrito de esa versión conservado en Leiden, debidos al propio Yahyâ b. ‘Adî, o a au­tores de su entorno, como su maestro Abû Bišr Mattâ b. Yûnus, o sus discí­pulos Ibn al­Samh o Abû l­Faraŷ Ibn al­Tayyib.49 El texto de Aristóteles, precedido por la frase qâla Aristûtâlîs (“dijo Aristóteles”), va seguido por

42 J.L. Kraemer, op. cit., p. 108.43 S. Khalîfât, op. cit., Introducción, p. 25.44 Traducción editada: Aristûtâlîs, Al-Tabî‘a, A. Badawi (ed. e introd.), 2 vols., El Cairo: Al­

Hay’a al­Misriyya, 1984. Véase, sobre las traducciones y comentarios, la introducción de A. Ba­dawi, pp. 9­24. Cf. también F.E. Peters, Aristoteles arabus. The Oriental Translations and Commenta-ries on the Aristotelian Corpus, Leiden, J. Brill, 1968, pp. 30­34.

45 S. Pines, “Un précurseur bagdadien de la théorie de l’impetus”, Isis, 44, 1953, pp. 247­251.46 Ibn al­Qiftî, op. cit., pp. 411.412.47 S.M. Stern, “Ibn al­Samh”, Journal of the Royal Asiatic Society, 1956, pp. 31­44. También J.L.

Kraemer, op. cit., pp. 130­134.48 Aristûtâlîs, Al-Tabî‘a, vol. I, p. 76.49 Aristûtâlîs, Al-Tabî‘a, A. Badawi (introd.), pp. 19­24. Véanse F.E. Peters, op. cit., p. 31; P.

Lettinck, Aristotle’s Physics and its Reception in the Arabic World, Leiden, J. Brill, 1994, pp. 1­6, quien afirma en p. 6 que Yahyâ b. ‘Adî usó para los libros III y IV la traducción de Qustâ b. Lûqâ en vez de la de Ishâq b. Hunayn.

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las glosas y escolios, introducidos por las frases qâla Abû ‘Alî (Ibn al­Samh), qâla Yahyâ b. ‘Adî, o qâla Abû Bišr, si bien el qâla es omitido con frecuencia.

Yahyâ b. ‘Adî compuso, al parecer, un comentario (tafsîr) a una sección del libro VIII de la Física, a juzgar por el manuscrito número 4871 de la Dâr al­Kutub al­Zâhiriyya de Damasco, en el que figura el título Maqâlat al-šayj Abî Zakariyyâ’ Yahyâ b. ‘Adî fî-mâ intaza‘a-hu min Kitâb al-Samâ‘ al-tabî‘î.50 También se transmite la noticia de que realizó una versión del tratado aris­totélico Sobre el alma.51

Como se puede observar, la tarea a la que se entregó este discípulo de al­Fârâbî y jefe de la escuela peripatética de Bagdad fue inmensa. Es posi­ble que sus conocimientos filosóficos le sirvieran para precisar nociones y conceptos teológicos cristianos, pues, como se ha dicho, también compuso textos referentes a su religión. Como señala Dominique Urvoy,52 los proble­mas teológicos tenían dos aspectos, uno lógico y otro ontológico, el primero referente a la posible contradicción entre los términos —las doctrinas de la Trinidad y de la Encarnación no pueden ser comprendidas si se aplica el principio de contradicción, como hacen los polemistas musulmanes—, y el otro concerniente al ser de Dios y a la compatibilidad entre lo divino y lo humano —cuestiones de la Trinidad y de la Encarnación, respectivamente.

Sobre las nociones y conceptos escribió un pequeño tratado, titulado Maqâla fî l-mawŷûdât [Tratado sobre los seres]53 en el que describe térmi­nos que aparecen en la Física y en Sobre el alma de Aristóteles con algunas modificaciones. Describe aquí al Creador como la sustancia que es causa de toda existencia y señala algunos atributos por los que se caracteriza, como el ser sustancia incorpórea y eterna, inteligente, sabio, poderoso, siendo el más antiguo de todo por esencia, rango y nobleza. Después aborda la des­cripción de los conceptos de intelecto, alma, naturaleza, materia, forma, eternidad, movimiento, tiempo, lugar y vacío. No está clara entonces la ra­

50 Es decir, Tratado del maestro Abû Zakariyyâ’ Yahyâ b. ‘Adî sobre lo que extractó de la “Física”. Cf. S. Khalîfât, op. cit., “Introducción”, p. 27.

51 Ibid., p. 25.52 D. Urvoy, “Al­Fârâbî et les penseurs chrétiens d’Orient”, en G. Gobillot y M.T. Urvoy

(coords.), L’Orient chrétien dans l’empire musulman. Hommage au professeur Gérard Troupeau, Versa­lles, Éditions de Paris, 2005, pp. 143­154.

53 S. Khalîfât, op. cit., pp. 266­274. Cf. R. Ramón Guerrero: “El ‘Tratado sobre los seres’ de Yahyà b. ‘Adî. Ensayo de traducción castellana”, Anaquel de Estudios Árabes, 12, 2001, pp. 639­649.

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zón del título del tratado. El término empleado, mawŷûdât, designa en los textos filosóficos y científicos el ser existente,54 pero según su contenido no se refiere para nada a seres existentes, sino a conceptos filosóficos.

Que Ibn ‘Adî mantenía relaciones con cristianos, musulmanes y judíos lo prueba su correspondencia con un judío de Mosul. La existencia de este texto había sido dada a conocer por G. Furlani en 1919, en un estudio en el que destacaba la importancia de esta obrita para conocer el pensamiento de Yahyâ Ibn ‘Adî.55 Más tarde, Shlomo Pines examinó el escrito, a partir del manuscrito conservado en la Biblioteca del Museo Británico, árabe Or 8096, y ofreció un amplio análisis de algunas de las cuestiones contenidas en él.56 Posteriormente se descubrieron nuevos manuscritos en Teherán, de los que se ha servido S. Khalîfât para realizar su cuidadosa edición.57 El tratado consta de dos partes. En la primera, un judío de Mosul, de nombre Ibn Abî Sa‘îd b. ‘Utmân b. Sa‘îd al­Mawsilî, escribe a Yahyâ b. ‘Adî pidién­dole que dé respuesta a un conjunto de cuestiones que le ha propuesto otro judío de la misma ciudad de Mosul, de nombre Bišr b. Samsân b. ‘Irs b. ‘Utmân. Por lo que se desprende de lo que dice Yahyâ, parece que aquel, a quien Yahyâ no conocía personalmente (lâm a‘rifu-hu mušâhadatan), era maestro de éste (Abû Saîd šayju-ka), dedicado a la especulación, en la que sobresalía.58 Se dirige a Yahyâ considerándolo uno de los pocos sabios que hay en su época para discutir cosas importantes de filosofía, ambiguas y dudosas, que producen turbación en el alma.59 La segunda parte del trata­do está compuesta por las respuestas de Yahyâ b. ‛Adî a esas cuestiones. El tratado versa sobre problemas filosóficos tales como los elementos, el espa­cio y el tiempo, la corporeidad y la finitud, Dios como causa del universo,

54 Cf. A.M. Goichon, Lexique de la langue philosophique d’Ibn Sînâ, París, Desclée de Brouwer, 1939, núm. 754, pp. 421­423; S. Afnan, A Philosophical Lexicon in Persian and Arabic, Beirut, Dar El­Machreq, 1968, p. 309. Sobre su utilización en el vocabulario filosófico, especialmente a partir de al­Fârâbî, véase R. Ramón Guerrero, “Al­Fârâbî: El concepto del ser”, Revista de Filosofía, 3ª época, vol. VII, núm. 11, 1994, pp. 27­49.

55 G. Furlani, “Le ‘Questioni Filosofiche’ di Abû Zakarîyâ Yahyâ b. ’Adî”, Rivista degli Studi Orientali, 8, 1919­1920, pp. 157­162.

56 S. Pines, “A Tenth Century Philosophical Correspondence”, Proceedings of the American Academy for Jewish Research, 24, 1955, pp. 103­136.

57 S. Khalîfât, op. cit., pp. 314­336.58 Ibid., p. 330.59 Ibid., p. 314.

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las proposiciones, las categorías (si son géneros y si son diez), los astros y la providencia; es decir, son cuestiones de índole filosófica y no religiosa.60

Este escrito muestra varias cosas. En primer lugar la existencia de dos comunidades religiosas, la judía y la cristiana, en la que hay miembros que se interesan por cuestiones filosóficas. En segundo, que este interés tiene que ver con Aristóteles y su tradición. El tercer punto es que informa sobre algunos conocimientos que tenían esas comunidades, como textos de Aris­tóteles y algunos de sus comentadores, incluyendo al neoplatónico Proclo, citado en la respuesta a la cuestión de la providencia,61 así como de los mé­dicos Hipócrates y Galeno. También menciona a su maestro Abû Bišr Mattà b. Yûnus.

El reconocimiento que Yahyâ hace de la universalidad de la razón hu­mana, manifestada en la lógica y en la filosofía, lo lleva a reconocer la uni­dad de la humanidad y su deseo de perfección. Así se deduce de cuanto afirma en la Maqâla fî l-buhût al-arba‘a l-‘ilmiyya ‘an sinâ‘at al-mantiq [Trata­do sobre las cuatro cuestiones científicas referentes al arte de la lógica],62 en el que trata de aclarar la naturaleza de la lógica para establecer la necesidad de su estudio con el fin de alcanzar el bien y la felicidad. Aquí expone el siguiente razonamiento: como la lógica es el “arte instrumental por el que se discierne entre la verdad y la falsedad en la ciencia teórica y entre el bien y el mal en la ciencia práctica”, entonces por medio de ella se alcanza

60 He dado un resumen del contenido de este texto en R. Ramón Guerrero, “Un caso de diálo­go religioso en el siglo x: Las respuestas del filósofo cristiano Yahyâ b. ‘Adî al judío ‘Irs b. ‘Utmân”, en Universalità della Ragione. Pluralità delle Filosofie nel Medioevo. Universality of Reason. Plurality of Philosophies in the Middle Ages, 12 Congresso Internazionale di Filosofia Medievale, Palermo, 17­22 septiembre 2007; Palermo, Officina di Studi Medievali, 2012, vol. III: Orientalia, pp. 123­129.

61 Universalità della Ragione…, op. cit., p. 335, líneas 11­19: “Proclo el platónico ha demolido la opinión de que la Providencia no llega a los individuos humanos, porque los buenos sufren los da­ños mundanos, como la enfermedad, la debilidad, la vileza y la pobreza, mientras que los malos [gozan] de las cosas terrestres opuestas a lo que hemos enumerado, como la salud, la fama, el poder y la riqueza, apelando a tres causas: [La primera es que] estos bienes supuestos no son propios de los objetivos de los buenos, puesto que esos bienes no tienen nada que sea aspiración suya ni de­seo suyo y por eso no les entristece su pérdida [ni…*]; se esfuerzan en buscar su objetivo, que es alcanzar la felicidad verdadera, la que perdura sin fin** en las virtudes de sus almas. [La segunda es que] no se les acusa de usar lo precioso para aprehender lo vil. [La tercera es] mostrar la perfec­ción de sus virtudes por la belleza de su discreción en los estados opuestos y en las situaciones di­vergentes”. En el primer asterisco el texto está corrupto, según indica el editor en nota. En el se­gundo asterisco, corrijo la lectura bi-l-tanâhî (“con fin”), por bi-lâ tanâhî, que parece más apropiado.

62 Número 45 de la lista que ofrece Khakîfât, op. cit., p. 29.

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la felicidad completa que consiste en aceptar la verdad y en adquirir el bien.63 Por eso, debía proponer una exhortación moral para que el hombre enmiende su proceder práctico.

Esto lo lleva a escribir el Tahdîb al-ajlâq [La corrección de los caracteres],64 en donde ofrece un análisis de los caracteres humanos, definidos como los estados del alma por los que el hombre realiza sus actos sin reflexión ni ex­periencia previa,65 con el fin de conocer la manera en que estos caracteres pueden dirigirse hacia la realización de los actos dignos de alabanza, que harán de quien los ejecute un hombre perfecto. Por el discernimiento y la capacidad de reflexión de los que está dotado y por los que se distingue del resto de los animales, el hombre puede corregir sus caracteres, que proceden de las tres facultades (platónicas) del alma: la apetitiva, la irascible y la racio­nal. Ésta es la que debe dominar a las otras dos: “La corrección de los carac­teres y el dominio de las almas apetitiva e irascible compete al alma racional. Todo gobierno (de las pasiones) se da por esta alma (racional)”.66

La unidad de toda la humanidad en virtud de la razón lo lleva a afirmar que quien busca la perfección debe abrigar el amor hacia todos los hombres:

También incumbe a quien ama la perfección acostumbrar su alma a amar a todos los hombres y mostrar hacia ellos afecto, compasión, clemencia y miseri­cordia. Porque todos los hombres constituyen una sola clase, emparentados entre sí, unidos todos ellos por la humanidad (al-insâniyya) […] El hombre, en realidad, es el alma racional y es una sustancia en todos los hombres […] Pues­to que sus almas son una y el amor se da por el alma, incumbe a todos ellos mostrarse amor y afecto unos a otros.67

Yahyâ desarrolla una ética humanista al aconsejar cultivar las virtudes racio­nales según se lee en su texto:

63 N. Rescher, “Yahyâ b. ’Adî’s Treatise ‘On the Four Scientific Questions Regarding the Art of Logic’”, pp. 42­43.

64 M.T. Urvoy, Traité d’éthique d’Abû Zakariyyâ’ Yahyâ Ibn ‛Adî. Cf. K. Samir, “Le Tahdîb al-ahlâq de Yahyâ b. ‛Adî (m. 974) attribué à Ğâhiz et à Ibn al­‛Arabî”, Arabica, 21, 1974, pp. 111­138, donde el autor señala las ocho ediciones que ha conocido este texto, de las cuales solamente tres son completas, y donde indica que el número de ediciones es expresión del interés que ha des­pertado este tratado.

65 M.T. Urvoy, op. cit., p. 96.66 Ibid., p. 131.67 Ibid., pp. 141­142.

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Que tenga como regla leer, noche y día, los libros de ética, hojear los tratados de conducta moral y política. Que se obligue a emplear lo que ordenaron emplear las gentes de mérito y lo que indicaron practicar los antiguos sabios, a adquirir igualmente un poco del arte de la exposición y de la composición, a adornarse con un poco de elocuencia y de retórica, en fin, a frecuentar siempre las reunio­nes de las gentes de ciencia y de sabiduría y a cultivar sin cesar a los hombres dignos y templados.68

Este humanismo queda perfectamente reflejado en lo que dispuso en su testamento a su discípulo Abû ‘Alî Ishâq b. Zur‘a, pidiéndole que se inscri­biera en su tumba el siguiente epitafio: “Con mucha frecuencia un muerto está vivo por el saber (bi-l-‘ilm), mientras que quien permanece (vivo) está muerto por ignorancia e incapacidad. Adquirid la ciencia para recibir la in­mortalidad. Que nada fútil os ate a una vida en la ignorancia.69

En fin, como señala Marie­Thérèse Urvoy,70 este tratado sólo ofrece una moral laica, no revelándose en ningún momento su cristianismo ni siquiera con una mención a la otra vida.

Esta manifestación de su religión está presente en su obra teológica y apologética.71 Es precisamente el ámbito en el que Yahyâ b. ‘Adî ha sido más conocido y en el que pone en juego todos sus conocimientos filosóficos. Porque no sólo escribe polémicas sobre la Trinidad y la Encarnación, sino también textos en los que intenta precisar los sentidos que tienen algunos términos aplicados a cuestiones teológicas, como su Maqâla fî l-tawhîd [Tra­tado sobre la unicidad divina],72 introducción a sus estudios sobre la Trini­dad divina. El término que utiliza en el título, tawhîd, es el usado por los musulmanes para designar la unidad y unicidad de Dios. Comienza la obra

68 Ibid., pp. 82­83.69 Ibn Abî Usaybi‛a, ‛Uyûn al-anbâ’ p. 315, líneas 11­12.70 M.T. Urvoy, op. cit., p. 42.71 Cf. E. Platti (ed.), La grande polémique antinestorienne de Yahyâ ibn ‘Adî I, Lovaina, Peeters,

1981. E. Platti (ed.), La grande polémique antinestorienne de Yahyâ ibn ‘Adî II, Lovaina, Peeters, 1982. E. Platti (ed.), Al-Warrâq & Yahyâ ibn ‘Adî. De l’incarnation, Lovaina, Peeters, 1987. E. Platti, “Les objections de Abû ‘Isâ al­Warrâq concernant l’Incarnation et les réponses de Yahyâ ibn ‘Adî”, Quaderni di Studi Arabi, 5­6, pp. 661­666. E. Platti, “Yahyâ ibn ‘Adî. Réflexions à propos de ques­tions du kalâm musulman”, en R. Ebied y H. Teule (eds.), Studies on the Christian Arabic Heritage, Lovaina, Peeters, 2004, pp. 177­197.

72 K. Samir (estudio y edición crítica), Le traité de l’unité de Yahyâ Ibn ‘Adî (893-974), roma, Jo­unieh, 1980. Otra edición es la de S. Khalîfât, op. cit., pp. 375­406.

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con el examen y refutación de diversas definiciones de la unidad (wahdâniy-ya), en los que muestra una gran dependencia de los juicios de atribución de la lógica aristotélica; analiza el problema filosófico de la relación entre el uno y el ser para llegar a la conclusión de que el Uno Creador es uno desde un punto de vista y múltiple desde otro: desde el punto de vista de la defi­nición, que se expresa en tres atributos: bondad (al-Ŷûd ), potencia (al-Qu-dra) y sabiduría (al-Hikma), sustituidos luego por Dios inteligente (al-‘Âqil), Dios inteligible (al-Ma‘qûl ) y Dios intelecto (al-‘Aql ), preparando así su posterior formulación del problema de la Trinidad.73

Habría que hablar aún de otros miembros de esta escuela, musulmanes y cristianos, a los que ya he aludido antes, como el musulmán Abû Sula­ymân al­Siŷistânî (m. ca. 987),74 el cristiano monofisita Ibn Zur‘a (m. 1008),75 el nestoriano Ibn Suwâr (m. 1017),76 el también cristiano Ibn al­Samh (m. 1027)77 y el nestoriano Ibn al­Tayyib (m. 1043),78 quizá el último representante de la escuela. Todos ellos dan muestra de su vinculación con los maestros Mattâ ibn Yûnus y al­Fârâbî, iniciadores de la escuela, mos­trando que la relación y el intercambio de ideas entre ellos ha sido fecundo y fructífero. Avicena, consciente de las insuficiencias del sistema de al­Fârâbî, los atacó y los condenó.79 Para él, ellos se atenían a la mera tarea del comentario. Esta crítica significó el fin de la escuela peripatética de Bagdad y de la colaboración entre cristianos y musulmanes allí, al menos en el ám­bito de la filosofía.

73 Un análisis de este Tratado se encuentra en R. Arnaldez, Â la croisée des trois…, op. cit., pp. 132­139.

74 Cf. J.L. Kraemer, Philosophy in the Renaissance of Islam. Abû Sulaymân al-Sijistânî and his Cir-cle, Leiden, J. Brill, 1986.

75 Cf. C. Martini Bonadeo, “Ibn Zur‘a, ‘Îsâ ibn Ishâq”, Encyclopedia of Medieval Philosophy, p. 536.76 C. Martini Bonadeo, “Ibn Suwâr (Ibn al­Khammâr)”, Encyclopedia of Medieval Philosophy,

pp. 527­528.77 C. Martini Bonadeo, “Ibn al­Samh”, Encyclopedia of Medieval Philosophy, p. 514.78 C. Martini Bonadeo, ‘Ibn al­Tayyib’, Encyclopedia of Medieval Philosophy, pp. 528­531. Sobre

la escuela peripatética de Bagdad puede verse C. Ferrari, “La scuola aristotelica di Bagdad”, en C. D’Ancona (coord.), Storia della filosofia nell’Islam medievale, vol. I, pp. 352­379.

79 Cf. S. Pines, “La ‘Philosophie Orientale’ d’Avicenne et sa polémique contre les bagda­diens”, Archives d’Histoire Doctrinale et Littéraire du Moyen Âge, 19, 1952, pp. 5­37. H.V.B. Brown, “Avicenna and the Christian Philosophers in Baghdad”, en S.M. Stern, A. Hourani y V. Brown (eds.), Islamic Philosophy and the Classical Tradition. Essays presented to Richard Walzer, Oxford, Cas­sirer, 1972, pp. 35­48. Véase también D. Urvoy, op. cit., p. 154.

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DossierDossier

La supremacía de la ciencia árabeAstronomía y matemáticas

en al­Andalus durante el siglo x*

marco zuccato

Durante el siglo x, una importante colección de conocimientos sobre astronomía, astrología y matemáticas cultivados en el mundo árabe se

filtró desde la región occidental del Islam hasta la península ibérica y hacia el mundo latino. Resulta difícil estimar la importancia de este proceso, en particular para la historia intelectual de Occidente. Sin embargo, la biblio­grafía sobre la recepción latina de este conocimiento “exótico” es tan rica como contradictoria. Hasta hoy, los estudiosos no han logrado identificar la totalidad de las fuentes árabes del material que llegó a los latinos; tampoco han identificado a las personas involucradas en las traducciones ni las cir­cunstancias, las razones o el contexto histórico en el que se llevaron a cabo. Esta oscuridad resulta aún más grave al tomar en cuenta la escasa atención que se ha prestado al contexto intelectual de al­Andalus durante el siglo x. La mayoría de estos estudios establecen un diálogo dentro de un nicho cultural reducido y están orientados a un público muy especializado y res­tringido.

En este artículo me propongo ofrecer una breve introducción al estado del conocimiento científico durante el Islam temprano, así como presen­tar una narrativa actualizada del conocimiento matemático y astronómico en la España musulmana durante el siglo x. Algunos aspectos del conoci­miento matemático que aquí describo se filtraron al mundo latino me­diante un proceso de transmisión intelectual que duró aproximadamente dos siglos.

*Traducción del inglés de Sara Hidalgo.

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LA CIENCIA DURANTE EL ISLAM TEMPRANO

Durante la segunda mitad del siglo viii, la región oriental del mundo islá­mico estaba en el proceso de desarrollo de una compleja ciencia de la astro­nomía y las matemáticas, fruto de una rica síntesis de ciencia india y tradición helenística. Said al­Andalusī (qādi o juez de Toledo y autor del Kitāb Tabaqāt al-umam, o el Libro de las categorías de las naciones) nos dice que “una persona originalmente de la India visitó al califa al­Mansur en AH 156 (773 d.C.) y le enseñó la aritmética conocida como el Sindhind para calcular los movimientos de las estrellas”.1 El famoso qādi de Toledo con­tinúa escribiendo que esta obra fundamental de astronomía india “contie­ne ta‘ādyl [ecuaciones] que dan las posiciones de las estrellas con la exactitud de un cuarto de grado. También contiene ejemplos de actividad celestial como eclipses, el cambio de zodiaco y más informaciones”.2

Alrededor del año 775 d.C. Muhammad ibn Ibrāhīm al­Fazārī compiló el Zīj al-Sindhind al-kabīr, una obra astronómica fundamental que se basaba tanto en el Sindhind como en la tradición ptolemaica. Este libro fungió como modelo para el libro de Muhammad ibn Mūsā al­Khwārizmī, quien compiló un segundo Zīj al-Sindhind que incorporaba aún más material as­tronómico clásico a la tradición.3 Así, el Sindhind despertó una importante actividad de observación y estudio astronómico en el mundo oriental. Esto resulta patente en el Zīj al-mumtaḥan de Habash al­Hāsib, donde queda claro que algunos datos astronómicos indios fueron modificados de acuerdo con las nuevas observaciones de Habash.4

1 Said al­Andalusī, Kitāb Tabaqāt al-umam. En este artículo me referiré a la edición traducida por Sema‘an I. Salem y Alok Kumar, Science in The Medieval World. “Book of the Categories of Na-tions”, Austin, University of Texas Press, 1991, p. 46.

2 Idem. 3 Para el importante proceso de asimilación de la astronomía india en Bagdad y su transmisión

posterior a al­Andalus, véase D. Pingree, “Indian Astronomy in Medieval Spain”, en J. Casulleras y J. Samsó (eds.), From Baghdad to Barcelona. Studies in the Islamic Exact Sciences in Honour of Prof. Juan Vernet, Barcelona, Instituto Millàs Vallicrosa, 1996, pp. 39­48. El Zīj de Al­Khwārizmī es particularmente importante para la ciencia andalusí, pues se estudió exhaustivamente y fue re­adaptado por Maslama y su escuela (véase infra).

4 Véase en particular J.M. Millàs Vallicrosa, “Los primeros tratados de astrolabio en la España árabe”, en Nuevos Estudios Sobre Historia de la Ciencia Española, Barcelona, Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Instituto Luis Vives de Filosofía/Asociación para la Historia de la Ciencia Española, 1960, p. 63.

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De forma similar, durante el siglo ix al­Bāttāni compiló en Baghdad el Kitab al-Zīj, una obra astronómica que sobresale como una de las más im­portantes en la historia de la ciencia árabe.5 El prestigio y reputación de las escuelas orientales atrajo a gente de la región occidental del mundo islámi­co. Así, ya durante el reinado del emir ʽAbd al­Raḥmān II (821­852), algu­nos estudiosos andaluces viajaron a Irak, ya sea para estudiar o para adquirir nuevos libros; se sabe que durante este periodo se llevó una copia del Zīj al-Sindhind a Córdoba.6 Sin embargo, Said menciona no más de dos estudio­sos andaluces interesados en astronomía y matemáticas, activos hacia “me­diados del tercer siglo del calendario Hiyra (segunda mitad del siglo ix)”.7 Éstos son Abū ʽUbayda Muslim ibn Aḥmad ibn Abū ʽUbayda al­Laythī, también conocido como Sāhib al­Qiblah, y Yahyā ibn Yahyā, conocido como ibn al­Saminah. Sāhib al­Qiblah estaba “muy familiarizado con el movi­miento de las estrellas y su influencia” y también era “un muy buen orador y tenía conocimientos de las leyes y la tradición islámicas”.8 Como indica su apelativo, es bastante probable que su pericia astronómica no excediera co­nocimientos básicos para determinar el Quiblah, es decir, la dirección de la Meca al realizar los rezos. El hecho de que estuviera bien versado en dere­cho y tradición islámica sugiere que la astronomía no era su interés princi­pal, y que adquirió dicho conocimiento astronómico principalmente por razones litúrgicas. Por otro lado, Yahyā ibn Yahyā se describe como alguien “con buen conocimiento de las matemáticas, la astronomía y la medicina; trabajó en casi todos los campos de la ciencia y se destacó en la lingüística, la gramática y la prosodia; era una autoridad en historia, en Hadīth, en la dia­léctica, y pertenecía a la escuela de Mu’tazila”.9 En este caso, la variedad de disciplinas que ibn al­Saminah dominaba y cultivaba sugiere el perfil de un estudioso enciclopédico clásico más que la de un científico especializado o un astrónomo interesado únicamente en sus observaciones celestes.10

5 Sobre al­Bāttāni y su Kitab al-Zīj véase la obra monumental de C.A. Nallino, al-Battānī sive Albateni Opus Astronomicum, 3 vols., Milán, Ulrich Hoepli, 1903.

6 Véase J. Samsó, Las ciencias de los antiguos en al-Andalus, Madrid, Mapfre, 1992, p. 50, y D. Pingree, op. cit., p. 44.

7 Said al­Andalusī, op. cit., pp. 59­60.8 Ibid., p. 60.9 Ibid., pp. 60­61.10 Ésta también es la impresión de J.M. Millàs Vallicrosa, op. cit., p. 64.

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En cualquier caso, pareciera que durante este periodo en al­Andalus existía una sospecha generalizada frente a la astrología, que con frecuencia se combinaba con una hostilidad hacia la astronomía.11 Esto resulta eviden­te en el trabajo del poeta ʽAbd Rabbihi (860­939). De hecho, en uno de sus poemas (contra Abū ʽUbayda al­Laythī) condenaba tanto a quienes creían en las influencias astrológicas de los planetas como a quienes sostenían que la Tierra y el Cielo eran esféricos. También argumentaba en contra de la idea de que la Tierra pudiera representarse como un punto en medio de los cielos, así como contra la noción de que el verano en el hemisferio sur correspondía al invierno en el hemisferio norte.12 Julio Samsó nota que los argumentos expuestos por Ibn ʽAbd Rabbihi se centraban en tres afirma­ciones incluidas en el Almagesto.13 Específicamente, Ptolomeo argumentaba que “los cielos se mueven como una esfera” (Almagesto, 1.3), “que la Tierra también, tomada en su totalidad, es sensiblemente esférica” (Almagesto, 1.4) y “que la Tierra tiene la proporción de un punto hacia los cielos” (Al-magesto, 1.6).14 Julio Samsó también sostiene que “los versos de Ibn ʽAbd Rabbihi son, probablemente, la evidencia conocida más antigua de la circu­lación del Almagesto en al­Andalus”.15

Me parece, sin embargo, que es más probable que Ibn ‘Abd Rabbihi haya derivado dicho conocimiento astronómico de manera indirecta, es de­cir, de fuentes distintas al propio Almagesto. Sabemos, por ejemplo, que otra importante obra ptolemaica, las Hipótesis planetarias, llegaron a al­Andalus a principios del siglo x por medio del Kitāb al-A‘lāq al-nafīsa del geógrafo Abū ‘Alī Aḥmad ibn ‘Umar ibn Rustah, y que esta versión fuera una de las fuentes del Kitāb al-Hay’a de al­Qaṭṭān.16 Además, resulta poco probable que un poeta que claramente carecía de interés por la astronomía (si no es

11 Así lo señala J. Samsó, op. cit., p. 79. 12 Ibid., p. 79.13 Idem. 14 Veáse Ptolomeo, Almagest, G.J. Toomer (trad.), Londres, Duckworth, 1984, pp. 38­41, 43.15 “Los versos de Ibn ‘Abd Rabbihi constituyen, probablemente, la documentación más anti­

gua conocida acerca de la difusión en al­Andalus del Almagesto”, J. Samsó, op. cit., p. 79.16 Véase J. Casulleras, “El contenido del Kitāb al-hay’a de Qāsim b. Muṭarrif al­Qaṭṭān”, en

J.M. Camarasa, H. Mielgo y A. Roca (coords.), Actes de les I Trobades d’Història de la Ciència i de la Tècnica, Barcelona, 1994, pp. 75­93; veáse en particular p. 77.

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que le resultaba incluso hostil), no sólo tuviese en su cabecera sino que le­yera un texto astronómico tan avanzado como el Almagesto.17

Por otro lado, es bien sabido que poco después una copia de esta obra ptolemaica circulaba en la escuela de Maslama al­Majrīṭī, activa sobre todo durante la segunda mitad del siglo x, y que el mismo Maslama había ad­quirido varias obras astronómicas importantes provenientes de la región oriental del mundo musulmán. Así, es plausible que el Almagesto haya lle­gado a al­Andalus hacia (y probablemente no antes de) mediados del siglo x, durante un periodo en el que Córdoba contaba con estudiosos especia­lizados en astronomía, capaces de estudiar y entender el contenido técnico del libro.

La escasez de estudiosos expertos en matemáticas y astronomía, auna­do a la desconfianza frente a las ciencias, cambió radicalmente en al­Anda­lus durante el siglo x. Said al­Andalusī escribe que “hacia finales de la primera parte del siglo iv (siglo x d.C.) comenzaron los esfuerzos de al­Hakam al­Mustanṣir bi­llāh ibn ‘Abd al­Raḥmān al­Nāṣir li­Dīn Allah por apoyar las ciencias y acercarse a los científicos. Trajo de Bagdad, de Egipto y de otros países orientales sus más avanzadas obras científicas y sus mejo­res publicaciones, nuevas o antiguas. El príncipe comenzó este tipo de ac­tividades durante el reinado de su padre y continuó con esta empresa durante su propio reinado. Su colección igualó la que los Banū ‘Abbās ha­bían logrado reunir a lo largo de un periodo mucho más amplio. Esto fue posible en virtud de su gran amor por la ciencia, su voluntad de adquirir la virtud y el prestigio que la acompañaban, y su deseo por imitar a todos los reyes sabios.18

La importancia de las influencias culturales que se inyectaron a la comu­nidad científica andalusí durante el patronazgo de al­Hakam es bien conoci­da por los estudiosos. Así, resulta razonable sugerir que la primera escuela astronómica andalusí (la escuela de Maslama) logró crecer y prosperar en virtud de esta nueva atmósfera de entusiasmo hacia los estudiosos científi­cos introducidos en Córdoba por este califa sabio e iluminado. Incluso antes

17 Se sabe, por ejemplo, que Ibn ‘Abd Rabbihi categorizó como “mentiras contra Dios” inclu­so los contenidos del Sindhind; véase J. Samsó, op. cit., p. 79.

18 Said al­Andalusī, op. cit., p. 61.

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de la época de la escuela de Maslama, al menos otras dos obras astronómicas importantes ya circulaban en al­Andalus: la primera escrita por Qāsim ibn Muṭarrif al­Qaṭṭān y la segunda por Dunāsh ibn Tamīm al­Qarawī.

EL KITāB AL­HAY’A DE QāSIM IBN MUṬARRIF AL­QAṬṬāN

El Kitāb al-Hay’a es un breve tratado cosmológico de importancia funda­mental para la historia de la astronomía andaluza. Se trata del texto astro­nómico más antiguo en al­Andalus, de la primera mitad del siglo x. El único manuscrito hoy existente que incluye esta obra,19 lo atribuye a Qāsim ibn Muṭarrif al­Qaṭṭān al­Andalusī al­Qurṭubī, un estudioso entonces cono­cido como un lector del Corán, es decir un tradicionalista, mas no un astró­nomo.20

El texto está dividido en 30 capítulos, más cinco capítulos sin numera­ción al final. Incluye menciones de observaciones astronómicas hechas en el AH 300, es decir, 912­913 d.C., y una referencia a observaciones astronómi­cas hechas por Maslama al­Majrīṭī (capítulo 10). Si se acepta la sugerencia de Josep Casurellas de que Qāsim ibn Muṭarrif al­Qaṭṭān nació alrededor del AH 302 (915 d.C.),21 entonces esta obra se debe haber compilado en al­gún momento de la primera mitad del siglo x o, a más tardar, a mediados de dicho siglo. Parece que la obra obtuvo popularidad también en el mundo oriental, pues la única copia que se conserva de él viene de Estambul. Casu­lleras, quien ha realizado un estudio detallado de los contenidos de este tratado, clasifica el material del Kitāb al-Hay’a en las siguientes secciones: 1) hay’a, 2) astronomía aplicada, 3) astronomía esférica o posicional y 4) cues­tiones de terminología.22 En los siguientes párrafos ofreceré un breve resu­men del contenido de cada sección y después concluiré con una reflexión general sobre la importancia y significado de este tratado para el desarrollo de los estudios astronómicos en al­Andalus durante el siglo x.

19 Estambul, Carullah, MS 1279, fols. 315r­321r.20 Sobre Qāsim ibn Muṭarrif al­Qaṭṭān véase en particular F. Sezgin, Geschichte des Arabischen

Schrifttums, band VI, Leiden, Brill, 1978, pp. 197­198, J. Casulleras, op. cit., pp. 75­93, y J. Samsó, op. cit., pp. 76­77.

21 J. Casulleras, op. cit., p. 75.22 Ibid., p. 76.

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La primera sección está dedicada al hay’a, es decir a la descripción del cosmos físico, y deja sentir la influencia tanto de Aristóteles como de Ptolo­meo. El capítulo 10 ofrece una descripción física del universo, que aparece dividido en diez esferas. En esta sección aprendemos que la décima y últi­ma esfera es la al-‘aql (la esfera del intelecto o el entendimiento), la novena es la falak al-burūj (la esfera de los signos), la octava es la falak al-kawākib al-thābita (la esfera de las estrellas fijas), la cual a su vez es seguida por las siete estrellas planetarias.23 El capítulo 30 se aboca a una descripción de las distancias y el tamaño de los planetas, y está sin duda basado en material astronómico derivado de las Hipótesis de los planetas de Ptolomeo. Aun así, como ya he mencionado, la fuente que el autor sigue en esta sección no es el texto original de Ptolomeo sino el Kitāb al-Aʽlāq al-nafīsa del geógrafo Abū Alī Aḥmad ibn ‘Umar ibn Rustah, un intermediario oriental de princi­pios del siglo x.24 La segunda sección se enfoca en la astronomía aplicada e incluye material relacionado con la astrología (capítulos 1, 3, 4, 5, 6, 8, 9, 26 y 27), la determinación del tiempo del día (capítulos 7, 21, 22, 23), la crono­logía (capítulos 1, 17, 18, 19, 20), problemas conectados al Mīqāt (capítulo 21) y una astronomía popular con rudimentos de astrometeorología (capítu­los 11, 25 y 29).25 Esta sección revela que al compilar esta obra, al­Qaṭṭān también pudo haberse beneficiado de material de procedencia latina (qui­zá vestigios de una extinta civilización latina tardía que persistió en la pe­nínsula ibérica). En particular, resulta probable que la fecha del equinoccio vernal (24 de marzo) derivara del calendario juliano; de la misma forma, una rosa de los vientos clásica descrita en el capítulo 29 parece haberse inspirado en la Historia natural de Plinio el Viejo.

La tercera sección, dedicada a la astronomía esférica o posicional, se enfoca en temas como la declinación de los signos zodiacales, los movi­mientos directos y retrógrados de los planetas, el fenómeno de precesión de los nodos lunares, el valor de la precesión de los equinoccios, una des­cripción de los eclipses solares y lunares, los momentos de ascenso de los signos del zodiaco y la duración de las horas temporales en Córdoba, la de­finición de algunos elementos astronómicos, y una tabla de 16 estrellas cu­

23 Ibid., pp. 76­77.24 Ibid., p. 77.25 Para una descripción a detalle de esta sección, véase J. Casulleras, op. cit., pp. 76­87.

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yas coordenadas eclípticas se calculan para el AH 330, es decir, 912­913 d.C.26 En particular, se ha sugerido que algunos datos astronómicos inclui­dos en esta tabla se pudieron haber calculado con la ayuda de un astrola­bio.27 Si este fuera el caso, entonces estaríamos ante la más temprana evidencia del uso de un astrolabio en al­Andalus.28

La cuarta y última sección ofrece una suerte de vocabulario científico que explica los diferentes nombres y variantes de las mansiones lunares (capítulo 3), los nombres de los planetas en árabe occidental, árabe oriental y persa (capítulo 9), los nombres latinos de los signos zodiacales con su ver­sión árabe (capítulo 11) y los nombres latinos y sirios de los meses del ca­lendario solar (capítulo 19).29

El Kitāb al-Hay’a es claramente una obra elemental astronómica basada en una compilación de distintos materiales de diversa procedencia. Casu­lleras, con razón, enfatiza la falta de precisión matemática de los cálculos astronómicos y de los parámetros incluidos en el texto. Nota también que su autor estaba “más motivado por el deseo de divulgar el conocimiento que por un fervor científico”.30 En todo caso, este tratado sin duda es una fuente de gran relevancia para nuestro entendimiento del material astronó­mico que circulaba en al­Andalus durante los inicios del siglo x, y es un testimonio invaluable de la presencia y uso de textos astronómicos de ori­gen latino en la parte islámica de la península ibérica.

Sostengo, sin embargo, que es otra la verdadera importancia de esta obra. Tradicionalmente, los historiadores de la ciencia han asociado el co­nocimiento astronómico en el al­Andalus del siglo x con las actividades de la escuela de Maslama. No obstante, de la evidencia histórica que se ha preservado, resulta claro que la escuela de Maslama estaba dedicada al es­tudio de las matemáticas, la geometría y la astronomía matemática. Así, de

26 Para una descripción de esta sección, véase J. Casulleras, op. cit., pp. 87­91.27 Ibid., p. 89.28 Más evidencia temprana indica que el astrolabio ya era conocido y enseñado durante el

reino de al­Hakam al­Mustanṣir bi­llāh (961­976), ya que uno de los sirvientes del califa reportó haber aprendido a usarlo en la corte califal. Al respecto, véase en particular M.G. Balty­Guesdon, Médecins et hommes de sciences en Espagne Musulmane (iie/viiie-ve/xie s.), tesis doctoral, Lille, Atelier National de Reproduction des Thèses de l’Université de Lille III, 1992, pp. 405, 635.

29 Para una descripción de esta sección, véase J. Casulleras, op. cit., pp. 91­92.30 J. Casulleras, op. cit., p. 92.

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acuerdo con esta evidencia, los estudios astronómicos durante este periodo eran meramente de carácter matemático, es decir, se enfocaban principal­mente en la astronomía matemática.31 Al mismo tiempo, los historiadores concurren en que los escritos sobre cosmología o astronomía física (‘ilm al-hay’a) no se volvieron populares en al­Andalus antes del siglo xii, cuando importantes obras de cosmología, como el Shukūk ‘alà Baṭlamyūs (Dudas sobre Ptolemy) del famoso físico Ibn al­Haytam, llegaron a la península ibérica.

La existencia del Kitāb al-Hay’a de Qāsim ibn Muṭarrif al­Qaṭṭān resulta contraria a este consenso histórico y constituye un fragmento de evidencia de que la astronomía física —aunque fuera en una etapa bastante elemen­tal— fue cultivada y estudiada en al­Andalus antes de la escuela de Masla­ma. Vale la pena recalcar que el capítulo en este libro basado en las Hipótesis de los planetas de Ptolomeo (un pilar en la cosmología medieval), y que describe los tamaños y distancias entre los planetas, sea el más largo de todos y se encuentre al final del tratado, como si todo el material preceden­te sirviera como una suerte de introducción al mensaje cosmológico culmi­nante del texto. Existe además una pista interesante que apunta hacia la posibilidad de que el Kitāb al-Hay’a haya sido estudiado en al­Andalus des­de la primera mitad del siglo x, y que algunos de sus contenidos hayan despertado el interés de importantes estudiosos andaluces.

LOS TIEMPOS DE MASLAMA AL­MAJRIṬI Y SU ESCUELA

Durante la segunda mitad del siglo x floreció una de las escuelas astronó­micas más importantes y prestigiosas en la historia de al­Andalus, la escue­la de Maslama al­Majriṭi (m. 1007). Sāid al­Andalusī escribe que Maslama era “el matemático más importante en al­Andalus durante su tiempo y me­jor que todos los astrónomos que lo precedieron”. 32 Maslama también era el fundador de una escuela enfocada en el estudio de las matemáticas, la geometría y la astronomía. Así, el famoso qādi de Toledo escribe que Mas­lama “dejó un excelente grupo de estudiantes, mejor que cualquier grupo

31 Sobre las actividades científicas de la escuela de Maslama, véase en particular la detallada descripción histórica de Samsó, op. cit., pp. 80­110.

32 Said al­Andalusī, op. cit., p. 64.

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formado por cualquier otro estudioso en al­Andalus. Entre sus estudiantes más conocidos, se encuentran ibn al­Samḥ, ibn al­Saffār, al­Zahrawī, al­Kirmānī, e ibn Jaldūn.”33 Las actividades de esta escuela parecen haberse mantenido durante al menos tres generaciones de estudiosos, y Said al­Andalusī menciona los nombres de varios científicos afiliados a la escuela. No obstante, entre todos los escritos de estos estudiosos sólo se han preser­vado algunas de las obras que se atribuyen a Maslama, ibn al­Samḥ e ibn al­Saffār. El hecho de que la mayoría de ellos fueran expertos en matemá­ticas y geometría, y no astronomía, revela un aspecto importante de los es­tudios llevados a cabo por este grupo. Como se mencionó, esto sugiere que Maslama tenía una aproximación fundamentalmente matemática respecto al estudio de la astronomía.

Las ciencias matemáticas de la escuela de Maslama

En general, no existen documentos históricos confiables sobre el desarrollo de las ciencias matemáticas durante el periodo temprano del califato anda­lusí. Por esta razón, incluso la poca información que ofrece Said al­Andalusī sobre la naturaleza de los estudios matemáticos llevados a cabo en la escue­la de Maslama resulta particularmente valiosa. En efecto, Maslama era un excelente matemático, y el qādi de Toledo narra que “escribió un buen li­bro, titulado Thimār ‘Ilm al-‘Adad [Los frutos de las ciencias de los núme­ros] que ahora entre nosotros se conoce como las ‘matemáticas de las transacciones comerciales’”.34

El mismo estilo de trabajo matemático se atribuye a otros dos miembros de su escuela, al­Samḥ y al­Zahrawī.35 Desafortunadamente, no queda nin­guna copia conocida de sus obras. Sin embargo, Samsó afirma que el Liber mahameleth, atribuido a Johannes Hispalensis (una traducción del árabe que data del siglo xii), podría ser una adaptación tardía de un texto original de uno de los dos estudiosos mencionados.36 De hecho, la palabra mahameleth

33 Idem.34 Idem.35 Ibid., pp. 64­65.36 Veáse J. Samsó, op. cit., p. 82.

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simplemente sería una transcripción del árabe de al-m‘āmalāt.37 El Liber mahameleth incluye una sección teórica, principalmente dedicada a la teoría de las proporciones y las operaciones aritméticas, y una sección práctica que contiene una larga colección de problemas relacionados con las tran­sacciones comerciales, algunos de los cuales aparentemente repiten algu­nos textos matemáticos de la antigua Babilonia.38 Más aun, la sección teórica de este libro incluye referencias a la solución tanto de ecuaciones simples como cuadráticas. Llama la atención que las autoridades citadas en este texto correspondan a los autores matemáticos más reconocidos y di­fundidos en al­Andalus durante la segunda mitad del siglo x.39 Este hecho fortalece la hipótesis de que la fuente original del Liber mahameleth es un texto del siglo x escrito por el grupo de la escuela de Maslama.

Respecto a las matemáticas cultivadas en esta escuela, Said al­Andalusī agrega que ibn al­Samḥ escribió otros dos libros de matemáticas: el pri­mero, “al-Madjal ila al-Handasah [Introducción a la geometría], en el que explica el trabajo de Euclides”, y el segundo, “un libro titulado ṭabiʽat al-‘Adad [La naturaleza del número]”.40 Además, también escribió “un gran tratado de geometría en el que estudió a cabalidad las líneas rectas, curvas y discontinuas”.41 Algunos sugieren que es bastante posible que varios de estos tratados matemáticos compilados por Maslama y sus discípulos in­cluyeran secciones dedicadas al estudio del álgebra.42 Sin embargo, la evi­dencia preservada indica que la contribución científica más importante de la escuela de Maslama fue en el campo de la astronomía teórica e instru­mental.

37 Sobre el Liber mahameleth veáse en particular J. Sesiano, “Le Liber mahameleth un traité ma­thématique latin composé au xiie siècle en Espagne”, en Actes du Premier Colloque International d’Alger sur l’Histoire des Mathématiques Arabes, Alger, Maison du Livre, 1988, pp. 69­98, y J. Se­siano, “Survivance médiévale en Hispanie d’un problème né en Mésopotamie”, Centaurus, 30, 1987, pp. 18­61.

38 Véase J. Sesiano, “Survivance médiévale”, op. cit., pp. 18­61.39 De hecho, las autoridades matemáticas mencionadas en el Liber mahameleth son Euclides,

Arquímedes, Nicómaco de Gerasa, al­Khwārizmī y Abū Kāmil. Véase J. Samsó, op. cit., p. 82. 40 Said al­Andalusī, op. cit., p. 64.41 Idem.42 Véase en particular A. Djebbar, “Quelques aspects de l’Algèbre dans la tradition mathéma­

tique arabe de l’Occident Musulman”, en Actes du Premier Colloque International d’Alger sur l’Histoire des Mathématiques Arabes, Alger, Maison du Livre, 1988, pp. 101­123, en particular pp. 102­106.

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Los logros de la escuela de Maslama

Said al­Andalusī escribe que Maslama

estaba extremadamente interesado en las observaciones astronómicas y disfru­taba estudiar y entender el libro de Ptolomeo conocido como el Almagesto [...] También escribió un resumen de los movimientos de los planetas de las tablas de al­Battānī; también trabajó en una tabla de Muhammad ibn Mūsā al­Khwārizmī y cambió las fechas del calendario persa al de Hiyra y fijó la media­na de las posiciones de las estrellas de acuerdo con el calendario Hiyra y les agregó varias tablas excelentes, pero siguió a al­Khwārizmī incluso en sus erro­res sin indicar las áreas en las que dichos errores se cometieron.43

No contamos con información detallada sobre el interés de Maslama por las observaciones astronómicas, más allá del testimonio citado de Said al­Andalusī. Sin embargo, existen otros fragmentos de evidencia que corrobo­ran dicho testimonio. De hecho, Azarquiel (al-Zarqqiyāl, un astrónomo Andalusī del siglo xi), en su Tratado sobre el movimiento de las estrellas fijas —preservado únicamente en su versión en hebreo— escribe que en AH 369/979 d.C., Maslama observó y determinó la longitud celestial de la es­trella Qalb al-asad (también conocida como α Leo).44 Además, el manuscri­to París, B.N.F., ar. 4821, incluye en el fol. 81v una tabla de 21 estrellas titulada “Tabla de las posiciones de las estrellas fijas según las observacio­nes que Maslama ibn Ahmad llevó a cabo a fines del AH 367 (978 d.C.) según el método de al­Battānī. Estas son las estrellas que están colocadas en el astrolabio”.45 No obstante, el qādi de Toledo ofrece otro tipo de infor­mación sobre la astronomía de Maslama. En lo que sigue, ilustraré en espe­cífico la adaptación que hizo Maslama de las tablas de al­Khwārizmī y su lectura y recepción de Ptolomeo.

43 Said al­Andalusī, op. cit., p. 64.44 Véase en particular J. Vernet y M.A. Catalá, “Las obras matemáticas de Maslama de Ma­

drid”, en J.Vernet y J. Vernet Ginés, Estudios sobre historia de la ciencia medieval, Barcelona, Uni­versidad de Barcelona/Universidad Autónoma de Barcelona, 1979, pp. 241­271, esp. p. 242.

45 Véase J. Vernet y M.A. Catalá, op. cit., p. 270, y P. Kunitzsch, “Two Star Tables from Mus­lim Spain”, Journal for the History of Astronomy, 11, 1980, pp. 192­201. Sobre la transmisión de la tabla de estrellas de Maslama al mundo latino, véase J. Samsó, “Maslama al­Majrīṭī and the Star Table in the Treatise De mensura astrolabii”, en H. Von Menso Folkerts y R. Lorch (eds.), Sic Itur ad Astra. Studien zur Geschichte der Mathematik und Naturwissenschaften. Festschrift für den Arabisten Paul Kunitzsch zum 70. Geburtstag, Wiesbaden, Harrassowitz Verlag, 2000, pp. 506­522.

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La adaptación de Maslama de las tablas de al-Khwārizmī

El aspecto más importante de los logros astronómicos de Maslama queda plasmado en su estudio y adaptación de las tablas astronómicas de al­Khwārizmī, el ya mencionado Zīj al-Sindhind. Se sabe que este texto ya cir­culaba entre los seguidores de Maslama, y que dos de sus discípulos —ibn al­Samh e ibn al­Saffār— compilaron una versión del mismo. Las dos ver­siones árabes compiladas por Maslama e ibn al­Samh no sobrevivieron, pero existen unos pocos fragmentos de la versión de ibn al­Saffār.46 Sobre­viven también una traducción al latín de la versión de Maslama, curada por Adelardo de Bath, la revisión que Robert de Chester hizo de esta versión, y otra traducción del árabe que parece estar a cargo de Petrus Alfonso.47

Del estudio de la traducción de Adelardo de Bath ha sido posible detec­tar la presencia de tres capas de distintos materiales: de procedencia indo­iraní, greco­árabe e hispánica. La capa más antigua, la indo­iraní, no corresponde por completo a la versión original de al­Khwārizmī, pues que­da claro que Maslama la modificó. Por ejemplo, la media de tablas de mo­vimientos del sol, la luna y los planetas claramente presentan los parámetros básicos indios derivados del Brāhmasphuṭasiddhānta de Brah­magupta (siglo vii d.C.) filtrados por medio de la versión árabe de al­Fazārī. Sin embargo, la tabla original estaba basada en el calendario persa de 365 días, y la fecha que marcaba el inicio del cálculo de la media de movimien­

46 J. Samsó, op. cit., p. 85. Samsó sostiene que existían dos versiones del Zīj al-Sindhind de al­Khwārizmī: una “recensión menor” que llegó a al­Andalus en el siglo ix y una “recensión mayor” que incluía demostraciones que servían como el fundamento del comentario de Ibn al­Muthannā’. Sin embargo, D. Pingree, op. cit., p. 44, argumenta que “debió haber existido sólo un Zīj al-Sindhind de al­Khwārizmī, que contenía los cánones y tablas, y fue éste el pilar de los co­mentarios de al­Farghānī, Ibn Masrūr e Ibn al­Muthannā’ (quién ofreció las demostraciones) y de las revisiones de Maslama y los miembros de su ‘escuela’”.

47 La traducción de A. de Bath fue editada por Heinrich Suter, Die Astronomischen Tafeln des Muṭammed ibn Mūsā al-Khwārizmī in der Bearbeitung des Maslama ibn Aḥmed al-Madjrīṭī und der la-tein. uebersetzung des Athelard von Bath auf grund der vorarbeiten von A. Bjūrnbo und R. Besthorn in Kopenhagen, Copenhagen, 1914. Véase también la traducción al inglés de la versión de Adelardo que hizo O. Neugebauer, The Astronomical Tables of al-Khwārizmī. Translation with Commentaries of the Latin Version edited by H. Suter supplemented by Corpus Christi College MS 283, Copenhagen, 1962. Para la versión de R. of Chester véase R. Mercier, “Astronomical Tables in the Twelfth Cen­tury”, en Adelard of Bath: An English Scientist and Arabist of the Early Twelfth Century, Londres, C. Burnet, 1987, pp. 87­118, en particular pp. 96­97.

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tos era la del último rey sasánida: Yazdijird III. Maslama reemplazó el año persa por el año lunar musulmán (basado en 354 o 355 días) y ajustó la fe­cha clave para el cálculo de la media de movimientos al inicio de Hégira (a mediodía del 14 de julio de 622).48 Asimismo, Maslama también ajustó dos tablas más de procedencia probablemente india, una tabla de eclipses y otra para computar las latitudes planetarias.49

Nos encontramos ante una situación similar al analizar la misma parte del Zīj de origen greco­árabe. Samsó ha podido detectar la influencia de Maslama en una tabla que otorga los valores de los ascensos correctos, pues existe gran discrepancia respecto a la sección en la que se explica el uso de esta tabla.50 De manera similar, en la parte del Zīj relacionada con la trigo­nometría, Maslama modificó la tabla original Sine de al­Khwārizmī. De hecho, sabemos que en la tabla original el valor del radio era 150, mientras que en la tabla de Maslama el valor del radio se volvió de 60, es decir, el mismo valor que usa la tabla de Cuerdas del Almagesto.51

Este Zīj también expone un número importante de modificaciones y ampliaciones, que se pueden clasificar como material de procedencia his­pánica. Así, en la parte de la obra relacionada con la cronología, existe una referencia a la Era Hispánica, es decir, el periodo que comienza 38 años antes de la Encarnación. Más aun, existe una referencia al día extra del año bisiesto, que se debe añadir en diciembre (mes que tendrá en años bisies­tos 32 días). Esto se deriva, claramente, de la tradición hispano­mozárabe, y también la encontramos en el llamado Calendario de Córdoba.52

Otro elemento de origen hispánico es la presencia del meridiano cero occidental localizado en 17º 30’ al oeste de las Islas Afortunadas (en la posi­ción ptolemaica del meridiano cero occidental), y esto indica que el autor del Zīj adoptó como el meridiano primario occidental el llamado Meridiano de Agua de la tradición andalusí.53 En cualquier caso, como ha sugerido

48 Al respecto, véase la muy detallada discusión de J. Samsó, op. cit., p. 88.49 Idem.50 Ibid., p. 89. 51 Ibid., p. 89. Véase también D. Pingree, op. cit., pp. 45­46.52 J. Samsó, op. cit., p. 89.53 Al respecto, véase M. Comes, “The ‘Meridian of Water’ in the Tables of Geographical

Coordinates of al­Andalus and North Africa”, Journal for the History of Arabic Science, 10, 1994, pp. 41­51.

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Samsó, es bastante probable que Maslama decidiera ajustar a las coordena­das geográficas de Córdoba varias tablas astronómicas incluidas en el Zīj de al­Khwārizmī. De hecho, existe evidencia de que varias tablas astronómi­cas fueron ajustadas al meridiano de Córdoba, aunque todavía desplegaran algunos parámetros astronómicos clásicos de origen indio.54 Lo mismo su­cede con las tablas astrológicas incluidas en este Zīj; resulta claro que los valores numéricos relacionados con la proyección de los rayos están calcu­lados para la latitud de 38º 30’, es decir, aquella de Córdoba.55

El trabajo de adaptación y ampliación del nuevo material astronómico hecho por la escuela de Maslama apunta visiblemente al grado de profun­didad astronómica que dicha escuela adquirió. De hecho, el análisis del Zīj de al­Khwārizmī y Maslama indica que el astrónomo andaluz fue capaz, por un lado, de asimilar las principales teorías astronómicas que informan dicha obra y, por otro, de interpretar los datos astronómicos de acuerdo con sus propias coordenadas culturales y geográficas.56

La recepción de Ptolomeo a cargo de Maslama

Maslama parece haber sido el primer científico andalusí que se aplicó al estudio sistemático del Almagesto de Ptolomeo. Es difícil determinar si fue él quien introdujo el texto a al­Andalus o si el libro ya había llegado a la península ibérica en décadas pasadas. Sin embargo, tenemos la certeza de que Maslama fue el primer estudioso andalusí capaz de beneficiarse de este texto, pues fue el primer astrónomo de la región que poseía el conoci­miento técnico para leerlo y comprenderlo. Tenemos muy poca informa­

54 J. Samsó, op. cit., p. 90.55 Idem.56 Vale la pena una última observación respecto al comentario de Said al­Andalusī. Es sabido

que el Zīj de al­Khwārizmī se compiló alrededor del año 830 y que se basó en las doctrinas indo­iraníes que, a su vez, derivaban de la astronomía pre­ptolemaica. Por eso, algunos de los métodos astronómicos de cómputo adoptados por al­Khwārizmī parecían anacrónicos e incorrectos al com­pararlos con la astronomía del Almagesto. Así, es posible que la crítica de al­Andalusī estuviera di­rigida a dichos anacronismos astronómicos. En particular, J. Samsó, op. cit., p. 92, señala que uno de los errores a los que Said al­Andalusī se refería era al hecho de que en el Zīj de al­Khwārizmī uno computa las posiciones siderales y no las posiciones trópicas. Además, dicho Zīj no incluye tablas ni instrucciones para convertir las posiciones siderales en posiciones trópicas. De esta ma­nera, Samsó especula que este hecho pudo haber irritado a al­Andalusī.

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ción sobre el trabajo de Maslama basado en el Almagesto, y ni siquiera se sabe si el famoso astrónomo andalusí usaba la versión árabe y griega de esta obra. Ḥunayn ibn Isḥāq ya había traducido el Almagesto al árabe, un volu­men revisado por Thabit ibn Qurra en el siglo ix; una copia de esta traduc­ción revisada pudo haberse conocido en al­Andalus.

De hecho, Maslama conocía la obra de Thābit ibn Qurra, pues había trabajado en una versión del teorema de Menelao formulado por este gran estudioso oriental. Said al­Andalusī escribe que a Maslama “disfrutaba es­tudiar y entender el libro de Ptolomeo conocido como el Almagesto”.57 Esto ha llevado a especular que Maslama pudo haber utilizado una versión de la obra en el griego original “para ayudarle a interpretar correctamente los pasajes más complicados”.58 No se sabe, sin embargo, si Maslama leía y entendía el griego.

Otra obra ptolemaica que parece haber estado disponible para los estu­diosos de la escuela de Maslama es la Geografía. Pero en este caso, la evi­dencia a nuestra disposición es poco sólida; la única pista que tenemos es una referencia a dicha obra en el tratado de ibn al­Saffār sobre el uso del astrolabio.59 Tenemos más información respecto al trabajo de Maslama so­bre el Planisphaerium (Taṣṭīḥ basṭ al-kura). Esta obra es fundamental para los estudios del astrolabio porque ofrece una explicación matemática de la teoría de las proyecciones estereográficas. Dicha teoría permite representar las esferas celestes en un plano, de tal forma que los círculos en la esfera quedan correctamente representados por los círculos en el plano, permi­tiendo así crear un mapa estelar preciso. Es probable que Ptolomeo, no obstante, haya tenido en mente la construcción de un instrumento astronó­mico como el astrolabio plano.

