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. [Noticias internacionales en RADIO FRANCIA INTERNACIONAL] http://www.espanol.rfi.fr/cultura/ http://www.espanol.rfi.fr/ ---oOo--- Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2011 Artículo publicado por Viernes 09 Diciembre 2011 Ultima modificación el Viernes 23 Diciembre 2011 Marcos Crotto gana el concurso Juan Rulfo con el cuento 'Comunión' Marcos Crotto, ganador del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2011. ©Alejo Schapire/RFI. Por RFI

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Page 1: XXIX Concurso Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2011 - RFI (---) Ok

. [Noticias internacionales en RADIO FRANCIA INTERNACIONAL] http://www.espanol.rfi.fr/cultura/

http://www.espanol.rfi.fr/

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Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2011

Artículo publicado por Viernes 09 Diciembre 2011

Ultima modificación el Viernes 23 Diciembre 2011

Marcos Crotto gana el concurso Juan Rulfo con el cuento

'Comunión'

Marcos Crotto, ganador del Premio Internacional de Cuento Juan

Rulfo 2011.

©Alejo Schapire/RFI.

Por RFI

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El relato del narrador argentino se impuso entre las 3.205 obras

recibidas en esta edición y recibió el cheque de 5.000 euros previstos para el ganador. El jurado Alan Pauls destacó el tono 'muy justo' con el

que el autor narra de 'manera notablemente contemporánea un viejo

problema de la cultura latinoamericana: la relación entre colonizadores y colonizados'. Lea el cuento ganador y las otras 15 obras finalistas.

Marcos Crotto (Buenos Aires, 1980) fue proclamado este viernes

ganador del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo con su cuento "Comunión", enviado bajo el seudónimo de "Pochi".

Crotto recibió los 5.000 euros previstos por el concurso en la

ceremonia celebrada en la Casa de América Latina de París, en presencia de los organizadores del certamen: Radio Francia

Internacional (RFI), Instituto de México, Instituto Cervantes en París y la Casa de América Latina de París.

El jurado, compuesto por Antonio Caballero (Colombia), Grecia

Cáceres (Perú), Alberto Vital Díaz (México), Margo Glantz (México),

Eduardo Ramos Izquierdo (México), Alan Pauls (Argentina) y Aline Schulman (Francia), seleccionó al ganador entre los 16 relatos

presentados por el comité de lectura entre los 3.205 cuentos recibidos.

A la hora de justificar la decisión del jurado, el escritor argentino Alan Pauls definió el cuento ganador como "un relato inteligente,

tramado con sutileza, que inventa un tono muy justo, a la vez seco y acuciante, para narrar de manera notablemente contemporánea un viejo

problema de la cultura latinoamericana: la relación entre colonizadores y colonizados".

Por su parte, el jurado mexicano Eduardo Ramos Izquierdo se

refirió al relato como "una fértil variante del tema del viaje". Y sintetizó la trama en estos términos: "Es el viaje de dos turistas franceses al

noroeste argentino, bien equipados con cámaras digitales, visitan y

sacan fotos de un cementerio. Con un GPS se dirigen hasta Aguas Secas adonde se dirigen en busca de un cuadro del siglo XVII europeo: La

comunión de los pastores, que se encuentra en una capilla del pueblo. Intentan comprarlo, fingiendo ignorar el valor, pero el cura rechaza la

venta pues el cuadro pertenece a la comunidad de los cerros. Los turistas roban el cuadro y huyen hacia Chile protegidos con documentos

diplomáticos".

Eduardo Ramos Izquierdo reservó el desenlace del cuento a sus lectores, pero opinó que "mediante una escritura pulida y de felices

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evocaciones de la obra pianística de Ravel, el cuento muestra el choque

de culturas y valores".

Primer Premio

• Comunión

A continuación, los otros 15 cuentos que llegaron a la final:

• Dos maravedís de cobre

• Club de los amorosos • Páginas de Samuel Wuhl

• Cofradía de los abandonados • Diario

• El charco • El mar

• El rumor de mi nombre • La venganza de los que no perdonan

• Las cartas de Carmelo Octavio

• Leer engorda • Liberación

• Todas las cosas deben suceder • Viaje

• ¡Ay mamá!

tags: Concurso de cuentos Juan Rulfo - Literatura

Comentario

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Comentarios (19)

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Guácatelas

Enviado por Anonyme (no verificado) el Vie, 2012-01-20 21:07.

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¿Esa sarta de metáforas bobas y lugares comunes premiaron?

Estoy de acuerdo que el resto de jueces premiaran esa tontería,

¿pero Alberto Vital?...

¡Caray! Juan Rulfo es un tesoro nacional de nosotros los mexicanos; al menos quitenle ese nombre al premio si van a premiar

bufones...

responder

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Felicidades a los ganadores

Enviado por Oscar Úbeda Úbeda (no verificado) el Lun, 2012-01-09 22:20.

Un saludo y abrazo fraterno a todos los participante y en especial a quienes estuvieron entre los 16 mejores. Bendiciones y sigan adelante

escribiendo.

responder

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Felicitaciones a los dieciseis finalistas

Enviado por Humberto Lizana (no verificado) el Mié, 2012-01-04 04:44.

Creo que el cuento es interesante. La combinación de

desencuentros culturales y la obsesión moderna de apropiarse de los

recursos, creyéndose tener la razón, es bastante meritoria. Y como siempre, se complementa con una nota clásica, el de Fuenteovenjuna, el

pueblo haciendo justicia. Existe agilidad y metáfora apropiada. Mérito para el ganador.

Atte,

Desde Perú,

Humberto Lizana

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responder

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finalistas

Enviado por Luis Fernando Iglesias (no verificado) el Dom, 2011-

12-18 00:56.

Recién hoy me entero que mi cuento "Todas las cosas deben suceder" estuvo entre los 16 finalistas. Tengo una gran emoción de

haber integrado esa lista en un concurso de la importancia del Juan Rulfo.

responder

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Alfredo, antes de hacer

Enviado por Anonyme (no verificado) el Jue, 2011-12-15 02:36.

Alfredo, antes de hacer cualquier tipo de crítica sería bueno que mejoraras de ortografía.

Mis felicitaciones al ganador y a los finalistas!

responder

.

responder

Enviado por Alfredo (no verificado) el Jue, 2011-12-15 14:36.

Bueno che, nadie es perfecto. La vida sin humor no es vida. No existe comité capáz de leer 3.200 cuentos. Así que si vos crees que

realmente eligen, los 16 mejores, estás mas loco que yo jajajaja.

responder

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Quiero leer los otros.

Enviado por jr (no verificado) el Jue, 2011-12-15 00:20.

En verdad comenzé a leer el cuento y lo corté... El asunto es que no soporto esas retahilas de metáforas y símiles... Tanta perifolla

poética en texto sin contexto, me empalaga... Es mi criterio, que en nada debe desmeritar al autor, lo que deploro es no haber conocido a

tiempo los "gustos" del jurado, pues hubiese hecho un collage de metáforas y descripciones naturalistas al estilo de National Geographic,

y ya... Por eso propongo la publicación de los restantes cuentos finalistas, para tener una referencia respecto al criterio de selección del

jurado, compararlo con los grandes clásicos y así tener un baremo de por dónde andan los criterios académicos respecto del cuento

contemporaneo. ¿Será que siguen los mismos derroteros de la economía globalizada?

responder

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desesperado

Enviado por Anonyme (no verificado) el Mar, 2011-12-20 04:04.

Querido amigo ud suena desesperado por ganar el concurso o quizas mas bien por llevarse el "botin" de los 5000 euros. Hay que ser

autenticos y dejarse de tacticas de literatura guerrillera para ganar un concurso.

responder

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comentario

Enviado por Alfredo Videla (no verificado) el Mié, 2011-12-14 16:33.

Después de leer el cuento ganador, del primer premio ganador

2011 me preguntaba; los miembros del comité de preseelección y los miembros del jurado, serán todos`pacientes del mismo hospital

psiquiátrico. un cuento absolutamente predesible, cuyo argumento se resume en dos frases, con una gran cantidad de reiteraciones. premiado

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como el mejor, es sin duda el beredicto de personas con serios

problemas.

responder

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¿predesible? ¿beredicto?" por

Enviado por manita (no verificado) el Vie, 2011-12-23 18:05.

¿predesible? ¿beredicto? por lo menos el cuento no tiene faltas de

ortografía

responder

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hermano soltá la envidia, te

Enviado por manita (no verificado) el Vie, 2011-12-23 17:59.

hermano soltá la envidia, te queda mal

responder

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De nuevo un argentino?

Enviado por Anonymous (no verificado) el Mié, 2011-12-14 15:31.

De nuevo un argentino?

No había toda una serie de posts hace un año polemizando un incidente repetido este año?

Muchas Felicidades Crotto!

responder

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Felicidades

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Enviado por Gabriell (no verificado) el Mié, 2011-12-14 03:49.

¡Muchas felicidades al ganador de este año! Mi favorito, el del año

pasado. La narración, que no es "clásica" utilizando el guión largo, me parece formidable. Sin embargo, me he percatado de algunas faltas de

coma que no creo sean a propósito. Aún así, el mérito es del escritor, que con la narración ha sorprendido al jurado. Sin embargo, me he

quedado esperando más del relato. Ojalá pudieramos leer alguno de los finalistas, para que el público lector también pudiera emitir su opinión.

No es malo el cuento, pero tampoco es bueno.

responder

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¡felicitaciones a

Enviado por sebastián (no verificado) el Mar, 2011-12-13 17:43.

¡felicitaciones a marcos!

¡hace tres años que vienen ganando argentinos! ¡buenísimo!

responder

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Cuento ganador 2011 y dos preguntas.

Enviado por Guillermo (no verificado) el Lun, 2011-12-12 19:45.

Hola, felicito al Sr.Crotto por su cuento. Buen tema, buena trama

y escrito con precisión. Un final abierto para que imagine a gusto quien

lo lee. En mi caso, pienso que el pueblo quiere dar su merecido a este par de piratitas modernos. Felicitaciones nuevamente. Éxitos, Guillermo.

Pregunto: ¿De dónde puedo bajar los cuentos ganadores de

ediciones anteriores?

Sugerencia: Sería bueno leer los cuentos de por lo menos cinco finalistas. Gracias y disculpen el atrevimiento.

responder

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Cuento ganador RFI 2011

Enviado por Gustavo Emilio Cosolito (no verificado) el Sáb, 2011-

12-10 20:17.

Muy buen cuento. Interesante el final abierto. Como agregado antipático (propio de aquellos participantes que no salieron primeros o

finalistas) quisiera agregar respetuosamente que la expresión "protector de pantalla" que utiliza uno de los protagonistas debería ser

reemplazada por la correcta "fondo de pantalla". Un detalle.

Saludos a la iniciativa de RFI y al ganador.

responder

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PUBLICACIÓN NOMBRE DE LOS 16 finalistas

Enviado por lidiuzka (no verificado) el Vie, 2011-12-09 23:06.

Deseo que sean publicados los nombres y no los pseudónimos de

los 16 finalistas, porque para ellos es muy importante este premio

responder

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finalistas

Enviado por Anonyme (no verificado) el Vie, 2011-12-09 22:52.

Felicitaciones al ganador!

¿Por qué no se publican los nombres de los finalistas? Haber

llegado a esa instancia es un mérito, creo que corresponde hacerlo.

Gracias.

responder

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finalistas

Enviado por Anonyme (no verificado) el Vie, 2011-12-09 22:44.

Felicitaciones al ganador!

Haber llegado a finalista entre 3.205 cuentos es un mérito. ¿Por qué no se publican los nombres de los autores que llegaron a esa

instancia?

Gracias.

responder

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• Cuento Ganador

XXIX Concurso Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2011 - RFI

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Primer Lugar - XXIX Concurso Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2011 - RFI

Comunión

Por POCHI (seudónimo)

Marcos Crotto

Argentina

Caminaba entre las tumbas. No había más de veinte, adornadas con flores y cintitas. Una huerta de cruces perdida en la cordillera

recibiendo los colores del cielo. Dejó la mochila sobre una lápida y en la

pantalla de su cámara digital congeló una cruz de madera armada con dos troncos y un Cristo tallado en la corteza. Me gustaría que me

enterraran en un lugar así, dijo. La piel blanca que la musculosa dejaba libre se le había puesto algo rosa en esos días. Le sacó fotos a un

pajarito amarillo que movía la cabeza encima de una lápida y a un abejorro que se metía una y otra vez en la trompeta de una flor que se

abrazaba a una cruz de hierro. Se sentó en una piedra y prendió un porro. Es como si los propios muertos, después de recorrer toda la

tierra, hubiesen decidido entrar allí, dijo, en este lugar apartado de los hombres, y dormir para siempre en la roca de colores tan cerca del

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cielo. Christophe, que la esperaba apoyado contra la puerta del

Mitsubishi, de brazos cruzados, oculto detrás de sus anteojos negros, le contestó que ya estaba fumada y le pidió que se apurara, quería llegar

antes que se hiciese de noche.

Ya de nuevo en el auto, Virginie miró las fotos en la pantalla de su

notebook. Le gustó una especialmente: se veía una tumba armada con ladrillos y una reja de lanzas en las que se entrelazaban flores azules y

jarrones de cerámica; detrás de la tumba crecían yuyos verdes que contrastaban con los colores de las flores; más abajo, jirones de nubes

deambulaban entre los pliegos de los cerros, de modo que el cementerio estaba arriba de la nube; al fondo resurgía una montaña vertical, el

cielo y la tierra se confundían en esa imagen. La puso como protector de pantalla, reemplazando a su casa de Bordeaux en una mañana fría pero

de sol.

El GPS adherido al parabrisas indicaba la existencia de arroyos, lechos secos, minados por piedras blancas que parecían osamentas de

peces. Por algo el pueblo al que iban se llamaba Aguas Secas. Las

paredes de la montaña doblaban con el camino. Naranjas, verdes, turquesas, amarillas, rojas. La montaña, dijo Virginie, era la paleta

inmensa de un pintor que prepara los colores y que después no la toca porque advierte que la paleta es el cuadro. Sólo colores. Ese paisaje era

lo mismo. La fuerza de los colores aislados de la materia. Él le preguntó si pensaba que encontrarían el cuadro en Aguas Secas. Ella se encogió

de hombros y miró un rato la foto del cementerio, cerró la notebook, se reclinó contra la ventanilla, tal vez podía dormir. Christophe puso el

disco de Ravel. De a gotas caía la fuerza del piano. Es una música lenta pero que no deja de avanzar, es mágica, dijo Virginie, descalza y

apoyando los pies contra el parabrisas. Christophe le preguntó si la había tocado en algún concierto. Sí, dijo Virginie, me volví loca

estudiándola, encima con Ravel hay que contar una historia desde las sensaciones, escuchá esta parte, ¿ves?, las notas imitan las

campanadas que velan a un ahorcado, se repiten las campanas y se

repite el miedo a la muerte, que va creciendo. No es una música, es una atmósfera que toca una música.

El camino ya parecía un serrucho, el disco empezó a saltar, las

notas se repetían o volvían atrás. Mejor apagarlo y abrir la ventanilla. No sé por qué dejé el piano, dijo Virginie. Ya vas a volver, dijo él. Sí, no

sé. Entró el aire de la montaña y el errático ruido del motor que ya empezaba a sufrir el esfuerzo de la altura. Pasaron dos o tres

cementerios más, el paisaje se secaba, pocas plantas, cada vez más rocas, la tierra desnuda y naranja, las montañas parecían jarrones de

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arcilla.

Llegaron a Aguas Secas. La poca gente que caminaba por la calle

de piedra era vieja, con los rostros curtidos por el sol. Vestían ropas de

colores alegres algo erosionados por el uso. Delante del auto una señora arreaba a sus cabras y en la vereda una nena en bicicleta los miraba con

un dedo metido en la nariz. Virginie le mostró la cámara, como preguntándole si le podía sacar una foto; la nena pedaleó calle arriba.

Bajaron del auto. Las casas eran blancas, todas parecidas. Ya casi

no quedaba nada de pueblo cuando vieron, al final de una curva, una pared grande de roca medio negra, un balcón arrodillado hacia un

precipicio. Arriba de la roca había un cura, sentado, mirando las montañas, y alrededor del cura parecía estar concentrado todo el

pueblo, en distintos niveles. Algunos sentados sobre piedras, otros de pie, algunos con los ojos cerrados, otros mirando al cura. A veces los

miraban, como si no entendieran qué hacían dos turistas en ese lugar. Virginie recordó esa escena de Ben Hur en la que Cristo predica en el

monte. Una viejita arrugada lloraba. Virginie le sacó una foto. Después

se acercó un poco más al cura y también le sacó una foto. Era rubio, de barba, flaco, parecía más un conquistador que un cura. Perdieron el

tiempo de cuánto duró esa oración, al atardecer. Al final, el cura se puso de pie y caminó por un caminito bien marcado. Todos lo siguieron: la

vieja que lloraba, un tipo encima de un burro, la nena de la bicicleta. Dos o tres señoras cantaban, no muy afinadas. Llegaron de nuevo al

pueblo por un caminito que ascendía y descendía entre arbustos espinosos y duros. La capilla era blanca como las casas y con un

campanario exageradamente alto, le pareció a Virginie. Alguien empezó a sonar las campanas y el sonido rodó cerros abajo con una avalancha

de ecos.

Los bancos de madera rechinaban a medida que los ocupaban. Virginie no sabía que el olor denso era guano de murciélago. Se hizo

una fila para comulgar. Todavía había luz. Comulgaban y después se

arrodillaban en los bancos o rezaban de pie, mirando al piso o al Cristo demasiado lastimado que colgaba del techo. Ellos, por respeto, también

lo miraban, tratando de incorporarse a esa oración comunitaria, aunque casi al mismo tiempo advirtieron el cuadro, detrás del Cristo, en la

pared del altar.

Virginie caminó por los laterales y se acercó lo más que pudo sin ser indiscreta. Le temblaron las piernas. Le sacó fotos al Cristo, como

para disimular, y después al cuadro. La comunión de los pastores estaba en una capilla anclada en las montañas, a más de diez mil kilómetros de

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donde había sido pintado quinientos años atrás.

Los fieles se perdieron en los cerros. Las puertas de las capillas

quedaron abiertas. El cura había desaparecido detrás del altar con la

viejita que le hacía de ayudante. Pudieron acercarse más al cuadro. Tendría unos dos metros de largo por uno y medio de alto. A pesar del

polvo y de la mugre acumulada se adivinaban figuras de hombres y de mujeres que languidecían en la cima de un cerro. Había granjeros, una

vieja con un telar, un burro, un pastor con sus cabras, alguien que podía ser un sacerdote. Otros cerros continuaban en distintos planos, secos,

como cubiertos de un manto de cuero de toro. Gris y negra la tierra. En cambio, el cielo regalaba colores alegres que se encendían unos a otros.

Los hombres y las mujeres del cuadro levitaban con esas pinceladas características del pintor. Como algunos pájaros de montaña, esas

figuras ya eran más del cielo que de la tierra.

El cura salteó churrascos con cebollas y les ofreció el vino dulce que usaba para la misa. Ellos quisieron comer poco, tal vez para

mostrarse civilizados, pero el aire de la altura y el humo de la

marihuana les había inflado el hambre y limpiaron los platos. Les parecía increíble que el cura hablara tan bien francés. El cura les

comentó que su abuela había nacido en Francia, ella le había enseñado. No se interesó demasiado por la vida de ellos ni tampoco quería hablar

de él. Apenas comió unos bocados de cebolla con pan. Al final de la cena, Christophe le pidió si les podía mostrar de nuevo la capilla. La

recorrieron, cada uno sosteniendo un candelabro con velas encendidas. Cuando llegaron al cuadro, Christophe fingió sorpresa, dijo que era lindo

y que le gustaría comprarlo. El cura contestó que todo lo que estaba allí pertenecía a la comunidad de los cerros. Virginie comentó que le

encantaría llevarse el cuadro así recordaba su viaje por esa parte del mundo, era tan lindo ese lugar, y el cuadro mostraba muy bien todo

eso, seguramente lo había pintado alguien de la zona, dijo acercando una vela a la tela. Se iluminaron los ojos del burro y de un pastor. El

cura sonrió y explicó de nuevo que el cuadro pertenecía a la comunidad.

Hablaba lento y siempre como si mirara un poco más allá de aquello que enfocaba. No le importaron los tres mil dólares que ofreció Virginie.

Christophe dijo que tal vez podían pagar hasta diez mil, aunque el cuadro ni tenía firma, seguro que era de un pintor desconocido, y estaba

arruinado de humedad, dijo ella, y de polvo, dijo él, pero igual subían la oferta, la gente de esa zona era demasiado pobre. El cura los miró y dijo

que la comunidad apreciaba ese cuadro, no estaba en su poder venderlo, eso dependía de Dios. ¿Y cómo hablamos con Él?, preguntó

Christophe, riéndose.

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El cura entró en el cuarto pegado a la sacristía. Preparó dos camas

para ellos y después lo vieron tirarse entre unos perros flacos. ¿Por qué no duerme en una cama?, le preguntó Virginie. Así le ofrezco el sacrificio

a Dios, dijo, ya acostado sobre el suelo. También les dijo que se

despedía ahora de ellos, en unas horas, en plena noche, saldría en burro hacia los cerros, había casas arriba, estaría unos días administrando

sacramentos.

Virginie se acostó en una cama y Christophe salió a fumar tabaco. Miró el brillo rabioso del cielo, enmarcado por las cumbres. Entonces le

pareció que el cuadro estaba bien en ese lugar: un pueblo levitando entre la potencia de las montañas y las riquezas brillantes que esperan

del otro lado de la noche.

Los murciélagos revoleteaban alrededor del campanario, cazando insectos.

Aunque el cura ya había partido con el burro, ellos caminaban en

silencio, casi en puntas de pie, como si la capilla fuera un museo minado

de alarmas. Virginie colocó la tela enrollada dentro de un tubo de aluminio. Fueron hacia el Mitsubishi, lo empujaron y saltaron a los

asientos cuando el auto tomó velocidad por el efecto de la pendiente. Christophe prendió el motor, aceleró, pero las piedras golpeaban la

panza del auto. Había que tranquilizarse o romperían el cárter de aceite. Apenas se veía el camino que despertaban los faros y que se hundía y

resurgía entre piedras. Menos mal que tenían el GPS. De los matorrales saltaban tucuras de lado a lado, atravesando la luz de los faros. No

hablaban. A veces, Virginie miraba para atrás y tocaba el cilindro que contenía la tela que ella había desprendido del marco con su navaja. En

doce horas, tal vez diez, llegarían a Chile cruzando por el Paso de Jama. Tenían documentos diplomáticos, nadie molestaría. Virginie bajó la

ventanilla. Le sorprendió el aire húmedo, enseguida se largó a llover, gotas que estallaban en el parabrisas, aisladas unas de otras. Después

ya fue una lluvia pareja, vertical y monótona, interrumpida por algún

trueno que vibraba en las montañas.

Los limpiaparabrisas apartaban el agua con su coreografía. Llovía con calma, una lluvia mansa que no golpeaba la tierra sino que la

bañaba.

Los sobresaltó el primer arroyo. Donde ayer había un lecho resquebrajado ahora pasaba una cuerda de agua marrón. Christophe

metió las ruedas de a poco, el agua rascó la panza del auto, las ruedas volvieron a apoyar el peso del Mitsubishi sobre la tierra.

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Ahora llovía fuerte, cascadas de agua que bajaban con viento y peso. Christophe tenía que esquivar las piedras que se habían

desprendido de las paredes de roca. A veces Virginie tenía que bajarse

para correrlas. Se embarraba las manos y la cara. Por momentos no se veía nada, sólo la lluvia casi encima, empañada por los faros. El agua

también caía de las paredes de la montaña. Ese paisaje quieto y silencioso de la tarde anterior ahora era un gigante que movía sus

aguas, sus rocas, sus ruidos.

El Mitsubishi se les quedó en medio de uno de los arroyos. Los faros casi que se hundieron en un pozo, iluminaron el agua desde abajo,

como un submarino, el motor se apagó después de toser. Las ruedas sirvieron más de flotadores que de apoyo y el auto empezó a girar

empujado por las olas hacia la cascada que rugía al costado del camino. Christophe ayudó a Virginie a subirse al techo del auto y de ahí, colgada

de las hojas de una cortadera, pisó tierra firme. Christophe agarró el cilindro y estiró el brazo. Ella tuvo que meterse un poco en el arroyo y

alcanzar uno de los extremos. Él también se colgó de las cortaderas

para llegar a la tierra. En el cilindro se juntaron las sangres de los dos, las lavó la lluvia.

Se refugiaron debajo de una piedra que salía de la pared. Desde

allí vieron cómo la corriente bajaba cada vez más rápido y más gorda. El agua negra pasaba por encima del capó y acercaba el auto a la

pendiente. Oscuro, el auto parecía una roca que divide el cauce de un río.

La luna resplandeció en las rejas de lanza y en algunas cruces de

hierro. El cementerio estaba ahí nomás. Se sentaron en uno de los banquitos de piedra. Christophe se tiró a dormir, Virginie le pidió que no

se durmiera y le preguntó qué harían con todo ese lío. Ni bien el cura volviera de su paseo le subirían la oferta, una muy buena oferta, le

harían entender que el cuadro tenía que estar en un museo y que el

gobierno francés podría ayudar con donaciones a la comunidad. Tengo frío, dijo Virginie. Habían perdido todas sus cosas. Mañana, cuando baje

el agua, las rescatamos del auto, dijo Christophe.

La luz todavía era azul y no dejaba ver más que sombras de arbustos o rocas no muy lejos. Desde arriba de los cerros se soltaba un

cielo turquesa y rosa. Divisaron al Mitsubishi en un desbarranco, cuarenta metros abajo del camino. Apenas se veían las gomas y una

puerta entreabierta. Lo demás eran plantas y barro que se le habían pegado como una barba. Imposible bajar hasta ahí, se podían romper

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una pierna y ahí sí que la cosa sería brava.

No sabían qué hacer, si caminar, si quedarse ahí. Salió el sol y al

rato apareció un hombre a caballo y un chico, seguramente el hijo,

encima de un burro. No se pudieron entender. El chico los ayudó a subirse al burro, uno pegado al otro. El hombre iba adelante con su

caballo y el chico caminaba y los arrastraba con el bozal. No hablaban. Dejaron el camino de autos y se metieron en una huella marcada por

animales. Volvían para el pueblo. Ristras de nubes aparecían desde las montañas, como si la tierra las pariera, y al rato todo el cielo estaba

atravesado de largas franjas de nubes grises, parecido a un campo recién arado. Una aventura esto de rastrear arte, dijo Christophe y

Virginie se rió. No tengas miedo, le dijo Christophe. Adelante, el hombre guiaba al caballo con silbidos.

Llegaron al pueblo. Los cascos del caballo y del burro sonaban en

el empedrado. Apareció la nena con la bici, otra nena con una muñeca que le colgaba de la mano, tres chicos jugaban al fútbol. Los miraron

pasar y después siguieron jugando. Se bajaron del burro en la puerta de

la capilla. Una viejita arrugada como una nuez se acercó a Virginie con la mano estirada, ella le dio la mano, pero la viejita no quería saludarla,

quería el tubo de aluminio. La viejita sacó la tela de adentro y desenrolló ahí mismo los colores alegres del cielo y los grises en las montañas.

Afuera del cuadro era al revés. La tierra de colores y el cielo gris. Christophe se lamentó de no saber mejor español, no podía dar

explicaciones por lo del cuadro ni hablar de otras cosas, como de fútbol, el cinco del Paris Saint Germain era argentino. Vamos a buscar un

teléfono, dijo Virginie.

En el pueblo no tenían mucho que hacer. No había teléfonos, no había autos y tampoco señales del cura. Se sentaron en una vereda. Por

lo menos sus ropas ya estaban casi secas. Sonó la campana de la capilla.

---C'est un si bémol.

Sonó de nuevo, y otra vez, y otra vez, y así siguió, y a medida que sonaba hombres y mujeres bajaban de los cerros cargando sus

palas, lazos, machetes y demás instrumentos de trabajo. Se reunían frente a una placita, donde se quedaban medios quietos, como pintados.

Virginie buscó a la nena de la bicicleta, ya no había chicos en la calle. Miró a la comunidad de los cerros, ahora se movía, ahora avanzaba

hacia ellos dos.

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Desde arriba del campanario se veían los colores superpuestos de

la montaña, y, más abajo, las tumbas blancas de un cementerio.

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• Cuentos Finalistas (15)

XXIX Concurso Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2011 - RFI

Dos maravedís de cobre

Por ERICIUS (seudónimo)

Paco Tejedo Torrent

España

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Todos lo saben en el convento de San Agustín de Salamanca. Fray

Luis de León, padece insomnio. No le preocupa demasiado no poder

dormir durante las noches. Las aprovecha para leer, hasta que, a altas horas de la madrugada, cae rendido. Conozco los detalles de primera

mano, porque yo, Diego de León, soy el fraile lego que le hace de criado, además de ser el recadero de todo el convento.

Fray Luis imparte las clases en la universidad salmantina,

únicamente por la mañanas. Vuelve casi a la hora de comer. A partir de aquí empiezan sus problemas a consecuencia de la falta de descanso.

Por la tarde, está como adormilado, de mal humor. Lee y no se entera de lo que ha leído. Es incapaz de escribir. Un desastre de tal magnitud,

que a Fray Luis, con perdón, parece que se lo llevan los demonios. El Padre Prior ---este es un pequeño secreto que voy a revelar---, para

paliar los males, le ha autorizado a dormir la siesta todos los días.

---No podemos permitirnos que el prestigio de Fray Luis como

profesor y poeta, que va en aumento en Salamanca y en toda España, decaiga por culpa de una siesta de más o de menos. Al fin y al cabo, su

fama y renombre es el de todos los agustinos ---me comenta el Prior---. Esas dos horas de sueño son importantísimas.

Sabe Fray Luis que si se salta la rutina y no se acuesta después de

comer, está perdido para el resto de la tarde y para la vigilia nocturna. Durante las altas horas de la noche, su momento más esperado, es

cuando se siente capaz de dedicarse a la exégesis bíblica, a la poesía, a prepararse el discurso en latín de las clases del día siguiente. También,

a imitar los versos latinos de Horacio, a leer a Esquilo o a Píndaro directamente en griego, a disfrutar de Pietro Bembo en italiano, a

desentrañar tanto los giros hebreos de Salomón en el Cantar de los Cantares como los impagables consejos de la "Guía de perplejos" del

rabino Cordobés Maimónides. Apenas si sé cuatro palabras en latín, así

que cuando veo un libro con grafías que no entiendo, no dudo en preguntarle de qué libro se trata. Gracias a eso sé perfectamente qué

anda leyendo mi reverendísimo padre Fray Luis. Hoy mismo ha traído un libro de la biblioteca de la universidad. Lo ha pedido en préstamo hasta

lunes de la semana próxima ---un préstamo que únicamente se concede a los profesores---. Por el tipo de letra es hebreo. No tengo duda,

porque he visto muchos. No en vano sus mejores amigos de la universidad, Grajal y Cantalapiedra, son también hebraístas como él, y

según dicen, los mejores de España. Le he preguntado por el libro y me ha respondido que se trataba de la "Exposición al Cantar de los

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Cantares" escrito en el siglo XII por el rabino de Tudela Abraham Ibn

Ezra.

Fray Luis, desde que consiguió la cátedra en 1562, hace tres años,

tiene permiso para no asistir a los rezos comunitarios. Dedica ese tiempo a atender sus obligaciones con la Universidad de Salamanca y a

preparar las clases.

Únicamente el Prior y yo sabemos que desde las tres a las cinco de la tarde, cuando los demás frailes rezan la hora nona y acuden

después a la biblioteca, Fray Luis ni lee, ni escribe, ni estudia. Se está echando la siesta. Así es como durante el resto de la jornada, puede

concentrarse en el trabajo, tiene la mente despejada y le cunden la lectura y la escritura.

Conozco estos pormenores, porque yo soy el encargado de ir a su

celda y despertarlo a las cinco de la tarde, una hora antes del rezo de vísperas, a las que ya sabemos que tampoco acude.

Ser criado de una persona importante lo lleva a uno a ser testigo de su vida y de sus grandezas y miserias. Desde luego, lo mejor es ser

testigo mudo y no irse de lengua. Cuando Fray Luis ganó la primera cátedra, yo entré a su servicio por orden del Prior, que me advirtió que

le debía voto de obediencia al nuevo catedrático como si fuera él mismo.

Era fácil obedecer a Fray Luis; muy provechoso hablar con él sobre asuntos teológicos o mundanos; instructivo, oír sus poemas o

comentar algunos ajenos. Si sacaba a relucir su mal genio, era mejor alejarse de su lado. En esa situación, no se soportaba ni a sí mismo.

Incluso una vez le vi enfadarse con su hermano Miguel de León

que había venido por encargo de Lope, padre de ambos y abogado de la corte real, a traerle los doce mil maravedís que su familia le tenía

asignados por año. Fray Luis se los gastaba íntegramente en libros,

cartas y en material de escritura: pliegos, cuartillas, octavillas, lápices de plomo para marcar, plumas de cobre o de bronce, tinta, polvos

secantes, punzones, papel de estarcidos, o pergaminos para los documentos más importantes.

Fray Luis se mostró muy contrariado al ver que su hermano le

había traído toda la asignación en treinta ducados de oro y veintitrés reales de plata. Ni un solo maravedí de cobre.

---No podemos, mi criado o yo, ir a comprar tinta o papel, a

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enviar una carta o a comprar una miserable morcilla ---aquí ya se había

enfadado--- y pagar con un ducado de oro. Es demasiado ostentoso. Soy un fraile agustino, no un noble vanidoso o un estudiante

"generoso", sobrado de dinero y presunción, que van haciendo sonar la

bolsa, mientras se les hincha el pecho de soberbia. Le he dicho a nuestro padre muchas veces que el convento no es la corte. Que al

menos la mitad de la asignación me la envíe en maravedís. Son más humildes y más prácticos para satisfacer las compras de la vida

cotidiana. Ninguna persona corriente va a comprar el pan con el que acalla el hambre con un ducado de oro. Ni merca una vela con la que

disipa la oscuridad de la noche con un real de plata. Para eso están los maravedís de cobre, de todo peso y valor. Con un cornado de cobre o

medio maravedí se adquieren dos candelas. Un manojo de acelgas en el mercado vale sólo un maravedí, el mismo precio de un pliego impreso

de oraciones o de coplas. Con una moneda de dos maravedís te alcanza para adquirir aguja e hilo o un tintero con su pluma de ganso para

escribir. Por diez pliegos de papel te piden un cuarto. El tarro de miel se tasa en moneda de ocho maravedís. Un queso cuesta un dinero, o sea,

diez maravedís. Con la moneda de dieciséis maravedís se pagan los

sueldos de los criados de caballería, amas de llaves y zapateros; o se consigue una bula de indulgencias. De medio, de uno, de dos, de cuatro,

de ocho, de diez, de dieciséis maravedís. Todas, monedas de cobre, hermano.

No había pasado aún una semana de la visita de su hermano

cuando Fray Luis ideó la forma de deshacerse de los ducados de oro y de los reales de plata. Conocía al menos a diez de los quince libreros

que había en Salamanca. Seis de ellos eran además editores o impresores. Pasaba todas las semanas por las librerías en busca de una

novedad traída por los mercaderes de Medina del Campo desde Amberes, París, Lión o Venecia. Compraba muchas veces de fiado. Fray

Luis era conocido y famoso, así que todos le vendían, llevara o no dinero en su bolsa. Algunos libreros ---Matías Gast, María de Neila y Andrés de

Portinaris--- incluso me fiaban a mí, porque me habían visto

acompañando a Fray Luis y sabían que era su criado.

En el refectorio, antes de que terminase la comida, me hizo un gesto para que me acercara a hablar con él.

---Fray Diego, tenemos obligaciones y tareas que cumplir esta

tarde. Nos vemos en mi celda después del refrigerio.

Estaba claro que, si la faena debía realizarse exactamente después de comer, yo era el encargado de llevarla a cabo porque él no debía

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hacerla, so pena de malograr el resto de la jornada.

---Mi buen Fray Diego ---me dijo mientras nos sentábamos en su

amplia e iluminada celda---, dentro de unos meses me presentaré a las

oposiciones para una nueva cátedra. Es una buena ocasión para deshacernos del oro y la plata que me ha hecho llegar mi padre, como

ya sabéis. Satisfaremos las deudas pendientes y sorprenderemos a nuestros buenos amigos los libreros encargándoles a cada uno un libro o

dos y dejándoles un escudo de oro a cuenta y por adelantado, para nuevas adquisiciones.

No había semana en que Fray Luis no comprase un libro, pero

aquella compra multitudinaria superaba con creces todo lo que yo había visto.

---Aquí tenéis la lista de mis numerosas deudas y los títulos de los

libros que debéis encargar.

Y me leyó la cuartilla por si acaso no entendía algún pormenor de

la siguiente relación.

"A don Pedro Lasso. Deuda de 300 maravedís."

---Le pagáis con un ducado y que os devuelva cincuenta maravedís. Luego le dais otro ducado. Que lo anote en su libro de

cuentas y que os dé un recibo. Como está bien relacionado con mercaderes que van a Flandes pedidle que os consiga, a la mayor

brevedad posible, "De disciplinis" de Luis Vives y "De extremo judicio" de Lummus. Ambos están editados en Amberes.

"A María de Neila, viuda de Juan de Terranova. Deuda de 110

maravedís."

---Le pagáis con cuatro reales de plata y que os devuelva

veintiséis maravedís. Le dais a cuenta un ducado de oro y que busque hasta que lo encuentre el "Comentario sobre el Profeta Nahum" de

Cipriano de la Huerga, editado en Alcalá. No os olvidéis del recibo.

"A Matías Gast y su esposa, Lucrecia de la Junta. Deuda de 800 maravedís."

---Con dos ducados y dos reales, os devolverá 2 maravedís.

Compráis sin mas la "Vida de Pitágoras" de Diógenes Laercio. Esta mañana he visto, en su librería, que acaban de recibir cinco ejemplares.

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Les pagáis un ducado de oro. Que se guarden los 150 maravedís que

sobran para un próximo pedido.

Como le preguntase dónde había aprendido esa forma tan rara de

comprar, adelantando el dinero, me contestó que todo tenía su explicación. Por orden del reverendísimo Francisco Sancho, Comisario de

la Santa Inquisición de Salamanca, había cumplido el encargo de leer atentamente el libro "Tratos y contratos de mercaderes y comerciantes"

de Tomás de Mercado, para emitir un juicio de censura para permitir o prohibir la publicación del mismo. En dicho libro se habla del pago por

adelantado.

---No deja de ser un libro sorprendente ---dije.

---La noche pasada terminé de leerlo. Me ha parecido que el autor es hombre de mucho ingenio y doctrina, y el libro, muy acertado y

provechoso. Ese es mi juicio y así lo trasladaré al escrito después de la siesta. Vos se lo entregaréis mañana al Comisario Sancho.

Siguió con los demás libreros. Los fue pasando uno a uno. Vicente y Gaspar de Portonaris, Millis, y se dejó para el final a su mejor amigo, a

Andrés de Portinaris, el tercero de los hermanos italianos.

---Instadles a que se afanen en buscar los libros que se les pide y que nadie deje de firmar el recibo.

---Creo que así lo harán ---contesté---. Todos mostrarán

satisfacción por cobrar lo que se les adeuda y extrañeza al recibir un ducado que les garantizará nuevos pedidos.

---No tardaréis mucho en realizar los encargos, porque la mayoría

viven en la Calle Libreros, Millis tiene su tienda junto a la Iglesia de San Martín y Gaspar de Portinaris está en la Rúa Mayor. Esta misma mañana

le he quedado a deber sesenta y seis maravedís por un libro que me ha

traído de Venecia. Le entregáis dos reales de plata y que os devuelva una moneda de dos maravedís. Esa será la última deuda que tengo y

que vos deberéis satisfacer.

---¿Una deuda de dos maravedís? ---dije con cierta extrañeza---. ¿Y quién es el afortunado acreedor?

---Un menesteroso situado en la esquina de la calle Libreros

cercana al Colegio Trilingüe.

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Este encargo me sorprendió. Debió notarlo en la expresión de mi

cara, pues a renglón seguido me dio la explicación.

---He de cumplir una promesa.

---¿Le prometisteis dos maravedís de cobre a un vagabundo?

¿Cómo tendré la certeza de que le entrego las monedas al mismo mendigo y no a otro?

---Preguntadle dónde ha ido a comer, qué le han dado y en qué

piensa emplear las monedas.

---¿Y qué debe responderme?

---Ha probado la sopa boba del convento de San Esteban y va a gastarse la moneda en un vaso de vino.

---¿Pensáis darle una moneda para que se emborrache?

---No se emborrachará con un vaso, porque dos maravedís de cobre apenas si dan para llenarlo.

---¿Y cómo ha logrado convenceros un pordiosero indigente para

que le dieseis una moneda para mercar vino?

---Porque empleó un ocurrente argumento teológico contra el que no pude resistirme.

---Explicádmelo para que yo lo juzgue. Me parece que el

vagabundo os ha engañado o habéis actuado movido por una falsa caridad.

Me contó con todo detalle que el mendigo lo abordó en verso de

esta guisa:

"Una limosna por el amor de Dios,

que nos hará felices a los dos. La limosna me hará a mí menos pobre;

y el amor os hará más rico a vos."

Después continuó en prosa:

"Dios vaya siempre en vuestra compañía y a mí me socorra piadosamente en mi miseria. Invitado estoy, por un padre dominico que

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acaba de pasar hace un punto, a la sopa boba en el convento de San

Esteban. Me aseguró que era la mejor de todos los conventos de Salamanca. Yo le pedí una moneda, pero hizo oídos sordos a mi

petición. A falta de monedas, su mano ha obsequiado a mi espíritu con

una bendición en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Mi felicidad sería hoy completa, si con unas monedas pudiese comprar un

vaso de vino para conmemorar que vos, padre agustino, en la misa lo transformáis en la sangre de Cristo".

---Como podéis ver, mi buen Fray Diego, es difícil resistir los

destellos de inteligencia de un indigente arrastrado por la miseria, a quien el insignificante placer de un sorbo de morapio le aguza la lengua

y le inspira palabras tan convincentes. Creo que el harapiento, con su argumentación teológica y sus versos, bien merecía una humilde

moneda de cobre.

No insistí. Me guardé la cuartilla donde llevaba anotados todos los encargos, la bolsa con los ducados de oro y los reales de plata y salí de

la celda de Fray Luis, cabeceando repetidas veces en señal de

desaprobación, pues la última misión con el mendigo me parecía descabellada.

En poco más de una hora realicé los pagos, recogí la "Vida de

Pitágoras", y con la bolsa casi llena con los maravedís que me habían devuelto, me planté delante del desarrapado pobretón, miserable

propietario de la esquina de la calle Libreros. Tras comprobar que era él y no otro el indigente acreedor de la limosna de Fray Luis, el mendigo,

después de recibir la moneda de cobre de dos maravedís, se despidió de esta guisa:

---Dios os lo pague, como me lo ha pagado a mí.

---No os lo paga Dios, sino el convento de los Agustinos, muy a mi

pesar.

---No debía disgustaros mi alegría y agradecimiento.

---Si la alegría del corazón la causa el vino, no es auténtica.

---La alegría es más bien de la cabeza; hasta allí suben los

efluvios del morapio, sobre todo si no está bautizado.

No quise enfrascarme en una disputa teológica frente a argumentos tan desatinados e ideas tan peregrinas.

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Me marché casi sin oír las últimas palabras del pobretón que no por improcedentes me parecieron faltas de ingenio. No podía ser de otro

modo, porque de lo contrario difícilmente Fray Luis se hubiera dejado

convencer.

Dicen que quien paga su deuda... descansa. Yo había pagado todas sus deudas y ahora, Fray Luis podía dormir tranquilamente su

siesta. No por mucho tiempo. Eran las cinco menos cuarto. Tenía quince minutos para ir al convento de San Agustín, subir hasta su celda y, a las

cinco en punto, despertarlo.

---oOo---

Club de los amorosos

Por STRATEAGUS (seudónimo)

Jose Acosta

Estados Unidos

Hola, para los que no me conocen, soy el doctor Joaquín Colón,

nací en el barrio de Mott Haven, en el sur de El Bronx. Aunque mi historia de amor es larga y complicada trataré, como nos lo ha sugerido

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nuestro presidente del club, de concentrarla en los momentos más

significativos, aquellos que a pesar del tiempo transcurrido insisten en permanecer frescos en la memoria.

Empezaré narrándoles un acontecimiento que marcó el inicio de mi adolescencia; fue un atardecer de 1934; acababa de salir de la

escuela y Franco, mi mejor amigo, un muchacho grande para su edad (los dos teníamos entonces once años), que bizqueaba de un ojo, lo que

acentuaba su cara de malandrín, me invitó a jugar a ladrones y policías en la azotea del edificio donde él residía con su madre. Desde que

descubrimos que el sistema de alarma de la puerta de la garita de acceso al techo estaba descompuesto, corretear en aquel peligroso lugar

formaba parte de nuestras distracciones.

Arriba nos esperaban otros cuatro muchachos del barrio; nos dividimos en grupos de tres; a Franco le tocó el bando de los ladrones y

a mí el de los policías. Básicamente, el juego consistía en un corto drama de un robo en una joyería imaginaria que situábamos en el lado

menos penumbroso de la azotea, los ladrones cometían el crimen y

llegaban los policías y se armaba la persecución. A los que iban atrapando, los colocaban en una cárcel de barrotes ficticios, situada en

el lado opuesto de la joyería.

El escenario del juego no sólo lo componía el inmueble de Franco, sino otro edificio adyacente, separado de nuestro centro de operaciones

por un par de pulgadas, a excepción de un área, que todos conocíamos porque allí el conserje solía amarrar a su perro en el verano y apestaba

a demonio, en la que la distancia que separaba a ambos edificios alcanzaba los cuatro metros, para dejar espacio, abajo, al depósito de

basura y al callejón que conducía al traspatio.

Lo que sucedió ya se lo habrán imaginado. Llegó la noche y con el correteo uno de los niños cayó al vacío. El niño fue Franco, mi amigo; en

la oscuridad reinante, sólo escuchamos un grito y seguidamente el

estropicio de botes de basura y latas. El miedo nos paralizó por unos segundos y cuando nos asomamos por el borde, lo vimos allá abajo, a la

luz del farol del callejón, tendido en una posición dolorosa.

