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Visiones del ayer y hoy

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Visiones del ayery hoy

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Visiones del ayer y hoy

Ediciones MinCI

Ministerio del Poder Popular para la Comunicación e Información

Final Bulevar Panteón, Torre Ministerio del Poder Popular para

la Comunicación e Información. Parroquia Altagracia, Caracas-Venezuela.

Teléfonos (0212) 802.83.14 / 83.15

Rif: G-20003090-9

Nicolás Maduro Moros

Presidente de la República Bolivariana de Venezuela

Jorge Rodríguez

Vicepresidente Sectorial de Comunicación y Cultura (E)

Estela Ríos

Viceministra de Planificación Comunicacional

Kelvin Malavé

Director General de Producción de Contenidos

Saira Arias Díaz

Directora de Publicaciones

Edición y corrección de textos

Daniela Marcano y Luisana Castro

Depósito Legal: DC2019000449

ISBN:

Edición digital en la República Bolivariana de Venezuela

Abril, 2019.

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ÍNDICE

NOTA EDITORIAL

La primera taza de café en El Valle de Caracas - Arístides Rojas

Barquisimeto no se fundó el 14 de septiembre - Ramón Querales

La ciudad escondida - José Ignacio Cabrujas

Mono: la fiesta más sensual - José Roberto Duque

Sin Asco - César Vásquez

Pa´ Bailar - Jessica Dos Santos

El Caimán de Sanare - Lorena Almarza

Quedarse - Daniela Saidman

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Para conmemorar el Día del Libro, Ediciones Minci presenta una compilación de crónicas venezolanas, donde las voces que nos narran representan o traducen visiones personales de la realidad, que se desplazan a lo largo del tiempo, abarcando temas como la ciudad y la sociedad, así como su construcción en el imaginario de quien la vive. Estás crónicas nos invitan a recorrer el lugar que habitamos a través del ojo sensible del cronista.

NOTA EDITORIAL

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Con el patronímico francés de Blandain o Blandín, se conocen en las cercanías de Caracas dos sitios; el uno es la quebrada y puente de este nombre, en la antigua carretera de Catia, lugar que atraviesa la locomotora de La Guaira; el otro, la bella plantación de café, al pie de la silla del Ávila, vecina del pueblo de Chacao. Recuerdan estos lugares a la antigua y culta familia francovenezolana que figuró en esta ciudad, desde mediados del último siglo, ya en el desarrollo del arte musical, ya en el cultivo del café, en el valle de Caracas, y la cual dio a la Iglesia venezolana un sacerdote ejemplar, un patricio a la revolución de 1810 y dos bellas y distinguidas señoritas, dechados de virtudes domésticas y sociales, origen de las conocidas familias de Argain, Echenique, Báez-Blandín, Aguerrevere, González- Alzualde, Rodríguez-Supervie, etc., etc.

Don Pedro Blandain, joven de bellas prendas, después de haber cursado en su país la profesión de farmacéutico, quiso visitar a Venezuela, y al llegar a Caracas, por los años de 1740 a 1741, juzgó que en ésta podía fundarse un buen establecimiento de farmacia, que ninguno tenía la capital

en aquel entonces. La primera botica en Caracas databa de cien años atrás, 1649, cuando por intervención del Ayuntamiento, formóse un bolso entre los vecinos pudientes, para llevar a remate el pensamiento de tener una botica, la cual fue abierta al público, y puesta bajo la inspección de un señor Marcos Portero. Pero esta botica, sin estímulo, sin población que la favoreciera, sin médicos que la frecuentaran, pues era cosa muy rara, en aquella época ver a un discípulo de Esculapio por las solitarias calles de Caracas, hubo de desaparecer, continuando el expendio de drogas en las tiendas y ventorrillos de la ciudad, como es de uso todavía en nuestros campos. El estudio de las ciencias médicas no comenzó en la Universidad de Caracas sino en 1763.

La primera botica francesa que tuvo Caracas, fundada por don Pedro Blandain, figuró cerca de la esquina del Cují, en la actual avenida Este, número 54, casa que hasta ahora pocos años, tuvo sobre el portón un balconcete1.

1- Ya sea porque los límites al este de

Caracas, llegaban, en la época a que

nos referimos a la esquina del Cují,

La primera taza de café en El Valle de Caracas

Arístides rojAs.(Caracas, 1826-1894) Ilustre escritor, médico, naturalista, filósofo, historiador y periodista. Se dedicó a la literatura convirtiéndose en uno de los más importantes y famosos escritores venezolanos del siglo XIX. Sus temas abarcan diversas áreas –historia, naturaleza, ciencia y literatura, entre otras–. Colaboró en varias revistas y diarios de la época. Publicó centenares de artículos literarios, científicos y de costumbres, sobre geología, sismología, estadística e historia, así como diversos libros, entre los cuales destacan Leyendas históricas de Venezuela y Orígenes venezolanos.

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A poco de haberse don Pedro instalado en Caracas, unióse en matrimonio con la graciosa caraqueña doña Mariana Blanco de Valois, de la cual tuvo varios hijos: y como era hombre a quien gustaba vivir con holgura, hízo de nueva y hermosa casa que habitó, y fue ésta la solariega de la familia Blandain2. En los días de 1776 a 1778, la familia Blandain había perdido cuatro hijos, pero conservaba otros cuatro: don Domingo que acababa de recibir la tonsura y el grado de doctor en Teología, y figuró más tarde como doctoral en el Cabildo eclesiástico; don Bartolomé, que después de viajar

ya porque los sucesores de don Pedro

quisieron vivir en un mismo vecindario,

es lo cierto que las hermosas casas de

la familia Blandain y de sus sucesores

Blandain y Echenique-Blandain-Báez-

Blandain, Aguerrevere, Alzualde, etc.,

etc., figuran en esta área de Caracas,

conservándose aún las que resistieron el

terremoto de 1812.

2- Esta casa destruida por el terremoto

de 1812, bellamente reconstruida

hace como cuarentay cinco años, es la

marcada con el número 47 de la misma

avenida.

por Europa, tornaba a su patria para dedicarse a la agricultura y al cultivo del arte musical, que era su encanto; y las señoritas María de Jesús y Manuela, ornato de la sociedad caraqueña en aquella época. A poco esta familia, con sus entroncamientos de Argain, Echenique, Báez, constituyó por varios respectos, uno de los centros distinguidos de la sociedad caraqueña.

A estas familias, como a las de Aresteigueta, Machillanda, Uztáriz y otras más que figuraron en los mismos días, se refieren las siguientes frases del conde de Segur, cuando en 1784, hubo de conocer el estado social de la capital de Venezuela. “El gobernador –escribe– me presentó a las familias más distinguidas de la ciudad, donde tropezamos con hombres algo taciturnos y serios; pero en revancha, conocimos gran número de señoritas, tan notables por la belleza de sus rostros, la riqueza de sus trajes, la elegancia de sus modales y por su amor al baile y a la música, como también por la vivacidad de cierta coquetería que sabía unir muy bien la

alegría a la decencia”. Y a estas mismas familias se refieren los conceptos de Humboldt que visitó a Caracas en 1799: “He encontrado en las familias de Caracas –escribe– decidido gusto por la instrucción, conocimiento de las obras maestras de la literatura francesa e italiana y notable predilección por la música que cultivan con éxito, y la cual, como toda bella arte, sirve de núcleo que acerca las diversas clases de la sociedad”. Todavía, treinta años más tarde, después de concluida la revolución que dio origen a la República de Venezuela, entre los diversos conceptos expresados por viajeros europeos, respecto de la sociedad de Caracas, en la época de Colombia, encontramos los siguientes del americano Duane, que visitó las arboledas de Blandain en 1823, y fue obsequiado por esta familia. Después de significar lo conocido que era de los viajeros el nombre de Blandain, así como era proverbial la hospitalidad de ella, agrega: “el orden y felicidad de esta familia son envidiables, no porque ella sea inferior a sus méritos, sino porque sería de

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desearse que toda la humanidad participara de semejante dicha”3.

En la época en que el conde de Segur visitó esta ciudad, el vecino y pintoresco pueblo de Chacao, en la región oriental de la Silla del Ávila, era sitio de recreo de algunas familias de la capital, que, dueñas de estancias frutales y de fértiles terrenos cultivados, pasaban en el campo cierta temporada del año. Podemos llamar a tal época, época primaveral, porque fue, durante ella, cuando se despertó el amor a la agricultura y al comercio, visitaron la capital los herborizadores alemanes que debían preceder a Humboldt, y se ejecutaron bajo las arboledas al pie del Ávila, los primeros cuartetos de música clásica que iban a dar ensanche al arte musical en la ciudad de Losada. En estos días finalmente, veían en Caracas la primera luz dos ingenios destinados a llenar páginas inmortales en la historia de América: Bello, el cantor de

3- Conde de Segur, Memoires, Souvenirs

et Anecdotes, 3 v., citado por Humboldt,

Viajes. Duane, A Visit to Colombia,

1827, 1 v.

la “Zona Tórrida”; Bolívar, el genio de la guerra, que debía conducir en triunfo sus legiones desde Caracas hasta las nevadas cumbres que circundan al dilatado Titicaca.

¿Cómo surgió el cultivo del café en el valle de Caracas? Desde 1728, época en que se estableció en esta capital la Compañía Guipuzcoana, no se cultivaba en el valle sino poco trigo, que fue poco a poco abandonado a causa de la plaga; alguna caña, algodón, tabaco, productos que servían para el abasto de la población, y muchos frutos menores; desde entonces comenzó casi en todo Venezuela el movimiento agrícola, con el cultivo del añil y del cacao, que constituían los principales artículos de exportación.

Mas la riqueza de Venezuela no estaba cifrada en el cacao, que ha ido decayendo, ni en el añil, casi abandonado, ni en el tabaco, que poco se exporta, ni en la caña, cuyos productos no pueden rivalizar con los de las Antillas, ni en el trigo, cuyo cultivo está limitado a los pueblos de la cordillera, ni en el algodón, que no puede competir con el de los Estados Unidos, sino en el café,

que se cultiva en una gran parte de la República.

Sábese que el arbusto del café, oriundo de Abisinia, fue traído de París a Guadalupe por Desclieux, en 1720. De aquí pasó a Cayena en 1725, y en seguida a Venezuela. Los primeros que introdujeron esta planta entre nosotros fueron los misioneros castellanos, por los años de 1730 a 1732, y el primer terreno donde prosperó fue a orillas del Orinoco. El padre Gumilla nos dice, que él mismo lo sembró en sus misiones, de donde se extendió por todas partes. El misionero italiano Gilij lo encontró frutal en tierra de los tamanacos, entre el Guárico y el Apure, durante su residencia en estos lugares, a mediados del último siglo. En el Brasil, la planta data de 1771, probablemente llevada de las misiones de Venezuela.

La introducción y cultivo del árbol del café en el valle de Caracas, remonta a los años de 1783 a 1784. En las estancias de Chacao, llamadas “Blandín”, “San Felipe” y “La Floresta”, que pertenecieron a don Bartolomé Blandín y a los presbíteros Sojo y Mohedano, cura este último

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del pueblo de Chacao, crecía el célebre arbusto, más como planta exótica de adorno que como planta productiva. Los granos y arbustitos recibidos de las Antillas francesas, habían sido distribuidos entre estos agricultores que se apresuraron a cuidarlos. Pero andando el tiempo, el padre Mohedano concibe en 1784 el proyecto de fundar un establecimiento formal, recoge los pies que puede, de las diversas huertas de Chacao, planta seis mil arbolillos, los cuales sucumben casi en totalidad. Reunidos entonces los tres agricultores mencionados, forman semilleros, según el método practicado en las Antillas, y lograron cincuenta mil arbustos que rindieron copiosa cosecha.

Al hablar de la introducción del café en el valle de Caracas, viene a la memoria el del arte musical, durante una época en la cual los señores Blandín y Sojo desempeñaban importante papel en la filarmonía de la capital. Los recuerdos del arte musical y del cultivo del café son para el campo de Chacao, lo que para los viejos castillos feudales las leyendas de los trovadores: cada boscaje,

cada roca, la choza derruida, el árbol secular, por donde quiera, la memoria evoca recuerdos placenteros de generaciones que desaparecieron.

Cuando se visitan las arboledas y jardines de “Blandín”, de “La Floresta” y “San Felipe”, haciendas cercanas, como lo estuvieron sus primitivos dueños, unidos por la amistad, el sentimiento y la Patria; cuando se contemplan los chorros de Tócome, la cascada de Sebucán, las aguas abundosas que serpean por las pendientes del Ávila; cuando el viajero posa sus miradas sobre las ruinas de Bello Monte, o solicita bajo las arboledas de los bucares floridos, cubiertos con manto de escarlata, las arboledas de café coronadas de albos jazmines que embalsaman el aire: el pensamiento se trasporta a los días apacibles en que figuraban Mohedano, Sojo y Blandín; época en que comenzaba a levantarse en el Viejo Mundo la gran figura de Miranda, y a orillas del Anauco y del Guaire, las de Bello y Bolívar.