El texto griego del Planisphaerium no ha sobrevivido, pero se ha conser­vado una traducción árabe que sobrevive en tres manuscritos.60 Parece ser que la primera traducción al árabe se llevó a cabo en Bagdad alrededor o

57 Said al­Andalusī, op. cit., p. 64.58 Véase J. Vernet y M.A. Catalá, op. cit., p. 243. 59 Véase J. Samsó, op. cit., p. 92.60 Estambul, Hagia Sophia, MS. 2671 (fechado 621 AH = 1224 d.C.), y Terán, biblioteca pri­

vada de Khān Malik Sāsānī (fechado 607 o 617 AH = 1210 o 1220­21 d.C.). El tercer manuscrito está en Kabul, pero no está disponible para los investigadores. Los contenidos del manuscrito de Estambul fueron editados y traducidos por C. Anagnostakis, The Arabic Version of Ptolemy Pla-

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incluso antes del año 900 d.C., y llegó a al­Andalus poco tiempo después. Herman de Carintia tradujo la obra al latín en 1143, pero Herman errónea­mente creía que la obra había sido traducida al árabe por Maslama —error que la academia moderna reprodujo hasta hace muy poco tiempo—. Re­cientemente, Paul Kunitzsch demostró que “el texto árabe del Planisphae-rium existía en el mundo árabe oriental medio siglo o más antes de Maslama”.61 Aunque existe la posibilidad de que una versión árabe del Pla-nisphaerium haya llegado a al­Andalus ya desde la primera mitad del siglo x, Maslama es el primer estudioso conocido en haber comentado el texto ára­be en profundidad. Sus comentarios y ampliaciones revelan la gran creativi­dad y capacidad técnica y matemática de Maslama, quien tenía el propósito de integrar esta obra ptolemaica con nuevos procedimientos geométricos.

En específico, Maslama agregó tres nuevos procedimientos para dividir el eclíptico del astrolabio, tres métodos nuevos para dividir la proyección del horizonte (parecidos a aquellos utilizados para dividir la eclíptica), y tres nuevos métodos para proyectar las estrellas en la rete del astrolabio, usando coordenadas eclípticas, ecuatoriales y horizontales.62 En la segunda parte de la obra, Maslama aplica su conocimiento del teorema de Menelao, obtenido por medio de Thābit ibn Qurra, para solucionar problemas geométricos complejos relacionados con triángulos rectángulos esféricos. Ofrece además un nuevo sistema para determinar el ascenso correcto de cada signo zodiacal y para determinar el declive de las estrellas. También incluye una tabla para calcular el arco de un círculo vertical incluido entre el ecuador y el horizonte para una latitud de 38º 30’, es decir, la latitud de Córdoba.63 Esta obra fundamental de integración y ampliación del Pla-nisphaerium de Ptolomeo no se puede considerar equivalente a un tratado sobre la construcción del astrolabio, aunque el texto de Maslama sin duda se volvió el pilar teórico en al­Andalus para la compilación de cualquier tratado subsecuente sobre el tema.

nisphaerium, tesis doctoral, Yale University 1984, publicada como libro por University Microfilms International, Ann Arbor, 1986.

61 P. Kunitzsch, “Fragments of Ptolemy’s Planisphaerium in an Early Latin Translation” , Centaurus, 36, 1993, pp. 97­101.

62 Al respecto, véase J. Samsó, op. cit., p. 94.63 Ibid., pp. 94­95.

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CONCLUSIONES

El nivel de las ciencias matemáticas cultivadas en al­Andalus durante el siglo x no encontró paralelo en ningún país del mundo latino occidental. En efecto, la España musulmana del siglo x estaba en medio de un proceso de “crecimiento acelerado” científico en virtud, principalmente, del apoyo y patronazgo ofrecido por al­Hakam II al­Mustanṣir bi­llāh, primero en su calidad de príncipe ilustrado y luego como califa. No hay nada realmente novedoso en esta conclusión, pues desde la publicación en 1931 del monu­mental Assaig d’història de les idees físiques i matemàtiques a la Catalunya Medie-val 64 de Josep Maria Millàs, los historiadores y estudiosos conocen bien el nivel del progreso científico del califato Andalusī del siglo x.

Los estudios contemporáneos, sin embargo, tienden a enfatizar la im­portancia de la escuela de Maslama, que para ellos es la cúspide del desa­rrollo de la astronomía y las matemáticas en al­Andalus. Así, los historiadores contemporáneos han argumentado que el primer interés lati­no en la ciencia árabe “coincide con, y no puede ser independiente de, el renovado interés en la ciencia de las estrellas en el al­Andalus árabe con la escuela de Maslama al­Majrīṭī”.65 Si bien la escuela de Maslama debe ser sin duda considerada como un elemento fundamental para el complejo desarrollo de la ciencia andalusí —sobre todo la astronomía y las matemáti­cas— no fue la única fuente de conocimiento astronómico disponible en al­Andalus durante el siglo x. En otro lugar he argumentado que la pre­sencia extendida de la astronomía práctica y los estudios astronómicos re lacionados con el uso del astrolabio (ambos decodificados) resultan fun­damentales para entender a cabalidad el proceso de filtración del cono­cimiento astronómico de al­Andalus al occidente latino.66 Sin embargo,

64 J.M. Millàs Vallicrosa, Assaig d’història de les idees físiques i matemàtiques a la Catalunya Medie-val, Estudis Universitaris Catalans, Sèrie Monogràfica I. vol. 1, Barcelona, s.e. 1931.

65 C. Burnett, “King Ptolemy and Alchandreus the Philosopher: The Earliest Texts on the Astrolabe and Arabic Astrology at Fleury, Micy and Chartres”, Annals of Science, 55, 1998, pp. 329­368; el pasaje citado está en la p. 330. De forma similar, P. Kunitzsch, op. cit., p. 98, argumenta que “los primeros intentos occidentales de usar el astrolabio estuvieron estimulados por los logros de los astrónomos hispano­árabes contemporáneos, entre quienes Maslama era el más prominente”.

66 Véase M. Zuccato, “Arabic Singing Girls, the Pope and the Astrolabe”, Viator, vol. 45, núm. 1, 2014, pp. 99­120.

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incluso cuando se toman únicamente en cuenta las obras astronómicas co­dificadas que circulaban en la parte islámica de la península ibérica durante el siglo x, uno debe reconocer que la escuela de Maslama no fue la única fuente de conocimiento astronómico disponible durante ese periodo. De hecho, otras fuentes y textos astronómicos importantes ya eran accesibles en la región desde antes de Maslama. Por ejemplo, y como he mostrado en este artículo, la obra de Qāsim ibn Muṭarrif al­Qaṭṭān debe ser considerada como un ensayo temprano para introducir la astronomía física en al­Andalus.

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Dossier

Ya desde sus escrituras, el cristianismo desarrolló figuras con las cuales reflexionar acerca de la aprehensión, la interpretación y el razonamien­

to sobre el mundo, y para representar errores en estas actividades. “Mien­tras los judíos piden milagros y los griegos buscan el saber, nosotros proclamamos a un Mesías crucificado”, escribe san Pablo (1 Corintios 1, 22­28). Aquí, gentiles y judíos representan dos formas de involucrarse equivocadamente con el mundo y su creador, formas que, se sostiene, son opuestas heurísticamente al seguimiento de Cristo. Este artículo primero esboza la epistemología figural de estos actores —judíos, musulmanes y gigantes, entre otros— y luego rastrea su desarrollo entre las críticas de la filosofía natural del Medievo y la modernidad temprana. Sugiere que, pre­cisamente porque el poder de estas figuras de pensamiento étnicas y reli­giosas es tan poderoso, debe considerarse siempre que tratamos de valorar la función de judíos y musulmanes de verdad (por no decir nada acerca de los gigantes) en el estudio y transmisión del conocimiento científico en la Edad Media. Este artículo concluye con un estudio de caso, referente a Alfonso X El Sabio de Castilla y sus proyectos científicos, con el fin de de­mostrar cuán difícil puede ser para nosotros separar lo figural de lo real en nuestras historias de la ciencia.

“Judaísmo”, “Islam” y los peligrosdel conocimiento en la cultura cristiana

Con especial énfasis en el caso del rey Alfonso XEl Sabio de Castilla*

David nirenberg

*Traducción del inglés de Mauricio Sanders. El título original de este texto es “’Judaism’, ‘Islam’, and the Dangers of Knowledge on Christian Culture, with special attention to the case of King Alfonso X, ‘the Wise’, of Castile”, aparecido en Mapping Knowledge. Cross-Pollination in Late Antiquity and the Middle Ages, Charles Burnett y Pedro Mantas (eds.), Córdoba, Oriens Academic/cneru/The Warburg Institute, 2014, pp. 253­276.

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Quizá si no hubiera leído Las flores del mal de Baudelaire en la misma semana que me topé con la crónica de Diego Rodríguez de Almela en la biblioteca de El Escorial, no me hubiera percatado de la semejanza entre ambas obras. En su historia de España del siglo xv, Rodríguez de Almela explica que el rey Alfonso El Sabio de Castilla (1221­1284) perdió el reino porque tuvo la presunción de afirmar que, de haber estado presente con Dios en la creación, el mundo hubiera quedado mejor.1 El decimosexto poema de la colección de Baudelaire (publicado en 1857), “Le châtiment de l’orgueil”, trata acerca de un doctor inmensamente letrado de un pasado devoto no especificado. “En ces temps merveilleux où la Théologie/ Fleu­rit avec le plus de sève et d’énergie” [De aquel tiempo asombroso en que la teología floreció con más savia y con mayor pujanza].2 Cierto día el doctor afirmó que él hacía importante a Jesús y no al revés. En el momento mismo de este alarde recibió el castigo, hundiéndose en la nulidad intelectual.3 Mi experiencia pudo haber sido una coincidencia, pero la semejanza por sí misma no es solamente un producto accidental de mi atención. Lo que quiero decir es que también es un síntoma sistemático de cierta vertiente cristiana hacia el anti­intelectualismo, vertiente con importantes implica­ciones acerca de cómo debemos acercarnos a la historia de las ideas.

Las bromas acerca del orgullo y la presunción son casi tan antiguas como la filosofía misma (piénsese en Aristófanes ridiculizando a su contemporá­neo Sócrates en Las nubes, en 423 a.C.) y pululan entre las páginas de las colecciones humorísticas de la Antigüedad tardía, como el Filogelos. Tam­bién el judaísmo tardío dirigió fuertes críticas contra aquellos que ponían

1 Véase Diego Rodríguez de Almela, Compendio Historial, Escorial V II­10­11. De acuerdo con Diego Rodríguez de Almela, Alfonso X “estando en Sevilla dixo en plaça publica que si él fuera con dios quando fazia el mundo que muchas cosas enmendara en que se fizieran mejor que lo que se fizo” (f. 128v). Para una crítica semejante del rey Pedro El Cruel, véase E. Mitre Fernández, “La historiografía bajomedieval ante la revolución trastamara: 1 Propaganda política y moralis­mo”, en J. Baldeón Baruque (coord.), Estudios de historia medieval: homenaje a Luis Suárez, Vallado­lid, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Valladolid, 1991, pp. 332­347.

2 Traducción de López Castellón.3 En Rasselas (1759), Samuel Johnson atribuye una enfermedad parecida a un astrónomo (al

parecer musulmán), cuya habilidad para predecir el clima lo conduce poco a poco a la loca creen­cia de que él es la causa, más que el observador, de los fenómenos meteorológicos. Imlac, el sabio de Johnson, concluye así: “Entre las incertidumbres del estado presente la más terrible y alar­mante es la incierta continuidad de la razón”; S. Johnson, Rasselas, Filadelfia, Willis P. Hazard, 1856, p. 78.

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“Judaísmo”, “islam” y los peligros del conocimiento en la cultura cristiana

mayor confianza en las fuerzas humanas, sean físicas, sean mentales, que en el poder de Dios. No obstante, concentraré mi atención en la forma distintiva del cristianismo que adoptó esta crítica, que puede percibirse en uno de los escritos más tempranos que sobreviven de un seguidor de Jesús, la Primera Epístola a los Corintios de Pablo de Tarso: “Porque la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios. Si uno es sabio de acuerdo con el mundo y pasa por tal entre ustedes, que se haga necio y llegará a ser sabio”. Cristo vino a “destruir la sabiduría de los sabios”, dice el apóstol, “y a salvar a los pecadores con la locura del Evangelio”.

Uno de los aspectos más notables de este pasaje es que Pablo no sólo etiqueta clases específicas de sabiduría como algo peligrosamente falso, sino que también describe estas sabidurías en términos de “etnicidades” (el término es de San Pablo) específicas. “Mientras que los judíos exigen milagros (σημεῖα) y los griegos buscan el saber (σοϕίαν), nosotros predica­mos a un Mesías crucificado: para los judíos ¡qué escándalo!, para los grie­gos ¡qué locura!” (1 Corintios 1, 22­28). Hay importantes diferencias entre griegos y judíos, pero también hay semejanzas importantes. Para resumir a grandes rasgos las similitudes: tanto griegos como judíos se glorían de la obra de las manos del hombre y de la razón humana, se jactan de la sabidu­ría de este mundo y prefieren las verdades carnales que esa sabiduría pue­de ofrecer por encima de las verdades espirituales que están al alcance por medio de la enseñanza de Cristo. Tan es así que su añoranza por tal “sabi­duría” obstaculiza su disposición ante la “locura” salvífica de Dios. Desde aquí, al comienzo mismo de lo que llegaría a ser el cristianismo, las falsas seducciones del poder intelectual portan la máscara griega o judía.4

En el prefacio a Más allá del bien y del mal, Nietzsche proclamaba: “To­das las grandes cosas deben primero usar terribles máscaras monstruosas para quedar inscritas en el corazón de la humanidad”. Incluso sin aceptar

4 La filosofía también tuvo defensores en los primeros tiempos del cristianismo. Orígenes fue el más prominente. Véase por ejemplo, en Contra Celso, el examen de 1Cor 1 en 1.13 y 3.47­48, su defensa de la lógica en 1.2, y el argumento de que la Biblia no desalienta la filosofía en 6.7. Véase también la Filocalia 13, donde compara el uso cristiano de la filosofía con los estragos de los judíos con los egipcios. No obstante, la corriente antifilosófica que he descrito era poderosa: como testi­monio está la suerte de Orígenes, no sólo en la Antigüedad tardía, sino también en críticos poste­riores como Lutero (quien lo acusa de corromper el cristianismo con una confianza arrogante en las “obras” de la razón humana).

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esta afirmación, deberíamos preguntarnos cómo estas figuras (un término más teológico que “máscaras”) étnicas estigmatizadas, “gentil” y “judío”, asignadas por Pablo y otros primeros seguidores de Jesús a los poderes de la razón humana, llegaron a afectar el futuro de esos poderes. Sostengo (y trataré de demostrar) que la clasificación cristiana temprana, según la cual ciertos tipos de pensamiento humano están divididos en “judío” y “gen­til”, tuvo un profundo efecto sobre cómo los cristianos del futuro iban a pensar acerca del pensamiento, y que (para formular la pregunta de manera más acotada) necesitamos cobrar conciencia de estas clasificaciones y de sus efectos duraderos si pretendemos comprender la historia del pensa­miento cristiano acerca del poder de la razón.5

Al señalar el surgimiento temprano de las figuras “judaísmo” y “gentili­dad” en la epistemología cristiana, no pretendo implicar que el significado o el contenido de la figura haya permanecido constante, o que aquello que puede operar dentro de una cultura dada siempre es lo mismo. Por el con­trario, el significado, contenido, poder potencial, incluso la forma misma de la figura, siempre están transformándose, dependiendo de los contextos en que ésta se despliegue. Este proceso ya puede verse en marcha en los Evangelios, redactados por las generaciones posteriores a Pablo, cada uno de los cuales desarrolla el rostro “judío” del “anti­intelectualismo” para sus propios propósitos, dentro de su propio contexto y de acuerdo con las nece­sidades de las diversas comunidades que los produjeron. Por ejemplo, la particular relación de la comunidad de Mateo con el contexto judío que la rodeaba produjo la alabanza a Dios que eleva el Evangelio según San Mateo por haber cegado a los sabios (“porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla”, Mateo 11, 25), y a los sabios según el hombre les da la forma de fariseos, aquellos que están cegados por su deseo de ser doctos y ser llamados “maestro, rabí”.6

5 F. Nietzsche, “Masks”, Beyond Good and Evil, W. Kaufman (trad.), Nueva York, Vintage, 1989, pp. 1­2. Compárese la sección 40 de la misma obra, acerca de la máscara como la forma de presentación para las “Figuras” de un “gran espíritu”: véase E. Auerbach, “Figura”, en Neue Dantestudien, Istanbuler Schriften, 5, Estambul, Ibrahim Horoz Basımevi, 1944, pp. 11­71.

6 Un buen acercamiento a la cuestión de las comunidades evangélicas y su público se puede encontrar en R. Bauckham, Re-thinking the Gospel Audiences, Grand Rapids, W.B. Eerdmans, 1998. Para la comunidad de Mateo véanse, entre otros, D.C. Sim, The Gospel of Matthew and Christian Judaism: The History and Social Setting of the Matthean Community, Edimburgo, T. & T. Clark, 1998;

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“Judaísmo”, “islam” y los peligros del conocimiento en la cultura cristiana

Es importante recordar que las formas étnicas que se dan a estas ansie­dades sotero­epistemológicas en lo que llegaría a ser la Escritura cristiana no fueron monolíticas ni inconmovibles. No obstante, es igualmente im­portante percatarse de que fueron duraderas, y que el hecho de poder ser transformadas por el tiempo y el contexto de ninguna manera menguó su poder. Por el contrario, estas formas étnicas demostraron ser muy podero­sas a lo largo de la historia del pensamiento cristiano, precisamente porque fueron lo suficientemente flexibles como para apuntalar un lenguaje crítico capaz de abarcar el cosmos.

Por ejemplo, en Gálatas 2, 14, Pablo utiliza el término “judaizante” para designar el error por medio del cual un gentil convertido hacia Jesús (es decir, no judío) pone un acento equivocado sobre lo literal, lo material, lo carnal, lo legal y sobre los aspectos históricos del judaísmo y sus escrituras, más que sobre su significado espiritual. De acuerdo con la lógica más gene­ral de Pablo (por ejemplo, en el primer capítulo de Romanos), pensadores cristianos subsiguientes expandieron la categoría de “judaizante” para in­cluir el peligro de que un cristiano pusiera excesiva o desordenada atención en el mundo creado más que en su creador. A través de la larga historia de este discurso crítico, los filósofos quedarían expuestos a un riesgo en parti­cular. Por ejemplo, a comienzos del siglo xiii, los comentadores parisinos que produjeron las Biblias moralizadas dedicaron cerca de veinte comenta­rios con texto e ilustración a yuxtaponer las nuevas escuelas de filosofía aristotélica a fariseos, judíos y rabinos. “La sinagoga clama por sus filóso­fos”, proclamaban, en su intento por condenar aquello que fraguaban como curiosidad desordenada, materialismo y orgullo a causa de la razón humana. Sin embargo, la lógica subyacente era, en general, capaz de condenar no únicamente a los filósofos sino a cualquier cristiano atraído en demasía por el mundo o excesivamente curioso acerca de la creación. Mucho más tarde (1633), el poeta inglés George Herbert escribió:

A.J. Saldarini, “The Gospel of Matthew and Jewish Christian Conflict”, en D. Balch (ed.), Social History of the Matthean Community, Minneapolis, Fortress Press, 1991, pp. 38­ 61; D.R.A. Hare, “How Jewish Is the Gospel of Matthew?”, Catholic Biblical Quarterly, vol. 62, núm. 2, 2000, pp. 264­277; J.F. O’Grady, “The Community of Matthew”, Chicago Studies, vol. 40, núm. 3, 2001, pp. 239­250.

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He that doth love, and love amisse,This worlds delights before true Christian joy,Hath made a Jewish choice.And is a Judas Jew.7

Estas observaciones introductorias pueden por lo menos hacer plausible que, como historiadores, debamos hablar tanto de un hábito cristiano de pensar acerca de los usos de la razón humana en términos “judíos” (más adelante hablaré sobre el destino de los “gentiles”) como de la constante transformación del significado y contenido de estos términos. Para decirlo de manera provocativa, hay una historia del pensamiento que vincula la crítica de Mateo a los doctos fariseos con afirmaciones del siglo xx, como aquella proclamación de Joseph Goebbels (durante la quema de libros “no alemanes” llevada a cabo por los nazis en 1933), cuando dijo que la edad del intelectualismo judío rampante había concluido, o la observación de un representante del Reichsrat austriaco, quien en 1907 afirmó que “la cultu­ra es aquello que un judío plagia de otro”.8 No obstante, esa historia no es estable ni determinista. Su significado mismo se ve constantemente transfor­mado por los usos a los cuales se somete, y por los nuevos potenciales des­cubiertos por esos usos. Cuando los historiadores de las ideas se olvidan de estos aspectos —es decir, al minimizar por un lado el poder estructural de estos hábitos de pensamiento, insistiendo únicamente sobre el contexto o, por otro, al tratar esos poderes como algo monolítico o determinante, pasan­do por alto las posibilidades y juegos que permite eso que ahora llamamos agente— empobrecemos grandemente, algunas veces hasta falsificarlas, las preguntas que nos hacemos.

Aunque hay demasiadas formas en las que puede suceder el empobre­cimiento, vamos a tomar una en consideración. Cuando descubrimos que un pensador o una idea han sido catalogados como “judíos” en el pasado, ¿cómo escogemos entre “lo hermenéutico” y “lo real” (para utilizar por el

7 Véase G. Herbert, “Self­Condemnation”, The Temple. Sacred Poems and Private Ejaculations, Cambridge, T. Buck & R. Daniel, 1635, p. 165. Acerca del manejo de la filosofía en las Biblias moralizadas véase S. Lipton, Images of Intolerance. The Representation of Jews and Judaism in the Bible moralisée, Berkeley y Los ángeles, University of California Press, 1999. Se refiere a Österreichi­che Nationalbibliotek Ms. 2554, fol. 10a.

8 “Kultur ist was ein Jud vom anderen abschreibt”, citado en F. Heer, Land in der Strom der Zeit, Viena, Verlag Herold, 1958, p. 295.

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momento dos términos inadecuados) a modo de explicaciones? Si las cate­gorías religiosas (como “judío”) utilizadas por los pensadores de la cristian­dad medieval para realizar sus clasificaciones se generaban dentro del marco de hábitos de pensamiento cristológicos, no era necesario que co­rrespondieran (y a menudo no lo hacían) con atributos “reales” de las reli­giones que invocaban. Los pensadores de comienzos del siglo xiii, asociados con la sinagoga en las Biblias moralizadas antes mencionadas, no eran “ju­díos verdaderos” sino cristianos. Es posible que, como historiadores de las ideas, tengamos el deseo de identificar a algunos pensadores judíos (como Maimónides), cuya obra influyó de forma más o menos directa en los argu­mentos de algunos filósofos parisinos de comienzos del siglo xiii. No obs­tante, la “condición judía” de los filósofos en el discurso de la sociedad dentro de la cual vivían y trabajaban, era tanto o incluso más el producto de ciertos hábitos de pensamiento cristiano, que de algún vínculo con las cul­turas judías “reales” o el pensamiento de cualquier judío “real”.

Este problema es más general, en parte porque los “judíos” no son la única figura de pensamiento que surgió de la cultura cristiana para represen­tar el planteamiento equivocado de la razón humana, si bien es la figura fun­damental. Por ejemplo, encontramos una figura diferente en el tratado Sobre el libre albedrío que Lorenzo Valla dirigió al obispo de Lérida hacia 1440:

Nosotros [los cristianos] temamos de parecernos a los filósofos, que creyéndose sabios, se hacen tontos que disputan acerca de todo, elevando su voz al cielo como aquellos gigantes orgullosos y temerarios, que fueron arrojados a la tierra por el brazo poderoso de Dios y sepultados en los infiernos. Entre los más prin­cipales estaba Aristóteles, en quien Dios altísimo hizo manifiestos para su con­denación el orgullo y temeridad del dicho Aristóteles y de otros filósofos.9

Aquí no son los judíos sino los gigantes quienes proporcionan la figura del orgullo mortal que marcha junto con la sed de conocimiento y el ejercicio

9 L. Valla, De libero arbitrio, M. Anfossi (ed.), Florencia, Leo Olschki, 1934, pp. 50­51. “Ti­meamus ne simus philosophorum similes, qui dicentes se sapientes, stulti facti sunt; qui […] de omnibus disputabant apponentes in caelum os suum […] quasi superbi ac temerarii gigantes, a potenti brachio Dei in terram praecipitati sunt, atque in inferno, ut Typheus in Sicilia, consepul­ti. Quorum in primis fuit Aristoteles, in quo Deus optimus maximus superbiam ac temeritatem cum ipsius Aristotelis, tum ceterorum philosophorum patefecit atque adeo damnavit.”

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filosófico de la razón. La historia de los gigantes es por lo menos tan larga como la de los judíos, y ciertamente Valla se coloca en el medio de una tradición “anti­gigantes” tan larga como la tradición “anti­judía” que se prolonga desde los Evangelios hasta Goebbels, como acabo de afirmar. Para Filón y Josefo en el siglo i, Nembrot no solamente fue el arquitecto de la torre de Babel, sino también de la idea de que los hombres (en palabras de Josefo) deben “su prosperidad no a Dios sino a su propia valía”. Como lo dice Filón en Sobre los gigantes (66), Abraham orientó la razón humana hacia Dios, pero Nembrot enseñó a los “hijos de la tierra a volver su razón hacia la naturaleza inerte de la carne (καὶ ἀκίνητον σαρκῶν φύσιν)”.10

Unos 1700 años después, G.F.W. Hegel, colocó al desafortunado Nem­brot en una posición semejante en la introducción misma de El espíritu del cristianismo y su destino. En la historia del pensamiento de Hegel, el gigante fue el primero de los empiristas, fundador de una filosofía que errónea­mente buscaba la felicidad del hombre en la conquista de la naturaleza y el mundo material, pues estaba cegado por la realidad aparente de las cosas.

Parecería que —como figuras que proyectaran las ansiedades cristianas sobre los poderes de la razón— los gigantes no plantean los mismos riesgos que los judíos, pues hay pocos gigantes que pudieran sufrir a causa de esta proyección. Más aun, puesto que parece más fácil distinguir a un gigante que se cierne sobre la hermenéutica cristiana que a uno que camine sobre la tierra, podríamos pensar que su uso como figura no trastorna nuestros esfuerzos de la misma manera en que lo hacen los “judíos”, al tratar de di­ferenciar entre lo discursivo y lo real. No obstante, el alivio es exagerado, en tanto que pasa por alto la medida en que estas representaciones son es­tructuralmente interdependientes: pueden mapearse, derivarse y producir­se una a partir de la otra. El espíritu del cristianismo de Hegel es por sí mismo

10 Véase Flavio Josefo, Jewish Antiquities, I.113­4, trad. W. Whiston, Hertfordshire, Wordswor­th Editions Limited, 2006, 16; Filo, De Gigantibus, 66. Cf. Babylonian Talmud tractate Chagigah 13a, que utiliza a Nembrot para ilustrar la rebelión contra Dios en el contexto de la curiosidad intelectual desmesurada, citando a Ben Sira/Sirácides [Eclesiástico] 3.21­22: “No aspires a algo su­perior a tus fuerzas, ni te lances a investigar lo que sobrepasa tus capacidades. Profundiza lo que se te ha mandado, no tienes necesidad alguna de conocer los misterios ocultos”. Acerca de Nem­brot, la tradición exegética a comienzos del cristianismo es abundante, pues incluye obras tan di­versas como la Clementina, Teófilo de Antioquía, Gregorio Niceno, Eusebio, Gregorio Naciance­no, Epifanio y Juan Crisóstomo, pero eso es materia para un artículo diferente.

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un ejemplo extraordinario de cómo funciona esta interdependencia: su Nembrot es tan sólo la primera oposición de una dialéctica a partir de la cual puede surgir la figura central de Abraham y su judaísmo, una figura que anima toda la historia del desenvolvimiento del espíritu humano se­gún Hegel.

La caracterización de Aristóteles que hizo Lorenzo Valla probablemen­te estuvo inspirada por un ejemplo previo de un mapeo semejante. Nem­brot destaca en los ochenta y nueve círculos del Infierno de Dante (debido a su estatura, ocupaba dos círculos del Averno), bramando por sus pecados en un lenguaje supuestamente ininteligible. Para Dante, como para gran parte de la tradición medieval cristiana, Nembrot era el constructor que levantó en desafío la torre de Babel (conduciendo a la confusión de las len­guas), y el fundador de la astronomía matemática, la ciencia “babilónica” que hace predecible el futuro y los dioses del cielo. Por lo tanto, era la figu­ra perfecta de la confianza desmedida y orgullosa en la acción humana, y por la blasfemia que concede (de acuerdo con las vertientes de la teología cristiana que estamos estudiando) atención excesiva a la razón natural o “científica”. El difunto Richard Lamey se concentró sobre la manera en que la tradición medieval utilizó a Nembrot. Sugería que, a pesar de que el texto afirma que el lenguaje de Nembrot era ininteligible, en realidad está vociferando en árabe, y sus gritos en esa lengua son la condena de la ciencia por la cual ha sido condenado.11

Aunque quizá no debamos definirnos acerca del árabe de Nembrot, su lengua sí nos sumerge en medio de otra nueva tradición discursiva, que encuentra en los términos musulmanes preocupaciones excesivas acerca de la razón natural. Esta tradición también es venerable, aunque por nece­sidad (puesto que el Islam es más reciente) es menos antigua que la de los gigantes o la de los judíos, con las cuales, sin embargo, está interrelaciona­da. Abelardo proporciona un ejemplo temprano en Occidente, en su Diálo-

11 Acerca del Nembrot dantesco véase R. Lemay, “De la scolastique à l’histoire par le truche­ment de la philologie: itinéraire d’un médiéviste entre Europe et Islam”, Critica del testo, vol. 14, núm. 2, 2011, pp. 523­543. Compárese con el uso que hace Hegel de Nembrot en El espíritu del cristianismo y su destino, escrito en 1799 pero publicado a comienzos del siglo xx; véase G.W.F. Hegel, Hegels theologische Jugendschriften: nach den Handschriften der Kgl. Bibliothek in Berlin, Herman Nohl (ed.), Tubinga, J.C.B. Mohr, 1907.

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go entre un filósofo, un judío y un cristiano (compuesto alrededor de 1141­1142), en el cual erige en filósofo campeón de la razón natural a un musulmán circuncidado. Abelardo podría haber estado aludiendo (como lo sugirió Jean Jolivet en 1964) a filósofos racionalistas musulmanes, como su casi contemporáneo de Zaragoza Abū Bakr ibn al Ṣāigh (también conocido como Ibn Bajja, Avempace).12 No obstante, la asociación entre filosofía na­tural e Islam (y viceversa) era de hecho más general y se derivaba tanto (o más) de hábitos cristianos de pensamiento en cuanto al Islam como una religión totalmente orientada hacia el amor del mundo natural, como del conocimiento de cualquier filósofo musulmán particular. De este modo, dos siglos después Petrarca simultáneamente condenó la poesía y la medi­cina islámicas, asociándolas con la pura carnalidad despojada de cualquier espíritu redentor. “Conoces a los árabes como médicos. Los conozco como poetas: nada más suave, más débil, más flojo, más procaz. ¿Qué más puedo decir? Es difícil para cualquiera convencerme de que algo bueno pudiera provenir de Arabia” (Seniles XVI, 2).13

Encontramos esta tradición deliciosamente representada en época tan tardía como mediados del siglo xvii, en la pintura de Ferdinand Bol, El fi-lósofo (ca. 1650), en la cual el turbante y la barba sirven como elocuente ta­quigrafía para señalar las preocupaciones mundanas de los personajes (que se vuelven a representar en los globos terráqueos que pueblan el estudio).

12 J. Jolivet, “Abélard et le Philosophe (Occident et Islam au xiie siècle)”, Revue de l’Histoire des Religions, 164, 1963, pp. 181­189. Véase también S. Stroumsa, Freethinkers of Medieval Islam: Ibn al-Rawāndī, Abū Bakr al-Rāzī and their Impact on Islamic Thought, Leiden, Brill, 1999, p. 216. Véase también R. Brague, “L’entrée d’Aristote en Europe: l’intermédiaire arabe”, Aristote, l’École de Chartres et la cathédrale, Chartres, Assoc. des Amis du Centre Médiéval Européen de Chartres, 1997, pp. 73­79, esp. p. 77.

13 Petrarca, Invective contra medicum, en Opere latine, A. Bufano (ed.), Turín, 1987, p. 888: “Ara­bes quales medici tu scis. Quales autem poetae, scio ego: nihil blandius, nihil mollius, nihil ener­vatius, nihil denique turpius. Et quid multa, vix mihi persuadebitur ab Arabia posse aliquid boni esse”. Véanse también F. Gabrieli, “Petrarca e gli Arabi”, al-Andalus, 42, 1977, pp. 241­248; M. Mancini, “Petrarca e la poetica degli Arabi”, en P. Bagni y M. Pistoso (eds.), Poetica medievale tra Oriente e Occidente, Roma, Carocci, 2003, pp. 211­222. Sobre los conocimientos de poesía árabe que tenía Petrarca véase C. Burnett, “Learned Knowledge of Arabic Poetry, Rhymed Prose, and Di­dactic Verse from Petrus Alfonsi to Petrarch”, en J. Marenbon (ed.), Poetry and Philosophy in the Middle Ages: A Festschrift for Peter Dronke, Mittellateinische Studien und Texte 29, Leiden, Brill, 2001, pp. 29­62. Sobre asociaciones humanistas de ciertas tradiciones médicas con el Islam véase P. Dilg, “The Anti­Arabism in the Medicine of Humanism”, en La diffusione delle scienze islamiche nel Medio Evo europeo, Roma, Accademia Nazionale dei Lincei, 1987, pp. 269­289.

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En la tradición cristiana del Occidente premoderno, el Islam representaba un error casi inverso de aquel otro con el que a veces se representa en el discurso cristiano de nuestro tiempo (como en el del papa Benedicto XVI) el fanatismo de la razón, en vez del fanatismo de la fe.

Si la condición de judío o musulmán, o incluso la de gigante, son catego­rías críticas del pensamiento cristiano, así como atributos de religiones vi­vas, eso significa que al encontrar que el discurso crítico cristiano invoca al judaísmo, el Islam (o el gigantismo), esto no necesariamente es producto del contacto con un judaísmo o con un Islam vivo o real. El pensamiento cristiano es capaz de generar como objeto la condición de judío o de musul­mán “desde sus propias entrañas” (tomo prestada la metáfora de las obser­vaciones de Marx en Acerca de la cuestión judía) sobre cómo la sociedad cristiana genera el judaísmo. Por supuesto que también hay comunidades vivientes de cristianos, musulmanes y judíos, y que existe tal cosa como el contacto “real” entre miembros identificados de esas comunidades, e inter­cambios “reales” de ideas, textos, objetos y conocimiento. ¿Podemos como historiadores distinguir “hermenéuticamente” entre lo que se produce dentro de la lógica cristiana y lo que se produce “sociológicamente” o “ge­nealógicamente” a partir del contacto y el intercambio interreligiosos?14

Antes de intentar confrontar esa pregunta, hagamos una pausa para sin­tetizar los riesgos. Los cuestionamientos acerca de lo que la Europa cristia­na debe al judaísmo y al Islam ha levantado polémica desde hace largo tiempo. Ya hemos citado algunos (muy pocos) de los innumerables ejem­plos disponibles en la premodernidad, y estas polémicas ciertamente no cesaron cuando se incorporaron al Occidente muchas poblaciones judías a finales de los siglos xviii y xix, y después multitudes de musulmanes en los siglos xx y xxi. Por el contrario, estas incorporaciones únicamente hicieron que nuestras preguntas fueran más apremiantes y más polémicas. Algunos pensadores respondieron (y siguen respondiendo) a esta presión tratando

14 NB: Incluso formular la distinción entre lo hermenéutico y lo sociológico es en sí mismo una sobresimplificación, pues fácilmente podemos imaginar ambos fenómenos operando a la vez. Los antiguos fariseos no se hubieran reconocido en los retratos evangélicos, así como tampoco los fieles de una sinagoga judía quedarían suscritos al judaísmo que describen las filosofías de Kant o Hegel. Esto no implica que el pensamiento de Hegel, Kant o un autor evangélico no haya surgido en cierto sentido a partir de una experiencia viva del judaísmo. Mutatis mutandis, sucede lo mismo con el Islam.

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de meter a judíos y musulmanes en la historia de Europa, al favorecer la visión de una Europa judeo­cristiana y, más recientemente, de una civiliza­ción islámico­cristiana. Otros trabajaron (y siguen trabajando) para excluir a judíos y musulmanes de toda corriente vital de la cultura y la historia euro­peas, e incluso para retratar estas culturas y a sus representantes vivos como enemigos de los valores occidentales. No es necesario dar nombres, pues el debate ha animado una vasta historiografía a lo largo de los dos últimos si­glos, así como buena parte de la política de la modernidad, con lo cual ha quedado inscrito en la carne y los huesos de millones de judíos y musulma­nes (y también de cristianos), tanto en Europa como en otros lugares.

Esto significa que las afirmaciones que hacemos los medievalistas acerca de la condición judía, musulmana o cristiana de cierto texto, idea o práctica, se hacen desde el interior de campos de fuerza que nos polarizan, y carga­mos con un peso considerable política y éticamente hablando. Considere­mos algo tan especializado y esotérico como el prolongado debate acerca de la influencia de la poesía árabe sobre la poesía vernácula europea.15 Por dar un ejemplo específico, ¿cómo debemos pensar acerca de la relación entre Dante —a menudo considerado como la figura central de la tradición poé­tica europea— y el Islam?

Numerosos estudiosos nos han ayudado a escuchar resonancias del Is­lam en registros específicos de la Divina Comedia de Dante, que van desde la presunción con la que estructura su viaje al Otro Mundo, hasta la metafí­sica de la luz en el Paraíso, resonancias que algunos han tratado de vincular con fuentes islámicas específicas.16 Otros han atribuido a la estrategia alegó­

15 En el contexto de este debate, María Rosa Menocal tomó prestado de Harold Bloom el término “ansiedad de la influencia”, para así argumentar que los poetas que desarrollaron la lírica vernácula cristiana reprimieron su deuda con la tradición árabe, véase M.R. Menocal, The Arabic Role in Medieval Literary History: A Forgotten Heritage, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 1987 (2a ed. 2004).

16 A comienzos del siglo xx, Miguel Asín Palacios adquirió renombre al señalar la relación entre el Libro de la Escala de Mahoma y la estructura de Dante. De tiempos recientes, véase C. Saccone, “Postface”, en Il Libro della scala di Maometto, en R. Rossi Testa (ed.), Milán, 1991, pp. 155­198. Acerca de las fuentes árabes de Dante, véanse particularmente las numerosas obras de Maria Corti resumidas en M. Corti, “Dante and Islamic Culture”, Dante Studies, 125, 2007 (núme­ro especial, Dante and Islam), pp. 57­75. En las pp. 69­70 Conti sugiere que la metafísica de la luz en el Paraíso de Dante se deriva del Tractatus de luce de San Buenaventura de Bolonia, quien cita a Alhacén, Avicena, Averroes, al­Fārābī y otros autores musulmanes.

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rica de Dante haber elevado la poesía secular a una forma de conocimien­to capaz de alcanzar lo divino (a lo que algunas veces se refieren como la “poética teológica” de Dante), asemejándola a las estrategias poéticas em­pleadas en el misticismo islámico, y han visto en su manera de negociar las tensiones entre las formas humana y revelada del conocimiento (una pro­blemática dentro de la cual está imbricada la poética teológica) la in­fluencia de la tradición filosófica islámica, quizá mejor representada por Averroes. De acuerdo con este punto de vista, el espacio que Dante abrió para la poesía secular en la cultura cristiana fue abierto con herramientas islámicas.17

Por otro lado, son muy distintas las coordenadas dentro de las cuales Dante mismo inscribe las tensiones con las cuales negocia. Menciona a Aristóteles (Par. XXVI 37­39), Moisés (40­42) y San Juan Evangelista (43­45): no hay Averroes, Ibn Tufayl ni Maimónides. Sería plausible que viéramos —como Ernst Robert Curtius y muchos otros distinguidos explo­radores de la “poética teológica” de Dante lo hicieron— que su estrategia alegórica surge en su totalidad del potencial interpretativo y de la tensión que son autóctonos de la hermenéutica medieval cristiana.18

En este debate hay mucho en riesgo. Dependiendo de la postura que asumamos, nuestra imagen de Dante puede partirse. Por un lado, puede convertirse en una figura para las raíces “cristianas” de una poética distinti­vamente europea y occidental. Por el otro, es una figura cuyo silencio acer­ca de sus fuentes islámicas —es más, su crítica del Islam y de la “ciencia” islámica— se convierte en un acto de represión, un síntoma poderoso de “une maladie de l’histoire occidentale, liée à l’occultation de sa part philo­sophique arabe et juive […] émblématique du statut fait à la pensée arabo­musulmane dans l’histoire de la formation de la conscience européenne

17 Véanse P.A. Cantor, “The Uncanonical Dante: the Divine Comedy and Islamic Philosophy”, en Philosophy and Literature, 20, 1996, pp. 138­153; C. Baffioni, “Aspetti della cosmologia islamica in Dante”, en A. Ghisalberti (ed.), Il pensiero filosofico e teologico di Dante Alighieri, Milán, Vita e Pensiero, 2001, pp. 103­122.

18 E.R. Curtius, Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, Berna, A. Franke, 1948, pp. 219­ 32. A.J. Minnis y A.B. Scott, Medieval Literary Theory and Criticism c.1100-c.1375: The Commen-tary-Tradition, Oxford, Clarendon Press, 1991, pp. 373­94. Véase también Petrarca, Familiares, V. Rossi (ed.), Le familiari, Florencia, Edizione Nazionale delle Opere di Francesco Petrarca 11, 1934, 10.4, pp. 301­310, “de proportione inter theologiam et poetriam”.

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[…] du mouvement d’inclusion­exclusion qui, à sa source même, habite la rationalité européenne”.19

No pretendo aportar mayores detalles al debate acerca de la relación de Dante con el Islam. No obstante, este debate nos proporciona un buen ejemplo de cómo cuestiones relativamente esotéricas y las clasificaciones culturales de los medievalistas pueden conducirnos con demasiada rapi­dez a ensalzar o condenar civilizaciones enteras. Precisamente por esta razón me parece tan importante insistir en que, a pesar de que deseamos distinguir analíticamente entre lo hermenéutico y lo sociológico (para se­guir usando por el momento dos palabras inadecuadas para caracterizar la distinción que hacemos), ambos se constituyen mutuamente y, por lo tan­to, son empíricamente inseparables en algún grado. En otras palabras, las clasificaciones en cuestión (islámico, judío, cristiano) no sólo son el pro­ducto sino también el instrumento, las categorías de pensamiento por me­dio de las cuales las comunidades y los individuos que estudiamos (musulmanes y judíos, así como cristianos) históricamente han producido su historia. Dado que esas categorías a su vez son producidas (o quizá sea mejor decir coproducidas) dentro y entre las culturas que estamos estu­diando, nuestros esfuerzos por comprender esta producción deben tomar en cuenta no sólo los procesos de intercambio e influencia (o su primo re­primido, “la ansiedad de la influencia”), sino también otros fenómenos que se relacionan de manera muy diferente con lo “real”, como (por ejem­plo) la proyección.

Esto no significa que debamos dejar de indagar acerca de la transmisión y el intercambio de conocimiento entre las culturas que llamamos (de ma­nera algo reduccionista) Islam, judaísmo y cristianismo. Únicamente signi­fica que, al hacerlo, debemos cobrar conciencia del grado en que estas categorías fueron a su vez producidas tanto hermenéutica como socioló­gicamente en los contextos que examinamos. Así, vamos a dedicar aten­ción detallada a un ejemplo histórico específico, a partir del cual podremos

19 La cita procede de A. de Libera, Introduction, en Averroes, Discours décisif, M. Geoffroy (trad.), Paris, Flammarion, 1996, p. 83, citado por Leonardo Capezzone “Intorno Alla Rimozione delle Fonti Arabe dalla storia della Cultura Medievale Europea, e sul silenzio de Dante”, obra de próxima aparición de la cual me he beneficiado inmensamente. Agradezco al profesor Capezzone que haya compartido conmigo este artículo antes de publicarlo.

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cultivar, si no una metodología, por lo menos una conciencia de las dificul­tades que dicha metodología deberá solventar.

* * *Por el tiempo en que Diego Rodríguez de Almela contó la historia de la “blasfemia” de Alfonso El Sabio, esto es, de la vez que afirmó que el cono­cimiento humano pudo haber mejorado la creación de Dios, esa historia ya tenía siglos de existencia. Aunque la acusación aparece en las crónicas tra­dicionales hasta mediados del siglo xiv, es probable que haya surgido du­rante el reinado de Alfonso, cuando se produjeron las rebeliones contra su autoridad, que comenzaron en 1272 y marcaron la última década de su rei­nado, hasta la muerte de Alfonso en 1284, con su autoridad confinada a lo que más o menos corresponde a los alrededores de la ciudad de Sevilla.20

Ni el judaísmo ni el Islam reciben mención en la acusación de blasfemia contra Alfonso; no obstante, ciertamente estaban en la mente de los críticos de Alfonso. Desde los primeros alzamientos de 1270­1275, los señores re­beldes se quejaban contra los judíos que estaban en el real servicio, e inclu­so tomaron a algunos de éstos como rehenes. Tras reprimir la rebelión, Alfonso volvió a confiar tareas administrativas a judíos. Por ejemplo, en 1276 asignó a Isaac ibn Zadok (también conocido como Çag de la Maleha) una importante función en el manejo de la recaudación de impuestos. Bajo la creciente presión de una segunda rebelión, que estalló bajo el liderazgo del hijo de Alfonso, el futuro Sancho IV, para 1279 el rey Alfonso se vio forzado a encarcelar a numerosos judíos a su servicio y a ahorcar a Isaac­Çag.

En ese mismo año un concilio de obispos del reino condenó al rey por ser (en palabras de Peter Linehan) “un tirano a duras penas cristiano mani­pulado por consejeros judíos, empeñados en someter al clero a un yugo de

20 La primera mención en la tradición de las crónicas aparece en la Crónica General de Espanha de 1344 de Pedro de Barcelos, véase L.F. Lyndley Cintra (ed.), Crónica General de Espanha de 1344, Lisboa, Academia Portuguesa da Historia, 1900. Sobre la historia de cómo se transmitió y fue posteriormente utilizada, véase en especial L. Funes, “La blasfemia del Rey Sabio: itinerario narrativo de una leyenda (primera parte)”, Incipit, 13, 1993, pp. 51­70; y “La blasfemia del Rey Sabio: itinerario narrativo de una leyenda (segunda parte)”, Incipit, 14, 1994, pp. 69­101. Funes afirma que la acusación brotó durante la vida de Alfonso. Para usos posteriores de la historia en contra de Pedro El Cruel, véase también “La historiografía bajomedieval ante la revolución tras­tamara: Propaganda política y moralismo”, en Estudios de historia medieval: Homenaje a Luis Suárez, Valladolid, Universidad de Valladolid, Secretariado de Publicaciones, 1991, pp. 332­347.

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intolerables persecución y servidumbre”. Acusaciones como ésta desempe­ñaron un importante papel al justificar y movilizar la coalición de príncipes, eclesiásticos, nobles y municipalidades que privó a Alfonso de su reino (aunque no de la corona en forma oficial). Los rivales de Alfonso estaban (cuando así les convenía) exageradamente conscientes de los judíos y mu­sulmanes en la casa real, el gobierno y la estrategia política. Es presumible que estuvieran igualmente conscientes de la función que desempeñaban estos “enemigos de Dios” en las empresas intelectuales de Alfonso.21

En suma, los críticos de Alfonso alimentaban su discurso con judíos y musulmanes de carne y hueso. No obstante, esto no implica que su discur­so no haya sido también el producto de la hermenéutica cristiana. En otros artículos he intentado explicar por qué ciertas funciones del gobierno y la administración —como el título y cargo de privado, el consejero favorito más cercano— fueron criticadas por ser “judías” en la Castilla de los siglos xiii, xiv y xv, a pesar de que quienes tenían estos títulos y desempeñaban estos cargos generalmente eran cristianos. El que los cristianos concibieran algunas formas de poder secular como si fueran “judías” —tal es mi argu­mento— fue tan importante como la presencia de judíos vivos en la adminis­tración, para dar cabida a estas críticas contra la forma de gobernar. Sin embargo, nuestro tema es la ciencia y no la soberanía. Así pues, limitémonos a los excesos de la razón real, más que a los excesos del modo de gobernar.22

21 Para un recuento narrativo véase Y. Baer, A History of the Jews in Christian Spain, 2 vols., L. Schoffman (trad.), Filadelfia, Jewish Publication Society of America, 1978, vol. 1, pp. 120­137. Véase también J.M. Nieto Soria, “Los judíos de Toledo en sus relaciones financieras con la mo­narquía y la Iglesia (1252­1312)”, Sefarad, 41, 1981, pp. 301­319, y “Los judíos de Toledo en sus relaciones financieras con la monarquía y la Iglesia (1252­1312)”, Sefarad, 42, 1982, pp. 79­102. Sobre las quejas episcopales y el papel de Sancho al investigarlas y amplificarlas, véase P. Line­han, “The Spanish Church Revisited: The Episcopal Gravamina of 1279”, en B. Tierney y P. Linehan (eds.), Authority and Power: Studies on Medieval Law and Government Presented to Walter Ullmann on his Seventieth Birthday, Cambridge, Cambridge University Press, 1980, pp. 127­147, con la cita en p. 137. Las quejas de los obispos en contra del efecto corruptor de los judíos aparece transcrito en p. 146. Para encontrar ejemplos de las medidas anti­judías de Sancho durante la re­belión de 1282, véase p. 136, nota 37.

22 Acerca del privado véase D. Nirenberg, “Christian Love, Jewish ‘Privacy’, and Medieval Kingship”, en K.L. Jansen, G. Geltner y A.E. Lester (eds.), Center and Periphery: Studies on Power in the Medieval World, Leiden, Brill, 2013; D. Nirenberg, “Christian Sovereignty and Jewish Flesh”, en S. Nichols, A. Kablitz y A. Calhoun (eds.), Rethinking the Medieval Senses, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 2008, pp. 154­185; D. Nirenberg, “Deviant Politics and Jewish Love: Alfonso VIII and the Jewess of Toledo”, Jewish History, 21, 2007, pp. 15­41.

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También sobre este punto es bastante fácil descubrir figuras y figuracio­nes. Consideremos el Libro de Alexandre, un anónimo del siglo xiii.23 El héroe del Libro, Alejandro Magno, corre grandes riesgos por aprender. Dos mo­mentos de la vida del héroe bastan para ilustrar este riesgo: su infancia y su muerte. De niño era tan buen estudiante (“tant avié buen engeño e sotil co­raçon” [17]) que corrió el rumor de que no era hijo del rey Felipe, sino de su tutor Nectanebo. “Por su sotil engeño que tant’ apoderava/ a maestre Nectá­nabo dizién que semejava,/ e que su fijo era grant roído andava”[19]. En otras tradiciones literarias europeas, Nectanebo ciertamente es presentado como el padre de Alejandro, que usó las artes mágicas para engendrar en Olimpia, la madre de Alejandro, una escena ilustrada con vivacidad, por ejemplo, en el Speculum historiale de Vincent de Beauvais.24 El Alejandro castellano resolvió el problema como lo hacen los héroes: arrojó a Nectanebo desde lo alto de la torre cuando miraban las estrellas, matando al monarca excesivamente “su­til” y letrado a quien su intelecto y su tutor amenazaban con convertirlo.

No obstante, los tutores son más fáciles de exterminar que las ambicio­nes intelectuales, y es el orgullo intelectual el que acaba por acarrear el desastre sobre el héroe. Justo después de que Alejandro, convertido ya en gran conquistador, pronuncia un sermón sobre el orgullo insaciable (sober-via) de todas las criaturas de la creación (desde los ángeles hasta los peces), el poeta castellano interrumpe la narración con un excurso que no aparece en las fuentes.

Quiero dexar el rey en las naves folgar [2324]quiero de su sobervia un poquillo fablar,quiérovos la materia un poquillo dexar,pero será en cabo todo a un lugar.

La natura que cría todas las crïaturas [2325]las que son paladinas e las que son escuras,todo lo que Alexandre dixo palabras duras,que querié conquerir las secretas naturas.…

23 Véase Libro de Alexandre, J. Cañas (ed.), Madrid, Cátedra, 2007.24 Bibliothèque Nationale de France, Ms. fr. 50, 120v.

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En las cosas secretas quiso él entender [2327]que nunca omne bivo las pudo ant saber;quísolas Alexandre por fuerça conocer,nunca mayor sobervia comidió Luçifer.…Pesó al Crïador que crió la Natura [2329]ovo de Alexandre saña e grant rencura,dixo: “este lunático que non cata mesura,yol tornare el gozo todo en amargura”.

El poeta nos dice, no sin cierto anacronismo, que puesto que los musulma­nes, los judíos (y las serpientes) temen la espada de Alejandro demasiado como para servir de instrumentos a la venganza de la Naturaleza, ésta tuvo que buscar otros aliados. Descendió pues a los infiernos, para convencer a Belcebú de que Alejandro pretendía conquistar y encadenar a la Naturale­za y a la Muerte, y le exigió que, en pago por el inframundo que ella cons­truyó para él tras haber sido exiliado de los cielos, le ayudase a eliminar a tan presuntuoso héroe. Satán llamó a consejo y la Traición propuso un plan para envenenar al conquistador del mundo. El instrumento mortal también es significativo. Después de beber el vino emponzoñado, Alejandro se dio cuenta de que había sido envenenado y buscó un antídoto, una pluma para provocarse el vómito.

Metío el rey la péñola por amor de tornar [2617]

“Amor”, “tornar”, el vocabulario del amor y de la conversión en este caso buscan recordarnos que la salvación está en juego, como lo está la vida. Para desdicha de Alejandro, también la pluma había sido mojada en veneno, y la segunda dosis resulta ser fatal.

non podrié peor fuego en su cuerpo entrar enveninó las venas que pudo alcançar,en lugar de guarir, fízolas peorar. [2617]

En la pluma podemos reconocer el instrumento del letrado, y en su veneno, los peligros de las letras para el pensamiento cristiano. Ésta es, de hecho, la moraleja con la que el poema concluye después de varios miles de estrofas.

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La gloria deste mundo, quien bien quiere asmar, [2671]más que la flor del campo non la debe preçiar,ca quando omne cuida más seguro estaréchalo de cabeça en el peor lugar.

A pesar de que el Libro no puede ser fechado con precisión, su composi­ción suele ubicarse hacia la primera mitad del siglo xiii, antes de las rebe­liones que marcaron el fin del reinado de Alfonso. Sin embargo, la explicación moral que brinda para la caída de Alejandro es la misma que será propuesta para el final de Alfonso: el dominio blasfemo sobre la crea­ción y un deseo insaciable por saber los secretos de la naturaleza.25 Podría­mos esperar que la conciencia de tales figuraciones cristianas, con su poder potencial, haya dejado una huella apologética en las actividades del scripto-rium (o mejor dicho, scriptoria) alfonsino. No obstante, si juzgamos a partir de los prólogos de sus trabajos científicos anteriores y de las traducciones que produjeron, Alfonso y sus colaboradores no se sentían angustiados por la naturaleza anticristiana del conocimiento que recababan, transmitían y creaban. Por el contrario, no dudaron en representar al rey como al empre­sario de sus actividades, que de manera explícita cruzaban las fronteras entre credos. El prólogo a un libro de historia natural que Alfonso encargó en 1250, un “Lapidario” que describe las propiedades mágicas y caracterís­ticas curativas de gemas y piedras, resulta ser significativo en este sentido.26

Él [Alfonso] lo consiguió en Toledo del judío que lo escondía, que ni quería usarlo ni dejaba que nadie se beneficiara de él. Y cuando él [Alfonso] tuvo el libro en sus manos, hizo que otro judío médico suyo se lo leyera, y se llamaba Jehuda Mosca el menor [Yehuda ben Moshe ha­Kohen] y era docto en el arte

25 La tradición literaria española continuó utilizando a Nembrot y a Alejandro para represen­tar el excesivo orgullo intelectual, e incluso en ocasiones los colocó juntos, como lo hace Sempro­nio en el acto I de La Celestina (publicado en 1499): “¡Oh pusilánime! ¡Oh hideputa! ¡Qué Nem­brot, qué Magno Alejandro, los cuales no sólo del señorío del mundo, mas del cielo se juzgaron ser dignos!”, Fernando de Rojas, La Celestina, Acto I.

26 Para una introducción a la figura de Yehuda y el conjunto de su obra científica, véase N. Roth, “Jewish Collaborators in Alfonso’s Scientific Work”, en R.I. Burns (ed.), Emperor of Culture: Alfonso X the Learned of Castile and His Thirteenth-Century Renaissance, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 1990, pp. 59­71, esp. 60­66. Para un estudio más detallado del personaje, véase G. Hilty, El libro Conplido en los Iudizios de las Estrellas. Partes 6 a 8, Zaragoza, Instituto de Estudios Islámicos y del Oriente Próximo, 2005.

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de la astrología y conocía bien el árabe y el latín. Y cuando por medio de este judío, su médico, comprendió el gran valor y provecho que había en el libro, le encargó que lo tradujeran del árabe a la lengua de Castilla.27

Las dos miniaturas que ilustran el prólogo del manuscrito más suntuoso del Lapidario28 yuxtaponen el retrato del rey al recibir el manuscrito con el de sus dos traductores, Yehuda Mosca y el clérigo Garci Pérez, con una escena de Aristóteles enseñando a un grupo de estudiantes (algunos de los cuales pueden ser representados como judíos, por lo que se puede deducir de sus sombreros. Aquí Alfonso se muestra (ilustración 1) libre de toda angustia, como amo y señor de toda forma de conocimiento.

Ni Alfonso ni los traductores parecen estar muy preocupados por la po­sibilidad de que sus pesquisas intelectuales interconfesionales pudieran suscitar acusaciones de blasfemia o falta de fe. De hecho, aparecen tan li­bres de preocupación que cuando se tradujo del árabe en 1261 el Kalila wa-Dimna, incluyeron el prólogo de Ibn al­Muqaffa, texto que fue expur­gado de otras traducciones medievales europeas porque presta especial atención al poder de la razón escéptica.

Este texto es especialmente pertinente para nuestro caso, pues traza el itinerario que lleva de la ortodoxia anticientífica a la incredulidad racio­nalista. El narrador comienza a partir de la convicción de que las enferme­

27 “Hasta que quiso Dios que viniese a manos del noble rey don Alfonso, hijo del muy noble rey don Fernando V y de la reina doña Beatriz, el Señor de Castilla, de Toledo, de León, de Gali­cia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén, y del Algarbe. Y halló en siendo infante, en vida de su padre, en el año que ganó el reino de Murcia, que fue en la Era de [sic]. / Y hubo en Toledo, de un judío que le tenía escondido, que no se quería aprovechar de él, ni que a otro tuviese pro. Y de que este libro tuvo en su poder, hízolo leer a otro su judío, que era su físico y dícenle Yudah Mosca El Menor, que era mucho entendido en el arte de astronomía, y sabía y entendía bien el arábigo y el latín. / Y de que por este judío, su físico, hubo entendido el bien y la gran pro que en él yacía, mandóselo trasladar de arábigo en lenguaje castellano por que los hombres lo entendie­sen mejor y se supiesen de él más aprovechar. Y ayudóle en este trasladamiento Garci Pérez, un su clérigo que era otrosí mucho entendido en este saber de astronomía”. Traducción al inglés en E.S. Procter, “The Scientific Works of the Court of Alfonso X of Castile: The King and His Co­llaborators”, Modern Language Review, 40, 1945, pp. 12­29, esp. p. 19. Nótese que el prólogo al “Lapidario” ubica los orígenes de la obra en un contexto “intercultural”. Su autor, Abolays, a pe­sar de ser musulmán, aprecia a los gentiles de Caldea (puesto que desciende de ellos), conoce su lengua y desea encontrar sus libros.

28 Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, MS. h.I.15, producido alrededor de 1270. La edición facsimilar es Alfonso X El Sabio, 1982. Para un estudio acerca de las ilustraciones, véase A. Domínguez Rodríguez, Astrología y arte en el Lapidario de Alfonso X El Sabio, Madrid: Edilán, 1984.

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Ilustración 1. Alfonso recibe a los Lapidarios, Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, MS. h.I.15, fol. 1r. Fotografía cortesía de Edilán.

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dades del alma son peores que las del cuerpo y, por lo tanto, las ciencias físicas (incluyendo la medicina) deben abrir paso a lo espiritual:

Et fallé que la enfermedad del anima es la mayor enfermedad. Et por eso des­preçié la fisica y trabagéme la ley et ove ende sabor, et dubdé de la fisica et no fallé en sus escrituras mejoría de ninguna ley.

No obstante, cuando comienza a estudiar las religiones, el narrador topa con las diferencias entre ellas. Peor aún, los creyentes justifican sus creen­cias por medio del hábito, el lucro, la violencia o la tontería, más que por medio de la razón:

Et fallé las leyes mucho alongadas et las setas muchas, et aquellos que las te­nían avíanlas heredado de sus padres, et otros que las tenían avidas por fuerça et otros que querían aver por ellas este mundo, et que se trabajavan a ganar con ellas en sus vidas, et otros entendidos de sinples voluntades que no dubdan que tienen la verdat et non tienen buena razón a quien les fiziese questión so­bre ello.

A final de cuentas, al consultar entre los más expertos en cada ley, el narra­dor, en su búsqueda, se da cuenta de que ninguno puede darle una expli­cación racional de sus creencias, y determinó no seguir nada que la razón no pudiera aprobar.

