viaje a la selva, por héctor abad faciolince

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Viaje a la selva. Por: Héctor Abád Faciolince Consta de cinco entregas que aparecieron cada domingo en El Espectador. Publicado 30 de Junio 2012 El escritor Héctor Abad describe cómo es llegar a la reserva indígena más grande del mundo de la mano del explorador alemán Martín von Hildebrand. 1. Con fiebre y sin voluntad 2. Martín von Hildebrand 3. El famoso río 4. Maldiciones que son bendiciones Publicado 7 de Julio 2012 El escritor habla de los peligros de la minería en el Amazonas, de la cultura ancestral de los indígenas que allí habitan, y de cómo es vivir sin radio ni televisión ni internet. 5. El peligro de la minería 6. La absoluta lejanía 7. La comunidad de San Miguel Publicado 14 de Julio 2012 Héctor Abad escribe en esta tercera entrega sobre su viaje al Amazonas de su experiencia tomando mambe, una especie de alucinógeno que potenció su racionalidad y lo hizo discutir sobre el presente y el futuro de los indígenas.

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Viaje a la selva.Consta de cinco entregas que aparecieron cada domingo en El Espectador, sobre el viaje que emprendió el escritor a la selva del Amazonas y las diferentes experiencias que vivió.

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Page 1: Viaje a la selva, por Héctor Abad Faciolince

Viaje a la selva.Por: Héctor Abád Faciolince

Consta de cinco entregas que aparecieron cada domingo en El Espectador.

Publicado 30 de Junio 2012  

El escritor Héctor Abad describe cómo es llegar a la reserva indígena más grande del mundo de la mano del explorador alemán Martín von Hildebrand.

1. Con fiebre y sin voluntad

2. Martín von Hildebrand

3. El famoso río

4. Maldiciones que son bendiciones

Publicado 7 de Julio 2012  

El escritor habla de los peligros de la minería en el Amazonas, de la cultura ancestral de los indígenas que allí habitan, y de cómo es vivir sin radio ni televisión ni internet.

5. El peligro de la minería6. La absoluta lejanía7. La comunidad de San Miguel

Publicado 14 de Julio 2012  

Héctor Abad escribe en esta tercera entrega sobre su viaje al Amazonas de su experiencia tomando mambe, una especie de alucinógeno que potenció su racionalidad y lo hizo discutir sobre el presente y el futuro de los indígenas.

8. La maloca de Benjamín9. Efectos del mambe10. Necesidades fisiológicas

Publicado 21 de Julio 2012

En la última entrega acerca de su viaje por el Amazonas, el escritor Héctor Abad se interna hasta un remoto enclave indígena en donde asiste a la caza nocturna de un caimán y se responde a la pregunta de qué se podría hacer con esta región.

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11. Sónaña12. Puerto Ortega13. Cacería14. Reflexiones al final del viaje

Viaje a la selva.

1. CON FIEBRE Y SIN VOLUNTAD

Lo primero que sentí al volver de la selva fue una parálisis de la voluntad. No me

duchaba, dormitaba en la cama; miraba largamente el vacío recordando los ríos y

caños donde me había bañado y los sitios donde había dormido en el Vaupés;

creía estar meciéndome todavía en mi hamaca colgada en la perpetua penumbra

de las malocas. De repente empezaron los temblores, el escalofrío, el dolor en los

huesos y finalmente la fiebre. Una fiebre feroz, intermitente, intercalada de

sudores a chorros, fotofobia, ardor en la piel e incapacidad de abrir los ojos o de

moverme.

Entonces, en la cama, recordé la advertencia risueña de Martín von Hildebrand:

“Si no recibes todo lo que te dan, puede pasar que el chamán se ofenda y te haga

un maleficio”. Y vi claramente con los ojos de la memoria esa noche en la maloca

de San Miguel, cuando Yebá-Boso (después de que yo hubiera rechazado dos

veces su totuma de chicharancia) se acercó a mí con dos pitillos de hueso de

pájaro unidos en forma de V. Por un extremo los cargó con un polvito grisáceo.

Luego se inclinó sobre mi cara y me introdujo un extremo del cañuto de hueso por

el orificio izquierdo de la nariz. Sin previo aviso sopló con fuerza por el otro

extremo. Yo sentí un cimbronazo en la cabeza que casi me tumba, como si me

hubieran disparado directamente en el cerebro polvo de wasabi. Tosí, me retorcí,

pero por cortesía estaba obligado a ofrecer el otro hueco de la nariz. Otro

batacazo tremendo en la mitad del cráneo. Debió de ser en ese momento —

decidió mi mente delirante durante los escalofríos de la fiebre— que entró en mi

cuerpo el maleficio de la enfermedad.

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Diez días antes había llegado a las selvas amazónicas con el mejor guía que

puede tener cualquiera que se quiera internar en los resguardos indígenas más

remotos de Colombia: el antropólogo Martín von Hildebrand. Nacido hace 68 años

en Nueva York, hijo de un bávaro y de una irlandesa, llegó a vivir en Bogotá

cuando tenía seis años. Su acento, por lo tanto, es bogotano, pero su nacionalidad

es múltiple y cosmopolita: tiene cédula colombiana, pasaporte suizo y de otros tres

países, podría ser irlandés o alemán, habla un francés fluido por el colegio donde

se formó, un inglés impecable por Nueva York y Dublín (donde estudió), machaca

algunas frases en lenguas indígenas, y sabe alemán por el costado germánico de

su familia, unos bávaros que a pesar de ser arios y de haberse convertido al

catolicismo tuvieron que escaparse de la persecución nazi por las reseñas

furibundas que su abuelo —el teólogo Dietrich von Hildebrand— escribió en contra

de Hitler y de Mein Kampf.

Von Hildebrand hizo su primer viaje al Vaupés en 1971, hace 40 años, y desde

entonces su vida y la de la amazonia colombiana han sido como dos bejucos que

se entrelazan, o mejor, como un bejuco que se trepa y abraza por todos lados al

tronco de un árbol milenario. A él y a su extraña amistad con el presidente Virgilio

Barco (solían pasar horas juntos en el palacio de gobierno, ambos en perfecto

silencio) se debe que Colombia tenga los resguardos indígenas más extensos del

mundo, mucho más grandes que los de Canadá, Brasil o Australia. Nuestros

resguardos son un país dentro del país, del tamaño de Gran Bretaña.

(La historia de cómo consiguieron este derecho los indios, Barco y von Hildebrand

es muy larga, y merece otro artículo). Al verlo uno piensa de inmediato en Klaus

Kinski cuando hacía el papel de Fitzcarraldo en la desmesurada película de

Herzog.

2. MARTÍN VON HILDEBRAND

Pero hace 40 años, incluso von Hildebrand necesitaba un guía que lo introdujera

en la confusión de la selva. Su lazarillo fue el gran antropólogo Gerardo Reichel-

Dolmatoff (quien luego llegaría a ser su suegro y el abuelo de sus hijos). Para la

época Reichel se había apasionado por la cultura chamánica del río Pirá Paraná,

en el Vaupés, y le aconsejó ir allá. Pero antes de que se internara por primera vez

en la selva le dio cinco consejos: 1. Sacarse el apéndice. 2. Hacer un curso de

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primeros auxilios. 3. No comprar un motor de gasolina —como pensaba— sino

viajar a remo y a pie. 4. No cargar nunca el morral a la espalda sino pagarle a

algún indígena para que se lo llevara en las largas caminatas por las trochas de la

selva. Y 5. Tener una entrevista con monseñor Belarmino Correa, vicario

apostólico en Mitú, es decir una especie de obispo auxiliar de la que entonces se

llamaba Comisaría del Vaupés.

Von Hildebrand es un tipo atlético, práctico, ejecutivo y tozudo como buen teutón.

Y hace 40 años debía de tener además la intrepidez y ansiedad típicas de los 28

años. Tres días después de su entrevista con Reichel ya no tenía apéndice (un

médico amigo se lo sacó gratis) y una semana más tarde estaba en el hospital de

Villavicencio suturando la herida de un hombre que había sido mordido en el

tobillo por un cerdo. Un mes en la sala de urgencias del hospital le dieron buenas

mañas de enfermero para cualquier emergencia de primeros auxilios; un breve

aprendizaje al que le sacaría partido el resto de la vida.

El paso siguiente fue entrevistarse con monseñor Belarmino Correa, ya en Mitú.

