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517 DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICAENERO 2014 ISSN: 0185-3716 Vidas bien vividas Las verdades acerca del vivir bien y ser bueno y de lo que es bello no sólo son coherentes entre sí sino que se respaldan mutuamente RONALD DWORKIN Además HACIA UNA TEORÍA DEL PERSONAJE

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Page 1: Vidas bien vividas - Fondo de Cultura Econó · PDF fileReligión sin dios RONALD DWORKIN El economista que leía poemas. Conversación con Albert O. Hirschman ARCADIO DÍAZ QUIÑONES

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Vidas bien vividas

Las verdades acerca del vivir bien y ser bueno y de lo que es bello no sólo son coherentes entre

sí sino que se respaldan mutuamente

— R O N A L D DWO R K I N

Además HACIA UNA

TEORÍA DEL PERSONAJE

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José Carreño Carlón

DI R EC TO R G EN ER AL D EL FCE

Tomás Granados Salinas

DI R EC TO R D E L A GACE TA

Alejandro Cruz Atienza

J EFE D E R EDACCI Ó N

Ricardo Nudelman, Martha Cantú,

Adriana Konzevik, Susana López,

Alejandra Vázquez

CO N S E J O ED ITO RIAL

León Muñoz Santini

ARTE Y D IS EÑ O

Andrea García Flores

FO R MACI Ó N

Juana Laura Condado Rosas, María

Antonia Segura Chávez, Ernesto

Ramírez Morales

VERS I Ó N PAR A I NTER N E T

Impresora y Encuadernadora

Progreso, sa de cv

I M PR E S I Ó N

En diciembre de 2012 y febrero de 2013 concluyeron dos vidas sumamente productivas: la de Albert O. Hirschman, que había visto la luz en Berlín casi un siglo antes, y la de Ronald Dworkin, nacido en 1931. Tal vez no sea posible hallar otra circunstancia en sus respectivas biografías que los hermane, pues el primero es un tardío héroe de las convulsiones guerreras del siglo xx, mientras que el segundo conoció las cómodas mieles de la vida académica en las

mejores universidades anglosajonas. Pero la fecundidad de su existencia, lo original de sus escritos, el unánime entusiasmo que despierta en sus lectores —e incluso en sus críticos— confi rman que las suyas fueron vidas bien vividas.

Hirschman participó en hechos de guerra, defendiendo a la república durante la Guerra Civil española, y debió emigrar por motivos políticos, primero a Estados Unidos y luego, víctima indirecta del macartismo, a Colombia. Formado como economista, estudió el desarrollo y la democracia, así como las formas en que los individuos pueden manifestarse en la sociedad, sea a través del mercado, sea mediante organizaciones políticas. Más de una decena de libros dan cuenta de la importancia que este autor tuvo para el Fondo; como parte de los festejos por las ocho décadas de la editorial, nos aprestamos a publicar una compilación de ensayos y capítulos provenientes de esos volúmenes, preparada, junto con un texto introductorio, por José Woldenberg. Aquí presentamos, como quien prepara un campo para un próximo cultivo, dos conversaciones, una con el propio Hirschman y otra con su biógrafo reciente, Jeremy Adelman.

Dworkin fue un brillante alumno de derecho con marcadas inclinaciones fi losófi cas. Tras su paso por los juzgados, como litigante y como colaborador de jueces, emprendió una larga carrera académica que lo llevó a formular teorías, audaces y sutiles, sobre asuntos polémicos como el aborto y la eutanasia. Como estamos por publicar dos de sus últimas obras, una sobre la noción misma de valor y sobre la posibilidad (y el signifi cado) de bien vivir, otra sobre la benéfi ca experiencia religiosa que pueden tener los no creyentes, ofrecemos una reseña de Justicia para erizos y un adelanto de Religión sin dios.

Concluimos esta entrega con un fragmento de un libro de Maria Nikolajeva que discute cómo se construyen los personajes en la literatura infantil. Acaso esas disquisiciones sirvan también para entender mejor el trascurso vital de los colosos, personajes al fi n, a los que dedicamos esta entrega.�W

Hasta el fi nT O M Á S S E G O V I A

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El nacimiento de un clásicoA . C G R A Y L I N G

Religión sin diosR O N A L D D W O R K I N

El economista que leía poemas.Conversación con Albert O. Hirschman A R C A D I O D Í A Z Q U I Ñ O N E S

Y T H O M A S B O G E N S C H I L D

Hirschman: un intelectual“del norte” infl uido por intelectuales “del sur” Una conversación con Jeremy AdelmanA R C A D I O D Í A Z Q U I Ñ O N E S

¿Por qué una teoría del personaje?M A R I A N I K O L A J E V A

CAPITELNOVEDADESE N E R O D E 2 0 1 4

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EDITORIAL

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La Gaceta del Fondo de Cultura Económica

es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227,

Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado

de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y

Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto

Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal,

Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716

I LUS TR ACI Ó N D E P O RTADA : ©J E SÚS C IS N EROS

517Vidas bien vividas

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VIDAS BIEN VIVIDAS POESÍA

A pocas semanas de su fallecimiento, Segovia escribió estos versos de veladas referencias personales:al mirar un punto frágil del árbol que se asomaba por la ventana, supo “lo que le está pasando a esta hoja”; desde entonces le “andaba ronroneando ese poema”, incluido en la porción fi nal del segundo volumen de su

poesía reunida, que nos aprestamos a publicar como parte de los festejos por nuestro 80 aniversario

Hasta el fi nT O M Á S S E G O V I A

En el gran chopo frente a mi balcón

Tan seguro de sí y sin altanería

Tranquilamente vivo

Mientras amarillea ya por trechos

Su verde población

Qué claramente distinguimos

Las hojas pálidas que más agita

Desentendido el viento

Las que más sin querer se balancean

Las que más locamente giran

En torno a su peciolo

Las que van a caer más pronto

Hay una que hace días

Vapuleada más que todas

Tironeada atropellada

Más que cualquiera otra

Se aferra más que todas

Su voluntad entera convertida

En uñas dientes garras

También ella hasta el fin resistirá

A este atropello sordociego

Que la quiere arrancar de la densa hermandad

De verdores de sueños de susurros

De inevitable don de amor

A la que tan del todo pertenece.�W

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VIDAS BIEN VIVIDAS

Ronald Dworkin demostró que la filosofía jurídica no tiene que ser una disciplina impenetrable, infestada de tecnicismos y ajena a la experiencia

del lector llano. Albert O. Hirschman respondió a un legítimo deseo de

mejorar las condiciones económicas y políticas de los países en desarrollo.

A mirar vida y obras de ambos nos dedicamos aquí con una reseña, el fragmento de un libro de próxima aparición y un par de entrevistas

DOSSIER

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Hoy es una idea popular y deprimente entre filóso-fos y moralistas que los objetivos que debería-mos tener para nuestra propia vida y los ideales que deberíamos perse-guir para nuestras co-munidades políticas se encuentran sumidos en

tan profundo conflicto los unos con los otros que, lo queramos o no y sin importar nuestro comportamien-to, incurriremos en algo sumamente lamentable. Por ejemplo, ellos afirman que el conflicto nos es inevi-table, pues todos tenemos el deber moral de ayudar a los más pobres hasta volvernos tan pobres como ellos. No obstante, si en realidad dedicáramos nues-tras vidas a ese inagotable deber, no seríamos capa-ces de crear vidas dignas para nosotros mismos. En necesaria cierta transigencia: debemos ayudar a los pobres, pero no demasiado. Sin embargo, esa transi-gencia significa que, después de todo, no cumplire-mos con nuestro deber moral.

Del mismo modo, para muchos filósofos el con-flicto es inevitable en la política porque un gobier-no ha de buscar tanto proveer a su gente de igualdad

económica y oportunidades, como salvaguardar su libertad, pero no puede hacer ambas cosas porque la igualdad de la gente puede lograrse sólo mediante se-rias limitaciones a su libertad. Esto no es sólo la decla-ración del hecho manifiesto de que diferentes perso-nas y comunidades poseen valores distintos. El argu-mento asegura que incluso una persona consciente no puede expresar, ya sea en la forma en que vive o me-diante sus decisiones, todos los ideales que sabe que debe reconocer.

Los supuestos conflictos asociados con los valores políticos son particularmente graves, pues parecen tornar inevitable cierto grado de injusticia política incluso en sociedades generosas. Por supuesto, a las personas con ideales políticos extremos no las aque-ja este conflicto; lo único que tienen que hacer es re-pudiar los valores que consideran causantes del con-flicto. El libertario puede decir que la libertad es lo único importante, mientras el totalitario afirma que la libertad personal no importa en absoluto; sin em-bargo, para las personas sensibles a toda la gama de valores morales, estos puntos de vista extremos no constituyen opciones: ellas deben albergar la espe-ranza de que los llamados conflictos sean ilusorios, que la libertad de una persona no deba ser compra-da a costa de injusticias en contra de los demás y que

después de todo la igualdad general no signifique restricciones a su legítima libertad.

Algunos de los pensadores que declaran que la es-peranza es en vano e insisten en que los valores im-portantes sí entran en conflicto, como Richard Rorty y Jean-François Lyotard, han sido infectados por el rechazo postmoderno a las grandes ideas y gustan del relativismo moral. Sin embargo, una serie de dis-tinguidos filósofos actuales y contemporáneos tam-bién ha argumentado, de forma más cuidadosa, que el conflicto no puede eliminarse. Entre estos filóso-fos se cuentan Isaiah Berlin, Thomas Nagel, Bernard Williams, Michael Stocker, David Wiggins y John Kekes.

En una discusión continua, profunda y rica en texturas, que de ahora en adelante será esencial para todo debate sobre el tema, Ronald Dworkin argu-menta a favor de la opinión contraria: la unidad del valor. “Las verdades acerca del vivir bien y ser bue-no y de lo que es bello no solo son coherentes entre sí sino que se respaldan mutuamente —escribe en Jus-ticia para erizos—: nuestra idea de cualquiera de ellas debe estar, llegado el caso, plenamente a la altura de cualquier argumento que estimemos convincente sobre las restantes.” Si consideramos admirable el hecho de que la gente trabaja duro y corre riesgos

El nacimiento de un clásicoA . C . G R A Y L I N G

RESEÑA

El último libro que Roland Dworkin dio a las prensas es un ambicioso recorrido fi losófi co por la moral individual, la justicia, los deberes del Estado con los ciudadanos, en busca de una idea unifi cadora. A punto de salir de las prensas Justicia para erizos,

presentamos aquí una entusiasta reseña de otro fi lósofo interesado en el mismo abanico de asuntos que apuntan a la médula de la convivencia social

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VIDAS BIEN VIVIDAS

para mejorar la situación de su familia, entonces no podemos también insistir en que la justicia exija que los recursos de las personas sean iguales indepen-dientemente de sus decisiones laborales y de inver-sión pasadas. Debemos buscar conceptos atractivos tanto de lo que es una buena vida como de justicia social que no entren en conflicto el uno con el otro.

Presentar este argumento le exige a Dworkin en-tretejer discusiones sobre ética, moral, interpre-tación, libre albedrío, política y legislación en un complejo tapiz argumentativo que, como veremos, impugna algunas de las concepciones filosóficas con-temporáneas más ampliamente aceptadas. Además, Dworkin escribe desde la posición del filósofo apli-cado: los temas que discute son cuestiones de impor-tancia práctica, pues afectan la posibilidad y la forma en que la gente puede dar sentido a sus vidas; hacen la diferencia en asambleas legislativas y en tribuna-les cuyas decisiones afectan a cientos de millones de personas. Esa es la razón que da al argumento general su importancia. La meta de Dworkin de establecer la unidad del valor es su objetivo final: demostrar cómo la ley y el gobierno pueden basarse en la moralidad política.

Dworkin cita dos condiciones fundamentales para la obtención de legitimidad, a saber, un gobier-no legítimo debe mostrar la misma preocupación por cada persona dentro de su jurisdicción y, al mis-mo tiempo, debe reconocer el derecho y la responsa-bilidad de todos los individuos a elegir cómo ganarse una buena vida para sí mismos. Sin embargo, tener la misma preocupación no significa tratar a todos por igual, significa, más bien, tratar el impacto de una decisión política sobre cada ciudadano con la misma importancia. Si el gobierno ofrece becas a estudian-tes brillantes, por ejemplo, esto no debe ser porque se preocupe más por ellos, sino porque juzga que si el bienestar de todos es considerado como igualmente importante, la comunidad en general se beneficiará si los estudiantes sobresalientes reciben una educa-ción más avanzada.

En conjunto, estos dos principios descartan las teorías de justicia económica promotoras de las vir-tudes ofrecidas por los mercados desenfrenados y, en el extremo contrario, también descartan las teo-rías que instan a la igualación de los recursos inde-pendientemente de los esfuerzos y talentos indivi-duales. Dworkin busca, en las últimas secciones del libro, una teoría única de distribución justa que res-pete ambos principios. No obstante, el camino hacia ese objetivo consiste en hacer frente a muchos pun-tos de vista actualmente arraigados que aseguran la existencia de una falta de unidad de valor. La mayor parte del libro se enfrasca en una gran batalla contra esas opiniones.

Para lograr su objetivo, el autor recurre a dos es-trategias. En primer lugar, construye interpretacio-nes poco ortodoxas pero atractivas de los principa-les valores políticos que no chocan las unas con las otras. En segundo lugar, sostiene, a un nivel más fi-losófico, que dada una comprensión correcta de la clase de verdad contenida en un juicio de valor, po-demos defender dicha interpretación sólo al mostrar cómo se apoya en otros valores distintos; sólo me-diante la eliminación de los conflictos entre nuestros valores. Volveré a la segunda estrategia después de tratar de explicar la primera.

Dworkin desarrolla interpretaciones de la liber-tad y la justicia económica que no entran en conflic-to entre sí mediante la distinción del concepto de libertad como irrestricción [freedom] del de liber-tad negativa [liberty]. El gobierno restringe lo que él llama la libertad como irrestricción cada vez que im-pide que alguien actúe como mejor le parece, al ro-bar la propiedad ajena, por ejemplo. Dado que la jus-ticia obviamente requiere esas limitaciones, exige, también, poner en peligro parte de la libertad como irrestricción. Por el contrario, el gobierno restringe lo que Dworkin llama libertad negativa sólo cuando impide a las personas hacer lo que tienen derecho a hacer; por ejemplo, hablar sobre temas políticos. No cree que exista un derecho general a la libertad como irrestricción, sino sólo un conjunto de “derechos” que derivan de los derechos políticos básicos que to-dos debemos tener: el mismo nivel de preocupación, entendido según lo describí anteriormente, y el dere-cho a buscar una buena vida para sí mismo.