Et nin fallé en ninguna dellas razón que fuse verdadera nin derecha, nin tal que la creyese como entendido et non la contradixiese con razón. Et después que esto vi, non fallé carrera por donde siguieses a ninguno dellos. Et sope que, si yo creyese lo que non sopiese, que sería atal commo el ladrón engañado que fabla en un enxenplo.29

29 Calila e Dimna, Historia de Bercebuey, J.M. Cacho Blecua y M.J. Lacarra (eds.), Madrid, Cas­talia, 1984, pp. 108­109. Agradezco a Mercedes García Arenal, quien llamó mi atención sobre este texto. La elipsis: “Et tove por bien otorgar a los sabios de cada una ley sus començamientos et ver qué dirían por razón de saber la verdat de la mentira, et escoger et anparar la una de la otra; et co­nosçida la verdat, obligarme a ella verdaderamente, et non creer lo que non cunpliese, et nin se­guir lo que non entendiese. Et fize esto, et pregunté, et pensé, et non fallé ninguno dellos que me di[x]ese más que alabar a sí et a su ley et denostar la agena. Et vi manifiestamente que se inclina­van a sus sabores et que por su sabor trabajavan et non por el derecho”.

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Por estos productos del scriptorium de Alfonso, podemos imaginar que las figuraciones con las que comenzó carecían de fuerza ante el rey y sus co­laboradores. No obstante, otros productos del escritorio de Alfonso nos de­jan discernir rastros de ansiedad. Las Cantigas de Santa María son el lugar obvio para ponerse a buscar. De hecho, ya en el siglo xiv los cronistas men­cionan las Cantigas como la penitencia de Alfonso por su arrojo intelectual; según un autor, gracias a las Cantigas Alfonso se encuentra en el Purgatorio y no en el Infierno, a pesar de su blasfemia.30

Un ejemplo avasallador de nuestra angustia —en especial en compara­ción con un texto como Calila e Dimna— es la Cantiga 209, escrita por el propio rey e intitulada “Muito faz grand erro e en torto jaz, a Deus quen lle nega o ben que lle faz”: aquel que niega a Dios y sus bendiciones comete un grave error y se encuentra fatalmente equivocado. En ese texto el rey relata cómo, en 1270, al caer gravemente enfermo y encontrarse al borde de la muerte, renegó de las ciencias del cuerpo y el consejo de sus médicos, para volverse hacia la fe religiosa. La Cantiga se encuentra ilustrada en el fol. 119v del MS. B.R. 20–Códice de Florencia (ilustración 2).

Comparemos el texto con la imagen:31

Os diré lo que me aconteció mientras yacía en Vitoria, tan enfermo que todos creían que yo iba a expirar y nadie esperaba que me recuperase. Los médicos ordenaron que me aplicaran compresas calientes pero yo me negué y en vez de ello pedí que me trajeran Su Libro [paneles 2 y 3]. Lo colocaron sobre mí y de inmediato me encontré en paz [panel 4]. El dolor se calmó por completo, me sentí muy bien y no lloré más. Le di gracias a Ella por ello, porque sé muy bien que Ella desfallecía ante mi aflicción [paneles 5 y 6].32

30 “E otrosi sepas por çierto que por la oraçion que fiçiste continuadamente a la gloriossa ma­dre de Dios desde que ouiste diez e siete annos fasta oy, rogo afincadamente al alto sennor”, BNM 431, “Libro de los Fueros de Castilla”, incluido en L. Funes, “La blasfemia del Rey Sabio: itinerario narrativo de una leyenda (segunda parte)”, Incipit, 14, 1994, p. 73.

31 El manuscrito ahora se encuentra en Florencia, Biblioteca Nazionale Centrale, MS. Banco Rari 20, y estaba inconcluso a la muerte del rey. La edición facsimilar es Alfonso X el Sabio, 1989. El manuscrito fue concebido como el segundo volumen de una sola edición ilustrada de lujo de las Cantigas producida entre 1277 y 1284. El primer volumen se encuentra en El Escorial, Biblio­teca del Real Monasterio, MS. T.I.1, comúnmente conocido como Codice Rico, y disponible tam­bién en edición facsimilar: Alfonso X el Sabio, 1979.

32 Vos direi o que passou per mi, / jazend’ en Bitoira enfermo assi / que todos cuidavan que morress’ ali / e non atendian de mi bon solaz [...] ũa door me fillou atal / que eu ben cuidava que

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Ilustración 2. Cantiga 209, Biblioteca Nazionale Centrale de Florencia, MS. Banco Rari 20, fol. 119v. Fotografía cortesía de Edilán.

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Aunque el texto insiste sobre una ortodoxia que Calila e Dimna comenzó pero luego abandonó: la piedad es más importante que la física. Creer o ac­tuar en otro sentido, advierte la Cantiga, es negar la benevolencia de Dios. Esto parece casi como la refutación explícita del orgullo blasfemo puesto sobre la ciencia que se dirige contra el rey. Aunque el texto de la Cantiga no atribuye a una figura judía o musulmana esta creencia errónea, la ilustración sí lo hace. La ilustración retrata —como señala Francisco Prado Vilar en un artículo del cual me he beneficiado ampliamente— al médico que da órde­nes como a un judío, que se retira para ir a traer el libro, y al regresar es tes­tigo del triunfo milagroso de la Virgen sobre la ciencia “judía”.

De nuevo, resulta imposible separar en la polémica el componente “real” del “hermenéutico” o discursivo. Por ejemplo, entre los médicos de Alfonso había judíos vivos (como Abraham Ibn Waqar). Quizá alguno de ellos efectivamente recetó al rey la aplicación de compresas calientes. No obstante, también hay un contexto discursivo que caracterizaba recurrir a los médicos como si fuera una práctica “judaizante”. Este contexto es evi­dente no sólo en los escritos de los Padres de la Iglesia, por ejemplo San Jerónimo o San Agustín (que circulaban tan ampliamente como ciertas par­tes de la Glosa Ordinaria), sino también en tratados teológicos de la época, manuales de confesión, códigos legales (como las Siete partidas de Alfonso mismo, en las cuales quedaba prohibido para los cristianos recibir medica­mentos preparados directamente por médicos judíos [7.24.8]) y concilios eclesiásticos (incluso en numerosas regiones de la Europa del Medievo

era mortal, / e braadava: ‘Santa Maria, val, / e por ta vertud’ aqueste mal desfaz’ [...] os fisicos man­davan me põer / panos caentes, mas non o quix fazer / mas mandei o livro dela aduzer / e poseron mio, e logo jouv’ en paz [...] que non braadei nen senti nulla ren / da door, mas senti me logo mui ben / e dei ende graças a ela por en, ca tenno ben que de meu mal lle despraz [...] Quand’ esto foi, muitos eran no logar / que mostravan que avian gran pesar / de mia door e fillavan s’ a chorar, / estand’ ante mi todos come en az. / E pois viron a mercee que me fez / esta Virgen santa, sennor de gran prez / loaron a muito todos dessa vez / cada ũu põend’ en terra sa faz (sts. 3­8). La edición estándar de las Cantigas es M. López Serrano (ed.), Cantigas de Santa María de Alfonso X El Sabio, Rey de Castilla, Madrid, Editorial Patrimonio Nacional, 1987. Traducciones al inglés tomadas de la traducción en prosa de K. Kulp­Hill, véase Alfonso X el Sabio, Songs of Holy Mary of Alfonso X, the Wise: A Translation of the Cantigas de Santa María, K. Kulp­Hill (trad.), Tempe, Arizona Center for Medieval and Renaissance Studies, 2000, p. 251. Acerca de la Cantiga 209 véase F. Prado Vilar, “Iudeus sacer: Life, Law, and Identity in the ‘State of Exception’ called ‘Marian Miracle’”, en H. Kessler y D. Nirenberg (eds.), Judaism and Christian Art: Aesthetic Anxieties from the Catacombs to Colonialism, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 2011, pp. 115­142.

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tardío donde no había médicos judíos); en todos esos documentos, el recur­so in extremis a un médico en lugar de un sacerdote era condenado como un pecado, una preferencia errónea y “judaizante” por el médico carnal por encima del espiritual.33

Resulta sorprendente la estigmatización de la medicina como algo ju­dío, cuando aparece en la obra de un rey que patrocinó tantas investigacio­nes científicas, algunas de ellas a cargo de judíos “reales”. Una manera de explicar esta contradicción aparente sería encuadrarla dentro del contexto de las Cantigas. Los dos volúmenes ilustrados que conocemos como Códice Rico y Códice de Florencia constituyen un programa apologético para po­ner en términos cristológicos al atribulado rey y sus actividades. Por ejem­plo, la Cantiga 235 retrata a Alfonso en su última agonía como a Jesús perseguido a muerte por la enemistad del pueblo judío al que pertenecía. Como los judíos fueron castigados con la pena eterna por ser enemigos de Dios, así también serían castigados los de Alfonso, pues también eran ene­migos del Hijo del Hombre, quien arrojaría a todos al fuego eterno.

Por otro lado (continúa la canción), Alfonso, al igual que Jesús, fue resu­citado a la vida eterna por la Virgen, “en el día feliz de la Pascua”. Ella lo acunó en sus brazos tal como había acunado a su hijo, “clavado en la cruz [...] por Cuya gracia [...] se derrama gracia y misericordia entre los peligros del mundo”.

En la Cantiga 235, Alfonso es figura de Cristo, mientras que sus perse­guidores —esto es, sus súbditos cristianos en rebeldía— se asemejan a los judíos asesinos. La polémica sugiere que el proyecto de ilustrar y compilar las Cantigas se debió por lo menos en parte a un deseo estratégico, contra­

33 Véase San Agustín, In evangelium Joannis tractatus (Tratados sobre el Evangelio según San Juan), PL 32, 1443, que cita a 2Cor. 2:9: “Quale remedium posuit Dominus contra aegritudines animae [...] ut gaudeamus quando videmus hominem in lecto suo constitutum, jactari febribus et doloribus, nec alicubi spem posuisse, nisi ut sibi Evangelium [...] non quia ad hoc factum est, sed quia praelatum est Evangelium ligaturis [...] ut quiescat dolor [...] ad cor non ponitur ut sanetur a peccatis? [...] Ponatur ad cor, sanetur cor. Bonum est, bonum, ut de salute corporis non satagas, nisi ut a Deo illam petas [...] Rogavit eum Paulus apostolus, ut auferret stimulum carnis [...] Suffi­cit tibi gratia mea; nam virtus in infirmitate perficitur”. Por supuesto, si la cita del Evangelio lite­ralmente fuera colocada sobre el cuerpo, también resultaría judaizante. Por ejemplo, San Jeróni­mo condena la práctica de colocar textos de los Evangelios sobre el cuerpo enfermo como el equivalente del uso de filacterias por parte de los fariseos. Commentaria in Matthaeum. PL 26, 168 A­C. Agradezco a Ryan Giles por relacionar estos textos con el episodio alfonsino.

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rrestar las críticas “judaizantes” que marcaron los últimos años del reinado de Alfonso (incluyendo tal vez el cargo de “blasfemia”). De hecho, en las páginas introductorias las Cantigas se declaran a sí mismas y a su autor en guerra contra el judaísmo. Desde la Cantiga 2, San Ildefonso aboga por Al­fonso por ser tanto autor mariano como oponente de herejes y judíos. La Cantiga 6 contiene la historia de un niño asesinado por los judíos porque cantaba hermosamente a Santa María: en ello quizá podamos encontrar una figuración del poeta mariano (esto es, de Alfonso mismo) como Cristo már­tir. En la Cantiga 34 toca a la pintura el turno del martirio a manos del ju­daísmo. En cada una de éstas, el proceso creativo de las Cantigas —poético, pictórico, musical— es mostrado como una defensa del cristianismo en contra del judaísmo. Es más, la Cantiga 209 debe ser entendida en esta vena, como una afirmación de que la canción y el libro iluminado no sola­mente son objetos cristianos, sino que son objetos milagrosos, más podero­sos que cualquier ciencia o pócima “judía”.34

No obstante, caeríamos en un error si segregáramos estas figuraciones polémicas de las Cantigas, pues cada una de estas figuras del judaísmo esta­ba incrustada muy adentro de las corrientes discursivas de la cultura cristia­na de Castilla. En otro trabajo he sugerido otras maneras en que el arte y la poesía (como la “ciencia”) quedaron bajo sospecha de materialismo y arti­ficiosidad desordenados (que es lo mismo que decir de “judaísmo”), al in­terior de ciertas corrientes protagónicas del discurso crítico cristiano del Medievo, y he intentado mostrar cómo estas concepciones afectaron el de­sarrollo del arte cristiano. Este no es lugar para tratar acerca de las críticas potenciales que asaltaron el proyecto poético y pictórico de Alfonso. Por supuesto, estas críticas no siempre adoptaron la forma “judía”. Por ejem­plo, en la Cantiga 8, es un monje quien acusa de brujería al músico, y nume­rosas Cantigas dan forma musulmana o incluso satánica a los enemigos de la pintura cristiana. Cada una de estas formas merece su historia. Sin embar­go, para mi propósito actual bastará si los he convencido de que, estando

34 Acerca de la crítica cristiana judaizante en cuestiones de arte y poesía, véase D. Nirenberg, “The Jewishness of Christian Art”, en H.L. Kessler y D. Nirenberg (eds.), Judaism and Christian Art…, op. cit., pp. 387­428, y “Figures of Thought and Figures of Flesh: ‘Jews’ and ‘Judaism’ in Late Medieval Spanish Poetry and Politics”, Speculum, 81, 2006, pp. 398­426.

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conscientes de constituir una defensa a favor de la política, la poesía y el arte de Alfonso, las Cantigas abrevaron copiosamente de las fuentes antiju­días y antimusulmanas de su cultura. Uno de esos recursos, iluminado en la Cantiga 209 por un pintor que posiblemente haya colaborado con musul­manes o judíos ilustrando manuscritos científicos del scriptorium alfonsino, era la proyección de los peligros de la curiosidad mundana presentados a través de una imagen judía de la ciencia.35

* * *No pretendo haber proporcionado una relación de las condiciones cultura­les que hicieron posible que casi simultáneamente se hayan producido el ambicioso proyecto alfonsino (el rey estaba plenamente consciente de sus ambiciones) de traducción, aprendizaje e investigación sobre la filosofía natural, y la condenación de este proyecto —¡hasta Alfonso y sus colabora­dores lo condenaron!— como algo peligrosamente anticristiano. Para ello, habría que prestar mucha mayor atención, no solamente a los detalles del “taller” alfonsino y sus innúmeros participantes (cristianos, judíos y musul­manes), sino también a los múltiples géneros del proyecto alfonsino y en­cuadrar cada uno dentro de una historia cultural apropiada. También habría que tomar nota de las maneras tan diferentes en que operaron los discursos críticos disponibles para diferentes registros culturales, y cómo estos dis­cursos fueron utilizados para distintos (y a menudo novedosos) tipos de trabajo por personas en particular en momentos particulares (por ejemplo, como sucede en los gravamina episcopales, para que los aristócratas resis­tieran a las nuevas formas de administración, o durante la guerra civil con­tra el rey). Esto no es el proyecto de un artículo ni de un libro, sino de toda una vida.

Sin embargo, sí espero haber fortalecido en ustedes la noción de que términos como intercambio, autonomía y represión son insuficientes (en tanto que son drásticamente reduccionistas) como opciones en nuestros es­fuerzos por describir la manera en que cristianismo, Islam y judaísmo —tan­

35 Acerca del taller alfonsino, véase L. Fernández Fernández, Arte y ciencia en el scriptorium de Alfonso X El Sabio, Puerto de Santa María, Cátedra Alfonso X El Sabio, 2013. El autor me informa en una carta personal que se puede demostrar que por lo menos uno de los ilustradores de las Cantigas trabajó también en los manuscritos científicos.

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to reales como imaginarios— participaban en la coproducción de la cultura europea occidental, sea cual sea el significado de esa frase. Me parece que ha de tener altísima prioridad una comprensión más completa de esa diná­mica, si queremos entender la historia cultural (incluyendo la historia de la ciencia) de la Edad Media o, para el caso, la de nuestra Modernidad.

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Dossier

El Islam y el cristianismo tienen mucho en común, pero también presen­tan algunas diferencias y lo que a primera vista podría ser más obvio

podría resultar un tanto superficial.1 Además, ¿quién sería lo suficientemente necio como para hablar del Islam o del cristianismo como si se tratara de sólo un Islam o sólo un cristianismo? Incluso la adhesión oficial a una rama específica del Islam o el cristianismo no necesariamente garantiza la unidad de pareceres. Con frecuencia existe una brecha entre los postulados o acti­tudes oficiales y las perspectivas y sensibilidades populares. Para empeorar las cosas, mi campo de estudio es la filosofía medieval más que la teología o los estudios religiosos. Mi única excusa es que me fascina la cuestión del lenguaje en general, así como las peculiaridades de diversos idiomas y la repercusión que dichas peculiaridades tienen en nuestro modo de pensar. Cualquiera que tenga experiencia en la traducción o en la interpretación sabrá que no existe nada como una suave transición de una lengua a otra.

A pesar de todas estas “advertencias”, me estoy embarcando con temor y temblor a tratar una diferencia no tan obvia entre el Islam y el cristianis­mo, i.e., su actitud hacia el lenguaje, y cómo ambas tradiciones abordan al­gunas cuestiones en común. Dado que los filósofos sueñan con anular la

*Traducción del inglés de Venancio Ruiz. El título original de este texto es “Islam & Chris­tianity: One Divine & Human Language or Many Human Languages,” aparecido en The Judeo-Christian-Islamic Heritage: Philosophical & Theological Perspectives, Richard C. Taylor & Irfan A. Omar (eds.). ISBN 9780874628111. © 2012. Milwaukee, Wisconsin: Marquette University Press. Used by permission of the publisher. All rights reserved. Disponible en www.marquette.edu/mupress.

1 Una versión previa de este artículo fue publicada como una conferencia en el Kripke Cen­ter, Journal of Religion & Society, 9, 2007; disponible en: http://www.creighton.edu/jrs.

Islam y cristianismoUn lenguaje humano y divino o múltiples

lenguajes humanos*

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ambigüedad cuando el contexto no es claro, emplearé el término “lengua­je” para referirme a la capacidad humana general de expresarse a través del lenguaje articulado, mientras que el término “idioma” se referirá a una de las lenguas particulares empleadas por un grupo específico de seres huma­nos. Tanto el Islam como el cristianismo consideran que el lenguaje es es­pecíficamente humano, en tanto que no sólo distingue a los seres humanos de los animales (y, en el caso del Islam, incluso de los ángeles),2 sino tam­bién explica cómo Dios se comunica con los seres humanos. Sin embargo, el Islam se edifica sobre un texto, que es la mismísima Palabra de Dios, y enfatiza la importancia de un único idioma, el árabe, considerado como algo increado, inimitable, y como el sello de la profecía. Así, el Islam gene­ralmente otorga un estatus especial a este idioma único, el árabe, lo que representa un factor importante para la unidad de la comunidad universal de los creyentes. Por otro lado, el cristianismo, edificado sobre la persona de Cristo y no tanto sobre un texto, posee escrituras en dos idiomas princi­pales, el hebreo y el griego, ninguno de los cuales fueron los idiomas de Cristo. No debería privilegiar ninguna lengua y, por lo tanto, enfatiza su llamado universal para predicadores de cualquier idioma.

Tras desarrollar este contraste, pasaré ahora a una cuestión filosófica im­portante y perenne, misma que surge al encontrarnos con esta diferencia: la cuestión del origen del lenguaje y los idiomas. Los filósofos griegos, como Platón en el Cratilo, intentaron determinar si el lenguaje es por naturaleza (physis), o por convención (nomos). Por otro lado, los cristianos y los musul­manes se preguntaban por medio de qué idioma Dios hablaría con Adán en el Jardín del Edén, y cómo surgieron tanto el lenguaje como los idiomas. Dado que las Escrituras hebreas relatan que Dios ordenó a Adán que nom­brara a los animales, la elaboración del lenguaje parecería ser una invención humana. No obstante, originalmente todos los seres humanos hablaban un único y mismo idioma, pero la famosa construcción de la Torre de Babel, que dio pie al origen de la confusio linguarum y la diversidad de idiomas, es vista como un castigo, si bien no como un castigo directamente derivado del pecado original. Por otro lado, el Corán afirma que Dios enseñó “todos

2 The History of al-Tabari, vol. 1: General Introduction and From the Creation to the Flood, F. Ro­senthal (trad.), Buffalo, suny Press, 1989, pp. 269­274. Al­Tabari, Annales quod scripsit Abu Djafar Mohammed Ibn Djarir At-Tabari, parte 1, M.J. de Goeje (ed.), Leiden, Brill, 1879­1881.

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los nombres” a Adán. Percatémonos aquí de que ambas tradiciones religio­sas se enfocan en los nombres. Ya desde un comienzo los gramáticos musul­manes, y los comentadores del Corán o quienes mantenían los reportes de los hadices formularon esta cuestión en términos de revelación (tawqīf), más que de naturaleza o de convención (istilāh), una institución humana, y ge­neralmente se inclinaron por la postura de que era por revelación.3 Se pre­guntaban si Adán había aprendido una única lengua de Dios, o bien todas las lenguas, o simplemente había recibido la capacidad para constituir el lenguaje. Por otro lado, a pesar de la confusio linguarum, el sueño de una lengua perfecta, tan bien articulado por Umberto Eco, ha obsesionado a los filósofos y a la cultura occidental.4

Finalmente, consideraré cómo uno de los más famosos filósofos “islámi­cos” o “árabes”, al­Farabi, quien vivió de 870 a 950, y cuya lengua materna no era el árabe, elaboró una postura sobre el origen tanto del lenguaje como de los idiomas, así como de la religión, que sólo puede ser comprendida en el contexto del debate islámico y las influencias filosóficas griegas. El modo en que al­Farabi enfrenta el problema podría explicar por qué la filosofía en su modalidad griega se mantuvo en los márgenes del Islam, pero también expli­caría por qué la cultura islámica se cuestionaba sobre el origen del lenguaje.

EL LENGUAJE EN EL ISLAM Y EL CRISTIANISMO

El Islam se fundamenta en el Corán, un texto revelado a Mahoma, quien lo recita y proclama, pero se trata de un texto dado por Dios. La comunidad islámica primitiva discutía si el Corán era “increado”, es decir si se trataba de la palabra de Dios como Dios la ha pronunciado eternamente. Los mu­tazilíes defendieron la creación del Corán, influidos por el califa al­Ma’mun, quien en 833 comenzó la miḥna o imposición de la postura según la cual el Corán era creado. Tras quince años de una violenta controversia, el califa al­Mutawakkil dio fin a la miḥna, lo que con el paso del tiempo dio

3 H. Loucel, “L’origine du language d’apres les grammairiens arabes”, Arabica, 10, 1963, pp. 188­208, 253­281, esp. 253­254, donde explica que tawqīf es el término preferido por los gramáti­cos para hablar de la revelación, que en ocasiones emplean solo, pero en otras junto al término waḥy o ilhām; 11, 1964, pp. 57­72, 151­187.

4 U. Eco, The Search for the Perfect Language, Oxford, Blackwell, 1995.

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lugar a la desaparición de los mutazilíes como un movimiento intelectual y religioso importante. De ahí en adelante el Corán ha sido reverenciado generalmente como “increado”. Esto explica porqué en circunstancias nor­males uno no debería traducir el Corán, excepto para ganar conversos, ni debería tampoco tocar directamente copias de éste.

El Corán en sí mismo enfatiza en repetidas ocasiones que está en árabe, “en árabe puro” (26:195). “Que ciertamente hemos revelado el Corán en idioma árabe para que reflexionéis y comprendáis su significado” (43:3). “Te revelamos el Corán en idioma árabe” (42:7), etc. No sólo el Corán está en árabe puro, sino que en repetidas ocasiones desafía a los no creyentes a proveer versos o capítulos similares (2:23; 10:38 y 11:130). Estos desafíos llevaron a la afirmación teológica de la imposibilidad de imitar el Corán que, por ende, se convierte en su propia validación. Esta incapacidad de imitarlo no tardó en ser elaborada y no sólo cubrió el contenido sino tam­bién el estilo: la belleza y pureza de su árabe.5

Las cinco oraciones diarias requeridas incluyen recitar los versos del Co­rán en árabe, al menos oficialmente, ya que es la única lengua litúrgica. Se insta a los fieles musulmanes que no hablan árabe a que aprendan a hacer­lo. Al­Shafi‘i, fundador de una de las escuelas legales islámicas, llega inclu­so a convertir en una obligación que todo musulmán aprenda cuanto árabe le sea posible, dado que se trata de la lengua más perfecta de todas y, por lo tanto, es la lengua de la revelación. Durante mucho tiempo en los países en los que se hablaba árabe se enviaba a los hijos al kuttāb para aprender a leer, empleando por excelencia como texto de iniciación el Libro o el kitab, es decir el Corán.

El estatus privilegiado del árabe tendía a unificar lingüísticamente a la comunidad islámica, y explica porqué los hablantes del árabe están tan or­gullosos de su lengua. Las revelaciones todavía más tempranas estaban es­critas en diversas lenguas adaptadas a múltiples naciones, pero la revelación final y perfecta es universal y está en árabe, que muchas veces se presenta como la lengua divina y humana perfecta.6

5 D. Ahmed, “The Inimitable Language of the Qur’an”, The Islamic Quarterly, vol. 49, níum. 3, 2005, pp. 175­181.

6 En su Muqaddimah, IV, 22, Ibn Khaldun (1332­1406) sostiene que la religión es para la exis­tencia y el poder como la forma lo es para la materia, y que la forma es previa a la materia. Esto

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Por otro lado, el cristianismo nunca privilegió un idioma particular. El cristianismo no se enfoca en un texto sino en una persona, Cristo, que es tanto divino como humano. Sin embargo, resulta curioso que los cristianos nunca intentaron recuperar los ipsissima verba, las propias palabras de Cris­to. Las escrituras cristianas se encuentran en dos lenguas, hebreo y griego, si bien ninguno de ellos fue la lengua materna de Cristo. Los evangelistas no afirman haber escrito siguiendo un dictado de Dios, por así decirlo, ni tampoco refieren que el griego fuera una lengua privilegiada. Escribían bajo la inspiración de Dios pero con sus propias palabras. Mateo y Marcos indican que, al momento de la pasión, Cristo empleó una cita del Salmo 22, Eloi, Eloi, ¿lama sabachthani?, e inmediatamente ofrecen una traducción, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27:46; Mc. 15:34). Sin embargo, Lucas y Juan, en pasajes paralelos, ni siquiera se mo­lestan en citar este texto en el idioma original ni en su traducción al griego. Discrepancias de este tipo en los Evangelios serían con frecuencia inacep­tables para los musulmanes, pues no dan cabida a esta concepción de la revelación como las propias palabras de Dios. Como consecuencia, algunos teólogos musulmanes argumentan que los cristianos y los judíos alteraron el texto de sus propias escrituras.7 Ésta es la acusación de taḥrīf al-lafz.

Los cristianos más primitivos desarrollaron liturgias en diversas lenguas: griego, siriaco, copto, latín, etc. Los evangelios fueron traducidos a muchos idiomas diferentes y estas traducciones se usaron ampliamente. La valida­ción de la revelación cristiana no depende de la belleza estilística de las escrituras, sino de la resurrección de Cristo. Pentecostés obviamente es presentado como la inversión de la confusión de lenguas en Babel, si bien

explica porqué en todas partes del Dar al­Islam se habla árabe. Con el debilitamiento del Imperio Islámico, otros idiomas han regresado a aquellos lugares donde todavía se habla árabe, y ha perdi­do su pureza. Al comienzo de VI, 44, donde habla sobre las ciencias concernientes al lenguaje árabe, Ibn Khaldun insiste en que el conocimiento de la lexicografía, la gramática, la sintaxis y el estilo árabes, así como su literatura, es indispensable para cualquier estudioso de la cuestión reli­giosa. En la siguientes sección, 45, sostiene que “todos los lenguajes son hábitos, como lo son las artes”, en Ibn Khaldun, The Muqaddimah: An Introduction to History, F. Rosenthal (trad.), Prince­ton, Princeton University Press, 1967, pp. 294­295, 433, 438­439. La traducción francesa de A. Cheddadi se basa en una mejor edición e incluye algunas variaciones interesantes: Le Livre des Exemples. Autobiographie et Muqaddima, París, Gallimard, 2002.

7 al­Djuwaini, Shifa’ al-djalll fi ‘l-tadbll, en Textes apologetiques de Djuwaini (m. 478-1085), M. Allard (ed. y trad.), Beirut, Dar el­Machreq, 1968, pp. 38­96.

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esto no constituye la abolición de la diversidad de idiomas. Lucas reporta que cada uno estaba escuchando a los apóstoles en su propia lengua nativa (Hechos 2:5­11).

Al vivir en tierras islámicas y formar parte de su cultura, los cristianos orientales medievales muchas veces presentaban puntos de vista revelado­res. En cierto momento incluso comenzaron a emplear el árabe en los tra­tados teológicos dirigidos a sus propias comunidades, como lo hace Yahya ibn ‘Adi (893­974), un laico y famoso discípulo del filósofo árabe al­Farabi. La vida intelectual exigía el conocimiento del árabe y del siriaco y, en algu­nos casos, fue relegado a cuestiones litúrgicas o a la vida del hogar. Estos cristianos eran muy conscientes de la importancia del árabe para los musul­manes. Pablo de Antioquía, obispo melquita de Saida, hoy en día Líbano, estuvo activo alrededor de 1140­1180, mientras aquella zona estaba regida por los cruzados. En su breve “Una carta a un musulmán”, Pablo no ataca al Islam ni niega el estatus de Mahoma como su profeta o la naturaleza re­velada del Corán. Como el padre Thomas F. Michel indica, Pablo “reinter­preta esto a la luz de la fe cristiana. Acepta a Mahoma como un profeta enviado a los árabes paganos de su tiempo, quien dio a aquellos árabes un Libro revelado en su propio lenguaje, y estableció para ellos una religión en gran medida superior a la religión pagana de Arabia que hasta entonces habían seguido”.8 El que Pablo haya visto esta revelación a los árabes paga­nos como una preparatio fidei que posteriormente, por así decirlo, superaría y dirigiría al cristianismo, no me resulta del todo claro. Percatémonos de que Pablo se enfoca en el hecho de que esta revelación es en árabe, como el propio Corán subraya, pero luego niega su validez universal al limitarla a los predicadores árabes paganos y, por lo tanto, la presenta como irrelevan­te para los cristianos.

En el siglo xiii uno de los primeros misioneros occidentales en tierras islámicas, el dominico catalán Raimundo Martí, autor de la Pugio fidei o La daga de la fe, una obra polémica contra el Islam, aprendió árabe. Tenía un amplio conocimiento de su lenguaje y su cultura. El profesor Adnan A. Husain descubrió el intento por parte de Raimundo Martí de enfrentar el

8 T.F. Michel, Paul of Antioch and Ibn Taymiyya: The Modem Relevance of a Medieval Debate, The D’Arcy Lectures, Oxford University, enero­marzo 2000, pp. 26­30. Disponible en: http://www.sjweb.info/dialogo/documents/doc_show.cfm?Number=5.

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reto coránico y producir versos tan hermosos como aquellos del Corán. Rai­mundo escribió algunas líneas en árabe que imitaban los versos coránicos para rivalizar con ellos. Basta decir que su árabe, aunque bastante bueno, no posee el poder poético o retórico del Corán, pero el intento en sí mismo es muy revelador.

LA CUESTIóN DEL ORIGEN DEL LENGUAJE Y LA DIVERSIDAD

DE IDIOMAS EN EL ISLAM Y EL CRISTIANISMO

En el segundo capítulo del Génesis se afirma:

Después dijo el Señor Dios: “No es bueno que el hombre esté solo; voy a pro­porcionarle una ayuda adecuada”. Entonces el Señor Dios modeló con arcilla del suelo a todos los animales de campo y a todos los pájaros del cielo, y los presentó al hombre para ver qué nombre les pondría. Porque cada ser viviente debía tener el nombre que le pusiera el hombre. El hombre puso un nombre a todos los animales domésticos, a todas las aves del cielo y a todos los animales del campo; pero entre ellos no encontró la ayuda adecuada (vv. 18­20).

Obviamente, Adán instituye los nombres, y éstos no le son enseñados por Dios, pero podríamos preguntarnos si esta institución es puramente con­vencional y, por así decirlo, arbitraria, o si en su etapa preternatural Adán dio nombres que realmente expresan la esencia de las cosas que de alguna manera le habían sido reveladas por Dios. De ser éste el caso, entonces el lenguaje del Edén es un lenguaje perfecto, un lenguaje en el que cada nombre se refiere a una y sólo una esencia y la expresa. Cabe resaltar que el acto de nombrar precede a la creación de la mujer y que, por lo tanto, no requiere algún tipo de acuerdo entre Adán y Eva. Este lenguaje perfecto tendría así un carácter universal, y muchos filósofos han tratado de determi­nar qué lenguaje sería e, incluso, reinventarlo o dar lugar a un lenguaje si­milar, como hiciera Leibniz.

La dispersión del lenguaje en diversos idiomas afecta, en consecuencia, su validez para permitirnos adquirir el conocimiento, razón por la que es percibido como un castigo. Pero nada es simple y, aunque el poder de la historia de Babel lo oculta, el Génesis presenta dos narraciones bastante diferentes sobre la multiplicación de los idiomas. La primera historia se

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encuentra en el capítulo 10 del Génesis, que describe a la descendencia de los hijos de Noé y el origen de las naciones. Tras enumerar a los descen­dientes de Jafet, un buen hijo, leemos: “He aquí los descendientes de Ja­fet, y de aquí surgieron las naciones marítimas, en sus respectivas tierras, cada una con su propia lengua”. En la lista de los descendientes de Cam —Cam es el hijo malo de Noé— uno encuentra enlistado a Nemrod, a quien la tradición vincula con la construcción de la Torre de Babel, pero de nuevo la lista simplemente termina diciendo: “Éstos son los descendientes de Cam, de acuerdo con sus clanes y lenguas”. Este mismo estribillo lo en­contramos al final de la lista de los descendientes de Sem. No se hace distin­ción entre los hijos buenos y malos, y la multiplicación de las lenguas parece un fenómeno tan natural, derivado de la dispersión geográfica, que el texto ni siquiera se molesta en dar una explicación respecto a su origen. No en­contramos ninguna señal de que esto sea un castigo (esta narración suele pasarse por alto; en la Iglesia Católica las lecturas de las misas semanales de la sexta semana del tiempo ordinario del Año I no consideran esta historia y pasan directamente de Gn. 9:1­13 a la historia de la Torre de Babel).

La segunda historia, la famosa narración sobre la Torre de Babel, se encuentra justo después, y comienza diciendo lo siguiente: “Todo el mun­do hablaba una misma lengua y empleaba las mismas palabras” (11:1). La construcción fue emprendida para evitar la dispersión geográfica, como in­dica la historia:

Pero el Señor bajó a ver la ciudad y la torre que los hombres estaban constru­yendo, y dijo: “Si ésta es la primera obra que realizan, nada de lo que se pro­pongan hacer les resultará imposible, mientras formen un solo pueblo y todos hablen la misma lengua. Bajemos entonces, y una vez allí, confundamos su lengua, para que ya no se entiendan unos a otros”. Así el Señor los dispersó de aquel lugar, diseminándolos por toda la tierra, y ellos dejaron de construir la ciudad. Por eso se llamó Babel allí, en efecto, el Señor confundió la lengua de los hombres y los dispersó por toda la tierra.

La multiplicación de los idiomas ahora es considerada como un castigo que causa la dispersión geográfica que los seres humanos habían tratado de evi­tar. Esta explicación es el reverso de la historia anterior, según la cual la dispersión geográfica dio lugar a la diversidad de idiomas. Pentecostés no

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regresa al estado primigenio de un único lenguaje común, sino que resta­blece la posibilidad de comunicarse a pesar de la multiplicidad de idiomas.

Dante Alighieri (1265­1321), que estaba muy al tanto de las disputas teológicas y filosóficas de su tiempo, trata la cuestión del lenguaje de Adán en sus propios escritos. En De vulgari eloquentia [En torno a la lengua común],9 escrito entre 1303 y 1305, Dante contrasta los idiomas vernáculos, que son muchos pero naturales y muy primitivos, con el latín que, a pesar de ser universal, es sólo secundario dado que es “artificial” y no un lenguaje vivo. Por lo tanto, busca crear una lengua vernácula que pueda exhibir la afini­dad entre las palabras, los conceptos y las cosas. En el Edén, gracias a la certa forma locutionis que Dios co­creó con su alma, Adán hablaba hebreo y su primera palabra fue El, la palabra hebrea original para referirse a Dios (dve, I, vi, 4: “Dicemus certam formam locutionis a Deo cum anima prima concreatem fuisse” [Digo que cierta forma del lenguaje fue creada por Dios junto con la primer alma]; I, vi, 7: “Fuit ergo hebraicum ydioma illud quod primi loquentis labia fabricarunt” [Fue por lo tanto el hebreo la len­gua que los labios del primer hablante fabricaron]; I, vi, 5: “Hac forma locu­tionis hereditati sunt filii Heber, qui ab eo dicti sunt Hebrei. Hiis solis post confusionem remansit” [Esta es la forma de lenguaje heredada por los hijos de Heber, que son por ello llamados hebreos. Sólo ellos permanecieron después de la confusión]). El que esta certa forma locutionis sea realmente hebreo, comprendido como un idioma particular o una gramática universal, o una matriz para todas las lenguas naturales, es una cuestión disputada, pero Dante indica que la forma locutionis incluye “las palabras usadas para las cosas”, “la construcción de las palabras” y “el orden de la construcción”, es decir un idioma completamente desarrollado y no simples “nombres” (dve, I, vi, 4: “Dico autem ‘formam’ et quantum ad rerum vocabula et quantum ad vocabulorum constructionem et quantum ad constructionis prolationem” [Digo “forma” refiriéndome tanto a las palabras utilizadas para referir a las cosas, como a la construcción de palabras y al orden de di­cha construcción]). Siguiendo a Corti, Eco se inclina por ver esto como la matriz de todas las lenguas naturales.10 Ruedi Imbach, un estudioso de la

9 Dante Alighieri, De vulgari eloquentia, S. Botterill (ed. y trad.), Cambridge Medieval Classics 5, Cambridge, Cambridge University Press, 1996; en el texto dve.

10 U. Eco, op. cit., cap. 3, pp. 34­52.

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filosofía medieval, se inclina por verlo como si se tratara del hebreo.11 En este texto Dante afirma que este lenguaje único permaneció sin cambio hasta el tiempo de la Torre de Babel. La diversidad de idiomas surgió de cada grupo de artesanos que desarrollaron su propio idioma: “Sólo entre aquellos relacionados con una actividad particular su lengua se mantuvo sin cambios; así, por ejemplo, había una lengua para todos los arquitectos; una para quienes cargaban piedras, otra para los canteros”, etc. Sin embargo, posteriormente en el canto veintiséis del Paraíso de la Divina comedia, cuando Dante se encuentra con Adán, uno observa ciertos cambios. En primer lugar Adán explica a Dante que el idioma que él habla desapareció antes de la construcción de la Torre de Babel. En segundo lugar, este idio­ma no era hebreo, sino cierta forma de proto­hebreo, en el que la palabra que se refería a Dios era I en lugar de El. En tercer lugar, la forma locutionis, que fue creada al mismo tiempo que el alma de Adán, es simplemente re­emplazada por una capacidad natural de habla a partir de la cual los pue­blos desarrollan idiomas (Paradiso, XXVI, 130­132: “Opera naturale è ch’uom favella;/ ma così o così, natura lascia/ poi fare a voi secondo che v’abbella” [Es obra natural que el hombre hable/ pero en él como la natu­raleza/ os deja que sigáis el gusto propio]).12 Adán sitúa la evolución lingüís­tica en la inestabilidad y temporalidad inherentes a los seres humanos:

Pria ch’i’ scendessi all’infernale ambascia/ I s’appellava in terra il sommo bene, /onde bien letizia che mi fascia;/ El se chiamò poi: e ciò convene,/ ché l’uso d’i mortali è come fronda/ in ramo, che sen va e altra vene. [Antes que yo bajase a los infiernos, I se llamaba en tierra el bien supremo de quien viene la dicha que me embarga; y El después se llamó: y así conviene, que es el humano uso como fronda en la rama, que cae y que otra brota].13

11 R. Imbach y P. Schulthess, Die Philosophie im lateinischen Mittelalter. Ein Handbuch mit einem bio-bibliographischen Repertorium, Zúrich, Artemis & Winkler, 1996, pp. 197­214.

12 Véase Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Ia, IIae, q. 85, a. 1, ad 3: “significare conceptus suos est homini naturale; sed determinatio signorum est secundum humanum placitum” [A los hombres les es natural expresar sus conceptos, pero el uso de signos específicos será acorde con como le plazca al ser humano].

13 Dante Alighieri, The Divine Commedy. Paradiso: 1. Texto italiano. C.S. Singleton (trad.), Princeton, Princeton University Press, 1975, XXVI, pp. 133­138.

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Las vacilaciones de Dante reflejan la diversidad de posturas tomadas por los teólogos y los filósofos que intentaron comprender los textos de las escritu­ras, así como ofrecer una explicación de su experiencia sobre el lenguaje y los idiomas. Percatémonos de que Dante no duda en elaborar una lengua vernácula ilustre como sustituto del hebreo “celestial”. Dios podría haber dado a Adán la matriz de todas las lenguas, o simplemente una capacidad para hablar, pero depende de los seres humanos inventar la mejor lengua posible, como ocurre entre los artesanos que crean su propio lenguaje técni­co referido a su oficio. A pesar de que la tradición islámica privilegia el árabe y tiende a enfatizar el carácter revelado de lenguaje, también exhibe cierta vacilación y aborda la acuñación de términos “técnicos”.

Del lado islámico la dificultad radica en explicar qué significa cuando se dice que “Dios enseñó todos los nombres a Adán”. Observemos en primer lugar a los gramáticos, cuyos estudios de lexicografía y sintaxis eran muy sofisticados. De acuerdo con Loucel, el primero en reflejar el origen del lenguaje fue Ibn Faris, quien murió en 999 o 1004.14 Si Dios enseñó todas las palabras a Adán, entonces dicho lenguaje debería ser perfecto. Ninguna palabra podría tener sino un único significado y ninguna cosa podría ser referida sino exclusivamente por una única palabra. Sin embargo, Ibn Faris sabe, por ejemplo, que el árabe cuenta con al menos tres palabras para refe­rirse a una espada. ¿Es por lo tanto perfecto el árabe? A pesar de que parece estar al tanto de que Dios podría simplemente haber conferido a Adán el poder para instituir el lenguaje, simbolizado en el don de Dios que le da los “nombres”, Ibn Faris defiende con firmeza la tawqīf o revelación. Intenta explicar cierta evolución lingüística al afirmar que Dios reveló a Adán sólo los nombres que necesitaba saber, y que posteriormente fue revelándole más a cada profeta sucesivo para de esta manera poder completar con Ma­homa su enseñanza sobre el lenguaje, a quien entregó la lengua perfecta del Corán.

También afirma que Dios enseñó a Adán todas las grafías, pero que tras el diluvio algunas se perdieron y sólo Ismael (Ar. Ismā‘īl) conservó la grafía árabe. Claro está, Ibn Faris adopta el argumento estándar contra la conven­ción. Para poder establecer una convención, uno debe hablar sobre ésta, y

14 H. Loucel, op. cit., pp. 255­262.

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si el lenguaje es creado por convención, entonces entramos en una situa­ción de “qué fue primero, el huevo o la gallina”.

Al­Djinni, quien murió en 1002, parece haber asumido que el debate era una situación disyuntiva. Tras revisar los argumentos de ambas partes, simplemente se declara perplejo. Plantea la pregunta sobre los “nombres” específicos del Corán. ¿Por “nombres” aquí nos referimos a todo el lengua­je, o simplemente a los “sustantivos”, una de las tres categorías gramatica­les básicas, que se distinguen de los verbos y las partículas (en árabe ism significa tanto “un nombre” como el término técnico gramatical de “sus­tantivo”)? Si adoptamos la revelación, ¿cómo explicamos entonces que los artesanos “nombren” sus herramientas y acuñen un vocabulario técnico? Recordemos que Dante también se mostraba perplejo ante el desarrollo del lenguaje técnico de los oficios. ¿Cómo explicamos también que el árabe contenga homónimos, sinónimos y, aun peor, los addād, es decir palabras que significan una cosa y su contrario (Ibn al­Anbari [m. 328] escribió un Kitāb al-addād en el que provee un ejemplo, sarīm, una palabra aplicable tanto para el día como para la noche). A su vez, ¿cómo habría enseñado Dios el lenguaje a Adán, dado que Dios no posee órganos sensibles con los cuales señalar las cosas nombradas? Si adoptamos la convención, entonces el lenguaje sería algo muy inestable y en cualquier momento quedaría transformado por mero capricho. Este autor parece estar a favor de la pos­tura según la cual Adán empleó árabe en el Jardín, pero una vez que se encontró en la tierra, Adán habló siriaco —como también lo hiciera Abra­ham—. No obstante, Ismael de alguna manera retornó al árabe.15

Ibn Hazm de Córdoba (993­1064) adopta una postura más sofisticada. Lo que Dios enseñó a Adán fue el principio o raíz (‘asl) del lenguaje que conduce a un único lenguaje perfecto, el más libre de ambigüedad. Por cada “cosa” o “aspecto de una cosa” existe sólo un término, y cada término se refiere exclusivamente a una “cosa” o “aspecto de una cosa”. Un len­guaje como éste permitiría el conocimiento de todas las cualidades y esen­cias de las cosas. No obstante, el don hecho por Dios no excluye que más tarde los pueblos instituyeran diversos idiomas. Al percatarse de que el si­

15 H. Loucel, op. cit., pp. 262­281; pero vale la pena consultar a A. Hadj­Salah, quien no está de acuerdo con algunas de las afirmaciones de Loucel. A. Hadj­Salah, 1983, pp. 805­806.

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riaco, el árabe y el hebreo están todos interrelacionados, Ibn Hazm se incli­na por la postura según la cual un lenguaje único y primigenio constituyó la madre de estos tres idiomas, considerados así como variaciones que surgie­ron a raíz de la dispersión geográfica. Por lo tanto, piensa que Abraham ha­bló siriaco, Isaac habló hebreo, mientras que Ismael, claro está, habló árabe.16 Démonos cuenta de que Ibn Hazm ha abandonado la postura disyuntiva, y adopta más bien una mezcla entre la revelación y la conven­ción, donde la revelación aporta una suerte de matriz a partir de la cual po­drían surgir modificaciones secundarias.

En su estudio sobre las leyendas adánicas en los comentarios coránicos y en la literatura de los hadices, Kister ofrece una lista de varias posturas.17 Al­Mas‘udi (m. 956) piensa que en el paraíso Adán habló en árabe, pero que tras su desobediencia y expulsión pasó al siriaco. Algunos comentaris­tas coránicos son más cautelosos en cuanto a la interpretación de que “Dios enseñó a Adán los nombres, todos ellos”. Algunos piensan que Dios le en­señó los nombres de las diversas creaturas, mientras que otros consideran que le enseñó todas las lenguas —para que Adán pudiera hablar con cada uno de sus hijos en una lengua especial—, e incluso uno de los comentaris­tas, estando seguro de que Dios le enseñó todo a Adán, especifica que esto incluye la gramática de Sibawayh (m. ca. 796), un libro enorme. Muchas tradiciones afirman que en el Jardín Adán hablaba árabe, pero algunos afir­man que después de que Adán abandonara el Jardín empleó el siriaco, mientras que otros sostienen que, aunque Adán y su prole hablaban árabe, en periodos posteriores el árabe se degradó para convertirse en siriaco.

Recientemente Carter ha sostenido que los términos técnicos, ya sean empleados por artesanos o gramáticos, en muchas ocasiones son metáforas o pueden ser considerados como nombres propios derivados de sustantivos comunes. Si alguien plantea que lo que Dios enseñó a Adán por medio de la revelación fueron meros sustantivos simples, pero en árabe el mismo término ‘ism significa tanto “nombre” como “sustantivo”, una categoría gramatical de segunda imposición, entonces queda abierto un espacio para

16 R. Arnaldez, Grammaire et theologie chez Ibn Hazm de Cordoue, París, Vrin, 1981, pp. 37­47.17 M. Kister, “Legends in tafsir and hadith Literature: The Creation of Adam and Related

Stories”, en A. Rippin (ed.), Approaches to the History of the Interpretation of the Qur’an, Oxford, Cla­rendon Press, 1988, pp. 82­114.

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la institución humana de términos técnicos que podrían ser aceptados por convención.18 Carter afirma que la mayoría de los musulmanes reconocen la discontinuidad entre el árabe que Adán habría hablado en el cielo y el empleado por él posteriormente en la tierra, cualquiera que éste haya sido. La revelación islámica restaura la lengua a su pureza original, pero tras la muerte del Profeta dicho lenguaje ha regresado a su estatus terrenal. La creación de tecnicismos es signo de este paso de lo celestial a lo terrenal (soy de la opinión de que Carter de alguna manera simplifica demasiado la sofisticación y variedad de posturas de los textos islámicos medievales).

Si Loucel está en lo correcto al afirmar que los gramáticos comenzaron a enfocarse en el origen del lenguaje alrededor de 380/990,19 entonces po­dríamos preguntarnos si el filósofo al­Farabi (870­950), quien presentó al­gunas posturas sofisticadas a este respecto, fue ampliamente leído. Esto es particularmente sorprendente, ya que al­Farabi emplea puntos de vista planteados por los gramáticos, por los estudiosos de los hadices y por los mutakallimūn o teólogos.

LA EXPLICACIóN DE AL­FARABI EN TORNO AL ORIGEN

DEL LENGUAJE Y LOS IDIOMAS

Al­Farabi afirma que el lenguaje, junto a la constitución natural y al carác­ter, es uno de los tres rasgos distintivos de las naciones. Implica tanto con­vención como “naturaleza”. Hay que notar que, dada su influencia “griega”, al­Farabi típicamente sustituye la “naturaleza” por la revelación. En su obra El libro de la política otorga un lugar privilegiado a la convención como “lenguaje”, dado que éste es “convencional pero posee cierta base en cosas naturales”, y especifica que por “lengua” (lisān) se refiere al “idio­ma” (lughat) empleado por las personas para expresarse a sí mismas.20 Lisān,

18 M.G. Carter, “Adam and the Technical Terms of Medieval Islam”, en R. Arnzen y J. Thielmann (eds.), Words, Texts and Concepts Cruising the Mediterranean Sea. Studies on the Sources, Contents and Influences of Islamic Civilization and Arabic Philosophy and Science Dedicated to Gerhard Endress on His Sixty-Fifth Birthday, Orientalia Lovaniensia Analecta 139, Lovaina, Peeters 2006, pp. 439­454.

19 H. Loucel, op. cit., p. 208.20 A.N. Al­Farabi, Al-Farabi’s The Political Regime (al-Siyasah al- Madanlyah) también conocido

como The Treatise on the Principles of the Beings, F.M. Najjar (trad.), Beirut, Imprimerie Catholique,

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un término coránico ambiguo, ya que designa tanto al órgano del habla, al órgano del gusto, así como al lenguaje articulado, es equivalente en su se­gundo significado a un sinónimo, lughat, una palabra muy clásica mas no coránica (que el pasaje sea significativo aún está por determinarse). Para poder determinar de manera más precisa a qué se refiere al­Farabi al afir­mar que el lenguaje es convencional pero tiene cierta base en las cosas na­turales, hemos de revisar la segunda parte de su Libro de las letras,21 en el que ofrece su explicación sobre el origen del lenguaje y los idiomas. Si el lenguaje es esencialmente convencional, entonces al­Farabi debe tratar con el argumento teológico tradicional según el cual una convención presu­pone ya la existencia del lenguaje. Al­Farabi indica que los primeros seres humanos emplean la ostensión:

Si un ser humano necesita poner al tanto a otro de lo que está en su mente o cuál es su intención, en primer lugar apuntará a algo para indicar lo que desea […] más tarde hará uso del sonido. Los primeros sonidos son llamadas, pues así es como aquel al que se está intentando hacer entender algo comprende por exclusión de lo demás. Esto tiene lugar cuando uno se restringe para apuntar a los perceptibles […] cada cosa específica que sea significada recibe así un soni­do específico, que no es utilizado para nada más.22

Los primeros sonidos básicos son los fonemas, mismos que al­Farabi llama letras del alfabeto. Como en cada nación las personas poseen constitucio­nes ligeramente diferentes, los órganos necesarios para el habla también podrían en cierta medida diferir. Como seleccionamos aquello que nos re­sulta naturalmente más fácil, cada nación desarrollará diferentes sonidos básicos, ya que unos son más fáciles de ejecutar para una nación que para otra. Ésta, indica al­Farabi, “es la primera razón que explica la variedad de

1964, p. 70. Traducción parcial al inglés de F.M. Najjar en R. Lerner y M. Mahdi (eds.), Medieval Political Philosophy, Ithaca, Cornell University Press, 1972, pp. 31­57.

21 El único estudio que vincula este texto con el trasfondo religioso y gramático es el de J. Langhade, Du Coran à la philosophie. La langue arabe et la formation du vocabulaire philosophique de Farabi, Damasco, Institut Française de Damasco, 1994. La segunda y tercera partes de este libro se concentran principalmente en el Libro de las letras.

22 En árabe, A.N. Al­Farabi, Alfarabi’s Book of Letters (Kitab al-huriif), M. Mahdi (ed.), Beirut, Dar el­Machreq, 1969, n. 116; en inglés, M.A. Khalidi, Medieval Islamic Philosophical Writings, Cambridge Texts in the History of Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 2005, pp. 1­26.

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lenguas entre las naciones”.23 Dado que los sonidos básicos son limitados en número, es necesario combinar algunos de ellos para referirse a un ma­yor número de sensibles. Luego de los sensibles particulares puede pasarse a los inteligibles correspondientes o universales.24 Al­Farabi sustituye la convención pre­lingüística imposible por una convención basada no sólo en la ostensión sino también en la imitación:

Así es como las letras de dicha nación y las expresiones (alfāz) derivadas de di­chas letras se originan en primer lugar […] así, una de ellas emplea el sonido de una expresión para indicar algo cuando se refiere a algo más, y quien escucha la memoriza. Luego quien escucha emplea la misma expresión cuando se dirige al primer inventor de dicha expresión. En este caso, el primer oyente habrá segui­do el ejemplo [del inventor] […] de tal manera que habrán acordado dicha ex­presión y habrán actuado de manera consecuente. Posteriormente la utilizarán para dirigirse a otros hasta que se haya diseminado a través de cierto grupo.25

Más tarde, el “dador de la lengua (lisān)” establecerá cierto orden entre las expresiones e inventará algunas nuevas para aquello que todavía no haya sido nombrado. Llegada esta etapa, la generación de expresiones como tal se limitará a cosas necesarias para la supervivencia.26 Dichas expresiones se darán siguiendo cierto orden. Tras haberse llegado a las más básicas:

Inventarán expresiones para aquello que han conocido a través de la experien­cia, paso a paso, luego expresiones para aquello que hayan conocido por la ex­periencia común a todos, luego expresiones para aquellas cosas que pertenecen a cada arte práctica, incluyendo sus herramientas.27

Interesado en la correspondencia perfecta entre las cosas, los conceptos y las palabras, al­Farabi afirma que, así como existe una distinción entre la sustancia y los accidentes en las cosas, así también existe una distinción si­milar en el significado y, por lo tanto, en sus expresiones: “Entre las expre­siones se encuentran las letras fijas y aquellas letras que actúan como si

23 A.N. Al­Farabi, Alfarabi’s Book of…, op. cit., n. 118.24 Ibid., n. 119.25 Ibid., n. 120.26 Idem.27 Ibid., n. 121.

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fueran accidentes cambiantes que ocurren en la misma expresión, donde cada letra cambiante corresponde a un accidente cambiante”.28 Al­Farabi echa mano aquí de un rasgo del árabe. Las palabras en los diccionarios es­tán clasificadas de acuerdo con sus raíces. La raíz es equivalente a la sustan­cia, mientras que la adición de prefijos, sufijos e infijos específicos, así como el cambio en la vocalización, añaden matices de significado a la raíz y dan lugar a una palabra derivada. Por dar un ejemplo, fataha significa “abrir”. El patrón fijo de las palabras instrumentales requiere la adición del prefijo mi- y algún cambio en la vocalización. De esta manera obtenemos la palabra miftāḥ, “un instrumento utilizado para abrir” o “una llave”. El patrón fijo de la sexta forma verbal indica que una acción es mutua. Kataba significa “escribir”, pero si añadimos el prefijo ta- y alargamos la primera vocal obte­nemos takātaba, “mantener correspondencia, intercambiar cartas”. Si loca­lizamos el prefijo locativo ma- a la raíz entonces obtenemos maktab, “el lugar donde uno escribe”, una oficina.

En su afán por describir la historia del desarrollo del lenguaje, al­Farabi posteriormente explica cómo surgen los homónimos, los sinónimos y las metáforas y, con todo ello, la retórica y la poética. Para poder reducir esta multiplicación de expresiones, así como la multiplicación de significados de una misma expresión, logrando así proporciones manejables, se selec­cionarán los mejores poemas e historias, estableciendo así una tradición oral. Se hace que las generaciones más jóvenes memoricen estos poemas e historias para aprender el uso correcto de las expresiones, pero también llega el momento en que esta tradición oral es tan vasta que nadie podría aprenderla de memoria, por lo que los pueblos tuvieron que desarrollar la escritura —aquí nos distanciamos de que Dios enseñara a Adán todas las grafías—. A continuación estaría la lexicografía y, para mantener la pureza del lenguaje, los lexicógrafos han de estudiar el modo en que hablan las personas en los espacios naturales y en el centro de la nación. Dicha gente,

28 Ibid., n. 123. Esto es confuso para M.A. Khalidi, op. cit., p. 9, n. 12, y Langhade, quien se percata del paralelismo entre las palabras, los conceptos y las cosas, y advierte que no hemos de dar un valor semántico a cada letra de una palabra. Sigo la interpretación de Paredes Gandía res­pecto a este pasaje, en tanto que se trata de la derivación de varias palabras a partir de una misma raíz; véase Abu Nasr al­Farabi, El libro de las letras. El origen de las palabras, la filosofía y la religión, J.A. Paredes Gandía (trad.), Madrid, Trotta, 2004, n. 5, p. 70.

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habiendo tenido poco contacto con otras naciones e idiomas, tenderá a mantener el lenguaje original de manera pura.

Hasta ahora al­Farabi, como un verdadero filósofo, ha estado hablando de la universalidad del lenguaje y, por lo tanto, sobre todos y cada uno de los idiomas, pero le parece útil regresar a su teoría sobre la necesidad de mantener la pureza del idioma y el modo de hacerlo al referir a las obras de los gramáticos de Kufa y Basra, quienes estudiaron el lenguaje de los be­duinos. Los gramáticos son “artesanos” del uso apropiado de un idioma, quienes descubren y codifican las reglas que un buen hablante debería se­guir. Posteriormente surgen las artes lingüísticas que requieren la inven­ción de palabras técnicas. A aquellas palabras de primera imposición, que se refieren directamente a las cosas de este mundo, los gramáticos añaden palabras de segunda imposición, mismas que se refieren a palabras y no directamente a cosas. Un nombre (’ism en árabe), digamos, “perro”, se re­fiere a los perros de este mundo, pero un sustantivo (también ’ism en árabe) se refiere a las palabras. La palabra “perro” es un sustantivo, como miem­bro de cierta categoría gramatical, pero ningún perro persiguiendo un auto es un “sustantivo”. Recordemos las observaciones de Dante y de los gra­máticos musulmanes sobre la invención de términos técnicos. Estando al tanto de que términos como éstos podrían ser tanto invenciones como me­táforas derivadas de palabras de primera imposición, como ocurre en el caso de ’ism, que funciona como nombre o sustantivo, al­Farabi recomienda que, cuando sea posible, se prefieran las metáforas por encima de las inven­ciones. De la lingüística y las artes prácticas humanas los seres humanos se moverán hacia las matemáticas, las artes lógicas posteriores a la retórica y la poesía: la dialéctica y la demostración y, finalmente, llegarán a la filosofía propiamente dicha.

La descripción que al­Farabi hace del origen del lenguaje para cada nación y los diversos pasos hasta llegar a la elaboración de un idioma correc­to es ciertamente sofisticada, y explica cómo desde las ligeras diferencias físicas en los órganos del habla entre diversas naciones surge inmediata­mente la diversidad de idiomas. La convención luego lleva a la creación de idiomas. Para él, la diversidad de idiomas, algo de lo que era muy conscien­te, no hace surgir preguntas, sino que asume la posibilidad de una buena comunicación entre diversos idiomas. La filosofía griega está viva incluso

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en árabe, y no tenemos que regresar a estudiar los textos en su lengua ori­ginal. Además, no existe un lenguaje primigenio y Dios no tiene ningún papel en el origen del lenguaje. Nos encontramos así muy distantes del abordaje religioso de los musulmanes y de los cristianos. Esto no es de sor­prender. Para al­Farabi cualquiera y todas las religiones se reducen a for­mas diluidas y populares de filosofía tanto en sus conceptos como en sus argumentos. Los conceptos filosóficos están demasiado alejados de la expe­riencia como para ser inteligibles para las personas ordinarias y, por lo tanto, las religiones ofrecen símbolos e imágenes de dichos conceptos. Los silo­gismos demostrativos, el elemento distintivo de los filósofos, también son demasiado complicados para las masas y, por eso, las religiones no ofrecen sino argumento retóricos y poéticos efectivos.