Sus visiones del mundo y del futuro de los indígenas chocaron de inmediato. Para

el monseñor, los indios debían integrarse a la historia de Colombia, de la Iglesia y

del mundo. Para eso había que llevarlos a los internados abiertos por los

misioneros, enseñarles los preceptos de la religión católica y la gramática del

español, de modo que se hicieran “personas civilizadas del siglo XX”. Para el

antropólogo Von Hildebrand, eso era lo que siempre se había hecho, con tristes

resultados, desde los tiempos de la Conquista; lo que había que hacer era

proteger sus lenguas y sus culturas, no matar a sus dioses ni repudiar sus ritos,

hacerlos sentir orgullosos de su propio pasado, de su manera de ser, de comer y

de vivir, y permitirles seguir el camino de la historia según su propia voluntad. Fue

así como se apartó de la protección apostólica de monseñor Correa y se internó

en la selva por sus propios medios; a remo, sin motor, y pagándoles a los

indígenas para que lo orientaran y le cargaran el morral, como le había sugerido

Reichel-Dolmatoff.

Pocas semanas después estaba con las comunidades indígenas del sur del

Vaupés. Ese contacto cambiaría su vida para siempre, y, de alguna manera,

determinaría también el futuro y la independencia de los indígenas de la amazonia

colombiana. Para bien o para mal, si a alguien se debe que estas comunidades de

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indígenas no se hayan integrado a la historia colombiana del siglo XX, ni a la

modernidad del mundo, es a Martín von Hildebrand. Más para bien que para mal

no son campesinos, no son coqueros, no son misioneros, no son guerrilleros ni

soldados ni empleados ni obreros ni paramilitares, sino que son ellos mismos; y

para bien o para mal, viven según sus propias tradiciones, incluyendo las prácticas

médicas, higiénicas y mágicas de los chamanes, para mí tan absurdas y dañinas

como las prácticas médicas y mágicas de los curas.

Martín von Hildebrand es y no es uno de ellos. Ni guía espiritual ni líder político,

parece más bien una inmensa oreja que se mueve de arriba abajo por buena parte

de la amazonia colombiana, los oye y les recomienda los pasos a seguir para

poder salirse con la suya. Y “la suya” consiste, ante todo, en conservar intacto su

territorio. Cuando está con ellos, vive como ellos, es uno de ellos, así tenga la piel

más clara, salpicada de pecas de demasiado sol. Von Hildebrand se ha integrado

a su cultura cómodamente. Dice que sigue con éxito sus prácticas dietarias y

médicas, sin excluir altas dosis de mambe (hoja de coca pulverizada con ceniza

de hoja de yarumo) y limpias esporádicas con yagé y otras plantas sagradas. Si es

así, no le ha ido mal. En 40 años de viajes a la selva, Von Hildebrand no se ha

enfermado nunca seriamente; ni un paludismo ni un beriberi ni una disentería. Ni

una picadura de tábanos o de culebra. Nada. Se come sus espesos potajes

picantes con un apetito —perdonen el epíteto— caníbal.

A punto de cumplir 70 años es fuerte y sano como un árbol amazónico; pasa muy

fácilmente de una locuacidad animada al más impenetrable mutismo, del trato

familiar a la distancia germánica. Lo veo levantarse al alba a hacer sus lentos

ejercicios de guerrero chino.

Después lo acompaño al río y entramos en él desnudos, con una mano en las

partes (“al estilo indígena”, me explica, y yo le digo que más bien parece “al estilo

misionero”), como quien se bautiza cada día en una inmersión completa en las

aguas oscuras y sinuosas del Pirá Paraná.

3. EL FAMOSO RÍO

Antes de ir a este importante río colombiano yo no tenía noticias del Pirá Paraná;

sabía que por allá casi todos los lugares se llaman con nombres extraños “siempre

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acentuados en la última sílaba”, como decía Rivera, pero nada más. Teniendo en

cuenta que quizá alguno de ustedes tampoco sepa dónde está exactamente el

Pirá-Paraná, empiezo por dar las coordenadas del sitio. El río (negro o rojizo

según la luz del día, cristalino en la palma de la mano, caudaloso,

alternativamente torrencial o tranquilo) corre de norte a sur, en el departamento

del Vaupés, y en la mitad de su curso cruza la línea ecuatorial antes de

desembocar en el río Apaporis —que va a dar en el Caquetá, que cae en el

Amazonas, ya en Brasil—. Para llegar allá hay que tomar un vuelo de Satena

hasta Mitú, quizá la capital más militarizada de Colombia desde que la guerrilla, en

los tiempos de Pastrana, se tomó la población durante más de una semana. (El

operativo militar para el rescate de la ciudad, con la ayuda secreta del gobierno de

Brasil, no cabe aquí y merecería otra crónica). Y desde Mitú se contrata una

avioneta vieja, de esas que tosen y estornudan en el aire, de esas a las que no les

funciona ninguna aguja del tablero de mandos, que vuela en dirección sur durante

casi una hora hasta que el piloto descubre, a ojo y en mitad de la manigua, las

pistas rudimentarias que hay a lo largo del río, al lado de algunas poblaciones

indígenas.

En el pequeño avión, además del piloto, va, en la silla de adelante, un gigante

inglés de dos metros de altura, Edward Davey, egresado de Oxford, nueva

especie de explorador benévolo del siglo XXI, agudo observador de nuestra

idiosincrasia, que está escribiendo un libro sobre sus impresiones de Colombia.

Atrás vamos Martín y yo. Por el peso de los pasajeros, hemos tenido que dejar en

Mitú la mitad del equipaje (mis latas de conserva, la gasolina para la canoa, ropa

de más). Después de aterrizar dando tumbos en las piedras y montículos de tierra,

con el mismo piloto se contrata un día para el vuelo de regreso (nueve días

después, en este caso) y, con tal de que la lluvia y el tiempo lo permita, ese día

señalado la avioneta vuelve por los pasajeros. Si se quisiera hacer el viaje por

tierra, entre trochas pantanosas, caños y ríos, regresar a Mitú sería una travesía

de por lo menos doce días de fatiga, y eso con la ayuda de un guía experto en los

confusos caminos de la selva.

4. MALDICIONES QUE SON BENDICIONES

La amazonia colombiana ha sido bendecida en los últimos decenios por dos de

nuestras más nefastas maldiciones: la guerrilla y la corrupción. Por el miedo a ser

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reclutados, atacados o secuestrados por la guerrilla, los colonos dejaron de

adentrarse en la selva, y la dejaron casi intacta. Y gracias a la corrupción de los

gobiernos locales, nunca se construyeron las carreteras y vías de penetración que

estaban planeadas para internarse selva adentro. Esas dos maldiciones la han

protegido de dos de los mayores depredadores del planeta: el hombre mestizo y,

sobre todo, el hombre blanco. Otra maldición (el narcotráfico) tampoco consiguió

bendecir con su amarga riqueza esta parte del país: la calidad de la coca cultivada

por los indígenas en esta zona era ínfima (dejaba muy poco rendimiento de

alcaloide) y así, muy pronto dejaron de interesarse también por sus cultivos y

cosechas de coca. Y una maldición más —que en casi todas partes es vista como

una desgracia—, la migración de los jóvenes a las ciudades, ha dejado aquí

inmensas extensiones del territorio habitadas por unos pocos puñados de

comunidades indígenas dispersas en las que solo han resistido aquellos más

apegados a sus costumbres, sus tradiciones, su relación con la tierra y sus

culturas ancestrales. El resultado es un inmenso país (del tamaño de las islas

británicas, repito) habitado por unas 40 mil personas cuyo territorio no puede ser

invadido, colonizado, gobernado, explotado legalmente por nadie, sino por ellos

mismos. Ellos son los dueños inalienables de la finca más grande y exuberante del

planeta; un país dentro de otro país, que parece querer conservarse así —virginal,

duro y secreto— para siempre.

Hoy, sin embargo, enfrentan un peligro grave e inminente: la invasión de la gran

minería internacional. De esto y otras cosas hablaremos la próxima semana. 