El padre Sojo y don Bartolomé Blandín acompañado éste de sus hermanas María de Jesús y Manuela, llenas de talento musical, reunían en sus haciendas

de Chacao a los aficionados de Caracas; y este lazo de unión que fortalecía el amor al arte, llegó a ser en la capital el verdadero núcleo de la música moderna. El padre Sojo, de la familia materna de Bolívar, espíritu altamente progresista, después de haber visitado a España y a Italia, y en ésta muy especialmente a Roma, en los días de Clemente xiv, regresó a Caracas con el objeto de concluir el Convento de Neristas, que a sus esfuerzos levantara, y del cual fue prepósito. El convento fue abierto en 17714.

Las primeras reuniones musicales de Caracas se verificaron en el local de esta institución, y en Chacao, bajo las arboledas de “Blandín” y de “La Floresta”. El primer cuarteto fue ejecutado a la sombra de los naranjeros, en los días en que

4- En el área que ocupó el Convento

y Templo de Neristas, figura hoy el

parque de Washington, en cuyo centro

descuella la estatua de este gran

patricio. Nuevos árboles han sustituido

a los añejos cipreses del antiguo patio,

pero aún se conserva el nombre de

esquina de los Cipreses, a la que lo

lleva hace más de un siglo.

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sonreían sobre los terrenos de Chacao los primeros arbustos del café. A estas tertulias musicales asistían igualmente muchos señores de la capital.

En 1786 llegaron a Caracas dos naturalistas alemanes, los señores Bredemeyer y Schultz, quienes comenzaron sus excursiones por el valle de Chacao y vertientes del Ávila. Al instante hicieron amistad con el padre Sojo, y la intimidad que entre todos llegó a formarse, fue de brillantes resultados para el adelantamiento del arte musical, pues agradecidos los viajeros, a su regreso a Europa en 1789, después de haber visitado otras regiones de Venezuela, remitieron al padre Sojo algunos instrumentos de música que se necesitaban en Caracas, y partituras de Pleyel, de Mozart y de Haydn. Esta fue la primera música clásica que vino a Caracas, y sirvió de modelo a los aficionados, que muy pronto comprendieron las bellezas de aquellos autores.

Planteado el cultivo del café, como empresa industrial, los dueños de las haciendas mencionadas acordaron celebrar aquel triunfo de la civilización, es decir, el beneficio del arbusto

sabeo en el valle de Caracas; y para llevar a término el pensamiento, señalaron en la huerta de Blandín los arbustos que debían proporcionar los granos necesarios para saborear la primera taza de café, en unión de algunas familias y caballeros de la capital aficionados al arte musical.

A proporción que las plantaciones crecían a la sombra paternal de los bucares, con frecuencia eran visitadas por todos aquellos que, en pos de una esperanza, veían deslizarse los días y aguardaban la solución de una promesa. Por dos ocasiones, antes de florecer el café, los bucares perdieron sus hojas, y aparecieron sobre las peladas copas macetas de flores color de escarlata que hacían aparecer las arboledas, como un mar de fuego. ¡Cuánta alegría se apoderó de los agricultores, cuando en cierta mañana, al cabo de dos años, brotaron los capullos que en las jóvenes ramas de los cafetales anunciaban la deseada flor! A poco, todos los árboles aparecieron materialmente cubiertos de jazmines blancos que embalsamaban el aire. El

europeo que por la vez primera contempla una arboleda de café en flor, recibe una impresión que le acompaña para siempre. Le parece que sobre todos los árboles ha caído prolongada nevada, aunque el ambiente que lo rodea es tibio y agradable. Al instante, siente el aroma de las flores que le invita a penetrar en el boscaje, tocar con sus manos los jazmines, llevarlos al olfato, para en seguida contemplarlos con emoción. No es nevada, no es escarcha; es la diosa Flora, que tiende sobre los cafetales encajes de armiño, nuncios de la buena cosecha que va a dar vida a los campos y pan a la familia. Pero todavía es más profunda la emoción, cuando, al caer las flores, asoman los frutos, que al madurarse aparecen como macetitas de corales rojos que tachonan el monte sombreado por los bucares revestidos.

De antemano se había convenido, en que la primera taza de café sería tomada a la sombra de las arboledas frutales de Blandín, en día festivo, con asistencia de aficionados a la música y de familias y personajes de Caracas. Esto pasaba a fines de 1786. Cuando llegó el día fijado,

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desde muy temprano, la familia Blandín y sus entroncamientos de Echenique, Argain y Báez, aguardaban a la selecta concurrencia, la cual fue llegando por grupos, unos en cabalgaduras, otros en carretas de bueyes, pues la calesa no había, para aquel entonces, hecho surco en las calles de la capital ni el camino de Chacao. Por otra parte, era de lujo, tanto para caballeros, como para damas, manejar con gracia las riendas del fogoso corcel, que se presentaba ricamente enjaezado, según uso de la época.

La casa de Blandín y sus contornos ostentaban graciosos adornos campestres, sobre todo, la sala improvisada bajo la arboleda, en cuyos extremos figuraban los sellos de armas de España y de Francia. En esta área estaba la mesa del almuerzo, en la cual sobresalían tres arbustos de café artísticamente colocados en floreros de porcelana. Por la primera vez, iba a verificarse, al pie de la Silla del Ávila, inmortalizada por Humboldt, una fiesta tan llena de novedad y de atractivos, pues que celebraba el cultivo del árbol del café en el valle de Caracas, fiesta a la cual

contribuía lo más distinguido de la capital con sus personas, y los aficionados al arte musical, con las armonías de Mozart y de Beethoven. La música, el canto, la sonrisa de las gracias y el entusiasmo juvenil, iban a ser el alma de aquella tenida campestre.

Espléndido apareció a los convidados el poético recinto, donde las damas y caballeros de la familia Blandín hacían los honores de la fiesta, favorecidas de la gracia y gentileza que caracteriza a personas cultas, acostumbradas al trato social. Por todas partes sobresalían ricos muebles dorados o de caoba, forrados de damasco encarnado, espejos venecianos, cortinas de seda, y cuanto era del gusto de aquellos días, en los cuales el dorado y la seda tenían que sobresalir.

La fiesta da comienzo con un paseo por los cafetales, que estaban cargados de frutos rojos. Al regreso de la concurrencia, rompe la música de baile, y el entusiasmo se apodera de la juventud. Después de prolongadas horas de danza, comienzan los cuartetos musicales y el canto de las damas, el cual encontró quizás eco entre las aves no acostumbradas a las

dulces melodías del canto y a los acordes del clavecino. A las doce del día comienza el almuerzo, y concluido éste, toma el recinto otro aspecto. Todas las mesas desaparecieron menos una, la central, que tenía los arbustos de café, de que hemos hablado, y la cual fue al instante exornada de flores y cubierta de bandejas y platos del Japón y de China, llenos de confituras, y de salvillas de plata con preciosas tacitas de China. Y por ser tan numerosa la concurrencia, la familia Blandín se vio en la necesidad de conseguir las vajillas de sus relacionados, que de tono y buen gusto era en aquella época, dar fiestas en que figurasen los ricos platos de las familias notables de Caracas.

Cuando llega el momento de servir el café, cuya fragancia se derrama por el poético recinto, véase un grupo de tres sacerdotes, que precedidos del anfitrión de la fiesta, don Bartolomé Blandín, se acercaron a la mesa: eran estos, Mohedano, el padre Sojo y el padre doctor Domingo Blandín, que, desde 1775, había comenzado a figurar en el clero de Caracas5.

5- El doctor don Domingo Blandín,

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Llegan a la mesa en el momento en que la primera cafetera vacía su contenido en la transparente taza de porcelana, la cual es presentada inmediatamente al virtuoso cura de Chacao. Un aplauso de entusiasmo acompaña a este incidente, al cual sucede momento de silencio. Allí no había nada preparado, en materia de discurso, porque todo era espontáneo, como era generoso el corazón de la concurrencia. Nadie había soñado con la oratoria ni con frases estudiadas; pero al fijarse todas las miradas sobre el padre Mohedano, que tenía en sus manos la taza de café que se le había presentado, algo esperaba la concurrencia. Mohedano conmovido, lo comprende así, y dirigiendo sus miradas al grupo más numeroso, dice:

Bendiga Dios al hombre de los campos sostenido por la constancia y por la fe. Bendiga Dios el fruto fecundo, don de la

racionero de la Catedral de Cuenca, en

el Ecuador, tomó posesión de la misma

dignidad, en la Catedral de Caracas,

en 1807. El 25 de junio de este año,

ascendió a la de Doctoral, y el 6 de

noviembre de 1814, a la de Chantre.

sabia Naturaleza a los hombres de buena voluntad. Dice San Agustín que cuando el agricultor, al conducir el arado, confía la semilla al campo, no teme, ni la lluvia que cae, ni el cierzo que sopla, porque los rigores de la estación desaparecen ante las esperanzas de la cosecha. Así nosotros, a pesar del invierno de esta vida mortal, debemos sembrar, acompañada de lágrimas, la semilla que Dios ama: la de nuestra buena voluntad y de nuestras obras, y pensar en las dichas que nos proporcionará abundante cosecha.

Aplausos prolongados contestaron estas bellas frases del cura de Chacao, las cuales fueron continuadas por las siguientes del padre Sojo:

“Bendiga Dios el arte, rico don de la Providencia, siempre generosa y propicia al amor de los seres, cuando está sostenido por la fe, embellecido por la esperanza y fortalecido por la caridad”6.

6- Hace más de cuarenta años que

tuvimos el placer de escuchar a la señora

Dolores Báez de Supervie, una gran

El padre don Domingo Blandín quiso igualmente hablar, y comenzando con la primera frase de sus predecesores, dijo:

“Bendiga Dios la familia que

sabe conducir a sus hijos por

la vía del deber y del amor a

lo grande y a lo justo. Es así

como el noble ejemplo se

transmite de padres a hijos

y continúa como legado

inagotable. Bendiga Dios

esta concurrencia que ha

venido a festejar con las

armonías del arte musical

y las gracias y virtudes del

hogar, esta fiesta campestre,

comienzo de una época

que se inaugura, bajo los

auspicios de la fraternidad

social”.

parte de los pormenores que dejamos

narrados. Todavía, después de cien

años, se conservan muchos de estos,

entre los numerosos descendientes

de la familia Blandín. En las frases

pronunciadas por el padre Sojo, falta

el último párrafo que no hemos podido

descifrar en el apagado manuscrito con

que fuimos favorecidos, lo mismo que

las palabras de don Bartolomé Blandín,

borradas por completo.

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Al terminar, el joven sacerdote tomó una rosa de uno de los ramilletes que figuraban en la mesa, y se dirigió al grupo en que estaba su madre, a la cual le presentó la flor, después de haberla besado con efusión. La concurrencia celebró tan bello incidente del amor íntimo, delicado, al cual sucedieron las expansiones sociales y la franqueza y libertad que proporciona el campo a las familias cultas.

Desde aquel momento la juventud se entregó a la danza, y el resto de la concurrencia se dividió en grupos. Mientras que aquella respiraba solamente el placer fugaz, los hombres serios se habían retirado al boscaje que está a orillas del torrente que baña la plantación. Allí se departió acerca de los sucesos de la América del Norte y de los temores que anunciaban en Francia algún cambio de cosas. Y como en una reunión de tal carácter, cuyo tema obligado tenía que ser el cultivo del café y el porvenir agrícola que aguardaba a Venezuela, los anfitriones Mohedano, Sojo y Blandín, los primeros cultivadores del café en el valle de Caracas, hubieron de ser agasajados, no

sólo por sus méritos sociales y virtudes eximias sino también por el espíritu civilizador, que fue siempre el norte de estos preclaros varones.

Ya hemos hablado anteriormente del padre Sojo y de don Bartolomé Blandín, aficionados al arte musical, que después de haber visitado el Viejo Mundo, trajeron a su patria gran contingente de progreso, del cual supo aprovecharse la sociedad caraqueña. En cuanto al padre Mohedano, cura de Chacao, nacido en la villa de Talarrubias (Extremadura), había pisado a Caracas en 1759, como familiar del obispo Diez Madroñero. A poco recibe las sagradas órdenes y asciende a secretario del Obispado. En 1769, al crearse la parroquia de Chacao, Mohedano se opone al curato y lo obtiene. En 1798, Carlos iv le elige obispo de Guayana, nombramiento confirmado por Pío vii en 1800. Monseñor Ibarra le consagra en 1801, pero su apostolado fue de corta duración, pues murió en 1803. Según ha escrito uno de sus sabios apologistas, el obispo de Trícala, Mohedano fue uno de los mejores oradores sagrados de

Caracas. “Su elocuencia –dice– era toda de sentimiento religioso, realzado por la modestia de su virtud. La sencillez y austeridad que se trasparentaban en su semblante, daban a su voz debilitada dulce influencia sobre los corazones”.

Hablábase del porvenir del café, cuando Mohedano manifestó a sus amigos con quienes departía, que esperaba en lo sucesivo, buenas cosechas, pues su producto lo tenía destinado para concluir el templo de Chacao, blanco de todas sus esperanzas. Morir después de haber levantado un templo y de haber sido útil a mis semejantes, será, dijo, mi más dulce recompensa.

Entonces alguien aseguró a Mohedano que, por sus virtudes excelsas, era digno del pontificado y que este sería el fin más glorioso de su vida.

—No, no, –replicó el virtuoso pastor. Jamás he ambicionado tanta honra.

Mi único deseo, mi anhelo es ver feliz a mi grey, para lo que aspiro continuar siendo médico del alma y médico del cuerpo7.