"¡Franco! ¡Franco!", gritamos, comidos por los nervios. Uno de los muchachos, llamado Lucas, un negrito cejijunto de pelo crespo, con voz

quebrada me preguntó si yo creía que estaba muerto. Me encontraba tan conmocionado que no le pude responder. Escuchamos voces de

alarma, miramos de nuevo y al lado de Franco ya se había aglomerado un grupo de vecinos. Varios de ellos nos señalaban.

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Bajamos. Doña Marta, la madre de Franco, estaba hecha un mar de lágrimas. Minutos después llegó la ambulancia; los paramédicos, tras

examinar a mi amigo, anunciaron que estaba vivo, y lo montaron con

mucho tiento en una camilla y se lo llevaron al hospital. Se había roto tres costillas y presentaba una pequeña fractura en el cráneo, pero no

de gravedad.

Mi madre, Ana Colón, que en paz descanse, quien me crio sola con recursos de la asistencia pública y con trabajos temporales en factorías,

me amonestó, pero no con la severidad que el caso ameritaba.

Ustedes se estarán preguntando dos cosas: si el accidente no devino en tragedia, ¿por qué me afectó tanto? Y lo más importante,

¿qué tiene que ver esta historia con una historia de amor?

Les pido paciencia. Estas digresiones, no los hechos en sí sino la esencia de los mismos, estoy seguro que ustedes sabrán acomodar

dentro de la totalidad de mi historia de amor. Ahora, si me perdonan,

prosigo.

¿Qué ocurrió después? Pues sucede que doña Marta, que no tenía un pelo de tonta, acusó antes las autoridades al casero y lo demandó

por negligencia. Como se comprobó que la alarma de la puerta que daba al techo no funcionaba, la madre de mi amigo ganó una buena suma

para ella y otra para su hijo, cuya parte la corte ordenó depositar en una cuenta bancaria hasta que éste cumpliera la mayoría de edad.

Doña Marta no se mudó del vecindario, todo lo contrario, amobló

su apartamento y se dio bombos de ricachona hasta que el dinero se lo permitió.

A Franco lo sacó de la escuela. "No voy a permitir que sigas

quemándote los ojos con los libros si en unos años serás rico,

muchacho".

La suerte de Franco me dio envidia; durante muchos años, se los aseguro, lamenté no haber sido yo quien hubiera caído al vacío. Cuando

cumplía con mis deberes escolares, me figuraba que Franco estaba en ese momento jugando en su cuarto o holgazaneado en el parque o

disfrutando de un buen trozo de pizza en el restaurante italiano que quedaba en las cercanías del Yankee Stadium, a donde la madre lo

había empezado a llevar desde el inicio de la época de bonanza.

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Debo confesar, modestia aparte, que yo siempre fui muy

inteligente de niño y de adulto. La señora Saturnina y el amigo Quevedo y hasta don Charlie se rieron, pero es la pura verdad. En la escuela tenía

fama de sabelotodo y que yo recuerde siempre fui el primero de la

clase. Estudiar, pongámoslo de este modo, me divertía, no significaba un esfuerzo para mí, así que aquel periodo traumático no influyó

demasiado en mis calificaciones.

Por un lado odiaba tener que asistir a la escuela y Franco no, la verdad sea dicha, pero por el otro la escuela era para mí una especie de

liberación, una vía de escape del mundo sórdido que mi pobre madre había levantado con gran esfuerzo para mí.

"¿Que cuándo va a aparecer el amor en mi historia?", pregunta el

amigo Quevedo y comprendo su desesperación.

Pasaron tres años, corría el 1938. Para los que aún no han hecho el cálculo, yo tenía quince años, y fue a esa edad, precisamente, que

Teresa apareció en mi vida. Me la presentó Franco en una de las fiestas

que él organizaba en su apartamento cuando su madre por alguna razón se ausentaba. "Hay una chica que está loca por ti? me dijo mi amigo

aquel día en medio del jolgorio. Te está esperando en mi habitación". Me dio la llave de su cuarto y, nervioso y a la vez emocionado por saber de

quién se trataba, caminé por entre los bailadores que abarrotaban la sala y al llegar a la habitación me llevé tremenda sorpresa: la muchacha

ya yo la conocía. Tenía muy mala reputación. En esa época, en las esquinas de nuestro barrio, por la avenida St. Ann, se paraban grupos

de hombres, mayormente jóvenes, a vender heroína, que en la calle comerciaban con el nombre de "manteca". Entre los vendedores había

un viejo de barba tabacosa y mirada acerada, un tipo de cuidado, apodado "Low", a quien se le atribuían crímenes horrendos. Era el padre

de Teresa Vross, la chica que según Franco estaba loca por mí y a quien encontré esa noche en aquella habitación.

Tan pronto la reconocí, me llené de terror. Ella se dio cuenta de inmediato. Para apaciguarme, apagó la luz, me abrazó y me llevó a la

cama; se acostó a mi lado, boca arriba, como quien se tiende en un prado a observar las estrellas. Me tomó la mano y me empezó a contar

algo que aún hoy, cuando lo recuerdo, me acelera el corazón.

"Desde que era niña, siempre he estado enamorada de ti, Joaquín", me dijo. Todos los días, desde la ventana de mi cuarto, te veo

pasar por la calle, camino a la escuela. Desde esa ventana te he visto desde que eras un niño e ibas de la mano de tu madre".

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Su voz parecía venir de muy lejos y sus palabras flotaban en mi cabeza como una bandada de pájaros. Cuando alguna de sus palabras

se me perdía bajo el ruido de la fiesta que llegaba atenuado hasta

nosotros, yo la perseguía poniendo en ello un empeño angustiante, a sabiendas de que sin ella el reino que Teresa iba levantando ante mí

quedaría incompleto. Eran palabras simples, entrelazadas sin embargo de un modo singular, eran palabras de amor, las primeras palabras de

amor que escuchaba.

Aquella noche supe, por las cosas que ella me contó, que así como los seres que nos rodean integran el mundo particular que uno se forma

a través de la vida, uno mismo, con mayor o menor intensidad, forma parte del mundo particular de cada uno de esos seres.

Concluyó diciéndome que yo era su príncipe azul, buscó mi boca

en la oscuridad y me besó. Su aliento me inundó de deseo. Luego se puso en pie y se desvistió; el frufrú de su vestido me puso nervioso.

Aunque no era la primera vez que estaba con una chica, tanto la

atmósfera que su confesión había creado en mi interior como el hecho de ser la hija del tipo más temible del barrio quien me la contaba, como

ustedes comprenderán, me tenía casi en estado catatónico.

Regresó a la cama. Un olor suave y denso a la vez emanaba de ella, era su olor de mujer. Me desvestí. Atontado, como manoteando

dentro de una nube, busqué su sexo. Una viscosidad tibia me recibió. "Soy virgen", me susurró en el momento definitivo, y sus uñas se

clavaron con un furor dulce y tranquilo en mi espalda.

Desde esa noche empezamos a vernos casi a diario, mi madre le tomó cariño y con el tiempo me permitía entrarla a mi cuarto. Entre

nosotros había eso que llaman química, una empatía que unía nuestros cuerpos de manera demencial.

En el último año de la secundaria, decidí dejar la escuela y buscarme un trabajo para ayudar a mi madre con los gastos del

apartamento. A mi madre le pareció bien. Miss Thomelio, mi profesora, al enterarse, se alarmó y fue a casa a convencer a mi madre de que

reconsiderara la decisión. "Your son is a great student, he has the gift", fueron sus palabras. Mi madre le prometió que lo iba a pensar.

Empecé a trabajar como cajero en un McDonald's. Cuando Teresa

se enteró de todo, montó en cólera. "Tu no naciste para obrero, Joaquín ?me dijo?. ¿Es que no te has dado cuenta de que eres especial?"

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"Sí ?le contesté con una ironía que ella no merecía?; soy tu príncipe azul".

Se fue de mi apartamento llorando. Al otro día estuvo peor. Se presentó en el McDonald's y me hizo un escena desagradable y grosera

y consiguió que me echaran.

Ahí acabó nuestro romance. Por espíritu de contradicción, no regresé a la escuela. Empecé a salir con otra chica, más bonita y menos

complicada que Teresa, pero no era lo mismo.

El 1942 fue un año desastroso para mí. Franco y yo empezamos a fumar marihuana y para financiar nuestro vicio nos dedicamos a vender

la hierba en Washington Heights, lo más lejos posible del vecindario, lo más alejado que pude de los predios de Teresa. El trabajo era fácil y nos

proporcionaba buen dinero. El punto estaba en una tienda de zapatos, Tony's Shoes se llamaba, en la avenida St. Nicholas y la calle 156. Los

clientes eran en su mayoría negros llegados de las islas del Caribe.

El dueño, un jamaiquino de nombre John, muy risueño y chistoso,

me tomó confianza y a los pocos meses me puso al frente del negocio. La policía, durante el tiempo que trabajé para John, se tiró dos veces,

pero nunca encontró evidencia del trasiego de drogas. Por sugerencia mía, John alquiló el apartamento de arriba, que nos servía de almacén.

Por un hueco en el techo un empleado nos bajaba los pedidos.

Una noche John me comunicó que su jefe necesitaba a alguien de su confianza para trabajar en un establecimiento empacando cocaína y

me convenció de que aceptara el puesto. Al otro día me recogió en la tienda en su carro. Cuando vi que se dirigía hacia El Bronx le dije que si

el lugar quedaba cerca de mi casa no podía aceptarlo. John se encogió de hombros como significando que no tenía otra opción, se rió luego y

siguió manejando.

El sitio estaba situado en el último piso de un edificio de fachada

siniestra en Hunts Point. El ascensor no funcionaba. Subimos las escaleras en penumbra, agarrándonos a la balaustrada. John llamó a

una puerta, escuchamos pasos, cuando el ojo mágico se iluminó, John dijo la palabra clave y un hombre alto y corpulento nos abrió.

John entró y yo lo seguí. El apartamento estaba dividido en

pequeños cubículos demarcados por tabiques de madera como los separadores de un baño público, ocupados, cada uno, por una mesita de

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formica y encima de la mesita una balanza y material de empaque. Los

empacadores, al vernos pasar, levantaban la cabeza con una mezcla de nerviosismo y curiosidad.

Fue casi al llegar al fondo, donde había una especie de oficina cerrada, que empezó el problema. Primero, lo recuerdo como si lo

estuviera viviendo en estos momentos, se escuchó un manotazo y luego un grito: "¡Qué haces aquí!" Era Teresa; alcancé a ver su cabeza

llameante de furia en uno de los cubículos. John la miró y luego me miró a mí. "¿Lo conoces? ?preguntó el jamaiquino?. ¿Acaso se trata de algún

policía?"

Teresa se inclinó, se escuchó el sonido de una gaveta que se abre con brusquedad, levantó la cabeza con los ojos encendidos de rabia y

salió del cubículo empuñando una pistola. Se escuchó un clamoreo, movimientos de sillas, pasos en desbandada. Low, el padre de Teresa,

ante el alboroto, salió de la oficina en el momento en que la muchacha volvía a interpelarme, apuntándome con el arma.

"¿Quién es ese tipo, Tere?", preguntó Low. "Es mi novio", respondió Teresa. John, que se había echado a un lado, estalló en una

risa nerviosa, incontrolable. Low se le acercó y lo calló propinándole un fuerte puñetazo en el estómago. Seguidamente, dirigiéndose a su hija,

dijo: "¿Desde cuándo acá tienes novio, muchacha?" "¡Papá ?respondió ella?, no se meta! ¡Esto es asunto mío!". Acto seguido caminó hacia mí y

a punta de pistola me bajó a empujones por las escaleras. En algunos descansos se paraba para insultarme. Nunca la creí capaz de una

reacción tan patológica. No bien alcanzamos la calle, me empujó fuera y ella se paró en el umbral de la puerta. "Mira bien este lugar, Joaquín,

porque será la última vez que lo verás", me dijo, señalando el interior del edificio. "Aquí dentro está la oscuridad, y allá fuera ?agregó,

señalando la calle? está la luz. A mí me tocó nacer de este lado, Joaquín, pero a ti no. A ti te tocó el otro lado, el lado puro, el lado

bueno, y te juro que haré cuanto esté a mi alcance para que

permanezcas del lado de la luz".

Teresa, entonces, prorrumpió en llanto. Traté de abrazarla, pero me rechazó con violencia.

"¿Es que aún no lo entiendes, Joaquín? ?profirió antes de

marcharse?. ¡Despierta! ¡Abre los ojos!"

"¿Pero qué quieres que haga?", le grité al verla correr escaleras arriba, sollozando, pero ella no respondió. Regresé a casa cabizbajo,

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reflexionando. Me acosté y toda la noche me quedé pensando en las

palabras de Teresa. Sabía perfectamente que debía darle un vuelco a mi vida, pero muchas cosas me abrumaban y me confundían. Durante el

desayuno hablé con mi madre; le dije que quería regresar a la escuela.

Al otro día me entrevisté con Miss Thomelio y la buena maestra recibió entusiasta la noticia. Terminé el bachillerato y por mis buenas

calificaciones conseguí una beca para estudiar Medicina en la Universidad Estatal de la Florida.

Mamá y yo nos fuimos del barrio y nos mudamos a Miami.

Terminada la carrera me especialicé en medicina interna. Mi vida, a lo largo de más de veinte años, transcurrió llena de éxitos profesionales,

alterada apenas por insignificantes complicaciones cotidianas, y no fue sino hasta meses después de la muerte de mi madre, víctima de un

imprevisto ataque cardíaco, cuando reconocí la gran soledad en la que se había convertido mi existencia.

En 1970, tenía cuarenta y siete años, me ofrecieron un buen

puesto en el Hospital Cabrini de Manhattan y lo acepté gozoso, porque

en el fondo de mi corazón nunca había dejado de acordarme de Teresa Vross, de la muchacha que por amor había logrado sacarme de las calles

y con quien (tarde lo reconocí) tenía una gran deuda.

Una noche, mientras me paseaba por mi antiguo barrio en mi auto con la esperanza de volverla a ver, vi a un viejo recogiendo un radio que

alguien había tirado a la basura; no tardé mucho en reconocerlo; era Franco, mi amigo. Me bajé del carro y fui a saludarlo. Se alegró tanto de

verme, que el muy tonto casi se echa a llorar. Subimos a su apartamento. Todo estaba en ruina. "Imaginé que a estas alturas serías

el rico del vecindario", le dije sin ironía, y Franco me explicó algo que ya yo había inferido: que el dinero de compensación por el accidente,

obtenido en la demanda judicial de 1934, aunque para aquella época era una pequeña fortuna para la época en que Franco lo recibió, con todo

los intereses acumulados, era una miseria.

"¿Y qué ha sido de tu vida", le pregunté, y paseando su mirada

por la pobreza de su vivienda me dijo, con notable resignación, que toda su existencia la había vivido en su juventud y que ya no esperaba nada

del mundo. Franco, como se habrán dado cuenta, se había convertido en un amargado, y yo iba por el mismo camino.

Le pregunté por Teresa. La vida de la muchacha, como era de

esperarse, no había sido nada fácil. Había estado en prisión. Franco no recordaba el número exacto de años, pero sospechaba que pasaban de

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doce. A Low, su padre, lo habían matado en un atraco. "Fue un tumbe.

La chica se salvó de milagro", acotó Franco. Lo que me siguió contando me oprimió el corazón.

"Los otros días la vi recogiendo latas en un carrito de supermercado. Me dijo que la habían desalojado de su apartamento y

que por el momento estaba durmiendo en la calle". "¿Sabes específicamente dónde está pasando la noche?", le pregunté. Franco lo

sabía. Tan pronto me explicó, salí del apartamento y me dirigí al lugar.

Estacioné el auto en Grand Concourse y la calle 158. Como me había señalado Franco, hacia el oeste se levantaba una pequeña área

boscosa, muy accidentada, atravesada por un sendero que a esa hora de la noche me pareció siniestro. La luna, en lo alto, atenuaba las

tinieblas. Era otoño y las hojas crepitaban bajo mis plantas. A lo lejos aullaban los perros. Por una ladera empinada, al final de la cual se

apreciaban los rieles de una línea ferroviaria, encontré una angosta llanura, sombreada por altos abetos, y hacia un costado una especie de

cabaña, fabricada con escombros, que más bien semejaba un montón

de basura.

Levanté el cartón que servía de puerta y me asomé. Algo serpenteó dentro y pude notar la silueta de un cuerpo encogiéndose en

un rincón, temblando de pavor. "Teresa, no temas, soy yo, Joaquín", le dije. Teresa salió. La abracé lo más efusivamente posible para sosegar

su inquietud; la mujer que tenía en mis brazos era un puñado de huesos. "¿De verdad eres tú Joaquín, mi Joaquín, mi príncipe azul?",

preguntó, con una voz cuyo diapasón iba desde lo delirante hasta lo emocionado. Le respondí que sí. Teresa, entonces, me apartó, y en tono

de reproche preguntó la razón por la cual había ido allí.

"Teresa ?le respondí, regresándola a mis brazos?, he venido a sacarte de la oscuridad".

---oOo---

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Páginas de Samuel Wuhl

Por BALALAIKO (seudónimo)

Raúl Enrique Behr Vargas

Perú

Radiqué en Lima hace muchos años: distingo todavía mi ansiedad, el estruendo de mis pasos, el ajetreo de los microbuses, la desértica

intersección de Colmenares con La Merced. Me complace recrear cada paisaje del barrio El Rosedal, aunque de aquella experiencia me

distancien ya tres décadas y tres mil kilómetros. Recuerdo sus calles breves e irregulares, su soledad, su escrupuloso desorden: recuerdo

entrever en sus rincones una parroquia, unos jardines desbordados por esculturas de piedra, alguna glorieta, hojas muertas que crujían sobre la

acera, una ferretería enrejada, carteleras de neón; evoco también el aroma de los eucaliptos, el murmullo de las cuculíes, la terapéutica brisa

del verano, la certeza de un cielo que no llueve: he recorrido el mundo, pero a ningún escenario le adeudo tanta pasión. Quienes me conocen se

asombrarán de este testimonio, pues no destaco por elocuente; sin embargo, acertarán si sospechan que casi no hablaba con los limeños,

que me exasperaba que sus charlas, de modo inevitable, se torcieran

hacia mi origen. Soy uruguayo, pero ellos me adivinaban argentino: sé que, al desmentir esa presunción, los decepcionaba. Si hay algo que no

resisto es la novelería; mi débil gesticulación tampoco ayudó a ganarme sus afectos.

Mi recorrido concluía en Encinas, una calle curva que cercaba a un

parque; en el perímetro, forrados por árboles, se extendían los chalets blancos y bajos. Destacaba, entre la vasta uniformidad, una casa de dos

plantas. Su primer nivel solía estar deshabitado, pues era propiedad de unos judíos que visitaban Lima solo durante los inviernos. A los altos se

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subía por una escalera exterior; los escalones eran rectangulares y de

un metal oscuro, y cada uno se remontaba con el esfuerzo de dos o tres pisadas. La puerta era ancha, con chapa al centro y vidrieras a los

costados. Para abrirse, la cerradura exigía ciertas destrezas: la llave se

inclinaba levemente a la izquierda, se empujaba hasta el fondo y luego hacia arriba. Parecerá insólito que recuerde con precisión ese suburbio

miraflorino, que otro juzgaría monótono o intrascendente; más aún, sabiendo que me internaba en él con el ánimo impersonal de quien solo

aspira a alcanzar un destino. Mi destino, por entonces, fue esa casa, la casa de Samuel Wuhl.

Obviaré mis circunstancias previas, salvo si se justifican como

eslabón literario. A diferencia del Rosedal, mi memoria no trazó las primeras semanas de exilio, la pobreza que padecí o la modesta pensión

donde dormía: todo eso ha quedado difuso, indefinido. Mi vínculo con Samuel Wuhl es lo único que prevalece con la minuciosidad que todo

hombre aspira para sus recuerdos. Antes de exponer quién fue Wuhl, relataré cómo lo conocí. Poco después de llegar a Lima, entablé contacto

con un compatriota, viejo amigo de la familia: el doctor Guillermo Díaz

Fonseca había huido de Montevideo meses antes que yo, con las mismas angustias, aunque con menores percances. Su prestigio en la medicina

traspasaba fronteras, así que, pese a su avanzada edad, había conseguido un puesto privilegiado en una farmacéutica; yo, en

contraste, era un joven escritor que no gozaba de la fama que fue forjando el azar. En Lima pude ejercer otros oficios: me ofrecieron

unirme a una revista, corregir textos para una editorial, dictar cursillos de redacción a jóvenes de familias acomodadas... Pero el instinto ---por

qué no decirlo, también la vanidad--- me empujó a desechar todo quehacer intelectual que no involucrara los cuentos que empezaba a

escribir: obedeciendo a ese mandato interior, decidí consagrarme a tareas que solo requirieran de esfuerzo físico. El doctor Fonseca me dio

un empleo en la farmacéutica: de ocho a ocho hacía trabajo de fábrica, cargando y embalando cajas de medicinas; como era previsible, fracasé

en esta empresa. Apiadándose de mi ineptitud ---bien dicen que los

artistas y los seres compasivos conforman la perfecta unidad---, Fonseca me hizo una nueva propuesta.

Esa vez fue la primera que escuché el nombre de Samuel Wuhl. A

Fonseca no le extrañó que no lo conociera: yo era muy joven, puntualizó. Ambos habían coincidido en los orígenes del Partido Obrero;

allí compartieron charlas, protestas, conspiraciones. Luego sus caminos se bifurcaron: Fonseca dejó el activismo para entregarse a la ciencia;

Wuhl persistió en sus obsesiones políticas y cosechó admiración entre la juventud, pues desplegaba simultáneamente nuestra bravura oriental --

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-su otro apellido era Rivera--- y los modales que había adquirido de su

padre, un emigrante inglés. Pronto su fervor se volvió un desafío: mientras el Partido se depravaba en disputas por poder y dinero, Wuhl

acentuó su radicalismo y acumuló muchos muertos a su biografía. Al

caer en prisión, perdió su libertad y también a sus discípulos. Por más de dos décadas se acostumbró a las sombras de su celda, a los malos

tratos, a la peor comida; ocasionalmente se trenzaba a golpes con algún recluso para que la rutina no lo adormeciera. Se hizo viejo, resignado al

olvido. Fue entonces cuando Fonseca, que acudía a una campaña de asistencia médica en las cárceles, lo reencontró pudriéndose detrás de

unos barrotes; el propio olvido ---cinco lustros habían pasado--- permitió que el indulto no se complicara en escándalos. Fue liberado en

1970 y quedó al amparo del doctor, su antiguo camarada; cuando la dictadura tomó el país y Fonseca, como yo y como tantos, se vio

obligado a escapar, no dudó un instante en cargar con Wuhl. Rentó para él la casa de la calle Encinas, en El Rosedal.

Wuhl padecía de cáncer y, por pudor, se negaba al cuidado de

enfermeras. Para paliar esta negligencia, Fonseca me encomendó

atenderlo: el único requisito fue que no me hiciera notar. Acepté de inmediato: tendría suficiente tiempo para leer y escribir y un salario

mensual de dos mil dólares, monto que ni siquiera me atreví a negociar. La tarde en que Fonseca nos presentó, no cruzamos palabra; el diálogo

lo acapararon los dos ancianos. Recuerdo que Wuhl imploraba beber una copa diaria de coñac y alegaba que en el mundo existían más borrachos

ancianos que médicos ancianos; recuerdo a Fonseca carcajeándose. Tiempo después descubrí que la broma se la había plagiado a Rabelais.

Wuhl no era jovial, pero sí gentil. Al principio, nos tratábamos de

usted y recurríamos solo a la cordialidad indispensable. Como todo viejo, era obstinado con ciertas manías: se negaba a usar gafas para

leer, pese a sufrir de cataratas; protestaba cuando un perro cruzaba por la calle ladrando; aborrecía los pregones de los ropavejeros y a los

predicadores que ofrecían la palabra del Señor, a quienes atendía

empuñando una escoba. Por las noches, cerraba con candado todas las ventanas, rebuscaba en los armarios a enemigos invisibles, colocaba

una silla detrás de la puerta principal y encima de ella erigía una torre con tres o cuatro latas de pintura vacías. Dictaba órdenes con

solemnidad; si se ofuscaba, reprimía los gritos y daba un ligero gruñido que era, acaso, su mayor aspaviento. Su aspecto era descuidado; su

crecida barba y cabellos delataban una prestancia ya caduca. Tampoco cultivaba el aseo, salvo en las manos, que enjabonaba ---sin exagerar--

- unas treinta veces por día; sus palmas, desde luego, lucían despellejadas.

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Mudé todas mis cosas al Rosedal. Previendo cualquier emergencia, quise ocupar el cuarto contiguo a su habitación, pero Wuhl le echó llave;

me asignó un cuarto más alejado, al final de un corredor. Mis tareas

eran sencillas: después de hacer la limpieza, realizaba las compras por el barrio o cocinaba sus alimentos: por fortuna, Wuhl no era un

exquisito y lo contentaban las sopas y las verduras hervidas. Era disciplinado con sus medicinas y cada dos días Fonseca visitaba la casa

para aplicarle unas inyecciones, así que no tuve que educarme en esas maniobras. Mi vida, ciertamente, se volvió más placentera que en la

pensión donde vivía. Me acostumbré a hacer caminatas por el barrio al atardecer; por las noches, contaba con luz eléctrica y un pequeño

escritorio para trabajar mis textos. Las distracciones eran mínimas y disponía de un teléfono, por lo que comencé a hablar con mayor

frecuencia a Montevideo; confieso que me intrigaban menos las novedades familiares que las políticas: aguardaba con ansias que

Bordaberry cayera y, para matar el tiempo, especulaba quién me daría la buena nueva y en qué circunstancias la recibiría. Mi presencia no

parecía incomodarlo ni entusiasmarlo: como ya dije, Wuhl y yo

hablábamos lo estrictamente necesario para avalar nuestra mutua existencia. A ratos me asomaba a su habitación solo para verificar que

todo siguiera en orden; todo siempre seguía en orden.

Al cabo de unas semanas, motivados más por el tedio que por un deseo genuino, nuestro vínculo se estrechó: Wuhl comenzó a indagar los

libros que leía, a sondear mis opiniones políticas. Pronto nuestra empatía lo encauzó a la confidencia: "El consejo más sabio que puedo

darle es que no se apasione por la política. Yo luché en el campo y en la metrópoli, asesiné hombres, cometí excesos... Es cierto que contribuí en

algunas conquistas sociales, pero ninguna de ellas compensa la tragedia de la prisión o la soledad de mi vejez. Moriré en el extranjero, en una

ciudad lejana, no solo por mis errores, sino porque la política la hace gente mediocre, proclive a la egolatría y la demagogia. Además, es tan

efímera... Usted no llega a los treinta años; supongamos que alcance los

ochenta, como yo. ¿Es sensato presumir que en el próximo medio siglo no surgirán nuevos tiranos, nuevos traidores que arrasen con toda

buena intención?... Usted está a tiempo: a mí, este sentido histórico me llegó muy tarde".

Agradezco a ese monólogo el haberme preservado contra toda

doctrina; tal vez era yo muy elemental, pero fui rigurosamente fiel a su consejo. Wuhl lamentaba que la política se le hubiera impuesto como

destino desde muy joven. Tal imposición nacía de su rama materna, que le avergonzaba: Wuhl era bisnieto del coronel Bernabé Rivera, aquel que

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en 1831 encabezara la famosa Matanza de Salsipuedes, donde decenas

de indígenas charrúas fueron ultimados mediante engaños que ya la Historia ha difundido. Se sentía entroncado a esa figura que nunca

conoció y de la que heredó el fanatismo y quizá el coraje. Renegaba con

vehemencia de su bisabuelo y anhelaba purificar sus lazos, salpicados por la sangre de la pampa: por oposición, se entregó a una doctrina que

ponderaba la justicia, la paz y los sentimientos más nobles, pero que, con el tiempo, lo hizo desconocerse en la crueldad y el horror.

Peleó en Paysandú, en combates cuerpo a cuerpo. En Río Negro,

valiéndose de un fusil, se deshizo de una tropa militar. En Rocha, lideró saqueos a las haciendas de los ricos. En Durazno, la tierra de Rivera,

encajó una bala en el cráneo de un funcionario corrupto. Sus actos polarizaron a la sociedad uruguaya: sus seguidores, sin embargo,

renunciaron a él cuando cayó en la más terrible de sus culpas: en Tacuarembó, asesinó a un sacerdote.

Romualdo Carrasco, el párroco, era un enemigo radical de su

causa. Solía amenazar a los fieles con el infierno si perseguían los

ideales socialistas; asimismo, corría el rumor que adoctrinaba a gente para conjurar contra los rebeldes con métodos menos piadosos. Una

noche incendiaron la casa de un camarada, que perdió a su mujer y a un hijo recién nacido entre las llamas. Wuhl sospechó de Carrasco y lo

encaró en su púlpito. El sacerdote negó haber dado la orden, pero el encuentro se tornó áspero y confuso. Carrasco se declaró ofendido y no

se contuvo: retó a Wuhl a un duelo con puñales, a la gauchesca. "Yo solo era experto en armas de fuego, jamás había apuñalado a nadie.

Entraba en grescas, pero a los puños, pues era realmente inepto con los cuchillos y todo el mundo lo sabía; creí que un cura como Carrasco solo

querría amedrentarme, pero fue él quien insistió, fue él quien escogió el puñal para buscarnos la muerte. Si hubiera querido vengarme, yo habría

elegido el ardor del plomo", me juró. En el juicio, Wuhl reivindicó cada uno de sus crímenes, pero no este, que defendió como una disputa leal

entre caballeros. Para él, encubrir un homicidio era encubrir la justicia

misma. Ese argumento, sencillo e inobjetable, no fue considerado en la sentencia.

En su cárcel, la luz entraba por una rendija y se estrellaba contra

la pared; en ocasiones, aquel efecto lo cegaba. Wuhl prefería la blancura de la luna al amarillo del sol: decidió imponerse una rutina de lecturas

para aprovechar esas luces menguantes. De forma autodidacta, perfeccionó su inglés y se enseñó el italiano, el alemán y algo de latín;

debajo de su catre, fue atesorando una secreta biblioteca. Le fascinaban las aventuras de marinos y sus primeros esfuerzos literarios tomaron

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ese rumbo; otras veces optó por el género epistolar y las historias de

amor. En sus libretas, también se dedicó a reescribir el episodio de Bernabé Rivera y Salsipuedes, tal como él lo imaginaba, con todas las

licencias de la ficción. La fantasía, sentía él, curaba el pasado con

batallas impregnadas de mayor valor y, por qué no, mayor justicia. El final era lo único inalterable: como en Yacaré, en 1832, los indios

rebelados vengaban la masacre hundiendo la cabeza de Bernabé Rivera en un pozo.

La confianza trascendió nuestras pláticas. Un día, el viejo se

animó por fin a mostrarme el cuarto contiguo, aquel que me había negado para dormir: era, sin duda, el más amplio de la casa. En torno a

un gran desorden, convivían decenas de cajas colmadas de libros. Me alentó a tomar cuantos quisiera: en dicho tiempo, yo andaba

obsesionado con las narraciones breves, aunque también me educaba en poesía; para disciplinarme, me encaprichaba en desechar casi todo lo

contemporáneo. En la colección encontré poemarios inéditos de Wordsworth, de los 'malditos' Rimbaud y Baudelaire, de mi querido

'Pauvre Lelian'; una autobiografía poco divulgada de las andanzas de De

Quincey con el opio; la primera edición uruguaya de La Caída de la Casa Usher y otras curiosidades de Poe; una traducción comentada de los

cantos de Ossián, que Werther le leyó a Carlota en el drama de Goethe; la copia de un manuscrito en el que Hawthorne se defendía de los

críticos que lo acusaban de plagiar a Dumas. Disperso, se hallaba además un libro voluminoso, de tapa verde, títulos dorados y caligrafía

gótica; se llamaba El Quehacer del Olvido y no consignaba autor. Yo, que por entonces privilegiaba las bibliografías, no presté atención a ese

volumen.

Pasaron los días y las lecturas; en ocasiones, Wuhl me interrumpía con comentarios sobre los libros; no constituían observaciones formales,

sino meras digresiones ---cómo los había conseguido, el número de veces que los releyó, cuán conservada se mantenía tal o cual edición---.

Una tarde se acomodó en la sala con aquel libro verde bajo el brazo:

"Usted apenas lo miró la otra vez", remarcó. No me recriminó tanto el haber ignorado el libro; más lo había inquietado que ignorara el resto de

la habitación. Yo, efectivamente, solo me había concentrado en las obras, soslayando los detalles que rodeaban el cuarto, que mi mente

simplificó como mero desorden. En esa habitación había un óleo firmado por Luisa Cantuarias en el que un Cristo teñido de rojo parecía

escaparse del cuadro, había dos esculturas de plata en forma de águilas, una brújula, un viejo reloj de arena, el neumático de un furgón, un

barandal de oro, una boya, ratas disecadas, una máquina de coser, una colección de veintidós fusiles y una bayoneta, una colección de

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sombreros, un espejo circular y otro en rombo, un cactus, una antigua

moneda de 20 mil pesos uruguayos, una escalera de fierro, variedades de juguetes de cartón, las cajas de libros que sí observé. Corrí hacia el

cuarto, comprobé que tales objetos persistían en él, como aquella otra

tarde, como en las tardes futuras. Intenté explicar cómo había suprimido tan prodigiosa miscelánea: ni la óptica ni la física me lo

revelaron. Sentí un intenso pavor; Wuhl no pretendió atenuarlo y comenzó a murmurar a mi oído:

---Deténgase a ver lo que nos rodea: la brújula, el reloj, las

águilas... Nada es accesorio, nada es solo paisaje y azar: todo puede ser orgánico y decisivo. Lamentará el día en que quiera recordar algo

sustancial y tal deseo se frustre, precisamente, por no recordar a un gato que pasaba en el instante anterior, el olor de una madera, la

textura de una piel... Si recordáramos, por ejemplo, la primera vez que escuchamos una palabra, nos transportaríamos inmediatamente a un

evento singular de nuestra biografía; si escuchamos la palabra inyección, por ejemplo, accedemos a una dolorosa circunstancia de

nuestra niñez. Creo que me dejo entender: todas las cosas pueden ser

efímeras, pero estructuran la memoria, que, no creo equivocarme, es la vida misma.

Algo recompuesto, retruqué que Borges postulaba que el elemento

primordial de la inteligencia era el olvido. Wuhl asintió, pero destacó que aquel era el camino de la inteligencia, no de la pasión. "Al ser viejos ---

sostuvo--- añoramos resucitar más lo segundo que lo primero. Usted cita a Funes el Memorioso, cuento que yo aprecio porque transcurre en

Fray Bentos, donde pasé algunos años de mi infancia; yo le citaré el final de El Aleph". Cerró los ojos y recitó de memoria: "Nuestra mente

es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz". "Yo sí leo a mis

contemporáneos", añadió con desdén.

A los pocos días, Wuhl despertó con fiebre; su frente ardía, sus

ojos no parpadeaban, su mirada ciega escrutaba el techo. Al transcurrir los minutos, comprobé que su piel se hacía más tersa, que sus huesos

se transparentaban: habían irrumpido los rasgos de la muerte. Fonseca lo examinó y advirtió que el cáncer lo carcomía, que ya solo quedaba

esperar. En su lecho, el moribundo me pidió que moliera tierra húmeda y la esparciera por el cuarto, para así transportarse al campo donde

había librado sus batallas. Luego, entre balbuceos, invocó al libro verde y me solicitó que lo leyera en voz alta. Accedí a todos sus pedidos, pero

no se sosegó; al contrario, por primera y única vez lo oí insultarme. Consulté a Fonseca si era conveniente proseguir con la lectura: para mi

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desconcierto, opinó que no veía problema en ello y enseguida se

marchó.

El libro constaba de breves historias: las primeras eran

sentimentales ---casi cursis--- y se desarrollaban en playas, en muelles, en los mares universales. Al escucharme leer, fui advirtiendo la

musicalidad de cada palabra, su poder multiplicador: brújula, reloj, águila, Luisa Cantuarias se recreaban en una nueva entidad. Por instinto

y con terror, me deslicé hacia el cuarto contiguo. Volví a contemplar cada uno de los objetos, cedí a la voluntad de la locura: Del cuadro rojo

de Cristo brotaban minúsculas gotas de sangre. Las águilas agitaban sus alas de plata. La brújula viraba en direcciones opuestas. La mojada

arena del reloj fluía sin mayor trajín. El neumático giraba sin el sustento de un motor. Los espejos multiplicaban mi imagen, la de Samuel Wuhl y

la de las ratas que orillaban por las paredes. Quise despejar el cuarto, pero escuché la voz del viejo que me sancionaba. Percibí de pronto una

brisa. Pasé un dedo por la pared, pasé la lengua por mi dedo: distinguí el sabor de la sal.

Procuré descifrar lo que ocurría; intuí que la respuesta se hallaba en el libro verde. Continué leyendo por varias horas y sin pausas. Cada

ficción se iba revelando como un vaivén de sucesos y ninguno de ellos parecía ceñirse a sus páginas.

Wuhl cayó en contracciones más severas, en una ronquera

sostenida. Desde afuera, la luna caía sobre su frente; imaginé a esa misma luna alumbrando sus noches en prisión. Preví el desenlace y

telefoneé a Fonseca, que prometió llegar en media hora. En vano lo esperé toda la madrugada. En su delirio, Wuhl susurró algunas

plegarias; confundida entre ellas, recuerdo que pronunció esta frase: "No lo espere, no vendrá. Dese cuenta, él lo trajo aquí aguardando este

momento. Guillermo le teme a la muerte, porque lo hace revivir el infierno; el infierno que transformó en cenizas a su mujer y a su hijo".

Me esmeré por concluir la lectura antes de que Wuhl muriera. Llegué al último relato, el más complejo y escabroso. Contaba la historia

de un hijo natural, nacido del ultraje de una mujer por un ciudadano brasileño, que no le legó el apellido; bautizado y difundido como

hermano de su tío, un tal Fructuoso, a los 23 años el protagonista ya era teniente de la Banda Oriental; a los 24 había sufrido la prisión en

una isla lejana; a los 26 lo habían destacado a la frontera con Brasil, de donde provenía la estirpe que él ignoraba; a los 32 había ascendido de

grado al llegar su tío Fructuoso al poder; a los 33 se había casado con una brasileña, como anécdota de un destino circular. Me resultó

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evidente que el personaje no era otro que el coronel Bernabé Rivera. La

narración se extendía por la inefable jornada de Salsipuedes, en 1831, con cuarenta indios muertos, con centenares convertidos en esclavos,

con las loas de los estancieros de la nueva república. El final se

remataba un año después, en 1832, con Rivera persiguiendo a los fugitivos liderados por Polidoro y siendo emboscado por los hombres a

quienes cazaba; describía el rigor de la venganza, desde las lanzas que desgarraron sus venas hasta las aguas del pozo donde lo asfixiaron.

Ya casi amanecía. Llovía desenfrenadamente, como nunca en

Lima. En los deshabitados bajos oí voces que jamás había escuchado. Desde la calle, desde el tranquilo barrio del Rosedal, se acercaban los

gritos de una muchedumbre. Oí que arremetían contra la puerta y que las latas de pintura detonaban contra el suelo. Noté que la respiración

de Wuhl se hacía más trajinada, que sus manos se endurecían. Entre sus dedos, advertí una substancia viscosa, sanguinolenta; como en

arcilla, se iba formando una masa redonda de huesos, cavidades, conductos: vi, o creí ver, a Wuhl oprimiendo un cráneo muerto. Mis

piernas se enfriaron: torrentes de agua sucia y helada inundaron la

habitación. Me esforcé por rescatar el libro verde y, con los rayos del alba, iluminé su última página. El vértigo me impidió articular la lectura;

apenas vislumbré algunas palabras dispersas: traición, infamia, castigo, exilio, Polidoro, pozo, olvido, pasión. "¡Que todos los infiernos converjan

en tu sangre, bastardo Bernabé!", gritó Samuel Wuhl antes de entregarse a un último respiro.

---oOo---

Cofradía de los abandonados

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Por LUCIO VEGA (seudónimo)

Ricardo Carpio Franco

Colombia

En los Álamos crecimos escuchando los gemidos de placer de

Teresa, la esposa del doctor Quiroga. Ahora estoy seguro de que a ningún vecino le hubiese indignado tanto ese pasatiempo nuestro si no

fuera porque aquellos desbaratados ritos de amor solían ocurrir cuando el doctor andaba de turno en el Hospital Universitario. A lo mejor

ninguno de nosotros se hubiese acordado luego de aquella época si no fuera porque las cosas terminaron tan mal para Teresa. Yo, por mi

parte, no la habría vuelto a recordar si aquel hecho de sangre tan lejano

no hubiese tenido nada que ver con la noche que encontré a Luis, desnudo en un rincón de su cuarto, viendo con ojos encandilados cómo

Raúl se tiraba a Diana.

En ese entonces los tríos no eran cosa rara y con el tiempo pasaron a convertirse en una vulgar fantasía a la que nadie se

molestaba en darle vuelo. Pero Diana era la novia de Luis y no era un secreto para nadie que Luis la amaba de veras. La había conocido en

una fiesta de la Universidad y la había amado enseguida como sólo aman los tímidos que de pronto encuentran una mujer con la que

pueden fumarse confiados un porro de marihuana. En menos de dos semanas andaban juntos por todos lados y quienes creíamos conocer a

Luis no entendíamos cómo logró enamorarla. Alrededor de ellos iba creciendo un halo que uno podría llamar de misterio. La dudosa

impresión de que fueran hermanos (uno de esos casos extraños de

gemelos dispares) sólo se desvirtuaba por su costumbre de besarse en cualquier parte...

Pero no vayamos tan rápido, pues la historia de Luis y la

circunstancia en que tuve que verlo aquella noche sólo te serán comprensibles (y hasta justificables) si antes me dejas contarte por qué

estuvo preso el apacible doctor Quiroga.

Recuerdo que eran vacaciones de Semana Santa y apurábamos los días reuniéndonos cada tarde para echarnos algún partido de futbol

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o para jugar nintendo en casa de José Carlos. Aunque se había

estancado en séptimo, nunca nos avergonzamos de él, y él nunca concibió que aquel detalle fuera de importancia mientras hubiera

vacaciones y él siguiera siendo el único del bonche al que le daban

aquellos lujos. De hecho, era el único que vivía con sus padres, pues por una de esas manías que tiene la malparidez humana se daba el caso de

que ni Luis, ni Alfredo, ni Farid, ni yo habíamos visto muy seguido el rostro de nuestro progenitor. Algunos responsables de aquello habían

muerto ya o se habían ido al carajo y nosotros quedamos, sin percatarnos mucho de ello, formando una especie de cofradía de los

abandonados.

Aunque con demasiados lotes vacíos, los Álamos era entonces un barrio vistoso, con grandes casas de dos pisos y un aire de suburbio

norteamericano que nos llenaba de orgullo. Nada raro si se tiene en cuenta que era una época en que cualquier persona podía prometerse

un buen rancho con solo dedicarse a trabajar todo el día. Así que nuestras madres nos dieron casas muy amplias y, de paso, la suficiente

libertad para que termináramos de criarnos entre nosotros mismos. Era

la nuestra una educación sentimental que abarcaba todos los aspectos de la vida e incluía por igual algunas indicaciones sobre las mejores

técnicas para trampearse los exámenes del colegio o la única manera de masturbarse a diario sin coger esa cara de zángano que tienen los

pajizos compulsivos. Entre tanto, peleábamos con otro par de "pandillas" por el dominio del vecindario. Nada serio, realmente (al

menos para quien mira aquello mientras la sombra de cierta soledad desagradable le respira en la oreja), nada que no se resolviera con

algún enfrentamiento casual en la cancha de futbol o un par de trompadas entre Alfredo y todo aquel que quisiera pasarse de la raya

con Luis, que era el punto más débil (y menos agraciado, cabe decirlo) de nuestro grupo.

Aquella Semana Santa el doctor Quiroga anduvo muy ocupado.

Eso se dejaba ver en que, hasta el jueves que ocurrió la tragedia, no

hubo un solo día sin nuestra anhelada función de alaridos. A eso de las siete nos reuníamos en la casa de Luis, que vivía en la misma cuadra del

doctor, y esperábamos impacientes a que apareciera el taxi del galán. Siempre lo vimos de lejos, bajito y desmirriado como sólo podía serlo

quien poseyera suficientes encantos ocultos para satisfacer la voluptuosa humanidad de Teresa. Pagaba después de bajarse y entraba

a la terraza del jardín con una satisfacción totalmente opuesta al abatimiento que en esas mismas ocasiones mostraba el dueño de la

casa.

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Entonces íbamos a sentarnos en el borde de aquel andén en

penumbras o abríamos la verja y nos ocultábamos entre los potes de gardenias, violetas y crisantemos que Teresa regaba cantando por las

mañanas. Desde ahí escuchábamos, con algo de vergüenza al principio,

luego con la boca hecha agua, el ruidoso desbaratarse del buen nombre de un médico ilustre de la ciudad. Nadie menos que el doctor

Quiroga,quien además de una reputación profesional muy bien ganada (eso se notó dos días después en los titulares de prensa), exhibía en su

prontuario de hombre exitoso una hermosa casa levantada entre dos lotes vacíos cubiertos de flores silvestres y una mujer que adornaba con

toda clase de dignidades las fantasías mejor logradas de un grupo de huérfanos adolescentes.

Aún sigo convencido de que ella sabía de nosotros. Podía olernos,

con toda la desnudez de sus sentidos, en el moroso silencio que la espiaba cuando salía a tomar aire en el balcón, envuelta en sus batas

transparentes. Sabía que la merodeábamos, pero siendo como era su ruido una simple explosión de vanidad, parecía complacerse en el hecho

de que cada uno de esos mocosos que adivinaba escondidos tras las

materas de su jardín quisiera ser el hombre que a esa hora estaba tirado en su cama, adormecido por aquel sosiego post mortem que

nosotros apenas sospechábamos, tal vez bebiendo una cerveza mientras morboseaba su espalda, y que muy pronto la llamaría a la cama para

revolcarse un poco antes de que llegara el doctor. Entonces nos íbamos, porque sabíamos que a continuación todo se reducía a un manoseo

silencioso entre los amantes, muy cansados ya para iniciar otra de sus encarnizadas refriegas.