Estos derechos básicos, explica Dworkin, gene-ran los derechos a la libre expresión, a la propiedad de bienes, a procedimientos legales justos y a la auto-nomía ética, entre otros. Dado que, según este análi-

sis, tenemos derecho a hacer sólo lo que permite un gobierno que da igual importancia a cada individuo, los conceptos de libertad como irrestricción e igual-dad están totalmente integrados. No existe manera de resolver lo que la libertad como irrestricción exi-ge sin adoptar un punto de vista acerca de qué forma de distribuir los recursos y oportunidades mostrará el mismo interés por cada persona. Por ejemplo, en vista de que ni dentro de los fundamentos de cómo mostrar la misma preocupación ni en la responsa-bilidad personal hay algo que milite en contra de los impuestos para aliviar la pobreza, la justicia fiscal no afecta la libertad negativa.

Posteriormente, Dworkin aborda otro supuesto conflicto: el de la libertad negativa y la igualdad, ya reconciliados, y un tercer valor, la democracia. Una mayoría democrática puede votar para aprobar le-yes que reduzcan o deroguen la libertad negativa, o que nieguen una distribución justa de los recursos económicos. Sin embargo, el sólo dar a la gente el de-recho a participar en la toma de estas decisiones no elimina el riesgo de que exista tal conflicto. Dworkin afirma que la solución está en discriminar con más precisión entre sentidos de “democracia”. En lugar de conformarse con una definición mayoritaria o es-tadística del término, argumenta a favor de una con-cepción “asociativa” de la democracia, la cual resalta el hecho de que ningún gobierno es verdaderamente

democrático a menos que los votantes se traten en-tre sí como socios y no sólo como competidores. Tra-tar a los demás como socios significa que las decisio-nes políticas deben preocuparse por todos por igual en el sentido antes descrito: que tales decisiones �ya sea en los impuestos, la previsión social o la educa-ción� en el balance final deben considerar como de igual importancia el impacto que tienen en cada uno de los ciudadanos. De acuerdo con esta concepción asociativa, la democracia exige la libertad negativa y la justicia precisamente en los sentidos descritos por Dworkin.

Dworkin admite que esta manera de eliminar los conflictos puede hacer parecer que gana la victoria demasiado fácil: llegar a la unidad de los valores me-diante la redefinición de los términos haciendo así desaparecer el conflicto. Sin embargo, en los capí-tulos sucesivos del libro Dworkin argumenta cada idea de su estudio de forma enérgica y plena, y el análisis que él mismo sugirió �“lo que pensemos de cualquiera de ellas debe estar, llegado el caso, plena-mente a la altura de cualquier argumento que esti-memos convincente sobre las restantes”� prevalece a lo largo de todo el texto.

Esto nos lleva a la segunda de las estrategias de Dworkin: su discusión sobre la naturaleza del juicio moral y el argumento moral. Compartimos nuestros conceptos morales y políticos, asegura, no porque es-temos de acuerdo en los criterios para su aplicación �por el contrario, discrepamos de forma radical so-bre qué criterio utilizar para decidir si alguna imposi-ción, como los impuestos progresivos, es justa o injus-ta�. Sin embargo, incluso así compartimos conceptos morales y políticos debido a la forma en que figuran en nuestra experiencia común y en lo que Wittgens-tein llamó nuestra forma de vida. Reconocemos que tales conceptos describen los valores pero no estamos de acuerdo sobre el carácter exacto de los valores que describen.

Cada uno de nosotros puede argumentar a favor de la propia idea de justicia sólo apelando a algún otro va-lor que apoye dicha comprensión. Podríamos defen-der una concepción rawlsiana al mostrar cómo la jus-ticia así entendida ejecuta una teoría kantiana de la li-bertad, por ejemplo, o una interpretación utilitarista de la justicia al mostrar cómo ésta promueve la con-cepción del placer de Bentham. Dworkin llama a este estilo de argumentación “interpretación”: interpre-tamos nuestros valores morales y políticos mediante la conexión con otros valores. Sin duda, sólo podemos defender nuestras concepciones de los otros valores que citamos al interpretarlas, a su vez, mediante su conexión con otros valores. Podríamos defender la idea kantiana de la libertad, por ejemplo, al ofrecer una teoría de la dignidad humana, o la concepción de Bentham de la centralidad del placer al mostrar la importancia del placer para la verdadera felicidad, y así sucesivamente. El hecho de cómo compartimos y discutimos acerca de conceptos de valor muestra en sí mismo que los valores están interconectados de for-ma indivisible: un juicio ideal e integral de cualquiera de nuestros valores se basaría en el resto de nuestros valores y eliminaría cualquier conflicto entre ellos.

Debido a la importancia de la idea de interpre-tación en el análisis de Dworkin, el autor le dedica dos capítulos, uno a su uso general en una amplia gama de temas, incluyendo la literatura, la historia, el derecho, la sociología, y más, y uno de forma más concreta a la interpretación conceptual, que afecta de manera directa en el razonamiento moral. En el primero de estos capítulos, Dworkin ofrece lo que él llama una teoría del “valor”, misma que, según él, explica la interpretación a través de todos estos gé-neros. La interpretación es una cuestión, dice, no de recobrar la intención de un autor al crear un poema, una pintura o una ley, sino de atribuir valor a estas creaciones, un valor que el autor mismo pudo no ha-ber reconocido. Es una cuestión de hacer que tal o cual objeto sea lo mejor que puede llegar a ser, dado su texto o estructura y dado lo que el intérprete con-sidere que sea el punto de la actividad de interpretar.

Las diferentes “escuelas” de interpretación difie-ren sobre lo que significa “mejor” en este contexto. Los abogados no están de acuerdo en cómo interpre-tar una ley, pues apoyan diferentes teorías de jus-ticia ni en si los jueces impuestos tienen el derecho o la responsabilidad de tratar de mejorar las leyes que interpretan. Los críticos marxistas de la litera-tura discrepan con los críticos más convencionales, porque piensan que el meollo de la interpretación literaria es proporcionar la “mejor” explicación del papel de la literatura en el conflicto entre las clases económicas.

Dworkin propone varios ejemplos de estas dife-rencias dentro de las conjeturas sobre el significado de “mejor”; su objetivo es mostrar cómo en un mis-mo intérprete una amplia variedad de convicciones estéticas, políticas y morales controlan lo que “ve” en el objeto de su interpretación. De esta idea se des-prende que no hay perspectiva de valor neutral desde la cual pueda juzgarse la exactitud de interpretación alguna. En ese sentido, Dworkin afirma, la interpre-tación está cargada de valores “de arriba abajo”.

En lo que respecta al valor, Dworkin es un “ob-jetivista”: afirma que las personas en verdad tie-nen maneras de vivir mejores y peores, que existen instituciones políticas mejores y peores, y que hay teorías del valor del arte y de la naturaleza de la de-mocracia, también, mejores y peores. Al pensar así contraviene la corriente de pensamiento mayorita-ria dentro del debate contemporáneo cuya materia de estudio es el valor. “No podemos defender una teoría de la justicia �escribe� sin defender tam-bién, como parte de la misma empresa, una teoría de la objetividad moral.” Dworkin critica la distin-ción tradicional que los filósofos morales hacen en-tre las dos clases de teoría moral: en primer lugar, lo que ellos llaman “metaética”, que incluye un es-tudio de cuestiones filosóficas tales como si los va-lores en verdad existen, y en segundo lugar, lo que para ellos es moralidad “sustantiva”, la cual consi-dera los derechos y deberes morales con los que las personas realmente cuentan.

Dworkin considera falaz esta distinción. Cuando un filósofo declara que los valores morales no exis-ten, o que los juicios morales no pueden ser ciertos, sus afirmaciones supuestamente filosóficas en rea-lidad implican una gran cantidad de posturas po-líticas controvertidas; por ejemplo, que los ricos no tienen la responsabilidad moral de cuidar de los po-

EL NACIMIENTO DE UN CLÁSICO

Lo ético —la forma en que debemos vivir— promueve lo moral —cómo debemos tratar a los demás—. Lo ético funciona así porque en el cumplimiento de nuestra propia humanidad reconocemos y respondemos a la humanidad de los demás.

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VIDAS BIEN VIVIDAS

bres. Él cree que el escepticismo moral, que niega que los juicios morales pueden ser objetivamente buenos o malos, verdaderos o falsos, es en sí mismo un dere-cho moral y puede verse respaldado, en todo caso, sólo por la argumentación moral. De ello se desprende que el escepticismo moral extremo �que, sin importar su tipo, ningún juicio moral puede ser realmente cier-to� es necesariamente contraproducente, negando, al mismo tiempo, la única razón �el argumento mo-ral en sí� bajo la cual se le puede defender.

Esta es una aseveración clave del libro de Dwor-kin, y si bien su argumento es nuevo, me parece con-vincente. En caso de tener razón, de forma sensata no podemos pedir una explicación neutral y moral-mente independiente de lo que convierte a un jui-cio moral o político en correcto y a otros en equivo-cados. Podemos, desde luego, identificar falacias y contradicciones evidentes que invalidan algunos ar-gumentos morales. Sin embargo, incluso después de eliminar estas falacias, algunas personas pueden ser persuadidas por los argumentos y convicciones re-chazados por otros. Entonces, cada uno de nosotros deberá decidir, sin ningún tipo de prueba de fuego final, cuál de estos argumentos nos parece convin-cente. Lo mejor que podemos hacer es pensar tanto y tan responsablemente como podamos, y luego adop-tar lo que creamos justo.

Sin embargo, la homilía de que debemos pensar cuidadosamente en nuestras convicciones morales y éticas no es el único objetivo de Dworkin; él des-cribe, además, una prueba especial de responsa-bilidad. Dado que, desde su punto de vista, no nos concebimos apoyando convicción alguna a menos que creamos que ésta puede ser respaldada por el conjunto de nuestras otras convicciones, debemos, por lo menos de vez en cuando, reflexionar sobre la compatibilidad de opiniones similares, proceden-tes de lo que parecen ser aspectos muy diferentes de la vida.

Debemos preguntarnos, por ejemplo, si nuestras ideas políticas sobre la conveniencia de otorgar de-rechos procesales comunes y corrientes a presuntos terroristas son congruentes con nuestra opinión per-sonal sobre cuándo es adecuado para alguien poner en peligro sus normas morales por temor a la violen-cia; o si nuestras opiniones políticas sobre la respon-sabilidad de los pobres por sus propias desgracias son consistentes con nuestros puntos de vista acerca de la obligación de los miembros de nuestra familia a ayu-dar al otro. Entendemos, por supuesto, que no pode-mos pasar días angustiados por estas cuestiones an-tes de actuar. Sin embargo, debemos hacer nuestro mejor esfuerzo �como individuos y de forma colecti-va, y asistidos por filósofos morales� para identificar y tratar de resolver dichos conflictos dondequiera que se produzcan. Sin duda, llegaremos a respuestas y re-soluciones distintas a las de los demás, no obstante, lo que requiere el disímil ideal de responsabilidad es el intento por alcanzar la unidad.

El énfasis de Dworkin en la responsabilidad re-quiere que nos imaginemos a nosotros mismos como capaces de ejercer responsabilidad moral. Consi-dera, por lo tanto, el perenne debate sobre el “libre albedrío”: la posibilidad de que la gente sea respon-sable de sus actos si su comportamiento está entera-mente determinado por leyes naturales, fenómenos físicos pretéritos y por su composición genética y neuronal. Ese debate está tan trillado y tan plagado de esfuerzos por distinguir entre cláusulas de escape que, en su mayor parte, se ha vuelto imposible de ex-plorar sin tener primero que levantar una montaña rodeada de discusiones complementarias. Su gran dificultad queda bien ilustrada por la confesión de Thomas Nagel de que la idea de una causa sin cau-sa �lo que la voluntad humana sería si existiera un agente causal� es a la vez ininteligible e irresistible.

Dworkin comienza su propia discusión insistien-do en que la posibilidad de ser o no responsables de nuestras acciones, y en qué casos, es una cuestión éti-ca más que un asunto científico. Debemos decidir si la verdad del determinismo podría extinguir la res-ponsabilidad personal al preguntar qué respuesta se ajusta mejor a nuestra gama completa de conviccio-nes éticas y morales. Aquí distingue dos principios posibles. El primero sostiene que somos responsa-bles de nuestras acciones sólo si nuestras decisiones no están totalmente determinadas por sucesos na-turales que escapan a nuestro control. El segundo sostiene que somos responsables, ya sea que nues-tras decisiones estén determinadas o no, siempre y cuando tengamos dos capacidades a la hora de actuar:

la capacidad de formarnos creencias verdaderas y la capacidad de tomar decisiones que reflejen nuestra personalidad y nuestros propios fines. Cada uno de estos principios produce una teoría de cuándo somos responsables de lo que hacemos, mismas que se con-tradicen entre sí.

Dworkin elige entre ellas al argumentar que el primer principio es “un huérfano interpretativo: no podemos encontrar ni construir ninguna bue-na razón por la cual deba formar parte de nuestra ética”; no nos ayuda, pues, a tomar una decisión. El segundo principio, por otro lado, embona perfec-tamente con el resto de la experiencia y la opinión éticas; se ajusta en una visión integrada de la ma-nera en la que nos juzgamos a nosotros mismos y de cuándo nos sentimos orgullosos o nos avergon-zamos por lo que hemos hecho. Así, explica por qué entendemos que una decisión fatídica, como pedir el divorcio, es tan consecuente para nuestra evaluación de si hemos vivido como deberíamos. “[El] drama en desarrollo de la vida autoconscien-te” exige que nos hagamos responsables de aque-llas decisiones que definen nuestro curso y que un análisis biográfico y del carácter no sería capaz de ignorar.

Sea cual fuere el caso, el argumento de Dworkin es muy importante y, de la misma manera que tantas otras cosas en el libro, a partir de ahora influirá de manera significativa el debate sobre el tema. Los fi-lósofos que niegan la capacidad de las personas para desarrollar responsabilidad moral porque su com-portamiento ha sido predeterminado por comple-to, deberán volver a preguntar en nuestras autobio-grafías éticas acerca de la plausibilidad de cualquier punto de vista que ignore la relevancia de estas dos capacidades.