7- Aludía con estas frases a la asistencia

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Rematar el templo de Chacao, ver desarrollado el cultivo del café y después morir en el seno de Dios y con el cariño de mi grey, he aquí mi única ambición.

Catorce años más tarde de aquél en que se había efectuado tan bella fiesta en el campo de Chacao, dos de estos hombres habían desaparecido: el padre Sojo que murió a fines del siglo, después de haber extendido el cultivo del café por los campos de los Mariches y lugares limítrofes; y Mohedano que después de ejercer el episcopado a orillas del Orinoco, dejó la tierra en 1803. Solo a Blandín vino a solicitarle la revolución de 1810. Abraza desde un principio el movimiento del 19 de abril del mismo año, y su nombre figura con los de Roscio y Tovar en los bonos de la revolución venezolana. Asiste después, como suplente, al Constituyente de Venezuela de 1811, y cuando todo turbio corre, abandona el patrio suelo, para regresar con el triunfo de Bolívar en 1821.

Siete años después desapareció Bolívar, y cinco más tarde, en 1835,

y medicinas que facilitaba a los enfermos

de Chacao y de sus alrededores.

se extinguió a la edad de noventa años, el único que quedaba de los tres fundadores del cultivo del café en el valle de Caracas. Con su muerte quedaba extinguido el patronímico Blandain.

Blandín es el sitio de Venezuela que ha sido más visitado por nacionales y extranjeros durante un siglo; y no hay celebridad europea o nacional que no le haya dedicado algunas líneas, durante este lapso de tiempo. Segur, Humboldt, Bonpland, Boussingault, Sthephenson, y con estos Miranda, Bolívar y los magnates de la revolución de 1810, todos estos hombres preclaros, visitaron el pintoresco sitio, dejando en el corazón de la distinguida familia que allí figuró, frases placenteras que son aplausos de diferentes nacionalidades a la virtud modesta coronada con los atributos del arte.

Un siglo ha pasado con sus conquistas, cataclismos, virtudes y crímenes, desde el día en que fueron sembrados en el campo de Chacao los primeros granos del arbusto sabeo; y aún no ha muerto en la memoria de los hombres el recuerdo de los tres varones insignes, orgullo del

patrio suelo: Mohedano, Sojo y Blandín. Chacao fue destruido por el terremoto de 1812, pero nuevo templo surgió de las ruinas para bendecir la memoria de Mohedano, mientras que las arboledas de “San Felipe”, y las palmeras del Orinoco, cantan hosanna al pastor que rindió la vida al peso de sus virtudes. Del padre Sojo hablan los anales del arte musical en Venezuela, las campiñas de “La Floresta” hoy propiedad de sus deudos, los cimientos graníticos de la fachada de Santa Teresa y los árboles frescos y lozanos que en el área del extinguido Convento de Neristas circundan la estatua de Washington. El nombre de Blandín no ha muerto: lo llevan, el sitio al oeste de Caracas, por donde pasa después de vencer alturas la locomotora de La Guaira y la famosa posesión de café, que con orgullo conserva uno de los deudos de aquella notable familia. En este sitio célebre, siempre visitado, la memoria evoca cada día el recuerdo de sucesos inmortales, el nombre de varones ilustres y las virtudes de generaciones ya extinguidas, que supieron legara lo presente lo que habían recibido de sus antepasados: el buen

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Visiones del ayer y hoy

ejemplo. El patronímico Blandín ha desaparecido; pero quedan los de sus sucesores Echenique, Báez, Aguerrevere, Rodríguez Supervie, etc., etc., que guardan las virtudes y galas sociales de sus progenitores.

Desapareció el primer clavecino que figuró entonces por los años de 1772 a 1773, y aún se conserva el primer piano

clavecino que llegó más tarde, y las arpas francesas, instrumentos que figuraron en los conciertos de Chacao. Sobresalgan en el museo de algún anticuario las pocas bandejas y platos del Japón y de China que han sobrevivido a ciento treinta años de peripecias, así como los curiosos muebles abandonados como inútiles y restaurados hoy por el arte.

Los viejos árboles del Ávila aún viven, para recordar las voces argentinas de María de Jesús y de Manuela, en tanto que el torrente que se desprende de las altas cumbres, después de bañar con sus aguas murmurantes los troncos añosos y los jóvenes bucares, va a perderse en la corriente del lejano Guaire.

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Barquisimeto no se fundó el 14 de septiembre

rAmón QuerAles.(Matatere, Edo. Lara, 1937 - 2015). Electo Cronista del Municipio Iribarren, en 1991, autor de obras poéticas, de historia, de ensayo acerca del teatro, literatura, poesía, folclore, y lenguas indígenas larenses, antologista, biblio-hemerógrafo y recopilador de la obra poética y narrativa de autores larenses y de la de Don Chío Zubillaga, entre otras, por cuya labor se ha hecho acreedor a diversas premiaciones nacionales. Columnista durante años en el diario “El Impulso” de Barquisimeto.

Consideramos –escribe el Hermano Nectario– que es una verdad comprobada por el fallo jurídico de un juez, la existencia de la ciudad de la Nueva Segovia para el 17 de junio de 1552.

Nosotros suponemos que al llegar Juan de Villegas al río Buría procedió de una vez al fijar el asiento de la ciudad y que la fundación de Nueva Segovia tuvo lugar en la segunda quincena de mayo de 1552, lo más probable en uno de los días 17, 18, 19 o 20 de aquel mes. (Historia de la Fundación de Nueva Segovia, p.114)

Después de más de tres años de intensas y rigurosas investigaciones realizadas en Venezuela, República Dominicana, España y Francia, llega el Hermano Nectario a la anterior e inobjetable conclusión aceptada por historiadores y estudiosos del tema.

Repetimos: Barquisimeto, con el nombre de Nueva Segovia se fundó entre el 17 y el 20 de mayo de 1552, no el 14 de septiembre, aunque esta es la fecha que, contra todo criterio histórico, celebran los organismos oficiales como de la fundación de la ciudad desde 1952 cuando por recomendación

poco afortunada de la Academia Nacional de la Historia se adoptó provisionalmente para la celebración del cuatricentenario de la ciudad.

No ha habido modo ni argumento capaz de convencerlos para corregir el error y celebrar la fundación en la fecha correcta.

Nueva Segovia eN BarquiSimeto

Argumentando sobre donde estuvo el segundo asiento de Barquisimeto, algunos historiadores y otros que tampoco lo son, se apoyan en textos antiguos (bibliográficos o documentales) para demostrar, no sólo que fueron cuatro, como ya lo dijo Aguado, sino que particularmente el segundo, se ubicó al norte del río Turbio sobre las barrancas formadas entre dicho río y la meseta donde tiempo después se edificó Santa Rosa.

En las citas, en las cuales subrayan palabras como: barrancas, altos, quebradas, sabanas, llano, encima, loma, cerro, tierra rasa, etc., dicen, se representa una topografía ubicable sólo allí donde creen se colocaron los neosegovianos cuando se mudaron desde Buría.

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Visiones del ayer y hoy

En dos de esas citas se descubre algo diferente, a lo que ellos, por años, han respaldado pues de originales nada tienen y es lo mismo que escribió Aguado en 1581 y copió Simón en 1612. Una es:

“…no atreviéndose los del

Tirano a esperar en lo llano,

enviaron a pedir socorro

al Tirano y se retiraron

a una barranca de un río

que estaba cerca de ellos,

que es alta y de montaña,

y allí se hicieron fuertes,

por temor de los caballos”.

(“Información del soldado

marañón Francisco

Vásquez”, citada por

Nieve Avellán de Tamayo,

Historia de Nueva Segovia,

tomo I, p.26)

La otra es:

“El General Gutierre de

la Peña, teniendo noticia

de cómo ya se acercaba

a aquel pueblo Aguirre,

púsose con su gente, que

serían hasta 80 en caballos,

encima de unas barrancas

que estaban obra de un

tiro de arcabuz del pueblo,

hacia la parte del Tocuyo,

del cual señoreaba y veía

venir la gente de Aguirre,

y así mismo los de Aguirre

lo veían a él y a los suyos”.

(Aguado, 1581, citado por

Avellán, op. cit., p. 27)

La primera de estas citas debería haber preocupado a uno siquiera de quienes las utilizan, en el sentido de que su contenido no cuadra con lo que han querido demostrar pues si el pueblo (2º asiento) estaba recostado a las barrancas de la meseta que por el sur y sureste bajan al río Turbio, ninguna de ellas, menos las de Santa Rosa, podría calificarse de “alta y de montaña”.

Pero lo que si debió acallar a los historiadores y a quienes tampoco lo son, y obligarlos a revisar mejor sus ideas sobre este tema y esperar más tiempo para llevarlas al papel público es la segunda cita en la cual se dice que los 80 jinetes de Gutierre de la Peña, se colocaron encima de unas barrancas, a un tiro de arcabuz del pueblo, hacia la parte del Tocuyo.

Respecto del pueblo (2º asiento) Tocuyo quedaba al oeste,

o más precisamente, al suroeste; así lo dicen varios testimonios coloniales y, si éstos no existieran, ahí está El Tocuyo al suroeste del valle de Barquisimeto para que no quepa duda su ubicación. Las barrancas sobre las que los historiadores y otros que no lo son, colocan, quedan al norte del pueblo, al norte del río, lo que contradice la cita mencionada cuyo contenido es absolutamente cierto: las barrancas en las que actuaron los hombres del Rey quedaban, ahí están todavía, tal vez más altas, al oeste del pueblo (2º asiento) y son las que se forman al extremo oriental del cerro Pudibana o Manzano y de las vegas de la hacienda El Molino, ésta al norte de Pudibana, desde el río Claro hasta la quebrada Macuto, a un tiro de arcabuz (unos 75 metros) del río Turbio a cuya orilla sur estaba el segundo asiento de Nueva Segovia.

Aun estando el segundo asiento de Nueva Segovia al sur de Santa Rosa, como gustan algunos afirmar no sin académica solemnidad, El Tocuyo quedaría al oeste, mejor dicho, al suroeste, tal como lo escribió Aguado, así como de las barrancas de esta parte

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del río, lo que clara y llanamente significa que cuando se habla de barrancas, lomas, cerros, bajadas, altos, sabanas, etc., en los documentos coloniales, no se está haciendo referencia a la meseta a donde después, mucho después, se trasladó Barquisimeto sino a los accidentes topográficos así denominados, situados al sur del río Turbio y del río Claro y al este de El Tocuyo, donde efectivamente situaron los neosegovianos el 2º asiento de Nueva Segovia.

epa, BarquiSimeto Se fuNdó eN mayo

Fue en la segunda quincena de mayo, según lo averiguó bien el historiador y educador lasallista Hermano Nectario María con motivo de conmemorar la ciudad sus primeros cuatrocientos años de vida.

Propuso entonces el Hermano Nectario que las festividades de tan importante aniversario, se llevaron a cabo en una fecha más cercana a la de la fundación y estableció que podría ser entre el 15 y el 20 de mayo.

Entonces no hicieron caso al ilustre educador y como la Academia Nacional de la Historia

había sugerido que se tomara el 14 de septiembre para la gran conmemoración cuatricentenaria, se atendió a la institución equivocada y no al historiador con lo más correcto.

Gobernaba el país un gobierno que de hecho y blando empezaba a hacerse duro con el fraude electoral perpetrado ese año y, opinar en contrario no era aconsejable, por supuesto.

Pero este gobierno de facto duró hasta 1958 y lo que se tomó como fecha provisional, exclusivamente para celebrar los 400 años de la ciudad, no sólo quedó así, sino que incluso no se modificó con motivo de cumplirse medio siglo más de Barquisimeto, en el año 2002.

Gobernantes de todo pelo y pinta, en dictadura, democracia y revolución, no oyen, no atienden, les es indiferente, se enojan, contraponen argumentos descabellados, pero la conmemoración es el 14 de septiembre “cuando fue fundada la ciudad”, como ignorantemente lo proclaman.

Los gobiernos ni se digan.A la comunidad barquisimetana

tampoco le importa la historia aún

en casos como éstos que pudieran parecer una tontería o así se lo han hecho creer quienes mucho les importa que no se conozca cada año lo que realmente sucedió el 14 de septiembre de 1552.

¿Y si Barquisimeto no se fundó el 14 de septiembre que pasó en esa fecha que tan celosamente defienden los grupos de la élite social barquisimetana y los gobiernos municipales que consciente o inconscientemente, les favorecen y sirven, no importando que se autotitulen servidores del pueblo desde 1810 hasta la fecha?

Nada más y nada menos que la oficialización, en las leyes del colonialismo español, de la esclavitud de los aborígenes caquetío, ajagua, gayón, cuiba, jirajara, etc.

Esos días después de inventariarlos como reses Juan de Villegas, procedió a repartir a los hombres, mujeres, niños y ancianos entre sus compañeros invasores dando a unos 100, a otros 200, a él mismo, una mayor cantidad y con ellos tuvieron los españoles la mano de obra gratis para su uso doméstico, para la cría de ganados, la agricultura,

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Visiones del ayer y hoy

el acarreo de cargas, el abuso y desahogos sexuales, etc.

Eso es lo que realmente sucedió el 14 de septiembre: es una fecha luctuosa, negra, de represión, de invasión, de colonialismo.

Y eso es lo que nuestros gobernantes celebran cuando dicen, o creen, conmemorar la fundación de la ciudad.