Estos puntos de vista extremos llevan a al­Farabi a hacer dos afirmacio­nes radicales: la religión es posterior en el tiempo a la filosofía y en un único y mismo momento puede haber una pluralidad de religiones verdaderas dado que los símbolos están determinados culturalmente. Al conocer la opinión precaria que al­Farabi tiene de la religión, ahora podemos com­prender por qué presenta una teoría del origen del lenguaje y de los idio­mas que pasa por encima del origen divino y cualquier razón dada para enaltecer el estatus privilegiado del árabe como lenguaje del Corán. ¿Es convincente filosóficamente hablando esta teoría sobre el origen del len­guaje y los idiomas? Al­Farabi siempre enfatiza la superioridad de la fi­losofía al mofarse con sus argumentos demostrativos. Sin embargo, su presentación sobre el origen del lenguaje y los idiomas no se basa en argu­mentos demostrativos. Aunque es bastante coherente y aguda, su presen­tación contiene muchas aseveraciones que, no obstante, fallan en ofrecer evidencia o argumentos que la defiendan. El interés que muestra por el origen del lenguaje radica en mostrar que algunas cuestiones filosóficas subyacen a los puntos de vista religiosos y que los filósofos y los pensadores religiosos pueden profundizar en sus reflexiones examinando sus respecti­vas posturas. La teoría de al­Farabi es en gran medida reduccionista, a pe­sar de que es obviamente elaborada y ofrece una alternativa adecuada ante las posiciones defendidas por varios intelectuales musulmanes y, al mismo tiempo, mutatis mutandis, podría decirse lo mismo respecto a los pensadores cristianos.

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A pesar de que sus actitudes frente al lenguaje y la diversidad de idio­mas difieren, los intelectuales cristianos y musulmanes no pueden evitar el planteamiento de las mismas preguntas filosóficas al ponderar lo que las Escrituras afirman sobre el lenguaje y los idiomas. Esto no es de sorpren­der, ya que ambas comunidades de fe construyen el lenguaje no sólo como aquello que distingue a los seres humanos de los demás animales, sino también como el medio elegido por Dios para revelarse a sí mismo.

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Dossier

En Lucas 12:54­57 leemos cómo Jesús alude a algunos ejemplos de pre­dicción de los eventos naturales para reprender a la muchedumbre

que lo sigue. Describe cómo los hombres al observar el cielo y ver una nube acercándose desde el oeste pueden de aquí predecir que se aproxima la lluvia, y de hecho llueve; en este mismo sentido, Jesús muestra a su vez cómo los hombres también pueden predecir a partir del viento que viene del sur que el día será cálido y, en efecto, la temperatura se eleva. En Ma­teo 16:1­4 Jesús hace algo similar cuando es confrontado por los fariseos y los saduceos: “Al atardecer decís que va a hacer buen tiempo, porque el cielo está arrebolado; y por la mañana, que hoy habrá tormenta, porque el cielo está rojizo y sombrío”. En ambos casos Jesús amonesta a la muche­dumbre debido a su capacidad para interpretar los eventos naturales de la tierra y del cielo, siendo que no pueden interpretar los tiempos que actual­mente viven, refiriéndose aquí al acontecer de las profecías divinas revela­das en las Escrituras, que se están cumpliendo con su llegada al mundo. En ambos pasajes reconocemos dos tipos diferentes de profecía: la verdadera profecía divina y una suerte de predicción natural.

Ahora bien, dentro del contexto de la teología islámica, el Corán consi­dera que la profecía posee un origen divino, y es frecuente que se refiera al papel que juegan los signos naturales del cielo y de la tierra y cómo los hombres pueden leerlos para así predecir sus consecuencias y, de esta ma­nera, sacar ventaja de dicho conocimiento. Por ejemplo, en Corán 2:164 se

Dos visiones contrastantessobre la profecía

Avicena y Tomás de Aquino*

luis Xavier lópez-farjeat

*Traducción del inglés de Venancio Ruiz, a partir de una conferencia inédita presentada por su autor en París.

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afirma lo siguiente: “Ciertamente en la creación de los cielos y de la Tierra, en la sucesión de la noche y el día, en el navío que surca el mar para bene­ficio de los hombres, en el agua que Allāh hace descender del cielo para revivir con ella la tierra árida en la que diseminó toda clase de criaturas y en la variación de los vientos y de las nubes que están entre el cielo y la tierra, hay signos para quienes entiendan”.

Tanto en la tradición cristiana como en la islámica la profecía constituye un tema primordial, y encontramos diferentes intentos teológicos y filosó­ficos de explicar este fenómeno. Dentro de la tradición cristiana una de las principales aproximaciones a esta cuestión es la de Tomás de Aquino y, si bien hay muchos teólogos que han abordado este asunto al interior de la tradición islámica, el punto de vista filosófico de Avicena no sólo fue discu­tido entre teólogos islámicos, sino también entre pensadores cristianos, in­cluyendo al propio Tomás de Aquino.

En un artículo anterior he analizado los orígenes de la doctrina de Avi­cena en torno a la profecía —enfatizando las influencias provenientes de la filosofía griega— y he revisado brevemente el modo en que Tomás de Aquino la discutió.1 Avicena concibe la profecía como un fenómeno natural mientras que, en contraste, Tomás de Aquino sostiene un origen divino de la profecía y afirma que ésta debería ser comprendida como un don divino (donum Dei). A pesar de que Tomás de Aquino toma distancia de Avicena, al mismo tiempo se percata de que su doctrina naturalista aporta una teoría que podría explicar por qué en algunas ocasiones ciertas personas son capa­ces de obtener el conocimiento de eventos naturales futuros. El objetivo de este ensayo es examinar más de cerca la comprensión de la profecía na­tural, según De Veritate (QDV), una obra temprana en donde Tomás de Aquino admite cuán coherente es la profecía natural, al tiempo que presen­ta una caracterización de la doctrina de Avicena que merece mayor aten­ción y análisis.

Este trabajo está dividido en tres secciones: la primera consiste en una breve explicación del modo en que Avicena comprende la profecía en su tratado Acerca del alma y en la Metafísica de su obra enciclopédica conocida

1 Véase L.X. López­Farjeat, “Avicenna and Thomas Aquinas on Natural Prophecy”, Ameri-can Catholic Philosophical Quarterly, vol. 88, núm. 2, 2014, pp. 309­333.

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como la Shifā’ (La curación);2 la segunda estará dedicada al análisis de la comprensión por parte de Tomás de Aquino de la doctrina de Avicena en De Veritate 12.3; finalmente, en la tercera sección discutiré las implicaciones de limitar, al modo en que Tomás de Aquino lo hace, la profecía natural a eventos futuros que poseen causas determinadas en la naturaleza. Sirva este análisis como uno de varios ejemplos del modo en que un teólogo cristiano, en este caso Tomás de Aquino, se interesó en la filosofía de un musulmán, Avicena, e intentó comprenderla en profundidad para generar un diálogo filosófico y teológico más allá de las diferencias doctrinales de las dos tradiciones. Es de sobra conocido que Tomás de Aquino enfrentó los desafíos filosóficos provenientes de las tradiciones judía e islámica, aun­que al mismo tiempo incorporó varios de los planteamientos filosóficos de ambas a su teología filosófica. Son recurrentes en el corpus thomisticum las referencias a Maimónides y Avicebrón, así como a Avicena y Averroes, en­tre otros, a quienes conoció de manera indirecta (a través de referencias en otros tratados que circulaban en la época) o por medio de las traducciones latinas elaboradas en el siglo xiii en la Escuela de Toledo. Avicena, al igual que Averroes, fue un referente indispensable para él, aunque supo distan­ciarse y señalar aquellos aspectos en los que el “jeque” y el “comentador” habrían errado. Al final del día, entre acuerdos y desacuerdos, lo relevante es destacar la riqueza de un encuentro intelectual que condujo a la com­prensión e incorporación de una filosofía proveniente de una tradición reli­giosa distinta.3

2 Avicena, The Metaphysics of the Healing, M.E. Marmura (trad. y ed., texto en árabe e inglés), Provo, Brigham Young University Press, 2005.

3 En los últimos años las contribuciones de varios académicos dedicados al estudio de la filo­sofía medieval cristiana y la repercusión que las tradiciones judía e islámica tuvieron en ella han jugado un papel esencial para el reconocimiento del intercambio intelectual que existió entre las denominadas tradiciones abrahámicas. Sin embargo, a pesar de que las recurrentes alusiones que los filósofos de la tradición cristiana hacen a filósofos judíos e islámicos se han vuelto un lugar co­mún, apenas ha comenzado a incrementarse la cantidad de estudios sistemáticos y detallados dedicados a precisar la influencia positiva que los filósofos de estas dos tradiciones tuvieron en pensadores cristianos tan relevantes como el propio Tomás de Aquino, su maestro Alberto Magno o, poco después, en Duns Scoto, entre muchos otros. Ese es, en efecto, el tipo de trabajo que un grupo de investigadores de distintos países hemos emprendido en el “Aquinas and ‘the Arabs’ International Working Group” (www.AquinasAndTheArabs.org). El objetivo de este grupo ha sido generar un conjunto de estudios destinados a destacar, discutir y reflexionar acerca de la im­portancia de la tradición islámica (y también de algunos pensadores judíos) en el desarrollo del

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LA DOCTRINA DE LA PROFECíA EN AVICENA

En su tratado Acerca del alma (Shifā’: an-Nafs) Avicena describe tres dife­rentes tipos (niveles o condiciones) de profecía:4 a) el primero se explica como un acto donde la facultad imaginativa es tan poderosa que algunas personas tienen visiones incluso cuando están despiertas, algo que aconte­ce dada la conexión que existe entre las almas celestes y la facultad imagi­nativa (esta teoría es en cierta manera aquella desarrollada en un breve tratado intitulado Epístola sobre los sueños);5 b) el segundo se vincula con las facultades motoras (el movimiento y la decisión) y es descrito como la ca­pacidad del alma para ejercer poder sobre la materia llegando incluso a transformarla (por ejemplo, el poder para sanar o hacer que otros enfermen, o la capacidad para transformar cierta materia en otra),6 y c) el tercer tipo se refiere al intelecto, y consiste en la obtención de los inteligibles a través de una intuición (hads) que explica por qué algunas personas son capaces de obtener el término medio de un silogismo sin esfuerzo alguno (esto se ase­

pensamiento filosófico y teológico de Tomás de Aquino en particular y a lo largo del Medievo en general, todo esto mediante un cuidadoso estudio de los textos árabes y latinos, así como de los argumentos que ahí se esgrimen. Como es lógico, para llevar a cabo esta labor es necesario recrear todo un entorno en el que han de contrastarse las versiones árabes con las latinas y el modo en el que el pensamiento filosófico islámico fue discutido y reinterpretado no sólo por Tomás de Aqui­no, sino por cantidad de teólogos y filósofos cristianos y judíos que conocían las obras o las tesis filosóficas de los “árabes”, y que recurrían a ellas para utilizarlas de distintas formas y en diversas discusiones. Véase R.C. Taylor (ed.), Proceedings of the Catholic Philosophical Association (Philosophy in the Abrahamic Traditions), vol. 86, 2012; L.X. López­Farjeat, “Avicenna’s Influence on Aquinas’ Early Doctrine of Creation in In II Sent. d. 1, q. 1, a. 2”, Recherches de Théologies et Philosophie Médié-vales, vol. 79, núm. 2, 2012; The Thomist, vol. 76, núm. 4, 2012; L.X. López­Farjeat y J.A. Te­llkamp (eds.), Philosophical Psychology in Arabic Thought and the Latin Aristotelianism of the 13th Cen-tury, París, Vrin, 2103; American Catholic Philosophical Quarterly (Aquinas and Arabic Philosophy), R.C. Taylor (ed.), vol. 88, núm. 2, 2014; Anuario Filosófico (Tomás de Aquino y las tradiciones abrahá-micas), L.X. López­Farjeat (ed.), vol. 48, núm.1, 2015.

4 D.N. Hasse, Avicenna’s De anima in the Latin West, Londres, The Warburg Institute, 2000, pp. 154­174.

5 Para la versión árabe de Sobre la prueba de las profecías, veáse “A Unique Treatise on the In­terpretation of Dreams”, en M.A. Mu‘id Khan (ed.), Avicenna Commemoration Volume, Calcuta, Iran Society, 1975. Esta versión de la profecía aparece en Avicena, De anima IV, 2, ed. van Riet, p. 25; Shifa’: an-Nafs IV. 2, ed. Rahman, p. 178.

6 Avicena, Liber de anima seu Sextus de naturalibus (2 vols.), S. van Riet (ed.), Lovaina y Leiden, E. Peeters/E.J. Brill, 1968­1972, IV, 4, pp. 27­28; Avicena, Avicenna’s De anima, Being the Psycholo-gical Part of Kitāb al-Shifā’ (Arabic Text), F. Rahman (ed), Londres, Oxford University, 1959, Shifā’: an-Nafs IV. 4, p. 200.

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meja a la versión contenida en otro tratado breve, Sobre la prueba de las profecías).7 Atenderé primordialmente a las variantes a) y c) por dos razones: en primer lugar, porque son las que Avicena trata con mayor profundidad en su en su tratado Acerca del alma y en su Metafísica (Ilāhiyāt), respectiva­mente y, en segundo lugar, porque cuando en De veritate 12.3 Tomás de Aquino se refiere a Avicena como un proponente de una doctrina naturalista de la profecía, lo que tiene en mente son principalmente estas dos variantes (si bien es cierto que también alude a b), aunque descarta de inmediato la posibilidad de que un profeta logre que la materia lo obedezca).

En Acerca del alma 4.2 Avicena se refiere a la profecía de la facultad ima­ginativa (prophetia virtutis imaginativae)8 y ahí explica que algunas personas poseen una imaginación tan poderosa e inusual que ésta actúa de forma independiente de los sentidos. En algunos casos su imaginación opera di­rectamente bajo la influencia de las almas de las esferas celestes9 que, como se explicará, son responsables de todo acontecimiento (pasado, presente e incluso futuro) en el mundo sublunar.10 Avicena es un tanto ambiguo res­pecto al papel de la facultad imaginativa. Ésta recibe contenidos y los transforma en imágenes procesadas por el sentido común y retenidas por la memoria. Dado que para Avicena la facultad imaginativa no se reduce a un mero receptáculo pasivo, sino que más bien se trata de una facultad activa, ésta posee la capacidad de evocar, combinar y separar su conjunto de imá­genes dotándolas así de un significado coherente. Esto último es aquello a lo que se llama “profecía”, específicamente la que será llamada “profecía imaginativa”. No obstante, en Acerca del alma 5.6, cuando Avicena desarro­lla los grados de intelección, también explica lo que denomina la “profecía intelectual”. Previamente en Acerca del alma 5.1 explica que los seres huma­nos poseen una capacidad inmaterial, a saber, el intelecto teórico (intellectus contemplativus/‘aql nazarī), mismo que les permite abstraer o aprehender

7 Véase Avicenna, Fi itḥbāt al-nubuwwāt (Sobre la prueba de las profecías), M.E. Marmura (ed.), Beirut, Dar an­Nahar, 1991.

8 Avicena, De anima IV, 2, ed. van Riet, p. 19; Shifā’: an-Nafs IV. 2, ed. Rahman, p. 173.9 Avicena, De anima IV, 2, ed. van Riet, pp. 26­28; Shifā’: an-Nafs IV. 2, ed. Rahman, p. 178.10 Sobre la influencia de las esferas celestes en el mundo sublunar, véase D. Gutas, “Imagina­

tion and Transcendental Knowledge in Avicenna”, en J. Montgomery (ed.), Arabic Theology, Ara-bic Philosophy: From the Many to the One. Essays in Celebration of Richard M. Frank, Lovaina, Peeters, 2006, pp. 337­354.

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formas inmateriales a partir de cosas materiales, y es precisamente esto a lo que llama “intelección”. En otras palabras, al hablar de intelección Avicena se refiere a la capacidad que el alma tiene de aprehender la forma a partir de la materia, apropiándose de ella (anima intelligit eo quod apprehendit in seipsa formam intellectorum nudorum a materia).11 La forma es aprehendida a partir de la materia a través de un proceso en el cual el intelecto elimina cualquier traza de materialidad o de propiedades particulares como serían el color, la forma, el tamaño, etc.; sin embargo, hay también otros casos en los que las formas ya están separadas en sí mismas y, por ende, el intelecto sólo las recibe.

Avicena afirma que hay diferentes grados de abstracción o de aprehen­sión, y que de acuerdo con éstos el intelecto teórico recibe diferentes nom­bres. El intelecto material (intellectus materialis/‘aql hayūlānī) está en nosotros como un receptáculo potencial de formas.12 Cuando el intelecto alcanza los primeros inteligibles (ma‘qūlāt ūlá) o primeros principios, como “el todo es mayor que la parte”, éste recibe el nombre de “intelecto dispo­sicional” (intellectus in habitu/‘aql bi-l-malaka);13 cuando los primeros inteli­gibles ya están presentes en él y alcanzan los inteligibles secundarios (esto es, los contenidos del mundo exterior), entonces recibe el nombre de “in­telecto en acto” (intellectus in effectu/‘aql bi-l-fi‘l);14 los primeros inteligibles y los inteligibles secundarios son necesarios para la actualización de los inte­ligibles que tiene lugar en lo que Avicena llama el “intelecto adquirido” (intellectus accommodatus/‘aql mustafād).15

11 Avicena, De anima V, 6, ed. van Riet, p. 134; Shifā’: an-Nafs V. 6, ed. Rahman, p. 239.12 Avicena, De anima I, 5, ed. van Riet, pp. 96­97; Shifā’: an-Nafs I. 5, ed. Rahman, pp. 48­49.13 No es del todo claro si estos primeros inteligibles emergen espontáneamente por medio del

intelecto material o si, más bien, se trata de una suerte de principios a priori provistos por el inte­lecto agente. Para la discusión sobre esta cuestión, véase D. Gutas, Avicenna and the Aristotelian Tradition: Introduction to Reading Avicenna’s Philosophical Works, Leiden, Brill, 1988, pp. 170­177; H. Davidson, Alfarabi, Avicenna, and Averroes, on Intellect, Nueva York y Oxford, Oxford Universi­ty Press, 1992, pp. 85­87; D.N. Hasse, op. cit., pp. 179­180.

14 La explicación de Avicena resulta insuficiente al menos en el tratado Acerca del alma, en donde sólo menciona que el intelecto in habitu o intelecto disposicional alcanza los inteligibles secundarios (definicioens, géneros, especies, diferencias, etc.), pero sin que todavía haga uso de ellos (véase Avicena, De anima I, 5, ed. van Riet 97; Shifā’: an-Nafs I.5, ed. Rahman 49­50); para una explicación de estos inteligibles secundarios en otras obras de Avicena, véase D.N. Hasse, Avicenna’s De anima in the…, op. cit., pp. 180­183.

15 Véase Avicena, De anima I, 5, ed. van Riet, p. 98; Shifā’: an-Nafs I. 5, ed. Rahman, p. 50.

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Avicena sostiene que la actualización de las formas inteligibles requiere la intervención de un intelecto separado (asociado, como veremos, con la décima esfera de su modelo cosmológico), a saber, el intelecto activo o agente (intelligentiae agente/‘aql fa‘āl).16 En Acerca del alma 5. 5 Avicena expli­ca que la acción del intelecto activo o agente ocurre a través de la media­ción o de la iluminación (mediante luce intelligentiae agente/bi-tawassuti ishrāq).17 Esto significa que el intelecto activo o agente actúa como un me­diador que hace posible el proceso de abstracción a cargo del intelecto hu­mano por medio de la iluminación de los objetos de abstracción. El contacto entre este intelecto superior y el intelecto en sus tres roles (mate­rial, disposicional y en acto) para que la intelección ocurra (en la etapa que Avicena denomina “intelecto adquirido”) es llamada “conjunción” (co-niunctionis/ittisāl).18 Las formas inteligibles son aprehendidas sólo cuando ocurre esta conjunción. Sin embargo, Avicena explica que las formas inteli­gibles no permanecen en la mente humana o en el intelecto ya que, dada su constitución material (el cerebro y las facultades en él localizadas),19 no hay lugar para almacenarlas.

Si bien los inteligibles no están en la mente, el alma racional es capaz de adquirirlos cuando sea necesario. El alma racional humana puede desarro­llar el hábito o la habilidad para aprender, i.e., para conjuntarse con el inte­lecto activo o agente. Avicena explica que la adquisición de los inteligibles

16 Véase Avicena, De anima V, 5, ed. van Riet, p. 127; Shifā’: an-Nafs V. 5, ed. Rahman, p. 235.17 “Cuius comparatio ad nostras animas est sicut comparatio solis ad visus nostros, quia sicut

sol videtur per se in effectu, et videtur luce ipsius in effectu quod non videbatur in effectu, sic est dispositio huius intelligentiae quantum ad nostras animas. Virtus enim rationalis cum considerat singula quae sunt in imaginatione et illuminatur luce intelligentiae agentis in nos quam praedixi­mus, fiunt nuda a materia et ab eius appendiciis et imprimuntur in anima rationali, non quasi ipsa mutentur de imaginatione ad intellectum nostrum, nec quia intentio pendens ex mulits (cum ipsa in se sit nuda considerata per se), faciat similem sibi, sed quia ex consideratione eorum apta­tur anima ut emanet in eam ab intelligentia agente abstractio. Cogitationes enim et consideratio­nes motus sunt aptantes animam ad recipiendum emanationem, sicut termini medii praeparant ad recipiendum conclusionem necessario, quamvis illud fiat uno modo et hoc alio, sicut postea scies. Cum autem accidit animae rationali comparari ad hanc formam nudam mediante luce inte­lligentiae agentis, contingit in anima ex forma quiddam quod secundum aliquid est sui generis, et secundum aliud non est sui generis, sicut cum lux cadit super colorata, et fit in visu ex illa opera­tio quae non est similis ei ex omni parte”, De anima V, 5, ed. van Riet, pp. 127­128; Shifā’: an-Nafs V. 5, ed. Rahman, pp. 234­235.

18 Véase Avicena, De anima V, 5, ed. van Riet, p. 128; Shifā’: an-Nafs V. 5, ed. Rahman, p. 235.19 Véase Avicena, De anima V, 5, ed. van Riet, p. 89; Shifā’: an-Nafs I. 5, ed. Rahman, p. 45.

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depende de la capacidad de cada persona para obtener el término medio de un silogismo (habuerit terminum medium in syllogismo),20 por lo que mien­tras algunas personas requieren mucha instrucción y esfuerzo para obtener los inteligibles, otros son más privilegiados y pueden obtenerlos directa­mente por medio de una poderosa disposición o aptitud natural llamada “intuición” (aptitudo subtilitas o ingenium/hads).21 En algunos casos, de acuerdo con Avicena, dicha intuición podría ser incluso tan fuerte que no se requiriera ningún tipo de esfuerzo o instrucción para que se produzca la conjunción con el intelecto activo o agente, y así estas personas privile­giadas serían capaces de obtener los inteligibles de manera inmediata. Cuando acontece este tipo de conocimiento el intelecto material recibe el nombre de “intelecto sagrado” (intellectus sanctus)22 o “facultad sagrada” (quwa qudsīya).23 Aunque Avicena sostiene que dicho intelecto forma parte del género del intelecto disposicional o in habitu, también resalta que éste no es algo común a todos los seres humanos, y describe su operación de una manera particular: en este tipo de acto cognitivo la imaginación queda des­bordada y reproduce las imitaciones de las imágenes recibidas a través de visiones y discursos. Esta descripción corresponde a los eventos proféticos.

Un profeta es un individuo cuya alma recibe instantáneamente la im­pronta de los inteligibles por parte del intelecto activo o agente; en palabras de Avicena, el profeta obtiene los principios de todas las cuestiones, el tér­mino medio de todo silogismo, así como las causas en el mundo. Por eso Avicena afirma que este intelecto sagrado representa la más alta de las fa­cultades humanas y, como se ha mencionado, se trata de una capacidad profética.24 Esta explicación psicológica de la profecía describe este fenó­

20 Avicena, De anima V, 6, ed. van Riet, p. 152; Shifā’: an-Nafs V. 6, ed. Rahman, p. 249.21 Avicena, De anima V, 6, ed. van Riet, p. 151; Shifā’: an-Nafs V. 6, ed. Rahman p. 248. Para

una explicación detallada de la noción de hads en Avicena, véase D. Gutas, Avicenna and the…, op. cit., pp. 159­177.

22 Avicena, De anima V, 6, ed. van Riet, p. 151.23 Avicena, Shifā’: an-Nafs V. 6, ed. Rahman, p. 250.24 “Debes autem scire quod sapientia sive habeatur ex doctrina sive non, non aequaliter ha­

betur. Sunt etenim quidam discentium qui sunt aptiores ad intelligendum, quorum aptitudo, quae est prior ea aptitudine quam praediximus, est fortior. Cum vero homo habet hoc in seipso non aliunde, vocatur haec aptitudo subtilitas; quae aptitudo aliquando in aliquibus hominibus ita praevalet quod ad coniungendum se intelligentiae non indiget multis, nec exercitio, nec discipli­na, quia est in eo aptitudo secunda; immo, quia quicquid est, per se scit: qui gradus est altior

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meno como algo natural que, si bien ocurre de manera extraordinaria, eso se debe a una especial conjunción entre la imaginación humana (en el caso de la profecía imaginativa) y el intelecto sagrado (en el caso de la profecía intelectual), y el intelecto activo o agente.

Ahora bien, en la Metafísica (Ilāhiyāt) o Liber de Philosophia Prima,25 Avi­cena describe a los profetas de la misma manera que lo hace en el tratado Acerca del alma, como personas dotadas de facultades psicológicas especia­les gracias a las cuales son capaces de obtener las impresiones no sólo de los inteligibles, sino también de la moral y de las virtudes prácticas. Avicena menciona que ya ha mostrado el modo en el que esto ocurre, refiriéndose sin duda a la explicación psicológica contenida en el tratado Acerca del alma. No obstante, en el Liber de Philosophia Prima añade algunos detalles cosmo­lógicos: todo acontecimiento que tiene lugar en el mundo sublunar emana de ciertos principios celestes; en otras palabras, el mundo terrestre es con­secuencia de un eterno flujo de emanaciones que comienza con la Causa Primera o Dios, que continúa con las facultades o inteligencias activas de las esferas celestes, y que culmina con el intelecto activo o agente que ac­túa como la causa próxima de todo acontecimiento. Ahora bien, en el caso de la profecía, cuando el intelecto activo se conjuga con las excepcionales capacidades del profeta, este último tiene entonces acceso al mensaje an­gélico o divino, esto es, a un conjunto de principios teóricos y prácticos que le permite gobernar y ser superior a otros hombres. Sin embargo, ha de re­saltarse que esta clase de explicación no implica ningún tipo de interven­ción divina o de gracia especial sino que, más bien, se trata de un proceso espontáneo y natural en el que las emanaciones están actuando continua­mente y la recepción de la profecía consiste principalmente en la obten­ción de principios intelectuales teóricos y prácticos.

omnibus gradibus aptitudinis. Haec autem dispositio intellectus materialis debet vocari intellec­tus sanctus qui est illius generis cuius est intellectus in habitu, sed hic est supremus in quo non omnes homines conveniunt. Non est autem longe ut, ab his actionibus comparatis ad intellectus sanctum potestate earum et virtute, emanet aliquid ad imaginativam quod imaginativa re­praesentet etiam secundum exempla visa vel audita verba, eo modo quod praediximus”, De ani-ma V, 5, ed. van Riet, pp. 151­152; Shifā’: an- Nafs V. 5, ed. Rahman, pp. 248­249.

25 Avicena, Liber de philosophia prima sive Scientia divina (3 vols.), S. van Riet (ed.), Lovaina y Leiden, E. Peeters/E.J. Brill, 1977­1980­1983.

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En síntesis, en el tratado Acerca del alma de la Shifā’ el papel del intelec­to activo o agente universal está desarrollado en profundidad: dicho inte­lecto no sólo es el mediador en el proceso de abstracción, sino que también se trata del proveedor directo de inteligibles en el caso concreto de los pro­fetas, esto es, aquellas personas privilegiadas que poseen una disposición o aptitud natural para recibir principios sobre toda cuestión y que a su vez son capaces de reproducirlos a modo de imágenes haciendo uso de su fa­cultad imaginativa. Tanto en la profecía imaginativa como en la profecía intelectual el intelecto activo funge como proveedor de dichos principios. En su Metafísica, Avicena explica en detalle el proceso emanativo a través del cual las esferas celestes o cuerpos celestes intervienen. La teoría de Avicena sobre la profecía en todas estas obras se funda sobre su concepción del proceso intelectivo y su modelo cosmológico emanativo. Avicena parte de una serie de presupuestos filosóficos para explicar un fenómeno que suele percibirse como algo sobrenatural o milagroso y en consecuencia, como Altmann indica, desdibuja los límites entre la gracia y la naturaleza, mientras que por su parte Tomás de Aquino diferencia estos dos ámbitos claramente.26

EL MODO EN QUE TOMáS DE AQUINO COMPRENDE LA DOCTRINA

DE AVICENA SEGÚN DE VERITATE 12.3

En De Veritate, cuestión 12, Tomás de Aquino ofrece una explicación ex­haustiva de la profecía divina. Es en este contexto donde se discute la po­sibilidad de la profecía natural.27 Comienza distinguiendo entre la cognición intelectiva y la profecía. En el artículo 1 sostiene precisamente que la profecía no puede ser considerada como un acto intelectivo: “en el entendimiento humano hay una luz que es una cualidad o una forma per­manente, a saber, la luz esencial del intelecto agente, gracias a la cual nues­tra alma es llamada intelectual; sin embargo, la lumen propheticum no puede

26 Véase A. Altmann, “Maimonides and Thomas Aquinas: Natural or Divine Prophecy?,” AJS Review, 3, 1978, pp. 1­19, esp. p. 9.

27 T. de Aquino, Opera omnia, Tomus XXII (Quaestiones disputatae de veritate, vol. II, Fasc. 1, qq. 8­12), Roma, Edición Leonina, 1970. Véase también T. de Aquino, Summa theologiae, Roma, Edición Leonina, 1972, II­II, q. 172, a. 1.

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ser ésta”.28 La cognición intelectiva acontece a través de una luz intelectual que se vuelve parte del agente cognitivo y que implica un esfuerzo gradual por medio del cual alcanzamos el conocimiento de las cosas y especialmente el conocimiento de los primeros principios. Tomás de Aquino, en contraste, sostiene que el tipo de conocimiento alcanzado por el profeta —incluido el conocimiento de los futuros contingentes y de otras cosas que exceden el conocimiento natural— no sigue el mismo mecanismo. En otras palabras, mientras que la cognición intelectiva es un acto habitual por medio del cual adquirimos contenidos mentales, la lumen propheticum “debe existir en el alma del profeta bajo el modo de una impresión transitoria, de la misma manera que la luz existe en el aire. Y así como la luz permanece en el aire sólo cuando el sol está brillando, de igual manera la luz previamente men­cionada sólo permanece en la mente del profeta cuando ésta está siendo divinamente inspirada”.29 Tomás de Aquino explica que conforme la men­te del profeta recibe la inspiración divina una o más veces, ésta se torna más apta para recibir otras inspiraciones y, en este sentido, la profecía po­dría ser considerada como un hábito pero sólo en un sentido impropio. Por lo tanto, Tomás de Aquino claramente rechaza lo que Avicena llama “pro­fecía intelectual”.

Una vez establecida la distinción entre la cognición natural y la profecía, Tomás de Aquino añade, en el artículo 2, que la profecía trata sobre cues­tiones lejanas a nuestro conocimiento ya sea debido a su naturaleza o al carácter defectuoso o inadecuado de nuestro conocimiento. El primer caso es aquel de los futuros contingentes, mismos que carecen de existencia in se y, por ende, sus causas todavía no han sido determinadas. Ciertamente, los futuros contingentes se encuentran entre aquellas cosas a las que el profeta puede acceder; sin embargo, aunque dichos futuros contingentes sean el objeto principal de la profecía, no por ello constituyen su único ob­jeto. Como ya se mencionó, la profecía también versa sobre aquellas cues­

28 “In intellectu igitur humano lumen quoddam est quasi qualitas vel forma permanens, scili­cet lumen essentiale intellectus agentis, ex quo anima nostra intellectualis dicitur. Sic autem lu­men propheticum in propheta esse non potest”, QDV 12.1, r (180­185).

29 “Unde oportet quod lumen propheticum non sit habitus, sed magis sit in anima prophetae per modum cuiusdam passionis ut lumen solis in aere. Unde, sicut lumen non remanet in aere nisi apud irradiationem solis, ita nec lumen praedictum remanet in mente prophetae nisi quando actualiter divinitus inspiratur”, QDV 12.1, r (210­220).

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tiones que exceden nuestro conocimiento debido a cierta inadecuación de nuestro propio entendimiento. En este caso concreto Tomás de Aquino distingue entre aquellas cuestiones que definitivamente exceden el cono­cimiento humano, por ejemplo, que “Dios sea uno y trino”, y aquellas que sólo rebasan el conocimiento de algunos seres humanos, si bien no el cono­cimiento humano simpliciter. Este sería el caso de aquellas cuestiones que los entendidos conocen a partir de la demostración, pero que quienes no son doctos no son capaces de captar de manera natural, aunque en ocasio­nes sean capaces de llegar a estos contenidos por medio de la revelación divina. Tomás de Aquino afirma que dichas cuestiones, esto es, aquellas que son demostradas en las ciencias, no forman parte de la profecía simpli-citer sino sólo al hacer referencia al profeta, y que sólo en este sentido estas cuestiones pueden formar parte de la ciencia.

En los primeros dos artículos de la cuestión 12, Tomás de Aquino sos­tiene que la profecía acontece a través de un mecanismo diferente del que opera en la cognición natural, y que el contenido de la profecía difiere del tipo de conocimiento que podemos adquirir a través de la demostración científica. Su argumentación apunta explícitamente a una concepción divi­na o sobrenatural de la profecía. Sin embargo, en el capítulo 3 discute la posibilidad de que la profecía sea concebida como un fenómeno natural, y es aquí precisamente donde discute la postura de Avicena.

En la objeción 8 Tomás de Aquino se refiere a Avicena como un filósofo que trata la filosofía como algo que puede ser explicado como parte de las ciencias naturales, mientras que en la objeción 9 indica que Avicena afirma que hay tres condiciones necesarias para que haya profecía, a saber, clari­dad de inteligencia, perfección de la facultada imaginativa y una facultad del alma de una naturaleza tal que la materia externa obedezca a ella. Avi­cena no afirma que estas tres condiciones deban ocurrir simultáneamente; de hecho, como ya se ha mencionado, parece referirse a diferentes tipos de profecía, cada una con características diferentes.30 De hecho, la primera condición abarca la descripción de la “profecía intelectual”, mientras que la segunda correspondería con la descripción de la “profecía imaginativa”, y la tercera concordaría con la descripción de la profecía vinculada a las facul­

30 Véase D.N. Hasse, op. cit., p. 156.

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tades motoras. De acuerdo con Tomás de Aquino, dado que estas tres co­sas pueden poseerse naturalmente, se sigue que Avicena sostiene que alguien pueda ser profeta por naturaleza.

Como respuesta a la objeción 8, Tomás de Aquino afirma que Avicena no se está refiriendo al tipo de profecía que ha tratado en la cuestión 12 del De Veritate, esto es, la de tipo divino, sino sólo a la “profecía natural”, un tipo de profecía que Tomás de Aquino explica en su réplica dentro del ar­tículo 3. La respuesta 9 ofrece un contraargumento más elaborado y que se enfoca principalmente en la tercera condición necesaria para la profecía, a saber, la facultad del alma a través de la cual el profeta supuestamente po­dría controlar la materia externa. En este caso Tomás de Aquino apela a Agustín, quien en su De Trinitate31 afirma que la materia externa no puede estar sujeta a la voluntad, ni siquiera en el caso de la voluntad de los pro­pios ángeles. Ahora bien, respecto a las otras dos condiciones, esto es, la claridad de la inteligencia y la perfección de la imaginación, Tomás de Aquino sostiene que ambas están relacionadas con la profecía natural y no con la profecía divina.32

Como puede apreciarse, Tomás de Aquino hace una distinción entre la profecía divina y la profecía natural. La cuestión 12 en su totalidad está dedicada a proveer algunos argumentos con los cuales clarifica el carácter sobrenatural o divino de la profecía. Sin embargo, en la respuesta al artículo 3, Tomás de Aquino admite que además de la profecía divina también existe la profecía natural. Su postura es llamativa, ya que piensa que no hay manera de concebir este tipo de profecía sin oponerse al modo en que el cristianismo concibe la profecía como un don divino. Comienza aclarando los dos sentidos en los que se dice que algo es natural. El primer sentido sería el de Física 2.1, 192b36­193a1, en donde Aristóteles entiende “natu­ral” como aquello que posee el principio de movimiento dentro de sí mis­

31 Agustín, De Trinitate (Corpus Christianorum series latina, tom. L & tom. L-A), Turnhout, Bre­pols, 1968, t. III, c. 8.

32 “Ad nonum dicendum quod illorum trium unum non potest naturaliter animae competere, ut scilicet sit tantae virtutis quod ei materia exterior subdatur, cum etiam nec ipsis angelis ad nutum deserviat materia corporalis, ut Augustinus dicit; et sic in hoc non est sustinendum dictum Avicennae vel cuiuslibet alterius philosophi. Ex aliis vero duobus quae tangit obiectio, secundum quod naturaliter homini proveniunt, causatur prophetia naturalis, non illa de qua loquimur”, QDV 12.3, r. 9 (450­460).

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mo. Empleando los términos de Tomás de Aquino, algo será llamado “natural” cuando su principio activo sea natural, como ocurre en el caso del fuego para el que elevarse es algo natural.33 El segundo sentido se utiliza cuando la naturaleza es el principio de algunas disposiciones en tanto que éstas son necesarias para la consecución de ciertas perfecciones.34 Tomás de Aquino provee un ejemplo de esto con la infusión del alma, algo consi­derado “natural” en tanto que a través de la naturaleza el cuerpo recibe la disposición necesaria para la recepción del alma. Rechaza inmediatamente la postura de quienes han concebido la profecía como natural en el primer sentido dado, esto es, aquellos reportados por Agustín en su Super Genesim ad litteram35 y que han sostenido que el alma tenía en sí misma una facultad para la adivinación. Tomás de Aquino indica que esto es imposible princi­palmente porque nuestras mentes no pueden obtener contenidos cogniti­vos sin la mediación de principios de conocimiento evidentes en sí mismos. Tomás de Aquino añade que quizá este modo de entender la profecía na­tural hubiera procedido si sus proponentes hubieran admitido la necesidad de estudiar los signos naturales, como ocurre cuando un médico predice si un paciente morirá o se recuperará.

De acuerdo con Tomás de Aquino, quienes han entendido “natural” en el segundo sentido del término al referirse a la profecía, a saber, Avicena y el judío Maimónides, no están equivocados. No obstante es necesario aclarar a qué tipo de profecía se refieren. Tomás de Aquino es contundente: “esta opinión es verdadera en cuanto a cierto tipo de profecía; no obstante, no lo será respecto a aquel tipo de profecía que el Apóstol enumera entre los do­nes del Espíritu Santo”.36 Continúa y explica que en el caso de la profecía entendida como un don divino, la presciencia de los futuros contingentes se debe a una intervención milagrosa directa, esto es, sin un intermediario de la voluntad divina, en cuya mente preexisten dichos futuros contingentes.

33 T. de Aquino, QDV 12.3, r (200­210).34 Véase T. de Aquino, In IV Sent., d. 17, q. 1, a. 4, ad 2.35 Agustín, Super Genesim ad litteram, Turnhout, Brepols, 1972, t. XII, c. 13.36 “Unde alii dixerunt quod prophetia est naturalis secundo modo, quia scilicet natura ad ta­

lem dispositionem potest hominem perducere, quod erit in necessitate ad recipiendam per actio­nem alicuius superioris causae praescientiam futurorum; quae quidem opinio est vera de quadam prophetia, non autem de illa quae inter dona Spiritus Sancti ab Apostolo computatur”, QDV 12.3, r (240).

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Esta intervención no puede ser entendida como un fenómeno natural. Sin embargo, de acuerdo con el segundo sentido en el que se usa “natural”, existe un segundo modo en el que esta presciencia puede explicarse: “se deriva del poder de las causas creadas, en tanto que ciertos movimientos pueden quedar impresos en la facultad imaginativa humana, por ejemplo, por el poder de los cuerpos celestes, en los que preexisten algunos signos de ciertos eventos futuros. Y en tanto que le es natural a la comprensión huma­na, en tanto que inferior, recibir instrucción de la iluminación de los intelec­tos separados, siendo así elevada al conocimiento de otras cosas, la profecía puede entonces ser llamada natural en el sentido mencionado”.37

En efecto, esta descripción de la profecía coincide con la manera en que Avicena comprende la profecía imaginativa.38 No obstante, aunque Tomás de Aquino admite la coherencia de la manera en que Avicena comprende la profecía, también subraya algunas distinciones relevantes entre ésta y la profecía divina: 1) en la profecía divina la presciencia de los futuros contin­gentes procede inmediatamente de Dios —aunque en ocasiones un inter­mediario puede fungir el papel de mediador—, mientras que en la profecía natural ésta procede de causas secundarias, esto es, de los cuerpos celestes; 2) la profecía natural se limita a la predicción exclusivamente de aquellos eventos futuros que posean causas determinadas en la naturaleza, mientras que la profecía divina puede extenderse a todas las cosas futuras, y 3) la profecía natural no es infalible —aunque pueda predecir cosas que son verdaderas en su mayoría—, mientras que la profecía divina puede prede­cir el futuro de forma infalible.39

37 “Alio modo ex virtute causarum creatarum, prout scilicet in virtutem imaginativam huma­nam possunt aliqui motus fieri ex virtute caelestium corporum in quibus praeexistunt quaedam signa futurorum quorundam, et secundum quod intellectus humanus ex illuminatione intellec­tuum separatorum, utpote inferior, natus est instrui et ad aliqua cognoscenda elevari; et haec prophetia modo praedicto potest dici naturalis”, QDV 12.3, r (275).

38 A. Altmann también se percata de esta proximidad entre Tomás de Aquino y lo que deno­mina el modelo de al­Farabi­Avicena­Maimónides. También resalta que Tomás de Aquino adop­ta este modelo pero sin sus implicaciones emanacionistas; véase A. Altmann, op. cit., pp. 10­11. Para las raíces aristotélicas de esta teoría y su influencia en Tomás de Aquino a través de Maimó­nides (y, al mismo tiempo, a través al­Farabi y Avicena) véase J.P. Torrell, Recherches sur la théorie de la prophétie au Moyen Âge, xiie- xive siècles, Friburgo, Éditions Universitaire Fribourg Suisse, 1992, pp. 207 y ss.

39 T. de Aquino, QDV 12.3, r (285­300).

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Ahora bien, si Tomás de Aquino identifica estas diferencias, también sostiene respecto a la falibilidad de la profecía natural y la infalibilidad de la profecía divina que dicha diferencia no procedería si se considerara que

ambos tipos de profecía dotan al profeta del conocimiento de las conclusiones necesarias de este tipo como si fueran inmutables y ciertamente como si fueran conocidas a través de los principios de la demostración. Además, la mente del hombre se eleva gracias a ambos tipos de profecía, por lo que llega a compren­der de una manera similar a la de las sustancias separadas, mismas que com­prenden los principios y las conclusiones con la mayor certeza posible a partir de una simple intuición, sin tener que deducir una de la otra.40

COMENTARIOS FINALES: LAS IMPLICACIONES DE LIMITAR

LA PROFECíA NATURAL A EVENTOS CON DETERMINADAS

CAUSAS EN LA NATURALEZA

Tomás de Aquino distingue entre dos tipos de profecía, a saber, la natural y la sobrenatural. Descarta que la profecía pueda ser entendida como parte del proceso intelectivo y, en este sentido, es cierto que se aparta de Avicena, quien posee una teoría compleja de la profecía que en algunos lugares se describe como un fenómeno vinculado al intelecto, mientras que en otros se describe como vinculada a una poderosa facultad imaginativa. Tomás de Aquino considera que este segundo tipo de profecía, esto es, la profecía ima­ginativa, no es errada; a este respecto, reconoce que existe un proceso natu­ral por el que algunas personas son capaces de predecir causas naturales. En efecto, claramente se distancia del modelo emanacionista de Avicena —so­bre todo en lo referente a su concepción de un intelecto activo separado y universal—. Sin embargo, aunque no acepta ese intelecto activo separado, de todos modos concede que los cuerpos celestes puedan actuar sobre la imaginación humana.41 De acuerdo con la postura de Tomás de Aquino, los

40 “Sed tertia differentia removetur in hac materia quia utraque prophetia ita immobiliter et certissime facit scire huiusmodi scibilia necessaria sicut si scirentur per principia demonstrationis: per prophetiam enim utramque elevatur mens hominis ut quodam modo conformiter substantiis separatis intelligat, quae sicut principia ita et conclusiones simplici intuitu, sine deductione unius ex altero, certissime vident”, QDV 12.3, r (320­330).

41 Un artículo valioso sobre la influencia de las sustancias separadas es el de J. Matula, “Thomas

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cuerpos celestes no pueden influir sobre nuestro intelecto inmaterial, pero sí pueden hacerlo sobre las facultades materiales, como es el caso de la imagi­nación.42 Por esta razón reconoce que la imaginación sería capaz de recibir impresiones de los cuerpos celestes y que, a su vez, podría predisponer a ciertos individuos a la detección de los signos de eventos futuros,43 tal como un campesino puede predecir la sequía o un buen clima para la cosecha. Y es precisamente así como Tomás de Aquino acepta la postura de Avicena.

Ahora bien, ha de tenerse en consideración que posteriormente, en su Summa theologiae, cuando Tomás de Aquino discute si la profecía es natu­ral, no argumenta en torno a este fenómeno en términos de la influencia de las esferas celestes en la imaginación, sino que ofrece una explicación más económica y sostiene que el conocimiento natural de los eventos futuros se debe a un conocimiento experiencial del orden de las causas y sus efectos. Tomás de Aquino afirma que algunas personas pueden adquirir la pres­ciencia de los eventos futuros “por medio de la experiencia, ya que son auxiliados por su disposición natural, que dependerá de la perfección del poder imaginativo del individuo, así como de la claridad de su inteligen­cia”.44 Ambas condiciones son las mismas que encontramos en la teoría de Avicena, y ambas son consideradas como disposiciones naturales. En su Summa Tomás de Aquino cambia de parecer: cuando las personas son ca­paces de predecir eventos futuros debido a sus disposiciones naturales, esto no debería ser llamado “profecía” en sentido estricto, ya que la verda­dera profecía tiene su origen en la revelación divina. Lo que en De Veritate parecía coherente, en la Summa es visto como una imprecisión.

Parecería que el joven Tomás de Aquino admitió en cierto grado la con­cepción de la profecía natural a cargo de Avicena, aunque claramente dis­tinguió ésta de la profecía divina. Pero ahora surgen nuevas preguntas: ¿habría aceptado Avicena la concepción de Tomás de Aquino sobre la pro­

Aquinas on the Supernatural Activities: Prophecy and Separate Substances”, en G. Arabatzis (ed.), Studies on Supernaturalism, Berlín, Logos Verlag, 2009, pp. 157­171.

42 Véase T. de Aquino, Summa theologiae I, q. 86, a. 4, ad. 2; II, II, q. 95, a. 5c; Summa contra gentiles III, 84­87.

43 T. de Aquino, Sent. de anima II, 27.44 “acquirere possunt per viam experimentalem; in qua iuvantur per naturalem dispositionem

secundum quam in homine invenitur perfectio virtutis imaginativae et claritas intelligentiae”, Summa theologiae II, II, q. 172, a. 1c.

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fecía natural, esto es, entendiéndola como confinada a la presciencia de eventos naturales a partir de sus causas? ¿Hubiera estado acaso de acuerdo con Tomás de Aquino cuando éste reduce la profecía natural a una forma de predicción causal, más que a un verdadero tipo de profecía? A este res­pecto Avicena provee una explicación natural de la profecía al afirmar que cuando el profeta entra en conjunción con el intelecto activo o agente, en­tonces es capaz de captar las explicaciones causales del mundo e incluso sus consecuencias futuras. Por ende, Tomás de Aquino verdaderamente comprendió el núcleo de la concepción de la profecía según Avicena. No obstante, Avicena no limita el conocimiento profético a las causas natura­les. De hecho, a Avicena le parece más relevante el hecho de que el profe­ta pueda tener acceso a la estructura causal inherente que hace que el mundo exista como es. Al modo de ver de Avicena, dicha estructura y el orden que produce provienen y dependen de la guía y el gobierno de Dios. En otras palabras, Dios es la causa del orden y de la bondad en todos los diferentes niveles del mundo. Por lo tanto, el profeta está dotado de la ca­pacidad de reconocer el orden divino del mundo, y es también capaz de comunicar esto al resto de las personas a través de símbolos y semejanzas sobre la grandeza y la magnificencia de Dios. En conclusión, como Tomás de Aquino explica, a pesar de que Avicena no percibe la profecía como un fenómeno sobrenatural en el que Dios elige a alguien como profeta suyo, el profeta mantiene una relación armoniosa con Dios y de esta manera re­conoce el orden metafísico impuesto por Dios en el mundo.

Existen, en conclusión, diferencias importantes en el modo en que dos pensadores representativos de dos tradiciones religiosas distintas conciben la profecía. Es relevante tomar en consideración el modo en que Tomás de Aquino recurre al planteamiento de Avicena para construir su propia visión a partir de las interrogantes que le genera la explicación filosófica de aquel. Tomás de Aquino pudo haber presentado su doctrina recurriendo exclusi­vamente a fuentes cristianas. Sin embargo, como en muchos otros casos, los planteamientos provenientes de los filósofos de otras tradiciones le sirven para desarrollar sus ideas propias sirviendo las de otros como contraste y, en muchos casos, detectando qué tipo de problemas resuelven aquellos filóso­fos y qué argumentos y conceptos utilizados por ellos pueden adaptarse y adoptarse en el contexto de una tradición religiosa distinta.

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Las sesiones finales de un simposio como el que está por concluir sue­len conducirnos a un terreno donde confluyen satisfacción y felicita­

ciones por el buen trabajo realizado, inquietud y entusiasmo por seguir adelante, y la valoración y puesta en contexto de todo ello. Se impone una reflexión sobre lo conocido y lo aún por conocer, pues en estos simposios se transita justamente por los linderos del saber que les corresponde. Y esto es verdad con mayor razón tratándose de la historia ambiental, ya que toda ella constituye un espacio de avanzada, de frontera, frente a otras formas de conocer y entender la historia. Circular por los linderos de la historia am­biental implica estar en cercanía con territorios ignotos. Y aunque no siem­pre nos es dado penetrar en ellos, y nos hemos de conformar con ver las cosas desde el lado que conocemos, el solo hecho de andar por estas avan­zadas ya nos confiere una perspectiva privilegiada. Ahora nos toca saberla aprovechar, y esto es parte de la reflexión que se nos impone.

Como somos historiadores, no es de extrañar que algunas de nuestras reflexiones nos lleven atrás en el tiempo. De hecho, éste es buen momento para que todos hagamos memoria de quienes nos han precedido para reco­nocer nuestra deuda o para evaluar sus aportaciones. Y, como complemen­to, para que descubramos a otros que, sin saberlo ni proponérselo, se enfrentaron a su historia y a su presente con una mirada no muy distinta de ésta con la cual nosotros, hoy, coincidimos en nuestra búsqueda de conoci­

El naturalista frente a la historiay el historiador frente a la naturaleza

Las enseñanzas de Alcide d’Orbigny

bernardo garcía martínez*

notas y Diálogos

*Ensayo leído como “Conferência de Encerramento” del IV Simpósio da Sociedade Latino­Americana e Caribenha de História Ambiental en Belo Horizonte, Brasil, el 30 de junio de 2008.

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miento y comprensión del mundo. Definidos en nuestros términos, estos precursores no fueron, en modo alguno, historiadores ambientales; algunos ni siquiera fueron historiadores. Pero esto importa poco en la medida en que la historia, que se enriquece con el contexto de las cosas, no es ajena a ninguna disciplina.

El ensayo que presento hoy como conferencia de cierre se enfoca en uno de esos precursores; no un historiador, sino un “naturalista” o cultiva­dor de esa mezcla de estudios científicos, básicamente descriptivos, del mundo biológico y geológico que se conoció como “historia natural”. Pero también fue un observador de lo social y del paso del tiempo, lo que le añade interés para nosotros. No fue un intérprete del pasado sino un narra­dor de su presente, pero lo que para él fue presente se muestra a nosotros como historia. Fue además un explorador de territorios ignotos, en todo el sentido de la palabra, lo que de algún modo concuerda con nuestra inclina­ción por investigar. De su obra nos separan más de 150 años y diferencias importantes en lo relativo a la valoración e interpretación de los asuntos de que trata. Pero las coincidencias no son despreciables. Recorrer su texto y reflexionar sobre él puede ayudarnos a tener una mejor apreciación de los cambios y las continuidades que involucran a la historia ambiental, así como a tener una idea más cabal de qué tanto hemos adelantado en nues­tro empeño.

La obra de Alcide D’Orbigny (1802­1857) no tuvo el contenido teórico, los alcances ni la difusión de la de su contemporáneo Charles Darwin. Más anclado en el pasado, no comulgó con las ideas de transformación y mucho menos evolución de las especies, pero sí aprendió de su maestro Georges Cuvier que era posible la extinción de una especie, al menos como resulta­do de alguna catástrofe. La obra de D’Orbigny, sin embargo, es de monu­mental tamaño, conocida, apreciada y muy citada, aunque en terrenos más específicos, en particular el de la paleontología, ciencia de la que fue pione­ro. La parte que nos interesa, el Voyage dans l’Amérique Méridionale, vio la luz pública entre 1835 y 1844 como parte de su obra científica. Es un libro re­lativamente conocido en lo que tiene de interés para los estudios históricos o etnológicos, si bien se le ha tomado en cuenta casi exclusivamente en contextos regionales, en particular por lo que D’Orbigny refiere de su con­tacto con los tehuelches en Argentina y los yuracarés en Bolivia, y por su

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estancia en las antiguas misiones jesuitas de Moxos y Chiquitos. A propósi­to de estas últimas, Cynthia Radding ha sido una de las pocas personas que se han referido a D’Orbigny (en un par de párrafos) en el contexto de un estudio de historia ambiental. Otros investigadores lo han considerado me­ramente desde el punto de vista de la historia de la ciencia o para el pensa­miento y los estudios antropológicos, como el historiador argentino Miguel de Asúa, el boliviano René Arze Aguirre, el francés Jean­Pierre Chaumeil y algunos más, para lo cual también se ha tomado en cuenta otra obra de D’Orbigny, El hombre americano considerado en sus aspectos fisiológicos y mora-les (1839), que pasaremos por alto en esta ocasión.1 En Bolivia D’Orbigny es considerado como una figura cultural de primer orden, y de hecho lo fue desde su estancia allá (de 1830 a 1833) gracias, en parte, a la buena relación que llevó con el mariscal Santa Cruz. Un fragmento de su obra se tradujo y se publicó a instancias del gobierno boliviano en 1845.

Y, a riesgo de cansarlos con información que supongo conocida de todos, mencionaré que el Viaje a la América meridional no se dio a conocer en espa­ñol sino hasta cien años después gracias a la muy buena traducción de Al­fredo Cepeda, que fue publicada en Argentina por la Editorial Futuro en 1945.2 Esta misma versión castellana, con algunas revisiones, sirvió de base para una excelente segunda edición sacada a la luz en Bolivia en 2002.3

1 Se reeditó recientemente. Alcide D’Orbigny, L’homme américain, “Passage de témoin” de Philippe de Laborde Pédelahore. Ginebra, Éditions Patiño, 2008. Una traducción al español, de Alfredo Cepeda, apareció en Buenos Aires en 1944.

2 Añado aquí una información que no es tan conocida y de seguro sorprenderá a algunos, es­pecialmente a los que han homenajeado a ciertos personajes del medio académico sin haberlos conocido bien. La Editorial Aguilar de Madrid publicó una edición más del Viaje en 1958 dentro de una pretenciosa “Bibliotheca Indiana” sin identifcar al traductor ni hacer el reconocimiento debido a la edición anterior. Responsable directo de esa falta de ética fue José Alcina Franch, ce­lebérrimo profesor de la Universidad de Madrid, quien presentó la edición, e implícitamete la traducción, como suyas (puede constatarse en su currículum) y lo único que añadió fueron unas notas muy superficiales (como la que establece, por ejemplo, que los tupíes son un “importante grupo lingüístico de Sudamérica”). Parte de la responsabilidad por ese plagio toca también, desde luego, al director de la “Bibliotheca”, Manuel Ballesteros y Gaibrois, de la misma Universidad, y a la casa editorial.

3 Alcide D’Orbigny, Viaje a la América meridional: Brasil, República del Uruguay, República Ar-gentina, La Patagonia, República de Chile, República de Bolivia, República del Perú, realizado de 1826 a 1833, traducción de Alfredo Cepeda, segunda edición revisada, La Paz, Plural Editores/Instituto Francés de Estudios Andinos, 2002, 4 vols, paginación corrida. Las siguientes citas de pie de pá­gina se refieren a esta edición. Los capítulos correspondientes a Argentina se reeditaron en ese

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Esta última publicación, junto con la de extractos de las partes concernien­tes a Argentina, más algunas obras de índole descriptiva o conmemorativa preparadas por Philippe de Laborde y Françoise Legré­Zaidline, un congre­so celebrado en Toulouse en 1999 y una exposición de la obra científica de D’Orbigny montada también en 2002 en París por el paleontólogo Philippe Taquet, han servido de detonador para un cierto interés por el personaje en épocas recientes, especialmente en Francia, Argentina y Bolivia. Pero nada de esto ha puesto a D’Orbigny en un lugar relevante como referente de la historia ambiental y mucho menos como uno de esos precursores que, sin saberlo ni proponérselo, se enfrentaron a su historia y a su presente con una mirada no muy distinta de ésta con la cual hoy, como dije, coincidimos en nuestra búsqueda de conocimiento y comprensión del mundo.

D’Orbigny pisó tierra americana por primera vez el 24 de septiembre de 1826 en Río de Janeiro. A los pocos días pasó al Uruguay, también por bre­ve tiempo, y luego viajó con todo detenimiento en las Provincias Unidas por la cuenca del Paraná y por la desembocadura del Río Negro. De ahí pasó, por la vía del Estrecho de Magallanes, Chile y Perú, a Bolivia, país en que visitó el altiplano y las regiones orientales. Emprendió su viaje de re­greso, después de visitar Lima y Santiago, el 18 de octubre de 1833. Fue­ron, por lo tanto, siete años íntegros de un viaje rico en observaciones, del cual recogió alrededor de diez mil especímenes de flora y fauna (en casi dos terceras partes artrópodos, moluscos y plantas y flores) que envió a su pa­trocinador, el Museo de Historia Natural de París. Llegó de 24 años, casi recién cumplidos, y se fue de 31, de manera que sus experiencias estuvie­ron impregnadas de un gran entusiasmo de juventud, además de que, sin ella, difícilmente hubiera podido aportar la energía y resistencia que de­mandaba un viaje tan difícil. Solucionar el transporte y la estadía en la ma­yoría de esos lugares constituía, bajo todos los puntos de vista, una hazaña de magnitud considerable. D’Orbigny, excelente narrador, logra hacer par­tícipe al lector de la mayor parte de sus vivencias.

Quienes han leído a D’Orbigny tendrán presente la emoción que desti­la a lo largo de su obra, que mezcla párrafos de precisión botánica o zoológi­

mismo país en 1998­1999; Buenos Aires, Emecé Editores. En cuanto a reediciones del original francés, sólo han aparecido las partes correspondientes igualmente a Argentina; París, La Dé­couvrance, 2006­2007.

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ca con otros que son recuento de verdaderas aventuras. Como hizo sus recorridos poco tiempo después de las guerras de independencia (y de he­cho todavía lo alcanzaron los conflictos que mantenían enfrentados a Brasil y las Provincias Unidas) tuvo un punto de referencia útil para considerar un antes y un después, punto de referencia que aplicó a asuntos tan diversos como la pesca de focas —sobre lo que volveré luego— las explotaciones pecuarias, el corte de maderas y otros. Le tocó ver de cerca lo mismo un frente de expansión agrícola y ganadero, como ocurrió en Corrientes, que la frontera extrema frente a los patagones en el Río Negro, el entorno incierto de lo que habían sido las misiones jesuitas de Chiquitos y Moxos, y el ám­bito deprimido del altiplano boliviano, en todos los cuales estaba a flor de tierra esa casi evidente confrontación entre el antes y el después.

Si sabemos leer a D’Orbigny no nos resulta difícil extraer de sus líneas elementos para ubicar sus observaciones en una perspectiva histórica. Voy a referir algunas, tomadas al azar, como muestra y primera aproximación a la materia que deseo presentar en esta conferencia.

Vaya un primer ejemplo para mostrar algo de los razonamientos de D’Orbigny y de los temas en que nos va introduciendo. En una de las pri­meras jornadas de su viaje, en febrero de 1827, se pregunta si los árboles frutales —naranjos, manzanos y sobre todo durazneros—, tan abundantes en la desembocadura del Paraná, habían sido sembrados por los jesuitas o por los viajeros. Y agrega literalmente que la versión más razonable es que se debían a “carboneros y traficantes de madera que pasan parte del año por las islas. Ninguna publicación señala en forma precisa la época en que aquellos montes se comenzaron a poblar con durazneros, pero según las tradiciones verbales creo poder fijar a mediados del siglo xviii la del co­mienzo de su explotación”.4 Más tarde hallará frutales en otras partes y ofrecerá las explicaciones pertinentes, que variarán según el caso. Hasta aquí no nos dice todavía ni más ni menos que lo que recogen las historias locales y otros observadores. Obviamente, no todo lo que refiere D’Orbigny es como para sorprenderse, pero, como diríamos en nuestro lenguaje ac­tual, da sus primeros pasos en la dirección correcta.