El siguiente asunto que Dworkin aborda es la éti-ca: el estudio de lo que es vivir bien, de hacer algo valioso de nuestras propias vidas.1 A menos que aceptemos la responsabilidad de vivir bien, afirma, no podemos responder por las emociones y las mo-tivaciones que tenemos y no podemos abandonar. Posteriormente argumenta que nuestras respon-sabilidades para con los demás se derivan de esta responsabilidad hacia nosotros mismos. El valor que buscamos promover en ambos casos es el “va-lor adverbial”, que surge de la forma en que vivimos, de la forma de nuestra vida. La dignidad y el respeto propio, tomar la propia vida en serio, hacer efecti-vos nuestros derechos y aceptar la responsabilidad de tomar decisiones éticas para nuestro propio bien son los componentes de la buena vida, e implican una actitud de respeto hacia los demás. Por lo tanto, lo ético �la forma en que debemos vivir� promue-ve lo moral �cómo debemos tratar a los demás�. Lo ético funciona así porque en el cumplimiento de nuestra propia humanidad reconocemos y respon-demos a la humanidad de los demás.

A continuación Dworkin discute asuntos mora-les fundamentales. ¿Qué obligación de ayudar te-nemos para con los desconocidos? ¿Por qué no se nos permite lastimar deliberadamente a la gente, incluso para lograr un bien mayor? ¿Qué obliga-ciones tenemos, en consecuencia, hacia la familia u otras relaciones? ¿Por qué incurrir en obliga-ciones con promesas? ¿Tenemos obligaciones es-peciales con respecto a los miembros de nuestra propia religión o grupo étnico? ¿Las tenemos ha-cia conciudadanos de nuestra comunidad política? Estas preguntas construyen un puente a la cues-tión de la justicia, que es donde termina el libro, completando la demostración de que la política es parte de la ética, y que los valores que componen la red global de la ética constituyen, ipso facto, un sistema unitario e integrado.

Dworkin acepta la famosa “ley” de David Hume en la que señala que los juicios de valor no pueden extraerse de las declaraciones de hechos; sin em-bargo, se basa en dicha ley, que a menudo es con-siderada un justificante del escepticismo hacia la moralidad, para desarrollar una conclusión opues-ta: él cree que apoya su tesis, descrita anteriormen-te, de que una sentencia filosófica sobre la moral es en sí un juicio moral sustantivo, un juicio concreto que cuenta para decidir lo que es correcto y lo que es incorrecto en la propia vida. Sin embargo, vale la pena señalar que uno puede estar de acuerdo con

1� Véase su reciente artículo: “What is a Good Life?”, extraído de este

libro, The New York Review, 10 de febrero de 2011.

Dworkin en esa tesis y al mismo tiempo rechazar la idea de Hume, una distinción de valor aceptada por Dworkin.

Existe una alternativa atractiva a esa distinción, mediante la cual se afirma que hay ciertos hechos acerca de las criaturas conscientes, evidentemente los seres humanos, que están completamente em-papados de valor, y cuya verdad es lo que convier-te en verdaderas ciertas afirmaciones morales. Por ejemplo, la capacidad de los seres dotados de senti-dos para experimentar sufrimiento y placer �y su preferencia en general por el último sobre el prime-ro� establece una restricción inmediata en las de-cisiones de un agente consciente de este hecho y de la conformidad de sus propias preferencias con él. Acusar a alguien de insensibilidad, crueldad, mal-dad, sadismo y similares, si perjudica a otros seres dotados de sentidos a pesar de saber que, como él, ellos preferirían no ser dañados, recae por comple-to en la apelación a estos mismos hechos.

Para incontables moralistas, de Epicuro en ade-lante, esto ha parecido muy obvio, que son más bien Hume y G. E. Moore quienes parecen tener puntos de vista extraños al oponerse a la objetividad de la moral y al describir, en el caso de Moore, la explica-ción natural como una falacia (en efecto, “la falacia naturalista”). El argumento de Dworkin de que un juicio moral no puede establecerse o ser socavado por hechos sociales relacionados, por ejemplo, con qué tan popular es el juicio �que en ese sentido los juicios morales son objetivos y no subjetivos� es bastante consistente con el supuesto, como he suge-rido, de que algunos otros tipos de datos, tales como los datos acerca de la crueldad, están en sí mismos empapados de valor.

Los lectores familiarizados con la teoría de la ley de Dworkin descubrirán en su último capítulo un es-tudio fresco de cómo su tesis sobre la unidad de los valores conduce �y justifi ca� a su afi rmación de que la ley es parte de la moral política. Este punto de vis-ta rechaza de forma categórica el positivismo jurídi-co, teoría alguna vez dominante entre los fi lósofos del derecho angloestadunidense, que sostiene que la moral es irrelevante, incluso en casos controverti-dos, al decidir lo que en verdad es la ley de una comu-nidad. Dworkin ha defendido el punto de vista con-trario durante muchos años, por ejemplo, en su libro Law’s Empire (1986), así como en su obra más recien-te Justice in Robes (2006).

Sin embargo, en Justicia para erizos Dworkin ofrece una versión más dramática de su tesis que aprovecha al máximo todo el argumento del libro. Así, el autor completa, en el capítulo fi nal, una cade-na de razonamientos que puede considerarse uni-fi cadora de convicciones sobre moral personal con principios de justicia política, para después mos-trar cómo todos ellos se reúnen en un sistema más grande de ideales morales que, para él, tanto aboga-dos como jueces deben implementar para descubrir lo que los principios abstractos de la Constitución estadunidense en realidad signifi can y requieren.

Estamos aquí ante el nacimiento de un clásico fi losófi co moderno; de una de las obras esenciales del pensamiento contemporáneo destinada a mo-difi car el curso de los debates, pues incluso todos aquellos que encuentren en la obra un aspecto con el cual diferir �después de todo, Dworkin adelanta de forma contundente que tampoco está de acuerdo con ellos� no serán capaces de ignorar los retos que plantea. Sin duda, del calor de la discusión emana-rá, también, una brillante luz.�W

Traducción de Dennis Peña.

A. C. Grayling fue profesor de fi losofía en la Universidad de Londres hasta 2011 y miembro supernumerario del St Anne’s College, Oxford. Sus libros más recientes son The God Argument y Friendship, ambos publicados en 2013.

EL NACIMIENTO DE UN CLÁSICO

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La bien conocida y tajante divi-sión entre las personas religio-sas y aquéllas que carecen de religión es demasiado burda. Muchos millones de personas que se consideran ateas tienen convicciones y experiencias similares —e igualmente pro-fundas— a las de aquéllas que los creyentes conciben como

religiosas. Ellos afirman que, si bien no creen en un dios “personal”, creen en una “fuerza” en el univer-so “superior a nosotros”. Sienten una responsabili-dad inexorable de vivir bien sus vidas, con el respeto que las vidas de los otros merecen; se enorgullecen de una vida que para ellos fue bien vivida y, en oca-siones, sufren un arrepentimiento inconsolable por una vida que consideran, en retrospectiva, desper-diciada. No sólo les parece que el Gran Cañón es im-presionante sino que su maravilla roba el aliento y provoca escalofríos; no sólo se interesan por los úl-timos descubrimientos sobre el inmenso espacio ex-terior sino que éstos los fascinan. Para ellos, no sólo se trata de una respuesta sensual inmediata o, en

cualquier otra forma, inexplicable; tienen la convic-ción de que la fuerza y el asombro que sienten es real, tan real como los planetas o el dolor; de que la verdad moral y el asombro natural no sólo sobrecogen sino que ameritan esta respuesta.

Existen expresiones famosas de este conjunto de actitudes. Albert Einstein decía que, a pesar de ser ateo, era un hombre profundamente religioso: “El conocimiento de que lo que para nosotros es impene-trable realmente existe, que se manifiesta en la sabi-duría más elevada y en la belleza más refulgente que nuestras torpes facultades sólo pueden comprender en las formas más primitivas; este conocimiento, esta sensación, se ubica en el centro de la religiosi-dad. En este sentido, y sólo en él, me cuento entre las filas de los hombres devotamente religiosos.”1

Percy Bysshe Shelley decía de sí que era un ateo que, no obstante, sentía que “La sombra de una Fuer-za incognoscible / flota, aunque incognoscible, entre

1� Albert Einstein, en Clifton Fadiman (coord.), Living Philosophies: The

Refl ections of Some Eminent Men and Women of our Time, Nueva York,

Doubleday, 1990, p. 6.

nosotros.”2 Los filósofos, historiadores y sociólogos de la religión han insistido en una definición de la experiencia religiosa que proporcione un espacio para el ateísmo religioso. William James afirmaba que uno de los dos elementos indispensables de la religión era un sentido de fundamentalidad, de que hay “cosas en el universo —como él lo expresó— que ríen al último”.3 Los deístas tienen un dios que cumple ese papel, pero para un ateo la importancia de vivir bien ríe al último, no hay nada más básico en lo que descanse esa responsabilidad o en lo que deba descansar.

Para fines legales, los jueces deben decidir con-tinuamente cuál es el significado de religión. Por ejemplo, cuando el congreso estadunidense estipu-ló una exención del servicio militar por “objeción de conciencia” para aquellos hombres cuya religión les impedía servir, la Suprema Corte se vio en la nece-sidad de decidir si un ateo que se veía impedido por

2� Percy Bysshe Shelley, “Himno a la belleza intelectual” (1816), trad.

Gabriel Insausti.

3� William James, The Will to Believe and Other Essays in Popular Phi-

losophy, Nueva York, Longmans, Green and Co., 1986, p. 25.

Religión sin diosR O N A L D D W O R K I N

ADENLANTO

En 2011 Ronald Dworkin preparó unas emocionantes conferencias sobre los valores esenciales del género humano y las creencias religiosas.

Con la sencillez propia de la exposición oral, salpimentada con pinceladas literarias y humorosas, ese discurso se convertiría en un pequeño libro

que estamos por publicar; ofrecemos ahora una breve muestra de este ensayo sobre el escepticismo, la religiosidad,

lo trascendente más allá de dios

ADENLANTO

lo trascendente más allá de dios

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sus convicciones morales calificaba para dicha obje-ción. Decidió que sí calificaba.4 En otro caso, cuando la corte tuvo que interpretar la garantía constitucio-nal del “libre ejercicio de la religión”, declaró que en Estados Unidos florecen muchas religiones que no reconocen a un dios, entre ellas lo que llamó “huma-nismo secular”.5 Asimismo, la gente común utiliza re-ligión en contextos que nada tienen que ver con dioses o fuerzas inefables: dicen que los estadunidenses han convertido su constitución en una religión o que, para algunos, el béisbol es una religión. Claramente estos últimos usos del término “religión” sólo son metafóri-cos, pero no parecieran alimentarse de la creencia en dios sino de compromisos más profundos en un senti-do general.

Por lo tanto, la frase “ateísmo religioso”, si bien resulta sorprendente, no constituye un oxímoron; en cuanto al significado de las palabras, la religión no se restringe al deísmo. No obstante aun se la pue-de considerar confusa. ¿Acaso no sería mejor, por el bien de la claridad, reservar religión para el deísmo y afirmar que Einstein, Shelley y los otros eran ateos “sensibles” o “espirituales”? Sin embargo, tras con-siderarlo nuevamente, la expansión del territorio religioso aumenta la claridad pues vuelve más níti-da la importancia de lo que es común a dicho terri-torio. Richard Dawkins sostiene que las palabras de Einstein son “destructivamente confusas”6 porque la claridad requiere de una distinción tajante entre una creencia en que el universo está gobernado por leyes físicas fundamentales —lo que Dawkins creía que Einstein quería decir— y la creencia en que lo gobierna algo “sobrenatural”, lo que según Dawkins sugiere la palabra religión.

Sin embargo, Einstein no sólo quería decir que el universo se organizara alrededor de leyes físicas fun-damentales; de hecho, la opinión que cité, en un sen-tido importante, es una adhesión a lo sobrenatural. La belleza y la sublimidad, a las que, en sus palabras, sólo podemos acceder en un débil reflejo, no son parte de la naturaleza, son algo que está más allá de la natu-raleza y que no podemos entender incluso cuando fi-nalmente comprendamos la más fundamental de las leyes físicas. Einstein tenía fe en que un valor trascen-dental y objetivo impregna el universo, un valor que no es un fenómeno natural ni una reacción subjetiva a fenómenos naturales. Eso lo llevó a insistir en su pro-pia religiosidad. No existía otra descripción, pensaba, que capturara mejor la naturaleza de su fe.

4� United States vs. Seager, 380 U.S. 163 (1965).

5� Torcaso vs. Watkins, 367 U.S. 488 (1961), n. ii: “Entre las religiones de

este país que no enseñan lo que suele considerarse la creencia en la exis-

tencia de dios, están el budismo, el taoísmo, la cultura ética, el humanis-

mo secular y otras. Vid. Washington Ethical Society vs. District of Colum-

bia, 101 U.S. App. D.C. 371, 249 F. 2d 127; Fellowship of Humanity vs. Coun-

ty of Alameda, 153 Cal. App. 2d 673, 315 P. 2d 394; II Encyclopædia of the

Social Sciences p. 293; 4 Encyclopædia Britannica, 1957, pp. 325-327; 21 id.,

en p. 797; Archer, Faiths Men Live By, 2ª ed. rev. de Purinton, pp. 120-138,

254-313; 1961 World Almanac, pp. 695, 712; Year Book of American Church-

es for 1961, en pp. 29, 47”.

6� Richard Dawkins, The God Delusion, Boston, Houghton Miffl in, 2006,

p. 8.

Dejemos a Einstein con su descripción de sí, a los académicos con sus categorías generales y a los jue-ces con sus interpretaciones. La religión, diremos, no implica necesariamente la creencia en dios; en-tonces, suponiendo que alguien pueda ser religio-so sin creer en un dios, ¿qué significa ser religioso? ¿Cuál es la diferencia entre una actitud religiosa frente al mundo y una que no lo es? La respuesta a estas preguntas no es sencilla porque “religión” es un concepto interpretativo.7 Es decir, las personas que lo utilizan no están de acuerdo en su signifi-cado preciso, sino que toman una postura con res-pecto a lo que debería significar. Cuando Einstein se llamó religioso bien podía pensar en algo muy distinto a lo que pasaba por la cabeza de William James cuando clasificó ciertas experiencias como religiosas o a lo que pensaban los jueces de la Su-prema Corte cuando afirmaron que las creencias ateas podías ser calificadas de religiosas. Conside-raremos nuestra pregunta bajo esta luz. ¿Adoptar qué definición de religión resultaría más revelador?