5. EL PELIGRO DE LA MINERÍA

 El riesgo más grande para la conservación cultural y ambiental de la selva podría venir del subsuelo (que sigue siendo de la Nación), es decir, de esa maldición vestida de bendición que sería la riqueza mineral escondida bajo la tierra. Hoy no hay peligro mayor que la minería para la integridad ecológica de la Amazonia colombiana. Con la derrota o el repliegue de la guerrilla, con la decepción de los narcos, con la llegada de gobernantes menos corruptos y más eficientes, un nuevo tipo de pertinaces visitantes ha aparecido en estos territorios de frontera: los geólogos. Desde Mitú se nota que son legión y que recorren los ríos haciendo excavaciones y mandando pruebas de suelo a los laboratorios nacionales o internacionales. Algunos de estos geólogos han sido contratados por grandes compañías mineras del mundo para que manden muestras de las piedras y el suelo. Y al mismo tiempo hacen lo posible por comprar al Gobierno títulos y derechos para, eventualmente, explotar el subsuelo.

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La “confianza inversionista” y la política minera del anterior gobierno consistió en abrirse de patas y conceder derechos sobre el subsuelo a precios irrisorios por hectárea. Por pocas cosas que haya debajo de la corteza, hay empresas dispuestas a comprar millones de hectáreas en derechos, a semejante precio. Esos títulos, al fin y al cabo, se pueden revender en el mercado internacional. Y con un solo hallazgo de oro, plata, cobre, níquel o minerales escasos como el coltán, sus títulos se valorizarían exponencialmente. Ese es el mayor riesgo que corren estas tierras y estas comunidades indígenas. Sus capitanes y líderes lo saben y se preparan jurídicamente para defenderse, con la asesoría de Gaia, la Fundación de Von Hildebrand, entre otras instituciones y personas. Aspiran a que el Gobierno trace líneas infranqueables en su territorio, para que las reservas ganadas hace 25 años no sean invadidas por vías subterráneas y destrozadas por la minería. Hace poco el Gobierno impuso una moratoria para la venta de títulos en estos territorios. Es un primer paso en la dirección correcta.

Mientras esto ocurre, si es que ocurre, es asombroso recorrer el Pirá Paraná, visitar sus comunidades, y comprobar con los ojos que viven casi como vivían nuestros antepasados humanos de hace diez mil años. La experiencia es perturbadora y fascinante al mismo tiempo. Esto se puede ver como un retraso imperdonable, pero también como un mérito, una muestra de vitalidad y sacrificio en condiciones extremas; sobrevivir en la selva, sin técnica, es casi tan difícil como sobrevivir en el polo norte. Mi sensación es que están siempre en el límite de la supervivencia, esquivando la muerte con escasos recursos, muy poca comida, y en un contacto con la tecnología que es incierto, lejano, esporádico, y tan caro que casi nunca resulta posible o por lo menos estable. Siembran veinte variedades de yuca brava, siete de coca, algo de piña y plátano, y poco más. Recolectan frutos silvestres y raíces, dependiendo del período del año; comen insectos, en especial hormigas, y cazan aves y micos, todavía con cerbatanas y dardos envenenados. Tienen hachas y herramientas de labranza de hierro (este es el avance tecnológico importado que más les ha convenido), y tanques de plástico, en los que recogen el agua lluvia. Hay por ahí alguna motosierra herrumbrosa —ese enemigo número uno de los árboles centenarios— pero como la gasolina es carísima y casi imposible de conseguir, yacen arrinconadas y oxidadas en chozas carcomidas por el humo y la humedad. Los anzuelos y cordeles son modernos, pero la pesca es mínima, y sólo mejora cuando usan el barbasco en lagunas artificiales, pues el río es muy ácido, y pobre en peces grandes. Pero también el barbasco —por mucha tradición antigua e indígena que tenga— puede ser nefasto para la fauna del río.

6. LA ABSOLUTA LEJANÍA

Aunque estoy lejos de todo, geográficamente, a mí me parece que estoy mucho más lejos en el tiempo que en el espacio. Cuando la anomalía técnica de la avioneta se eleva, siento que me interno en el pasado del género humano, y que si hoy ocurriera un cataclismo nuclear, una larga noche producida por un meteorito, serían estas personas, capaces de sobrevivir casi con nada (agua, aire, hojas, pepitas, insectos), de comer cualquier cosa, y con el solo instinto de los ojos

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y las manos, los que tendrían el duro cometido de volver a poblar la tierra de seres humanos.

Nunca, ni siquiera en la China, me había sentido tan extraño y tan lejos de mi mundo. La selva amazónica es un inmenso desierto verde, lleno de vida, sí, pero inhóspito y casi invivible para quien no haya nacido ahí, para quien no sepa descifrar el confuso jeroglífico de esa infinidad de hojas, insectos, reptiles, bejucos, raíces, árboles y matas, tantas que se confunden en una acumulación caótica, un ruido visual incomprensible para ojos inexpertos. Las lenguas makuna, edduria o barasana (u otras de estos mismos cepos lingüísticos, que se hablan por allí) me resultan tan familiares y fáciles de entender como el mandarín. Allá, en lo profundo del Pirá Paraná, al sur del país, exactamente sobre la línea ecuatorial, esa entidad política y burocrática que llamamos Colombia es una cosa tan remota que ni siquiera hay funcionarios; ni ejército; ni paramilitares; ni narcotraficantes; ni policía; ni secuestrados ni secuestradores; ni curas; ni políticos.

Uno prende el radio de pilas, de día, y solamente oye hormigueos y silbidos siderales. Dos veces, en el insomnio de la madrugada, alcancé a oír algo: “Guerrillero, ¡desmovilízate!”, y el lejano acordeón de un vallenato. No hay electricidad y por lo tanto las noches sin luna son perfectamente oscuras; no hay música amplificada (qué descanso); no entra el celular (qué alivio); no hay sal, no hay azúcar, no hay tiendas para comprar azúcar o sal, papas o arroz; es imposible conseguir una cerveza, un aguardiente, una Colombiana, una Coca Cola; por supuesto no hay señal de internet o de televisión. Están ellos, los indígenas, los dueños de la selva, ellos con su vida compleja y su cultura ancestral, y ese ruido indescifrable de la inmensa diversidad biológica: miles y miles de especies botánicas y animales, incomprensibles e idénticas si uno no es nativo y vive de ellas, o al menos botánico o biólogo o entomólogo. Un blancuzco miope y citadino, como yo, no es más que un inválido en el corazón de la manigua. Todo conocimiento libresco, literario, es inútil y risible en esta que José Eustasio Rivera llamaba “Infierno verde” y que yo llamaría más bien “desierto verde”.

Moviéndonos por trochas, literalmente en fila india, o subiendo en canoa por el río, visitamos cuatro comunidades indígenas. La primera, San Miguel, es la más desarrollada y poblada, y me dejó una sensación ambigua de desolación y maravilla; la segunda, la maloca de Benjamín, durante un aguacero de horas, me reveló la ensoñadora verborrea que produce el mambe; la tercera, Sónaña, encerrada en sí misma, agobiada por la escasez y sordamente agresiva, me dejó un mal sabor en la boca, y temor en el pecho; la cuarta, Puerto Ortega, amable y amena, me reconcilió con la cultura indígena, me llenó de optimismo y esperanza. Trataré de ir con orden por las cuatro estaciones de mi viaje.

7. LA COMUNIDAD DE SAN MIGUEL

San Miguel alberga cerca de trescientas almas y fue fundada hace más de medio siglo por curas misioneros católicos que le dieron el nombre del arcángel. Me dicen que fue el padre Manuel Elorza, un cura negro, jesuita, el que trajo la

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imagen del arcángel y abrió un internado para que estudiaran los indios. Pero hace más de treinta años un grupo de indígenas iconoclastas se hartaron de los curas misioneros. Hubo un problema básico, elemental, y fue que los maestros misioneros empezaron a sentirse atraídos por las muchachas internas, y se dieron a la muy cortesana y descortés tarea de seducirlas. Las mujeres en la selva son un recurso más precioso que la yuca o el agua, por lo que los líderes indígenas se enfurecieron y resolvieron mandar al carajo a todos los maestros; quemaron la imagen del ángel, tumbaron la capilla y —con tal de no perder a sus mujeres— decidieron recobrar tanto su lengua como sus viejos rituales y prácticas religiosas. Ahora viven en un sincretismo que incluye, entre otros muchos dioses, a Jesús y a algunos santos y ángeles cristianos, más sus antiguas deidades: anacondas celestes, jaguares de Yuruparí, plantas rituales, antepasados, ánimas, hijos del tiempo (seres sobrenaturales que se comunican con nosotros durante el sueño o las tomas de yagé), lugares sagrados de peregrinación, micos, guacamayas, lapas, árboles, raudales…

Recién llegados nos llevan a conocer la maloca (que es el centro ritual, el lugar de reuniones, el comedor común cuando hay eventos y el corazón de cada comunidad indígena). La primera sorpresa —casi una alucinación contradictoria— ocurre en ese momento. Al pasar de la excesiva luz exterior a la penumbra de la maloca, nos deslumbra encontrar allí 13 computadores portátiles encendidos en los que un grupo de hombres jóvenes (más de 20, y una sola mujer) aprenden a usar procesadores de palabras. Transcriben el relato de sus lugares sagrados, de los mitos relacionados con su cultura y con el río Pirá Paraná, de sus migraciones ancestrales, en sus propias lenguas (pertenecen a distintas etnias), y a punto seguido copian la traducción al castellano. Los computadores están conectados a una pequeña planta eléctrica de gasolina, y los adiestran dos maestros de la Fundación Gaia (de la cual Martín von Hildebrand es el director). Teclean lentamente con sus índices para pasar a la pantalla las hojas que han copiado y dibujado a mano. Los dibujos de los animales y los lugares sagrados se escanean y se añaden al texto.