4 Viaje, pp. 101­102.

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Un segundo ejemplo nos introduce en un problema más complejo. Lee­mos que la palmera yatay fue diezmada de los terrenos cercanos a Corrien­tes en la época de las guerras para abrir terreno a la agricultura y que, al mismo tiempo, se abrían caminos para facilitar el transporte de maderas de construcción de esos mismos lugares hacia el Paraná y Buenos Aires. “Por doquiera se alzaban árboles de considerable altura que, por primera vez, veían al hombre dirigir sus pasos hacia su suelo natal, solamente hollado hasta entonces por los jaguares y pecaríes”.5 En contrapartida, “por todas partes no se veía sino palmeras derribadas y casas recién construidas o aún en construcción. Todo anunciaba que en pocos años aquellos parajes, otrora incultos y agrestes, estarían cubiertos de tabaco y caña de azúcar y llegarían a ser el lugar más productivo de la provincia”.6 Esto lo asienta entre abril y julio de 1827. Hoy no podríamos presenciar algo igual. Los palmerales son escasos y están protegidos por ley. Pero conviene tener presente la historia que nos cuenta D’Orbigny porque en la literatura relativa a esa legislación domina la afirmación tajante de que la erradicación de los palmerales ocu­rrió en época reciente. Y esto resulta ser cierto pero no totalmente cierto, pues podemos darnos cuenta de que el proceso ha sido más complejo.

Un tercer ejemplo añade elementos al panorama referido. Esta vez el tema es la corteza de curupay o cebil, muy apreciada en las curtiembres por su alto contenido tánico:

Por todas partes se veía, entonces, hasta en los lugares más agrestes, obreros sin otro alojamiento que las ramadas que despojaban la orilla del monte de su me­jor ornamento, ocupados sin descanso en derribar esos hermosos árboles, sacar­les la corteza y ponerla a secar para luego despacharla en carretas a Corrientes. El precio de esta corteza aumentó a medida que se hizo difícil obtenerla [...] Todos los grandes propietarios de Itatí y sus alrededores se extendían [...] poco a poco, por la orilla del Paraná, hasta Misiones, derribando y destruyendo los curupay por todas partes.7

Luego, pasando del reino vegetal al animal, un cuarto ejemplo nos acerca al tema de los monos aulladores o carayá, buscados por su hermosa piel, y el

5 Viaje, p. 139.6 Viaje, p. 185.7 Viaje, pp. 209­210.

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de otros animales buscados con el mismo fin. No a todos se les ha extermi­nado, pero podemos anotar el dato sobre su comercio:

En este género, el comercio de pieles de nutria, o qiya de los guaraníes, es sin duda el objeto más lucrativo del tráfico de intercambio que realizan algunos comerciantes con los indios tobas del Gran Chaco. Les dan algunas quincalle­rías y bizcochos, ansiados por los golosos salvajes, y obtienen pieles secas que transportan a Buenos Aires y venden a los sombrereros, las que reemplazan, con ventaja, al castor, o bien las envían a Europa. Durante los primeros seis meses de 1828 se vendieron en Corrientes más de 150 000 docenas de esas pieles, avaluadas de quince a diez y ocho francos la docena. La nutria vive en los pantanos, donde los indios las cazan con perros o a flechazos.8

Pero vayamos más allá de los hechos concretos, porque lo que con más in­terés debemos rescatar de las líneas referidas es que, sin proponérselo, nos dejan testimonio de la agresividad de una frontera de penetración. Y enton­ces 1827 no nos resulta tan diferente de 2007. Los hechos concretos pue­den no repetirse, pero el fenómeno es de larga duración por más que con el paso del tiempo haya adquirido otras formas y dimensiones. Para entender esto no hay que leer a D’Orbigny bajo la óptica de lo regional sino con una perspectiva más amplia en mente, y es aquí donde entra su significado para la historia ambiental en tanto que disciplina.

Si estas lecturas nos permiten descubrir cambios y permanencias, tam­bién nos permiten percibir algo inherente a toda historia: movimiento. No es que las narraciones de D’Orbigny sean particularmente ágiles, pero como buen naturalista debe prestar atención al espacio y eso lo lleva a ha­cer una especie de geografía histórica, en la que el movimiento es esencial, lo cual le añade otro punto de contacto con la historia ambiental.

Leamos por ejemplo qué nos dice cuando le toca el turno al ganado ci­marrón de la provincia de Entre Ríos. Se trata de los descendientes de los animales abandonados en la época de las conquistas. Nos enteramos de que los caballos salvajes o baguales que cubrían las llanuras fueron atacados por los pobladores, movidos por la miseria que los afligió después de las guerras, aunque también porque, al parecer, atraían al ganado doméstico.

8 Viaje, p. 356.

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Se comenzó por cacerías ejecutadas por gran número de personas reunidas y cuyo resultado era, principalmente, la posesión de la crin y del cuero de los baguales, que luego se comerciaban en Buenos Aires. Esas hermosas manadas animaban las ricas campañas y cada uno de sus sementales conducía una tropa, defendiéndola de la aproximación de los otros machos y, para aumentarla, aprovechaban todas las oportunidades de alzar las tropillas de yeguas domésti­cas. Se los veía llegar arrogantemente frente a cualquiera que penetrara en la campaña para reconocerlo y huir en medio de los bosques con velocidad de flecha, corriendo tan ligero y con tan pocas precauciones que muchos se rom­pían la cabeza en los troncos de árboles colocados frente a ellos. Todos esos nobles habitantes de las llanuras han desaparecido. No queda más que el re­cuerdo de la caza cruel que les hicieron los habitantes.9

D’Orbigny explica cómo se hacía la caza de los baguales. Y luego, conforme prosigue su viaje, prosiguen sus observaciones. A su momento toca el turno a los bancos de arena, los caimanes, las tortugas, las arañas, los cereales, todo ello en su relación con situaciones o procesos humanos. Pero no es posible en esta ocasión prestar atención a todos los temas que toca. Lo has­ta aquí mencionado corresponde apenas a una primera etapa de sus andan­zas, y el total de los párrafos del Viaje a la América meridional que he seleccionado como de interés para la historia ambiental llena cincuenta ho­jas a renglón seguido. Será necesario, pues, que tomemos nota de que que­da mucho por ver, que nos animemos a leer los cuatro tomos de la obra con todo cuidado, y que, por el momento, me toleren con un examen un poco más pormenorizado de sólo un par de temas.

Antes de proceder, sin embargo, quiero dejar una observación general. Algunos de los testimonios que D’Orbigny recoge, comprensiblemente, son o parecen ser más precisos o atinados que otros, pero en todo caso refle­jan, si no la realidad, sí al menos la percepción que se tenía de ella. Y así, su viaje va recorriendo los citados espacios y arrojando de ellos infinidad de observaciones que adquieren para nosotros tanto más interés cuanto más dispongamos de elementos para ubicarlas en un contexto. Pero D’Orbigny tiene una tendencia a fijarse más en los árboles que en el bosque. Por eso no siempre nos da ese contexto, o nos lo da sólo de manera parcial. Toca al

9 Viaje, pp. 438­439.

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historiador, cuya profesión consiste precisamente en proporcionar contex­tos, completar los cuadros que él nos ofrece.

Los dos temas que propongo examinar ahora son los dos que para mí resultan más sugestivos. Se trata del fuego y los animales. Dedicaré a ellos las siguientes secciones de esta conferencia.

Empecemos por el fuego o, más propiamente, los incendios: quemas deliberadas para calcinar la hierba y propiciar la salida de pastos tiernos. Algunas de las líneas más inspiradas de D’Orbigny son a propósito de este asunto, y no es difícil imaginar por qué.

Los incendios diarios producidos por nuestros guías y los que continuaban manteniéndose alrededor del establecimiento habían ganado gran extensión y unídose en todos lados. Un humo espeso, que la calma mantenía suspendido sobre los campos abrasados, formaba una zona negra de gran anchura: la parte del cielo comprendida entre esa zona y la superficie tenebrosa de la tierra pare­cía inflamada, y los reflejos rojizos de la luz formaban un contraste deslumbra­dor. Más arriba, la cúpula azulada parecía engarzada en el techo nebuloso de ese horno [...] en el horizonte, la actividad devoradora y tumultuosa de los to­rrentes de fuego; a nuestro alrededor, silencio del desierto.10

Son muchas las veces que le toca presenciar espectáculos de esta naturale­za, tanto en las riberas de Paraná como en las del Río Negro, en las pampas y, algo diferentes, en las selvas y tierras altas bolivianas. No nos engaña­mos, pues ya se sabe que D’Orbigny se tomó la libertad de hacer suyas las observaciones de algunos de sus asociados o ayudantes, como François Rosssignon y Narcisse Parchappe, que fue quien realmente vio la escena referida. (La historiadora boliviana Carmen Beatriz Loza ha llamado la atención sobre el injusto olvido en que el ilustre naturalista condenó a sus colaboradores.) Pero esto no hace menos interesante el fenómeno obser­vado, como tampoco el siguiente, este sí presenciado en persona por D’Orbigny, quien se muestra impresionado por el fuego desde que descu­bre las diversiones de los marineros de agua dulce que navegan por el Para­ná en 1827. Éstos se entretienen en incendiar las islas formadas por troncos y lamas en medio de la corriente:11

10 Viaje, pp. 623­624.11 Viaje, p. 109.

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Cuántas veces habré visto a mis indios en sus florestas y a mis marineros en sus lugares civilizados, como niños grandes, aun tras el largo y penoso trabajo del día, en vez de entregarse al descanso, preparar grandes piras para encender hogueras inmensas o aumentar su fatiga quemando el campo, y esto sin prever ni esperar ningún beneficio: ¡sin otro placer que el de ver las llamas luciendo en el aire! Y no se crea que dichos fuegos tienen aunque sea por objeto espan­tar los jaguares. Se los hace asimismo en lugares donde no se encuentran estos animales y, por otra parte, la generalidad de las naciones americanas no cree en la eficacia de esas precauciones [...] De ninguna manera el incendio constituye para ellos una necesidad, salvo cuando hay que renovar los pastos; pero siem­pre es una diversión.

He de confesar que yo mismo, tan niño como ellos, gozaba viendo los alre­dedores iluminados por aquellos brillantes fenómenos tan fáciles de provocar junto a los grandes ríos americanos, que reúnen todos los elementos de com­bustión y los amontonan como para facilitar la acción del viajero.12

Estas experiencias llevan a D’Orbigny a reflexionar sobre el “espíritu in­cendiario y de destrucción que acompaña al hombre” y se convierte en una “pasión innata, dominante, ciega”, ensañada en quemar la llanura o el bos­que. Él mismo no se sustrae, y lo reconoce. En cierto tramo de un recorri­do, frente a un terreno cubierto de altos pastos secos, sus remeros le piden permiso para prenderle fuego, y no tiene inconveniente. Un día después, retirado del lugar, trepa a un árbol grande y desde ahí goza del espectáculo: el fuego “había hecho por lo menos tres o cuatro leguas de camino, por una extensión de una o dos, y se había dividido en varias ramas que ardían sin cesar”.13 Y sus hombres vuelven a incendiar las gramíneas del campo. No hay para ellos un placer mayor. “Una tropa de carretas deja rara vez el sitio donde pasará la noche sin incendiarlo.” Un par de meses después, entre plenos pantanos correntinos, él y sus acompañantes tienen que dar un ro­deo para evitar el fuego que ellos mismos han puesto al llano por diversión. Esto ocurre en enero de 1828, cerca de Laguna Iberá, una zona de hume­dales en la actualidad relativamente protegida y muy amenazada casi al fondo de la provincia de Corrientes: “El campo ardía por todas partes; tor­bellinos de humo ennegrecían el aire sacudido por la crepitación de las

12 Viaje, pp. 196­197.13 Viaje, pp. 234­235.

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plantas incendiadas, y sólo los esteros detenían las llamas que un viento impetuoso diseminaba por toda la zona en menos que nada”.14

Estos comentarios de D’Orbigny nos hacen levantar una ceja. Es evi­dente que ignora la función ecológica del fuego en las praderas húmedas y no está en condiciones de evaluar el complejo triángulo de relaciones ecológicas que se forma entre pastos, ganadería y fuego, en el cual el man­tenimiento de un equilibrio es de crucial importancia. Esto lo lleva a co­mentarios que pueden estar mal fundados por ser reflejo de la cultura europea del fuego. Las limitaciones de la perspectiva europea ya han sido criticadas por historiadores del fuego como Stephen Pyne y Warren Dean, especialmente a propósito de los naturalistas que presenciaron y criticaron las queimadas brasileñas. Éstas estaban insertas en un manejo ambiental diferente, que por ser familiar para todos nosotros no necesita explicación. Pero no sería del todo justo descalificar completamente a D’Orbigny en razón de su ignorancia, porque después de todo está presenciando un mo­mento de quiebre en el que, en muchos sitios, se está pasando por una etapa de desequilibrio. El propio Pyne, aunque no se ha ocupado casi nada de Sudamérica, y Alfred Crosby, que se enfoca en el siglo xvi, nos ayudan a ver que el ganado ayudó a expandir ciertos tipos de pastos muy agresivos que se combinaron con los desechos de las reses para cambiar radicalmente las proporciones y las consecuencias del fuego. No está fuera de lugar pon­derar la pertinencia del saber nativo frente a la ignorancia europea, pero cuidemos que ello no nos impida encontrar elementos para reconstruir una imagen más precisa de lo que ocurría en un momento dado.

Un año después, en enero de 1829, D’Orbigny está ya lejos y en otro ambiente, en camino a Carmen de Patagones. Ahí nos refiere otra de sus experiencias con el fuego, diferente en sus circunstancias pero igual en sus resultados últimos.

Mientras comíamos, el viento, que soplaba con fuerza, hizo volar chispas de nuestro fuego sobre los zarzales vecinos. En un instante el campo se incendió, lo que nos obligó a abandonar la orilla sur para ir a buscar, en otra parte, un al­bergue para la noche [...] Nos disponíamos a acostarnos cuando el aspecto de las llamas de la campaña del lado opuesto —que como un torrente de fuego se

14 Viaje, p. 274.

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extendían en una extensión inmensa invadiendo todo el suelo con una rapidez extrema y ofreciendo, en medio de una hermosa noche, un espectáculo singu­lar— decidió a mis compañeros de viaje [...] a poner fuego a una cierta distancia [...] del lugar donde estábamos para gozar más de cerca del espectáculo. La propuesta fue acepada y, en menos de nada, los alrededores quedaron incen­diados y las chispas, que saltaban de una mata seca a otra, se extendían con una rapidez asombrosa [...] Luego pasamos a un islote poco alejado, desde donde vimos, dos minutos después, consumirse por completo el lugar donde había­mos vivaqueado.15

Al imaginar a estos ilustres naturalistas tosiendo y cubriéndose la boca me vienen en seguida a la mente las imágenes de Buenos Aires que dieron la vuelta al mundo el pasado abril de 2008. Busqué, entre los muchos comen­tarios que se hicieron al respecto, algunos que consideraran los precedentes históricos, pero no los encontré, salvo que se trata de “una práctica ances­tral, una costumbre de toda una vida en las islas”, o frases del mismo estilo, que equivalen a ignorar las dimensiones históricas de un problema, sus variantes, modalidades e implicaciones culturales y de otro tipo. Los incen­dios en la zona de Iberá continúan, pero cabe pensar que motivados por intereses diversos o que han cambiado con el tiempo. ¿Cómo y cuándo?

Narcisse Parchappe, uno de los ya citados colaboradores de D’Orbigny, proporciona evidencias adicionales sobre la práctica de incendiar los pastos en el centro de la provincia de Buenos Aires, que atribuye tanto a los indios como a los viajeros, y sobre un incendio que alcanzó las orillas de Buenos Aires en 1820. “La ciudad estuvo durante algunos momentos sumida en la oscuridad, al punto que era imposible leer y algunas mujeres se desmaya­ron de miedo”, es una frase entresacada de esos testimonios, que resultaría ya muy largo referir a pesar de lo ilustrativos, y hasta entretenidos, que son. Hay referencia imprecisa a una prohibición gubernamental de quemar campos entre el Salado y el Plata, y a propósito ya no de pastos sino de bos­ques, D’Orbigny nos habla de los carboneros que acudían todos los años a las islas del Paraná “llegando a ahumar el país a veinte leguas a la redonda” sin preocuparse del enorme desperdicio que provocaban con sus métodos primitivos, “porque las islas son de dominio público [...] y cada cual puede

15 Viaje, pp. 727­728.

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disponer de la madera como le plazca”.16 Más tarde nos hablará de los car­boneros de las islas del Titicaca.17 Quiero creer que hay estudios que no conozco, pero me atrevo a asegurar que pocas veces se tiene presente la dimensión de historia ambiental que brinda, como botón de muestra, la narrativa de D’Orbigny.

Todavía queda por extraer de ésta, sin embargo, sus comentarios sobre las regiones de Chiquitos y Moxos, donde también observa la misma cos­tumbre de incendiar los pastos, a lo que añade el agravante de que se com­bina con la deforestación.

El efecto de los incendios es tan notorio que [salvo por] aquellos árboles gigan­tescos que cubren los sitios apartados de las misiones, actualmente no se ve más que árboles raquíticos y una vegetación empobrecida junto a los lugares habitados, que día a día ralea. No hay duda de que si la administración no adopta severas medidas de represión, con criterio de conservación, esta cos­tumbre amenaza con una verdadera catástrofe para el futuro.18

Cynthia Radding, en un estudio comparativo de las fronteras misionales de Chiquitos y Sonora, no se deja impresionar por el “aire científico” de las notas de D’Orbigny. Ya mencioné que es una de las pocas personas que se han referido a este naturalista en el contexto de un estudio de historia am­biental. Concluye señalando que sustentó graves errores conceptuales des­de el punto de vista ecológico, especialmente por no comprender los beneficios del sistema de roza, quema y barbecho en los espacios desmon­tados de los bosques tropicales. Y, en efecto, esto no se puede negar. Es más; D’Orbigny tiene resbalones mucho peores.

Mientras descendía [a Cochabamba, nos refiere en septiembre de 1830] vi a los indios prender fuego en muchos lugares de las colinas. Esos torbellinos de lla­mas y humo se elevaban al aire y me ofrecían también aquí un espectáculo imponente a causa de la mala costumbre que tienen los americanos de quemar todos los años el campo con el objeto de renovar la hierba. El viento del sur que sopló por la tarde reanimó el incendio. La noche, sin luna, era muy som­

16 Viaje, p. 103.17 Viaje, p. 1698.18 Viaje, p. 1301.

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bría, y experimenté un verdadero placer al ver esas oleadas de fuego que des­cendían de lo alto de las montañas a las quebradas, donde encontraban más alimento; parecían entonces corrientes de lava que corrían con lentitud del cráter de un volcán. De acuerdo con la naturaleza del combustible, las llamas cambian de color, de violencia y de forma, y toman, a cada instante, un aspecto nuevo. La viva luz que expanden por las montañas se extiende a lo lejos, a menudo hasta las cumbres nevadas, que se ven surgir, de tanto en tanto, en medio de una espesa nube de humo cuando el viento la disipa. Es entonces que la luz avanza hacia la llanura y aclara una parte, dejando la otra sumergida en tinieblas muy espesas.19

Curioso que diga que el espectáculo le produce un verdadero placer, ya que su condena de la práctica de incendiar campos para renovar la hierba es muy intensa y reiterada, y más tratándose de las tierras altas bolivianas, donde la quema —inducida por la ganadería— conduce al desmonte de los bosques. De ello resulta —está convencido— que las nubes se detienen menos, las lluvias disminuyen anualmente, y se provoca sequía e insalubri­dad. En esto último sus argumentos no resultan muy convincentes, máxi­me cuando afirma, en el que pudiera ser el párrafo más ingenuo de toda su obra, que las enfermedades (sin decir cuáles) prenden con más fuerza con­forme las tierras se van desmontando y producen miasmas pestilentes por la evaporación instantánea debida al ardor del sol. Me causa gracia el aroma medieval que perspiran esas líneas, pero quiero creer que D’Orbigny las escribe convencido de su racionalidad de naturalista del siglo xix. Ve evi­dencia incontestable en los alrededores de Cochabamba, de Chuquisaca (o sea, Sucre) y de otros sitios menores. Para él no hay beneficio alguno. Insta reiteradamente al gobierno boliviano a que prohíba con firmeza los incen­dios anuales: es la “primera medida de progreso” que se debe tomar.

Pronto veremos a D’Orbigny exhibiendo peores pecados que los de un naturalista todavía desconocedor de los avances futuros de la ecología, y mostrándose en toda su desnudez con los vicios y la arrogancia de un fran­cés de su tiempo.

La recomendación iba dirigida al gobierno del mariscal Santa Cruz, con quien D’Orbigny tuvo una excelente relación. Ignoro si fue tomada en

19 Viaje, p. 1152.

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cuenta y añadida a las varias medidas reformistas emprendidas por este gobernante, que subsistió en el poder aún seis años después de que nues­tro naturalista abandonara Bolivia. Convendría revisar la legislación y la correspondencia entre ambos, de la que dan una referencia (aunque sin tocar este tema) historiadores bolivianos como Carmen Beatriz Loza y René Arze Aguirre. No fue, desde luego, la única recomendación que hizo D’Orbigny, asunto sobre el que diré luego algunas palabras, pero no deja de ser interesante para nosotros el que la “primera medida de progreso” contemplada por él fuese de naturaleza ambiental.

Me voy a permitir una digresión para comentar esta faceta de nuestro personaje al tiempo que intentar un esbozo del pensamiento ambiental que reside en su cerebro. Su propuesta de combatir la deforestación se complementa con otra que podemos no compartir pero ciertamente no nos ha de extrañar. Lo que sigue son reflexiones que le surgen en el camino de Potosí a Oruro, en plena meseta boliviana. Es marzo de 1833.

Pensaba en los numerosos chopos que en Europa hubieran plantado al borde de todos esos cursos de agua y que vendrían a alegrar la vista, al mismo tiempo que ofrecerían recursos hasta el presente desconocidos. Pensaba también en los abetos y los álamos que podrían poblar esas montañas y trataba de figurar­me el encantador aspecto que cobrarían entonces a los ojos del viajero esos parajes hoy nada pintorescos.20

es difícil concebir cómo los españoles no trataron de plantar allí árboles euro­peos. Las diferentes zonas de humedad de los terrenos ofrecen todos los ele­mentos necesarios para la propagación de varios de nuestros pinos, álamos y hayas, con lo que dentro de unos veinte años esos parajes, hoy tristes y monó­tonos, se cubrirían de selvas y presentaría el aspecto de esos valles tan lindos de Suiza y de los Pirineos.

Esperemos que el gobierno boliviano no siga descuidando esta importante rama de sus recursos futuros, y que, por ende, ha de verse a todas las regiones altas de la república cambiar de forma y sufrir una completa metamorfosis.21

20 Viaje, p. 1648.21 Viaje, p. 1646.

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D’Orbigny se hace la imagen de abetos y álamos en las montañas vecinas a las grandes ciudades que, entre otros beneficios, las doten de leña y made­ras de construcción, todo ello bajo vigilancia del gobierno, que debe regla­mentar los cortes y prohibir a los indios arrancar, en vez de cortar, las zarzas que sirven para calefacción y para hacer carbón, a fin de que las ramas vuel­van a brotar y se prevenga la completa destrucción de las plantas leñosas, que ya amenaza en muchos sitios. Hay un elemento ventajoso para llevar a cabo el proyecto: “el gobierno posee todavía más de la mitad de las tierras”.22 Punto que, dicho sea de paso, tal vez merezca más atención en la historiografía. Stephen Pyne ha observado que el régimen de propiedad de la tierra es un punto clave en las políticas públicas hacia el fuego.

D’Orbigny, que se fascina con las similitudes que ve entre Cochabamba y la Provenza gracias a sus durazneros, olivas, higueras y sauces,23 también da vuelo a sus ilusiones europeizantes en Carmen de Patagones, junto al Río Negro, donde permanece por un buen tiempo en 1829 y hasta le toca involucrarse en un enfrentamiento con los indios en julio de ese año (es, entre paréntesis, cuando critica el atroz intento de matar a los atacantes haciéndoles llegar un barril de aguardiente con arsénico).24

Si el paisaje estuviera animado por casas, nos creeríamos transportados a orillas de nuestro Loira o de nuestro Sena, porque el hombre, que todo lo modifica bajo sus pasos, ha hecho desaparecer, sobre todo junto a Carmen, los árboles indígenas para reemplazarlos por nuestros manzanos, nuestros durazneros, nuestros cerezos, nuestras higueras, nuestra viña enlazante, y esta vegetación extranjera crece allí como en su patria. Lo mismo acontece con nuestros cerea­les, que reemplazan, todos los años, las gramíneas de las llanuras, dando a los agricultores abundantes cosechas.25

Aquí, sin embargo, su fantasía está mejor fundada que en el altiplano boli­viano y tiene el precedente de los manzanos de la vertiente oriental de los Andes, los naranjos del Paraná y los exitosos bosques de durazno de este mismo lugar, el Río de la Plata y los ya abandonados de las misiones de Chi­

22 Viaje, p. 1734.23 Viaje, p. 1152.24 Viaje, p. 901.25 Viaje, p. 990.

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quitos, sobre los cuales hace observaciones en diversos momentos. Se queja, sin embargo, de que los colonos no se interesan por su cultivo, aunque sí por la recolección de sus frutos. “Un desperdicio —piensa, porque— desde el punto de vista de las especulaciones agrícolas, las orillas del Río Negro están en condiciones de alcanzar todos los progresos de nuestra vieja Europa, con las ventajas tanto mayores de que la tierra es todavía virgen y de que sus barbechos, hasta dentro de siglos, no tendrán necesidad de ningún abono”.26 Y dicho sea de paso que “las considerables plantaciones de árboles” hacen de las empresas de Juan Manuel de Rosas algo loable y grandioso.27

¿Y recuerdan aquel pasaje que cité al principio de la conferencia, a pro­pósito de la corteza de curupay? Pues termina con una consideración del todo comercial.

Las afueras de los bosques sólo mostraban, en consecuencia, árboles abatidos o despajados, aún de pie, de su corteza, y aquellos lindos curupay, antaño tan numerosos en la región, apenas estaban representados por algunos ejemplares jóvenes, desdeñados por los especuladores por ofrecer escasas posibilidades de rendimiento [...] Es probable que esta rama del comercio, tras haber enriqueci­do a numerosos propietarios de los alrededores, vaya a extinguirse por comple­to junto con los árboles que la alimentan, pues el resto de la provincia no los posee y apenas si quedan ahora unos arbolitos en más de treinta leguas de lito­ral del Paraná.28

Esta línea de pensamiento, en la que el curupay no merece figurar como una especie sino como una rama del comercio, nos lleva a las elucubracio­nes mercantilistas de D’Orbigny que afloran, sobre todo, cuando habla de las provincias de Chiquitos y Moxos, escenario incomparable de posibilida­des industriales. El contacto con las grandes corrientes de la cuenca del Amazonas en 1831 y 1832 lo hace soñar con un emporio fabril lleno de tur­binas y máquinas de vapor. La base material está a la vista:

Los arroyos [...] y sobre todo los numerosos afluentes del río San Rafael [...] presentan diferencias de nivel que, por la fuerza motriz que suponen, permiti­

26 Viaje, p. 992.27 Viaje, p. 640.28 Viaje, pp. 209­210.

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rían el establecimiento de gran número de fábricas de diverso género. Por otra parte, la abundancia de árboles y la celeridad con que crecen suministrarían abundantes combustibles para máquinas de vapor de cualquier especie.29

Si, teniendo en cuenta la escasa diferencia de nivel de sus planicies, Moxos no puede hallar en los cursos de agua de su centro tanta fuerza motriz natural para las fábricas como Chiquitos, en cambio podría encontrarlos muy numerosos si la industria tomase posesión de aquella innumerable cantidad de arroyos y de torrentes que bajan de la Cordillera en el territorio de los yuracarés. Por lo de­más, la abundancia de agua y de maderas se tornaría siempre, gracias al vapor, en un elemento de gran prosperidad industrial.30

Otro paso fundamental para el logro de esa utopía industrial sería estable­cer la navegación por los grandes ríos. Las citadas provincias se convertirán en el centro de operaciones comerciales de gran escala destinadas a aprove­char las riquezas, “hasta hoy inútiles”,31 de esta parte del continente: made­ras de ebanistería y de tinturas, aceites de coco y de ricino, goma elástica, bálsamo de copahu, resina copal, cacao, café, arroz, seda, soda, potasa, etc.32 Aquí nos topamos con apreciaciones cuestionables, aunque comprensibles en un hombre como D’Orbigny.

Por un lado, Chiquitos podría exportar a Europa por los ríos Paraguay y Plata y, por otro, por los ríos Madeira y Amazonas. Cuando se meditan las inmensas ventajas que obtendría el comercio de esas grandes vías de comunicación, aprovechando los variados productos del suelo más fértil del mundo, uno se asombra de que los gobiernos europeos, con el fin de servir a la humanidad y tratando de crearse una salida para su exceso de población [...] no hayan esta­blecido esa red de navegación interior cuyas ventajas son tan positivas. La na­vegación del Plata, del Amazonas y de todos sus afluentes sería sin duda una fuente inagotable de riqueza para Europa, la cual, uniéndose a Bolivia —dis­puesta a sacrificarlo todo a este resultado— querría intentar esta empresa gran­de y hermosa, tan digna de un siglo de progreso.33

29 Viaje, p. 1415.30 Viaje, p. 1588.31 Viaje, p. 1592.32 Viaje, p. 1417.33 Viaje, p. 1419.

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Podemos darnos cuenta de que el fuerte de D’Orbigny no eran las proyec­ciones económicas, como tampoco lo fueron las de quienes algunos dece­nios después quisieron realizar sueños parecidos con el desdichado ferrocarril Madeira­Mamoré. Pero no vamos a abundar sobre esto. Más bien, detengámonos en otro párrafo del discurso anterior: “Algunas mejoras agrícolas e industriales permitirían todavía exportar con gran utilidad a Eu­ropa la piel de los animales salvajes. Tal la de los monos aulladores, roja y negra, que es magnífica; las pieles de jaguares, perezosos, zorros, pumas, etc.; cueros de tapires para guarnicionería, cuero de ciervos y de gamo para el calzado, y las hermosas plumas de las garzas”.34

Y aquí termino esta digresión que se ha hecho muy larga y nos ha aleja­do del plan que ofrecí, que fue el de referirme primero al tema del fuego y luego al de los animales. Esta última referencia me hace recordar mi propó­sito original, en el que me vuelvo a encarrilar.

Entremos, pues, en el segundo gran tema en que D’Orbigny nos abre una ventana para la historia ambiental, el de los animales. Se trata de un tema que, por lo demás, ha sido de los menos estudiados y acaso el más urgi­do de atención. El historiador argentino Miguel de Asúa, a quien ya mencio­né, buen conocedor de D’Orbigny, publicó en 2005 con Roger French un libro muy informativo con el título A New World of Animals: Early Modern Europeans on the Creatures of Iberian America, pero como sólo considera visio­nes de los siglos xvi y xvii no alcanza a tocar a nuestro naturalista.

El asunto de los animales es mucho más complejo y presenta más aris­tas y contradicciones que el del fuego. La variedad de animales y situacio­nes que afloran al leer el Viaje a la América meridional es tan amplia como el viaje mismo, y abarca de los elefantes marinos a las serpientes, de los habi­tantes del mar a los del desierto y de las especies domesticadas a las —por usar una palabra castiza que ha sido muy deformada— salvajes. Numerosas descripciones de la vida de estas últimas son de interés fundamental para la zoología y han sido bien aprovechadas por los estudiosos de esta ciencia. Pero nos limitaremos a examinar con cuidado lo que se refiere al encuentro de estas especies con la —y aquí uso otra palabra no menos deformada— civilización.

34 Viaje, p. 1417.

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Reflexionemos sobre el hecho de que lo que hemos recogido de las observaciones de D’Orbigny está referido a asuntos en los que se involucra de un modo u otro la intervención del hombre en los ámbitos de la natura­leza. Será interesante comparar sus planteamientos frente al llamado reino vegetal con los que se hace frente al reino animal, y advertir hasta qué pun­to los ve como ámbitos separados o como integrantes de un mismo conjun­to. Las dos perspectivas se van a ir entrelazando.

D’Orbigny tiene ocasión de comprobar una primera reacción de los ani­males ante lo humano: alejarse. Por cierto que es la misma respuesta que ante el fuego, si bien los efectos de éste sobre la vida animal han sido me­nos ponderados que los ejercidos sobre bosques y pastos. Ciertamente no se necesita mucha perspicacia para darse cuenta de eso, pero la información de D’Orbigny no nos sobra. En los mercados de Buenos Aires, por ejem­plo, a fines de 1828 figuraban “toda clase de tatúes [armadillos], pero sola­mente en invierno, porque esos animales, lo mismo que los pájaros, se alejan o desaparecen de los alrededores de Buenos Aires a medida que la población conquista los desiertos”.35 También hace un comentario a propó­sito de los cazadores de la provincia de Corrientes, con los que convive a mediados de 1827:

En cuanto el cazador divisa una bandada de cigüeñas, patos o aun pájaros aisla­dos, corre hacia ellos haciendo girar las bolas sobre su cabeza y lanzándolas so­bre la pieza, cuyas alas enlazan por efecto del impulso recibido, en forma que el pobre animal, detenido en su vuelo, cae a tierra, donde lo atrapa el cazador. En estas regiones, donde la caza es tan abundante, la población se la procura con facilidad, pero en cuanto se haya difundido el uso del fusil no hay duda de que los pájaros se volverán salvajes, y este tipo de caza caerá en desuso por falta de ocasión para practicarlo.36

Aun antes del fusil los resultados no parecen haber sido muy diferentes. Los jaguares vieron muy disminuida su población en 1831 cuando el go­bernador de la provincia de Chiquitos empleó a cazadores indígenas en una campaña para exterminarlos, de la que obtuvo al menos 150 pieles, y

35 Viaje, p. 536.36 Viaje, pp. 147­148.

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los mismos indígenas son señalados como responsables de la huida de los pecaríes a lugares más remotos.37 D’Orbigny dice que en la vecina provin­cia de Moxos, lejos de los lugares frecuentados por los indios guarayos en sus cacerías anuales, los mamíferos de la selva —pecaríes, ciervos, agutíes, tapires— abundaban “de una manera increíble”. “Desconociendo los peli­gros a los que los expone la vecindad del hombre, no muestran ningún te­mor. Es así como he visto a bandadas de monos observarme con curiosidad en vez de huir”.38

Como ocurrió antes con el fuego, y ahora ocurre con la caza, un natura­lista europeo como D’Orbigny describe con bastante detalle las prácticas nativas, a las que no tarda en hallarles sus inconvenientes. Pero, una vez más, dejemos de lado su juicio más o menos acertado o equivocado y exa­minemos los trozos de evidencia que nos da, tomando en cuenta que los movimientos de población de esos años, que involucraron a diversos gru­pos humanos, debieron motivar desequilibrios ambientales cuya compleji­dad y temporalidad están lejos de ser conocidas en todos sus detalles. D’Orbigny hace suyos unos párrafos de su colaborador Parchappe que ha­blan de ciervos, avestruces y tatúes que éste encuentra degollados sobre la hierba cerca del Río Salado, en la provincia de Buenos Aires, en marzo de 1828, poco después del paso de los indios aucas (término con el que definía entonces a poblaciones cordilleranas nómadas de origen araucano):

[Los aucas sorprenden al amanecer a los animales que todavía están] dormidos o que esperan, para pastar, a que el rocío se haya disipado. A veces forman dos o tres líneas concéntricas, de manera que el animal que escapa a los cazadores de la primera cae infaliblemente bajo los golpes de la segunda. Se comprende que semejante sistema de caza despuebla pronto una comarca y que la tribu se ve obligada poco después a levantar campamento para ir a buscar fortuna en otra parte. La que acabábamos de encontrar hacía entonces provisiones para varias semanas.39

Descripciones de este tipo hay varias referidas a distintas regiones, pero sería excesivo mencionar todas. Lo que importa señalar (aparte de decir

37 Viaje, pp. 1408­1410.38 Viaje, p. 1427.39 Viaje, p. 654.

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que sería muy útil hacer más estudios sobre la historia de la caza en Améri­ca Latina) es que tienen algo en común, que es la indicación de que, fuese por un medio o por otro, fuese con estos o aquellos motivos, fuese debido a tales o cuales responsables, el panorama de la vida animal estaba viviendo una alteración considerable y las muestras de aniquilamiento no eran raras. En este juego a veces entraban intermediarios, como en varios reductos cercanos a Carmen —las llamadas Península de los Jabalíes, Isla de las Ga­mas e Isla de los Chanchos—, donde no había ni jabalíes (en realidad se trataba de pecaríes), ni gamos (ciervos), ni chanchos (puercos), pero que tomaban el nombre del hecho de que los hubo hasta que los pescadores dejaron en esos lugares perros que se los comieron (para luego morir ellos también) o hasta que una marejada (y aquí, por excepción, no se trata de una consecuencia de la acción del hombre) se los llevó a todos.40

D’Orbigny se impresiona particularmente con la caza de pinnípedos (otarios o lobos marinos y fócidos o elefantes marinos), tal vez porque sus efectos son los más inmediatamente perceptibles y mensurables. No es de extrañar que el tema conserve actualidad y que los estudiosos modernos de las ciencias biológicas sigan recurriendo a sus observaciones. De hecho, la primera que él hace respecto de animales en América es durante su breve estancia en Uruguay, en noviembre de 1826. Primero se topa con diez mil pieles de lobo marino almacenadas en Maldonado, que llevan ahí dos años por falta de salida,41 y a la primera oportunidad va a su lugar de origen, la Isla de Lobos. Ahí anota que los españoles reglamentaban la pesca y la isla esta­ba deshabitada, pero que después un brasileño se estableció allí para la ex­plotación. Anota también que ya se producían quejas por la disminución de los animales, y que éstos seguramente estarían formando colonias más se­guras en el litoral de la Patagonia. Isla de Lobos, por fortuna, habría de vivir mejores tiempos y hoy es una reserva natural razonablemente protegida.

Ya instalado en la Patagonia, a partir de enero de 1829, D’Orbigny pue­de ver el panorama más de cerca y cuenta con información que le permite saber que las tropillas de lobos marinos cubrían las costas desde la desem­bocadura el Plata hacia el sur y que eran particularmente abundantes en

40 Viaje, pp. 713, 718, 725, 730.41 Viaje, p. 62.

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Punta Rasa y en las islas de Bahía Blanca y San Blas, donde “el suelo de ciertas partes estaba completamente cubierto”.42 Sus observaciones le per­miten desarrollar un examen bastante pormenorizado de la explotación de los lobos marinos, en el cual el punto más débil es la falta de identificación de las fuentes en que se basó. Referir el detalle de los datos que nos da sobre la caza y extracción del aceite estaría fuera de lugar en esta conferen­cia, aparte de que no dirán nada nuevo al mejor conocedor de estos temas, y en todo caso quede esto como una invitación a leerlos, pero sí vale la pena referir el contexto general.

D’Orbigny hace el cálculo de que cada año después de la independen­cia se mató a más de cuarenta mil elefantes marinos, y en Carmen de Pata­gones se le informó que las pieles recogidas tan sólo en ese lugar se contaban entre quince y veinte mil.43 Norteamericanos, ingleses y france­ses invadieron un espacio que España apenas había podido defender y Buenos Aires menos. “Había rivalidad entre las distintas naciones. Cada una quería conseguir el máximo; se mataron, sin discriminación, las hem­bras preñadas y los pequeños, y la carnicería fue enorme. Se levantaron hornos en muchos puntos de la costa y en las islas, señalando la propiedad de cada navío, que, ordinariamente, dejaba el suyo, con la intención de re­gresar al año siguiente”.44 Habiendo agotado primero los fócidos o elefan­tes marinos, se abalanzaron sobre los otarios. Una nave norteamericana ancló en el Río Negro en 1821 y arrasó con los animales de los alrededores en dos meses.45 D’Orbigny habla del fallido intento del gobierno de Bue­nos Aires por establecer un control, remedio que llegó tarde y cuando el mal era irreparable. Una ordenanza de prohibición de pesca por cinco años, expedida en 1823, no pudo hacer que las focas regresaran sino a contados sitios. Y, además, no sólo los extranjeros participaban del botín:

Los pobres lobos marinos, hasta ese momento pacíficos poseedores de las cos­tas, fueron desde entonces objeto de la codicia de los pescadores. Los gauchos de la Patagonia se dedicaron a su comercio, y todos los animales que vivían en

42 Viaje, p. 743.43 Viaje, pp. 823­824.44 Viaje, p. 744.45 Viaje, p. 823.

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la desembocadura del río se retiraron cada vez más hacia el sur. Para perseguir­los, se siguieron las costas hasta la ensenada de Ros, en la cual se los acosó hacia 1822 y 1823, lo que los obligó a retirarse del extremo norte de la bahía hacia el del sur, donde se replegaron todavía hasta los acantilados del lugar donde los hallé porque los habitantes de Carmen hacían diariamente expediciones por tierra.46

De esta cacería masiva D’Orbigny ya sólo vio los hornos en la pequeña Isla de las Gamas y en la desembocadura del Río Negro, abandonados, con sus calderas de hierro,47 testimonio de que la producción anual de aceite ya sólo era de 18 toneladas, cuando había sido de 50 o 60 en la época colonial —y, claro, de más de dos mil en tiempos de la mayor explotación—. Pero, al final de todo, D’Orbigny llega a conclusiones que nos resultan un poco ambiguas:

Aquella pesca, efectuada sin discernimiento, exterminó o hizo desaparecer es­tos anfibios, que no retornan más a ninguna de las islas de la Bahía de San Blas.48

El precio de los cueros, que se había elevado a un franco veinticinco céntimos, bajó de golpe y nadie más los quería. Desde entonces se dejó tranquilos a los otarios y sólo algunas personas siguieron realizando todos los años una expedi­ción, no para recoger pieles, sino para llevarse la grasa, que harían hervir en se­guida para extraerle aceite de quemar. Esa especie da un aceite mucho más límpido y casi incoloro [...]

Se mataron así millares en toda la costa; sin embargo, no dejó por eso de abundar la especie, como la de los elefantes marinos, porque he viso por lo menos cinco a seis mil en la ensenada de Ros, e igual cantidad en la ensenada de los Loros, y la facilidad con que los arreábamos delante de nosotros como un rebaño de ovejas revela cuán fácil es matarlos.49

Entre cuatro y seis mil lobos marinos y ocasionales elefantes se cuentan en la actualidad en la reserva de La Lobería, muy cercana a Carmen. No mu­cho, comparado con las cifras expuestas. Aun así, es una de las reservas más

46 Viaje, pp. 823­824.47 Viaje, p. 792.48 Viaje, p. 718.49 Viaje, pp. 823­824.

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grandes de Sudamérica, aunque, en general, los mayores apostaderos están hoy día más al sur.

D’Orbigny es un optimista, y si no, un ingenuo. No puede ignorar los efectos biológicos de la cacería desmedida. Está al tanto de la posibilidad de la extinción de una especie, pues no en balde inició su trabajo a la som­bra de George Cuvier, al que ya me referí, quien fue el primero en exponer científicamente la evidencia del hecho, explicable, según él, en virtud de alguna catástrofe. Eso lo convierte en uno de los pocos europeos capacita­dos científicamente para apreciar la magnitud del evento y hacer una apre­ciación inteligente de las implicaciones del encuentro entre el hombre y los animales.

A veces lo hace, como al hablar de los osos hormigueros o yurumíes en enero de 1828, en una de las ocasiones en que atisba un conjunto de rela­ciones ecológicas. Esto es en los llanos de la Laguna Iberá, donde los yuru­míes buscan los montículos de los hormigueros:

Es de suponer cuántas hormigas hacen falta para alimentar un animal de ese tamaño, por lo que también puede colegirse que los osos hormigueros serán de los primeros animales que desaparezcan del suelo americano, cuando los pro­gresos de la civilización y el aumento de la población obliguen a utilizar, o aunque sea a recorrer con mayor frecuencia, los grandes desiertos que hasta el presente les sirven de hábitat.50

Los yurumíes han desaparecido, en efecto, de esa zona, aunque subsisten en muchas otras. Más de dos años después, en mayo de 1830, D’Orbigny ve cernirse la amenaza sobre las vicuñas en tierras del Departamento de Puno.

Estos animales, antes tan numerosos, hoy han disminuido mucho y terminarán por desaparecer del todo. Nada puede ocultarlos en medio de esas vastas me­setas. Desde que el comercio puso precio a su hermosa piel se hace una caza regular en el despoblado de las mesetas de las cordilleras, en el espacio com­prendido entre las provincias argentinas y el Perú. Pero los especuladores, me­nos previsores que los antiguos incas, no se contentan con esquilarlas para tener su lana; las matan y las despedazan, vendiendo su piel con su parte inte­

50 Viaje, p. 268.

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rior. Los españoles, y actualmente los especuladores, hicieron y hacen una ca­cería más fácil [que la muy reglamentada que acostumbraban los incas, de la cual hay una descripción] [...] Trazan un vasto círculo con pequeños postes fi­jados en tierra de tanto en tanto, y a los cuales atan, a medio metro sobre el suelo, una cuerda de lana, de manera de formar un cerco cuya entrada presenta un vasto embudo formado de hilos. Muchos indios persiguen a las vicuñas en dirección a la embocadura; luego las obligan a entrar presionando tras ellas. Los pobres animales son tan tímidos que no franquean esa débil barrera y se dejan matar antes de romper el hilo o saltar por encima; pero si, entre las vicuñas, hay un guanaco, éste, más hábil, rompe la barrera y las vicuñas lo siguen en segui­da. Por eso hay que tener el mayor cuidado en matar a tiros de fusil o cazar a los guanacos, cuya presencia destruiría la esperanza del cazador.51

Las vicuñas, como bien se sabe, estuvieron a punto de la extinción hasta que fueron objeto de programas de protección en 1974. Las apreciaciones de D’Orbigny no son, por lo tanto, del todo incorrectas. Pero hay que ad­vertir que son tibias. Sólo es capaz de atisbar una cierta “desaparición”, en la cual pareciera que la especie amenazada siempre tiene la posibilidad de encontrar algún refugio. Para ser un hombre tan expresivo en otras de sus condenas, resulta bastante desconcertante su frialdad frente a la triste suer­te de las vicuñas. Hay una especie de determinismo que lo gana.

Pero, por encima de todo, se va perfilando una visión que hace de los animales meros objetos de comercio, y esto sin llegar todavía al tema de las especies domesticadas. En la mente de D’Orbigny no parece haber lugar para una pregunta como la de James Tober, Who owns the wildlife? Aquí quiero recordar algunas de las primeras líneas de esta conferencia, donde dije que la historia ambiental constituye un espacio de avanzada, de fronte­ra, frente a otras formas de conocer y entender la historia. Quiero resaltar que el tema de los animales conduce, por varias vías, a esas otras formas, y que no debemos olvidar que la historia se enriquece con el contexto. Peter Verney, en Animals in Peril (también publicado como Homo tyrannicus), co­menta sabiamente que la actitud hacia los animales es un reflejo de las de­mandas del hombre y de su autojustificación como depositario de un derecho divino.

51 Viaje, pp. 1062­1063.

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Por mucho que cuestione los métodos o los resultados de las cacerías, D’Orbigny no deja de relamerse con las prospectivas mercantiles de una extracción de dimensiones industriales. Así, al proponer arbitrios para el progreso de la provincia más norteña del Departamento de la Paz (que no visitó personalmente), propone una pesquería que pueda alimentar el co­mercio exterior y el del altiplano con pescado solo o salado. Esto se combi­na bien con sus recomendaciones para la apertura de caminos y el acondicionamiento de los ríos para la navegación. Hasta aquí puede enten­derse la propuesta como algo más o menos razonable dentro de su línea de pensamiento. Pero luego espeta lo siguiente, que nos hace ver que D’Orbigny es poco congruente cuando de animales se trata, o que por ver los árboles pierde la visión del bosque:

Los huevos de tortuga del Beni, mediante la preparación que se usa en las márgenes del Orinoco, darían excelente manteca de tortuga, uno de los ele­mentos de la cocina de los indios. La caza de animales dotados de una hermosa piel, como los monos aulladores (marimonos) negros o rojos, no dejaría de te­ner sus ventajas, lo mismo que la conservación de los cueros de tapir, que, bien curtidos, dan los mejores arreos para carruajes, o bien los cueros de ciervos, con los que se hacen esas pieles de ante que en Europa transforman ya sea en guantes muy solicitados, ya sea en calzados muy flexibles.52

Las contradicciones en el pensamiento de D’Orbigny probablemente son las mismas de cualquier otro naturalista de su tiempo. Su valoración de los animales sólo tiene una vertiente científica y otra práctica. Tiene ocasión de demostrarlo cuando se topa con un asunto que unos autores franceses aprovechan para demostrar la crueldad del doctor Gaspar Rodríguez de Francia, el dictador paraguayo tan temido y odiado por D’Orbigny (y que de haberlo visto rondando por los linderos de su país, en el Paraná, lo hu­biera aprisionado como hizo con el naturalista Aimé Bonpland en 1821). El asunto en cuestión es la caza anual de perros. D’Orbigny, si bien reconoce que se trata de una medida extravagante a ojos europeos, aclara que no tiene nada de cruel, sino que es sabia, natural y necesaria.

52 Viaje, pp. 1734­1735.

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Es de imaginar cuántos animales de esta especie deben pulular en un país donde la carne es tan barata; se multiplican tanto más cuanto, a menudo, se deja a una perra toda su camada, a la que se considera con la mayor indiferen­cia. Estos perros terminan por entorpecer a tal punto las calles que uno se ve obligado a tomar muchas precauciones, caminando sobre las veredas donde están acostados, con cuidado de no pisarles las patas.53

¿Será exageración? Probablemente. La aclaración de D’Orbigny es razona­ble. Pero los perros nos abren la mirada hacia otro terreno: el de la crueldad hacia los animales. Si hay algo criticable, nos dice, está en el hecho de que los peones de los mataderos se diviertan mutilando a los pobres perros que acuden en busca de despojos: “Hasta los niños, educados desde temprano en la crueldad, se complacen en cortarles, a cuchillazos, las corvas, como ven a sus padres hacer con las vacas, y sus primeros juegos anuncian la fe­rocidad de sus costumbres futuras, porque, provistos de armas proporciona­das a su edad, los niñitos de la campaña se amenazan sin cesar, en sus luchas, con mutilarse o degollarse.54

La cuestión de la crueldad hacia los animales nos acerca también a otra dimensión: la de los animales domésticos, y en particular el ganado. D’Orbigny entra con pasión en el tema, al que dedica varios párrafos. El mundo ganadero deja huella en su ánimo aquel 30 de junio de 1827 en que ve por primera vez un recuento y marca de reses en Rincón de Luna, cerca de Corrientes, en medio del ruido infernal de seis mil cornúpetos amonto­nados desde hacía dos días, sin comer, en el mismo lugar: “Los mugidos de tantos animales, los gritos de los jinetes, todo me parecía novedoso, todo era espectáculo para mí, mas mi satisfecha curiosidad no me libró de un sentimiento de tristeza que me acosó durante toda la velada”.55

Los testimonios de esa abundancia nos confirman lo que para nosotros es más que sabido, de modo que podemos omitirlos, y tal vez el tema de la crueldad nos sea igualmente sabido, pero éste no lo pasaremos por alto. Para D’Orbigny la explicación de la crueldad es económica, y está en que la abundancia de animales es tal que han perdido todo su valor. El cuadro

53 Viaje, p. 524.54 Viaje, p. 524.55 Viaje, p. 162.

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más impresionante de esta realidad es el que pergeña durante su visita a unos saladeros cercanos a Río Negro en abril de 1829:

El europeo que contempla la explotación de un saladero no puede dejar de impresionarse por la destreza y ferocidad de los peones, así como por la habili­dad con que esquivan las cornadas de los toros, furiosos al ser enlazados, que se debaten con fuerza extraordinaria cuando se acercan a sus hermanos ya muer­tos en el lugar, saltando, coceando y haciendo correr al jinete, a cada instante, un verdadero peligro; o de la vaca, separada a la fuerza de su ternero, y no vien­do en quien la conduce más que un enemigo del que procura defenderse. El espectador se estremece, a cada instante, del aspecto de esos hombres que, rodeados de mil muertos, hacen un juego de la cólera del toro, así como de la de la vaca, y de los peligros que afrontan sin cesar con la mayor sangre fría [...] A menudo la dejan mucho tiempo revolverse en tierra, los jarretes cortados, y se ríen de los berridos lastimosos que les arranca el dolor; la mutilan inútilmen­te y la abandonan así, indefensa, a los enormes perros que, cuando ella muge, le cogen la lengua y se la tiran con fuerza. Entonces los peones aplauden hasta no terminar, y en círculo y cubiertos de sangre dejan que corra gota a gota, em­briagándose con el espectáculo, que disfrutan por encima de todo [...]

Un hecho que sucedió más tarde en esa misma estancia prueba hasta qué punto son poco sensibles a las angustias de los animales. Una vez terminada la matanza de todos los animales, salvo los que no cumplieron el año, y temiendo que éstos fueran robados por los indios enemigos, los encerraron en el corral, donde, durante el tiempo que faltaba para matarlos, y con el propósito de impedir el robo, a todos los desjarretaron y los dejaron en ese estado durante varios días, antes de matarlos, medio de conservación que les parecía comple­tamente natural.

Por la noche, los mugidos de los animales encerrados en el corral sin ali­mento, a veces desde dos o tres días antes; de día, los berridos lastimosos de los animales mutilados o que expiran bajo el hierro de sus verdugos, expresión de rabia de los que tratan en vano de sustraerse a la muerte; y los gritos de los peo­nes, que se oyen de lejos. ¡Y qué espectáculo si nos acercamos! Ocho o diez hombres repugnantes de sangre, el cuchillo en mano, degollando, desollando o carneando a los animales muertos o moribundos; sesenta a cien cadáveres en­sangrentados tendidos en algunos centenares de pasos de extensión. Allí, un toro que expira; aquí, un cuerpo aún intacto, pero inanimado, el esqueleto des­carnado, los pedazos de carne dispersos; y todo eso en medio de los estallidos de risa de los peones y de los gritos de las aves de rapiña atraídas por los despo­

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jos y volando encima de ellos, aguardando su turno o diputando a los perros las partes que les abandonan.56

D’Orbigny observa que esos hombres son tan duros frente a los animales como respecto a sí mismos y que se acuchillan en el rostro y se asesinan con tanta sangre fría como si degollaran una vaca o una ternera y sin experi­mentar el menor remordimiento. Gozan con los sufrimientos de su víctima como si fuera una especie de compensación por los riesgos que les ha he­cho correr. “¿Cómo pueden ser seres humanos hombres tan acostumbrados a ver sufrir?”

La crueldad hacia los animales en sí puede o no constituir un tema de la historia ambiental, pero indudablemente está ligada a la valoración de todo aquello que no es humano y, por extensión, de la naturaleza misma. Dicho tema, por lo demás, aparece en muchos de los viajeros europeos que reco­rrieron diversas partes del continente americano. En un artículo sobre te­mas ganaderos tuve ocasión de anotar algo al respecto, a propósito de Robert Hardy, viajero inglés que recorrió el occidente de México en 1826 y se impresionó por el sufrimiento de los animales.57 No sé si se ha hecho una apreciación más general del asunto. ¿Acaso las guerras de independen­cia, que introdujeron episodios sangrientos en una sociedad que había sido esencialmente pacífica durante varios siglos, habrían propiciado una actitud más cruel hacia la vida? ¿Es una actitud intrínsecamente cultural, atribuible a la filosofía cristiana que hace del hombre el rey de la creación? ¿Es un asunto intrascendente?

Quiero recordar también que dije más arriba que el viaje de D’Orbigny arroja infinidad de observaciones que adquieren para nosotros tanto más interés cuanto más dispongamos de elementos para ubicarlas en un contex­to. La breve descripción de la suerte de unas mulas, condensada en un pa­saje del primer contacto de D’Orbigny con el mundo andino, nos da en una pincelada el retrato de una época, una economía y una sociedad. Nos está

56 Viaje, pp. 833­834.57 Lo comento en mi estudio “Ríos desbordados y pastizales secos: Un recorrido de contrastes

por los caminos ganaderos del siglo xviii novohispano”, en Estudios sobre historia y ambiente en América, II. México, El Colegio de México/Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 2002, pp. 247­281.

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narrando su salida de Tacna hacia el interior del Perú, camino a Bolivia, en mayo de 1830:

Lanzado al galope en medio de ese mar de arena móvil [...] no vi más que nu­merosos esqueletos de mulas y asnos, como testimonio de lo difícil del camino. Los arrieros parten por lo general de tarde, marchan toda la noche y llegan al día siguiente, hacia las nueve de la mañana: pero, obligados a hacer catorce le­guas de un solo tirón, hollando una arena que se levanta en polvo salado bajo sus pasos, las acémilas deben sufrir doblemente la fatiga y la sed. Por eso suce­de a menudo que se paran, imposibilitadas de seguir caminando. Entonces los arrieros, que llevan siempre algunas de recambio, las recargan y las abandonan en el camino. A menudo el fresco las restablece y llegan poco a poco al valle de Tacna, pero están fatigadas a tal punto por la mañana y dominadas por el calor que difícilmente escapan a los picos acerados de los cóndores y auras, que acompañan siempre al viajero para vivir de sus desperdicios. Esos animales, cuando las ven acostadas, no las dejan descansar; les arrancan los ojos y apresu­ran su muerte después de una vida llena de sufrimientos. Se encuentran tantos de esos restos de animales por cuanto se conservan durante siglos, en medio de la arena, con la piel tendida y seca sobre los huesos.58

No podemos dejar de pensar en la multitud de escenarios que D’Orbigny ha puesto ante nuestros ojos. Hagamos un esfuerzo por imaginar todas jun­tas al leer lo que escribió un día como hoy hace exactamente 179 años en San Javier, cerca de Carmen de Patagones, haciendo una de sus no muy frecuentes, pero tampoco raras, comparaciones con el ambiente europeo:

Si se comparan nuestros campos, donde apenas una alegre alondra osa mostrar­se de tanto en tanto, donde el gorrión doméstico no se siente seguro, donde los escasos pájaros que quedan están de continuo expuestos a los tiros del cazador, si, digo, se comparan tales lugares con las regiones todavía salvajes, donde to­dos los seres gozan de una libertad completa y pululan por millares, libres de todo temor, se apreciará la influencia que tiene sobre la naturaleza y el aspecto de un país, considerado desde el punto de vista de los animales que lo habitan, la proximidad de los grandes centros de civilización. Es probable que esas aves, hoy pacíficas habitantes de las zonas despobladas, se conviertan en fugitivas y

58 Viaje, pp. 1044­1045.

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tímidas, y hasta abandonen la comarca, cuando una importante población y una civilización avanzada invadan las orillas, hoy todavía desiertas, del Río Negro.59

Si hay inconsistencias y contradicciones en el pensamiento de D’Orbigny, donde se notan más es justamente a propósito de los animales. Tal vez esto debe decirse no sólo de él, sino de hombres de muchos tiempos y lugares. Algunas veces es fácil explicar y comprender esas contradicciones. Su na­rración del encuentro con los rascones gigantes del Paraná en febrero de 1827 tiene un toque conmovedor:

De cuando en cuando se le veía salir de las matas y, sin recelo, pasearse tan cerca de nuestro barco que, sin bajar, más de una vez le hice pagar muy cara su inexperiencia o excesiva confianza en el hombre, cuya dominación tiránica aún no había aprendido a temer en el fondo de aquellos despoblados.

“Pobres pájaros —me decía con frecuencia, al recoger del suelo ensangren­tado la caza que en cierto modo se había ofrecido a mis disparos—, ¡pobres pája­ros ! ¡Cuando la civilización haya invadido esta ribera salvaje ya no habréis de recorrer con paso tan leve los meandros de vuestros pantanos! Vueltos más aris­cos, ya no tendréis tranquilidad. Con demasiada razón, sospecharéis trampas y peligros por todas partes y vuestros hábitos tan confiados cambiarán en razón del avance de vuestros nuevos dueños por esta tierra donde aún imperáis”.60

Pero había una justificación suprema, incuestionable para un científico de su época (o, tal vez, de cualquier época). Además, había que comer. Así, D’Orbigny sale airoso del dilema de este modo: “De acuerdo a estas re­flexiones, extrañará que tuviera valor para hacer fuego contra aquellos pací­ficos pobladores de las riberas, pero es que aun haciendo abstracción del interés científico no podía desperdiciar la oportunidad de sustituir los gro­seros alimentos de nuestra despensa por carne tierna y delicada de una pieza que se ponía a nuestro alcance”.61

Pero luego aparecen contradicciones más profundas. Uno de los párra­fos más inspirados del Viaje a la América meridional de Alcide d’Orbigny proviene de su remembranza de la matazón de pájaros que hizo en las yun­gas bolivianas en agosto de 1830. Y se lee así:

59 Viaje, p. 854. 60 Viaje, p. 111.61 Viaje, p. 111.

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Cinco días seguidos el eco de los alrededores repitió los tiros de fusil que mis hombres dirigían a la gente alada de esas montañas. Esos pobres pájaros, tan confiados, que el indígena jamás molesta, aprendieron por primera vez a cono­cer el miedo. Eran tan poco desconfiados, habían sufrido tan poco el efecto de las armas, que, todos asombrados, los que eran respetados por el plomo mortal permanecían todavía en el mismo lugar, sin huir del cazador.