Enfrentaremos este reto casi de inmediato, pero antes debemos detenernos en el trasfondo sobre el que consideramos el tema. Las guerras de religión, como el cáncer, son una maldición de nuestra espe-cie. Las personas se matan en todo el mundo porque odian a los dioses de los otros. En lugares menos vio-lentos como Estados Unidos el terreno principal de sus peleas es la política, en cualquier nivel, desde las elecciones nacionales hasta las reuniones de los co-mités educativos locales. Las batallas más aguerridas no suceden entre las diferentes sectas de religiones con dios sino entre los creyentes fervorosos y aque-llos ateos a los que los primeros consideran bárbaros inmorales en los que no se puede confiar y cuyo nú-mero creciente es una amenaza para la salud moral y la integridad de la comunidad política.

Actualmente los fanáticos tienen gran poder po-lítico en Estados Unidos. La así llamada derecha religiosa es un sector votante al que se corteja con vehemencia. El poder político de la religión ha pro-vocado, como era de esperarse, una reacción opues-ta (aunque difícilmente igual). El ateísmo militante, si bien políticamente muerto, goza en estos momen-tos de un gran éxito comercial. En Estados Unidos, nadie que se considere ateo podría resultar elegido para un cargo de importancia, pero el libro The God Delusion (El espejismo de Dios) ha vendido millones de ejemplares, y otras docenas de títulos que conde-nan la religión como una cábala atestan las librerías de ese país. Hace unas décadas, los libros que se bur-laban de dios eran extraños. La religión implicaba una Biblia y nadie pensaba que valiera la pena seña-lar las innumerables equivocaciones de la creación bíblica. Esto ya no es así. Ahora los académicos de-dican carreras enteras a refutar lo que parecía, en-

7� Vid. Ronald Dworkin, Justice for Hedgehogs, Cambridge, Massachu-

setts, Belknap Press of Harvard University Press, 2011, cap. 8: “Concep-

tual Interpretation”.

tre aquellos que compran con entusiasmo sus libros, demasiado tonto refutar.

Si podemos separar a dios de la religión, si enten-demos cuál es en verdad el punto de la religión y por qué no requiere —ni asume— la existencia de una persona sobrenatural, entonces quizá al menos sea-mos capaces de disminuir la temperatura de esas ba-tallas al separar las cuestiones científicas de las de valor. Las nuevas guerras de religión son en realidad guerras culturales. No sólo tratan sobre la historia científica —sobre lo que más ayuda al desarrollo de la especie humana, por ejemplo— sino, de manera más fundamental, sobre el significado de la vida hu-mana y de lo que significa vivir bien. Como veremos, la lógica exige una separación entre los aspectos científicos y los de valor de una religión deísta orto-doxa. Una vez que los hayamos separado adecuada-mente, nos daremos cuenta de que son absolutamen-te independientes: la parte de valor no depende —no podría depender— de la existencia de cualquier dios o de su historia. Si aceptamos esto, entonces dismi-nuimos de manera formidable el tamaño y la impor-tancia de estas guerras. Dejarían de ser guerras cul-turales. Ésta es una ambición utópica: la guerras de religión, violentas y no violentas, reflejan odios más profundos de los que la filosofía puede expresar. No obstante, un poco de filosofía puede resultar útil.

¿QUÉ ES LA RELIGIÓN? EL NÚCLEO METAFÍSICO¿Entonces qué consideramos una actitud religiosa? Intentaré dar una explicación razonablemente abs-tracta y por lo tanto ecuménica. La actitud religiosa acepta la absoluta e independiente realidad del valor; acepta la verdad objetiva de dos juicios centrales sobre el valor. El primero afirma que la vida humana tiene un significado o valor objetivos. Cada persona tiene la responsabilidad innata e inalienable de intentar que su vida sea exitosa; es decir, de vivir bien y aceptar responsabilidades éticas con uno mismo y responsa-bilidades morales con los otros, no sólo porque lo con-sideramos importante sino porque en sí mismo es im-portante que lo creamos o no. El segundo afirma que lo que llamamos “naturaleza” —el universo como un todo y cada una de sus partes— no sólo es una cuestión de hecho sino sublime en sí misma: algo con un valor y maravilla intrínsecos. Juntos, estos dos amplios jui-cios de valor expresan el valor inherente de ambas di-mensiones de la vida humana: la biológica y la biográfi-ca. Formamos parte de la naturaleza porque tenemos un ser físico y una duración; la naturaleza es el lugar y el nutriente de nuestras vidas físicas. Formamos par-te de la naturaleza porque tenemos conciencia de que construimos una vida y debemos tomar decisiones que, en conjunto, determinan la vida que llevamos.

Para un buen número de personas la religión in-cluye mucho más que esos dos valores: para muchos deístas también incluye la obligación de adorar, por ejemplo. No obstante, tomaré estos dos —el signifi-cado intrínseco de la vida y la belleza intrínseca de la naturaleza— como los paradigmas de una actitud

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completamente religiosa hacia la vida. Es imposi-ble aislar estas convicciones del resto de nuestra vida. Conforman una personalidad completa. Im-pregnan la experiencia: generan orgullo, arrepen-timiento y emoción. El misterio es una parte im-portante de esa emoción. William James escribió “Como el amor, como la ira, como la esperanza, la ambición, los celos, como cualquier otro ímpetu e impulso instintivos, [la religión] añade un encanto a la vida que no es racional o lógicamente deducible de cualquier otro.”8 El encanto es el descubrimien-to del valor trascendental de lo que, de otra manera, parecería efímero y muerto.

No obstante, ¿cómo puede un ateo religioso estar seguro de lo que afirma sobre los muchos valores que abraza? ¿Cómo puede estar en contacto con el mun-do de los valores para revisar la aserción probable-mente caprichosa en la que deposita tanta emoción? Los creyentes respaldan sus convicciones en la auto-ridad de un dios, pero los ateos parecieran tomar las suyas del aire. Es necesario explorar un poco la me-tafísica del valor.9

La actitud religiosa rechaza el naturalismo, que es uno de los nombres de una teoría metafísica muy po-pular según la cual nada que no se pueda estudiar por las ciencias naturales, incluida la psicología, es real. Es decir, no existe nada que no sea materia o mente; en esencia no existe algo como la buena vida, la cruel-dad o la belleza. Richard Dawkins habló en nombre de los naturalistas cuando sugirió la respuesta adecuada de los científicos a las personas que, criticando el na-turalismo, citan perennemente a Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospe-cha tu filosofía”. “Sí —contestó Dawkins— pero esta-mos trabajando en ello.”10

Entre los naturalistas, algunos son nihilistas: afirman que los valores sólo son ilusiones. Otros na-turalistas aceptan, en cierto sentido, la existencia de los valores, pero los definen de tal forma que les niegan cualquier existencia independiente: los vuel-ven dependientes por completo de los pensamientos o las reacciones de las personas. Dicen, por ejemplo, que calificar el comportamiento de alguien de bueno o malo sólo significa que, en realidad, las vidas de las personas serían más placenteras si todos se compor-taran de esa manera; o que afirmar la belleza de una pintura sólo significa que, en general, la gente siente placer al observarla.

La actitud religiosa rechaza todas las formas de naturalismo, insiste en que los valores son reales y fundamentales, y no sólo manifestaciones de algo más; tan reales como los árboles o el dolor. También rechaza otra teoría que podríamos llamar realismo fundamentado. Esta postura, también popular entre los filósofos, afirma que los valores son reales y que nuestros juicios de valor pueden ser objetivamente verdaderos, pero sólo si asumimos, y podemos equi-vocarnos, que tenemos razones, además de nuestra confianza en nuestros juicios de valor, para pensar que tenemos la capacidad de descubrir verdades so-bre el valor.

Existen muchas formas de realismo fundamen-tado, una de ellas es una forma de deísmo que sigue el rastro de nuestra capacidad de elaborar juicios de valor hasta un dios. (Argumentaré brevemente que este supuesto fundamento va en la dirección equivo-cada.) Todas ellas concuerdan en que, si los juicios de valor pueden llegar a ser confiables, debe haber ra-zones independientes para pensar que las personas tienen la capacidad de elaborar juicios morales con-fiables; “independientes” porque no dependen de di-cha capacidad. Esto vuelve al estado de valor depen-diente de la biología o la metafísica. Supongamos que encontramos evidencia irrefutable de que nuestras convicciones morales sólo existen a causa de la adap-tación evolutiva, lo que sin duda no haría que fueran necesariamente verdaderas. Por lo tanto, dentro de esta opinión, no tendríamos razones para pensar que la crueldad está mal; si creemos que lo está, en-tonces debemos tener otra manera de “estar en con-tacto” con la verdad moral.

La actitud religiosa insiste en una separación aún más fundamental del mundo del valor y el mundo

8� William James, The Varieties of Religious Experience, Nueva York,

Modern Library, 1902, p. 47.

9� Aquellos que quieran explorar esta objeción y mi respuesta de manera

más profunda consulten Ronald Dworkin, Justice…, op. cit., cap. 2: “Truth

in Morals”.

10� Richard Dawkins, Unweaving the Rainbow: Science, Delusion and the

Appetite for Wonder, Boston, Houghton Miffl in Harcourt, 1998, p. xi.

de los hechos relacionados con la historia natural o con nuestras susceptibilidades psicológicas. Nada puede refutar nuestro juicio de que la crueldad está mal, excepto una buena justificación moral de que, después de todo, la crueldad no está mal. Pregunta-mos: ¿qué fundamentos tenemos para suponer que poseemos la capacidad de elaborar juicios de valor confiables? El realismo no fundamentado responde: el único fundamento posible que podríamos tener: reflexionamos con responsabilidad sobre nuestras convicciones morales y nos resultan convincentes. Creemos que son verdaderas y, por lo tanto, creemos que somos capaces de encontrar la verdad. ¿Cómo podríamos rechazar la hipótesis de que todas nues-tras convicciones con respecto al valor no son más que ilusiones que se sostienen entre sí? El realismo no fundamentado responde: entendemos que la hi-pótesis es la única forma que lo vuelve inteligible; sugiere que no tenemos argumentación moral ade-cuada para respaldar ninguno de nuestros juicios morales. Rechazamos esta sugerencia al elaborar ar-gumentos morales para algunos de nuestros juicios morales.

Volvamos sobre esto, la actitud religiosa insiste en la independencia absoluta del valor: el mundo del valor se contiene y certifica a sí mismo. ¿Acaso esto descalifica la actitud religiosa por su circula-ridad? Nótese que no existe una forma definitiva y no circular de certificar nuestra capacidad de des-cubrir una verdad de cualquier tipo en cualquier dominio intelectual. En la ciencia, dependemos de la experimentación y la observación para certificar nuestros juicios, pero los experimentos y la obser-vación sólo son confiables en virtud de la verdad de asunciones básicas sobre la causalidad y la óptica cuya certificación confiamos a la ciencia misma, y no a algo más básico. Por supuesto también todos nuestros juicios sobre la naturaleza del mundo ex-terno dependen, de manera aún más esencial, de la asunción compartida universalmente de que exis-te un mundo externo, una asunción que la ciencia misma no puede certificar.

Nos resulta imposible no creer en las verdades ele-mentales de las matemáticas y, cuando las entende-mos, en las verdades sorprendentemente complejas que los matemáticos han probado. Sin embargo, ni siquiera podemos demostrar las verdades elemen-tales del método de demostración matemática des-de el exterior de las matemáticas. Nos parece que no necesitamos certificación exterior alguna: sabemos que tenemos una capacidad innata para la lógica y la verdad matemáticas. Pero ¿cómo sabemos que posee-mos dicha capacidad? Tan sólo porque nos formamos creencias en estos campos de las que no podemos, sin importar cuánto lo intentemos, renegar. Por lo tanto, debemos tener dicha capacidad.

Podríamos decir: esencialmente aceptamos nues-tras capacidades científicas y matemáticas más bási-cas como una cuestión de fe. La actitud religiosa in-siste en que abrazamos nuestros valores de la misma manera: esencialmente también como una cuestión de fe. Hay una diferencia apabullante. Tenemos es-tándares convenidos en general para un buen argu-mento científico y para una demostración matemá-tica válida, pero no existen estándares de este tipo para la moral o para otras formas de razonamiento sobre el valor. Por el contrario, estamos en notable desacuerdo sobre la bondad, lo correcto, la belleza y la justicia. ¿Acaso esto significa que tenemos una certificación externa de nuestras capacidades para la ciencia y las matemáticas de la que carecemos en el campo del valor?

No, porque el acuerdo interpersonal no es una certificación en ningún campo. Sólo las ciencias que han producido los principios del método cien-tífico, incluida la necesidad de la confirmación in-terpersonal de la observación, justifican estos mé-todos. Como ya dije, en la ciencia todo, incluida la importancia de la observación conjunta, es inter-dependiente: no se apoya en nada afuera de la cien-cia misma. Aun así la lógica y las matemáticas son diferentes. El consenso en cuanto a la validez de un argumento matemático complejo no es evidencia de su validez. ¿Qué pasaría si —oh, inimaginable ho-rror— la humanidad dejara de estar de acuerdo sobre la validez de los argumentos lógicos o matemáticos? Caería en un declive terminal, pero en el camino na-die tendría razones para dudar de que cinco más sie-te es igual a doce. Aún así el valor es diferente. Si el valor fuera objetivo, entonces el consenso sobre un juicio de valor particular resultaría irrelevante para

su verdad o para la responsabilidad de cualquiera en creerlo verdadero, y la experiencia nos demuestra, para bien o para mal, que la comunidad humana pue-de sobrevivir a los grandes desacuerdos sobre la ver-dad moral, ética o estética. Para la actitud religiosa, el desacuerdo es una maniobra de distracción.

