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Lorris el Elfo I. El comienzo del camino Laura Gallego García

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Lorris el ElfoI. El comienzo del

caminoLaura Gallego García

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Prólogo

El Bosque.

El Bosque, que se cernía como una sombra amenazadora sobre el pequeño pueblo de

Raden.

Todos sabían que el Bosque estaba ahí. Podía verse desde cualquier ventana de cualquier

casa de Raden, y cualquiera en el continente de Ilesan podía verlo señalado en cualquier mapa que

comprara en cualquier tienda de cualquier mercado. Pero, preguntaras donde preguntaras,

preguntaras a quien preguntaras, nadie podría decirte qué se oculta en el corazón del Bosque, y

muchos te dirigirían una mirada temerosa y se alejarían sin contestarte.

El Bosque figuraba en los mapas como una mancha verde, imprecisa, y en la mayoría de los

casos una neta a pie de página indicaría que la extensión de la exuberante maraña vegetal no era

conocida. El Bosque era como un agujero negro en el mapa, casi innecesario, porque pocos se

atrevían a acercarse a él.

¿Qué había en el Bosque para provocar tanto pavor entre la gente? Nadie lo sabía. Y los

pocos valientes, locos o aventureros que habían osado internarse en él para averiguarlo, no habían

vuelto jamás.

Por ello, en torno al Bosque se había forjado una leyenda negra, sobre Algo que moraba en

las profundidades de aquella espesura maldita, Algo que aterrorizaba a los niños con su sola

mención, Algo que se había enfrentado a tantos héroes y que los había derrotado.

Ese Algo desconocido disparaba la imaginación de los habitantes de Raden. En aquel

pequeño pueblo fronterizo, que ni siquiera figuraría en los mapas de no ser por su proximidad al

Bosque, podían escucharse las más increíbles historias y leyendas acerca de Algo. Porque, aunque

nadie que hubiera entrado en el Bosque había vuelto para contarlo, en Raden se relataban historias

de todo tipo, y cualquier amante de los cuentos sabía que en ningún otro sitio encontraría un

repertorio mayor. Según los habitantes de aquel pueblo, el Bosque era un hervidero de monstruos,

duendes y demonios. En cada historia narrada en Raden, ese Algo que habitaba en el corazón del

Bosque era un ser distinto. Alguien podría decirte que se trataba de un dragón, y su vecino podría

jurarte que era una comunidad de brujos perversos que utilizaban el Bosque para sus ritos

satánicos.

Para los habitantes de Raden, el Bosque era un mundo aparte. Habían convivido con él

desde siempre y, aunque para ellos allí vivían toda clase de seres diabólicos, nunca había sucedido

nada ni habían tenido ningún problema con ellos. Mientras tú no molestes al Bosque y sus

moradores, decían, ellos no te molestarán a ti.

Era una filosofía sencilla que los visitantes no comprendían. Raden lindaba con un lugar

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

maldito del que nunca nadie había regresado y, sin embargo, sus aldeanos no parecían temerosos o

asustados.

Y es que nacían bajo la sombra del Bosque, crecían bajo la sombra del Bosque, vivían bajo

la sombra del Bosque y morían bajo la sombra del Bosque. El Bosque había estado siempre allí,

eterno, inamovible, la única cosa que no estaba sujeta a los cambios humanos. El Bosque había

estado allí durante generaciones y generaciones, y nunca les había hecho daño, a no ser que alguien

osara desafiarlo y penetrar en sus dominios.

Pero eso era algo que a las gentes de Raden jamás se les habría ocurrido hacer. El Bosque y

el pequeño poblado humano habían convivido pacíficamente desde mucho antes de lo que los más

ancianos del lugar pudieran recordar. El límite del Bosque era la línea que jamás debía cruzarse.

Con eso bastaba.

¿Por qué tendrían que cambiar las cosas? En Raden confiaban en que todo seguiría igual

para siempre.

Sin embargo lo que nadie sabía era que en el Bosque, en contra de lo que se pensara, no

había monstruos ni demonios.

El Bosque era la morada de los elfos.

En el corazón del Bosque se alzaba, orgullosa y magnífica, la cristalina ciudad de Ysperel,

cuyos dorados pináculos se elevaban hasta casi sobrepasar las copas altísimas de los milenarios

árboles del Bosque.

Allí vivía el pueblo de los elfos, despreocupado de todo lo que sucediera fuera de su

Bosque, aquella inmensa manta vegetal que para ellos era todo su mundo.

Tampoco ellos sabían qué había en el exterior, ni querían saberlo. Pensaban que el Bosque

era todo el mundo, y que fuera del Bosque no había nada. Sí sabían, por los textos antiguos, que

habían existido otras razas, y de hecho los elfos de noble cuna estudiaban el Idioma Común que

debían haber utilizado, pero vivían en el convencimiento absoluto de que esas antiguas razas

debieron de haberse extinguido.

Ningún elfo había emprendido nunca el viaje en busca de los límites del Bosque, por una

razón muy sencilla: los elfos sabían que, pasara lo que pasara, de noche debían estar encerrados en

sus casas, y no salir bajo ningún concepto. Las horas de oscuridad eran para ellos un tiempo

tenebroso, en el que Arsis, el Señor de la Luz, dejaba de mandar sus cálidos rayos sobre la

superficie de la tierra, y se retiraba a descansar. La noche era un momento maldito, la hora de los

Nocturnos, la hora de las criaturas malvadas. Y los elfos sabían que si trataban de emprender el

viaje en busca del Límite, la noche les sorprendería lejos de Ysperel, fuera de sus casas. Y ése era

un riesgo que ninguno se habría atrevido a correr.

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Así, el pueblo de los elfos se había mantenido apartado de todo y de todos, olvidado del

mundo y olvidando al mundo, convertido en leyenda, durante muchos siglos. Nada sabían del

mundo exterior, y, probablemente, nada habrían sabido durante mucho tiempo, de no ser porque

una vez un joven elfo de casa noble fue expulsado del Bosque.

Ésta es la historia de Lorris el Elfo.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Capítulo I: "Ysperel"

Aquél era un día espléndido. Arsis, el Señor de la Luz, enviaba sus rayos desde el cielo por

encima de la bóveda arbórea del Bosque. En Ysperel, los elfos habían salido a pasear

perezosamente por los jardines. Era día de descanso.

Sin embargo aquel plácido paseo se veía interrumpido para algunos por un impetuoso joven

que corría por los senderos del Jardín Central atropellando a la gente y murmurando precipitadas

excusas. Los adultos lograban apartarse a tiempo providencialmente; algunos sonreían recordando

su ya pasada juventud, y otros mascullaban para sí:

-¡Qué mala educación!

Pero ninguno se atrevía a decirlo en voz alta, porque no les pasaba desapercibido el dorado

medallón que, reluciendo bajo los rayos de Arsis, pendía del cuello del joven, golpeando

alocadamente contra su pecho, y que indicaba su nivel social: aquel elfo pertenecía a la nobleza, y

los elfos de clase media preferían no tener ningún problema con él.

Al joven elfo poco le importaba todo aquello. Llegaba tarde, y cierta persona iba a

enfadarse mucho con él si faltaba otra vez.

Jadeante, llegó a su casa -un deslumbrante palacio en la zona central de Ysperel- y trepó

por el muro cubierto de enredaderas; sabía que su padre le estaba esperando en la puerta principal,

y no tenían la menor gana de enfrentarse con él.

Una bonita elfa algo más joven que él le cerró el paso. El elfo se movió hacia la derecha,

pero ella fue más rápida. Lo intentó por la izquierda y la elfa volvió a adelantársele.

-Lorris -dijo ella acusadoramente.

El elfo, viendo que era inútil tratar de zafarse, se detuvo y sonrió con cierto aire de

disculpa.

-Especifiqué que hoy debías llegar más temprano a casa -le reprochó la elfa-. Padre se va a

enfadar mucho. No puedo estar defendiéndote siempre, y tú lo sabes.

Lorris suspiró con impaciencia.

-A padre le importan más todos esos pomposos nobles que yo -replicó-. Duques, condes,

barones, marqueses... todos son unos hipócritas.

-¡Lorris! Te recuerdo que "tú" eres un duque, o al menos lo serás en cuanto sientes esa

cabeza de chorlito que tienes. Padre te desheredará si no tienes más cuidado y no sujetas esa lengua

tuya tan larga.

-No lo hará. Me tiene demasiado cariño.

Y Lorris se dio media vuelta para dirigirse despreocupadamente a la casa.

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-¡Espera, Lorris!

Se volvió de nuevo. Su hermana corrió hasta él.

-Por favor -le dijo-. Por favor, pórtate bien esta vez. Hazlo por mí.

-¿Tan importante es para ti, Larisa?

Ella desvió la mirada.

-Sabes que estás jugando con mi futuro, Lorris -dijo suavemente-. Todos mis pretendientes

han huido en cuanto te han conocido. Tú los espantas como moscas. Pero ya sé que a ti eso no te

importa -añadió con amargura.

-Es que no tienes pretendientes decentes -se defendió Lorris-. Ninguno de los que he

conocido hasta ahora lo considero merecedor de ti.

-¡No eres tú quien debe juzgar, Lorris! ¡Métetelo en la cabeza!

Lorris alzó las manos en un gesto conciliador.

-Está bien, está bien. Seré bueno. Por cierto. ¿le has echado un vistazo al marqués

DeKirdim? ¡Es más ancho que alto! ¿Y has hablado alguna vez con él? No, me imagino que no. Si

lo hubieras hecho, te habría pasado lo que a mí: acabé dormido como un tronco. Es un elfo tan

sumamente aburrido que...

-Basta, Lorris -interrumpió Larisa-. Esta tarde lo conoceré mejor. Pero déjame que lo haga,

¿de acuerdo?

-De acuerdo.

-Y ahora sube a cambiarte. Vas hecho un asco. Los marqueses DeKirdim y su hijo están al

llegar. Arréglate bien y compórtate como un perfecto caballero.

-Está bien -suspiró Lorris, que odiaba todo tipo de protocolo. Se volvió para marcharse,

pero apenas dio unos pasos se giró de nuevo hacia su hermana:

-Pero ya verás como tengo razón -insistió.

Larisa sonrió y le urgió con un gesto a que se apresurara. Lorris se despidió de ella y entró

en la casa.

Le hacía gracia que su hermana pequeña le diera órdenes. Tenía que aceptar de una vez, se

dijo a sí mismo, que su hermana, compañera de juegos y travesuras desde que eran niños, se estaba

haciendo mayor. No, puntualizó, se había hecho mayor. Pronto se casaría y se marcharía de casa, y

esa idea a Lorris no le gustaba nada. Pese a todo, aún se consideraba protector de Larisa, y siempre

encontraba alguna excusa para "asustar" al pretendiente de turno. Al elfo no le gustaba el círculo

social de su familia, no le gustaban todos aquellos nobles ostentosos, de finos modales y sonrisas

falsas y aduladoras.

De todas formas, nunca se había planteado qué haría él sin el dinero de su padre,

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

acostumbrado a hacer lo que le venía en gana. Su única barrera era el rígido protocolo de la

nobleza, protocolo que él no seguía jamás, y que más de una vez le había traído problemas.

Lorris, como solían decir los que mejor le conocían, era el elfo que más libertad tenía en

Ysperel. Le resbalaba todo lo que pudiera decirle su padre, a quien le habían salido muchas canas

por su culpa, y se consideraba el único que se atrevía a decir la verdad de las cosas en un círculo

donde reinaba la apariencia y la ostentación.

Esta sinceridad, que Lorris consideraba una virtud, no era tenida como tal por los demás

nobles, que palidecían bajo su capa de maquillaje cuando el joven duque abría la boca. Lorris tenía

la lengua demasiado larga, y eso era algo que muchos no le perdonaban.

Sin embargo, aquella tarde se había propuesto comportarse adecuadamente, como

correspondía a su nivel social, y recibir con cortesía al nuevo pretendiente de Larisa (aunque sólo

fuera por hacerle un favor a su hermana).

Interrumpió sus reflexiones una voz gélida:

-Muy bien jovencito; exijo una explicación.

Lorris, pillado "in fraganti", se volvió despacio, dispuesto a aguantar las iras paternas.

-¿Dónde has estado? -inquirió el duque Lenis DeLendam-. Aunque no, espera... déjame

adivinar. Llevas el cabello revuelto, lleno de hojarasca, te falta una bota, tus ropas están llenas de

barro... ¡si pareces un pordiosero, hijo mío! Y van a llegar los marqueses DeKirdim de un momento

a otro! ¿Tenías que marcharte al Bosque justamente hoy?

-Padre -respondió Lorris sin inmutarse-, si va a durar mucho el sermón no tendré tiempo de

emperifollarme antes de que lleguen esos tiesos y estirados marqueses...

-¡Lorris! Espero que controles tus modales delante del pretendiente de... ¡Lorris!

El joven elfo ya se había marchado, dejando a su padre con la palabra en la boca.

-Mano dura, eso es lo que necesita -murmuró el duque para sí-. La culpa es mía por haberle

mimado demasiado...

Exhaló un profundo suspiro y enterró la cara entre las manos.

Arriba, en su cuarto, Lorris se adecentaba con cara de tedio. Se propuso comportarse con

corrección. Lo haría por su hermana, por Larisa.

Se sentía incómodo con aquellas ropas tan elegantes. Para él, eran como una cárcel. Pero de

todas formas, se dijo, sería sólo por unas horas. ¿No iba a poder hacer ese pequeño sacrificio por

Larisa?

Salió de su habitación y bajó las escaleras para recibir a sus ilustres visitantes que, a juzgar

por el revuelo que había abajo, seguramente acababan de llegar.

Allí estaban los marqueses DeKirdim y su obeso hijo. Lorris lo observó con ojo crítico,

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pero no dijo nada. Su hermana Larisa, un poco más lejos, le advirtió con un gesto que estuviera

quietecito, y Lorris suspiró y decidió mantener atada su lengua.

Sin embargo, durante la comida todos sus buenos propósitos se derrumbaron. ¿Cómo podía

Larisa pensar siquiera en casarse con aquel idiota? ¡Parecía una broma! De todas formas, se dijo, la

decisión era de su hermana, no suya.

Jugueteó con su copa de néctar mientras escuchaba aburrido la conversación del joven

marqués DeKirdim acerca de su colección de escarabajos.

-...Poseo raros ejemplares traídos de todas las partes del Bosque -parloteaba-. Me

conseguido uno muy interesante que vive en el interior de las flores campana y que se remoja en el

néctar para atraer a sus hembras...

Lorris luchó por reprimir un bostezo. Sus padres esbozaban sonrisas corteses, pero el elfo

pudo notar que ellos también lo consideraban un discurso soporífero.

Lorris cruzó una mirada con Larisa y sonrió divertido al comprobar que la pobre elfa estaba

ya desesperada. Su pretendiente era tan plúmbeo como su hermano le había advertido, y le parecía

que el tiempo pasaba demasiado lentamente. Le dirigió un mensaje silencioso que Lorris captó al

instante: "¡Líbrame de él, por favor!".

El elfo no se hizo de rogar. No esperaba otra cosa. En busca de una idea brillante, paseó su

mirada sobre la mesa y sus ojos se detuvieron en la copa que había frente a él. Sonrió de nuevo.

Alargó una mano para alcanzar una fruta del frutero que había en el centro de la mesa y

derribó la copa llena de néctar del marqués. El líquido se derramó por encima de sus flamantes

ropas.

-¡Oh, qué desastre! -se lamentó Lorris-. Querido DeKirdim, gracias por tu demostración de

cómo el escarabajo de la flor-campana seduce a su hembra... ¡ha sido muy ilustrativo!

-¡DeLendam! -aulló el marqués-. ¡Lo has hecho a propósito!

Sus padres lo sujetaron para que se tranquilizara, pero el elfo temblaba de ira. Todos

conocían la fama de Lorris DeLendam.

-¿Yoooo? -Lorris lo miró con expresión de perpleja inocencia-. Mi tieso y pomposo amigo,

esa acusación es injusta.

Los cuatro adultos habían palidecido, especialmente el duque DeLendam. Desde que los

marqueses DeKirdim habían puesto los pies en su casa había estado temiendo que sucediera

aquello. Y ahora estaba sucediendo.

-¡Oh, Lorris! -exclamó Larisa, mortalmente pálida-. ¿Qué habéis hecho?

Muy en su papel, puso los ojos en blanco y se desplomó inerte. El marqués DeKirdim

alargó los brazos para recogerla, pero Lorris se le adelantó.

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-La llevaré fuera; parece que el néctar de la flor-campana tiene más efecto sobre las elfas

que sobre los escarabajos hembra... -comentó -. Con permiso...

Y antes de que los otros pudieran decir nada sacó a su hermana del salón y la llevó a su

habitación.

Larisa abrió los ojos. El truco del desmayo ya lo habían utilizado otras veces, pero siempre

daba resultado. Los dos hermanos echaban mano de él cuando había que hacer una retirada rápida.

De no haber salido del salón, probablemente Lorris se habría visto obligado a enfrentarse a un

duelo formal; si lo hubiera rechazado, su honor habría sido mancillado; si lo hubiera aceptado,

seguramente el voluminoso marqués DeKirdim no habría salido bien parado, puesto que pocos

aventajaban a Lorris DeLendam en el manejo de la espada.

-Esta vez me he metido en un buen lío -comentó Lorris mientras se quitaba la engorrosa

capa-. Padre debe de estar muy furioso.

-Puedes asegurarlo -respondió Larisa.

-Más vale que no me ponga a su alcance. Ahora, si me disculpas, me marcho. ¡Hasta luego,

hermanita!

Y saltó por la ventana. Larisa se le quedó mirando, con las mejillas ligeramente

arreboladas.

Lorris nunca cambiaría, pensó.

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Capítulo II: "Lorris y Silvania"

Lorris avanzó por las calles de Ysperel sumido en sus pensamientos. Había sido una tarde

divertida, se dijo. Por lo menos aquel marqués no volvería a cortejar a su hermana. Larisa, en su

opinión, se merecía algo mejor que un gordo que no veía más allá de su colección de escarabajos.

Lorris torció la boca con repugnancia. Pocos nobles gozaban de su simpatía, y el marqués

DeKirdim no estaba entre ellos.

Sus pasos lo condujeron directamente a una tapia cubierta de madreselvas. No, aquella

tarde no iría al Bosque. No tardaría mucho en anochecer y, además, iba demasiado bien vestido.

Unas voces provenientes del otro lado del muro atrajeron su atención.

-Mi respetada dama, de verdad que os amo...

-¡Oh, barón...! No habléis así... Me hacéis enrojecer...

Lorris trepó por el muro y se asomó con curiosidad al otro lado. La pareja que se hallaba en

el jardín no se percató de ello.

Una bella elfa estaba sentada en un banco, y un ardoroso elfo hincaba una rodilla en tierra

frente a ella.

-Barón -dijo la joven-, no sé qué diría mi padre...

Lorris apoyó los codos sobre el muro para no perder el equilibrio y siguió contemplando la

escena con interés.

-Adorada dama, ¿aceptaríais casaros conmigo?

La elfa iba a responder, pero Lorris se le adelantó:

-¡Pero si es mi viejo amigo el barón DeVoris! ¿Cómo estáis?

Los dos se volvieron hacia Lorris visiblemente irritados por la interrupción. Éste fingió no

darse cuenta.

-Pero, mi querido barón, ¿qué hacéis en semejante posición, arrodillado en el suelo? ¡Os

vais a ensuciar! ¿Habéis perdido algo?

Con un ágil salto, Lorris aterrizó limpiamente al otro lado del muro, y se les acercó,

solícito.

-Os ayudaré a buscarlo -se ofreció-. ¿Qué era? ¿Un botón, una moneda o un anillo?

El barón gruñó algo y se levantó con el rostro completamente rojo.

-No os he oído bien -informó Lorris, arrimando su puntiaguda oreja-. ¿Os importaría

repetirlo?

-¡He dicho que podrías irte al infierno, DeLendam! -bramó el barón. Lorris retrocedió,

sorprendido.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

-¡Cómo! -gimió-. Hago lo posible por ayudaros y así me tratáis...

-Sospecho que hay alguien que sobra aquí -insinuó una voz gélida. Lorris se volvió hacia la

elfa. Era ella quien había hablado.

-¡Vaya, la hermosa Silvania DeSolman! -dijo-. Tenéis razón, obviamente. Vos -se dirigió de

nuevo al barón-, ya habéis oído. Aquí estáis de sobra.

La cara del barón enrojeció más todavía. Farfulló algo ininteligible y luego resopló:

-Te acordarás de esto, DeLendam. Si no estuviéramos en casa de los ilustres DeSolman...

-Por mí no hay problema -replicó Lorris sin inmutarse-. No acierto a comprender qué os he

hecho yo, pero, si queréis un duelo, lo tendréis... fuera de Ysperel, en el Bosque.

El barón palideció. Si retaba a Lorris, según las normas, éste tenía derecho a elegir el día, el

lugar y la hora. Y nadie había vencido nunca a Lorris DeLendam en el Bosque, por donde se movía

con una agilidad de la que carecían los elfos de noble cuna, acostumbrados a la ciudad.

-Sí -murmuró el joven pensativo-. Será divertido ver la cara que ponéis cuando os pinche

con mi espada esa nariz tan desproporcionada que tenéis.

El barón palideció aún más, no sólo por el impertinente insulto, sino también porque la

espada de Lorris era casi tan afilada como su lengua.

Dando media vuelta, el ofendido noble salió del jardín echando chispas. Ni siquiera se

despidió de Silvania. Tras él oyó aún la "inocente" voz le Lorris:

-¡Pero, barón! ¿Tanto os he asustado? ¡Os marcháis sin haber encontrado lo que perdisteis

entre la hierba!

Lorris observó divertido cómo se alejaba el barón, y todavía pudo escuchar su amenaza:

-.¡Te acordarás de esto, DeLendam!

Lorris sonrió para sí.

-No debiste hacerlo, Lorris -dijo entonces Silvania fríamente-. ¿Qué te ha hecho para que lo

trates de ese modo? ¿Y qué te he hecho yo para que estropees el momento? ¡Se estaba declarando!

¡Quería casarse conmigo!

-¿De veras?

-No me vengas con cuentos, Lorris. Lo sabías perfectamente.

-No quería decir eso. ¿De veras ibas a casarte con él?

Silvania le lanzó una mirada indiferente.

-También lo sabes perfectamente. Con tal de marcharme de la casa de mis padres, yo...

-Tienes mejores pretendientes que esa basura.

-¡"Tenía"! -Silvania empezaba a enfadarse-. ¡Tú los has echado a todos!

Lorris ladeó la cabeza, divertido.

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-¿Dónde he oído yo eso antes? -comentó-. Si tantas ganas tienes de casarte, podrías hacerlo

conmigo -sugirió.

Silvania lo observó suspicazmente. Lorris había puesto un pie sobre el banco de mármol y

apoyaba los brazos en la rodilla. Sonreía burlonamente, como si se estuviera riendo de ella, pero lo

que Silvania no vio antes de apartar la mirada, molesta, fue que sus ojos hablaban en serio.

-Vas muy elegante hoy -comentó-. Más de lo que acostumbras.

Lorris se miró a sí mismo.

-Hemos tenido unos... uh... ilustres visitantes para comer -explicó con una mueca.

-¿Y no tendrías que estar con ellos?

-Tuvieron que marcharse... de improviso -dijo Lorris con indiferencia.

-Comprendo.

Los labios de la elfa se curvaron en una sonrisa. Lorris se enderezó.

-Y bien, mi señora, ¿os casaríais conmigo con tal de huir del palacio paterno? -preguntó

burlón.

Silvania le dirigió una breve mirada.

-Me casaría con cualquiera menos contigo, Lorris DeLendam -manifestó-. Eres un

grandísimo payaso.

-Me halagas, princesa.

-No pareces afectado.

-No lo estoy.

-Lo suponía.

Quedaron un momento en silencio. Finalmente Lorris preguntó:

-¿Qué conoces de Ysperel en realidad, aparte del centro?

-¿Qué quieres decir?

-¿Has estado alguna vez en las afueras?

-No -Silvania alzó la cabeza con interés-. ¿Qué hay?

-Elfos más pobres que nosotros.

-¡Bah!

-No son nobles, es cierto; pero poseen nobleza de espíritu, que es lo que importa.

-¿Tú has estado allí?

-Cientos de veces. No, no pongas esa cara; son buena gente. Y sinceros, dicen lo que

piensan y lo que sienten, y no tratan de engañarte con apariencias. ¿Has estado alguna vez en el

Bosque?

Silvania hizo un gesto con la mano señalando a su alrededor.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

-Todo esto es el Bosque -dijo.

-No, Silvania, no es el Bosque. Ysperel forma parte de él, pero nada más. Según la leyenda,

el Bosque creció alrededor de la ciudad para protegerla de las agresiones del exterior... cuando el

mundo de fuera sucumbió, sólo quedó Ysperel, y el Bosque se extendió por todo lo que quedaba de

la tierra. ¿Hasta dónde, en realidad? ¿Tiene límite el Bosque? Y, si es así, ¿dónde está, y qué hay

más allá?

-Nada. -Silvania le dirigió una mirada temerosa-. Más allá no hay nada, Lorris. Todos lo

sabemos. Además, en caso de que el Bosque tuviera un límite, nunca podrías llegar hasta él.

Lorris miró a Silvania con los ojos brillantes.

-¿Por qué? Es de noche, lo sé. Pero, ¿qué podría pasarme?

-¡De noche no se ve nada, Lorris! ¿Te lo imaginas? Sería horrible no ver nada…

-¿Y si lleváramos luces? ¿Velas, faroles...?

Silvania movió la cabeza.

-No serviría de nada, Lorris -dijo-. Los Nocturnos te atraparían. Tú ya lo sabes.

-Ellos viven de noche, Silvania.

-¡Ellos son unos bastardos! ¡La rama maldita! Ellos osaron desafiar a Arsis, y él les castigó

con la eterna oscuridad. Nunca, nunca, nunca se debe salir al Bosque cuando Él no nos vigila,

Lorris. Nos pasarían cosas horribles, y Arsis nos castigaría por nuestra imprudencia.

Lorris se acariciaba la barbilla, pensativo.

-Yo podría burlar a los Nocturnos -dijo-. No me sucedería nada. Me llevaría una luz, y por

la mañana estaría de nuevo en mi cama. Arsis no se daría cuenta

-¡Arsis lo sabe todo!

Lorris inclinó la cabeza y no dijo nada. Silvania lo miraba con fijeza, temblando

violentamente. Un sudor frío le corría por la espalda a la joven elfa. Nadie nunca habría osado

mencionar siquiera la idea de abandonar Ysperel de noche, y, sin embargo, ahí estaba Lorris

DeLendam, planeando una excursión nocturna como si se tratase.de una merienda campestre en un

día de descanso.

Luego se relajó. Lorris debía de estar burlándose de ella, como siempre. No podía estar

hablando en serio.

