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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO Vicente SIERRA. Historia de la Argentina. Capítulo cuarto: La Asamblea General Constituyente y los problemas constitucionales. Buenos Aires, 1960, tomo VI, pp. 43-57. 1- La Asamblea de Buenos Aires y las Cortes de Cádiz Cuando en 1910 Joaquín V. González señaló el error de buscar en los hombres o en los sucesos inmediatos el origen, la explicación, el móvil ocasional de los hechos que componen la historia de la Argentina, destacó el defecto esencial de la historiografía corriente sobre el pasado nacional, condensación de una síntesis ininteligible, mera sucesión de aconteceres que no dejan ningún saldo capaz de crear la conciencia histórica de la argentinidad. Tal historiografía ha difundido un desarrollo histórico, a partir de 1810, de magnífica coherencia en la mentalidad de determinado grupo de protagonistas, númenes ejemplares a los que en muchos casos se les han asignado ideas que no tuvieron, ocultando las que verdaderamente los movieron. La consecuencia es cada día más clara. Deformados los hechos y los hombres, la historia de la Argentina no deja ningún saldo creador, como no sea el de constituir una ilustre necrópolis de personalidades que fueron motor y motivo de todo, frente a las cuales no queda sino el imitarlas en su fervor para la acción, ya que no es posible hacerlo en los motivos, desde que sólo su voluntad o su patriotismo se exhibe como móvil de sus actos. Ello determina que el argentino medio carezca de una conciencia de su presente, porque no tiene un pasado en que apoyarla para lograr la previsión a su alcance. Lo hemos venido viendo y cabe insistir sobre ello: el drama histórico argentino surge en 1810 en virtud de la modificación política determinada por los sucesos del mes de mayo, que colocó la función de gobernar en manos de grupos dirigentes de Buenos Aires, carentes de planes, propósitos y posiciones adecuadas al desarrollo del proceso iniciado, que los superó en todas las circunstancias. Dice Martín Matheu: Moreno, Agrelo, Posadas, Chiclana, Vieytes, querían la independencia en cuanto a los mandones de afuera, pero siempre para conservar estos dominios al desgraciado Fernando, que se complacería al ver que un pueblo tan ilustrado y libre se había mejorado por el gobierno propio a fin de ser su mejor joya...”. Cuando el juego de los acontecimientos decretó la quiebra de tal esperanza, se ligó la acción a los avatares de la política internacional. Las posiciones adquiridas quedaron, por consiguiente, sujetas al vaivén de acontecimientos extraños a las posibilidades internas de manejarlos; comprobación vital que no cabe limitar a la historia de la Argentina, pues fue común en sus expresiones esenciales a la de toda América y aún a la de la propia España. En 1813, el embajador inglés en

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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO

Vicente SIERRA. Historia de la Argentina. Capítulo cuarto: La Asamblea General Constituyente y los problemas constitucionales. Buenos Aires, 1960, tomo VI, pp. 43-57. 1- La Asamblea de Buenos Aires y las Cortes de Cádiz Cuando en 1910 Joaquín V. González señaló el error de buscar en los hombres o en los sucesos inmediatos el origen, la explicación, el móvil ocasional de los hechos que componen la historia de la Argentina, destacó el defecto esencial de la historiografía corriente sobre el pasado nacional, condensación de una síntesis ininteligible, mera sucesión de aconteceres que no dejan ningún saldo capaz de crear la conciencia histórica de la argentinidad. Tal historiografía ha difundido un desarrollo histórico, a partir de 1810, de magnífica coherencia en la mentalidad de determinado grupo de protagonistas, númenes ejemplares a los que en muchos casos se les han asignado ideas que no tuvieron, ocultando las que verdaderamente los movieron. La consecuencia es cada día más clara. Deformados los hechos y los hombres, la historia de la Argentina no deja ningún saldo creador, como no sea el de constituir una ilustre necrópolis de personalidades que fueron motor y motivo de todo, frente a las cuales no queda sino el imitarlas en su fervor para la acción, ya que no es posible hacerlo en los motivos, desde que sólo su voluntad o su patriotismo se exhibe como móvil de sus actos. Ello determina que el argentino medio carezca de una conciencia de su presente, porque no tiene un pasado en que apoyarla para lograr la previsión a su alcance. Lo hemos venido viendo y cabe insistir sobre ello: el drama histórico argentino surge en 1810 en virtud de la modificación política determinada por los sucesos del mes de mayo, que colocó la función de gobernar en manos de grupos dirigentes de Buenos Aires, carentes de planes, propósitos y posiciones adecuadas al desarrollo del proceso iniciado, que los superó en todas las circunstancias. Dice Martín Matheu: “Moreno, Agrelo, Posadas, Chiclana, Vieytes, querían la independencia en cuanto a los mandones de afuera, pero siempre para conservar estos dominios al desgraciado Fernando, que se complacería al ver que un pueblo tan ilustrado y libre se había mejorado por el gobierno propio a fin de ser su mejor joya...”. Cuando el juego de los acontecimientos decretó la quiebra de tal esperanza, se ligó la acción a los avatares de la política internacional. Las posiciones adquiridas quedaron, por consiguiente, sujetas al vaivén de acontecimientos extraños a las posibilidades internas de manejarlos; comprobación vital que no cabe limitar a la historia de la Argentina, pues fue común en sus expresiones esenciales a la de toda América y aún a la de la propia España. En 1813, el embajador inglés en

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Cádiz, Sir Henry Wellesley, en oficio a su gobierno manifestaba la extrañeza con que comprobaba que los sucesos que vivía el país desde 1808 no hubieran producido ningún hombre capaz de mandar a sus ejércitos o administrar la cosa pública.

Los pertenecientes a las clases directoras decía, por su educación, sus costumbres y sus prejuicios, no servían ni para una cosa ni para otra. Juicio que la historiografía española revela en toda su magnitud a través de la desgraciada historia de su siglo XIX y que de haber conocido Wellesley la situación americana habría podido repetir al pie de la letra. Fuera porque bajo el absolutismo borbónico no se nutriera la casta de los grandes pensadores (la propia literatura española sufrió un considerable descenso de calidad), no puede dejar de advertirse en el curso del siglo XVIII y en la centuria siguiente la crisis de altos valores humanos, sobre todo en lo político, tanto en España como en América, a pesar de que en ésta la reacción antiabsolutista, en las circunstancias internacionales en que se pronunció, abrió la posibilidad de escalar posiciones a grupos nuevos, de los que surgieron muchos hábiles para juzgar los males del pasado, pero pocos para construir los bienes del futuro. El antiabsolutismo no buscó sus raíces en los valiosos elementos tradicionales que el pasado le ofrecía, pero dio en el plagio de ideologías inadecuadas a las idiosincrasias tanto como a las circunstancias económicas, políticas y sociales de los pueblos hispánicos, con desmedro de la continuidad con los valores propios que, bien elaborados, hubieran podido afirmar características esenciales de la personalidad de aquéllos. Fue el mal del siglo y, por consiguiente, algo que no se refiere a nadie personalmente, sino a todos en cuanto fueron expresión de su momento. Si los dos hombres mejor dotados que produjo la Revolución americana fracasaron en sus propósitos trascendentales, y nos referimos a San Martín y a Bolívar, se debió a que, por una parte, no comprendieron la realidad que vivían y, por otra, a que ese trascendentalismo superaba la posibilidad de los grupos políticos, en los que apenas si asomó algún aprendiz de estadista. Soslayar estas verdades mediante el artilugio de una literatura ditirámbica inspirada en la comprensible pero torpe suposición de que para fortalecer el patriotismo nacional debe mantenerse el culto de cada uno de los beneficiados por esa literatura, es un error que admite el absurdo de querer afirmar una nacionalidad mediante una conciencia histórica asentada sobre una visión equívoca del pasado, tendiente a sostener una determinada estructura institucional y política. Una nación no es una organización estatal, ni un conjunto de leyes, ni un símbolo, sino una voluntad, una misión y un destino. Una nacionalidad es una expresión cultural y no un panteón. Y una cultura no es sino extracto magnífico de una honda y profunda conciencia histórica. Por eso, escribir la historia de una nación debe responder a la exigencia de sus hijos de poder vivir su propia realidad histórica, de manera que cabe exigir al historiógrafo el mayor respeto por la verdad, aunque se trate de esa verdad