Hace unos momentos afirmé que la actitud reli-giosa en esencia descansa sobre la fe. Lo dije prin-cipalmente para mostrar que la ciencia y las mate-máticas son, en igual medida, cuestiones de fe. En cada dominio aceptamos convicciones sentidas e inevitables, antes que medios independientes de verificación, como el árbitro final de aquello en lo podemos creer responsablemente. Este tipo de fe no es sólo una aceptación pasiva de la verdad con-ceptual de que no podemos justificar nuestra cien-cia o nuestra lógica o nuestros valores sin apelar a la ciencia o a la lógica o a los valores. Es una afir-mación positiva de la realidad de estos mundos y de nuestra confianza en que, a pesar de que todos nuestros juicios estén equivocados, tenemos dere-cho a pensar que son correctos si reflexionamos so-bre ellos con suficiente responsabilidad.

No obstante, en el caso específico de los valores la fe implica algo más, porque nuestras convicciones sobre ellos también son compromisos emocionales y, sin importar las pruebas de coherencia o apoyo interno que pasen, deben además sentirse bien emo-cionalmente. Deben asirse a toda nuestra persona-lidad. Los teólogos suelen decir que la fe religiosa es una experiencia sui generis de convicción. En un libro notablemente influyente, Rudolf Otto llamó a esta experiencia “numinosa”11 y afirmó que era una forma de “fe-conocimiento”. Intento sugerir que las convicciones sobre los valores también son expe-riencias emocionales complejas y sui generis. En el segundo capítulo veremos cómo cuando los cientí-ficos se enfrentan a la inmensidad inimaginable del espacio y a la sorprendente complejidad de las partí-culas atómicas, experimentan una reacción emocio-nal que se corresponde de forma sorprendente con la descripción de Otto. De hecho muchos de ellos utili-zan el término “numinoso” para describir lo que sin-tieron. El universo les parece impresionante y digno de una respuesta emocional que al menos se acerque al estremecimiento.

Por supuesto no quiero decir, al hablar de la fe, que el hecho de que una convicción moral pase la prueba de la reflexión sea en sí mismo un argumento a favor de dicha convicción. Una convicción de ver-dad es un hecho psicológico y sólo un juicio de valor puede argumentar a favor de la verdad de una con-vicción. Por supuesto tampoco busco decir que, en última instancia, los juicios de valor sólo sean subje-tivos. Nuestra sentida convicción en que la crueldad está mal es una convicción en que la crueldad real-mente está mal; no podríamos tener esa convicción si no la creyéramos objetivamente verdadera. Reco-nocer el papel que una convicción sentida e irresisti-ble desempeña en nuestra experiencia del valor sólo reconoce el hecho de que tenemos esas convicciones, que pueden sobrevivir la reflexión responsable y que no tenemos ninguna razón, hasta no tener mayor evidencia, para dudar de su verdad.

Habrá algunos de ustedes a quienes no haya lo-grado convencer. Pensarán que, si todo lo que pode-mos hacer para defender juicios de valor es apelar a otros juicios de valor y, por último, declarar nuestra fe en todo el conjunto de juicios, entonces nuestras afirmaciones de una verdad objetiva no son más que patadas de ahogado. Este desafío, sin importar cuán familiar resulte, no es un argumento contra la visión de mundo religiosa, sólo es un rechazo de ella. Nie-ga los principios básicos de la actitud religiosa: en el mejor de los casos produce un empate. Simplemente ustedes no tienen el punto de vista religioso.�W

Traducción de Víctor Altamirano.

Ronald Dworkin fue uno de los pensadores estadounidenses más influyentes en el campo de la filosofía del derecho. Aparte de Justicia para erizos y Religión sin dios, el Fondo publicó una valiosa antología de ensayos preparada por él: La filosofía del derecho (Breviarios, 1980).

11� Rudolf Otto, The Idea of the Holy, Oxford, Oxford University Press,

1958, p. 7.

RELIGIÓN SIN DIOS

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VIDAS BIEN VIVIDAS

Albert O. Hirschman (1915-2012) nació en Berlín pero abandonó Alemania en 1933. La penetrante bio-grafía que publicó en 2012 Jeremy Adelman, Worldly Philosopher: The Odyssey of Albert O. Hirschman, contribuye decisivamente a esclarecer y a situar su

vida y su pensamiento, marcados por la resistencia antifascista y por su experiencia en Estados Unidos y América Latina. Hirschman se educó en París y en Londres, y recibió su doctorado en economía por la Universidad de Trieste en 1938. Peleó en defensa de la república española en los comienzos de la Guerra Civil, y después formó parte del ejército francés. Emigró a Estados Unidos en 1941. En Berkeley co-noció a quien sería su esposa y colaboradora, Sarah Hirschman. Ya casado, volvió a la guerra como sol-dado del ejército estadunidense. En la posguerra, en 1946, se unió a la Reserva Federal y trabajó en la re-construcción de Europa occidental. De 1952 a 1956, en los peores años del macartismo, se mudó con su familia a Colombia y se desempeñó como asesor, pri-mero con la Junta de Planificación Nacional y luego como consultor privado.

En América Latina se convirtió en un observa-dor atento de los problemas y desafíos del desarro-llo como proceso económico, social y cultural. Su amplia perspectiva interdisciplinaria, así como el original entrecruzamiento de pensamiento econó-mico, filosofía y lenguaje metafórico de sus ensa-

yos, ejercieron gran influencia. Trabajó en las uni-versidades de Berkeley, Yale, Columbia y Harvard. Desde 1974 fue profesor de Ciencias Sociales en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Su gran pasión por América Latina animaba el empe-ño que puso a lo largo de los años por atraer fellows a la comunidad intelectual del Instituto y el generoso apoyo que le brindó al Programa de Estudios Lati-noamericanos de la Universidad de Princeton.

Entre sus libros y ensayos clásicos se encuen-tran La estrategia del desarrollo económico (fce, 1961), Journeys Towards Progress (1963), Develop-ment Projects Observed (1968), Salida, voz y lealtad. Respuestas al deterioro de empresas, organizaciones y Estados (fce, 1977); Desarrollo y América Latina: obstinación por la esperanza (fce, 1973), Las pa-siones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo antes de su triunfo (fce, 1978), De la economía a la política y más allá. Ensayos de pene-tración y superación de las fronteras (fce, 1984), El avance de la colectividad. Experimentos populares en la América Latina (fce, 1986) y Retóricas de la in-transigencia (fce, 1991).

Este texto es un extracto de una entrevista reali-zada en octubre de 1994 para el Boletín del Progra-ma de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Princeton. En aquellos años, Hirschman obser-vaba intensamente las luchas por la transición a la democracia en América Latina, refl exionaba sobre las consecuencias del fi n de la Guerra Fría e inter-venía en los debates en torno a las políticas neolibe-rales, siempre en busca de alternativas y esperan-zas. En la conversación, Hirschman mencionaba el

libro, en parte autobiográfi co, que preparaba enton-ces: A Propensity to Self-Subversion [Tendencias au-tosubversivas. Ensayos], publicado en 1995. Ese tí-tulo reviste un gran interés para analizar su talante intelectual y la ironía que le servía de coraza.

¿Cuál ha sido el impacto de su experiencia latinoame-ricana en su idea sobre la democracia?Mis ideas ciertamente se vieron afectadas por esa experiencia. En la década de los cincuenta, muchos teóricos postulaban que más crecimiento económi-co traería más democracia. Dados mis antecedentes y la experiencia alemana de los años treinta, yo pen-saba que ese tipo de proposiciones debían tomarse con pinzas. En Alemania, y también en otros países, hemos descubierto que no existe una conexión tan directa entre crecimiento económico y democracia. Desde el punto de vista estadístico, el caso alemán era un “valor atípico”, pero ocurrió que ese “valor atípico” hizo bastante daño al estado de nuestro siglo… El problema es que a los científi cos socia-les les encanta ser consejeros políticos y aplicar u “operacionalizar” sus teorías. Hay una pregunta que domina en Washington y en el Banco Mundial: ¿esa teoría es “operacional”? Tiendo a ser más es-peculativo y a no buscar recetas o “soluciones”. La búsqueda incesante de regularidades me deja frío. Las recetas para la democracia fracasan con fre-cuencia. Me interesan más las formas en que los países encuentran sus propios caminos hacia órde-nes políticos aceptables. Los senderos que llevan a la democracia son singulares; no son reproducibles ni siquiera recomendables en muchos casos. El ex-

El economista que leía poemas.

Conversación con Albert O. Hirschman

A R C A D I O D Í A Z Q U I Ñ O N E S Y T H O M A S B O G E N S C H I L D

ENTREVISTA

Como parte de los festejos por los 80 años de esta casa, hemos previsto la publicación de un par de antologías sobre autores que, en este dilatado lapso, fueron importantes para el Fondo; una sobre Albert O. Hirschman la está preparando José Woldenberg. Para recordarle a nuestros lectores quién fue este singular pensador, reproducimos

aquí una entrevista inédita con él, facilitada por el profesor Díaz Quiñones, de Princeton

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VIDAS BIEN VIVIDAS

traño camino de Chile hacia su actual y vigorosa de-mocracia, o el propio Pinochet, difícilmente resul-tan recomendables. Siempre me interesa cuando un país recorre un camino o sendero singular. Algo se puede aprender de cada experiencia, pero no cons-tituye una receta. Desde el principio he cuestionado la idea de un número fi jo de “obstáculos” o de “pre-rrequisitos” para desarrollar el sistema democrá-tico. Mi trabajo es muy distinto al de gran parte de las ciencias sociales y toma distancia de la búsqueda de soluciones globales o universales. Sin embargo, el descubrimiento de un camino singular crea espe-ranzas de que se pueda dar con otros descubrimien-tos extraordinarios a pesar de los “círculos viciosos”. Por ejemplo, cómo iniciar el desarrollo de la demo-cracia y sostener sus instituciones. Esa es mi bias for hope, es decir mi compromiso con la esperanza.

En uno de sus ensayos usted se refi ere al signifi cado de su experiencia en Colombia, a la manera en que lo llevó a repensar las grandes expectativas del Plan Marshall y a descubrir las paradojas ocultas del de-sarrollo. En ese ensayo, y también en Salida, voz y lealtad, usted introduce las categorías de incertidum-bre y grados de imprevisibilidad en la práctica del de-sarrollo. ¿A qué se refi ere específi camente?He examinado ciertos programas de desarrollo y he tratado de analizar su gran cantidad de efec-tos no anticipados, así como la manera en que los países pueden aprender a seguir ciertas prácti-cas útiles. Uno de mis ejemplos más tempranos y más conocidos fue una comparación entre las lí-neas aéreas y las rutas en el proceso de desarro-llo. En ese momento, el sentido común indicaba que las rutas eran medios de transporte más efi cientes y “apropiados” para los países en vías de desarro-llo. Pero descubrí que las prácticas asociadas a la introducción de tecnología avanzada, como las lí-neas aéreas —el mantenimiento programado, por ejemplo—, podían ser formadoras de hábitos y ex-tenderse a veces a otros sectores. Aquí la idea básica es que las consecuencias no anticipadas a menudo acompañan los programas de desarrollo; los paí-ses frecuentemente llegan al desarrollo adoptando ciertas necesidades y hábitos. Desde ese entonces, estuve investigando las formas en que los países cambian ciertas prácticas culturales. No quiero de-cir que deban abandonar su cultura o dejarse fasci-nar totalmente con la puntualidad occidental y esas cosas, pero hay un cierto tipo de confi abilidad que debe trasladarse a la economía y a las relaciones sociales. Los economistas clásicos como Hume o Smith escribieron sobre cómo ciertos hábitos eran creados por la industria, que es más efectiva para crear estos hábitos que, digamos, la agricultura tra-dicional. Ello es muy importante en mi pensamien-to. Me interesa cómo el desarrollo puede volverse parte de una cultura, y cómo con frecuencia ciertas actividades y rasgos no planeados pueden llegar a internalizarse.

Esta introducción de un sector modernizado en eco-nomías subdesarrolladas, ¿conlleva algún peligro? El desarrollo sectorial, ¿no puede llevar a la desafección y a una fragmentación política que a menudo se re-suelve por medios autoritarios?Es de esperar un cierto dualismo que, en ocasiones, puede tener una función positiva. Por supuesto, te-ner dos mitades diferentes es un problema conside-rable para cualquier país, pero una vez que el pro-blema ha surgido no necesariamente tiene un re-sultado desastroso. Durante el siglo xix, en muchos países europeos se producía una cierta reacción ro-mántica ante la industrialización y la inminente so-ciedad de mercado. Había tremendos confl ictos en casi todos los países de Europa continental, como también actitudes ambivalentes hacia Inglaterra, que era el país líder. Inglaterra era admirada por su tecnología de avanzada pero muchos países recha-zaban el tipo de cultura industrial que desarrolla-ba y la consecuente declinación en la producción de alimentos. La reacción alemana fue particularmen-te aguda: los nacionalistas alemanes querían una nación industrial pero no querían depender de la importación de alimentos.

Esto nos lleva a otro tema relacionado. La adapta-ción más extendida del modelo económico neoliberal en Latinoamérica parece haber engendrado varias formas de resistencia al imperio del mercado y la des-regulación. El movimiento ambiental, por ejemplo, ha

impulsado una campaña en pos de las formas susten-tables de desarrollo, que difi eren mucho de los pro-gramas propuestos hace treinta años. ¿Cómo lee us-ted esta combinación de tendencias?Esto debe entenderse como distintas etapas en di-ferentes momentos. La campaña por la sustentabi-lidad y la ecología se opone al crecimiento econó-mico como meta única. El crecimiento económico ha perdido la primacía que solía tener en los años cincuenta. Cuando trabajaba en los estudios del de-sarrollo, había consenso en que el crecimiento era el objetivo principal. La percepción general era que los problemas de distribución, equidad y sustenta-bilidad debían atacarse más tarde en la secuencia del desarrollo. Esto ya no es así. Ahora nos damos cuenta de que debemos buscar valores múltiples. Una vez que aceptamos eso, también aceptamos que habrá confl ictos ocasionales. Estos objetivos no son todos compatibles. Esa concepción de que “to-das las cosas buenas llegan a la vez” es claramente falsa. Pero tampoco debemos creer en lo contrario, que son siempre antagónicas: esto es igualmente simplista. Quizás es posible negociar un camino es-trecho entre ambos dilemas. El modelo económico

neoliberal generalmente implica que todos estos confl ictos se pueden resolver fácilmente, por ejem-plo haciendo que la gente pague por la contamina-ción. Esto puede formar parte de la solución, pero también es útil crear una conciencia proambiental. Esto es al menos tan importante como crear una conciencia procrecimiento… La gente debe darse cuenta del rol crítico que la ley tiene en este sentido. Las leyes sirven no sólo para disuadir sino también para crear conciencia. Latinoamérica tiene una lar-ga historia de legalismo, con resultados variados, pero en muchos casos las leyes escritas han servi-do para crear condiciones favorables para el cambio cultural.