-Eres un grandísimo payaso -sentó la elfa-. Todo lo que dices no son más que palabras.

Lorris la miró fijamente.

-¿Entonces no me crees capaz?

Silvania siguió en su convencimiento de que Lorris estaba de broma. Ni siquiera él,

pensaba la elfa, podría atreverse a desafiar a los poderes de la oscuridad.

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-No tienes agallas, Lorris -declaró.

-¿Qué nos apostamos?

Silvania lo miró dubitativamente. ¿Estaría hablando en serio, después de todo? Nunca sabía

cuándo lo hacía y cuándo no.

La joven desvió la mirada y no dijo nada. Lorris tampoco.

-A propósito -murmuró éste tras un momento de silencio-. ¿Tú estás enamorada de ese

barón patoso y su enorme nariz?

Silvania se alegró de que hubiera cambiado de terna. La respuesta, sin embargo, fue breve y

concisa:

-No.

Ahora le tocó a Lorris replicar:

-Lo suponía.

-¿Por qué tienes que ser tan irónico? ¿Qué te importa lo que yo haga?

Sintió de pronto que los ojos de Lorris se le clavaban como puñales.

-Y dime, oh gran dama -dijo el elfo-. ¿Te importa a ti lo que yo haga?

-¿A mí? En absoluto.

-¿Y si me fuese a pasar una noche en el Bosque?

-Te repito que no tienes agallas.

-Me estás provocando, Silvania.

-Te equivocas. Te estás provocando tú solito.

Lorris jugueteó con el medallón que le colgaba del cuello. Era el símbolo de su familia, ya

que llevaba grabado el escudo de la casa ducal DeLendam.

-.¿Y si te demostrase que sí soy capaz? ¿Qué harías?

-¿Hacer? Nada.

-¿Te casarías conmigo?

-No. No volverías vivo para que tuviera el placer de ser tu esposa -comentó Silvania

sarcásticamente.

-Estoy hablando de la posibilidad de volver vivo, Silvania -replicó Lorris muy serio.

-Hoy estás demasiado bromista, Lorris -suspiró Silvania, que empezaba a perder la

paciencia-. No le veo la gracia a esa obsesiva broma tuya sobre las Horas Oscuras.

Lorris soltó una alegre carcajada.

-Yo sí -dijo-. Y ahora explícame qué tiene ese barón que no tenga yo. ¿Dinero? ¿Poder?

¿Prestigio? ¿Una nariz mucho más grande que la mía...?

-Madurez mental, Lorris -comentó Silvania desdeñosamente; volvían a desviarse de aquel

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

tema tan escabroso, y la elfa no comprendía el juego de su interlocutor-. Eres inconstante,

insensato, irrespetuoso, descarado, temerario, irresponsable y tienes una lengua demasiado larga.

En resumen, eres aún un niño malcriado.

Lorris sonrió, satisfecho.

-Me gusta -dijo.

-Pues a mí no. ¡Cuándo madurarás! No puedes esperar que nadie te tome en serio. Tienes

cabeza de chorlito.

-Conque cabeza de chorlito...

Lorris se apartó pensativo, con una sonrisa en los labios.

-Te demostraré hasta dónde puede llegar mi temeridad, Dama del Corazón de Hielo...

-¿Qué?

Lorris se volvió hacia ella y se despidió con un gesto. Seguidamente, saltó de nuevo el

muro, dejando a solas a la sorprendida Silvania.

-¡Tenemos una apuesta pendiente, mi señora! -le oyó gritar alegremente desde el otro lado-.

¡Y es tu matrimonio lo que nos jugamos!

-¡Yo no...! -empezó a decir Silvania, pero se interrumpió al darse cuenta de que él ya no

podía oírla.

Y tuvo miedo. Tuvo miedo porque ahora ya no estaba tan segura de si el elfo estaba

tomándole el pelo o no. Y pensó que Lorris siempre había hecho lo que le había venido en gana, y

que pensaba que ni siquiera los Nocturnos podían oponerse a sus caprichos de niño mimado.

Pero el problema era que sí podían.

Silvania tenía miedo, pero no por Lorris. Tenía miedo porque las leyes ancestrales de su

pueblo podían ser violadas cualquier noche. Porque Lorris podía desatar la cólera de Arsis. Porque

podían suceder cosas terribles.

La joven elfa suspiró, y se volvió de nuevo hacia su casa, tratando de convencerse a sí

misma de que Lorris no había hablado en serio.

Capítulo III: "La Dama de la Lechuza"

Larisa no fue la única que notó raro a su hermano en los días siguientes. Lorris dejó de salir

al Bosque, y pasaba los días mirando por la ventana, pensativo, y comiendo nada más que lo

imprescindible.

-El chico se ha enamorado -se rumoreaba en la casa-. ¡Por fin!

Pero Larisa sabía que no era así. Conocía perfectamente la admiración que sentía Lorris por

Silvania DeSolman, y más de una vez le había visto saltar la tapia del jardín de la elfa. Pero hacía

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ya tiempo que Lorris iba a ver a Silvania a menudo y, sin embargo, aquel cambio radical era mucho

más reciente. Desde el día en que los marqueses DeKirdim se habían marchado de su casa hechos

una furia, se dijo la joven. Lorris había estado toda la tarde fuera, Y Larisa tenía la sospecha de que

la había pasado con Silvania DeSolman.

-Esa bruja -mascullaba Larisa cuando su hermano no podía oírla-. ¿Qué le habrá dicho?

Habló de ello un día con Lorris. Le dijo que estaba preocupada por él.

-Me gustaría que confiaras en mí -le dijo-. Soy tu hermana. ¿Ni siquiera a mí me vas a

contar lo que te pasa?

Pero Lorris sonrió y dijo solamente:

-Es un secreto.

-¡Un secreto que Silvania DeSolman puede conocer y yo no! -estalló Larisa-. ¿Cómo

puedes creer todo lo que Silvania te dice? ¡Miente siempre y juega con todos! Ha roto el corazón

de muchos elfos, Lorris, y yo no quiero que rompa el tuyo también.

-No creo ni una palabra de lo que ella dice -replicó Lorris-. Por ese lado, puedes estar

tranquila.

-¿Y qué dice ella? ¿Que está enamorada de ti?

-¡Oh, no, al contrario! Dice que me odia.

Larisa abrió la boca, pero no acertó a decir nada. Como de costumbre, Lorris la había

pillado.

-Escucha -pudo decir al fin-. Sé que te importa Silvania. No, no pongas esa cara de burla.

Te conozco mejor que nadie. ¡Pero es que tú no le importas a ella! Está jugando contigo. ¿Por qué

te comportas así? ¿Qué te ha hecho ella?

-¿Ella? -murmuró Lorris distraído-. Nada. Absolutamente nada. No tiene nada que ver con

ella.

Y Larisa no fue capaz de sacarle nada más. Estuvo a punto de visitar a Silvania e

interpelarla al respecto, pero su orgullo pudo más, y se contentó con hacer conjeturas sobre la

causa del estado de ánimo de su hermano. Lo conocía bastante bien, o al menos eso creía, y por su

aspecto habría dicho que estaba tramando algo...

Aquélla era la noche en la que Lorris había decidido salir.

Había pasado varios días tratando de vencer su miedo, su terror a la noche, ese terror que

los elfos inculcaban a sus hijos desde niños. Sabía que se había propuesto hacer algo terrible, salir

del manto protector de Arsis, y que probablemente no volviera para contarlo. Pero, por otro lado,

conocía el Bosque mejor que ningún otro elfo.

Y no le entraba en la cabeza que pudiera pasarle nada malo en su territorio.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

De noche, los elfos hechiceros hacían que los árboles cubrieran Ysperel entrelazando sus

ramas sobre ella, a modo de cúpula protectora. Era una técnica antiquísima, la única que se

recordaba de los tiempos antiguos, cuando la magia había dominado el mundo.

Pero Lorris había estado una vez en las afueras al anochecer, cuando la cúpula se cerraba, y

sabía que entre las ramas y troncos quedaban resquicios por entre los que se podía pasar.

Había estado a punto de ser sorprendido por la noche aquel día, y aún recordaba cómo llegó

corriendo, temblando, a la puerta de su casa justo cuando el último rayo de Arsis tocaba los árboles

del Bosque.

Y aquella noche, decidió, no volvería a su casa sin dar una vuelta por el Bosque.

Había robado la llave de la puerta principal después de que la doncella la cerrara, así que no

tuvo ningún problema para deslizarse fuera de la casa cuando todos estuvieron dormidos.

Lorris se detuvo en el jardín, muy cerca de la puerta, y miró a su alrededor, temblando

como una hoja.

La ciudad parecía muerta. No se oía un solo ruido, y, lo que era peor, no se veía

absolutamente nada. Con un estremecimiento, Lorris encendió la lámpara que llevaba consigo y se

decidió a abandonar el refugio seguro que constituía el dintel de la puerta de su casa.

Avanzó unos pasos. La llama de la vela que había dentro de la lámpara le daba una luz

débil, trémula, irreal. Los objetos adquirían formas grotescas, y sus sombras se encogían o

alargaban, pero no permanecían inmóviles. Lorris sintió al impulso de dar media vuelta y salir

corriendo, pero, tras quedarse parado un instante y comprobar que no sufría ningún daño, decidió

seguir.

Llegó hasta la verja del jardín y, una vez allí, se detuvo de nuevo para hacer acopio de

valor. Inspiró profundamente y salió.

El panorama por las calles de Ysperel era desolador. No había nadie, ni una luz, ni un

sonido...

Lorris sintió que el silencio lo volvería loco. Pensó en qué pasaría si perdiese su farol, y sus

temblores aumentaron. Sus ojos se elevaron instintivamente hacia la cúpula arbórea, buscando el

disco dorado de Arsis, que siempre estaba allí y ahora no estaba.

Amparado en la luz trémula de su vela, se encaminó en silencio hacia las afueras de

Ysperel.

El elfo se envolvió aún más en su capa. No era frío. Era una sensación de impotencia, de

indefensión. Cualquier cosa podía atacarlo desde la oscuridad, y él no podría hacer nada contra

ella.

Respiró profundamente, pensó en Silvania y continuó, tragando saliva.

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Sus finos oídos captaban perfectamente el ruido de sus pasos, único sonido que rompía el

silencio de la aterradora y fantasmal Ysperel nocturna. Por un lado, le consolaba el hecho de oír

sus pasos; por otro, era consciente de que cualquier otro podía oírlo.

Decidió no pensar en ello.

Y así, deslizándose de rincón en rincón, aferrando con fuerza su farol como si la vida le

fuera en ello, Lorris llegó a las afueras de la ciudad y se encontró frente a la barrera arbórea que lo

separaba del Bosque.

Tuvo que hacer otro alto porque sus pies no se atrevían a dar un paso más. Hasta ahora

había estado en su ciudad. Era cierto que la cúpula mágica no debía de protegerla mucho de las

agresiones del exterior, pero, aún así, Lorris se había sentido reconfortado. Pero el Bosque...

Estuvo a punto de dar media vuelta y volver a su casa. Pero sus pies no le obedecieron. No

podía moverse en ninguna dirección.

Frente a él, la barrera presentaba una grieta que parecía lo suficientemente grande como

para que él pudiera pasar. Lorris la observó con fijeza, obsesivamente, mientras sentía que sudaba

por todos los poros debido al miedo.

Una suave brisa se levantó entonces, y las ramas de los árboles crujieron siniestramente.

Lorris no lo soportó más. Con un grito desgarrado, se lanzó hacia la grieta y la atravesó,

convencido de que moriría en cuanto llegara al otro lado.

Sin embargo, nada sucedió. Lorris abrió los ojos lentamente.

Ante él, se extendía el Bosque.

No se parecía en nada al Bosque que él conocía. Las copas de los árboles parecían mucho

más altas. Las ramas se asemejaban a largos dedos ganchudos que, agitados por la brisa, parecían

querer atraparle. Los oscuros troncos proyectaban sombras fantasmagóricas bajo la luz del farol de

Lorris.

El elfo se quedó inmóvil en el sitio un buen rato, dudando. Mirándolos fríamente, sí podía

reconocer los árboles, y el lugar donde se hallaba. Pero era aterrador. Lorris pensó que el mundo

cuando Arsis no estaba era la cuna del terror y la maldad, y que, sin los dorados rayos de su dios,

todos vivirían siempre entre tinieblas.

De todas formas, se dijo, había llegado demasiado lejos como para volverse atrás.

Vacilando, con cautela, avanzó unos pasos. Luego se detuvo. Tenía tanto miedo que le costaba

caminar, porque las piernas le temblaban violentamente.

Tomó aliento y continuó. Decidió dirigirse hacia un claro que conocía muy bien, y que no

estaba muy lejos de allí. Llegaría hasta él y luego volvería. Y habría ganado la apuesta.

Poco a poco, Lorris se fue adentrando más en el Bosque. Lo conocía como la palma de su

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

mano, pero, aún así, le parecía que la transformación que sufría por la noche era demasiado brutal

como para reconocerlo fácilmente.

Mientras caminaba cautelosamente entre los árboles oyó súbitamente a lo lejos una risa

estridente. Del sobresalto, se le cayó la lámpara al suelo, y, tras rodar un poco, chocó contra una

raíz saliente y se apagó.

Lorris sintió que el terror le invadía. Por un momento no fue capaz de moverse. La risa,

perteneciente sin duda a uno de los salvajes Nocturnos, no volvió a oírse.

Entonces el elfo se abalanzó desesperadamente hacia el lugar donde había caído la lámpara.

Tanteó el suelo, pero no la encontró. Siguió buscando febrilmente, desesperado por no poder ver

nada, hasta que finalmente se derrumbó y se encogió sobre sí mismo, sollozando, presa de

violentos temblores, a esperar la muerte.

No supo cuánto tiempo permaneció allí. Sólo se dio cuenta de que seguía vivo, de que nada

le había sucedido, y un pensamiento llenó su mente: "Aún no me han encontrado".

Abrió lentamente los ojos, cauteloso. Sabía que no podría volver a Ysperel a oscuras, pero

se dijo a sí mismo que tal vez pudiera aguardar al amanecer. Entonces, todo sería diferente.

Miró a su alrededor. Había algo que llamaba su atención y, aunque al principio no supo qué

era, enseguida lo descubrió.

Podía ver.

Se frotó los ojos. Sí, podía ver. Muy poco, pero veía. Maravillado, se incorporó. Y entonces

descubrió por qué: el Bosque estaba iluminado por una suave luz que parecía provenir de arriba,

del cielo.

Lorris se quedó boquiabierto. ¿Luz...? ¿De noche? ¿No se suponía que la noche era el

momento de la oscuridad absoluta?

El miedo se había esfumado; ahora en Lorris sólo quedaba curiosidad.

Trató de ver de dónde provenía aquella luz que se filtraba por entre los árboles, pero el

follaje se lo impedía. Avanzó por el Bosque, apartando la maleza que le impedía el paso, sin

preocuparse de recuperar su lámpara, buscando un claro donde poder mirar hacia arriba y ver qué

había en el cielo.

Finalmente llegó hasta el claro donde había tenido intención de ir antes de que su farol se

apagara. Estaba bastante iluminado, y las sospechas de Lorris se confirmaron: la luz venía del

cielo.

Se asomó al claro con cautela y, temblando de excitación, miró hacia arriba. Lo que vio le

dejó tan sorprendido que tuvo que sentarse sobre un tronco caído porque sus piernas ya no le

sostenían.

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En medio del firmamento, una gran esfera blanca, con tonos grises y plateados, enviaba una

suave luz al Bosque. Y pequeños puntitos brillantes adornaban un cielo de un extraño color añil.

Lorris se quedó contemplándolo con la boca abierta. Nunca había pensado que pudiera ser

tan hermoso. Aquello no tenía nada que ver con los horrores que le había relatado su niñera cuando

era pequeño.

Apartó por un momento los ojos del firmamento y miró a su alrededor.

-El mundo es más hermoso de noche -murmuró.

Se estremeció. Aquello que acababa de decir era un sacrilegio, una blasfemia. Sólo lo

decían los que preferían la noche al día: la raza maldita, los Elfos Nocturnos. Y ellos eran

proscritos, seres de las sombras, cuyos ojos no podían soportar la brillante luz de Arsis.

¡Arsis! Lorris observó la esfera del cielo suspicazmente. Parecía tener el mismo tamaño que

Arsis, el Señor de la Luz, aunque su brillo era más débil, tanto que se le podía mirar directamente.

¿Sería así Arsis privado de todos sus rayos? ¡Tal vez fuera el mismo Arsis, dormido!

Lorris se levantó de un salto, excitado. ¡Estaba viendo el rostro de Arsis, su señor, su dios!

Todo concordaba. Aún dormido, Arsis seguía enviando luz al mundo, una luz tenue, pero

luz al fin y al cabo. Y los pequeños puntitos luminosos eran las almas de los elfos, que velaban su

sueño.

Lorris volvió a sentarse. ¡Los Nocturnos veían constantemente el rostro de Arsis! ¿Estaban

malditos por ello? Suspiró, sintiendo que se ahogaba en un mar de dudas. Todo lo que le habían

enseñado desde niño, todo en lo que siempre había creído no parecía ser otra cosa que una gran

mentira.

Enseguida se preguntó si debía dar cuenta de su descubrimiento, si le creerían.

"Probablemente no", se dijo. "No creerían lo que he visto; tal vez me mandarían con los

Nocturnos, porque para ellos estoy maldito también".

Volvió a mirar la esfera blanca. No tenía ojos, ni orejas, ni boca, ¡nada! Lorris empezaba a

dudar de su propia idea, pero pensó que, de todas formas, Arsis nunca permitiría que un

suplantador reinara en el cielo durante la noche.

Y entonces comenzó a oír los ruidos. El Bosque no había estado en silencio en ningún

momento, y ahora Lorris empezaba a ser consciente de ello. Eran los sonidos que emitían las

criaturas nocturnas.

De pronto recordó a los Nocturnos. ¿Y si lo capturaban allí?

Iba a levantarse de nuevo cuando un sonido penetrante le puso los pelos de punta. Un

extraño pájaro de grandes ojos brillantes descendió desde un árbol y planeó sobre él, tan cerca que

el elfo casi pudo sentir sus garras rozándole el cabello. El ave se elevó bruscamente hasta quedar

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

recortada contra la esfera blanca y luego volvió a bajar.

Era una lechuza.

Una vez, Lorris había descubierto el nido de una de ellas. El animal estaba durmiendo

cuando el elfo se asomó al agujero, y se despertó bruscamente entonces. Le había mirado con

aquellos ojos tan enormes y Lorris, reconociendo en él a una criatura de la noche, había salido

huyendo despavorido, y desde entonces no se había vuelto a acercar por aquel lugar.

Pero ahora ya no tenía miedo; o, al menos, no tanto como antes. Siguió a la lechuza con la

mirada y entonces vio cómo el ave se posaba en la mano de una figura que había aparecido de

repente en el centro del claro.

A Lorris se le congeló la sangre en las venas. Antes no había nadie allí. No pudo hacer un

solo movimiento debido al terror que sentía, y se quedó mirando fijamente a la aparición.

Era una hembra, eso estaba claro, pero no parecía una elfa. Era bastante más baja que

cualquier elfo, y su cuerpo presentaba más curvas que los de las elfas, generalmente tan delgadas.

Además, tenía las orejas extrañamente redondeadas, y sus ojos no eran rasgados ni tan grandes

como los de los elfos.

Lorris se dio cuenta de que podía ver a través de ella y de su lechuza. Por tanto, tenía que

ser un fantasma. ¿De una doncella ya fallecida?

Recordó de pronto las leyendas que hablaban de otras razas ajenas a la elfa que perecieron

mucho tiempo atrás, y se estremeció. Le hubiera gustado preguntárselo, pero sus labios no

pudieron articular sonido alguno. Lo único que podía hacer era mirarla y mirarla.

El cabello oscuro se le ondulaba cayéndole en cascada sobre los hombros. Una brillante

diadema le ceñía la frente, y llevaba una larga túnica cuyos pliegues relucían con un resplandor

argénteo bajo la suave luz del durmiente Arsis.

La Dama de la Lechuza sonrió. Lorris trató de nuevo de decir algo, pero la Dama se le

adelantó:

-Salva al Bosque.

Lorris abrió los ojos desmesuradamente al oír su voz. No había esperado que el fantasma se

dirigiera a él.

-Salva al Bosque -repitió ella.

La lechuza lanzó otro grito.

Y la Dama desapareció.

Lorris, con el corazón palpitándole con violencia, retrocedió unos pasos. Luego se dio la

vuelta y echó a correr desesperadamente.

Tropezaba con todas las raíces y más de una vez estuvo a punto de caer al suelo, pero no se

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detuvo para nada. A sus espaldas oyó las risas maquiavélicas de los Nocturnos y el lejano ulular de

una lechuza, y siguió corriendo. Los ruidos de la noche aumentaron en intensidad, y Lorris aceleró

su carrera, tropezó, rodó por el suelo, volvió a ponerse en pie y siguió corriendo.

Cuando por fin alcanzó Ysperel abrió como pudo un orificio en la barrera protectora y entró

en la ciudad. Pero ni siquiera entonces se sintió seguro. No dejó de correr hasta que llegó a su casa;

entonces, tras entrar por la puerta principal -no se preocupó de volver a cerrarla con llave- subió

apresuradamente a su habitación, se metió en su cama y se tapó con el cobertor.

Y allí se quedo, temblando como una hoja, y oyendo aún en sus oídos la petición de la

Dama de la Lechuza mientras los primeros albores rozaban las copas arbóreas:

-Salva al Bosque.

Capítulo IV: "El rostro de Arsis"

En los días siguientes, en casa de los duques DeLendam se ancló de puntillas y se

procuró no hacer el menor ruido.

Lorris estaba enfermo.

Según los médicos, había sufrido un golpe emocional que lo había afectado

mucho. Aunque nadie sabía a qué podía deberse, la doncella descubrió que la noche en

que su señor había caído enfermo, la puerta principal no estaba cerrada con llave, y fue a

comunicárselo a la duquesa.

-¡Arsis bendito! -exclamó la elfa-. ¡La maldad Nocturna ha entrado en esta casa,

sin duda!

Llamaron a sacerdotes y curanderos para que exorcizaran el palacio de los DeLendam. Los

sacerdotes, arrojando hojas de laurel por los rincones de la casa, entonaron cánticos y salmodias en

honor de Arsis, esperando así expulsar a los malos espíritus que pudieran haberse introducido allí

durante las horas oscuras. Los curanderos colgaron toda suerte de amuletos del cuello de Lorris, y

le hicieron tomar un brebaje contra las posesiones demoníacas.

Sin embargo, fue el tiempo y no las medidas contra la maldad nocturna lo que hizo que

Lorris se fuera recuperando paulatinamente. Cuando en el Templo de Arsis los sacerdotes supieron

que el joven noble ya había recuperado la consciencia, se felicitaron por su éxito contra los

espíritus nocturnos, y fueron a todo correr a dar gracias a su dios.

Estando Lorris aún en cama pero ya consciente, fue un día a visitarlo Silvania.

-Veo que te preocupas por mí aunque sólo sea un poco -observó el elfo. No sonreía. Había

estado mirando por la ventana desde que Silvania entró y no se había dignado a volver la vista

hacia ella.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Silvania no respondió. Avanzó hasta colocarse junto a la cama de Lorris.

-¿Es cierto que fuiste atacado por una criatura nocturna? -preguntó. Lorris negó

con la cabeza.

-Cuentos -respondió.

-Pues se ha montado mucho revuelo con tu enfermedad -comentó Silvania-. ¿Qué te ha

sucedido, en realidad?

-Fui yo quien se dejó la puerta abierta cuando volví de mi expedición nocturna.

Silvania lo miró fijamente.

-¿Saliste de noche? -murmuró entrecortadamente-. No te creo.

Lorris volvió la mirada hacia ella por vez primera y la observó dubitativamente.

-Es cierto -afirmó con suavidad-. ¿Quieres saber lo que ocurrió? Silvania lo miró temerosa.

Algo en su interior le decía que el elfo no mentía, pero, por otro lado, si Lorris decía la verdad,

todo el mundo de los elfos

y su pacífica existencia se vería alterado irremisiblemente. Finalmente asintió.

Lorris exhaló un profundo suspiro y, tras indicarle que cerrara la puerta para que nadie

pudiera oírles, le relató todo cuanto había sucedido la noche de su escapada al Bosque.

Al finalizar, la elfa soltó una carcajada despectiva.

-La fiebre te ha afectado a la cabeza, Lorris -comentó-. ¡El rostro de Arsis! ¡Una mujer de

otra raza! ¡Salvar el Bosque!

Pero Lorris estaba serio.

-He estado pensando, Silvania -dijo-, que nada ni nadie me atacó cuando estuve fuera. Si he

caído enfermo ha sido por mi propio miedo. Podría haberle preguntado más cosas a aquella dama,

pero salí huyendo como un cobarde. Así que, en cuanto me sienta con fuerzas, volveré a salir de

noche en busca de la mujer que se me apareció en el claro.

-Lorris, estás loco.

Lorris la miró fijamente. Luego sonrió.

-Pero salí fuera de noche, señora mía -le recordó-. Nadie se atrevería a hacerlo. Me

desafiaste, y he ganado el desafío.

-No tienes pruebas.

-¿Pruebas? Yo te diré qué pruebas tengo. Ya no le temo a la noche, Silvania. Volveré cuando

me apetezca, y si quieres pruebas tendrás que venir conmigo.

Silvania retrocedió unos pasos.

-Estás loco -repitió.

Lorris se levantó del lecho con dificultad, se puso en pie y avanzó unos pasos hacia ella,

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tambaleándose.

-Tú sabes por qué te digo esto -susurró-. Nadie más lo sabe. Sólo tú. Porque confío en ti.

Me importas mucho, Silvania, aunque tú pienses que no. El cielo es maravilloso de noche, y quiero

que tú lo contemples conmigo.

Lorris estuvo a punto de caer al suelo. Se apoyó en una pequeña mesa.

-¿Hablas en broma o en serio? -le preguntó Silvania en voz baja.

-Nunca he hablado tan en serio como ahora, Silvania.

Lorris se sentó en el borde de la cama.

-Vuelve a ser niña por una vez -dijo-. Hagamos lo que nadie ha hecho. Escapémonos a

descubrir cosas nuevas.

Silvania lo miró.

-¿Tú sabes lo que me estás pidiendo, Lorris?

El joven elfo asintió gravemente.

-Lo sé -respondió-. Sé lo que cuesta violar una norma ancestral y romper la única ley que

nadie se atrevería a cuestionar. Lo sé porque yo lo he hecho, pero eso es sólo la primera vez. Ahora

sé lo que hay al otro lado. Los Nocturnos estarán ahí fuera, pero podemos esquivarlos. Yo lo hice.

¿Por qué no vamos a poder gozar nosotros de la suavidad de la noche?

Silvania no respondió enseguida. Tras un largo silencio, dijo en voz baja:

-Lo pensaré.