Aquí introduce algunas de sus muchas observaciones de interés antropo­lógico.

Muy diferente de los indios cazadores aun salvajes, el indio aymará deja desa­rrollarse todo a su alrededor; se ocupa de los seres que lo rodean para proteger­los y nunca para molestarlos. De ahí proviene la mayor familiaridad de los pájaros de esas comarcas, que a menudo, a menos de un metro de distancia, se creen en perfecta seguridad.

¡Que diferencia con nuestros países poblados, donde actualmente el más pequeño pájaro huye del hombre tan pronto como lo ve, como el mayor enemi­go de su descanso! Esa tranquilidad de los seres les permite multiplicarse de tal manera que los campos, los jardines, los bosques, están repletos de un nú­mero considerable de bandadas de diversas especies, viviendo cada uno a su gusto, recorriendo incesantemente las montañas y hallando todos un alimento abundante y fácil.62

Esas reflexiones no le impidieron pasar la tarde del 15 de septiembre de 1830, en Cañipata (camino de La Paz a Cochabamba), disparando desde la ventana de su posada: “maté todos los que quise, tanto tórtolas como palo­mas, que venían familiarmente a posarse en medio de la plaza pública”.63

El caso es que D’Orbigny aprende algunas cosas, y otras no. No en balde, en los últimos días de su viaje y ya en camino de vuelta a Francia, en junio de 1833 —más de seis años y medio más tarde—, hay algo en él que lo em­puja a olvidarse de sus reflexiones y sus tristezas, o acaso algo se le ha conta­giado del carácter cruel de los gauchos. Está frente al puerto peruano de Islay a la vista de bandadas de petreles negros que oscurecen el horizonte.

Esas miríadas de seres vinieron a rodearnos cuando perseguían bancos de pe­queñas sardinas y, con sus tonos sombríos, oscurecieron el mar en una exten­

62 Viaje, p. 1111.63 Viaje, p. 1138.

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sión de media legua. Los pájaros bobos se zambullían a cual más y mejor por millares [...] Cuando los bancos de sardinas llegaron a la rada, todas las aves los siguieron; algunos tiros disparados al montón las abatieron en cantidad, sin que las demás se alarmaran por la espantosa carnicería que yo hacía. Como torrente desbordado, nada las detenía, y sólo abandonaron el sitio cuando los cardúme­nes se alejaron.64

Tal vez no lo piensa sino después de haber disparado, o acaso piensa que qué más da. Los animales simplemente se irán a otro lugar. D’Orbigny tiene a veces arranques de honda cavilación, pero en el fondo (y eso que es de suponerse que para entonces, con 31 años encima, ya ha madurado un poco), aún vive en él un joven impetuoso y poco reflexivo que todavía tie­ne mucho por aprender.

No puedo dejar de recordar la reflexión de D’Orbigny a propósito de algo que lo movió profundamente y lo hizo elevar su voz ante el “espíritu incendiario y de destrucción que acompaña al hombre” y se convierte en una “pasión innata, dominante, ciega”, ensañada en quemar la llanura o el bosque. O en matar pájaros. O en cortar las colas de las lagartijas o gastar miles de dólares para cobrar una pieza de borrego cimarrón —con la justifi­cación de que se escuda en un proyecto de cacería sustentable.

¿Acabó D’Orbigny desencantado, harto? ¿Sobrepasado por una realidad tan compleja que sólo tratar de describirla en sus aspectos más externos lo llevó a los lindes de la exasperación? ¿Desinteresado por algo que, en el fondo, le importaba bien poco? ¿Incapaz de comprender y explicar más de aquello de lo que logró averiguar algo? ¿O simplemente se mostró tal cual, contradictorio, a veces seguro de sí mismo, a veces arrogante, a veces hu­milde, reflexivo, inconsciente? La respuesta es que fue un poco de todo, y de esto proviene el valor de lo que nos muestra y la mayor enseñanza que podemos sacar de él.

El conocimiento científico de la época era deficiente y rudimentario en la medida en que las disciplinas y sus teorías fundamentales apenas empe­zaban a cobrar forma. Las deficiencias en el entendimiento de las cosas y los fenómenos eran todavía muy grandes. Ciertamente, resulta sencillo cri­ticar a D’Orbigny por lo que no entendió y por lo inconsistente y contradic­

64 Viaje, p. 1742.

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torio que se nos muestra. Pero debemos pensarlo dos veces antes de ponerlo en una perspectiva en la que damos por hecho que nuestras disci­plinas y sus teorías fundamentales ya están definidas y las deficiencias en nuestro entendimiento de las cosas y los fenómenos ya no son tan grandes. Por el contrario, debemos mirarnos en un espejo y ver lo que nosotros no entendemos y lo inconsistentes y contradictorios que podemos ser. La comparación no es tan fuera de proporción como pudiera parecer. D’Orbigny era un naturalista, que en nuestros días sería el equivalente a ser cultivador de un enfoque multidisciplinario o de la historia ambiental, y era explorador de frontera, lo que lo asimila a quienes están en cercanía con territorios ignotos, como quienes han participado en este simposio desbro­zando los linderos de la historia ambiental. Debemos conocer mejor al D’Orbigny que sin saber o sabiendo llevamos dentro, para saber como di­gerirlo con mayor provecho.

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historia y literatura

Historiografía y ficciónLa poética de la historia, la poética de la imposibilidad

enrique pérez morales

En la teoría de la historia de hoy, el debate sobre la relación entre histo­riografía y ficción parece estar resuelto. Entre los historiadores profe­

sionales parece haber un acuerdo más o menos unánime en cuanto a las fronteras entre ambos discursos. En palabras de Roger Chartier, “entre his­toria y ficción, la distinción parece clara y zanjada si se acepta que, en todas sus formas (míticas, literarias, metafóricas), la ficción es un discurso que informa de lo real, pero no pretende representarlo ni acreditarse en él, mientras que la historia pretende dar una representación adecuada de la realidad que fue y ya no es. En este sentido, lo real es a la vez el objeto y el garante del discurso de la historia”.1

La afirmación de Chartier tiene una doble implicación. Por un lado, el objeto de la historia, esto es, el pasado como realidad “que fue y ya no es”, implica pensar el pasado no sólo como un conjunto de sucesos efectivos (en el sentido de realmente ocurridos), sino también como una realidad ontoló­gicamente determinada y acabada: el pasado como un objeto con propieda­des sustanciales propias que le dan su identidad y significado específico. Por otro lado, la segunda implicación es que la diferencia entre escritura histórica y escritura de ficción es en esencia la presencia de un lenguaje fi­gurativo y estrategias trópicas en uno y su completa ausencia en el otro. De esta manera, la representación “realista” que pretende la historiografía tie­ne como condición de posibilidad la exclusión de toda figuratividad de su discurso. El resultado es que al pensar el pasado como una presencia mate­

1 R. Chartier, La historia o la lectura del tiempo, M. Polo (trad.), Barcelona, Gedisa, 2007, p. 39.

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rial y ontológica ya dada, éste es susceptible de ser aprehendido y repre­sentado de manera adecuada, es decir, de manera lógica, racional y realista.

Desde esta perspectiva Chartier puede decir que “lo real es a la vez el objeto y el garante del discurso de la historia”. Desde esa visión, también, puede justificarse y operar la oposición entre historiografía y ficción. Esta última es vista en el peor de los casos como una distorsión de esa realidad ya dada y, en el mejor, como complemento ornamental que embellece o decora la explicación de un pasado que ya fue aprehendido por el discurso histórico: es una forma que no modifica el contenido; no añade ni un ápice de verdad al discurso. En resumen, la ficción es el otro reprimido de la his­toriografía.

El objetivo principal del presente artículo es poner en duda tal visión, demostrando que la ficción no es una distorsión de la realidad ni tampoco un simple elemento estético discursivo. Por el contario, como retorno de lo reprimido, la ficción se añade al discurso histórico para suplir una carencia, para colmar un vacío: la falta de presencia (ontológica) del pasado. Desde esta perspectiva, de lo que se trata ya no es de ver a la ficción como una oposición de la historiografía, sino como una forma constitutiva y necesaria de ésta. Es ver un continuum entre ambas: el momento en que la ficción tiene que añadirse a la historia para estructurar y representar aquello que llamamos realidad (pasada). Para tal fin nos valdremos de las aportaciones teóricas de Hayden White, sobre todo de su teoría de los tropos, que apli­caremos para realizar una lectura de la célebre obra El queso y los gusanos del historiador italiano Carlo Ginzburg con el fin de ubicar los aspectos ficcio­nales de todo discurso histórico.

DE LA RELACIóN ENTRE LA HISTORIOGRAFíA Y LA FICCIóN

Las palabras de Roger Chartier que citamos al principio no son el resultado de una ocurrencia teórica reciente, sino el resultado, o más bien la herencia, de un reordenamiento histórico y cultural que se produce en el ámbito in­telectual de Occidente desde hace más o menos cuatrocientos años. En efecto, este reordenamiento tiene que ver con la nueva concepción del hombre, del mundo y de la relación entre ambos, que la modernidad véte­ro­europea y su racionalidad ilustrada instauró a partir del siglo xvii. Dentro

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de esta nueva episteme, para utilizar el término de Michel Foucault, la histo­riografía regulará y sentará las bases de su práctica. Ésta consistirá en un proceso de disciplinamiento que buscará profesionalizar e institucionalizar la historia con base en los modelos de las disciplinas científicas.

En efecto, a mediados del siglo xvii la historia comienza a enseñarse en instituciones universitarias con el fin de formar profesionales en la disciplina,2 pero la historia profesional supondrá una regulación que no sólo fijará lo que podría considerarse el verdadero objeto de la historia, sino tam­bién lo que podría considerarse una representación adecuada de su objeto.3 Dado que la historia, como cualquier otra ciencia, se posiciona del lado de lo “real”, pues representa acontecimientos reales y por eso contribuye al conocimiento del mundo real, tenía que excluir y reprimir de su sistema todo aquello que dificultara una representación “realista” del pasado. Así, a fin de que la historia se convirtiera en una disciplina científica, se tuvo que desentender de la retórica, de la metáfora, de la ficción, en pocas palabras, de toda figuratividad.

Y es que siempre se ha considerado que el lenguaje figurativo mina toda posibilidad de crear un discurso unívoco, de pensar en una corresponden­cia clara entre las palabras y las cosas. La figuración funciona sobre una es­tratificación de sentidos: es un lenguaje que hace salir indefinidamente efectos de sentido que no pueden ser circunscritos ni controlados. Esta estratificación pone en peligro la posibilidad de averiguar “cómo son las cosas en realidad”, de establecer los hechos “como realmente sucedieron” y destruye, de esta manera, cualquier posibilidad de conocimiento verda­dero. En su formación, al historiador se le exigirá asumir una postura mo­desta: limitarse a reflexionar acerca del pasado sin dar lecciones específicas del futuro a las generaciones contemporáneas, comprometerse con el mé­todo empírico y contar historias simples en un lenguaje literal, llano, direc­to y sin adornos.4

2 E. Florescano, La función social de la historia, México, Fondo de Cultura Económica, 2012, pp.70­71. Cfr. igualmente, A. Grafton, What was History? The Art of History in Early Modern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 2007.

3 H. White, “La política de la interpretación histórica: disciplina y desublimación”, en El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica, Barcelona, Paidós, 1992, p. 84.

4 H. White, “El discurso de la historia”, en La ficción de la narrativa. Ensayos sobre historia, lite-ratura y teoría, 1957-2007, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2011, p. 353.

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Si hasta antes de su disciplinamiento se consideró a la historiografía como un arte retórico, ahora la disciplina, en aras de instalarse en lo “real”, debía desprenderse de su pasado para distinguirse de aquellas narraciones que maquillan, imaginan, inventan o falsifican los acontecimientos. Por lo tan­to, uno de los aspectos clave en el proceso de disciplinamiento de la histo­riografía fue su lucha por dominar, apropiarse o, en palabras de White, “domesticar” el pasado al despojarlo de todo lo que no se ajustase a los modelos epistemológicos de la ciencia.5 La suposición es que, como afirma White, mientras se considerase la historia subordinada a la retórica, el pro­pio campo histórico (es decir, el pasado) había de considerarse como un caos carente de sentido o bien como un proceso que podía recibir tantos sentidos como el ingenio y el talento retórico le impusieran. En consecuen­cia, la especialización del pensamiento histórico que había que emprender, si se quería configurar la historia como una especie de conocimiento de lo real, tenía que consistir, ante todo y en primer lugar, en una rigurosa des­retorización.6

Así, a partir de su institucionalización y profesionalización, ya en el siglo xix, la historiografía científica reguló y sentó las bases de su práctica a tra­vés de su deslinde de la retórica, la metáfora y la ficción, para constituirse como una disciplina sapiente que, diagnosticando lo falso y errado de aque­llas, labró su propio camino en nombre de la “verdad” y la “realidad”. Como afirma Michel de Certeau, la historiografía científica entabla una lu­cha contra la ficción que, desde ese momento, quedó identificada bajo el signo de lo falso.7 La resultante fue que la ficción quedó relegada al lado de lo irreal mientras que el discurso historiográfico, técnica y científicamente armado, está tocado para hablar de lo real. Al historiador, con sus pretensio­nes de conocer y explicar científicamente el pasado, se le exige alejarse de la ficción, ya que ésta representa una distorsión de aquella realidad (pasa­da) que yace allí en espera de ser unívocamente aprehendida.

En efecto, dijimos, se considera que la figuración trabaja sobre una es­tratificación de sentidos, cuenta una cosa para decir otra, hace salir indefini­

5 H. White, “La política de la interpretación…”, op. cit., 1992, p. 83.6 Ibid.7 M. de Certeau, “La Historia, ciencia y ficción”, en Historia y psicoanálisis, México, Universi­

dad Iiberoamericana, 2004, pp. 1 y 2.

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damente efectos de sentidos que no pueden ser dominados.8 Abre el juego de la significación y por lo tanto es “metafórica”: mueve, desplaza, traslada, dispersa y disemina el sentido; designa una deriva semántica en donde el conocimiento no encuentra un lugar seguro.9 Como afirma Michel de Cer­teau, la represión de la ficción “se funda en la relación que el discurso his­tórico ha supuesto mantener con lo ‘real’. En la ficción, precisamente, el historiador combate una falta de referencialidad, una lesión del discurso ‘realista’, una ruptura del matrimonio que supone entre las palabras y las cosas”.10 Así pues, con esta pretensión, la ficción es el otro reprimido del discurso histórico.

LA “POÉTICA DE LA HISTORIA”

Lo decisivo en el disciplinamiento de la historia, entonces, es que en esta relación que se instaura con lo “real” se piensa que el pasado es un campo de objetividad. Es decir, siguiendo a Reinhart Koselleck, el pasado es como tal un campo de objetos fijos y definitivos, poseedor de una forma y un as­pecto dado ajenos al sujeto, el cual no hace sino “arrojar miradas” para apre­henderlo.11 Como afirma Heidegger, es precisamente debido a que la historia como ciencia proyecta y objetiva el pasado en el sentido de un con­junto de efectos visibles y explicables,12 por lo que exige como condición de posibilidad todo deslinde de la ficción. Así, la oposición entre historiografía y ficción y la subsecuente exclusión de la segunda se justifica y opera con la condición de pensar el pesado como una realidad no solamente efectiva, sino como una realidad ontológicamente coherente que exhibe propiedades sustanciales, las cuales le otorgan su identidad y significado intrínseco.

En este sentido, parafraseando a Jacques Derrida, la historia como cien­cia es una extensión de la determinación del ser como presencia:13 el pasa­

8 Ibid., p. 3.9 Ibid.10 Ibid.11 R. Koselleck, historia/Historia, Madrid, Mínima Trotta, 2010, pp. 30­31.12 M. Heidegger, “La época de la imagen del mundo”, en Caminos de Bosque, Madrid, Alianza,

1996, p. 69.13 Véase J. Derrida, “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”,

en La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989.

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do es presencia pura, presencia de la forma invariante, del aspecto determinado, de la identidad consigo, de la esencia inmutable, del origen pleno. La implicación de todo lo anterior es que si el pasado tiene intrínse­camente una forma, un aspecto ya determinado, entonces es susceptible de conocerse y representarse. Dicho en otras palabras, el historiador (sujeto o conciencia) tiene el poder de volver a presentar o hacer venir el pasado (objeto), es decir, volver a presentar la presencia (el ser, la esencia, la iden­tidad, la forma) del pasado.

Ahora bien, es en contra de esa concepción del pasado que se vuelca el trabajo teórico de Hayden White. Su teoría de los tropos, y sus considera­ciones del papel de la ficción en el discurso histórico que de ella deriva, tiene como base la negación de que el pasado se conciba como presencia. En efecto, White insiste en que el tema de la ficción no es una cuestión que tenga que ver con la ocurrencia del pasado en cuanto realidad empíri­camente efectiva. Más bien el tema de la ficción tiene que ver con el esta­tus ontológico del pasado, es decir, el debate se centra en la cuestión de si el pasado cuenta o no por sí mismo con una identidad determinada que lo dota de sentido y coherencia significativa. El historiador estadounidense es reiterativo en decir que si bien es cierto que el historiador no inventa los hechos ni los personajes que trata, sí impone a estos hechos y personajes toda una coherencia ilusoria al narrativizarlos.

El historiador, dice White, dota de significado al pasado porque éste intrínsecamente no tiene ninguno; le atribuye significaciones y estructuras diferentes porque el pasado carece de una forma fija. Entonces, como el pasado no se reviste de una esencia que le dé identidad y significado, la ficción, el lenguaje figurativo, tiene que llenar ese vacío, tiene que añadirse para suplir esa carencia. De esta manera, todo historiador utiliza diversas estrategias retóricas, tropológicas y poéticas para dar un aura de inteligibili­dad a los acontecimientos, así como para permitir la representación del tipo histórico. Esta operación que dota de significado y estructura al pasado (a través de lo que White denomina “tramado”), es el elemento “metahistó­rico” o “poético” de todo discurso histórico.14

14 H. White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo xix, México, Fondo Cultura Económica, 1992, p. 10.

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Dicha operación es poética (poiesis, creación, producción, construcción) porque se lleva a cabo a través de técnicas discursivas que en su “naturale­za” son más tropológicas que lógicas. Los giros trópicos, y no los lógicos, afirma White, gobiernan tanto la dotación de coherencia estructural a una serie de acontecimientos como la transferencia de supuestos significados a una serie de hechos:

Indudablemente es debido sólo al tropo, y no a la deducción lógica, que una serie dada de tipos de acontecimientos pasados que desearíamos llamar históricos pue­de ser (primero) representada en el orden de una crónica; (segundo) transformada por la trama en un relato con fases identificables de comienzo, nudo y fin, y (ter­cero) constituida como el tema de cualquier argumento formal que pueda aducir­se para establecer su “significado” cognitivo, ético o estético, según el caso. Estas tres abducciones tropológicas tienen lugar en la composición de todo discurso histórico, aun en aquellos que, como la historiografía estructuralista moderna, esquivan la narración e intentan limitarse al análisis estadístico de instituciones y procesos de gran escala, efectivamente sincrónicos, ecológicos y etnológicos.15

De esta manera, en el nivel de “la poética de la historia” el lenguaje figura­tivo opera como una estructura prefigurante del campo histórico, e implica que los conceptos, explicaciones y significados no dimanan de los aconteci­mientos mismos (como si fueran una propiedad sustancial intrínseca de ellos) sino que les son impuestos desde afuera con base en una relación ficcional con el pasado. En el discurso histórico, el uso de un tropo (metáfo­ra, sinécdoque, metonimia, ironía) no sólo permite las abstracciones de tipo inductivo, deductivo y causal, sino también enlazar de manera simbólica, y no lógica, un acontecimiento con una trama. El tramado es la codificación de los hechos contenidos en la crónica como componentes de tipos especí­ficos de estructuras de trama: trágica, cómica, romántica, satírica, etc. Así, la trama permite el desenvolvimiento del relato y la caracterización de los hechos con un tipo específico de significado.16 Como dice Paul Ricoeur,

15 H. White, “Teoría literaria y escrito histórico”, en F. Perus, La historia en la ficción y la ficción en la historia. Reflexiones en torno a la cultura y algunas nociones afines: historia, lenguaje y ficción, Méxi­co, Universidad Nacional Autónoma de México, 2009, p. 240.

16 H. White, “El texto histórico como artefacto literario”, en El texto histórico como artefacto lite-rario y otros escritos, Barcelona, Paidós, 2003, p. 113.

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aprendemos a ver como trágicos, como cómicos, como satíricos, como románti­cos ciertos acontecimientos.17

La relación ficcional que el discurso histórico instaura con el pasado, encarnada en la relación metafórica del “como si…”, es la que nos lleva a rechazar la concepción del pasado como presencia, a saber, como coheren­cia ontológica que yace allí en una tranquilizadora fijeza. Y es que, como insiste White, cualquier conjunto de acontecimientos reales puede sopor­tar el peso de ser contado como un tipo diferente de trama:

los acontecimientos reales son trágicos, cómicos, épicos o satíricos sólo cuando se contemplan desde la perspectiva de agentes o grupos específicos comprome­tidos con ellos. Lo trágico, lo cómico, lo épico o lo satírico no son categorías descriptivas […] son, en el mejor de los casos, categorías interpretativas, es decir, una forma de atribuirles un significado a esos acontecimientos al tramarlos como relatos reconocibles de un tipo culturalmente específico […] Es un tra­bajo más de construcción que de conocimiento.18

En suma, White trata de distinguir entre la realidad histórica misma y la representación que de ella hace el historiador, ya que éste nunca aprehen­de la realidad histórica per se sino siempre una forma ya tropologizada o narrativizada de ella. Por eso, para que los acontecimientos puedan servir de base y ser objetos de explicación histórica, es preciso que previamente sean construidos conceptualmente como temas de estudio y objetos de conocimiento.19

Como resultado de esta visión, White concibe el texto histórico no sólo como una fuente de conocimiento sobre el pasado, sino también como un objeto muy eficaz en la producción de significados: un artefacto altamente performativo. En otras palabras, el texto histórico es una herramienta se­miológica poderosa y uno de sus objetivos es la construcción ideológica de la realidad. Así, se considera el texto histórico ya no como un objeto trans­

17 P. Ricoeur, Tiempo y narración. El tiempo narrado, vol. III, México, Siglo XXI, 1996, pp. 901­917.

18 H. White, “Pluralismo histórico y pantextualismo”, en La ficción de la narrativa…, op cit., p. 403.

19 H. White, “Hecho y figuración en el discurso histórico”, citado en M.á. Cabrera, “Hayden White y la teoría del conocimiento histórico. Una aproxi mación crítica”, Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea, núm. 4, 2005, p. 124.

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parente que nos permite ver el pasado tal cual sino, parafraseando a White, una forma discursiva que supone e impone al pasado determinadas opcio­nes ontológicas y epistemológicas con implicaciones ideológicas e incluso específicamente políticas. De esta manera, la narración histórica, lejos de ser un medio neutro para la representación de acontecimientos y procesos históricos, es la materia misma de una concepción mítica de la realidad, un contenido conceptual o pseudoconceptual que, cuando se utiliza para re­presentar acontecimientos reales, dota a éstos de una coherencia ilusoria y de tipos de significaciones más características del pensamiento figurativo o ficcional (tropológico­retórico) que del pensar formal o lógico.20

A continuación haremos más explícito el lugar y función de este nivel “poético de la historia” a través de la lectura de la obra El queso y los gusanos del historiador italiano Carlo Ginzburg.

LA “POÉTICA DE LA HISTORIA” EN LA OBRA EL QUESO Y LOS GUSANOS DE

CARLO GINZBURG

El célebre libro del historiador italiano Carlo Ginzburg, El queso y los gusa-nos. El cosmos según un molinero del siglo xvi, ha sido caracterizado por mu­chos de sus colegas como el ejemplo perfecto de la corriente historiográfica llamada “microhistoria italiana”. Como ya lo han señalado, entre otros, Car­los Antonio Aguirre Rojas, la principal novedad de dicha corriente historio­gráfica radica en el supuesto teórico de que los acontecimientos históricos pueden ser estudiados reduciéndolos lo más posible a sus partes constituti­vas. Es decir, el procedimiento consiste en un movimiento de reducción o “dialectización” que va del círculo macrohistórico al propio círculo micro­histórico. Este movimiento permite un análisis exhaustivo e intensivo del espacio microhistórico: remite a un examen global de todas las dimensio­nes, actores y factores que habitan el campo histórico para agotar la totali­dad de los elementos constitutivos de la dimensión macrohistórica o historia global y, así, tener una imagen más completa de ésta.21

20 H. White, El contenido de la forma…, op. cit., p. 11.21 C.A. Aguirre Rojas, Contribución de la historia de la microhistoria italiana, Rosario, Protohisto­

ria Ediciones, 2003, p. 24.

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Definida su tarea de este modo, el paradigma teórico de la microhistoria italiana, así como sus estrategias explicativas, son sancionados implícita e inequívocamente por el modo tropológico de la sinécdoque. Es sólo gracias a la previa prefiguración sinecdóquica del campo histórico, como un estu­dioso del pasado puede hablar de relaciones macrohistóricas­microhistó­ricas. Se analiza el todo (o los todos) en partes —reducción—, y luego con las partes se reconstruye el todo (o los todos) —integración— en el curso de la na­rración efectivamente escrita, de manera que la gradual revelación de la relación que tienen las partes con el todo se experimenta como la explica-ción de por qué las cosas fueron como fueron. El intento de describir, analizar e interpretar exhaustivamente los fenómenos y actores habitantes del campo histórico reducido como componentes de procesos sintéticos (más grandes) es una “proyección metodológica” del modo de argumentación organicista. Es al abrigo lingüístico de estos dos modos de tropologizar los aconteci­mientos, en donde El queso y los gusanos mueve y proyecta su discurso. Sin embargo, ésta es tan sólo una parte del complejo aparato poético que Ginz­burg invoca en su relato ya que, de forma admirable, se desplaza por la “red tropológica” con la cual, por un lado, nos da la sensación de plenitud y pro­fundidad analítica y, por otro, explica el innegable éxito de su obra. Mi tesis a este respecto es que Ginzburg narra su historia en dos niveles dife­rentes: el macrohistórico —que se identifica con el relato de las relaciones existentes entre la “cultura de las clases hegemónicas o dominantes” y la “cultura de las clases subalternas”—, y el microhistórico —identificado con el relato del caso particular de Menocchio contra la Inquisición—. En estos dos niveles, el autor aplica diferentes estrategias retóricas para explicar “lo que sucedió” y “el sentido de todo eso”. Empezaré primero con el nivel macrohistórico de su narración.

Pues bien, el interés académico de Ginzburg se concentra en el estudio de la cultura, entendida ésta como un conjunto de actitudes, creencias, patrones de comportamiento, etc. La propuesta de historia cultural de este autor se centra, más específicamente, en el estudio de lo que denomina “sociedades civilizadas” que, por supuesto, hace referencia a las “socieda­des civilizadas occidentales”. El punto de partida es que dentro de estas sociedades existen diferencias culturales evidentes. Para caracterizar mejor estas diferencias culturales, Ginzburg hace una clasificación dicotómica cla­

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sista entre, por un lado, lo que llama “cultura de las clases hegemónicas o dominantes” y, por otro, lo que denomina “cultura de las clases subalter­nas”. Como es evidente, entre la cultura de estas dos clases sociales existe un tipo de relaciones y procesos de desarrollo que pueden describirse e interpretarse de diversas maneras. ¿Cómo trama e interpreta Ginzburg es­tas relaciones? En un artículo divulgado en 1979, donde hace una reflexión sobre su obra recientemente publicada, Ginzburg afirmó que:

A partir de un análisis preciso, la idea de una religión popular, ahistórica e in­móvil, se revela como insostenible. En su lugar hay que plantear la idea com­pleja de una lucha entre religión de las clases hegemónicas y religión de las clases subalternas, conformada, como toda lucha, por confrontaciones abiertas, por compromisos, por situaciones de una paz forzada, por guerrillas.22

Así, para Ginzburg, las relaciones entre la cultura de las clases hegemónicas y la cultura de las clases subalternas es una lucha, una batalla constante por la hegemonía ideológica y cultural de una clase sobre otra:

[El siglo xvi] está marcado por una distinción cada vez más delimitada entre cultura de las clases dominantes y cultura artesana y campesina, así como por el adoctrinamiento en sentido único de las clases populares. Podemos situar esta censura cronológica […] hacia la mitad del siglo xvi, en no menos significativa coincidencia con la acentuación de las diferencias sociales impulsadas por la revolución de los precios. Pero la crisis decisiva se había producido unas déca­das atrás con las revueltas campesinas y el reino anabaptista de Münster. Fue entonces cuando se les plantea dramáticamente a las clases dominantes el im­perativo de recuperar, también en lo ideológico, a las masas populares que amenazaban con sustraerse a cualquier forma de control desde arriba, pero manteniendo, incluso acentuando, las diferencias sociales.23

En esta lucha interclasista la parte más poderosa siempre intenta dominar y reprimir a la más débil utilizando, para este fin, diversas maneras:

22 C. Ginzburg, “Premessa Giustificativa”, Quaderni Storici, núm. 41, 1979, citado en C.A. Aguirre Rojas, “El queso y los gusanos: un modelo de historia crítica para el análisis de las culturas subalter nas”, Revista Brasileira de História, São Paulo, vol. 23, núm. 45, 2003, p. 72.

23 C. Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo xvi, Barcelona, Much­nik, 1986, p. 185.

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Este renovado esfuerzo hegemónico adopta diversas formas en los distintos países de Europa, pero la evangelización del agro por obra de los jesuitas, y la organización religiosa capilar, sobre el núcleo familiar, realizadas por las iglesias protestantes, pueden conciliarse dentro de una tendencia única. A ésta corres­ponden, en el plano represivo, la intensificación de los procesos de brujería y el rígido control de grupos marginales como vagabundos y gitanos. Sobre este fondo de represión de la cultura popular se inscribe precisamente el caso de Menocchio.24

Sin embargo, pese a estos intentos de las clases hegemónicas por reducir a sus designios a las clases subalternas, en opinión de Ginzburg, éstas no se “aculturan” sin más. Como bien dice Aguirre Rojas, Ginzburg afirma que en las clases subalternas existe una cultura popular generada, reproducida y renovada constantemente por ellas mismas y de la cual las clases hege­mónicas “roban” los temas, productos y motivos para transformarlos y uti­lizarlos como armas de su legitimación social y cultural. Así, las clases sometidas resisten la imposición cultural de las clases dominantes, salva­guardando elementos de su propia cultura y, a veces, refuncionalizando el sentido de la ideología que se les quiere imponer.25 Lo que Ginzburg seña­la es que, entre ambas clases, existe una relación de circularidad o retroali-mentación en donde todos los esfuerzos de imposición tienen un éxito muy limitado en el mejor de los casos, y fracasan la mayoría de las veces. Al final, las luchas culturales interclasistas terminan en una reconciliación, al menos parcial, entre las fuerzas contendientes, simbolizada precisamente por esa circularidad o retroalimentación entre ellas:

En varias ocasiones hemos visto aflorar, por debajo de la profunda diferencia de lenguaje, sorprendentes analogías entre las tendencias de fondo de la cultu­ra campesina […] y las de sectores más avanzados de la alta cultura del siglo xvi. Explicar estas analogías mediante la simple difusión de arriba abajo, signi­fica aceptar, sin más, la tesis, insostenible, según la cual las ideas nacen exclusi­vamente en el seno de las clases dominantes. [El caso de Menocchio] replantea con fuerza un problema del que sólo ahora se empieza a ver la envergadura: el de las raíces populares de gran parte de la alta cultura europea, medieval y pos­

24 Ibid.25 C.A. Aguirre Rojas, “El queso y los gusanos…”, op. cit., p. 79.

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medieval. Figuras como Rebelais y Bruegel no fueron probablemente esplén­didas excepciones.26

Y como refuerzo de esta visión histórica en las relaciones culturales entre clases, Ginzburg dice en el prefacio de su obra:

Las confesiones de Menocchio, el molinero friulano protagonista de este libro, constituyen en ciertos aspectos un caso análogo al de los benandanti. También aquí la irreductibilidad a esquemas conocidos de parte de los razonamientos de Menocchio nos hace entrever un caudal no explorado de creencias populares, de oscuras mitologías campesinas. Pero lo que hace más complicado el caso de Menocchio es la circunstancia de que estos oscuros elementos populares se ha­llan engarzados en un conjunto de ideas sumamente claro y consecuente que va desde el radicalismo religioso y un naturalismo de tendencia científica, hasta una serie de aspiraciones utópicas de renovación social. La abrumadora conver­gencia entre la postura de un humilde molinero friulano y las de los grupos inte­lectuales más refinados y consecuentes de la época, vuelve a plantear, de pleno derecho, el problema de la circulación cultural formulado por Bachtin.27

Las clases subalternas, apunta Ginzburg, no cuentan con una cultura unita­ria u homogénea; más bien se trata de diferentes culturas que tienen en común no sólo su estatus de avasallamiento, sino también un profundo núcleo de creencias populares que los llevan a tener, entre ellas, una cultu­ra rural convergente. Un tipo de espíritu común o como el propio Ginzburg la llama, unas “oscuras mitologías campesinas”. Es precisamente esta ho­mogeneidad dentro de la heterogeneidad, a la que se llega a través de un ejercicio de deducción, lo que hace que las clases subalternas mantengan una lógica y una especificidad propias que, a su vez, alimentan “la resisten­cia cultural de los oprimidos”. Así, para el autor de El queso y los gusanos, el espacio de la cultura es a un mismo tiempo un campo de batalla permanente donde se enfrentan sin cesar las clases hegemónicas contra las clases subal­ternas y, también, un terreno marcado por una circularidad constante en don­de ambas versiones culturales intercambian todo el tiempo elementos,

26 C. Ginzburg, El queso y los gusanos…, op. cit., p. 184.27 Ibid., p. 21.

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cosmovisiones y motivos como parte de esa misma batalla cultural que los interconecta y determina de manera general.28

Ahora bien, en esta visión del proceso histórico en el nivel macrohistóri­co, ¿en qué consiste la llamada poética de la historia? En la tesis de Ginz­burg, la civilización europea del siglo xvi (que bien puede extenderse, según podemos inferir, hasta nuestra sociedad actual) se divide en dos estratos so­ciales o clases: la clase hegemónica y la clase subalterna. Estas dos clases so­ciales despliegan cada una formas culturales específicas. A continuación, en el interior de estas dos formas culturales, se postula una serie de característi­cas y formas de organización generales adecuadas para la expresión de las virtudes y poderes peculiares de ambas. Esto permite una generalización tal que pueden ser llamadas alta cultura, las primeras clases, y cultura popular, las segundas. Después se invoca una modalidad particular de relación entre ellas —expresada en la forma de una batalla ideológica conti nua, y también una forma de reconciliación identificada con la circularidad o retroalimentación cultural— como el proceso de desarrollo histórico que han tenido: un conflic­to de poder por la dominación y supervivencia cultural.

Así, se analizan las partes (clases hegemónicas y clases subalternas­alta cultura y cultura popular) como componentes de un todo (civilización eu­ropea­cultura en general), para poblar el campo histórico con agencias que supuestamente existen detrás de él en el modo de la metonimia; es decir, se traza el mapa del campo histórico como un patrón de totalidades integra­das que están en relación parte­parte entre sí, de tal modo que sugiera una coherencia formal discernible tanto del proceso histórico como de la forma de organización social y cultural que puede percibirse legítimamente en dicho proceso. La metonimia permite relacionar las partes del todo entre ellas, haciendo posible no sólo hablar de entes “reales”, como son las clases hegemónicas o alta cultura y las clases subalternas o cultura popular, dentro de un fenómeno más extenso como es la civilización europea o la cultura en general, sino también caracterizar su relación como un tipo de tensión y lucha dialéctica entre ambas.

Por la forma en que son caracterizados los objetos y fenómenos habitan­tes del campo histó rico (esto es, como clases hegemónicas y clases subalter­

28 C.A. Aguirre Rojas, “El queso y los gusanos…”, op. cit., p. 86.

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nas­alta cultura y cultura popular) y por el énfasis en una explicación integrativa y por lo tanto reductiva, se sugiere una visión y argumentación organicista. Ginzburg ve las totalidades como componentes de procesos que se resumen en sus partes. Tanto en el ámbito macrohistórico como en el microhistórico, estructura su narrativa de modo que represente la conso­lidación, a partir de un conjunto disperso de hechos, de una entidad u orga-nismo integrado: las clases subalternas o la cultura popular.

La trama del proceso macrohistórico está hecha en el modo cómico. Ginzburg trama la historia como un conflicto clasista y hasta cierto punto maniqueo, en el que el protagonista (en este caso las clases subalternas) y el antagonista (las clases hegemónicas) están trabados en una lucha feroz por la dominación, el avasallamiento y la hegemonía cultural. El antagonis­ta intenta impedir al protagonista su ascenso hasta un sentido pleno de autorrealización, al obstaculizar y frustrar su crecimiento y su fin hacia una liberación del “control desde arriba”. Es en la forma de resolución de este conflicto donde se pueden observar las implicaciones de la trama cómica, por la cual la narración contada por Ginzburg sobre la historia cultural euro­pea debe entenderse como una narración que tiene un significado específi­co. El fracaso en el intento del antagonista por someter totalmente al protagonista (las clases sometidas resisten la imposición cultural de las cla­ses dominantes, salvaguardando elementos de su propia cultura) da a este último un triunfo provisional; el fracaso de uno y el escape de la completa sumisión del otro, lleva a ocasionales reconciliaciones parciales entre am­bos, simbolizadas éstas, como ya se mencionó, por lo que Ginzburg llama circulación cultural o retroalimentación recíproca entre las culturas de las clases subalternas y las clases hegemónicas.

Así, se puede representar gráficamente la dimensión tropológica o poéti­ca del nivel macrohistórico de El queso y los gusanos de la siguiente manera:

Tropo dominante Modo de trama Modo de argumentación

Metonimia Cómica Organicista

Ahora bien, con esto no quiero decir que no exista ese algo que llamamos “cultura”, o que ésta no tenga diferentes advocaciones (sería, obviamente,

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una grave contradicción de mi parte). Tampoco estoy diciendo que no haya cierto tipo de relaciones entre los grupos humanos entre los cuales, por sus ideas diferentes, unos quieran sacar ventaja de otros o hay una retroalimen­tación cultural, por decirlo así, entre un grupo y otro. Mucho menos estoy negando la existencia, dentro del periodo histórico que conocemos como siglo xvi, de un personaje llamado Domenico Scandella (Menocchio), quien tenía ciertas ideas sobre su realidad, y de una institución religiosa como el Santo Oficio que, a su vez, tenía otras ideas sobre su realidad. Todo esto, ciertamente, es bastante obvio; tan sólo con apoyarnos en el registro documental o de otra índole podemos comprobar lo indubitable de su existencia.

Lo que yo quiero decir es que una cosa es hallar, con base en los datos disponibles, una serie de personajes, objetos y fenómenos (culturales), ade­más de ciertas relaciones entre ellos, y otra cosa muy distinta es caracteri-zarlos como pertenecientes a una tipo de ente “real” que subyace detrás de ellos, como serían las clases subalternas y las clases hegemónicas, e igual­mente caracterizar sus relaciones como una lucha clasista y cultural. Este tipo de verdades que se creen objetivas y reales son, en realidad, verdades figurativas y ficcionalizadas en el sentido de que no se hallan en la realidad (pasada) misma, sino que son impuestas a esa realidad (pasada) como una forma de reducirla a nuestras categorías y conceptos con el fin de compren­derla: “hacer conocido lo extraño”. En otras palabras, utilizando la idea de Hayden White, esas “verdades reales” son verdaderas en un sentido meta­fórico y en el sentido en que una figura retórica puede ser verdadera.29

¿Por qué caracterizar estas abducciones como tropológicas o verdades figurativas? En primer lugar porque agrupar a una cantidad x de personas que se deduce comparten más o menos cierta condición social y una forma de pensar y actuar bajo la denominación de clases subalternas y clases hege­mónicas, no es hallar la esencia de su realidad ni descubrir la verdad objetiva de las determinadas personas. Tenemos que aceptar que es, más bien, otor-gar una esencia a su realidad y crear una verdad (figurativa) sobre su su­puesta condición social; dicho de otro modo, es construir la forma en que debemos entender la realidad. Como diría Nietzsche, asignar nombres,

29 H. White, “Teoría literaria y escrito…”, op. cit., p. 241.

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medidas y dimensiones a las cosas o, en este caso, a las personas es crear conceptos y categorías para dotarlas de cierto sentido. Esas categorías y conceptos no pertenecen a las cosas o personas mismas, ya que su coliga­ción es producto del sistema de valores creencias y pensamiento de una cultura. Así, conceptos como clases subalternas y clases hegemónicas no descubren e imparten conocimiento, más bien organizan conocimientos previos de una manera figurativa o ficcional —sólo se pueden ligar palabras y cosas, conceptos y personas, de una manera metafórica—; a este tipo de conceptos retóricos Frank Ankersmit los llama “sustancias narrativas”.30

En segundo lugar porque, como diría White, mientras los acontecimien­tos suceden en el tiempo, los códigos cronológicos usados para ordenarlos en unidades temporales específicas son culturalmente determinados y no naturales. Estos códigos cronológicos representan diferentes concepciones del desarrollo temporal que imponen una estructura ficticia (imaginaria) de desenvolvimiento. Insertar los hechos en nuestro calendario, por ejemplo, nos da la sensación de que sus componentes constituyen fases de un proce­so continuo y lineal de desarrollo histórico. Así, en la narrativa histórica, la constitución de un relato como una serie de acontecimientos ordenados que puede proporcionar la crónica es una operación de naturaleza más poé­tica que científica: un mismo acontecimiento puede funcionar como ele­mento inicial, medio o final en tres relatos diferentes.

En tercer lugar porque relacionar un relato de acontecimientos con un tipo específico de trama (en este caso una visión cómica del proceso como lucha y reconciliación) requiere una elección libre y no una necesidad lógi­ca o natural. Esta elección está facilitada por la tradición cultural del histo­riador. Cualesquiera acontecimientos que pueda contener el relato no son intrínsecamente trágicos, cómicos o románticos, sino que depende de la perspectiva con que se contemplen. Esto se debe, como dice White, a que los relatos no son vividos; no hay relatos “reales”: los relatos son contados o escritos, no encontrados. Sólo pueden ser verdaderos figurativamente. De igual manera cualquier tipo de argumento que el historiador utilice para explicar el significado (cognitivo, ético, estético, según el caso) de los acon­

30 Véase, F. Ankersmit, Narrative Logic. A Semantic Analysis of the Historian’s Language, La Haya, Boston y Londres, Martinus Nijhoff Publishers, 1983.

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tecimientos contenidos en su crónica —en el libro analizado, una argumen­tación organicista—, versará no sólo acerca de los acontecimientos mismos, sino también, como se puede ver, de la forma en que se ha prefigurado el campo histórico (como metonimia en el nivel macrohistórico de El queso y los gusanos) y de la forma en que se han tramado dichos acontecimientos. Es decir, tanto el modo tropológico dominante como el tramado de los he­chos presentan el material para la manipulación lógica o, más técnicamen­te, nomológica­deductiva.

Sin embargo, aquí no acaba todo el despliegue tropológico usado en El queso y los gusanos para dar cuenta de su tema de estudio. Es en la forma en que Ginzburg relaciona la macrohistoria con la microhistoria donde se pueden observar más claramente los elementos poéticos utilizados. Men­cioné antes que en el corazón de la estrategia explicativa de la corriente historiográfica llamada microhistoria italiana hay un paradigma en la rela­ción macrocosmos­microcosmos. Este paradigma se basa en el supuesto de que los fenómenos históricos individuales son expresiones de fenóme­nos cualitativamente más extensos. Así, piensa Ginzburg, la historia parti­cular de Menocchio, el molinero friulano, es el reflejo no sólo de una historia mayor acaecida desde muchos años atrás, sino también de todo un estrato social:

En algunos estudios biográficos se ha demostrado que en un individuo medio­cre, carente en sí de relieve y por ello representativo, pueden estructurarse, como en un microcosmos, las características de todo un estrato social en un determinado periodo histórico […] De la cultura de su época y de su propia clase nadie escapa, sino para entrar en el delirio y en la falta de comunicación. Como la lengua, la cultura ofrece al individuo un horizonte de posibilidades latentes, una jaula flexible e invisible para ejercer dentro de ella la propia liber­tad condicionada. Con claridad y lucidez inusitadas Menocchio articuló el len­guaje del que históricamente disponía. Por ello en sus confesiones podemos rastrear, con facilidad casi exasperante, una serie de elementos convergentes, que en una documentación análoga contemporánea o algo posterior aparecen dispersos o apenas mencionados.31

31 C. Ginzburg, El queso y los gusanos…, op. cit., p. 22.

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Así pues, el caso particular de Menocchio representa una réplica microcós­mica de todo un estado de cosas que sucedían a nivel macrocósmico. Inser­tado el caso de dicho molinero friulano en su supuesto contexto general, es decir, al ligar macrocosmos y microcosmos, se empieza a vislumbrar de me­jor manera el significado que Ginzburg abstrae de los acontecimientos: el proceso histórico como una lucha interclasista por la hegemonía y supervi­vencia cultural (y, por ende, política, social y económica). Así lo resume el historiador italiano:

Dos grandes acontecimientos históricos hacen posible un caso como el de Me­nocchio: la invención de la imprenta y la Reforma. La imprenta le otorga la posibilidad de confrontar los libros con la tradición oral en la que se había criado y lo provee de las palabras para resolver el conglomerado de ideas y fantasías que sentía en su fuero interno. La Reforma le otorga audacia para comunicar sus sentimientos al cura del pueblo, a sus paisanos, a los inquisidores, aunque no pudiese, como hubiera deseado, decírselo a la cara al papa, a los cardenales, a los príncipes. La gigantesca ruptura que supone el fin del monopolio de la cultura escrita por parte de los doctos y del monopolio de los clérigos sobre los temas religiosos había creado una situación nueva y potencialmente explosiva. Pero la convergencia entre las aspiraciones de un sector de la alta cultura y de la cultura popular había quedado eliminada definitiva mente medio siglo antes del proceso de Menocchio, con la feroz condena de Lutero a los campesinos sublevados y sus reivindicaciones. A partir de entonces no aspirarían a tal ideal más que exiguas minorías de perseguidos como los anabaptistas. Con la Con­trarreforma (y, paralelamente, con la consolidación de las iglesias protestantes) se inicia una época altamente caracterizada por la rigidez jerárquica, el adoctri­namiento paternalista de las masas, la erradicación de la cultura popular, la mar­ginación más o menos violenta de las minorías y los grupos disidentes. Y también Menocchio acabaría en la hoguera.32

El modo de caracterización tropológica que sanciona la estrategia explicati­va de reducción del macrocosmos al microcosmos es la sinécdoque. Retoman­do lo ya mencionado, Ginzburg tiende a ver las entidades individuales (en este caso Menocchio) como componentes que se resumen en totalidades (las clases subalternas). De este modo, se analiza el todo (clases subalternas

32 Ibid., p. 27.

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vs. clases hegemónicas) en partes (Menocchio vs. Inquisición), y luego con las partes se reconstituye el todo de manera que la gradual revelación de la relación que tienen las partes con el todo se experimenta como la integración de un todo histórico —del microcosmos en el macrocosmos—. La estrategia explicativa reducción­integración es, de nuevo, la proyección metodológica del organicismo. Este modo de argumentación organicista, que es una constan­te en el discurso de Ginzburg, explica el porqué su narrativa tiende a estruc­turarse de manera que represente la consolidación, a partir de un conjunto de hechos dispersos, de una entidad integrada: las clases subalternas por un lado y las clases hegemónicas por otro. Así pues, en el ámbito microhistórico de su relato, el autor traza el mapa del campo histórico como patrón de tota­lidades integradas que están en la relación microcosmos­macrocosmos o parte­todo entre sí en el modo de la sinécdoque.

Sin embargo, el organicismo no es la única estrategia argumental que Ginzburg invoca implícitamente para dar cuenta de su tema. En este orden microhistórico, los modos explicativos del contextualismo y del formismo se combinan para dar una coherencia aún mayor a su discurso. En efecto, como se puede ver en la cita anterior, uno de los objetivos explicativos de Ginzburg es ubicar e insertar el contexto inmediato de Mennochio al con­texto ma crohistórico en el cual se desenvuelve. A la pregunta de ¿por qué sucedió así?, el historiador italiano da respuesta revelando las relaciones específicas que el caso de Mennochio tenía con otros sucesos que ocurrían en su campo histórico. De esta forma identifica los “hilos” que ligan a Mennochio con su presente cultural, para dar así la impresión de una rica textura de relaciones suceso­contexto que van desde un vago luteranismo y la atmósfera creada en la Italia y la Europa del siglo xvi por las polémicas de la Reforma y la Contrareforma, hasta cosmogonías y cultos milenarios, algunos de trasfondo chamánico, como los benandanti:

Es una coincidencia asombrosa, digamos inquietante, para quien no disponga de explicaciones inaceptables, como el inconsciente colectivo, o demasiado fáciles, como el azar, pues ciertamente Mennochio hablaba de un queso bien real, nada mítico; el queso que había visto hacer (o quizá él mismo había he­cho) en innumerables ocasiones; por el contario, los pastores de Altai habían traducido la misma experiencia en el mito cosmogónico. Pero, a pesar de esta

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diferencia, que no subestimamos, la coincidencia persiste. No podemos ex­cluir que ésta constituya una de las pruebas, fragmentaria y casi extinta, de una tradición cosmológica milenaria que, por encima de diferencias del lenguaje, conjuga el mito con la ciencia […] puede que se tratara de un eco, aunque in­consciente, de aquella antigua cosmología india a la que [Thomas] Burnet no dejaba de dedicar algunas páginas en su libro, pero en el caso de Menocchio no podemos por menos de pensar en una transmisión oral de generación en generación. Esta hipótesis resulta menos inverosímil si consideramos la difu­sión, en aquellos mismos años y precisamente en el Friuli, de un culto de trasfondo chamánico como el de los benandanti. Es en este terreno, aún casi inexplorado, de migraciones y relaciones culturales, que se inserta la cosmogo­nía de Menocchio.33

Además, como refuerzo del modo contextualista de explicación, el formis­mo ayuda a Ginzburg a aislar las características exclusivas de la cosmogonía de Mennochio por la cual ésta puede ser identificada legítimamente con los demás contextos culturales mencionados. Así, Ginzburg describe la va­riedad, individualidad y viveza del pensamiento del molinero friulano, es­tableciendo su unicidad y etiquetándola, al mismo tiempo, como expresión de ese ente llamado por él clases subalternas:

Así pues, vemos aflorar en los discursos de Menocchio, como una grieta en el terreno, un estrato cultural profundo tan insólito que resulta incomprensible. A diferencia de los casos examinados hasta ahora, aquí no se trata únicamente de una reacción filtrada a través de la página escrita, sino de un remanente irre­ductible de cultura oral. Para que esta cultura distinta pudiese salir a la luz, tu­vieron que producirse la Reforma y la difusión de la imprenta. Gracias a la primera un sencillo molinero había podido pensar en tomar la palabra y decir sus propias opiniones sobre la Iglesia y el mundo. Gracias a la segunda, dispuso de palabras para expresar la oscura e inarticulada visión del mundo que bullía en su fuero interno. En las frases o retazos de frases arrancadas de los libros encontró los instrumentos para formular y defender durante años sus propias ideas, primero ante sus paisanos, luego ante los jueces armados de doctrina y poder.34

33 Ibid., p. 102.34 Ibid., p. 103.

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Las estrategias explicativas del contextualismo y del formismo permiten a Ginzburg observar el campo histórico como un conjunto de acontecimientos dispersos que se relacionan entre sí (o, más bien, que los relaciona entre sí) mediante la discriminación de las características específicas individuales y, con esto, de los “hilos” que ligan un suceso con otro suceso, con un contexto con otro contexto. Estos dos modos de argumentación dan la impresión de una continuidad estructural a través del tiempo, una persistente estructura de relaciones de “lo mismo en lo diferente”. Este énfasis en la relación continuidad­cambio hace del relato de Ginzburg una narración sincrónica del pasado. En el área microhistórica del relato, el tropo de la sinécdoque y los modos de argumentación del organicismo, formismo y contextualismo tienen el objetivo de reforzar la tesis principal de su obra en el terreno ma­crohistórico: por un lado, mostrar la “existencia” de ese ente llamado clases subalternas que generan su propia cultura independientemente del otro ente llamado clases hegemónicas y, por otro, mostrar que las relaciones en­tre ellos son de lucha por la dominación y la supervivencia.

El modo de trama con la cual Ginzburg le da un significado específico al caso de Menocchio es la tragedia. Como réplica microcósmica del drama conflictivo entre clases subalternas y clases hegemónicas, Menocchio, identificado con aquellas, se enfrenta a los jueces de la Inquisición, identi­ficados con éstas. El protagonista intenta alcanzar las “cosas altas”, mos­trando gran capacidad y libertad para crear sus propias ideas, apropiarse de las de sus “rivales” y formar una cosmogonía del mundo propia, indepen­diente y original:

Menocchio compró el Florilegio de la Biblia, pero pidió prestado también el Decamerón y los Viajes de Mandeville; afirmaba que las escrituras podían resumir­se en cuatro palabras, pero también sintió la necesidad de apropiarse del patri­monio intelectual de sus adversarios, los inquisidores. En el caso de Menocchio se entrevé, pues, una actitud libre y agresiva, decidida a ajustar cuentas con la cultura de las clases dominantes.35

El antagonista intenta impedir a toda costa estos intentos del protagonista por llegar al sentido pleno de autorrealización. La lucha llega a su clímax

35 Ibid., p. 175.

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cuando este último encara con valentía y pretende derribar las barreras ar­tificialmente erigidas por el antagonista para prohibir que se libere del yugo opresor. Pese a las dificultades y los pronósticos en su contra, Mennochio da batalla, se defiende de sus adversarios. Ginzburg describe el momento con estas palabras: “Y sobre este punto centró el inquisidor su ataque”; “De su carcaj escolástico, el inquisidor extrajo un silogismo”; “Entonces el inquisidor volvió a la carga”; “Mennochio intentó parar golpe tras golpe”; “Así, ni siquiera el dolor físico había conseguido que Mennochio se doble­gara”. Un aura de martirio se deja sentir a lo largo del proceso narrado por Ginzburg: “Menocchio se consideraba una especie de José, no sólo por ser víctima inocente, sino también por ser capaz de revelar verdades para todos desconocidas”; “Destrozado en cuerpo y alma, Menocchio regresó a Mon­tereale”; “La única reacción que tuvo frente a la injusticia que se abatía sobre él, fue aquella, inmediatamente reprimida, de la violencia individual. Vengarse de sus perseguidores, golpear los símbolos de su opresión”.

Al final, y pese a todos los esfuerzos, el protagonista es derrotado por las fuerzas que se le oponen; cae, y con él cae su cosmovisión. Lo que hace de esta una trama trágica no es sólo el hecho de que Menocchio no logre el triunfo, sino también el hecho de que los espectado res de la contienda han tenido una ganancia de conciencia. Una especie de epifanía que revela tanto las fuerzas que se oponen a la libertad y la igualdad humanas (repre­sentadas en las clases hegemónicas o dominantes), como la deseabilidad de cambiar el orden social para lograr esa libertad e igualdad. A su vez, esta ganancia de conciencia, que se da gracias al tramado trágico del nivel mi­crohistórico, permite que el drama macrohistórico sea tramado como cómi­co. De lo trágico se puede llegar a lo cómico, es decir, a la posibilidad de un triunfo o reconciliación de las fuerzas en pugna.

Toda narrativa tiene la necesidad intrínseca de moralizar sobre los acon­tecimientos que trata, de crear centros que organicen su desarrollo, y El que-so y los gusanos no es la excepción. Con lo dicho, se pueden inferir cuáles son las implicaciones ideológicas de la obra Ginzburg. La historia de las clases subalternas contra las clases dominantes, de Menocchio contra la Inquisi­ción, es también la historia por la libertad, la igualdad, la tolerancia; una clase de proyecto emancipatorio que busca redimir a la humanidad e invitarla a un nuevo orden social más sano. Al final de la introducción, Ginzburg dice:

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[En el corpus cultural de Menocchio] sólo un juicio a posteriori nos permite aislar aquellos temas con las tendencias de un sector de la alta cultura del siglo xvi que se convertirían en patrimonio de la cultura “progresista” del siglo si­guiente: la aspiración a una renovación radical de la sociedad, la corrosión inter­na de la religión, la tolerancia. Por todo ello, Menocchio se inserta en una sutil, pero nítida, línea de desarrollo que llega hasta nuestra época. Podemos decir que es nuestro precursor. Pero Menocchio es al mismo tiempo el eslabón per­dido, unido causalmente a nosotros, de un modo oscuro, opaco, y al que sólo con un gesto arbitrario podemos asimilar a nuestra propia historia. Aquella cul­tura fue destruida. Respetar en ella el residuo de indescifrabilidad que resiste todo tipo de análisis no significa caer en el embeleso estúpido de lo exótico y lo incomprensible. No significa otra cosa que dar fe de una mutilación histórica de la que, en cierto sentido, nosotros mismos somos víctimas. “Nada de lo que se verifica se pierde para la historia”, recordaba Walter Benjamin, mas “sólo la humanidad redenta toca plenamente su pasado”. Redenta, es decir, liberada.36

De esta cita se pueden derivar dos observaciones. Primero, Ginzburg iden­tifica las aspiraciones de Menocchio y de las clases subalternas con las aspi­raciones de nuestra época: la renovación radical de la sociedad. A través del tramado de los sucesos de una forma trágica y explicándolos “científicamen­te” (o “realistamente”) apelando a argumentos de libertad humana —cuya implicación es que, a pesar de las fuerzas, agentes o agencias que se le opo­nen, los seres humanos pueden controlar o afectar sus destinos— Ginzburg hace deseable y alcanzable tal utopía. En otras palabras, un modo de expli­cación predominantemente organicista le sirve para sancionar un relato trá­gico de la historia que es de tono heroico y militante. En un sentido, la trama y la implicación ideológica es similar a las formas que Marx daba a sus rela­tos, según Hayden White. La diferencia estriba en que el historiador alemán empleaba una explicación mecanicista, es decir, buscaba las presuntas leyes causales que determinaban las acciones humanas; mientras que, por su par­te, el historiador italiano busca las formas o ideas de los agentes y agencias que habitan el campo histórico al modo organicista.

Así, legítimamente se puede concluir que por el tono heroico y militan­te de la trama trágica y la explicación organicista, las implicaciones ideoló­gicas que se derivan son radicales. Cuando el lector se enfrenta a una

36 Ibid., p. 28.

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historia así interpretada, contempla el campo histórico como una estructura habitada por agentes (clases subalternas y clases hegemónicas) y agencias (cultura popular, alta cultura, libertad, igualdad, tolerancia, etc.) que están en una lucha constante por la hegemonía y con el tipo de sentimiento cau­sado por un drama trágico que puede alcanzar una solución cómica. Este tipo de relato mueve nuestras valencias emocionales para hacernos ver que pese a que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, ya que hay fuer­zas que lo impiden, esas mismas fuerzas son barreras artificialmente erigi­das y, por lo tanto, pueden ser superadas para alcanzar ahora los ideales utópicos que sirven como centro de la estructura pasada y presente:

En cualquier caso, las palabras de Menocchio hacen aflorar, ya sea brevemen­te, las profundas raíces populares de la utopía, tanto culta como plebeya, con harta frecuencia considerada mero ejercicio literario. Tal vez la imagen de un “mundo nuevo” incorporaba una vieja tradición, un legado remoto en la me­moria de una lejana época de bienestar. Es decir, no era una ruptura de la ima­gen cíclica de la historia humana, típica de una época que había visto afianzarse los mitos del renacimiento, de la reforma, de la nueva Jerusalén. No podemos excluir nada de esto, pero subsiste el hecho de que la imagen de una sociedad más justa se proyectaba conscientemente en un futuro no escatológico. No se trataba del Hijo del Hombre encumbrado en nimbos, sino de la lucha empren­dida por hombres como Menocchio —los campesinos de Montereale a quienes él había inútilmente tratado de convencer, por ejemplo— lo que habría debido aportar un “mundo nuevo”.37

Un ejemplo perfecto de cómo el discurso de Ginzburg mueve nuestras emociones y logra estos efectos de realidad en la relación pasado­presente­futuro lo encontramos en el análisis que Aguirre Rojas hace, precisamente, de El queso y los gusanos:

Pero si no hay capital sin trabajo ni dominio sin dominados, el trabajo en cam­bio puede existir tranquilamente sin el capital, y los antiguos dominados sin el dominio al que antes estuvieron sometidos. Por eso, la cultura de las clases populares podrá también sobrevivir, desarrollarse y expandirse sin problemas cuando todas las culturas hegemónicas y todas las clases dominantes y explota­

37 Ibid., p. 137.

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doras hayan ya desaparecido de la historia y de la faz del planeta. Y entonces, sin duda alguna, esas culturas subalternas dejarán de ser tales y florecerán sin trabas, cuando esa humanidad “redenta, es decir, liberada”, de la que habla Carlo Ginzburg citando a Walter Benjamin, haya sido capaz de inaugurar una nueva y más feliz etapa de esta historia humana, por la que hoy todavía nos desvelamos, teórica y prácticamente, todos los seguidores genuinamente críti­cos de esa caprichosa pero extraordinaria e interesantísima Musa Clío.38

¿Acaso no es así como nos imaginamos nuestra realidad? ¿No es gracias a la proyección de estos centros y estructuras ficticias, pero necesarias, como nosotros construimos y damos sentido conceptual e ideológicamente a nues­tras vidas?