Y lo hacen, lamentablemente con el apoyo o la indiferencia de la mayoría de la población barquisimetana a la cual acostumbraron, después de

colocárselo para la esclavitud, a agradecer el yugo que oprimió a nuestros antepasados aborígenes.

Por si alguien le interesa y si acaso no me cree, cito aquí palabras del Hermano Nectario:

“Teniendo como segura

la primera fundación

de Barquisimeto en

Buría con el nombre de

Nueva Segovia, para un

tiempo determinado,

parecería oportuno que las

autoridades competentes

reconsideraran la fecha en

que debe celebrarse los

festejos del cuatricentenario

de la fundación de la

ciudad de Barquisimeto, ya

que parece improcedente

fijar una fecha que con toda

seguridad cae más de tres

meses después de haber

sido fundada la ciudad”.

Y, además, como arriba dice, en una fecha de represión colonialista: el 14 de septiembre.

¡Digo yo, pues!

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La ciudad escondida

josé ignAcio cAbrujAs. (1937- 1995), Dramaturgo y director teatral venezolano, Cabrujas comenzó en 1956 con el grupo de teatro de la Universidad Central. Desarrolló su trabajo como actor, dramaturgo y director con varias formaciones hasta el año 1967, en que ingresó en el Nuevo Grupo, fue uno de los fundadores del Teatro de Arte de Caracas, en 1961. Desde entonces escribió varias obras entre las que destacan Acto cultural (1976), Profundo (1970) o El día que me quieras (1979).

Tres monos blancos disfrazados de arlequines o quién sabe si tres arlequines disfrazados de monos blancos, me contemplan bajo el alero de una vieja casa. Están allí, quién sabe desde cuándo, pero en todo caso me pertenecen desde 1945. Han persistido en mi recuerdo, como si fuesen un hallazgo y si algún día en Oslo, por hablar de lo que no existe, algún extraviado tuviese a bien preguntarme por esta ciudad donde nací, creo que mi relato comenzaría por tres monos blancos disfrazados de arlequines y alguna que otra literatura de menor importancia. En 1945, tenía ocho años, y a las cuatro y treinta de la tarde, por alguna razón de horario, salí del viejo colegio de los jesuitas, todo lo viejo que puede ser algo en esta ciudad, donde la palabra antiguo es apenas una ironía.

Camino de la Plaza Bolívar había papelillo y serpentinas, sin razón de fiestas patrias. Unas cincuenta personas, en inglés y sin títulos, celebraban no sé si la caída de Berlín o la muerte de Hitler, alguna contentura que, en todo caso no era mía. Desde el tercer piso del edificio de Panamerican,

pilotos y aeromozas azules, arrojaban papeles de colores, como si celebraran la propiedad de una alegría en casa ajena. Pero ese día me gustó reparar, en el paisaje de la calle en la achocolatada mansión del Marqués de Casa León, una de mis mentiras favoritas y hasta en cierta pin-up que promocionaba con moderada lujuria los beneficios sociales de una cajetilla de Chesterfield.

Calles y casas eran las mismas, desde hacía dos años. Los rieles en el pavimento, iniciaban un futuro inútil, puesto que ya el tranvía era apenas una crónica obtusa, o comidilla de velorio. Aquella tarde se llenaron de papelillo, y mi alegría de habitante me hizo olvidar un reiterado enigma, que consistía en preguntarme para qué servían esas dos líneas de acero, cortadas a medio trecho, e incapaces de llegar a alguna parte. Todo esto para atreverme a decir, que fue así como descubrí mi condición de nacido de Poleo a Buena vista, 11-B. -Soy de aquí- me dije, casi excusándome por no entender el júbilo. Once cuadras más tarde, probablemente en Tebas o en Santa Rosalía, camino a la sastrería paterna, vi

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Visiones del ayer y hoy

por primera vez los tres monos retadores y burlones, tal como Edipo, a la hora de jugarse el destino.

Y el primer mono, ciego, me dijo: ¿Cómo es tu casa?

Y el segundo mono, mudo, me dijo: ¿De qué está hecha?

Y el tercer mono, sordo, me dijo: ¿Dónde se encuentra?

Cuarenta y dos años más tarde, me gustaría explicar por qué no pude responder.

Si comenzara diciendo que a veces recorro las calles de esta ciudad, la mentira se me caería de la boca, porque jamás en mi vida he recorrido las calles de esta ciudad. Es más: dudo que alguno de sus habitantes lo haya hecho en alguna oportunidad. Supongo que todo intento de desplazamiento en Caracas, no es sino el logro de un objetivo.

No hay mirador posible, ni ruta biológica, ni Aristóteles capaz de indagar alguna metafísica. Trescientos metros y hay pan. Cuatrocientos cincuenta metros y vi a Humphrey Bogart despedirse en un aeropuerto más o menos africano. Setecientos noventa y puede ser que el Museo de Bellas Artes aún esté en pie y

conserve su memoria. Ochenta metros menos y a la derecha, hay ballet, en las cercanías de un héroe mexicano, sin que nadie entienda qué demonios hace ahí ese héroe mexicano. En algún punto de mi vida, quién sabe si a los treinta y cinco años, la edad con la cual comienza la Divina Comedia, comencé a imaginar que todo lo que podía concebir como pasado, incluida la celebración de Panamerican, era fantasmal. Lo que solemos llamar recuerdos, visiones que te asaltan, experiencias que tienen que ver con un muro o con el tamaño de una sombra o las experiencias de un picaporte, toda esa memoria pertenecía a una ciudad muerta, a una ciudad que vivía en mí como un relato de fe. Quiero decir que la ciudad existía sólo en la medida de un testimonio, que vanamente intentaba explicar.

Un día, en mi infancia, extravié el dinero del pasaje, y tuve que caminar desde el centro hasta el Oeste, en una peripecia de seis horas. Recorrí la Patria, que como todo el mundo sabe, queda a media cuadra de la Plaza Bolívar, atravesé las bisuterías del viejo Cine Rialto donde solía comprar caramelos,

presencié el enigma del fakir Urbano, un ciudadano quiteño que solía ayunar en una urna de vidrio, y la ciudad me desembocó como una piedra errática en el arcano sector Federal, donde podían contemplarse ángeles de prominentes pezones y banderas de bronce conmemorativo, amén de un pajarraco marmóreo que, según mi padre, representaba el futuro y tal vez la nacionalidad. Atravesé la estación del ferrocarril, tan naturalista como Naná, e ingresé en el sector de lo que solía llamar Josefa Cabrujas, la vida, esto es, prostitutas y maricas. Alguien de voz chillona discutía vehemencias con un soldado, y el lugar de pichaques y perros sarnosos se me antojó rosado y de bombillos. Más allá de la vida, comenzaba el barrio obrero y las casas de vecindad que mi agotamiento me hizo recorrer despacio. Capachos ahogados, imágenes del Corazón de Jesús envuelto en llamas y con apariencia de yesquero, la entrada a la vieja carretera de La Guaira, y una sucesión de cien metros y cien metros y cien metros, que ahora sería incapaz de reproducir.

Quiero decir que esta marcha hacia el Hades, se parece en

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mi caso de caraqueño a la ruta de Orfeo, salvo la intención de Eurídice. Puedo evocarla por los sonidos, por los ladridos, por las voces, por los latidos del corazón, por mi intimidad amenazada en esa aventura, pero jamás por la arquitectura que recorrí. Se trataba de un simple rumbo al Oeste, con la única intención de llegar al Oeste, y alojarme en la calle Argentina, entre 5a y 6a Avenidas, Quinta San Francisco, es decir, hogar. Allí llegué a las nueve de la noche, y tras la natural reprimenda paterna, este Ulises trató vanamente de reproducir la geografía del recorrido. Inútil. Sólo voces. Ruidos, cantos de gallo, Guadalajara es un llano, tapitas de cerveza. Caracas suena. La ciudad se hizo para oírla. No para verla. Es el perfecto ámbito de un ciego, y tal vez por eso los ciegos más diestros que he visto en toda mi vida, son los ciegos caraqueños.

Nací en una calle entre dos esquinas, tan literarias hoy en día como la dirección de Arsenio Lupin. Digamos que el correo podía entregarle una carta a mi padre, si en el sobre el remitente escribía: José Ramón. Poleo a Buena Vista, 11 -B.

Supongo que así continuó ocurriendo con los inquilinos de esa casa después de nuestro éxodo familiar al Oeste, hasta 1955, sin que me atreva a apostar la cabeza por ésta o por ninguna otra fecha que aparezca en nuestra conversación. Lo cierto del caso, es que hacia 1960, en la ocasión de una novia y de lo más Raskolnikov, me dio por enseñarle el lugar donde Matilde me trajo al mundo. Como un nuevo Rasmussen, arengué a mi novia, en los términos siguientes: -Novia, te voy a llevar al lugar donde nací. De Poleo a Buena Vista 11-13.

Y a continuación, sintiéndome histórico, le hablé de ciertos terrores infantiles, acaecidos de Poleo a Buena Vista 11 -B. Un sótano. Un nido de alacranes. Un perro llamado Quimbombó. Un fantasma mal entretenido que todas las noches paralizaba el flotante y tres o cuatro mentiras destinadas a exaltarme o a hacerme perdonar los anteojos de miope. Y fui con mi novia, muy a lo Sterne, al arcano vientre de este formidable natalicio. Pero no existía. Quiero decir, no existía 11-B, no existía Poleo, ni mucho

menos Buena Vista, ni calle, ni barranco, ni sótano, ni nada. Ni siquiera la topografía, el consuelo de decirle, mira novia, tumbaron mi casa, pero allí donde está ese taller mecánico, o esa quincalla de sirios, nació este servidor. No había nada. No había sitio. No había ni siquiera espacio. La nada más grande que se ha visto, desde que Jehová tuvo su ocurrencia. Cierta planimetría, cierta arqueología digna del Museo Británico, me señaló años más tarde, que lo que fue mi casa es hoy en día el metro número doce de una colina artificial, según se excave como si se tratase de Pompeya. Y tenga uno esa inquietud. El general Pérez Jiménez, tuvo a bien decidir esa erupción del Vesubio, que nulificó mi pasado, y prácticamente mi genética en 1956, con ocasión de un despilfarro y sin enviarme ni siquiera un telegrama.

Vivo en una ciudad nueva, siempre nueva, siempre reciente, pero que sólo puede conocerse a través de una nueva arqueología. Casi siempre, la imagen que tenemos de un arqueólogo, dejando de un lado el sombrero de corcho y los pantalones por

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encima de la rodilla, es la de un hombre que penetra en un recinto olvidado, en un lugar de arañas, y enciende una linterna para contemplar el pasado. Signos, cofres misteriosos, lenguajes olvidados se abren ante sus ojos, como un desafío incomprensible. Alguna vez fui turista en la colosal ladera de Machu Picchu, y aparte del asombro ante una magnificencia imprevisible, prevaleció en mí el desconcierto de un secreto abrumador, esto es, el uso de Machu Picchu. Nadie sabe a ciencia cierta, el sentido final de semejante esfuerzo y por más que uno imagine y reconstruya un verdor olvidado e invente paredes donde ahora hay cascos y pueble el lugar de incas exultantes, y vírgenes consagradas, la montaña terminará por reducirse a un enigma impenetrable. Pero si apelo a mi memoria, Caracas es un monumento enterrado una y otra vez, a la espera de esa nueva arqueología que me gustaría proponer.

Debajo de ella está mi vida, puesto que se trata de una arqueología para reencontrarme a mí mismo, una arqueología sin piedras viejas, ni vasijas

rotas, ni momias, ni calaveras. Es la arqueología de lo que he presenciado y ya no existe. Para vivir en esta ciudad no necesitamos de ningún monumento que tenga a bien la gentileza de recordarnos su historia. La historia, la única historia posible, somos nosotros, y la ciudad comienza y recomienza un martes cualquiera como el pajarraco de los romanos, después de una nueva resurrección. El pasado nunca me hizo falta para vivir en ella. Por el contrario, mi pasado, sí. Quiero decir que me parece habitual, y quién sabe si lógico, haber perdido la memoria de la casa donde vivió el gramático Bello. Lo que me parece perturbador es no saber dónde quedo yo, en medio de una arquitectura que ni siquiera ha tenido la posibilidad de acompañar a una generación.

La arqueología a que me refiero es la arqueología del derrumbe. Porque, así como hay personas que proclaman con orgullo pertenecer a un pueblo de grandes constructores, me atrevo a exhibir hasta con cierta jactancia, que provengo de un pueblo de grandes “derrumbadores”, un pueblo demolicionista que hizo

del escombro un emblema. Ese es el paisaje que he visto, por no decir que, en el fondo, mis ojos nunca han visto ningún paisaje. Desde luego, no se trata de una ciudad que se reconstruye al estilo de Berlín en los inmediatos años de la posguerra. Reconstruir una ciudad es asumir que todo lo que había en ella era cierto y satisfactorio, como el vestíbulo de la ópera de Viena. Pero Caracas pertenece al ámbito de la destrucción deliberada, como un ladrillo erróneo que termina por no dejamos satisfechos. Caracas es una ilusión de inconformes, y asumirla de otra manera es, sencillamente, creer que vivimos en otra parte y no en lo que hemos fabricado, mientras tanto y por si acaso.