Y salió de la habitación.

En los días siguientes, mientras Lorris terminaba de recuperarse, Silvania pensó mucho en

sus palabras. Comenzaba a aburrirse de todos aquellos pretendientes. Lorris era diferente. Había

algo en él que la atraía, pero que, a la vez, la atemorizaba. Por muy cabeza de chorlito que fuera,

nunca le había mentido, y nunca había hecho ostentación de algo que no era.

Lorris había salido al Bosque de noche, Silvania estaba segura de ello. Y había vuelto para

contarlo.

Y la curiosidad que había sentido de niña hacia las Horas Oscuras volvió a asaltarla. Y,

finalmente, envió por medio de un criado una carta a Lorris, con una sola palabra: "Acepto". y

aquella misma tarde recibió la respuesta: "No te arrepentirás".

Pronto, Lorris DeLendam pudo levantarse de la cama, y volvió a ser el de antes. Volvió a

incordiar a los nobles (que habían gozado de cierto respiro durante su enfermedad), y reanudó sus

correrías por el Bosque. Sin embargo, sólo saltó el muro del jardín de Silvania una sola vez, y fue

para darle las gracias por su confianza y comunicarle el día, la hora y el lugar donde se

encontrarían la noche de la "excursión".

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Tan sólo unos días más tarde, cuando Arsis se retiró de la bóveda celeste y los hechiceros

elfos cubrieron Ysperel con la cúpula protectora, Lorris pasó a buscar a Silvania al jardín de su

casa.

La elfa se había acurrucado en un rincón, envuelta en una capa y temblando de miedo, y

apenas se atrevía a moverse.

-Está todo tan oscuro, Lorris -susurró-. No se ve nada. Tengo miedo.

-He traído una lámpara -dijo el elfo-, pero fuera de Ysperel no nos hará falta. No te

preocupes, Silvania. No te pasará nada. Yo cuidaré de ti.

Silvania lo miró dubitativamente, pero no dijo nada.

Lorris tuvo que sostenerla y ayudarla a caminar, porque sus piernas no la tenían en pie. El

elfo la comprendía perfectamente porque él había sentido lo mismo la primera vez. Por eso, la

rodeó con su brazo para reconfortarla, y ella, agradecida, se acurrucó junto a él, temblorosa.

Finalmente llegaron al círculo exterior de la ciudad. Silvania se detuvo dudosa frente a la

barrera arbórea que separaba la ciudad del Bosque. Pero Lorris se adelantó y, con poco esfuerzo,

logró abrir un hueco suficientemente grande como para poder pasar.

Silvania lanzó una exclamación ahogada.

-Sí -dijo el elfo gravemente-. Si los Nocturnos hubieran querido entrar en Ysperel, lo

habrían hecho hace ya tiempo.

Silvania se estremeció, pero no dijo nada, y le siguió al otro lado. Una vez fuera de Ysperel

y la barrera vegetal, Lorris apagó la lámpara.

Silvania emitió un grito asustado, y se arrimó a él, temerosa. Lorris la abrazó.

-No pasa nada -susurró-. Mira a tu alrededor.

La elfa se atrevió a apartar la cara del pecho de Lorris, sólo un poco, y a mirar furtivamente

a su alrededor.

El Bosque no estaba completamente a oscuras. Silvania parpadeó y buscó con la

mirada la fuente de luz. Como le había dicho Lorris, parecía proceder de arriba, del cielo.

Se separó un poco más de su compañero.

-¿Ves? -le dijo éste-. Yo tenía razón.

Avanzó unos pasos y Silvania fue tras él, amedrentada.

-Espera, Lorris -dijo-. ¿Qué haces? ¿A dónde vas?

Pudo ver que Lorris se volvía hacia ella, pero no pudo distinguir su expresión. Pese a todo,

adivinó que sonreía.

-Voy a mostrarte el rostro de Arsis -dijo.

-Pero...

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-No tengas miedo. Ven.

Lorris la cogió de la mano. Ella, para no quedarse sola, se dejó guiar. Era tan extraño

caminar de noche... Silvania aún no sabía si todo aquello era un sueño o una pesadilla. Pero, desde

luego, no podía ser real.

Caminaron juntos en silencio a través del Bosque. Lorris no se lo dijo a su compañera para

no asustarla, pero habría jurado que la vez anterior había más luz, y se preguntó por qué.

Pronto lo descubrió.

Al llegar al claro donde se le había aparecido a Lorris la Dama de la Lechuza, ambos

miraron al cielo.

-No hay ninguna esfera blanca, Lorris -dijo Silvania en voz baja.

Lorris no dijo nada. Estaba sorprendido.

Suspendida en el cielo había una forma blanquecina parecida a una raja de melón, a una

extraña sonrisa.

-Eso era redondo, Silvania -susurró-. No te mentí. ¿Puedes ver los puntos brillantes?

-Sí.

Lorris se sentó en el tronco de la vez anterior, e indicó a Silvania con un gesto que se

sentara a su lado. La elfa lo hizo.

-¿Fue aquí donde viste al fantasma? -preguntó.

Lorris asintió. Se había quedado mirando el cielo fijamente. Silvania apoyó la cabeza en su

hombro y él la rodeó con su brazo.

-Tienes razón -dijo ella en un susurro-. Es hermosa la noche.

Pero Lorris no la oyó. Estaba preguntándose qué había sucedido con el rostro de Arsis, por

qué ya no era redondo, y qué podía haber provocado aquel cambio.

-Cuando yo vine aquí -le dijo a Silvania-, esa cosa era redonda, y daba mucha más

luz. Me hubiera gustado que lo vieras así. Estaba seguro de que era Arsis dormido.

Silvania no dijo nada. Se envolvió más en su capa. Estaba empezando a tener frío.

-¿Crees que vendrá esta noche la Dama de la Lechuza, Lorris? -preguntó.

Ya no tenía miedo. O aquello era un sueño, y entonces no tenía por qué temer, o

era real, y los elfos habían vivido engañados durante mucho tiempo. Silvania sentía como

si la noche les perteneciera sólo a Lorris y a ella.

-No lo sé.

La voz de Lorris la sobresaltó. Había tardado en responder.

-No lo sé -repitió el elfo-, pero no me arrepiento de haber venido. -No, ni yo tampoco.

Gracias por haberme traído aquí, Lorris. Ambos cruzaron una mirada y sonrieron. Lorris iba a decir

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

algo, pero entonces un grito salvaje resonó por el Bosque.

Los dos se levantaron como movidos por un resorte y miraron a todos lados. Pudieron

distinguir que, entre los árboles, muchos pares de ojos rasgados, brillantes, los observaban con una

mezcla de malicia y curiosidad.

-¡Diurnos! -dijo una voz, mientras varias más reían por lo bajo-. ¡Diurnos de noche

en el Bosque! ¿Qué hacéis aquí? ¡Es nuestro territorio!

-¡Sí, nuestro territorio! -corearon las voces.

Una de las criaturas se adelantó. Bajo la luz nocturna, Lorris y Silvania pudieron

ver que se trataba de un elfo alto y delgado, mortalmente pálido, y con una extraña sonrisa

en los labios.

-¡Tú! -exclamó Lorris, estremeciéndose-. Tú eres...

-Un Nocturno -completó el otro-. Y veo que vosotros sois jóvenes e irresponsables

y... ¡hum! ¡Nobles! -añadió al ver el medallón que pendía del cuello de Lorris-.

¡Interesante! Vamos a daros una oportunidad. Contaremos hasta cien y luego... ¡iremos

por vosotros!

Las voces acogieron la sugerencia con risas y exclamaciones de aprobación.

-Así que -continuó el Nocturno-, corred mientras podáis, y tal vez tengáis tiempo de llegar a

vuestra ciudad. ¡Aunque lo dudo! Vosotros los nobles os sentís en el Bosque como un pez fuera del

agua. ¿A qué esperáis? -añadió al ver que no se movían-. ¡Corred! ¡Corred! ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres...!

Lorris dio media vuelta y, arrastrando a Silvania tras de sí, echó a correr todo lo

rápidamente que sus piernas le permitían. Aunque dejaron atrás el claro, pronto oyeron tras ellos el

salvaje grito de guerra de los elfos Nocturnos.

-¡Es demasiado pronto! -jadeó Lorris-. ¡Han hecho trampa!

-¡Corre y calla!

Afortunadamente, Lorris conocía aquella zona del Bosque como la palma de su mano, y

estaba claro que los Nocturnos no habían contado con ello. Aquello era un punto a su favor.

Oían las risas de los Nocturnos cada vez más cerca, a sus espaldas. -¡Nos están

alcanzando! -chilló Silvania-. ¡Nos cogerán!

Era evidente que los elfos Nocturnos se movían con más soltura que ellos en la

semioscuridad de la noche. Lorris supo que si trataban de llegar a Ysperel, los Nocturnos

les ganarían la partida.

Lanzó una rápida mirada hacia atrás y, tirando de Silvania, cambió bruscamente de

dirección.

Había tenido una idea que tal vez les salvara la vida.

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Capítulo V: "El Espejo Sagrado"

Lorris y Silvania corrían alocadamente por el Bosque. Silvania no sabía adónde la

llevaba Lorris, pero daba por sentado que volvían de nuevo a la ciudad, como les había

sugerido el elfo Nocturno. Por eso se llevó una gran sorpresa cuando vio que salían a un

enorme descampado iluminado por la extraña forma blanca del cielo, en el centro del cual

se alzaba un alto edificio reluciente, alargado, con una elevada torre en un extremo.

-¡El Templo de Arsis! -exclamó Silvania-. ¿Qué haces, Lorris? ¡No podemos entrar ahí!

-En una situación desesperada, señora, podemos entrar donde sea.

Y Lorris cogió de la mano a Silvania y siguió corriendo hacia el Templo.

El elfo sabía el riesgo que corrían ahora que estaban al descubierto. Si la puerta del Templo

estaba cerrada, él y Silvania ya no tendrían nada que hacer. Pero era la única alternativa que les

quedaba. El Templo de Arsis estaba situado lejos de Ysperel, fuera de la barrera protectora. Lorris

nunca había comprendido por qué los antiguos lo ubicaron fuera de la ciudad, pero en aquella

ocasión no se le ocurrió cuestionar que había sido un gran acierto: desde el claro donde había

comenzado la huída, el Templo quedaba más cerca que Ysperel.

Cuando llegaron a la puerta, Lorris trató de abrirla, mientras Silvania miraba temerosa hacia

atrás. Decenas de pares de ojos que relucían en la oscuridad los observaban desde los árboles.

-¡Adelante! -se oyó una voz, y los Nocturnos, con un grito de triunfo, se adentraron

corriendo en el descampado.

-¡Date prisa, Lorris! -urgió Silvania.

Lorris estaba tratando de forzar la cerradura con su daga. Los Nocturnos ganaban terreno.

-¡Lorris! -gritó Silvania.

En aquel momento el elfo lograba abrir la puerta. Silvania entró en el Templo

apresuradamente, y Lorris entró tras ella. Empujó la enorme puerta dorada y pudo cerrarla justo en

el momento en que el primer Nocturno se lanzaba sobre ellos.

Entre los dos arrastraron todo lo que encontraron a mano para atrancar la puerta y lo

amontonaron delante de ésta. Al otro lado se oyó un coro de aullidos de rabia y frustración.

-No se atreverán a entrar aquí -aseguró Lorris-. Éste es el Templo de Arsis, el Señor de la

Luz, su enemigo. Por el momento, estamos a salvo. Silvania apoyó la espalda en la pared,

temblando.

-Esto no estaba previsto, DeLendam -le reprochó-. Un poco más y habríamos acabado

prisioneros de los Nocturnos, en el mejor de los casos. Me dijiste que no había peligro.

-Estamos vivos -observó Lorris-. Y es la segunda vez que yo salgo con vida de una

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

expedición nocturna.

-¿Por qué hemos ido a parar al Templo de Arsis?

-Porque estaba más cerca del claro que Ysperel, Silvania. Era nuestra única oportunidad de

escapar.

Silvania se apartó de la pared y avanzó unos pasos.

-¿Y ahora qué? -preguntó.

Lorris se encogió de hombros.

-Yo no me arriesgaría a salir ahora -dijo-. Esperaremos a que amanezca y podamos volver a

Ysperel sin riesgos.

-¡A que amanezca! -repitió Silvania-. ¿Y pasar la noche aquí, contigo?

-Puedes pasarla fuera, con los Nocturnos -sugirió Lorris, sentándose en un rincón y

envolviéndose en su capa-. Creo que disfrutarán mucho con tu compañía.

Silvania le dirigió una mirada furiosa. Lorris, sin hacerle caso, se acomodó mejor en el

suelo para pasar la noche.

Silvania, ofendida, comenzó a deambular por el Templo.

El Templo de Arsis era frecuentado fundamentalmente por los sacerdotes. El resto

de los elfos, generalmente sólo pasaban por allí en los Días de Arsis. Había cuatro días de

Arsis durante el año, que marcaban el final de una estación y el comienzo de otra nueva.

Eran días de fiesta, en los cuales los elfos se reunían en el Templo para dar gracias a su

dios por los bienes recibidos durante aquel período.

El Templo de Arsis era una construcción pensada para albergar a todos los ciudadanos de

Ysperel, aunque generalmente sólo lo ocuparan un par de decenas de sacerdotes. Era un edificio

alargado, de forma que, cuando se entraba, las columnas doradas que se multiplicaban a los lados

daban la impresión de dirigir al visitante hacia el Altar de las Ofrendas.

El Altar era el lugar desde donde el Sumo Sacerdote hablaba a los elfos en los Días

de Arsis. Justo sobre él, al fondo del edificio, se alzaba la Torre, a la que se accedía por

una estrecha escalera lateral.

Silvania nunca había subido a la Torre. Sólo los sacerdotes podían hacerlo, y sólo a ellos les

estaba reservado el derecho de subir al punto más elevado de Ysperel.

Silvania pensó que tal vez, ahora que no había nadie, ella podría echar un vistazo desde

arriba. Nadie se enteraría, y ella estaba segura de que Lorris no diría nada a nadie.

Se dirigió hacia la entrada de la Torre, pero comprobó desencantada que una puerta, cerrada

y bien cerrada, le impedía el paso.

Sus ojos se fijaron entonces en el Espejo Sagrado que colgaba en la pared detrás del Altar.

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Nunca había tenido la oportunidad de contemplarlo de cerca. En los Días de Arsis siempre había

demasiada gente.

Se decía de aquel gran espejo que había tenido poderes mágicos en un tiempo, pero que

ahora ya no los poseía. Que había servido a los antiguos para comunicarse con el todopoderoso

Arsis, puesto que, en tiempos de crisis, reflejaba e interpretaba sus rayos portadores de un mensaje.

Cuando los elfos tenían un grave problema que no sabían cómo resolver, los sacerdotes subían el

Espejo Sagrado a la Torre, y lo colocaban bajo los rayos vivificadores de Arsis. Y en él aparecía

una imagen de lo que debía hacerse para solucionar el problema.

Así se había comportado el Espejo en los tiempos antiguos, según los textos de los

antepasados élficos. Pero ahora el Espejo sólo reflejaba los rayos, sin interpretarlos. Había quien

decía que el Espejo Sagrado había perdido su poder; otros afirmaban que los sacerdotes ya no

sabían cómo usarlo, y los había más optimistas, que creían que el Espejo no funcionaba porque en

mucho tiempo no se había presentado ninguna cuestión grave que no supiera cómo resolverse.

Sea como fuere, con poderes mágicos o sin ellos, aquel espejo era el símbolo de los Elfos

de la Luz, y, aunque había algunos que dudaban que antaño hubiera sido mágico, todos sin

excepción lo consideraban un don, una dádiva de Arsis.

Silvania contempló su imagen reflejada en el Espejo. La imagen le devolvió una mirada

meditabunda.

-¿Tú crees que, si colocáramos el Espejo bajo los rayos de esa extraña raja de sandía, nos

respondería?

Un gruñido fue la respuesta. Lorris estaba ya medio dormido.

-Lorris, te estoy hablando -insistió Silvania.

-No digas tonterías, Silvania. Está prohibido tocar el Espejo Sagrado. Y hace siglos que su

magia no funciona.

-No digo tonterías, Lorris -replicó la elfa-; es que estoy asustada.

Lorris alzó la mirada, sorprendido. Desde su rincón, pudo ver que Silvania estaba llorando.

Se levantó y recorrió la distancia que lo separaba de ella.

-Vamos, Silvania, no llores -le dijo-. Todo saldrá bien. Ya sé que ha sido culpa mía, pero lo

arreglaré. Lo prometo.

Lorris sintió que tenía un nudo en la garganta. Siempre le habían aterrado las

responsabilidades, pero esta vez era demasiado consciente de que se había metido en aquél lío él

solo, y que solo tendría que salir de él, y sacar a Silvania.

-¿Arsis podría escucharnos, aunque sea de noche? -preguntó la elfa.

-No lo sé -respondió Lorris.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Silvania se arrodilló con cuidado frente al Espejo, para rezar.

-Oh, por favor, Arsis, ayúdanos... -suplicó.

-Ten cuidado, Silvania, no te acerques tanto...

Ella, molesta por la interrupción, se levantó bruscamente y se volvió hacia él, dispuesta a

decirle cuatro cosas.

Entonces notó que había empujado el Espejo sin querer, y que éste se balanceaba en la

pared.

-¡Cuidado, Silvania! ¡El Espejo!

Silvania quiso detenerlo, pero sus manos temblaban y el Espejo Sagrado, ante su horror,

cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.

Lorris y Silvania se quedaron clavados en el sitio, mientras los trozos de cristal tintineaban

aún en sus oídos.

Los primeros rayos de la aurora entraron por las ventanas, reflejándose en los restos del

Espejo como una acusación.

-Arsis -musitó Lorris, en voz tan baja que Silvania no pudo oírlo-. Arsis, por favor,

perdónala...

Silvania seguía de pie, horrorizada, mirando los pedazos casi sin verlos. De pronto se

agachó, recogió un pedazo de cristal del suelo, se dio la vuelta y se aproximó a Lorris hasta estar

tan cerca que el elfo podía oír los latidos de su corazón. Silvania alzó el fragmento de espejo hasta

ponerlo frente a la nariz de Lorris. Sus ojos parecían un glaciar.

La elfa agitó el cristal frente a Lorris y dijo sólo tres palabras:

-Es culpa tuya.

Le puso el pedazo en la mano y echó a correr hasta la puerta del Templo, sin volverse una

sola vez.

-¡Silvania! -gritó Lorris-. ¡Silvania, espera!

No sabiendo qué hacer con el fragmento de espejo que tenía en la mano, lo guardó

apresuradamente en la bolsa de cuero que le colgaba del cinto y salió corriendo en pos de Silvania.

Pero ella ya había salido fuera, cerrando la puerta tras de sí. Cuando Lorris salió del

Templo, no la vio por ningún sitio. Lleno de tristes presagios, volvió a Ysperel, y pudo llegar a su

casa antes de que notaran su ausencia.

Aquella mañana, cuando los sacerdotes fueron al templo a recitar sus oraciones matutinas,

encontraron el Espejo Sagrado, símbolo de su inquebrantable fe, roto en mil pedazos.

Enseguida corrió la noticia por todo Ysperel. ¡Aquello era una catástrofe! El Supremo

Sacerdote convocó una reunión extraordinaria en el Templo, al que todos debían acudir con la

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cabeza cubierta en señal de arrepentimiento y humildad.

Arsis, furioso quizá por la rotura de su Espejo Sagrado, envió aquel día rayos tan ardientes

que los elfos sudaron por todos los poros mientras escuchaban la terrible noticia de labios del

Supremo.

-Nuestro Sagrado Espejo -decía-, se ha roto. Cuando lo vimos esta mañana lo primero que

pensamos fue que se trataba de un accidente, pero ahora sabemos que no es así: alguien entró en el

Templo, ya que la cerradura de la puerta principal ha sido forzada.

Un murmullo de consternación recorrió la multitud de elfos congregados frente al Templo.

-¡Han sido los Nocturnos! -clamó una voz desde el fondo.

El murmullo aumentó. El Supremo llamó al orden alzando una mano. Cuando las voces de

protesta se acallaron, el Supremo continuó:

-Ésa fue nuestra primera conclusión. Todos sabemos que no hace mucho se tuvo

que exorcizar la casa de los ilustres duques DeLendam, porque las fuerzas nocturnas

habían atacado al primogénito de la familia. En pocas ocasiones a lo largo de la historia

de Ysperel los Nocturnos se han atrevido a llegar tan lejos. Y, desde luego, jamás, jamás

habían osado perpetrar el sacrilegio de entrar en el Templo de Arsis.

El Supremo hizo una pausa. Luego prosiguió:

-Sin embargo, ahora sabemos que no fueron los Nocturnos quienes violaron nuestro

Templo. Tenemos una prueba que delata al culpable.

Lorris dio un respingo, mientras los elfos comentaban entre ellos con sorpresa aquella

noticia. Se alzaron voces preguntando al Supremo quién había cometido tamaño sacrilegio, pero el

sacerdote no quiso responder.

-Es sólo una conjetura -dijo-. Tenemos una pista que hemos de comprobar. Pero,

mientras tanto, no nos está permitido decir una sola palabra.

Las voces de los elfos aumentaron en intensidad. Alguien preguntó:

-¿Y qué pasará ahora?

El rostro de Supremo se transfiguró, mostrando ahora un dolor y una tristeza

profundos.

-No lo sé, hijos míos -respondió-. Ha sucedido la mayor catástrofe de nuestro

siglo. Hemos tratado de recomponer el Espejo, pero nos llevará mucho, mucho tiempo. Y,

de todas formas, no sabríamos cómo conseguir que todos los fragmentos permanezcan

unidos. Rezad a Arsis, hijos míos, rezad a Arsis, porque Él es bondadoso, para que

perdone a su pueblo arrepentido.

El Supremo no pudo decir más; se le quebró la voz y, volviéndose bruscamente,

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

dio por concluida la reunión. Los elfos volvieron a sus casas, pesarosos.

Lorris se sintió terriblemente desgraciado y culpable. Era cierto que él no había

roto el Espejo, pero sí había desafiado todas las leyes de su pueblo, saliendo al Bosque de

noche -no una, sino dos veces- y entrando en el Templo sin permiso. Él había convencido

a Silvania para que lo acompañara. Él, y sólo él, tenía la culpa de lo sucedido.

Aquella tarde, Larisa entró como un huracán en la habitación de Lorris.

-¿Qué pasa, Larisa? -preguntó el elfo, distraído.

Su hermana trató de recuperar el aliento.

-Es sobre el Espejo Sagrado, Lorris -jadeó-. Han detenido al culpable.

-¡Culpable! -Lorris se volvió hacia ella, muy pálido-. ¡No pueden haber

detenido...! -se interrumpió.

-¿Lo sabes? -Larisa lo miró estupefacta-. Oh, claro, lo sabías. "Ella" y tú no tenéis

secretos.

-Espera, Larisa. Me estás confundiendo. ¿A quién han detenido? ¡Debe tratarse de

un error!

-No, me temo que no. Encontraron una prueba...

-¿Quién, Larisa?

-Silvania DeSolman.

Lorris palideció aún más.

-Crees que es inocente? -preguntó Larisa.

"No", pensó Lorris. "Sé que es culpable".

-¿En qué se basan para acusarla? -preguntó débilmente.

-Encontraron un pañuelo junto a los restos del Espejo Sagrado.

-¡Podría ser de cualquiera!

-No, Lorris. Ese pañuelo llevaba bordado en una esquina el escudo de la casa DeSolman. El

Supremo ha ido a hablar con los padres de Silvania, y ellos reconocieron que era de su hija.

Lorris se maldijo a sí mismo por no haber limpiado de pistas el lugar.

Sencillamente, no se le había ocurrido.

-¿Y qué dice ella?

-Nada, por el momento. No ha negado ni admitido su culpabilidad o inocencia.

-¿Qué le harán?

-Tranquilo, Lorris. La someterán a juicio y, si ella es inocente, la absolverán.

-¿Y si no?

-No lo sé. Lorris -añadió temblando-. Ella es culpable, ¿no?

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Lorris no respondió. Ambos cruzaron una mirada, y Larisa vio la verdad en los

ojos de su hermano.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Capítulo VI: "El Juicio"

Apenas un par de día más tarde Silvania DeSolman fue sometida a juicio.

En Ysperel no se hablaba de otra cosa. ¿La hermosa Silvania, acusada de un delito tan

grave? Nadie podía creerlo, y todos argumentaban que un simple pañuelo no probaba nada.

Lorris lo había confesado todo a Larisa. La muchacha se había apartado de él

instintivamente cuando le había contado que había pasado dos noches en el Bosque, pero logró

sobreponerse al miedo que aquello le inspiraba, y le dijo a su hermano que podía contar con ella

para lo que hiciera falta.

-Les diré la verdad -murmuró el elfo-. Les diré que fue culpa mía...

-Pero tú no rompiste el Espejo -objetó Larisa-; Fue Silvania.

-¡Pero fue culpa mía! Si yo no hubiese salido de noche, nada de esto habría sucedido.

-¿Y qué vas a hacer? ¿Declararte culpable?

Lorris se pasó una mano por el pelo con nerviosismo. No parecía el mismo, se dijo Larisa.

Silvania, Silvania lo había cambiado.

-Diré que yo lo rompí -decidió Lorris, y Larisa se quedó sin aliento.

-¡No puedes hacerlo! -exclamó-. Te... Te desterrarán, o...

-He de hacerlo, Larisa.

-No seas tonto! ¡Por ella, no! Creí que eras diferente a todos, pero ahora veo que no era

verdad. ¡Que te has enamorado de Silvania DeSolman como todos los demás!

Lorris aguantó el rapapolvo de su hermana menor sin hacer el menor comentario.

-Lorris, por favor -insistió ella-. Qué voy a hacer yo sin ti? La elfa rompió a llorar. Lorris la

abrazó, conmovido.

-Encontrarás un marido que te cuide y que te quiera más de lo que yo lo he hecho -

murmuró.

-Escúchame -dijo Larisa, tragando saliva-. No digas más tonterías. No pueden condenar a

Silvania, todos la quieren. Hay por lo menos una docena de nobles dispuestos a declarar en su

favor. ¡Oh, tonto! Siempre estás metiéndote en problemas...

Lorris no dijo nada más. Larisa tampoco. Pero lo que la elfa no sabía era que su hermano se

vería perseguido durante mucho tiempo por aquel terrible sentimiento de culpa. Que no serían las

risas estridentes de los Nocturnos las que poblarían sus peores pesadillas, sino el acusador tintineo

del cristal al romperse...

El día del juicio acudió mucha gente a la Casa de Justicia. Lorris y su familia fueron

también, y, cuando Silvania, escoltada por varios Guardias, fue conducida dentro de la sala, no

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dirigió una sola mirada al elfo. Lorris había intentado contactar varias veces con ella en los días

anteriores, pero no había recibido respuesta.

