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IVS FVGIT 15 INSTITUCIÓN «FERNANDO EL CATÓLICO» REVISTA DE ESTUDIOS HISTÓRICO- URÍDICOS DE LA CORONA DE ARAGÓN

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  • IVSFVGIT

    15

    IVS

    FVGIT

    15(2007-2008)

    INSTITUCIN FERNANDO EL CATLICO

    REVISTA DE ESTUDIOS HISTRICO- URDICOSDE LA CORONA DE ARAGN

    Portada. 15/9/09 11:38 Pgina 1

  • LIBRO 15 15/9/09 11:22 Pgina 578

  • IVS FVGITRevista de Estudios Histrico-Jurdicos

    de la Corona de Aragn

    vol. 15 (2007-2008)

    LIBRO 15 15/9/09 11:21 Pgina 1

  • CONSEJO DE REDACCIN

    DIRECCIN

    Jos Mara Prez ColladosUniversidad de Girona

    VOCALES

    Jos A. Armillas VicenteUniversidad de Zaragoza

    Ricardo Gmez RiveroUniversidad Miguel Hernndez de Elche

    Pere Molas RibaltaUniversidad de Barcelona

    Toms de Montagut i EstragusUniversidad Pompeu i Fabra de Barcelona

    Jess Morales ArrizabalagaUniversidad de Zaragoza

    Rom Pinya i HomsUniversidad de las Islas Baleares

    Esteban Sarasa SnchezUniversidad de Zaragoza

    Remedios Ferrero MicUniversidad de Valencia

    LIBRO 15 15/9/09 11:21 Pgina 2

  • INSTITUCIN FERNANDO EL CATLICO (C.S.I.C.)Excma. Diputacin de Zaragoza

    Zaragoza, 2009

    IVS FVGITRevista de Estudios Histrico-Jurdicos

    de la Corona de Aragn

    vol. 15 (2007-2008)

    LOS DERECHOS HISTRICOSY LA ESPAA VIABLE

    LIBRO 15 15/9/09 11:21 Pgina 3

  • La correspondencia (remisin de originales, monografas para su recensin cientficae intercambios) deber dirigirse a: Ivs Fvgit, Revista de Estudios Histrico-Jurdicos de laCorona de Aragn. Institucin Fernando el Catlico. Plaza de Espaa, 2. 50071Zaragoza. Telfono 976 28 88 78.

    E-mail: [email protected] Redaccin no suscribe necesariamente las opiniones vertidas por los autores de los

    trabajos publicados.

    ISSN: 1132-8975

    Depsito Legal: Z-3.402/2003

    Preimpresin: Ebro Composicin, S. L. Zaragoza

    Imprime: Imprenta Barnola.Avda. de Trrega, 20. 25210 Guissona (Lleida)

    IMPRESO EN ESPAA - UNIN EUROPEA

    Es propiedadLos autores

    De la presente edicin,INSTITUCIN FERNANDO EL CATLICO

    FICHA CATALOGRFICA

    IVS FVGIT: Revista de Estudios Histrico-Jurdicos de la Corona deAragn / Institucin Fernando el Catlico 1 (1992) - . - Zaragoza:Institucin Fernando el Catlico, 1992 -

    24 cm.BienalEs continuacin de: IVS FVGIT: Revista Interdisciplinar de Estudios

    Histrico-JurdicosISSN 1132-8975I. Institucin Fernando el Catlico, ed. 340.15

    Publicacin nmero 2.906de la

    Institucin Fernando el CatlicoOrganismo autnomo de la

    Excma. Diputacin de ZaragozaPlaza de Espaa, 2

    50071 ZARAGOZA (Espaa)Tels. [34] 976 28 88 78/79 - Fax [34] 976 28 88 69

    [email protected]

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    NDICE

    Pgs.

    Presentacin, . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

    Jos Manuel CUENCA TORIBIO, Personalidad e identidad histricas de Espaa. Levesglosas un tanto a redropelo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

    Miguel HERRERO Y R. DE MIN, Los Derechos histricos y el principio pacticio . 35

    Antonio TORRES DEL MORAL, Qu son los Derechos histricos?. . . . . . . . . . . . . . 55

    Jos Luis MOREU BAYONGA, El Apndice foral aragons de 1925 y encrucijadasdel Derecho civil y de la cuestin territorial en Espaa . . . . . . . . . . . . . . . . 81