A veces cierta retórica, cierta visión apolínea, mediante la cual una ciudad es un deber, nos lleva a una amarga queja ante cuatrocientos años de provisionalidad. Son esas ocasiones donde nos provocaría que Caracas hubiese sido inaugurada alguna vez como un todo más o menos acabado, o por lo menos satisfactorio. Se habla entonces de humanizarla,

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de arborizarla, de repintar el Panteón Nacional y vigilar algunos materos municipales, olvidándonos de que una edificación o una calle, son usos y no intenciones, y que las ciudades carecen de objetivos, como no sean aquellos que definen a sus habitantes. Vivir en Caracas me ha enseñado, entre otras maravillas, que todo intento de descubrir sus espacios es un fracaso. Vivo en una ciudad imposible, y si bien recuerdo sus rutas y direcciones, desplazarme en ella no es más que partir de un sitio y llegar a otro, sin que el trayecto me devuelva un significado, o por lo menos, una modesta memoria.

Caracas no es una consecuencia de los caraqueños. Suele decirse que Venecia es la consecuencia de una sociedad comercial que en algún momento de su historia pretendió impresionar a los forasteros. De allí el León de San Marcos y la peripecia acuática de los canales. Se trata de un decorado asombroso y en cierto sentido petulante, mediante el cual sus habitantes aseguraban cierta respetabilidad, cierta magnificencia jactanciosa a la hora de negociar con los extraños.

Hay mucho de emblema en las ciudades, puesto que eso que hemos convenido en denominar arquitectura, es, en el fondo, la fantasía, la ilusión del espacio que nos representa. De allí que la demolición ha sido, durante muchos años, nuestro principal sentido arquitectónico.

Hay quien piensa que Caracas comenzó su formidable suicidio en la década de los cincuenta, durante el gobierno de Pérez Jiménez. Eso no es cierto. Si antes no se demolió más, no fue por falta de ganas, sino por escasez de dinero. Pero, desde luego, la colosal bola de acero, derribando a diestra y siniestra cuanto adoquín o azulejo habían dejado el siglo xix y cuarenta años de gobierno andino, es la perfecta imagen de eso que hemos convenido denominar un suicidio en esta conversación. Me recuerdo a mí mismo, presenciando la demolición del Majestic, el hotel de viejas memorias, donde se alojó Carlos Gardel o donde Titta Ruffo vocalizó alguna bravura, antes de un discutido Rigoletto, por hablar de dos portentos. Recuerdo el sonido de aquella bola, quebrando las paredes ante el maravillado

júbilo de centenares de caraqueños que voceaban y ponderaban el movimiento pendular de la pesada mole.

En un cierto momento, la esfera metálica alcanzó una columna y un piso entero se resquebrajó, levantando nubes de polvo. El aplauso fue unánime y emocionado. Era como si nos encontráramos a nosotros mismos en un gesto colectivo que iniciaba una esperanza, y mentiría si digo que alguien expresó una nostalgia. El día revivió el espectro de aquel loco fantástico, apodado El Tiñoso, que días antes del terremoto de 1811, ascendió a la colina de El Calvario para gritar hasta la ronquera: ¡Va a temblar! ¡Se va a caer! ¡Va a temblar! ¡Se va a caer! Quien imagine pesadumbre en la voz de El Tiñoso, no nació en esta ciudad. Quien lo evoque grave y dramático, como la advertencia de un profeta enviado por Jehová horas antes de la catástrofe, simplemente ha equivocado sus días. El Padre Eterno destruyó a Sodoma asqueado de tanta sinvergüenzura y de tanto malentretenido. Los pobres sodonútas corrían desesperados ante tanto fuego y

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tanto rayo y tanta tierra abierta. De haber sucedido en Caracas, le habríamos dicho al creador: ¡Buena idea! ¡Así la volvemos a hacer!

Ni digo, pues, que recorro sus calles, porque no es cierto, pero algo me ata a lo que esta ciudad significa. Caracas es una maravillosa equivocación española, y quién sabe si el centro de su enigma es esa imposibilidad que tenemos sus habitantes de conocerla. Lugar de tránsito, posada de agobiados en el largo camino al sur y el oro, a veces la pequeña crónica capaz de constatarla nos habla de viajeros y huéspedes incapaces de saber a dónde habían llegado. Humboldt, por citar al más famoso de sus viejos inquilinos, proclama como es rutina la bendición de un valle fértil, la tranquilidad de un clima sin sorpresa, la frecuencia de prolongados aguaceros y el magnífico espectáculo de una fortaleza montañosa, capaz entre tantos dones, de alejar a huracanes indeseables.

Muy pocas palabras para hablar del trabajo de los hombres o de la voluntad de cincelar alguna rosa, por el simple placer de

dejarla allí para que otros sean sus testigos. Nunca leí, y si alguien me desmiente será con saña de erudito, ningún asombro, ante nuestras edificaciones coloniales o republicanas. El viajero nos vincula al paisaje, constata la regularidad del clima, se interesa por unos cuantos loros enjaulados o pondera la costumbre de albergar morrocoyes en los patios, como si la ciudad en sí misma careciera de perfil, y quién sabe si de existencia. Nada más patético que un autobús de turistas en Caracas, nada más ímprobo que el trabajo de guía en esta ciudad.

La aventura de un canadiense en Caracas consiste poco más o menos en aterrizar en un aeropuerto parecido al de Houston, ascender unos cuantos kilómetros por una autopista escueta y apenas funcional, comprobar la existencia de un león encementado de reciente data y significado esotérico, desaparecer en sucesivos túneles, que, como actos de fe, conducen a un resifitado, e ingresar a un hotel apátrida de funcionalidad. universal, posiblemente regentado por un húngaro errático. Al día siguiente, algún autobús

climatizado vendrá a buscarlo con la intención de trasladarlo a lo que algún desocupado bautizó con el nombre de cuadrilátero histórico de la ciudad. Allí visitará la casa de Simón Bolívar que de remodelación en remodelación terminó por parecerse a la mansión de Alejandro Dumas en el extremo romántico de París. Ascenderá las cuadras suficientes para contemplar el Capitolio y sentir que Napoleón iii, como Dios, está en todas partes, y constatará la Plaza Bolívar como un episodio natural donde una domesticada pereza sigue siendo la mejor excusa fotográfica, por insólita y suramericana.

Lo mismo le sucedió al naturalista Humboldt cuando tuvo la ocasión de aproximarse a un temblador, sólo que nadie se tomó el trabajo de convidarlo a un monumento. Muy por el contrario, la mayor invitación que esta ciudad se dignó a hacerle al barón de las curiosidades, fue una función teatral por razones de cultura, y no vaya a creer el alemán que todo es monte. El barón presenció un drama de aspavientos, al aire libre, en un tabladillo con aspiraciones de

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Visiones del ayer y hoy

anfiteatro. Según sus palabras, los actores eran los peores del planeta, pero la felicidad de un teatro caraqueño consistía en la ausencia de techo. No había techo. Había estrellas, constelaciones, episodios de Osa Mayor. Era el recinto ideal de un aficionado a la astronomía. Era el observatorio. La naturaleza seguía siendo nuestra única constancia. El resto es sol, de allí que nuestra mejor promoción turística consiste en decirle a los extraños que vivimos en un lugar donde hay muchísimo sol.

Y es que Caracas inhibe al turista porque se trata de una ciudad carente de fachadas ciertas. Lo que verdaderamente importa en ella sucede más allá del zaguán y después de cerrar la puerta. ¡Qué extraordinaria aventura puede ser, y lo comento, con cincuenta años de amor y pertenencia, vivir en una ciudad sin fachadas representativas! Lo que solemos llamar el frente de la casa es, en el fondo, el único pedazo que salva a la arquitectura del egoísmo. Mi casa anuncia mí manera, sin necesidad de entrar en ella. Mi casa es un credo. Si construyo un balcón y decido complicarlo con

algunas cabriolas artesanales, hay allí un don que ofrezco a los ajenos que me contemplan. Si resuelvo un desagüe y lo convierto en gárgola, es porque en el fondo me interesa la admiración o el simple comentario de los extraños. Pero la ciudad que aún no hemos terminado de construir y mucho menos de disfrutar, se encierra en sí misma y renuncia a la fachada.

Es una ciudad privada. Las casas se enorgullecen por dentro e ignoran al paseante. Todo sucede, como decíamos antes, cuando entramos, cuando dejamos de pertenecer a la calle, y por paradoja, somos libres. Nadie se siente libre caminando por San Bernardino o por los simétricos bloques de El Valle. En primer lugar, porque Caracas es la perfecta negación de lo peatonal. La ciudad se interrumpe en cualquier trayecto, y en ocasiones, alcanzar la acera contraria es un reto no sólo al vigor físico, sino incluso a la inteligencia del ciudadano. La ciudad no realiza mi vida, puesto que ni siquiera toma en cuenta un natural sentido de locomoción. Tengo la sensación, desde hace muchos años, de habitar un lugar inconsulto, decidido en alguna

oficina, pero no en mis ojos ni en la biografía de los míos.

No hay un modo caraqueño de Caracas. Hay un modo caraqueño de sus habitantes en un cierto dejo fonético que, según comprobé, hace reír a los mexicanos. Hay un modo caraqueño en la sazón que nos hace utilizar la salsa inglesa marca Perrins para distinguir gran parte de nuestra culinaria. Hay eso que llamamos “guasa”, verdadero asiento de una picaresca que en ocasiones sustituye al carácter. Somos unas personas amantes de las aceitunas y de las uvas pasas californianas marca Sun Maid. Preferimos un dejo ligero en la cerveza y abucheamos a los pitchers cuando se salen de la caja y lanzan a primera. ¿No es una identidad? –me he preguntado a veces sin que me importe demasiado la respuesta.

Me bastaría un murmullo en una calle de Helsinki para reconocer a un caraqueño, me bastaría verlo de reojo en un bazar en Samarkanda, eligiendo un tomate, y lo gestual me lo haría fraterno, como los saludos masónicos. Pero en ocasiones, regresando de algún viaje, suelo fantasear en el trayecto de la

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autopista que me lleva a casa, que soy un extranjero hasta hace poco dormido en el avión, y que ahora abre los ojos, con la desesperación de saber adónde ha llegado. Para ser franco, no lo sé muy bien.

Desde luego, toda la ciudad es una herencia. La ciudad de mis días se decidió hace más de cuatrocientos años, en el más viejo de los países de este continente. Sólo que la decidieron nada menos que tres exilios. Los indígenas que habitaban el valle, fueron sometidos de la noche a la mañana, no sólo a la renuncia del espacio, que es una de las desgracias del exilio, sino a la convicción implacable de que todo lo hecho por sus manos, todo lo aconsejado por sus costumbres e inteligencias era un error garrafal o una mentira irununda. Nuestros primeros expulsados, no sólo perdieron un rincón amable y reconocible, qué sé yo, una laguna al oeste donde abrevaba la caza o una cueva donde fabular alguna cosmogonía. Peor que eso. Fueron arrojados de sí mismos con las patadas del idioma y la nueva luz de los candiles, por quienes consideraban que una vivienda construida por hombres desnudos

era simplemente un atropello a Aristóteles.

El fundador de la ciudad, esto es, el señor de Losada, era a su vez un expulsado de la verdad, o lo que es igual, de España. Inútil decir, por demasiado sabido, que en los siglos xvii y xviii, desembarcar en América era una tácita confesión de medianía y vergüenza, sólo concebible por una razón de extrema pobreza o extremo deber. Salvo “la tierra prometida” del Norte, que casi siempre fue un destino, en el resto del Continente, desde México hasta la Patagonia, la única ética concebible fue la resignación. Casi nunca, salvo algún cura alborozado, hubo un gusto de viajero, ni una emoción de playa, sino la sensación de una atroz disciplina sólo aliviada por la posibilidad de un cambio de fortuna. Por consiguiente, cuando el señor de Losada, quién sabe si a caballo, dijo que este valle se llamaba Santiago de León, aparte de pronunciar una inmensa arbitrariedad, no quiso decir demasiado. No hubo en su ánimo la sensación de decir... ¡He llegado! Por el contrario, lo que quiso expresar fue... ¡Rapidito, que me estoy yendo!

Y el tercero de los arlequines, los negros provenientes de las costas del África, fueron los últimos expulsados de un enigma. Intrusos forzosos, sintieron esta tierra como una desgracia difícil de imaginar, porque ni siquiera la lústoria, les concedía una ambición.

¿Qué casa de siempre podía construir un negro en el trance de América, como no fuese casa ajena, forzada a garrotazos? ¿Qué flor pudo sembrar, quien se quedó viendo el mar como una garantía de su procedencia? Entonces... ¿Cómo puede ser en definitiva una ciudad de exiliados? De allí que la ciudad que hemos construido es un eterno regreso al futuro. Algo nos espera. Algo que intuimos como un logro, como una certeza, como el sitio donde seremos capaces de reconocernos, al modo platónico de la caverna. Mientras tanto, no hay demasiadas preguntas.

No hay orgullo caraqueño. No existe un momento de deslumbramiento del habitante de la ciudad, por la ciudad en que vive. En mi vida me he encontrado a un caraqueño, concediendo incluso la posibilidad de unos tragos, que me haya dicho: ¡Qué

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bella es esta ciudad! Qué hermosa es esta ciudad, o... «¡Cómo me gusta esta ciudad! Nadie está contento. La ciudad es incapaz de contentar a sus habitantes, y no sólo por una insuficiencia de cañerías o un temor de ser asaltado, sino por algo que va más allá de la calamidad inmediata. No nos contenta nuestro fatuo gótico, ni nuestro románico rematado en tejas, ni las pompas helénicas de algún trasnochado, ni mucho menos la nostalgia colonial de los caserones godos.