Y esto nos lleva a la segunda observación: la tarea del historiador y la historiografía como resultado de la implicación ideológica radical. Si, como dice White, es el valor atribuido al establecimiento social actual lo que ex­plica tanto la forma de la evolución histórica como la forma que debe adop­tar el conocimiento histórico —así como cada ideología va acompañada de una idea específica de la historia y sus procesos, cada idea de la historia va acompañada de implicaciones ideológicas específicamente determina­bles— entonces el método utilizado por Ginzburg no es una mera opera­ción cognoscitiva inocua y transparente. Detrás de él existe una posición respecto a la concepción de la realidad pasada y presente que sustenta el trabajo, tanto en su aspecto epistemológico como en su aspecto ontológico, por el cual se puede llegar a un conocimiento satisfactorio de la historia y sus procesos.

En la introducción a su obra, el historiador italiano critica fuertemente los aspectos ideológicos y los procedimientos metodológicos de estudios culturales previos a El queso y los gusanos. En el primer caso, la amonesta­ción se dirige a que se ha desarrollado una visión aristocrática de la cultura que tiene como resultado la negación de la existencia de ese algo llamado por Ginzburg cultura popular. Muchas veces, dice él, “ideas o creencias originales se consideran por definición producto de las clases superiores, y su difusión entre las clases subalternas como un hecho mecánico de escaso

38 C.A. Aguirre Rojas, “El queso y los gusanos…”, op. cit., p. 94.

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o nulo interés”.39 En su opinión, con tal visión verticalista o desde arriba por parte de los historiadores, “las clases inferiores quedarán condenadas al ‘silencio’”. Por otra parte, esta violencia ideológica, aunada al positivismo ingenuo que demuestran, dice Ginzburg, orilla a otros investigadores a in­currir en una visión aún más peligrosa y errada: el escepticismo. Aquí, su crítica se centra en los estudios realizados por Michel Foucault en la obra Historia de la locura en donde, afirma, “el irracionalismo estetizante es la única meta de esta serie de investigaciones”. La simple contemplación muda “cae en éxtasis ante una enajenación absoluta, éxtasis que no es más que el resultado de eludir el análisis y la interpretación”.40

Lo que Ginzburg hace explícito con sus críticas es que, si se quiere lle­gar a una valoración y conocimiento correcto del pasado, se tienen que re­pudiar tanto las visiones aristocráticas, con sus explicaciones mecanicistas de causalidad —que se identifican con una ideología tanto conservadora o reaccionaria como liberal—, como las valoraciones irónicas con sus implica­ciones escépticas y relativistas en lo moral —identificadas, a su vez, con una ideología anarquista—.41 Así, Ginzburg favorece una historia que dé voz a los olvidados y reintegre a las clases inferiores en la historia. Esto sólo es posible si, desde el punto de vista ideológico, se da un vuelco en el enfo­que desde arriba para verse desde abajo, es decir, desde el punto de vista de las víctimas, como diría él. La superación de la visión irónica sólo puede ser posible si se desarrolla una historiografía “socialmente responsable” (entendiendo socialmente responsable según las condiciones que impone la ideología radical, claro está), en la que el historiador sea consciente de

39 Ginzburg, El queso y los gusanos…, op. cit., p. 15.40 Ibid., p. 19.41 En una entrevista que le hizo a Ginzburg el noruego Trygve Riiser Gundenser para la re­

vista Samtidem, aquel, cuando le preguntaron su opinión respecto al relativismo, contestó: “Refu­giarse en el relativismo es un modo demasiado fácil de sustraerse a los retos a los que nos enfren­tamos en el estudio de la historia y de la sociedad en general. La posición relativista anda fundamentalmente extraviada y es falsa: falsa intelectualmente, falsa políticamente y falsa moral­mente […] Eso ha sido un error fatal de la izquierda académica. Elegir el deseo frente a la reali­dad (incluida la realidad indeseada), me parece a mí ensimismamiento y autoaniquilación. A este respecto, me siento muy distanciado de la cultura del 68 y de su efecto a largo plazo”. Ginzburg es reconocido por ser uno de los críticos más enérgicos del “posmodernismo historiográfico”, la entrevista citada es una fuente muy útil para conocer sus ideas respecto al método microhistórico. Puede consultarse en: http://www.kaosenlared.net/noticia.php?id_noticia=16557 [consulta: 21 de marzo de 2014].

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que tiene una obligación con los muertos y de que una de sus tareas princi­pales es contar la verdad sobre ellos.42 El historiador, entonces, tiene la función de recobrar lo olvidado y, al hacerlo, redimir a la humanidad; recor­daré de nuevo las palabras de Ginzburg:

Respetar en ella el residuo de indescifrabilidad que resiste todo tipo de análisis no significa caer en el embeleso estúpido de lo exótico y lo incomprensible. No significa otra cosa que dar fe de una mutilación histórica de la que, en cierto sentido, nosotros mismos somos víctimas. “Nada de lo que se verifica se pierde para la historia”, recordaba Walter Benjamin, mas “sólo la humanidad redenta toca plenamente su pasado”. Redenta, es decir, liberada.43

Ahora bien, nada de lo anterior sería posible para el historiador (ni tampoco sus pretensiones de llegar a la verdad) si no contara con un método adecua­do. Además de que habitualmente carecen de una buena documentación, Ginzburg dice que las explicaciones mecanicistas han echado mano de un método que carece de profundidad y verosimilitud a medida que intenta integrar de una forma acrítica, determinista y generalizante los datos ha­llados en el campo histórico. Este método es el empleado en los estudios de historia cuantitativa y seriada. El historiador italiano alega, parafraseando a E.P. Thompson, que las limitaciones de la historia cuantitativa se encuen­tran en “el grosero impresionismo de la computadora, que repite ad nauseam un elemento simple recurrente, ignorando todos los datos documentales para los que no ha sido programada”. Sin embargo, estas limitaciones pue­den ser su peradas “con una serie de profundas indagaciones particulares” que lleven a “desentrañar los múltiples hilos con que un individuo está vinculado a un ambiente y a una sociedad históricamente determinados”. Sólo de esta manera, afirma Ginzburg, “podremos even tualmente extender las conclusiones a que podamos llegar”.44

Por lo tanto, para este autor, una investigación correcta, que genere co­nocimiento verdaderamente histórico, debe proceder en dos niveles simul­táneamente: la investigación de los factores particulares de los sucesos históricos y la comprensión de su relación universal. En otras palabras, la

42 Ibid.43 Ginzburg, El queso y los gusanos…, op. cit., p. 28.44 Ibid., p. 23, 26­27.

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comprensión del macrocosmos no puede prescindir de la comprensión del microcosmos, ya que sin una investigación exacta de lo particular, la con­cepción de lo universal caería en lo abstracto. Esta implicación ideológica del radicalismo puede explicar el porqué Ginzburg prefiere una prefigura­ción sinecdóquica del campo histórico así como una explicación organicista, formalista y contextualista de él. El trabajo del historiador y el “significa­do” de la historiografía consisten en comprender la coherencia formal de segmentos finitos del campo histórico que se estructuran como integracio­nes mayores de la vida y la sociedad: la relación de la parte con el todo.

En resumen, para Ginzburg la historia es el conocimiento del suceso individual en su realización concreta (formismo, contextualismo) para rela­cionarlo con el contexto universal en que aparece y se desarrolla (organicis­mo). El propósito del estudio histórico, en su concepción, es rescatar a los olvidados para redimirlos en un sentido de justicia histórica. Así, es innega­ble que la reflexión sobre el pasado está impulsada por preocupaciones es­pecíficamente morales e ideológicas.

Dicho esto, se pueden representar gráficamente las dimensiones poéti­cas del nivel microhistórico de El queso y los gusanos de la siguiente manera (la implicación ideológica radical también se aplica al nivel macrohistórico de la obra):

Tropodominante

Modo de trama Modo deargumentación

Implicaciónideológica

Sinécdoque Trágica OrganicistaFormista

Contextualista

Radical

CONSIDERACIONES FINALES. LA POÉTICA DE LA IMPOSIBILIDAD

A pesar de todo, cualquier historiador podría muy bien preguntarse, como de hecho Arnaldo Momigliano hizo con Hayden White: ¿y qué?

¿Por qué me debería preocupar si un historiador prefiere presentar la parte por el todo más que el todo por la parte? Después de todo, a mí no me importa si

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un historiador ha decidido escribir en un estilo épico o introducir disertacio nes en su narración. No tengo motivos para preferir los historiadores sinecdóquicos a los irónicos o viceversa. Con seguridad, para ser llamados historiadores tienen que convertir su investigación en alguna forma de relato. Pero sus relatos tienen que ser relatos verdaderos.45

Las formas lingüísticas de representar la realidad pasada no importan, sólo importa que el historiador diga la verdad y nada más que la verdad.

No obstante, como le replicaría White, sí importa si los acontecimientos son presentados como partes de un todo (como lo hace Ginzburg en El queso y los gusanos) o si una totalidad es presentada tan sólo como la suma de sus partes (como lo hacen los historiadores cuantitativos que tanto critica Ginzburg). Esto resulta importante, dice White, para el tipo de verdad que uno espera obtener de un estudio de cualquier serie dada de acontecimien­tos: “Y confío en que incluso Momigliano admitiría que la elección de un estilo grotesco para la representación de algunos tipos de acontecimientos históricos constituiría no sólo una falta de gusto sino también una distorsión de la verdad”.46 ¿Qué diría Ginzburg si algún otro historiador utilizara los mismos documentos que él usó en la historia de Menocchio para contarnos ahora la historia de la Inquisición (esto es, desde arriba) con una visión iró­nica tramada como romance o como comedia? ¿Qué dirían los historiadores del Holocausto si otros historiadores tramaran el mismo hecho como una sátira? Se puede apreciar más claramente la importancia capital que tiene la ficción en el proceso de representar el pasado.

Lo que White saca a la luz es la ingenuidad del tipo de intuición positi­vista que habitualmente se aprecia en la disciplina histórica, de creer que nuestras explicaciones son un mero reflejo limpio y transparente del pasa­do. Como afirma Ankersmit, White demostró que esas intuiciones positi­vistas presentadas or gullosamente como la realidad histórica misma son una ilusión que se crea dentro de la propia disciplina. Por supuesto, asiente White, hay una realidad histórica que, en principio, es accesible para el historia dor. Pero su teoría nos invita a pensar que muchos historiadores se

45 A. Momigliano, “La retórica de la historia y la historia de la retórica”, en Fundamentos de la historia antigua, Turín, Einaudi Paperbacks 157, 1984 p. 4. Las cursivas son mías.

46 Ibid.

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han olvidado de esta reali dad histórica y confunden el producto de su codi­ficación tropológica del pasado con el pasado en sí mismo. Así, White, en lugar de criticar la práctica del historiador y convertirla en mera producción estética, propaganda u opinión, es el realista que nos recuerda la diferencia entre el pasado y la mera construcción intelectual de él.47

En términos deconstructivos, el trabajo teórico de White tiene el mérito de realizar la inversión de la oposición entre historiografía y ficción, demos­trando que este último término, siempre excluido y relegado del discurso histórico serio, no tiene un papel puramente secundario y ornamental. La tropología, al hacer patente la imposibilidad de concebir el pasado como presencia plena y darle a la ficción el papel de añadidura que suple ese va­cío, neutraliza la estructura conflictiva y subordinante de la oposición. Así, al trastocar esa violencia jerárquica, demuestra que la figuración juega un rol clave en la tarea de aprehender el pasado. En última instancia, el gesto de la inversión whitheana es señalar el carácter histórico, inestable, indeci­dible, no fijo, de esa oposición dentro de la historiografía. De esta manera, la teoría de los tropos trata de ver a la ficción ya no como una forma de dis­torsión de la realidad, como una oposición a la literalidad de la historiogra­fía, sino como una forma constitutiva y necesaria de ésta; es ver un continuum entre ambos: el momento en que su manifestación es necesaria para representar y construir el pasado.

Finalmente, diremos que lo que la ciencia de la historia siempre ha in­tentado excluir, retorna y presupone el espacio general de su posibilidad. Pero, al mismo tiempo, el retorno de lo excluido señala la imposibilidad de pensar, entender y conocer el pasado en su pureza y transparencia riguro­sas. La poética de la historia se convierte de esta manera en la poética de la imposibilidad.

47 F. Ankersmit, “Hayden White’s Appeal to the Historians”, en History and Theory, vol. 37, mayo 1998, p. 186.

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usos y abusos De la historia

Pensar e imaginar el derechomediante la historia*

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Hay una vieja e inescapable pregunta que se hacen todos aquellos que no participan del gusto natural por el conocimiento del pasado: “his­

toria, ¿para qué?” Sin duda, ésta es una pregunta que no se escucha con suficiente frecuencia en las escuelas e institutos de investigación histórica, donde el oficio de historiar es visto como una tarea intrínsecamente valiosa, placentera y apasionante. Fuera de estos espacios, y particularmente en los centros de enseñanza media y superior, la historia suele ser vista como una disciplina tediosa, árida y ornamental: un conocimiento que nutre la cultu­ra general, pero del cual se puede prescindir. Como egresado de una licen­ciatura en derecho y profesor de historia de futuros abogados en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (cide), puedo decir que esta per­cepción de que la historia tiene una escasa utilidad práctica e intelectual es particularmente aguda las escuelas de derecho, lo cual se refleja en la cre­ciente marginación de la disciplina en los planes de estudio, las plazas do­centes y los presupuestos de investigación. Para muchos abogados, la historia del derecho es un hobby que permite ostentar la erudición propia y descubrir hermosos volúmenes antiguos para adornar la igualmente inser­vible biblioteca del despacho. Nada más.

Efectivamente, uno de los principales retos que enfrentan actualmente los historiadores del derecho consiste en persuadir a sus colegas de otras especialidades jurídicas de la importancia y utilidad de esta disciplina: ¿qué le puede ofrecer la historia al derecho? Gustavo Zagrebelsky, ex presidente

*Ponencia leída en el marco de la mesa redonda “El derecho en la historia y la historia en el derecho”, que tuvo lugar en el Instituto Nacional de Ciencias Penales el 28 de mayo de 2013.

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de la corte constitucional italiana, ha formulado con exactitud la pregunta decisiva: ¿se puede dar a la historia un lugar y un significado de orden me-todológico en la formación de los juristas? ¿O se trata simplemente de un conocimiento “auxiliar” y en esa medida decorativo?1 En esta breve po­nencia, quiero proponerles un par de respuestas a esta pregunta. Estoy convencido de que la historia no es solamente útil sino imprescindible en la formación jurídica, pues la historia ayuda a pensar e imaginar los proble­mas jurídicos de una manera más realista, compleja y profunda. Cuando era estudiante de derecho, me llamaba mucho la atención que algunos profe­sores subrayaran el abismo que existía entre la realidad y lo que enseñaban los libros: uno era el derecho vivo, el que sólo se podía aprender en la prác­tica, y otra cosa era la teoría, la “dogmática jurídica” que marca el “deber ser”, pero que no necesariamente refleja lo que acontece fuera de las aulas. No sé a ustedes, pero la imagen de la ciencia jurídica como un pesado re­pertorio de abstracciones desconectadas de la realidad me provocaba un enorme rechazo frente a dicha ciencia y frente a la formación que estaba recibiendo. Siempre sentí que la “ciencia jurídica” podía ser más “ciencia” y más interesante, a condición de que rompiera ese cinturón de castidad intelectual que Hans Kelsen llamaba la “pureza metódica”, incorporando los métodos, preguntas y descubrimientos de otras disciplinas sociales y humanísticas, como la economía, la sociología, la antropología y, sobre todo, la historia.

Antes de proseguir, quisiera aclarar una cosa importante. Por historia no me refiero principalmente a una masa de conocimientos sobre el pasado, sino a una forma de pensar y representar la realidad. A veces se asume que la historia es una mera crónica, es decir, un relato en el que se registran acontecimientos, fechas y personajes siguiendo un orden cronológico. En los libros y escuelas de derecho, por ejemplo, la historia suele ser vista pre­cisamente como una crónica del pasado jurídico de la nación. Muchos ma­nuales, por ejemplo, comienzan con un capítulo de “antecedentes históricos”, donde se registran cronológicamente todas las normas antiguas, preferentemente normas generales, que guardan algún tipo de relación con la materia que se está estudiando. Por ejemplo, si el libro es de derecho

1 G. Zagrebelsky, Historia y constitución, Madrid, Trotta, 2005, p. 27.

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laboral, en el capítulo de antecedentes se mencionará primero el régimen de las encomiendas, después el espíritu protector de las Leyes de Indias, a continuación entra el padre Hidalgo y la abolición de la esclavitud en Gua­dalajara, vendrán después los principios liberales de la Constitución de 1857, superados por la Revolución y la magna obra de los constituyentes de Querétaro, y la procesión concluirá con un listado de todas las reformas al artículo 123, algún extracto de discursos presidenciales y el último brocha­zo a la Ley Federal del Trabajo. Pues bien, eso no es historia, a eso se le puede llamar “dogmática retrospectiva”, crónica de antecedentes legislati­vos y doctrinales, pero no historia. Por historia del derecho me refiero a una manera de pensar el derecho, de entenderlo a partir de sus múltiples con­textos y de su experiencia efectiva a través del tiempo.

Para ilustrar con más detalle a qué me refiero, pensemos en los pasos que habría de seguir el estudio histórico de un artículo de la Constitución. En primer lugar, habría que reconstruir el contexto histórico de su incorpo­ración a la ley fundamental y de sus sucesivas reformas. Dicho contexto tiene múltiples dimensiones. El primero y más evidente sería el ambiente político que le dio origen, pero éste no es el único ni necesariamente el más importante: también es necesario conocer las distintas vetas de la cultura jurídica que dotan de significado a los conceptos que recoge dicho artículo, la problemática concreta que se pretendía resolver constitucionalmente, los intereses que intervinieron en su negociación y aprobación, los paralelos con experimentos constitucionales contemporáneos en otros países, etc. Aun si reducimos la norma jurídica a un mero enunciado lingüístico, éste no es inteligible si prescindimos del contexto específico en que dicho enunciado se inserta. Es como si tratáramos de leer los Diálogos de Platón ignorando quién es Sócrates y quiénes eran los sofistas, ignorando cómo era la vida cultural, social y política de la Grecia antigua, omitiendo trozos en­teros de la conversación y asumiendo que la palabra “república” tiene las mismas connotaciones en todo tiempo y lugar. Nuestra lectura descontex­tualizada podría dar lugar a una disertación articulada e incluso elocuente, pero seguramente alejada de la realidad. No hablaríamos de los Diálogos de Platón, sino de una idea que está en nuestra cabeza.

Además del contexto, el estudio histórico de ese artículo constitucional tendría que considerar su experiencia concreta, es decir, la historia de su

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desarrollo y aplicación a lo largo del tiempo. De esta manera, además de reconstruir la historia de la legislación reglamentaria, nuestro estudio ten­dría que comprender el análisis de la experiencia judicial y administrativa de la norma constitucional: tendríamos que considerar cuándo y cómo se ha interpretado dicha norma por los órganos correspondientes, la frecuencia con que dicha norma ha sido invocada en los tribunales y en las distintas instancias políticas y administrativas, los efectos jurídicos, políticos, sociales, económicos e incluso culturales de su aplicación efectiva, y el modo en que dicha experiencia ha favorecido o condicionado la reforma del texto consti­tucional. Tendríamos que ver la norma constitucional como algo más que un enunciado abstracto y repensarla como un instrumento jurídico que co­bra vida en su discreta aplicación al caso concreto, un instrumento que ade­más incide directamente en la realidad, aunque dicha incidencia sea con frecuencia decepcionante e incluso contraproducente.

En resumen, pensar históricamente una norma jurídica nos obliga a tomar en cuenta sus antecedentes y las circunstancias de su adopción, sus objeti­vos iniciales, los distintos intereses que protege o afecta, su adecuación a los valores predominantes en una sociedad, los casos en que ha sido apli­cada e interpretada, las instituciones encargadas de dicha tarea, los debates doctrinales respecto a sus múltiples sentidos y lagunas, sus posibilidades de incidir eficazmente en la vida social y, obviamente, los cambios en todas estas variables a lo largo del tiempo. ¿Por qué seguimos limitando la “cien­cia del derecho” a una mera exégesis normativa, desligada del mundo real, cuando podría ser un espacio privilegiado de encuentro entre las diferentes disciplinas sociales? ¿No sería mucho más interesante y fructífero el estu­dio del derecho si lo reintegramos a esa realidad histórica de la cual forma parte? ¿Por qué seguimos repitiéndonos aquella cantaleta de la distancia insalvable entre la realidad y la norma, cuando a través de la historia pode­mos entender mejor cómo la realidad configura el derecho y cómo el dere­cho da forma y estructura la vida social?

Si la historia nos puede ayudar a pensar mejor el derecho, a pensarlo en toda su riqueza y complejidad, también nos puede ayudar a corregir la po­bre imagen que tenemos sobre sus potencialidades y sus funciones en la vida social. Aquí es importante subrayar que la historia, nuestra conciencia colectiva del pasado, no es sólo una herramienta para comprender mejor el

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presente, sino también para imaginar con mayor libertad y ambición el fu­turo. Sé que esto suena muy abstracto, así que trataré de explicarme. Con independencia de que nos atraiga o nos disguste el estudio de la historia, buena parte de nuestros valores, nuestra cosmovisión e incluso nuestro len­guaje están determinados por la imagen que tenemos del pasado, misma que hemos formado gradualmente a partir de nuestra educación, nuestro entorno social y nuestra experiencia vital. En esa medida, y atreviéndome a parafrasear la profunda observación de Ludwig Wittgenstein sobre el len­guaje, podríamos decir que nuestra imagen del pasado determina hasta cierto punto los límites de nuestro mundo: nuestra conciencia de la expe­riencia histórica expande o estrecha nuestra conciencia de lo posible y de lo imposible, expande o estrecha nuestra capacidad de imaginar y transformar la realidad. Por algo decía George Orwell que “quien controla el pasado controla el futuro”, pues nuestra conciencia histórica manifiesta todo su poder —a veces creativo y con frecuencia destructivo— al momento de imaginar un proyecto de futuro.

¿Qué significa esto para el derecho? Aunque muchos abogados mexica­nos se ufanan de no necesitar la historia, ocupación de académicos poco enterados de los problemas de la vida real, son muchos los temas y ocasio­nes en que una pobre conciencia histórica les impide imaginar soluciones más efectivas a los desafíos cotidianos de la justicia, o incluso exigir una mayor atención pública hacia los temas que ocupan su práctica profesional. Ahora mismo se me ocurren dos ejemplos muy claros. Como saben todos los asistentes a esta conferencia, el juicio de amparo es el principal instru­mento para hacer valer los derechos fundamentales que otorga la Constitu­ción. El amparo es una institución muy arraigada en el derecho mexicano, y en cuya operación cotidiana se invierte anualmente una enorme cantidad de recursos económicos y humanos. Hasta hace muy poco tiempo, sin em­bargo, la legislación mexicana reconocía efectos muy limitados a las senten­cias de amparo: la sentencia sólo protegía al quejoso y el que la sentencia reconociera la inconstitucionalidad de una norma no implicaba necesaria­mente su expulsión definitiva del orden jurídico. Esta autolimitación del amparo provocaba injusticias e incongruencias terribles, pues los únicos que podían gozar de la protección judicial contra una norma inconstitucio­nal eran aquellos que tenían el dinero necesario para pagar un buen aboga­

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do y embarcarse en un prolongado litigio contra el Estado. Aunque todo el mundo era consciente de esta limitación, eran muy pocos los que se atre­vían a sugerir una reforma profunda del juicio de amparo que permitiera ampliar de manera significativa sus efectos. Curiosamente, una de las prin­cipales razones para mantener el statu quo era de orden histórico: se decía que la mal llamada fórmula Otero, con todas sus limitaciones, era una figu­ra propia de nuestra tradición jurídica y, por lo tanto, iba a ser muy difícil reformar una institución que respondía a nuestra historia e idiosincrasia nacionales. Este es un argumento que en distintas ocasiones y foros escu­ché en boca de profesores, litigantes e incluso juzgadores.

Volviendo a mi argumento principal, lo que vemos en este caso es cómo una pobre conciencia del pasado limitaba la capacidad de imaginar solucio­nes efectivas y audaces para el presente: la imagen de una tradición inamo­vible impedía cuestionar una limitación muy grave de nuestro juicio de amparo. En este caso, un mejor conocimiento de la historia hubiera facilita­do una discusión más inteligente sobre los efectos de la sentencia de ampa­ro. De entrada, nadie se atrevería a culpar al pobre Mariano Otero de la “fórmula” que lleva su nombre, pues el jurista jalisciense había concebido el juicio de amparo en el marco de un sistema muy complejo de controles constitucionales, donde los jueces federales protegían al individuo contra medidas arbitrarias y el Congreso y las legislaturas salvaguardaban la supre­macía de la Constitución frente a leyes inconstitucionales estatales o fede­rales. En segundo lugar, un mejor conocimiento de la historia jurídica del siglo xix permitiría advertir que el diseño “tradicional” de nuestro juicio de amparo no es la encarnación de una esencia jurídica inamovible, sino un instrumento procesal que nació en respuesta a ideologías, experiencias y circunstancias muy concretas, y que por lo tanto puede y debe modificarse a la luz de las realidades del presente. Paradójicamente, entonces, un mejor conocimiento de la historia puede ser una herramienta para liberarnos de la tiranía del pasado.

El segundo ejemplo que me viene a la mente tiene que ver con las mi­serias de nuestra discusión pública de problemas jurídicos. Todo el mundo sabe que uno de los principales problemas que el ciudadano de a pie en­frenta cotidianamente es la corrupción, ineptitud e insuficiencia de nuestro sistema de procuración y administración de justicia. Las tasas de impuni­

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dad son altísimas, hay una gran desconfianza social frente a policías y tribu­nales, y un “servicio” que ofrecen muchas mafias es el cobro de deudas y agravios por vías extrajudiciales. Al mismo tiempo, sin embargo, nuestra discusión pública gira obsesivamente alrededor de la política partidista y las grandes decisiones presidenciales y legislativas, como si el pobre funciona­miento del sistema de justicia fuera un problema secundario, que puede esperar y que no pone en riesgo la viabilidad del Estado. Creo que este au­toengaño de la opinión pública también tiene mucho que ver con una pobre conciencia histórica: estamos tan acostumbrados a leer la historia de México como una gesta de revoluciones ininterrumpidas, poblada de héroes, caudi­llos, villanos y presidentes, que nos damos el lujo de asumir que el derecho efectivamente practicado en los tribunales ha sido un factor muy secunda­rio en nuestra historia y por lo tanto en nuestro presente y futuro.

Un mejor conocimiento de nuestra historia jurídica nos permitiría adver­tir que la procuración y administración de justicia no han sido un asunto menor, sino un factor indispensable para la viabilidad y gobernabilidad del Estado. A lo largo del periodo colonial y hasta bien entrado el siglo xix, los tribunales fueron una instancia fundamental para negociar y disipar las ten­siones propias de una sociedad multiétnica, fragmentada y desigual. Con esto no quiero decir que los tribunales fueron siempre justos e impecables, simplemente quiero subrayar que su presencia y funcionamiento eran indis­pensables para garantizar un mínimo de cohesión social. A mí siempre me ha llamado la atención, por ejemplo, que durante la guerra contra Estados Unidos en 1846­1847, muchos tribunales ordinarios y superiores siguieron recibiendo y despachando toda clase de asuntos, aun en medio de enormes dificultades. Creo que esa continuidad de las instancias judiciales fue una de las claves que explican la supervivencia del Estado mexicano tras la mo­numental derrota militar y política frente a la invasión norteamericana. En la época porfiriana, cuando el gobierno federal había logrado consolidar un Estado relativamente fuerte y eficaz, los tribunales no dejaron de funcionar como una válvula de escape para la conflictividad social. Así lo reconoció en 1908 el senador Miguel Bolaños Cacho, a quien vale la pena citar:

Cuando los historiadores del futuro estudien bien nuestra época y juzguen se­rena y filosóficamente de las causas complejas de nuestra paz interior y de

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nuestro creciente progreso material, tendrán en cuenta, sin duda, las energías administrativas que han sofocado con mano de hierro todo linaje de rebeliones; pero no habrán de olvidar que si la sumisión pasiva ha podido operarse de buen grado, ha sido, entre otros importantes factores, porque el juicio de amparo ha permitido, en lo general, reparar infinidad de arbitrariedades, cuyos efectos, de otro modo, habrían agotado, tarde o temprano, la paciencia y la abnegación de los mexicanos.2

Llevamos ya varios años escuchando noticias acerca de la descomposición del orden público en distintas partes del país. Dejando a un lado la violencia y las espeluznantes cifras de homicidios, pensemos simplemente en el ejer­cicio virtual de potestades públicas por parte de grupos de autodefensa y mafias del crimen organizado. ¿No será que esta descomposición responde, entre otros factores, a una pobre comprensión de nuestra realidad histórica y social, y a una pésima definición de prioridades en la política de seguridad? ¿No resulta alarmante que los tropiezos de candidatos presidenciales hayan ocupado mayor atención de la opinión pública que los graves retrasos y pro­blemas en la implementación de las reformas constitucionales en materia judicial de 2008 y 2011? Si la profesión jurídica fuera más consciente del papel que históricamente ha jugado el derecho en México, tal vez podría hacerse escuchar con más fuerza y capacidad persuasiva en la selva de la opinión pública. La historia puede servir para muchas cosas, de verdad. Mientras tanto, sólo me resta felicitar al Instituto Nacional de Ciencias Pe­nales (Inacipe) por su interés de llevar esta nueva historiografía jurídica a un público que los historiadores deberíamos cultivar con mayor frecuencia.

2 Discursos que contra el proyecto de ley que restringe el Juicio de amparo al adicionar el artículo 102 de la constitución federal, pronunció el Senador Lic. Miguel Bolaños Cacho en la Cámara de Senadores del Congreso de la Unión, México, Imprenta Benito Juárez, 1908.

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Mientras que Joel Roberts Poinsett (1779­1851) es una figura evocada con regularidad en fechas cívicas y libros de texto en México —de

manera negativa—, resulta inconcebible que se encuentre prácticamente olvidado en su país, Estados Unidos. Ya en 1888 el historiador Charles Sti­llé notaba que la carrera de Poinsett no era “muy familiar para esta genera­ción” y que su nombre se había “desvanecido extrañamente de la memoria de casi todo el mundo”.1 La extrañeza recae en que Poinsett no fue cual­quier personaje: oriundo de Carolina del Sur, se convertiría no sólo en un diplomático con una carrera notable en diferentes países latinoamericanos (Chile, Argentina, México), sino también en uno de los patriotas más apa­sionados de su tiempo. Poinsett fue un políglota brillante que hablaba al menos cinco lenguas distintas de manera fluida, un botánico amateur que introdujo la planta conocida como poinsettia a su tierra natal y un aventurero que destacó como uno de los pocos estadounidenses que visitaron más de diez países en la primera mitad del siglo xix. En el ámbito interno fue un político muy hábil, primero como diputado local —cuya participación fue vital para paliar las ansias secesionistas de Carolina del Sur— y luego Secre­tario de Guerra (1837­1841) en el gabinete de Martin Van Buren. Para po­nerlo en una nuez: Poinsett fue uno de los más activos defensores de los intereses de la Unión Americana dentro y fuera de su país en el siglo xix.

Una de estas facetas, la de aventurero, permitió al surcarolinés conocer lugares tan lejanos de su país como Finlandia y el Cáucaso, un privilegio en

*Agradezco mucho a Iván Kurilla fungir como partera de ideas para este texto y haberlo revisa­do. Gracias a Jaime Hernández por sus comentarios. Cualquier error es responsabilidad del autor.

1 C.J. Stillé, “The Life and Services of Joel R. Poinsett”, I, The Pennsylvania Magazine of His-tory and Biography, vol. 12, núm. 2, 1888, p. 129.

Aventuras, imágenes mutuasy orientalismo

Joel R. Poinsett en Rusia (1806­1808)

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ese tiempo. Entre 1806 y 1808, el joven Poinsett pasó más de un año en el Imperio Ruso, convirtiéndose en el segundo ciudadano estadounidense que lo visitó oficialmente. Allí tuvo una recepción envidiable para cualquier ex­tranjero, al grado de que el zar Alejandro I lo invitaría a ser coronel del ejér­cito. La visita de Poinsett a Rusia dice mucho sobre temas distintos. En primer lugar, es un buen indicador de las relaciones ruso­estadounidenses en sus etapas iniciales, a través de las narraciones de Poinsett y de sus entre­vistas con Alejandro I, información contenida en fuentes primarias recupe­radas aquí y fuentes secundarias que no se han desempolvado en varias décadas. La construcción de esa imagen mutua se definió a principios del siglo xix, en buena medida, a partir de esta visita, antecedente de los prejui­cios y “sentidos comunes” entre estadounidenses y rusos durante ese siglo —y, si se escarba, hasta nuestros días—, que se enfocaron en la imagen del “otro” para enfatizar (y fortalecer) alguna cualidad interna, faltante o sobran­te, de los sistemas económico, social o político propios. Por otro lado, la se­gunda etapa del viaje de Poinsett, al Volga y al Cáucaso, deben analizarse por separado en función de los elementos “orientalistas” que el estadouni­dense y su acompañante, el británico Lord Royston, despiden a cada opor­tunidad, menos como crítica de su pensamiento que como indicador de la imagen del “Oriente” —y del “Oriente ruso”— en el ideario occidental.

EL CONTEXTO: LAS PRIMERAS RELACIONES ENTRE RUSIA

Y ESTADOS UNIDOS

Cuando Estados Unidos de América consiguió su independencia en 1783, Rusia era acaso la única potencia sin un interés directo sobre aquel país, lo cual fue muy sano para la relación bilateral en las tres décadas siguientes. Catalina II (1762­1796) incluso pensó que la independencia de las Trece Colonias podía ser ventajosa para Rusia, por ejemplo, en la causa común de los derechos neutrales navales frente a la ambición británica en mar abier­to.2 Con su Declaración de Neutralidad Armada (marzo de 1780), la zarina ayudó indirectamente a la causa norteamericana al sentar las bases de la

2 N.N. Bolkhovitinov, “The Declaration of Independence: A View from Russia”, The Journal of American History, vol. 85, núm. 4, 1999, p. 1390; N.E. Saul, Distant Friends. The United States and Russia, 1763-1867, Lawrence, University of Kansas Press, 1991, p. 11.

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neutralidad marítima internacional en detrimento de Gran Bretaña. Pronto surgieron más ventajas mutuas en el ámbito comercial: Rusia recibió taba­co, algodón y azúcar del nuevo continente mientras que Estados Unidos obtuvo lino, cáñamo y hierro en bruto de Rusia. Hacia 1783, no obstante, la facción probritánica de Grigori Potiomkin en la corte rusa se alzó triunfante con la anexión del Kanato de Crimea y las relaciones con Estados Unidos se vieron relativamente mermadas.3

Con el estallido de la Revolución Francesa en 1789, la Ilustración, hasta entonces una moda y un juego intelectual en varias cortes europeas —Ru­sia no era la excepción—, pasó a ser un peligro para las autocracias. Pensa­dores rusos proamericanos como Aleksandr Radíschev (1749­1802) o Nikolái Novikov (1744­1818) fueron apresados y los movimientos liberales polacos de 1791 y 1794, que modelaron su Constitución según la america­na, reprimidos por Rusia. Aunque el hijo de Catalina II, el zar Pablo I (1796­1801), liberó a Radíschev y Novikov por motivos de política interna, el Imperio Ruso y Estados Unidos aún mantendrían lo que Norman Saul llamó un contacto indirecto u oblicuo durante algunos años.4 Con Pablo I hubo más formalidad en la relación, pero todavía no era directa. Sólo la lle­gada de Thomas Jefferson a la presidencia de su país en 1801 (en el cargo hasta 1809) facilitó la designación del primer cónsul estadounidense en San Petersburgo, Levett Harris, en 1803.

El sucesor de Pablo I, su hijo Alejandro I (1801­1825), tuvo como tutor al republicano suizo Frédéric­César de La Harpe, admirador de las institu­ciones estadounidenses,5 lo que explica la buena disposición de ese zar hacia Estados Unidos y a Jefferson en particular. Curiosamente Jefferson, presidente durante el viaje de Poinsett, admiraba a Alejandro I y sus refor­mas liberales y esperaba que Rusia fuese un contrapeso para Londres como garante de la neutralidad marítima.6 En julio de 1807, mientras Poinsett viajaba por Rusia, Jefferson escribió: “Tengo confianza en que Rusia

3 N.E. Saul, op. cit., p. 18.4 Ibid., p. 33. 5 A. Blakely, “American Influences on Russian Reformist Thought in the Era of the French

Revolution”, Russian Review, vol. 52, núm. 4, 1993, p. 458.6 F.D. Cogliano, Emperor of Liberty. Thomas Jefferson’s Foreign Policy, New Haven, Yale Uni­

versity Press, 2014, p. 3.

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(mientras viva su monarquía actual) sea el más cordial y amistoso de todos los poderes del mundo, el que irá más allá para ayudarnos, y el más digno de conciliación”.7 A fines de esa década, dice Saul, la bandera estadouni­dense prácticamente “controlaba el comercio en el Báltico”.8 No obstante, el primer embajador estadounidense en Rusia, John Quincy Adams, fue designado en 1809.

El contexto inmediato de la llegada de Poinsett a Rusia en 1806 es el de una Europa dominada por Napoleón tras la derrota austro­rusa en Auster­litz (1804) y la prusiana en Jena (1806). Así, Rusia quedó como el único poder continental capaz de hacer frente a Francia, pues España pronto se­ría invadida por Napoleón (1808) e Inglaterra, aunque apoyaba con tropas, se encontraba separada del continente. Por otra parte, hay ya una relación entre Estados Unidos y Rusia donde despunta apenas una imagen mutua, usada más tarde como base para definir posiciones políticas durante la Gue­rra Anglo­Americana de 1812 y la invasión francesa de Rusia —conflictos cuyo estallido está separado por tan sólo 16 días—. Una prueba del uso de la imagen de Rusia para fines internos en Estados Unidos en esa época fueron las “celebraciones rusas” de 1813. Iván Kurilla demostró cómo en ese momento el Partido Federalista, opuesto a la administración de James Madison (1809­1817), usó la victoria rusa sobre el Imperio Francés en di­ciembre de 1812 para criticar la política exterior de Madison.9

POINSETT, VIAJES Y PLANES

Joel Roberts Poinsett nació el 2 de marzo de 1779 en Charleston, Caroli­na del Sur, en una familia de ascendencia francesa hugonote. Desde 1796 su padre, temeroso de que eligiese una carrera militar, lo envió a

7 Thomas Jefferson a William Duane, 20 de julio de 1807. Founders Online, National Archi­ves. Disponible en: http://founders.archives.gov/documents/Jefferson/99­01­02­5996.

8 N.E. Saul, “America’s First Student of Russian: William David Lewis of Philadelphia”, The Pennsylvania Magazine of History and Biography, vol. 96, núm. 4, 1972, p. 469.

9 I. Kurilla, “‘Russian Celebrations’ and American Debates about Russia in 1813”, Nationali-ties Papers, vol. 44, núm. 1, 2016, pp. 114­123. Kurilla también indagó cómo la abolición de la ser­vidumbre en Rusia en 1861 fue un tema central en los periódicos estadounidenses cuando el país se enfrascaba en su guerra civil por el tema de la esclavitud. I. Kurilla, “Abolition of Serfdom in Russia and American Newspaper and Journal Opinion”, en W.B. Whisenhunt y N.E. Saul (eds.), New Perspectives on Russian-American Relations, Nueva York, Routledge, 2016, pp. 64­73.

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Europa para estudiar y viajar, práctica común entre las familias adinera­das estadounidenses en la nueva república. Charles Chandler afirma que “conocer la sociedad culta y refinada de Europa en ese tiempo daba a un joven del otro lado del Atlántico mayor conocimiento del mundo que cualquier título de Harvard, Yale o Princeton” y fomentaba, al comparar­se con lo que se veía en el viejo continente, “la idea de que Estados Unidos de América era el país más maravilloso de la Tierra”.10 El primer destino de Poinsett fue Gran Bretaña, donde buscó seguir los pasos de su padre (médico) al estudiar medicina, química y farmacéutica en la Universidad de Edimburgo en 1797, para luego irse a Portugal y regresar a Londres en 1798. Cuando Poinsett barajó seriamente la idea de con­vertirse en militar, su padre le ordenó volver en 1800 y lo hizo estudiar leyes con el eminente Henry William de Saussure, pero el muchacho pronto se hartó y elucubró un regreso a la aventura.

En el otoño de 1801 Poinsett volvió a zarpar rumbo a Europa y, gracias a una carta de De Saussure, se instaló en París al amparo del cónsul estado­unidense Robert Livingston.11 Fulwar Skipwith, primo de Jefferson y agen­te comercial en París, le otorgó un pasaporte. De allí pasó a Suiza, donde Alois von Reding, líder confederado suizo, le concedió una visa. Gracias a su nueva pasión por la guerra, el joven americano acompañó a Von Reding en batalla contra los ejércitos franceses.12 En 1803, aún en Suiza, visitó a Jacques Necker —último ministro de Finanzas de Luis XVI de Francia— y a su hija, Germaine de Staël, en su palacio en Coppet. En una anécdota in­teresante, Poinsett y De Staël fungieron como intérpretes entre Necker y Livingston, pues el primero casi no tenía dientes y el segundo era práctica­mente sordo. En el otoño visitó Italia, Sicilia, Malta, Múnich y Viena. A fi­nes de 1803 regresó a Charleston al saber que su padre había muerto y que su hermana Susan estaba gravemente enferma; al año siguiente ella murió “en sus brazos”.13 Tras el duelo doméstico, Poinsett decidió retornar a Europa, no sin antes ir río abajo por el San Lorenzo hacia Canadá.

10 C.L. Chandler, “The Life of Joel Roberts Poinsett”, The Pennsylvania Magazine of History and Biography, vol. LIX, núm. 1, 1935, p. 6.

11 Ibid., p. 9. 12 Ibid., p. 8.13 Ibid., p. 10.

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Una vez libre de la presión familiar, y dueño de una cuantiosa herencia, Poinsett concibió metas más ambiciosas. Esta vez, a inicios de 1806, eligió Rusia como próximo destino. Sus biógrafos tempranos no entendían esta decisión. Chandler sugiere que “un amor puro por una jornada de aventura parece haber impulsado sus viajes rusos”.14 Francisco Javier Gaxiola men­cionó que el motivo fue “combatir la melancolía” por la muerte de sus fa­miliares.15 Stillé, sin embargo, apunta atinadamente que Rusia era “el único país en el continente por el que un viajero podía pasar sin inconve­nientes ni peligros, pues era el único que no había sido tocado por los ejér­citos ocupados en las Guerras Napoleónicas”.16 De acuerdo con Víktor Pleshkov, fue Joseph Allen Smith, otro charlestoniano, quien exhortó a Poinsett a ir a Rusia tras un encuentro en París.17 Smith había estado en Rusia entre 1802 y 1804 y ganó fama como el primer estadounidense que la visitó oficialmente —aunque antes hubo personajes que viajaron de mane­ra informal—.18 Smith era muy popular en la corte rusa porque había traba­jado en Londres con el embajador estadounidense Rufus King, quien lo presentó con el embajador ruso, Semión Vorontsov, hermano de Alexánder Vorontsov, entonces ministro de Asuntos Exteriores de Rusia.19 Los con­tactos de Smith y las cartas de recomendación que escribió para Poinsett explican la buena recepción —y en parte la decisión de ir— de éste en la corte de Alejandro I.20

EL HUÉSPED DISTINGUIDO: REPUBLICANISMO, INFORMALIDAD

Y LA LENGUA RUSA

Tras una breve estancia en Suecia y Finlandia, Joel Poinsett arribó a San Petersburgo el 30 de noviembre de 1806. Además de las cartas de Smith,

14 Ibid., p. 11.15 F.J. Gaxiola, Poinsett en México (1822-1828). Notas de un libro inconcluso, México, Cvltvra,

1936, p. 26. 16 C.J. Stillé, op. cit., p. 137.17 V.N. Pleshkov, “Nakanune priznaniya. Amerikantsy pri dvore Aleksandra I: Dzhosef Allen

Smit i Dzhoel Roberts Poinsett”, en Sankt-Peterburg. Soedinionnye Shtaty Ameriki. 200 let rossiisko-amerikanskikh diplomaticheskikh otnoshenii, San Petersburgo, Evropeiskii Dom, 2009, p. 18.

18 N.E. Saul, op. cit., pp. 1­34.19 V.N. Pleshkov, op. cit., p. 14.20 Ibid., p. 18.

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algo que contribuyó a su buen recibimiento fue que contaba con el grado honorífico de “coronel” por su trabajo en la administración del gobernador Charles Pinckney en su estado natal,21 lo cual habla de la vida pública mili­tarizada en Estados Unidos y en Rusia en aquel tiempo. Al día siguiente de su llegada, el cónsul Levett Harris presentó al viajero ante el zar en un des­file. Según parece, fue el propio monarca quien invitó a Poinsett esa maña­na al saber de su arribo, e incluso pidió que el procedimiento formal y el protocolo se dejaran de lado con el fin de conocerlo. Poinsett mismo lo describió así en una carta:

Nuestro cónsul, Sr. Levett Harris, pidió permiso para presentarme en la corte en el primer día […] tras lo cual recibió al otro día una nota del Barón de Bud­berg ministro de asuntos exteriores [sic] solicitando un encuentro, donde le decía que el Emperador no esperaría hasta el siguiente día de presentación, sino que recibiría al Sr. Poinsett a la mañana siguiente en un desfile […] Por lo tanto me levanté y vestí a luz de vela y después de tomar una taza de café no esperé mucho a que llegara el oficial que me llevaría ante la presencia imperial. Estábamos sentados a la puerta de un cuartel inmenso donde encontré al Em­perador frente a la guardia rodeado de un séquito de generales [y] oficiales en uniformes brillantes. Él sobrepasaba a todos y se distinguía por su gran estatura y su forma varonil, así como por una expresión agradable y refinada. Me recibió cortésmente, incluso con generosidad. Habló favorablemente de nuestro país, dijo que yo era el segundo caballero americano que había visitado Rusia y se alegraba de saber que yo era amigo del Sr. [Joseph] Allen Smith quien era recordado en Rusia con estima y cuya partida había sido universalmente lamentada. Emitió cierto tipo de disculpa por recibirme de manera poco ceremoniosa pero supuso que un americano no objetaría ser tratado de esa forma. Luego de una charla bastante amplia se inclinó significati­vamente y me retiré.22

La narración es de sumo interés. Que Alejandro I ordenara evadir el proto­colo para conocer a un estadounidense de manera informal dice algo sobre cierta visión de Estados Unidos en la mente del emperador ruso. No sólo se manifiesta la exoticidad de tener un huésped que viene de una flamante república al otro lado del mundo, sino que, a un tiempo, el zar también se

21 C.L. Chandler, op. cit., p. 12.22 Joel R. Poinsett a un corresponsal anónimo, octubre de 1806. Apud C.J. Stillé, p. 138. Cursi­

vas mías.

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arrogó la facultad de comprender la escasa ceremoniosidad republicana y las formas simples que él asociaba con el modo de vida americano. Alejan­dro I asume en el relato que el ciudadano de una república puede ser trata­do con informalidad sin ofenderse, presunción que dibuja una línea divisoria entre sociedades autocráticas y democráticas —casi en clave civi­lizatoria—. Esta es una pista crucial en la impresión que el zar tenía de los gobiernos representativos, algo a lo que personalmente no se oponía del todo según se sabe por sus cartas a La Harpe y su idea flotante —abando­nada en 1820 por diversas circunstancias— de otorgar una constitución al pueblo ruso.23

Aunque el zar pensara de esa manera, la cuestión de la etiqueta y la formalidad nunca abandonaría al republicano Poinsett al escribir sobre su vida diaria en San Petersburgo, en calidad de huésped distinguido de la familia real:

Déjame decirte cómo pasa el día para un hombre ocioso. Generalmente me visto a luz de vela para que el alba del sol invernal me encuentre listo para leer o ir a un desfile a mostrarme. Aquí [en los desfiles] el Emperador a veces charla conmigo y los oficiales siempre. Por cierto que estoy en deuda con ellos por información que me salvó de mucho sufrimiento. Va en contra de toda forma de etiqueta presentarse con un gran abrigo u otra cubierta externa ante el Em­perador, por lo que la primera vez que lo esperé en el desfile casi muero por el frío. Los oficiales se percataron de mi situación y me sugirieron, antes de repe­tir mi visita, forrar mi ropa con seda aceitada —lo hice y no volví a sufrir por esa causa—. Luego de desayunar Lord Royston llama y tenemos a nuestro maes­tro ruso [sic] y leemos por una hora o dos y después salimos a caminar o condu­cir para ver paisajes o nos separamos para nuestro entretenimiento. Yo normalmente [acudo] a la Salle D’Arms custodiada por un tal Silverbrük un alemán [sic] y excelente autoridad. Aquí siempre hay buena compañía. Des­

23 En sus cartas de juventud a La Harpe, Alejandro I soñaba con dar una constitución a su pueblo, por lo cual incluso “daría su vida”. Una vez en el trono, Alejandro I dio una Constitución al Reino de Polonia en 1815, anexado al Imperio Ruso con ayuda del Congreso de Viena, que según Alexéi Miller fungió como laboratorio para una futura constitución imperial. Sin embargo, tras la revuelta constitucionalista de Rafael de Riego en España en enero de 1820 (y, cabe agre­gar, tras la revuelta liberal en el regimiento Semiónovski de San Petersburgo en octubre de ese año) el plan constitucional fue desechado de la agenda pública. A. Miller, “The Romanov Empi­re and the Russian Nation”, en S. Berger y A. Miller (eds.), Nationalizing Empires, Budapest, Central European University Press, 2014, pp. 320­321.

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pués a veces posponemos [sic] para tomar un segundo desayuno con el príncipe Adam Czartoryski, un consumado noble polaco y gran favorito del Emperador Alejandro. Luego a casa para vestirse y cenar.24

Pese a que Alejandro I veía en su huésped a un hombre que no se ofende­ría por el “trato informal”, Poinsett consideraba necesario “mostrarse” en desfiles e incluso quitarse el abrigo en presencia del emperador. No se tra­taba tanto del factor republicano, sino de su educación y formalidad, lo que lo hacía seguir el protocolo. Pese a los intentos, Poinsett no era tan educado como el mencionado Philip Yorke, vizconde de Royston, aventurero inglés que viajará con el estadounidense al sur de Rusia y cuyas cartas son una fuente riquísima de información. A propósito, un elemento que llama la atención es que Poinsett y Royston tomaban clases de ruso juntos. En una carta a su padre, el segundo explica que ambos “hablamos por nosotros mismos suficiente russ [sic]” para comunicarse en el camino.25 A su vez, Poinsett diría: “lo consideramos un idioma difícil de aprender y pensamos que se asemejaba al griego en gramática y estructura. Como el griego, tiene la dualidad que no hay en ninguna otra lengua moderna, y encontramos varias traducciones rusas de calidad de poesía griega”.26 Esto no es un dato menor. Si Poinsett estudió ruso al punto de distinguir buenas traducciones rusas del griego y de comunicarse en la corte y en la Rusia rural como se verá después, entonces fue él, y no William David Lewis en 1814, como argumentó Norman Saul,27 el primer estadounidense que estudió ruso en Rusia. Aunque Saul menciona en su artículo sobre Lewis el viaje de Poin­sett, descarta que éste conociera el idioma por una razón poco fundada: que “no era un académico de la lengua y cultura rusas”.28 No obstante, no hay que ser académico para aprender un idioma, pero sí para indagar a fondo con el fin de sustentar un argumento: Saul sólo cita la biografía de Poinsett

24 J.R. Poinsett, s.f. Apud C.J. Stillé, op. cit., p. 139.25 Philip Yorke, vizconde de Royston a Philip Yorke, conde (earl) de Hardwicke. Moscú, 14

de abril de 1807, en H. Pepys (comp.), The Remains of the Late Lord Viscount Royston, with a Memoir of His Life, Londres, John Murray, 1838, p. 95. Disponible en: http://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=uc2.ark:/13960/t4bp07g02;view=1up;seq=5.

26 J.R. Poinsett, s.f. Apud C.J. Stillé, op. cit., p. 140. 27 N.E. Saul, op. cit., pp. 469­479. 28 Ibid., p. 471.

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de Fred Rippy, de 1935,29 y no un texto como el de Stillé (donde Poinsett afirma estudiar ruso a fondo), que data de 1888.

En otro orden de cosas, Poinsett dejó una huella minúscula en los asun­tos internos de Rusia. Al tercer día de visita acudió al Palacio de Invierno y charló con la emperatriz madre, María Fiódorovna. Al saber que Poinsett poseía una plantación, lo invitó a inspeccionar las manufacturas de algodón de Kronstadt, donde el americano halló algo que lo sorprendió: trabajo ser­vil, gratuito, realizado por manos inexpertas:30

Expliqué cómo [hasta] las tarjetas se hacían en Estados Unidos con maquinaria, y su Majestad [María Fiódorovna] dio órdenes instantáneas de introducir la ma­quinaria en su manufacturera de Kronstadt. No lo dije, pero estaba seguro de que las manufacturas promovidas sólo por el favor imperial jamás tendrían éxito. No hay nada de la energía y economía del interés individual y los trabajadores son siervos recibiendo únicamente una pizca escasa, insuficiente para mantener a sus familias con ningún tipo de comodidad. Las mujeres en servidumbre no pagan tributo, ni reciben ningún salario cuando acompañan a sus maridos a estos talleres imperiales; en general es un sistema precario (wretched).31

De algún modo sorprende que Poinsett no vinculara, al menos no en sus cartas, el sistema servil que vio en Rusia con la esclavitud estadounidense —prácticamente idénticos salvo por el racismo—. Sin embargo, Tom Chaf­fin, en su biografía de John Charles Fremont —primer candidato presiden­cial (1856) del Partido Republicano antiesclavista—, asegura que las ideas antiesclavistas de Fremont estuvieron influidas por Poinsett, quien a su vez las gestó a partir “de su observación de la servidumbre rusa durante sus viajes de juventud”, algo que, “como la esclavitud americana, dificultaba la eficiencia y la innovación”.32 Consistente con esta visión, la pequeña apor­tación de Poinsett (la actualización de la maquinaria en Kronstadt) contri­buyó a modernizar la incipiente industria rusa a principios del siglo xix.

29 J.F. Rippy, Joel R. Poinsett. Versatile American, Durham, Duke University Press, 1935.30 Ibid., p. 23; H.E. Putnam, Joel Roberts Poinsett. A Political Biography, Washington, D.C., Mi­

meoform Press, 1935, pp. 11­12.31 J.R. Poinsett, s.f. Apud C.J. Stillé, op. cit., p. 141. 32 T. Chaffin, Pathfinder: John Charles Fremont and the Course of the American Empire, Norman,

University of Oklahoma Press, 2002, p. 26.

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La visión del “atraso” ruso que Poinsett comenzaba a formarse se mani­festó también en sus conversaciones con el zar, de por sí interesantes en un momento en que la imagen mutua de Rusia y Estados Unidos comenzaba a definirse por vía de los viajeros de ambos lados. Charlando con Alejandro I sobre la relación bilateral, Poinsett pudo extraer la opinión del zar sobre lo que se esperaba en San Petersburgo del gobierno de Estados Unidos para beneficio de ambas partes, opinión que el surcarolinés vinculó, una vez más, con el “atraso” ruso.

El Emperador me dijo un día, “no podemos crear una marina mercantil y hasta ahora hemos sido completamente dependientes de Inglaterra para el transpor­te de nuestro producto. Ahora esperamos que los Estados Unidos nos eximan de esta dependencia, y por ende estamos ansiosos de fomentar su embarque y de crear las relaciones comerciales más cercanas con ustedes. Usted debe de­cirlo a su Presidente”, lo cual hice en consecuencia.33 Pero busqué la razón por la que Rusia no podía poseer una marina comercial y pronto la hallé en la naturaleza de sus instituciones. Si un barco ha de ser dispuesto [para zarpar] a un puerto extranjero, el administrador del barco debe asegurarse de que los marineros, que son propiedad privada, regresen a sus dueños. Una condición tan onerosa pone un freno efectivo a toda empresa mercantil de raíz en Rusia.34

Poinsett podrá haber seguido el protocolo y haberse quitado el abrigo fren­te al zar, pero en su correspondencia privada no podía quitarse el abrigo del individualismo estadounidense y de la racionalidad económica liberal. Oriundo de un país que se sabía “avanzado” en cuestiones económicas, para él era evidente que los problemas de Rusia pasaban por la ineficiencia y “la naturaleza de sus instituciones”. Así como las manufacturas de Krons­tadt no podían funcionar con “éxito” con el trabajo servil, tampoco lo con­seguiría una marina mercante —pues era rusa, atrasada—. Aunque no lo define claramente, y aun sin hacer la analogía con la esclavitud negra en Estados Unidos, esto sólo podía hacer de Rusia, a ojos de Poinsett, un país inferior al suyo. No obstante, al señalar los atrasos Poinsett cae en la trampa de su propia lógica. En la misma carta critica más tarde el sistema militar y la militarización de cargos públicos en términos similares, por ejemplo, al

33 Poinsett tenía correspondencia directa con el presidente Jefferson. 34 J.R. Poinsett, s.f. Apud C.J. Stillé, op. cit., p. 142. Cursivas mías.

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mencionar que su “excelente amigo”, el conde Grigori Orlov, era “un te­niente­general aunque nunca había visto un ejército salvo en las grandes revistas [militares]”.35 La argucia está en que Poinsett quedaba más arriba en el escalafón militar con su cargo de “coronel” y tampoco había visto tropas en acción —más que como invitado de Von Reding en Suiza—. Esto indica que Poinsett llegó a un punto en su narración en el que el prejuicio estaba ganando terreno al empirismo, hecho común en los recuentos occi­dentales sobre Rusia.36 En otra charla con el zar, el americano confirmaría la distancia “civilizatoria” entre ambos países:

Él [Alejandro I] mandó por mí para cenar en palacio y cuando terminó [la cena] me tomó del brazo y me llevó a una habitación adyacente. “Estoy un poco sordo sabe” dijo él “y quiero hablar con usted de manera confidencial”. Hizo muchas preguntas pertinentes sobre nuestro país [Estados Unidos] y nuestro sistema [político] y tras escuchar mis réplicas dijo enfáticamente “bueno, esa es una forma gloriosa de gob[ierno] y si yo no fuera un emperador sería un republicano”, querien­do decir por supuesto que si él no fuera un autócrata, un soberano per se, sería uno de los [poderes] soberanos [sic]. Luego dijo que era cosa agradable charlar con un hombre que no tenía miedo de ofender y ningún favor que pedir o es­perar, pero que deseaba cambiar estas relaciones hacia mí y que gustosamente me vería entrar bajo su servicio fuese civil o militar […] La propuesta es bri­llante pero de algún modo no puedo reconciliarla con mi sentido del deber y abandonar a mi país.37

Habrá que confiar en Poinsett respecto a la confesión del zar. Aunque po­lémica, la declaración de que de no ser emperador sería “republicano” no es sorprendente viniendo de él si se lee su correspondencia con La Harpe. Joseph Allen Smith tuvo una experiencia similar cuatro años antes. En una carta de abril de 1803 a Rufus King decía que, “como viajero estadouni­dense, me encuentro más favorecido [en la corte rusa] que si hubiese teni­do una carrera diplomática”. Como Poinsett, Smith había sido invitado por

35 Ibid., p. 143. 36 I. Neumann, Uses of the Other. “The East” in European Identity Formation, Minneapolis, Uni­

versity of Minnesota Press, 1999, pp. 65­112; L. Wolff, Inventing Eastern Europe. The Map of Civi-lization on the Mind of the Enlightenment, Stanford, Stanford University Press, 1994; R. Matos Fran­co, “Rusia: El misterio, el atraso y el estorbo”, Istor, año XV, núm. 63, 2015, pp. 21­34.

37 J.R. Poinsett, s.f. Apud C.J. Stillé, op. cit., pp. 143­144. Cursivas mías.

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el zar “a cenar con él en famille, me sentó junto a él, y conversó conmigo un rato sobre América y Francia”.38 De ese modo, la presencia de “republica­nos” en la corte de Alejandro I parece haber detonado sus simpatías libera­les, aunque no tuviesen un efecto inmediato en la política interna rusa.