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subjetiva, única a su alcance en la tarea de comprender lo pretérito. Y si bien no creemos que los historiadores sean jueces del pasado, estamos ciertos de que al esclarecer la verdad posible sobre los hechos se contribuye a afirmar la vigencia de factores éticos capaces de fortalecer una conciencia histórica, que no puede surgir mediante la deformación de los hechos y de los hombres para adecuarlos a propósitos no siempre confesables. Hemos señalado un mal común a todos los pueblos hispánicos y de hecho advertido la raíz del mismo en la circunstancia de que, atraídos los más capaces por nuevas concepciones, forjáronse una conciencia del presente que vivían apoyados en una falsa visión de lo vivido. La nota dominante en el pensamiento ilustrado fue su antitradicionalismo y, por consiguiente, sus frutos no pudieron ser auténticos. Hecho que se advierte en la labor legislativa de las Cortes reunidas en Cádiz en 1812 y, como veremos en seguida, en 1813, en la Asamblea General Constituyente, convocada en Buenos Aires. En ambos casos el desarrollo progresivo de los respectivos grupos nacionales fue desviado de sus exigencias más perentorias. Un mismo mal no podía tener sino una misma causa y en efecto, aunque se sindique a la Asamblea General Constituyente como iniciadora en la historia del país de una huella constitucional, la realidad es que la misma no surgió como fruto de una elaboración propia, ni de una adecuada observación de los fenómenos nacionales, sino del plagio. No exhibió la Asamblea una idea esencial que no tuviera su origen en la labor de las Cortes de Cádiz, cuyos miembros, por su parte, no hicieron otra cosa, con la Constitución que sancionaron en 1812, que realizar una experiencia sobremanera desconcertante, como fue dictar una Constitución inspirada en los ejemplos de la Constituyente francesa, apoyándose, no en Locke, en Montesquieu, en Rousseau o en Condorcet, sino en los teólogos políticos españoles de los siglos XVII y XVIII, sin comprender el sentido íntimo y esencial del sistema tradicional español que ello involucraba. Tanto en España como en América, los afanes constitucionalistas no advirtieron que, en el terreno de las instituciones, la propia historia les ofrecía ejemplos más cercanos a las ideas del siglo que los países europeos dominados por el pensamiento racionalista autónomo. Lo que determinó que, en el momento crucial del Imperio Español, cuando la crisis estructural que lo conducía a la disgregación reclamaba un acuerdo entre las nuevas formas políticas que imponía la singularidad histórica del momento, con sus propios elementos tradicionales afines a ella, tanto en España como América, los hombres nuevos, surgidos al amparo del desarrollo imprevisto de los hechos, aceptaran como afines soluciones triunfantes en otras partes. La consecuencia fue contradictoria. A pesar de que hasta la denominación “liberalismo” surgió de las Cortes de Cádiz, en el mundo hispánico el liberalismo denunció siempre falta de madurez, como lo denuncia la pobreza de la literatura política afín. Por eso, en lugar de instituciones, fomentó caudillos; en lugar de partidos políticos con ideas, grupos sostenidos por el prestigio personal de algún dirigente, y ni en España ni en América se logró establecer regímenes consolidados, estables, afirmados en una estrecha comunidad entre los hombres y las instituciones.

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Esta íntima vinculación entre las Cortes de Cádiz y la Asamblea General Constituyente de Buenos Aires fue particularmente advertida y destacada por Julio V. González, hasta obligarlo a decir que: “para la historia de las instituciones políticas, la Revolución de Mayo fue una creación de la Revolución de España”, verdad inconcusa que fortaleció agregando: “porque el movimiento popular de la Península no sólo inició al argentino en las prácticas de la representación pública, sino que lo nutrió con sus principios y le proporcionó las bases sobre las que el pueblo de Mayo planeó la organización del nuevo Estado”. La Junta de Mayo procuró mantenerse dentro de la ideología populista del alzamiento de la Península, que mostró siempre una definida voluntad de retornar a las viejas libertades comunales, en las que palpitaban los principios de la representación pública, puesto que la misma tenía honrosos antecedentes en la historia y el pensamiento político hispanos. A él respondieron el cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, la designación de diputados de los pueblos y la integración con los mismos del gobierno ejecutivo, como la adaptación del juntismo español a la realidad del medio con la creación de las Juntas Provinciales. Pero la realidad superó los propósitos de Mayo y planteó dilemas no previstos, que tendieron a hacer de la vida política una lucha de facciones personales o de grupos, con un sentido de regreso en el primer Triunvirato, que fue aventado por el pronunciamiento de octubre de 1812, en el que por primera vez actúan quienes alientan un propósito concreto de crear una nueva nación, pero que en esencia no pasó de ser un golpe del porteñismo, en su máxima expresión oligárquica, que no había madurado ningún propósito independizador ni acordado ideas concretas sobre la forma de gobierno a adoptarse. La Asamblea General Constituyente, que fue consecuencia de aquel pronunciamiento, se tradujo en la reunión de un grupo de hombres sin experiencia de gobierno y sin una ilustración política ajustada a los fines declarados, de manera que todo se redujo a expedientes que ni tendieron a la independencia ni organizaron la práctica de la libertad civil que todos querían. Fue el suyo un liberalismo primario, expresado mediante algunas declamaciones de fines, sin capacidad, ni conocimiento, ni fe en los medios para realizarlos. Como ha dicho Juan Canter, fue la de los asambleístas “una ideología extraña y una rara política que proclamaba los modelos ingleses y franceses, remedando, al propio tiempo, a los españoles, sin aludirlos”. Hasta el decreto de instalación de las Cortes de Cádiz, sancionado en la sesión inaugural de las mismas, el 24 de setiembre de 1810, y el del 25 del mismo estableciendo la fórmula para la publicación de las leyes, fueron aprovechados por la Asamblea de Buenos Aires para dictar su decreto de instalación del 31 de enero de 1813 y para el de 1º de febrero estableciendo el juramento de sus

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miembros. Julio V. González hizo el consiguiente cotejo, subrayando las disposiciones semejantes y exhibiendo ambos textos a dos columnas, como vemos a continuación:

ASAMBLEA DEL AÑO XIII

CORTES DE CÁDIZ

Decreto de instalación del 31 de enero de 1813. Texto fragmentario.

Decreto de instalación del 24 de setiembre de 1810. Texto fragmentario.

Que verificada la reunión de la mayor parte de los diputados de las Provincias libres del Río de la Plata en la Capital de Buenos Aires, e instalada en el día de hoy la Asamblea General Constituyente, ha decretado los artículos siguientes: “Art. 1º - Que reside en ella la representación y ejercicio de la soberanía de las Provincias Unidas del Río de la Plata y que su tratamiento sea de Soberano Señor, quedando el de sus individuos en particular con el de Vd. llano”.

“Los diputados que componen este Congreso y que representan la Nación Española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes Generales y Extra-ordinarias, y que reside en ellos la soberanía nacional. “Las Cortes Generales y Extraordinarias de la Nación Española congregadas en la Real Isla de León, conforme en todo con la voluntad general, pronunciada del modo más enérgico y patente, reconocen, proclaman y juran de nuevo por su único y legítimo Rey al Señor D. Fernando VII de Borbón; y declaran nula, del ningún valor ni efecto la cesión de la corona que se dice hecha a favor de Napoleón...”.

“Art. 5º - Que el Poder Ejecutivo quedase delegado interinamente en las mismas personas que lo administran con el carácter de Supremo y hasta que tenga a bien disponer otra cosa, conservando el mismo trata miento.

“Las Cortes Generales y Extraordinarias habilitan a los individuos que componían el Consejo de Regencia para que, bajo esta misma denominación, interina-mente y hasta que las Cortes elijan el gobierno que más convenga, ejerzan el Poder Ejecutivo.

“Art. 6º - Que para que el Poder Ejecutivo pueda entrar en el ejercicio de las funciones que se le delegan, comparezca a prestar el juramento de reconocimiento y obediencia a esta Asamblea Soberana, disponiendo lo hagan inmediatamente las demás Corporaciones”.

“El Consejo de Regencia, para usar de la habilitación declarada anteriormente, reconocerá la soberanía nacional de las Cortes y jurará obediencia a las leyes y decretos que de ellas emanaren, a cuyo fin pasará, inmediatamente que se le haga constar este decreto, a la sala de sesión de las Cortes, que la esperan para este acto...”

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(Decreto del 1º de febrero) Que se mande al Supremo Poder Ejecutivo una copia del juramento que han prestado el día de ayer en sus manos las autoridades constituidas y es del tenor siguiente. Juramento: ¿Reconocéis representada en la Asamblea General Constituyente la autoridad soberana de las Provincias Unidas del Río de la Plata? Sí reconozco. “¿Juráis reconocer fielmente todas sus determinaciones, y mandarlas cumplir y ejecutar? ¿No reconocer más autoridades sino las que emanen de su soberanía? ¿Conservar y sostener la libertad, integridad y prosperidad de las Provincias Unidas del Río de la Plata, la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana y todo en la parte que os comprenda? Sí, juro. “Si así no lo hiciereis Dios os ayude y si no él y la patria os lo demanden y hagan cargo”.

Se declara que la fórmula del reconocimiento y juramento que ha de hacer el Consejo de Regencia es la siguiente: “¿Reconocéis la soberanía de la Nación representada por los diputados de estas Cortes Generales y Extraordinarias? ¿Juráis obedecer sus decretos, leyes y constitución que se establezca según los santos fines para que se han reunido, y mandar bóxervarlos y hacerlos ejecutar? ¿Conservar la independencia, libertad e integridad de la Nación? ¿La Religión Católica Apostólica Romana?... Si así lo hiciereis, Dios os ayude; y si no, seréis responsables a la Nación con arreglo a las leyes”.

(Decreto del 31 de enero) Art. 4º - Que las personas de los Diputados que constituyen la Soberana Asamblea son inviolables y no pueden ser aprehendidos ni juzgados sino en los casos y términos que la misma Soberana Asamblea determinará”.

Las Cortes generales y extraordinarias declaran “que las personas de los diputados son inviolables, y que no se puede intentar por ninguna autoridad ni persona particular cosa alguna contra los diputados, sino en los términos que se establezcan en el reglamento general que va a firmarse y a cuyo efecto se nombrará una comisión”.