Los caraqueños vivimos en una vitrina de sucedáneos, absolutamente irrepetible. Somos la maqueta de una ciudad universal, incapaz hasta ahora de encontrar su financiamiento. Todo lo que hemos levantado, nos pareció en algún momento cierto, pero sólo con la certeza del parecido. En el fondo somos la literatura de una ciudad que debe existir a trocitos en el resto del planeta. Construimos un edificio, esotéricamente denominado El Cubo Negro, como debería llamarse un relato de Lovecraft, sólo porque nos parece cierto, o lo que es igual, contemporáneo. Construimos un hermosísimo

teatro de ópera en los tiempos de Guzmán Blanco, porque en ese momento nos pareció tan real como la pomposa partitura de la ópera Ione, que lo inauguró vaya usted a saber por qué.

Eso es lo que somos. La aproximación a una certeza universal, la impunidad de representar al mundo con altivo desparpajo. A veces, asomo la cabeza en el trayecto que me separa de mi trabajo y me hago tan habitual como un florentino. Animo el día con un café italiano, honradamente sudado en una Gaggia sobre el mostrador de una panadería de portugueses, cuya especialidad es el pan gallego. Suelo comprar la prensa en el quiosco de un canario, prematuramente inválido, y saludo la santamaría de mi charcutero de Treviso, apasionado por las especialidades catalanas. Recorro la buhonería del Cementerio con la certeza de no atisbar nada autóctono, y escucho en mi reciente memoria la ponderación de un vendedor de cuchillos cuzqueño, realmente impresionado por el que él denomina, “el eterno filo alemán”. Ingreso a una autopista que bien

puede conducirme a Detroit, y selecciono el opus 3, número 11, del telúrico Vivaldi. Me aparto en un atajo y desemboco en el guzmancismo de El Paraíso, en el crespismo devenido en taller mecánico, en el castrismo militar. Una musa romana me saluda, siempre y cuando sea capaz de entender el yeso y no andar con demasiados miramientos. Estaciono frente al automercado Cendrillon, regentado por unos madeirenses, y saludo a la conserje dominicana en el trance de regresar a su patria, por una gravedad nonagenaria. Entonces, me pregunto, dónde estoy si no en el centro mismo de una historia por la que Erasmo de Rotterdani quebró alguna lanza.

Últimamente me ha dado por responderle a los tres arlequines de Santa Rosalía.

¿Cómo es tu casa? Como yo mismo, si no la miro desde afuera.

¿De qué está hecha? De pasaporte roto. De pasaje de ida. De déjame ver.

¿Dónde se encuentra? La de verdad, se perdió. La de mentira, esperándome.

1988. Mientras tanto... y por si acaso.

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Mono: la fiesta más sensual

josé roberto duQue. (Carora, Lara, 1965) Escritor y periodista, analista político. Desde 1990 ha incursionado en varias facetas del periodismo y la literatura. Ha sido cronista, columnista y redactor en diarios y revistas (El Nacional, El Universal, Tal Cual, Así es la Noticia, Temas Venezuela, Épale Ccs, entre otros), en blogs y páginas digitales (Tracción de Sangre, Misión Verdad). Su obra bibliográfica abarca cuento (Salsa y control, 1996), novela (No escuches su canción de trueno, 2000; Tiempos del incendio, 2013) crónica e investigación periodística (La ley de la calle, 1995; Guerra nuestra, 2000; Vivir en frontera, 2004; Del 11 al 13, 2007; Historias sobrevivientes, 2013; Barinas 12+1, 2014). Ha obtenido galardones literarios, como el I Concurso de Narrativa de la Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela (Sacven), y su trabajo periodístico ha merecido dos veces el Premio Nacional de Periodismo: en 2015 (mención Periodismo Impreso) y en 2018 (mención Opinión).

La fiesta popular más violentamente sensual de Venezuela no viene con ninguno de los tambores de la costa, ni siquiera en ese despliegue erótico en cámara lenta que son los chimbangles de Bobures. Ni carnavales, ni diablos ni locainas, nada de eso, no le den más vueltas: ya a esta hora y durante todo el día 28 estalla en Caicara de Maturín El Mono de Caicara.

La cosa va más o menos por aquí: usted llega, se emborracha y se deja llevar por una oleada humana que se entrega a un baile colectivo (epa: son varios miles de personas de toda Venezuela bailando en las calles de un pueblo pequeñito, y ahora en un “monódromo”), al disfrute de la improvisación de cantores y parranderos al ritmo de La Marisela y otros golpes, y a un ritual de embadurnamiento con añil, ese colorante azul que usaban los indígenas desde antes de la llegada de los europeos. El ceremonial protagonizado por los músicos y cultores incluye a un señor que se disfraza de mono y anda repartiendo correazos gratis, pero lo cierto del caso es que ya ese pobre señor no es el alma de

la fiesta, que ha sido expropiada por el pueblo desbordado, feliz y lujurioso, como tiene que ser. Hablemos entonces de lujuria y reconozcámosle algo al señor del disfraz: en él reposa la importante función de recordarle a la gente cómo es que se llama la fiesta. Y listo, vamos ahora con el verdadero protagonista, ese monstruo de miles de manos y cuerpos.

Asómense un ratico antes de seguir leyendo (no le paren bolas a los escuálidos que se atraviesan por ahí, total esos bichos están en todos lados):

Usted se llena las manos de añil, ese tinte ancestral (hay gente que usa otras sustancias) y tiene derecho a untárselo en la cara, en la ropa o en la zona que le provoque, al culo o persona que le guste, pase o se le atraviese. El “problema” es que esos culos y personas también tienen derecho a fijarse en usted y pintarrajearlo como les dé la gana. Baile o no baile el Mono, allí gobierna el cuerpo y el sentido del tacto es uno de los más activos de la jornada. Y bueno, lo demás es una falta de ley o normativa de la que apenas se rescata un artículo: el que se

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Visiones del ayer y hoy

arrecha, se pone celoso o violento, pierde. Dicen los moneros de casta con legítimo orgullo que nunca ha habido una pelea en el Mono, cosa que no me consta.

Es, ni más ni menos, una prueba de fuego para los que quieran ejercitar su capacidad para comprender y soportar ese par de días de libertad, ande solo o con “su” pareja, porque ahí el “su” queda derogado por una especie de suspensión temporal de las garantías constitucionales y zámpele, caballero, que no vienen carros. Ahora, si usted es de los que sienten o piensan que su mujer es suya y que nadie tiene derecho a mirársela por más de cinco segundos entonces mejor no vaya. Esta es una fiesta no apta para gente con la autoestima medio quebradiza y el sistema nervioso un poco oxidado. Acuda mejor al San Isidro de los páramos

merideños, que ahí es probable que ni le digan “buenas noches” al pasar.

Dato: como es demasiadísima gente y Caicara tiene vericuetos y alrededores, es muy fácil “perderse” y aparecer horas después o al otro día con el cuento clásico: “Coño miamor, a mí me arrastró un gentío y de pronto no te vi más”. Miéntale con confianza; es bastante probable que él (o ella) le agradezca eso de adelantársele y ahorrarle la incómoda escena de ponerse a inventar una excusa todo lleno de añil y otros fluidos. Hace poco le hice esta descripción a una compañera que le ha invertido varios años de su adolescencia al disfrute de esta parranda maravillosa (Giorgina) y ella resumió todo mi palabrerío en esta sentencia: “¿El Mono? Mire hermano, eso es una metedera de mano pero ¡DDDURA!”. Gracias

por ese resumen sencillito, incontrovertible, implacable: DURO. El Mono es como la materialización del extraño sueño de Jacqueline Faría : un vergueral de gente ansiosa de que le vendan sus kilos de comida, pero feliz porque de pronto aquella cola sabrosa se convierte en cogeculo, literalmente. Definición de “cola sabrosa”:

Entonces, si anda por el estado Monagas o cerca de Caicara, es imperdonable que deje de pasar por ahí. Yo ando demasiado lejos de por allá (no tanto como mi hija Yuli Duque, quien “casi nunca” ha monia’o) pero Morella y Miguel Mendoza Barreto los van a atender bien. Quizá también Nodil Mendoza y Darwin Mendoza, pero eso va a ser antes que se desmayen de la pea.

Vayan, esa experiencia no se les va a olvidar nunca, en serio.

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Sin Asco

césAr VásQuez.(San Cristobal - Estado Táchira).

“El periodismo narrativo me desinfló la pasión por la filosofía”.

Escritor, realizador y artista visual. Cursó estudios de filosofía en la Universidad Central de Venezuela y Artes Visuales en la Escuela de Artes Cristóbal Rojas. Colabora como redactor para algunas revistas de crónicas dentro y fuera del país. En el 2015 gana el segundo lugar del premio de crónica urbana de La Casa de las Letras Andrés Bello. Ha participado en salones de arte y festivales de cine como director de animación. En el 2001 se le otorgó el premio Joven Promesa de las Artes ( AVAP). Actualmente vive en Caracas, trabaja en su próxima exposición y en su libro de narrativa gráfica.

“Con la misma frialdad que tú me das que me hace de

ansiedad enloquecer, voy a darle a tu invierno soledad una brisa

glacial en cada anochecer” Escarcha. Héctor Lavoe

Las piedras empezaron a rodar por el hombrillo atravesando la avenida Libertador: el epicentro que estaba en todas partes las quitaba del camino. La calima de cenizas y gases se levantaba sobre la ciudad.

Hoy viernes 2 de junio, día Internacional de las Trabajadoras Sexuales, solo es una tentadora y feroz coincidencia, así que había que soltar y dejarse caer.

El derecho a la ciudad se viene peleando cuerpo a cuerpo por estos días. De allí que el barrio ha tenido que encontrarse cara a cara, en la barricada de la avenida, en la guarimba de la urbanización, con quienes lo han negado históricamente y hoy le trancan la calle.

El síndrome de Caracas es básicamente, intentar sobrevivir al achante para que las noticas, falsas o no, no te secuestren voluntariamente.

La patraña CuLturaL – 9:00 pm Antes que el abogado volviera a pronunciar la palabra “históricamente” para decir cualquier cosa o repetir el cuento, que por hablar ruso coronó la Rusia de Putin, yo intentaba reconocer aquella silueta cercana al escenario, aquellos hombros puyudos a contra luz eran los de Marcel, venía del encuentro de escritores en la casa de las letras donde brindaron por las putas en su día, al oír hablar al abogado preguntó:

– ¿De donde salió este tipo?. – De Rusia – dijo, saliéndonos

al paso – trabajo en Rusia, aquí soy un pobre guevón, allá un moreno simpático. Estoy casado con una rusa, atiendo algunos negocios y también soy diplomático.

Una leyenda se montaba esta noche, después de mucho tiempo Yatu volvería a tocar en la Patana. A Marcel se le había metido la idea de chulear al abogado y cómo podía no estar de acuerdo. El día de las putas puede ser todos los días, dijo, así empecé a implicarme.

Aunque parecía tener una vaga idea de quien era Yatu, el abogado conocía muy bien El Guaica, el

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puticlub más famoso de Sabana Grande, lo recordó diciendo “ese sitio nunca debió existir”, frente a esa dolorosa confesión subieron del subsuelo tres ascensores en forma de pitillos recortados –cinco gramos sudaban dentro de su bolsillo– el bypass hacia la acabadera de trapo parecía universal y necesario.

SaBaNa graNde. 1:39 am. Hilarante y hasta el ojo, con un discurso desenfrenado y desafiante, Amanda con 7 meses de embarazo estaba contenida por la pelvis y el decorado del bar, dijo ser arquitecta, una artista de los sistemas, todos la conocían excepto nosotros, parecía que iba a parir cuando tomó mi mano y la puso sobre su barriga, la viajera de su vientre aún no tenía nombre, llevaban más de 24 horas sin dormir, aquel embrión ya sabía que era una resaca de curda y perico. Fue tan persuasiva que nos hicimos sus amigos por esa noche, tenía cara de burguesita, surfista y malandra. Ovejas negras cuidando ovejas descarriadas.

“Tengo muchas ganas de coger” dijo, en el momento en que las miradas periféricas se

movían hacía la otra esquina de la barra, sus ganas sirvieron para que el abogado pidiera una ronda de cervezas. Del otro lado, Susy cantaba con el sentimiento vallenato de una tristeza estéril.

–Esa canción me recuerda a mi primer novio, el chamo era malandro y se mató jugando la ruleta rusa.

Por un momento me pregunté cuál era la diversión en ese lugar y cuál fue la razón que llevó a ese infeliz a jugar la ruleta rusa, las respuestas llegaron como una cachetada: ni a la tristeza de los bares, ni a la tristeza de las putas se les indaga.

A mí me conocía el dueño del bar y alguno que otro dealer, pero el carro de la seguridad era autónomo, lo llevaba el hampa que controlaba el callejón y algunos de los edificios tomados. Nuevamente apareció el ascensor en medio de las transacciones fallidas del punto de venta. Al abogado le tocó pagar con su reloj las cinco rondas que nos bebimos, hasta que apareció Rommel, un viejo amigo que conocí haciendo televisión.