Pero el jueves no hicimos lo de siempre: no bajamos por la calle

del colegio inventariando los matices que esa noche habían tenido los gritos de Teresa, anotando las maldiciones nuevas, los insultos que

detonaban sobre el amante cuando empezaba a dar signos de agotamiento. No fuimos a dar vueltas por ahí, ni volvimos a casa

queriendo escuchar entre las cuatro paredes del baño los ecos de

aquella mujer desbordante. Esa noche, en cuanto Teresa volvió a entrar al cuarto, pasó lo que nadie esperaba que pasara por la cabeza de Luis:

antes de que nos diéramos cuenta de nada, se estaba agarrando a la malla de la enredadera que subía hasta el techo por un costado del

balcón. Flaco como era, trepó con una habilidad que daba risa. Se encogió detrás de la cortina del ventanal y desde ahí se puso a espiar

hacia el interior de la habitación.

En algún momento se asomó por encima de la baranda, haciendo señas que hablaban confusamente de lo que acababa de ver. Luego

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volvió a su escondite. Farid quiso subir también, pero en el momento en

que Alfredo y yo lo sosteníamos en el aire y tratábamos de empujarlo hacia arriba, José Carlos, que había salido a sentarse en el andén, volvió

a entrar corriendo. En vano tratamos de avisarle a Luis que debía

bajarse... Ya la camioneta blanca del doctor Quiroga venía doblando la esquina.

Este es el tipo de situaciones en que los contadores de historias

suelen decir: "y después de eso, ya nada fue igual". La verdad es que nada lo pareció hasta unas semanas más tarde, cuando el doctor fue

enjuiciado y mandado a la cárcel con una pena que a nosotros (me refiero a quienes amábamos a Teresa) nos pareció una recompensa. De

cualquier manera, nuestro ir y venir por el barrio quedó marcado desde entonces por una especie de sombra. Ahora éramos los testigos (y, para

algunos, los culpables) de aquel crimen pasional. La casa, que una señora muda limpiaba dos veces por semana, empezó a volverse

melancólica bajo la luz de los últimos aguaceros de abril; daba lástima ver cuánta maleza había prosperado entre las flores desde que Teresa

no estaba (a veces, al cruzar frente a la casa abandonada, se me ocurría

que un hombre debería perdonarle todo a una mujer capaz de amar tanto sus matas).

En los días que siguieron, José Carlos fue expatriado a la casa de

unos familiares y ni Farid ni Alfredo volvieron a pasar por la mía. Eso sí, a todos (me refiero a los que salimos huyendo cuando el doctor apareció

en su camioneta) nos iba bien en el colegio, ahora que andábamos tan juiciosos. Luis, por su parte, dejó de ir a clases un tiempo y cuando

volvió se veía más flaco y más alto, y sus camisones oscuros habían aumentado unas cuantas tallas. El labio inferior se le veía contraído por

el esfuerzo constante de una actitud pensativa y lastimera, como si de un tiempo para acá sólo viviera para preguntarse cosas que escapaban a

sus tristes discernimientos. Las veces que fui a visitarlo lo encontré encerrado en su cuarto, oyendo trance a bajo volumen mientras

contemplaba la matanza silenciosa en que viven enfrascados los

insectos y las lagartijas del techo. Cuando volvía a casa, agotado tras vanos y despiadados esfuerzos para sacarle algo de lo que había visto,

debía agradecer que, al menos, a ninguno de nosotros se le hubiese ocurrido hablar de la posición "privilegiada" que ocupó Luis aquella

noche. Era de suponerse que los policías habrían terminado desquiciándolo.

Por mucho tiempo viví creyendo que el Doctor no había

descubierto el escondite de Luis. Cuando nos vio salir de su casa, en vez de frenar y apagar el motor, como se podía esperar de su conocida

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paciencia, siguió calle abajo detrás de nosotros. Ya empezábamos a

correr más rápido, creyendo que pretendía llevarnos por delante, cuando escuchamos que frenaba. Nos detuvimos en mitad de la

siguiente cuadra (ya viste un clan de suricatos espantados) y lo vimos

encender la luz de la cabina. Luego apagó todas las luces, se bajó de la camioneta y desanduvo despacio el camino hasta su casa. Antes de

internarse en la penumbra del jardín, se paró un momento en el andén y miró varias veces a ambos lados de la calle, como si no encontrara las

llaves... como si se estuviera burlando de nosotros después del susto que nos había metido.

Todavía hoy quiero pensar que ni Farid, ni Alfredo, ni José Carlos,

ni yo estábamos muy conscientes de lo que hacíamos cuando decidimos irnos a casa. Tal vez fuera porque al ver al doctor caminando con tanta

serenidad, con la exagerada prontitud de sus rodillas y la ancha espalda inclinada hacia adelante, nadie podría suponer siquiera que algún mal

pensamiento le hubiese cruzado por la cabeza. En mi defensa sólo puedo decir que esa noche no dormí tranquilo y que si no la pasé toda

en blanco fue porque pude convencerme de que Luis no iba a tener

problemas para bajarse de allí.

Pero Luis no se bajó de aquel balcón. Estaba embelesado por el juego de los amantes. Lo paralizó la descomunal desnudez de Teresa.

No terminaba de creerse el color que había tomado su piel bajo los efectos contrarios de la luz opaca de la habitación y el calor interno de

su lujuria. No entendía cómo es que la carne se mantiene tan intacta ante la manipulación violenta de unas manos que la tocan con ganas de

desgarrarla. Las caderas se veían distorsionadas por algún lente que las rellenaba por dentro. Ni siquiera notó que nos habíamos ido. De la

presencia del doctor sólo se percató cuando lo vio asomarse a la habitación a través de la puerta entornada.

Así debió verme cuando me asomé a la habitación en que Diana y

Raúl se apareaban para él en medio de una nube de humo rosado. Al

principio no pareció fijarse en mí, reconcentrado como estaba en las contorsiones ondulantes de su chica. Se levantó del rincón y se acercó a

la cama. Diana tenía el rostro contra la almohada, que ensordecía sus gemidos, y él se limitó a acariciarle el cabello tratando de no alterar

toda la belleza, o el dolor, que aquello encerraba. Se sentó a un costado de la cama y, sin dejar de acariciarle el pelo, empezó a decirle cosas al

oído.

No sabré nunca cómo fue que llegaron a eso, pero cada vez que lo pienso, mientras recuerdo la conversación que tuve con Luis unos días

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después, me fastidia un extraño sentimiento de culpa del que sólo me

distraigo al suponer que habernos ido a la cama, en vez de volver por Luis, era parte del destino que planeó ese momento. A fin de cuentas,

no había nada que pudiéramos hacer para evitar la impotencia de un

corazón tan predispuesto para la tristeza. Reconozco que nuestro único compromiso era volver para tratar de librarlo de una situación en la que

un muchacho de su edad no tenía muchas esperanzas. En cambio, optamos por poner distancia y esperar. Ahora él había cruzado solo la

línea del miedo y no existía forma de acercarlo de nuevo a la intrepidez que lo impulsó aquel día.

A veces pienso en lo que debieron ser para él esos años. Me lo

imagino luchando con su labio inferior como trato yo mismo a veces de deshacer mi ceño fruncido frente al espejo. Pero sospecho que él no se

daba cuenta de su flacura ni de la santidad que iba apareciendo en su cuerpo a la vista extravagante de sus camisones estampados. Cuando

apareció un cigarrillo en sus labios, ya no podía ser más que una nueva mueca en la cara de ese joven al que sólo su madre no daba por

perdido. Yo, por mi parte, no puedo afirmar que me haya comportado a

la altura, pero no en vano debo reconocer que tuve mi parte de carga. Nada comparado con lo que debió haber ocurrido en la cabeza de Luis

cuando vio entrar al doctor en aquella habitación, pero si algo muy parecido al tormento, al desasosiego de ver los efectos de una pesadilla

en el rostro del único hermano que te ha quedado después de haber sido una encrucijada insalvable en la vida de tus padres.

La había conocido en una fiesta de la Universidad y la había

amado enseguida como sólo aman los tímidos que de pronto encuentran una mujer con la que pueden fumarse confiados un porro de marihuana.

En esa época no quedaba mucho de la afinidad que hace que uno se sienta tan confiado con los amigos. Estaba claro que la vida empezaba a

preguntar por nuestros talentos desperdiciados y que los caminos del trabajo obsesivo y el desorden obsesivo nos habían distanciado de

manera irremediable. Farid era explotado en un restaurante chino que

cerraba a las once de la noche. José Carlos se había marchado hacia ese Norte del que siempre hablaba. De Alfredo no se sabía mucho desde que

se fue detrás una mujer llena de hijos. En todo caso, sólo Luis y yo habíamos conservado intactos los mismos anhelos. Yo, escribiendo mis

versos desorientados; Luis, amando en sueños a la mujer esa que nunca llegaba para librarle de todas sus maldiciones.

Hasta que apareció Diana. El mismo Raúl se la había presentado.

Por mucho tiempo formaron un buen grupo de salidas al que de vez en cuando se sumaba alguna amiga casual. Incluso yo salí con ellos en más

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de una ocasión y, salvo el exceso con que empezaron a darle después a

la marihuana, creo que nunca vi en la cara de Luis nada tan parecido a la auténtica felicidad. Raúl ---me dijo Luis una vez--- no andaba muy

bien con sus estudios, pero había encontrado la manera de procurarse

buenas calificaciones dando a Luis ese aliento que tanto le faltaba. Un buen trueque, si se considera que Diana había resultado más frágil de lo

que dejaba suponer su costumbre de reírse por todo.

---Hemos llegado a querernos mucho ---me dijo Luis, cuando no hubo forma de ocultar por más tiempo el motivo de su invitación a

tomarnos una cerveza. Y yo le creí, a pesar de que en esos días no había dejado de repasar la situación en que los vi la última vez.

---¿Crees que ellos lo entenderían? ---me dijo.

---No sé. Hay muchas cosas que no es fácil entender. Uno les da

vueltas y vueltas y no pasa nada, en cambio hay otras muy confusas que parecen tan sencillas...

---¿Crees que mi madre lo entendería?

No supe qué responderle. Pero eso no le impidió comprender lo inútil de seguir dando vueltas a detalles que remitían a lo menos

importante de la cuestión. Le pegó un trago a su cerveza y siguió hablando.

---Lo hicimos por Diana... y por mí... No fue fácil, ¿sabes? La

tensión llegó a volverse insoportable y aquello fue un intento de librarnos de algo que empezaba a reventarnos por dentro. Ella es tan

bonita y supongo que no le resultaba fácil encontrarse tan "inservible" frente a mí. Eso me dijo una vez, llorando, después de estar toda una

tarde solos en su casa. No encontraba forma de explicárselo... Ve a decirle a una mujer que dice quererte tanto cómo es que no consigues

hacerle el amor. No he vuelto a verla ni hemos hablado desde ese día y

no quiero ni suponer las cosas que puede estar pensando. Todo era tan extraño. Era consciente de estar dañando lo que de cualquier manera

iba a dañarse, pero todavía en ese momento había algo que ni yo mismo entendía... hasta que te vi parado en la puerta.

Y así siguió hasta el final de la cerveza. Pidió dos más y a

continuación empezó a responderme todas las preguntas que yo le había formulado mientras él se entretenía observando los hilos mortales

de las telarañas. Fue mientras me hablaba de aquel recuerdo, cuando pensé (para tranquilizar mi conciencia y de alguna manera redimir

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nuestra huida) que es imposible no sentirse solo frente al miedo.

Aquella noche él se había permitido un gesto inesperado para sus amigos, por eso de que la ambición de respeto también es insaciable, y

resulta que se halló de pronto absorbido por la burbuja de una violencia

que lo sobrepasaba. Nunca volvería a estar tan lejos de nosotros como en el instante en que toda su capacidad de sentir o de creer se concretó

en unas ganas de orinar que le impedían moverse.

---Siempre había estado tratando de protegerme ---me dijo.

Cada minuto me sentía más estúpido, incapaz de comprender de qué me estaba hablando. Pero Luis había dejado de esperar mi

comprensión y, antes de que yo intentara cualquier gesto de entendimiento, empezó a contarme lo ocurrido desde que volvió a

ocultarse detrás de las cortinas del balcón.

Estaba tratando de encontrarle a Teresa un acomodo dentro de su imaginación, cuando vio al doctor Quiroga por primera vez. En ese

instante sólo había sentido un temor muy vago, como si una sustancia

gaseosa empezara a fluir dentro de su pecho. Pero, aunque luego llegó a asustarse de veras por la insana tranquilidad que expresaba el rostro del

doctor, no dejó de volver una y otra vez a las tetas maternales de Teresa. El hombrecito, mientras tanto, había empezado a resbalarse

despacio hacia los pies de ella. Durante un buen rato Luis y el doctor fueron dos mirones anonadados por la desproporción de ese imposible:

era tan pequeño el amante de Teresa, tan negro el humor de esa broma que ella le estaba gastando a su esposo.

Luis volvió a mirar hacia la puerta de la habitación, pero el doctor

ya no estaba.Cuando apareció de nuevo, traía un cuchillo en la mano.

Sorprende al hombre cebándose en las rodillas de Teresa y lo atraviesa varias veces a la altura de los riñones. A Luis se le ocurre que

el tipo se retuerce igual que un gallito de pelea malherido al que han

cruzado las alas sobre la rabadilla después de torcerle el pescuezo. El doctor lo jala por los pies para tirarlo al piso y lo deja ahí, dando fuertes

bandazos contra las patas de la cama, espasmódicos movimientos que, al cabo de un minuto, terminarán en una profunda calma.

Teresa intentó gritar, pero solo le salió un gemido, como los que

lanzaba en las inmediaciones del orgasmo.

Abre la boca de nuevo, en una mueca profunda y suplicante, pero de ella no sale nada. Antes de que tome el aire suficiente para dar un

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verdadero grito, el doctor recoge un almohadón del suelo y se le echa

encima. La lucha resulta encarnizada, pues Teresa es fuerte y logra quitárselo de encima en varias ocasiones, pero el doctor está muy bien

aferrado a su presa y cada vez ha vuelto a cubrirle la cara. Las piernas

de Teresa se sacuden frenéticamente en el aire, como si estuviera luchando por emerger a toda prisa desde una gran profundidad.

Luis, mientras tanto, se había ido acercando al vidrio del ventanal,

sin darse cuenta siquiera que hacia los últimos movimientos de Teresa tenía medio cuerpo asomado en la habitación. Según me dijo, había

tenido el impulso de colgarse de la enredadera y escapar, pero aquella visión de la mujer con las piernas abiertas lo dejó paralizado. Se sintió

encendido en fiebre y las rodillas se le desajustaron.

---Te juro que ni siquiera me había tocado ---dijo, devolviendo la botella a la mesa.

Pero ahí estaba ya, sin saber qué debía pensar de aquella reacción

suya frente a la pasmosa brutalidad del doctor. No supo tampoco si

había hecho alguna clase de ruidos, pero cuando volvió a mirar hacia el interior, después de un lapsus en que se entretuvo contando las flores

moradas de la enredadera, el doctor estaba mirándolo, de pie junto al cuerpo inmóvil de su esposa.

Sin afanarse demasiado, se acercó al hombre muerto. Dio una

amplia zancada para eludir la sangre y le miró de través antes de arrancarle el cuchillo. Lo limpió en el manojo de sábanas que el forcejeo

de Teresa había amontonado junto a la cama y se dirigió hacia el balcón.

---Sencillamente no podía moverme... y te juro que lo intenté

varias veces. De haber podido me tiro del segundo piso sin dudarlo. Me sentía embotado, la cabeza me daba vueltas y las piernas me

temblaban. Parecía que toda la sangre se me estuviera convirtiendo en

meados.

El doctor había pasado junto a él, cuidándose torpemente de ocultar el cuchillo detrás de la espalda, como para no asustarlo. Una

delicadeza que no se correspondía con su respiración entrecortada. Cuando se asomó al cielo limpió y rojizo de la ciudad soltó un suspiro de

alivio. Lejos, al otro lado del mundo, los autos zumbaban por la avenida.

Mil horas después el doctor se dio la vuelta y lo empujó suavemente por el hombro para hacerlo entrar en el cuarto.

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---Ven, déjame mostrarte algo.

Lo hizo sentarse en el borde de la cama opuesto al lugar donde

reposaba el cadáver de Teresa, tan pequeña ahora que la veía de cerca, acostada con las piernas abiertas y el rostro bajo la almohada. No supo

explicarse porque sentía un asco tan profundo frente a una desnudez que seguramente era cálida todavía. Trató de no volver a mirarla, pero

no podía.

---¿Crees que todos los corazones son iguales? ---preguntó el doctor, como reiniciando una conversación abandonada hace un

momento---. Pues sí, hijo, el tuyo y el mío y el de estos dos son igualitos. Así que no creas lo que dicen del corazón... ¿Quieres ver el

corazón de Teresa? No es que yo piense que es una mala mujer... al contrario.

Después de decir aquello descubrió el cadáver de su mujer y lo

examinó durante un rato, como enternecido por su sueño apacible. Con

la punta de los dedos le apartó los mechones que se pegaban sobre el sudor de su frente. Adelantó nuevamente la mano del cuchillo y le abrió

una línea curvada entre los senos. Dejó el cuchillo en la cama y puso la mano (firme y huesuda) en forma de pico. La introdujo a través de la

hendidura, haciendo grandes esfuerzos por abrirse paso entre los pulmones. Luchó en silencio con las arterias, resoplando fuertemente y

haciendo girar el brazo, hasta que algo se desprendió con un crujido sordo dentro del pecho de la mujer. Luego de hacer lo mismo con el

hombre se acercó al borde de la cama llevando un corazón en cada mano. Los puso frente a Luis y empezó a hacer tímidos malabares con

ellos, pasándoselos de una mano a otra.

---¿Sabes cuál es el de Teresa? ---le preguntó el doctor.

Luis recuerda que eran casi idénticos, uno un poco más grande

que el otro, pero ambos con la deformidad y la misma contextura marrosa de las pepas de aguacate. No supo qué responder. El doctor

volvió a preguntarle, acercándoselos hasta casi hacer que le rozaran la nariz, pero él no aguantó y se puso a llorar.

El doctor no dijo nada más. Sólo volvió a suspirar, esta vez con un

dejo de cansancio. Entró al cuarto de baño, donde se oyó un chorro de agua y el golpe de algo hueco que se estrellaba contra el piso. Volvió a

la habitación secándose las manos con una bata de mujer.

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Le dio a Luis algunos golpecitos en la mejilla mientras le pedía que

se tranquilizara. Lo guió fuera de la habitación, advirtiéndole que tuviera cuidado de no ensuciarse los zapatos, y siguió caminando delante de él

para evitar que tropezara al bajar la escalera.

Ya en el primer piso, fue a la cocina y le ofreció un vaso de agua.

Finalmente, abrió la puerta de la calle y lo despidió deseándole buenas noches. Entonces se apagaron todas las luces de la casa y fue como si el

mundo se llenara de grillos.

---oOo---

Diario

Por AMPARO MENDOZA (seudónimo)

Ana Carolina López

Argentina

I

El libro es Diario I (1931-1934) de Anaïs Nin.

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Tiene un sello de Garabombo Libros, en San Martín, provincia de Buenos Aires.

Tiene el lomo partido dos veces.

Tiene una dedicatoria en la segunda página, escrita con una microfibra negra, en imprenta minúscula, con una letra levemente

inclinada hacia la izquierda, que hace sospechar de la mano de alguien zurdo.

La dedicatoria dice: Para mi doctora, que me está ayudando a

encontrar el camino hacia mí. Con amor. Blanca.

La doctora es ---era--- mi madre. Mi madre murió en mayo de 1986.

El libro está impreso en Barcelona, en 1981.

El primer corte del lomo es en la página 107. La página empieza con: [4 de mayo de 1932] El consultorio del doctor Allendy. Su gran

mesa de despacho y una gran lámpara con una pantalla. La pared en la que está la ventana, la ventana que da a la calle, es lo que miro cuando

me siento en el sillón. En el brazo de éste hay un pequeño cenicero. El doctor Allendy se sienta detrás de este sillón, y desde donde yo estoy

sólo revelan su presencia el crujido del papel y el ruido del lápiz cuando toma notas. Sus preguntas me llegan de detrás del sillón, incorpóreas,

de modo que puedo concentrar toda mi atención en sus palabras. No puedo notar otros detalles, ni su cara, ni su traje, ni sus ademanes.

Etcétera.

El segundo corte es en la página 285. El único párrafo completo de

esa página dice: Antonin Artaud. Discutimos apasionadamente de

nuestro hábito de condensar, de tamizarlo todo, de buscar lo esencial, de nuestra afición a la esencia y a las destilaciones, tanto en la vida

como en la literatura. No se trata de un esfuerzo premeditado, sino simplemente de la fidelidad a nuestra manera de pensar y sentir. No

tratamos de condensar deliberadamente. Es una tendencia natural. Cuando condensamos y extraemos la esencia nos acercamos al

funcionamiento verdadero y normal de nuestra mente. Nunca vi tan claramente como con Artaud el significado de la poesía: es una

abstracción, para armonizar con modelos alegóricos. Hablamos del psicoanálisis.

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Mi madre era psiquiatra.

Mi madre murió en el diván en el que se acostaban sus pacientes

un domingo 11 de mayo de 1986.

Yo no me acuerdo de Blanca, aunque ahora que leo la dedicatoria trato de identificarla.

Yo me acuerdo de Matilde. Me acuerdo de Daniel Fernández. Me

acuerdo de Daniel Setkman. Me acuerdo de Marta Olguín y de su hijo, Alejandro Alaria. Me acuerdo de Mariví, la bailarina. Pero no me acuerdo

de Blanca.

II

Casi tuvo polio. Así contaba mi abuela la epidemia del cincuenta y

seis en Buenos Aires. El relato incluía los troncos de los árboles y los cordones de las veredas pintados con cal apagada, gente aterrada,

chicos con bolsitas de alcanfor colgando entre la ropa, familias que mandaban a sus hijos a Chascomús. Y entonces la fiebre, el dolor

muscular, la certeza del endurecimiento de las piernas. Y el milagro. Pasó de largo. Se convirtió después en un caminar apenas encorvado,

en una escoliosis neuromuscular. A sus diez años, contaba mi abuela, mi madre casi tuvo polio.

A instancias de mi abuela, maestra, había ingresado a primero

superior directamente, a los cinco años. Leía y escribía sin errores desde los cuatro. Mi abuela no quería que perdiera el tiempo. Mi madre fue,

creo, su única alumna hasta que llegué yo que, con retraso, leía y

escribía a los cuatro años y medio.

A los diecisiete recién cumplidos mi madre dio el examen de ingreso a Medicina. Una carrera brillante. Era un ángel, decía mi abuela.

Mi abuela creía en Dios y rezaba todas las tardes. Pero mi madre no estaba bautizada. O estaba casi bautizada: una ceremonia doméstica,

fuera de la iglesia. Una historia que nunca entendí del todo, o que me contaron para que no entendiera. No tomó la comunión y, por supuesto,

no se casó por iglesia. No recuerdo haber heredado de mi madre ritual alguno. Nunca la vi rezar. Nunca le escuché una explicación seria que

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siguiera caminos que no fueran racionales. Tengo de ella una cajita con

algunas alhajas y fantasías: una pulsera de oro con dijes, unos aros de brillante que arman una especie de ese u ocho sin terminar, un anillo

con un rubí en forma de rombo, un escudito de la Facultad de Ciencias

Médicas de Buenos Aires, otro del Partido Justicialista, y un relojito diminuto, con malla de cuero descascarado. No hay cruces, no hay

medallitas.

Fue de mi padre que aprendí algunos ritos. Mi padre era ateo. Lo habían bautizado y había hecho la comunión y la confirmación. Fue él

quien me enseñó que nunca se rechaza una estampita de San Cayetano, que mejor recibir también las de San Jorge y por qué a la Difunta Correa

se le llevan botellas de agua.

Siempre pensé que uno de los secretos de mi madre era que ella sí creía en Dios.

III

Yo sé tirar las cartas españolas. Me enseñó mi abuela paterna y a ella le enseñó su tía abuela, en Entre Ríos. Mi abuela paterna sabía curar

el mal de ojo, el empacho y la culebrilla. Y se reía de las cartas tiradas.

Importa lo que vos sabés de la persona, decía mi abuela paterna. Importa que la persona corte el mazo sin tener manos ni piernas ni

dedos cruzados: si es diestra, corta con la mano izquierda; sino con la derecha. Los reyes son hombres o mujeres mayores; los caballos

hombres jóvenes; las sotas, mujeres. La primera figura que salga representa a la persona, no importa que la persona sea muy joven y la

figura represente un hombre mayor, no importa que sea un hombre y la

figura sea una sota. La primera figura que te sale, es la pesona. La persona tiene que cortar el mazo tres veces. Vos armás la bandeja boca

abajo.

Mi abuela paterna tiraba primero una carta y encima otra, cruzada. Después una a cada lado, encima de la carta de arriba y, por

último, otras dos, pasando entre la de abajo y las de las puntas para trabar la bandeja.

Después lo das vuelta. Es el golpe de efecto. Importa mucho lo

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primero que ves y que antes hayas mirado muy bien a la persona.

Después, con todo eso, contás una historia: tenés que hablar mucho del presente, poco del pasado y muy poco del futuro.

Esa es la tirada completa. Incluso mi abuela paterna solía complejizarla enganchando tres o cuatro bandejas, para una lectura más

profunda.

Pero también está la tirada rápida: por sí, no, quizá y algunas otras pequeñeces. Ese método es más sencillo y es el primero que

aprendí: la persona tiene que mezclar las cartas y hacer dos cortes mientras formula una pregunta. Quien hace la lectura tiene que recoger

el corte y tirar veinte cartas. Puede decir algunas cosas a medida que los naipes van apareciendo: el cuatro de copas es enfermedad, los oros

por encima de cinco, dinero; las espadas, pelea. Pero lo central es: si antes de la carta veinte aparece el as de oro, la respuesta es sí. Si

aparece el as de bastos, es quizá. Cuanto más pronto, en esas veinte cartas, aparezca el as de oro, más rotundo es el sí. Si no hay as de oros

ni de bastos, la respuesta es no.

IV

Los tres tomos de las obras completas de Freud en la traducción

de López Ballesteros. Unos cuantos libros de Borges: Historia Universal de la Infamia, Obra Poética, Historia de la Eternidad, en ediciones de

Emecé de los sesenta con tapa verde agua. Romancero gitano de García Lorca. Esos son los libros de mi madre. O los libros que hay en mi

biblioteca que sé que eran de mi madre. Todo, o casi todo lo demás de la biblioteca que heredé, es la de mi padre.

Además hay un vademécum, forrado con papel araña rojo y ya decolorado.

También hay un estuche de cuero de un marrón rojizo que dice en

dorado y en letra cursiva Perfect Aneroid. Adentro tiene un estetoscopio, un tensiómetro, un martillo de metal para tomar los reflejos.

De mi madre no hay casi nada más. Solamente ese otro cuaderno.

Es un cuaderno de contabilidad, azul eléctrico. Un diario. Un libro diario contable. Dice en la tapa, centrado, en imprenta mayúscula: DIARIO y

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debajo 4 Col. Un poco más abajo N. 640 INDUSTRIA ARGENTINA. En la

contratapa, también centrado, hay un logo que parece una "d" con una "p" superpuesta y debajo "TIMBRE AZUL" y casi al pie y recuadrado: SE

FABRICAN: Diario 2 - 3 y 4 col. Caja 2 y 3 col. Inventario 2 y 3 Col,

Mayor 2 y 3 Col.

En el cuaderno hay recetas de cocina, recortadas de revistas y diarios, pero sobre todo de revistas. Algunas manuscritas en los

espacios libres entre recorte y recorte. El único recorte con fecha es del 18 de enero de 1983. El cuaderno no está terminado, aunque le quedan

apenas unas ocho o diez páginas libres. En la última, con lápiz y sobre el margen superior está la fórmula para tejer punto arroz y, debajo, la del

punto inglés.

Mi madre no cocinaba. O casi no cocinaba. Solamente panqueques y empanadas de jamón y queso. Esas recetas no están en el cuaderno.

Mi madre no tejía.

Mi madre bordaba. Bordaba tapices con dibujos geométricos, amaneceres y paisajes. Algunos los encuadraba. Uno, el más grande,

estaba encima de un modular con equipo de música en su consultorio. Tenía el fondo negro, o marrón muy oscuro y líneas rectas que se

superponían en distintos marrones y ocres y que formaban cruces. No sé qué se hizo de ese tapiz, pero me acuerdo de cuando se lo

empezaron a comer las polillas, primero una hilera en el centro, después la siguiente. Como si tuvieran un método.

V

Mi madre tiene veintiún años y acaba de recibirse cuando se descubre el cáncer de mi abuela. Está haciendo la residencia en el

Cemic, en oncología. El doctor Pereyra, su maestro, se ocupa del caso. Radioterapia y mastectomía. Y después mucha suerte. Mi abuela, dicen,

engorda hasta pesar exactamente cien kilos. Mientras, mi abuelo, dicen, tiene un romance con Sabina Olmos.

Tu vieja se salva, le dice la gitana a mi madre mientras con la

mano izquierda le toca la frente y con la derecha va tirando las cartas de tarot. Mi madre acompaña a una amiga y termina dejándose adivinar

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la fortuna. Y te casás con él, le dice. Él la deja a ella y te casás con él.

Tenés dos hijos y perdés uno. Y a los cuarenta, te morís.

Mi madre abandona oncología y se dedica a la psiquiatría. Él, mi

padre, la deja a ella y se casa con mi madre.

Mi abuela se muere de una metástasis en el brazo izquierdo, veintidós años después del cáncer original. Dos después que mi madre,

ocho después que mi abuelo y doce antes del suicidio de Sabina Olmos.

VI

Yo pienso en Blanca. Pienso en Blanca y pienso en los diarios de Anaïs Nin. Pienso que después de que murió mi madre yo escribí un

diario durante cuatro años. Siempre en cuadernos arte, de 21.27, con

espiral. La primera anotación de esos cuadernos es del 26 de octubre de 1986; la última del 29 de enero de 1990. La mayoría de las anotaciones

de esos diarios se empecinan en puntualizar cuánto yo cambié, cambio, estoy cambiando. Las leo y me parece que son las notas de una chica

perdida en un país extraño, decodificando apenas parte de la información, con la certeza de que hay algo que se le escapa y el

empecinamiento de que no.

Yo creo que Blanca no escribía. Creo que Blanca era una señora grande. No entiendo por qué Blanca no llamaba a mi madre por su

nombre. ¿Leía Blanca a Anaïs Nin y por eso eligió ese libro como regalo? ¿Eligió ese libro sin haberlo leído, simplemente porque se trata del diario

de una mujer? ¿O es un libro usado, un libro que Blanca ya había leído, y que por alguna razón eligió entregarle?

Debe haber sido mi padre el que llamó por teléfono para comunicar a los pacientes la noticia de la muerte de mi madre y el que

esperó en el consultorio a los que no pudo ubicar. Yo puedo imaginarme los destinos de casi todos: Daniel Fernández: profundización del cuadro

neurótico, Marta Olguín: intentos de suicidio fallido, varios; Daniel Sektman: búsqueda de un nuevo terapeuta, hombre esta vez; Mariví:

repliegue y memoria de la muerte de su propia madre. Coreografía de homenaje a la mía.

Blanca no sé.

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La primera entrada de mi diario habla de la muerte de mi madre; la última cuatro años más tarde, de la separación de un novio con el que

me había ido de viaje, durante el viaje.

VII

Mis padres y sus amigos se reúnen a cenar todos los sábados

santos. A comer carne y a tomar vino. Mi hermano se duerme temprano y yo, que tengo trece, me voy quedando. Por momentos sus diálogos

me producen profunda admiración; por momentos, profunda vergüenza. Toman vino tinto y fuman. Todos fuman. Y entonces alguien propone

jugar a la copa. Es mi madre la que cede a mi pedido y no solo me deja quedarme sino que me permite participar. La copa se mueve entre las

letras del tablero improvisado con fichas de scrabble.

Yo no tengo ninguna duda de que la copa no se mueve sola: todos

están moviendo esa copa y yo también.

Viene un espíritu que se llama Lucía. Y escribe, en inglés: good life, doctora.

Esa noche sueño con un fantasma. Yo estoy en mi habitación y lo

veo pasar, blanco y brillante, y eso me de la pauta de que no está vivo.

Esa es la noche antes.

VIII

¿Hasta cuándo fue Blanca paciente de mi madre?

¿Estaba entre las personas a las que mi padre llamó para avisarles

que ella había muerto? ¿Era una de las personas que recibió en el consultorio porque no pudo ubicar por teléfono?

El diario de Anaïs Nin no es un regalo de despedida. La dedicatoria

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da idea de continuidad: "me está ayudando" dice la dedicatoria. Todavía

no terminó de ayudar.

¿Le regala Blanca a mi madre un libro que ya había leído y que

por eso se abre solo en las páginas en las que se abre, como si hubiera ahí un mensaje, un subrayado que puede reconstruirse aunque no esté

escrito?

¿O es la lectura de mi madre la que convierte a ese libro en un libro que se abre en la 107 y en la 285?

El libro se cae hoy de la biblioteca cuando el estante se viene

abajo. Es un estante alto, donde están las cosas que alguna vez traje pero que no leí, o las que leí y sé que en ningún caso volvería a leer.

¿Qué hizo que yo, después de la muerte de mi padre, haya traído

ese, entre tantos libros y haya tenido hasta ahora la certeza de que era uno de los que le pertenecía a él y no de ella?

A lo mejor alguno de los quiebres del lomo se corresponde con la caída. Diario I queda lejos del resto, solo. Es casi un libro de bolsillo,

liviano y cuando lo levanto se me ocurre abrirlo y veo la dedicatoria.

Yo no sé quién es Blanca pero quiero saber por qué Blanca eligió ese libro. Quiero saber por qué alguien elige regalarle algo a su

terapeuta si no se está despidiendo de ella. Yo nunca leí a Anaïs Nin y no quiero leerla ahora.

¿Encontró Blanca el camino hacia ella? ¿Lo encontró antes de que

mi madre se quedara seca en el diván donde atendía a sus pacientes el 11 de mayo de 1986?

Yo acomodo, reacomodo el estante como puedo, ordeno los libros

que se cayeron, confirmo que no forman parte de los que necesito cerca

y dejo en el escritorio Diario I.

Busco en la repisa de la cocina el libro diario con las recetas cortadas y pegadas por mi madre. Pienso que yo tampoco sé cocinar. Ni

tejer. Pero que yo no copio recetas ni anoto las fórmulas de los puntos.

Pienso que hace mucho que no escribo un diario.

Y que los cuadernos arte 21.27 ya no se fabrican.

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Abro el segundo cajón del escritorio y revuelvo hasta encontrar,

bien al fondo un mazo de cartas españolas agarradas con una gomita.

Mezclo. Corto dos veces. Recojo.

Tirada rápida.

Pregunto si Blanca está viva.

En la carta número diecinueve sale el as de bastos.

---oOo---

El Charco

Por CHINITITI (seudónimo)

Fernando Garcia Flores

México

I

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Con el cansancio de toda esta vida, Herminio abrió los ojos

lentamente para avizorar la misma imagen de siempre: la cortina naranja se mecía con la sigilosa entrada del viento tibio de verano; sus

movimientos en vaivenes arrítmicos que le daban a esos ojos la única

sensación de movimiento en pequeños lapsos del día, interrumpidos solo cuando la puerta robusta, lentamente, se abría para dejar pasar a la

mujer anciana que religiosamente le suministraba los medicamentos. En la habitación, pintada desde hacía muchos años de color amarillo,

impregnada a olor de medicinas, todas, dispersas sobre la mesa adjunta con todo tipo de utensilios para el cuidado de un paciente de largo

tiempo. A lo lejos se podía escuchar los ladridos del viejo pastor alemán guardián del taller mecánico más antiguo de la colonia proletaria en las

afueras de todas las pequeñas ciudades de provincia. Después de un rato de permanecer despierto, entre parpadear y parpadear se

desprendía una pequeña lágrima involuntaria, de llanto y quizás la que nunca soltó, pese a las grandes adversidades que le fueron ocurriendo

en la casa, en los trabajos eventuales y en los incipientes e intranscendentes romances que experimentó en la escuela, los celos de

ver a la joven que le entusiasmaba conversando con alguien que al final

es como él, un simple individuo que caminaba, conversaba y se detenía a respirar cuando se agobia por el transitar de los eventos de estas

nuevas épocas y en la apariencia, no pasa nada y sin embargo le dan a todos los que caminan y los inertes, un sentimiento de olvido. Aquí, en

esta habitación que les digo, está un hombre, postrado desde hace unos años, escuchando el ladrido del perro, el claxon de los autos y el

murmullo de la gente. En la pared penden dos litografías pequeñas de Monet y del legendario "Che" Guevara, en el librerito del rincón se

alcanzan a ver todavía los títulos de los libros de sociología de la universidad, por alguna razón, la de todos los estudiantes, nunca

regresan a las bibliotecas. Bueno, pero éstos están inertes y así se quedaran, arrinconados en este cuarto esperando el último respiro.

Debo aclarar una situación, entra un pequeño rayo de luz en el cuarto cuando la cortina lo permite y vuelve a salir sin tocar el rostro pálido de

Herminio, ni de ese privilegio ha gozado últimamente: ser acariciado por

la luz. Se deleitaba con los recuerdos únicamente.

II

Aquella madrugada cuando salió de la gran casa, envuelto en chamarras gruesas que contrarrestaban el fuerte frio invernal de las

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llanuras. Su abuelo ya permanecía desde un buen rato en los corredores

de la finca, alto, recio, con el bigote largo y amarillado por la nicotina, sostenía un pequeño tarro de café amargo y un cigarro de los que hacen

por aquí, así decía. La yunta estaba ya lista. Lo recuerda con mucha

claridad. El vaho de los bueyes emparejados con el yugo se mezclaba con la bruma que se desprende del suelo, de la tierra negra, y se

acomodan para mitigar el sufrimiento. Los movimientos en la cocina eran más intensos, se veían por las sombras, se mueven a lo lejos como

salidas del fogón. Eran los últimos preparativos de abastecimiento de alimentos para la travesía de dos días, por caminos de herradura, ríos y

charcos.

III

Sigue ladrando el perro en el taller, si, se escuchan los ladridos

más apagados. Debe tener hambre, me imagino que pensaba y cerraba lentamente los ojos.

IV

Cuando abrió los ojos ya estaba amaneciendo, entonces el olor a

humo del caserío próximo ya se sentía. ---¿Ahí haremos el almuerzo? ---Preguntó su mamá al caporal, quien fue asignado para llevar la comitiva

al pueblo. ---Si ---contestó él con un gesto de sumisión. Y el hamaqueo de la carreta era el único sonido que se escuchaba entre estar despierto

y estar durmiendo.

V

Ahora duerme y duerme mucho, dice su madre. Cuanto tiempo

preguntó el médico. Cada día más doctor, contestó ella con cierta pena. Le suministraremos el doble de la dosis de esta droga que le permitirá

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relajarse y evitaremos que entre en estos estados de shock, que lo

tienen muy agotado. Con un ademán de resignación la señora aceptó las indicaciones. Realmente poco entendía de la situación, pero la confianza

de poner en manos de este joven médico le alentaba a seguir al pie de

la letra las instrucciones. El anotó en una pequeña hojita de papel otras instrucciones secundarias para estimular al paciente y mantenerlo en

estado más vivo, no tan aletargado, decía en voz baja, lo bueno es que nadie la escuchó.

VI

Llegaron por fin a una de las casas más grandes del paraje y ahí

se detuvo la carreta. Lentamente bajaron, primero los principales: La señora, Herminio y la nana, después la niñita de crianza, quien cumpliría

todos los pequeños encargos y mandados de ella y por último, el

caporal. Inmediatamente una mujer de la casa salió para reverenciar a la comitiva. Con sumo respeto les invitó a pasar a la modesta

construcción de bajaré, con piso de tierra compactada y techo de broza ya muy deteriorado. Pero era cómoda. Ya no se sentía frio y el olor otra

vez a humo le regresaba al muchacho a la cocina de la ancestral finca, la que nunca quiso dejar. Después de cabalgar por dos horas ya era

necesario pararse, estirarse y probar unos bocados de huevos de jolote de la finca y tortillas recién hechas. Permanecieron un rato,

aproximadamente una hora y retomaron su camino hacia el norte, hacia el pueblo que cobijaría al primogénito de la familia en sus estudios

primarios. La esperanza de hacer hombre de provecho, un hombre profesionista era el motor que movía a la familia. Su padre acaecido en

un accidente años atrás, cuando cortaba grandes árboles de maderas preciosas, que serían enviados a la capital de la república, representaba

toda el patrimonio familiar. Sucedió dos meses y veintitantos días para

cumplir su primer aniversario, y ahora no era motivo ni de recuerdo y si de mucho olvido, total, la hija del dueño de todo era su madre y su

misma madre se había encargado de enterrarlo en todas las formas posibles. Tal vez el resentimiento de quedarse sola en estas tierras con

la costumbre de acatar este designio: Viudez y tristeza. Con el sol ya puesto, reiniciaron la travesía por los pocos valles colindantes a la

cordillera para hacer una segunda parada en el medio día. Lo importante ahora era no moler tanto al muchacho y a la madre, pensaba el

encargado de la finca. Se colocaron en la misma posición que venían, El caporal por adelante dirigiendo a las bestias, él y su madre en medio, la

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nana atrás y sentadita viendo a la inversa, en la parte trasera de la

carreta, la niñita. ---Cuando entremos en la zona de los cafetales, señora pararemos pué para comer ahí ---dijo con voz apagada el

hombre, con una respuesta cortada contestó--- bueno---. El calor

arreciaba conforme los animales avanzaban, se sentía que subía del suelo al cielo y del viento al cuerpo de los viajeros. Después de unas

horas se divisaba a lo lejos la mancha verde de la serranía forrada de los grandes árboles y por debajo se escondían los cafetales. En el

silencio solo el bramido de los bueyes y las pisadas de sus patas: ¡Toc!¡Toc!¡Toc!, y una que otro eventual graznido de esas aves de estos

rumbos.

VII

Huele mucho a orines, salió diciendo la madre de Herminio a la

anciana que se encargaba de los cuidados diarios. El cuerpo esquelético del muchacho se acomodaba muy fácilmente a cualquier posición en

donde el mozo o la anciana lo dispusieran, la pérdida de masa muscular provocada por la misma esclerosis hacia hasta el rostro se mantuviera

deformado, constreñido y el cambio de pañales se facilitara no sin ser difícil esta tarea por lo que implica cambiar a un joven que debería estar

ahora en cualquier actividad; en el trabajo, en la cancha de futbol, en el billar o hasta en la cantina, pero de pie, parado, caminando por su

propia voluntad. El brazo derecho torcido de la nana, siempre llamaba la atención de Herminio, no podía expresarlo por la risa u otra forma ese

recuerdo que cruzaba por su mente, cada vez que podía verla. Cuando aquella mañana de su cumpleaños, en los preparativos primarios del

festejo, en sus quince años, la nana resbaló en una de las gradas del corredor y se escuchó el estruendoso ruido del hueso; ¡se hizo pedazos!,

los que estaban cerca corrieron a su auxilio para frotarle el brazo,

¡Noooo!, decía ella, pues le dolía mucho más, le pusieron compresas de agua caliente y pomadas y ungüentos de yodo, nada de eso dijo la

señora, ahorita la llevaremos al huesero, al otro lado del pueblo, con don Mario, un viejo albañil que tenía unas manos como del tamaño de

una manopla de beisbol, tosco y ordinario como él solo, pero muy efectivo en estos menesteres de colocar los huesos en su lugar, aunque

decían que ya no servía tanto porque había compuesto patas de vaca y caballo. El asunto fue después de unas horas de penas, las aguas

volvieron en la tranquilidad, ya en el calor de la celebración de la comida del cumpleaños y los lamentos de la nana, su madre le preguntó a su

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hijo, como le había parecido su regalo, él contestó: ---Ni lo he visto

pues ya viste lo que pasó---. Inmediatamente comenzó a buscar el sobre celeste, el regalo entregado, le buscó en las bolsas del pantalón,

en el cuarto, en la cocina, el corredor y nada. Se organizó la comitiva

para ir a buscar el mentado regalo por toda la ruta que conducía hasta la casa del huesero, pidieron permiso para entrar a buscar al sobre y

nada, cuando regresaron, decepcionados, el muchacho le preguntó a su madre sobre el contenido del obsequio, ella categóricamente le dijo: ---

pues era efectivo, mi hijo, me pediste dinero en efectivo y tu dispondrías lo bien te diera el gusto comprarte---. Con cara de

desánimo, el joven volvió a preguntarle a su mama: ---Mamá y si no es indiscreción cuanto me depositaste en ese sobre---. Ella contestó, pues

cien pesos. ¡Uff!, con eso me hubiera comprado la mudada que quiero desde cuando. Después de unas horas, ya pasada la tarde, la señora se

dispuso a levantar los platos, lavarlos, sacudir la mesa y barrer el comedor. Exactamente en la pata de la vitrina como amordazado se

encontraba el sobre celeste, la mujer lo quedó observando, se aproximó a recogerlo, cuando lo abrió, estaba íntegramente el contenido en dinero

que había dicho, pero no eran cien pesos si no cincuenta, la señora no le

quedó otra que depositar otros cincuenta pesos al sobre pues ya había dicho públicamente: son cien pesos y anunciarle la buena noticia a su

hijo, ya se había encontrado éste con la cantidad completa, con una gran carcajada y una detallada explicación. Herminio asociaba su buena

suerte con la quebradura del brazo derecho de la nana. Así, cada vez que ella le cambiaba a él le causaba curiosidad, situación tan difícil

hasta no poderla expresar con la risa, ni con los ojos.