Entro y salgo varias veces de la maloca mientras los jóvenes pasan al computador sus investigaciones. Uso la puerta Sur (la de los hombres) y también la puerta Norte (la de las mujeres). En la maloca, como en las sinagogas y en las mezquitas, los hombres y las mujeres tienen zonas separadas, salvo durante los bailes rituales. Lo que más me gusta de la maloca, en la perpendicular luz del mediodía, en este meridiano del calor tropical, es que adentro todo está más difuminado, la luz más tenue y la temperatura es varios grados más fresca. Converso largamente con Roberto Marín (Yebá-Boso es su nombre tradicional), que me explica el significado de la maloca.

“La maloca (Hairi Wí, ‘Grande Casa’, en lengua barasana) es un modelo del cosmos. Representa, para nosotros, todo el territorio del Pirá Paraná, como si fuera un mapa. El techo es el cielo, la bóveda celeste: la vara de la cumbrera es el tránsito del sol; las varas de los lados son el tránsito de las constelaciones. Las cuatro épocas del año se rigen por el movimiento de Las Pléyades. Esas épocas son: 1. La de los gusanos que salen de la tierra. 2. La de los frutales silvestres;

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cuando los árboles florecen y les salen pepas. 3. La de Yuruparí, época de curación y prevención de las enfermedades. 4. La del cultivo —en la cual estamos— cuando se siembran las chagras y se cosecha. Las vigas de la maloca son los grandes raudales (o cachiveras) a lo largo del Pirá Paraná. Otros postes representan algunos lugares sagrados: el cerro Yupatí de la Pedrera (al cual pueden peregrinar mentalmente, sin moverse de la maloca, para recibir los buenos efectos de la romería); el Hueco de Guacamaya en La Chorrera. Las serranías de la región que cercan el territorio para salvaguardarse de invasiones...”.

La explicación es larga y cada vez se vuelve más compleja y detallada, mientras me señala partes cada vez más pequeñas de la maloca; es como resumir la Biblia en un rato, recorriendo una capilla con frescos, y por eso termino por perderme. Roberto me habla también de preceptos y dietas. Me explica cómo se cura la comida para que no haga daño (enfermedades y muertes ocurren por no respetar estos preceptos de dieta) mediante rezos y sahumerios. Luego me habla de los Jaguares de Yuruparí, que son los dueños de todo, y son criaturas que dejaron de ser personas y se convirtieron en seres sobrenaturales que, cuando se los invoca y vienen, purifican el ambiente de la región.

Al mismo tiempo me habla de plantas, raíces y tomas rituales (los niños empiezan a tomar alucinógenos desde los 7 años, más o menos al mismo tiempo que nosotros hacemos la primera comunión con una hostia insípida). Luego se explaya en una especie de relato obsesivo que tiene sobre las cosas que le dijo el yagé alguna vez (sé que es una obsesión pues luego oigo que se lo cuenta insistentemente también a Edward y a Martín). Repite mucho algo: que él no heredó la oratoria de su padre, que era hablador. Los dueños del yagé le dijeron que él no sería orador. Lo que él soñó fue con muchas mujeres que le servían, muchas chagras sembradas de coca y yuca brava (las hojitas de la coca se movían alegremente al viento, dice). Él preguntó: ¿de quién son? Y el yagé le dijo: esas mujeres son tuyas; esa yuca es tuya; esas hojitas de coca que se mueven alegremente son tuyas. “Por eso yo soy el soberano de los alimentos, y lo que debo hacer es asegurar el mantenimiento de la maloca. Tengo que aceptar las recomendaciones que los hijos del tiempo me revelaron a través del yagé”.

Esto fue, muy resumido, lo que le entendí a Yebá-Boso sobre su papel de líder en la comunidad. Espero no traicionar su historia ni su pensamiento. Le pregunto por la línea ecuatorial, que pasa tan cerca de allí. Él me dice: “Al norte de San Miguel, después de Caño Colorado, hay un raudal que, según nuestra tradición, es el centro del mundo: Gttaguibua. Por ahí, dicen los blancos, cruza la línea ecuatorial. Para nosotros es el centro del mundo”. Roberto Marín se queda callado: se echa en la boca grandes cucharadas de mambe, y se levanta para cambiar de interlocutor.

En San Miguel hay orden y limpieza; espacios abiertos, cancha de fútbol, escuela, puesto de salud. Es una comunidad consolidada, quizá con un problema de crecimiento pues se la ve hirviendo de niños por todos lados y, según ellos, eso no es bueno. Por tradición cultural, y por motivos de supervivencia, las comunidades del Pirá Paraná son seminómadas, con asentamientos fijos transitorios, que no

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deberían durar más de veinte años. Pasado este tiempo la tierra alrededor se agota. Los cultivos se hacen tumbando selva, quemando el rastrojo, y sembrando allí —fundamentalmente— las variedades de yuca brava que es la base de la alimentación, y las plantas de coca, a cuyas hojas los indígenas están tan apegados como a su propia tierra. Las proteínas se pescan o se cazan. El resto del alimento se recolecta, según las estaciones del año. Pero la tierra, la caza y los frutos se van agotando cuando permanecen mucho tiempo en un lugar. La selva es, en cierto sentido, pobre; no en diversidad (por algo las compañías farmacéuticas patentan ilegalmente su riqueza química), pero sí en alimentos. Su producción —sin fertilizantes ni insecticidas, que en su cultura son impresentables— no da para sustentar grandes poblaciones. Hay que dividirse por grupos, dejar el sitio y trasladarse separadamente más lejos, para encontrar tierra virgen, tumbar el monte y volver a sembrar en suelo fértil. El que se deja atrás necesita quince o veinte años más para recuperarse, y mientras tanto no debería tocarse.

Una población exitosa como San Miguel es, entonces, un peligro. Cada vez los desplazamientos a las chagras (extensiones de cultivo de cada familia) son más largos, hasta de seis y siete horas a pie para llegar y para transportar de vuelta lo cosechado. Eso hace difícil la vida, y todo demasiado laborioso. Esto explica, también, que las niñas pequeñas (de entre 6 y 10 años) se queden en el pueblo a cargo de los niños más pequeños (y los llevan cargados de un lado a otro, algunos casi tan altos como ellas, apoyándolos a horcajadas sobre sus caderas), mientras los adultos van a sembrar la chagra o a recolectar la yuca brava, en jornadas de ida y vuelta que duran todas las horas de luz.

Todo en la selva es paradójico. Una comunidad exitosa se convierte en un peligro para sí misma. En cierto sentido los indígenas viven como las comunidades de monjes: una vez hay demasiados en un sitio, se requiere abrir otro convento en otro paraje, más lejano, y el grupo se parte. Pero en San Miguel hay infraestructura para recoger el agua lluvia; hay radioteléfono para informar llegadas o calamidades; hay compartel (teléfono satelital) que funciona con energía solar y tarjetas que se compran en Mitú; reciben visitas de vacunadores y tienen una nevera (alimentada también con paneles solares) donde se guarda suero antiofídico, vacunas y otras medicinas básicas que deben estar refrigeradas, respetando la cadena de frío. Alejarse de la población es alejarse de todo esto, y pocos lo quieren hacer. Eso hace que, por la escasez de comida, crezcan las tensiones. La economía que practican (el comercio prácticamente no existe) no es para tantos, ni para quedarse quietos tanto tiempo. Pero tampoco es posible echar a nadie. Esa es la encrucijada en que se encuentran: algunos de ellos deberían irse, ¿pero quiénes? 