Silvania estaba pálida pero serena, y parecía muy segura de sí misma. Lorris se preguntó a

sí mismo por qué la amaba, pero, aunque no pudo encontrar una respuesta, tampoco pudo negar

que la amaba.

El juicio comenzó. Después de que el juez hubiera leído todos los cargos, le preguntó a

Silvania:

-Silvania DeSolman, ¿sois culpable o inocente?

Sobrevino un silencio. Lorris se removió en su silla, inquieto, pensando que Silvania estaba

bajo juramento. Pero la acusada respondió:

-Inocente.

Y su voz no tembló un ápice al pronunciar la palabra, cuyo eco resonó por todos los

rincones de la sala.

-¡Embustera! -musitó Larisa, pero Lorris le dio un codazo.

-Ahora es el momento -murmuró.

-¿Qué tenéis que decir al hecho de que vuestro pañuelo fuera encontrado en el Templo,

junto al Espejo roto? -inquirió el juez-. ¿También negáis que estuvisteis allí?

-No, señoría -respondió Silvania-. Pero no estaba sola.

-¿Quién estaba con vos?

Lorris iba a levantarse cuando la gélida voz de Silvania lo dejó parado:

-Lorris DeLendam, señoría. Él rompió el Espejo Sagrado.

Larisa lanzó una exclamación ahogada. Lorris se quedó en el sitio, no sin haber dirigido a

Silvania una mirada de dolorosa perplejidad.

-¡Eso es mentira! -gritó Larisa levantándose entre el creciente murmullo de los asistentes-.

¡Silvania rompió el Espejo Sagrado!

-Señorita -dijo el juez-, cuando tengáis que intervenir, intervendréis, pero no ahora.

-¡Pero es que...!

-No ahora.

Larisa se sentó, con el rostro enrojecido. Lorris no dijo nada.

-Conque Lorris DeLendam -dijo el juez, dirigiéndose de nuevo a Silvania-. ¿Podríais narrar

al tribunal vuestra versión de los hechos?

-Hace poco, Lorris DeLendam cayó enfermo -empezó Silvania; su voz era fría y

desapasionada-. Me contó que había salido al Bosque en las Horas Oscuras, y que había pasado

tanto miedo que eso le había hecho enfermar...

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

-Perdonad -interrumpió el juez-. ¿Al Bosque de noche, habéis dicho?

-Sí, señoría, eso he dicho.

-¿Y era verdad?

-Sí, señoría.

Entonces se armó un gran revuelo en la sala. Todos comentaban con su vecino lo que

Silvania acababa de decir, y varias voces se alzaron acusándola de embustera. El juez llamó al

orden y, cuando los murmullos se hubieron acallado, interpeló a Silvania:

-¿Os dais cuenta de la gravedad de lo que decís? Nadie cree en vuestras palabras.

-Lo sé, señoría. Es una historia muy difícil de creer, soy consciente de ello. Pero

tened paciencia para escuchadla hasta el final, y juzgad entonces. El juez asintió.

-Perfectamente -dijo-. Proseguid, por favor.

-Lorris DeLendam me dijo que una mujer de una extraña especie le había hablado, y que

había visto el rostro de Arsis...

De nuevo tuvo que interrumpirse porque la multitud elevaba protestas otra vez.

-¡Blasfemia! -bramó el Supremo Sacerdote desde su puesto de honor.

-¡Blasfemia! -corearon los demás sacerdotes.

El juez tardó en conseguir imponer el orden en la sala. Tuvo que enviar un par de guardias

cerca de la familia DeLendam, porque había algunos que habían tratado de llegar hasta Lorris para

golpearlo.

-Señorita DeSolman, os recuerdo que estáis bajo juramento -dijo el juez cuando pudo

hacerse oír por encima de los murmullos decrecientes.

-Lo sé, señoría -respondió Silvania-. Hasta ahora, no he dicho nada que no fuera verdad.

-Proseguid, por favor.

-Lorris me dijo también que me daría pruebas de lo que decía, y que, como ya no

temía a la noche, saldría en las Horas Oscuras siempre que lo deseara. Y me propuso

hacer una... digamos, excursión nocturna.

Volvieron a oírse murmullos en la sala, que el juez acalló con un gesto.

-Finalmente me convenció -continuó Silvania-. Me dijo el día y la hora, y que lo esperara

en mi jardín. Y eso hice, convencida de sus buenas intenciones.

Silvania hizo una pausa. Ahora reinaba en la sala un silencio absoluto; todos aguardaban

expectantes para escuchar el desenlace de la historia.

-Entonces llegó Lorris -prosiguió Silvania-, y me secuestró.

Se alzaron nuevamente murmullos de protesta. Larisa quiso chillar la inocencia de su

hermano, pero Lorris la cogió fuertemente del brazo y le indicó con un gesto que guardara silencio.

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El juez amenazó con desalojar la sala si no volvía el orden a ella y, poco a poco, de mala gana, las

voces fueron disminuyendo en intensidad hasta apagarse casi por completo.

-Lorris me llevó a la fuerza hasta el Bosque -prosiguió Silvania-. Quería entregarme a los

Nocturnos, porque había hecho un trato con ellos. La primera vez que había salido al Bosque de

noche, ellos le habían atrapado, y le dejaron marchar sólo bajo juramento de que les entregaría una

doncella virgen de sangre noble para sus malévolos ritos. Por eso había vuelto con vida del

Bosque, y por eso me secuestró.

Silvania tuvo que hacer nuevamente una pausa. El juez hubo de imponer silencio otra vez,

porque aquella declaración había soliviantado excesivamente a los elfos.

-En una distracción de Lorris -prosiguió Silvania-, yo me escapé. Aún no sé cómo, llegué al

Templo de Arsis. Me pareció una respuesta a mis plegarias y, como Lorris y los Nocturnos me

seguían muy de cerca, tuve que forzar la cerradura para entrar a refugiarme en él.

El Supremo Sacerdote frunció el ceño, pero no dijo nada. Silvania continuó:

-Los Nocturnos no se atrevieron a entrar, pero Lorris sí. Me escondí tras el Espejo, pero él

lo apartó a un lado, sin importarle nada lo que pudiera pasarle. El Espejo se rompió y,

aprovechando una distracción de Lorris, huí.

El Supremo ahogó una exclamación y miró a Lorris, furibundo. Éste no hizo el menor

gesto.

-Ésas son acusaciones muy graves, jovencita -observó el juez-. Estáis declarando que el

aquí presente Lorris DeLendam es culpable de tres delitos: secuestro, pacto con los Nocturnos y el

más grave: sacrilegio.

-Lo sé, señoría -respondió Silvania suavemente-. Pero pensé que era mejor declarar toda la

verdad que permitir que individuos como Lorris DeLendam continuaran sueltos en la sociedad.

Aquellas palabras cayeron como una losa sobre Lorris.

-¡Eso es mentira! - protestó Larisa, levantándose-. Señoría, ¿se me permite decir algo en

favor del acusado?

El juez la observó atentamente.

-¿Vuestro nombre? -solicitó.

-Larisa DeLendam -respondió ella-. Soy su hermana.

El juez le ordenó subir al estrado y, tras la jura, Larisa declaró:

-He de decir yo esto por mi hermano, porque sé que él no lo hará. No dirá nada que pueda

perjudicar a Silvania DeSolman, no porque esté diciendo la verdad... sino porque está enamorado

de ella.

El juez enarcó una ceja. Los duques DeLendam contemplaron con sorpresa a su hijo, quien

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

no hizo el menor gesto.

-Creo que ya va siendo hora de que alguien diga la verdad en este tribunal -murmuró Larisa

para su coleto, y, cuando se hizo el silencio total en la sala, contó la verdadera historia de las

escapadas nocturnas de Lorris, tal y como las había oído de labios de su hermano.

El juez no la interrumpió una sola vez, y, cuando Larisa terminó, le dijo:

-No sé si os habréis percatado de que este tribunal tiene que elegir entre dos historias

increíbles.

-Yo he dicho la verdad -se defendió Larisa.

-No estoy diciendo que no la digáis -se apresuró a responder el juez-. Pero vuestro hermano

puede haberos mentido, ¿os habíais planteado tal posibilidad?

Larisa parpadeó, perpleja, y dirigió una ansiosa mirada a Lorris quien, sin embargo, sólo

tenía ojos para Silvania.

-Puede haberme mentido -admitió Larisa suavemente-. Pero yo sé que está

enamorado de Silvania, y eso no hace falta que me lo diga él. Soy su hermana, y soy

mujer. Lo sé. Y en tal caso, ¿por qué iba a querer entregarla a los Nocturnos?

-Veamos, señorita DeLendam -dijo el juez-. Según-. vos, vuestro hermano ha

afirmado que salió al Bosque en las Horas Oscuras y volvió vivo para contarlo. También,

que ha visto algo extraño en el cielo, que, en su opinión, puede tratarse tanto del rostro de

Arsis como de un suplantador. Y... -miró de reojo al Supremo, que estaba enfureciéndose

por momentos al oír semejantes aberraciones-, ¿no consideráis que eso es una blasfemia?

-¿Por qué no salir al Bosque de noche y comprobarlo? -sugirió Larisa con suavidad.

-¡¡Blasfemia!! -estalló el Supremo, lívido de ira.

-¡¡Blasfemia!! -coreó toda la sala.

Las voces de los elfos se alzaron una vez más. Pero en esta ocasión se necesito mucho

tiempo para poner orden en la sala. En un solo juicio se habían puesto en duda las creencias

milenarias de todo un pueblo.

El juez era consciente de ello. Era un elfo pacífico que lo único que quería era que reinara

la paz y la armonía entre ellos.

Conocía muy bien la mala fama de Lorris DeLendam. Y sabía que la historia de Silvania

resultaba mucho más convincente que la de Larisa.

Sólo le quedaba una salida.

-Preguntémosle al propio Lorris DeLendam -dijo cuando por fin se hizo el silencio en la

sala.

-¡Pero él no dirá nada que pueda perjudicar a Silvania! -protestó Larisa.

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-¿Ni siquiera para salvarse a sí mismo? -inquirió el juez.

Larisa no respondió. No sabía hasta dónde llegaba el amor de su hermano por aquella

pérfida elfa.

-Lorris DeLendam -dijo el juez.

Lorris se levantó y avanzó hacia él con paso firme y seguro.

-Habéis oído lo que Silvania DeSolman ha declarado en contra vuestra -comenzó el juez

cuando Lorris se detuvo frente a él-. ¿Qué tenéis que decir al respecto?

-Nada.

-¡Lorris! -exclamó Larisa, angustiada.

-¿Nada? -repitió el juez, desconcertado-. Entonces, ¿corroboráis su historia? ¿Os declaráis

culpable?

Lorris miró intensamente a Silvania.

"La última vez, Silvania", pensó. "Nunca más. Ni por ti ni por nadie".

-Lorris DeLendam -le llamó la atención el juez-. ¿Os declaráis culpable?

Lorris se volvió hacia él.

-Sí -dijo con aplomo.

Un nuevo murmullo llenó la sala. Larisa cerró los ojos dolorosamente. Se oyó al fondo la

exclamación ahogada de la duquesa DeLendam. Todos estaban trastornados.

Todos menos Silvania DeSolman.

-Entonces, hijo mío -murmuró el juez, apenado-, el castigo que merece tan horrendo crimen

no es otro que...

El juez suspiró. Había visto crecer a Lorris, y aún podía recordarlo destrozando las rosas de

su jardín.

-Lorris DeLendam -declaró finalmente-, este tribunal te sentencia al... destierro eterno.

El sonido de su pequeño martillo al golpear la mesa resonó por toda la sala, Al fondo, se

oyó algo más.

La duquesa DeLendam estaba llorando.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Capítulo VII: "El destierro"

Lorris DeLendam había sido condenado a abandonar Ysperel y no volver jamás.

Había sido acusado de los crímenes más horribles. Para los elfos, adoradores de la vida,

sólo el asesinato era peor que los pactos con los Nocturnos y, desde luego, no había crimen mayor

que el de la Rotura del Espejo Sagrado.

Los duques DeLendam solicitaron que se investigara el caso pero, dado que Lorris se había

declarado culpable, el tribunal desestimó su apelación.

La desgracia había caído sobre la familia DeLendam. Todos sabían que en el fondo para

Lorris tal vez fuera mejor el destierro que la permanencia en Ysperel, ya que ahora el joven elfo

era considerado un ser diabólico, y nunca más sería aceptado entre ellos.

Lorris no hizo ninguna declaración al respecto. Escoltado por los guardias, fue conducido

de nuevo a su casa, para recoger sólo lo, estrictamente imprescindible. Debía abandonar Ysperel

antes del ocultamiento de Arsis.

No había hablado con su padre. No se atrevía a mirarle a la cara. Había manchado

el Buen nombre de los DeLendam y eso, pensaba Lorris, el duque no se lo perdonaría

nunca.

Larisa entró en el aposento de su hermano mientras éste terminaba de recoger sus cosas,

con los ojos llenos de lágrimas.

-Lorris -dijo, quedándose indecisa cerca de la puerta.

El elfo se volvió.

-Gracias por tu apoyo -dijo con una sonrisa.

-Grandísimo bobo -le reprochó Larisa-. ¿Por qué tuviste que jugártelo todo por ella?

-No lo haré más -gimoteó cómicamente Lorris como un niño pequeño (y Larisa,

por un fugaz instante, creyó ver en él un atisbo del Lorris de antes). La elfa le dio un

empujón amistoso.

-Esto no es una broma -protestó.

Lorris no respondió. Vació sobre la mesa el saquillo que llevaba al cinto.

-Volveré, Larisa -afirmó.

-Pero si ya nadie te quiere aquí -dijo Larisa, a punto de llorar.

-Pero yo investigaré la noche -replicó Lorris-. Descubriré qué era esa forma blanca del

cielo, y les demostraré a todos que estaban equivocados. Entonces, cuando tenga pruebas, me

escucharán.

"Salva al Bosque", le recordó la voz de la Dama de la Lechuza desde algún rincón de su

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memoria.

Lorris sacudió la cabeza. Lo había olvidado por completo. Sí, también investigaría la

procedencia de aquel fantasma.

Entonces descubrió entre los objetos que había sobre la mesa un pedazo de espejo, y lanzó

una exclamación.

-¿Qué ocurre? -preguntó Larisa aproximándose.

-No lo recordaba -murmuró Lorris.

Le puso a su hermana el fragmento de espejo en la mano y le dijo:

-Ésta es una parte del Espejo Sagrado. Cuando yo me marche, dáselo al Supremo para que

pueda recomponerlo.

Pero Larisa se lo devolvió.

-No, Lorris. Debes quedártelo tía. No podrán reconstruir el Espejo, ni con todos los

fragmentos, porque no saben cómo unirlos de nuevo. Llévatelo contigo y, si el Espejo fue mágico

alguna vez, te protegerá en tu camino. Arsis nunca te abandonará.

Lorris dudó unos instantes, pero finalmente asintió y guardó el espejo en su bolsa.

Se despidió de Larisa con un prolongado abrazo y bajó al salón.

Sabía que allí se encontraba su padre. Por una vez, se dijo, no saldría por la puerta de atrás.

Tenía que hablar con él.

El duque DeLendam estaba de espaldas a él, mirando per la ventana.

-Padre -murmuró Lorris.

El duque se volvió. Lorris se acercó a él y, con un nudo en la garganta, se quitó el medallón

que llevaba al cuello y se lo entregó.

-No quiero que mi familia se vea deshonrada por mi culpa, padre -explicó-. Yo ya no puedo

ser un DeLendam.

Pero el duque no lo cogió.

-Lorris, hijo...

Lo abrazó con fuerza. Lorris, tomado por sorpresa, estuvo a punto de perder el equilibrio.

-Tú siempre serás mi hijo -aseguró el duque-. Digan lo que digan, yo creo en tu inocencia, y

en la historia que contó tu hermana.

-Entonces no soy inocente, padre -respondió Lorris con tristeza-. Porque si yo no hubiera

salido de noche, nada de todo esto habría pasado. Yo convencí a Silvania para que viniera

conmigo, y yo la metí en problemas.

-Tu única falta ha sido el afán de saber, y una curiosidad excesiva. Ten cuidado

con esa curiosidad y esa confianza en ti mismo y en tus posibilidades, Lorris. Sé siempre

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

prudente, y no te comportes de forma tan alocada como entonces. Piensa con la cabeza, y

no con el corazón.

Cogió el medallón y se lo puso al cuello a su hijo.

-Llévalo siempre -le dijo-. Llévalo con orgullo, porque eres un DeLendam y siempre serás

un DeLendam. Tú nunca quisiste hacer daño a nadie, Lorris. La rotura del Espejo Sagrado fue un

accidente, pero tú no acusaste a nadie de delitos que no cometió. Tenlo siempre presente, hijo.

Hizo una pausa y continuó.

-Sea como fuere, estuviste en el Bosque de noche, y volviste vivo, no una, sino dos veces.

Tengo la esperanza de que sobrevivas ahí fuera, y que puedas volver a Ysperel algún día

convertido en un héroe.

Lorris sonrió apesadumbrado.

-Yo nunca he sido un héroe, padre.

-Saliste al Bosque de noche -observó el duque.

-Eso no fue valentía. Fue vanidad. Estaba seguro de que vencería a cualquier cosa que me

plantase cara. Fue un acto infantil e inmaduro.

-Pero te ha servido para darte cuenta de tus propios errores, ¿no? Tú puedes ser un héroe,

hijo mío, si afrontas con valentía lo que se te viene encima.

Padre e hijo cruzaron una mirada de comprensión. Lorris se sintió enormemente agradecido

hacia el duque, quien le demostraba que aún creía en él.

-Algún día te sentirás orgulloso. de mí, padre -dijo.

El duque sonrió.

-Ya lo estoy -dijo suavemente.

Antes del anochecer, Lorris debía estar fuera de Ysperel. Y no podría regresar jamás, a no

ser que restaurase su honor perdido mediante un acto heroico o demostrase su inocencia. Sin

embargo, ninguno de los elfos desterrados hasta el momento había vuelto a dar señales de vida.

Lorris se despidió de todos una vez más y salió de su casa. Al cruzar la puerta del

jardín, se volvió a mirarla por última vez. Sintió un nudo en el estómago y le costó reunir

valor para continuar.

Dirigió una mirada a Arsis, reluciente en medio del cielo, y decidió que aún tenía tiempo.

Así que echó a andar pero, en lugar de dirigirse a las afueras de Ysperel, fue al jardín de

Silvania.

La joven elfa estaba sentado en el banco de mármol, pero esta vez, sola. Alzó la cabeza

cuando oyó que Lorris saltaba el muro. Había estado bordando en un tambor.

-Te esperaba -dijo desapasionadamente.

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-Lo sé -respondió Lorris.

-¿Has venido a echarme algo en cara? -preguntó ella con orgullo.

-No. He venido a despedirme.

Silvania lo miró sorprendida.

-Me despido, sí -continuó Lorris-. Pero te prometo que volveré. Volveré en cuanto haya

conseguido olvidarte, y pueda declarar contra ti sin que me duela el corazón. Así que tiembla,

Señora del Corazón de Hielo, y vive temiendo el día de mi regreso.

-¿Has acabado? -preguntó Silvania sin impresionarse lo más mínimo.

-Sí.

-No me das miedo, Lorris. No volverás vivo de ahí fuera.

Lorris sonrió.

-Eso tú no lo sabes, Silvania -dijo-. ¿Por qué me odias tanto? Crees que no lo sé, pero te

conozco mejor de lo que piensas. Lo sé. Me odias porque te has enamorado de mí y no quieres

admitirlo, ni siquiera ante ti misma.

Ella lo miró burlona.

-Eres un engreído -le espetó-. Si has terminado, márchate de mi jardín. No quiero que nos

vean juntos.

Lorris se acercó a la elfa, pero ella retrocedió unos pasos, y el joven noble no insistió.

-Perdona por haberte robado tu precioso tiempo -le dijo-. Olvidaba que delante de tu casa

hay una larga cola de pretendientes esperando que te decidas por uno de ellos. Pero lo que ninguno

sabe es que nunca elegirás. Porque nunca podrás olvidarme. Has mandado al destierro al único elfo

que te importaba de verdad, Silvania. ¿Cómo te sientes?

Silvania no respondió. Sonreía despectivamente.

-Dejaré que lo creas, si es eso lo que quieres -dijo al fin-. Pero estás muy equivocado.

-Eso ya lo veremos, princesa.

Y, con un último ademán de despedida, Lorris saltó el muro y se alejó de la casa de

Silvania.

Cuando él ya no podía verla ni oírla, la elfa cayó de rodillas y, apoyándose en el banco

marmóreo, lloró con desesperación.

Lorris recorrió Ysperel despacio. Aún faltaba tiempo para la puesta de sol.

Los elfos se apartaban de su camino y miraban hacia otro lado. Las elfas comentaban en

voz baja chismes sobre él. Unos niños le tiraron piedras gritando: "¡Nocturno, Nocturno!", y una

niña pequeña se puso a llorar cuando lo vio y lo reconoció. Los elfos más devotos elevaban una

plegaria a Arsis por el alma del joven duque, pero Lorris apenas se percataba de todo ello.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Iba a abandonar para siempre la ciudad donde había nacido y crecido... ¡No!

Sacudió la cabeza. Él volvería, se dijo.

Algún día, volvería.

Casi en el límite de la ciudad, alguien le salió al paso.

Era Larisa.

La muchacha jadeaba y tenía el rostro enrojecido. Lorris dedujo que había estado corriendo

para alcanzarle.

-Me alegro de haberte encontrado a tiempo, Lorris -dijo.

-¿Por qué? -preguntó el elfo-. ¿Sucede algo?

-Nada en particular. Quería decirte algo antes de que te marcharas.

-¿Sí?

-Quería darte tres consejos que te serán de mucha utilidad.

-¿Cuáles?

-Prométeme que los cumplirás.

-Los cumpliré. Lo prometo.

Larisa abrazó a su hermano, conmovida.

-Te echaré mucho de menos, Lorris. Ysperel no será lo mismo sin ti.

-No, desde luego -bromeó el-. ¡Todos los nobles podrán respirar tranquilos!

Bueno, pequeña, ¿y esos tres consejos?

Larisa se enderezó.

-El primero -dijo-: sé tú mismo. No olvides nunca que eres un elfo, un Diurno, y de la casa

ducal DeLendam. Pero, ante todo, eres tú, eres Lorris, eres como eres. Sea lo que sea lo que te

encuentres ahí fuera, no olvides nunca que tú eres tú, y que tu hogar está aquí, en Ysperel, con

nosotros.

Lorris meditó las palabras de Larisa, muy serio. La elfa continuó:

-El segundo es un consejo básico que no debes olvidar: nunca confíes en nadie. Nunca

dejes tu vida en manos de otra persona, porque podría fallarte. Hazme caso, ¡vivirás más años!

-Estoy de acuerdo. ¿Y el tercero?

Larisa sonrió.

-Es el más importante -murmuró-. No debes olvidarlo: nunca, nunca, nunca te enamores. Lo

digo en serio -protestó al ver que Lorris se echaba a reír-. Te portas de una forma muy estúpida

cuando estás enamorado.

Lorris rió de nuevo, pero no había alegría en su risa.

-Cuídate, Lorris -dijo Larisa-. Y no nos olvides nunca.

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Larisa miró al-cielo temerosa. Estaba anocheciendo, y ella se hallaba muy lejos de su casa.

-Debo volver a casa -dijo.

Lorris asintió.

-Vete -le urgió-. No cometas la misma imprudencia que yo. Trae demasiados problemas

cuestionar las leyes de nuestros ancestros.

Larisa sonrió. Se despidió per última vez de Lorris y, dando media vuelta, se alejó

presurosa por las calles de Ysperel.

Mientras corría per la reluciente ciudad élfica, prometió en voz baja:

-Silvania DeSolman, te acordarás de mí. Vengaré a mi hermano; porque tienes que

pagar por esto.

Y unas lágrimas ardientes rodaron por las mejillas de la joven elfa.

Lorris no volvió la vista atrás una sola vez mientras Arsis se hundía en el horizonte. Por su

mente bullían toda clase de pensamientos mezclados en un caos de confusión.

Cruzó el límite de la ciudad y entró en el Bosque.

Tras él, los árboles crecieron y sus ramas y trocos se entretejieron con la maleza

circundante para formar la barrera vegetal que, como todos los días con la llegada de las Horas

Oscuras, protegía a Ysperel de las posibles agresiones nocturnas.

Lorris se volvió sólo una vez.

Contempló la cúpula vegetal que cubría Ysperel y se dijo a sí mismo que era la primera vez

que él estaba "fuera" cuando la barrera se cerraba, y que no sería la última.

Intentó borrar de su mente aquel pensamiento.

Sacó de su bolsa de cuero el fragmento del Espejo Sagrado que se había guardado para sí.

Lo alzó en alto para que los últimos rayos de Arsis se reflejaran en él.

Sé siempre tú mismo.

No confíes en nadie.

Y nunca te enamores.

Lorris oprimió con fuerza el trozo de espejo. Se mordió el labio inferior cuando los bordes

agudos del cristal de clavaron en su carne. Apretó más fuertemente, hasta hacer sangrar su mano.

-Volveré -juró solemnemente.

Algunas gotas de sangre cayeron sobre el suelo de su amado Bosque, mientras Arsis se

ocultaba por completo en el horizonte.

El eco de su voz resonó en el Bosque vacío: "Volveré... Volveré…Volveré...".

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Capítulo VIII: "El límite del Bosque"

Hacía frío.

Lorris se envolvió más en su capa. Era ya noche cerrada, y el elfo, en busca de

consuelo, había acudido al claro donde se le apareciera la Dama de la Lechuza.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Se había acurrucado junto al tronco caído,

contemplando la bóveda celeste, rogando a Arsis para que los Nocturnos no lo encontraran allí.

En el cielo, aquella forma blanca que había sido circular la primera noche y una raja de

sandía la segunda, era ahora un semicírculo algo abombado. Lorris había permanecido allí quieto,

contemplándolo, y había descubierto con sorpresa que aquella cosa blanquecina se movía, con un

movimiento similar al de Arsis durante el día.

-No lo comprendo -murmuró.

-No, por supuesto que no -le respondió una voz-. Para un Diurno, es difícil comprenderlo.

Lorris se levantó de un salto y miró a su alrededor, a la par que enarbolaba su arco y lo

armaba con una flecha. Descubrió unos ojos resplandecientes en la copa de un árbol y apuntó la

saeta hacia allí.

Cuando pudo distinguirlo mejor, vio que se trataba de un Nocturno, acomodado sobre una

rama. Sonreía amistosamente y no parecía peligroso pero, aún así, Lorris no se arriesgó a bajar el

arco.

-Es la tercera vez que te veo por aquí, chico -comentó el Nocturno festivamente-. Y la

última no estabas solo. ¿Qué le ha pasado a tu amiguita?

-¡Una palabra más, Nocturno, y te atravesaré de parte a parte! -replicó Lorris.