(Decreto del 25 de setiembre) “Art. 7º - Que el Poder Ejecutivo en la publicación de los decretos de la Asamblea Soberana encabece en los términos siguientes: El Supremo Poder Ejecutivo Provisorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata, a los que la presente vieren, oyesen o entendiesen, sabed que la Asamblea General Constituyente ha

“Las Cortes Generales Extraordinarias ordenan que la publicación de los decretos y leyes que de ella emanen, se haga por el poder Ejecutivo en la forma siguiente: Don Fernando VII Rey y en su ausencia y cautividad, el Consejo de Regencia autorizado interina mente, a todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: Que las Cortes Generales y Extraordinarias congregadas en la

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decretado lo siguiente:”

Real Isla de León se resolvió y decretó lo siguiente:”

Se ha dicho que la Asamblea del año XIII fue “el primer órgano de la soberanía nacional argentina”. Lo fue sólo por su propia declaración, ya que distó de representar la voluntad del país, pues ni siquiera supo cumplir con los fines que justificaron su convocatoria. Reunidos sus miembros, el planteamiento y la naturaleza institucional del organismo provinieron de Cádiz, y de aquellas Cortes se tomaron las medidas de urgencia con que se legalizó el gobierno de hecho que ejercía el Ejecutivo, conocido con el nombre de Triunvirato. Si las Cortes gaditanas se encontraron con un Consejo de Regencia, la Asamblea de Buenos Aires se encontró con el Triunvirato, y el procedimiento seguido por los diputados de Cádiz fue el adoptado por los del Río de la Plata. El discurso inaugural, pronunciado por Juan José Paso, destacó un hecho esencial del nuevo orden que se establecía al decir: “...desde este punto toda autoridad queda concentrada en esa corporación augusta de la que han de emanar las primeras órdenes y disposiciones que el gobierno con las corporaciones que le acompañan se retira a esperar a su posada para darlas el más pronto y debido lleno, luego que constituida le signe comunicársela”. El corolario de estas palabras fue el decreto de instalación de la Asamblea, al establecer “que reside en ella la representación y ejercicio de la Soberanía de las Provincias Unidas del Río de la Plata y que su tratamiento sea el de Soberano Señor...”. En consecuencia, acordó delegar en el gobierno existente, con carácter de interinato, las funciones ejecutivas, previo juramento de sus miembros de “reconocimiento y obediencia” a la Asamblea, como autoridad soberana. Era exactamente lo sucedido en Cádiz entre las Cortes y el Consejo de Regencia. En ambos casos los diputados concordaron en la necesidad de establecer una división de los poderes, para lo cual despojaron a los regentes y triunviros, respectivamente, de toda atribución que no fuera la de simples cumplidores o ejecutantes de las leyes, reglamentos y decretos elaborados por los cuerpos legislativos; los que, en ambos casos, se consideraron dos veces soberanos, a título de depositarios del poder y representantes de la nación. Ya veremos cómo el juego de los acontecimientos hizo que, en cuanto la situación presentó dificultades, tanta soberanía junta sólo atinara a renunciar a actuar y diera plenos poderes al Ejecutivo. La realidad no respetaba las tesis doctrinarias. En la sesión del 8 de marzo, Alvear presentó a la Asamblea una moción que fue aprobada en los siguientes términos: “Los diputados de las Provincias Unidas son diputados de la nación en general, sin perder por eso la denominación del pueblo a que deben su nombramiento, no pudiendo de ningún modo obrar en comisión”. En los fundamentos Alvear expuso

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la conveniencia de que cada diputado en su representación fuera “el todo de las Provincias Unidas colectivamente...”, “quedando, en consecuencia, sujeta su conducta al juicio de la Nación y garantizada por esta misma la inviolabilidad de sus personas”. El objetivo era claro: se trataba de forzar el mantenimiento del Estado y, por la misma razón, liberar a los diputados de las instrucciones recibidas de sus representados. Los pueblos podían elegir a su arbitrio a quienes debían representarlos, pero no revocarles los mandatos, pues una vez electos la soberanía estaba en ellos y no en los electores, a los que se los desprendía de ella hasta perder toda autoridad sobre sus elegidos. El proceso era el mismo seguido en Cádiz, cuya Constitución fue unitaria y centralista. Ya en el decreto de instalación de la Asamblea se estableció la inviolabilidad de sus miembros, los cuales no podrían “ser aprehendidos ni juzgados sino en los casos y términos que la misma Soberana corporación determine”. Al aprobarse la moción de Alvear se planteó la necesidad de establecer tales casos, y la tarea de formular el proyecto correspondiente se confió al diputado Vicente López y Planes, quien lo presentó en la sesión del 10 de marzo. Se ignora si la reglamentación aprobada en esa fecha fue la proyectada por López, pero es evidente que no pasó de una reproducción sustancial de la dictada el 28 de noviembre de 1810 por las Cortes de Cádiz, con agregados de la Constitución española de año XII. La diferencia se limitó a que, mientras las Cortes constituían “un Tribunal que con arreglo a derecho sustancie y determine la causa, consultando a las Cortes”, la Asamblea acordó suspender al acusado y luego remover al reo, declarando su desafuero. El cotejo de ambos reglamentos es elocuente:

CORTES DE CÁDIZ

ASAMBLEA DEL AÑO XIII

Decreto del 28 de noviembre de 1810 y Art. 128 de la Constitución de 1812)

(Reglamento de 10 de marzo de 1813)

“Art. 1º - Las personas de los diputados son inviolables y no podrá intentarse contra ellos acción, demanda ni procedimiento alguno en ningún tiempo y por ninguna Autoridad, de cualquier clase que sea, por sus opiniones y dictámenes”.

“Art. 1º - Los diputados que componen la Asamblea General Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata no pueden ser acusados, perseguidos, ni juzgados en tiempo alguno por las opiniones que verbalmente o por escrito hayan manifestado en las sesiones de la Asamblea”.

Los diputados de la Asamblea habían sido elegidos de acuerdo con la convocatoria de 24 de octubre de 1812, en la que se establecía que, si bien sus poderes debían ser concebidos sin limitaciones, tenían el deber de responder en sus actuaciones a las instrucciones que recibieran de sus electores, las cuales, según el artículo 8º

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de la convocatoria, no conocerían otro límite “que la voluntad de los poderdantes”. Por el artículo 9º se agregaba: “Bajo este principio, todo ciudadano podrá legítimamente indicar a los electores que extiendan los poderes e instrucciones de los diputados lo que crea conducente al interés general y al bien y felicidad común y territorial”. Tales disposiciones implicaban la implantación de un auténtico régimen democrático, en cuanto establecían la responsabilidad de los representantes ante los representados. El reglamento del 10 de marzo de 1813 anuló ese régimen para iniciar una práctica que ha impuesto el sistema nada democrático de que el pueblo gobierne por intermedio de representantes, pero librando a éstos de responsabilidad ante sus representados. Una vez electos, no se puede evitar que actúen en forma opuesta a cuanto ha sido la razón misma de su elección. La cuestión fue planteada por el Cabildo de Salta mediante oficio de 6 de marzo. La Asamblea, en la sesión del 15 de junio, le puso fin dictando un decreto que concedía a los pueblos “el derecho incontestable para solicitar” la “remoción o revocación” de los “poderes” dados a sus diputados, “siempre que se invocaran causas justificativas que lo exijan; debiendo deducirlas ante la misma Asamblea, y esperar su soberana resolución”. Aparentemente se procuraba concordar con el decreto de convocatoria, pero en la oportunidad se declaró que, de acuerdo con lo resuelto en 8 de marzo, los diputados incorporados al cuerpo “eran diputados de la Nación”. Se recordó, además, que en 19 de mayo se había acordado que tales diputados sólo podían renunciar a sus cargos “ante sí misma”, es decir, ante la Asamblea, a título de lo cual se declaró sin efecto todo lo obrado en la ciudad de Salta por el Ayuntamiento y los electores, “en cuanto tiene relación a la ratificación o revocación de poderes y nombramiento de nuevo diputado”. El decreto del 10 de marzo de 1813 puede seguir siendo cotejado con el citado de las Cortes de Cádiz. Helo aquí:

CORTES DE CÁDIZ

ASAMBLEA DEL AÑO XIII

Art. 2º- Ninguna Autoridad, del cualquier clase que sea, podrá entender o proceder contra los diputados por sus tratos y particulares acciones durante el tiempo de su encargo, y un año más después de concluido”.

Art. 2º- Desde el día de su nombramiento hasta un mes después de haber cesado en sus funciones, no pueden ser reconvenidos en Tribunal alguno por causas civiles. “Art. 3º- Durante el mismo período no pueden ser procesados por causas criminales, ni violada la inmunidad de las casas que habitan sino en la forma y casos prescriptos en los artículos siguientes

(Artículo 128 de la Constitución de 1812)

“Art. 4º- Si algún reo retraído de una de estas casas resistiese los

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“Los diputados serán inviolables por sus opiniones y en ningún tiempo ni caso, ni por ninguna autoridad podrán ser reconvenidos por ellas. En las causas criminales que contra ellos se intenten no podrán ser juzgados sino por el tribunal de Cortes en el modo y forma que se prescriba en el reglamento del gobierno interior de las mismas. Durante las sesiones de las Cortes y un mes después, los diputados no podrán ser demandados civilmente si ejecutados por deudas”.

llamamientos judiciales de comparencia, bien sea doméstico del diputado que la habite u otro extraño, podrá allanarse. Su allanamiento se hará en virtud del derecho de la Asamblea si estuviese en sesión; si no estuviese actualmente en sesión, se hará el allanamiento por el Presidente de la Asamblea. Si estuvieran suspensas las sesiones, se hará el allanamiento por la Comisión Permanente con la misma calidad. “Art. 5º- Sólo por un delito criminal de enorme gravedad in fraganti pueden ser aprehendidos los diputados. Cualquier juez o comandante que haya verificado la prisión deberá sin demora elevar a la Asamblea el parte de lo ocurrido. Desde aquel momento queda inhibida toda otra autoridad de intervenir en la causa. “Art. 6º- Fuera del caso del artículo antecedente, ningún diputado puede ser aprehendido, sin previo mandamiento de la Asamblea.

“Art. 4º- Las quejas y acusaciones contra cualquier diputado se presentarán por escrito a las Cortes, y mientras se delibera sobre ello se retirará el diputado interesado de la sala de sesiones, y para volver esperará orden de las Cortes”.