EL HAMBRE

Aprendí de mi padre que, para saber si en una comunidad campesina hay hambre, hay que mirar el estado de los animales. Si los perros y los cerdos están famélicos, en los huesos, si las gallinas se ven macilentas y desplumadas, quiere decir que no sobra comida en las casas, y lo poco que hay se va en alimentar a los humanos. Los indios no levantan cerdos (de vez en cuando un jabalí salvaje) y

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tienen muy pocas gallinas. En San Miguel vi unos pocos perros sanos y montones de perros en los huesos, con sarna, al borde de la muerte por inanición.

Eso me indica que hay familias que prosperan y otras que están muy mal, en la misma comunidad. No pude averiguar datos sobre esperanza de vida al nacer o mortalidad infantil, pero encontré un poema pegado a la ventana de una de las casas más cercanas al río. El poema decía así:

Estoy tristePor todas partesAlgo separadoDel tiempoPorque la vidaMe habitaLa muerte está cerca.

Como me intrigaron y me gustaron mucho estas palabras, averigüé por su autor. Era el dueño de la casa, Lázaro León. Me contó que las había escrito cuando su único hijo varón se estaba muriendo. Tenía tres hijas mujeres y ese niño de dos años y medio, en quien tenía puestas todas sus esperanzas. La barriga se le hinchó terriblemente y tenía fiebre y diarreas. Lo llevaron donde el payé (curandero) que hizo lo posible por curarlo con sus plantas medicinales; luego al puesto de salud, donde el promotor indígena. No lo pudieron salvar y se le murió. La muerte ocurrió hace más de un año, y todavía lo llora. Me dice que el niño se llamaba Francisco León y yo le prometo que escribiré algo sobre él, sobre su niño muerto. Lázaro León me lo agradece y yo compruebo una vez más que lo que sienten ellos ante la muerte de un hijo es exactamente lo mismo que sentimos nosotros. Sea como sea su cultura, bajar la mortalidad infantil (con alimentos y agua potable, con hidratación y antiparasitarios, básicamente) sería bueno para ellos como para cualquier otro pueblo.

Los pueblos de la selva, sin embargo, no pueden seguir en todo el modelo de los pueblos de los blancos, pues aquí no hay manera de abastecerse: no hay comercio, no hay moneda circulante, no hay medios de transporte para traer comida barata de otra parte, o para sacar lo que aquí pudieran producir como mercancía de trueque. Por eso los grupos deben dispersarse en familias ampliadas, y vivir por unos años cerca de sus chagras, para luego volver a emigrar, selva adentro, hasta encontrar otro asentamiento adecuado, con tierra virgen alrededor, y caños para el agua limpia. San Miguel es lo contrario de todo esto. Su éxito es sinónimo de su fracaso.

8. LA MALOCA DE BENJAMÍN

Estando en San Miguel hicimos un viaje a pie hasta la comunidad indígena más cercana, la maloca de Benjamín. Íbamos Martín, Edward, dos guías indígenas, Ernesto Ávila y Reynel Ortega, y yo. El plan era hacer una visita relámpago, y regresar pronto, pero en la maloca nos cogió una lluvia torrencial, y allá nos

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quedamos mambeando largas horas, mientras escampaba. Cuando entramos a la maloca uno de los secretarios de Benjamín estaba, precisamente, preparando el mambe. El mambe tiene un sabor amargo y un olor áspero, penetrante, que impregna todo el cuerpo. Tanto Martín como los indígenas adoran ese olor, pero a mí me resulta desagradable.

Al entrar en la maloca de Benjamín pensé que estaban haciendo música rítmica con un extraño instrumento de percusión: era una especie de tambor cilíndrico, largo como un cañón de guerra. Por la boca le metían un largo bastón con el que iban golpeando. El sonido era rítmico y los ritmos variaban con el tiempo: rápidos, lentos, un redoble rapidísimo al final. El secretario sacó el bastón y examinó la punta cubierta con pedazos de palma. Lo que examina es el polvillo volátil, de color verde oscuro, del mambe. Las hojas de coca asada, mezcladas con la ceniza del yarumo, deben trabajarse en el cilindro hasta obtener un polvo finísimo.

Al rato Benjamín, el maloquero, nos ofreció un recipiente donde habían puesto el mambe recién hecho, y una cucharita plana. Uno debe echarse un par de cucharadas a la boca y tratar de formar una masilla con la saliva, inicialmente sin tragar ni mucho menos aspirar el polvo. Esta masilla se empuja al carrillo y se deja ahí. Uno siente que la lengua y los labios se anestesian. Poco a poco llega una especie de extraña lucidez que activa el deseo de hablar. Produce una sensación de bienestar, y al mismo tiempo que te amarga la lengua, te la suelta.

9. EFECTOS DEL MAMBE

El mambe sacó de mí, quizá, mis obsesiones mentales más presentes, la esencia de lo que soy, o aspiro a ser: un racionalista que cree en la lógica aristotélica y en los ideales de la Ilustración europea: educación universal, método científico, escepticismo crítico, sistema democrático... El mambe, como en general todas las drogas que alteran el comportamiento, exacerba cualidades o defectos: los cariñosos se vuelven melosos; los bravos, furiosos. El racionalista que soy se volvió, al menos momentáneamente, un fanático de la ciencia y el progreso.

Empecé a discutir con Martín von Hildebrand, casi con impaciencia, bajo el efecto de la coca. Le dije que así como yo había roto con mi tradición antioqueña, religiosa, conservadora y católica, también los indios tenían motivos para poner en duda sus tradiciones culturales y religiosas. “Si nos hemos ganado el permiso de atacar a Mahoma, al Dios de los católicos, o al Dios de los judíos, ¿por qué yo no puedo atacar también las tradiciones indígenas que me parezcan irracionales?”, le pregunté. Negué que su medicina sirviera para nada; aposté que su expectativa de vida era baja; lo reté a que mirara los dientes de los niños (con caries) y las encías sin dientes de los hombres maduros; hablé, un poco exaltado, de los parásitos, los antibióticos, la ciencia, el agua potable. Sostuve que sus dioses eran

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tan falsos como nuestros santos y dioses medievales. Y por último, cuando fui acusado de ser paternalista y prepotente, le dije que la racionalidad y la lógica no eran patrimonio de Occidente sino un atributo humano universal, del que cualquier cultura podía participar y de hecho participaba. Cuando un indio escoge el árbol que le servirá para hacer una canoa, no procede mediante pensamientos mágicos, sino que escoge el palo que por experiencias y ensayos sirve para fabricar la embarcación.

Martín fue paciente y empezó a argumentar con mi mismo esquema mental: me dijo que si se construía un acueducto a la manera occidental, como yo proponía, con tuberías que llevaran agua potable a todas las casas, y si se ponía una planta eléctrica, el pueblo crecería aún más, y se haría insostenible en ese sitio; aumentar la densidad de población, aquí, lo único que lograría sería que hubiera más peleas por la comida. Sobre los dientes y los antibióticos alzó los hombros, y yo interpreté su indiferencia como si me hubiera contestado que el fin de la vida no es que todos sobrevivan, tengan una sonrisa Pepsodent, o lleguen a viejos, pero quizá él no lo piense así. Lo que sí me dijo es que yo no podía traer mi visión del mundo e imponerla en la selva con la típica arrogancia occidental. Le pregunté qué pensaba a uno de los guías indígenas que nos acompañaban, Ernesto Ávila, el cual de vez en cuando —algo preocupado— le traducía al maloquero Benjamín y a otros indígenas nuestra discusión, y él contestó que no estaba seguro, que tenía que pensarlo mejor. Edward, con su elegante flema inglesa, guardaba un silencio educado y meditabundo.

Ernesto Ávila se preparaba para hacer un viaje a Brasil, donde asistiría como representante de esta comunidad a una reunión de indígenas del Amazonas. El mambe a él no lo volvía parlanchín, como a mí, sino que más bien lo hundía en un mutismo cada vez más oscuro y meditabundo. Lo que pasaba por su mente no lo sé y esto me ocurrió muchas veces con ellos: miran con la clara luz de la inteligencia siempre viva en los ojos, pero una antigua desconfianza los lleva a callar, o a hablar muy poco, y a no decir claramente cuáles son sus opiniones ni sus intenciones. Es una sana estrategia de supervivencia, supongo.