-Mira, Di-ur-no -respondió el otro-. Si mis amigos encuentran mi cadáver, tú en el Bosque

no durarías ni una noche. He venido en son de paz. Sólo quiero hablar contigo, ¿de acuerdo? No

quiero hacerte daño.

Lorris bajó el arco un poco, lentamente, con desconfianza.

-Así está mejor -respondió el Nocturno-. Me llamo Evren.

Lorris no respondió.

-Muy bien, no te molestes si no quieres -dijo el otro-. Tú eres Lorris DeLendam, ¿no es así?

Lorris bajó del todo el arco, sorprendido.

-No es tan extraño -dijo el Nocturno-. Conocemos tu historia. Sabemos también lo de la

rotura del Espejo Sagrado, y también sabemos que te han desterrado.

El Nocturno saltó desde la rama y fue a aterrizar limpiamente al suelo, cerca de Lorris, que

retrocedió unos pasos.

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-¿Quieres conocer la verdad sobre los Nocturnos, Lorris? -le preguntó-. Nosotros somos

elfos, igual que vosotros. La noche no es un período maldito. La noche está regida por la diosa

Irdinal.

-¡Mientes! -exclamó Lorris-. ¡Arsis es el único dios y Señor!

-Nosotros no negamos la existencia de Arsis, Lorris. Cualquiera puede verlo durante el día.

Pero si los Diurnos no osáis asomar la nariz fuera de vuestras casas durante la noche, ¿cómo vais a

conocer a Irdinal?

Y Evren señaló con un gesto la bóveda celeste, donde la forma blanquecina seguía

suspendida entre los puntitos brillantes.

Lorris abrió mucho los ojos.

-No puede ser una diosa -musitó-. Arsis es...

-El esposo de Irdinal -completó el Nocturno-. Ella reina de noche, y Arsis durante el día.

Las Horas Oscuras no son tan terribles como imagináis, porque la esposa de Arsis vigila el Bosque

mientras Él duerme.

Lorris sacudió la cabeza. Era demasiada información para él.

-Irdinal, la Señora de la Noche, va retirando cada vez un poco más el velo que la cubre y

una noche al mes luce llena. Después se va cubriendo un poco más noche tras noche, y una noche

no se la ve. Entonces, vuelve a comenzar el ciclo.

Lorris no dijo nada. No podía creerlo. Aquello iba en contra de todo lo que le habían

enseñado a creer desde niño.

-¿Quieres saber más cosas? -le tentó Evren-. El Bosque durante la noche es igual que

durante el día. Hay menos luz, y está Irdinal en el firmamento. Pero nada más. De noche, el

Bosque es nuestro, pero nosotros vivimos igual que vosotros, sin hacer daño a nadie.

-¡Mientes otra vez! -estalló Lorris-. ¡Hubo elfos que salieron al Bosque de noche y jamás

volvieron!

-Claro que no -respondió Evren sin inmutarse-. Se unieron a nosotros. Siguen

vivos y por lo general gozan de buena salud. Si quieres, puedes hablar con ellos.

-¿Por qué iban a querer unirse a vosotros?

Evren suspiró.

-Hay cosas de las que nada sabes, Lorris DeLendam. Hay lugares bellísimos en el Bosque,

a los que los elfos Diurnos jamás llegarán, por miedo a que les sorprenda la noche durante el

camino. Lejos de aquí, a varios días de camino desde Ysperel, hacia el sur, al pie de las montañas,

hay un poblado elfo. Ellos son Diurnos que perdieron el miedo a la noche, y no volvieron a Ysperel

por temor a ser declarados elfos malditos. Viven de día, pero no les importa salir a pasear bajo el

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suave resplandor de Irdinal, porque saben que nadie les hará daño.

-Todo eso es mentira -declaró Lorris-. ¿Por qué teméis la luz de Arsis, entonces?

-Nosotros, Lorris, fuimos expulsados de Ysperel hace muchos siglos, porque nos

atrevimos a explorar el Bosque de noche. Nuestros antepasados aprendieron a vivir

durante la noche, porque de día temían enfrentarse a los elfos de Ysperel. Establecieron

sus casas bajo tierra porque no se atrevían a marcharse lejos de la ciudad, y explorar el

Bosque, y con el tiempo sus ojos se acostumbraron a vivir en la semioscuridad. La luz de

Arsis nos daña los ojos, Lorris. Es demasiado brillante para nosotros.

Lorris no respondió. Todo lo que el elfo Nocturno le estaba diciendo sonaba tan

perfectamente lógico que le producía temor.

-¿Vivís bajo tierra, entonces? -preguntó en voz baja.

-Bajo el suelo del Bosque discurren múltiples galerías entre las raíces milenarias de los

árboles. Allí vivimos nosotros durante el día. De noche, salimos a la superficie, porque sabemos

que no tenemos nada que temer.

-¿Temer...? No comprendo.

-¿Qué pasaría si alguno de vosotros capturara a un Nocturno, Lorris? Respóndeme con

sinceridad.

Pero Lorris no pudo responder. Lo imaginaba demasiado bien.

Se sintió abrumado. Todo aquello en lo que había creído se desmoronaba como un castillo

de naipes cuando sopla el viento de repente.

-Pero entonces... -empezó, pero no pudo continuar.

-Estás confuso -le dijo Evren amablemente-. Es lógico. Comprendemos cómo te sientes. Lo

único que podemos hacer por ti es ofrecerte asilo en nuestros hogares subterráneos. Si no quieres

quedarte con nosotros, podemos acompañarte hasta el poblado Diurno del sur.

Lorris negó con la cabeza.

-Estoy bien -suspiró-. Muchas gracias. Dime una cosa, Evren. Nada de lo que había creído

hasta ahora era cierto. Dime, ¿hasta dónde se extiende el Bosque?¿Es verdad que más allá no hay

nada?

Los ojos del elfo Nocturno brillaron regocijados.

-Eres como habíamos pensado, Lorris DeLendam. Atrevido, audaz... tu deseo de saber va

más allá que el de muchos elfos.

-¿Qué hay? -insistió Lorris-. ¿Hasta dónde habéis llegado por vuestros túneles?

Evren calló un momento. Luego dijo:

-El Bosque es el Reino de los Elfos. Eso lo sabías, ¿no? Pero Lorris, el Bosque es tan sólo

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una parte de un mundo inmenso, de uno de sus cuatro continentes. Ese continente, llamado Ilesan,

se divide en siete Reinos; el Bosque es sólo uno de ellos.

Lorris lanzó una exclamación de sorpresa.

-¿Qué quieres decir? ¿Quién vive en esos reinos?

-Otras razas -respondió Evren-. Otros pueblos distintos del de los elfos. Puedo asegurarte

que no se extinguieron, como afirma tu gente.

-¿Por qué no los conocemos? ¿por qué no han venido al Bosque?

-Nosotros nos encargamos de que no entren. No saben que estamos aquí. Si

invadieran nuestro Bosque, tanto Nocturnos como Diurnos veríamos perturbada la paz de

la que hemos gozado durante generaciones.

-¿Tan... terribles son?

-¡No, no! Terribles no es la palabra. Sencillamente son... un poco bárbaros e incivilizados.

Toscos, diría yo. Humanos, enanos, duendes... ¡Ugh! No querríamos ver el Bosque lleno de tales

criaturas.

-¿Y ellos no saben que estamos aquí?

-No creo. Los dragones, tal vez. Son las criaturas más longevas de la tierra. Viven

milenios. Tal vez los más viejos nos recuerden. Pero los demás, no.

-Y...¿qué... qué les hacéis a los que entran en el Bosque?

-Verás, el límite sur del Bosque linda con una próspera región humana, perteneciente ya a

otro continente. La separación entre el bosque y dicha región es una altísima cordillera que pocos

se atreven a escalar. Bueno, nosotros no necesitamos hacerlo. Tenemos túneles que van por debajo,

excavados por los enanos muchos siglos atrás. A las criaturas que se adentran en el Bosque, les

administramos un brebaje de nuestra fabricación y olvidan absolutamente todo su pasado. Incluso

olvidan su nombre. Entonces, los llevamos a través de las montañas (es un viaje muy desagradable;

uno tiene la sensación de estar rodeado de muerte por todas partes, es todo pétrea roca y no hay

una sola cosa viva). Al llegar al otro lado, los soltamos y dejamos que sus congéneres se ocupen de

ellos. Evidentemente, nadie sabe por qué esa región es la que más casos de amnesia presenta de

toda la tierra, pero, desde luego, a nadie se le ha ocurrido pensar en nosotros. Como comprenderás,

al norte del Bosque lo único que se sabe es que hubo gente que se adentró en él y no volvió a salir.

Y, desde luego, pocos se atreven a hacerlo ahora.

Lorris rió de buena gana. Le caía simpático el Nocturno.

-Cuéntame más cosas -le pidió.

Evren sonrió, pero no dijo nada.

-Está a punto de amanecer -adivinó Lorris-. Es eso, ¿verdad? Tienes que marcharte.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

-Y tú también -dijo el Nocturno-. ¿O vas a dejar que te encuentren tus congéneres?

-No, por supuesto -respondió rápidamente Lorris, recordando que ahora era un proscrito.

-Ven conmigo -sugirió Evren-. Te llevaré a Kerohal.

-¿Kerohal? -repitió Lorris-. ¿Qué es eso?

-La Ciudad de los Nocturnos.

El joven elfo no respondió. Le atraía la propuesta, pero no podía dejar de pensar que hacía

apenas unas horas, los Nocturnos eran sus enemigos.

-Vamos -urgió Evren, al ver que comenzaba a clarear-. Decídete. No tenemos tiempo.

El Nocturno dio media vuelta y comenzó a caminar con ligereza entre los árboles. Lorris,

tras una breve vacilación, lo siguió.

Evren y Lorris recorrieron el Bosque rápidamente. Lorris podía entender el miedo que el

Nocturno pudiera tenerle a Arsis, puesto que, según fue asomando el dios en el horizonte, sus ojos

parecieron irritarse más, y hubo un momento en que tuvo que tapárselos con el brazo.

Finalmente llegaron hasta un enorme roble en medio de un claro. Evren, cubriéndose los

ojos, de los que le manaban abundantes lágrimas, palpó el tronco del árbol hasta que tocó una

pequeña hendidura. Introdujo los dedos en el interior y tiró de lo que parecía una pequeña palanca

disimulada entre la corteza.

Y entonces se abrió una portezuela en la base del tronco, y Lorris, asomándose al

interior, pudo ver unas escaleras que descendían y se perdían en la oscuridad.

Se estremeció, pero no tuvo tiempo para decidir, ya que el Nocturno le empujó por detrás.

El elfo perdió el equilibrio y cayó dentro.

Pudo sentir que Evren entraba tras él, y que cerraba la puerta. Lorris sintió un horrible

pánico ante aquella oscuridad, pero no se le ocurrió quejarse, por respeto a Evren, que se había

quedado junto a él.

-¿Te duelen los ojos? -le preguntó solícito al Nocturno.

-Ya estoy mejor. gracias -respondió éste, a la par que aceptaba agradecido el pañuelo que

Lorris le tendía.

-¿Dónde estás?

-Aquí.-Evren aferró fuertemente la mano de Lorris, ante el creciente terror del Diurno-.

Sígueme. Yo te guiaré.

-Es espantoso no poder ver nada.

-Pronto te acostumbrarás.

Evren condujo a Lorris a través de los pasadizos subterráneos, y el joven noble

pronto descubrió que no era tan espantoso como había imaginado. En realidad era una

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sensación muy bonita sentir la vida, el Bosque palpitando a Su alrededor, y pensó que en

realidad no estaba bajo la tierra sino "dentro" de ella.

Finalmente, tras muchas vueltas y revueltas, el pasadizo entre las raíces de los árboles los

condujo a Kerohal.

Kerohal, la ciudad de los Nocturnos.

Estaba situada en una inmensa caverna bajo tierra, formada por raíces de árboles

entretejidas, que aguantaban la tierra para que no se desmoronase. Había lámparas que la

iluminaban suavemente, con un resplandor semejante en intensidad al de Irdinal, según pudo

comprobar Lorris aliviado. La ciudad era muy parecida a la Ysperel de la superficie, aunque

bastante más pequeña, y bastante menos brillante.

-Al igual que vuestros hechiceros invocan a las ramas de los árboles para que

cubran vuestra ciudad -susurró Evren-, los antiguos fundadores de Kerohal invocaron a

las raíces de los árboles, y éstas se retiraron y se trenzaron unas con otras, para

proporcionarnos este refugio.

Lorris tragó saliva, pensando que todo aquello era mucho más hermoso de lo que

lo había imaginado.

-Lorris, éste es mi hogar -dijo Evren-. Bienvenido a Kerohal.

Lorris había pasado un tiempo maravilloso con los Nocturnos. Había aprendido muchas

cosas nuevas. Había conocido al rey de los Nocturnos, el elfo más anciano de todo el Bosque -que

superaba incluso al alcalde de Ysperel en edad-, y también había aprendido a moverse en la

semioscuridad nocturna.

A veces, había salido a la superficie de día, y contemplado desde lejos, oculto, los

esbeltos y elevados pináculos de Ysperel, pensando en su padre, su madre, su hermana...

Junto con Evren, había recorrido lugares del Bosque a los que antes no se había

acercado ni en sus más audaces correrías. Había visitado el poblado elfo del sur, y se lo

había pasado en grande.

Pero había una cosa que aún le daba vueltas en la cabeza, y en la que no podía dejar de

pensar. Y un día le habló a Evren de la Dama de la Lechuza.

Por la descripción que hizo de ella, Evren había adivinado que se trataba de una

hembra de la especie de los humanos. Y había llegado a la conclusión de que, si los

Nocturnos no habían tenido noticia de que hubiera humanos en el Bosque, y además

Lorris había podido ver a través de su cuerpo, aquella mujer no podía ser sino un

fantasma.

Ambos le habían dado vueltas al asunto, y lo único que se le ocurrió a Evren fue sugerir que

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

fueran al claro una noche en que Irdinal estuviera llena, como la vez en que la Dama se apareció.

Y allí estaban.

Hacía bastante rato que habían llegado al claro. Ambos elfos habían estado hablando de las

diferencias y semejanzas entre la rama élfica Nocturna y la Diurna, y ahora se habían quedado en

silencio durante unos instantes. Lorris, rememorando su estancia hasta el momento con los

Nocturnos, encontró que se sentía feliz, y que sus heridas estaban curando con el paso del tiempo.

Irdinal alcanzaba en aquel momento su punto más alto. Se levantó una suave brisa y, antes

de que ninguno de los dos pudiera darse cuenta de cómo había sido, la Dama de la Lechuza estaba

ante ellos.

Evren se levantó de un salto y retrocedió unos pasos. Lorris se quedó en el sitio, paralizado

por la sorpresa y el temor.

-Salva al Bosque -dijo ella.

Evren contuvo la respiración. Lorris tragó saliva y logró decir a duras penas:

-¿De qué, Señora? ¿Qué peligro amenaza al Bosque? ¿Y cómo voy a salvarlo yo?

La aparición calló un momento. Luego sonrió y dijo:

-Sigue el vuelo de la lechuza.

Lanzó a la lechuza al aire, y el ave alzó el vuelo.

Y la Dama desapareció.

-Era... -murmuró Evren, contemplando estupefacto el lugar donde había estado.

Pero no pudo seguir, porque de pronto vio que Lorris ya no estaba a su lado. Que corría en

pos de la lechuza fantasma.

-¡Lorris, espera!

Evren se obligó a sí mismo a echar a correr detrás de su amigo. Como el Diurno se movía

con más dificultad que él por el Bosque nocturno, pronto lo alcanzó, y lo hizo detenerse cogiéndole

del brazo.

-No pensarás...! -ladeó-. ¡No pensarás hacer lo que ella dice!

Lorris tardó en responder. Cuando lo hizo, dijo:

-Yo no pienso quedarme oculto para siempre, Evren. Yo volveré a Ysperel algún día. Y si

hay algún peligro que amenaza al Bosque, quiero saber qué es.

-¿Podrías tú solo contra ese peligro?

Lorris sonrió con amargura.

-¿Y quién iba a acompañarme?

-Yo mismo lo haría.

-Evren -dijo Lorris suavemente-. ¿Has pensado que tal vez la lechuza nos lleve fuera del

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Bosque?

-¡Tal vez no lo haga!

-O tal vez sí. Esa mujer era humana. Tal vez el peligro venga de fuera. Evren guardó

silencio.

-¿Tú saldrías fuera del Bosque, Evren? -insistió Lorris.

-Yo... -musitó Evren-. Yo no lo haría.

-Yo sí.

-¿Tú sabes lo que dices, Lorris? No sabes a dónde te llevará ese fantasma. Quizá a una

muerte segura.

Lorris se encogió de hombros.

-Yo lo intentaré.

-Yo te acompañaré -dijo Evren. Pero si la lechuza sale del Bosque, yo no iré más allá.

-Sólo hasta el límite, pues. Lo comprendo. No te pido más.

Miró a Evren, pero éste no fue capaz de sostener su mirada.

Ambos regresaron a Kerohal. Consultaron el problema con el rey de los Nocturnos, y el

anciano elfo aconsejó a Lorris que hiciera lo que creyera más conveniente. Que la decisión era

suya.

Hicieron el equipaje y la noche siguiente partieron.

En el claro ya no estaba la Dama; pero la lechuza fantasma los observaba desde la rama de

un árbol, impaciente por partir. A una señal de Lorris, el ave alzó el vuelo, y se dirigió como una

flecha, sin dudarlo, hacia el Norte.

Lorris y Evren la siguieron.

Viajaron durante varias jornadas, sólo durante la noche, ya que, además del daño que le

producían al Nocturno los rayos de Arsis, la lechuza desaparecía durante el día, para volver a

presentarse al anochecer. Los días solían pasarlos en los túneles subterráneos, por donde Lorris ya

se movía con total soltura.

Y así una noche, casi al amanecer, alcanzaron el límite del Bosque.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Capítulo IX: "Raden"

-Tan sólo cruza esa línea de árboles -murmuró Evren-, y estarás fuera. Lorris

retrocedió unos pasos y miró a la lechuza con incertidumbre. El animal lanzó un potente

grito.

-Quiere llevarte fuera del Bosque, Lorris.

Evren estaba atemorizado. Nunca había llegado tan lejos.

-¿Qué hay más allá? -preguntó Lorris.

-El Reino de los Humanos.

-Seguramente, el peligro procede de allí. Está demasiado cerca del Bosque, Evren.

El Nocturno no respondió. Los primeros rayos de Arsis comenzaban a iluminar el Bosque,

y él se había refugiado bajo la sombra de un enorme árbol.

-Entonces -dijo Lorris-, ¿no vas a acompañarme?

Evren desvió la mirada.

-Sabes que no. No puedes pedirme eso.

-Es cierto; no puedo.

-Lorris, ¿en serio sabes lo que haces? No tienes idea de lo que puedes encontrar en

el Exterior.

-Ya salí una vez a explorar lo inexplorado, Evren.

-¿A qué precio? Has perdido a tu familia, y el afecto de tu pueblo. Si sales ahí nos

perderás a nosotros, y tal vez pierdas la vida también. Lorris no respondió. Evren supo

que era inútil intentar disuadirle.

-En fin, mucha suerte -dijo el Nocturno, y sintió que tenía un nudo en la garganta.

Lorris miró a su amigo con afecto. Ambos se fundieron en un cálido abrazo.

-No olvides tu promesa, Lorris -le recordó el Nocturno-. Tienes que volver al Bosque.

Lorris sonrió.

-Volveré -aseguró.

La lechuza ya había desaparecido. Evren se despidió de su amigo, dio media vuelta y salió

corriendo en busca de la entrada de un túnel.

Lorris, con un suspiro, se volvió hacia la última fila de árboles y se acercó lentamente.

Se asomó con cautela, procurando permanecer oculto.

Tras los árboles discurría un arroyo; y, tras el arroyo, se extendía un terreno llano, en el que

apenas había árboles. La tierra estaba cavada con extraños surcos, y, más al fondo, se alzaba un

poblado.

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Era bastante más pequeño que Ysperel o Kerohal, y mucho más rudimentario. Las

casas estaban hechas de piedra o madera, observó Lorris, y eran mucho más bajas que los

cristalinos edificios de las ciudades élficas.

Lorris estuvo observando el pueblo durante todo el día. Por la mañana temprano, varios

hombres de aspecto parecido a los elfos (la diferencia, aparte de los ojos y las orejas, era patente:

los elfos eran mucho más armoniosos y estilizados comparados con aquellos seres rudos), llegaron

al terreno con surcos y se pusieron a trabajar en él. Los finos oídos del elfo pudieron captar

palabras sueltas del idioma que utilizaban, y descubrió que era el Común, y que no parecía haber

variado mucho con el paso del tiempo. Se alegró de haber seguido el consejo de su padre y haber

estudiado cuando era niño aquella lengua que los elfos creían ya muerta. Lorris siempre había sido

bastante malo para los estudios, pero aquella asignatura había despertado su interés, y ahora podía

jactarse de conocer el Común casi como su lengua materna.

Había sido una suerte, se dijo.

Cuando atardeció, Lorris decidió acercarse al pueblo, bien cubierto por la capucha de su

capa. Por el momento, prefería que nadie supiese quién era.

Vagó sin rumbo por las calles de la pequeña ciudad, observando y recogiendo datos. Una

vez, una vendedora se acercó a él ofreciéndole manzanas, pero Lorris, temeroso de que pudiera

verle la cara, se apartó de ella con brusquedad y se alejó sin contestarle.

Vio entonces que todos los hombres parecían dirigirse a un lugar concreto, y decidió

seguirlos. Así llegó a una casa baja, y al entrar descubrió que se trataba de un mesón, donde los

campesinos se reunían todas las tardes.

Lorris buscó con la mirada el rincón más oscuro de la fonda, y allí se sentó. Se sobresaltó

ligeramente cuando la camarera le preguntó si deseaba algo, pero finalmente pudo farfullar en

Común que quería un vaso de vino.

Oculto bajo su capa, se dispuso a escuchar lo que decían los campesinos de la mesa

contigua.

Terminó por aburrirse. No hablaban de otra cosa que no estuviera relacionada con el campo

y la cosecha. Estaba a punto de marcharse, cuando dos extraños individuos entraron en el mesón.

El murmullo cesó. Lorris se sentó de nuevo.

Los dos personajes iban vestidos de negro, encapuchados de tal modo que no se les veía el

rostro, y hablaban en susurros.

Se sentaron en una mesa en la esquina sin dirigirse a nadie. Lorris pudo ver cómo las dos

camareras se echaban a suertes quién se libraría de tener que atenderles.

El elfo se sentía extrañamente incómodo allí. Ya había tenido esa sensación cuando salió

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

del amparo de los árboles del Bosque, pero ahora, tras la llegada de los seres de negro, había

aumentado. Tal vez porque iban encapuchados y no podía verles la cara, o tal vez porque era

evidente que los aldeanos les temían, pero Lorris percibía que algo en su interior no sentía simpatía

por ellos.

Para olvidar esa inquietud interior, trató de escuchar lo que decían los campesinos de la

mesa contigua, y no le gustó nada comprobar que el tema de conversación había cambiado. El

tema eran los hombres de negro.

Sólo pudo captar palabras sueltas debido al ruido de fondo de la sala, pero, aún así, pudo

enterarse de algo:

-...del Norte...

-...se dice... al Bosque...

-...¿qué son?...

-...se sabe...

-... pregúntaselo....

Y uno de los aldeanos, ya completamente ebrio, se levantó estrepitosamente e increpó a los

recién llegados:

-¡Eh, vo-vosotros! ¡El B-Bosque es nuestro! ¿Qué buscáis allí? ¿M-monstruos?

¿Drag-gones? ¿B-brujas? ¡Tenemos de todo! Pero no queremos que nos robéis n-nada.

¡Os desafío a intentarlo!

Les lanzó una jarra de cerveza que se estrelló contra la pared. Uno de los individuos

enlutados se levantó y miró fijamente al alborotador. El borracho se quedó inmóvil un momento,

atrapado por su mirada, y luego se desplomó en el suelo con un gemido. El otro volvió a sentarse.

Todo siguió su curso. El posadero fue a pedirles perdón a los personajes de negro, pero

éstos no se dignaron a contestarle. Sin embargo, cuando la camarera fue a levantar al hombre que

se había desplomado en el suelo, chilló y lo dejó caer.

-¿Qué pasa? -preguntó alguien.

La camarera estaba blanca como la cera.

-¡Ese hombre...está muerto! -pudo decir al fin.

A Lorris se le heló la sangre en las venas. Dirigió una mirada a los hombres de negro,

mientras el posadero corría presuroso hasta el hombre que había desafiado a los extranjeros. Todos

se le quedaron mirando fijamente, hasta que el dueño del mesón confirmó con un gesto que,

efectivamente, el otro había pasado a mejor vida.

Reinó el silencio en el mesón. Muchos se marcharon discretamente y, los que se quedaron,

miraron temerosos a los dos extraños sujetos, y nadie dijo nada mientras sacaban el cuerpo del

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mesón.

Cuando se reanudaron las conversaciones, ninguno más se atrevió a hablar de los dos

visitantes.

Lorris reprimió un escalofrío. Las cosas eran muy distintas en el Bosque, se dijo. Y pensó

que aún estaba a tiempo de volverse atrás, de volver con los Nocturnos.

Pero entonces oyó fuera el ulular de una lechuza, y aquello le dio fuerzas. Se percató de que

ya era de noche y, por tanto, debía reanudar su viaje. Se levantó para marcharse.

-¿Me vais a pagar, señor?

-¿Eh? -El elfo se dio la vuelta, desconcertado.

Una camarera lo miraba con suspicacia, y Lorris se dio cuenta de que no llevaba dinero

encima.

-Esto... he olvidado el dinero en casa -dijo en su mejor Común-. Pagaré en cuanto pueda.

-Oíd, señor -protestó la humana-, yo soy pobre pero honrada, y no me vais a dar gato por

liebre. Nadie en Raden se va de aquí sin pagar.

La mujer había alzado excesivamente el tono de voz. Todos los que se hallaban en el mesón

se fijaron entonces en ellos.

-Por favor -dijo el elfo en voz baja-, no grites...

-¡Nadie se va sin pagar! -chilló ella.

-Vaya, noble señor -dijo uno de los parroquianos-, ¿conque no le queréis pagar a la

señorita?

-¡Qué mala educación! -añadió otro.

Lorris se sintió desesperado. No sabía cómo resolver aquella situación. No podía

pagar, y lo último que quería era que aquellos incivilizados humanos descubrieran su

condición de elfo.

"Elfo..."

Lorris sintió un escalofrío. Se volvió hacia los dos personajes de negro. Lo

miraban fijamente, y él sintió una especie de susurro en su mente: "Elfo..."

-¿Vas a pagar o no, extranjero?

-¡Deben de haberme robado! -exclamó Lorris-. ¡Porque ya no tengo dinero!

