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El juego del ajedrez (Poema didáctico) Por Héctor Abad Faciolince A Benjamín y Gregorio A oscuras, con avidez y sin el menor respingo una tarde de domingo saqué el juego de ajedrez del viejo armario profundo. Un niño muy ocupado hundido en su propio mundo, entre esquivo e intrigado, desde detrás de su casco de guerrero medieval fingiendo un fiero animal hizo una mueca de asco. Yo le hice una sonrisa y desplegué mi tablero con parsimonia y sin prisa frente a sus ojos de acero.

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El juego del ajedrez (Poema didáctico) Por Héctor Abad Faciolince

A Benjamín y Gregorio

A oscuras, con avidez y sin el menor respingo una tarde de domingo saqué el juego de ajedrez del viejo armario profundo. Un niño muy ocupado —hundido en su propio mundo—, entre esquivo e intrigado, desde detrás de su casco de guerrero medieval fingiendo un fiero animal hizo una mueca de asco. Yo le hice una sonrisa y desplegué mi tablero con parsimonia y sin prisa frente a sus ojos de acero.

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«¿Y esa caja de qué es?», preguntó con displicencia. Llenándome de paciencia yo le dije: «un ajedrez». La caja cuadriculada sufrió una dura mirada y su índice, con pereza, contó una hilera de cuadros. «¿Cuántos son?», le pregunté. «Pues ocho», me respondió, como si fuera obviedad tan evidente verdad. Los mismos años que él, por dentro me dije yo. Y desde esa misma edad este juego me acompaña con gusto que no se empaña. Para su propia alegría quiero que lo aprenda un día. «¿Y la columna hacia arriba cuántos cuadraditos tiene?», al niño le pregunté. «Los mismos ocho contiene.» «¡Muy bien!», lo felicité. Y para desempolvar al tablero inteligente que algún persa se inventó y el rey sabio nos legó, le pasé un trapo corriente. «¿Tú sabes multiplicar?», al rato quise saber. Como un sabio que cavila

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me miraron sus pupilas: «Me sé la tabla del tres, la del cinco y la del ocho». Aquí te quería ver, volví a decirme por dentro. «Si quieres comer bizcocho dale a este blanco en el centro: ¿cuánto es ocho por ocho?» Sin dudarlo ni un segundo «sesenta y cuatro», me dijo. «Entonces yo te pregunto, ¿el tablero de ajedrez, cuántas casillas totales tiene en toda su extensión?» «Treinta y dos…», me dijo el niño, y ya lo iba a corregir cuando al instante añadió: «… son de un color más oscuro, negro, mas no negro puro, y otras tantas hay de blancos, en total, sesenta y cuatro». Los años que yo tendré dentro de otros veinticuatro, dije sumando por dentro; cinco veces los del hijo a quien quisiera enseñar el ajedrez a jugar. Si no aprende no me aflijo. mas si llegara a aprender estas piezas a mover, notará que con el tiempo no hay un mejor pasatiempo.

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Viendo que sabía sumar y era buen observador mi guerrero medieval, disimulando el amor y el deseo de enseñarle, me dispuse a preguntarle si iba a aprender a jugar. «Puedo enseñarte, si quieres», sugerí, sin presionar. «No me interesa», me dijo, y con desprecio absoluto y desdén que no corrijo, como si yo fuera un bruto, en ese mismo minuto volvió a enarbolar la espada y se fue, como si nada. «Si tú no juegas conmigo, entonces yo jugaré con mi mejor enemigo», dije sacando las piezas de un par de bolsitas viejas de gastado terciopelo. Alzando un poco las cejas me soné con el pañuelo.