VIII

Pasadas cinco horas de ajetreo, se sentía ya el verdor de los

cafetales como el antídoto del calor, el sudor, el polvo y hambre. Poco a poco se fueron internando en la frondosidad de los árboles, inmensos

árboles, la carreta su fue colocando paralelamente al cauce de un arroyo de aguas frescas y cristalinas. Las bestias buscaban con movimiento

pasmódico acercarse abrevar agua. Se respiraba olor a humedad. El caporal precipitadamente comenzó a acondicionar el lugar en donde,

momentáneamente, se instalarían. Con el machete dibujo el perímetro y comenzó a chaporrear los pequeños mogotitos de zacate que crecían. La

hojarasca también la fue arrinconándola fuera del círculo. La Señora parada sobre la carreta se acomodaba la blusa y se ajustaba la falda,

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Herminio permanecía parado,solo observaba, su nana todavía estaba

sentada, la niña ya estaba en la orilla mojándose los pies. Momentos después, se había hecho el fuego, y los alimentos comenzaban a

cocinarse, la nana apoyada por el caporal iban disponiendo y como

dando pequeñas tareas a la niña. Pedazos de carne seca los iban insertando en una varita, la tortillas se colocaban en una rejita de

varillas de caña y de unos recipientes de barro se iban llenando los vasos para cada uno. El muchacho se sumergía ya en las partes

profundas del pequeño río y chapoteaba agua por todos lados, al final en diferentes turnos todos los integrantes de la comitiva se sumergirían

en las frescas aguas de este arrollo, como una necesidad de quitarse el calor y polvo del camino, en su travesía por esos grandes potreros, por

esa gran llanura.

IX

Caminaba justo en la acera que lo llevaría al corporativo a solicitar

empleo para sufragar los gastos de la universidad. Caminaba, esta vez con paso lento, un poco de náusea y dolor de cabeza, un fuerte dolor de

cabeza que no cedía con analgésicos u otra pastilla más eficaz en esta padecimiento crónico. Los ojos los entrecerraba para no sentir tan fuerte

la luz que le complicaban más la sensación de molestia. A unos pasos de llegar a la entrada principal se agudizó aún más,tuvo que sostenerse en

la pared, tocarse la cabeza y buscar un lugar apropiado para descansar. En la grada del edificio pudo sentarse y esperar unos instantes. No

amainó el cuadro, ya no ingresó en el inmueble, decidió trasladarse al hospital próximo. Un taxista, eufemísticamente, le llevaría y atendería,

le colocaría hasta la camilla de urgencias. El dolor continuaba, con las manos se tocaba la frente y las rodillas doblabas pues sentía que se le

adormecían, se quejaba por el intenso dolor, se quejaba. El médico llegó

después de unos minutos, estudió al paciente, pudo ver el grado de intensidad del padecimiento en el color de los ojos, rojos y

entrecerrados. Le preguntó si tuvo algún accidente, ¿un golpe?. Herminio contestó, categóricamente: ---No. Desde hace unos años he

sentido mareos y ganas de vomitar, después me viene un dolor de cabeza y se hace muy fuerte, solamente con unas pastillas me duermo y

despierto hasta el otro día con mucha descomposición del cuerpo. No tengo hambre y me da sed. Me fatigo ---dijo entre quejido y palabra. El

médico de guardia supo que era un asunto delicado cuando observó que las piernas del muchacho le temblaban. Salió de la sala,

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inmediatamente, se comunicó con el especialista en este tipo de casos,

el neurólogo se encontraba en otro lugar y por lo pronto no había nada que hacer, esperar hasta que regresara. Le suministraron una fuerte

droga que provocaría la desconexión total del muchacho con la realidad.

Estaba totalmente dormido después de unos minutos. Solamente su madre estaría ya en esa instancia en medio de una luz blanca, intensa y

olor a hospital, medicinas, alcohol y desinfectantes. Después de unas horas llegó el especialista, su aspecto era de un hombre sencillo y muy

concentrado. Saludó con un ademán entrecortado a la señora y procedió a leer el expediente que ya el médico anterior y una enfermera habían

registrado. No dijo Nada. Salió nuevamente y solicitó, ya instalado en su oficina y por teléfono, una serie de estudios con terminología muy

técnica. Después de una hora, El joven fue trasladado a otra sala de internados. La ropa que traería fue cambiada por una bata y colocado en

una camilla alta con dispositivos en todos lados, una enfermera le buscó la vena del brazo y le insertó una aguja hipotérmica conectada con

líquido de color ambarino. La madre ya estaba ahí, únicamente observaba la tarea que mecánicamente iban ejecutando. Nadie daba una

explicación de lo que sucedía, Únicamente le pidieron desalojara esa

instancia. Después, recuerda claramente solo hasta cuando llevaron a Herminio a su casa. Ella bajo precipitadamente abrir la puerta de

principal, dirigió al grupo de camilleros por donde pasarían. Fue una mañana nublada. La habitación ya estaba dispuesta desde unos días. Tal

y como permanecería por años. Solamente el foco encendido fue la diferencia;de ese día en adelante se colocaría una pequeña lamparita en

la mesa cuya luz alumbraría una parte de la habitación dormida y sin tocar la cara del hombre postrado en su cama.

X

Llovía cuando Herminio comenzó a acomodar sus prendas que llevaría al viaje. Poco a poco fue doblando sus camisas, pocos

pantalones y la ropa interior. Iba colocándolas en la parte superior de la cama. Luego las iba poniendo en el interior de la maleta; abajo la ropa

grande y en la parte superior los adminículos personales. Con cierta tristeza entremiraba por la puerta mitad abierta, el corredor y las

plantas, ya habían crecido mucho desde su llegada, llegaban hasta el techo, los helechos bajaban desde lo alto de las macetas hasta el suelo

y el oratorio al final. La tierra mojada expedía su peculiar olor que se filtraba por la ventana y él respiraba aún más profundo para tener más

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claro la sensación que llovía, llovía fuerte. Colocó su boleto del autobús

en la bolsita anexa de la maleta, previamente verificando la hora y fecha de la salida. Mañana por la mañana, muy temprano. Se dispuso ir a la

cocina para rellenar un vaso con agua cuando la nana le interceptó para

intentar entablar una conversación, él se reusó, no quería hablar con nadie, no quería saber nada de nadie y los esfuerzos de la anciana

fueron en vano. La impresión de decepción se reflejaba en el rostro de ella y también en él. Asumía la anciana que era urgente un tratamiento

a ese muchacho que vio nacer, vio crecer y salieron de la finca juntos para iniciar una vida diferente al modo de vivir en la llanura, cuidando el

ganado vacuno, sembrando.

XI

La travesía continuaría ahora por pendientes pronunciadas y

espesa vegetación. El caporal colocó y amordazó nuevamente el yugo para sujetar a los animales a un mismo movimiento de atracción. Ya en

la cabalgata las ruedas de la carreta se trababan entre piedras y lodo fresco provocado por la humedad de la sierra. La mujer se había quitado

el sombrero y llevaba una pañoleta en la cabeza, Herminio iba sin camisa y agarrado con las dos manitas pues los movimientos eran muy

bruscos. Una sensación de miedo invadía a todos porque había momentos en que se cerraba tanto el follaje, casi se oscurecía haciendo

el terreno propicio para los asaltantes y malandrines de esta región que asolaban a las caravanas de viajeros, comerciantes y gente del gobierno

para despojarlos de lo que hallaran. La intención era alcanzar toda la subida y pernoctar en la casona de la finca cafetalera, propiedad de

extranjeros, alemanes venidos a estas tierras desde principios del siglo, asentando y acrecentando sus dominios sobre los indios. El calor había

bajado considerablemente por la hora y por la sombra exuberante, pero

el miedo y el zangoloteo eran duros. Inmensos árboles de muchas variedades con enredaderas y orquídeas de diferentes colores puestas

en las partes altas adornaban este paisaje, muchos pájaros y mariposas también adornaban las imágenes en los dos niños, prácticamente nunca

habían visto estas selvas. Cuando llegaban a un charco, el caporal se bajaba rápidamente para escudriñarlo con una especie de báculo y

poder medir la profundidad, tantear las partes sólidas y calcular por cual parte del camino era conveniente hacer pasar a la carreta y sus

viajeros, en otras ocasiones era necesario que todos descendieran y las bestias jalaran con todo su poderío acicateados por un chicote de un

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metro de largo y el griterío del caporal para que sintieran miedo, y el

miedo y las fuerzas se sumaran hasta destrabar las ruedas. Grandes tramos de 200 metros se lo aventaban a pie, solamente las cosas

permanecerían arriba. Los bueyes bufaban, se les tensaban los

músculos tanto como si fueran a salirse de ellos mismos, y así continuaban por las laderas y pedregales. Hasta ya caído el sol, entre

sombra y claridad, el caporal anunció la llegada a la casa grande de la finca, La mujer sabía que ahí podrían tomar un buen baño, descansar

cómodamente y tomar café caliente. Parecía ser lo difícil del viaje, el tan esperado viaje ya había pasado. Cuando estuvieron cerca de la entrada

principal ella pidió al caporal que parara la carreta, bajo con cuidado y se dirigió a pie hasta la puerta. Tocó y después de unos segundos salió

una de las personas encargadas de atender a los caminantes, un hombre adulto, encorvado y con el pelo completamente blanco, se

colocó un pequeño sombrerito e indicó la entrada a una especie de establo para ubicar a los animales y señaló otro para la calesa. Entre

estirones y bostezos los integrantes de la comitiva fueron acondicionándose, sentían la frescura de la selva y sabían de este lugar

confortable y seguro. Esa noche comieron satisfactoriamente y

durmieron muertos del cansancio. El caporal se instaló en el establo, ingiriendo medio litro de aguardiente y fumando cigarros rústicos, para

poder reconciliar el sueño.

XII

Cuando llegó a la terminal, la corrida de salida a la capital ya había sido anunciada varias veces. La fila de viajeros se encontraba ya

en los andenes y el autobús mantenía el motor encendido desde diez minutos antes. Herminio apenas alcanzó a documentar su equipaje e

identificarse para poder abordar. Pasaba una mano en un bolsillo y la

otra buscaba en los de la camisa. No encontró nada, hasta regresar a lugar de equipaje y allí se encontraba tirado por debajo de la cama

metálica el boleto. Regresó e inmediatamente subió para luego buscar el asiento que le correspondía. Una vez que el vehículo arrancó, su

imaginación también comenzó a mollinearse. Recordó su estancia en la escuela que le cobijó durante muchos años, de sus buenos amigos y de

las malas compañías, de la primera novia que beso y de sus ilusiones de ser un científico dada sus excelentes rendimientos en las asignaturas de

matemáticas, física y otras vinculadas a la ingeniería. Recordaba también las travesuras que cometieron con esa pléyade de mozalbetes

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cuando de manera espontánea uno de ellos se le ocurrió colocar una

bomba casera en el tambo de basura. La explosión fue estruendosa y los efectos en la comunidad estudiantil también. Salieron corriendo todos al

patio central para saber que ocurría. Las versiones eran encontradas;

unos decían que había sido un rayo, pero no llovía, otros sostenían que había sido un terremoto o tal vez, otras argumentaban la erupción de un

volcán. Lo cierto es que toda la rebelde pandilla se mantenía amotinada en la parte última de la escuela, allá por el matorral, escuchando los

lamentos y sollozos de las estudiantes afectadas. Después de las investigaciones mínimas, fueron dos los indicados para dar una

explicación, suficiente, en el transcurso de media hora de estar encerrados en la prefectura dieran santo y seña de cómo se orquestó

esta operación. Todos los involucrados fueron suspendidos definitivamente del plantel y solo regresaban de vez en cuando a ver a

las chicas y las nuevas noticias o en el peor de los casos con quién de sus excompañeros infortunadamente ellas salían. El ruido monótono del

autobús se hacía pesado. Él no podía dormir en este tipo de situaciones, únicamente se recostaba en el asiento y meditaba, recordaba, quizás

hasta la noche dormiría poco. Después de un rato y de la irónica risita,

también emergía en su memoria recuerdos tristes como cuando, de niño, le regalaron dos pequeños gansos. Su madre considerando como

el mejor lugar, el más seguro, los colocó en el pesebre, en la parte de atrás de la casa, ahí se encontraban dos borregos traídos de la finca

días atrás y servirían para venderlos y obtener dinero para los gastos da la familia. La sorpresa de Herminio fue cuando en la mañana siguiente

quiso ver al par de patitos y observó a los animales, habían sido despedazados con sus patas y hocicos. Inmediatamente su puso a llorar

y una rabia le invadió todos su ser, tomó un garrote y comenzó a palear a los borregos, cuando su madre entró le detuvo y supo de la razón tan

violenta de su hijo. Las cosas con calma, le dijo. Buscó quien le consiguiera otro par de patos y trató de calmar la situación. Para él el

coraje fue inmenso y su resentimiento para toda la vida con aquellos que aparentan ser nobles y son lobos con piel de oveja, decía y otra

idea venía y después otras y otra...

XIII

Ahí estaba, acostado, postrado, mirando hacia arriba con los ojos

fijos en el techo de tablas de madera ensambladas e intercaladas con el barniz ya muy desgastado por el tiempo. En la habitación vacía, en la

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habitación intima, se guardaban años de sufrimiento, sueños perdidos,

la frustración de toda la familia de ver al único vástago en tales condiciones. Como imaginar a Herminio con su gran sagacidad para el

estudio, con esa memoria excepcional y los hábitos heredados de su

abuelo, (Disciplina extrema en toda encomienda propuesta), Míralo, tirado, abatido y sin ninguna esperanza de salir, esperando el día final.

Los ojos verduzcos se mantenían nublados, entre cerrados; la piel amarillenta y reseca por la falta de los rayos de sol y los labios

totalmente quebradizos con una permanente baba que se resbalaba sobre el costado por donde le acomodaban la cabeza. El cabello ya

necesitaba un corte; estaba pegado a la almohada por la humedad del sudor más en estos tiempos de calor se acrecentaba. Y los brazos

contraídos como las piernas en forma de raíces o bejucos de allá en la selva. Abrigado únicamente con un calzoncillo y una sábana que

frecuentemente su madre le acomodaba, después de cambiarle los pañales tres o cuatro veces al día. El constante olor a orín se sentía

hasta afuera, en el corredor y era cuando decía su mama: ¡Huele muy fuerte a orines! Comenzaba entonces el trajín de cambiar el bulto a otro

camastro y lavar el colchón con agua hirviendo, jabón y demás

aromatizantes, al piso también se le daba su buena refregada con cloro y detergente. En esas esporádicas ocasiones se abría la ventana

totalmente y se corría toda la cortina, colindando con la parte trasera de la casa, desde donde todavía se podía escuchar los incansables ladridos

del perro. Después, fresco y limpio, respiraba mejor, se sentía mejor así cuando estrenaba mudada el día domingo para una ocasión especial allá

en la finca. En el transcurrir de los días se normalizaba otra vez el hedor, la angustia y el torbellino de pensamientos acumulados en la

mente del joven vegetativo. Esto ya no es posible: ---Decía su madre---, es demasiado tiempo que ha pasado así, incomunicado, hundido en su

letal enfermedad, no sé qué pensar ya, si es mejor se termine esto o tenerlo así, dormido, dormido para siempre. Pero cuando veía los ojos

de su hijo, entre lo nublado, de todo el agotamiento y la tristeza, había un destello de esperanza, de vida que pedía seguir aquí en esta forma,

aunque sea en forma de charco que no drena y no fenece, no se seca. Y

las palabras de la nana que intervenían para redondear la situación en una frase de consolación: ---Que pase lo que Dios quiera, Señora. Lo

que Dios quiera---. Y comenzaba a darle la pequeña porción de papilla a base de verduras y cárnicos molidos para ser digeridos fácilmente, sin

causarle ningún atragantamiento pues esta situación era una verdadera tragedia, o también la llegada de un amigo que visitaba a Herminio, se

volvía una gran complicación puesto implicaba limpiar el cuarto rápidamente, colocar cojines y almohadas al muchacho y colocarle en

posición inclinada y frontal. Era pues una carga para la madre, la nana y la muchacha mandadera, para todos, solas en la casa del pueblo,

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luchando contra la rareza de este padecimiento y peleando día a día con

los gastos cada vez más fuertes hasta llegar a la necesidad de pensar en vender la propiedad, lo cierto es que ya estaban todos desgastados por

el ritmo de vida; desvelos, angustias, desesperanza y ver únicamente

los ojos, lagrimas, en la vida de él.

XIV

Cuando despertó tuvo la sensación de un vacío en el estómago, había llegado a la capital por primera vez y realmente no sabía que

hacer, el ómnibus arrancaba y frenaba bruscamente de acuerdo a las indicaciones de los grandes semáforos de avenidas y calles

interceptadas y el movimiento de vehículos, autobuses, gente... Llegaron a la terminal para ir descendiendo todos los pasajeros uno a

uno, todos como volviendo de un largo letargo, Herminio procuró salir

hasta el último para no presionarse en nada. Tomaría un taxi y llegaría en unos minutos a la casa de huéspedes que le alojaría por el tiempo

que duraría el tratamiento. La pequeña maleta con las pertenencias personales se echaría al hombro y posiblemente podría llegar

caminando, preguntando, pues como le dijeron que estaba la casa muy cerca de la terminal. Instantes de indecisión invadieron su mente y no

sabía si viajar en automóvil o a pie, decidió ir caminado, soportando el dolor, y emprendió la marcha, paso a paso por las aceras, cruzando las

calles, las grandes calles y comercios anunciando sus productos en los escaparates. Era muy temprano y todo se movilizaba como si esta gente

no durmiera, nadie duerme en este lugar, pensaba. Ya sudaba cuando habían transcurrido varios minutos de caminata y en cada estación que

preguntaba le daban nuevos bríos para avanzar, hasta que por fin un último norte le indicó: ya estaba casi frente a la casa, pero no estaba

tan visible el número, muy borroso por el correr de los años y la falta de

una remozada a la vieja casa de la capital. Tocó la campana jalando un cordel entre la reja y la pared e inmediatamente descubrió la silueta de

una mujer, alta, vestida de negro, poco expresiva, pero con mucho dejo de bondad, viuda, solitaria, dedicada al cuidado del huésped de

provincia eventual o permanente llegado a la ciudad por estudios o por penas. Auxiliadora en todo tipo de dudas en los paisanos de provincia y

sobretodo la forma más decente de pasar el tiempo. Le llevó hasta la habitación, pequeña, con una alfombra de grecos de dos colores, con

una puerta de vidrio adicional a la de seguridad. Esta cómoda, pensó, para cuando venga el tiempo de frio. En unos minutos quedo solo. Se

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quitó el sweater y los zapatos para sentirse cómodamente mejor. Un

leve sentimiento de nostalgia quiso invadir su ser y pensar en la lejanía, en su madre, su casa, su vida en aquel rincón. ¿Qué voy a extrañar de

allá? ¿Cuánto tiempo estaré aquí? Y nuevamente ya estaba frente a él la

inquilina para darle otras indicaciones menores, del funcionamiento del calentador de agua, de la llave de la puerta, entre otras cosas. Herminio

se levantó atento y escuchó las recomendaciones. Después de un rato, justamente a medio día, dormía profundamente en su habitación con la

puerta entrecerrada.

XV

Ya no hay nada de mí, pensaba todo el tiempo con ánimo cada vez peor, decaído, abatido por los años en reposo pegado a una cama,

pegada a una casa, pegada a un mundo, un mundo inexistente, se ha

acabo el mundo y yo no estoy allí. Yo quería estar presente cuando acabara o cuando menos en la transición a la crisis y el caos. Somos

nada los que estamos y los que ya no estamos, se resignaba. Dionisos ha regresado a culminar su obra de exterminio y ha dejado una sola

palabra: La nada. ¡Acaba con todo y deja solo mis recuerdos! Le decía. Si esfuérzate borrar todo, conmigo ya has acabado todo y me lo dices

todos los días, en la mañana, en la noche, Ya no existes me dices. Yo lo sé, pero no acabes con todo lo que les he platicado aquí. Abría los ojos

con mucho esfuerzo y en los oídos se percibía el zumbido, el sonido del no existe. Recordad es solo existir y eso es lo que me queda, recordar.

Esto es un espacio entre el existe y no existe, ahí me encuentro yo. Avanzo a lo que no existe y dejo el existe. Es fácil entender el no existe,

la nada cuando estás aquí, en sus huestes. Entiendo todo de la nada. Herminio ha muerto. Nunca nació y si vivió solo fue esto que les cuento,

esa fue su única historia. Al final de todo, una leve resignación le

embarga, estoy en la nada como el hombre caminante, el que está allá fuera, se dirige con dos bolsas del mercancías hacia su hogar después

de ir al mercado a comprar los víveres, en el transcurso de un efímero lapso ya no habrá de existir y quien recuerda cuando menos a ese

hombre que caminaba, nadie, y quien conoce a esos hombres que no recuerdan nada, nadie. Esta triste, piensa Herminio y todavía peor no

conoce su vida. Yo estoy vegetando y he repasado millones de veces mi vida hasta encontrar la conexión de cada segundo con los minutos, de

instantes a instantes. Ellos están en un mundo como tubo de olvido, olvido que se traduce en nada y la nada. Horas de pensar y pensar

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hasta llegar a la conclusión misma estamos todos en un mundo que se

llama nada. Duermen, despiertan, respiran, lloran y todo, al final todo llega al olvido, a la muerte, a la nada. Pensaba, si estuviera en la calle,

de pie, caminando, de todos modos estaría en el mismo charco que me

encuentro ahora, de eso si estoy seguro, dijo entre su escaso pensamiento y se quedó dormido esperando la muerte. Al otro día, al

despertar, cuando consuetudinariamente su madre le asomaba el periódico observó en el encabezado todas las palabras cambiadas, en

desorden, interpuestas: (jrcjsjsdlcmnndudalsksk kjjdoriusl 9470dmjn jdjfj ksksjshj wi). Sonrío por dentro y pensó: Por fin se está empezando

a borrar la nada.

---oOo---

El Mar

Por SALVADO H. MEDRANO (seudónimo)

Leonardo Silvio Vaccarezza

Argentina

Mi madre residía en el loquero de la avenida Villalba y Peirano, si

es que puede decirse que alguien sin autonomía puede residir, como si dijéramos que los africanos que llegaban al puerto del Buen Ayre

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residían en el quilombo de los bajos del Retiro o que la hiena arrumbada

en su jaula reside en el zoológico porteño. Supongo que para ella el ingreso al hospicio fue una transición sin sobresaltos porque a raíz de la

abundante medicación su estado era de soñolencia permanente, lo que

se notaba en la forma acuática de sus movimientos, la modulación por momentos confusa y ese estado de suspensión ante el pasaje de los

acontecimientos los cuales pasarían frente a sus ojos como neblinas blandas o sueños débiles que se olvidan. Y la cosa empezó cuando yo

tenía unos doce años. Algunos estados de ánimo que mi padre comenzó a verlos anormales, convenciéndome de lo mismo, lo que me llevó a un

creciente extrañamiento de ella, a reducirle mis conversaciones, a poner en duda sus comentarios. Llegó el momento en que ganó la convicción

de que tenía comportamientos agresivos que podían derivar en actos verdaderamente peligrosos, especialmente para mí, decía mi padre,

aunque agregaba que él tampoco estaba exento de sus excesos. Un día, mi madre le arrojó uno a uno los platos de porcelana sin acertarle con

ninguno, suponiendo que hubiera querido hacerlo, pero con una constancia y tranquilidad como si se tratara de un juego. Eso fue

determinante para su encierro y, debo adelantarlo de entrada, su

práctica desaparición de mi vida. Se puso una buena etiqueta a su mal, se la medicó convenientemente para aumentar su pasar anodino y,

aunque en los primeros meses íbamos a visitarla con mi padre una vez a la semana, al principio, cada quince días, luego, o mensualmente, poco

a poco fue desapareciendo de nuestra vida, especialmente cuando a los ocho o nueve meses mi padre llevó una nueva mujer a su cama. No

tenía por qué no hacerlo, ya que si bien legalmente seguía unido a mi madre, no había manera de reivindicar los derechos de ella, si es que

tenía alguno. No contaba con parientes que pudieran cuestionar al marido, y yo fui convenientemente aleccionado en la desgracia

inevitable de mi madre y el derecho a la formación de una nueva familia para lo cual mi madrastra de utilería (ya que carecía de la mínima

legitimidad formal) desempeñó un papel diligente de madre sustituta, en el peor sentido de la palabra madre. De manera que la mía real

completó el derrotero de exclusión iniciado en los orígenes de la familia.

En realidad, desde niño tuve conciencia de que nuestro grupo familiar era un pequeño bote navegando perplejo en un mar de relaciones

humanas, donde la gente se entrecruzaba en múltiples combinaciones de amistad y parentesco, que nosotros sólo veíamos desde la borda.

Nuestra navegación era solitaria, un pequeño trío casero que a fuerza de aislamiento (de lo cual eran, en parte, responsables ambos padres)

transcurría por la vida como si se tratara de una unidad autónoma y completa pero en realidad lo hacía (yo, por lo menos) admirando

dolorosamente la fiesta que veía a mi alrededor. Una vez un socio fugaz de mi padre nos invitó a la cena de fin de año en su casa, una fiesta

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verdaderamente multitudinaria con todo tipo de fauna humana, desde

viejos decrépitos instalados en las cabeceras de la mesa hasta infinidad de chicos que revolucionaban el ambiente con sus corridas por la casa.

Yo sentía que nosotros tres éramos un bote extraño que se había

arrimado a un puerto equivocado, donde no había más amarras y, por lo tanto, teníamos que asirnos al tolete de otra embarcación que sí

pertenecía al muelle, pero que inevitablemente nos daba la espalda. La enfermedad supuesta de mi madre, creo ahora, no fue otra cosa que la

expresión personal del aislamiento de la familia, de esa pobre autonomía y ese gris encierro pequeño burgués donde reinaba el temor

a lo de afuera, la sordina de los sentimientos y un tedio continuo como una penumbra perpetua en la casa con las persianas bajas.

Para poner marcas en el tiempo, ya a los dieciséis años no visitaba

a mi madre. Todavía más, creo que podría haber dudado de su existencia. Recuerdo mi perplejidad cuando en un formulario escolar me

indicaban anotar el nombre de la progenitora. Por un instante mi mente cayó en un vacío, no entendía qué me pedían, no porque no entendiera

la palabra, sino porque no formaba parte de mi naturaleza. Era la edad

de la rebeldía, por cierto. A mi padre y a su mujer no los soportaba, de manera que continuamente buscaba excusas para ausentarme, para no

estar a la hora del almuerzo, para desaparecer los fines de semana en casas de amigos protectores. Si era inevitable nuestra convivencia, me

resultaba imposible no evidenciar mi desprecio hacia la sustituta y desdén hacia mi padre que, por otra parte, no parecía sentirse

especialmente afectado por ello. Cuando entendí que sus actitudes eran semejantes a las que habían precedido la expulsión de mi madre y que

estaba empujándome al abandono, me hice un plan de fuga: durante semanas sustraje pequeñas cantidades de dinero del monto para la

compra diaria que él dejaba sobre el mármol de la cocina antes de irse a la mañana temprano. Así completé lo suficiente como para un pasaje a

Arrecifes y sostenerme los primeros días de autonomía. De allí conocía al dueño de un aserradero que en casa de un amigo se había mostrado

amable y divertido. Supuse que no tendría inconvenientes de

conchabarme como jornalero. El supuesto fue erróneo pero ya en esa localidad deambulé lo suficiente como para encontrar alternativamente

changas con beneficios variables. Solía dormir en la calle y comer de prestado, pero a los diecisiete años los obstáculos no son muchos para

seguir viviendo. Mi padre no movió un dedo para buscarme y si lo hizo tuvo la suerte de no tener suerte al hacerlo, de manera que mi

desgajamiento del grupo familiar, ya de por sí maltrecho, fue un proceso simple y limpio, huérfano de gritos y explicaciones e incomprensiones.

Me fui como cae suavemente el durazno maduro de la rama. Como no estaba inscripto en ninguna institución (el colegio lo había abandonado

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unos meses antes) mi padre no sintió la obligación de informar a nadie y

fingir interés en mi hallazgo. Se sucedieron los años y germinó el olvido.

Después pasaron muchas cosas. No quiero hacer un relato

detallado de mi vida. Simplemente decir que dejándome arrastrar por la corriente de los hechos terminé como marinero en un barco de carga

que me llevó por el mundo durante más de una década, y esto lo digo para justificar por qué tardé quince años en volver a pensar en mi

madre. Casi podría decir que este retorno a su existencia fue casual. Ya de regreso, con algunos pesos en el bolsillo, decidí instalar un taller de

arreglo de motores, un oficio que había aprendido en los barcos. Volví al contacto de viejos amigos y uno de ellos, Germán, me ofreció un local

conveniente en una zona que, a decir de él, se adecuaba al rubro. Me llevó en su auto que estacionamos a media cuadra del lugar. El local

estaba en una esquina y entramos en él por una puerta lateral. Tenía buen tamaño y no había mucho que hacer para ponerlo en

funcionamiento, así que le agradecí la oferta y acordamos el precio, me dio la llave y se fue por la misma puerta. Yo me quedé en el salón vacío

sintiéndome ya dueño, levanté la persiana de una abertura ancha que

da sobre la otra calle que forma la esquina. El ruido del metal sonó a la ejecución solemne de un himno y ante mí, avenida de por medio,

encontré el frente que me supo familiar, los diez escalones de acceso, las dos columnas corintias a ambos lados, las paredes profusamente

adornadas con sobrerelieves de formas recargadas. Reconocí el portal que había atravesado algunas veces con mi padre para visitarla en el

manicomio. El color era el mismo, aunque había partes con pintura descascarada y otras atacadas por las inscripciones callejeras. Supe

inmediatamente de qué se trataba, pero sin embargo tardé en tomar conciencia de que ella estaba en su interior, residía como dije hace un

momento. Necesité confirmar el descubrimiento que era evidente y total: busqué entonces el nombre de la avenida, y ahí estaba el cartel

municipal de la avenida Villalba cruzado por la palabra Peirano. El mismo olor de los plátanos, la sequedad en el alma del domingo tedioso,

el silencio instalado entre mi padre y yo durante el viaje en colectivo y

las dos cuadras que caminábamos desde la parada hasta el loquero, la madera de caoba del mostrador de recepción donde nos anunciábamos

y pedíamos por ella. Como un piolín de vida que había quedado con su punta suelta hacía muchos años y se anudaba de repente a mi presente.

¿Dolía?

No voy a decir que crucé inmediatamente la calle para verla. Dejé pasar unos días, abrí el taller, la actividad empezó a moverse, pero, es

cierto, no podía obviar el raspón que me producía el edificio de enfrente. Digo ahora que la mole representaba el peso de la culpa, pero no lo

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tenía así de claro entonces. ¿Por qué sentía el raspón? ¿Porque a él

había entrado con mi padre, porque de alguna manera habíamos confinado a mi madre sacándonosla de encima, porque suponía que me

necesitaba? Si pensaba en ella, no lo hacía de una persona real, más

bien ella vivía en mi memoria como un esquema abstracto, algo que de tanto olvido solamente dejó los datos para una síntesis. Alguna tarde,

tomando mate solo en el taller en un momento de descanso, tuve la sensación de que su imagen pertenecía a la materia de los sueños de

manera que dudé de que hubiera existido. Aunque, claro, los hechos de la historia me resultaban evidentes, especialmente como

acontecimientos convencionales de la vida, y esto era suficiente prueba de que ella había formado parte de mí, de que en mi infancia se

trastornó o la trastornamos y la metimos en el encierro. Pero, no sabía si vivía todavía o si estaba aún en ese lugar, preguntas que,

extrañamente, comenzaron a moverse en mi cabeza después de varios días, como si al comienzo no hubiera puesto en duda que mi madre

formaba parte inmutable del loquero como las insulsas cariátides del frente, a una de las cuales encontraba parecida al recuerdo de su cara.

Un día, con un impulso puro (con lo que quiero decir que no hubo una reflexión previa que habilitó la decisión) crucé la calle y subí los

escalones hasta el mostrador caoba. Ahora le habían agregado un vidrio con un agujero en el que acerqué la boca para hablar. Dije su nombre,

Amanda Aurora Rodríguez, la empleada me miró con expresión incrédula y fue hasta un fichero que consultó largamente. Sí, está, dijo

al volver, pero es raro, no me suena. ¿Qué es lo que no le suena?, le pregunté a mi vez exagerando, también, un gesto de incredulidad. El

nombre, me dijo molesta, ¿en qué año entró?, en el 93, según la ficha, se contestó ella misma. Bueno, no sé, siguió hablando, fíjese, está en el

pabellón sur, para aquel lado, si no lo encuentra consulte a cualquiera de limpieza. Avancé por un pasillo amplio y vidriado hasta un portal

coronado con letras doradas que anunciaban el edificio de mi búsqueda. Desde un ventanal se veía un parque. Algunas pacientes se distribuían

en bancos de plaza y senderos. Entre ellas no se comunicaban y es

posible que ni siquiera tuvieran la posibilidad de verse o sentirse en la misma presencia. Pregunté a una enfermera por mi madre. No la

conozco, me dijo sin el menor dejo de preocupación. ¿Cómo es?, preguntó, pero me sentí incapaz de responder. Suponía que había

envejecido, quizá más flaca o más gorda, la expresión de la cara, ya modificada en los primeros tiempos por efecto de la enfermedad (o más

probablemente, de los remedios), la suponía lisa y quieta, de manera que no podría rescatar ningún rasgo de sus viejos tiempos que por otra

parte casi no recordaba. Es una señora más bien alta, le dije, hace diecisiete años que se internó, siempre muy callada era, tenía los ojos

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claros y unos aros de perla que nunca se los sacaba. ¡Ah! Clarita, me

interrumpió la enfermera con cierto júbilo. Pero no se llama Clara, le dije. Sí, ya sé, pero le decimos Clarita, aquí, siempre les cambiamos el

nombre a las internas, alguno se lo habrá inventado, ya ni recuerdo,

pero es así, tenemos esa costumbre, ellas no dicen nada, y nosotros las rebautizamos para su nueva vida. Pero así terminan perdiendo sentido

de quiénes son, de su historia, protesté, ¿cómo van a recuperarse de la enfermedad? Mire, es aquélla, la de la camisola blanca, me dijo

salteando mis objeciones, ¿usted no la conoce?, agregó con expresión de sospecha. Hace mucho que no la veo, estuve viviendo en el

extranjero, ella es mi madre. Pero es difícil no reconocer a una madre, mucho olvido el suyo. ¿Cuál de camisola blanca?, le pregunté, todas

están iguales. Pero hoy no hay visita, dijo sin dignarse a contestarme, no lo puedo dejar pasar y menos llamarla a ella para que se acerque.

Solamente para confirmar si es ella, insistí. Imposible, se da cuenta que antes hay que evaluar el impacto que puede recibir la pobre, tantos

años, va a tener que consultarle al doctor.

Por supuesto, el doctor no estaba y era necesario pedir una

entrevista con dos o tres días de anticipación. Pegado al vidrio traté de descubrir cuál podría ser mi madre entre las quince o veinte mujeres

que flotaban en el parque, porque no parecían estar ejerciendo un peso terrenal, más bien eran imágenes proyectadas por una mente alienada.

Elegí las más altas aunque de esa manera quedaban fuera las sentadas. En la muda expresión de cada una no lograba distinguir algún rasgo que

me la evocara. Encontré algún parecido en una interna que dormitaba en un banco, me esforcé por contrastar lo que veía con imágenes más o

menos difusas, todas ellas endebles, que perduraban, según suponía, en mi memoria. Pero esa mujer tenía el pelo renegrido y abundante. Mi

madre debería estar canosa y su color original era castaño claro. ¿Se habrá teñido?, me pregunté, lo cual descolocó un poco mi ánimo. Si era

así, expresaba un rasgo de vida y por lo menos una pizca de pasión. ¿Por qué esa conjetura me fue incómoda? ¿Qué pretendía encontrar en

mi madre: un ente abúlico con el cual no tener posibilidad de rearmar

una relación?

El médico autorizó mi visita pero mediando un período de preparación de la paciente. No pregunté en qué consistía ese proceso

porque estaba fuera de mí, entonces, toda sospecha sobre el régimen de la institución. Entre una cosa y otra se extendieron los días hasta

cubrir casi un mes. En el ínterin mi vida continuó modelando la rutina del taller, de la pensión en la que vivía, de las cenas solitarias, las largas

caminatas nocturnas por la ciudad, los breves momentos de lujuria que contrataba casi como un deber. Mi madre volvió a desaparecer, pero

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ahora, el débil intento de verla me mitigó el raspón que la diaria visión

del edificio me producía. En un instante me ocurrió que no supe cuál era la situación: si la había visto, si estaba muerta u, otra vez, si nunca

había existido. Cuando tomé conciencia del vacío que eso suponía, lloré

por primera vez, pero sin saber por qué.

El día de la visita, la enfermera que ya conocía, Irene, me llevó hasta ella. Que tal, Clarita, le dijo, acá te traigo a tu hijo ¿cómo se llama

usted?, agregó sin hacer pausa entre una y otra frase. Jorge, le dije y miré a mi madre esperando su reacción. Una leve sonrisa se dibujó en

su cara pero no parecía reflejar alegría por el encuentro o reconocimiento de mi persona. Era una sonrisa ajena al momento que

compartíamos, como si hubiera sido respuesta a otra escena que sólo ella entendía. Jorge, dijo, el doctor que me daba las pastillas rosas. No,

ese era Guillermo y no está más, Clarita, se apresuró a intervenir Irene, este es tu hijo, atendelo, querés, dicho con enojo como si la paciente

estuviera contradiciendo las reglas. Nos dejó solos y nos quedamos uno frente a otro, en silencio. La invité a sentarse en un banco del parque y

obedeció de la misma manera que hubiera reaccionado ante la campana

que llamaba a comer. ¿Se acuerda de mí?, le pregunté resolviendo en la pregunta el dilema que me había planteado momentos antes: si tutearla

o no. Giró sobre sí y me miró con atención. La última vez que nos vimos, continué, yo era un chico de quince, así que cambié mucho, yo

venía con mi padre a visitarla, Indalecio, ¿se acuerda de Indalecio? Sus ojos eran más claros que cómo yo los recordaba, el celeste agrisado que

conservaba mi memoria se había aguado y a uno de ellos los invadía la catarata de manera que la pupila se extendía sin forma hacia la córnea.

Continuó en silencio mirando la greda del sendero. ¿Se acuerda con quién vivía antes de entrar aquí?, le pregunté sin saber si le evocaba

algún sentido. Es que llegué aquí atravesando un mar de niebla, me dijo con los ojos bien abiertos, no veía nada, el ruido de los remos contra el

agua, los murmullos de la gente de otras barcas o quizá de cuerpos que flotaban, días y días de niebla gris, venía de un mundo muy oscuro sin

habitantes, nada, era nada, y llegué, aparecí aquí un día sentada en la

cama de mi cuarto, había luz, oí ruido de autos, los árboles del parque se balanceaban, las aves. Sus ojos me miraron con brillo. ¿Recuerda

cómo se llama? Clarita, me dijo, ¡ay! pero el apellido, ¡cómo acordarse si aquí nunca lo usamos! Aurora, le dije, te llamabas Aurora, mamá.

¡No!, usted está equivocado, nunca nadie me llamó así, y este útero, ¿ve?, palmeándose el vientre, está sin usar, o a lo mejor ni lo tengo.

Nos quedamos nuevamente en silencio. ¿Quién lo mandó a verme?, me dijo con irritación, ¿no lo mandó alguna de las chicas para burlarse de

mí?, hay cada una acá para cuidarse, le digo, pero no se saldrán con la suya, quieren conseguirme novio, pero yo ya tengo. ¿Quién es?, le seguí

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el juego incrédulo. El doctor Rimoldi, por supuesto, por eso ellas me

embroman, pero desde siempre me ha adorado, cuando salí de la niebla, él estaba y empezamos a amarnos.

No había nada que me evocara a mi madre. Aún cuando hubiera estado quince años cercenando su imagen dentro de mí algo habría de

conectarme con esta mujer si realmente era ella. ¿Sería posible que hasta sus gestos mínimos, un brillo fugaz de los ojos, la infinitesimal

inflexión de la voz se hubieran apagado con los años? Recordé una frase que me decía cuando me encontraba abúlico: No seas sangre de

horchata, le dije, y ella comenzó a reír con toda su voz y su cuerpo. Se agitaba y con la mano golpeaba el muslo mientras repetía "sangre de

horchata". Las internas cercanas a nosotros en el parque se contagiaron de la risa y en unos segundos se armó un concierto de carcajadas y

gritos que atrajo a las enfermeras que, golpeando las manos, llamaron al orden. Se acabó la visita, anunció Irene, y sin tener oportunidad de

lograr la atención de Clarita, me fui sin saludarla. Al pasar junto a la enfermera le pregunté por el doctor Rimoldi. Murió hace dos años, me

dijo, aquí lo extrañan.

Se ve que no tengo suficiente tesón para la búsqueda. La

experiencia del encuentro con mi madre me dejó un gusto amargo: ¿por el ambiente del lugar, por las risas hilarantes de las internas, porque no

logré aferrarme a ningún rasgo que me la evocara, por la sensación de que ella vivía en un mundo diferente al mío imposibilitando el

reencuentro? En los días siguientes trabajé en el taller con el rumrum de la culpa, quizá, o el desprecio a mí mismo por mi falta de empeño en

encontrarla. La vida transcurre, me decía, a los treinta y tres años, con todos los vientos que me habían empujado, sin un afecto que me hiciera

sensible, con amigos como meros muñecos que atravesaban sus vidas ajenas, me sentía que había llegado al material de las estatuas,

moldeado para una perpetuidad embalsamada. Si había fantaseado con recobrar el piolín perdido del pasado para insuflarle a mi vida más ganas

de transcurrirla, el fracaso de la entrevista me hundió en una parálisis

que se extendió por unos meses.

Con el mismo impulso no premeditado que me acercó por primera vez al manicomio, me encontré un día sentado frente al escritorio del

director. Le expuse la historia, le dije que no reconocía a la interna que me habían presentado como mi madre y necesitaba que confirmaran

quién de las mujeres que habitaban el lugar correspondía a la ficha de Amanda Aurora Rodríguez. Yo notaba que mi voz revelaba una tensión

que no podía dominar, pero que el hombre supo neutralizar con un hablar calmo y sus argumentos que, aunque me parecían poco sólidos,

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me dejaban sin respuesta. Habló largamente de la transformación de la

personalidad de los pacientes por el avance de la enfermedad. Aquí tratamos de preservarles su integridad física y psíquica, me dijo, pero la

identidad, mire, véala como una membrana transparente que se

desplaza por encima de su mundo psíquico y social y se va acomodando a los relieves que le presenta la vida en esta casa. En muchos casos,

continuó, se producen identificaciones entre las internas o entre éstas y el personal que dejan rasgos perdurables de manera que tienden a

perder sus identidades originales. Admitió, sin embargo, que la enfermera podría haberse equivocado de paciente adjudicándome otra

madre, por decirlo así, y por lo tanto, se mostró dispuesto a solucionar este posible error. Convocó a un cónclave de enfermeras y médicos para

discutir el caso y tuvo la deferencia de invitarme. A pesar de muchas dudas de los participantes finalmente acordaron que una interna, a la

que llamaban La Coca, era la paciente Rodríguez. La atendió siempre Rimoldi, dijo uno de los médicos, y ya se sabe que se perdieron sus

notas y que nunca las volcaba a las historias clínicas de las pacientes, razón por la cual la de mi madre llegaba tan sólo hasta el 2001. Bueno,

dijo el director, ése fue un período de mucho desorden en la institución

al punto que se hizo necesario reemplazar a todo el cuerpo directivo, fue una tormenta administrativa, realmente, que nos generó muchos

inconvenientes, pero tenga la seguridad de que esta paciente es su madre. Me llevaron a verla a La Coca. No era otra que la mujer teñida

de negro que había visto dormitar el primer día. Por cierto, algunos rasgos fisiognómicos se asemejaban a mis recuerdos, aunque su forma

de ser dicharachero y picante, por momentos mordaz, estaba muy lejos de lo que había sido mi madre en los primeros catorce años de mi vida,

y si bien podía aceptar que la institución cambiara su personalidad no creía posible que adquiriera tal habilidad social, rapidez en el habla,

actitud bromista y al mismo tiempo pendenciera que eran características tan opuestas a las de mi madre. Tenía las uñas pintadas y un cuidado

facial que contrastaba con las otras internas. A su vez, me miró las manos y entendí con bochorno que reprobaba la pátina de grasa que me

las cubría y la acumulación de mugre debajo de mis uñas. Ella dijo que

me reconocía, que se acordaba muy bien de mí, pero no acertó ninguna de mis preguntas que le dirigí para confirmar su identidad. No pude

dejar de pensar que representaba un papel ante la mirada atenta y, yo diría sigilosa, de las enfermeras. Me despedí de ella sin dar muestra de

incredulidad. Cuando avanzaba por el parque me crucé con otra interna que venía hacia mí y me miraba fijamente. Aurora, le dije al cruzarme

con ella. Sus ojos se abrillantaron y hasta creo que sonrió, pero siguió de largo con el paso más rápido. Quise seguirla pero Irene se interpuso:

No puede hacer eso, me dijo con enojo, se puede confundir con los nombres y hacerle mucho daño, quizá quiera adoptar ése porque se lo

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dijo usted, aquí todas lo quisieran tener de hijo, o de novio.

Un día Germán pasó por el taller. Te traje una sorpresa, me dijo y

de un bolsillo sacó una fotografía blanco y negro, algo ajada en la que

aparecíamos él y yo a los nueve o diez años, acuclillados, con una pelota entre ambos, y mi madre de pie atrás nuestro inclinándose y

tomándonos de los hombros. Sonreía de manera plena y abierta, y eso me sorprendió porque no encajaba ese gesto en la expresión general de

melancolía que le atribuía mi memoria. Era joven, el pelo recogido, su altura se destacaba aún dada la inclinación de su cuerpo sobre nosotros.

Disimulé ante Germán la conmoción que me produjo encontrarme con una prueba gráfica de que había existido, le hice, nervioso, comentarios

intrascendentes sobre nuestros aspectos, las pullas futboleras que habituábamos, pero traté de soslayar la presencia de ella. Era linda tu

vieja, me dijo él sin sospechar cómo me agujereaba el alma. Asentí sin palabras y cambié de tema. La tarde se licuó en la luz de los tubos

fluorescentes del taller. Ya es hora de cerrar, le dije. Fuimos a tomar una cerveza a un bar, charlamos un rato y nos separamos. Yo me

caminé todo el anochecer y la noche cerrada y un parque extenso y los

andurriales sin detenerme. Por un buen rato no podía contener las lágrimas, y los ojos, la nariz, el ánimo me quedaron con esa sensación

de casa derrumbada como la que se producía en mi niñez entre la angustia, los hipos del llanto y el consuelo manso de mi madre.