¡Pagaré mañana, señores, lo prometo!

-¡Aquí no se fía nada! -replicó el posadero-. ¡Y menos si no nos conocemos,

señor!-

-¡Por lo menos, dejad que os veamos la cara! -sugirió uno de los aldeanos. Lorris

comprendía que aquello era perfectamente lógico. Pero sencillamente, no podía dejarse

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

conocer. Era demasiado pronto.

"Elfo..."

Lorris no pudo soportarlo más. Sus ojos estaban fijos hacía rato en la puerta trasera. Aquella

acusación que resonaba en su mente por tercera vez hizo que se decidiera.

-¡Demonios! -masculló y, con una hábil finta, sorteó a la camarera y al posadero y se lanzó

hacia aquella posible vía de escape.

"Un elfo..."

"Muy interesante..."

"Sí..."

-¡Eh, que se marcha sin pagar! -aulló el posadero-. ¡No dejéis que se escape!

Varios hombres se levantaron de sus asientos y avanzaron hacia Lorris. El elfo consiguió

abrir la puerta y salir rápidamente del mesón. Una vez fuera, atrancó la puerta y se dispuso a

marcharse.

-No has pagado.

Lorris se volvió lentamente. Lo primero que vio fue una guadaña cuyo filo rozaba su cuello

peligrosamente. Tuvo una fugaz visión de la Muerte como esqueleto con guadaña, que había visto

en una de las ilustraciones de un libro, allá en Ysperel.

Pero tras la guadaña descubrió un par de ojos castaños que lo miraban con desconfianza.

Aquellos ojos pertenecían a una chica humana.

-No tenía dinero -se disculpó Lorris, alzando los brazos-. Pensé que llevaba unas

monedas, pero debo de tener un agujero en el bolsillo, porque...

Los ojos de la chica se abrieron desmesuradamente. Lorris había alzado demasiado la

cabeza y ella había podido ver sus ojos almendrados, desproporcionadamente grandes de acuerdo

con los cánones humanos. La guadaña se alzó lentamente y enganchó la capucha para apartarla del

rostro. Lorris quiso evitarlo, pero fue demasiado tarde.

Los labios de la muchacha formaron la palabra, pero de su boca no salió sonido alguno.

Los enfurecidos aldeanos salían en tromba por la puerta principal. La joven bajó la

guadaña.

-Sígueme -ordenó secamente.

Lorris dudó un momento pero, dado que no tenía alternativa, finalmente siguió a la

muchacha a través de las calles de Raden. Sus perseguidores no se dieron por vencidos, y

Lorris estuvo tentado de sacar el arco y darles un pequeño susto, aunque no llegó a

hacerlo por considerar que no merecía la pena.

Tras doblar una esquina la humana le hizo meterse en un cobertizo, y luego entró

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ella, entornando cuidadosamente la puerta tras de sí.

Los aldeanos pasaron de largo por delante de la puerta del cobertizo. Lorris se

quedó inmóvil, callado, consciente de que la muchacha había descubierto su identidad.

Ella no dijo nada. Lorris recordó entonces que le había sacado de un buen apuro, y

consideró necesario darle las gracias.

-Te agradezco mucho tu ayuda -le dijo amablemente-. No soy de aquí, y voy bastante

despistado por el lugar. Generalmente siempre llevo dinero encima, pero en esta ocasión mis

circunstancias personales no me lo permiten y... bueno, lo olvidé. Pero yo no soy un ladrón.

La joven siguió sin responder.

-¿No comprendes lo que digo? -preguntó Lorris desconcertado-. Sé que mi Común no es

muy bueno y que mi acento deja mucho que desear, pero...

-Te entiendo perfectamente -interrumpió la humana-. Y me gusta tu acento. Es musical,

tintinearte... muy agradable.

Se acercó más a él, y lo observó atentamente. Lorris soportó pacientemente la

inspección, que lo ponía extremadamente nervioso. La joven se fijaba sobre todo en sus

rasgos delicados, en sus grandes ojos almendrados y en sus puntiagudas orejas.

-Eres un elfo -dijo ella finalmente en voz baja.

-Lorris DeLendam, para servirte -se autopresentó Lorris-. Y tu nombre es...

-Elga Worfindel.

-¡Worfindel! -repitió Lorris sorprendido-. ;Eso es una palabra élfica! Significa...

-"La que sueña con los elfos" -completó Elga de mala gana. Lorris la observó con

suspicacia.

-¿Qué sabes tú de los elfos? -preguntó.

-Que sólo existen en los cuentos infantiles.

Lorris no respondió. De modo que fuera del Bosque, los elfos eran una leyenda...

-¿De dónde vienes tú? -inquirió Elga.

-De un cuento infantil -respondió Lorris cautelosamente.

Elga no pareció conforme con la respuesta. Se alejó de Lorris y se internó en la oscuridad

del cobertizo.

-¡Worfindel, espera! -la llamó Lorris-. ¿A dónde vas?

La siguió, pero la perdió de vista. Miró a todos los lados.

-¿Worfindel?

De pronto sintió junto a su cuello algo duro y frío, y se volvió lentamente.

La joven humana enarbolaba un enorme rastrillo cuyas puntas parecían muy afiladas...

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

-Deja eso -protestó Lorris-. Vas a hacerte daño.

-Dime de dónde vienes -exigió ella.

-No puedo...

-¡ Dímelo!

La punta se clavó un poco más en la blanca piel del elfo.

Lorris suspiró.

-Está bien...

Pero súbitamente, con un movimiento brusco, se apartó de Elga y aferró el rastrillo

por el mango. Forcejeó con la joven humana hasta que ella, con un gemido, solté la

herramienta, y entonces Lorris la sujetó por las muñecas y la empujó contra la pared.

-¿Quién tiene ahora a quién? -le preguntó-. Qué tienes contra mí, chiquilla?

Elga no respondió. Sus ojos estaban húmedos, y Lorris aflojó la presión, pero aún

sujetándola con firmeza.

-No me hagas daño -susurró la humana-. Sólo quiero saber dónde estabais, dónde habéis

estado siempre.

-No puedo decírtelo -repitió Lorris-. Por el bien de mis congéneres. Lo siento mucho, pero

apenas te conozco, y no debo confiar en extraños. Hace apenas unas semanas, yo no sabía nada de

la existencia de los humanos.

-¿Qué haces aquí, pues?

-Temo que mi raza está en peligro. Me dieron un aviso, pero no sé si es auténtico. Ando

buscando a la mujer que me advirtió.

-¿Una elfa?

-Una humana.

Lorris alzó la cabeza hacia una viga. Sobre ella estaba posada la lechuza fantasma.

Elga la vio también, y advirtió que carecía de corporeidad.

-Ella es mi guía -señaló Lorris-. Por el momento, no puedo contarte más. Elga

tragó saliva. Lorris se dio cuenta de que aún la sujetaba, y la soltó, no sin precauciones.

-He de marcharme -le dijo-. Gracias una vez más.

Se volvió hacia la puerta.

-¡Espera, elfo! -lo llamó Elga; Lorris se volvió-. Llévame contigo -le pidió la

humana.

Lorris la miró perplejo.

-Llévame contigo -insistió Elga-, por favor. Sácame de Raden. Vámonos a vivir aventuras.

-¿Tú sabes lo que dices? ¿Y tus padres, qué dirán?

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-Soy huérfana -respondió Elga, apartando la mirada-. Me crió una mujer que me contaba

historias sobre los elfos. Y yo creía que eran verdad. Creía en los elfos y, cuando mi madre

adoptiva murió, la gente de la aldea se burlaba de mí porque yo hablaba de ellos. ¡Ya ves! -

exclamó con amargura-. ¡En un lugar donde se inventan más historias fantásticas que en ningún

otro! Dejé de hablar de los elfos, pero nunca dejé de creer en ellos. Y ahora tú has venido.

Lorris se sintió incómodo.

-Nada me retiene en Raden -prosiguió la muchacha-. Y tú necesitas un guía por el Reino de

los Humanos. No sobrevivirás mucho ahí fuera si no caes en la cuenta de cosas tan simples como

que cuando tomas algo en una posada tienes que pagar.

Lorris rió de buena gana aquella ironía.

-Tienes razón -suspiró-. Mi hermana solía decirme que no conocía a nadie que tuviera más

facilidad que yo para meterse en líos.

-Entonces, ¿me llevarás contigo?

Lorris aún dudaba.

-Quiero saber más cosas de los elfos -dijo Elga-. Si viajamos juntos me conocerás

mejor y verás que soy de fiar. No puedes ir tú solo por el Reino de los Humanos, Lorris

DeLendam. No si sigues metiendo la pata como hoy.

Lorris sonrió.

-Hecho, pues -dijo-. Pero tú sabrás lo que haces.

-Perfectamente, elfo -respondió ella, apartándose de un manotazo el pelo de la cara-.

Pongámonos en marcha, pues. Tenemos una aventura por delante, y el comienzo del camino está a

nuestros pies.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Capítulo X: "A través del Valle"

-Vienes del Bosque, ¿verdad? -preguntó Elga.

-¿Eh? -dijo Lorris como si cayese de las nubes.

En realidad había estado pensando en su hogar, y la mención de la palabra "Bosque" le

hizo dar un salto en su asiento.

-¿Qué te hace pensar eso? -le preguntó a Elga.

La muchacha tiró de las riendas del caballo para que fuese más despacio.

-He estado pensando -respondió-. Parecías totalmente perdido en Raden. Se notaba que

nunca habías estado entre humanos. Sólo podías haber salido del Bosque.

Lorris no respondió. Alzó la mirada para seguir contemplando a Irdinal y sus pequeñas

y brillantes doncellas.

Estaban viajando por un camino poco transitado. La lechuza, que emitía un tenue

resplandor plateado, volaba ante ellos, indicándoles el camino. Según Elga, se dirigía

directamente a la ciudad de Loran.

Hacía cinco días que habían abandonado Raden, donde el elfo había pasado una semana

oculto en el cobertizo, mientras la humana lo preparaba todo para el viaje. Su mayor logro

había sido conseguir la carreta en la que viajaban en aquellos momentos, tirada por un pequeño

caballo gris de aspecto tristón.

-Pero procedes del Bosque, ¿no? -insistió Elga.

Lorris tardó en responder.

-Sí -dijo en voz baja.

-¿Por qué los elfos no habíais salido nunca de allí?

A Lorris ahora la respuesta le pareció absurda.

-Porque tenemos miedo a la noche -respondió de mala gana.

-¿Miedo a qué?

-A la noche. No todos -añadió rápidamente-. Los Nocturnos no la temen. Ellos... Bueno,

ellos temen al día..

Elga se echó a reír.

-Podías haber inventado una historia un poco menos absurda -comentó.

-No es una historia. Es cierto.

-Pero tú no temes a la noche.

-Por eso estoy fuera. Yo perdí el miedo hace mucho tiempo...

-Cuéntamelo -pidió Elga.

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Pero Lorris no quiso hablar más.

Los tres días siguientes transcurrieron sin novedad. Como Elga comprobó que la

lechuza iba hacia Loran sin desviarse, decidieron seguir viajando de día, y descansar de noche

en las pequeñas aldeas que encontraban por el camino, para así no despertar sospechas. Lo

único que tenían que hacer era despertarse antes del amanecer y reemprender la marcha

entonces, para asegurarse de que la lechuza no cambiaba de ruta.

Lorris, perdida su melancolía inicial, volvía a mostrar su animosidad de siempre, y no

dejaba de hacer preguntas a Elga acerca de todo lo que veía. Los paisajes del Reino de los

Humanos, suaves colinas y fértiles llanuras, le parecían extraños, acostumbrado como estaba a

ver árboles por todas partes.

Elga le contó que estaban atravesando el valle del Dalmar, el río más grande del

continente, cuyos afluentes dividían Ilesan en los siete reinos de los que constaba. Los Reinos

correspondían a las razas que moraban en aquella tierra: el Reino de los Humanos, el Reino de

los Enanos, el Reino de los Dragones, el Reino de los Fugaces, el Reino de los Duendes, el

Reino de los Darai y el Reino de la Oscuridad. Según explicó Elga, así era llamado el Bosque,

puesto que no se sabía lo que habitaba en su interior, y tenía fama de ser algo terrible. Pero en

realidad, dijo la joven de buen humor, ahora sabía que el Bosque era el Reino de los Elfos.

Interpelado Lorris acerca de la suerte que habían corrido los pocos que se habían

internado en el Bosque y no habían vuelto jamás, habló acerca de los elfos Nocturnos, y su afán

de preservar el Bosque a salvo de los extraños. Poco a poco, Elga iba sacándole más aspectos

de la vida de los elfos, y poco a poco iba acercándose más a la verdad acerca del joven noble.

Ocho días después de haber abandonado Raden, llegaron a la ciudad de Loran.

Pernoctaron en una posada a las afueras de la ciudad. El posadero, llamado Fedrick, resultó ser

un buen tipo, y aquello hizo que Elga y Lorris se relajaran un tanto y decidieran disfrutar de su

estancia en Loran.

Puesto que tenían pensado partir al anochecer, aprovecharon la mañana para visitar la

ciudad.

Era día de mercado. A Lorris le preocupaba que hubiera tanta gente por las calles y plazas,

pero Elga le aseguró que, si iba bien embozado en su capa, nadie se fijaría en él. Y acertó. Nadie

prestó atención al elfo, excepto, quizá, los misteriosos seres enlutados (había varios de ellos en el

mercado), que se le quedaban mirando cuando pasaban por su lado.

-¿Por qué les llamas tanto la atención? -le preguntó Elga a Lorris en voz baja.

-No lo sé -respondió éste con un escalofrío-. Pero saben que soy un elfo, de alguna manera.

Elga, ¿quiénes son?

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

-Nadie lo sabe -contestó ella-. Extraños tipos como ésos pululan por todo el Reino de los

Humanos. Se dice que proceden del Norte y, aunque no se meten con nadie si nadie se mete con

ellos, todos les temen. Están en todas partes, como vigilando, buscando algo o esperando alguna

señal, o quizá las tres cosas. Hay quien dice que son sacerdotes de una nueva religión, de un nuevo

culto a algún dios de la Oscuridad. Pero nadie lo sabe seguro.

Elga no dijo más. Lorris tampoco, pero en adelante procuraron evitar a los misteriosos

personajes de negro.

Pronto encontraron distracciones que alejaron sus pensamientos de aquellos desagradables

sujetos.

El mercado bullía de vida. Aquí y allá, los vendedores ofrecían a los transeúntes todo tipo

de extraños productos. Había desde puestos de verduras corrientes y molientes hasta improvisadas

pajarerías de aves exóticas. En una esquina, un malabarista mantenía sobre su nariz una cuchara

que se balanceaba verticalmente en precario equilibrio. En otra parte, una vendedora de frutas

perseguía a un golfillo que le había robado varias manzanas. Un poco más lejos, un hombre que

lucía una puntiaguda perilla anunciaba a voz en grito un revolucionario y milagroso remedio contra

la calvicie.

Lorris lo observaba todo con curiosidad. Nunca había visto nada semejante. Tuvo que

desembarazarse de un vendedor un tanto insistente que le rogaba que le comprara unos guantes de

piel de cabra, pero, por lo demás, el mercado le pareció maravilloso, aunque probablemente no

tanto como a Elga.

La muchacha, que pocas veces había tenido ocasión de viajar hasta Loran en día de

mercado, corría de un puesto a otro con los ojos brillantes, haciendo preguntas sobre los precios y

probándoselo todo, aunque luego no comprara nada.

Hubo un momento en que Lorris se distrajo observando un pequeño camaleón, que

sacaba su lengua bífida a los viandantes desde una pequeña jaula de madera, y cuando volvió la

vista no vio a Elga por ninguna parte.

No tardó mucho en encontrarla.

En una pequeña plaza había un bufón haciendo reír a la gente con sus gracias, y Elga se

había acercado a verlo. Lorris se aproximó a ella y se colocó a su lado.

El bufón estaba contando chistes, que los espectadores acogían con grandes risotadas.

Entonces anunció que iba a realizar un truco de magia, y pidió un voluntario. Se fijó en Elga y,

antes de que Lorris pudiera impedirlo, la cogió de la mano y la atrajo a su lado. La chica aceptó

encantada. Lorris se encogió de hombros. Tenía derecho a divertirse, al fin y al cabo.

Elga y el resto del público aplaudieron ruidosamente cuando el bufón extrajo una moneda

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de la oreja de la joven.

-Necesito un voluntario más -anunció entonces el comediante.

Lorris quiso apartarse por si acaso, pero el bufón había tenido la vista fija en él desde el

principio.

-Mi alto y encapuchado amigo, ¿os importaría acercaros aquí?

Lorris miró a un lado y a otro, desconcertado.

-¿Es a mí?

-¿Y a quién si no?

-Tengo prisa, no puedo quedarme -zanjó Lorris secamente.

-¡Vamos, Lorris, no puedes negarte! -intervino Elga.

El elfo maldijo la hora en que había puesto el pie en el mercado.

-¡De modo que os conocéis! -exclamó el bufón-. ¡Tanto mejor!

Lorris se dejó conducir de mala gana por Elga hasta donde estaba el comediante.

-¿No os quitaréis la capucha para que podamos veros, noble señor? -preguntó éste.

-No -replicó Lorris tajantemente.

-Es tímido -lo defendió Elga-. Dejadle en paz por ese lado.

-Pero eso es una falta de educación, ¿no? -observó el bufón.

Elga vislumbró el peligro demasiado tarde. Con un hábil movimiento, el bufón apartó la

capucha que cubría el rostro de Lorris, quien se quedó quieto por unos instantes, enojado al

comprender que el otro había sido más rápido que él.

El auditorio abrió la boca para lanzar una carcajada, pero ni se rió ni la cerró. Todos

contemplaron con asombro al elfo.

Lorris se dio cuenta de que habían descubierto su identidad, y enrojeció hasta la punta de

las orejas. Deseó que se lo tragara la tierra pero, sobre todo, deseó poder colgar al bufón del

pináculo más alto de Ysperel.

Varios murmullos llegaron hasta él:

-¿Qué diablos es eso?

-¡Con razón se tapaba!

-¿Habéis visto qué ojos?

-¡Y qué orejas!

-¿Será humano?

-No lo parece...

El bufón también se había quedado patidifuso. Elga lanzó una rápida mirada a su

alrededor y, cogiendo a Lorris de la mano, echó a correr, arrastrando al elfo tras de sí.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

-¡Eh, que se escapan!

-¡Coged al extraño ser!

-¡Un duende! ¡Mis patillas a que es un duende!

Y todos corrieron detrás de la humana y el "extraño ser", y el bufón se quedó con la

moneda en la mano, compuesto y sin público.

Elga y Lorris escaparon por las calles de Loran, sorteando a la gente como podían, y

derribando a más de uno. Lorris chocó contra un puesto de aves de corral y varias gallinas se

esparcieron por la callejuela, sembrando el aire de cacareos histéricos.

Pero no por ello dejaban de correr. Detrás, la multitud todavía los seguía, en su afán de

descubrir qué era "eso", y Elga y Lorris no pararon hasta que llegaron a la posada donde se

alojaban.

-¡Fedrick! -jadeó Elga al llegar frente al posadero-. ¡Ayúdanos! ¡Nos persiguen!

Los humanos que iban tras ellos se habían quedado en la puerta, intimidados ante el

imponente tamaño del dueño de la posada, tras el que se escondían Lorris y Elga. Fedrick miró

primero a Elga, luego a Lorris -y frunció el ceño con asombro- y por último a los perseguidores.

-¡Haya paz, señores! ¿Qué han hecho mis clientes?

-¡Nada! -saltó Elga-. Ellos empezaron a perseguirnos cuando vieron a Lorris.

-Conque Lorris, ¿eh? ¿Y qué diablos eres, Lorris?

-¡Un duende! -soltó uno.

-¡Un demonio! -añadió otro.

-¡Un genio de los bosques! -discrepó un tercero.

-¡No soy nada de eso! -chilló Lorris, herido en su orgullo, y, dando media vuelta, subió

muy ofendido a su habitación.

Los humanos hicieron ademán de seguirle, pero un gesto del posadero les disuadió de

su idea.

-¿Entones qué es? -preguntó alguien.

Elga, cansada de todo aquello, salió de detrás de Fedrick y suspiró, encogiéndose de

hombros:

-Un niño deforme.

Los humanos comenzaron a protestar, y nadie oyó el grito de Lorris desde arriba ("¡Es

mentira!"), pero los oídos de Elga sí lo captaron, y sintió una inmensa tristeza por su amigo, porque

podía imaginar lo mucho que estaba sufriendo.

Dando media vuelta, la joven humana subió las escaleras en pos del elfo. Mientras, Fedrick

imponía orden.

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-Lo único que yo sé -decía-, es que ésos dos son clientes míos, y me pagan. Y no voy a

permitir que me arruinéis el negocio. Así que fuera todo el mundo. Se acabó el espectáculo.

-Pero...

-¡He dicho que fuera todo el mundo!

Y nadie se atrevió a contradecirle. De mala gana, todos se fueron marchando por donde

habían venido.

Arriba, Lorris se había tumbado en su cama, y contemplaba el techo pensativo. Elga,

sentada en el alféizar de la ventana, tenía la vista perdida en el horizonte, muy lejos, por encima

de los tejados de Loran.

Ninguno de los dos hablaba. Elga le había pedido disculpas al elfo por lo que había tenido

que decir de él, pero éste no había respondido. De todas formas, la muchacha sabía que él

comprendía que lo había hecho por su bien.

Llamaron suavemente a la puerta. Elga dijo lacónicamente:

-Adelante.

Fedrick entró en la estancia. Ninguno de los dos se movió.

-Ya se han ido -anunció el posadero.

-Gracias por todo -dijo Elga.

-Escuchad, vosotros dos me caéis bien, pero necesito saber qué está pasando aquí, en mi

posada...

-No hemos hecho nada malo -respondió Elga-. Ni queremos causar problemas.

Créenos, Fedrick.

-Yo vengo de muy lejos -intervino Lorris en voz baja-. Y no soy como ellos. Pero tengo

que permanecer oculto para no convertirme en un espectáculo de feria.

-¡La mujer barbuda! -exclamó Elga amargamente-. ¡El hombre-pájaro! ¡Y nuestra

principal atracción: Lorris, el ser de orejas puntiagudas!

Fedrick se les quedó mirando.

-Los hombres pueden hacer mucho daño por ignorancia -dijo-. No los culpéis.

Elga se levantó, y se volvió hacia él.

-Nos marcharemos esta noche -dijo-. No te traeremos más problemas.

Fedrick negó con la cabeza.

-No es necesario. Según parece, vais muy lejos. ¿Tenéis dinero? Elga desvió la mirada.

En realidad, el dinero que había conseguido reunir en Raden se estaba agotando.

Fedrick les propuso algo: si la humana trabajaba de camarera durante una semana y el elfo

tallaba figurillas de madera para venderlas -eso sí, sin salir de su habitación-, el alojamiento les

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

saldría gratis y, además, les pagaría.

Elga y Lorris cruzaron una mirada.

¿Por qué no?

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Capítulo XI: "Problemas"

En una semana, Lorris y Elga reunieron suficiente dinero para proseguir con su viaje.

La lechuza aparecía todas las noches y se posaba en el alféizar de la ventana, observándolos

con sus enormes ojos dorados, ladeando la cabeza, esperando que se pusieran de nuevo en

camino. Por lo visto, no era Loran su destino, así que Elga compró en el mercado un mapa del

Reino de los Humanos, porque nunca había viajado más allá.

En la posada de Fedrick se sentían seguros y protegidos, y les costó mucho partir. Una

noche, cuando consideraron que era ya tiempo de dejar atrás Loran, recogieron sus cosas, se

despidieron de Fedrick y, siguiendo a la lechuza, abandonaron la ciudad.

Continuaron pues la marcha a través del valle del Dalmar. La lechuza se dirigía sin

desviarse hacia el nordeste, y, consultando el mapa, Elga descubrió que los llevaba en línea recta

hacia la populosa ciudad de Liadar.

La joven humana había oído hablar de aquella ciudad. Lo poco que sabía era que se

trataba de la ciudad más grande del Reino de los Humanos, y era considerada la capital del

comercio. Coincidieron en una pequeña fonda del camino con un grupo de mercaderes que

también se dirigían allí. Elga les preguntó por el lugar, y ellos les explicaron que allí en Liadar

confluían mercaderes y comerciantes de todos los Reinos. Aquella ciudad era siempre una

especie de bazar gigante, donde se daban cita representantes de todas las razas.

Los mercaderes les propusieron viajar juntos hasta allí, pero Lorris, bien oculto bajo su

capa, declinó la invitación con una educada excusa.

Aquella noche reanudaron de nuevo su marcha, y pocas jornadas más tarde el vuelo de la

lechuza les condujo a las puertas de la ciudad.

-Tenemos suerte -dijo Elga en voz baja-. Si es cierto lo que cuentan de Liadar, aquí pasarás

totalmente desapercibido.

-Eso espero -musitó Lorris.

Elga dirigió la pequeña carreta hacia las enormes puertas de la ciudad, que estaban cerradas

a cal y canto.

-¿No nos van a abrir? -preguntó Lorris al ver que por allí no había nadie-. ¿Por qué no hay

nadie vigilando la puerta?

Apenas terminó de hablar, una gigantesca pata escamosa se plantó de súbito entre la carreta

y las puertas de Liadar, provocando un leve temblor de tierra y levantando una gran polvareda.

-¿"Nadie", has dicho? -rugió una voz cavernosa-. ¿Y yo qué soy, entonces?

Lorris y Elga alzaron la mirada, temerosos. Un enorme reptil negro de alas membranosas,

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

cuyas escamas relucían con reflejos metálicos bajo la luz de las antorchas que flanqueaban las

puertas de Liadar, los observaba con suspicacia.

-¿Qué... qué es eso? -pudo decir Lorris, que no había visto nunca un dragón, aterrorizado.

-¡Nada de "eso"! -protestó el animal-. Mi nombre es Ahrgan, el Dragón Negro, Guardián de

las Puertas de Liadar. Y vosotros, viajeros, ¿quiénes sois?

-Síguele la corriente y no le hagas enfadar -le aconsejó Elga a Lorris en voz baja.

El dragón seguía mirándoles fijamente, y sus pupilas relucían bajo la pálida luz de

Irdinal.

-¡Estamos de paso! -chilló Elga para que el Guardián pudiera oírla bien-. ¡Sólo

queremos pasar la noche aquí!

-¡Um! -murmuró Ahrgan-. ¿Puede saberse por qué viajáis de noche?

Lorris y Elga se miraron, indecisos. Finalmente la humana dijo cautelosamente:

-No somos de aquí. No calculamos bien la distancia, y la noche nos sorprendió a medio

camino. ¿Podemos pasar?

-¿De dónde procedéis?

-De Raden.

-¡Um! ¡El pueblo fronterizo! ¿Y a dónde os dirigís?

-A una pequeña aldea junto al Dalmar. Vamos a visitar a... unos parientes. ¿Podemos pasar?