    Toms DE MONTAGUT ESTRAGUS, Els Drets histrics a Catalunya . . . . . . . 125

    Jos Luis LINARES PINEDA y Rosa Mara CARREO, Para un inventario institucionalromanstico de la compilacin del derecho civil especial de Catalua de 1960 139

    Maurici PREZ SIMEN, El Dret histric com a criteri interpretatiu i integrador delCodi civil de Catalunya . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161

    Jordi GNZBERG MOLL, Origen, desarrollo y extincin de un derecho histrico enCatalua: el Derecho de extranjera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175

    Josep M. LLOBET I PORTELLA, Els Drets histrics a Cervera (1348-2006) . . . . . . 199

    Xavier EZEIZABARRENA, Los derechos histricos de Euskadi y su actualizacin:una apuesta por la soberana compartida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239

    M. Rosa AYERBE IRBAR, Las Juntas Generales Vascas. En defensa de la foralidady de los Derechos histricos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 303

    Roldn JIMENO ARANGUREN, Los Derechos histricos en la renovacin del rgimenautonmico de Navarra (2004-2006). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 339

    Eduardo CEBREIROS LVAREZ, El derecho foral en la doctrina galleguista . . . . . 369

    Isabel RAMOS VZQUEZ, El privilegio de libertad personal en el origen de los Derechoshistricos peninsulares. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 393

    Marta FRIERA LVAREZ, La defensa de la Constitucin histrica asturiana ante lasreformas borbnicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 429

    Manuel J. PELEZ, Juristas madrileos y andaluces, defensores de los derechosy de la autonoma de Catalua (1870-1949) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 447

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  • 6

    Varia

    Anne ZINK, Les ditions de coutumes a France lpoque moderne . . . . . . . . . . 467

    Abel AJATES CONSUL, Las Juntas de Brazos de 1684-86: Aragn y los serviciosde armas a Carlos II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 493

    Juan B. VALLET DE GOYTISOLO, La Escuela Jurdica catalana del siglo XIX . . . . 513

    Josep CAPDEFERRO I PLA, Promoci, edici i difusi dobres jurdiques a Catalunyaa cavall dels segles XIV i XVII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 537

    Resmenes/Abstracts . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 561

    Colaboradores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 573

    Normas de edicin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 575

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    NDICE

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  • PRESENTACIN

    Presentamos un nmero monogrfico dedicado a una cuestin que no debe-ra ser lateral en el conjunto de ocupaciones que competen a los profesores delrea de Historia del Derecho del Estado Espaol: los llamados Derechos hist-ricos recogidos en la Disposicin Adicional Primera de la Constitucin de 1978.

    La reflexin sobre el ser histrico de Espaa tiene una conocida tradi-cin historiogrfica en nuestro pas. Ya en el pasado, se llam la atencin sobreel curioso fenmeno de una nacin que se cuestiona su propia existencia. Y ellopodra explicarse por la particular circunstancia de que la nuestra es una nacincompleja, una nacin de naciones, una nacin integrada por diversos pueblos,algunos de los cuales tienen una profunda consciencia de s mismos.

    Ello debera haber tenido como consecuencia la necesidad de que elEstado Espaol se hubiera articulado desde el principio como un Estado com-puesto, y esta frmula poltica (de contrastada eficacia y enorme desarrollo enla ciencia constitucional reciente), habra sido la caracterstica tanto histricacomo presente de nuestra convivencia. Que no ha sido as, es de sobras conoci-do. Que viene sindolo cada vez con ms profundidad, es un hecho constatable.

    Ahora bien, cuando se pretende tratar la cuestin de cmo adecuar losDerechos histricos de las distintas nacionalidades a un rgimen poltico estatalque combine autogobierno con coordinacin, la reflexin exclusivamente hist-rica es claramente insuficiente, porque son necesarios otros criterios tcnicosque enriquezcan las soluciones.

    Es por ello que los historiadores del Derecho se hacen aqu especialmenterelevantes, por su carcter hbrido de juristas e historiadores. No obstante locual, no consideramos que sea ello suficiente, debindose sumar a la reflexin(y esta es una caracterstica de este monogrfico), especialistas de otras disci-plinas, en especial del Derecho Administrativo, Derecho Civil y DerechoConstitucional. Y ello porque las soluciones que se requieren son, en buenamedida, tcnicas; porque jurdicas habrn de ser, necesariamente, las solucionesque permitan combinar criterios financieros como el principio de unidad de caja

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    Ivs Fvgit, 15, 2007-2008, pp. 7-10ISSN: 1132-8975

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  • o el de solidaridad territorial, con las legtimas expectativas de redistribucinregional de la riqueza producida en el propio territorio; que permitan combinarla competencia legislativa del Parlamento del Estado con la de los Parlamentosregionales; que permitan cohonestar, en ltimo trmino, la soberana nacionalcon la soberana de las nacionalidades, el principio de autodeterminacin, conel orden Constitucional de la Constitucin de 1978.