–¿Quién es este tipo? –la misma pregunta que nos hicimos unas horas atrás.

Sin pena ni culpa le dije que a mi amigo le dio por chulearlo.

– Sí, pero quién es. – Dice que es un diplomático,

siempre supe que era una estafa. Rommel nunca entendió por qué me había lanzado a esa aventura.

–Acabo de pasar 100 en efectivo, pidan que yo invito.

Unos minutos después brindábamos, pasando de Amy Winehouse a Diomedes Díaz. Como no importaba la veracidad de los hechos, nos habíamos creído cualquier historia. Los nómadas somos esas máquinas de guerra que viajan en intensidades y se mantienen de pie como pueden.

A esta hora, el abogado se desdibujaba de su forma rolliza tipo buda, proveedor de prosperidad, para lucir como un holograma defectuoso y repetitivo.

eL eSCoriaL. ChaCaíto. 5:25 am Ella podía tomarse la botella completa, pero antes quería pagársela, darse su lujo. ¿Quién le iba decir que no?...

Derramando la Pepsi la vi, estaba tan jalada en el momento que le abrieron la puerta del bar,

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que se ahogaba con un pelo púbico de su taxista de confianza – era una “fresa pocahonta” de unos 30 y dele – al ver a su amigo que la esperaba, le arrancó el vaso, tomó un trago y lo saludó como si nada.

Del barroco latinoamericano, su mandibuleo y el animal print de las licras que la forraban. Nunca dejó de sonreír con los ojos apagados como unos bombillos de 60, una Marilyn Maracucha de pómulos anchos, el único rastro eficiente de genética mestiza que sobrevivió al botox y al maquillaje, tan operada que no hacía contacto visual con nadie. Si no tenía el mejor perico del lugar, debía ser uno de los mejores, el aire acondicionado nos traía por encima de su splash de manzana el olor de una grasa maquínica, altamente alcalina, difícil de conseguir.

En el abecedario de Warhold, el mito de Marilyn había quedado solo para los trans o travestis, quienes reencarnaban el misterio de la femme fatal creada por Hollywood. Ella y su amigo debían sentirse muy bien envueltos en una película de plástico patente donde no importaban las etiquetas y los protocolos. Aunque les

complacían ciertas formalidades, ambos portaban el estilo: él, el marico metrosexuado de punta en blanco, y ella, la más “explotada” de la noche.

El perreo a esa hora diseccionaba el miembro por encima de la ropa, los cortes impecables venían con Ozuna, Arcangel y Daddy Yankee. Un poco antes, había quedado afónico sobre la tumba de Romeo Santos. La mayor parte de la comunicación se redujo a lo gestual-genital.

Esta vez para pagar la cuenta, el abogado dejaría empeñado su smartphone.

– Si no me voy ya, voy a tener que pagar con la nevera.

Amanda sentía otro tipo de grasa en su cara: la de la preñez. Eran dos días nadando entre palabras desencadenadas, se restregaba los ojos como si las cuencas fueran las bateas donde le saca la mugre al futuro-presente.

Su apellido no lo escuché, tampoco sé por qué lo dijo, cuando me presentó como periodista, me percaté que el otro nuevo amigo de Amanda era policía, ambos buscaban una conversación que empezaba con la frase cliché: “la situación-país”, para tratar

de enterarse de qué bando estaba yo, pero los ánimos anestesiados enmudecían por la resequedad.

Sin voz y sin dinero, no había más nada que hacer. La única fuente de información real y a quemarropa se parecía a la lucidez momentánea que me hizo pensar en un acto final: la gravedad es para el que cae como el horizonte para el que huye, para mí, había llegado la hora de huir, de regresar a la zona de confort, como Zaratustra, dejando atrás “las moscas de la plaza”.

Cuando llegué a casa, cerca de las nueve, desayuné viendo mi capitulo favorito de Samurái Shamploo, en él se relata la historia de dos ejércitos de samuráis dispuestos a matarse sobre el campo de batalla, sin saber que aquel campo era una plantación de marihuana. Del desenlace de aquello, que pudo haber sido una cruenta batalla, no se habló – así lo acordaron ambos ejércitos – lo que allí pasó, allí debió quedarse.

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Pa´Bailar

jessicA dos sAntos.(Caracas, 1989). Cronista, periodista y docente universitaria. Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Central de Venezuela. Es profesora de Periodismo Interpretativo en la Universidad Católica Santa Rosa. Ha ejercido como periodista en La Radio del Sur y la revista Épale CCS, entre otros medios. Es autora de las columnas “El Último Round”, en el portal web 15 y Último, y “En esta esquina”, en la revista digital Desafíos. Fue ganadora del “Premio de Periodismo Aníbal Nazoa 2014, mención impreso”, y merecedora de una mención especial del “Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, mención radio” en los años 2016 y 2018

En Venezuela se declaró el joropo en su diversidad como “Patrimonio Cultural de la Nación”. Esto significa que el género les pertenece a todos los venezolanos. Pero, ¿de quién lo heredamos? ¿Cómo fue este proceso? ¿Realmente reconocemos esta expresión musical más allá de las deformaciones que la industria nos muestra?

ÁfriCa todo Lo da

Por allá por 1500, los conquistadores europeos, en su afán de tener esclavos, comenzaron a traer al Caribe insular a muchísimos negros africanos. Estos esclavos llegaron a nuestro continente con sus danzas y cantares consagrados a los dioses ancestrales, en los cuales creían fervientemente. Por ellos conocimos la zarabanda congolesa, la jinca de Angola, y el fandango de la Guinea Ecuatorial.

De hecho, este fandango se arraigó tanto en Cuba y Santo Domingo que los conquistadores se lo llevaron a España para ver qué tal, y fue tanta su fuerza que en 1640 el Consejo de Castilla decidió prohibirlo por ser “una danza diabólica proveniente de los

indios y negros”. Sin embargo, los españoles promedio decidieron ignorar el decreto y hasta le incorporaron instrumentos europeos que generaron una mezcla que, de regreso a nuestra América, conquistó nuevamente a los pobladores.

De esta nueva versión del fandango surgió el zapateo cubano, el seis, de Puerto Rico, la zambacueca peruana, convertida en marinera, la cueca chilena, la zamba y el gato, de argentina, y el jarabe o joropo escobillao, de Venezuela.

eL eSCoBiLLao

Resulta que nuestra gente escuchó esta última versión del fandango en las fiestas organizadas por los mantuanos, y no solo se aprendieron con rapidez la música, sino que además le imprimieron la fuerza rítmica de los negros con los bordones o cuerdas gruesas de un arpa rústica hecha de bambú, así como las maracas inventadas por nuestros pueblos indígenas.

De hecho, el historiador, etnólogo y lingüista venezolano Lisandro Alvarado, en su libro Glosario de voces indígenas, publicado en el año 1749, cita una

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Visiones del ayer y hoy

leyenda contada anteriormente por el historiador Juan José Chourión, que reza: “En algunas villas y lugares de la Capitanía General de Venezuela se acostumbra un baile que denominan joropo escobillao, y que, por sus extremos movimientos, desplantes, tacones y otras suciedades ha sido mal visto por las personas con sesos (cerebros)”. Actualmente, el joropo escobillao posee la misma descripción, pero totalmente liberada de los moralismos de aquella época.

Además, el joropo hoy se divide entre el valsiao, el escobillao y el zapatiao. El primero se da durante el inicio del baile, cuando las parejas se abrazan suavemente, recorriendo el espacio en tres tiempos propios del vals y con vueltas rápidas en giros espirales. El siguiente, el escobillao, es una figura donde los bailarines, colocados de frente, mueven los pies a manera de cortos avances y retrocesos, como si estuvieran cepillando el suelo. En el tercero, el zapatiao, el hombre hace sonar bien fuerte sus pisadas mientras la mujer escobillea.

Sin embargo, la manera correcta de dividir el joropo es tomando en cuenta las cuatro

grandes categorías del género: joropo llanero, joropo oriental, joropo central y joropo andino.

eL LLaNo humaNo

Nuestros llanos abarcan desde el piedemonte andino, al occidente del país, hasta el delta del Orinoco, en el este, y comprende la mayor parte de la superficie de los estados Monagas, Anzoátegui, Guárico, Cojedes, Portuguesa, Barinas y Apure, así como pequeñas partes de otros estados limítrofes. ¿Cómo no iba a surgir entre tanta inmensidad un género musical que le cantase a nuestra patria, a las mujeres, al olor a bosta y ganao, al pasto fresco, y al cafecito recién colao? Ese es el joropo llanero.

Al respecto, el musicólogo venezolano, Rafael Salazar, explica: “El joropo llanero recrea el paisaje y las faenas a través de un lenguaje popular de poesía diáfana y sencilla. Allí están las voces de la tierra: arestín, mastranto, tremedal, jagüey, botalón, cabestrero, ordeñador, sabana, morichal, estero, espejismo y porfía, acompañadas por el arpa o la bandola, el cuatro y las maracas. A través del joropo

llanero surgió el corrido como romance cantado para narrar historias a la manera reporteril de trovadores y juglares de la España medieval. Este joropo representa también el canto a lo humano”.

Este joropo también nos regala los famosos cantos de porfía, mejor conocidos como contrapunteos llaneros, donde varios competidores usan los más ingeniosos argumentos y trampas verbales, totalmente improvisadas, para ganar una contienda que se extiende hasta el amanecer. Sí, hasta el amanecer. Esos contrapunteos de tres minuticos que suenan ahorita por la radio, son la adaptación del joropo original a las necesidades y exigencias de una industria musical para la cual no es rentable grabar canciones de tres, cuatro o cinco horas. Por cierto, el Estado venezolano lanzó en agosto del 2017 una  emisora denominada  “Radio  Corazón Llanero” en la señal 92.9 en  Frecuencia  Modulada (FM), con el eslogan “en defensa de nuestros sentidos patrios”, pero ni siquiera ahí se ha logrado cambiar un poquito esta lógica mercantilista.

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eL orieNte femiNiSta En oriente las mujeres son protagonistas del joropo, ver a dos mujeres bailando juntas no es motivo de asombro, pese a las letras picarescas de doble sentido que a veces protagonizan las fiestas donde el pueblo oriental revive su historia. “El joropo oriental es con acompañamiento de bandolín, cuereta o acordeón, cuatro, guitarra, maracas y caja. Está sembrado en los ritmos del golpe, el golpe de arpa, el estribillo, el manzanares, la sabanablanca y el zumba que zumba, que son expresión de la faena agrícola y marinera”, explica el musicólogo Rafael Salazar.

Vale aclarar que el joropo oriental se puede dividir en sucrense, margariteño y guayanés. Sí señor, guayanés. “Es un joropo trashumante, venido de allá abajo o ‘llabajero’, como le dicen en oriente por haber remontado el río Apure hasta el Orinoco, penetró la Guayana. Este joropo guayanés se expresa a través de una bandola de ocho cuerdas, la misma que en el siglo xvi se asentara en Cumaná y Cubagua gracias a los padres dominicos y franciscanos. Además de la bandola, el joropo

guayanés se acompaña de cuatro y maracas en los aires. Refleja las voces propias de su medio geográfico y su faena, la sarrapia, el seje, la sapoara, el lau-lau”, explica Salazar.

eL CeNtro reSiSteNte

Desde los caseríos ubicados al norte del hoy municipio San José de Guaribe, en Guárico hasta los lados de Batatal en el estado Miranda, suena este joropo central y la pasión de los bailadores levanta el piso polvoriento en las fiestas campesinas de verano, o quedan embarrialaos en las fiestas de San Ramón, en invierno.

“Este joropo se manifiesta en las voces de la siembra y recolección de cafetales, de la caña y del cacao, y de cayapas colectivas para celebrar la abundancia de las cosechas o cantarle al amor por el terruño. Los aires del joropo central los escuchamos en las manos prodigiosas de Juan Esteban García, el bandolista mayor de la estancia guariqueña”, expresó el musicólogo.

LoS aNdeS aLegreS pero meLaNCóLiCoS

Por su parte, el joropo andino está presente en los estados Táchira, Trujillo y, de forma muy marcada, en Mérida, se acompaña con el violín, y se baila con actitud, postura y pasos muy peculiares, propios de la idiosincrasia del hombre y la mujer de la cordillera andina, quienes zapateando realizan una figura conocida como “el caracol”.

El baile caracoleado es una diversión popular que se inicia con el pique o reto que hace el mejor o más extrovertido bailador de la localidad a los otros bailadores, quienes se van incorporando con su respectiva bailadora uno detrás de otro, formando una hilera que al son de la música y el peculiar zapateo masculino buscan el centro de la sala para enroscarse y desenroscarse, acompañados del bullicio de sus espectadores.

“Pero en las cumbres andinas el joropo también se mimetiza con el paisaje y su faena montañera, y adquiere un aire melancólico a través del galerón, el fandanguillo, el pato bombeado y otros golpes de páramo”, agrega el experto.