Casi sin darme cuenta llegué a las cercanías del manicomio.

Avanzaba por la calle Peirano y me topé con el lateral del edificio que cubría dos tercios de la cuadra. Me detuve. La luz indirecta de los faroles

teñía con una tonalidad mortecina la larga pared jalonada por pequeñas ventanas dispuestas en dos hileras. De las primeras, las más alejadas

de la entrada principal, surgían voces tenues y continuas que mi aprehensión tradujo en quejidos. Por lo poco que conocía el edificio por

dentro, calculé que esas ventanas no pertenecían ni al dormitorio ni a los salones del pabellón que había visitado. Se trataba, en realidad, de

un añadido, una construcción más vieja, quizá un resabio de un edificio

más antiguo, cosa que podía notarse porque la pared era más ancha angostando, en ese tramo, la vereda. No se esforzó mi imaginación para

componer un significado preciso de lo que veía como anomalía: un sector de encierro, quizá de castigo, de aislamiento o en el que los

médicos sometieran a las pacientes a experimentos clandestinos. Me convencí, sin lugar a dudas, que allí estaba la explicación de la

infructuosa búsqueda de mi madre. La imaginé aletargada por la ingestión de múltiples drogas con efectos destructivos de su

personalidad, o quizá cercenados partes de su cerebro con fines de investigación como en los peores relatos de terror. Me quedé esa noche

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en el taller, acomodé unos trapos en el piso pero no pude dormir.

Estuve toda la noche con el ánimo excitado a la espera de la mañana para enfrentar la situación que acababa de descubrir. En mi imaginación

repetí infinidad de veces el encuentro con el director de la institución, mi

denuncia de los hechos que creía innegables y hasta momentos de violencia y actos heroicos e intrépidos de rescate de mi madre.

A primera hora de la mañana me presenté en la recepción. La

oficina estaba vacía. Se acercó el portero y me dijo que todavía no había llegado la empleada. Yo me sentía alterado y mi estado de ánimo

chocaba con su indiferencia. Pregunté por el director, por el vice, el jefe de sala, la jefa de enfermera. No está, fue la respuesta ritual y

monótona ante cada demanda. Mire, le dije, al fondo del edificio, sobre Peirano, hay un sector que no se muestra al público, ¿qué hay ahí? Sí,

claro, me contestó el hombre, es un ala antigua que está en desuso, la verdad, prácticamente destruida, con los cielorrasos caídos, los

revoques sueltos, habría que ponerlo en condiciones, pero. Pero nada, le dije irritado, ahí hay gente, anoche oía quejidos a través de las ventanas

altas. Se echó a reír. Está lleno de gatos, me dijo, y en esta época hay

un montón de gatas en celo, todo el barrio está convulsionado con el griterío que arman, pregúntele a las enfermeras nocturnas, están

hartas, yo mismo que vivo en la otra punta del edificio estoy que enloquezco, iría con un matagatos. No vaya a decirlo por ahí, continuó,

eso es una vergüenza cómo está, si viene una inspección nos echan a todos, no sabe la mugre del lugar.

Me sentía ridículo. La carga emocional de toda la noche se

convirtió en una lengua de agua que no encuentra el cauce para derramarse. Esta teoría conspirativa que me había invadido el ánimo se

levantaba ante mí acusadora. ¿Por qué ponía afuera la desaparición de mi madre? Ella era un hueco dentro mío, un espacio que durante más de

quince años fui despoblando de sus recuerdos, su identidad, las imágenes que escenificaban mi relación con ella. De golpe sentí el

absurdo de sospechar en una trama siniestra que la llevaba a la muerte

cuando era yo quien la había condenado al ostracismo y la desaparición en el único ámbito que creía poder controlar: mis sentimientos.

Descendí los escalones y cuando llegué a la vereda me encontré con el director que bajaba de su auto. Ah, disculpe, a usted lo estuvimos

buscando, varios días, no teníamos forma de comunicarnos, me dijo estriando la frente con arrugas profundas, tengo que darle una noticia

muy triste: murió su mamá, hace diez días más o menos, fue de repente, un paro. Yo no sé qué expresión tenía mientras lo miraba,

pensé incluso cuál sería mi expresión y qué pensaría el médico de mi quietud. Pasaron los días, continuó después de un silencio para que yo

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asimilara la noticia, y tuvimos que enviarla a la morgue, pero ya no está

ahí, nos pidieron que la inhumáramos, y ahora está en el cementerio, en un sector de nichos que pertenece a la institución. Creo que no le di

oportunidad de seguir hablando, ya lo había dicho y sabía que el caso

estaba listo, cerrado del todo, inapelable, escondidas las pruebas, los filamentos de la historia que pudieran vibrar con algún recuerdo, una

presencia recóndita en el tiempo. Sentí que el hueco de mi madre en mi interior se cementaba, una caverna indestructible, un pedazo de nada

que lo arrastraba con un peso abrumador.

Esperé unos días hasta terminar todos los arreglos, pagos, cobros, ventas, en tanto fui destruyendo metódicamente la memoria. No tiré la

fotografía, sin embargo, tal vez para sorprenderme de que hay otro que vivió en mí. Una tarde cerré el taller, le alcancé la llave a Germán, en la

pensión recogí mis bártulos y me fui al puerto. En la naviera que me habían contratado me asignaron el puesto. Miré el mar que me ofrecía la

distancia y el abismo. Me dije que ambas estaban en mi naturaleza, y zarpamos.

---oOo---

El rumor de mi nombre

Por LARREA (seudónimo)

Fernando Villamía Ugarte

España

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"No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es, con certidumbre.

Nadie sabe qué ha venido a hacer en este mundo, a qué corresponden sus actos,

sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre

en el registro de la Luz..." (Leon Bloy)

Todavía estoy débil, y los miembros me responden con una

irritante torpeza. Pero, al menos para distraer la larga soledad, puedo

escribir, puedo continuar con este perplejo recuento de asombros que sólo pretende hacerme entender de forma cabal mi propia situación. Y

es que estoy tan acostumbrado a ser otro, que casi había olvidado que soy dos.

Ahora estoy en la cárcel, una cárcel tan aséptica que no parece

presidio, pero sin duda lo es. Me han alojado en una habitación blanca de aristas hostiles y frías, uno de esos espacios capaces por sí solos de

prohijar la locura. Hay cámaras de circuito cerrado vigilándome para evitar que me suicide. Y vivo en un edificio abrumado por tremendas

medidas de seguridad. Dicen que es para protegerme. Mi caso ha salido en todos los periódicos del mundo, lo han maltratado en la televisión, y

cualquier persona cree saber algo sobre mí. Y, por supuesto, hay mucha gente deseosa de matarme. Me han traído hasta aquí tras un largo viaje

en uno de esos aviones medicalizados. Tengo ochenta y nueve años y

problemas respiratorios, y no podían permitirse que muriera encontrándome bajo su custodia.

Mientras escribo esto, no deja de obsesionarme la idea de que uno

puede contar cualquier cosa, menos su propia vida. Y no es sólo porque la memoria sea el primer grado de la fantasía, ni porque toda vida

contada desde un momento concreto se presente como proyecto o como destino, como simple preparación de un presente dichoso o desgraciado.

No. Es algo más profundo: la constatación de que no somos dueños de nuestra propia vida. Menos aún en mi caso, que quizá tengo dos vidas.

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Mi pretendida primera vida apenas duró veintitrés años, y me parece tan remota, que casi ni la recuerdo. La olvidé tan

minuciosamente, que se me presenta como un confuso borrón de

levísimas anécdotas contadas por otros; algo parecido a la memoria que todos tenemos de nuestra propia infancia, toda ella construida con

recuerdos falsos, o al menos, prestados. Pero es que en todos los recuerdos hay una falsificación radical.

Mis captores no opinan igual. Son fanáticos de la memoria,

apóstoles de lo que ellos llaman la verdad histórica, una especie de ejército contra el olvido. Y me han presentado una biografía sumarísima

y severa, un frío recuento de hechos que con la audacia de los ignorantes se han permitido llamar "mi vida". Están convencidos de que

uno es simplemente lo que hace. Y reducen la vida a los actos cumplidos. No saben que todos llevamos, en lo más profundo de nuestro

vivir, otra vida hecha de la suma de todos los momentos en que renunciamos a un camino, en que desechamos una opción o

conjeturamos otra forma de hacer. Y que esa suma ha ido formando

otro destino tan íntimamente nuestro como el primero, una sangre espectral que bombea nuestros sueños e irriga nuestro corazón con la

misma intensidad de la sangre verdadera. Y que quizá es ese destino rehusado el que más verdaderamente nos contiene.

Para mis captores, los ochenta y nueve años de mi paso por el

mundo caben en estas líneas que han facilitado como nota de prensa:

»"Identificado y detenido el integrante de las SS Totenkopf y responsable de crímenes de guerra y de crímenes contra la humanidad

Víktor Kremenchuk. Natural del oblast de Kiev, el ucraniano Víktor Kremenchuk nació el 26 de marzo de 1920 en Bila Tserkva. Comenzó a

prestar servicios para los alemanes como guardia auxiliar a mediados de

1942 y recibió el número de identificación 1435, así como un uniforme y las armas reglamentarias. Fue destacado al campo de concentración de

Lublin, donde prestó servicios durante seis meses. Poco después fue asignado al Destacamento Especial de las SS en Sobibor, donde

participó en el proceso de exterminio de judíos que constituía la razón de ser del citado campo. El 13 de septiembre de 1943 fue trasladado al

campo de Flossenbürg, donde sirvió hasta el 6 de noviembre de 1944, fecha en que se pierde su pista.

»Entró en Estados Unidos en 1952 en virtud de la Ley sobre

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Personas Desplazadas, adoptando la falsa identidad de John Kerminsky,

bajo la que ha vivido hasta hoy como un pacífico ciudadano y trabajador en el sector de la automoción. En 1958 obtuvo la ciudadanía

estadounidense, que le ha sido retirada. Su identificación y detención se

ha producido en una rocambolesca actuación de los servicios secretos israelíes en colaboración con instancias judiciales y policiales

norteamericanas. Ha sido trasladado en un avión medicalizado a Tel-Aviv, donde se procederá a su enjuiciamiento.

»Kremenchuk pasa así a engrosar la lista de criminales nazis que

han encontrado amparo y una vida normal bajo identidad falsa en el continente americano."

Mi vida reducida a veinte líneas, unos hechos que no admito y un

nombre que desde hace más de sesenta años ya no me contiene. Víktor Kremenchuk. Alguna vez esas palabras quizá me designaron. Y su

mención suscita en mí recuerdos entumecidos, borrosas evocaciones, un

vaho de rememoración. Pero se trata de algo que, en el fondo, no me concierne. Son recuerdos y evocaciones de otro que, si fui yo, ya no soy

yo. Víktor Kremenchuk es el nombre del olvido, el emblema mismo de la desmemoria. Un nombre, una emoción...

Llevo tanto tiempo siendo John Kerminsky, que quizá he olvidado

quién soy en realidad. Con todo, el nombre de Víctor Kremenchuk no me resulta extraño. Es más: quizá me pertenezca. La labor de destitución

de mi identidad anterior fue tan intensa, que del pasado no quedan más que dudas, sombras extrañas que a veces me asaltan, levísimas

epifanías de lo que tal vez pude ser.

Llevo muchos años explorando los borrones de mi memoria, tratando de encontrar una historia cabal en la que hilvanar mi vida. Pero

no logro encontrarla. Siempre hay huecos, siempre hay fisuras. Y mi

vivir tiene el carácter provisional y frágil de la conjetura. Suponiendo que yo sea Víktor Kremenchuk, me enseñaron a olvidarme. Al

abandonar ---si es que abandoné--- Alemania, y antes de ingresar en los Estados Unidos, entré en contacto en Brasil con lo que

eufemísticamente llamaban "grupos pedagógicos". Eran asociaciones que, en una clandestinidad tolerada, acogían, protegían e instruían a

desertores y ex-soldados alemanes, o a antiguos nazis que habían optado por el exilio o, en casos más extremos, por lo que allí se conocía

como "regeneración de identidad".

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Como en los campos, también había secciones especiales. Y a mí -

--¿pero qué contiene ese pronombre?--- me destinaron a una de ellas. Tengo el vago recuerdo de que había una legión de médicos,

psiquiatras, psicólogos, farmacéuticos y demás al frente de los "grupos

pedagógicos". Y que el programa esencial era, como ya he dicho, la destitución de la identidad, la quiebra del yo. Todavía revolotean

caprichosamente en mi cerebro algunas frases que sólo allí pude oír; cosas como "frente a la autonomía aristotélica, el juego de máscaras

nietzscheano", "frente al yo coherente, el yo proteico", sentencias absurdas que no llego a comprender, pero que brotan de algún recodo

de mi memoria con el súbito temblor de lo aprendido en los comienzos.

Trabajábamos para el olvido. Había fármacos que propiciaban la amnesia, terapias que estimulaban la desmemoria, una pedagogía

entera entregada a la preterición. Olvidarse, negarse, rechazarse, eran las consignas claves. Y, para ello, erosionaban la memoria, la destituían.

Padres, madres, hermanos, familia, orígenes, lugares de nacimiento, amigos, escuelas, todo era minuciosamente desbaratado, confundido, o

resueltamente negado. Teníamos que alcanzar la nada completa, el

vacío absoluto. Sólo si éramos nada podíamos llegar a serlo todo. Y poníamos tanto ahínco en ello, que acabamos consiguiéndolo.

El proceso era largo y penoso ---o quizá también es este un

recuerdo falso---. Creo recordar que había fases y grados; sólo cuando alcanzabas un escalón podías pasar al siguiente, como en un círculo de

iniciados. Yo lo conseguí. Si fue así, me negué tan perfectamente, me olvidé tan bien, que el nombre de Víctor Kremenchuk me toca, pero no

me alcanza.

Tras la destitución y el estrago, había quizá un período de silencio. Nos aislaban en una especie de celda monacal durante varios días, tal

vez para familiarizarnos con la ausencia que éramos, con el vacío que nos formaba. Y al cabo de ese tiempo impreciso pero vasto, nos ofrecían

en tres días sucesivos un lema, una consigna y una tríada de nombres.

El primer día deslizaban bajo la puerta una hoja con una expresión latina muy conocida, traducida al alemán: Nomen, numen, que viene a

significar que el nombre es algo más que un nombre, que encierra el espíritu de quien lo lleva. Sobre esa máxima reflexionábamos

veinticuatro horas. Transcurrido ese plazo, se nos hacía llegar un nuevo papel con una única consigna: Dentro de 24 horas, se le entregará un

papel con tres nombres. Elija el que le pertenezca. Y, por último, llegaban los nombres.

No recuerdo los otros dos, porque en cuanto abrí el papel supe ---

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y ese verbo apenas alcanza a describir la clase de conocimiento a que

me refiero--- que mi nombre era John Kerminsky. Cabía tan bien en aquel nombre, que indudablemente estaba hecho para mí, era el mío.

Yo era John Kerminsky. Ese era mi verdadero nombre. Ese soy yo.

Nomen, numen.

La tercera y última fase ---¿pero es todo esto cierto?--- era la más sutil y delicada. Consistía en la inserción de sueños, recuerdos, afectos y

deseos en el sujeto que había elegido ya su nombre. La fase culminante de la regeneración de identidad. Ser uno mismo, reconocerse.

Identificarse. Yo era John Kerminsky. Tenía padres y pasado, un lugar de nacimiento con testigos, una colección de anécdotas de la niñez y

recuerdos del colegio, nombres de colegas, un primer amor con cola de caballo, un abuelo que me quería tanto, lo que tiene todo el mundo...

Tenía memoria, "que es el lugar en que de veras acontecen los hechos". Y con ese bagaje me fui a los Estados Unidos.

Al principio no fue fácil ser John Kerminsky. El aprendizaje había

sido perfecto y la identidad se había soldado a mi vida de manera tan

acabada que se confundía con ella. Pero pronto descubrí pequeños desajustes, errores sin importancia. Mi comportamiento externo era el

típico de Kerminsky. Trabajaba con el denuedo y la aplicación que se esperaba de un pobre exiliado acogido en los Estados Unidos, y actuaba

con la discreción de que John había hecho gala toda su vida. Moderado hasta la austeridad, circunspecto hasta la timidez, vivía en esa medianía

que linda con el anonimato. Y esa era la más profunda vocación de Kerminsky: pasar desapercibido. He sido y soy John Kerminsky con una

profesionalidad absoluta, sin fatigas ni desalientos. Cierto es que, a veces, me sorprendían gestos bruscos y contestaciones ásperas que, de

ninguna manera, podían pertenecer a Kerminsky, y tal vez procedían del sujeto que fui y que pretenden identificar con Víktor Kremenchuk.

Alguna mañana, al afeitarme, me asomaba al espejo y creía entrever entre los rasgos de siempre la silueta imposible de un rostro más

castigado por la desdicha, o de unos ojos magullados por la luz del

desaliento. Pero, en general, se trataba de intrusiones tolerables que podía controlar, y apenas me molestaban.

Lo perturbador eran los sueños. Estaba seguro de que aquellos

sueños no podían ser propios de Kerminsky, no formaban parte de las expectativas apacibles de su mundo. Eran, sin duda, ensoñaciones

intrusas, los sueños de otro que se habían alojado como parásitos terribles en la vida de Kerminsky, en mi vida. Sueños sin explicación, sin

el menor contacto con las coordenadas de mi propio vivir. No tenían la naturaleza de sueños dictados por una personalidad autoritaria y

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dominante, no se trataba de sueños impuestos por alguien. Los

segregaba de forma espontánea mi propia conciencia, pero en el momento mismo de soñarlos tenía la seguridad de que no eran míos, de

que estaba soñando los sueños de otro.

Sobre todo, había uno que se repetía con pasmosa frecuencia, y

que invariablemente terminaba por despertarme sobrecogido de miedo y de belleza, tiritando como un niño que se debate entre el espanto y la

fascinación. Siempre empezaba igual. En medio de una bruma para la que no había cabal explicación, yo adivinaba la silueta lejana de una

mujer. Iba vestida de un blanco evanescente en una atmósfera que siempre parecía a punto también de deshacerse. Una mujer frágil en un

mundo precario. La seguía embelesado y, según iba acercándome, me veía envuelto en un olor sobrenatural, una especie de perfume que tenía

efectos balsámicos en mi vida y parecía reconciliarme con el mundo. Ignoro si el olor es una propiedad de los ángeles, pero si lo es, el suyo

tiene que ser sin duda el mismo de aquel sueño. Cada vez aceleraba más el paso, porque deseaba vislumbrar el rostro de la mujer. Corría y

corría hasta alcanzarla y, en el momento de sobrepasarla, me daba la

vuelta y la miraba. Nunca conseguía ver nada. No es que no tuviera rostro, pero yo no lo veía, como si su contemplación no me estuviera

todavía permitida. Y mientras miraba obstinado al rostro que no veía, oía su voz, y sólo oírla constituía ya un percance. Era una voz con

manos, una voz que acariciaba por dentro, una voz que conocía todos los recodos de la sensualidad y la gramática viva de la imposición. Una

voz que obligaba a la obediencia y, al mismo tiempo, la suscitaba como deseo. Y aquella voz no decía mi nombre, pero sin duda me llamaba. De

una forma imperiosa me llamaba sin decir mi nombre.

En ese momento siempre me despertaba con una pluma acariciándome el oído y una rabiosa decepción tronándome en el pecho.

Y al despertar, sentía un huésped dentro de mí, alguien que estaba en mi cuerpo y que, siendo en el fondo yo, sin embargo me negaba. Tenía

que encender la luz y beber un sorbo de agua para reconquistar la

calma y volver a ser quien soy: John Kerminsky, un John Kerminsky todavía mojado por las babas del sueño, aturdido aún por la resaca del

estupor, pero John Kerminsky al fin.

Todo ello me perturbaba, pero no me descomponía. Eran fallos de los "grupos pedagógicos" debidos tal vez a la premura con que se debía

trabajar, o a la imposibilidad de controlar el proceso hasta sus últimos detalles. Quizá también había personalidades más difíciles de tratar,

reductos indómitos de identidad que se resistían a ser sofocados y dejaban en la nueva identidad un conato de rebelión, un pugnaz

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esfuerzo por mostrarse y recobrar la carne que las contuviera. No sé. En

todo caso, mi entrenamiento había sido pluscuamperfecto. Tenía todas las respuestas para todas las preguntas. No titubeaba jamás. Nunca

respondía a solicitación alguna que no contuviera mi nombre. Si alguien

reclamaba mi atención con un silbido, una palmada o un nombre que no me correspondiera, jamás me daba la vuelta. Estaba entrenado para ser

sólo John, nada más que John y responder a mi propio nombre. Y me encantaba oírlo en boca de los demás. Cuando mis amigos me llamaban

por mi nombre, no sólo me sentía reconocido, sino potenciado. Cuando mi mujer, en medio de la noche, me llamaba John, yo experimentaba

algo así como un profundo rescate, una forma de salvación. Incluso cuando mis hijos, de pequeños, todavía confusos, en lugar de llamarme

papá me llamaban por mi nombre de pila, encontraba una rara felicidad en su mera pronunciación. La profunda alegría de nombrar, de ser en el

propio nombre. Y, sin embargo, nunca olvidaba las cautelas.

Por eso mismo, no acabo de entender el proceso que ha llevado a mis captores a mi identificación, primero, y a mi inmediata detención

después. No logro comprender qué forma de debilidad, qué capricho de

desatención me hizo caer en una trampa tan sencilla como eficaz. Necesito contarlo una y otra vez, para ver si repitiéndomelo alcanzo a

comprenderlo.

Como un regalo diabólico, todo ocurrió el día de mi cumpleaños, el 26 de marzo de 2009. Era mi... Son tantos los años, que hasta he

olvidado el ordinal que servía para designarlos. Ochenta y nueve años. Estaba contento de haberlos alcanzado, a pesar de las penalidades de

toda una vida y de los problemas respiratorios que cada vez me afligían de manera más aguda. Y me apetecía celebrarlos. Había venido toda la

familia (hijos, nietos, nueras, primos y demás), y también numerosos amigos y vecinos, y amigos de mis hijos y qué sé yo. Se contaron hasta

setenta y siete invitados, a algunos de los cuales ni siquiera de vista conocía. Pero todos se mostraron encantadores. Me felicitaron de uno en

uno, y quien más, quien menos, todos acababan aludiendo a la

conveniencia de acabar con la superstición de los números redondos; que había que celebrar los ochenta y siete o los ochenta y nueve igual o

más que los noventa, decían. En el fondo, creo que todos abrigaban el temor de que quizá no llegara a los noventa, pero igualmente les

agradecía su presencia y su felicitación.

La comida fue extraordinaria; la diversión, igual. Y en ningún momento me asaltaron pensamientos negativos acerca del ya próximo e

inevitable final. La muerte estuvo de vacaciones el 26 de marzo.

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Llegó el momento de la tarta de cumpleaños. Fueron

misericordiosos conmigo, y sólo hube de soplar una vela que simbolizaba toda mi vida. La apagué con el escaso resuello que todavía

aliento. Y fueron los vítores y las canciones, el inevitable Happy

Birthday, y la legión de besos, sonrisas y abrazos. Hubo algunos discursos de circunstancias, algunas palabras verdaderamente

conmovidas y conmovedoras, algunas lágrimas de emoción. Ann, mi mujer, me daba la mano todo el tiempo recordándome que allí estaban,

como siempre, su compañía y su protección. Y yo escuchaba y asentía, agradecido, a la letanía de elogios y bromas que entonces se

desencadenó.

Luego varias voces reclamaron silencio, y se creó una penumbra expectante en espera de mi discurso. Yo estaba preparando mis

palabras e intentando controlar mi desbocada respiración. Había tenido la precaución de tomar algunas notas en un papel y me estaba poniendo

las gafas para poder echarles un vistazo durante la breve alocución. Me disponía a comenzar, y fue entonces cuando sonó, justo detrás de mí:

---¡Víktor!

Se me cayó el papel, y ya no pude hablar, sobrecogido por el presentimiento de una presencia tan turbadora como amenazante. Era

su voz; exactamente la misma voz de la muchacha de blanco que pisaba mi sueño. La voz imperiosa y suasoria de la muchacha sin rostro. Tal

vez ---ahora lo advierto--- estuviera un poco más gastada, como si una suerte de óxido la hiciera tropezar en la R final. Quizá también dejara

adivinar una lenta fatiga en el hablar, un principio de temblor, la irreparable herida del tiempo en la dicción. Pero seguía siendo su voz, la

voz con grumos de sueño: la misma ronquera soñadora, el mismo efluvio sensual que parecía apoderarse de mi sangre y dictar la cadencia

de sus pulsos, la misma emoción furtiva agazapada en su sonoridad. Me quité las gafas. Ya no podía más.

Y me di la vuelta.

»EE UU detiene a uno de los mayores criminales nazis para deportarlo

»Yolanda Arce. Washington, 27-03-2009

»Agentes de inmigración de EE UU sacaron en la mañana de ayer

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de su casa en Detroit, a John Kerminsky ---nacido Víktor Kremenchuk

hace 89 años en Kiev Oblast, Ucrania---, donde vivía en la actualidad bajo el disfraz de un mecánico jubilado. Estaba prevista su deportación

inmediata a Israel, para ser juzgado bajo la acusación de haber

participado en 1943 en el asesinato de 29.000 judíos internados en el campo de concentración de Sobibor, en Polonia.

»La detención se produjo durante la fiesta de celebración del

octogésimo noveno cumpleaños de Kremenchuk. Aunque las sospechas y denuncias en torno a la identidad del ciudadano americano John

Kerminsky eran abrumadoras, nunca se había podido probar que su identidad correpondiese a la del nazi ucraniano Víktor Kremenchuk.

»Ayer, tras una larguísima operación del Mossad (Servicios

secretos israelíes) en colaboración con el Departamento Federal de Inmigración de los EEUU, pudo establecerse dicha identidad.

»La operación recuerda a las grandes películas de espionaje de los

años 50. Los servicios secretos israelíes consiguieron averiguar el

paradero de Uliana Tymoshenko, antigua novia de Kremenchuk, de 87 años de edad y residente en Lvov. Obtuvieron una grabación de su voz

en la que apareciera el nombre de Kremenchuk y la emplearon para obligar a éste último a desvelar y admitir su verdadera identidad.

»Aunque los detalles precisos de la operación no se han dado a

conocer, algunos de los asistentes a la fiesta de cumpleaños aseguran que los agentes buscaron un momento especialmente emotivo para

hacer oír la grabación y que el detenido no pudo contener la emoción al sentirse interpelado por la voz de Uliana, quedando así

desenmascarado.

»Los familiares de Kremenchuk ya han manifestado su intención de presentar denuncia contra el procedimiento empleado, y han acusado

a las autoridades de crueldad innecesaria.

---oOo---

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La venganza de los que perdonan

Por TAMBERETIi (seudónimo)

Jorge Majfud

Estados Unidos

Cuando llegó al aeropuerto de Carrasco lo sorprendió gratamente

el nuevo edificio. El país había olvidado la crisis y trataba de reflejar su reciente prosperidad económica en un aeropuerto pequeño pero con

rasgos ultramodernos, sin nada que envidiarle a los monstruos de Estados Unidos y Japón.

Apenas tomó un taxi y fue entrando vertiginosamente en el caos

de Montevideo, pensó que tal vez el país no había cambiado tanto en los últimos años. Las líneas de las calles todavía aparecían algo borrosas o

desdibujadas; los conductores tocaban la bocina sin necesidad e insultaban para sí mismos o gritaban algún improperio por la ventanilla

antes de darse a la fuga.

Con el correr de la semana comprobó que las cosas habían

cambiado mucho y muy poco. Las diferencias entre ricos y pobres seguían siendo latinoamericanas aunque, medidos en términos

monetarios, los ricos eran ahora mucho más ricos y los pobres algo menos pobres. Después de cien años de gobiernos conservadores, de

una larga democracia y unas pocas dictaduras, los uruguayos vivían la discutida utopía de un gobierno formado por ex guerrilleros.

La victoria en las últimas elecciones de un presidente tupamaro lo

había dejado indiferente. Desde niño había aprendido a despreciar el peligro de las ideas demasiado elaboradas sobre la sociedad y por sí

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mismo había descubierto que las utopías no se matan; se suicidan. Y un

triunfo en las elecciones era lo peor que le podía pasar a aquellos locos de los sesentas que habían dejado de imaginar un mundo perfecto para

tratar de evitar la catástrofe.

Curiosamente, lo que más había amargado a Santiago en toda su

estadía en Estados Unidos había sido la noticia sobre el plebiscito de 2009 en Uruguay, cuando el pueblo ratificó, con una mayoría de

abstenciones, la vieja ley que protegía y mantenía impunes a los asesinos de la pasada dictadura militar. Se amargó secretamente

porque nunca tuvo el valor de reconocer, ante sus amigos y ante su familia, que conservaba una rabia secreta e inexplicable por aquellos

años de los cuales casi no tenía memoria. Así que no agregó más nada cuando Paulina le escribió desde Montevideo comentando la noticia y

felicitando al pueblo uruguayo por la sabiduría de mantener la paz y la democracia que tanto había costado recuperar, pese a la romántica

estupidez de elegir como presidente a un viejo guerrillero que vivía en una cueva plantando flores.

Tuvo la suerte de entrar en el Hospital Americano, aunque a nadie sorprendió. Las instituciones médicas más importantes (el Británico, el

Italiano y la Española) se lo habían disputado, pero el Americano fue el que ofreció mejor paga y ciertas condiciones para llevar adelante los

proyectos que traía en mente desde mucho antes de recibir su Ph. D. en Emory University.

Paulina estaba esperanzada con el reencuentro. Aquella especie de

exilio académico había madurado al joven médico.

Sus padres estaban orgullosos. Habían rescatado a Santiago de una familia disfuncional de Artigas, marcada por una cultura rural de

violencia domestica y probablemente por el abuso de su padre, lo que había dejado en Santiago una conducta agresiva y del todo inapropiada.

Desde los cuatro años había manifestado un comportamiento que iba

más allá de las clásicas rabietas que tienen los niños a su edad. Cuando entró al kindergarten todavía tenía ataques de rabia y en la escuela tuvo

una época en que les tocaba las nalgas a sus compañeritas, lo que provocó el escándalo de sus maestras y una expulsión por mala

conducta. Sus padres adoptivos lo cambiaron a un internado católico y el psicólogo confirmó las sospechas sobre los malos hábitos de sus

progenitores, razón por la cual habían perdido la patria potestad. A los diez años ya era un niño normal y laborioso. Había superado

milagrosamente los ataques de asma y desde entonces se destacó por ser siempre el mejor alumno de la clase y por no involucrarse nunca en

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política, ni siquiera en los años ochenta, cuando el país recuperó la

democracia, ni en los noventa, cuando entró en la universidad.

En resumen, Santiago se sentía en toda su plenitud a su regreso.

Llegaba cargado de proyectos y de otras inquietudes que no alcanzaba a racionalizar. Los sábados recorría las zonas de la Costa de Oro y los

domingos daba una vuelta más breve por los barrios de Montevideo. Menos conocidos o desconocidos completamente, a no ser por las

crónicas policiales, las zonas periféricas y las más antiguas del centro permanecían como parte del inconsciente colectivo, reprimido, pensaba

Santiago, mientras los lujosos y pulcros apartamentos de la costa ofrecían al mundo y a sus propios pobladores el mejor rostro de la

ciudad.

Un día lunes le derivaron a su consultorio un paciente de 69 años. El hombre (el que luego de escuchar su nombre completo dijo que los

amigos lo llamaban Bebe y los vecinos coronel Ruiz Díaz o simplemente Coronel) no revelaba síntomas graves en su aspecto físico. Por el

contrario, una risa blanquísima, recién restaurada, un físico

acostumbrado al ejercicio moderado, mostraban un hombre mayor, algo encorvado, pero del todo saludable. Excepto por la obstrucción

coronaria.

Mientras Santiago afinaba su diagnóstico, Bebe elogiaba la pulcritud y el espacio de su consultorio. En su tiempo, el Hospital Militar

era más bien oscuro, los consultorios no olían a velas frutales y los médicos no vestían tan elegantemente.

Santiago casi no sacaba la mirada de los análisis mientras

hablaba. Don Bebe le detalló todas sus preferencias por el ejercicio matinal; por la comida sana y el whisky etiqueta negra; por una vida

sexual muy activa sin necesidad alguna de viagra, aunque a su edad ya había dejado de comer fuera de casa con cierta frecuencia; por los

paseos por la rambla de Pocitos casi todas las tardes, de cinco a seis y

media. Se extendió detallando sobre su tristeza por la decadencia de la sociedad desde que los marxistas habían tomado el gobierno, esta vez

de forma legal, eso no lo cuestionaba, porque las elecciones son elecciones y hay que respetarlas, pero sin duda valiéndose de las

mentiras de siempre...

Cuando Santiago le dijo que la operación era inevitable, don Bebe se sorprendió. Abrió los ojos y enseguida apretó las cejas en signo de

consulta.

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---¿Cómo que tengo que operarme, doctor?

---No hay otra. Tiene la aorta obstruida y hay que reemplazarla

por una de cerdo.

---¿Una de cerdo?

---Sí. ¿Por qué se sorprende? Seguro que conoce a alguien que se

ha operado del corazón.

---Sí, sí. Conozco a varios. Es como una plaga. Ahora todo el mundo se opera del corazón. Antes no era así.

---No todo el mundo. Y antes la gente simplemente se moría de

un infarto. Eso es lo que vamos a evitar con una intervención a tiempo. Mejorará su calidad de vida. Usted cree que está sano, pero tiene ese

problema ahí y no se va haciendo ejercicio. Hay que operar.

---Así que de ahí me viene ese cansancio cuando camino... ¿no,

doctor?

---No lo dude. Usted es una persona que siempre ha hecho ejercicio y vida saludable. No hay razones para cansarse caminando por

la rambla.

Don Bebe dijo que lo iba a pensar, que debía discutirlo con Carmencita, su esposa, y con sus tres hijos. El riesgo era muy bajo, casi

nadie se moría hoy en día por una operación al corazón. Pero siempre había casos para rellenar ese cinco por ciento de fatalidades. Además la

sola idea de que le abrirían el pecho de arriba abajo para sacarle el corazón como en un rito azteca lo aterrorizaba.

Por unanimidad, la familia de don Bebe era partidaria de la

operación, así que el paciente no encontró más excusas, aunque dilató

la fecha de la intervención mientras pudo.

Una mañana de frío se sintió mal y lo llevaron al hospital de emergencia. Llegó con un pre infarto. Santiago lo atendió hasta que se

recuperó. Una vez más, los hechos le habían dado la razón al joven médico. Por entonces, su fama se había extendido por todo el sanatorio

y más allá entre sus colegas y nuevos pacientes. Carmencita, la esposa de don Bebe, lo había invitado repetidas veces a tomar el té a su casa

de Carrasco, para que conociera a su hija a quien le faltaban solo dos materias para recibirse de pediatra. Pero Santiago había acudido

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repetidas veces a la excusa de su oficio, que no tenía horarios ni

descanso.

Carmencita había hecho campaña psicológica para que su marido

se operase y le había prometido unas vacaciones en Miami.

---¿Ha estado usted en Miami? ---le preguntó a Santiago.

---Sí, muchas veces.

---Nosotros no conocemos Estados Unidos ---se quejó Carmencita---, ¿puede creerlo? Un militar de carrera como mi esposo, que siempre

luchó por los valores de la democracia en la época de los revoltosos, nunca quiso ir a Estados Unidos. Dice que no sabe una palabra de

inglés, pero a mí me parece que es sólo una excusa.

---No necesita saber inglés para visitar Estados Unidos ---dijo Santiago---. Además, en Miami la mayoría de la gente habla español.

---Claro que sí. Imagínese, allí están los exiliados del régimen de Castro. Mi esposo tendría mucho para conversar con cualquiera de ellos.

¿Viste, Bebe, lo que dijo el doctor? En Miami casi todos hablan español.

Bebe hizo una mueca. Carmencita continuó con su trabajo habitual:

---No nos vamos a morir sin conocer Miami. A Europa ya fuimos.

Me queda esa materia pendiente de Miami. O Nueva York, ¿por qué no? Después que te operes nos vamos. Y no se discute más, como te gusta

decir a vos. No hay más excusas con el idioma. ¿Me entendiste, viejo?

---Me voy a operar, pero no voy a ir a Estados Unidos. Sólo de pensar que tengo que pasar por todos esas investigaciones para que te

den una puta visa me pega en el forro de las bolas. Los yanquis se creen

la flor y nata del mundo y no son más que unos traidores. Te usan y luego te tiran como un perro. No tienen coherencia, porque mientras

unos defienden la libertad, otros marxistas se amparan en esa farsa de "país de leyes" para meter a la cárcel al mismo Rambo. Pero se olvidan

de todas las leyes cuando Rambo está haciendo lo que tiene que hacer. No, no, señor. Prefiero disfrutar mis últimos días entre mi gente, aquí,

en el paisito, que bien merecido me lo tengo después de servir toda una vida a la patria.

---¡Aleluya! Al menos te vas a operar, viejo. Eso ya es mucho en

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un cascarrabias terco como vos...

La operación estaba programada para el viernes 20 de mayo, pero

el coronel la suspendió a último momento. Dijo que tenía "un partido

muy importante" ese día, lo que desconcertó a todos. Pero nadie se atrevió a inquirirlo directamente y prefirieron especular sobre las

actividades profesionales del coronel, todavía muy importantes y reservadas a pesar de que estaba retirado. Al coronel también le

agradaba mantener cierto aire de misterio a su alrededor. Un sobrino bromeó que, por un momento en su vida, el coronel mostraba signos de

debilidad. Alguien se lo dijo, pero él se rio de costado, como era su costumbre cuando sabía la respuesta pero prefería no contestar.

Así que finalmente la operación fue el viernes 3 de junio. La sala

de espera se llenó de familiares y amigos en uniforme y el paciente les demostró a todos, en medio de bromas y risas, que no le tenía miedo a

la operación ni a la muerte.

Apenas el anestesista había regulado la dosis que comenzaba a

gotear, el doctor Santiago Zabala le pidió al anestesista y a los asistentes que lo dejaran solo con el paciente para confirmar su estado

psicológico antes de la intervención. Los asistentes no entendieron a qué se refría pero obedecieron al pedido, más movidos por el prestigio del

cardiólogo que por la regularidad del proceso.

Don Bebe inclinó la cabeza y le preguntó si todo estaba bien. Santiago confirmó:

---Todo está muy bien. En unas horas usted estará mucho mejor

aún.

---Estoy en sus manos, doctor. Confío en su ciencia.

---No lo dude. ¿Cómo se siente?

---Muy bien, algo más relajado. Es como si recién me hubiese

tomado un whisquito. Uno se siente muy bien, poco a poco.

---Sí, es algo así. Antes, cuando no había anestesia, se amputaban piernas con bastante whisky. La anestesia no sólo relaja sino

que también ayuda la memoria a liberarse de los recuerdos más antiguos. ¿No recuerda nada de su infancia?

---Sí, sí... recuerdo clarito un caballo que me regaló el viejo para

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un cumpleaños, en Rivera. En realidad era un poni, pero para mí era

enorme... Hasta recuerdo el olor a caballo y a madreselva.

---¿Se cayó alguna vez del caballo?

---Me caí y fui a dar con la cara en un matorral de madreselvas.

---¿De ahí le viene esa cicatriz en el músculo trapecio?

---¿Músculo trapecio?

---La cicatriz con forma de zeta.

---Ah, sí, ésta, aquí al lado del cuello...

---Sí, esa misma.

---No, esa, me la hice tratando de cruzar un alambrado de púa en

un entrenamiento. Una púa de mierda, herrumbrada... se enganchó en

la piel y como si fuese un anzuelo de pescar no se quería soltar. Y yo, por el dolor, tiré del alambre para desenganchármelo y me rasgué la

piel y la carne en un tajo terrible que después costó curar. Por la infección, ¿sabe? Lo peor fue que me desmayé del dolor... Estaba en mi

primer año en el ejército y los más veteranos me tomaron el pelo por un año. Tuve que esperar a que llegara la nueva camada de novatos para

hacerme de algún respeto... En esa época la pase mal, pero ahora recuerdo todo eso y me parece fantástico. ¿Puede creer?

---Es la anestesia. Hace que uno se sienta bien hasta con los

peores recuerdos.

---Así es, doctor...

---Yo también recuerdo esa cicatriz. Con otra igual atravesada

tendría usted una perfecta cruz gamada como tatuaje.

Don Bebe inclinó la cabeza y miró al doctor con ojos borrachos pero que todavía revelaban asombro.

---Nunca olvidé esa cicatriz ---continuó Santiago---. Mis padres

tenían una chacra en Artigas o en Rivera. Cuando llegaron dos jeep del ejército, mi madre corrió a la cocina. Tengo imágenes fragmentadas.

Fracturadas. Cosas de chicos. Luego recuerdo que los soldados tomaron a mi padre por los brazos y lo ataron por el pecho con una soga muy

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gruesa. Mi madre intentó intervenir pero uno de ellos la arrastró de

nuevo hacia la casa. Recuerdo a mi padre siendo arrostrado por el campo seco, detrás de un caballo como si fuese un arado. Por mucho

tiempo pensé que mi padre debió preocuparse más por agarrarse fuerte

de la soga que por las piedras y las espinas que rasgaban su cuerpo. Si se soltaba de la soga moría por asfixia. ¿Sabe que Jesús murió por

asfixia? Esa era la muerte de los crucificados en los tiempos del antiguo Imperio Romano. Los músculos de los brazos se agotaban, y al

relajarse, el cuerpo colgaba e impedía respirar al reo. Ironías de la historia: hace un tiempo hice un breve research y concluí que el Che

Guevara, el revoltoso asesinado por el imperio de la época, también murió de asfixia, sin duda ahogado en su propia sangre... Todavía

retumban desde alguna parte de mi memoria los gritos de mi madre. Yo estaba en el galpón, en un cajón de frutas muy alto donde ponían

huevos las gallinas. Desde allí pude ver cómo se llevaban primero a mi padre y después a mi madre. La subieron a un jeep, casi desnuda. Por

último, los dos soldados que quedaban registraron todo, casa y galpón, hasta que me descubrieron escondido allí. No recuerdo haber llorado

nunca. Sólo recuerdo que uno me tomó de un brazo y me llevó en el

jeep que quedaba. Me llevaba agarrado con fuerza de los pelos de la nuca, mientras yo intentaba romper esa cicatriz con forma de zeta. Y la

cicatriz no se abría. Mis uñas resbalaban sobre la piel sudorosa.

Don Bebe escuchaba con los ojos abiertos, llenos de terror.

---Ahora, coronel, dígame dónde están...

---No sé de qué habla...

---Coronel, le queda poco tiempo. La anestesia está haciendo efecto. Usted recuerda perfectamente ese momento. Usted me entregó

a la familia Zabala Méndez. Mire que yo quiero a mis padres postizos, pero más quiero saber donde están mis verdaderos padres. Quiero

saber mi nombre, mi primer nombre. ¿Tal vez me llamaba Karl o

Camilo? ¿Cómo me llamaba yo antes de llamarme Santiago Zabala?

---No sé de qué habla.

---Míreme bien. Le quedan pocos minutos para tomar la decisión más importante de su vida.

---¿Me está amenazando...?

---Sí.

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El coronel miró al doctor a los ojos, con ojos pavorosos a pesar de la borrachera de la anestesia.

---Está bien... ---dijo finalmente--- está bien. No se altere. Le diré todo. De todas formas la ley me protege... Yo entregué al niño... es

decir, lo entregué a usted a los Zabala. Los Zabala vivían en Buenos Aires y estaban en una lista de espera, pero eran muy amigos del

general Máximo Monzalvo... Entre las preferencias habían marcado "rubio", porque eran más inteligentes y la adopción levantaría menos

sospechas, y... en la zona todos sabían que aquella familia tenía un hijo comunista, producto de la mala influencia de una estudiante que conoció

en la facultad de medicina... anarquista y acostumbrada a la buena vida de la capital... Necesitábamos más pistas sobre tres tupas fugados

que... intentaban cruzar la frontera... Llevé a la parejita al cuartel de Rivera y los interrogué yo mismo. Dos pendejos de veintipocos años...

Usé los métodos habituales, pero había un soldado que no sabía medir la fuerza de los golpes... Cuando el niño se quedó sin padres me dio

pena y yo mismo me ofrecí a llevarlo a Buenos Aires. Aquel viaje en

1975 fue un infierno. Pero llegamos y tuve que ocultarles a los Zabala que el niño sufría de asma... Los Zabala, una excelente familia... Yo sólo

cumplía órdenes...

---¿También cumplía ordenes cuando le apretó los testículos a mi padre y lo mandó arrastrar por el campo antes de tirarlo como un

animal moribundo sobre el jeep, eh? Mi padre estaba amarrado y usted tenía otros hombres armados de su lado. ¿Eso era lo que aprendían en

el ejército sobre cómo ser hombres de verdad? ¿También cumplía órdenes cuando le tocó el culo a mi madre y dijo que la reservaran para

el coronel...? Pero entonces usted debía ser apenas un teniente de cuarta y la manoseó un poquito antes de dejársela a su superior,

¿verdad? Porque usted ya era libidinoso pero más podía su sentido de la alcahuetería. Disculpe si soy injusto; por entonces yo tendría apenas

tres años, más o menos. Así que esto último lo deduzco de una sola

imagen, de la imagen de una mujer, más precisamente de mi madre, siendo arrastrada hacia el jeep con los senos descubiertos, entre una

fiesta de iguales como usted. Y como todavía la ley los protege y los protegerá hasta que se mueran (¿o cree que no me di cuenta que

estaba tan preocupado por la votación en el parlamento, el 20 de mayo?), porque siempre hay descuento para criminales mayoristas, no

me queda otra que seguir especulando sobre hechos fragmentados que conservo como trozos de vidrio dentro del pecho. Ahora dígame,

coronel, ¿qué hicieron después? ¿Toda esa humillación no era suficiente que además tuvieron que torturarlos y desaparecerlos, para que no

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haya rastros, no? Dígame, dígame, hijo de puta... No se duerma ahora.

Todavía le quedan unos minutos...