    Desde esta perspectiva, el ttulo que quisimos conceder a este estudiomonogrfico fue el siguiente: Los Derechos histricos y la Espaa viable; setrataba de reflexionar desde la historia con la intencin de realizar una contribu-cin jurdico-intelectual al orden de la convivencia poltica en Espaa.

    El lector de estas pginas podr encontrar en ellas un conjunto de aporta-ciones que pretenden constituir un conjunto armnico del que haremos un brevecomentario en esta Presentacin.

    En primer lugar, quiero destacar la aportacin del doctor Miguel Herrerode Min, uno de los siete ponentes de la Constitucin de 1978 y quizs la per-sona que con ms autoridad (desde el punto de vista de la interpretacin autn-tica), puede reflexionar sobre la Disposicin Adicional Primera de nuestraCarta Magna.

    Al lado de este captulo, quisimos que el monogrfico contara con un cap-tulo introductorio al concepto de nacin espaola, que estudiase el concepto deEspaa a lo largo de su evolucin histrica; y le encargamos ese estudio al doc-tor Cuenca Toribio, Decano de los Catedrticos de Historia Contempornea enEspaa.

    Tras ello, el doctor Toms de Montagut se encarga de reflexionar acercadel significado de la Disposicin Adicional Primera para Catalua, y se acom-paa su captulo de otros que estudian el sistema de fuentes del Derecho civilcataln (captulos de los doctores Jos Luis Linares o del doctor Maurici PrezSimen), o la formacin histrica de categoras jurdicas de la trascendencia dela nacionalidad catalana, en el captulo escrito por el doctor Jordi Gnzberg.

    La reflexin sobre la cuestin de los Derechos histricos en el Pas Vascoy su articulacin jurdica se lleva a cabo por el doctor Xavier Ezeizabarrena,que realiza una reflexin, desde categoras histricas y jurdicas, del Proyectode nuevo Estatuto vasco, popularmente conocido como Plan Ibarretxe; com-pletndose esta perspectiva con el erudito captulo de la doctora Rosa Ayerbe,que analiza las Juntas Generales Vascas como instituciones bsicas de defensade los Derechos histricos en Euskadi.

    En este mismo contexto, el doctor Roldn Jimeno tratar en su captulo lacuestin de los Derechos histricos, desde la perspectiva de la conveniente arti-culacin de un rgimen autonmico nuevo para Navarra.

    El captulo que centra la cuestin al respecto de la Comunidad de Aragn,enfoca su perspectiva desde el ngulo del mantenimiento en Aragn de un

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    PRESENTACIN

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  • Derecho civil propio. El doctor Jos Luis Moreu, catedrtico de Derecho civilen la Universidad de Zaragoza, realiza un anlisis histrico que parte delApndice de 1925 al Cdigo civil, para reflexionar, desde all, sobre la cuestinterritorial en Espaa.

    El captulo dedicado a la cuestin de los Derechos histricos en Galiciasigue, en cierto grado, una metodologa similar a la perspectiva del captulo quetrata la cuestin en relacin con Aragn. El doctor Eduardo Cebreiros estudia lahistoria del Derecho foral gallego y su importancia y consideracin dentro delas doctrinas polticas del gallegismo.

    Quisiera destacar, por ltimo, la circunstancia de que no haber queridoexcluir del anlisis de este libro a los territorios tradicionalmente consideradoscastellanos. En este sentido, quisiera sealar muy especialmente, el interesant-simo trabajo de la doctora Marta Friera al respecto de los Derechos histricosen Asturias, as como el captulo de la doctora Isabel Ramos al respecto de laformacin histrica de un derecho como el de libertad personal, en el conjuntode los derechos peninsulares.

    Nuestra revista sigue manteniendo una seccin abierta, de modo que inde-pendientemente de publicarse bienalmente con un tema monogrfico, siemprecuenta con una serie de trabajos de historia del Derecho que llegan librementehasta su Redaccin. En esta ocasin publicamos cuatro trabajos sobre distintascuestiones que van desde las Ediciones de derecho consuetudinario en Francia,la edicin de libros jurdicos en Catalua, o el derecho parlamentario enAragn, hasta una reflexin sobre la Escuela Jurdica catalana realizada por eldoctor Juan B. Vallet de Goytisolo.