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Desde detrás de su casco de guerrero medieval el niño de mi desvelo me volvió a mirar con asco. Y como sin interés sus dos ojos de diamante enfocaron el vacío que había ante el rostro mío. Con su sonrisa distante sarcástico preguntó dónde estaba el contrincante. «Es invisible», le dije, «y juega siempre conmigo. Adivina mis jugadas cuando le tiendo celadas; si lo ataco tiene abrigo. Lo bueno es que yo también, cuando pretende engañarme, por misteriosas razones intuyo sus intenciones.» «Un juego de yo con yo…» mi niño me respondió con voz rompecorazones, y por dentro yo admití que el caso era muy así, pues jugar ajedrez solo más que diversión, es dolo. Escogí las piezas negras en buen ébano labradas y las dispuse ordenadas en el opuesto lugar para empezar a jugar

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con el amigo invisible que fingiéndose enemigo se enfrentaría conmigo. Dieciséis piezas hostiles sin misiles ni fusiles dispuse en los dos carriles. El niño blandió la espada y arremetió contra el aire. «Así como haces tú contra alguien que no ves, así mismo ataco yo cuando juego al ajedrez.» En ese mismo momento tuve el fugaz pensamiento de no volverle a insistir. Prometo que no les miento. Desde prudente distancia fingiendo poco interés (como si fuera un parqués u otro juego de vagancia) con tono maleducado volvió a preguntar el niño: «¿Cómo se llaman los gordos enanitos, cabezones?». Tomando uno con la mano lo acaricié con los dedos. «Es un humilde soldado que a pie lleva vida dura; camina siempre despacio sin yelmo y sin armadura, paso a paso y remolón. Todos le llaman peón.»

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«¿Y cuántos peones hay?» Lentamente los conté alineados en su hilera, como si no lo supiera: «Ocho míos y ocho de él cuando empieza la batalla, pero su suerte es canalla, pues son los que más se mueren». «¿Cómo que mueren?», me dijo, «¿Es que en este juego matan?» y sus ojos de diamante brillaron por un instante. Como noté su interés quizá por primera vez entre sus ojos de piedra, le dije que el ajedrez se parecía a la guerra. «¿Una guerra de mentiras?» De inmediato contesté: «Y de verdades también». Seguro de su atención desplegué los dos ejércitos. Cuatro torres sibilinas dispuse en las cuatro esquinas.

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La blanca de la derecha en blanco escaque también, para no ir a confundir el sentido del tablero. «Son las torres», le aclaré, «y son como dos castillos que nos defienden de pillos, y que de asedios nos sacan. Como defienden, atacan. Son precisas, muy directas, y siempre se mueven rectas hacia arriba y hacia abajo y a los dos lados también.» De ébano y de marfil escogí las sucesivas fichas que van a los lados de la torre y del alfil. A mi niño puse un reto: «Yo te apuesto a que adivinas el nombre de los que siguen». Y en el instante en que callo el niño exclamó: «¡caballo!». «Más caballo serás tú», dije con una sonrisa,

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«pero te apuesto una misa, a que no sabes el nombre de esta pieza sin camisa.» Miró el gorro puntiagudo —como de mitra de obispo— el niño con atención, pero su nombre no supo. «¡Alfiles!», se lo enseñé. «Se mueven en diagonal pa’delante y para atrás.» «¿Así?», me preguntó él, moviendo al sesgo un alfil por casillas todas negras. «¡Este niño aprende a mil!», le dije y le acaricié su par de mejillas tiernas. Enseguida los caballos que miraban de reojo, le enseñé cómo mover: «Son los únicos que saltan, sobre amigos o enemigos, y siempre formando eles al derecho o al revés. Si te lo muestro lo ves».

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«¡Es fácil el ajedrez!», dijo el niño, y ensayó. Ahí mismo se equivocó. Como era un poco difícil quité alfil, torres, peones y volví a empezar de cero poniendo un caballo fiero en el centro del tablero: «Una casilla de frente y dos después de costado; o bien dos para un lado y para atrás la siguiente. Si se interpone una pieza, tú le cortas la cabeza, pues es así, cual del rayo, como te toma el caballo.» Con su sádica sonrisa el niño se quitó el casco y de su boca borró la vieja mueca de asco. Con apetito canino aprendió a comer peones y otras fichas que me callo con el salto del caballo.