Regresamos a San Miguel, bajo la lluvia. El efecto del mambe se me fue pasando con la caminata. Por el camino empecé a decirme lo siguiente, dentro de mi cabeza, como un mantra: “Acuérdate de que viniste a ver; no a dañarle ni a mejorarle la vida a nadie. Si les dieras zapatos a los niños, como propone la medicina preventiva occidental, crearías inválidos como tú, adultos incapaces de caminar descalzos por la selva; y en la selva no venden zapatos”. Quería disculparme con Martín, que iba silencioso, y con Edward, que alternativamente nos daba la razón, a veces a uno, a veces al otro. En vez de las disculpas, por un buen rato, se instaló entre nosotros un silencio resentido y yo me sentí culpable de haber hablado tanto.

Llegamos a San Miguel cuando caía la noche. En la maloca habían organizado una reunión, con bailes, cantos, relatos del pasado (una extraña retahíla que se parecía a la melopea reiterativa de los monjes tibetanos) que los oradores repiten a toda velocidad y los niños y jóvenes escuchan atentos, fascinados. También

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había comida para todos, que las mujeres nos iban ofreciendo en totumas rebosantes. Fue durante esa fiesta que recibí mi polvo de rapé en la nariz, soplada por el aliento de Yebá-Boso, y quizá el maleficio de mi futura enfermedad. Al amanecer del día siguiente, cuando debíamos embarcarnos río arriba hacia Sónaña, se me descompuso el estómago y la diarrea me hizo recorrer el pueblo, arriba y abajo, varias veces. Esto me obliga a hacer un paréntesis sobre las formas de resolver las funciones excrementicias en las poblaciones indígenas de la selva. El punto puede parecer frívolo, pero es importante.

10. NECESIDADES FISIOLÓGICAS

Por las mañanas, después del desayuno, según costumbre de mis días saludables, los intestinos rugen y exigen libertad. En la comunidad de San Miguel, medio Pirá Paraná, hemisferio austral, el uso es el siguiente: al costado de la cabaña de palafitos donde dormimos está clavada en el suelo una pala de bordes planos. Entonces uno se echa la pala al hombro, o mejor, a mi edad, la usa como bordón, y atraviesa con ella la pequeña población. A tu paso saludas niños y mujeres, en sus faenas domésticas, y hombres que caminan atareados de aquí para allá. La pala en tus manos delata claramente de dónde vienes o para dónde vas. Te saludan o no, según su índole amigable o desconfiada.

Al alejarse de la última vivienda del pueblo, se llega a una explanada con matorrales. El sitio es silencioso y apacible. No huele.

Todos debemos hacer lo mismo (“al estilo del gato”, me ha dicho mi instructor en estos asuntos): cavar un agujero en la tierra, que por fortuna es blanda y arenosa. Se reserva a un lado la tierra excavada.

La posición cuclillas facilita y favorece el antiquísimo acto. Mejor es no demorar la operación más de lo necesario, pues el olor momentáneo atrae de inmediato una nube de insectos selváticos de distinta apariencia. Uno se limpia, si tiene, con papel. Luego echa la tierra dentro del agujero para que quede bien cubierto. Con la pala al hombro y la cara más relajada, se hace el camino de regreso a la población.

Esa mañana de nuestra partida tuve que hacer varias visitas al descampado que sirve como sanitario. Pero al fin, hacia el medio día, con la barriga repuesta, nos embarcamos. Habíamos encargado gasolina en galones, desde Mitú, con otro vuelo que llegó en esos días a recoger a los instructores de Gaia, de manera que remontaríamos el río en canoas con motor. El viaje por esta carretera de la selva es hermoso. La selva inmensa se inclina ante el río negro, lento, sinuoso. Hay árboles enormes, de muy distintos tipos, algunos florecidos, playas de arena blanca, ramas que se atraviesan en el camino, pájaros de colores que cruzan la corriente, alguna canoa de indios que pescan pacientes por las orillas. Lo difícil es atravesar los rápidos (aquí les dicen cachiveras como en los libros de los secuestrados, que muchas veces no se escapan por miedo a ellas) que de vez en cuando aparecen en el curso del río. Algunas se pueden remontar remando,

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protegiendo la hélice del motor. Otras no pueden salvarse embarcados, por lo que hay que bajarse y coger una trocha por la selva, que lleva hasta el otro lado, río arriba. Con las mochilas y el motor a cuestas estas caminatas pasan al lado de árboles gigantescos, de pantanos hediondos, de caños cristalinos. Al pasar por ahí, en libertad, pero sudando, en fila india, en la penumbra del bosque al mediodía, no puedo no pensar en las largas jornadas que relatan los secuestrados en la selva. Nos acercamos a otro pueblo indígena, Sónaña. La próxima semana les diré lo que me pareció.

11. SÓNAÑA

Llegamos a Sónaña cuando está anocheciendo. El río se vuelve cada minuto más oscuro, más silencioso, casi tétrico. La parte de la población que está cerca del río, sin embargo, es agradable. Hay una escuela con niños internos de varias comunidades, y maestros indígenas. Una capilla de madera, al mismo tiempo simple y digna. Pero nosotros dormiremos en la maloca de Chico, el padre de Faustino, que está algunos kilómetros más adentro. Noto que ni Faustino ni sus parientes nos reciben con entusiasmo; no hay ninguna alegría entre quienes nos acogen. Tal vez ya saben que llegamos sin comida y evidentemente no tienen nada de sobra para compartir con nosotros.

Cuando uno llega a una casa (de blancos, de negros, de indios) a la hora de la comida, y la cantidad es muy poca, lo normal es siempre que la acogida sea displicente, distante. El motivo de esta antipatía no es otro que una cierta vergüenza de no poder convidar. Por eso entiendo que ellos tampoco sean amigables ni acogedores; cuando Faustino habla, con su aliento rancio de mambe (los dos carrillos abultados, los restos de dos dientes verdosos), hay algo duro en su voz, protestas resentidas. Una mueca feroz. Su manera de hablar es quejumbrosa y violenta. Le ofrezco cigarrillos sin filtro y un billete para agradecerle la hospitalidad, y no me los recibe sino que me los arranca de las manos, voraz y rápido como una piraña.

Por la noche habla de matar a aquellos que quieran acercarse a sus tierras con malas intenciones. Habla bien de sí mismo, de su conocimiento profundo de las tradiciones, y mal de los demás indios, que son vagos y ladrones. Pone problema por la gasolina, que cree suya y la reparte a su manera; se lo ve celoso y receloso con Reynel, que será nuestro próximo anfitrión en Puerto Ortega. Su padre evoca con Martín los tiempos en que Sónaña, hace más de treinta años, fue una cocina de los narcos. Ellos mismos hicieron el pequeño aeropuerto, con la esperanza de sacar de ahí el alcaloide. Pero la coca local rendía tan poco, que al poco tiempo los narcos dejaron de aterrizar en Sónaña. El dueño de la cocina era un tal Eliseo Ávila, al que cogieron preso y supuestamente se murió de un infarto en la cárcel de Mitú.

Años después de muerto Martín se lo volvió a encontrar sacando oro en Caño Tatú, con unos brasileños, vivito y coleando, más agresivo y cínico que nunca antes.

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Paso muy mala noche en la maloca de Chico —el padre de Faustino, el cocinero fallido de Eliseo Ávila—. La maloca está invadida de ratas con alas y sin alas, de lagartijas y de cucarachas, de mosquitos. El humo del fogón despierta mi asma. Abro mi brújula y noto que las puertas Norte y Sur de la maloca no están bien dirigidas hacia esos puntos cardinales, como debe ser. Todo aquí parece haber sido construido con desidia, sin cariño. Tengo pesadillas con horribles visiones de muerte y violencia, en las que Faustino y su padre me hacen un juicio por ser un aliado de Occidente y me condenan a muerte en la hoguera. Al despertar me siento atrapado allí, en peligro. Me parece que bastaría una discusión para que nos apalearan. Oigo el relato de un indígena que, según ellos, envenenó con su carne de cacería a una mujer, que murió poco después de comer. Al enterrarla echaron agua sobre su cadáver, y el hilo de agua apuntó hacia el cazador que le había dado la carne. Hubo que organizar una expedición de hombres para vengarse. Lo apalearon a él y a toda su familia, para que no quedara sobre la tierra rastro de su maldad. El veredicto de los dioses lo había dado el hilo de agua que apuntó hacia él. Nadie dice quiénes lo apalearon a él o a su familia, para no tener problemas con la justicia de los blancos. Esta es una forma antigua de justicia ancestral, que mejor no se discute en público. El envenenador se llevó su merecido, y punto.