    No quiero terminar la presentacin de este monogrfico sin hacer referen-cia a las reformas de rgimen interno que nuestra revista ha desarrollado en losltimos aos, y que se especifican en las Normas de Edicin que se publican enlas ltimas pginas del libro (destacamos entre las novedades de orden internola solicitud de informes externos y confidenciales al respecto de los manuscri-tos que llegan a la Redaccin, la difusin en Internet de la revista, o la difusinen Internet de resmenes en castellano e ingls de los distintos trabajos). Esteconjunto de reformas ha tenido como repercusin que la calificacin de larevista Ius Fugit en el ndice Latindex del Consejo Superior de InvestigacionesCientficas, reconozca que Ius Fugit cumple 29 de los 33 criterios establecidosde excelencia. Esto confiere a nuestra revista la consideracin objetiva de seruna de las mejores de nuestro pas en materia de historia del derecho.

    Todo ello es posible gracias al inestimable apoyo editorial de la InstitucinFernando el Catlico, as como del Ministerio de Ciencia y tecnologa, que hizoposible la creacin de una dinmica de trabajo e investigacin sobre la cuestinde los Derechos histricos en Espaa mediante los Proyectos siguientes: Elderecho histrico en los pueblos de espaa: mbitos pblico y privado (siglos

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    PRESENTACIN

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  • XII-XXI), de la Universidad Pompeu i Fabra (Ref. SEJ2006-15051-C03-01);Derechos histricos: la formacion de un sistema de derecho privado en catalu-a (siglos XIII-XX), de la Universidad de Girona, (Ref. SEJ2006-15051-C03-02); y El derecho histrico en los pueblos de Espaa: mbitos pblico y priva-do (siglos XII-XIX), de la Universidad Rovira y Virgili, (Ref. SEJ2006-15051-C03-03).

    Jos Mara PREZ COLLADOSDirector de Ivs Fugit

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    PRESENTACIN

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  • PERSONALIDAD E IDENTIDAD HISTRICAS DE ESPAA.LEVES GLOSAS UN TANTO A REDROPELO

    Jos Manuel CUENCA TORIBIO

    Cuando se peraltan con exceso su proyeccin en el anlisis del ayer, lasquerellas del presente contribuyen poco o nada al entendimiento del pasado. Lahistoria espaola contempornea es rica como ninguna otra en ejemplos de loafirmado. En su transcurso fueron muy escasas las generaciones que no vierondeturpada la imagen de su pas por motivo de una dialctica doctrinal y polticaatenta casi en exclusiva a la conquista del poder. En ciertos pueblos de occiden-te y en estadios muy acotados de la propia trayectoria espaola, los debatesintelectuales sobre el prximo y el remoto pretrito se situaron en una atmsfe-ra en parte trascendente y ms elevada que la que envolviera las controversiasperiodsticas y banderizas de las distintas actualidades que conformaron la con-temporaneidad europea hasta el periodo de entreguerras. La irrupcin de lostotalitarismos tras la primera conflagracin mundial, el consolidamiento de lasociedad de masas y, finalmente, el avasallamiento de la comunicacin mediti-ca arrastraron a cientficos y pensadores a una absorbente presencia en losmedios, casi siempre nociva a su verdadera auctoritas, intelectual y tica.

    De esta forma, los hombres y las mujeres de ciencia y pensamientoencuentran hodierno de ordinario trabada su tarea por los intereses concretos ylos objetivos inmediatos de las fuerzas polticas y sociales prevalentes en lacomunidad, trados y llevados por disputas y cuestiones de corto glibo, ateni-das al ms puro y duro presentismo. La tan florecida Historia del tiempopresente un testimonio ms de la decadencia del oficio intelectual en nues-tros das as como de la pobreza ideolgica de la postmodernidad se ofrececomo un slido aval de las tendencias orientadas al cultivo responsable del

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    Ivs Fvgit, 15, 2007-2008, pp. 11-33ISSN: 1132-8975

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  • pasado inmediato, cuando, conforme decimos, no llega ni siquiera a ser un pisaller de una actividad cultural y socialmente tan acreditada como fuese la histo-riogrfica hasta la ltima postguerra mundial.