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La CaraCaS joropera

En el este de Caracas hay restaurantes costosísimos donde puedes escuchar a cantantes de joropo, muchas veces comerciales, tocar en vivo un rato. Sin embargo, en el oeste y centro de la ciudad existen unas viejas taguaras donde, desde siempre, de jueves a domingo,

varios intérpretes, hombres y mujeres, de distintos estados del país, hacen retumbar el joropo hasta la madrugada, venden sus CD’s quemados, y se dan a conocer en los ya ni tan bajos fondos. Por ejemplo, justo en la esquina de Padre Sierra con Conde hay un point que al llegar la tarde hasta

modifica el menú para que uno se sienta en plena llanura. Más abajito, en la conocida esquina Cipreses, más de una pollera le abre sus reducidos espacios a la música tradicional... Bien vale la pena pegarse una vuelta por esos lares.

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El Caimán de Sanare

lorenA AlmArzA.(Maracay, 1973) Caricaturista, Ilustradora. Comunicadora y Productora audiovisual. Realiza crónicas, perfiles e ilustraciones. Ha sido colaboradora permanente del diario Ciudad Caracas, el semanario Cuatro F y el semanario de las culturas Todos Adentro. Se le ha otorgado, el Premio de Periodismo Municipal Fabricio Ojeda 2017 por Orientación Educativa. A su vez, el Premio Aníbal Nazoa 2017, por mejor Campaña Institucional, por su participación como ilustradora en la campaña “Tengo Autismo Soy Capaz”. Obtuvo como el Premio Nacional de Periodismo Aníbal Nazoa 2016, en la modalidad de caricaturista, y en Imagen Gráfica, el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar 2015. Entre sus publicaciones se encuentran: Heroínas (Ediciones Minci, 2013), Amor y Revolución (Ediciones Minci, 2015), Garabato amoroso Garabato militante (Perro y la Rana, 2017).

Yo alumbro la mente de los demás con palabras. El cuento es

luz y educación. Yo soy portador de cuentos.

Los cuentos no son míos, son la luz de Dios.

El cuento es pa´ educá, es producción de luz.

voLar SiN Ser pÁjaro

Una mañana decembrina, día de La Zaragoza, conocí a El Caimán de Sanare. Era todavía una chamita y me impresionó el brillo de sus ojos, su rostro curtido por el sol, la tupida y larga barba, el enorme sombrero con cintas de colores y, sobre todo, aquella sonrisota a boca e´ jarro por la que se asomaban apenas unos pocos dientes. A su alrededor muchísima gente, niños, niñas, adultos y más entrados en años, todos, absortos en los cuentos de aquel ser luminoso. Sus cuentos me sorprendieron, pues nunca los había escuchado ni leído en ningún lado, y entonces, traté de ir a su encuentro cada vez que supe que se presentaría para que, de tanto escucharlo, se me quedaran grabados. De hecho, sus cuentos y mágicas historias me acompañan por siempre. Para

algunos, era un “viejo loco”, para mí, aquel hombre gigante, como salido de un cuento, que hablaba de vos como buen campesino, de duendes chiquiticos, perros que hablan, pajaritos que anuncian que lloverá, de agüita clara de manantial, ríos y quebradas, y de la necesidad de cuidar y amar la naturaleza. Por donde iba contaba sus historias, y en ellas, realidad y fantasía entretejidas.

Para Elías González, conocido en el mundo de la oralidad como el Subkuentero, la obra de El Caimán sobresale porque él es el protagonista de las historias, “siempre le pasaban las cosas, era protagonista, a veces héroe, otras veces antihéroe (…). Era a él que lo encerraban los duendes y le cortaban la barba, un toro llamado Candelito lo persigue, lo buscan los espantos, especialmente La Llorona, y la mismísima muerte llega a su casa un día”.

El maestro, ecologista y escritor, Renato Agagliate, refirió sobre este personaje entrañable, “La gracia que él infunde al cuento lo hace profundamente atractivo y difícilmente olvidable. El gran secreto de su éxito literario está en su manera de ser y de vivir: El

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Visiones del ayer y hoy

Caimán cree profundamente en Dios y en la naturaleza. No se deja aplastar por la pobreza y menos envenenar por la política. Su riqueza y su política son la vida. Su mundo es diferente, no es el nuestro lleno de negocios y egoísmos. Le duele para vivir, tener que usar la misma moneda que nosotros. No distingue, además, entre la realidad y la fantasía. Sabe volar sin ser pájaro (…)”.

A mí me gustan todos sus cuentos, entre mis favoritos: La Llorona, La chaqueta voladora y El Toro Candelito, del cual por cierto le escuché al menos unas dos o tres versiones, pues lo cambiaba no por olvido, sino por tremendura creadora.

La eChadera de CueNto

El 3 de enero de 1937 nació José Humberto Castillo en Las Rositas, caserío Palo Verde del Municipio Andrés Eloy Blanco, en Sanare, estado Lara, él mismo contó: “En Las Rositas jue ‘onde yo dejé el ombligo, ‘onde llaman El Manantial”, rodeado de cultivos de papa, café y otros bienes agrícolas como “el maíz, la batata blanca y mora, la yuca, la ‘uyama, la carota chivata,

gavilana, tronconera, rastrojera; eran semillas indígenas; el quinchoncho y los chícharos. Se criaban chivos, ovejas y gana’o”. Su mamá fue doña María Elena, a quien llamaba Harina, y su padre, don Juan Gregorio, para él, Maíz Tostao. Desde los siete años empezó a contar cuentos, y dicen que su madre siempre le creyó; y que su padre, que algunas veces dudó, terminó por creer todo lo que el tripón contaba. Agagliate señaló, “solo naciendo en Las Rositas (…) con algo de indio ajagua quiboreño y algo de indio coyón sanareño, se puede ser un cuentacuentos como El Caimán de Sanare”.

Creció libre por esos montes, correteando y trepándose por doquier. “Yo jugaba en los palos muy altos, como los chucos, me guindaba (…)”. Dicen que era el “toñeco” de la casa” porque siempre andaba alegre y era muy dicharachero: “Yo era muy alegre, me gustaba mucho la música. Dejaba ‘e comé por oí el violín y la guitarra grande que llaman lira (…) Era muy gritón y cancionero (…)”.

Desde muchachito trabajó como jornalero, trabajador de faenas agrícolas y pecuarias e

incluso como vendedor ambulante, pero siempre con un cuento que compartir: “Yo busque todos los trabajos y ninguno me resultaba (…) Jui escobero (hacedor de escobas). Jui comerciante, compraba huevos por to´ esos caseríos. Jui campesino y siempre cargaba una sinfonía. Echaba cuentos inventaos, tocaba la sinfonía y me daban comía por eso (…) Después me metí a la playa (el mercado), ya me iban a reventá esos guacales tan pesaos. Un día me dije lo mío son los cuentos y así me maten no los dejo y así jue. Cuando uno es nacío pa´l cuento no vale ni que lo revienten (…).

Me gusta echá cuentos pa’ que los niños aprendan, porque ahí es ‘onde tá el futuro. Pa’ que cuiden lo nuestro, las bellezas, pa’ aquella juventud que viene”.

patrimoNio CuLturaL y oraL de La humaNidad

Fue en una cosecha de papa, cuando tenía unos veinte años, cuando lo apodaron El Caimán, y según el contó “Me pusieron caimán por una papa de a kilo que me comí. Al principio no me gustaba que porque yo veía el caimán muy “jocicón”. Luego de

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tanto decirme así me gustó y así me quedé”.

Numerosos reconocimientos recibió el querido Caimán, entre los que destacan el Premio Iberoamericano “Chamán” de Comunicación, Oralidad y Narración Oral Escénica, en 1989, y más recientemente la Distinción por la Oralidad y Diploma Medalla al Mérito en la Oralidad en 2010, ambos otorgados por la Cátedra Iberoamericana Itinerante de Narración Oral Escénica (Ciinoe), fundada por el narrador oral cubano-español Francisco Garzón Céspedes. Fue también incluido en la lista de Patrimonios Culturales Vivientes de Venezuela y se le denominó patrimonio cultural de Venezuela y oral de la Humanidad.

El 27 de septiembre de 2010, mi querido Caimán de Sanare cambió de paisaje, dicen que “se fue al cielo a contar sus historias a las nubes”.

uN CueNto de eL CaimÁN de SaNare La dieNtoNa

“Era la cuaresma y yo andaba enamorado de una muchacha. No podía uno salir porque La Dientona salía y echaba a correr a toda la gente. Se ponía bien vestida, preparada y aquellos cabellos tan largos. Era una mujer muy bonita la que le salía a uno.

Eran las 12 de la noche, y yo venía de enamorar una muchacha. Ella me echó pa´afuera rápido, porque la mamá y el papá estaban muy celosos.

—Ya es hora, me decían, y yo enamorao, puro jugar baraja. Floreaba las barajas, y nos cruzábamos los decires. Bueno, me fui para mi casa y me salió La Dientona. Ella me gustó mucho, tenía el pelo largo y bien vestía. Hola, le digo yo. Ella me pregunta que de dónde venía y para enamorarla, le dije de un viaje.

Me preguntó para dónde iba y le dije para mi casa. Respondió

¡tan temprano!, pero si esta es la hora de nosotros.

Se me puso el pelo riscao del miedo. Al rato le pregunté si ella tenía novio y me respondió que ahora los hombres eran malucos porque no decían nada. Pero si usted es tan bella, tan tiernita. Qué le pasa a los hombres. Vámonos junticos, ¿Quiere que le eche el brazo?… Sentí que estaba fría como un cadáver. Eso no me gustó nada. Hasta el sombrero se asustó y se empinó pa´arriba también.

Ella me preguntó si quería ver sus dienticos y yo inocentemente le dije que sí, todavía. Me lo enseñó y salieron unos para arriba y otros pa´bajo. !Ay¡, me fui de pa´tras. ¡Ave María Purísima! Salí corriendo y se pegó atrás con esos dientes fieros.

Eché una carrera tan grande que hasta las cotizas las largué. Otro día nos vemos, le dije, y La Dientona echaba candela de esa boca”.

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Quedarse

dAnielA sAidmAn.(Ciudad Guayana, Estado Bolívar, 1977) Poeta. Realizó estudios de Letras en la Universidad de Los Andes, ha publicado XXXI Hojas de Otoño, América y Otros cafés y Voces del sur. Es articulista en diversos medios de comunicación impresos y digitales del estado Bolívar.

Elegimos nuestro exilio. Algunos cruzamos las fronteras de la tierra y otros las del alma. A veces ambos adioses se encuentran y entonces, justo entonces, lo abandonamos todo.

Aunque dudé, decidí quedarme en la estación donde las palabras dicen lo que pienso.

En la esquina donde un abrazo vale el tacto del afecto verdadero.

Eché raíces en la línea que se dibuja en el asombro, porque aún quiero la conmoción de la vida.

No me resigno ni al silencio, ni a la rabia del deambular por las calles y encontrarme con el hambre, los pies descalzos de la miseria niña que debería tener la infancia que llevo en los dobladillos de la memoria.

Me permito la destemplanza de la desilusión al constatar que despertamos de un sueño para enfrentarnos a la pesadilla. Claudico del odio. No quiero muertos ni a mis enemigos, a ellos, a los que se llevaron una a una las hojas del futuro, los condeno al olvido y a una historia que no valdrá nunca la pena contar porque son los fantasmas de una casa que se ha caído a pedazos.

Instalé el llanto en las líneas que separan los días de los almanaques, donde marqué con tinta roja las ausencias, en el inventario de adioses sin la estridencia de las fotos de Cruz Diez.

He levantado mi hogar en las distancias y he hecho de mi patria un balcón donde amanece y se secan las ixoras sedientas.

Edifiqué la fortaleza en los domingos en que me olvido de todo y bailo a Silvio, recordando que alguna vez tuve la gracia de una bailarina que soñaba el mundo en las luces de un teatro.

Y cada lunes me exilio de mí misma, porque las derrotas se desparraman en la conciencia como charcos de lluvia en una mañana imposible de cargar a

cuestas sin el peso de todo lo que duele y desnuda.

Los viernes, cuando corro desesperada para alcanzar el silencio y quedarme al abrigo de lo que callo, borro los vestigios del cansancio, sacudiéndome de la ropa las migas de pan que se fueron juntando impotencia tras impotencia y desconcierto de por medio.

Elegí quedarme porque soy testaruda, porque creo en la magia de los hombres, en la verdad de la poesía, en la insistencia de mirarte y encontrarme en ti, en la esperanza pese a todo y pese a todos, en la constancia de creer en lo que hay de bueno en nosotros, en la certeza de que después del diluvio el aire estará más limpio. Elegí quedarme aunque me vaya. Elegí quedarme aunque me quede.

El exilio más desgarrador es ver partir lo que quedaba del deseo. Tal vez, algún día desandaremos el camino, tal vez volveremos y entonces, una bandera, un grito, un sueño, una frontera, serán apenas eso, una bandera, un grito, un sueño, una frontera. Y nosotros, todos nosotros, habremos elegido quedarnos para abrazarnos a lo que aún puede ser el mañana.

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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En las últimas décadas la crónica es un género que ha tomado fuerza dentro de la literatura, y en Venezuela tenemos cronistas que se han destacado por su labor y contribución a este género. Esta compilación hace un breve recorrido a través de las voces de: Arístides Rojas, Ramón Querales, José I. Cabrujas, José Roberto Duque, César Vásquez, Jessica Dos Santos, Lorena Almarza y Daniela Saidman; en ellas se puede descubrir como la crónica ha evolucionado con el paso de los años, y como cada uno de estos autores aborda el discurso hibrido propio de este género.