¿Y el orden económico neoliberal? ¿Lo entiende como un movimiento positivo en Latinoamérica?Algo esperanzador que puedo decir acerca de estos fuertes movimientos de opinión es que las diferentes culturas van a saber cómo benefi ciarse de ellos para sus propios objetivos en vez de tratar de resistir es-tas “modas” a todo costo. Se pueden elegir partes del paquete y modifi car un tanto las cosas. Por ejemplo, la burocratización excesiva de Latinoamérica podría reducirse ventajosamente. No tenemos por qué des-truir al Estado. Pero como el Estado se ha visto in-volucrado en muchas empresas improductivas y ha creado burocracia, las teorías neoliberales de moda pueden utilizarse para corregir algunos abusos. No debemos esperar, por supuesto, que haya soluciones liberales para todos los problemas. La campaña para eliminar aranceles es un ejemplo de esto. En un mo-mento, había un acuerdo general entre los economis-tas de que todos los países debían mantener ciertos niveles mínimos de impuestos, tal vez un 20 o 30 por ciento, para proteger la industria doméstica. Cuando se propuso esto, no había duda de que los aranceles

eran demasiado altos, en algunos casos más de 300 por ciento para muchos productos. Entonces, pronto algunos postularon que debían bajarse a cero, lo que constituyó una sobrerreacción. Los momentos de un acuerdo razonable en estos temas son fugaces; muy frecuentemente nos vemos propensos a oscilar entre posiciones extremas.

Usted ha sido muy creativo en el uso del lenguaje, apartándose de los signifi cados y las asociaciones convencionales de las ciencias sociales. A menudo uti-liza referencias literarias para reinventar matices de signifi cado, siguiendo una tradición intelectual que se nutre de fi losofía y literatura, y no del marco teó-rico que utilizan la mayoría de los economistas con-vencionales. Por eso su trabajo es ampliamente leído y resulta muy atractivo para académicos con poca formación técnica en economía. ¿Podría hablarnos de las experiencias que han dado forma a su trabajo y vi-sión interdisciplinarios y a su lenguaje?Creo que tenemos una necesidad de traducir nues-tros pensamientos de un campo a otro. Cuando li-diamos con difi cultades en las ciencias sociales, necesitamos encontrar otros lenguajes en los que expresar nuevas ideas. La mayoría de los econo-mistas dependen de las matemáticas, que son en verdad un lenguaje distinto. En ciertos momen-tos he hecho uso de otros tipos de lenguaje, como la metáfora o la poesía. Un amigo mío escribió una vez una ecuación matemática para una idea que yo había elegido elaborar metafóricamente: “el efecto túnel”. Esto no siempre es posible, pero tienes ra-zón al decir que, cuando pienso algún tema, en ge-neral encuentro en la poesía o en la literatura una situación con estructuras o preguntas similares. Esto me permite enmarcar el tema en un contexto diferente y me ayuda a examinar otros ángulos del mismo pensamiento, y avanzar en mi análisis. Para mí, encontrar ideas similares en diferentes campos no es sólo un agregado decorativo, sino que es parte esencial del mismo proceso del pensar. En relación a un libro de ensayos nuevo que estoy por publi-car, podría mencionar que allí, una vez más, estoy utilizando el lenguaje de una forma nueva. Antes rehabilité los términos sesgo y penetración. Ahora que la Guerra Fría ha quedado atrás, intento hacer algo similar con el concepto subversión. El título de mi nuevo libro, A Propensity to Self-Subversion, incluye varias formas con las que recientemente he matizado algunas de mis propuestas más tem-pranas. Ese libro consta de ensayos, algunos frag-mentos autobiográfi cos y un conjunto de textos sobre el signifi cado del fi nal de la Guerra Fría para el Tercer Mundo.

Una última pregunta: sus intereses literarios y fi lo-sófi cos, ¿están vinculados a intereses similares en las artes visuales?Con el tiempo, me he convertido en un visitan-te ávido de museos y me he interesado en ciertos temas de las artes visuales. Mi esposa Sarah y yo hicimos varios viajes a Italia y Alemania, donde seguimos los itinerarios de artistas específi cos de la Edad Media y el Renacimiento. De hecho, aho-ra tengo un nuevo proyecto en el que las artes vi-suales cumplen un rol importante. Es más: incluso el libro que está saliendo por estos días incluye un ensayo sobre “Industrialization and its Manifold Discontents” [La industrialización y sus múltiples descontentos], donde recurro a las artes visuales. Así que, en efecto, tus sospechas son correctas.�W

Traducción de Yamila Begné y Paul Firbas.

Arcadio Díaz Quiñones y Thomas Bogenschild son profesores en la Universidad de Princeton. Agradecemos su autorización para reproducir aquí esta entrevista.

EL ECONOMISTA QUE LEÍA POEMAS. CONVERSACIÓN CON ALBERT O. HIRSCHMAN

Mi trabajo es muy distinto al de gran parte de las ciencias sociales y toma distancia de la búsqueda de soluciones globales o universales. Sin embargo, el descubrimiento de un camino singular crea esperanzas de que se pueda dar con otros descubrimientos extraordinarios a pesar de los “círculos viciosos”.

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VIDAS BIEN VIVIDAS

¿Podría hablarnos del título de su libro?En parte, el título hace eco de un libro famoso: The Worldly Philoso-phers, de Robert Heilbroner, una historia de los grandes economis-tas, desde Adam Smith hasta Key-nes. Podemos situar a Hirschman entre todos ellos, aunque, siguiendo la tradición humanista de Smith, él

trascendió lo económico. El título pretende evocar a un hombre de gran amplitud intelectual. Hirsch-man fue también un hombre de este mundo: vivió todos los horrores y todas las esperanzas del siglo xx. Sus ideas siempre estuvieron comprometidas con las grandes preocupaciones del cambio social en el mundo.

Usted es un reconocido historiador latinoamerica-nista. ¿Cómo llegó a la decisión de escribir una bio-grafía? ¿En qué difiere este género de sus narrativas históricas?¡Muy a menudo me hago la misma pregunta! Hasta ahora, mis estudios sobre Argentina y América La-tina han sido estudios muy “macro”, a gran escala. Pero siempre me han interesado los microfunda-mentos de la historia; también me ha interesado el papel que juegan las ideas y las ideologías. Pero la intención de escribir una biografía me llegó casi por accidente, como ocurre con muchas cosas buenas. Siempre fui un ávido lector de Hirschman. Cuando llegué a Princeton lo conocí personalmente; inclu-so hubo un momento en el que almorzaba con él a menudo. Mientras compartía conmigo sus expe-riencias de vida, se hizo evidente que, además de una mente notable, tenía también una vida extraor-dinaria. Si hubiera sabido entonces, como sé ahora, lo desafiante que puede llegar a ser una biografía, quizás no habría encarado ésta. Pero Hirschman siempre nos advertía: no esperes a tener la certeza completa para entrar en acción; puedes perderte grandes oportunidades.

¿Cuándo y por qué se mudó Hirschman, con su fami-lia, a Colombia? La experiencia en Latinoamérica, ¿cambió su perspectiva política a grandes rasgos?Se mudaron a principio de 1952. En Estados Unidos, ese año marcó el punto álgido de las purgas macar-tistas, enfocadas en las personas “sospechosas”. Como Hirschman había peleado en la Guerra Ci-vil española y estaba involucrado en la resistencia italiana, el fbi comenzó a seguirlo. Finalmente lo-graron que se fuera. A través de un amigo encontró, casi por azar, un trabajo en el proyecto que el Banco Mundial tenía en Colombia. Esto le dio la oportuni-dad de reinventarse a sí mismo como un gran eco-nomista del desarrollo. A la vez, empezó a trabajar muy cerca de intelectuales latinoamericanos, que lo influyeron profundamente. Hirschman es un raro ejemplo de un intelectual “del norte” influido por intelectuales “del sur”, influencia que acogió con alegría. En cuanto a la influencia política, vivir en Latinoamérica redobló su fe en la democracia.

Usted le prestó mucha atención a El avance de la co-lectividad. Experimentos populares en la América Latina ( FCE, 1986), un libro de Hirschman que no es muy conocido. ¿Nos podría hablar de su importancia?Originalmente fue un pequeño libro solicitado como una reseña de proyectos desde la Inter-Ame-rican Foundation, que fundó las bases de los pro-yectos de desarrollo. En el punto más álgido de la era Reagan, los republicanos en Washington que-rían desmantelarla. Hirschman no sólo celebraba los logros sociales de los pobres, sino que también quería narrar una historia alternativa sobre el de-sarrollo capitalista, desde abajo. Hubiera sido fácil ser muy pesimista en 1983; Hirschman quería mos-trar que, incluso en tiempos de oscuridad, hay posi-bilidades de avanzar hacia adelante.

Un ensayo suyo sobre Hirschman formó parte de la Historia de los intelectuales, un libro editado por Carlos Altamirano. ¿Qué tipo de intelectual fue Hirschman?

En muchos sentidos, Hirschman fue el resultado de la suma total de nuestras tradiciones intelectuales. Moldeado por el idealismo alemán, el marxismo, la literatura francesa, así como también por los tra-bajos más importantes del liberalismo, Hirschman cruzó varias fronteras y atravesó las barreras de los saberes. En este sentido, fue un poco como un ana-cronismo, el producto de una era en la que las cien-cias humanas no estaban tan delimitadas como dis-ciplinas profesionalizadas. Además, él sencillamen-te amaba las palabras, el lenguaje, e imaginaba a las ciencias humanas como una rama de la literatura.

Ahora que ha terminado la biografía, ¿qué ensayos o metáforas de Hirschman se han quedado más cerca de usted?Depende de lo que esté analizando o de aquello con lo que esté dialogando. Hirschman era famoso por sus aforismos y amaba jugar con las palabras, así que hay mucho para elegir. El ensayo en el que es-toy pensando ahora se titula “Morality and the So-cial Sciencies” [La moral y las ciencias sociales], un ensayo que nos pide no renunciar a la objetividad como aspiración, pero, a la vez, ser honestos acerca de los rasgos morales de una investigación social. Pensar sobre la moral no debe convertirse en algo secundario; el pensamiento sobre la moral se ubica en el centro de nuestro trabajo. Muchos académicos piensan que tienen que elegir entre ciencia y moral. A Hirschman siempre le gustó arrojar luz sobre las importantes y necesarias tensiones que surgen del vivir en este mundo; pretender que vivimos por fue-ra de la historia o en un más allá que permita alcan-zar el desapasionamiento era para él una premisa falsa. Hirschman era un profundo realista a la vez que un idealista pragmático.�W

Arcadio Díaz Quiñones, ensayista y crítico literario de origen puertorriqueño, es profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad de Princeton.

Hirschman: un intelectual

“del norte” infl uido por intelectuales

“del sur” Una conversación

con Jeremy AdelmanA R C A D I O D Í A Z Q U I Ñ O N E S

ENTREVISTA

El año pasado se publicó en Estados Unidos Worldly Philosopher: The Odyssey of Albert O. Hirschman,

una detallada biografía preparada por un experto en estudios latinoamericanos de la Universidad

de Princeton: Jeremy Adelman. Al conversar sobre este trabajo, el biógrafo subraya

algunos aspectos de la vida y el carácter de este originalísimo pensador

de origen alemán

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Escribí Retórica del persona-je en la literatura para niños como respuesta a diversas dificultades que se me han presentado de manera re-currente durante mi trabajo como profesora universita-ria de literatura para niños. Antes de darme cuenta de que había un contratiempo,

yo misma, como tantos otros de mis colegas, dise-ñaba exámenes con instrucciones tales como: “Ex-plique la construcción de personajes en…”. Como respuesta, recibíamos ensayos tediosos y descrip-tivos, cuando lo que naturalmente deseábamos leer era algo más allá de la mera descripción de cuanto hacen los personajes en cada historia, y algo más in-cluso que una evaluación de las ideas que tales per-sonajes representan. La culpa era nuestra, pues no fuimos capaces de ofrecer a nuestros alumnos las herramientas adecuadas para analizar los recursos artísticos que fueron utilizados para la construc-ción de los personajes.

El tema de los personajes parece tan obvio que ha merecido poca atención por parte de los estu-diosos de la literatura para niños. Vemos que en los libros de texto existen algunos conceptos bási-cos y con frecuencia notamos que las reseñas so-bre libros infantiles afirman cosas tales como que

“la creación de los personajes es fuerte y vívida”. No existe, sin embargo, una idea clara de lo que significa la “construcción de los personajes”. Los académicos no han alcanzado un acuerdo sobre la naturaleza y la función de éstos en la literatura para niños; tampoco se ha hecho investigación teórica acerca de su cons-trucción en los libros de ficción para estos lectores. Además, escasean términos establecidos que permi-tan debatir acerca de los personajes y su construc-ción. No hay, por otra parte, un estudio teórico que compare a los personajes de la literatura de ficción en general con los personajes de ficción para niños.

Entre las muchas preguntas que los maestros ha-cen a los niños cuando comentan con ellos textos li-terarios, hay dos que me parecen muy ilustrativas: “¿quién es el personaje principal de la historia?” y “¿qué personaje de la historia te gusta más?” (Exis-ten versiones menos sofisticadas como: “¿De cuál de los personajes te gustaría ser amigo?”; o más sofisticadas aún: “¿Con cuál personaje te identi-ficas?”) Cuando los maestros formulan estas pre-guntas asumen desde luego que las respuestas son evidentes, pero si las examinaran con mayor cuida-do se meterían en problemas, tal como ocurre con mis alumnos —muchos de ellos serán futuros maes-tros— cuando tratan de ubicar el personaje princi-pal de Mujercitas o de El león, la bruja y el armario. La teoría literaria contemporánea ha cuestionado incluso la asunción de que, en tanto que lectores,

debemos necesariamente identificarnos con algu-no de los personajes del relato que estamos leyen-do. Los autores de literatura para niños han logrado subvertir dicha identificación creando una serie de personajes repulsivos y desagradables con los que ningún ser humano normal querría identificarse. Con algunas excepciones, el problema de la sub-jetividad en la literatura, convertido hoy en tema central de la crítica, no ha merecido hasta ahora la atención de los académicos.