    A causa de su inmersin velis nolis ms bien, lo primero en tanarrolladora corriente, los estudiosos e investigadores del pasado reciente espa-ol encuentran muy dificultada su tarea de terciar con fruto en la omnipresentepolmica acerca de la identidad nacional. La lnea de fuerza de sta se hallamarcada desde instancias polticas y culturales que buscan en las esferas inte-lectuales patrocinadores y cmplices en la elaboracin del discurso oficial, perojams expertos de juicio fundamentado o, al menos, digno de solcita y respe-tuosa atencin. La nica versin enaltecedora de sus gentes es la de Espaacomo nacin de ciudadanos, al paso que cualquier otra definicin de su carctery personalidad resulta gravemente atentatoria contra la sensibilidad de las gene-raciones actuales, herederas directas de las que conquistaron, al precio de innu-merables sacrificios, las libertades hoy gozadas a cao abierto, con un ejercicioy una imaginacin inigualables a la fecha en la inmensa mayora de los estados.

    El franquismo se alza, pues, as como la gran y verdadera frontera de laedad contempornea espaola, al mismo tiempo que como valladar casi infran-queable para acceder al horizonte cultural e historiogrfico indispensable cara acolocar el tema de la identidad nacional en parmetros desde donde poder aus-cultarlo y diseccionarlo a travs de una ptica intelectual mnimamente acepta-ble. Pues, en efecto, si no se logra desescombrar el camino que conduce a dichameta de la masa de los elementos pasionales generados por un rgimen dictato-rial en sus inicios, autoritario luego y siempre antidemocrtico, pero con unamuy considerable adhesin social pasiva o activa, no se estar en condi-ciones de aspirar sine ira et studio a dibujar con alguna precisin la naturalezadel patriotismo hispano a lo largo de centenares de aos y la imagen de Espaaposeda y patrimonializada por numerosas generaciones. En manera algunacabe abordar la indagacin de su autntica identidad huyamos de esencias,aunque, quiz, no siempre debiera ser as desde presupuestos o postuladosa favor o en contra inclinacin actualmente hegemnica de una dictadurade la que muy pronto nos separar tan largo tramo como el que ella mismarecorriera en los anales de la nacin.

    Sin lugar a dudas y con todo el respeto a que son acreedoras las vctimasdel franquismo, el enquistamiento en las mencionadas posiciones viene a serindicio de una grave patologa en el seno de la colectividad nacional y un pesa-do obstculo para abrir paso a un anlisis de la identidad hispana a la altura delos tiempos, imprescindible, adems, para la convivencia fructfera de los espa-oles de la segunda dcada del siglo XXI. No fue, ciertamente, liviana la refe-rencia crtica y aun diabolizada de Fernando VII en los decenios centrales delOchocientos. Pero al advenir el ciclo de la Septembrina o Sexenio democrtico,

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    JOS MANUEL CUENCA TORIBIO

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  • las alusiones a Tigre Khan y su absolutismo se mostraron cada vez ms espa-ciadas, en beneficio de la construccin de un pas crecientemente democrtico yeuropeizado. Otra actitud habra seguramente hecho de l, avant la lettre, uninmenso divn en el que psicoanalizarse Y, realmente, aun con una inmensaconflictividad activa o segn las tesis castristas latente la sociedad decastas, la Inquisicin, el fundamentalismo religioso, la comunidad espaolaen los tiempos modernos estuvo presidida ms por la normalidad que por unafenomenologa acusadamente psiquitrica.

    De ah, que todo lo concerniente al captulo en otro tiempo denominadode Las dos Espaas, La cuestin nacional o del Ser histrico de Espaahabr de abordarse sin que el franquismo marque, ms all de lo debido, unantes y un despus. Espaa es un viejo pueblo, de andadura muy prolonga-da por los senderos de la historia en el que grandes fechas como 1492, 1571,1640, 1700, 1808, 1812, 1898, 1936 o 1977 son hitos o liminares, pero jamsguarismos genesacos o puntos adnicos. Las posturas voluntaristas nada sediga de las manipuladoras o mistificadoras, de curso hoy legal y preponde-rante en muchos ambientes, carecen por entero de racionalidad y acoplo con larealidad de los hechos si se pretenden aplicar al pasado y, desde ellas, dilucidarsus enigmas y edificar un discurso oficial para uso y consumo de ciertos secto-res a las veces, sin duda importantes cualitativa y cuantitativamente ene-mistados, por razones diversas, con el basado en un continuum multisecular deespecialistas y estudiosos profesionales.