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Y cual caballo de Troya los mandaba hacia la sima cuando les caía encima, o a la mismísima hoya. «No creas que por humildes los peones no combatan; el poder de los peones es que forman escuadrones, y su arma, poder matar de esta forma lateral; caminan siempre de frente y van afilando el diente, mas comen en diagonal. Así que nunca te arriesgues a quedar a tiro de ellos porque te cortan el cuello.» Aquí pensé en enseñarle, puesto que venía al caso, lo de la toma de paso, mas no quise atiborrarle con mayor información, que sería un error craso. Sin desdeñar la ocasión puse la reina y dos torres al alcance de un peón. Sin dudarlo ni un instante, al punto se las comió. «Ya ves que un pobre peatón con paciencia y buen talante puede ganarle a un patrón sin que ninguno se espante.» El niño miró con pasmo.

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Aproveché su entusiasmo por su forma de tragar para enseñarle además que un peón es muy valioso si consigue coronar. «¿Qué es eso de coronar?», preguntó formando un aro encima de su cabeza. Yo le expliqué la destreza: «Alcanzar la última hilera —del enemigo, primera—; y si un peón llega indemne hasta tan magno lugar en el acto lo conviertes en reina, torre o alfil, o también en un caballo. Solamente se le impide ser un rey, si serlo pide, pues no habrá nunca dos reyes». «¿Y dos reinas sí se puede?», preguntó algo sorprendido. «Casos se han dado, mi niño, de descarados monarcas, que en vez de una sola dama tengan varias en sus arcas.» Levantó el niño los hombros y se dio por bien servido sin entender el motivo. «Siguen ahora», le dije, «las cuatro piezas mayores: una reina para él, y pa’ nosotros también,

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cada una en su color. Y en el color invertido, cada uno pone al rey que pierde o gana el partido. Ambos tenemos lo mismo y nadie tiene ventaja. Lo bueno del ajedrez es que aquí a nadie se ultraja; no incluye dados ni azar y en últimas va a ganar quien mejor sepa jugar. Aquí nadie es ventajoso. El rey es muy majestuoso y de paso sosegado solo un escaque a la vez puede avanzar para un lado, en diagonal o de frente y también retroceder. Sólo dos cuadros se mueve cuando enroca con la torre.» «¿Enroca?», preguntó el niño, y yo le pedí atención, pues del arte del enroque depende media partida

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por ser arma defensiva importante en la salida. «Enrocar es construir una firme fortaleza, que ha de defender la pieza que no se puede perder. Esa es la primera ley: ¡No puedes perder el rey! Si en la mitad del combate ya no lo puedes salvar y te lo van a matar, has sufrido el jaque mate. O incluso si vas muy mal y prevés que tu destino es que el rey caiga vencido, lo mejor es resignar y tumbarlo con el dedo por no dejarlo humillar.» «¿Y la reina cómo mueve?», preguntó con su voz leve. «Esa dama afortunada tiene un poder inaudito que casi fuera infinito si cual caballo saltara.

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Puede mover como el rey, como torre o como alfil, como peón, donde quiera, con un solo impedimento, y es que no puede saltar ni en ele hacer movimiento. De resto es tan poderosa que es la pieza más miedosa.» «¿Y si me comen la reina?», dijo el niño preocupado y con tono acongojado. «Es mala cosa también y casi es como perder, salvo que al mismo momento, o muy poquito después, a quien te hizo ese drama le puedas quitar la dama, que es como también se llama la reina, en más elegante, castiza lengua de infantes, como al alfil hay quien diga que parece un elefante. Ni dos torres te compensan de pérdida tan inmensa.» La lección ha sido dura y un poco larga también; por eso le propondré de practicar la apertura en una ocasión futura. «Como algo cansado estoy dejemos así por hoy. Jugamos, si tienes ganas,

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esta o la otra semana.» «¡Ahora mismo!», dice el niño, y se planta en el lugar de mi invisible enemigo. «Antes tienes que saber que al peón para salir, como aún no está cansado, un permiso se le ha dado: al momento de empezar dos casillas puede andar.» «¿Puede o tiene?», me pregunta mi astuto niño brillante, que varias ideas junta. «Poder no es tener», le digo, «y si es un peón prudente, intrigante o reticente tiene derecho a avanzar un escaque solamente.» Y así decide salir mi ochoañero contrincante y una casilla recorre acomodado en su silla con el peón de la torre. «Te equivocas», lo detengo.