“Art. 7º- Ninguna denuncia contra la persona de un diputado puede dar mérito o procedimiento si no se hace por escrito, firmada y dirigida a la Soberana Asamblea.

“Art. 3º- Cuando se haya de proceder civil o criminalmente, de oficio o a instancia de parte, contra algún diputado, se nombrará por las Cortes un Tribunal que con arreglo a derecho sustancie y determine la causa, consultando a las Cortes la sentencia antes de su ejecución”.

“Art. 8º- Si después de discutir la denuncia en la forma adoptada para los demás asuntos resultare admitida, se nombrará una Comisión Interior para la correspondiente formalización del pro-ceso, quedando en suspenso el diputado en el ejercicio de sus funciones, cuando resulte de él mérito suficiente a juicio de la Asamblea. “Art. 9º- Presentado el pro-ceso por la Comisión en estado de sentencia y discutido en la forma ordinaria falla la Asamblea”.

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El artículo 10º establecía que el juicio de la Asamblea no pasaría de remover al reo del oficio de diputado e inhabilitarlo para todo empleo honroso y lucrativo. El Poder Judicial se encargaría de juzgarlo. Siendo absuelto podía restituirse al ejercicio de sus altas funciones.

La significación de estos cotejos proviene, como lo señalara Julio V. González, de que permite descartar la hipótesis de que el período inicial del liberalismo argentino fue de directa influencia francesa. González subraya el concepto diciendo: “En la primera década nuestra historia constitucional se nutrió de las instituciones políticas creadas por la revolución de España”. 2- Proyectos de Constitución Deseoso el gobierno de Buenos Aires, según lo expresó por decreto de 10 de noviembre de 1812, de remover todo obstáculo capaz de retardar o entorpecer las deliberaciones de la Asamblea, comisionó a los Pbros. Luis Chorroarín y José Valentín Gómez, a los Dres. Pedro José Agrelo, Nicolás Herrera, Pedro Somellera, Manuel José García y a D. Hipólito Vieytes, para que prepararan las materias que habían de presentarse “a aquella augusta corporación, formando al mismo tiempo un proyecto de Constitución digna de someterse a su examen”. Por renuncia de Chorroarín, la comisión se integró con Gervasio A. Posadas, quien aceptó el cargo, aunque confesando pocas luces en la materia. Instó el gobierno a la Sociedad Patriótica a que hiciera otro tanto, atención que con fecha 4 de noviembre agradeció la institución, expresando que interesarla “en la discusión de los grandes negocios que van a deliberarse en la Augusta Asamblea que se aproxima es el mejor elogio que puede hacerse de un gobierno liberal”. La Sociedad Patriótica confió la redacción de su proyecto de Constitución al Pbro. Antonio Sáenz, a los Dres. Francisco José Planes, Tomás Antonio Valle, Bernardo Monteagudo y D. Juan Larrea. Secretario fue designado el Dr. Dongo. La Comisión oficial elevó su proyecto al Superior Gobierno con fecha 27 de enero de 1813. El de la Sociedad Patriótica debió de ser recibido más tarde, pues recién el 10 de febrero ambos proyectos fueron remitidos por el Ejecutivo a la Asamblea. 3- El proyecto de la comisión oficial En la nota elevando al Superior Gobierno el proyecto de Constitución, la comisión oficial decía que en la tarea de redactarlo había “procurado alejar las teorías metafísicas, comúnmente engañosas en la práctica, ciñendo su ambición a una aplicación acertada de los saludables principios que las naciones libres e ilustradas” habían adoptado en sus Constituciones. Era una paladina confesión de que se había trabajado no sólo sin tener en cuenta la idiosincrasia histórica del medio, sino que no se había hecho otra cosa que responder al entonces naciente

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“mito constitucional”, que suponía la posibilidad de un régimen político adecuado para todos los pueblos, en todas las circunstancias de su desarrollo histórico, religioso, económico y social. Fue Clemente L. Fregeiro el primero que, al estudiar este proyecto advirtió que sus autores habían tomado como modelo la Constitución sancionada el año anterior por las Cortes de Cádiz. Actuaron por imitación, sin valorar lo que imitaban. En la “Gazeta Ministerial” del 1º de setiembre se lee: “Por fortuna, en medio de las convulsiones que han precedido, se han conservado indemnes entre nosotros los principios que consagran la moral, la política y la prudencia, y si alguna vez se hubiera presentado alguno con el odioso ropaje de los necios declamadores, que tantos males han causado a los Pueblos de la Europa, y el silencio amenazador de los pueblos irritados les habría hecho abandonar precipitadamente el teatro, esta adhesión constante de los Pueblos Americanos a los principios religiosos y el respeto que le consagran sus legisladores (digan lo que quieran nuestros maldicientes enemigos) es, y será el más firme apoyo de sus costumbres y de su libertad”. Teniendo en cuenta la fecha de esta publicación y la referencia a la necesidad de defenderse de los “maldicientes enemigos”, cabe aceptarla como una explicación de que, a pesar de los proyectos de Constitución presentados a la Asamblea, ésta no diera gran importancia a sancionar ninguno. Había que evitar que terminara “el silencio amenazador de los pueblos”, que podía obligar a los que querían vestirlo con ropajes inadecuados a abandonar “el teatro” de sus empeños antihistóricos. Tanto el proyecto de la comisión oficial como el de la Sociedad Patriótica se resienten de falta de madurez. Se lo ha imputado a la angustiosa perentoriedad con que debieron ser formulados, pero fue el fruto lógico de que nadie sabía concretamente a dónde se quería llegar y qué era lo que se quería hacer. Se hablaba de Constitución e Independencia, pero no de realizar ambas ideas dentro de un sentido propio, sino atadas a influencias hasta de orden internacional. La consecuencia fue que la Asamblea ni sancionó Constitución alguna ni declaró ninguna Independencia, fuera de algunas resoluciones propincuas a tales finalidades, pero no expresamente dirigidas a lograrlas. De esta carencia de orientaciones concretas es una muestra el proyecto de la comisión oficial al guardar silencio sobre la forma de los gobiernos provinciales, lo que hizo suponer a Fregeiro que el proyecto respondía a un ideario federal. La lectura del artículo 6º, del capítulo XXX, donde se establecía que el Directorio Ejecutivo debía oír el parecer del consejo de Estado, que se creaba en el proyecto, para suspender a los gobernadores de provincia, permite advertir que en un gobierno federativo esa suspensión no podía ser facultad privativa del Ejecutivo. En cuanto a la identidad del proyecto con los principios esenciales de la Constitución española de 1812, ella surge de un ligero cotejo de ambas:

Constitución de Cádiz de 1812

Proyecto de la Comisión Oficial presentado a la Asamblea de 1813

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“La Nación Española es libre e independiente...”. “La Soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga...” “Son Españoles todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de éstos...” “...los extranjeros que hayan obtenido carta de naturaleza”. “...los libertos que adquieren la libertad en España”. “El territorio español comprenderá...” “La Nación Española profesa la religión católica apostólica romana... La Nación la protege...” “La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes...” “La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el Rey...”

“Las Provincias del Río de la Plata forman una república libre e independiente...” “La soberanía del Estado reside esencialmente en el Pueblo”. “El Pueblo es la reunión de todos los hombres libres de la República”. “Son ciudadanos los hombres libres que nacidos y residentes en el territorio de la República se hallan inscriptos en el Registro Cívico...” “...los extranjeros que después de cinco años, se hallan inscriptos...” “Los esclavos que de nuevo entrasen... adquieren la libertad”. “El territorio de la República comprenderá...” “la religión católica es la religión del Estado. Él la protege...” “La potestad de hacer las leyes reside en el Congreso...” “La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en los depositarios del Poder Ejecutivo...”

“La potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales reside en los tribunales establecidos por la ley”.

“Los ciudadanos tienen libertad en los tribunales de justicia establecidos por la ley”.

Los artículos 24 y 25 de la Constitución gaditana, sobre la pérdida de la calidad de ciudadano y la suspensión del ejercicio de la soberanía, fueron tomados casi al pie de la letra en el capítulo VI, artículos 3º y 4º, del proyecto de la comisión oficial de Buenos Aires. En cuanto al régimen electoral, ambas Constituciones coincidieron en que la elección de diputados se celebrara mediante juntas electorales de parroquia, de partido y de provincia. No decimos que la comisión oficial se limitó a copiar la Constitución española, sino que buscó en ella las notas esenciales de su proyecto, el tono y carácter del mismo. 4 - El proyecto de la Sociedad Patriótica El proyecto de la Sociedad Patriótica no podía dejar de responder al estilo de Monteagudo, de manera que se inicia con una declaración “de los derechos y deberes del hombre”. El nuevo orden surgido de las actividades constitucionales que inició la Francia revolucionaria respondió a un fondo romántico, como expresión de su individualismo. Lógicamente, la Constitución francesa de 1791 sólo habló de los derechos del hombre. Rasgo de fidelidad al romanticismo rousseauniano. El proyecto de la Sociedad Patriótica agregó los “deberes” a los derechos, lo que ya fue algo. En tales declaraciones se estableció a quién podía considerarse “hombre de bien”; y es que el proyecto de la Sociedad Patriótica era obra de quienes admitían la posibilidad de gobernar con “máximas”, y pertenecían al mismo mundo de ideas a que se refería Joung, un viajero por la Francia revolucionaria, al decir:

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“Creen muchos que hay una receta para hacer revoluciones como para hacer morcillas”. Los artículos del proyecto dedicados a establecer la organización del Estado coinciden en lo esencial con el de la comisión oficial, y en ambos casos tomados de la Constitución de Cádiz. Sin embargo, se advierten en el de la Sociedad Patriótica algunos agregados adoptados de la constitución de los Estados Unidos, tomados de la obra del venezolano Manuel García de Sena: “La independencia de la Costa Firme justificada por Thomas Paine treinta años ha”, que incluía los artículos de la Confederación, la constitución federal y las Constituciones de varios Estados de la Unión. Esta obra ejerció influencia sobre muchos hombres de la época. Tal el caso de Nicolás Laguna, diputado por Tucumán a la Asamblea, cuando escribiendo a su Cabildo decía: “Quien juró Provincias Unidas, no juró la unidad de las provincias; quien juró y declaró las provincias en Unión, no juró la unidad e identidad sino la confederación de las ciudades; pues saben todos que ni una ni otra palabra son en sí controvertibles...; pero la unidad significa el contacto de partes realmente distintas y separadas, tal cual en materia física se demuestra y en la política por la Constitución de los Estados Unidos angloamericanos, cuya Constitución he visto y tengo a mano”. 5- El problema constitucional en la Asamblea La Asamblea General Constituyente no alcanzó a considerar ningún proyecto de Constitución. José Armando Seco Villalba ha aportado testimonios de que, a pesar del poco entusiasmo con que se encaró el tema, una comisión interna lo estudió y es posible que llegara a formular un proyecto. Cuando en febrero de 1814 la Asamblea suspendió sus sesiones, aprobó un reglamento por el que se creó una “Comisión permanente” que la representara, y entre las facultades que se le acordaron figura un artículo 2º que dice: “Continuar el proyecto de Constitución mandado formar por decreto de 13 de mayo último, e instar en que se realicen en las provincias libres los censos mandados formar por decreto de 5 de febrero del presente”. Seco Villalba sostuvo que el resultado de los trabajos internos de la Asamblea se concretó en un proyecto que sería el publicado por Emilio Ravignani en la obra: “Asambleas Constituyentes Argentinas”, tomado de un manuscrito que Diego Luis Molinari puso en su conocimiento en una copia, cuyo original habría sido, posteriormente, encontrado por Seco Villalba. Al anunciar su hallazgo, Molinari advirtió que se trataba de una pieza sustancialmente igual al proyecto de la comisión oficial. Por su parte, Seco Villalba destacó agregados tomados del proyecto de la Sociedad Patriótica, de la Constitución de los Estados Unidos y aún de la de Venezuela, y estableció el siguiente cómputo: cuarenta y tres artículos de redacción idéntica al proyecto de la comisión oficial; trece tomados del de la Sociedad Patriótica; setenta y nueve que corresponden a modificaciones de

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detalle de otros tantos tomados del proyecto de la comisión oficial; treinta y cinco artículos y cinco capítulos originales. Es decir, que, sustancialmente, tal como dijera Molinari, el proyecto siguió el de la comisión oficial, o sea el más directamente inspirado en la Constitución de Cádiz de 1812. La influencia del modelo estadounidense se advierte en el capítulo dedicado a enumerar las facultades del Congreso, si bien Seco Villalba, que así lo destaca, no dejó de advertir que en este punto el supuesto proyecto de la Asamblea y el de la comisión oficial no conservan el mismo orden ni el mismo número de atribuciones, y parece advertirse el uso de otras guías, que podrían ser las constituciones venezolana y española. Entre las disposiciones más interesantes de este proyecto se destaca la supresión del Consejo de Estado, prevista en el de la comisión oficial, organismo que limitaba al Ejecutivo, para dotar, en cambio, de mayores facultades a los secretarios de Estado. A pesar de lo cual, cuando en 21 de enero de 1814 se puso fin al régimen de Triunvirato para iniciar el del Directorio, se procedió a reformar el “Estatuto Provisional del Supremo Gobierno”, estableciéndose un Consejo de Estado. 6- Proyecto de un estatuto de Confederación Con la denominación “Artículos de Confederación y perpetua unión entre las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes, Banda Oriental del Uruguay, Córdoba, Tucumán, etc.”, se conoce un manuscrito encontrado por José Luis Busaniche que muestra al pie las iniciales F.S.O. o F.S.C. sobre las que no ha sido posible determinar a quién pertenecen. Esencialmente es un arreglo de los “Artículos de Confederación y unión perpetua entre los Estados”, de 1778, y de la “Constitución Federal de los Estados Unidos de América”, de 1787, o sea una solución impracticable en 1813, fecha que se lee en el manuscrito. Si como cabe suponer se trata de la obra de un allegado al artiguismo, que procuró con ella demostrar la practicidad de los planteos del caudillo oriental formulados en las Instrucciones del año XIII, el resultado no pudo ser más negativo, pues confirma el carácter híbrido y poco realista de aquéllos. (...) Capítulo quinto. Labor legislativa de la asamblea general constituyente (pp. 59-79) 1- Una tarea sobrevalorada Algunas resoluciones de la Asamblea General Constituyente que, con el correr de los años, adquirieron un alto valor sentimental, han determinado que la labor de aquel cuerpo haya dado origen a una literatura encomiástica destinada a ocultar la realidad de la carencia de trascendentalidad de la misma. La Asamblea no cumplió sus fines esenciales, apenas los subsidiarios, y terminó negando sus principios, hasta ser barrida en 1815 por la primera revolución de carácter nacional que registra la historia política argentina. Ya su composición distó de ser un acierto. Sus miembros no pudieron reivindicar que constituían una legítima representación de los pueblos, aún dentro de las limitaciones con que tal legitimidad podía establecerse en la época; sin olvidar que en el curso del año XIII ni siquiera reunió un número de provincias representadas que diera autoridad

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moral a sus resoluciones más atrevidas. Dice Martín Matheu en la “Autobiografía” de su padre, el prócer de Mayo: “La Asamblea defraudó completamente los fines primordiales que se tenían en objetivo para definir la vaga situación en que se hacían tantos sacrificios; y para desenvolverse en sus omnímodas facultades que al efecto acordaron sus miembros: puede decirse que la filosofía política ganó, pero con la filosofía sola no se fundan las grandes nacionalidades”. En realidad, aún las ganancias de la filosofía política no pasaron del huero

verbalismo que caracterizó a los integrantes de la Sociedad Patriótica herencia

del morenismo del “Club” de 1811, que tanta preponderancia tuvieron en la composición de la Asamblea. En el curso del régimen asambleísta mediaron para poner a prueba al cuerpo las derrotas sufridas por los patriotas en el Alto Perú, las dificultades con Artigas, la caída de Napoleón y la recuperación del trono de España por Fernando VII, tanto como la falta de una concreta voluntad revolucionaria y emancipadora de parte de la oligarquía que la dominó, grupo dirigente o influyente sin fe en el país, sin voluntad de sacrificio, sin confianza en el pueblo y más dispuesto a las transacciones que a la lucha, más verbalista que ejecutor y, lo más grave, ayuno de planes e ideas precisas sobre lo que debía o podía hacerse que sobrepasara el afán de no dejar que el gobierno pasara a manos de intereses ajenos a los propios. Si en las primeras sesiones del cuerpo se adoptaron algunas resoluciones que parecían responder a fines preestablecidos de indudable trascendencia, a medida que pasaron los meses el tono fue disminuyendo de acuerdo con la influencia de los sucesos internos y externos que se sucedieron, sin demostrar otra aspiración que salvar la vida y los bienes de cuantos se sentían comprometidos por su actuación y temían caer víctimas de la venganza dirigida por Fernando VII. Y ello en momentos en que el ideal de forjar una nueva nación se iba afirmando en el sentimiento popular del país, lo que se explica, pues, como dice Martín Matheu “las masas, los pueblos con intuición tomada de reflejo, tenían pura o no enturbiada su inteligencia con las nociones de las democracias confusas” que enceguecían a los dirigentes, cuya “ciencia era falsa y brilladora”, y por lo mismo incapaz de cuanto no fuera esperar las soluciones que el país requería de alguna ayuda exterior, aún al precio de caer bajo protectorados infamantes. La labor legislativa de la Asamblea denuncia la realidad sobre los méritos de sus integrantes. Lo esencial fueron las leyes sobre las que informamos a continuación. 2- Libertad de vientres y de esclavos En la sesión del 2 de febrero de 1813 la Asamblea declaró libres a los hijos de los esclavos nacidos en el país desde el 31 de enero de dicho año, día consagrado a la libertad por haber sido el de la instalación del cuerpo. Tal resolución, conocida