    Naturalmente, las citadas actitudes voluntaristas pueden actuar sobre eldesarrollo de los acontecimientos que compondrn el prximo y ms lejanoavatar imaginable del ms antiguo de los Estados nacionales de Europa; mas noas en punto al pretrito ya escrito y, plausiblemente, el ms cercano a la rea-lidad de los hechos segn el guin de los hombres y mujeres que durantesiglos han hecho don de su existencia al estudio ahincado y absorbente de lossucesos y procesos que configuraron el marco en que se despleg la vida de loshabitantes de la Pennsula Ibrica y sus dos Archipilagos desde los tiemposms remotos.

    De esta forma, efectivamente, se intitulaban, como es bien sabido, partede muchos de los manuales y tratados de Historia de Espaa aparecidos en eldiscurrir de la centuria ochocentista y aun de los comienzos de la posterior. Conello, por supuesto, se deseaba ante todo mostrar la continuidad de una colectivi-dad nacional que tena su cuna y arranque en los yacimientos que descubran lahuella primigenia de los primeros pobladores del solar ibrico. Leyendas ymitos de la ms variada estirpe se entretejen desde los comienzos mismos deuna escritura historiogrfica vigente en muchos pasajes hasta las puertas mis-mas de la contemporaneidad cara a reconstruir el pasado ms distante. DesdeTbal hasta Hrcules y Argantonio, Espaa fue tierra de ancestros ilustres. Con

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    PERSONALIDAD E IDENTIDAD HISTRICAS DE ESPAA. LEVES GLOSAS UN TANTO A REDROPELO

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  • el andar del tiempo, incluso algunas de sus zonas de mayor singularidad geo-grfica, tnica o cultural rindieron culto a hroes y deidades propias. Es, por lodems, lgico que el solar ms occidental, el Poniente del Ecmene, en los bor-des de la misteriosa Atlntida, suscitaran en los pueblos con los que comenz elperiplo civilizador en el mbito mediterrneo las fantasas ms inembridables ydiesen lugar a narraciones legendarias.

    La persistencia de unos caracteres originarios en medio de los lances yeventos deparados por una historia en especial asendereada qued ms tardecomo la alquitara de este fondo mtico y fabulador. Aun rechazando de planocualquier relente etnicista o biologista de ndole axiolgica o aretolgica, estu-diosos del mayor relieve sostuvieron hasta los lmites mismos de nuestra pocala permanencia de unas notas diferenciadoras de la personalidad histricanacional, distintas o, cuando menos, muy singularizadas respecto de las deotros pueblos de su entorno. Tales afirmaciones provocan en sus crticos dehodierno aceradas descalificaciones sobre sus planteamientos esencialistas,desprovistos de toda exactitud y tributarios de un clima romntico muy persis-tente en los medios ilustrados de la Espaa postnoventayochista. Desde luego,los censores pecan aqu del mismo defecto imputado a las grandes figuras inte-lectuales de la etapa finisecular y posterior, al presentarse, ufanamente, comodetentadores exclusivos de patentes de calidad y cualificacin historiogrfica.Dada la potencia mental y la admirable erudicin de casi todos los autoresimpugnados Menndez Pidal, Ortega, Manuel Gmez Moreno, Madariaga,Maran, Snchez Albornoz, Garca Gmez es obligado suponer que, porintensa que fuese la presin ambiente o de lo que el mismo autor de Tiberiodenominase patriotismo del tiempo, no sucumbieran a ella hasta el extremode dar franquicia a tesis por entero acrticas o de un simplismo intelectualmentesonrojante.

    Sin excepcin, todos manifestaron sus reservas frente a argumentos idea-listas y negaron toda suerte de eviternidad y aun de eternidad en la trayectoriade los habitantes de la Pennsula y sus dos Archipilagos, trayectoria temporaly, por ende, sometida a cambios y mudanzas. El de mayor autoridad cientficaquizs entre ellos y tambin acaso el que defendiera con mayor calor ese sub-suelo ancestral, D. Ramn Menndez Pidal, no desaprovech ocasin algunapara sostener la ndole histrica y, por tanto insistiremos en lo obvio contralos razonables manes de Wingenstein, circunstancial y modificable de loscaracteres descritos por l e innumerables estudiosos como especficos delcomportamiento de los habitantes de la Pennsula y sus dos archipilagos desdela antigedad a la contemporaneidad. Si ya en su justamente clebre Prlogoal T. II de su Historia de Espaa, publicado con posterioridad como libro bajola intitulacin de Los espaoles en la Historia. Cimas y depresiones en la curvade su vida poltica, ste haba revestido en algunos de sus pasajes el tono de un