Los anteriores son sólo dos ejemplos muy ele-mentales sobre la complejidad de nuestro tema, en apariencia tan sencillo.

Por desgracia, no tenemos la opción de tomar prestados de la crítica general conceptos y herra-mientas de análisis, como sí sucede en otras áreas de la literatura para niños. La teoría del persona-je ha sido sólo desarrollada marginalmente en los estudios de literatura general. Al buscar el tema “personajes y características en la literatura” en el catálogo en línea de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, hallé 427 entradas, 95 por ciento de las cuales caía dentro de una de tres categorías: 1] “quién es quién en la literatura”, lo cual incluye quién es quién en Shakespeare, Dickens, Jane Aus-ten, etcétera; 2] manuales para escritores (“cómo crear un personaje verosímil”), y 3] estudios críti-cos sobre algún escritor o texto en particular. En esta tercera categoría, la mayoría de los estudios se

¿Por qué una teoría del personaje?M A R I A N I K O L A J E V A

ADELANTO

Una señal de la jerarquía inferior que suele asignársele a la literatura para niños y jóvenes es la escasez de estudios críticos sobre las obras que se escriben para los lectores

más pequeños. Con el ánimo de revertir ese desequilibrio, estamos por publicar un muy original estudio sobre los personajes en esta rama literaria, del que presentamos aquí como

adelanto el texto de introducción

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concentran en qué o quiénes son los personajes y, en el mejor de los casos, en lo que representan más que en cómo fueron construidos y cómo son reve-lados al lector. En la investigación sobre literatura para niños, son buen ejemplo los estudios de Gillian Avery sobre héroes y heroínas en la narrativa para niños del siglo xix y principios del siglo xx.

Muchos títulos resultan engañosos en este sen-tido: por ejemplo, Life Made Real: Characterization in the Novel since Proust and Joyce [La vida hecha realidad: caracterización en la novela desde Proust y Joyce], de Thomas F. Petruso (1991), es un bri-llante estudio sobre qué son los personajes, estu-dio que, sin embargo, presta muy poca atención a los aspectos teóricos de la construcción de los mis-mos. El prometedor título A Rhethoric of Literary Character [La retórica de los personajes literarios], de Mary Doyle Springer, tiene como subtítulo Some Women of Henry James [Algunas mujeres de Henry James], el cual se ajusta mejor al contenido de la in-vestigación. Los títulos de algunas investigaciones sobre narrativa para niños son igualmente enga-ñosos; por ejemplo, Characters in Children’s Lite-rature [Personjaes en la literatura infantil], de Ra-ymond Jones, es un índice anotado, mientras que Deconstructing the Hero [Deconstruyendo al hé-roe], de Margery Hourihan (ambos fueron escritos en 1997), es un maravilloso estudio feminista de la ideología tradicional en la literatura infantil.

Paradójicamente, las más gratificantes discusio-nes teóricas sobre los personajes se encuentran en los estudios generales de narrativa, los cuales, a pesar de todo, no se concentran específicamente en ellos. Es-tos estudios van desde el clásico Aspectos de la nove-la, de E. M. Forster (escrito en 1927), hasta la segun-da edición de Teoría de la narrativa, de Mieke Bal (de 1997), una de las más recientes reflexiones en dicho campo. Pero casi ningún estudio teórico de narrati-va presta atención a los personajes. Hitos de la teoría contemporánea de la novela, como La retórica de la ficción, de Wayne C. Booth, en modo alguno abordan

el tema de los personajes o su construcción. En The Nature of Narrative [La naturaleza de la narrativa], Robert Scholes y Robert Kellogg ofrecen información valiosa sobre la construcción de los personajes en su intento por ir más allá del análisis de la novela y en-tablar puentes entre la literatura antigua o medieval y la literatura posmoderna en términos de estructu-ra narrativa; de hecho, la mayor parte de este lúci-do estudio trata acerca de los personajes, incluso en aquellos capítulos dedicados a la trama, el punto de vista y el significado. Scholes y Kellogg sostienen que “los personajes son los principales vehículos para desentrañar el significado de la narración”. Con todo, si bien los autores hacen algunas obser-vaciones valiosas en el capítulo sobre los persona-jes en la narración, su obra ya ha sido superada por estudios más recientes, especialmente aquellas que se concentran en la vida interna de los personajes. También el capítulo sobre el punto de vista es abs-tracto, dada la naturaleza expansiva de los estudios de narrativa en el último cuarto de siglo xx.

Por su parte, los manuales para escritores, cada vez más abundantes, carecen de rigor académico. No obstante, debido a la falta generalizada de fuen-tes, estos manuales no deben ser menospreciados. Aunque, por obvias razones, carecen de bases teó-ricas, los manuales para escritores sugieren el vasto rango de herramientas artísticas disponibles para los escritores que buscan crear personajes. Estas herramientas incluyen descripciones, diálogos, contextos, antecedentes, características personales psicológicamente verosímiles, oficios, pasatiempos, relaciones, personajes involucrados en una trama, utilización de escenarios para la construcción de personajes y muchas más.

El dilema para el estudioso de literatura para niños se halla en que resulta casi imposible extra-polar los resultados de los estudios de narratolo-gía general a la narrativa para niños. Un muy buen ejemplo de ello es que muchos de los géneros que se discuten en los estudios de narrativa no resul-

tan relevantes en el contexto de la ficción para ni-ños, como son los casos de la novela de época, los fabliaux,1 el mito sagrado, la épica, la leyenda, la ale-goría, la confesión o la sátira. Con raras excepciones —como Roald Dahl—, la literatura para niños no acude a lo grotesco. De acuerdo con las definiciones convencionales del género, la narrativa para niños puede ser etiquetada como Bildungsroman o novela de formación. La naturaleza de la literatura infan-til presupone un conjunto de reglas diferentes tan-to para la construcción de personajes por parte del autor como para la comprensión de los mismos por parte del lector.

En un buen número de estudios —y con frecuen-cia, de encuestas— se discuten tipos concretos de personajes en la narrativa para niños y jóvenes: la representación de los afroamericanos, los persona-jes homosexuales, los inmigrantes, las personas con discapacidad, etcétera; existen también proyectos de investigación que examinan la representación de los abuelos en la narrativa infantil. Una vez más, sin embargo, todos estos estudios se concentran menos en el cómo que en el qué.

Por ejemplo, algunos conceptos básicos de As-pectos de la novela de Forster, tales como el binomio de los personajes “planos y redondos”, han sido uti-lizados por Rebecca Lukens y Joanne Golden para evaluar a los personajes en la narrativa para niños. Pero es sobre todo la teoría narrativa contemporá-nea (Seymour Chatman, Shlomith Rimmon-Ke-nan, Mieke Bal, Thomas Docherty) la que ofrece nuevas herramientas de trabajo para acercarse a los personajes, mientras que algunos estudios abren también nuevos horizontes en lo que atañe a la re-presentación mental y los puntos de vista (Dorrit Cohn, Ann Banfield).

1� Cuentos humorísticos y satíricos de la Edad Media, escritos en verso,

que se utilizaban para entretener a los burgueses de las ciudades hacién-

dolos reír de sí mismos y de sus propios miedos. [N. del t.]

¿POR QUÉ UNA TEORÍA DEL PERSONAJE?

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E N E R O D E 2 0 1 4 2 1

Si bien muchas preguntas generales referentes a los personajes literarios son sin duda pertinen-tes para la narrativa para niños, su poética espe-cífica presenta algunos retos adicionales. En la narrativa para niños, los personajes no son nece-sariamente menos complejos pero requieren ser comprensibles para un público joven. Con más frecuencia de lo que sucede en las tendencias pre-valecientes, los personajes en la narrativa infantil sirven como vehículos ideológicos (o mejor dicho, educativos). Más aún, sus personajes son por de-finición dinámicos, están en constante desarrollo porque aún no han alcanzado su madurez psicoló-gica. Todos estos factores, y muchos otros, sugie-ren que los personajes en la narrativa para niños son, en muchos aspectos, construidos de manera diferente con respecto a lo que ocurre en la narra-tiva general.

¿Cuáles son las preguntas básicas que confor-man la teoría del personaje literario? El punto de partida más profundo debe ser el estatus ontoló-gico de los personajes: ¿debemos verlos como per-sonas reales, con características psicológicas ve-rosímiles, o sólo como construcciones textuales? Desde Aristóteles hasta el día de hoy la teoría lite-raria ofrece diversas respuestas a esta pregunta. La diferencia entre el Homo sapiens y el Homo fic-tus (términos usados por Forster y adoptados por otros estudiosos) es especialmente relevante en la investigación sobre la narrativa para niños, pues ellos, en tanto que lectores poco experimentados, tienden más que los lectores adultos a interpre-tar a los personajes como seres vivos y reales, y los juzgan en consecuencia. Como lectores, podemos entender a los personajes literarios mejor de lo que jamás entenderemos a las personas reales: los per-sonajes son transparentes en un sentido en que ja-más podrán serlo las personas. En la narrativa para niños se asume que los escritores pueden describir la experiencia de los personajes niños con mayor facilidad que la de los personajes adultos, lo cual le ha dado a la narrativa infantil la reputación de ser “simple”. (En anteriores investigaciones he cuestio-nado esta opinión.)

Debemos considerar con mayor énfasis el he-cho de que el papel de los personajes en la narra-tiva varía de una época histórica a otra y de un gé-nero a otro. En la narrativa para niños, la función de los personajes está estrechamente relacionada con propósitos didácticos: se supone que éstos de-ben proporcionar modelos y ejemplos de compor-tamiento a los lectores. Esto da como resultado características tan propias de la narrativa para ni-ños como el uso de protagonistas colectivos, herra-mienta que permite al escritor presentar una nota-ble variedad de características personales sin re-querir para ello de una gran complejidad en lo que concierne a la construcción de personajes.

La segunda pregunta básica de la teoría de los per-sonajes tiene que ver con cómo se presentan a los lec-tores los personajes literarios y qué herramientas y estrategias usan los autores para la construcción de los mismos: descripción externa, representación interna, expresión directa e indirecta, comenta-rios del narrador, acciones y reacciones, etcéte-ra. En esta área, los dilemas más interesantes se originan en la esencia misma de la narración para niños, pues se trata de una narración que hace un adulto para y sobre una persona más joven. La discrepancia entre los niveles cognoscitivos del autor, el narrador, el personaje y el lector implí-cito crean una amplia gama de posibilidades que casi nunca existen en la narrativa general. De he-cho, muchos estudios narratológicos señalan tex-tos como Lo que Maisie sabía, de Henry James, y El sonido y la furia, de William Faulkner, como ejem-plos excepcionales de un despliegue de condiciones preverbales y no verbales,2 mientras que en la narra-tiva para niños esta discordancia entre autor y per-sonaje es antes la regla que la excepción.

Retórica del personaje en la literatura para niños tiene, en suma, dos propósitos: investigar los aspec-tos ontológicos y epistemológicos de los personajes en la narrativa para niños y señalar las principa-les diferencias entre la creación de personajes en esa literatura y en la narrativa en general. Preten-do también ofrecer terminología consistente y fácil

2� En la primera novela, el narrador adopta el punto de vista de una niña

y, en la segunda, el de una persona con discapacidad intelectual. [N. del t.]

de usar a la hora de analizar personajes y su cons-trucción. Esta investigación se divide en dos par-tes: “Ontología y tipología del personaje” y “Episte-mología del personaje”. Esta clasificación refleja mi intención de plantear dos grupos de temas distintos que con frecuencia se confunden en los estudios ge-nerales y en los libros de texto sobre literatura. Por un lado, tenemos a los personajes a nivel de la trama: su lugar en la narración, su mutua importancia, el grado de integridad que representan, los valores que expresan, etcétera; estas preguntas se pueden resu-mir como “¿qué son los personajes literarios?” (cf. la definición común de trama: “¿qué se cuenta?”). Por otro lado, tenemos a los personajes a nivel discursi-vo, es decir, la construcción de los personajes: ¿cómo construyen los autores a los personajes y cómo los reconstruyen los lectores a partir de los textos? (cf. la definición más común de discurso: “¿cómo se cuen-ta?”). Esta distinción me parece crucial más allá del hecho de que discurso y trama —y, en consecuencia, el aspecto de los personajes en ambos niveles— son naturalmente interdependientes.

La estructura de los capítulos de mi libro varía considerablemente de acuerdo con su contenido. Algunos se concentran en la teoría mientras que otros analizan con mayor profundidad algunos textos literarios. Esta estructura es intencional, ya que refleja mi objetivo de cubrir la vasta área de mi exploración. Además, aspiran al mismo tiempo a prestar particular atención a aquellas secciones que considero esenciales o más interesantes y que han sido menos estudiadas en investigaciones pre-vias. Muy pronto renuncié a la idea de abarcarlo todo, pues la teoría de los personajes significa para un grupo de estudiosos el trabajo de toda una vida.

En su marco teórico, esta investigación es deli-berada y conscientemente ecléctica. No existe una sola teoría crítica que haya ofrecido una visión uni-versal de los personajes; yo me concentro en aspec-tos particulares. He incorporado ideas del formalis-mo ruso y del estructuralismo francés, de la nueva crítica anglófona, de la crítica mítica inspirada en Frye, de la crítica junguiana, de la crítica feminista, de la teoría de la respuesta del lector, de la teoría del acto de habla y de la narratología contemporánea. Ninguna de estas teorías ha sido utilizada en su to-talidad; más bien, he elegido los conceptos que con-sideré apropiados y las posturas teóricas que sirven a mis necesidades específicas al abordar este tema particular.�W

Traducción de Ignacio Padilla.

Maria Nikolajeva, académica de origen ruso actualmente adscrita a la Universidad de Cambridge, ha estudiado con gran originalidad la literatura para niños. Estamos por publicar su Retórica del personaje en la literatura para niños.

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2 2 E N E R O D E 2 0 1 4

tezontle

Dibujos de Primitivo Miranda

Litografías de Hesiquio Iriarte y Santiago

Hernández

Curaduría editorial de Gerardo Villadelángel

Viñas

Prólogo de Carlos Montemayor

1ª ed., 2013, 554 pp.