Salgo de mis aprensiones y malos sentimientos sólo a mitad de la mañana, con la luz del sol y con el agua fresca del caño. Me baño con Edward (culto, sereno y reflexivo, con quien vamos compartiendo pensamientos y experiencias). El agua fresca, la conversación franca en inglés sobre lo que hemos visto, disipa mis angustias. Es otro día y descanso cuando me entero de que Martín ha resuelto que seguiremos hoy mismo río arriba, sin dormir otra noche en Sónaña, como yo había temido. Cuando le pido a Faustino una pala para mis necesidades normales de la mañana, él me dice de mala manera que allí no usan la pala, que busque cualquier lugar en el monte para defecar. Esto también me indica que de San Miguel a Sónaña hay un paso hacia atrás en el lento proceso humano de civilización.

12. PUERTO ORTEGA

El resto del día lo paso con un niño, Juan Camilo, que me orienta en asuntos básicos. Dónde tomar agua limpia, dónde lavar una camisa.

Comparto con él uno de mis mayores tesoros: maní y chocolatinas. Es uno de los estudiantes internos y Faustino lo trata con cierta dureza, como si ladrara en su lengua original. Gracias a Juan Camilo el día en Sónaña no se parece a la pesadilla de la noche. Por la tarde me entero de que es el hijo adoptivo de Reynel Ortega, el dueño de la próxima maloca adonde iremos, en Puerto Ortega. Como no han podido darnos nada de comer en Sónaña —donde nada sobra—, después del mediodía me escondo detrás de los árboles y abro una lata de salchichas que tenía escondida en el fondo del morral. Nunca me han gustado las salchichas en lata, pero me saben a gloria, y llego al extremo absurdo de tomarme la aguasal en que vienen. Solo, egoísta, escondido, me doy cuenta de lo poco generosos que

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somos siempre los humanos cuando el mordisco del hambre se siente en la boca del estómago.

Al embarcarnos de nuevo río arriba conozco a Adán, que será nuestro guía en Puerto Ortega, la comunidad indígena más remota donde llegamos. Adán, como el primer hombre. Con él fuimos a pescar de día y a cazar de noche (Edward y yo); con él fuimos a recolectar hojas de coca y vainas de guamas. Pese a su español rudimentario fue mi mejor compañero indígena durante los días de la selva. Su sonrisa franca, su pasmosa habilidad para sobrevivir (capaz de comerse cien hormigas en cien segundos), su ojo avizor de cazador, su paciencia monacal de pescador en un río con pocos peces, su manera de ir reuniendo plumas coloridas de aves en un rincón escondido de su choza minimalista de monje.

Desde que salimos de Sónaña, remontando de nuevo la corriente del Pirá Paraná, el ambiente mejora. No sólo hay cordialidad, sonrisas, sino esa señal indudable de la inteligencia que consiste en la curiosidad: se interesan por mi reloj con brújula y altímetro; les inquieta mi petaca metálica de whisky (que les cedo a Edward y a Martín, porque no quiero beber alcohol, con mi estómago maltrecho). Es una curiosidad de ida y vuelta: nosotros les hacemos preguntas sobre su mundo y ellos a nosotros sobre el nuestro. Un verdadero intercambio.

Puerto Ortega es la más pequeña de todas las comunidades que visitamos. Tiene, dice Martín, las dimensiones adecuadas para la selva. Nos acoge el padre de Reynel (muy anciano ya) en la maloca, y en otra casa la mujer de Reynel con sus hijas, que nos reciben con piñas, bananos, casabe y una sopa de pescado hervido, picante, deliciosa. Como bien por primera vez desde que estoy en la selva, y en un ambiente cordial, alegre. El sitio está muy bien escogido para hacer el asentamiento: a la orilla del río hay una playa de arenas harinosas, blancas, y el agua fría y poco turbulenta es una delicia.

Niños menores de diez años se lanzan en grupo a la corriente y atraviesan el río nadando con fuerza de un lado a otro; la corriente se los lleva y llegan al otro lado mucho más abajo, pero todo lo tienen calculado. También lo cruzan remando, sin la menor dificultad.

Yo, que supuestamente nado bien, no me atrevo a cruzarlo, por miedo a que me arrastre hasta las cachiveras cercanas; los niños, en cambio, hacen el trayecto una y otra vez, alegres, de ida y vuelta. Veo que aquí también usan pala para ir al baño, enterrando los excrementos al estilo del gato; con mi brújula observo que las puertas de la maloca están perfectamente alineadas en dirección Norte - Sur. Estos detalles elementales de orden mental y de higiene, son sin duda pasos adelante en el camino de eso que odian los antropólogos: la palabra progreso.

Los perros de Puerto Ortega, además, no están famélicos, como en Sónaña (y en parte en San Miguel), sino sanos, y los cuidan con cierta familiaridad, pues gracias a ellos la cacería es mejor: son viejos aliados del hombre, que incluso ladran de vez en cuando, cuando nos ven pasar. Los de Sónaña no tenían siquiera fuerzas para ladrar.

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Reynel tiene un hijo pequeño que se le pega a él como una garrapata, con un afecto y un apego casi desesperados. El padre lo trata con ternura, lo abraza, lo acaricia, le quita parásitos de la cabeza y hace sonar las liendres entre las uñas, que mueren con un último y pequeño estallido. El niño se ve gordito, sano, despierto. También las mujeres lo tratan con afecto, y además cocinan el mejor casabe que he probado en todas las comunidades del río. Tiene los bordes tostados y el corazón tierno, con ese leve sabor avinagrado que tiene el pan de masa madre de los franceses. La esposa de Reynel, de un manotazo, me salva de la picadura de un tábano. De repente me siento que estoy a salvo, y bien, incluso protegido por los demás. Un sitio donde tratan a los niños con afecto, donde alimentan bien a los perros y donde se cocina con cuidado, es para mí un sitio donde la civilización ha dado pasos gigantescos. Sé que los antropólogos odian expresiones como “más civilizado” o “menos civilizado”; para ellos todo son expresiones humanas igualmente válidas y ven en la pena capital por apaleamiento o en la ablación del clítoris variaciones del comportamiento humano que no deben valorarse éticamente. Para mí el problema es que si uno piensa así, tendría que ser también muy respetuoso con la “cultura nazi”, y el genocidio judío podría verse como una simple curiosidad y obsesión de una rama muy disciplinada del pueblo ario.

13. CACERÍA

Adán nos hace dos invitaciones: a cazar por la noche y a pescar por la mañana. Como ya llega la noche, nos preparamos para la cacería.

Salimos tarde, después de las nueve, Adán, Edward, un remero y yo.

Habrá luna, y eso es malo para la caza, pero ésta no ha salido todavía o está escondida detrás de nubarrones. Buscamos una canoa en el caño que da al río. Empujándola salimos a la corriente principal, alumbrados por las linternas. Cuando las apagamos, no se ve absolutamente nada. Nos dejamos llevar por la corriente, río abajo; los remos sólo sirven para corregir el rumbo de la canoa. Adán nos pide silencio con un gesto y el haz de luz de su linterna inspecciona las orillas. Busca los ojos de una lapa. En la noche cerrada sólo los ojos de los animales se iluminan, como dos diamantes simétricos, fijos, como dos cocuyos inmóviles perfectamente alineados. Adán, siempre curioso con nuestros objetos, me pide prestada mi linterna alemana, que tiene un chorro de luz más potente que la suya; evidentemente las categorías de “mejor” o “peor” también existen en su “mente primitiva”; la mente primitiva no existe, en realidad, y la forma de razonar de todos los humanos se parece mucho. El haz de mi linterna barre la superficie del agua, manejada con destreza por Adán.