Santiago le palmeó la cara varias veces, pero el paciente parecía

no responder. Fue la primera vez que procedía sin cálculo y cometió el mayor error de su vida. No debió perder tantos segundos cruciales

descargando su rabia. El coronel estuvo a punto de revelarle dónde habían enterrado a sus padres pero no le dio tiempo. No podía estar

fingiendo. La anestesia se lo llevó a un sueño profundo. Tal vez a ese momento en que el teniente, en sus treinta y pocos años y en su mejor

estado físico, había sometido a María Ocampo en la cocina ---Santiago nunca sabrá que su apellido era Ocampo y que su madre se llamaba

María---, un poco a la fuerza y un poco prometiéndole piedad para su esposo. Luego supo que María se había dejado violar porque sabía que

su hijo andaba escondido en alguna parte del galpón. El marido había reventado antes de lo que pensaban. No en el campo sino en el cuartel.

Don Bebe, que por entonces era teniente, había escuchado las puteadas del general Máximo Monzalvo que decía que estos milicos de mierda no

habían aprendido nada en la Escuela de las Américas, que para

apremios severos estaban los médicos que controlaban hasta dónde se le podía dar a un detenido antes de que reventara. Así que tanto la

mujer como el esposo reventaron en manos de inexpertos, sin revelar nada, ni siquiera uno de esos nombres de amigos que inventan los

detenidos para zafarse de la picana. La hembra (un desperdicio, dijo el general, con esos ojos azules y esas tetas en su flor y gritando por su

cría en lugar de aflojarse y colaborar) murió de un paro cardíaco. Al menos eso es lo que le dijeron al Bebe antes de asignarle una misión

menor. Carmencita no lo sabía, pero dos de sus amigos retirados guardaban el secreto como dos tumbas.

A las seis menos cuarto el doctor Santiago Zabala se presentó en

la sala de espera y anunció que la operación había sido un éxito. La primera en abrazarlo fue Carmencita. Luego sus tres hijos y los

compañeros de armas, los más jóvenes en uniforme.

Agotado después de varias horas de tensa concentración, Santiago

(mejor dicho, ese otro que ahora no sabía su nombre) salió a caminar por la rambla costanera. Sabía que nunca se encontraría con el coronel

caminado por allí, pero por lo menos ahora sabía que lo que había sido una pesadilla obsesiva durante toda su vida era su memoria de niño que

se resistía a olvidar. Casi no tenía ningún dato nuevo; sólo confirmaciones. La verdad se había abierto paso a través de la locura

colectiva y seguramente moriría muda con él y con el coronel. Una extraña complicidad con el asesino de sus padres se había establecido

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desde entonces entre el laberinto de personas ("de votantes, de jueces",

pensó) que iban y venían inadvertidas por la rambla.

Don Bebe tuvo una recuperación normal. Sin embargo, dijo su

esposa, ya no fue el mismo. Había perdido el gusto del ejercicio y casi no salía a caminar por la rampla, a no ser en horas inapropiadas. El

doctor Santiago le dijo que era normal en muchos pacientes operados del corazón, cierta depresión fácilmente controlable con la medicación

que le había dado. La hija del coronel, que estaba por recibirse de pediatra, lo confirmó. Lo importante, dijo el doctor, era que su

expectativa de vida ahora se había prolongado por lo menos veinte o veinticinco años.

Fue exactamente lo que le dijo a don Bebe apenas abrió los ojos y

don Bebe le preguntó por qué estaba vivo. La dijo que no se imaginara que la operación había sido un éxito porque el doctor era un hombre

bueno. Por el contrario, estaba seguro que el coronel nunca le diría dónde estaban los huesos de sus padres y que no habría justicia ni

referéndum nacional ni retorcidas votaciones en el parlamento que lo

obligase a confesar.

---La justicia que tarda no llega ---dijo el doctor.

Y dijo que había decidido hacer su mejor trabajo para que viviera, para que viviera mucho. Porque, a diferencia de don Bebe y de su

esposa Carmencita, el doctor no creía en el infierno y tampoco creía ya en la justicia.

Así que eso era lo peor que le podía pasar al coronel, que viviera,

que viviera mucho, recordando lo que nunca iba a confesar, maldiciendo a aquel hijo de puta por cada nuevo día de vida que Dios le daba.

---oOo---

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Las cartas de Carmelo Octavio

Por DON JUAN AURELIANO PRECIADO-BUENDÍA (seudónimo)

Enrique Mencia Medrano

España

Sí, antes de irse nos dijo a todos, con ese tipo de cara que no sé

olvida nunca ---porque caras como esa solo se ven una vez en la vida---

que él se iría lejos, allá, señalando al sol en caída con ese índice flaco y torcido de su mano derecha, y repitiendo como un niño pequeño "allá

voy, donde comienza a incendiarse el cielo". Finalmente nos dio la espalda y se fue sin voltear ni una sola vez a lo largo del camino hacia el

oeste de Tepuesteca. Esa fue la última vez que llegamos a ver a Carmelo Octavio, mi primo, el huérfano. Antes de que la noche cayera

sobre todo, ya lo habíamos perdido de vista, y ya Dolores había dado dos lloraditas sobre mi hombro. La partida de Carmelo fue un momento

tan histórico para nuestro pueblo como los que crean las leyendas eternas. Y así fue. Ese día comenzó la suya. Era el primero en cincuenta

años en salir del pueblo. Nadie había sido tan valiente, tan héroe, dirían siempre las viejas. Y esa imagen de héroe sería alimentada por las

contantes noticias que recibiríamos siempre de los labios de Dolores, la única destinataria de sus cartas.

Pasamos mucho tiempo sin saber nada de Carmelo. Los primeros meses la gente andaba todavía conmocionada por el suceso, caminaban

por el pueblo como dormidos, murmurando el nombre de mi primo constantemente. Al cabo de un tiempo, lueguito de las primeras

inundaciones de mayo, la gente volvió en sí, quizá por los golpes del agua, y las cosas en Tepuesteca siguieron casi igual que antes. Se volvió

cosa común el que al final de cada reunión, de cada fiesta, misa, o incluso en medio de las peleas de gallo, se hablara de la valentía del

ausente Carmelo al salir de esas hondonadas de nuestras tierra penumbrosa. Mientras se desplumaban los gallos a picotazos,

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comentaban sus hipótesis acerca de en qué parte del mundo podría

estar Carmelo, y como en esa época el pueblo entero solo contaba con diez libros, nuestra idea de cómo era eso allá afuera se construía con

nuestra ignorancia y el conocimiento que nos trasmitían esos textos,

siete de los cuales eran los libros infantiles y de educación primaria con los que aprendimos a leer; otros eran: el Cándido, un librito aburrido

que a Dolores y a Carmelo les encantaba, El Principito, y La biblia del Padre Fulgencio. Debido a eso y porque muchos de los viejos que no

habían nacido aquí ya habían olvidado cómo era eso allá afuera y nos habían transmitido su olvido, no teníamos mucha idea de cómo era

realmente el mundo; por eso nuestra concepción del mismo era limitada, se basaba rumores, intuiciones, en esos libros, y en un globo

terráqueo, que para sorpresa de todos, apareció en el pueblo sin que nadie supiera cómo, con buena parte de su circunferencia chamuscada,

de tal forma que algunos continentes se habían vuelto a juntar en una variedad de colores propia de los quetzales y papagayos de la zona,

mostrando los nombres de los lugares como escurridos, trastocados, quedando dispuestos sobre el mar o la tierra tan al azar, que

terminaban rebautizando lugares, o nombrando a un sitio con el nombre

de otro. Esa es la razón y no otra, por la que la gente del pueblo empezó a imaginar ciudades nuevas, otros países, continentes con la

forma de nuestros sueños, territorios por los que Carmelo Octavio hacía su ruta histórica y legendaria.

Ese tiempo de silencio me sirvió para acércame más a Dolores,

alejarla de la imagen de niño que tenía de mí y acercarla al hombre que era ahora, pero que seguía tras ella como aquel niño que la perseguía

silenciosamente, mezclando sus brazos con su sombra como siempre lo había hecho desde el día en que me invitó a bajar duraznos de un palo

de naranjas, y en que por un descuido, cayó al suelo con un par de ella en sus manos. Su llanto me forzó desde ese momento a consolarla para

siempre.

Dolores casi nunca me hablaba de mi primo, y cuando lo hacía

siempre repetía la misma frase: No tienes idea de lo mucho que te pareces a Carmelo. Eres igualito. Pero le cortaba el vuelo rápido,

hablándole de las miles de cosas que le pensaba hacer con madera en el taller de carpintería donde trabajaba.

Habrán pasado quizá más de dos años de él haberse ido, cuando

recibimos la primera noticia de Carmelo. Era un día penumbroso, cerrado y sordo por una lluvia pesada que parecía cubrirlo todo. Doña

Toña, la pregonera, la dueña de la única tienda de comestibles del pueblo, enfermera extraoficial, a ratos adivina, y en otros, partera, era

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la vieja más chismosa del pueblo; iba por todas partes mojándose,

dando gritos y diciendo: se nos podrá caer el cielo, pero por mucho diluvio que se nos venga encima, nada impedirá que escuchemos las

noticias de mi niño Carmelo. Y así batía su puño venoso, desafiando al

cielo, y desgalillándose como una loca escapada del manicomio. Y la verdad sus palabras parecían ciertas: por más que en la tarde apretó la

lluvia, el rumor de la famosa carta de Carmelo se volvió más fuerte, más oficial; imparable, hacía eco en todos los rincones del pueblo. Gracias a

Toña, todos habían acordado en ir a la iglesia a escuchar de voz de Dolores, la carta de Carmelo, y todos así fueron bajo la lluvia, yo

incluido, como quien iba a una misa de emergencia por algún enfermo o algún muerto. Incluso fui el primero en llegar a la iglesia. Dolores ya

estaba ahí, de rodillas, toda vestida de negro, como una virgencita ante la madera vieja que teníamos por Cristo crucificado en el altar. Volteó y

vi su rostro todo empapado. Lloraba. No sabía diferenciar cuáles eran sus lágrimas y cuáles las gotas de lluvia. Se me arrojó encima, me

abrazó fuerte y lloró sobre mí pecho desconsoladamente. Pensé en mi primo. Él le había dado su primer beso, pero rápido la olvidó después de

eso, y a pesar de ser la mujer más hermosa del pueblo, no había salido

con muchos hombres. Había recibido cientos de cartas de amor de cientos de pretendientes, pero ninguna la había trastocado tanto como

lo había hecho esa primera carta de mi primo. La sostenía en la mano, mojada y algo arrugada. Escapaban algunas gotas de tinta, se

resbalaban a lo largo del papel, hinchadas de agua de lluvia. Luego sostenerse por breves instantes en una de sus esquinas, terminaban

cayendo al suelo como si estuviera desangrándose la carta de mi primo. La carita de Dolores, toda llena de lluvia, parecía que se le iba a romper

de la tristeza. La acaricié suavemente y le pregunté qué era lo que le pasaba, pero antes de que ella me contestara, comenzó a entrar la

gente. En cuestión de segundos ya varios rondaban entre los bancos y los santos, una docena de vecinos; todos preguntaban por Carmelo con

brillos en los ojos, sonriendo como niños esperanzados; todos llenos de ilusión e inocencia. Puedo asegurar que no había nadie en el pueblo que

no quisiese saber de Carmelo, de su travesía, de su gran aventura por el

mundo desconocido, solo comparable con el mito de Cristóbal Colón que nos había narrado el Padre Fulgencio, asignándole a Colón, un rol de

discípulo de Cristo sobre otros tiempos y sobre una carabela llamada María por la madre del redentor. Dolores los vio a todos sin saber qué

contestar ante la misma pregunta en boca de cada uno de ellos. Parecía que la lluvia le había robado la voz. Ya cuando todos la habían

acorralado por completo, Doña Toña se le acercó, la agarró por la muñeca y le preguntó con un rostro severo: ¿Y Carmelo? Dolores sonrió

nerviosa y dijo: La carta se me mojó. Perdón. Voy a secarla ahora. Entonces Dolores salió de la iglesia corriendo y se perdió tras un telón

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de noche y lluvia. Y no fue hasta más de una hora después que ella

regresó, con un aspecto nervioso y frágil. Todos la esperábamos sentados en las bancas. Ella se acomodó en las escaleras del altar,

alentada por el padre Fulgencio, y todos la fuimos rodeando con la

misma devoción y espera con la que se rodea a un nacimiento en navidad. Vimos como desdoblaba la carta amarilla, seca. Y comenzó:

"Nunca había estado tan lejos del pueblo, Dolores. Estoy cerquita de la costa, en un pueblito metido en una montaña muy alta llamada

Buenaventura. Sabes, todo lejos de casa es muy bonito. Ojalá pudieran ver todo esto". Hizo una pausa demasiado larga, y su dedos nerviosos,

mientras aguantábamos la respiración y repartíamos los ojos entre la carta y sus labios quietos y frágiles, temblaban levemente, contagiando

a la carta con ese movimiento, que sin hacer esperar más, hizo también temblar las palabras de Carmelo al salir de los labios de Dolores,

permitiéndonos hasta ese momento respirar al escucharle decir: "Desde aquí arriba veo clarito el mar. En este pueblo las casas parecen nidos,

porque la gente vive muy junto a los pájaros. Se la pasan intentando imitar lo que las aves cantan, mientras estás vuelan arriba de todo sin

cansarse, como sombras suaves. Sabes, por las mañanas, las gentes al

despertarse le desean a uno los buenos días, y con una sonrisa te dicen con orgullo lo bonito que se ve siempre el mar desde sus calles. ¿Te

acuerdas como hablábamos siempre del mar? Cómo si verlo fuera un sueño imposible? Por eso salí del pueblo. Ahora mientras te escribo, veo

ese mar que antes había sido un sueño. Desde que soñé por primera vez con él, necesité verlo, pero nunca me imaginé pudiese ser un

montononón de agua debajo de una línea finita y muy lejana, llena de pájaros negros que cantan sin cesar.

En el momento que Dolores terminó la carta, todas las viejas

suspiraron, enamoradas y lo llamaron: poeta. ¿Poeta? Dolores entonces se levantó guardándose la carta en el bolsillo y se fue en silencio,

mientras todos celebraban el acto heroico de Carmelo. Los días fueron pasando lentos y ásperos como cualquier día en Tepuesteca. Solo que

ahora había en ellos algo distinto, un sabor... inquieto, como una gota

de jalapeño dormida en la parte más trasera de la lengua. El pueblo entero estaba sumido en esa espera, en ese picor al fondo de la boca el

cual solo sería apaciguado por otra carta del Carmelo. Constantemente le preguntaba a Dolores si ya había recibido alguna carta, alguna noticia

del héroe. Yo la veía huidiza entre ellos; bajaba la cabeza, escapaba con un "aún no", y se metía a la casa dejando las calles en silencio. Incluso

en la escuela, sus propios alumnos le preguntaban por noticias nuevas, por cartitas, pero ella siempre cambiaba el tema, qué más tarea o una

lección nueva, niño, si no te callas. Recuerdo que hasta Junito, el sobrino-nieto de Doña Toña, recibió una respuesta tan dura de parte

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Dolores que lo hizo llorar por cinco minutos seguidos. Nunca había visto

a la dulce de Dolores tan endemoniada. Sus cambios de conducta iban del hielo al fuego y del fuego a la ceniza en cuestión de segundos, de

palabras, siempre pasando por un silencio que parecía absoluto pero

que repentinamente se volvía en las más dulce palabras. Quizá por esa razón, Junito fue el primero al que Dolores invitó para que escuchase la

segunda carta de Carmelo. Todos nos sentamos bajo el sol, como garrobos recién salidos del río, rodeando a la fuente seca de la plaza.

Ahí comenzó a leernos: "Estar en el mar no es como lo imaginaba. Cada segundo que pasa es un segundo de vueltas, giros, volteretas y grandes

ganas de vomitar. Estas ganas aumentan con las canciones que los marineros cantan hasta dormidos para vencer el mareo. Por semanas lo

único que hemos visto ha sido mar y más mar. Parece infinito y por momentos me creo que eso de la tierra, es pura mentira; es un sueño, y

que realmente todo lo que existe en este mundo, es este mar y más mares. A lo mejor, hace mucho tiempo, cuando el planeta era aún un

bebé, todo era así. Purita agua."

Está vez al terminar, Dolores al ver la sonrisa en toda la gente,

sonrió dulcemente, como aliviada de alguna dolencia. Luego, en medio de la fiesta que se armó, me pidió que la acompañara a tomar aire.

Caminamos y caminamos, hablando de cualquier cosa durante horas, hasta que llegamos sin pretenderlo, a la colina donde habíamos

despedido a mi primo. Cuando supimos donde estábamos, Dolores paró en seco y se sentó sobre la yerba. Juntos vimos caer al sol, como un

balón de futbol llenito de fuego, dijo ella. Algo me decía que durante sus silencios, Dolores reconstruía en ese paisaje lleno de muchos rojos, la

ida de Carmelo, una y otra vez; era como unos de esos discos negros, grandotes, que con una sola rayita se quedan atrapados para siempre

en un fragmento de una canción. Solo que aquí no había música bonita. Solo estaba esa imagen rayada de Carmelo yéndose una y otra vez de

los ojos de Dolores. Me imaginé una heridita en sus ojos dulces, que pronto le trajeron a sus largas pestañas, lluvia sin que hubiese la más

mínima nube gris. Dolores lloriqueó mínimo tres veces antes llorar otras

dos sobre mi hombro. Cómo le gustaba desplomar su cabeza sobre mí. Y cómo no iba a limpiarle las lágrimas a la criatura más hermosa que

hubiese visto en mi mundo de cien casas y trescientos cincuenta y tres personas. Ahí le decía yo que no se preocupara, que mi primo estaría

bien, disfrutando de eso allá afuera. Entre lágrima que le salía y lágrima que le secaba, pensaba que Dolores se estaba pareciendo a su nombre y

que a lo mejor le hubiese gustado irse con el Carmelo. Pero ese pensamiento y la imagen de esa heridita en su ojos lindos eran cosas

demasiado turbias para mí, por eso pensé desde ese momento en adelante, en borrarlas, en desaparecerle a mi primo de los ojos.

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Cuando la oscuridad de la noche nos había borrado ya los pies, y nuestras caras no eran más que dos brillitos parpadeantes y el blanco

de nuestros dientes, me le acerqué con el pecho que me estallaba, y la

consolé como siempre la había querido consolar desde que era un niño. Me le fui encima. Boca pa su boca. No me imaginé nunca que sus labios

fuesen más suaves que los que había imaginado tantas veces en los sueños que me hicieron crecer. Y cómo los mantenía cerrados. Eran dos

ladrillos pegados por cemento. Por suerte esta lengua, que heredé de mi padre, y que éste heredó de mi abuelo, era bastante habilidosa, y como

si hubiese heredado la experiencia de muchas generaciones de lenguas amorosas, fui doblegando poco a poco la negativa de los labios de

Dolores. Los dos caímos en la yerba, como empujados por una ola invisible de noche. Sumergido en esa oscuridad, primero sentí mi boca

llenarse con su aliento tibio, húmedo, luego sus labios fueron conociendo los míos, y solo más adelante, ya cuando su boca había

perdido todo pudor, Dolores me entregó la llave del cielo con su lengua. Me rodeó con sus brazos de mantarraya, haciendo de la noche un mar

distinto al que habíamos leído o imaginado por los relatos del Padre

Fulgencio; era uno llenito de estrellas donde Dolores me hizo arder como la estrella más gorda de la noche. Y yo le suspiraba con ese fuego

al oído: Dolores, Dolores; dolores por aquí, tocándole una teta, Dolores por allá tocándole la cinturita, Dolores subiéndole la falda, bajándole los

calzones, Ay, Dolores, Dolores, verdad que no te duele, ¿verdad que no es dolor?

Y no fue dolor, al menos al principio.

Ya estaba el asunto hecho, cuando con los ojos prendidos en

lágrimas, Dolores me preguntó con rabia: ¿Por qué lo has hecho? En medio de mi silencio y la cara de imbécil que puse, lloró aún más

lágrimas sobre sus lágrimas. No pude contestar, su llanto imparable no me permitió contestarle. No hubiese sabido contestar. Todo en ella era

una inundación. Y es que hay momentos en la vida de un hombre en

que su cabeza se vuelve una verga y el resto del cuerpo se vuelve un accesorio. Y bueno, yo fui el peor de los accesorios. Cómo me partía el

alma verla así. ¿Y cómo no consolarla de nuevo? Le fui limpiando las lágrimas bajo la pálida luz de la luna llena. Ella me abrazó y yo la

abracé, agradecido porque en sus brazos encontraba algo parecido al perdón. Pasamos horas así, abrazaditos, intentando superar el

momento, haciendo bromas para calmar nuestros corazones; pasamos horas en ese consuelo, en esa cercanía donde se nos mezclaron

inevitablemente, sudores, aromas y luego los alientos de nuevo. Más consuelo para los dolores, y más dolor pal consuelo.

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Todo el camino de regreso al pueblo, fuimos calladitos, viendo como el pueblo chiquitito se volvía menos chiquito allá al frente. En todo

ese largo camino me sentí como mierda, sin entender que le pasaba a

Dolores, sin atreverme a preguntar nada, y sin saber bien que es lo que había pasado. Cuando llegamos a su casa, ella entró de una, sin siquiera

decir adiós. Después pasé varios días queriendo verla, pero ella no se dejaba ver. Me iba cerca de su casa, como para forzar la coincidencia y

encontrarla, pero no pasaba nada, nuestro universo minúsculo no permitía coincidencias. Ya cuando su ausencia se me había vuelto un

fantasma molesto, no pude más con la tortura y fui directo a su casa a buscarla. Doña Sara, la madre de Dolores, salió a mi encuentro con una

sonrisa que Dolores no había podido heredar de ella, y me dijo que había salido desde muy temprano y no había regresado aún. Seguí

buscándola por todo el pueblo como si buscara agua en un desierto, pero no encontraba rastros de ella y la sed por Dolores iba en aumento.

Cuando me vi derrotado de mi búsqueda, me fui a trabajar para distraerme un poco el corazón con montañas de madera y clavos. Pero

esa misma tarde en el taller, mientras serruchaba sin sentido la madera,

Dolores llegó y me dijo: tengo otra carta de tu primo. Doña Toña ya está convocando a todos en la plaza. Y se fue.

"He llegado a la Ciudad de los Rascacielos ---fue leyendo---. Los

edificios son tan altos que las nubes a veces se vuelven sombreros de ellos. Y la gente, de lo arriba que está, vive mareada, y todos se la

pasan viendo pa bajo, a las calles, al montón de gente chiquitita que no pudo subir, amontonándose como hormigas espantadas dentro de un

laberinto de concreto y vidrio. Si estuvieras aquí, Dolores, en esta ciudad, de seguro querrías ver a la señora verde de las faldas largas que

se queda fija sobre el mar. Es de piedra verde y es de alta unas cien veces yo. Con una mano sostiene un libro grande, y en la otra tiene una

antorcha. Esa señora fue lo primero que vi cuando llegué en el barco. ¿Te acuerdas como me decías que querías verla, te acuerdas? Y bueno,

aquí estoy, viéndola. Por favor, saluda a todo el mundo de mi parte.

Carmelo."

Esta carta produjo otra fiesta. Ya cuando todos hacían fila para el ponche que había preparado el padre Fulgencio, y otros celebraban con

una tocada de acordeón en la plaza, Dolores llegó a donde mí y me dijo: ¿Será que me podrías hacer una silla para la escuela? Sonreí y le

contesté: Sí, claro, ¿Para cuándo la quieres? Como si tuviera la boca llena de ráfagas de aire me contestó, Para ya, viéndome directo a los

ojos. ¿Para ya?, me pregunté. Qué raro. Y le dije: Pues si quieres, pásate por el taller mañana y ya ahí vas viendo las maderas que

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tenemos y me dices cual te gusta. Seleccionar la madera es lo más

importante. Dio un paso rápido hacia mí y de su boca aún sonriente salieron las palabras: ¿Y no podemos ir ahora? Me quedé bruto, en

silencio y con los ojos que me parpadeaban rápido como alas de colibrí.

No sabía qué hacer. Ya era tarde, de noche y Dolores se imponía sobre todo, más que la oscuridad de la noche sobre el día; también había algo

en su tono de voz, algo de ansiedad, que me ponía nervioso como un niño. Entonces dijo: Vamos, agarrándome de la mano y nos fuimos.

Tenía la carta de mi primo en la mano, y cómo no quería nada que me lo recordase, le pregunté: ¿No quieres ir a tu casa para guardarla

primero? Sin verme a la cara y de forma rotunda, exclamó: No. No hace falta. Así que seguimos caminando.

El taller estaba cerrado. Por suerte cargaba con las llaves encima.

Mientras esperaba que abriera, Dolores se agarraba un mechón del pelo y lo mareaba en volteretas con la punta de los dedos sin parar. Una vez

abrí, ella entró como un saltamontes. El interior estaba completamente a oscuras y la oscuridad era bañada por el silencio del aserrín. Al

prender la luz, ya Dolores estaba en el medio del taller, sin la carta en la

mano. ¿Y la carta?, le pregunté con ingenuidad. Uy, se me cayó, dijo llevándose una mano a la boca. Bueno, no pasa nada, exclamó luego,

viendo alrededor. Después de un minuto en el que su mirada viajó por todo el taller, me preguntó: ¿Y cuál es la madera que me querías

enseñar? No pude evitar sonreí y mostrarle bien mi sonrisa antes de decirle: Dirás la madera que tú querías ver. Ella sonrió conmigo, y siguió

viendo alrededor sin ver realmente las cosas. Me fui acercando, intentando ver lo mismo que ella veía en ese mundo horizontal y vertical

de las maderas y las sierras. Todo parecía exhalar un silencio pesado. Tenemos mucha madera. Roble, pinto, cedro, lo que quieras, hasta de

leña te la hago, le comenté mostrando gran seguridad en la materia. Dolores sin esperar mucho, casi interrumpiéndome me dijo: Cedro.

Rápidamente exclame: Perfecto, desde ya escogiendo par de tablas. ¿Y cómo la quieres?, le pregunté, limpiando el polvillo de madera. Se

levantó un silencio de nuevo, solo entrecortado por los pasos cortos de

Dolores, que luego de un momento, me quedo viendo. Algo en la manera en que sus ojos parpadearon pesadamente, me dijo que ella no

había entendido mi pregunta. ¿Qué? ---dijo apretando los labios. La silla, mujer, la silla. ¿Que cómo la quieres? Dolores giró y dijo: Cómo

esa, señalando el taburete donde yo tomaba el almuerzo siempre. No pude evitar reírme y decirle: Dolores, eso es un taburete. ¿No me

habías dicho que era algo pa tu escuela? La pobrecita se sonrojó toda y luego comenzó a cagarse nerviosamente de la risa. Cuando menos lo

pensé, la tenía encima, besándome. A puro beso nos fuimos arrastrando a una de las esquinas del taller, pasando entre mesas, sierras,

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serruchos, madera y más madera. Nos desplomamos en una montañita

de aserrín que lleva amontonandose por mi vagancia y por la poca insistencia de mi patrón en ordenarme que la limpiase. Nos desnudamos

como si desplumáramos dos pollos por el hambre o como gallos de

pelea a picotazo limpio. Me dio la impresión que Dolores tenía en la piel una gran desesperación de mujer, muy distinta a la mía. Estaba toda

bañada con su perfume a naranjas, lo que me la hacía imaginármela con un montón de frutitos regados por toda su piel. Todos para mí.

Nunca había hecho el amor de esa manera. Recuerdo nuestros

cuerpos bañándose en sudor de poco en poco, en oleadas de ese líquido tórrido y pesado. Recuerdo ese sudor sosteniendo miles de partículas de

madera, espirales de madera como adornos diminutos en la piel. Recuerdo un zumbido en su nariz haciéndome imaginar una abeja, y

más allá de la abeja, el enjambre, y tras éste, la miel de su sexo, derramándose. Recuerdo su boca abierta, soltando silabas de un

lenguaje proveniente de algún lugar muy lejano. Recuerdo haber pensado que todo aquello iba a agarrar fuego, nuestros cuerpos, los

clavos, la madera, el taller, el pueblo, el globo terráqueo. Nunca había

visto a una mujer vuelta incendio. La única imagen con la que puedo describir ese momento eludiendo la imagen de la muerte, es con la de

una pluma en medio de un terremoto. Ambos éramos esa pluma cayendo en medio de un montón de construcciones del amor, de

edificaciones construidas con nuestros cuerpos; éramos estructuras suaves, ligeras, temblando inevitablemente, viniéndonos abajo. A la

mañana siguiente, cuando me desperté ya era hora de trabajar y Dolores me había dejado solo. Ahora me despertaba solo, sin la otra

mitad de las ruinas y de la pluma, con el perro de Joaquín, el patrón, un salchicha negro muy juguetón, llamado Tulio, lamiéndome sin pudor

alguno el muslo, con dirección hacia los huevos. Joaquín solo me dijo: Ni siquiera voy a preguntar. Levántate y anda a bañarte. Te quiero de

vuelta en media hora. Hay mucho trabajo por hacer. Así hice. Y me fui con una gran sonrisa.

Los días pasaron, y porque ambos vivíamos con nuestros padres, tuvimos que encontrar otros sitios para hacerlos secretos; esto hasta

que finalmente nos establecimos en un aserradero abandonado en las afueras del pueblo. Por las noches, Dolores siempre me arrastraba hacia

su cuerpo. Los meses siguieron pasando. Así, lentamente continuaba haciéndole su silla. Me disfrutaba cada veta, cada viruta que le sacaba,

cada clavó incrustado. Me la imaginaba sentada en ella, acomodando ese maravilloso culo, esa manifestación de algo perfecto. En ese tiempo,

incluso comenzó a gustarme el escuchar las cartas de mi primo Carmelo, sobre todo porque entre más palabras llegaban de él en esos

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papeles amarillos, más significaba que él estaba lejos, más lejos de

Dolores. Y con cada noticia, Toña siempre se encargaba de avisarle a todo el mundo. Por esas mismas cartas la gente dejó de tenerle tanto

miedo a las afueras, y pronto algunos comenzaron a irse. Todo por mi

primo. Se iban diciendo: "Aquí me voy igual que el Santo de Carmelito" ¿Qué santo? Y yo los despedía desde la misma colina. Se iban haciendo

cada vez más pequeñitos allá abajo, hacia el oeste. Aceleraban siempre el paso como para alcanzar las distancias en las que ya no se

escuchaban los bramidos de la comitiva de viejas lloronas del pueblo. Así se fueron los primeros, en camadas: Pepe Rojo, Hermenegilda

González, Porfirio Gutiérrez, Lolita Sula, Lupe Moscoso, todos contentos, todos sonrientes. Hasta mis viejos ya estaban hablando de dejar el

pueblo, a lo que yo les contestaba: ni se les ocurra hacer la misma pendejada del Carmelo y del atajo de idiotas que se van cada semana.

Si sigue esto así, Ma, solo nos quedaremos nosotros y un montón de fantasmas. A lo que mi madre me decía: Tú tranquilo, muchacho, que si

nos vamos es solo para ver el mar, igual que tu primo. Y yo le contestaba: Mamá, desde que se le murieron los viejos, Carmelo se

quedó loco. ¿Quién va querer seguir los pasos de un loco?

Me preguntaba contantemente: ¿Por qué no escuchar la noticia de

que un mar hambriento se lo había tragado para siempre? Tragárselo tanto que se borraría de la memoria de todos y el pueblo volvería a ser

normal bajo las magias del olvido, ya sin la ilusión de querer ver el mundo que Carmelo veía en su viaje. Pero todo parecía indicar que el

mar no tragaba cabrones. Ahí iba mi primo por el mundo, como un barrilete perdido hecho con espejos, volando cada vez más alto,

mandándole destellos de esperanza al pueblo que lo vio nacer. Allí quise que no siguieran llegándole a Dolores más noticias, que lo olvidará de

una vez por todas. Pero las cartas seguían llegando, imparables, narrando sus historias en esos lugares mágicos y distantes. Quizá por

eso y no por otra cosa, se me ocurrió mandarle una carta a la Dolores, en la que le daba noticias mías. No contaba nada nuevo, cosas que

ambos sabíamos pero que quería que ella leyera. Me tomó dos semanas

y dos días escribirle dos párrafos de cinco líneas cada uno que no me atrevo a recordar por lo horribles que eran. La tarde que mandé con

Junito la carta, lo pájaros cantaron todo el día de una forma tan desquiciada que me ponían el corazón en un trapecio. Solo se callaron

cuando Dolores me fue a buscar al taller. Justo acababa de darle la última capa de barniz a la silla y esperaba que se secara. Nos fuimos

directito al aserradero en silencio y nos encerramos en él. El olor a madera era tan intenso que se metía directo hasta el corazón. Dolores

con su voz suave, de trementina, dijo respirando profundamente con los ojos cerrados: "Es como si estuviéramos metidos entre las vetas de un

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árbol". "De un cedro", le contesté, y sonreí. En silencio, nos sentamos

de cara a una pared hecha con tablas que daban al Oeste. Estas eran tan finas que el sol del atardecer al caer, las pintaba, hinchándolas con

su luz tierna y anaranjada. Por uno que otro huequito en la madera,

entraban rayos de luz que traspasaban el aire como agujas largas de un fuego pálido. Dolores localizó una y colocó la palma de su mano de

manera que la luz parecía inyectarse entre las rayas de su mano. Luego tomó un poco de polvillo de madera y fue desprendiéndolo sobre la luz

delgadita, prendiéndose y apagándose según caía. Nadie me hubiese podido sacar de la cabeza que eso que hacía Dolores era magia, de la

más sutil, de la suya. Cuando la última aguja de luz se apagó y el silencio entre nosotros se hizo más evidente, comenzamos con caricias a

desnudarnos lentamente. Más que ninguna otra vez, su cuerpo era madera, la más fina y preciosa, y en la medida que iba descubriendo sus

vetas y el cuerpo se me convertía en una sierra desesperada y tierna, ella se abría y cedía. Podía sentir su resina deslizándose por sus piernas.

Me preguntaba cómo podía hacer de ese gesto en su cara, de ese olor volátil y de ese instante irrepetible, algo eterno. Justo cuando comencé

a sentir algo poderoso como la respuesta a mi plegaria, de la boca de

madera de Dolores se escapó en un susurro la palabra incendiaria: Carmelo. En ese instante mis huevos, ¿qué mis huevos?, todo mi sexo,

desapareció. Castrado en un segundo por una palabra, por aquel nombre, me eché a un lado, deseando que nada de eso fuera cierto,

queriendo también, tener el poder de echar el tiempo hacia atrás y volver a ver la pared de madera transparentarse por el sol, y encontrar

de nuevo algo que había sido perfecto. Pero la pared ya estaba pintada por la noche con sombras, como de tinta, la tinta de ese puto nombre

que se quedaría resonando eternamente en el tiempo, y sobre todo, en el cuerpo de Dolores.

¿Qué? ¿Qué pasa?, preguntó sin saber lo que pasaba. Me acarició

la espalda. Me levanté de una. Al verla ahí, aserrada, rodeada de toda esa madera, me pareció ridícula, quería que me pareciera ridícula.

¿Escuchaste lo que me dijiste?, le pregunté. Ella bajó la cabeza por un

segundo y lo meditó por un rato. Luego dijo con los ojos a punto de estallársele: Perdón. Contemplé ese cuerpo triste que había dicho esa

palabra desesperada y que estaba regado en el suelo, en una desnudez penosa, como un rompecabezas indescifrable cuya imagen representaba

más que nunca, un misterio y un dolor demasiado grande para mí. Me fui y la dejé allí, envuelta en su sollozo.

Deambulé toda la noche, sin pegar un ojo y sin detenerme en

ningún momento. Recorrí el pueblo como un espectro, y todos sus alrededores. Una vez el sol estaba arriba, me fui directo al trabajo. Lo

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primero que hice al entrar al taller fue limpiar todo el aserrín que no

había querido limpiar y seguí trabajando.

Las cosas siguieron su curso. La gente continuó yéndose del

pueblo y las cartas siguieron llegando. Dolores me buscó varias veces, pero siempre huía de ella. En el trabajo veía la silla ya finalizada,

perfectamente diseñada para ella, para el largo de su torso, de sus piernas dobladas, para su peso y la forma divina de su culo. Ahora ver

esa silla representaba ver el fantasma de Dolores sentado allí, por eso el vacío tomó un sabor más amargo. Pero sin esa amargura no hubiese

tenido la revelación de la madera: yo era esa silla. Un objeto para que ella colocara su culo, una cosa al servicio de su cuerpo. Cuando no pude

más, tomé la silla. Crucé el pueblo completo en medio de la noche, llegué a su casa y me planté frente a la ventana con ella. Dolores estaba

allí, iluminada solamente por un candil, escribiendo sentada en una silla vieja, rústica, con el barniz gastado. Esa caricatura de silla no merecía

sostener el cuerpo de Dolores. Era como Carmelo. Con rabia golpeé la ventana y le enseñé la silla nueva. Ella de un brinco volteó a mí,

llevándose una mano al pecho. Luego llegó a la ventana y la abrió.

Suspiró mi nombre y me acarició el rostro. Lo primero que pude escucharle decir realmente fue: no has dormido nada, ¿no? Entonces me

tomó por un brazo y me adentró con la silla a su cuarto, sin importarle que su madre la pudiera escuchar. No pude rechazarla, era cera en sus

brazos de braza. Tu silla, le dije, como para hacerme el machito, el que no sentía que se le salía de alegría el corazón del pecho. Volvió a

acariciarme el rostro con ternura y me dijo que me quedará con ella esa noche. Cuando menos lo pensé ya estaba dentro de su cama, casi

temblando. Estaba dócil y en silencio como un pañuelo. Me cobijó y me rodeó con sus brazos cálidos, soltando su aliento dulce sobre mi cuello,

construyendo después palabras suaves, frases de algodón que posó sobre todas mis heridas para curarme. En olas, su aliento me fue

empujando hacia el más suave y dulce de los sueños, y dormí entre sus brazos, temblando de alivio.

Ya cuando el sol de la mañana comenzaba a parecerse al del mediodía, me desperté y Dolores no estaba allí. Mi mirada viajó de lado

a lado como la luz de un faro desesperado sobre el mar. Era definitivo, ella no estaba. Me levanté e hice un pequeño recorrido por el cuarto

hasta que llegué a su escritorio. Una resma de papeles amarillos se amontonaba formando una pequeña columna sobre la cual descansaba

un bolígrafo. Junto a estos papeles había una carta tachada, sin terminar. La tomé y la comencé a leer: Dolores, si estuvieras aquí

conmigo, mi amor, ---"mi amor" estaba tachado--- te mostraría mi parte favorita de esta ciudad. Queda perdida de todo, en medio de todo,

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como los buenos secretos. Para llegar a ella tengo que pasar primero

por un cementerio con miles de lápidas blancas, debajo de las cuales descansan miles de militares. Subo una colina hasta llegar a su cima. Si

estuvieras aquí, verías lo bonito que es todo esto e incluso dudarías de

que fuera cierto todo esto por lo hermoso que es. A los pies de la colina, debajo de una fila lejana de edificios montados en el horizonte,

encontrarías un lago pequeño, rodeado por arboles que no veríamos jamás en Tepuesteca. Mi Dolores, verías como el hielo del invierno se

comienza a formar en la orilla y va llegando al centro donde quedan rezagados los últimos patos silvestres de esta ciudad. Dolores entró y

me vio con la carta en la mano. Luego miró al escritorio. Sobre éste había otras cartas similares con comienzos parecidos. Eran borradores

de algo que no terminaba de formarse.

¿Qué haces con eso?, me preguntó disimulando un miedo e intentando no darle importancia a lo que veía en mi mano. Yo le

respondí: ¿Qué es esto? ¿Cómo es posible? ¿Las cartas? No las mandó él. Dolores bajó la vista. Después se fue de rodillas y solo unos

segundos más tarde se atrevió a verme a los ojos. ¿Por qué?, le

pregunté. Ella solo batió la cabeza y levantó los hombros para dejarlos caer tras un respiro. Al ver ese gesto de no sé, ese gesto de niña, le

grite con furia: ¡Nos engañaste, Dolores! Nos has mentido a todos. ¡Me mentiste! Y ya se han ido tantos. No podía verla a la cara. La desconocía

de pronto, así que volteé a un lado y vi como por la ventana Junito a la distancia jugaba futbol descalzo, envuelto en una nube de polvo que se

levantaba a su alrededor. Intenté buscarle un significado a esa imagen, a ese polvo despertando desde sus pies como un fantasma, pero no lo

tenía. Ya nada lo tenía. La escuché llorar, siempre como niña, como aquella niña que se cayó de un palo de naranjas porque creyó que era

de duraznos; una niña grande a la que se le destruían de golpe todos los sueños. ¡No llores, carajo, no llores! le grité, ¡No vuelvas a llorar más

frente a mí! Nunca, hasta ese momento, había deseado herirla, hacerla tragar un par de dientes con un golpe, partirle la mandíbula del vergazo;

pero no, yo no era así aunque fantaseara con ello. Así que solo alcancé

a decirle: De esto se enteran todos, jodido. Voy pa donde Toña. Y seguí adelante. Espera, me gritó, Carmelo está muerto. Solo por eso pude

detenerme. Se murió. Ni siquiera pudo llegar al mar. Aquel día, en la iglesia, lo que tenía era solo malas noticias. Fue horrible. No quería que

se muriera, nadie quería eso. Todos estaban llenos de ilusión. Era el primer gran hombre en el pueblo. Todos lo admirábamos. Incluso tú. Me

mantuve por un instante debajo del umbral de su puerta. ¿Qué quería, que la perdonara de golpe, que me compadeciera de ella por la única

noticia verdadera que había recibido de Carmelo? No podía. No soy ese tipo de persona. Se me había parado el corazón. Tenía hielo en las

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venas. Lloró más fuerte en ese momento la Dolores, dando verdadero

crédito a su nombre, nunca más apropiado. Envuelto en un grito, me dirigió la inolvidable frase: se me murió, entiendes, se me murió

Carmelo. En ese momento justo, vi mi reflejo en el espejo de Dolores.

Tenía razón. Mi primo y yo éramos iguales. Un relámpago invisible me partió el pecho, pero uno de los que salen de las entrañas de la tierra,

del mero infierno; una lengua del diablo que me tragó, que me envenenó toda el alma. Sin voltear a verla le dije una frase como para

que ella nunca la olvidara: Igual, el cabrón de mi primo nunca te hubiese escrito. Y me fui, triunfante al herirla de esa manera, pero

sintiendo muy dentro, la más profunda de mis derrotas. Según me alejaba, Dolores más fuerte lloraba. Su llanto parecía perseguirme por

las calles, me amenazaba. Cuando ya estaba a una cuadra de la tienda de Doña Toña escuché de su radio el bolerito de Los Panchos: "El mar y

el cielo". Y me fui acercando, escuchando su: "El mar y el cielo se ven igual de azules...". Ahí estaba Toñita, detrás de su mostrador, frente a

su radio vieja, sin percatarse que yo estaba escuchándola tararear el "...y en la distancia parece que se unen..." Y ahí que se voltea y me

sonríe. Sigue cantando: "mejor es que recuerdes que el cielo es siempre

cielo, que nunca, nunca, --- "¿qué quieres muchacho?", dijo--- nunca el mar lo alcanzara. Permíteme compararme con el cielo, que a ti te

corresponde ser el mar." El mar. Carmelo no llegó a ver el mar. Ahí comprendí lo que debí haber comprendido con las palabras de Dolores.

Carmelo era el cielo. Y Dolores era ese mar doloroso, intentando llegar a él a través de cada carta. Intentaba un imposible. Carmelo estaba

muerto y nunca sus palabras, sus cartas, podrían cambiar eso. ¿Pero y yo? ¿Dónde quedaba yo en esa canción? La triste realidad es que no

pintaba nada en ella, en esa imagen; yo era un simple ebanista que diseñaba mi amor para culos perfectos.

Doña Toña en ese momento volvió a preguntar qué quería, a lo

que contesté: Cigarrillos, Toña, cigarrillos. Me vio extrañada por un segundo y preguntó: ¿Y desde cuándo fumas? A lo que yo respondí:

desde ahora. Fumé desde entonces. Rato después, luego de haberme

fumado la caja completa de cigarrillos y también las horas de la tarde, fui a casa de Dolores. Todas las cosas a esa hora, ya habían absorbido

los tintes de la noche como esponjas. El canto de los grillos parecía agitar al viento y el viento levantaba nubes pardas llenitas con el eco de

los insectos. Al acercarme a su casa encontré mucha gente alrededor, como conmocionada; con las puertas abiertas de par en par, de manera

que llegaba con gran facilidad el llanto de Sara. Cuando entré todas las miradas cayeron sobre mí. Ahí está, escuché a alguien decir. Un bulto

de gente se abrió y dejó al descubierto una figura llorosa, llenita de dolor: Sara. Había perdido su sonrisa hermosa. ¿Qué ha pasado?,

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exclamé. A lo que ella contestó: Se fue, se fue. Volví a sentir frio en mis

venas, paralizando todos mis órganos, como si fueran las piezas descompuestas de un reloj en el invierno. El tiempo también se detuvo y

tembló por todo mi cuerpo. En medio de lágrimas y quejidos, me dijo

que Dolores se había ido sin que nadie se diera cuenta, pero había dejado una carta donde decía que yo, y solo yo, les podría explicar

porqué ella se había ido. Las miradas se hicieron más penetrantes. Una bandada de cientos de pájaros voló sobre la casa, cantando

desordenadamente. Sentí en esos segundos eternos que mis nervios convertían mis huesos en humo, y que mi cuerpo, vaciado de pronto, se

quería venir abajo. Pero respiré hondo y pensé en Dolores, en sus lindos ojos tristes girando en su melancolía, y trabándose de pronto ---luego

del paso de una lágrima--- en aquella imagen eterna en la que su amado Carmelo no terminaba de irse del pueblo ni de su corazón. Aún

con aquel bolero viejo resonando en mi cabeza, les dije a todos: Dolores se fue con Carmelo.

Pasaron algunos años y todos seguimos los pasos de Carmelo y

Dolores. Nos fuimos a ver ese mundo de afuera, a descubrir cuáles eran

los verdaderos nombres de los lugares y cuáles eran los continentes con sus países reales. Y Tepuesteca, este pueblo lejano de mi memoria,

terminó siendo ---como muchos otros--- algo menos que un sueño que se va desvaneciendo durante el día. La leyenda que crearon las cartas

de Carmelo Octavio fue empujándolo a la orilla de la historia, a su abismo, hasta dejarlo caer. Se convirtió en un pueblo fantasma incluso

para los fantasmas: un páramo hundido, perdido entre un montón de montañas llenitas de pino y de silencio, que poco a poco lo fueron

sumiendo en el olvido más profundo del mundo. El olvido de Tepuesteca es un olvido tan triste, que ya hasta el viento se olvido de pasar por él.