-repitió.

El dragón no dijo nada. Elga cogió las riendas, pero la pata no se retiró de donde

estaba.

-Una humana -murmuró el Guardián-. Y el ser que te acompaña, ése que se tapa, ¿es un

humano también?

-¡Sí!

-¡Uhm! ¡Mientes!

La cabeza del dragón descendió hasta situarse cerca de Lorris, qué se ocultó más en su

capucha. El reptil olisqueó al elfo y luego declaró:

-No huele como un humano. No procede del Reino de los Humanos. Dime -añadió

dirigiéndose a Lorris-, ¿por qué te escondes?

Elfo y humana cruzaron una mirada desesperada. El dragón alzó la cabeza, tratando de

recordar dónde había sentido antes aquel olor.

-Es curioso -murmuró-. Una vez olí algo parecido... pero ahora mismo no me acuerdo. De

todos modos, no tienes por qué temer -le dijo a Lorris-. Eran sólo preguntas de rutina. La misma

tediosa y aburrida rutina de todos los días. Me gusta tu olor. No tienes malas intenciones. En tal

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caso, no tendréis problemas en Liadar, a no ser... -abrió mucho los ojos-. ¡A no ser que seas un

elfo!

-¡No, qué va! -se apresuró a responder Lorris.

-¿Por qué? -preguntó Elga tragando saliva-. ¿Qué pasa con los elfos? ¡Yo creía que no

existían!

-Efectivamente -asintió Ahrgan-, los elfos son una raza extinta. Pero Liadar está

últimamente repleta de unos tipos negros -bajó la voz-, muy patibularios. Buscan elfos, o al

menos eso dicen.

-¿Elfos? -repitió Lorris con voz aguda-. ¿Para qué?

-No lo sé. El Gobernador de Liadar me ordenó que les dejara entrar, y que no se les negara

nada. Si por mí hubiera sido, me los habría merendado a todos. No me gusta que anden por las

calles de Liadar. Pero se ve que el Gobernador no piensa igual que yo; a mí me parece que les

tiene miedo -añadió en voz más baja todavía.

Lorris y Elga cruzaron una mirada llena de incertidumbre. El enorme dragón se apartó un

poco de ellos.

-Bueno -dijo con gesto aburrido-. Pasad si queréis. Lamento haberos entretenido con todas

estas historias; seguramente estaréis cansados.

-¡Oh, no! -respondió Elga cortésmente-. No nos ha molestado.

-Gracias por tu amabilidad, niña -suspiró Ahrgan-. Yo soy ya viejo, y nadie viene nunca a

hablar conmigo. La última vez que hice algo interesante fue hace cerca de cuatrocientos años, en

la guerra contra los enanos. Trataron de tomar Liadar por asalto, ¡qué ilusos! Se habían aliado

con los Dragones Rojos, pero, sabéis, nosotros los Dragones Negros luchamos mucho mejor que

esa escoria del Sur. El caballero Andric y yo defendimos el lugar con uñas y dientes, ¡aquello sí

que era vida! La noche del asalto descendimos a este mismo sitio para bloquear la puerta de la

ciudad. Aquella noche sembramos todo de cuerpos de enanos, y me di un buen atracón... aunque

debo decir que la carne de los enanos tiene bastante mal sabor. Además, es dura y fibrosa, ¡puaj!

Pero en aquel momento yo estaba tan enardecido que apenas lo noté. ¡Ah, los viejos tiempos...!

Los dos visitantes aguardaron pacientemente a que el Guardián terminase de evocar su

glorioso pasado. Cuando el dragón volvió a la realidad y cayó en la cuenta de que le estaban

esperando, dijo de mala gana:

-Podéis pasar. Pero os advierto, y especialmente a ti, criatura de los bosques, que tengáis

cuidado de no meteros en problemas. Yo soy el Ejecutor, ¿sabéis?

Lorris y Elga asintieron con un escalofrío. Ahrgan levantó la pata que les impedía el paso

y emitió un potente rugido que hizo retumbar el suelo. Entonces se oyó un chirrido y las puertas

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

se abrieron desde dentro lentamente. La carreta atravesó el umbral bajo la mirada atenta del

Guardián de Liadar.

Cuando las puertas se cerraron tras los visitantes, el colosal dragón dejó escapar un

resoplido y apoyó la cabeza entre sus poderosas patas, con aire de tedio.

Era ya muy tarde pero, a pesar de ello, aún encontraron una posada abierta. El dueño los

recibió con mala cara. Elga hizo sonar significativamente el dinero dentro de su saquillo, y el

posadero los hizo entrar inmediatamente.

-Ona -gruñó en dirección a un rincón oscuro-, lleva a nuestros huéspedes a sus

habitaciones.

Una voz aguda respondió quejumbrosa:

-¡Estoy durmiendo...!

-¡Ahora!

Se oyó un resignado suspiro y una pequeña criatura alada de unos diez centímetros de

altura revoloteó hasta ellos. Tenía forma humana, con ojos rasgados y unas alitas transparentes.

Con gesto aburrido, indicó:

-Seguidme.

Su cuerpo se encendió como si de una luciérnaga se tratara. Simulando que no se percataba

de las miradas de admiración que le dirigían Lorris y Elga, los guió hasta dos habitaciones del piso

superior.

-Que durmáis bien -les deseó lánguidamente y, cantando una nostálgica canción, se alejó

volando.

Lorris cerró la puerta. Iba a preguntarle a Elga qué era aquella criatura, pero ella tenía otras

cosas en la cabeza.

-¿Has oído lo que ha dicho el dragón? -le preguntó al elfo.

-¿Cómo no lo iba a oír? ¡Esos tipos buscan elfos! Me da mala espina. ¿Sería ese el peligro

del que me habló la Dama de la Lechuza?

-Bueno, ese dragón parecía estar un poco chiflado -dijo Elga pensativa-. No tiene sentido.

¿Para qué iban a querer buscar elfos esos hombres?

-No lo sé, Elga, pero me preocupa.

-La lechuza no quiere detenerse aquí. Tampoco era Liadar su destino. No sé a dónde nos

lleva, Lorris, pero por lo visto mañana nos marchamos de este lugar. Procura no darte a conocer ni

quitarte la capucha.

Lorris asintió.

Ninguno de los dos vio cómo un pequeño destello luminoso se apartaba del ojo de la

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cerradura.

Al día siguiente, Elga salió temprano para comprar varias cosas que necesitaban para el

viaje, entre ellas, víveres y ropa de abrigo, ya que según parecía, la lechuza los llevaba cada vez

más hacia el norte.

Lorris se negó a salir de su habitación. Pasó la mañana limpiando su espada y sus botas, y

observando desde la ventana con curiosidad todo cuanto sucedía fuera, en la calle.

Sin embargo, Arsis comenzó a declinar y su amiga no había vuelto. Cuando ya llevaba un

retraso considerable Lorris, preocupado, decidió salir en su busca.

Mascullando una maldición por lo bajo, se cubrió bien con la capa y salió precipitadamente

de la posada. Inmediatamente el posadero ordenó a Ona en voz baja que subiera a sus habitaciones

para comprobar que el equipaje seguía allí.

Lorris recorrió las calles de Liadar buscando a Elga. Estaba furioso. Recordaba

perfectamente la fascinación que había mostrado Elga por el mercado de Loran, y podía

imaginarse que la muchacha se había entretenido en cualquier parte del gigantesco mercado

permanente que constituía Liadar. Pronto anochecería, y él no tenía ninguna intención de pasar en

aquella ciudad más tiempo del necesario, y menos después de la información que les había dado el

dragón.

"Es un elfo..."

Lorris se detuvo bruscamente mientras un escalofrío le recorría la espalda y aquella voz

volvía a escucharse en su mente:

"Elfo..."

Miró a su alrededor, mientras se llevaba la mano al puño de su espada. Cerca de él, un

individuo de negro lo observaba fijamente. No podía verle el rostro; sólo los ojos, que relucían

misteriosamente desde las profundidades de la capucha.

Lorris no pudo moverse. Se sintió paralizado, mientras una oleada de un extraño terror

irracional lo invadía.

-¿Qué sucede? -preguntó cortésmente un guardia al personaje de negro.

Lorris recordó con otro escalofrío que el gobernante de la ciudad estaba aliado con aquellos

seres. Su miedo aumentó cuando vio que el individuo de negro lo señalaba a él y le decía algo al

guardia en voz baja.

El elfo trató de escapar, pero no podía moverse. Vio cómo el guardia asentía y solicitaba

ayuda en voz baja a tres hombres fornidos que había por allí cerca. Los cuatro se dirigieron al elfo.

La gente, intuyendo que allí pasaba algo, había comenzado a detenerse y a preguntar qué sucedía.

-Es un elfo -dijo el personaje de negro en voz baja.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Sin embargo, todos lo oyeron, y todas las miradas confluyeron hacia Lorris.

-No-no, yo no soy un elfo -pudo balbucear éste-. Noble señor, os equivocáis conmigo.

Yo...

-¡Elfo! -repitió el ser de negro.

Lorris, en un intento desesperado de echar a correr, sólo pudo retroceder unos pasos. El

guardia y sus tres ayudantes improvisados se detuvieron un momento y se quedaron mirándole.

-¡Elfo! -acusó el enlutado-. ¡Capturadle! ¡Llevadle al Ejecutor! Los humanos temían a los

seres de negro, pensó Lorris mientras el guardia y los otros tres hombres avanzaban hacia él.

-¡¡NO soy un elfo!! -chilló, sintiendo que los ojos del individuo de negro se le clavaban en

el alma-. ¡¡No lo soy!! ¡Os equivocáis!

Por fin pudo moverse, pero los cuatro humanos lo tenían ya rodeado y, cuando quiso echar

a correr, lo prendieron a pesar de todos sus esfuerzos por escapar.

-¡Llevadle al Ejecutor! -insistió el hombre de negro con un inquietante susurro.

Lorris se revolvió como pudo. La extraordinaria altura que caracterizaba a la raza de los

elfos hacía que a sus captores les resultara difícil sujetarle y que, por tanto, pidieran ayuda a la

multitud que los rodeaba. Pronto Lorris se vio envuelto en una oleada humana que gritaba

enardecida:

-¡Al Ejecutor! ¡Al Ejecutor!

Entre todos, lo arrastraron a través de las calles. Lorris cejó en sus esfuerzos por escapar y

orientó sus energías en impedir que los humanos le arrancaran la capucha que ocultaba sus rasgos

de elfo. Entre los gritos de la exaltada muchedumbre, las débiles protestas del elfo resultaban

inaudibles. Conforme iban avanzando se iba uniendo más gente a la comitiva y así, entre clamores

fanáticos, Lorris fue conducido hasta las puertas de la ciudad.

El elfo fue arrastrado literalmente por los umbrales de las puertas de Liadar y, una vez

fuera, la multitud enmudeció y se oyó una voz atronadora que Lorris conocía muy bien:

-¡Pero si es mi amigo el encapuchado! ¿No te dije que no te metieras en líos, criatura

silvestre?

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Capítulo XII: "Sé tú mismo"

Lorris tragó saliva al ver al gran dragón negro plantado frente a él. Estaba de espaldas a Arsis,

y los rayos del crepúsculo envolvían su enorme cuerpo reptiliano, haciendo que las escamas color

azabache relucieran con aquel brillo metálico, y que el Ejecutor pareciera todavía más gigantesco y

majestuoso de lo que era.

-¿Qué ha hecho? -preguntó Ahrgan a la multitud.

La mayoría no respondió. Los que se hallaban más cerca de Lorris gritaron:

-¡Órdenes del Hombre de Negro!

-¡Vaya! -resopló del dragón-. No habéis contestado a mi pregunta.

-¡Dice que es un elfo! -apuntó el guardia que lo había apresado.

-¡Elfo! -corearon varias voces.

Ahrgan dio un respingo.

-Probablemente la mayoría de vosotros no sepáis lo que significa esa palabra -comentó.

Se acercó más a Lorris y resopló, de tal manera que el aire le apartase la capucha de

la cara.

-¡Pues sí! -confirmó-. ¡Un elfo! Amigo mío, me has dejado sorprendido. ¡Te dije que tendrías

problemas si eras un elfo! Además, también te dije que los elfos eran una raza extinta. ¿Y te atreves a

contradecirme siendo uno de ellos?

-¡Yo no soy un elfo! -protestó Lorris-. Ya sé que físicamente soy un poco extraño,

pero... pero...

-...es debido a una deformidad de nacimiento -completó una voz repentinamente.

Elga se acercó, saliendo de entre la muchedumbre. Estaba pálida.

-¿Deformidad de nacimiento, has dicho? -preguntó el dragón, bajando la cabeza para

escucharle mejor.

-Los elfos son una raza extinta -afirmó ella con aplomo-. Él es mi hermano, tan humano

como yo. Pero el pobrecillo nació... bueno, así. En mi pueblo decían que a mi madre le echaron el

mal de ojo un par de meses antes de que él naciera.

Ahrgan se quedó mirándolos fijamente. Sus grande ojos verdes brillaban regocijados, como si

se estuviera riendo por dentro.

-¡Pero él no ha hecho nada! -prosiguió Elga-. Si esos caballeros de negro lo han confundido

con un elfo, están muy equivocados. ¡Alguien debería decirles que los elfos no existen!

Se oyó un murmullo de aprobación entre la multitud. El dragón no respondió, pero su boca se

curvó en una leve sonrisa.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

-Sé que todos teméis a los hombres de negro -continuó Elga, dirigiéndose de nuevo a la

multitud-. Pero, aunque poderosos, buscan algo que no es real, y van a cometer muchas

equivocaciones como el caso de mi pobre hermano. ¿Debemos permitírselo?

Los humanos no respondieron. Ahora nadie murmuraba. Muchos desviaron la mirada.

Elga comprendió que aquellos hombres sencillos jamás se atreverían a enfrentarse a los

individuos de negro.

Lorris apenas estaba prestando atención. Su mente estaba lejos, muy lejos, y, a pesar del

peligro que corría, la situación le había llevado a evocar los días pasados de su infancia en la lejana

Ysperel, cuando él y Larisa salían del paso después de una travesura gracias a su asombrosa

capacidad para inventar excusas.

Elga le recordaba a su hermana. Le asombraba el increíble talento de que la humana hacía

gala para improvisar y actuar delante de la gente. Casi como Larisa, pensó.

El recuerdo de su hermana llenó su mente.

"El primero: sé tú mismo".

Yo mismo, pensó Lorris. ¿Y qué soy yo?

Un elfo.

Volvió de nuevo a la realidad. El dragón parecía estar perdiendo la paciencia por

momentos. La muchedumbre ya no gritaba. Y Elga esperaba anhelante.

-Es mentira -musitó Lorris.

-¿El qué? -preguntó el dragón.

-Todo. Todo es mentira.

El Guardián-Ejecutor bajó la cabeza hasta que ésta estuvo a escasos centímetros de Lorris.

El elfo aguantó todo lo erguido que pudo el abrasador aliento del dragón. La multitud contuvo el

aliento, imaginando que las órdenes del hombre de negro iban a verse cumplidas por fin.

Pero el dragón susurró:

-No deberías haber salido del Bosque, elfo. Por esta vez te voy a ayudar, porque los de las

túnicas negras no me inspiran ninguna confianza, pero procura no meterte en más problemas.

Lorris lo miró sorprendido.

-¿Sabes...?

El dragón alzó la cabeza de nuevo, mientras le guiñaba uno de sus ojos color

esmeralda:

-Hay pocas cosas que los dragones no sepamos acerca del mundo, joven. Somos las criaturas

más viejas que hollan la faz de la tierra.

-¡Ejecutor! -gritó en ese momento el guardia humano que había apresado al elfo-. ¡Es un

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mandato de los caballeros de negro! ¡Y la voluntad de los caballeros negros es la voluntad del

Gobernador! ¿Te atreves a desobedecerle?

El dragón se sentó sobre sus patas traseras y replegó las alas, soñoliento.

-Dile a ese gordo idiota que no olvide quién manda en Liadar -bostezó-. Yo ya era viejo

cuando nació su tatarabuelo. La justicia aquí soy yo; este joven es inocente y, a menos que ese tipo

de negro venga personalmente a explicarme qué ha hecho para que merezca ser ejecutado, yo no

pienso mover una uña.

El guardia no dijo nada. Las puntas de su bigote temblaban visiblemente.

-¿Te atreves a desobedecerme? -insinuó el dragón.

-¡No, claro que no! -se apresuró a responder el guardia-. Iré a hablar con él. Pero... me

llevaré conmigo al prisionero y a su... uhm, hermana, para que el caballero de negro pueda

comprobar por sí mismo que se trata de una equivocación.

-Por mí, de acuerdo -aceptó Ahrgan, bostezando de nuevo-. Pero tráelo de vuelta.

Asegúrate de que vuelve, ¿entendido?

Y cerró los ojos perezosamente, dando a entender que la "audiencia" había terminado.

El guardia se adelantó, junto con varios más, para apresar de nuevo a Lorris. Éste forcejeó,

pero eran demasiados para él, y de nuevo se vio capturado por un grupo bastante grande de

humanos. Cerca de él, Elga también había sido prendida.

Y fueron llevados de nuevo a rastras al interior de Liadar, en busca del hombre que había

ordenado la ejecución.

-¿Cómo diablos te has metido en este lío? -susurró Elga entre empujón y empujón.

-¡Ha sido culpa tuya! -se defendió Lorris-. ¿Por qué tardabas tanto? ¡Tuve que salir en tu

busca y por eso me metí en problemas!

Elga enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

-Me perdí -confesó-. No sabía cómo volver a la posada. Cuando vi la comitiva y oí que

llevaban a alguien llamado "Elfo" me imaginé que eras tú, y la seguí.

-Conque te perdiste -repitió Lorris-. Muy bonito.

Súbitamente los humanos se detuvieron. Un cegador destello de luz se alzó sobre sus cabezas

y descendió en picado, echando chispas. Lo humanos se cubrieron la cabeza con las manos dando

gritos de alarma. Elga y Lorris también hicieron lo propio, pero el elfo, dándose cuenta de que era un

momento idóneo para escapar, agarró a la joven del brazo y, tirando de ella, huyó por una callejuela

lateral, aprovechando la confusión creada por aquella extraña pelota brillante voladora.

Se refugiaron en un callejón oscuro, jadeantes. Ya había anochecido, y no creían que los

humanos lograran encontrarlos en aquella laberíntica zona de Liadar.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

-¿Qué diablos era eso? -preguntó Lorris.

-No lo sé -respondió Elga encogiéndose de hombros-. Ni me importa. Es de noche ya, y

debemos marcharnos.

Se dieron la vuelta y recorrieron despacio el callejón.

-¡Esp...eradme, por fa...avor!

Lorris y Elga se volvieron rápidamente.: No vieron a nadie. La voz que había hablado era

fina y aguda.

-¡Aquí! -dijo la vocecilla.

Los ojos del elfo captaron un tímido destello algo más lejos, y se lo indicó a Elga con una

seña. Ambos se acercaron con precaución.

Ona, la pequeña sirvienta alada de la fonda, volaba casi a ras de suelo, emitiendo un débil

resplandor; parecía muy cansada.

Elga la tomó entre sus manos y la alzó para que pudiera verles bien.

-Bonito espectáculo, ¿no? -jadeó Ona-. No creí que pudiera hacerlo tan bien. Pero estoy

agotada, no estoy acostumbrada a brillar tanto.

-¿Eras tú? -preguntó Lorris, incrédulo-. ¡La pequeña estrella! Ona se ruborizó.

-Lo hice bien, ¿verdad? Estoy sorprendida.

-¿Por qué nos has ayudado?

Ona se sentó en la mano de Elga.

-Sé que vais de viaje -dijo-. Estaba pensando... si podríais llevarme lejos de Liadar.

-¿Lejos de Liadar? -repitió Elga-. ¿A dónde quieres ir?

Ona entrecerró sus ojos rasgados.

-Es una historia muy larga -dijo-. Veréis, yo pertenezco a la raza de los fugaces. Al otro

lado del Dalmar está el Reino de los Fugaces... mi casa. Quiero ir allí.

-¿Qué te lo impide? -preguntó Lorris.

-Mi amo -suspiró Ona-. Y la distancia. Yo soy muy pequeña. No llegaría sola. Aunque me

escapara, algún humano me capturaría.

-¿Para qué?

-Los humanos utilizan a los fugaces como lamparillas, encerrándoles en jaulas de cristal. Por

eso estoy yo lejos de mi hogar. Hace ya varios años un humano entró en el Reino de los Fugaces y

me atrapó. Yo estaba distraída y cuando traté de defenderme ya era demasiado tarde.

>>El humano era un mercader. Me llevó por todo el Reino de los Humanos en sus viajes. La

verdad es que era amable conmigo, pero yo añoraba muchísimo mi casa.

>>Sabía que tarde o temprano, mi amo pasaría por Liadar, que es como un imán para todo

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comerciante. Esta ciudad es la más cercana al Reino de los Fugaces. Cuando llegamos aquí me

escapé, y entré al servicio del posadero que ya conocéis, esperando una oportunidad para volver a mi

casa. Estoy muy cerca, es cierto, pero no me atrevo a emprender el viaje sola. Podrían capturarme

otra vez.

-Pero puedes defenderte -hizo notar Elga-. Antes has asustado a todos esos hombres.

-He tenido suerte -explicó Ona tristemente-. Ya ves que me quedo muy débil después de

una exhibición de ese tipo. Cualquiera podría cogerme.

-Y quieres que te llevemos a tu casa -concluyó Lorris.

-¡Me gustaría tanto! -suspiró la fugaz, y añadió con suspicacia-. Además, me debéis un favor.

Os he salvado la vida.

Lorris lo meditó durante un momento. Elga comentó:

-Lorris, la lechuza no se ha desviado de camino desde Raden. Si sigue la misma ruta nos

llevará directos al Reino de los Fugaces.

Lorris asintió, pensativo.

-Entonces, ¿me llevaréis con vosotros? -preguntó Ona.

Lorris sonrió.

-Si nos alumbras el camino, sí -dijo al fin-, porque nosotros solemos viajar de noche.

-Trato hecho!

Y la fugaz alargó la mano para que Lorris se la estrechara. El elfo le tendió el dedo índice,

que Ona cogió y sacudió con solemnidad.

-¿Elfo? -dijo de pronto una voz ronca.

Lorris se volvió con brusquedad. Elga se ocultó tras él, y Ona se refugió en su capucha.

-¿Quién va? -preguntó.

-Eres un elfo, ¿no? -insistió la voz.

Lorris cerró los ojos por un instante. La cabeza le daba vueltas. Decidió que no quería

seguir negándolo, ni ante los humanos ni ante nadie.

-Sí, soy un elfo -admitió, alzando la barbilla con orgullo-. ¿Por qué? Sintió que un agradable

hormigueo le recorría por dentro.

Un elfo.

-Necesitamos tu ayuda -dijo la voz.

Y de las sombras emergieron tres personajes fornidos, robustos, de muy baja estatura y largas

barbas.

-¡Enanos! -exclamó Elga.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

Capítulo XIII: "Allá en el Norte"

Lorris no sabía casi nada acerca de los enanos. Sólo sabía, por lo que el Guardián-Ejecutor de

Liadar había dicho en sus evocaciones de tiempos mejores, que hacía tiempo había estallado una

guerra entre humanos y enanos. Una guerra en la que, por lo visto, los enanos se habían llevado la

peor parte.

El elfo observó a sus interlocutores con curiosidad.

Eran tres; uno de ellos, el que les había hablado, llevaba una enorme hacha sujeta a la

espalda, y parecía ser el líder. El que se hallaba a su izquierda era un guerrero; portaba una cota de

mallas y un casco con dos astas de toro adornándolo. Una barba negra y encrespada le daba cierto

aspecto fiero. El de la derecha parecía más anciano, y más pacífico. No llevaba ropas de guerra.

Unos anteojos se sostenían a duras penas en la punta de su nariz.

Con todo, a Lorris le llamó la atención el que se hallaba en el centro, y no precisamente por

su enorme hacha. El elfo tuvo la sensación de que se encontraba ante un gobernante, justo por su

porte regio y su calma y tranquilidad. Imponía respeto, pensó el elfo.

-¿Qué queréis de mí? -preguntó.

-Ya te lo he dicho -respondió el líder-. Necesitamos tu ayuda.

-¿Quiénes sois?

El enano del hacha se adelantó un paso.

-Mi nombre es Rak Kornentil, que en mi lengua significa "Cabeza de Hierro" -se

autopresentó-. Procedo del reino del noroeste, y soy el príncipe heredero al trono de los enanos.

Lorris retrocedió un paso. No sabía cómo comportarse ante un enano, y menos ante un

príncipe enano. Recordaba el protocolo de la nobleza de Ysperel, pero ignoraba si esas maneras

servirían también para tratar a los enanos, aquellos seres que parecían tan rudos, y que eran la

completa antítesis de los altos, esbeltos y bellos elfos.

-Y... bueno, ¿por qué necesitáis mi ayuda?

-Es una larga historia.

-¡Otra larga historia! -suspiró Elga.

-Os agradecería que me acompañarais hasta la casa donde estamos alojados -dijo Rak-. Allí

podremos hablar.

Lorris dudaba. Bajó la voz para preguntarle a Elga:

-¿Son de fiar?

-No lo sé -respondió ella en el mismo tono-. Nunca he tratado con enanos. Se consultaron

con la mirada. Elga se encogió de hombros.

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-¿Es muy lejos? -preguntó Lorris al enano.

-No. Sólo dos calles más abajo. No vamos a haceros daño -añadió al ver que Lorris

vacilaba-. Ya he dicho que necesitamos tu ayuda.

-Hay muchas formas de pedir ayuda -murmujeó el elfo para su coleto-. Lo siento -le dijo a

Rak-. Desde que estoy en el Reino de los Humanos más de uno ha demostrado cierta...

animadversión hacia los de mi especie.

El príncipe enano asintió.

-Lo sabemos -dijo-. De eso precisamente queríamos hablarte.

Lorris se interesó inmediatamente.

-¿Acerca de los...?

El enano volvió a asentir.

-Está bien -aceptó Lorris-. Os acompañaremos.

Se acercó cautelosamente, seguido de Elga. Los enanos comentaron algo entre sí, en una

lengua que Lorris no conocía, y el del casco con astas se volvió hacia ellos y dijo:

-Seguidnos.

Así lo hicieron.

Mientras caminaban por las oscuras calles de Liadar, el elfo le sugirió a Elga en voz baja que

se fuera a la posada, por si él no regresaba. Pero la humana le dirigió una mirada furibunda y Lorris

no se atrevió a volver a insinuarle que se perdiera la acción.

Unos minutos más tarde, los enanos se detuvieron ante una casa, en cuya puerta se anunciaba

que se trataba de un almacén de vinos.

-Hemos alquilado el sótano al dueño -explicó el enano de los anteojos-, y lo hemos

acondicionado para nuestro uso personal. Queremos pasar lo más inadvertidos posible, por razones

que ya os explicaremos.