Cuando apunta a los copos de los árboles, éstos parecen moverse, azarosos. Bajamos mucho rato por el río, sin ver animales; cuando sale la luna todo adquiere un tono plateado extraordinario, malo para la caza pero fantástico para el paseo nocturno por el río. De pronto, a lo lejos, se empiezan a oír las cachiveras; el corazón se me acelera; si nos arrastrara la corriente, la canoa se despedazaría

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entre las piedras, y nosotros con ella. Es el momento de volver río arriba, dice Adán. Resuelven prender el motor. No hemos visto ni un par de ojos de animal en la orilla; a veces salen de la selva en la noche, en busca de agua. Adán sigue indagando las orillas con el haz de luz de la linterna. De repente hace un gesto muy lento con la mano y pide que nos acerquemos a la orilla. El haz de la linterna va derecho a un par de pepas brillantes; los ojos del animal no parpadean, paralizados.

Adán duda un momento; toma la escopeta y en seguida vuelve a ponerla en la proa de la barca. Los tiros, en la Amazonia, son carísimos (el Ejército pone muchas restricciones para vender balas y cartuchos, por miedo a que vayan a caer en manos de la guerrilla) y se los ahorra.

Adán agarra uno de los remos; salta como un tigre a tierra y empieza a darle garrotazos a un animal que no alcanzamos a ver. Lo ataca con furia; sin pronunciar palabra, sin lanzar un gemido. Al poco rato vuelve con un caimán al hombro; de la pequeña cabeza caen al agua gotas de sangre. Lo tira con displicencia en el fondo del bote.

Seguimos río arriba, remando ahora, con el motor apagado. De pronto el caimán resucita y empieza a moverse desesperado por la canoa, arriba y abajo. Edward y yo damos el torpe grito histérico de los civilizados y levantamos los pies descalzos con miedo a un mordisco. Adán se ríe, coge el remo por un extremo y le da al pobre caimán el garrotazo definitivo.

Es toda nuestra caza de la noche y será nuestro desayuno al día siguiente. La carne de caimán es muy blanca, sabrosa, pero yo apenas la pruebo, con ciertos lejanos y absurdos resquemores de conciencia.

Si viviera en la selva con estos repentinos remilgos de vegetariano, me moriría de hambre. Después del desayuno Edward y yo nos vamos con Adán a nadar en el río, y a pescar. Fuera del agua hacen 30 grados centígrados a la sombra; el agua, en cambio, está a 25 grados y es una delicia nadar contra la corriente. Cuando nos cansamos de remar río arriba, soltamos el bote a que se lo lleve la corriente y Adán empieza a lanzar con gran precisión el anzuelo, hacia las orillas. Los peces no pican. Pasa otra canoa llena de vainas de guama. Nos regalan montones de guamas, dulces y refrescantes, deliciosas. Al ver que no hemos pescado nada, nos regalan también un pequeño barbudo “para que no lleguen a la casa con las manos vacías”, dicen, riéndose. Al fin un pequeño pez blanco se pega del anzuelo de Adán. Ese fue el resultado de una noche de cacería y una mañana de pesca: un caimán y un pescado pequeño; algo que no alcanzaría para alimentar a toda la familia. Las proteínas en el Pirá Paraná son escasas y difíciles de obtener. Por la tarde salimos con Adán a cazar con cerbatana; otra vez sin éxito.

Andando por la selva, Adán ilumina una hilera de hormigas. Se acuclilla, las descabeza, y empieza a comer hormigas una tras otra, sonriendo contento, animadamente. Yo recibo una sola, y me la trago entera, sin probarla. Sé por

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alguna vieja lectura que los humanos fuimos todos insectívoros, en el pasado de nuestra especie, pues tenemos enzimas para digerir la caparazón de los insectos.

En la última noche en Puerto Ortega estamos todos conversando en corro, alrededor del fuego, alrededor de lo que siempre se llamó el hogar. Mis instintos de civilizado, o supuesto tal, no me permiten ver con buenos ojos que no haya chimenea, ni cocina aparte, sino que se cocine dentro de las casas, incluso en el mismo espacio donde se duerme, y también en la mitad de la maloca. Tengo recuerdos de algún viejo artículo leído en una revista médica sobre la alta frecuencia de los casos de EPOC entre las mujeres que cocinaban con leña dentro de sus casas; e incluso de todos los demás familiares. Según el artículo, el humo de la leña para cocinar era peor para los pulmones que el mismo tabaco aspirado. Sin embargo, ese grupo de hombres sentados en corro alrededor del fuego, en la mitad de la noche, charlando de esto y lo otro, ofendiéndose, lanzando maldiciones, riéndose de una vieja anécdota, algunos de ellos desnudos y muy flacos, el humo elevándose hacia el techo de paja, las brasas iluminando las paredes de fibras tejidas y adornadas con unas pocas pinturas rudimentarias; ese corro alrededor del fuego era como un recuerdo remoto de las primeras veladas de nuestra especie, probablemente en las sabanas africanas, hace cientos de miles de años. Las mujeres, en otra parte, segregadas, se acostaban temprano; la conversación junto al fuego, una vez terminada la comida, que se hacía temprano, era un asunto de machos.

Para no coger mucho sueño, mambeaban sin cesar, y de vez en cuando aspiraban tabaco soplado directamente por otro en la nariz. Yo era uno de los primeros en retirarme del círculo de conversación masculino, cada noche, y también esa última noche en Puerto Ortega. Sin embargo, seguía oyendo esa conversación casi ritual durante un rato, hasta que las mismas sílabas me iban adormeciendo. Acostado en mi hamaca, desde la penumbra espesa de la maloca, con la vista borrosa del miope sin anteojos, al mismo tiempo que me hundía en el sueño, agradecía haber podido presenciar el espectáculo fascinante y simple del pasado de mi especie, cuando toda la literatura y el conocimiento del mundo eran todavía apenas conversación y muy pocos instrumentos: fuego, ollas de barro, lanzas, piedras, flechas, veneno, anzuelos.

14. REFLEXIONES AL FINAL DEL VIAJE

Despojado ya de toda pretensión de imponer mi visión del mundo, me digo que si yo tuviera plenos poderes para actuar en ese territorio debería confesar que, francamente, no sabría qué hacer. Y cuando uno no sabe qué hacer, lo mejor que puede hacer, es no hacer nada. Eso, en últimas, es lo que creo que hay que hacer con la Amazonia colombiana.

Dejarla intacta; no tocarla; no hacer nada, nada, nada. Y a sus pobladores, fuera de algunos servicios básicos en medicina y en educación, dejarlos también solos, para que ellos decidan cómo se quieren mover hacia adelante, después de estudiar y enterarse. Ellos son tan inteligentes como cualquiera, y sabrán definir su

Page 23: Viaje a la selva, por Héctor Abad Faciolince

destino como más les convenga. Esta “mezcla de pesadilla y encantamiento”, que decía Rivera de la selva, seguramente sabrá encontrar la ruta para ser menos pesadilla y más encantamiento.

Llegué de la selva, como dije, muy enfermo y con una rara parálisis de la voluntad. Escribir estos recuerdos me ha costado semanas de introspección y muchas dudas. Todavía no estoy de acuerdo ni siquiera conmigo mismo. En la selva muchas cosas nos despistan. Mi misma enfermedad despistó completamente a los médicos occidentales que me atendieron en Medellín. Por llegar de allá consulté expertos en medicina tropical; descartaron paludismo, dengue, otros parásitos.

Como siempre que no saben qué es, concluyeron que era un virus muy agresivo y me recomendaron líquidos y reposo. La fiebre y el malestar siguieron. Al fin mi internista encontró el mal, apoyándose en nuevos exámenes y radiografías: una neumonía me estaba atacando peligrosamente. No me sometí a rezos ni a dietas, sino a una temporada de antibióticos, y me fui mejorando poco a poco. Creo que mi suerte habría sido más dura, y con peores resultados, en la selva.

Creo también, supersticiosamente, que el maleficio sí vino de la boca y el aliento de Yebá-Boso, aunque no creo que él quisiera transmitirme con el aire de sus pulmones una bacteria en los míos. Simplemente pasó. Pasó y se me pasó y ambos sobrevivimos; él con sus ritos y yo con mi medicina occidental. En este magnífico país que se llama Colombia, convivimos al mismo tiempo los indios milenarios y los aculturados descendientes de ellos, de africanos y de europeos, que somos los que vivimos en las ciudades de los Andes. Tenemos siglos por delante, y nuestros descendientes podrán vivirlos juntos, a lado y lado, si convivimos respetando y mezclando la cultura de ellos con la cultura nuestra. Más que aislándonos, intercambiando ideas y escogiendo lo bueno que haya dentro y fuera de la selva.