---oOo---

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Leer engorda

Por PEATON FERNANDEZ (seudónimo)

Alberto Angulo Fernández

España

Mucho antes de saber que esto acabaría exactamente como

empieza, yo era un suicida. Tal vez no lo entendáis todavía, pero mucho antes de que esto empezara, yo llevaba la misma vida que un suicida y

me abrazaba a la Literatura como quien se abraza a la chica de sus

sueños. Mucho antes de empezar esto, cuando yo ya había asumido con cierta feliz resignación que jamás abrazaría a la chica de mis sueños, un

día, de repente, empecé a comportarme con la misma insulsez que se comportan los hombres que han abrazado a la chica de sus sueños.

Mucho antes de esto, algo me decía que acabaría abocado a lo que siempre había sido. Pero dejen, si tiene curiosidad y tiempo, que les

cuente:

1

No sé exactamente qué día ocurrió, pero pongamos que era un día

de Marzo, e imaginemos que estaba en la ducha, en la ducha duchándome, valga la redundancia, a gustito y desnudo con aquel agua

tibia golpeando y masajeando todo mi cuerpo. Entonces ocurrió aquello, miré hacia abajo, hacia el sumidero, sin buscar nada, y allí no estaba lo

que debía estar, lo que durante 33 años siempre había estado firme, todopoderosos e inamovible. Me refiero, claro está, al apéndice pélvico,

sí, eso que vulgarmente llamamos pene y normalmente llamamos polla, había desaparecido.

Me explicaré mejor, no es que aquello no estuviera como debiera

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estar y no es que no estuviera realmente: estar, lo que se dice estar,

estaba, sólo que se interponía en mi camino (desde mi perspectiva) una soberbia, provocadora, carnosa, lasciva y sebosa barriga.

Aunque temo sobremanera que un lector más purista descarte mi historia por considerarla obscena y de mal gusto, en lo que respecta a

mi pene, a partir de ahora, me abstendré de referirme a él con la palabra polla. Sólo puntualizaré, antes de nada, una cosa para que

quede clara, que mi problema no era un problema de polla, perdón, quise decir de pene. Mi problema era sencillamente que la tenía más

grande, y ahora, está claro, estoy hablando de mi barriga, y no de mi pene. Es resumen, la vida me cambió el día que me di cuenta que había

engordado.

2

Aquel día de Marzo, como les decía, los corazones dejaron de latir

y los relojes de girar y el viento se paró y un grajo atravesó el cielo emitiendo un horrendo graznido que detuvo el mundo y, sobrecogido,

tuve conciencia de que había engordado. Miré hacia abajo, aquello era exactamente una especie de mochila de sebo y carne que colgaba

ostentosa de mi abdomen, metí barriga y suspiré, ufff, mi polla, perdón, mi pene, seguía allí, y el mundo se puso en marcha de nuevo.

Traté de tranquilizarme, salí de la ducha, me sequé, me puse el

albornoz y sentado en el retrete, pensé durante largo rato. Sentado, el protagonismo de la barriga era absoluto y se volvía más obscena y

descarada y me miraba contoneándose triunfante. Me puse de pie y contemplé mi cuerpo en el espejo de la mampara por primera vez en

mucho tiempo. Posiblemente me había mirado muchas veces en el

espejo al afeitarme, al lavarme los dientes... siempre con una intención práctica, siempre distraído y unas ganas, o más bien, una desgana

acelerada, pero lo cierto es que nunca me había observado realmente, contemplé con estupor que ahora era calvo y mi cara era redonda y

despuntaba bajo mi barbilla una fea papada como de obispo. Me abrí un poco el albornoz: ahora era más ancho de cuerpo y de mis costados

colgaban dos cartucheras magnificadas por la presión de la cintura elástica del calzoncillo, y allí, en el centro, como un alienígena, estaba

mi barriga todopoderosa e indecente. Me ceñí de nuevo el albornoz y salí del cuarto de baño. Fui al salón y de una de las estanterías cogí un

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álbum de fotos y eché un vistazo a algunas de hacía una década. Un

montón de olores, sabores y recuerdos me bombardearon el cerebro al ver todos los rostros de mi juventud. Algunos permanecían exactamente

iguales, la misma expresión en su mirada y exactamente la misma

complexión de su cuerpo, otros, sencillamente, eran más calvos, pero en algunos la trasformación era evidente, como era mi caso. Miré con

detenimiento una foto mía, estaba posando en la boda de un amigo junto a otros amigos. Un escalofrío atravesó mi espalda, ¿realmente

había sido yo alguna vez así?

Fui a la habitación, me quité el albornoz con la parsimonia característica del pesimismo intentando no pensar demasiado en todo

aquello, sin embargo, otro espejo estaba allí para escupirme la realidad a la cara ¿qué me había ocurrido? Había pasado toda una década sin

percatarme de mi metamorfosis y de súbito el mundo se volvió mucho más kafkiano de lo que ya era. Durante un segundo me quedé inmóvil,

casi petrificado, me baje el calzoncillo con cierta premura, metí barriga, la miré con curiosidad y detenimiento, (me refiero a mi polla, perdón, mi

pene) y mi rostro adoptó un mohín de resignación y sufrimiento: Hasta

ella había cambiado.

3

De inmediato me negué a creer que la culpa fuera mía, no podía creer que aquella evolución o trasformación física, fuera exclusiva

responsabilidad mía. Me sentía como una colegiala segundona, torpe y fea a merced de las bromas de sus compañeros, y con la entereza y

rebeldía de una colegiala estaba dispuesta (dispuesto) a rebelarme y cambiar aquello. Primero traté de encontrar el motivo que me había

llevado a aquel estado. La comida fue lo primero que barajé, me

gustaba comer, ¡diablos! Me gustaba cocinar y disfrutar de la comida. Siempre comía hasta límites insospechados, mucho más allá de la

saciedad, y además comía con deleite y gusto. Comía de todo o casi, porque cocinar, (desde que vivía solo, cocinaba), me había abierto las

puertas de otros sabores que desconocía, o mejor, repudiaba por pura cabezonería o infantilismo. Desde que cocinaba probaba con sensibilidad

de gourmet cada guiso, cada consomé, observaba la textura de cada pescado y cada carne, y mi olfato se había doctorado en especias de

todas las culturas del mundo. Pero a pesar de esto no estaba dispuesto aceptar que mi metamorfosis fuera por culpa de la comida. Entonces le

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culpe a mi sedentarismo. Me pasaba horas en el sofá, tumbando a la

bartola, leyendo, haciendo nada. Por otro lado, el deporte era tan ajeno a mí como el amor de mi vida. Y en esas estaba cuando, cosa extraña,

tuve un pensamiento, no sé, supongo que fue de esa clase de

pensamientos que tienen los elegidos, los triunfadores, los que han sobrevivido al paso de los siglos, esa clase de pensamientos que hacen

que a uno le construyan un monolito o le pongan el nombre de uno a una calle, un museo o de un colegio público. Pensé en la Literatura, en

el lugar que ocupaba en mi vida, un lugar privilegiado, sin duda. La Literatura era como mi sombra, como un hijo, como alguien de la

familia, mucho más que un hobby, o una afición. La Literatura en realidad era mi vida, mi Dios, mi religión, ¿sería acaso Ella la

responsable de mi metamorfosis? Analicé la situación. En general todos los literatos me habían invitado a ejercitar mi mente y el que más o el

que menos, frivolizaban sobre aquellos que cultivaban el cuerpo, en vez del espíritu. Había pasado por mis manos toda la Literatura del mundo,

Homero, Aristófanes, Quevedo, Dante, Shekespeare, Unamuno, Baroja, Neruda, Hemingway, Jack London, Herman Hesse, Borges, Cortázar,

Machado, Lorca, Auster... todos ellos y un infinito más, me habían

empujado a leer y la lectura sólo me empujaba al sofá, o sea, al engorde, a la metamorfosis, a la vida dejada y sedentaria, a vivir en la

alucinación de que sólo la Literatura me salvaría, ¿pero se podía ser acaso más esclavo? ¿Qué clase de salvación y libertad era esa?

Me quedé mirando con estupor mi desordenada biblioteca, que en

general eran un conjunto de baldas abarquilladas con libros sin orden ni concierto, en las cuatro paredes de mi habitación. Había libros que no

recordaba haber leído y otros que, sencillamente, no había leído jamás, habían quedado eternamente pendientes, como la obligada lectura

postergada para el día siguiente. Mis ojillos recorrieron las baldas, leyendo los autores con la misma cadencia y atención de quien reza el

rosario:

Lev Tolstoï, Ernest Hemingway, Ende, Gore Vidal, Dante

Alighieri... De súbito me quedé paralizado y volví a leer con más atención, como un desencriptador o como alguien que está acostumbra

a descifrar jeroglíficos o a leer la grafía egipcia:

Lev Tolstoi

Ernest Hemingway

Ende

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Gore Vidal

Dante Alighieri

Quedé enmudecido... mis ojillos recorrieron una vez más mi particular sopa de letras:

Lev Tolstoi

Ernest Hemingway

Ende

Gore Vidal

Dante Alighieri

No sé cuanto tiempo llevaban aquellos libros en la estantería.

Posiblemente, o más bien, era seguro que había adquirido aquellos

libros durante años diferentes y habían acabado allí y en ese orden por puro azar, por casualidad, casualidad que ahora adquiría ciertos visos de

causalidad, pero la evidencia no era baladí y más en ese momento. Mi particular juego de palabras, mi pasatiempo, mi sopa de letras personal,

incluso, mi lío intelectual y este trastorno mío con las letras, descubría dentro de aquellos autores un mensaje cifrado, como si en realidad

fuera un mensaje, una señal, un acertijo existencial. Extrayendo no tan caprichosamente algunas sílabas leí la siguiente frase:

LEER ENGORDA

Entonces me di cuenta de la opacidad con la que había mirado el

mundo durante tanto tiempo, el embotamiento de mi cerebro, la esclavitud a la que había estado sometido, el engaño, el ardid, la

trampa. La Literatura había sido mi esclavitud, mi falsa creencia, mi

becerro de oro. Y aquella revelación profunda, trascendental y relevante había llegado a mí gracias a la propia impostura de la Literatura, gracias

a un puñado de libros, ¡qué ironía! Era como un chiste macabro, como una broma pesada (y pensada) y de mal gusto, y por un momento me

sentí tan decepcionado, inútil y abatido como alguien que acaba de darse cuenta del engaño de la secta a la que ha invertido toda una vida;

sí, eso es, como si los lectores compulsivos, sin tener conexión unos con otros, perteneciéramos a una extraña secta, sin ser muy conscientes de

ello. Mi vida tenía el mismo sentido que el agua sucia y arremolinada que se va por el sumidero del lavabo. Pero inmediatamente, no sé por

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qué y si tiene o no sentido, me sentí como un apóstol, como un Mesías

urbano, como alguien a quien le ha sido revelado la verdad suprema o el sentido de la vida, la muerte y del universo. Yo era el elegido o no: A lo

mejor había cientos de tipos mediocres como yo, en cientos de hogares

de mierda como el mío, a los que también, de una forma u otra, les había sido revelado el secreto. Por otro lado, ahora que lo pienso, ese

pudiera ser el fundamento de la telebasura y de la política, es decir, que los grandes políticos o productores de televisión en algún momento de

su vida, como yo ahora, se hubieran dado cuenta de que la cultura era un contratiempo y hubieran decidido vivir sin contar con ella, al margen

de ella, convirtiéndose en líderes de masas o en anónimos multimillonarios controladores de voluntades ajenas.

Sea como fuere, la Literatura, los libros, la cultura... eran (o

parecían) mentira, un espejismo, algo de lo que había que rehuir o estar lejos. Leer no sólo engordaba, sino que embota el cerebro y hacía que te

movieras por el mundo con más lentitud que los demás, con menos garbo, con menos energía, con menos espíritu que el resto. Leer te

convertía en un misántropo, en un hipocondríaco, en un producto de

desecho, en un perdedor que te llevaría a perder a la mujer de tus sueños y a ser el último mono en el mundo laboral. Leer no sólo

engordaba, sino que era la forma que había tenido de suicidarme. Yo era un suicida y además había elegido una literaria forma de suicidarme,

me refiero a la lectura. Sí, estaba muerto, y hacía ya mucho tiempo.

4

A la mañana siguiente me levanté como un hombre nuevo, como un resucitado, dispuesto a abandonar el engaño en que vivía. Repudié

mi vida y me abracé a la vida que había repudiado durante tanto

tiempo.

Loco, febril y delirante vacié mi biblioteca y baje todos mis libros a la basura, hasta que el contenedor se desbordó. Pronto los libros

empezaron a amontonarse en la acera y en el asfalto. La gente que pasaba me miraba con una insultante sonrisa en los labios, con la

misma superioridad que se mira a los locos inofensivos. Cuando prendí fuego al contenedor y a los libros, dejaron de reírse. En su rostro ya no

había superioridad ni insulto, tenían miedo y huían de mí, eso me gustó.

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Subí a casa, observé las paredes desnudas de mi habitación donde

antes sólo había libros: me sentí confuso. Empecé a hacer flexiones, o mejor, traté de hacer flexiones y abdominales con una agilidad torpe y

delirante. Al rato llamaron a la puerta, era una pareja de policías, les

cerré la puerta antes de que emitieran una sola palabra. Luego vinieron más policías, y ambulancias, y bomberos y un montón de curiosos,

sirenas y luces, empezó a rodear el edificio: echaron la puerta abajo. Me leyeron mis derechos, me dieron dos ostias, me esposaron y me

encerraron. Me tomaron declaración, y mi declaración me llevó directo a la consulta de un psiquiatra.

El psiquiatra era un tipo de aspecto huraño y serio que siempre

iba con bata, corbata y unas gafas que le daban un aire intelectual que, juraría, no estaban graduadas. Recuerdo aquella primera entrevista

como si estuviera ocurriendo ahora mismo.

---¿Cómo se llama?, ---preguntó el psiquiatra

---¿Y usted?, ---espeté con acritud

---Yo soy el psiquiatra, quien hace las preguntas aquí, soy yo, ---

trató inútilmente de hacerse respetar.

---¿Es que los pacientes no tienen derecho a preguntar? ¿No tienen derecho a saber qué les pasa? ¿No tienen derecho a saber con

quién tratan? No sé quién es usted, ni qué hace en su tiempo libre, ni si es buen padre de familia, ni si se masturba pensando en niñas

menores... No sé nada de usted ¿Cómo le voy a confesar mi vida a un desconocido? ¿Le contaría usted la vía a un desconocido? Eso sería de

locos, ¿no? Yo no hablo con desconocidos y menos sobre mi vida personal. Así que si quiere que conteste a sus preguntas, usted tendrá

que contestar a las mías.

---Parece razonable lo que dice, ---trató de ser conciliador---

¿cómo se llama?

---Me llamo Pedro.

---Muy bien Pedro, qué quiere saber de mí.

---¿Quiero saber cuantas novelas lee al mes?

---Hace años que no leo ningún libro, salvo algún estudio de psicología. Tal vez en verano leo algo de literatura, no sé... Pero no creo

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que lea más de dos o tres novelas al año. Lo cierto, y es un defecto que

arrastro, lo sé, nunca he leído demasiado.

---Tal vez no sea un defecto, créame. ¿Ha leído usted El Quijote?

---Para serle franco, ni siquiera he abierto ese libro en mi vida.

---Y una última pregunta y ya no le molestaré más, ¿ha

prosperado en la vida?

---Depende a lo que llame usted prosperar...

---Me refiero a si ha conocido el amor, o si laboralmente las cosas le han ido bien, o si tiene solvencia económica... no sé, a ese tipo de

cosas me refiero.

---La verdad es que me casé con la mujer de mi vida, económicamente no me puedo quejar y laboralmente le diré que soy el

Jefe de Psiquiatría del Hospital Provincial.

---Verá, tengo una extraña teoría.

Esto parecía interesarle

---¿De qué se trata?, ---preguntó con curiosidad

---Durante toda mi vida he leído hasta la saciedad y siempre he

tenido la creencia, que los cargos públicos o las personas que dirigen voluntades, tendrían que leer un libro decente de vez en cuando. Estaba

convencido, incluso, de que nadie podría llegar a ser algo si, como mínimo, no se hubieran leído El Quijote al menos una vez en la vida.

Como ve, no parece una teoría muy descabellada, ¿no? Al fin y al cabo, desde niños, todos nuestros educadores nos invitan a leer, incluso los

que no han leído nada en su vida dicen que leamos. Pero a la vista de

los hechos, empiezo a pensar que estoy en un error. Error que, por otro lado, me ha traído a este despacho. Las personas que conozco y que

leen, llegan a finales de mes apretados de dinero. Muchos de los que conozco y leen no han conocido el amor de su vida y en general no les

va demasiado bien. Por otro lado, la mayoría de las personas con cargos de responsabilidad que conozco son unos zafios de tomo y lomo. ¿Sabe

lo que pienso? Yo pienso que la lectura es el camino más corto hacia el fracaso.

El psiquiatra pensó durante largo tiempo, y luego me dejó

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marchar pensando que era un iluminado. Eso sí, tendría que verle todas

las semanas por si se equivocaba.

5

Al día siguiente decidí tomarme mi nueva vida de forma más

reflexiva y tranquila. Como he dicho, me abracé a la vida que había repudiado. Esto significaba comida sana y deporte, esto significaba

liberar a los pulmones del tabaco y a mi sangre y a mi estómago de alcohol.

Me puse un viejo chándal negro medio apolillado del armario, me

miré al espejo, estaba como embutido, tenía el mismo aspecto que una morcilla de Burgos. Salí a correr, elegí una ruta discreta, libre de

transeúntes. Al medio kilómetro estaba echando los pulmones y el

intestino por la boca, cien metros más adelante me había lipotimiado. No sé cuánto tiempo estuve sin conocimiento, sólo sé que me desperté

frío y húmedo. Creo que me había orinado encima. Fui a casa como pude, me di una ducha. Salí de la ducha, me miré al espejo y me

pareció que había adelgazado algo. Decidí comer frugalmente. Me preparé un salto de verduras, agua y fruta. Nada de pan, nada de

grasas ni de hidratos de carbono. Me fui al sofá, encendí la tele, me puse a ver telebasura y a pensar en cual sería el deporte más apropiado

para mí, estaba claro que no era el atletismo... Al rato me levanté, fui a la nevera, no había nada decente, me había deshecho de toda ponzoña

gastronómica y en su lugar había todo tipo de alimentos saludable. ¡Mierda! Descolgué el teléfono, marqué:

---Telepizza City, ¿en qué puedo servirle?

---Querría que me trajera una pizza familiar con bacon, ternera, salsa barbacoa y doble de queso

---¿De beber?

---Cerveza

---Bien, ahora mismo se la llevamos, dígame la dirección, por

favor...

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---....

Lo de comer sano y el alcohol tendrían que esperar un poco

todavía. Mi decisión dio resultado, con el estómago lleno, di con el

deporte ideal: la natación.

6

Las piscinas climatizadas públicas más cercanas estaban a 40 kilómetros. Dónde vivía no había piscinas climatizadas públicas ni cosa

parecida, pero eso sí, el Gobierno Local, cada 4 años, estudiaba, pensaba, planeaba, imaginaba, se jactaban, se excitaban, publicaba y

prometía plantearse seriamente volver a prometernos su construcción. Así que me vi obligado a coger el coche seis días a la semana para

nadar, el séptimo, como el Señor, descansaba. El primer día que entré

me dio buen pálpito. Todo tenía buen aspecto. Todo, hasta que entré en los vestuarios y en la ducha. Todas las duchas tenían agujeritos a la

altura de la ingle y habían arrancado la mayoría de los cerrojos. En los vestuarios individuales la cosa no mejoraba mucho, los banquitos

estaban rotos, las perchas arrancadas y las paredes llenas de pintadas, pintadas de contenido político y sexual, pero sobre todo político. Puestos

a elegir, a mí me gustaban más las pintadas de contenido sexual. Bueno, al menos me parecían más útiles:

Rebeca, 22 años, rubia caliente. Talla 90. Francés, griego.

No creo que aquella chica hablara idiomas, ni que tuviera fiebre, ni

que fuera enana, es decir, que midiera tan solo noventa centímetro. El número de teléfono aparecía al final del anuncio 696... Tomé nota, y

decidí llamar en otra ocasión.

Siempre nadaba en la pista de lentos. Me ahogaba, sentía que la

respiración me faltaba, era incapaz de acabar un solo largo. Además, me daba vergüenza exhibir mi insultante barriga en medio de aquellos

cuerpos fibrosos, parecía una gorda de Botero. También me avergonzaba cuando los niños me dejaban atrás con su estilo infantil,

perseverante y seguro, como si hubieran nacido por y para el agua. Pero me tragué mi vergüenza y mi orgullo. Me había propuesto cambiar y

nadaba con constancia y entereza. Pronto adquirí cierta soltura y cierta capacidad pulmonar. Primero fui capaz de hacerme un largo, luego dos y

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a partir de ahí todo resultó más fácil. Sólo había que ir más lento y no

dejarse estimular ni apabullar por la rapidez y destreza de quienes llevaban nadando toda una vida. Controlé lo que ingería y enseguida

empecé a adelgazar. Cada día me miraba en el espejo con curiosidad y

atención, y también con la convicción de que estaba más delgado que el día anterior, y probablemente era cierto.

Pronto descubrí que el verdadero cambio no debía ser sólo físico y

no reducirse a dejar de leer, que era, bajo mi punto de vista, las verdadera causa de mi obesidad. Lo que tenía que hacer era cambiar mi

forma de pensar, mi forma de vestir, incluso la imagen que proyectaba a los demás. Se me antojó que mi nombre era zafio, vulgar y soso: Pedro

¿Quién se llamaba Pedro?, y me empecé a presentar como Peter en sociedad, Peter me parecía mucho más glamuroso y hacía que me

ganara el respeto y simpatía de los demás con más facilidad. Renové el vestuario con ropa que antes no solo no me hubiera servido, es que ni

siquiera hubiera mirado. A las piscinas ya no llevaba las chanclas del 87 ni el bañador del 92, ni la toalla playera que siempre había estado junto

a mi desde que tenía uso de razón, me compre un bañador elástico, un

albornoz y unas zapatillas de goma nuevas. Me encapriché de un Audi caro, con muchos caballos, y acabé comprándome un Seat Ibiza y lo

tunneé hasta dejarlo lo más parecido al coche del que me había encaprichado. Me puse al día viendo todo tipo de programas bodrio y

telebasura. Me hice con un móvil de sexta generación y me descargué todos los pijotonos del mercado. Me conecté a Internet y creé varias

cuentas falsas, tuve quince cibernovias y me masturbaba y compraba a través de la red. Si compraba un libro era para regalar, y siempre eran

best-seller o literatura ligera. Sólo leía revistas deportivas o cosas muy light. Y si pensaba en viajar sólo pensaba en lugares exóticos. Renegué

de los pocos amigos que tenía y me eche otros que estaban en mi onda, con los que tenía un feeling mucho mejor. Llegué a llamar a Rebeca, la

chica que se anunciaba en los vestuarios masculinos. Resultó ser una buena chica licenciada en Gestión y Dirección de Empresas que

trabajaba de cajera en un supermercado. Tenía un horrible defecto, leía

mucho, enseguida le insté a que no lo hiciera y a la semana ascendió y, que yo sepa, nunca volvió a leer. Supongo que ahora le irá mucho

mejor. Su número estaba en los vestuarios porque al parecer tenía un ex novio despechado que se dedicaba a escribirlo por todos los retretes

y vestuarios que encontraba con anuncios obscenos. Al parecer yo no era el único que había llamado. Cambie tanto que incluso cometí el

disparate de aprender ingles, o tratar de aprenderlo. Me convertí en un hombre nuevo, me sentaba bien eso de no pensar, había incluso

rejuvenecido.

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7

Y en esa feliz vida estuve yo durante todo un año desde aquel Marzo bendito, aquel marzo que me descubrí por casualidad en el

espejo. Y era feliz y no quería ni necesitaba nada ni a nadie. Hasta que un día ocurrió algo.

Salí de las piscinas climatizadas y decidí pasear por los

alrededores. Cuando apenas llevaba doscientos metros descubrí un poderoso edificio, majestuoso como una iglesia, magnético como el

Oráculo de Delfos. Era una biblioteca que hasta entonces había pasado completamente desapercibida, puede que nunca hubiera pasado por allí,

no sé. El caso es que jamás había reparado en su presencia gracias a la estúpida felicidad en que vivía. Tampoco sé qué me impulsó a entrar, tal

vez debió de ser lo mas parecido a un instinto animal, algo así como un

deseo irrefrenable, un pálpito, una corazonada, seguramente, una maldición...

Bajé a la sala de préstamo y quedé maravillado, o mejor,

hechizado por las estanterías abarrotadas de libros. Me paseé sin tocar, sin coger un solo libro. Sólo leía títulos y autores como quien ora en una

mezquita. Me detuve en la R, leí Juan Rulfo y cogí un discreto libro, de humilde encuadernación, que malvivía allí solitario, completamente

abrumado por otros libros más voluminosos, más nuevos, más llamativos y con mejor encuadernación: Pedro Páramo. Pensé en

aquellos libros como si fueran personas, y pensé que aquel libro era yo mismo. Y que no era simple casualidad que el título del libro tuviera

exactamente el mismo nombre que yo. De súbito me latió mas fuerte y más rápido el corazón, me acordé de algo, eché mano de mi cartera

Lacoste. Como si una mano misteriosa lo hubiera puesto allí, encontré el

carnet de la biblioteca. ¿Qué hacía allí? Cogí el libro sin saber muy bien lo que hacía

Salí de la biblioteca y conduje mi seat hacia casa excitado y

meditabundo. Saqué una cerveza del frigorífico y abrí el libro de Rulfo por la primera página, las primeras palabras eran puro veneno y se

clavaron como el aguijón de un escorpión. Luego ocurrió algo peor. Encendí mi Pentium dieciocho mil, abrí un documento Word, y antes de

escribir una sola palabra pensé en la gente que me odiaría por ello y pensé en mi mismo odiándome dentro de un año, gordo, seboso, solo,

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alcoholizado y llevando la mismita vida que un suicida, y escribí:

Mucho antes de saber que esto acabará exactamente como

empieza, yo era un suicida....

---oOo---

Liberación

Por VIGILANTE75 (seudónimo)

Pablo Chacón Blacker

Perú

Blanco. Se podría esperar que después de tanto tiempo hubiera aprendido a distinguir unas baldosas de otras, contrastando sus matices,

patrones y diseños. Pero no. Luego de cada despertar (que siempre sucedía en un sector distinto al del día anterior), el Hombre aguzaba la

visión sobre las baldosas adyacentes e intentaba descubrir las diferencias sin éxito. Ampliaba su perspectiva cuando hacía sus

caminatas y carreras reteniendo en la memoria el color de las baldosas sobre las que había transitado antes e intentaba compararlas con las

nuevas que encontraba. Todas igual de blancas, siempre. ¿Cómo distinguirlas? Pensó que quizá había baldosas más pequeñas que otras y

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durante cierto periodo se esforzó en medir unas y otras con el único

objeto que poseía: su cuerpo. Como no podía admitir que fueran todas igual de cuadradas y enormes (de unos tres cuerpos y medio cada lado)

y cansado ya de comparar medidas idénticas decidió que las diferencias

existían, sí, pero que eran tan sutiles que la regla que usaba era incapaz de demostrarlo. Nadie discutió esa idea nunca, desde luego. Porque en

ese entonces no había nadie más.

Cartografiar su espacio mentalmente era importante porque nunca sabía si había estado aquí el día anterior o si aquel grupo de baldosas

era un territorio nuevo para colonizar. Buscaba claves en el suelo, pero también sobre él, y por eso escudriñaba su cielo, buscando respuestas.

Pero cuando alzaba la vista notaba que sobre toda la extensión del Lugar flotaba una niebla espesa y del mismo color las baldosas. A veces

se entretenía con la idea de que la niebla ocultaba la tapa de un gran recipiente cuyas paredes no existían y cuyo fondo estaba formado por

las baldosas sobre las que él vivía. Con frecuencia brincaba con los brazos en alto tratando de alcanzar con ellos alguna hipotética materia

sólida que pudiese existir en o sobre el techo gaseoso. Otras muchas

veces posaba una mejilla en el suelo, cerrando un ojo y mirando con profundidad el horizonte, intentando distinguir alguna baldosa que se

encontrara a mayor altitud que las otras para así poder brincar sobre ella y penetrar, esta vez sí, unos centímetros más en la niebla. Pero

aunque repitió estas operaciones tozudamente no tuvo éxito en ninguna. Pensó que necesitaba más recursos, cosas simples, objetos

primarios... Le gustaba imaginar que poseía una esfera lisa y pesada (de preferencia azul, un color que no había vuelto a ver desde que llegó al

Lugar), que podía colocar cuidadosamente sobre el suelo para poder detectar el efecto de la gravedad sobre ella. ¿Rodaría en alguna

dirección, descubriendo así alguna inclinación sutil en el terreno? Y de ser así, ¿sería la evidencia que buscaba sobre diferencias de altitud

entre baldosas? Y si ello no funcionara, ¿podría usar la esfera azul como un proyectil, lanzándola contra la niebla y atravesándola, oyéndola

chocar y rebotar contra algo? o, mejor aún, ¿contra alguien? (quien en

tal caso gritaría de dolor por el golpe, advirtiendo la presencia del lanzador bajo la niebla y emprendiendo contra él algún tipo de

represalia que acabaría la monotonía del Lugar) Y sí tampoco en ello hubiera suerte, ¿podría intentar impactar la esfera contra el suelo, las

veces que sea necesario, para romper baldosas y poder construir con sus pedazos un montículo sobre el cual erguirse para mirar más lejos en

el horizonte o para acercarse a las alturas? Cuando se empezaba a entusiasmar con estas ideas recordaba que no poseía esferas metálicas

ni objeto alguno. Tampoco creyó posible encontrar algo parecido: Entre la niebla y las baldosas no había nada más que él.

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El tiempo tenía características similares a las del espacio: no podía distinguir horas ni días ya que todo estaba sometido a una iluminación y

temperatura constantes. Sólo había un momento en que todo parecía

ser distinto: Al dormir. Y eso dividía sus "días" y noches, indistinguibles de otro modo. Además cuando dormía ocurría el milagro: Soñaba, cosas

que intuía maravillosas, que al despertar recordaba brevemente y que lo hacían sonreír por nueve o diez segundos y que luego olvidaba para

siempre, dejándole la sensación de perder algo valioso pero también un alivio reconfortante por haber sonreído. Creyó que debía haber un

secreto maravilloso en el sueño y por eso, algunas veces, se obligó a seguir durmiendo luego de que claramente había despertado. Intentaba

de ese modo retener el recuerdo más tiempo y prolongar su pequeño éxtasis personal. Pero no tuvo éxito. Sólo conseguía con eso dormir mal

y no soñar. Y despertar de mal humor. No, para dormir y soñar había que cansarse. Por eso exploraba, corría, brincaba y se revolcaba por el

durísimo suelo blanco, cantando y gritando hasta agotarse para que el milagro sucediera de nuevo a la "mañana" siguiente.

¿De dónde obtenía esa energía y fuerza? ¿Sería acaso que mientras dormía, comía o que venía a él alguien con sigilo que lo

renovaba o bendecía o le inyectaba sustancias revitalizadoras o recargaba algunas ocultas y desconocidas baterías escondidas bajo su

piel? Mientras estaba despierto no padecía hambre o sed. Eso era importante porque ¿qué podría comer si lo necesitaba? ¿Sus manos o

sus pies? No orinaba nunca ni ocurría en él proceso digestivo alguno... salvo salivar. Con la boca húmeda podía cantar y gritar. Y lamer

baldosas... lo hacía a veces. Pero en cada una su lengua encontraba el mismo aburrimiento. No lo hacía por inercia, sino con verdadera

curiosidad. Tenía la esperanza de que, si los diferentes lugares del territorio blanco no podían diferenciarse con los ojos, quizá lo harían con

el gusto. Imaginaba mapas de este mundo donde quizá podría registrarse un cuadrante con baldosas saladas o un distrito con gusto

picante y dulce. También fracasó usando su oído. No había un lugar más

silencioso que otro. Todo lo que sonaba era él. Gritaba y cantaba, golpeando el suelo con las manos o los pies. La música de su cuerpo

simulaba bien una compañía, siempre y cuando fingiera que no sabía lo que era una compañía real. Pero lo sabía. En sus recuerdos había

múltiples colores, temperaturas diferenciadas y olores. Pertenecían a un tiempo en que textura y dimensión eran conceptos útiles, donde las

cosas estaban sobre el suelo y no eran sólo el suelo, donde la luz cambiaba de intensidad cíclicamente, los sonidos salían de lugares

distintos y el calor humano tenía diferentes caras, intensidades y apellidos. Allí se envejecía, se tenía frío y se engordaba. Y aunque no

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podía comprobarlo quería creer que accedía a esos tiempos sólo cuando

soñaba y que quizá si aprendía a dormir "bien" podría quedarse a vivir en una hipotética y anhelada dimensión de sueños eternos.

Mientras tanto ocuparía su tiempo tratando de comprender su nuevo mundo. Convencido de que sus sentidos no podrían jamás

diferenciar lugares en la monstruosa inmensidad, decidió que, para existir, las diferencias en el terreno debían ser creadas por él. Sólo podía

contar con su cuerpo para esa empresa. Cabellos, pestañas, fragmentos de uñas, charcos de saliva le darían orden y sentido al espacio. Conjuró

una geografía sorprendente que lo llenó de orgullo: La calle de las Baldosas, el Golfo de Baba o el Volcán Peludo fueron monumentos y

accidentes que fabricó sobre el suelo en un esfuerzo que lo dejó feliz y agotado. La primera vez durmió bien y, aunque luego no lo recordó,

estaba seguro que había soñado que escalaba las montañas y nadaba en los mares que él mismo había diseñado, porque durante los diez

segundos que siguieron al despertar había sentido la necesidad de cotejar algo de su sueño con algo que existía en el Lugar. Pero entonces

miró en torno suyo y comprobó (al principio desconcertado, luego

también en eso resignado) que las baldosas blancas, sus divisiones, la niebla perpetua flotando a la misma altura, eran nuevamente las únicas

cosas que aparte de él existían.

La extraña desaparición de sus cordilleras y plazas orgánicas lo convenció por algún tiempo de que en realidad no despertaba, sino que

se iba metiendo en sueños sucesivos que se contenían y anulaban. Descartó por completo estos pensamientos el día en que decidió usar su

propia sangre para una nueva creación. En esa ocasión, luego de rasgarse con las uñas, dibujó sobre la sección central de dos baldosas

contiguas, el Gran Bosque Rojo. Nunca se había agotado tanto ni quedado más satisfecho con ninguna otra creación. Pero al despertar

luego de un largo descanso el diseño había desaparecido. En cambio la herida, que se había hecho en el muslo izquierdo para crearlo, no y aún

le dolió durante varios despertares hasta convertirse en una

insignificante cicatriz que desde entonces lo acompañó para siempre.

La idea de la sangre le sugirió remedios peligrosos para la frustración. Se imaginó atragantándose con su pelo o arrancándose la

piel a dentelladas para terminar con su estado actual y acceder quizá a un lugar desconocido y mejor. Pero también pensó que eso alejaría de él

sus sueños y despertares, lo único de lo que su espíritu se nutría y que añoraba siempre. Era eso, y no la cobardía, lo que lo detenía. Y así,

vicioso, persistió en cansarse a diario, sintiendo por momentos lástima y vergüenza por sus cortas aspiraciones, pero alivio en saber que nadie

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podría reprochárselo.

Esa era su vida. Hasta ese día en que, en medio de uno de sus

paseos, me encontró.

Lloró. Lloré. Nos abrazamos y olimos y oímos y reímos a

carcajadas. Daba lo mismo si era yo su reflejo, un espejismo o la evidencia liberadora de la locura. Hablamos hasta la afonía de todo lo

que dos náufragos pueden hablar al encontrarse. No nos sorprendió lo mucho que se parecían nuestras historias, anhelos y rituales. Y tampoco

nos sorprendió construir juntos una idea nueva y revolucionaria, un plan que cambiaría el régimen de la insondable prisión: Uno de nosotros

vigilaría el sueño del otro. Cuando el soñador despertara, el vigilante lo interrogaría de inmediato sobre el sueño que acababa de tener. Durante

pocos segundos, el soñador lograría narrar todo lo que pudiera antes de que el recuerdo se desvaneciera de su mente. Pero el vigilante ya habría

escuchado y podría contarle todo para que no lo olvide nunca más.

Entusiasmados con este proyecto, propuse un sorteo para ver cuál

de los dos soñaría primero. Pero él replicó a mi idea con una propuesta generosa y me rogó que yo aceptara. No discutí, agradecido: Yo

dormiría y él velaría.

No puedo recordar con precisión lo que ocurrió luego: Sólo que primero me dormí mientras él me miraba enternecido. El siguiente

recuerdo es, supongo, el final de mi despertar: un gran sopor, la certeza de estar hablándole y de que él me estaba escuchando, sonriendo sin

gesticular, ni parpadear, ni hacer ningún movimiento. Su rostro inmóvil, maravillosamente iluminado, mostraba calma y asombro. Esperé

entonces que me repitiera, palabra por palabra, lo que yo acababa de contarle y olvidar. No ocurrió. Estaba muerto.

Mis gritos debieron perforar la niebla y tan terribles fueron que

estoy seguro que llegaron a perturbar a algún oscuro carcelero que me

mira desde las alturas. Cuando me agoté de lamentarme, caí rendido y soñé y desperté y tuve mis diez segundos de paz y luego noté que el

cadáver seguía allí y que se había convertido en el accidente geográfico más notable del Lugar. Desde entonces fue mi Montaña sagrada y mi

altar.

No corrí, ni salté, ni lamí baldosas en los tiempos que siguieron. Me consagré a una vida monacal y contemplativa, mientras un olor

terrible (el primero que sentía en el Lugar) y entrañable se iba desprendiendo de él a medida que las jornadas transcurrían y sus restos

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cambiaban de aspecto y color. Mucho tiempo pasó pero por fin llegó el

día en que el túmulo de sus huesos desapareció. Derramé unas pocas lágrimas en homenaje (llamé al lugar el Mar de los Hermanos) y me

puse de pie, convencido de lo que tenía que hacer.

Desde entonces te busqué sin pausa por cuadrículas lejanas, bajo

nieblas remotísimas con la certeza de que el día en que por fin te encontrara te contaría la historia de él (casi toda) y la mía (casi toda). Y

así ocurrió. Ya sabía que tú, emocionado con el fin de tu soledad, me contarías tu propio periplo por la infinita explanada. Ya sabía que

agotaríamos nuestras voces en conversaciones y planes y que luego tendrías una idea y me la contarías. Pero yo no te contaría la idea que

yo tuve.

Por eso hoy me juzgaste generoso (no estoy de acuerdo) por permitirte soñar primero y me lo agradeciste hasta la lágrima. Y ahora

que te veo dormir, con una sonrisa de maravilla, soñando un sueño que me contarás muy pronto, deseo de todo corazón que tu liberación tarde

menos de lo que ha demorado la mía.

---oOo---

Todas las cosas deben suceder

Por RATRACOZ (seudónimo)

Luis Fernando Iglesias Herrero

Uruguay

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I

"La imagen que me quedó de vos es verte sentado en el costado

de la cama de la pensión, con la guitarra. En esa imagen siempre te escucho tocando "My Sweet Lord". ¡Por Dios, cómo te gustaba esa

canción!"

No sé por qué en esta noche, mezclado entre las sábanas y la oscuridad, se me apareció la cara de Silvia diciendo esas palabras. En

realidad, la frase no es nueva. Silvia me la dijo hace no menos de cinco años, la última vez que nos vimos, cuando nuestras urgencias no nos

dieron espacio ni para un mísero café. Nos habíamos perdido la pista por

más de veinte años, poco tiempo después de que decidiéramos que nuestro noviazgo se había transformado en un capricho o tal vez, siendo

menos duro, en una excusa para no reconocer los años que habíamos perdido.

Debe de ser la fiebre lo que me trajo la cara de Silvia y esas

rápidas palabras que fueron las últimas que pronunció antes de tomarse un taxi para volver a salir de mi vida. Apenas me dejó una imagen de

mujer casi vieja, refugiada en su matrimonio con hijos y apartamento, donde ya no necesita disimular para que funcione. ¡Pensar que ni me

acordaba de "My Sweet Lord". Creo que empezaba en mi menor, pero no puedo recordar los otros acordes.

Serán aproximadamente las dos de la mañana o vaya uno a saber.

Las horas son una referencia inútil acá, sobre todo con las pastillas que

debo tomar. Apenas uno puede agarrarse de algún pensamiento perdido (como las palabras viejas de Silvia) para que esta oscuridad tenga algún

sentido. El silencio me cansa y el dolor, que ahora parece que durmiera un rato, en cualquier momento despertará. Espero no sentirme como

anoche, luego de la operación, cuando solo encontraba en mi cabeza un puzzle sin formas. Un recuerdo aparecía y se manchaba con otra ráfaga

de memoria. Todo parecía mezclarse en mi estómago con el dolor de la operación. Creo recordar que un par de veces vomité esos inútiles

pedazos de recuerdos y no pude dormir. En esta segunda noche, esa inquietud se fue y puedo centrar mi memoria en aquel encuentro de no

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más de quince minutos con Silvia, hecha una ruina y simpática. Lo

revisé de arriba abajo, tratando de sacarle todo el jugo posible. Me entretuve, en estas horas colgadas de la nada, desarmando capa por

capa sus palabras, investigando qué viejos objetos habían movido de

mis nostalgias.

En el centro de esos recuerdos, mezclado con la inevitable dejadez que da la vigilia cuando nos empuja hasta el sueño, me pareció verme

con la vieja Jaime Cortez y con Silvia de auditorio. Pude, apenas antes de entregar la razón en manos de mi descanso, recrear aquella cama de

pensión en la que nos encontrábamos y hasta sentir el suave tacto de la madera con cuerdas Savarez demasiado viejas. Pero no pude recordar el

resto de los acordes.

II

El olor a otoño llena el aire de Friar Park, en las afueras de Henley,

Inglaterra. Harrison camina lentamente junto al invitado por el inmenso jardín de su casa. Lleva un gorro de fieltro verde y un buzo de algodón

tipo canguro con capucha atrás y bolsillos. Su barba crecida está despareja y recoge su pelo con una colita; las canas denuncian su edad.

Mientras camina con una azada al hombro, va explicando a su acompañante los distintos tipos de flores que cultiva y los secretos del

lugar. "Aunque no lo creas, en este jardín descubrí grutas acuáticas y pasadizos subterráneos que habían estado ocultos por siglos...", dice sin

poder ocultar su orgullo.

Disimuladamente mira si su interlocutor va por el camino hecho de piedras, temiendo que alguna de las plantas que bordean el pasaje

pueda ser pisada. Mientras el sol comienza a irse del gran jardín,

aparece una mujer. Leve, discreta, como pidiendo perdón por la interrupción, entrega a los hombres dos tazas de té con hierbas.

Caminan hasta una pequeña mesa de mármol circular para beberlo. Cuando se sientan, George se saca el sombrero, sonríe y dice: "Es la

mejor época del año para caminar de tarde por el jardín. ¿Podés respirar la paz que se siente? Este aire frío y húmedo es lo más parecido a la

felicidad".

Toman el té en silencio. El visitante respira profundo el olor del césped que empieza a mojarse con el rocío. Siente rastros de recuerdos

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que lo llevan a su infancia. Cree ver a su abuelo en otro jardín

perteneciente a una vieja casa, pero el presente es tan fuerte que la nostalgia se rinde ante la charla.

---Se te ve bien, George.

---Para ser una persona que se está muriendo no tengo mal aspecto, ¿no? Olivia me ha cuidado mucho, creo que sin ella no hubiera

durado tanto.

---¿No hay vuelta atrás? ¿Ni siquiera con los tratamientos alternativos?

---Mirá, puedo ser muchas cosas pero no tonto. Siempre supe que

estaba estirando el final. Cuando fui a Los Ángeles a internarme, pensé que no volvería a este jardín. Pero no hay que lamentarse, al final de

cuentas si el Señor así lo planeó, él tendrá sus razones.

Olivia Arias se acerca por atrás y apoya sus brazos sobre los

hombros mientras besa el cabello. Al visitante no lo incomoda porque la calma que irradian ambos no le permite sentirse un intruso. El frío

comienza a rozar las caras y es Harrison el que habla.

---Será mejor que entremos. El invierno se acerca, se nota en el aire ---respira hondo y casi en un suspiro termina la frase---; es la

época del año que más me gusta.

---¿Ya te vieron los otros?

Harrison invita al visitante a levantarse dejando atrás la mesa de mármol que queda sola, entre las primeras sombras que escupe la

noche. Con la azada al hombro y el gorro nuevamente en la cabeza, camina sobre las piedras del camino. Apenas sonríe.

---Vinieron hace un par de días. Tengo que reconocer que me conmovió la emoción de Paul. El pobre no pudo disimular que esa sería

la última vez que nos veríamos. En cambio, Ringo fue casi el de siempre, hasta se permitió un par de chistes. Pero Paul se veía muy

afectado. Sentí un poco de pena por él. Es raro, en el fondo sé que nunca nos soportamos. Tal vez no fuera culpa de nadie. Él nunca pudo

considerarme su igual. Intentó acercarse en los últimos tiempos, pero era tarde; a mí ya no me interesaba.

Faltan unos pocos pasos para llegar a la puerta. El visitante deja

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que el músico se adelante y voltea su cabeza para dar una última

mirada al espléndido jardín. Recuerda una frase dicha por Yoko Ono cuando visitó por última vez a George: "Ese hombre se parece a su

jardín. Cuida las plantas y los árboles como si fueran sus hijos".

Harrison, antes de entrar, habla.

---Es raro cómo la muerte te enaltece y te da categoría de único. Siempre el que se muere no lo merece. Parece como que esa supuesta

injusticia que sufre le otorgara el privilegio de ser mejor persona. Le pasó a John. El mal nacido que lo mató lo transformó, definitivamente,

en el mejor de nosotros. Yo soy más modesto. Me conformaría con que al menos se den cuenta de lo injustos que fueron conmigo. Aunque en

realidad, no sé qué importancia puede tener eso ahora.