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como de “libertad de vientres”, fue ampliada por la del 4 de febrero suprimiendo el tráfico de esclavatura y estableciendo que todo esclavo introducido de países extranjeros sería libre “por el sólo hecho de pisar el territorio”. Con fecha 6 del marzo se reglamentó la educación y ejercicio de los libertos, y en 15 del mismo mes, que los individuos de castas que antes del decreto sobre libertad de vientres hubiesen obtenido la libertad gratuitamente, por gracia de sus dueños, siempre que no pasaran de quince años de edad podían ser incluidos en las gracias y pensiones que se establecieron en 6 de febrero por un reglamento, siempre que los amos que se hubieran dado admitieran sujetarse al cumplimiento de sus disposiciones. La Asamblea no abolió la esclavitud, sino la introducción de esclavos, tal y como lo habían resuelto las Cortes de Cádiz al declarar que todo esclavo era libre por el solo hecho de pisar el territorio español. Resolución de 10 de enero de 1812, ampliatoria de otra de 2 de abril de 1811 que prohibió el comercio de esclavos en los dominios de la corona. Cuando se conoció en Buenos Aires la ley española del 10 de enero, el Triunvirato, a pedido del Cabildo local, dictó el 14 de mayo de 1812 un decreto prohibiendo la introducción de esclavos. La Asamblea no hizo sino sancionar algo que ya existía, agregando la libertad de vientres a fin de extinguir sucesivamente la esclavitud “sin ofender el derecho de propiedad”, como entonces se dijo, de manera que la compraventa de esclavos continuó en el país. Al amparo de la ley que declaraba libre a todo esclavo que pisara el territorio, se inició la huida hacia las Provincias del Río de la Plata de muchos del Brasil; el gabinete de Río de Janeiro se sintió lesionado “en aquellos principios de una inteligencia recíproca” hasta considerar que la liberación de los esclavos huidos de su jurisdicción constituía un acto de hostilidad. La economía brasileña se apoyaba en la esclavatura, de manera que Brasil reclamó por intermedio de lord Strangford, y el Superior Gobierno Ejecutivo accedió al reclamo, suspendiendo la vigencia de la ley protestada, la que fue abolida por la Asamblea el 21 de enero de 1814. Se estableció entonces que la libertad se concedía a “aquellos que sean introducidos por vía de comercio y venta”, a fin de “calmar las alarmas de un poder vecino”, pero declarando que se había procedido con espíritu de justicia y recordando que “algunas leyes que se encuentran el Código español” establecían que, “por el solo hecho de pisar su territorio”, debía declararse en “libertad a los esclavos que transfugaran de país extranjero”. La esclavitud en la Argentina sólo fue abolida siendo gobernador de Buenos Aires y encargado de las Relaciones Exteriores de las Provincias Unidas del Río de la Plata Juan Manuel de Rosas, mediante un acuerdo con la Gran Bretaña; abolición ratificada posteriormente por el artículo 15 de la Constitución de 1853. 3- Extinción del tributo de los indios En la sesión del 12 de marzo de 1813 se declararon extinguidos el tributo, la mita, las encomiendas, el yanaconazgo y el servicio personal de los indios. Se trataba de crear factores de atracción a fin del ganar a los indígenas del Perú a la causa

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patriota, pero, esencialmente, no pasaron de constituir declaraciones sentimentales, dado que algunas de tales instituciones ya no existían en América, abolidas como lo habían sido por los reyes; y las que subsistían no se conmovieron por tales decretos, que no beneficiaron a ningún indio. El tributo había sido suprimido por las Cortes de Cádiz por decreto del 13 de marzo de 1811, y la Junta Grande lo había hecho por decreto del 1º de setiembre del mismo año, dado a conocer en el Alto Perú por Juan Martín de Pueyrredón, mediante bando de 17 de octubre. El decreto del 1º de setiembre de 1811, precedido de un extenso preámbulo, fue publicado en “La Gazeta” del 10 de dicho mes, en castellano y en quichua; pero se daba el caso de que en España, aún antes de las Cortes de Cádiz, se había resuelto lo mismo por el Consejo de Regencia desde la isla de León, el 26 de mayo de 1810. Por otra parte, como lo hace notar Julio V. González, la sanción española fue más amplia en sus efectos, por lo que éste pregunta: “¿Por qué, cuando la Junta decreta el 1º de setiembre la supresión del tributo, no la hace extensiva al trabajo forzoso de mitas, encomiendas y yanaconazgos, que era donde estaba la verdadera esclavitud del indio y ha de ser la Asamblea del año XIII quien lo cumpla?” El propio autor se responde diciendo: “Porque cuando la Junta argentina dictó el decreto las Cortes españolas no habían dado su segunda ley sobre el asunto, dictada sólo el 9 de noviembre. En cambio lo hace la Asamblea, porque el legislador español tuvo tiempo de hacerle conocer su disposición complementaria del 9 de noviembre para que la adoptase”. “Efectivamente, la Asamblea, al dar por ley del 12 de marzo de 1813 toda la fuerza de su soberanía a la abolición del tributo decretado por la Junta Provisional Gubernativa, le agregó la segunda ley de las Cortes. Pudo así decir: «Y además, derogada la mita, las encomiendas y el yanaconazgo y EL SERVICIO PERSONAL DE LOS INDIOS, últimas palabras éstas que repiten las de la ley española». “Se observa, sin embargo, un agregado final en el texto, por el que la disposición argentina va mucho más allá de la peninsular, puesto que reconoce a los indios «por hombres perfectamente libres, y en igualdad de derechos a todos los demás ciudadanos». Tampoco en esto los revolucionarios argentinos sacan ventaja a los españoles”. Tanto es exacto el juicio de González, que Castelli, en el bando electoral que lanzó en Chuquisaca, dio cuenta de que las Cortes de Cádiz habían declarado que los indios tenían iguales derechos políticos que los blancos. Ya en 1502 lo había proclamado la reina Isabel la Católica. Por otra parte, hacía más de dos siglos que estaban prohibidos los servicios personales. Los indios no necesitaban leyes; necesitaban que se respetaran las existentes. 4- Supresión de mayorazgos, títulos y símbolos

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En la sesión del 13 de agosto de 1813, la Asamblea entró a considerar un proyecto presentado por Alvear antes de renunciar a su diputación (4 de junio) para volver al servicio activo de las armas, estableciendo la abolición de los mayorazgos y vinculaciones en todo el territorio de la unión. El proyecto fue sostenido por los diputados Tomás Antonio Valle, José Valentín Gómez e Hipólito Vieytes, quienes, según reza el acta correspondiente, desarrollaron, “a la par de otros, todas las razones que han analizado los políticos contra esa consuptiva estagnación que constituyen los mayorazgos”, cuya permanencia se tachó de contraria a la igualdad, al interés de las poblaciones y al aumento de las riquezas territoriales del país. La Asamblea aprobó el proyecto, prohibiendo la fundación de mayorazgos, “no sólo sobre la generalidad de los bienes, sino sobre las mejoras de tercio y quinto, como, asimismo, cualquier otra especie de vinculación que, no teniendo un objeto religioso o de piedad, trasmita las propiedades a los sucesores sin la facultad de enajenarlas”. La lectura del acta, publicada en “El Redactor de la Asamblea”, permite advertir, a pesar de lo parco de su texto, que la argumentación con que el proyecto fue aprobado no fue al fondo del sentido antijurídico y antieconómico del mayorazgo. Se trataba de una institución que inmovilizaba la propiedad territorial, trasmitiéndola indivisa, “sin la facultad de enajenarla”, entre los primogénitos de una misma familia. El principal problema que podía encararse con su supresión era el de liquidar una de las formas del latifundismo, pero se daba el caso de que el mayorazgo carecía de importancia en el Río de la Plata, de manera que no respondió a ninguna necesidad real, y es notorio que Carlos de Alvear careció de conocimientos jurídicos y económicos para comprender el problema que resolvía su proyecto. Julio V. González se preguntó el motivo de su sanción, y la encontró en “la causa que explica gran parte de la legislación fundamental del período revolucionario, es decir, porque España había dictado una ley semejante”. Pero en España, agrega, la amortización de la propiedad territorial era un problema pavoroso, en cuya solución estaba comprometido el progreso económico de la nación. Lo revela, entre otros trabajos, el “Informe sobre la ley agraria” de Jovellanos. Las “Sociedades Económicas” habían venido agitando la cuestión en la metrópoli, de manera que la supresión del mayorazgo por las Cortes de Cádiz respondió a una corriente de ideas que tenía en Europa una larga historia. Cuando las Cortes trataron la cuestión, el diputado Argüelles dijo: “Según el juicio de los mejores economistas e informes dados al gobierno en toda la mitad del siglo anterior, resultaba que el área o superficie cultivable de la península podía regularse aproximadamente en cincuenta y cinco millones de aranzadas de tierra distribuidas en la proporción siguiente: treinta y siete millones y medio pertenecientes a señorío y abolengo; y sólo correspondían a realengo los diecisiete y medio restantes. Es decir, que más de dos terceras partes de la propiedad territorial del reino debía considerarse sujeta, no a los principios legales que reglan los contratos entre dueños y colonos... sino a restricciones y disposiciones establecidas arbitrariamente en tiempos remotos...”.

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Después de un debate que abarcó veintisiete sesiones de las Cortes, el 6 de agosto de 1811 se dictó la ley de abolición de privilegios señoriales, origen de la de mayorazgos y vinculaciones sancionada por la Asamblea de Buenos Aires, que completó esta legislación el 26 de octubre cuando, a moción de Monteagudo, dispuso “alejar a los ojos del pueblo los vergonzosos monumentos de la inmensa distancia que establecía la política antigua entre el trono de los déspotas y el inmenso origen de la soberanía”; palabrerío usado para acordar la prohibición de que en las fachadas de las casas se exhibieran “armas, jeroglíficos ni distinciones de nobleza, que digan relación a señaladas familias que, por este medio aspiran a singularizarse de las demás”. Fue éste un pequeño triunfo de Monteagudo contra la nobleza, aunque no se destruyeron muchos “jeroglíficos” en las Provincias del Río de la Plata propiamente dichas, ya que apenas los había. En cambio, produjo mal efecto en las del Alto Perú, donde abundaban. Buenos Aires, con su aristocracia mercantil, es posible que recibiera complacida esta resolución, como ya había recibido la resolución de 12 de mayo aboliendo los títulos de conde, marqués y barón en el territorio del Río de la Plata, votada por los mismos que, a poco, se empeñaron en encontrar un rey para gobernarlo y crear condados, marquesados y ducados. 5- Abolición de la tortura judicial En la sesión del 12 de mayo, después de señalar que “el hombre ha sido siempre el mayor enemigo de su especie, y por un exceso de barbarie ha querido demostrar que él podía ser tan cruel como insensible al grito de sus semejantes”, se resolvió terminar con “la invención horrorosa del tormento adoptado por la legislación española para descubrir los delincuentes”; bárbaro exceso que, según entonces se dijo, sólo sería borrado de todos los códigos del universo (pues no sólo figuraba en la legislación española) por “las lágrimas que arrancará siempre a la filosofía” (sic). Adelantándose, la Asamblea resolvió, por aclamación, “la prohibición del detestable uso de los tormentos... para el esclarecimiento de la verdad e investigación de los crímenes; en cuya virtud serán inutilizados en la plaza mayor por mano del verdugo, antes del feliz día 25 de Mayo, los instrumentos destinados a este efecto”. En franca guerra con la sintaxis, en la mayoría de los textos escolares se lee que en la oportunidad fueron “abolidos los instrumentos de tortura”, los cuales, como es notorio, no pueden ser abolidos, como puede serlo su uso, que es lo que se resolvió mediante un decreto de auténtico cuño español, pues fue motivo de una ley dictada por las Cortes del 22 de abril de 1811, que dice así: “Las Cortes generales y extraordinarias, con absoluta unanimidad y conformidad de todos los votos decretan: Queda abolido para siempre el tormento de todos los dominios de la monarquía española, y la práctica introducida de afligir y molestar a los reos por lo que ilegal y abusivamente llamaban APREMIOS; y prohíben los que se conocían con el nombre de ESPOSAS, PERRILLOS, CALABOZOS EXTRAORDINARIOS y otros cualquiera que fuese su denominación y uso; sin que ningún juez, tribunal ni juzgado, por privilegiado que sea, pueda mandar ni