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  • verdadero Prlogo galeoto en punto al extremo indicado, en la Introduccin ala Historia General de las literaturas hispnicas, dicho enfoque resulta domi-nante. D. Ramn se mostr muy sensible a las correcciones y aporas de sutesis, aunque sin variar su ruta: El fijar las cualidades distintivas de una vastaproduccin artstica tropieza con impediente dificultad por parte de quienes nie-gan la existencia de cualquier carcter colectivo que se mantenga perdurable atravs de los tiempos () Y esos elementos psiqucos comunes, aunque depen-den siempre de actos individuales, son de elaboracin colectiva y tradicional.No podemos quedarnos satisfechos con negar la existencia de un alma colecti-va, afirmando el origen individual de toda produccin de la mente, cosa de ple-na evidencia; hay que pasar ms all, a considerar la enorme coaccin quesobre el individualismo ejercen las ideas y sentimientos de sus coetneos, y msan, de sus antepasados. El pensamiento del hombre, ms original, ms inventi-vo, debe un ochenta por ciento a esa fuerza vinculatoria externa a l, cuya for-macin colectiva y de mayoras se muestra sobre todo en el hecho observado deque frecuentemente las principales lneas directivas de una corriente dada fue-ron trazadas, no por los espritus ms eminentes, sino por los de segundo y ter-cer orden () Obedecen (los caracteres nacionales) en parte a las aptitudes pre-dominantes en la colectividad, y en parte a las circunstancias histricas, cosasambas mudables con la sucesin de los tiempos; pero no obstante debemosadmitir la continuidad de algunas modalidades psquicas muy generales queprolongan su fuerza tradicional determinando una mayora de actos semejantesa pesar de los cambios ocurridos en la composicin racial de la colectividad yen las circunstancias concurrentes () el sustrato celtibrico, junto con la colo-nizacin romana, constituyen la base tnica y tradicional inconmovible (deEspaa) () concluimos que un carcter perdurable en la literatura no suponeningn determinismo somtico, fatalmente inmutable; responde a dos causas:propensin racial, mejor dicho tnica, e imitacin cultural de los coterrneos,tanto prximos como antepasados, causas ambas que pueden en todo momentoser contrarrestadas, suspendidas o alteradas. (Pp. XV-XVI y XVIII-XIX).

    Cita, qu duda cabe, extensa e infractora de las buenas normas de las anti-guas y acogedoras propeduticas, pero impuesta a la par por la trascendenciadel asunto y la deuda impagable que sin canonizar, por supuesto, ningunaformulacin en el terreno de las disciplinas humansticas los estudiosos delos grandes lineamientos de nuestro pasado tienen y tendrn, probablemen-te contrada con el que fuese el principal teorizador del nacionalismo espaoldel siglo XX. En sus rasgos ms peraltados, la nocin de la identidad hispanadebida a su pluma contina vigente, sin que cualquier aproximacin al enreve-sado tema pueda prescindir de sus asertos con el expeditivo argumento deesencialidades trasnochadas. El que el sistema de valores, las ideas y creen-cias de los espaoles en el umbral del III Milenio hayan experimentado un giro

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  • casi copernicano con relacin a los que dieron sustancia a la obra y vida delegregio patriarca de la Filologa hispnica, abrindose el portillo a una cruzadaiconoclasta contra la mentalidad imperante en su poca y en su inabarcable pro-duccin, en nada justifica, conforme a elementales principios de rigor intelec-tual, el completo desahucio, si no escarnio, de que su planteamiento de la cons-truccin nacional espaola es objeto en el tiempo presente.

    El hilo conductor que de la protohistoria desemboca en ste puede recons-truirse, globalmente, con la visin y materiales proporcionados por la obramenendezpidaliana. En un proceso rezumante de hibridismo, pluralidad y con-traste se decantaron unas lneas de fuerza que, en el curso catico de los aconte-cimientos, conformaron en los pueblos de la Pennsula una trayectoria, como yase recordara, de singular especificidad. En la pujante savia primitiva, la romani-zacin y el cristianismo lograron instilar poderosamente los elementos cultura-les y religiosos de una civilizacin en la que el aporte poltico de los godos unaconciencia unitaria se manifest esencial para su total vertebracin.