Entraron en el almacén, y bajaron al sótano. Rak iba delante abriendo la marcha, iluminando

el camino con una lámpara.

Cuando llegaron abajo, Lorris y Elga echaron un vistazo a su alrededor.

Los enanos habían transformado totalmente lo que parecía haber sido un incómodo sótano

húmedo. Habían hecho un duro y exhaustivo trabajo de limpieza, y habían improvisado tres

camastros junto a la pared. En un rincón, una vieja estantería era utilizada para guardar los víveres. A

su lado había un enorme arcón de roble. En el centro de la estancia había una mesa, rodeada de

varios cajones a modo de sillas.

-Tomad asiento, por favor -indicó Rak con sencillez, mientras encendía un candil que

iluminase más la habitación-. No es muy lujoso-, lo sé, pero en nuestra situación no podemos

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

permitirnos nada mejor.

Los tres enanos, el elfo y la humana se sentaron alrededor de la mesa. Lorris se quitó la

capucha, puesto que ya no hacía falta permanecer oculto, y los enanos lo observaron con una

curiosidad pensativa reflejada en los ojos oscuros que se veían bajo las espesas cejas.

-Nosotros -procedemos del Reino de los Enanos -comenzó Rak-, situado allá, en el Norte,

rodeado de altísimas montañas. En nuestro reino, nosotros los enanos excavamos la roca para

encontrar un extraño mineral que sólo puede hallarse allí. Es el arkal, poseedor de la belleza de la

plata y la dureza del diamante.E1 arkal es escaso y se paga a precio de oro en los mercados del Reino

de los Humanos.

>>Nosotros los enanos somos herreros y orfebres: Nuestras armas son solicitadas a lo largo y

ancho del continente, y, aunque ahora vivimos en un período de paz, todavía comerciamos con ellas.

>>Ésa era la situación de nuestro pueblo no hace mucho. Porque ahora, todo ha cambiado.

>>Es difícil que hayáis oído rumores acerca de ello. Lo que sucede en el Reino de los Enanos

no suele salir del Reino de los Enanos. Pero ahora ha de saberse: los enanos vivimos esclavos.

El príncipe hizo una pausa. Sus dos compañeros desviaron la mirada, apesumbrados.

-Vosotros ya habéis tenido contacto con esos misteriosos seres de negro que recorren el Reino

de los Humanos -prosiguió Rak-. No sabemos exactamente qué son, ni de dónde proceden. Pero

quieren dominar Ilesan a toda costa.

>>Ésa es la ambición de su adalid, un humano tenebroso de gran poder, cuyo nombre es

Ordulkar.

>>Dominar Ilesas, eso es lo que se propone. Para ello necesitaba una base de operaciones, un

sitio desde donde actuar, una fortaleza inexpugnable. Por ello acudió al Reino de los Enanos con un

gran contingente de criaturas de las túnicas negras. En poco tiempo, y gracias a su inmenso poder, se

hizo con el dominio de todo el Reino de los Enanos. No tuvimos tiempo ni de solicitar ayuda a los

Reinos vecinos. Fue un ataque fulgurante que nos cogió desprevenidos.

>>Desde entonces, mi pueblo trabaja en las minas día y noche sin descanso, para extraer el

preciado mineral, el arkal, con el que Ordulkar pretende construir su fortaleza en Ard, la capital del

Reino. La mayoría de los enanos trabajan en las minas bajo los latigazos de capataces humanos, y la

supervisión de varios de los seres de negro. Y algunos centenares trabajan en Ard en las obras de

construcción de la fortaleza.

>>Nuestro Reino es como una fortaleza en sí, rodeado de altas cordilleras. Nos encontramos

prácticamente aislados del exterior, y nadie conoce la desesperada situación en la que nos

encontramos.

>>Hace unos meses, yo conseguí escapar de las minas, junto con el consejero Real, Atnik -

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señaló con un gesto al enano de los anteojos, que hizo una inclinación de cabeza- y el Capitán de mi

Guardia, Kabi -el enano del casco hizo el mismo gesto-, en busca de ayuda para el Reino de los

Enanos.

>>Nos encontrábamos en una situación muy delicada. Habíamos pensado solicitar ayuda en

el Reino de los Humanos, pero en cuanto nos dimos cuenta de que estaba infestado de servidores de

Ordulkar, cambiamos de idea, y tuvimos que escondernos. Si ellos nos encontraran, nos llevarían de

vuelta a las minas, y entonces ya no habría ninguna esperanza para mi pueblo. Tenemos que andar

con pies de plomo porque en cualquier lugar pueden prendernos y entregarnos a los seres enlutados.

>>Llegamos a Liadar hace apenas una semana. Entonces fue cuando nos enteramos de que

nuestros enemigos tenían un especial interés en buscar elfos. En realidad los humanos apenas les

hacían caso, convencidos de que los elfos no existían; pero nosotros conocemos a Ordulkar, y

sabemos que si busca elfos es porque tiene una buena razón para ello.

»Esta tarde, la noticia de que un elfo había estado a punto de ser ejecutado llegó hasta

nuestros oídos. Y vinimos a buscarte.

>> Ordulkar teme a los elfos. No sé qué poder especial tenéis, pero si se ha tomado la

molestia de revolver todo Ilesan en vuestra busca, es porque sabe que podéis derrotarle.

>> Por eso solicitamos tu ayudarla tuya y la de tu pueblo. No sé dónde habéis estado metidos

durante todo este tiempo, pero ahora sabemos que existís, que sois reales, y que, de alguna manera,

podéis ayudarnos.

La voz del príncipe enano se extinguió.

Todos quedaron un momento en silencio, hasta que Elga estalló en carcajadas

-¡Poderosos...los elfos! -rió-. Eso sí que tiene gracia. Tal vez lo sean, pero éste en

concreto -y señaló a Lorris-, es un completo desastre. ¡Nunca he visto a nadie que se meta en

líos con tanta facilidad como él!

Lorris gruñó algo, y Elga siguió riendo. Los enanos se miraron unos a otros, confusos.

-No puedo creerlo -masculló Lorris-. ¡Si lo hubiera sabido, te habría dejado en Raden!

-¿Os importaría dejar eso para otro momento? -intervino Rak-. No sé si habrás imaginado,

elfo, que si Ordulkar tiene tanto interés en acabar con vosotros, tu pueblo está seriamente

amenazado.

-Lo sé -murmuró Lorris-. Pero no comprendo qué le hemos hecho nosotros para que nos odie

tanto. Puedo aseguraros que mi pueblo vive en su Reino sin saber absolutamente nada de lo que hay

fuera. Incluso creen que son la única raza de la tierra, y que las otras razas se extinguieron hace ya

mucho tiempo.

-¿Y tú? -preguntó súbitamente Kabi, el lugarteniente de Rak, frunciendo el ceño-. ¿Qué estás

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

haciendo aquí, pues?

-Calma, Kabi -dijo el príncipe-. No seas desconfiado.

-Yo... es una historia muy larga, que no tengo ganas de contar -musitó Lorris-. Lo siento.

Ninguno de los enanos dijo nada. Elga se quedó mirando fijamente al elfo,

preguntándose qué secreto tan terrible sería ese que no quería contar.

-¿Podemos... solicitar la ayuda de vuestro pueblo? -preguntó entonces Atnik.

Lorris calló durante un momento. Luego dijo:

-Me temo que no.

-¿Por qué? -preguntó Kabi impacientemente.

-No puedo volver -respondió el elfo.

-¿No puedes o no quieres? -gruñó el enano.

-¡No puedo! -gritó Lorris levantándose y golpeando la mesa con los puños. Todos se le

quedaron mirando sorprendidos. El elfo recuperó la compostura.

-Lo siento, yo... -murmuró compungido mientras volvió a sentarse-. No puedo volver. Ellos

no quieren que vuelva. -Desvió la mirada-. Yo... me han desterrado de mi patria.

Elga lanzó una exclamación ahogada. Los enanos lo miraron, perplejos.

-No soy un delincuente peligroso, puedo asegurarlo -dijo Lorris con una sonrisa torva-. Pero

si volviera con mi gente a advertirles del peligro que corren los enanos, nadie me escucharía. Ni

siquiera saben lo que son los enanos.

-¡Pero su raza también corre peligro! -hizo notar Atnik-. ¡Podríamos aliarnos!

Lorris pensó en lo que supondría para los elfos una apertura al exterior para

encontrarse con... una guerra.

-No lo sé -dijo finalmente-. Yo no puedo hablar por ellos. Lo único que puedo ofreceros

es mi ayuda personal. Yo puedo acompañaros hasta vuestro reino y ver qué puedo hacer.

Elga lo miró con sorpresa.

-¿Sabes cómo derrotar a ese tirano? -preguntó.

Lorris esbozó una sonrisa de disculpa.

-Bueno, en realidad no -confesó-. Pero esperaba que los señores enanos me explicaran lo que

debo hacer.

-En fin, nosotros... -masculló Rak-, contábamos con bastantes elfos más. Y suponíamos

que tú sabrías lo que debías hacer.

Lorris sintió que algo se movía por su pelo. Unos pies diminutos caminaban por su

hombro, y el elfo oyó la voz de Ona que le susurraba al oído:

-¡Recuerda que me prometiste que me llevarías a casa!

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La fugaz, oculta tras el cabello de Lorris, aún no había sido vista por los enanos.

-¡Pero tengo que ayudarles! -musitó Lorris en voz muy baja.

Oyó cómo Ona zumbaba de ira.

-¡Te salvé la vida! -protestó ella, y le mordió la oreja.

-¡Auuu!

Lorris se dio un manotazo en la zona agredida. Ona ya no estaba allí, y el elfo oyó que se

reía entre dientes.

-Un mosquito -aclaró Lorris a los perplejos enanos.

-Se comporta de un modo muy extraño -susurró Kabi al oído de su príncipe. Éste asintió.

-Algo me dice que hemos perdido el tiempo, elfo...

-Lorris DeLendam -aclaró éste-, heredero de la casa ducal DeLendam, de Ysperel. Ése es

mi nombre completo.

-Lorris DeLendam -asintió Rak-. Si no puedes ayudarnos, más vale que tratemos de

encontrar ayuda en otra parte.

-¡No, esperad! Iré con vosotros al Reino de los Enanos, y veré qué puedo hacer.

Inmediatamente notó dolorosamente cómo Ona le mordía la otra oreja, y Elga le daba un

pisotón por debajo de la mesa.

-¡Auuuu! -protestó-. ¡Mujeres...!

Elga volvió la cara hacia otro lado, molesta. Ona zumbaba de ira. Los enanos ya no sabían

qué pensar acerca del elfo.

-De modo que aceptas nuestra petición de ayuda -dijo Rak, midiendo las palabras.

-Eso he dicho -ratificó Lorris, ignorando los tirones de pelo que le daba Ona.

-Esto es una locura -manifestó Ona levantándose y apoyando las manos sobre la mesa frente

al sorprendido príncipe-. Este chico apenas sabe cuidar de sí mismo. ¿Creéis vos que sería capaz de

rescatar a nadie? ¡Y menos a todo un. Reino!

-¿He pedido tu opinión? -protestó Lorris-. ¡Es una decisión mía!

-¿Es que te has olvidado de la lechuza? ¿De nuestra misión? ¿De la dama humana del

Bosque?

-¡Y de mí! -intervino Ona, saliendo de su escondite y plantándose con los brazos en jarras

frente a él.

-¡Eh, chicas, basta! Tengo mis razones.

-¡Razones! -se burló Ona-. ¿Qué razones?

-Quiero saber quién es ése que quiere acabar conmigo y con los míos -respondió el elfo en

voz baja-. Quiero saber si el enemigo conoce ya la situación de los elfos, y si piensa atacarnos. Esa es

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

una verdadera amenaza, y es tangible y real, no como esa lechuza fantasma.

Elga no dijo nada. Lo comprendía. Ona hizo un puchero.

-Entonces no podré volver a casa -musitó-. Era un bello sueño. Me equivoqué de persona,

Lorris. Lo siento.

Lorris se sintió culpable por la pequeña fugaz. También él comprendía lo que era estar

lejos del hogar. Pero no podía hacer nada al respecto.

Rak le dirigió una mirada pensativa por debajo de sus espesas cejas, mientras Kabi

observaba a Ona con desconfianza.

-¿Podrás ayudarnos, Lorris? -preguntó el príncipe.

-No sé cómo -confesó el elfo-, pero encontraré la manera. Soy muy diestro con el arco, y

no manejo mal la espada.

Rak observó al elfo dubitativamente.

-Está bien -suspiró finalmente-. En tal caso, propongo que partamos esta misma noche.

Yo os acompañaré hasta las puertas de la ciudad -musitó Ona-. Necesitaréis luz, ¿no?

Lorris acarició con un dedo el cabello de la fugaz.

-Ona, cuando vuelva te llevaré a casa. Es una promesa que te hago... y yo

nunca rompo mis promesas.

-¡Promesas! ¡Palabras! -dijo ella con amargura-. ¡Todas se las lleva el viento!

-Yo...

-¡Ni una palabra más, Lorris DeLendam! Te acompañaré hasta la puerta, pero no porque

espere que vuelvas.

-Veo que ya tenías planes -comentó Rak.

-No hay problema -replicó Lorris-. Esto es más importante que...

-¿Qué? -preguntó Elga con intención.

Y Lorris oyó por lo bajo la voz irritada de Ona:

-¡Qué sabrás tú lo que es importante, elfo malcriado!

Lorris suspiró con resignación, y su mirada se cruzó con la del príncipe Rak, que sonreía

comprensivamente.

¡Mujeres...! -murmuró el enano.

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Capítulo XIV: "La separación"

Amparados en la oscuridad de la noche, Lorris y Elga, acompañados por Ona,

avanzaban por las calles de Liadar.

Regresaban a la posada para recoger sus cosas.

Elga no había dicho todavía si iba a acompañar al elfo hasta el Reino de los Enanos o

no. De hecho, no había pronunciado una sola palabra desde que se habían despedido de Rak,

Kabi y Atnik.

Habían acordado encontrarse con los enanos en las puertas de la ciudad dos horas más

tarde. Mientras tanto, se dijo el elfo, había tiempo de sobra para hablar con Elga sobre ello.

Llegaron pronto a la posada, dado que Ona les guiaba a través de las estrechas

callejuelas.

Entraron en la fonda. El posadero alzó la cabeza al oírlos entrar.

-No habréis visto a Ona por ahí, ¿verdad? -refunfuñó, rascándose la cabeza-. Es muy tarde, no

aparece por ninguna parte y temo que le haya pasado algo, o que se haya escapado.

Lorris sintió que la fugaz se rebullía en su bolsillo, y captó el mensaje inmediatamente.

-¡No, no! -se apresuró a responder-. Pero si la vemos, te la mandaremos, ¿de acuerdo?

Lorris y Elga subieron a sus habitaciones. Ona salió del bolsillo de Lorris en cuanto

éste cerró la puerta.

Elga se quedó mirando al elfo mientras recogía sus cosas.

-De modo que... -dijo la joven-. Te vas al Reino de los Enanos. Lorris se detuvo

inmediatamente y se volvió hacia ella.

-Es evidente -respondió con una sonrisa burlona-. Tú quisiste acompañarme, te lo

recuerdo. No puedo pedirte que vengas conmigo hasta allí. De hecho, voto porque te quedes en

el Reino de los Humanos.

-...¿Reino de los Humanos? -repitió ella-. Lorris...

-Cuando te dije en Raden que podías acompañarme, pensaba que la lechuza no saldría

de este Reino. Y, pensándolo bien, prefiero que tu viaje termine aquí.

-Lorris, es que mi viaje no va a terminar aquí.

-¿Cómo? No pensarás venir conmigo al Reino de los Enanos, ¿verdad?

-No. Ni por asomo.

-¿Entonces...?

Elga se sentó sobre la cama.

-Yo seguiré a la lechuza -dijo, señalando al ave fantasma que, como de costumbre, los

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

esperaba con una paciencia ejemplar posada en el alféizar de la ventana.

-¿¡Te has vuelto loca!? -protestó Lorris-. ¡No sabes a dónde va!

-Tú tampoco lo sabías cuando saliste del Bosque, ¿me equivoco?

Lorris bajó la cabeza.

-El mío es un caso distinto.

-Quiero que sepas una cosa, Lorris -dijo la humana señalándole acusadoramente con el dedo-.

Yo no pienso volver a Raden. Seguiré a la lechuza ya que tú no lo haces, y, de paso, llevaré a Ona a

su casa, ya que tú no quieres hacerlo.

-¿¡Qué!? -chilló Lorris-. ¡No puedes seguir a ese fantasma tú sola! ¡Mira! ¡Ni siquiera es real!

-Y el elfo extendió bruscamente la mano hacia la lechuza fantasma, y la atravesó limpiamente, como

si de humo se tratara-. ¡No existe!

-Tú saliste de tu Bosque para seguir a "ese fantasma".

-No tenía ninguna otra pista. Ahora sé que el peligro que amenaza a los elfos está en el

Reino de los Enanos.

-¡No sabes cómo vencerlo! ¡Tal vez la lechuza te lleve hasta todas las respuestas que buscas!

Lorris no respondió. Estaba irritado. Siguió recogiendo sus cosas, casi con fiereza.

Ona lo observaba todo callada desde su rincón, sin atreverse a intervenir.

-Yo me voy con la lechuza y con Ona -dijo finalmente Elga-. ¡Y que te vaya bien,

héroe! -añadió exasperada, saliendo en tromba de la habitación y cerrando la puerta con un

violento portazo.

Lorris se quedó parado, mientras oía las protestas de algunos huéspedes que querían dormir.

Ona se le quedó mirando fijamente.

-¡No me mires así! -le dijo el elfo, molesto-. ¡Si se ha enfadado, no es culpa mía!

Y le volvió la espalda para doblar su ropa de repuesto, mientras refunfuñaba por lo bajo:

-¡Mujeres...! ¡Nunca llegaré a entenderlas!

La fugaz se encogió de hombros y, con un suspiro, salió volando por la ventana del cuarto de

Lorris, para entrar por la ventana del de Elga.

El elfo y la humana se encontraron más tarde abajo, pero no cruzaron una sola palabra. Elga

informó al posadero de que se marchaban, y le pagó el importe de su estancia allí.

El humano estaba bastante enojado.

-Ona no aparece -dijo con un rechinar de dientes-. ¿Seguro que no sabéis dónde está?

Lorris asintió. No tenía ganas de discutir con aquel hombre, pero cuando el posadero se

dio la vuelta, echó una rápida mirada de reojo a la capucha de la capa de Elga.

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La muchacha hacía ya rato que había cargado todas sus cosas en la carreta, que les aguardaba

en la puerta. Ambos subieron al pescante sin decir nada, y Elga la puso en marcha con un "¡Arre!" y

un suave toque de las riendas en el lomo del caballo.

Un poco más tarde llegaron a la puerta de la ciudad. Allí les esperaban ya los tres enanos, con

tres poneys y un caballo para el elfo.

-El Guardián-Ejecutor duerme -informó el príncipe Rak en voz baja-. Intentemos salir ahora

sin que nos oiga, y así no tendremos que darle cuentas de nada.

A Lorris, que bastantes problemas había tenido ya con el dragón, le pareció una idea

excelente.

Empujaron todos una de las gigantescas puertas hasta que se abrió una rendija lo

suficientemente grande para que pudieran pasar.

Ahrgan, el Guardián-Ejecutor de Liadar, estaba dormido. Aún así tenía un aspecto

terrorífico e imponente. Su respiración regular se oía incluso dentro de la ciudad.

Los seis compañeros pasaron de puntillas frente a él. Tuvieron que sujetar con fuerza a los

caballos para que no hicieran ruido, puesto que los animales estaban aterrorizados después de sentir

tan cercana la presencia del dragón.

Cuando Lorris cruzó por delante del inmenso reptil, éste murmuró sin abrir los ojos:

-Por esta vez, elfo, te dejaré pasar. Que tengas mucha suerte. Y no dejes nunca de oler a

Inocencia.

Lorris asintió tragando saliva, murmujeó un apresurado "Gracias" y salió disparado.

No dijo nada a sus compañeros de las palabras del dragón. ¿Para qué? Al fin y al cabo, ya

estaban fuera.

Un poco más lejos, cuando consideraron que habían puesto suficiente distancia de por medio,

se detuvieron.

-No ha sido tan difícil -comentó Elga-. Casi me morí de miedo cuando tuve que pasar con la

carreta por delante de ese monstruo, con lo desvencijada que está.

Los finos oídos del elfo captaron las palabras que el dragón pronunció soñoliento desde la

lejanía:

-¿A quién llamas monstruo?

Decidió que era mejor creer que se trataba de imaginaciones suyas, o tal vez del silbido del

viento.

-Es hora de marcharnos -dijo Rak.

-Está muy oscuro todavía, ¿no? -hizo notar el elfo.

El príncipe enano se rió.

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

-Nosotros los enanos, Lorris -dijo-, vivimos en las cavernas; a veces trabajamos en completa

oscuridad. Nuestros ojos se han habituado a ello a lo largo de los siglos.

"Igual que los Nocturnos", pensó Lorris.

Se volvió hacia Elga.

-¿Y tú, qué vas a hacer? -le preguntó.

La muchacha señaló a un árbol. Allí, brillando tenuemente, estaba la lechuza fantasma.

Los enanos, que aseguraban su equipaje a los lomos de sus poneys, no se habían percatado de

su presencia.

-Me voy a seguir a la lechuza -dijo Elga suavemente.

Lorris se pasó una mano por el pelo, nervioso.

-Si... si te pasara algo...

-Sé cuidar de mí misma -le interrumpió Elga-. Eres tú el que siempre se mete en problemas.

Por cierto -añadió-, esta vez no esperes que yo vaya a rescatarte cuando estés en apuros.

Lorris bajó la cabeza, sonriendo avergonzado. "Pero si parece un niño", pensó Elga.

"Un niño que no sabe lo que hace. ¿Cómo pueden dejarle ir solo?".

-Volveré -aseguró Lorris-. Y vivo.

-Más te vale -replicó Elga-. No se te ocurra dejarte matar, Lorris DeLendam, porque soy

capaz de ir al Más Allá a buscarte para ajustarte las cuentas.

-¿Dónde estarás, Elga?

Ella se encogió de hombros.

-Allá donde la lechuza me lleve -respondió-. Mucha suerte.

Lorris y Elga se abrazaron con afecto. Luego, Lorris cogió sus cosas y se acercó a los enanos,

que lo esperaban junto a los caballos.

-Ese tonto cabeza hueca -murmuró Elga mientras los veía alejarse-. ¿De dónde habrá sacado

esa habilidad que tiene para meterse en líos?

-Quién sabe -respondió Ona tristemente mientras se posaba en su hombro-. Pero es un buen

tipo. El mejor que conozco.

Elga se secó una lágrima indiscreta y se volvió hacia la lechuza.

-En marcha, rapaz -dijo-. Llévanos donde tengas que llevarnos.

El ave emitió un grito de triunfo y levantó el vuelo.

-¡Se dirige al Dalmar! -exclamó Ona alegremente-. ¡A casa!

Elga se dispuso a subir a la carreta. Cuando lo hacía, se levantó un súbito viento helado que le

congeló los huesos.

-¡Elga! -susurró Ona-. ¿Qué pasa?.

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La muchacha no respondió. Dio una mirada circular y se contuvo para no lanzar un grito de

miedo.

La carreta estaba rodeada de individuos de túnicas negras, cuyos cuerpos se confundían con

las sombras, y cuyos ojos relucían en la oscuridad como carbones encendidos.

La chica cogió un largo palo de la carreta y se dispuso a defenderse.

-¿Qué queréis de mí? -dijo-. ¡Dejadme en paz! ¡Yo no he hecho nada!

Los seres de negro no respondieron. El círculo se estrechó. Elga blandió el palo

amenazadoramente, sintiendo un terror que se extendía cada vez más dentro de ella.

Uno de los personajes enlutados avanzó unos pasos y extendió la mano hacia ella. Elga cayó

desvanecida, y lo último que oyó fueron las confusas voces de sus captares:

-Esa chica...

-Estaba con el elfo...

-Nos dirá...

-Llevadla ante nuestro señor...

Y no vio ni oyó ni sintió nada más.

Ona, hasta ese momento, había estado paralizada por el terror, pero cuando vio que las

criaturas de negro alzaban a Elga para depositarla en el interior de la carreta y que una de ellas se

subía al pescante, decidió que tenía que hacer algo. Encendió su cuerpo como si fuera una enorme

chispa y se lanzó hacia uno de sus oponentes.

Pero el hombre de negro le asestó un manotazo y la envió a estrellarse contra un árbol.

Ona sacudió la cabeza y se lamentó, desconsolada:

-¡Por qué tendré que ser tan pequeña!

Observó con impotencia cómo aquellas criaturas tenebrosas ponían en marcha la carreta,

llevándose a su amiga consigo, y se echó a llorar. A sus sollozos se unió el lamento lúgubre de la

lechuza.

Lorris tuvo un mal presentimiento, y se volvió hacia atrás sobre la grupa de su caballo. Pero

no pudo distinguir nada; Liadar quedaba ya muy atrás.

Se sentía culpable por haber abandonado a Elga. ¿O había sido ella quien lo había dejado a

él? Sacudió la cabeza para no pensar en ello.

-Vuelvo a mi casa, Lorris -murmuró Rak-. ¿Sabes lo que eso significa? Vuelvo a mi casa.

Pero no encontraré a una familia esperándome con los brazos abiertos. Encontraré a mi pueblo

esclavizado bajo el yugo de Ordulkar. Encontraré dolor, sufrimiento y lágrimas.

Lorris no respondió. Evocó días pasados en Ysperel, cuando vivía feliz y

despreocupado, metiéndose con los nobles pomposos, recibiendo sermones de su hermana,

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Lorris el elfo I – © Laura Gallego García

corriendo por el Bosque y saltando la tapia del jardín de Silvania.

Silvania...

Se preguntó qué estaría haciendo. Probablemente, aburrida ante una larga cola de

pretendientes.

Para no pensar en ella, desvió sus pensamientos hacia Elga y Ona. ¿Por qué tenía esa

sensación? ¿La sensación de que su amiga estaba en peligro?

Sacudió la cabeza. Los primeros rayos matutinos de Arsis le iluminaban el camino,

mientras, en alguna parte, Elga estaba cautiva y, muy cerca de allí, lo observaban los enormes e

inteligentes ojos de una lechuza.

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ÍNDICE

LIBRO I

EL COMIENZO DEL CAMINO

I. Ysperel.

II. Lorris y Silvania.

III. La dama de la lechuza.

IV. El rostro de Arsis

V. El Espejo Sagrado.

VI. El Juicio.

VII. El destierro

VIII.El límite del bosque

IX. Raden.

X. A través del valle.

XI. Problemas.

XII. Sé tú mismo.

XIII. Allá en el Norte.

XIV. La separación.