978 607 16 1693 7 (tapa dura)

978 607 16 1692 0 (rústica)

$850 (tapa dura)

$650 (rústica)

DIEZ RAZONES PARA SER CIENTÍFICO

R U Y P É R E Z T A M A Y O

Es posible que muchos lectores reconozcan en Pérez Tamayo a un hombre de letras, a un elocuente divulgador que ha redactado algunas de las mejores obras en el campo de la socialización científica —es por ello que nuestro concurso internacional de divulgación de la ciencia lleva su nombre—, pero este autor es antes que nada un científico, un médico patólogo e inmunólogo que ha consagrado su vida a la investigación y labor médica. Es por eso un lujo presentar este volumen en el que realiza una exposición de motivos, un recuento de las contingencias que lo llevaron a convertirse

EL LIBRO ROJO

M A N U E L P A Y N O

Y V I C E N T E R I V A P A L A C I O

Publicado originalmente en 1870, este portentoso trabajo conjuga una serie de escritos en los que los autores narran, hablan y ensayan sobre la muerte en México, sobre los hechos de nuestra historia que estuvieron marcados por la sangre y el conflicto. Fusión de literatura, periodismo, historia y arte (hay que destacar los grabados y litografías que acompañan a la letra impresa), esta obra fue considerada por José Luis Martínez como una de las grandes empresas editoriales del siglo xix mexicano, pues así como conjugó diferentes disciplinas para observar la memoria nacional, ofreció una aproximación original y única que encontró en la sangre un hilo conductor para reconstruir los hechos clave de nuestra historia de 1520 a 1867. En años recientes, también publicados por el Fondo, Gerardo Villadelángel Viñas elaboró lo que sería la continuación de este Libro rojo, compuesta ya por tres volúmenes que abarcan de 1868 a 1979 y para los que convocó a artistas y escritores a narrar hechos sangrientos de nuestra biografía como país.

en científico así como cada una de las razones para continuar siéndolo. Redactadas con su fluidez, amenidad y erudición características, estas páginas son una invitación de gran valor para los jóvenes que quieran acercarse a ese campo del conocimiento así como un punto de reflexión fértil para aquéllos que ya se dedican a la ciencia. Otras obras del autor en Fondo son ¿Existe el método científico? Historia y realidad, La estructura de la ciencia, Historia general de la ciencia en México en el siglo XX y Ética médica laica.

centzontle

1ª ed., 2013, 147 pp.

978 607 16 1650 0

$65

KANT Y EL PROBLEMA DE LA METAFÍSICA

M A R T I N H E I D E G G E R

Tras una larga historia editorial que da inicio en 1929 con la publicación de esta obra bajo el sello de Friedrich Cohen, y que continuó con diferentes ediciones y versiones (la cuarta, de 1973, revisada por el propio autor) hasta 1991, lanzamos ahora la tercera edición en español de esta pieza

C ontra la edición sin editores, una editorial universitaria sin universi-dad: así podría resumirse la última, exitosa aventura intelectual de An-

dré Schiffrin, el fundador en 1992 de The New Press, quien falleció a comienzos de diciem-bre pasado. En 1990, este respetado editor —estadunidense nacido en Francia de padre ruso— fue forzado a abandonar la dirección de Pantheon, sello que pocos años antes ha-bía sido adquirido por Random House, pues a juicio de los nuevos directivos no producía las utilidades que cabía esperar de toda empresa editora. En el muy leído La edición sin editores (Era, 2001), encontramos el crudo diagnóstico de un fenómeno que no nos es del todo ajeno: la concentración empresarial de las editoriales —en la pasada fil de Guadalajara los lectores se toparon con el remozado stand de Penguin Random House, expresión local de un acon-tecimiento global—, pero sobre todo la miopía que hace ver a las “industrias culturales” sólo como maquinarias para producir ingresos. Schiffrin reconoció que “la edición mundial ha cambiado más en el curso de los últimos diez años que durante el siglo anterior […] Has-ta hace bien poco, la edición era esencialmente una actividad artesanal, a menudo familiar, a pequeña escala, que se contentaba con modes-tas ganancias procedentes de un trabajo que todavía guardaba relación con la vida intelec-tual del país.” Tras la muerte de este gran ha-cedor de libros, queremos aquí repasar su vida y la manera en que entendía su oficio, pues hay muchas semejanzas —o eso anhelamos— entre su modo de ser y el que, desde su fundación, ha pretendido el Fondo de Cultura Económica.

S chiffrin nació en París en 1935, en un envidiable entorno intelectual. Su padre, Jacques, había fundado la Bibliothèque de la Pléiade con la in-

tención original de dar a conocer en Francia a diversos autores rusos. Por los buenos oficios de André Gide, de quien Jacques era tan cer-cano que lo acompañó durante su esclarece-dor viaje a la urss, la colección fue adquirida por Gaston Gallimard, con quien se converti-ría en sinónimo de excelencia en edición, por el cuidado de las obras, las herramientas crí-ticas que las acompañan, la calidad material de los ejemplares, la rigurosa selección de los autores. El polémico Gaston no tuvo empacho sin embargo en deshacerse del primer Schi-ffrin por así convenir a sus intereses durante la ocupación alemana, y la familia debió exi-liarse a una nada cinematográfica Casablan-ca, desde donde lograría encaminarse a Nueva York. Ahí, Jacques se asociaría con otro repu-tado editor, el alemán Kurt Wolff, quien pasa-rá a la historia literaria por haber secundado a Max Brod a la hora de ignorar el pedido de Franz Kafka de no publicar su trabajo. Juntos echaron a andar Pantheon Books, que con na-turalidad buscó llevar a los lectores estaduni-denses literatura europea entonces muy inno-vadora; ahí aparecerían, por ejemplo, Doctor Zhivago de Boris Pasternak o El gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

E l joven André se adaptó con facilidad a la vida económicamente limita-da pero intelectualmente rica que le ofreció su nuevo país. Desde la tem-

André Schiff rin, ejemplo e ideal

C A P I T E L

DE ENERO DE 2014

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CAPERUCITA ROJA

A D O L F O S E R R A

Publicista de formación pero pronto desertor de la mercadotecnia, este joven ilustrador español lleva años dedicándose a la literatura para niños. En esta ocasión, toma el cuento clásico de la Caperucita para ofrecer un giro narrativo que trastoca los horizontes geográficos y fantasiosos de la historia original (el bosque no es el bosque, no aparece la abuela enferma, no hay canasto con comida), y coloca al peligro en el centro del relato. Y lo realiza sin palabras, apoyándose únicamente en metáforas visuales, en láminas cargadas con apenas tres colores que hacen vibrar una lectura inédita de esta trama tan sonada. En el peculiar viaje que ofrece, la pequeña niña deberá completar un recorrido qu e va desde la punta de la cola hasta el fiero hocico del animal, y el miedo y la incertidumbre invadirán a Caperucita cuando avanza por los inciertos parajes del bosque que son, a la vez, el pelaje del lobo. Una obra abierta que ofrece múltiples lecturas e invita a recrear este clásico de la literatura universal.

cl ásicos del fondo

1ª ed., 2013, 34 pp.

978 607 16 1653 1

$100

LEONES BRITÁNICOS Y ÁGUILAS MEXICANASNegocios, política e imperio en la carrera de Weetman Pearson en México, 1889-1919

P A U L G A R N E R

Con la aparición de este título, sumamos dos obras en nuestro catálogo de este historiador nacido en Shoreham, Inglaterra. Antecedido por La Revolución en la provincia. Soberanía estatal y caudillismo en las montañas de Oaxaca, 1910-1920, este trabajo aborda la función del empresario británico Weetman Pearson en las relaciones comerciales que se establecieron entre México e Inglaterra durante el Porfiriato. Personaje polémico, reconocido como uno de los hombres de negocios más importantes en el extranjero, desde la historiografía mexicana ha sido considerado como un agente rapaz del imperio británico (que, entre otras cosas, estuvo involucrado en la explotación y venta de petróleo nacional) y, desde la visión de los biógrafos ingleses, como un prototipo del emprendedor. Distanciado de estas lecturas, Garner estudia su papel en el desarrollo de los comercios globales y en la modernización del territorio mexicano, así como las condiciones que le permitieron consolidarse como uno de los mayores hombres de negocio de la época.

historia

Traducción de Mario A. Zamudio Vega

1ª ed., fce-El Colegio de México-Instituto

Mora-El Colegio de San Luis, 2013, 419 pp.

978 607 16 1644 9

$265

clave de la filosofía heideggeriana en la que el autor alemán realiza una original interpretación de la Crítica de la razón pura, de Kant, que lejos de centrarse en la teoría del conocimiento se avoca a desentrañar su fundamentación metafísica. Además del texto original (revisado por Gustavo Leyva, quien hizo una fina labor de corrección y adaptación), el volumen ofrece seis escritos complementarios, cinco de ellos a cargo del propio Heidegger y uno más que recoge el protocolo de su discusión con Ernst Cassirer, con lo cual se ofrece no sólo la versión más terminada en nuestro idioma de Kant y el problema… sino que se brinda a los lectores la aproximación más rica y cuidada de esta importante obra.

filosofía

Edición original en lengua alemana de

Friedrich-Wilhelm von Herrmann

Traducción de Gred Ibscher Roth

Revisión de la traducción de Elsa Cecilia Frost

Edición, revisión de la traducción para esta

nueva edición y traducción de apéndices de

Gustavo Leyva

3ª ed., 2013, xxiv + 274 pp.

978 607 16 1660 9

$200

ERICH FROMM Y LA NATURALEZA HUMANA

R A M Ó N X I R A U

A mediados de la década de los sesenta Erich Fromm y Ramón Xirau iniciaron un diálogo intelectual que, entre otros frutos, dio lugar a los textos contenidos en este libro. En sus primeras dos partes, la obra rescata las reflexiones del poeta y filósofo de origen catalán sobre uno de los temas fundamentales en la obra del humanista judeoalemán: la libertad. La tercera y última parte es un brillante ensayo, escrito conjuntamente, sobre la naturaleza humana y su lugar en la historia de la filosofía. Aunque nuestros lectores pudieron conocer el primer escrito, titulado “Erich Fromm y la naturaleza del hombre y el arte de ser”, en el número 510 de esta Gaceta, este pequeño volumen ofrece una aproximación privilegiada a estos grandes pensadores del siglo xx. De Xirau hemos publicado también Ciudades, Antología personal, Entre la poesía y el conocimiento. Antología de ensayos críticos sobre poetas y poesía iberoamericanos y Poesía completa. Edición bilingüe.

centzontle

Traducción de Dennis Peña

1ª ed., 2013, 85 pp.

978 607 16 1721 7

$65

E N E R O D E 2 0 1 4 2 3

prana adolescencia se reconoció como socia-lista —algo que en los años cincuenta resulta-ba menos raro que hoy, cuando esa denomi-nación se usa en Estados Unidos casi como un insulto— y se sumergió en actividades po-líticas y escolares, primero en Yale y luego en Cambridge, que lo convertirían en un creyen-te de la necesidad de que el Estado haga algo más que regular y garantizar las libertades individuales. A los 26 años, con apenas expe-riencia en la New American Library, una casa especializada en libros literarios de bolsillo, Schiffrin fue invitado a hacerse cargo de la dirección editorial de Pantheon, y desde el comienzo supo ganarse su independen-cia. Estaría al frente del sello por casi tres décadas, durante las que publicó narrativa internacional como El tambor de hojalata de Günter Grass o El amante de Marguerite Duras —también contó con Julio Cortázar y Eduardo Galeano en sus filas—, pero sobre todo prestó atención a la historia, con Eric Hobsbawm como principal seña de identidad —introdujo en su país al Michel Foucault de Historia de la locura en la época clásica—, y la política, con estudios sociológicos de la clase obrera en Estados Unidos o los encendidos análisis de Noam Chomsky.

P ero construir un catálogo de largo plazo dejó de ser una actividad de-seable a la luz del fenómeno de con-centración que ha venido aquejando

a las grandes ligas editoriales en las últimas décadas: para un bateador de la talla de Ran-dom House, lo prioritario sería la rentabi-lidad, pero no a la que usualmente se aspira con la edición y que permite sostener los mu-chos, e inevitables, fracasos con los escasos títulos que dan el campanazo comercial. No, a fines de los años ochenta del siglo pasado se buscaba que cada obra produjera utilidades, y Schiffrin no logró convencer a S. I. Newhou-se, dueño de Condé Nast —el paraguas que co-bija a revistas como The New Yorker y Vanity Fair— y a la sazón también de Random House, de la íntima lógica de la edición de libros no co-merciales. No es que Pantheon perdiera dine-ro haciendo sus malabarismos para atenerse a la casi inevitable “ley de Diderot” (“De cada diez libros que se publican, sólo uno, y esto es mucho, produce utilidades, cuatro cubren los gastos a la larga y los cinco restantes ocasio-nan pérdidas”, Carta sobre el comercio de li-bros, fce, 2003), pero estaba lejos del umbral exigido en esa época: 15 por ciento de utilidad anual, en vez del 3 o 4 que Schiffrin identifi-có como lo usual entre editoriales de su tipo. Con dignidad, y produciendo casi sin propo-nérselo un pequeño escándalo en los medios, André abandonó la empresa pero pronto hizo más que lamerse las heridas.

P ara reinventarse como editor, creó The New Press, una entidad sin fines de lucro, financiada en su origen con los aportes de diversas fundaciones,

que en las últimas dos décadas ha logrado un estrecho contacto con el mundo académico, tanto por el lado de los productores como el de los consumidores, y con ese ser cada vez más extraño que es el lector autónomo, crítico, que busca escapar de la más convencional ofer-ta libresca. Schiffrin estaba convencido del error usual de aceptar que “no existe un ver-dadero público para los libros que exigen un esfuerzo intelectual”, público al que ha ofre-cido “traducciones de autores extranjeros y obras eruditas sobre la teoría del derecho, li-bros de historia y textos a contracorriente de las ideas dominantes sobre temas de actuali-dad […] en ámbitos en los que las editoriales comerciales bien consolidadas tienen cada vez más miedo a entrar”. En gran medida, un ánimo semejante alienta los esfuerzos edito-riales del Fondo. Su vida profesional, incluida la propensión a cavilar sobre ella, es por todo ello un ejemplo y un ideal.

Tomás Granados Salinas

NOVEDADES

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