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imponer la tortura, ni usar de los insinuados apremios, bajo responsabilidad y la pena, por el mismo hecho de mandarlo, de ser destituidos los jueces de su empleo y dignidad, cuyo crimen podrá perseguirse por la acción popular, derogando desde luego cualesquiera ordenanzas, leyes, órdenes y disposiciones que se hayan dado y publicado en contrario”. En noviembre de 1813 las Cortes ampliaron esta resolución declarando abolida la pena de horca, la de azotes y todo castigo infamante. Julio V. González comenta estos hechos y dice: “Por virtud de la bienhechora influencia española, los argentinos pusimos esta otra piedra sillar en el edificio de nuestra organización política”, y tal es la significación que tiene esta simultaneidad en el pensamiento de los diputados a Cortes y de los diputados de la Asamblea, o sea señalar la continuidad del cuño hispánico en las distintas zonas del Imperio, entonces en franco tren de atomización política. Realidad que rompe el absurdo histórico que ha pretendido dar a la Revolución emancipadora de América el sentido de una ruptura total y absoluta con todos los elementos materiales y morales afines a su origen hispánico. 6- Extinción de la autoridad del tribunal de la Inquisición A propuesta del diputado por Salta Pedro José Agrelo, en la sesión del 24 de marzo de 1813 la Asamblea declaró extinguida la autoridad del tribunal de la Inquisición, y, por consiguiente, “devuelta a los ordinarios eclesiásticos su primitiva facultad de velar sobre la pureza de la creencia que los medios canónicos que únicamente puede, conforme al espíritu de Jesu Cristo”. Al tratarse el asunto, lo apoyó el Canº José Valentín Gómez, “fundándolo difusamente”, dice el acta del día; “y con igual energía”, agrega, lo hizo el diputado presidente Tomás Antonio Valle. Como en los casos anteriores, también en éste se había adelantado el movimiento reformista español. Si bien las Cortes ordinarias acordaron sólo el 22 de febrero de 1813 suprimir el Santo Oficio, su extinción venía siendo debatida desde el 3 de enero, y el despacho aprobado se conocía desde su publicación, el 8 de diciembre de 1812. Habitualmente se dice que la Asamblea del año XIII abolió el Santo Oficio. No pudo hacerlo porque en el virreinato del Río de la Plata no hubo tribunal del Santo Oficio, de manera que lo único que se hizo fue extinguir en los pueblos del territorio de las Provincias Unidas “la autoridad” que sobre ellos ejercía el Tribunal instalado en Lima. 7- La Asamblea y la Iglesia Frente a los problemas de la Iglesia, la identidad de la política liberal de los constituyentes de Cádiz y la de los diputados de Buenos Aires fue notoria, sobre todo en cuanto a la tendencia a someter a su imperio a las autoridades eclesiásticas, hasta llegar la Argentina a desconocer la del mismo Pontífice en el territorio del Río de la Plata.

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Entre los muchos elementos que el liberalismo tomó del absolutismo real uno de ellos fue un regalismo señalado, que, en su esencia, buscó acomodar la Iglesia a los fines del Estado, en momentos en que el Estado se acomodaba a la ideología de las clases poseedoras. El regalismo se manifestó en la Junta de Mayo, pero se afianzó en el “Estatuto” del 27 de febrero de 1813, al establecer como función del Supremo Poder Ejecutivo la de “presentar a los obispos y prebendas de todas las iglesias del Estado”. La presencia de numerosos eclesiásticos entre los integrantes de la Asamblea, no todos de conducta eclesiástica encomiable, pues abundaron los que en los sucesos que venían ocurriendo sólo vieron la posibilidad de liberarse de disciplinas que no se acomodaban a la conveniencia de sus aspiraciones, determinó que el cuerpo entrara a legislar sobre los problemas de la Iglesia con marcada tendencia galicanista y josefinista. Así, en 12 de abril, a propuesta del canónigo Gómez, se derogó la cédula de 29 de diciembre de 1791 en la parte que prohibía a los provisores en sede vacante “los intersticios para las órdenes sagradas”. Fue absurdo que se entrara a legislar en una materia privativa de la organización eclesiástica. En la sesión del 11 de mayo se inició un debate sobre la edad que debía prefijarse a los regulares de ambos sexos para profesar. El diputado Tomás Antonio Valle, en la sesión del diecinueve de dicho mes, fundó su voto en contra, por estimar que se trataba de una disciplina eclesiástica legislada por el Concilio de Trento, y no era misión de la Asamblea fijar por una ley la edad que debían tener los regulares antes de profesar. Se opuso el canónigo Vidal, quien trató de demostrar los deberes del soberano "con respecto al dogma y a lo que es de mera disciplina”, según dice el acta, la que agrega: “...él demostró la incontrastable autoridad de la Asamblea para expedir una ley prohibitiva de la profesión de regulares antes de los treinta años de edad; y contrajo luego la cuestión al punto político: a saber, si los intereses del Estado reclamaban esta forma, y si era conveniente anticiparla. Sostuvo la opinión afirmativa fundado en el mismo espíritu del Evangelio [¡qué pena que el acta no sea más expresiva! ¡Seguramente que no fue recordando las palabras del Salvador: «Dejad que los niños vengan a mí»!], a más de otras urgentes [sic] consideraciones políticas. Es verdad que la religión necesita de ministros, pero también exige su pureza, que nadie se acerque al altar para profanarlo. La experiencia enseña que en los primeros períodos de la juventud, casi siempre se confunde el entusiasmo con el celo; y la razón dicta que no es el número de sacerdotes el que recomienda su ministerio, sino su ejemplo, y costumbres que deben ser el principal título de su comisión”. Es éste uno de esos casos en el que las palabras sirven para ocultar los verdaderos pensamientos, pues, en el fondo, de lo que se trataba era de atacar la vida monástica. En España, como complemento de la abolición del Santo Oficio, se dictó la ley de 18 de marzo de 1813 limitando y reglamentando los conventos y monasterios. No alcanzó la Asamblea del año XIII a trasplantarla, pero dio el primer paso con la sanción de la que limitó las posibilidades de profesar, hasta

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que, en 1821, Rivadavia, con su reforma eclesiástica, se puso de acuerdo con los términos de la citada ley española. El desarrollo de los hechos sigue la lógica de estos antecedentes, y así, en 4 de junio, después de un debate que duró dos sesiones, se aprobó una ley declarando “que el Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata es independiente de toda autoridad eclesiástica que exista fuera de su territorio, bien sea de nombramiento, o presentación real”. Como había que suplir a tales autoridades, en la sesión del 16 de junio se continuó con el tema, acordándose prohibir que el nuncio apostólico residente en España pudiera ejercer acto alguno de jurisdicción en el Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata; estableciendo el principio, tan caro al galicanismo episcopal, de que, reasumiendo los obispos sus primitivas facultades ordinarias, usaran de ellas plenamente en sus respectivas diócesis, mientras durase la incomunicación con la Santa Sede Apostólica. Desde el momento en que la Asamblea había caído en el absurdo de prohibir toda intervención de prelados extranjeros para ejercer jurisdicción sobre las órdenes religiosas, se creó la llamada “Comisaría General de Regulares”, para suplir el estado de incomunicación existente con los superiores que residían en Roma o en Madrid. Creada el 28 de junio de 1813, fue suprimida por el Congreso de Tucumán el 12 de octubre de 1816, en vista de “la probada nulidad de los actos ejercidos por ella... y los daños y males gravísimos, que tanto en lo espiritual como en el orden económico de los claustros había inducido y podría inducir en lo sucesivo”. También este tribunal tenía sus antecedentes en la península. Tales la “Comisaría de Regulares”, la “Comisaría de la Santa Cruzada” y la “Comisaría de Indias”, las cuales, como ha señalado el P. Fr. Jacinto Carrasco, tenían una finalidad lógica, natural y canónica; mientras que la “Comisaría” establecida por la Asamblea fue anticanónica, anómala y, para decirlo de una vez, absoluta e insanablemente nula. Primer comisario fue el padre franciscano José Casimiro Ibarrola, que murió al año siguiente, y segundo y último, el padre dominico Julián Perdriel, a la sazón provincial de su Orden. En descargo de la Asamblea, Fr. Jacinto Carrasco recordó que antes de crear el referido tribunal se consultó a los superiores provinciales de las órdenes sobre si sería posible semejante creación, solicitando de los obispos diocesanos que delegaran en el comisario general todas sus facultades extraordinarias, “cuyo ejercicio se les insinuaría como necesario en las presentes extraordinarias circunstancias”. Los provinciales contestaron que, además de posible, era necesario, lo que demuestra que el regalismo había ganado a muchos religiosos, y justifica que el obispo Orellana llegara a decir a Perdriel que le extrañaba que en la cuestión “haya sido más teólogo el señor Alvear”. Los obispos consultados, que además de Orellana fueron Nicolás Videla del Pino, de Salta, y los vicarios y gobernadores eclesiásticos de Charcas, La Paz y Santa Cruz de la Sierra, accedieron a delegar sus facultades, algunos de grado, otros por fuerza y los más por miedo, como dijo Orellana”. La Asamblea no declaró la independencia del país, pero en cambio declaró la de los franciscanos, dominicos y mercedarios. Los que quedaron en desventaja