ORIENTALISMO: CONOCER LA RUSIA “ASIáTICA”

La idea de visitar la provincia rusa, antes de la sugerencia del zar, surgió en una conversación entre Poinsett y Royston, cuya relación “maduró en amistad y conforme nuestros gustos convergían acordamos viajar juntos en la primavera [de 1807] a las posesiones asiáticas de Rusia”.39 Sin embargo, la idea se reforzaría de nuevo en una comida en palacio:

A propósito de almuerzos, recibí el otro día una invitación, una orden debí de­cir, para almorzar con el emperador a las tres en punto. Acudí al palacio a la hora indicada y fui recibido por el Mariscal Príncipe Tolstói40 y escoltado a la presencia [del zar]. La emperatriz [consorte, Luisa de Baden] quien es una de las personas más circunspectas (con todo, muy hermosa) que he visto, paseaba en la habitación con su hermana y Su Majestad estaba de pie en la ventana viendo el Neva […] Algunos de los sirvientes eran del este y portaban la vestimenta rica y un tanto fantástica de su país. El alma del ágape era la fácil y placentera fluidez de la charla en la que la emperatriz se mezclaba con gran dulzura y buen juicio. Luego del banquete retornamos al cuarto de recepción, donde compartimos café y tuvimos una conversación bastante larga sobre los asuntos políticos de Europa. El emperador me instó a conocer el idioma y pareció complacido cuando le dije que lo estaba haciendo. Luego expresó su deseo de que debía visitar sus dominios y traerle un recuento exacto de sus condiciones añadiendo algunas palabras halagüeñas que no repetiré. Me he entrevistado con él desde entonces y siempre retoma el asunto. La última vez me dirigió algunas palabras graciosamente en russ [sic] que por fortuna entendí y pude responder. Se rió y me instó a perseverar. Por

38 Joseph Allen Smith a Rufus King, 20 de abril de 1803. Apud N.N. Bashkina, N.N. Bolkho­vitinov, J.H. Brown et al. (comps.), The United States and Russia: The Beginning of Relations (1765-1815), Washington, D.C., Departamento de Estado, 1980, p. 366.

39 J.R. Poinsett, s.f. Apud C.J. Stillé, op. cit., p. 139. 40 Por el título probablemente se trate de Piotr Alexándrovich Tolstói (1769­1844), más tarde

designado embajador de Rusia en París en 1807 para dar seguimiento a los Tratados de Tilsit. Es menos probable que se trate de Alexánder Ivánovich Tolstói (1772­1857), gobernador de San Petersburgo en ese momento.

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cierto estas reuniones en la calle son eventos terribles. Cuando el Emperador se detiene a hablar con cualquier persona, cosa que hace muy rara vez, todos se detienen también de manera que el pavimento y la calle están infestados de paseantes que sin duda maldicen en sus corazones la interrupción y su causa.41

La última frase del párrafo —más propia de un cuento de Nikolái Gógol— es otro indicador de las tensiones entre formalidad e informalidad y acaso del desprecio de Poinsett por el sistema monárquico. No obstante, si algo llama la atención del cronista en el relato son los sirvientes orientales del zar y su vestimenta “fantástica”. Es probable que allí se haya iniciado la curiosidad de Poinsett por la Rusia “asiática”. Si en Alejandro I resulta exótico tener como huésped a un estadounidense en San Petersburgo, mientras que seguramente le resultaba normal tener sirvientes orientales ricamente ataviados, para Poinsett la curiosidad por lo “asiático” irá alinea­da con las constantes exhibiciones de orientalismo que ya dominaban bue­na parte de la imagen que había en Occidente (¡y en Rusia!) sobre “el Oriente ruso”,42 pero también la imagen de Rusia como el gran “otro” de Europa.43

El viaje de Poinsett y Royston a la Rusia asiática dio comienzo en marzo de 1807. Se llevaron a siete sirvientes —entre ellos un intérprete de len­guas turcomanas— y cartas de recomendación de la élite política para las autoridades locales, con el fin de obtener, como Royston dijo, “toda civili­dad y asistencia”.44 El británico menciona que Poinsett incluso tenía en su poder una carta de la emperatriz madre.45 No solo tomaron medidas para

41 J.R. Poinsett, s.f. Apud C.J. Stillé, op. cit., p. 140. Cursivas mías.42 N. Knight, “Grigor’ev in Orenburg, 1851­1862: Russian Orientalism in the Service of

Empire?”, Slavic Review, vol. 59, núm. 1, 2000, pp. 74­100; A. Khalid, “Russian History and the Debate over Orientalism”, Kritika, vol. 1, núm. 4, 2000, pp. 691­699; N. Knight, “On Russian Orientalism: a Response to Adeeb Khalid”, Kritika, vol. 1, núm. 4, 2000, pp. 701­715; M. Todo­rova, “Does Russian Orientalism have a Russian soul? A Contribution to the Debate between Nathaniel Knight and Adeeb Khalid”, Kritika, vol. 1, núm. 4, 2000, pp. 717­727; S. Layton, Rus-sian Literature and Empire. Conquest of the Caucasus from Pushkin to Tolstoy, Cambridge: University Press, 2005.

43 I. Neumann, op. cit.; L. Wolff, op. cit.44 Lord Royston al Conde de Hardwicke, Moscú, 14 de abril de 1807. Apud H. Pepys, op. cit.,

p. 94.45 Lord Royston al Honorable Charles Yorke, Moscú, 15 de mayo de 1807. Apud H. Pepys, op.

cit., p. 98.

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evitar problemas en las ciudades, sino sobre todo en descampado. Royston afirmó: “Nuestra procesión, independientemente de los escoltas, tendrá una apariencia formidable. Yo mismo y el señor Poinsett estamos cada uno armados con un arma de doble cañón, una abrazadera con pistolas, una daga y un sable persa; cada uno de nuestros cuatro sirvientes tiene también su pistola y su alfanje […] Siendo, sin embargo, un admirador de medidas pacíficas, he obtenido cartas para [entrar en] Georgia de algunas princesas georgianas.46

Por fortuna para los georgianos, el fuertemente armado Royston era un “admirador de medidas pacíficas”. No queda claro si las autoridades que proveyeron las cartas tuvieron algo que ver en el reparto de armas, pero es evidente que los viajeros occidentales esperaban que de algún modo las cosas pudieran salirse de control en la Rusia asiática, lejos de la civilizada y europea capital rusa —donde se entiende que uno no debe ir fuertemente armado por la calle—. El viaje de cinco días entre San Petersburgo y Mos­cú por el camino de Tver fue frío y extenuante. Según registra el diario de Poinsett, en algún día de marzo de 1807, la “escena salvaje” era demasiado para el republicano informal:

El clima era intensamente frío. Tras algún tiempo de haber estado resguardado confortablemente en mi kibitka [carroza], la cual, por cierto, se asemeja mucho a una cuna de niño con un toldo encima, me despertaron unas gotas de agua ca­yendo sobre mi rostro. Supuse que llovía o nevaba y que había una filtración en mi techo, pero al abrir la cortina vi el luminoso y brillante cielo invernal de las latitudes del lejano norte y, tras contemplar la escena salvaje a mi alrededor por un tiempo, cerré las cortinas y me dispuse a dormir de nuevo. Lo mismo ocurrió poco después. El agua de nuevo cayó sobre mí, y tuve que cubrir mi espacio para escapar de esta molestia. Por la mañana me percaté de la causa. Mi aliento se congelaba en el techo de la kibitka y caía en gotas sobre mi cara.47

El prejuicio es de nueva cuenta interesante. Poinsett atribuye la “moles­tia” de las gotas de agua en su cara a la “escena salvaje” en la que se halla inmerso, pero era él mismo quien las producía sin saberlo. La anécdota es

46 Ibid., p. 101.47 Entrada en el diario de J.R. Poinsett, marzo de 1807. Apud N.N. Bashkina et al., op. cit., p. 472.

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útil para decir que, a fin de cuentas, es el occidental quien se crea un espa­cio a modo, imaginario y preconcebido en la mente antes de emprender el viaje. Con esta lógica, para decirlo con William Thomas, si los hombres definen una situación como real, ésta es real en sus consecuencias.48 Eso ocurrirá una y otra vez a Poinsett y Royston en la Rusia asiática, precisa­mente porque ya la definieron antes como asiática y ya saben lo que ocurri­rá; encontrarán una y otra vez lo que buscan, contribuyendo a reforzar su prejuicio cuando aquello se confirme en sus mentes. Así, el ambiente “oriental” se percibió desde Moscú —ciudad que seis años después sería quemada en su mayoría para desalentar a las tropas de Napoleón—. En la capital pre­petrina Poinsett y Royston ya descubrirían lo que anhelaban ver, algo que el segundo llamó “la apariencia asiática de la ciudad y la mag­nificencia oriental de la nobleza”.49 Por supuesto, valga decir que Royston nunca había estado en Asia, por lo que la “apariencia asiática” se reducía a poco más que la imagen de algún libro. El 5 de mayo dejaron Moscú hacia Nizhni Nóvgorod por el camino de Vladímir, en cuyo trayecto Royston re­gistró: “encontramos a los tártaros en cada villa y crecen muy considerable­mente en número, y el gorro de piel ruso gradualmente deja lugar al turbante mahometano”.50 Siguiendo la costumbre de la élite rusa, “euro­pea”, Royston llamaba “tártaro” a todo aquel que tuviese ojos rasgados o tez morena, uniendo a grupos muy distintos bajo un mismo término que sólo tenía sentido en la mente del habitante eslavo del Imperio —de don­de pasó a la usanza occidental.

El 13 de abril llegaron a Kazán, capital del extinto Kanato heredero de la Horda Dorada. Sobre aquella, Royston adujo que “ningún hombre po­dría ni por un minuto, aunque Kazán se encuentra en Europa por cortesía, suponer que está en esa parte del globo”, debido a la “arquitectura singu­lar” y a la presencia abrumadora de “tártaros, mari (Tcheremesses), chuvasios, bashkires y armenios”.51 Los viajantes partieron de Kazán nueve días más

48 W.I. Thomas y D.S. Thomas, The Child in America: Behavior Problems and Programs, Nueva York, Knopf, 1928, pp. 571­572.

49 Lord Royston al Honorable Charles Yorke, Moscú, 15 de mayo de 1807. Apud H. Pepys, op. cit., p. 99.

50 Lord Royston a George Downing Whittington, Kazán, 16 de mayo de 1807. Apud H. Pepys, op. cit., p. 104.

51 Ibid., p. 106.

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tarde río abajo por el Volga. En algún punto bajaron de su barco a buscar comida en la ribera y, otra vez, pudieron reforzar sus prejuicios casi sin es­forzarse. Según cuenta Royston, en una aldea al sur de Simbirsk (Uliáno­vsk) pagaron a unos pescadores locales, quienes después de un rato regresaron con las manos vacías y dijeron que no habían pescado nada: “Llamamos a un bote pesquero, pero los hombres [que lo tripulaban] ne­garon haber pescado algo, hasta que un tártaro habló en su propia lengua a nuestro intérprete tártaro y le dijo dónde estaba oculto [el pescado]; inme-diatamente presentamos nuestras armas de doble cañón, y habiendo forzado la entrega, les pedimos fijar su propio precio por la captura, demanda que en no poco los asombró y los complació ”.52

Aunque resultaría extraño que uno esté “complacido” luego de tener un “arma de doble cañón” apuntándole, el recuento de Royston y el hecho de que Poinsett y él inmediatamente supieran qué hacer —amenazar a los pescadores con armas— habla no sólo de la distancia cultural entre los occi­dentales y los locales —incluso, podría decirse, de la solución estadouni­dense para todo: armas—. La anécdota permite, de hecho, confirmar en la mente de los occidentales, aunque no lo describan así, el exotismo y la ex­travagancia asociada con el “Oriente” o, para usar el término de Poinsett, con la “escena salvaje” a su alrededor. Al usar la amenaza de la violencia sobre los pescadores, no sin asegurar que podían hablar por ellos (“los asombró y los complació”), Poinsett y Royston emplearon el orientalismo en su forma más perfecta: el conocimiento del “Oriente” se genera a partir del uso de la fuerza. Según el recuento, hubo nula resistencia de los “orien­tales”, sobre quienes los viajeros creían tener autoridad por medio de un arma, lo que los convierte automáticamente en “culpables” de no darse cuenta, dice Edward Said, de “lo que el europeo astuto comprende inme-diatamente”53 —mismo término que posiblemente era el favorito de Roys­ton en ese párrafo.

Tras esta demostración de fuerza, los compañeros arribaron a Samara y luego a Sarátov, “aldea distinguida por la excesiva limpieza del exterior y el interior de las casas y la pulcritud de los jardines, tanto como las habitacio­

52 Lord Royston al Conde de Hardwicke, Astracán, 13 de junio de 1807. Apud H. Pepys, op. cit., p. 109. Cursivas mías.

53 E. Said, Orientalism, Londres, Penguin, 1978, pp. 38­40. Cursivas mías.

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nes rusas [se distinguen] por su suciedad e inmundicia”.54 Más tarde llega­ron a Tsaritsyn (Volgogrado) y finalmente a Astracán en el verano. En esta ocasión correspondió a Poinsett describir la ciudad: “Digo en prosa sobria [que] aquel que no ha visto Astracán no ha visto una de las más curiosas y extraordinarias ciudades del mundo”.55 De ese modo, Poinsett sellaba por fin su ansiosa llegada a “Oriente”, inconfundible en su mente por la “mul­titud de gente de toda variedad de complexión y fisonomía y toda mezcla de vestuarios que se apiña en la plaza principal […] rusos, cosacos, calmu­cos, tártaros, persas, turcos, griegos y armenios e incluso nativos del Indos­tán con la marca de sus distintas castas en la frente mostrando los costosos bienes de la India”.56 Ya no era únicamente un mesero en el comedor del zar quien usaba un atuendo “fantástico”, sino una muchedumbre de dife­rentes orígenes lo que confirmó el carácter “oriental” de la ciudad para Poinsett. La excitación y la búsqueda de aventura en esta tierra “exótica” se manifiesta cuando se sabe por Stillé que, pese a que una severa plaga cundía por la ciudad, los valientes occidentales no vieron truncado su sue­ño de cabalgar en sus calles.57

No todo el viaje fue una cátedra de orientalismo. Antes de llegar al Cáu­caso los viajeros pararon en Calmuquia, donde ocurrió un hecho muy inte­resante: los monjes budistas dieron una lección a los occidentales “inferiores”. Para ello usaron cilindros decorados con palabras divinas que “daban vueltas […] a imágenes con gran velocidad, ahorrándose mucho tiempo y repetición”. Luego del acto, un monje exclamó a uno de los via­jeros: “Yo tengo la ventaja de ofrecer más plegarias en media hora de lo que tú, con tu método, puedes ofrecer en un año”.58 Tras esta curiosa lección de lo que James Carrier llama “etno­occidentalismo”, o sea “representa­ciones esencialistas de Occidente en miembros de sociedades ajenas [a Occidente]”,59 los viajeros ingresaron al Cáucaso por el noreste. Zonas de

54 Lord Royston al Conde de Hardwicke, Astracán, 13 de junio de 1807. Apud H. Pepys, op. cit., p. 110.

55 Apud J.F. Rippy, op. cit., p. 25. 56 Ibid. 57 C.J. Stillé, op. cit., p. 146.58 Apud J.F. Rippy, op. cit., p. 26.59 J.G. Carrier, “Occidentalism: The World Turned Upside­down”, American Ethnologist, vol.

19, núm. 2, 1992, p. 198.

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la región, como el Reino de Georgia, habían sido adheridas al Imperio Ruso apenas seis años atrás. En aquel momento Rusia mantenía un estado de guerra con Persia en el Cáucaso, que culminó con la victoria rusa en 1813, cuando la corona zarista se confirmó como amo imperial en su propio “Oriente” —pero también en Europa al derrotar a Napoleón—. Antes de internarse en la región, las autoridades rusas locales designaron, para escol­tar a los valientes occidentales, una compañía de cosacos. Sin embargo, al­gún “dignatario tártaro” (bastante listo) objetó que, aunque eran pocos, su presencia sería contraproducente porque sólo conseguiría “despertar hostilidad”.60 Como los cosacos aparecen en recuentos posteriores, es pro­bable que los occidentales no hayan hecho caso a esta segunda lección de etno­occidentalismo.

En seguida llegaron a Derbent, ciudad daguestana en la costa caspia. Al dejar la ciudad, Poinsett y Royston entraron en los dominios del kan de Quba (actual Azerbaiyán), algo que supieron sólo cuando un líder local les impidió proceder en la frontera y requisó sus caballos. Esto hizo que el es­píritu aventurero y la bravura originada por la peste en Astracán mutaran a francos delirios de grandeza. Relata Poinsett:

Haber intentado un avance hubiese sido una locura. Retirarse a Derbend [sic], a casi dos días de camino, era igualmente impracticable. Por lo tanto resolvimos to-mar Kouba [sic], la residencia del kan, a aproximadamente treinta millas de la aldea. En conformidad, ordené a los cosacos requisar todos los caballos en la aldea y montamos los [caballos] persas de la mejor manera posible, y comenzamos nuestra marcha. El bey y sus seguidores se mantuvieron alrededor de nosotros por un tiempo sin atreverse a ata-carnos. Él avanzó desde lejos y pidió negociar. Me reuní con él solo con nuestro in­térprete. Preguntó adónde planeábamos ir. Dije muy tranquilamente, “al kan de Kouba para quejarnos de su robo e insolencia”. Él dijo que todo lo que de­seaba era que fuésemos ante el kan, y que él nos acompañaría. Cuando estuvi­mos a unas cinco millas de Kouba, él de nueva cuenta avanzó y dijo que si no decíamos nada de lo que había sucedido al kan, nos retornaría los caballos. Le dijimos que no haríamos ninguna concesión a tal villano. Él titubeó por un tiem­po, pero finalmente regresó los caballos, y las tropas se dispersaron.61

60 J.F. Rippy, op. cit., p. 26.61 Joel R. Poinsett a Joseph Johnson, Bakú, 12 de agosto de 1807. Apud N.N. Bashkina et al.,

op. cit., p. 482. Cursivas mías.

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Lo impresionante del relato es que para Poinsett la verdadera locura no era “tomar” la capital de un kan (Quba) con un puñado de sirvientes (¿la ha­bría tomado en nombre del zar o instalado una república?), sino meramente pasarse el retén de la milicia local, empresa acaso más viable. Y más increí­ble resulta que, pese a la reproducción constante de los elementos orienta­listas —e imperialistas— más típicos, en este caso recurrir —o al menos planear— la conquista física de una ciudad mediante un llamativo machis­mo militar a expensas de los locales, Poinsett y su acompañante seguían confirmando desde su perspectiva que estaban en lo correcto al llevar ar­mas, contratar cosacos y actuar como lo hicieron. En su lógica era perfecta­mente comprensible que las armas son la respuesta ante la insolencia del oriental, quien termina por ceder y rendirse. Cada vez que utilizaban la amenaza de la violencia obtenían concesiones de los locales, desde una buena pesca hasta el encuentro con un kan. Cuando por fin llegaron a Quba, donde “todo el pueblo […] se aglomeró en [la plaza del] mercado para ver a los viajeros europeos” —mismo zócalo en el que al día siguiente “llevamos a cabo nuestra evacuación ante cientos [de] ojos”—, fueron lle­vados ante la presencia del kan Sheij Alí, quien se disculpó por los inconve­nientes sufridos hasta el momento, en especial el robo de los caballos por parte del bey. Dice Poinsett:

[El kan] luego se tornó muy inquisitivo, haciendo preguntas dictadas por la más profunda ignorancia. Nos vimos obligados a darle una larga conferencia geográfica, que hizo escribir a su secretario. Al enterarse de que yo era de Amé­rica, me preguntó si el Rey de América era poderoso entre los Reyes de Euro­pa, y si ganábamos al Imperio Francés. Luego de una larga explicación, insistió en conocer el nombre de nuestro sah, y Thomas Jefferson está registrado en la corte del Sheij Alí Kan como el Sah de América.62

De ahí fueron a Bakú, donde un “general Gúriev” les mostró los “campos de nafta” (petróleo), enterándose de que los persas lo utilizaban para en­cender sus lámparas. En el camino de Ganja a Tiflis, Poinsett y Royston cayeron enfermos con una fiebre severa y quedaron “confinados en nues­tras camas” durante varios días. En algún momento almorzaron con la

62 Ibid., p. 483.

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“Reina de Imeretia” (Georgia).63 El 3 de septiembre abandonaron Tiflis y se internaron en las montañas del sur, pasando por Vladikavkaz el día 8. A finales de ese mes habían llegado a Gueórguievsk provenientes de Stávro­pol. En octubre se encontraban en las costas del Mar Negro. Stillé escribe que estuvieron presentes en el “sitio infructuoso de Yereván [perpetrado] por los rusos”, pero en sus cartas ninguno menciona esto.64 Sin embargo, sí se sabe que, pese a la debilidad de Poinsett por la fiebre, pasaron por Yeka­terinodar (Krasnodar), Tamán, Kerch y cruzaron a Crimea, donde el char­lestoniano quedó maravillado con las ruinas de Feodosia. Por el camino de Sebastopol, Simferópol, Nikoláiev (Mykolaiv), Kiev, Oriol y Tula, final­mente volvieron a Moscú al final de 1807.

Royston se recuperó más pronto del viaje, pero moriría meses después en un naufragio frente a la costa lituana, en abril de 1808. Poinsett no lo acompañó porque se encontraba demasiado débil y permaneció en San Petersburgo para recuperarse. Rippy asegura que sólo uno de los siete sir­vientes que salieron con ellos de la capital rusa casi un año antes regresó con vida.65 Luego de recuperarse, Poinsett volvió a entrevistarse con el zar, quien le pidió hablar con Jefferson para que se mantuviera el statu quo en la relación bilateral, una vez que el surcarolinés declinó definitivamente la invitación del emperador ruso para convertirse en coronel del ejército im­perial.66 El 15 de mayo de 1808, Poinsett escribió al conde Nikolái Petró­vich Rumiántsev, ministro de Asuntos Exteriores: “Usted no puede saber […] de qué forma me entristece la idea de dejar Rusia. Tendré que llevar­me un sentimiento de apego hacia este país, y de gratitud por las amabili­dades con las que Sus Majestades Imperiales me han honrado, las cuales nunca me abandonarán”.67 En junio salió definitivamente de Rusia.

63 C.J. Stillé, op. cit., p. 13. Según Royston se trataba de Anna Orbeliani (1765­1832), consorte del rey David II (reinó en 1784­1789 y 1790­1791), en aquel momento prisionera del rey Salomón II (1791­1810).

64 Ibid., p. 151. 65 J.F. Rippy, op. cit., p. 29. 66 Ibid., p. 30. 67 Joel R. Poinsett al conde Nikolai P. Rumiántsev, San Petersburgo, 15 de mayo de 1808.

Apud N.N. Bashkina et al., op. cit., p. 510.

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POINSETT EN RUSIA: LEGADO

En su libro sobre la historia de las relaciones entre Rusia y Estados Unidos, Norman Saul escribe que la visita de Poinsett “proveyó […] un servicio directo a la causa de las relaciones tempranas ruso­americanas”.68 En el sentido político —el que interesa a Saul—, lo visto en este artículo confir­ma esa posición. Poinsett fue un personaje crucial que fungió como correa de transmisión entre ambos países y sus gobiernos —acaso más que el cón­sul Harris—, y estableció una relación sana entre Washington y San Peters­burgo mediante su talante, su intimación con la familia real rusa y la elección —aunque inconsciente de ello— del momento oportuno para via­jar: mientras gobernaban Alejandro I y Thomas Jefferson. La excelente recepción de Poinsett en la corte rusa habla menos de una administración afable hacia cualquier extranjero que de un momento en que el liberalismo se tomaba con mucha mayor seriedad como proyecto político en el Imperio Ruso.

No obstante, la frase de Saul también es cierta en otro sentido: el de la imagen mutua entre Rusia y Estados Unidos. La exoticidad e informalidad con las que Poinsett fue recibido, y el hecho de que el zar se saltara el pro­tocolo para conocer al estadounidense —Royston, por ejemplo, apenas pudo saludar a Alejandro I en un evento formal con otros ingleses—,69 habla no sólo de la actitud del zar hacia un visitante lejano, sino de la ima­gen de Estados Unidos en la mente del primero entre los rusos. Asimismo, el viaje de Poinsett y Royston a la Rusia “asiática” confirma el orientalismo generalizado de la época en el ideario occidental. El encuentro de ambos con el “Oriente ruso” contribuyó a su vez a solidificar la imagen de Rusia en Occidente como un país “semi­asiático” (según Royston)70 con un siste­ma “precario” (según Poinsett),71 síntesis de uno de los máximos tropos en las concepciones occidentales sobre Rusia —que por desgracia sigue vi­gente en nuestros días.

68 N.E. Saul, op. cit., p. 41.69 H. Pepys, op. cit., p. 60. 70 Ibid. 71 J.R. Poinsett, s.f. Apud C.J. Stillé, op.cit., p. 141.

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semblanzas

Adonis La violencia irremediable del Islam*

philippe ollé-laprune

Todos los años, como un sonsonete esperado, las especulaciones mar­chan bien y le atruibuyen el Premio Nobel de literatura al poeta sirio­

libanés que firma sus libros con el seudónimo de Adonis. Y todos los años, la recompensa escapa de sus manos. Se trata del mascarón de la poesía en lengua árabe y su aura e influencia rebasan dicho campo literario, y así se percibe en el mundo occidental. El poeta del mundo árabe goza de una si­tuación singular, llena de respeto, y ejerce una influencia profunda sobre la sociedad. Y Adonis es el poeta árabe por excelencia. Esta geografía literaria, misma que nos ha dado a un Mahfouz, novelista egipcio y único árabe dis­tinguido por la Academia sueca, ha visto cambios radicales en el dominio de la poesía y, a menudo, Adonis ha sido tanto motor como parte de dicha dinámica.

Su leyenda se creó gracias a un destino poco común: campesino e hijo de campesino, fue visto cuando recitaba poemas de manera precisa e inten­sa por el presidente sirio cuando visitaba su pueblo. Ganó entonces una beca para estudiar y, así, abrirse a la cultura y al mundo. Incluso fue a la universidad pero, sobre todo, animó revistas y círculos de poetas inquietos por renovar una poesía árabe concentrada en la tradición, última de la fila en los cambios que sufrió dicha escritura en el mundo occidental. Desde finales de los años cincuenta, publicó en revistas traducciones de grandes escritores de la poesía mundial: Pound, Yeats o Eliot, García Lorca o Paz, Michaux, Jouve o Char… es el emblema de una generación que hizo que se escuchara y se le diera oportunidad a la poesía árabe contemporánea, sin

*Traducción del francés de David Miklos.

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philippe ollé-laprune

miedo y sin complejos. Tal es el carácter de Adonis y la razón del respeto que inspira: sabe mezclar el conocimiento de la tradición, que le es familiar y a la que respeta, con un deseo de modernismo y renovación. Conoce los textos antiguos, los aprecia y recurre a ellos para tomar distancia del mejor modo posible.

Así, su palabra es muy escuchada en el universo musulmán. La apari­ción de su libro Violence et Islam. Entretiens avec Houria Abdelouahed es de una importancia particular, ya que denuncia la omnipresencia de la violen­cia a lo largo de la historia del islam.1 Denuncia, sin maquillaje ni recato, tal fatalidad: todos los intentos de modernización por parte del Islam han en­callado y aquellos que le han permitido a dicha civilización tener un asomo de grandeza han sido prohibidos u olvidados con presteza. Adonis dice que el fenómeno de las agrupaciones creadas bajo el nombre de la primavera árabe ha sido un señuelo, y cómo la trágica tradición reaccionaria del mun­do musulmán se ha aprovechado convenientemente de dicho impulso le­gítimo. A lo largo de estas entrevistas hace un retrato crudo de este universo, encabezado por la fatalidad que traen consigo los movimientos de liberación en el tablero. Consigue, sin embargo, ofrecer algo de esperan­za: confía en que los excesos islamistas que conocemos sean la culminación de una barbarie que no podrá más que retroceder. Confía en una juventud árabe globalizada y en el desinflamiento de una visión del mundo islamista y limitada, enarbolada en creencias obsoletas pero omnipresentes.

En este diálogo, Adonis pone en evidencia la ambigüedad de la relación con el mundo occidental, subraya los complejos y relata la fatalidad de la historia en una civilización que desembocó de manera irremediable en la violencia en lugar del diálogo. Dice: “El Islam es una religión indisoluble­mente ligada al poder”. En ella el pasado es lo ideal y el hombre no puede más que aspirar a rcuperar la felicidad perdida. El futuro debe imitar al pasado. Aquel que se adhiere a esta visión pertenece al Islam y debe some­terse a su ley; aquel que desea escapar, confronta esta fe y debe ser elimi­nado. El individuo apenas tiene un sitio propio en un universo en el que cada uno pertenece a lo colectivo, regido por lo religioso.

1Adonis, Violence et Islam. Entretiens avec Houria Abdelouahed, París, Editions du Seuil, 2015, 192 pp.

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adonis: la violencia irremediable del islam

Estos diálogos, pese a una presencia a veces superficial del psicoanálisis, están llenos de sentido y tocan una problemática incómoda: ¿por qué los fundamentalismos forman parte fatal de esta religión musulmana?, ¿es po­sible imaginar una evolución de este universo hacia una modernidad…? Estas cuestiones son, sin duda, algunas de las más grandes de nuestro mun­do contemporáneo.

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Entrevistas sobre historia constitucional

catherine andrews

¿Qué es la historia constitucional? ¿Es una rama más de la historia, como la histo­ria económica o social? ¿Es un complemento del derecho constitucional? ¿Para qué sirve hacer la historia del constitucionalismo? He aquí las preguntas medula­res del reciente texto editado por Joaquín Varela Suanzes­Carpegna, Historia e historiografía constitucionales, catedrático de derecho constitucional en la Universi­dad de Oviedo y editor de la revista electrónica Historia Constitucional. La obra consiste en cuatro entrevistas con destacados practicantes europeos de la historia constitucional, Ernst­Wolfgang Böckenförde (Alemania, 1930),1 Michel Troper (Francia, 1938),2 Maurice J.C. Vile (Reino Unido, 1927)3 y Maurizio Fioravanti

1 E.W. Böckenförde, Die Deutsche Verfassungsgeschichtliche Forschung im 19. Jahrhundert: Zeitge-bundene Fragestellungen und Leitbilder, Berlín, Duncker & Humblot, 1995; Staat, Gesellschaft, Frei-heit: Studien zur Staatstheorie und zum Verfassungsrecht, Fráncfort, Suhrkamp, 1976; Staat, Verfassung, Demokratie: Studien zur Verfassungstheorie und zum Verfassungsrecht, Fráncfort, Suhrkamp, 1992, y Recht, Staat, Freiheit: Studien zur Rechtsphilosophie, Staatstheorie und Verfassungsgeschichte, Fráncfort, Suhrkamp, 2006. Se pueden consultar las siguientes traducciones al inglés y al español: State, So-ciety, and Liberty: Studies in Political Theory and Constitutional Law, J.A. Underwood (trad.), Nueva York, St. Martin’s Press, 1991; Estudios sobre derechos fundamentales, J.L. Resquejo Pagés e I. Villa­verde Méndez (trads.), Baden Baden, Nomos Verlagsgesellschraft, 1993; Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, R. de Agapito Serrano (trad.), Madrid, Trotta, 2000.

2 M. Troper, La séparation des pouvoirs et l’histoire constitutionnelle française, París, Libr. Généra­le de Droit et de Jurisprudence, 1980; Pour une théorie juridique de l’Etat, París, Presses Universitai­res de France, 1994; Terminer la Révolution: La Constitution de 1795, París, Fayard, 2006, y La philo-sophie du droit, París, Presses Universitaires de France, 2010. En español se pueden consultar: Por una teoría jurídica del Estado, M. Venegas Grau (trad.), Madrid, Dykinson, 2001, y La filosofía del derecho, M.T. García Berrio (trad.), Madrid, Tecnos, 2003.

3 M.J.C. Vile, Constitutionalism and the Separation of Powers, Indianapolis, Liberty Fund, 1998; The Structure of American Federalism, Londres, Oxford University Press, 1969, y Politics in the USA,

Reseñas

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reseñas

(Italia, 1952).4 Abre con un ensayo introductorio de la pluma de Varela Suanzes­Carpegna en torno a la metodología de la historia constitucional y concluye con una revisión del estado de la historiografía española acerca de la historia constitu­cional realizada por Ignacio Fernández Sarasola, director de la Biblioteca de His­toria Constitucional “Martínez Marina” de la Universidad de Oviedo. Las entrevistas fueron publicadas originalmente de manera individual en la revista electrónica Historia Constitucional entre 2004 y 2013.5

Las respuestas que ofrecen Varela Suanzes­Carpegna y sus entrevistados a las preguntas sobre la definición y utilidad de la historia constitucional dan cuenta de la importancia de esta disciplina tanto para la historia política e institucional como para el estudio del derecho constitucional y su evolución. Señalan, sobre todo, la naturaleza interdisciplinaria de la historia constitucional y, por ende, la necesidad de que sus practicantes no descuiden la metodología histórica ni el conocimiento jurídico. Es una advertencia clave, pues —al menos en México— los historiadores no solemos adiestrarnos en el derecho, ni los juristas en la aplicación de la visión histórica a su tema de estudio. El resultado lleva muchas veces a un diálogo de sordos entre historiadores y juristas en el que el significado de la historia constitu­cional se pierde entre el ruido del malentendido mutuo.

Desde el punto de vista del profesor Varela Suanzes­Carpegna, la historia constitucional se compone del análisis del corpus constitucional desde dos ángu­los: el normativo­institucional y el doctrinal. Como resultado, las fuentes docu­mentales para este estudio son diversas, y no pueden limitarse simplemente a los textos constitucionales promulgados ni aplicados. Entre las fuentes más importan­tes están: “los proyectos [constitucionales] que no llegaron a entrar en vigor” y “los reglamentos parlamentarios o leyes electorales, así como las convenciones constitucionales o reglas no escritas […] los diarios de sesiones de los Parlamentos […] los artículos publicados en la prensa, la jurisprudencia de los tribunales, y [...]

Londres y Nueva York, Routledge, 1999. Se puede consultar la siguiente traducción, Constitucio-nalismo y separación de poderes, J. Varela Suanzes (trad.), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007.

4 El italiano es el mejor conocido de los entrevistados en el mundo hispanoparlante. Hay tra­ducciones de casi todas sus obras más importantes. Véanse: M. Fioravanti. Los derechos fundamen-tales: apuntes de historia de las constituciones, M. Martínez Neira (trad.), Madrid, Trotta, 1996; Cons-titución: de la Antigüedad a nuestros días, M. Martínez Neira (trad.), Madrid, Trotta, 2001; M. Fioravanti (ed.), El Estado moderno en Europa. Instituciones y derecho, M. Martínez Neira (trad.), Madrid, Trotta, 2004; Constitucionalismo: experiencias históricas y tendencias actuales, A. Mora Cañada y M. Martínez Neira (trads.), Madrid, Trotta, 2014.

5 Los números de la revista se pueden consultar en: http://www.seminariomartinezmarina.com/ojs/index.php/historiaconstitucional/issue/archive [consulta: 22 de junio de 2016].

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las publicaciones de carácter científico, recogidas en revistas […] en manuales, tra­tados y monografías”.6 Por esta razón, para Maurizio Fioravanti la historia constitu­cional es la “historia de la cultura constitucional y al mismo tiempo la historia de las prácticas, de las tutelas. Nunca es sólo la historia de las ideas o sólo historia de la legislación”.7

No obstante, los entrevistados en esta obra opinan que los estudiosos de histo­ria constitucional deben procurar leer estas fuentes de acuerdo con su contexto histórico y político y no caer en el error de asumir que las definiciones jurídicas de hoy son las mismas que las de ayer. Al respecto, Varela Suanzes­Carpegna advierte de los peligros del presentismo y el adanisno, así como de los malentendidos que pueden resultar si no se consideran la evolución y desarrollo de los debates consti­tucionales. Por su parte, Ernst­Wolfgang Böckenförde cree que hay que tomar dis­tancia del normativismo kelsiano, y la idea de que “se puede hacer historia constitucional, que [es] interesante, pero que […] no [tiene] trascendencia para la dogmática jurídica”.8 Concuerda Michel Troper, quien comenta que el derecho constitucional ya no se puede entender como un rompecabezas en el que “las cons­tituciones fueron ensamblajes variados de elementos ‘estándar’: la soberanía nacio­nal, la soberanía popular, la representación, la separación de poderes rígida o flexible”. Al contrario, “es el sistema constitucional el que determina la naturaleza y el significado de los elementos que lo componen”.9 Para este autor, cada elemen­to del derecho constitucional se ha definido (y sigue definiéndose) a la luz de los debates constitucionales que le dieron vida. Mauricio Fioravanti enfatiza igual­mente que la historia constitucional debe entenderse como “la de la formación de la ley fundamental en una concreta colectividad históricamente determinada”. Desde estas perspectivas, el significado de la historia constitucional para el derecho constitucional es contundente. Al decir, de Fioravanti, no es “la ‘introducción’ al estudio del derecho constitucional y vigente, o […] la exposición de los ‘preceden­tes’, sino […] parte integrante de la interpretación constitucional”.10

En términos de la utilidad de la historia constitucional para entender la trayec­toria institucional y política de una nación, los colaboradores de este libro reco­

6 J. Varela Suanzes­Carpegna (ed.), Historia e historiografía constitucionales: Entrevistas con Ernst-Wolfgang Böckenförde, Michel Troper, Maurice J.C. Vile, Maurizio Fioravanti, Madrid, Trotta, 2015, pp. 14­15.

7 Ibid., p. 97.8 Ibid., p. 37.9 Ibid., p. 46.10 Ibid., p. 99.

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miendan mucha cautela. Al decir de Troper, el estudiante de historia constitucional debe estar consciente de que ésta “no informa sobre la realidad de los conflictos políticos del pasado más que el derecho constitucional sobre el funcionamiento real del poder de hoy”; lo que describe es otra realidad, “un modo de argumenta­ción que produce, él también, efectos sociales y políticos”.11 Varela Suanzes­Car­pegna recuerda que debemos mantener en mente la diferencia entre la “Constitución formal” y la “Constitución real”.12 En otras palabras, hay que tener presente que la letra de la ley no siempre es la misma que sus prácticas o conven­ciones. De esta forma, argumenta Varela Suanzes­Carpegna “el historiador del constitucionalismo debe tener en cuenta tanto […] las ‘reformas constitucionales’ [de la letra de la ley] como las ‘mutaciones constitucionales’ [cambios en las con­venciones]”.

Al hablar de la tradición estadounidense de los derechos y las libertades, Mau­rice J.C. Vile comparte un ejemplo muy útil para entender la importancia entre la “Constitución formal” y la “Constitución real”:

Cuando se redactó la Constitución de los Estados Unidos, los padres fundadores protegieron la institución de esclavitud porque era una necesidad política. Hay evidencias que sugieren que uno de los desencadenantes accidentales de la revolu­ción fue el temor que sentían los colonos de que el derecho británico, extendido a las colonias, acabaría por abolir la esclavitud, particularmente tras la decisión de Lord Mansfield en el Somerset’s Case,13 en 1772. ¡Los indios americanos no adquirie­ron la plena ciudadanía norteamericana hasta 1924!14

11 Ibid., p. 49.12 Ibid., p. 19.13 Un funcionario de aduana de Boston, Massachusetts, Charles Stewart, llevó a uno de sus

esclavos, James Somerset (o Somersett) a la Gran Bretaña donde se le escapó. Al recapturarlo, Stewart lo obligó a subir a un barco rumbo a Jamaica. No obstante, el activista Granville Sharpe, logró conseguir que el juez del máximo tribunal de Inglaterra, The Kings Bench, Lord Mansfield emitiera un writ de habeas corpus en favor de Somerset. El writ ordenó al capitán del barco presen­tar a Somerset ante el corte. El abogado de Somerset argumentó que las cortes debían aplicar las leyes británicas al caso, a pesar de que la esclavitud se permitía en las colonias norteamericanas. Mansfield sentenció en 1772 que “aquí [en la Gran Bretaña] a ningún maestro se le permite llevar un esclavo y venderlo en el extranjero porque se le ha escapado […] por ende, se debe liberar al hombre”. “548. The Case of James Sommersett, a Negro, on a Habeas Corpus, King’s­Bench: 12 George III. A.D. 1771­1772”, en Howell’s State Trials, vol. 20, cols 1­6, 79­82, disponible en: http://www.nationalarchives.gov.uk/pathways/blackhistory/rights/docs/state_trials.htm [consulta: 20 de junio de 2106].

14 Varela Suanzes­Carpegna, op. cit., p. 68.

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Se puede añadir que la población afroamericana tampoco ha alcanzado la ciudada­nía plena hoy día, incluso después del Civil Rights Act (1964) y el Voting Rights Act (1965). Desde las elecciones de 2000, juristas, sociólogos y politólogos estado­unidense dan cuenta de cómo las leyes electorales de varios estados (muchos de ellos en el sur) excluyen exitosamente a porcentajes significativos de la comunidad afroamericana al exigir que todo votante presente una credencial oficial al momen­to de votar, o al prohibir el sufragio a los convictos.15

Desde luego, los colaboradores de este libro no están de acuerdo en todo. El desacuerdo más importante se relaciona con la definición misma de “constitución”; a todas luces la definición fundamental para la historia constitucional. Desde su introducción, Varela Suanzes­Carpegna plantea que se debe entender el constitu­cionalismo “como fenómeno histórico destinado a limitar el Estado al servicio de las libertades individuales”.16 Para él, la constitución es un “concepto sustantivo y axiológico” vinculado con lo expresado en el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 178917 y, la historia constitucional, por ende, no debe ocuparse de “los ordenamientos preliberales ni tampoco de los antiliberales”.18 En cambio, Fioravanti opina que “hay historia constitucional allí donde exista construcción y articulación del principio de unidad política”.19 Mien­tras que Troper señala que “si el análisis constitucional consiste en investigar cuá­les son los tipos de relación que pueden existir entre los órganos que se reparten los poderes y cómo estos poderes pueden evolucionar, no veo motivos por los cuales descartar los sistemas antiliberales”.20

¿Qué es entonces la constitución que estudia la historia constitucional? La defi­nición de Varela Suanzes­Carpegna remite a los orígenes del pensamiento contrac­tualista del siglo xvii y la disputa sobre la fuente de la legitimidad de los gobiernos del siglo subsecuente. Aquí se establecieron los elementos básicos del constitucio­nalismo liberal y democrático: las sociedades políticas se forman con el fin de prote­

15 H. Leanne Ochs, “‘Colorblind’ Policy in Black and White: Racial Consequences of Disen­franchisement Policy”, Policy Studies Journal, vol. 34, núm. 1, 2006, pp. 81­93, doi:10.1111/j.1541­0072.2006.00146.x; B. Blessett, “Disenfranchisement: Historical Underpinnings and Contempo­rary Manifestations”, Public Administration Quarterly, vol. 39, núm. 1, 2015, pp. 3­50; J.E. Pinkard, African American Felon Disenfranchisement: Case Studies in Modern Racism and Political Exclusion, Criminal Justice: Recent Scholarship, El Paso, lfb Scholarly Publishing llc, 2013.

16 Varela Suanzes­Carpegna, op. cit., p. 13.17 “Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la

separación de los poderes, carece de Constitución.”18 Varela Suanzes­Carpegna, op. cit., p. 53.19 Ibid., p. 102.20 Ibid., p. 53.

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ger los derechos de sus integrantes. El gobierno es legítimo si protege estos derechos siempre y cuando también represente los intereses y opiniones de dicha sociedad. La constitución es la carta­compromiso del Estado para garantizar esta protección. Por otra parte, la definición de Troper y Fioravanti apela a una idea más antigua aun: que la constitución es la descripción del orden político del gobierno, de modo que no contiene en sí ningún juicio de valor. Las constituciones autorita­rias y antiliberales cumplen esta descripción.

En mi opinión, la historia constitucional —si verdaderamente puede insertarse como una rama de la historia— debe preferir la opción descriptiva sobre la ideoló­gica. Adoptar cualquier punto de vista ideológico implica que el historiador debe juzgar si el orden político bajo estudio cumple con las normas prescritas. ¿Y dónde establecer las fronteras de lo aceptable? Mucho me temo que la respuesta a esta pregunta sea completamente subjetiva y sin resolución definitiva. A saber, Varela Suanzes­Carpegna ha estudiado el constitucionalismo británico histórico con gran detalle; de hecho, es uno de los expertos en esta materia. Me pregunto si el sistema político actual británico todavía es candidato para la historia constitucional de acuerdo con su definición. Si dejamos de lado el problema evidente de que mi país no tiene una carta constitucional escrita, un examen breve del reparto efectivo de competencias entre las instituciones políticas actuales deja claro que la forma de gobierno no cumple con lo estipulado en el artículo 16 de la Declaración de 1789. No hay una división de poderes efectiva, pues el poder del gobierno es abrumador gracias al sistema de partidos y la disciplina del whip. Este arreglo neutraliza cual­quier peso que el Parlamento pueda ejercer como freno a la actividad ejecutiva.21 Como anota Vile en su entrevista, la configuración del poder en el Reino Unido tiene asimismo un “efecto en los derechos civiles”, pues permite que el gobierno introduzca legislación francamente antiliberal, “tal como sucede en el caso de las leyes que se han aprobado para permitir la detención durante veintiocho días de personas sospechosas de terrorismo sin mediar acusación”.22

El intercambio de opiniones sobre este tema y los muchos otros que los entre­vistados tocan en sus intervenciones hacen de este libro una verdadera joya de la

21 El whip es un diputado (Member of Parliament o mP) veterano nombrado por el líder del partido para mantener la disciplina partidaria. Los whips aseguran que los mP de los partidos voten de acuerdo con la disposición de sus líderes. En general es un sistema muy efectivo; las rebelio­nes contra el whip son raras y, en general, el gobierno en turno confía en el resultado favorable de las votaciones parlamentarias aun cuando los mP de su partido individualmente se opongan a la medida en cuestión.

22 Varela Suanzes­Carpegna, op. cit., p. 64.

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historiografía. Es especialmente recomendable para estudiantes y principiantes en la disciplina,23 pues ofrece una variedad de perspectivas sobre la práctica de la his­toria constitucional y un debate acerca de su metodología. Da aliento a los historia­dores del constitucionalismo al demostrar que nuestra disciplina tiene su porpia razón de ser y puede hacer aportaciones académicas importantes.

En este sentido, una de las características de la carrera académica del profesor Varela Suanzes­Carpegna es su decidida reivindicación de la historia constitucional como disciplina: en 2000, estableció la mencionada revista electrónica, Historia Constitucional, la primera revista de internet dedicada exclusivamente a este tema. De tal forma, este nuevo libro es una continuación bastante bien lograda de este esfuerzo. En Historia Constitucional se han publicado diversos trabajos relativos al constitucionalismo occidental tanto en español como en alemán, francés, inglés, italiano y portugués. Gracias a este enfoque internacional, la revista se ha converti­do en una referencia obligatoria para todos los que investigamos la historia consti­tucional en Europa y las Américas. Con Historia e historiografía constitucionales, nos ofrece una nueva lectura imprescindible y de mucha utilidad para el estudio de la historia constitucional.

Joaquín Varela Suanzes­Carpegna (ed.), Historia e historiografía constitucionales: En-trevistas con Ernst-Wolfgang Böckenförde, Michel Troper, Maurice J.C. Vile, Maurizio Fioravanti, Estructuras y procesos. Derecho, Madrid, Trotta, 2015 (160 pp).

23 De hecho, recomiendo que se lea en conjunto con los ensayos sobre la metodología de la historia constitucional reunidos en Giornale di Storia Costituzionale, vol. 19, núm. 1, 2010.

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Cajón de sastreJean meyer

Svante Paabo, cazador de genomas perdidos: el genetista sueco, al hacer hablar el adn, reveló lo que llevamos en nosotros del hombre de Nean­

dertal (Le Monde, 27 de enero de 2016). Pero lo que más le entusiasma es buscar lo que hizo del Homo sapiens un primate tan singular que conquistó el mundo.

“Los neandertales pusieron la primera piedra”, escribe Nuño Domín­guez en El País del 26 de mayo. Hace 175 mil años, levantaron unos círculos enigmáticos en la cueva de Bruniquel, en el suroeste de Francia, cerca de Montauban. En este lugar amontonaron 400 estalagmitas con un peso de 2.2 toneladas. Como siempre, se les busca un sentido simbó­lico y ritual. Podrían ser las construcciones más antiguas levantadas por los hombres. El sitio está a más de 330 metros de la entrada de la cueva.

El mismo Nuño Domínguez titula su crónica del 5 de mayo “Cuando todos los europeos eran negros”. Presenta el mayor estudio genético del origen de los pobladores de Europa, publicado en la revista Nature por David Reich de Harvard y su equipo. El trabajo va de 45 mil años a 7000 años antes de Cristo y presenta la secuencia demográfica y cultural del espacio europeo. Hasta hace 14 mil años, todos los europeos tenían la piel oscura y los ojos marrones, y los primeros individuos con piel cla­ra aparecieron hace 13 mil años.

Eske Willerslev, director del Centro de Geogenética en la Universidad de Copenhague, reescribe la prehistoria vía adn y, al hacerlo, lidia con

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caJón De sastre

sensibilidades culturales (New York Times, 28 de mayo). Fue uno de los pioneros del estudio del adn antiguo y sigue encabezando los esfuerzos por elucidar los últimos 50 mil años de nuestra historia. Encabezó la primera secuenciación exitosa del genoma de un groenlandés prehistóri­co, del grupo de los paleoesquimales, que no eran los ancestros de los inuit de hoy.

“Arqueólogos exhuman una Pompeya inglesa. Construcciones de la edad de bronce han sido milagrosamente preservadas por una capa de lodo” (Le Monde, 16 de enero). En el sitio de Must Farm, en el este de Inglate­rra, el 12 de enero se encontró la construcción en madera más completa jamás descubierta en este país. Tiene una edad de treinta siglos.

Las ánforas imperiales halladas en unas obras de canalización de Sevilla contenían 600 kilos de monedas romanas de los siglos iii y iv (El País, 29 de abril). Decenas de miles de monedas de bronce en 19 ánforas: un conjunto único en toda la historia del Imperio Romano en lo que hoy llamamos España. La mayoría de las monedas no estuvieron en circula­ción y no presentan desgaste alguno.

Una “villa” romana “sin equivalente” en el suroeste de Inglaterra, con­dado de Wiltshire (New York Times, 18 de abril). Esa hacienda, construi­da entre los años 175 y 220 de nuestra era, tenía entre 20 y 25 cuartos en la pura planta baja; pudo haber tenido tres pisos y sobrevivió la caída del Imperio Romano a la hora de la conquista sajona. El sitio no fue tocado desde su derrumbe hace 1400 años.

En 1291, Rabbi Hillel de Verona, en su obra Las retribuciones del alma, después de criticar las tesis de Averroes que separan el intelecto único de las inteligencias creadas, afirma que la obra de Tomás de Aquino es un intento logrado de conciliar las verdades de la fe y las verdades de la ra­zón. Escribe que la interpretación de la filosofía de Maimónides en el sentido tomista es la única que no contradice la fe judía. Entre los filóso­fos judíos que vivían en Roma en este periodo, el grupo que estudiaba con el Rabbi Yehuda Romano era apasionadamente tomista.

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En el Museo de América de Madrid se encuentra el Códice Trocortesiano, llamado también Códice Madrid, uno de los tres documentos mayas con­servados hoy en día; los otros dos se encuentran en Dresde y París. Un equipo ruso de la Universidad Estatal de Rusia empieza a trabajar sus 112 páginas de pictogramas, revisando la primera interpretación del equipo de Knorozov.

Cuando Arthur Young andaba viajando por Francia, le tocó el principio de la Revolución y, al viajar en la Provenza, entre Aix y Aviñón durante el verano de 1789, apuntó que “toda la plebe del país anda disparando; parece que cada escopeta oxidada está en operación, para matar hasta el último de todos los tipos de pájaros”.

Terrorismo de ayer, terrorismo de hoy: ahora que los medios de comu­nicación se preguntan si no deberían reducir al mínimo las menciones de los criminales y de sus fechorías, recordamos que Francia vivió a fi­nes del siglo xix una gran ola de atentados, con asesinato del presidente de la República y bombas en los cafés incluidos. En aquel entonces se planteó ya el problema de “la propaganda por el hecho” y Gustave Le Bon elaboró su teoría de la “Psicología de las muchedumbres”, mientras que Gabriel Tardé enunciaba “las leyes de la imitación entre las mu­chedumbres y las sectas desde el punto de vista criminal”.

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Colaboradores

El amplio Dossier de este número 66 de Istor fue coordinado por Luis Xavier López­Farjeat, quien aquí nos ofrece las semblanzas de los autores convo­cados, incluido él mismo:

Sabine Schmidtke es investigadora del Institute for Advanced Study, en Princeton. Es especialista en historia intelectual islámica. Sus investigacio­nes han contribuido de manera relevante a la comprensión de las relaciones entre las tres tradiciones monoteístas a través de la edición crítica y el aná­lisis de fuentes teológicas y filosóficas prácticamente desconocidas prove­nientes de manuscritos árabes, judeo­árabes y persas. Actualmente trabaja en la historia del pensamiento islámico en el periodo posclásico (siglos xiii-xix) con especial énfasis en la reconstrucción de la tradición textual y el modo en que se importó al mundo intelectual islámico. También es espe­cialista en la recepción musulmana de la Biblia, un tema sobre el que ha publicado ampliamente. Ha fungido recientemente como editora de The Oxford Handbook of Islamic Theology (2016) y como coeditora de The Oxford Handbook of Islamic Philosophy (2016).

Sidney H. Griffith es profesor e investigador en el Departamento de Len­guas Semíticas en The Catholic University of America, en Washington. Sus áreas de interés son el cristianismo árabe, el monasticismo sirio, los encuentros entre cristianos y musulmanes durante el medievo, y el ecume­nismo y el diálogo interreligioso. Es autor de un número considerable de artículos y capítulos en libros. En 2009 recibió el Rumi Peace Award por su labor en el ámbito de las relaciones interreligiosas. Ese mismo año su libro

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colaboraDores

The Church in the Shadow of the Mosque: Muslims and Christians in the World of Islam (2007) ganó el Albert C. Outler Prize, otorgado por la American So­ciety of Church History. Entre sus publicaciones se encuentra también The Bible in Arabic: The Scriptures of the “People of the Book” in the Language of Is-lam” (2013).

Fred M. Donner es profesor e investigador del Departamento de Historia del Cercano Oriente en The University of Chicago. Sus áreas de especiali­dad son los orígenes del Islam, la historiografía árabe e islámica, la historia islámica temprana, la ley islámica, y las sociedades tribales y nómadas ára­bes. Ha estudiado especialmente los factores intelectuales e ideológicos que intervinieron en la expansión temprana del Islam. Entre algunos de sus libros se encuentran Christians and Others in the Umayyad State (editado junto con Antoine Borrut, 2016), The Early Islamic Conquests (1981, reimp. 2014), Muhammad and the Believers: At the Origins of Islam (2010).

Rafael Ramón Guerrero es Profesor Emérito de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Es especialista en filosofía medie­val y pensamiento medieval judío e islámico. Su trabajo se ha centrado principalmente en el estudio de la filosofía islámica y judía tanto en Orien­te como en al­Andalus, así como en su influencia posterior. Ha sido traduc­tor de varias obras de al­Farabi y Averroes al castellano. Es autor de un número considerable de libros, artículos y capítulos de libros entre los que destacan Filosofías árabe y judía (2001), “Aristotle and Ibn Hazm On the Logic of the Taqrīb” (2013), “El neoplatonismo de Ibn al­Sid de Badajoz” (2014), “Avempace en las obras de Santo Tomás de Aquino” (2015). Ac­tualmente prepara varios trabajos sobre la filosofía de Ibn Hazm.

Marco Zuccato es profesor en la Gulf University for Science and Techno­logy, en Kuwait. Su área de especialidad es la historia intelectual del mun­do mediterráneo durante la Edad Media, sobre todo la filtración de la ciencia árabe en la península ibérica durante ese periodo. Ha publicado numerosos artículos sobre el tema, entre los que destacan “The Monk and the Singing­slave­girl: the Complexity of Medieval Intellectual History” (2014), “Arabic Singing Girls, the Pope and the Astrolabe: Arabic Science

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colaboraDores

in Tenth­Century Latin Europe” (2014), “Gerberto de Aurillac y un canal judío en el siglo décimo para la transmisión de la ciencia árabe a Occiden­te” (2013).

David Nirenberg es profesor e investigador de Historia Medieval y Pensa­miento Social en el Departamento de Historia en The University of Chica­go, y es director de The Neubauer Collegium for Culture and Society de la misma universidad. Su trabajo se ha enfocado principalmente en el modo en que las culturas judía, cristiana e islámica se constituyen a sí mismas a través de su interacción y la manera como se conciben entre sí. Algunos de sus li­bros son Communities of Violence: Persecution of Minorities in the Middle Ages (1998, trad. Comunidades de violencia: Persecución de minorías en la Edad Media, 2001), Anti-Judaism: The Western Tradition (2013) y Neighboring Faiths: Christia-nity, Islam, and Judaism in the Middle Ages and Today (2014, trad. Religiones veci-nas: Cristianismo, Islam y judaísmo en la Edad Media y en la Actualidad, 2016).

Thérèse-Anne Druart es profesora e investigadora en la Escuela de Filoso­fía de The Catholic University of America. Sus áreas de especialidad son la filosofía árabe medieval, la filosofía antigua (particularmente Platón), la metafísica y la transmisión de la filosofía griega al entorno árabe. Es la ac­tual presidenta de la Societé Internationale d’Histoire des Sciences et de la Philosophie Arabes et Islamiques. Es autora de más de setenta artículos especializados en filosofía árabe. Editó en 1998 el texto árabe de El Suma-rio de las Leyes de Platón de al­Farabi y en 2009 fungió como subeditora de la traducción de El gran comentario al De Anima de Aristóteles de Averroes (tra­ducido al inglés por Richard C. Taylor). Anualmente publica la “Brief Bi­bliographical Guide in Medieval and Post­Classical Philosophy and Theology”. Algunos de sus artículos más recientes son “Moses and the Magicians in Bonaventure, Peter Abelard, and al­Ghazali” (2015) e “Ibn Sina and the Ambiguity of Being’s Univocity” (2014).

Luis Xavier López-Farjeat es profesor e investigador en la Facultad de Fi­losofía de la Universidad Panamericana, Ciudad de México. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores y Director Asociado del Aquinas and the Arabs International Working Group (AquinasAndTheArabs.org).

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Es editor de Tópicos, Revista de Filosofía (topicosojs.up.edu.mx). Sus áreas de especialidad son la filosofía árabe e islámica, la filosofía antigua y su re­cepción árabe, y la transmisión de la filosofía árabe al medievo latino (siglo xiii). Es autor de varios libros y artículos especializados en filosofía árabe, principalmente sobre teoría de la argumentación, epistemología y filosofía de la mente y metafísica. Los dos libros más recientes en los que ha fungi­do como coeditor y coautor son Philosophical Psychology in Arabic Thought and the Latin Aristotelianism of the 13th Century (2013) y The Routledge Companion to Islamic Philosophy (2016). Entre sus trabajos más recientes se encuentran “al­Farabi’s Psychology and Epistemology” (2016), “Avicenna on Non­Conceptual Content and Self­awareness in Non­Human Animals” (2016), “Al­Ghazālī on Knowledge (‘ilm) and Certainty (yaqīn) in al-Munqidh min al- ḍalal and in al-Qisṭās al-Mustaqīm” (2015), “Avicenna and Aquinas on Natural Prophecy” (2014).

Además de los anteriores, contamos con la colaboración de los siguientes autores:

En Notas y diálogos, Bernardo García Martínez, historiador por Harvard, Profesor­Investigador del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México (desde enero de 1968), Investigador Nacional designado por el Sistema Nacional de Investigadores (desde julio de 1984), Miembro de Número (Sillón 19) de la Academia Mexicana de la Historia, Corres­pondiente de la Real de Madrid (desde junio de 1999), autor de Las re-giones de México: Breviario geográfico e histórico, México, El Colegio de México, 2008, 352 pp, (isbn: 968­12­1322­X).

En Historia y literatura, Enrique Pérez Morales, maestro en historia por la Universidad Iberoamericana.

En Usos de la historia, Pablo Mijangos y González, doctor en historia por la Universidad de Texas en Austin, profesor investigador titular de la Divi­sión de Historia, Nivel I en el Sistema Nacional de Investigadores y autor de The Lawyer of the Church: Bishop Clemente de Jesús Munguía and the Clerical Response to the Mexican Liberal Reforma (2015).

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colaboraDores

En Ventana al mundo, Rainer Matos Franco, internacionalista por El Cole­gio de México.

En Reseñas, Catherine Andrews, doctora en historia por la Universidad de St. Andrews, Escocia, profesora investigadora titular de la División de His­toria del cide y autora del libro Entre la espada y la constitución. La vida polí-tica y militar del general Anastasio Bustamante (1780-1853), (2008) (isbn: 978­970­9031­36­2).

Y, last but not least, en Semblanzas, el escritor y editor Phillipe Ollé-Laprune, autor de Desorden aparente (2007), Para leer a Aimé Césaire (selección y pró­logo, 2008), Tras desterrados (selección y prólogo, 2010) y México: visitar el sueño (2011), todos publicados por el fce.

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año xvii, número 66, otoño de 2016, se ter­

minó de imprimir en el mes de agosto de

2016 en los talleres de Impresión y Diseño,

Suiza 23 bis, Colonia Portales, C.P. 03300,

México, D.F. En su formación se utilizaron

tipos Caslon 540 Roman de 11.6 y 8 puntos.