Olivia les abre la puerta del fondo. Entran a la cocina y se limpian las botas en el felpudo. Un labrador salta sobre el músico haciéndole

fiestas. Este le acaricia la barbilla, mientras que con la otra mano le masajea el lomo. Juega unos segundos con el perro hasta que, desde su

posición en cuclillas, mira nuevamente al visitante.

---¿Otra taza de té?

III

La luz de la ventana me despertó. No era muy fuerte pero la

silueta de la enfermera fue como una presencia imposible de soslayar por el sueño. De su mirada colgaba una sonrisa. Apenas agachó la cara

y me preguntó si había pasado mejor la noche. Moví hacia abajo y hacia arriba la cabeza para confirmarle que al menos había dormido. Tenía los

labios secos y la boca pegajosa, pero no sentía la frente hirviendo como

el día anterior. La cabeza del médico apareció atrás de la enfermera. Nunca soporté a los médicos. Ellos saben que dependemos de sus

conocimientos para seguir viviendo y en pequeños gestos te lo hacen notar, subiéndose a un pedestal cimentado por nuestro miedo.

Ahora, por ejemplo, el doctor Aguilar me mira tras sus lentes e

inventa una pequeña sonrisa como para que le crea. Me cuenta que averiguaron el origen de la fiebre y los dolores. Que esperan el resultado

de las muestras de un pequeño bultito (tal vez nada más que un pólipo) que sacaron de los intestinos. Existen hemorroides internas que me han

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hecho perder algo de sangre y no se puede descartar una infección en la

zona; esa misma tarde me operan de nuevo. Yo muevo la cabeza de arriba abajo. Al final de cuentas, nada puedo opinar. Aguilar y la

enfermera se van. Me dejan un té con leche apenas tibio y una galleta

asquerosa.

Mientras supero el asco del desayuno, retorna la imagen de Silvia. Recuerdo que en aquel encuentro fortuito me dejó su número de

teléfono. Nunca la llamé. En realidad yo no quería verla. A quien me hubiera gustado volver a ver era a Silvia de diecisiete años y no era su

decadencia la que me sacaba las ganas sino, más bien, la mía. Trato de distraerme mirando por la ventana con las cortinas corridas y la

raquítica luz que dejan atravesar. Imagino cómo andará el resto del mundo, ahí afuera, ignorándome, tal vez feliz de haberme expulsado de

sus rutinas. De nuevo conecto esa sensación con Silvia, con aquella Silvia.

Vivía en una pensión estudiantil de la calle Blanes. La regenteaba

una matrona bastante antipática y estricta en cuanto a las visitas que

recibían las residentes. Usualmente yo caía después de clase, pasado el mediodía y acompañado por mi guitarra, mientras la siesta empezaba a

mandar en aquella casona. Cuando saludaba a la vieja, sabía lo que iba a pedirme. Sentado detrás del mostrador le cantaba alguna canción de

Los Olimareños o de Zitarrosa, de esas que se sacan con tres acordes. Eso le mejoraba el día y alcanzaba para que me dejara estar un rato con

mi novia. Invariablemente traicioné su confianza y creo que la vieja era consciente de ello.

La pieza donde dormía Silvia daba a la calle. La larga ventana que

llegaba al piso protegía la intimidad del cuarto con dos viejos postigones. Tras ellos hacíamos el amor a la hora de la siesta. Es

indiscutible que esta es la mejor hora para hacerlo. El día ya ha acomodado sus ritmos cuando uno recibe esas inesperadas vacaciones

del cuerpo como un regalo inmerecido. Ese placer era aún mayor

cuando lo hacíamos con los postigones entreabiertos, de forma que se podía ver lo que pasaba afuera. Las cortinas cuidaban que nada pudiera

verse de nuestra transgresión a las buenas costumbres. Gozaba, como solo se puede gozar a esa edad, sabiendo que la gente seguía con sus

urgencias inútiles, mientras yo amaba de contrabando y eso era lo único que importaba. El desprecio que me despertaban esas otras vidas que

nos ignoraban tras los postigones era tan grande como los nervios que me causaba la posible entrada de la celadora.

Ya con la nerviosa felicidad concluida, y para aparentar ante los no

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tan lejanos oídos de la vieja mujer, sacaba la guitarra y me ponía a

desentonar alguna canción sentado en la cama, la que podía ser perfectamente "My Sweet Lord" como cree recordar Silvia. Con esa

música mitigaba la desazón y el deseo de escapar que usualmente le

nacen al hombre después de hacer el amor. Era una manera práctica de llenar el silencio y manejar una rutina satisfactoria para nuestra

relación. Creo que esos momentos fueron de los pocos en que me sentí casi perfectamente feliz aunque, por supuesto, no me diera cuenta.

Esas imágenes no me hacen mal. Al contrario, me cambian las

inquietudes. Pero me sigue molestando sobremanera no poder recordar los acordes de "My Sweet Lord". Sé que empezaba en mi menor, iba a la

mayor 7, repetía, y creo que terminaba en re mayor, donde empezaba el solo y se iba a... ¿Adónde iría?

Las bocinas de la calle me traen nuevamente al sanatorio. Vuelvo

a pensar en las personas y rutinas que viven allá fuera mientras estoy en mi cama. Ahora no las desprecio. ¿Cómo podría despreciarlas yo, que

no soy nadie? Sin euforias las envidio y presiento que son ellas, las

mismas que corrían ignorando nuestros cuerpos semidesnudos tras los postigones, las que se están vengando. Yo, mientras tanto, cierro los

ojos buscando el sueño para olvidarlas.

IV

El aire dulzón del incienso no le molestó. En todo caso le pareció un leve complemento a la paz del lugar. El estudio de grabación es

grande, con mucha madera y tiene en el centro una enorme estufa a leña. Fue montado en los primeros años de la década del setenta, con la

última tecnología. El visitante quisiera explicarle lo que significa para él

haber llegado a ese sitio. Le gustaría hacerle comprender la importancia que él había tenido en su vida. Pero se da cuenta de que sería

totalmente inútil. Todos soñamos conocer algún día a un Beatle, salvo ellos, que sueñan con que algún día los dejemos tranquilos. Como

Harrison dijo alguna vez: "... ellos nos dieron todo, pero nosotros les dimos nuestro sistema nervioso".

George sigue afinando su guitarra, una Stratocaster blanca,

totalmente ajeno a los pensamientos de su acompañante. Levanta su vista. El visitante comprueba que la cara del músico está mucho más

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joven que cuando caminaban en el jardín. Su cabello largo se encuentra

prolijo, en la barba no se adivina ninguna cana y sus arrugas han desaparecido. Sentado sobre el amplificador el músico luce un

impecable traje blanco, con dos prendedores de motivos hindúes en las

solapas. Los zapatos también son blancos y solo una camisa de jean celeste rompe la monotonía cromática de la vestimenta. Esa persona

que tiene enfrente, sentado sobre un amplificador y tocando su Fender, es el Harrison de Bangladesh.

---Creo que llegó el momento. Tal vez pasen algunas horas,

quizás se estire hasta la mañana, pero estoy seguro de que esta es la última noche.

---Yo, sin embargo, te veo mucho mejor...

El músico se rió y lo miró subido a una condescendencia buena.

---No te equivoques. Debe ser una concesión que me hicieron:

irme con mi mejor imagen...

---¿El concierto para Bangladesh?

---En realidad representa una época, los años 70 y 71, cuando

cambió mi vida. Compramos esta casa con Patty y finalizó la pesadilla de Los Beatles. Nunca como en ese tiempo me sentí tan lleno de

energía, tan fuerte. Por fin era yo y sentía que no había nada que no pudiera hacer. ¿Sabés lo que significó sacar un disco triple con todo lo

que yo quisiera? All Things Must Pass fue lo mejor que me pasó. Varias de esas canciones no fueron aceptadas para el álbum blanco. De ese

rechazo, tan común en John y Paul, nació mi mejor álbum. Fui el primer ex Beatle con un número uno en ventas. Una locura impensable para el

"Beatle silencioso".

Toma un largo trago de agua. Con las fuerzas recuperadas, sigue

hablando.

---¿Te acordás de Bangladesh? Fue grandioso, todos esos músicos olvidando sus egos y tratando de ayudar. Hasta conseguí que Dylan

volviera a los escenarios. Clapton, Preston, Ringo, Leon Russel, Klaus Voorman, Jim Keltner, Badfinger... ¿Sabés a quiénes invité primero?

Exacto: a John y a Paul. Todavía estoy esperando sus respuestas. Solo Ringo apareció. Lo importante fue que esa noche sentí que, además de

música, podía hacer algo por los demás. Te repito, estaba en mi mejor momento. Lástima que no me diera cuenta.

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Se ha quedado callado. Ha puesto su brazo derecho sobre la blanca guitarra y mira el piso.

---Nunca lo podré olvidar, fue una noche casi perfecta.

---¿Por qué casi?

Harrison sonríe. Mueve suavemente su cabeza como un desganado metrónomo. Mira al visitante tal vez con una última

vergüenza por desnudar sus sentimientos.

---Porque ellos no estaban. Quise odiarlos, pero no pude. Me di cuenta de que si pudieron empañar la mejor noche de mi vida, era

porque realmente los quería. Y, ¿sabés?, en realidad los sigo queriendo a los tres. Sin ellos esta cuarta parte de algo no hubiera sido lo que soy.

George deja de hablar y vuelve a su guitarra focalizando su

rasguido en una conocida introducción. A media voz comienza a cantar.

Sunrise doesn't last all morning;

A cloud burst doesn't last all day Seems my love is up and has left you with no warning;

It's not always gonna be this grey All things must pass;

All things must pass away...

De pronto se detiene. Mira al visitante a los ojos y sacude la cabeza.

---No, esta canción no es la apropiada. Es demasiado melancólica

y, al final de cuentas, esto no es una pena. Es solo algo lógico. Creo que algo más alegre podría sonar mejor. Algo como "If Not for You" o "Give

Me Love", no sé. Pero de seguro esta no es la canción. Hasta te puse

tristón a vos, ¿no?

---No es eso. Es difícil explicarte la felicidad que siento por estar aquí. Tengo que reconocerte, además, que mientras la tocabas me hacía

la pregunta de si esta también será mi última noche.

---Si llega a ser tu última noche, no te pongas mal. En todo caso tratá de disfrutarla como lo hago yo. Y si no lo es, ¡felicidades!, te dará

una perspectiva fantástica...

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---Gracias.

---¿Querés escuchar alguna canción en particular?

---Siempre me gustó "My Sweet Lord".

---Mucho tiempo odié esa canción. Tuve que pagar 600.000 dólares por culpa de una estúpida demanda de plagio. Por años no la

toqué, pero me di cuenta de que nunca pude dejarla ir de mí. Por fin, el año pasado hice una nueva versión, mucho más simple, sin la pomposa

producción que tuvo la primera. Aunque, te confieso, preferiría tocar otra.

---No sé, la que vos quieras, entonces.

---¿Qué es lo que te gusta tanto de esa canción?

---Puede ser que al escucharla sienta por un momento que

recupero a mi mejor yo.

George se ríe. Deja la Fender Stratocaster en un atril. Se acerca al

visitante, dándole la mano mientras que con la otra le aprieta el brazo, sin decir palabra. Lo mira un segundo y después, ya más decidido, lo

abraza. Luego se separa, elige una guitarra acústica Guild de un exquisito tono beige y vuelve a sentarse sobre el amplificador. Antes de

empezar a tocar, el músico habla por última vez.

---Gracias por haber estado conmigo.

El visitante no puede responder. Antes de que su emoción le permita articular palabra, escucha el primer rasguido. Luego, mientras

el músico sigue con los acordes, de algún parlante del estudio sale el inconfundible solo. Entonces empieza a llegar a sus oídos la dulce y

quebradiza voz de Harrison diciendo: "My sweet Lord, uuh my Lord, uuh

my Lord, I really want to see you ..."

V

Los veo moverse en esta luz blanca, pero no puedo hablarles. Igual no importa; ¿qué podría decirles? Putearlos es un ejercicio inútil.

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Hasta el doctor Aguilar, con sus lentecitos de leer casi en la punta de su

nariz haciendo equilibrio como un estúpido suicida, tiene cara de preocupación. Dejó de lado la soberbia blanca en la que se escudaba

antes de la operación, ese cerco de sabiduría con que me miraba desde

las alturas. Está preocupado. En algo la pifió. Y lo peor es que yo no puedo hablar para insultarlo. Será la anestesia o tal vez todos estos

cables y tubos que tengo encima. Adivino que estoy en un CTI, pero no sé por qué estoy acá. ¿No era acaso un problemita menor? Un podrido

pólipo, unas dominables hemorroides internas, ¿o será acaso que la infección de la que Aguilar habló se hizo incontrolable?

Debe hacer calor afuera pero a mí no me llega. Yo estoy en este

limbo blanco. Extraño el aire de noviembre, avizorando el principio de 2002, año que tal vez no conoceré. Al final de cuentas, quizás, eso no le

importe a nadie. Los años son excusas con las que vestimos nuestros días, disfraces con los que tapamos y damos nuevas caras a nuestro

constante y único fracaso. El indiferente número 2002 ahora se me hace un ideal inalcanzable. Ya ni siquiera encuentro la cara de Silvia y no

recuerdo por qué me gustaba pensar en ella. Se me acerca el doctor

Aguilar. Una idea me nace de golpe y, al menos por un momento, me aleja de la angustia. En una de esas, si tomo fuerzas le puedo escupir la

cara. Pero es imposible, ni para eso me da. Palmea mi hombro, mira mis ojos como huevos duros, me habla tratando de encontrar dentro de su

hipocresía alguna sonrisa. Me pregunto si descubrirá el odio detrás de esos ojos como huevos duros.

---Y amigo, ¿cómo se siente? ¡Qué viajecito de arena gruesa nos

agarramos! Lo trajimos acá porque perdió mucha sangre y la cosa se complicó un poco. No se asuste, no me mire así, lo peor ya pasó. Lo

vamos a dejar esta noche acá y mañana tal vez tengamos que hacer una última pequeña intervención, para limpiar definitivamente todo. Fue

más de lo que pensábamos, pero quédese tranquilo que todo va a andar bien.

El hipócrita se va, con paso de pato decadente, hablando desde las alturas con la enfermera, subido de nuevo a su púlpito. No le creo ni

una palabra de toda la mierda que me inventó. El versito de que "es una pavadita..." lo vengo escuchando desde hace tres días, y antes en su

consultorio. Pero no puedo decirle nada, estoy demasiado cansado hasta para pensar, por culpa de los calmantes. Por fin, encuentro una tarea

útil para distraerme. Cierro los ojos e intento nuevamente juntar saliva para estar preparado por si la cara del hipócrita pato blanco se me

acerca nuevamente.

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No sé si es el sentimiento de pequeña venganza o simplemente la

medicación, pero una paz me invade por todos lados. Me acomodo en esa cama, dejo ir mi cabeza que apenas pasa por la vigilia, para ir

perdiendo los contornos del lugar. Para empezar nuevamente a mezclar

pedazos de pensamiento hasta que el dolor comienza a ser una referencia del pasado, una referencia que ni siquiera tiene la fuerza

necesaria para invadir mi sueño.

VI

El olor a incienso se ha desvanecido. El visitante mira por uno de los ventanales del estudio de grabación al enorme jardín que parece

dormido. Siente que un presentimiento de amanecer se esconde tras las siluetas de los árboles. Busca algún rastro del músico y se da cuenta de

que ha quedado su recuerdo, tan vivo, por todos lados. Es imposible que

su presencia se vaya de ese lugar. No tiene miedo a la soledad y, en parte, se siente bendecido. El vaso de agua aún está sobre el

amplificador. Bebe un largo trago mientras una inmensa calma lo invade, una paz que creía perdida. Se le escapa una larga y mansa risa.

Mira nuevamente por la ventana y, ya como una presencia que supera las expectativas, el sol lo invade todo y, con una fuerza propia del

mediodía, cambia los colores del cuarto.

El sol le pega tan de lleno en la cara que decide entornar los postigones de la ventana. Toma una guitarra y se sienta frente ella,

protegido del sol y de los rumores del afuera por las cortinas. Todavía no está del todo seguro y se da unos segundos para concentrarse, como

un nadador que se toma un respiro antes de zambullirse. Levanta la vista y reconoce la felicidad dibujada en las paredes de esa tarde

cercana al mediodía.

Ahora ya no tiene más dudas: después del re mayor viene si

menor. Vuelve a sonreír apenas antes de empezar a tocar la introducción. El murmullo, detrás de la frontera de la ventana, empieza

a crecer pero eso solo lo hace más feliz. Llegando al la mayor 7, acorde final del solo, canta la letra de la canción justo en el momento en que

unos jóvenes dedos comienzan a acariciarle la nuca.

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---oOo---

Viaje

Por LITORAL (seudónimo)

María Ester Brafa

Argentina

"¿Y cuántas veces más puede un hombre volver la cabeza fingiendo que no ve?

La respuesta, mi amigo, está flotando en el viento. La respuesta está flotando en el viento.

Bob Dylan

Desde lo alto todo parece claro y luminoso. Esa sensación de

extrañeza que siempre me han inspirado los viajes ahora parece atenuarse. Este viaje ya está en marcha, totalmente decidido y sin

posibilidad alguna de retorno. Empezó en el momento en que salí de casa corriendo, como siempre, con la urgencia de los veinte años. La luz

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de la tarde me ayuda a aclarar los pensamientos, no quiero

confundirme. Quiero retener todo lo que me parece fundante, la memoria primordial, la historia acontecida y la de los sueños. Las

constelaciones y un raro designio van ganando espacio en el cielo que

empieza a oscurecer, recuerdo que de niña yo tenía esta sensación crepuscular. No veo las fronteras ni las banderas que estudié en los

mapas de los textos escolares, no distingo donde empieza un país y donde termina el otro. Esta visión me recuerda los debates acerca de un

mundo menos fragmentado y verdades no tan unánimes. Desde aquí la perspectiva tiene una cualidad especial, nueva, diferente. Mis ojos

aprenden otra dimensión. Veo mil contornos de verde y agua, formas y figuras múltiples, es la irregularidad más armónica que jamás imaginé.

Sí, este viaje empezó una mañana temprano, con libros y

cuadernos entre mis manos. Todavía me parece escuchar la voz de mi madre preguntando la hora de regreso y la mía enumerando las

actividades del día. Entre las reuniones con los compañeros de la facultad y las de trabajo sería un día largo. Nunca sentí que las tareas

fueran agotadoras, en cada una de ellas se imponía algo que siempre

resultaba prometedor, todos los obstáculos se volvían excitantes. El aire de septiembre acompañaba con un viento dudoso, era casi noche y un

vértigo repentino me impidió ver si la luz se iba o se escondía hasta el día siguiente. Sentí que mis libros caían al piso, fue inútil intentar

rescatarlos, alguien inmovilizó mis brazos. Sólo sé que en medio del tumulto pensé cómo podría avisar a mi madre que llegaría tarde y

cuánto me costaría volver a comprar esos libros.

Las últimas semanas habían sido de muchas corridas y comentarios, los análisis de la situación eran tan esclarecedores como

controvertidos y seguir leyendo era finalmente la opción que nos daba seguridad. Nos estábamos acostumbrando a leer entre líneas y a asociar

indicios, frente al libro nos sentíamos libres. Sucedía inevitablemente algún milagro luminoso entre los retazos de la lectura y las historias se

cruzaban y daban vueltas hasta volver al principio y recomenzar

entonces a bucear en el tiempo que habíamos heredado. Sumergirnos en ese tiempo suponía nuestra libertad, los protagonistas y las

contingencias de la historia que nos precedía eran el andamiaje sobre el cual armaríamos nuestro propio tiempo.

No pude volver a casa esa noche. El lugar donde me habían

llevado era oscuro, extrañaba mis libros. Tenía que terminar el trabajo de historia y estaba entusiasmada con la idea inspiradora de Margarita,

la más creativa del grupo. Antes de empezar la sesión de estudio a Margarita se le ocurría teatralizar sus recuerdos de las viejas clases de

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historia, resultaban sesiones memorables. Me acomodé en el rincón del

piso donde me habían dejado y sentí alivio al repasar mentalmente su última interpretación. De pie, frente al grupo, proclamaba como en una

ceremonia: "Un día aparecieron los hombres sobre la tierra,

construyeron dólmenes y menhires, y cuando se terminaron las piedras, llegó la edad de los metales; entre los ríos Tigris y Eufrates, nacieron los

sumerios y los acadios pero después se fueron y llegaron los egipcios que vivieron muchos años gracias a la fertilidad del Nilo; aparecieron los

griegos que inventaron la democracia hasta que los romanos formaron un imperio que luego los bárbaros destruyeron; entonces vino la edad

media, Carlomagno y el régimen feudal, los caballeros, las cruzadas, el arte gótico y la guerra de los cien años..." Margarita aumentaba el

fervor y aceleraba la enumeración: "Otro día llegó el Renacimiento con Leonardo y Miguel Angel pero Lutero produjo un cisma y Colón se lanzó

a los viajes del descubrimiento, Magallanes, Elcano y Cortés, Tenochtitlán, Perú y Atahualpa, los Borbones y los Austrias, las nuevas

ideas, la diosa razón y Robespierre; los virreynatos, las invasiones inglesas, el cabildo abierto... y un día, un día ¡nació la Patria!"

terminaba Margarita y el aplauso era nuestra risa atronadora.

Tampoco volví a casa la noche siguiente ni la otra. Me dolían las

piernas y no era por haber caminado. Tenía que terminar el trabajo para la facultad, en mis manos habían aparecido algunas lastimaduras que

me hubieran impedido escribir de haber tenido con qué. Me quedaban los pensamientos y muchas horas para pensar, aunque a veces también

ellos se cansaban. En unos días vencía el plazo para la entrega del trabajo de historia y mis libros habían quedado tirados en la calle. Yo

tenía el hábito de entregar las tareas a tiempo, creo que de tanto escuchar a mis padres decir que las cuentas y los impuestos se pagan

antes de su vencimiento, pedir prórroga ya era sentirse en falta, así que se me ocurrió ir armando las ideas mentalmente, de este modo ganaría

tiempo para después escribirlas.

El suceso de los bombardeos en la plaza en los días que yo estaba

naciendo era el tema que había elegido, buscar datos, enterarme, asombrarme, leer y confrontar opiniones, ver fotos, me tenían ocupada

la cabeza y revueltas las entrañas. Ruidos de frenadas violentas cada vez más frecuentes se me confundían con los de aquellos aviones que

un mediodía frío y nublado decidieron oscurecer aún más el cielo, cuarenta aviones sobre una ciudad abierta en un día habitual. Siento

cada frenada como una de aquellas explosiones sobre la gente indefensa que trataba de huir junto con las palomas. Cadáveres esparcidos en una

plaza que es como decir la felicidad mutilada. Una conspiración avanzando para sepultar bajo los escombros cualquier rasgo de

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igualdad, toneladas de odio para exterminar los pasos de quienes

trabajaban, la alegría de niños en una excursión y la vida de un tirano que luego será prófugo. En el cielo empezó esta guerra. Fueron testigos

las nubes oscuras por el frío pero más por no haber podido retener

aquellos aviones. Invierno de junio, despojo y desconsuelo que se empezó a guardar en el silencio de unos frente al brindis y festejo de

otros. Una frenada más estridente que las anteriores me sobresalta, azotan la puerta, a los tumbos llegan dos más, no los conozco.

Con el paso de los días el tiempo se fue tornando flexible,

desacostumbrado, era un tiempo que me llevaba casi a no preocuparme por avisar a mi familia que no sabía la fecha de regreso y a olvidar

cuándo vencía la entrega del trabajo de historia. Un tiempo que a veces se llenaba de un olor a agua, una sensación en el aire que me regresaba

a las horas de infancia pescando junto a mi padre, cuando el tiempo también era raro. Desde niña me fascinó el río, lo miraba sintiendo que

me faltaban ojos, alzaba la mirada y me entretenía comprobando que su caudal seguía hacia adelante y hacia arriba. El horizonte del cielo me

atraía tanto como el de abajo, ese espacio húmedo me pertenecía y yo a

él. Esa realidad de agua y nubes era un universo que yo podía tocar con intensidad y con la certeza de ser parte de sus secretos. Con los libros y

las clases fui revelando algunos de ellos, por el río de mi infancia habían penetrado los conquistadores hacia las entrañas del continente y

también llegó mi sangre antigua en las maletas de unos inmigrantes. Todos buscando un tesoro. Unos obsesionados con la mítica Sierra de la

Plata, otros silenciando una historia y preparando sus manos y sus corazones para ensayar otra. Este paisaje ha sido tan generoso en su

inmensidad, a qué mejor destino los hubiera llevado la corriente... La intemperie nunca impidió encontrar el tesoro del pan y los sueños.

Después de atravesar el océano con muchos sueños y algo de pan, la sangre que venía desde el Mediterráneo tocó este río y se hizo de agua,

dócil, limpia, imprescindible.

El lugar donde estábamos seguía siendo oscuro, los pocos

movimientos que hacíamos eran dificultosos y dolían, apenas caminábamos por pasillos estrechos hasta una escalera que nos

regalaba un poco de luz. Era como andar por los bordes, oliendo una frontera desconocida. La constante eran los sonidos de los vehículos

frenando, a veces me parecían ser motores de aviones; seguramente la urgencia y la preocupación por el trabajo de historia regresaban al punto

de hacerme escuchar el sonido de los aviones de aquellos bombardeos. No tenía claro si mi memoria se afiebraba o los primeros calores de

septiembre me enardecían la imaginación; tal vez no fuera imaginación. En todo caso, yo escuchaba sonido de aviones.

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Hay momentos que sentimos los retazos de la historia incrustarse en la piel, los recuerdos se fragmentan y saltan como trocitos de un

rompecabezas que nos persigue; algunos instantes de lucidez nos

permiten recomponer un tiempo que no sea puro pasar. Es una magia similar a aquella que me atrapaba cuando jugaba con los mapas de la

escuela y descubría con un entusiasmo iniciático cómo se habían formado los continentes, me parecía tan claro que Siberia y Alaska

habían sido una antes que las separara el estrecho de Bering, cómo América y África se unían por sus contornos casi con exactitud, todo

encajaba. Yo jugaba con los mapas y tenía la ilusión que cuando creciera y estudiara podría conocer qué había producido la

fragmentación.

Cada vez éramos más, podía reconocer a algunos por las voces, los olores se habían transformado en una identidad que permitía el

intercambio de opiniones. Nos hermanaba saber que esa noche ni la siguiente volveríamos a casa, pero sabíamos que mientras tanto

estaríamos juntos. El pequeño sueño cotidiano era saber que éramos

muchos y estábamos juntos. Saber... ¿podíamos saber qué era soñar o el sueño era creer que sabíamos?. Tal vez sabíamos como saben los

niños, sin saber... ¿Quiénes son los que se apropiaron de esa palabra y con ella, del saber?

Vi acercarse una figura, parecía médico o enfermero, en cualquier

caso se acercaría a ayudarme, sentí el ardor del pinchazo de una inyección y una calma repentina, los músculos empezaban a aquietarse,

sumisos. Mi mente volvió a afiebrarse y otra vez el sonido de los aviones me envolvía, seguramente el plazo para entregar el trabajo de historia

ya había vencido, era inútil seguir pensando en eso. Mi carne cada vez más quieta y mi percepción que se abría con la última claridad de la

tarde. Alguien me quita la ropa y me siento desnuda por primera vez. Ya no era que el sonido de motores me llegaba desde afuera, ahora ese

sonido era parte de mi desnudez. A medida que el vuelo ascendía las

piezas del rompecabezas se multiplicaban y trataban de encontrar la correspondencia. En eso estaban mis pensamientos cuando me

arrastraron hasta un breve hueco por el cual unas manos me soltaron. Lo sé porque un viento de todas las estaciones y todos los mares me

golpeó en cada hueso.

En la tristeza de la tarde el río me mira con asombro como yo lo miraba de niña, mientras las nubes bajan alivianándome el viaje. El

mundo que percibo desde la altura me parece una parte de mí misma, todo impregnado de agua y de misterio. Ahora veo al río de mi infancia

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mezclarse con el mar donde todas las máscaras se borran, me pregunto

qué deidades son las que habitan en tanto horizonte y si habrán logrado conservar sus máscaras. Ahora comprendo por qué nací a la orilla de un

río que los guaraníes llamaron "sagrado mar siempre gurí" , para

moverme en el límite como espacio vital, para preguntarme todo el tiempo y después qué...

Veo marcas del pasado y del futuro flotando en el agua. Naves

llegando al continente cargadas de inquisidores para intentar purificar con sus castigos los rituales de amor a la tierra. Colón escribiendo en su

diario las maravillas de la naturaleza que desconocía y mi emoción al recordar mi lectura de esas páginas cuando comenzaba el secundario, la

resistencia de Cuauhtemoc y Moctezuma, veo a Tupac Amaru en el interrogatorio negándose a decir a sus captores a quién iba dirigido el

tafetán con las frases escritas con su propia sangre, la misma sangre de los mancebos y sus mujeres en los siglos siguientes, los ecos de

victorias y rebeliones, el humo de las derrotas, tierra devastada por invasores y pueblos quebrados, las tropas de Belgrano hacia el norte,

las conversaciones de San Martín y Bolívar armando la patria grande, el

enemigo exponiendo para el terror las cabezas putrefactas de los vencidos que seguían murmurando, Artigas masticando las traiciones

que lastimaban más que las derrotas, la justicia rota en pedazos desiguales, tirados en un basural los cuerpos fusilados de unos hombres

leales, obispos levantando su dedo perfumado para bendecir a los asesinos... Veo rostros desde abajo y desde arriba, esas dimensiones

ahora me resultan superfluas. En este espacio sin espejos por donde voy, todo se abre mágicamente, vuelvo a verme desde el principio,

cuando era niña, con el aquí y el ahora como únicas posesiones.

Es la hora en que el sol muestra su máximo esplendor, tanta belleza me atraviesa y a la vez me tranquiliza, siento la frescura del

agua en todo mi cuerpo. Desde la altura todo se ve diminuto, hasta el horror parece más pequeño; lo que no logro saber es el tiempo que

durará este viaje que comenzó la mañana que salí de casa corriendo,

minutos, días, años... mi tiempo ahora es el horizonte. Estoy en un espacio donde no hay centro ni periferia, eso que según los libros

perdidos se disputaban los poderes desde siempre, aquí es invisible, cualquier punto podría ser el puerto, cualquiera la metrópoli.

Me veo desafiando el aire con los brazos abiertos, el cielo me

mira, estoy segura que hubiera querido retenerme. La luz se despedaza y acompaña mi caída. El mar tendrá en unos segundos una gota más,

diminuta, insignificante... este océano ya no será el mismo después de que mi lágrima lo toque. Mientras caigo comprendo un tiempo

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desconocido para mí, veo mis huesos suaves, pulidos por la corriente,

libres al fin; mis huesos desnudos para dejar la verdad al descubierto. Huesos despojados de todo, de dolores y de caricias, mi humanidad ya

no hará sombra. ¿Cómo fue que la vida cruzó la línea? Recuerdo los días

en que habíamos decidido que otro horizonte era posible, el miedo era ajeno y la culpa un pecado, el tiempo nos pertenecía y la felicidad no

necesitaba proyecto porque éramos felices, tanto que no cabía en nosotros y salimos a decirlo con la urgencia de quien ha encontrado un

tesoro.

Caigo, extenuada de deseo.

El agua se quiebra en mil esquirlas, la nube que vio las manos que me soltaron quedó hecha grietas y se perdió en el abismo. Alcanzo a ver

una plaza por donde marchan mujeres en silencio. Es la misma de los bombardeos sobre los que estoy haciendo mi trabajo de historia.

---oOo---

¡Ay mamá!

Por JULIAN DUNA (seudónimo)

Daniel Escolar

Argentina

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Cuando murió papá, mamá se llevó las cenizas a la Costanera y

sin avisarnos fue y las tiró al viento. Mamá siempre hizo lo que quiso. El

pobre de papá decía en sus últimos días que no se animaba a morirse para no dejarla sola, tenía miedo de que no supiera vivir sin él, estaba

seguro de que no sabría caminar por las suyas las dos cuadras hasta el supermercado o entrar en un banco a pagar las cuentas. Se la

imaginaba paralizada frente a la puerta de calle sin animarse a entrar o salir, "como la abuela, que el día que murió el abuelo llegó a su casa

desde el entierro y recién ahí se dio cuenta de que no podía abrir la puerta de calle ¿y sabés por qué? porque no tenía llave, nunca había

tenido llave", repetía, y miraba la cama desordenada de la mañana, la tetera cubierta con el gallito de tela y el orden impecable en el que

mamá lo había hecho vivir cuarenta y cinco años de su vida, y lloraba para adentro por ella en vez de llorar por él. Pero mamá no era la

abuela, sabía dónde tenía escondida la llave para cuando llegara el momento de usarla y siempre hizo lo que quiso, inclusive con los

terrores de papá.

Parece que el día de las cenizas, el viento soplaba fuerte del lado

del río, y cuando mamá abrió la urna con la vista nublada de lágrimas fija en el horizonte y la espalda contra la pista del Aeroparque, la nube

de cenizas salió de la urna como el genio de la lámpara de Aladino y se le vino encima en un remolino gris, metiéndosele en la nariz, el pelo y

los ojos; y antes de que pudiera reponerse de la impresión, el polvo de papá fue empujado por la turbulencia de la turbina de un avión de

Austral que despegaba sobre la Cancha de River, giró, la envolvió, "me abrazó toda, fue tan amoroso", y terminó con la vieja enceguecida

tropezando contra un poste de luz. Estuvo una semana con la garganta irritada, una inflamación espantosa en los párpados y un chichón negro

en la frente en señal de luto: "¡Fue precioso! Era como si tu padre no quisiera dejarme ir", y se largaba a llorar con un entusiasmo contagioso.

Mi hermano y yo tardamos un buen tiempo en enterarnos de que el viejo se había desparramado entre la Costanera y el Aeroparque por

culpa de un golpe de viento, porque además de no hablar con la vieja llevábamos unos cuantos años sin hablar entre nosotros. La

comunicación se había cortado muy tempranamente, en cuanto nuestra madre descubrió que los celos se le hacían mucho más intolerables si

eran sus propios hijos los que la dejaban afuera de sus juegos, sus baños con patitos en la bañadera y sus peleas, y mucho peor aún si, ya

de adultos, agarraban la costumbre de encontrarse, salir juntos y mantener buenas relaciones. Respetando la voluntad materna, muy

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pronto dejamos de hablarnos y de vernos, evitándole así sufrimientos

innecesarios que, de todos modos, los años acumularían más allá de nuestros esfuerzos en capas sucesivas de resentimiento sobre su

memoria intacta de tortuga marina. Porque mi madre era al dolor lo que

las moscas al dulce de leche. A medida que se ponía vieja, las calamidades se le pegaban unas sobre otras rodeándola en un abrazo de

tristeza donde se mezclaban las distancias y los nombres, y así amanecía abrumada por los detalles más escabrosos de alguna

enfermedad que padecía alguien a quien no podía identificar del todo. Se volvió enfermera y enterradora, compañera fiel de camas de hospital

y última caricia para los desahuciados y los moribundos. Una santa. Iba por el mundo con su sonrisa beatífica buscando futuros cadáveres a los

que aliviarles la postrera injusticia de la soledad, "los viejos somos como la mierda: nadie quiere estar cerca nuestro cuando empezamos a oler

mal", y ella amaba el mal olor, su olfato atrofiado daba la medida exacta de su bondad.

Su primera gran actuación fue con papá. Hacía años que entre

ellos no se hablaban para otra cosa que no fuera un pedido concreto, del

tipo: "llamá un taxi", o alguna respuesta automática como: "llamalo vos", pero cuando el viejo empezó a desmejorar, la cosa cambió,

aquellos corazones en desuso se abrieron y apareció el amor. Mamá amaba a papá, y papá amaba a mamá. Con el tiempo he llegado a

sospechar que mamá en realidad amaba la enfermedad de papá, y papá, con el episodio cerebro vascular que lo había dejado sin poder

hablar ni escribir, tal vez no se hacía entender del todo bien. El asunto es que ella pasó dos años junto a su cama sin perdonarle por un solo

instante su silencio de paralítico, hablándole sin parar, llenándolo de recriminaciones siniestras, extrañándolo de antemano con angustia de

futura viuda y culpándolo con sonrisas amargas por el triste destino que le esperaba sin él a su lado. La empleada, que trabajaba en la casa

desde el mismo día en que mis padres se casaron, se ocupaba de todo menos de las tareas "desagradables", para eso estaba ella, mi mamá,

llena de entusiasmo por la enfermería terminal y en pleno curso de

capacitación vocacional. Durante aquellos días de aprendizaje fue depurando un arte que llegó a manejar mejor que nadie: "el

espantamiento". Con refinada habilidad fue logrando que cualquier otro ser humano cercano a papá que no fuese ella, prefiriera mantenerse

alejado de la casa sin remordimiento alguno. Inclusive sus propios hijos, que así como una vez habían dejado de hablarse entre ellos, ahora

también habían dejado de hablarle a su padre, que por otra parte tampoco podía escucharlos ni mucho menos contestarles. Cuando mamá

quedó finalmente sola, con el fantasma de papá condenado a vagar eternamente sobre las pistas de Aeroparque, y su talento agorero listo

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para salir a cazar futuros muertos, la vida se abrió fecunda para ella:

había forjado una tardía pero verdadera vocación.

Fueron años de una tristeza feliz vivida con dedicación y esmero.

Se volvió más fuerte y segura de sí misma, olvidó sus propias enfermedades, que tanto habían atormentado su juventud y nuestra

niñez, se rodeó de desconocidos incondicionales entre los que pudo desplegar una inefable afabilidad de señora macanuda, y sufrió

estoicamente el desprecio de sus hijos que no podíamos entender, entre muchas otras cosas, no haber sido invitados a aquella ceremonia

macabra entre el avión y el vientito de la tarde, "nunca se hubieran puesto de acuerdo para venir, y yo ya no podía esperar más. Tenía que

cumplir la voluntad de su padre y tirar sus cenizas al viento".

La muerte de papá no logró que mi hermano y yo nos juntáramos, apenas unos besos de compromiso y alguna lágrima inevitable. Pero el

rencor hacia mamá, sí. "Ustedes sólo se unen para odiarme", confirmaba la vieja por teléfono durante el llamado obligado de los

domingos por la noche, y tenía razón. Ahora teníamos tema de

conversación. Porque hay relaciones que terminan en historias de rencores, odio, desconfianza y miedo, y luego, cuando pasa el tiempo y

todas aquellas cuestiones terribles son tan anacrónicas que ya no es posible recordar muy bien ni siquiera de qué se trataban, es difícil volver

a juntarse, entre otras cosas, por falta de conversación. El tiempo, si ha transcurrido en cantidades suficientes, nos deja sin temas en común, y

entonces, en un encuentro casual, ex esposos, ex hermanos, o ex amigos pueden pasarse hasta una hora o dos repitiendo al unísono

todas las variantes de: "¿Qué tal? ¿Cómo andás? ¿Qué hacés?", hasta que por fin llega el alivio de los saludos y las despedidas. Nosotros, en

cambio, recuperamos el hilo de nuestra conversación perdida en el relato repetido de las desagradables experiencias con mamá, el odio

compartido hacia ella se volvió un lugar seguro de encuentro y un punto de partida para nuestro renovado amor fraternal. Y pocos amores son

tan fuertes como aquellos que nacen del odio.

La imagen de papá vagando eternamente entre las turbinas de los

aviones y las bondiolas al pan de los carritos de la Costanera era un argumento formidable para unirnos en la ardua tarea del reencuentro

que resultó así mucho más fácil de lo esperado.

Lo raro es que el odio llegaba en momentos en que mamá había encontrado la vocación de una vida que había malgastado en joder las

nuestras, ahora vestía con túnicas de colores y hacía Pilates, caminaba kilómetros en su recorrida diaria por hospitales y casas de enfermos

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donde siempre había futuros deudos esperándola: hijos cansados de

viejos moribundos, hermanos de la última hora, amigos con ganas de irse a casa, enfermeras aburridas, empleadas resentidas de toda la vida,

porteros de confianza, toda gente harta y desesperada que la esperaba

ansiosa y agradecida para dejar en sus manos expertas las tratativas de último momento con la muerte. Y ella, más triste, comprensiva,

abnegada, doliente, cercana, aguantadora y comprometida que ninguno de ellos, llegaba puntual, se hacía cargo de todo y era completamente

feliz.

Odiábamos a una señora de bien, siempre dispuesta a todo, siempre de buen humor, una vieja que se las arreglaba sola, sin ningún

hijo que la ayudara ni la acompañara: hombres ya grandes a los que ella entendía, aceptaba y de ninguna manera quería molestar. Frente a

la cofradía de nuevos amigos de mamá, nosotros éramos unos desalmados hijos de puta. Y no solo frente a ellos, pues nuestras

propias familias empezaron a mirarnos torcido: nuestros hijos, que no habían conocido demasiado al personaje original, estaban encantados

con aquella abuela último modelo y se acercaban a ella tanto como

nosotros deseábamos que se alejaran; los suegros y las suegras con los que no se había hablado jamás, se solidarizaban con el abandono

trágico al que la sometíamos temerosos del avance inevitable de su propia vejez, y nuestras esposas, que ya habían pasado con nosotros

suficientes años como para seguir formando parte incondicional de nuestro bando, aún cuándo la causa fuera el odio a su más despiadada

suegra, se mantenían en un equilibrio precario y muy poco neutral.

Entonces se enfermó mi hermano, volvió una tarde del médico con un cáncer avanzado en la próstata y un pésimo pronóstico para su

salud. El espíritu asesino de mamá no se hizo esperar. Al día siguiente se apareció en la casa del nuevo enfermo para hacerse cargo de la

situación. Y nadie pudo pararla, o si lo pienso mejor, debería decir que nadie quiso. La verdad es que mi hermano desmejoró muy rápido: su

aspecto cambió y la piel se le puso grasosa, húmeda y marrón, perdió

todo el pelo, se volvió irritable, sufría horribles dolores y tenía mal olor, no era nada fácil estar con él. Solo mamá lo toleraba, aguantó sus

humores y su desesperación, acompañó su bronca y su posterior resignación, estuvo con él todo el todo el tiempo, hasta el final, hasta

que ya no se movió ni respiró más. Estuvo callada y estoica, sufriente y abnegada, entregada en cuerpo y alma a su hijo moribundo. Y disfrutó

muchísimo cada minuto.

El "espantamiento" funcionó a la perfección. La familia y los amigos recién volvimos a aparecer para el velorio. Fue una reunión

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sobria y fugaz, y además fue la última: jamás volvimos a juntarnos.

Frente al cajón, mamá nos informó que mi hermano le había pedido que tiráramos sus cenizas al río como habíamos hecho con las de papá, lo

dijo así, en plural, y toda la familia estuvo de acuerdo, y no hubo

ninguna posibilidad de discusión porque en realidad nadie quería discutir nada. Mamá volvió a repetir, esta vez en público, la ceremonia de la

Costanera, con las cenizas volando entre el río y el Aeroparque y ella dando vueltas y aspirando profundamente el remolino de polvo como

queriéndose llevar a su hijo en los pulmones. Cuando todos se fueron, mamá se quedó un largo rato sentada en una silla plegable, bajo una

llovizna que empezó a caer suavecito, sin un paraguas para protegerse, mirando los aviones subir y bajar. Pero no se enfermó. Porque ya no se

enfermaba más: iba por la vida llena de toda la salud que le robaba a los moribundos.

Poco después me enteré de que había ido otra vez a la Costanera

a tirar un muerto ajeno. El pobre no tenía familia ni amigos y mamá asumió su responsabilidad profesional: se lo llevó hecho cenizas y lo

lanzó al viento en la Costanera. Desde entonces repitió una y otra vez la

ceremonia de respirarse cadáveres abandonados. Yo la imaginaba abriendo el corazón y los pulmones, abarrotándose de cenizas todavía

calientes, saciándose de dolor. Y ahí me entró pánico. Una nube negra se interpuso siniestra en mi futuro, porque me di cuenta de que el

próximo en la fila era yo. Una enfermedad, un accidente, un error, cualquier cosa, hasta una mentira, y yo sería el próximo. Mi mujer y mis

hijos ya no me querían y le creían más a ella que a mí, mis amigos no existían, mi hermano estaba muerto y además yo lo había abandonado

cuando le había tocado a él, mi propia casa era una trampa mortal, y yo estaba indefenso. Pensé en irme, desaparecer, que nadie supiera dónde

estaba, que si me moría no pudieran encontrarme ni a mí ni a mi cuerpo. Pero no servía, no servía porque ella me iba a encontrar, iba a

encontrar lo que quedara de mí, lo iba a tirar al viento y se lo iba a fumar.

Ahora me paso el día pensando cómo escapar, cómo suicidarme y hacer desaparecer mi cadáver, pero ya no confío en nadie, y la sola

posibilidad de que me traicionen y le entreguen mi cuerpo muerto me aterroriza, y no puedo descansar ni dormir, no como bien porque tengo

miedo de lo que como, y no tomo nada porque me da miedo lo que tomo, y me estoy enfermando, de a poco me estoy enfermando, y sé

que mamá ya está esperando detrás de la puerta, que ya preparó el bolso con los remedios y la muda de ropa para hacer guardia junto a mi

cama todo el tiempo que haga falta, que ya está lista para acompañar mi muerte paso a paso, que a lo mejor es lenta y espantosa, o tal vez

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fulminante, pero en todo caso, inexorable. Y allí estaremos los dos,

completamente solos, ella junto a la cama cerrando mis ojos por última vez, y de allí al cajón y después al crematorio y todo yo calcinado en

una urna de metal que ella abrirá con los ojos llenos de lágrimas, y

entonces la turbina de un avión desparramará mis cenizas sobre las pistas del Aeroparque y los carritos de la Costanera, sobre los baldes

vacíos de los pescadores y los autos estacionados, sobre las aguas del río, sobre los pedazos de hormigón retorcido de los viejos muelles,

sobre el barro y la basura, sobre el cuerpo sano y fuerte de mamá que va a girar y girar como en una calesita, como en un paso de baile de

una película de Fred Astaire, mamá, que va a respirar largo y profundo para llevarme para siempre en el fondo oscuro de su dulce corazón.

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