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«¿Por qué?», dice desafiante. «Porque las figuras negras nunca empiezan la partida; privilegio de las blancas es la primera movida.» «Empieza, pues», me amenaza y devuelve su peón con dedos como tenaza. Una cosa más le digo: «Cuando tocas una ficha, no puedes arrepentirte, la tocada es la movida aunque te traiga desdicha». «Está bien, no toco nada hasta no estar muy seguro.» «Bien pensado, te lo juro.» Entonces empiezo yo con peón blanco del rey, que adelanto dos casillas. Mi niño se rasca el pelo. Toma de nuevo su casco, y antes de empezar el juego, vuelve a su mueca de asco. «Mejor», propone después, «y solo por esta vez, juguemos al ajedrez, sin reglas, con libertad.» «No me parece muy sana la ley del me-da-la-gana. En la guerra de la vida hay que atreverse a perder para aprender a ganar.

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Enseña más la vergüenza de una derrota absoluta que una victoria sin lucha; mejor es perder la tipa (dama, reina, vieja o cucha) a que ganes de chiripa.» «Está bien», admite el niño, y adelanta su peón de la hilera de la torre. El que menos vuela, corre, digo y saco mi peón de la dama dos casillas como obrando maravillas. Después de unos pocos lances logro entrar en las defensas de mi niño con sus negras. Con apetito voraz le tomo torres y alfiles; de vez en cuando permito que me haga algún gambito, pero con una mudanza que tiene mucho de danza y llaman el alicate, logro darle el jaque mate. Como el niño no es cobarde, otro día por la tarde me reta a nueva partida. Con blancas da la salida y juego a la defensiva para dejarlo atacar. Le digo que hay que tener ideas hacia adelante

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y prevenir las respuestas que ha de hacer el contrincante. Perdiendo aprende a pensar, ganando aprende a ganar, no a humillarse ni a humillar. Han pasado ya ocho años de esa primera partida y su primera salida. Perfeccionando estrategias, repitiendo con amigos y practicando conmigo, ahora este adolescente a su padre cuarentón, sin esforzarse ni gota una y otra vez derrota. Gana tanto que de lástima a resistencia tan pálida le da pesar enfrentar. Se ha vuelto experto en los lances, en defensas y aperturas: la danesa, la italiana, la de Ruy, la siciliana… Domina y por eso gana el gambito de la dama, la defensa Philidor, la de los cuatro caballos, la defensa escandinava la de Alekin, la de Lasker, la ortodoxa y la holandesa la de Tarrasch y la eslava. Yo a duras penas sabía la española y catalana.

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Cuando él no sabía jugar una vez de cada tres yo lo dejaba ganar. Ahora que no gano media alguna forma se ingenia sin palabras y sin hablas para perder o hacer tablas. Finge errores imposibles, y tal como yo dejaba que se comiera mi reina en momentos oportunos, ahora él cae en infortunios, distracciones y torpezas, perdiendo tres o más piezas cuando sé que sus destrezas son muchas más que las mías. Una cosa aún no tiene mi muchacho en la cabeza: y es que si me vuelve añicos yo no siento que he perdido sino que en este partido largo de toda la vida el triunfo más verdadero y el único que me espero es que si llego yo a viejo el hijo llegue más lejos. No solo en el ajedrez o en salud, o en madurez, sino que esté satisfecho, contento, alegre, sereno, y al llegar a la vejez se declare un hombre pleno.

La Ceja, Antioquia, 2012 Ilustraciones originales de Maria Luisa Isaza Dedicado a Benjamín Londoño