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fueron los agustinos y betlehemitas, dado que su gobierno central estaba en Chile; pero algunos de sus miembros promovieron desórdenes que demostraron el estado de descomposición en que, como cuerpos colectivos, habían caído hasta anularlos de la historia religiosa del país sin pena de nadie. Las intromisiones del poder civil en la vida de la Iglesia se expresaron, además, en la secularización de los bienes pertenecientes a los establecimientos hospitalarios a cargo de comunidades religiosas, y con el reglamento de 18 de agosto que ajustó la distribución de las rentas del obispado de Buenos Aires y las prebendas y beneficios de la Catedral. Ya sin control, el 4 de agosto se dio entrada a un proyecto originado en el Protomedicato, prohibiendo que el bautismo fuera administrado con agua fría, y antes del octavo o noveno día del nacimiento. Según el Protomedicato, bautizar antes del octavo día de nacimiento era, además de un error pernicioso, algo degradante a la religión del Estado pues condenaba a muerte a muchos inocentes. La razón “científica” era que, “siendo endémicos en nuestro clima los espasmos, según lo justifican frecuentes víctimas del tétanos, que por la más ligera herida, y aún por la más leve dilaceración de los tegumentos de la palma de las manos, o plantas de los pies, son conducidas al sepulcro dolorosamente, sin embargo, de que los adultos están ya acostumbrados a resistir las impresiones externas, es más natural que al infante, que apenas sale de la vida interior y para quien todo es nuevo en la naturaleza, le sobrevenga el TRISMUS, por verter sobre su delicado cerebro un chorro de agua fría, que por lo común está depositada en recipientes de piedra, colocados en el ángulo más sombrío de los templos”. El acta de la Asamblea continúa dando cuenta del memorial del Protomedicato. A pesar de las “razones” científicas (sic) la Asamblea no se avino a aceptar la dilación del bautismo, considerando que hacerlo pondría a prueba el celo religioso de los padres. El diputado Gervasio A. de Posadas hizo moción de que se invocara en una resolución el celo ilustrado de los párrocos y padres de familia, para que, no habiendo un próximo riesgo que amenazara la vida de los párvulos, difirieran el bautismo “hasta que puedan resistir sin tanto peligro las impresiones del agua y demás agentes externos”, en atención al interés “que tienen las Provincias Unidas en el aumento de su población”. La resolución de la Asamblea se limitó, por consiguiente, a disponer que no se bautizara “sino con agua templada en cualquiera de las estaciones del año”; y a los efectos de combatir la ignorancia con que eran tratados los infantes al nacer, se encargó muy particularmente al Supremo Poder Ejecutivo la vigilancia en el cumplimiento de la Ley 1ª, tít. 16, libro 3º, de la Recopilación de Leyes de Castilla, por parte de los protomédicos y sus lugartenientes, sin embargo de la Ley 2ª del mismo título y libro. Algunas otras disposiciones respecto de la Iglesia y sus miembros fueron adoptadas, respondiendo a un josefinismo que no deja de producir cierta impresión de pena, pues, como acota el P. Cayetano Bruno, cuesta aceptar que hayan podido entretener semejantes nimiedades, impropias de un período histórico en el que todo estaba por hacer, a representantes llamados a conducir

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“a los pueblos del Río de la Plata a la dignidad de una nación legítimamente constituida”, que fue para lo que se convocó la Asamblea, según el manifiesto del 24 de octubre de 1812. 8- La Asamblea y los problemas económicos En materia económica la Asamblea navegó en permanente deriva, conducida por influencias extrañas. Comenzó bien, cuando en 3 de marzo dispuso que las mercaderías extranjeras debían ser consignadas a comerciantes del país, lo mismo que los buques de bandera extranjera que las condujeran. Se anuló así el decreto de libre comercio lanzado por el primer Triunvirato. A efecto del cumplimiento de lo resuelto, en la sesión del 9 de abril aprobó el Reglamento consiguiente, por el que se dispuso que el Consulado abriera un registro para matricular a los comerciantes nacionales residentes en la ciudad. El Reglamento establecía que debía entenderse por comerciante nacional a todo ciudadano con algún giro con capital propio y ajeno. No sería inscripto en el registro el fallido y sería borrado el que quebrase después de matriculado. El registro debía quedar terminado en quince días, para ser pasado al administrador de la Aduana, a sus efectos. El comerciante no matriculado no podría ser consignatario, y éstos no podrían trabajar por una comisión inferior al cuatro por ciento de las ventas, ni de dos por ciento en las compras. Quien lo hiciera por menores porcentajes sería borrado del registro de matrículas. La fijación de porcentajes mínimos tendía a evitar la simulación en las consignaciones, a la que se prestaban algunos comerciantes mediante un porcentaje limitado. Pero, como en el caso de la legislación sobre la esclavitura, la del comercio duró poco. Mediaron protestas de parte de los mercaderes británicos, y como la situación no permitía grandes gestos y los que gobernaban no habían nacido para hacerlos, en la sesión del 19 de octubre se presentó, como “un grave negocio... preferido por la urgencia de su objeto, y elevado a la Asamblea por el Gobierno en consulta”, la necesidad de revocar o suspender la ley expedida el 3 de marzo, lo que fue resuelto inmediatamente, dejando a la vez sin efecto el reglamento expedido el 9 de abril. Con objeto de fomentar la producción agrícola, en 15 de febrero se dispuso que la exportación de harinas y granos fuera libre de todo derecho. El 29 de abril se dio a conocer un memorial del secretario de hacienda del Ejecutivo, Manuel José García, sobre fomento de la industria minera. El principio esencial era que “los inmensos depósitos de plata y oro que contienen estas cordilleras deben quedar abiertos a cuantos hombres quieran venir a extraerlos desde todos los puntos del globo”. Un proyecto de ley adjunto fue aprobado el 7 de mayo, y el 14 de junio la Asamblea entró a discutir una propuesta del diputado Vidal para que se permitiera la libre extracción del oro y plata sellada, pagando los derechos correspondientes. Según el acta del día, Vidal abundó en “razones económico-políticas” para demostrar el absurdo de “que nada era tan conforme a los intereses del Estado y del comercio, como la libre extracción del dinero”, ya que no siendo posible

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evitarlo, el Estado perdía las rentas provenientes de permitir su exportación. Apoyó la propuesta Hipólito Vieytes, “con profundas reflexiones” sobre “la justicia, la necesidad y la utilidad de exportar el dinero bajo las calidades ya indicadas”; ampliando su exposición Tomás Antonio Valle para rebatir al Pbro. Anchoris, que sostuvo la prohibición de la extracción “con fundamentos que impugnó sólidamente el ciudadano Larrea”. Como saldo del debate se acordó designar al diputado Juan Larrea para que preparase un proyecto sobre los derechos que podían imponerse a la exportación del dinero. No podía ponerse el asunto en manos más interesadas en la exportación de metálico, por las vinculaciones que tenía con el comercio inglés. En la sesión del 23 de junio se dio lectura al proyecto formulado por Larrea, que fue aprobado. Por él se permitió la extracción de plata y oro, fuera en moneda o en pasta, y se estableció un derecho de exportación del seis por ciento para la plata sellada; del dos por ciento para el oro, y en ambos casos de medio por ciento de consulado. Para la plata en pasta se fijó un doce por ciento y para el oro un ocho. La Junta Grande había prohibido en 17 de enero de 1811 la exportación de metálico, contra lo resuelto por la Junta de Mayo, pero en marzo de dicho año volvió a permitirlo en atención a una protesta inglesa, pero en noviembre se volvieron a adoptar disposiciones para detener una evasión determinada por los saldos negativos de la balanza comercial. El drama era el siguiente. Para Buenos Aires lo esencial eran las rentas de la Aduana. Fomentar el comercio extranjero equivalía a aumentar las entradas aduaneras y tener satisfecho al embajador inglés en Río de Janeiro. Se creía entonces que las riquezas aduaneras bastaban para cubrir todos los déficits del comercio exterior, de manera que el crecimiento de las importaciones no sólo no alarmaba a los gobernantes, sino que los alarmaba su disminución. Por ello, cuando en octubre se acordó terminar con la obligación de consignar los buques y las mercaderías extranjeras a comerciantes del país, no se tuvo en cuenta la disminución que registraba el comercio inglés de importación. Nadie vio que ese comercio, además de destruir muchas posibilidades productivas en el país, lo empobrecía; nadie vio que la zona rica en minerales correspondía al Alto Perú, cuya posesión o domino por los hombres de Buenos Aires era relativa, y el resultado de tanta ceguera fue un acrecentamiento de la depauperación de las masas del país y, en general, del interior del mismo, y que, pocos años después, en nombre de los grandes principios británicos de la economía, las Provincias Unidas entrarían por el camino del endeudamiento a las finanzas de Londres y, por lo mismo, al dominio de su economía por éstas.

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