    Los Laudes isidorianos pusieron, en efecto, de relieve el hondo sentimien-to de pertenencia identitaria de las elites visigodas, sobre todo, tras la conver-sin de Recaredo, en el 587. En una actualidad remecida insistente y, a lasveces, alhacarientamente por las disputas entre catolicismo y extensos sectoresde la sociedad civil acerca de la dimensin que el primero ha de tener en un sis-tema aconfesional, implica sin duda esfuerzo imaginar el rgimen de cristian-dad total legado por el III Concilio toledano como el ideal al que deba confor-marse la conducta de gobernantes y gobernados. Partidarios y enemigos delcurso que dicha unin imprimi al pasado nacional, se muestran contestes, sinembargo, en subrayar el vigor con que se tradujo en la andadura colectiva delos espaoles. Bienes y males se cosecharon en medida muy desigual segn laptica de los opinantes. Pero, en todo caso, fueron determinantes para modelarla historia espaola. Todos los nacionalismos contemporneos importantes elllamado hodierno espaolista as como, en mayor medida si cabe, el catalny el vasco estimaron como eje vertebrador de su existencia el carcter catli-co de su ideario. Matices y distingos slo presentes, en verdad, en ciertasversiones del primero no desdibujaron nunca dicha nota, primigenia y defini-dora. Al margen de sus creencias ntimas, todas las personalidades de la vidaintelectual espaola de la ltima centuria ms arriba sealados en su granmayora de simpatas liberales y progresistas forman un bloque grantico a lahora de sostener el peso decisivo del catolicismo en el proceso de la construc-cin nacional. A lo largo de casi cien aos, entre 1898 y circa 1970, en la etapade mayor elaboracin intelectual del fenmeno nacionalista, realizada en lassituaciones polticas ms contrastadas, ninguna escuela historiogrfica y doctri-naria de entidad neg el ascendiente superior de la religin tradicional de losespaoles en la articulacin de su dilatada convivencia.

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  • El fuerte goticismo de D. Ramn Menndez Pidal y de sus muchos dis-cpulos y seguidores en el campo de la literatura e historia hispanas no se referi-r tan slo a la indeleble huella y nostalgia que su monarqua peninsular dejasedurante la edad media en los reinos en lucha contra los musulmanes, sino tam-bin a la identidad entre comunidad poltica y religiosa surgida igualmente endicho periodo. El propsito de resuelta, insobornable voluntad restauradora dela monarqua visigoda que alent en los distintos reinos peninsulares protagoni-zadores de la Reconquista, encontr en la defensa de la fe catlica su acicatedecisivo y unificador. Cronistas eclesisticos y ulicos en muchas ocasioneslos mismos se encargaron de testimoniarlo con claridad.

    De que de aqu surgira, de su lado, por vez primera el sentimiento de unapatria espaola comn a todos los territorios enfrentados con el Islam en elsolar hispano, no puede caber duda a los lectores de un Menndez Pidal, pedi-secuo y areo eslabn en tal extremo de una larga cadena de autores. A vueltasde enconadas controversias con sus colegas historiadores del muy benemritoCentro de Estudios Histricos dirigido por D. Ramn desde su creacin en1910 hasta su extincin en 1936, D. Amrico Castro formul, segn es hartosabido, en pginas restallantes de emotividad y fuerza el nacimiento de lo espa-ol como resultado, en la bisagra entre la Alta Edad Media y la Baja, de la con-tienda y tensionada relacin de las tres religiones monotestas en el solar ibri-co. Sin precedentes considerara siempre que datar la existencia de una iden-tidad espaola antes del II Milenio equivala a una aberracin intelectual ycientfica y con prstamos e interconexiones entre judos, moros y cristia-nos muy criticados a veces por los profesionales de Clo, el autor de Espaaen su Historia mantendra con insuperable garra dialctica la aparicin del con-cepto de lo espaol propiamente dicho en las fechas acabadas de referir.

    Distanciados de una polmica que fue mucho menos estril y esencialis-ta de lo afirmado con tenacidad desde ha unos decenios por plumas intonsas oapresuradas, es lo cierto que la idea de Espaa como patria cultural y poltica delos integrantes de las coronas castellano-leonesa y catalana-aragonesa y aun, enese mismo siglo XIII, de la lusitana bien que de menor relieve quiz, seofrece muy viva en la documentacin regia y en las fuentes literarias. Desdeluego, ningn anacronismo ha de hacer acto de presencia en la glosa bajome-dieval del trmino y nocin de lo espaol, como en ocasiones ocurre por la difi-cultad en abordar la parcela ms delicuescente de un tema a su vez poco propi-cio al escalpelo del historiador y aun del de todos los estudiosos. Habra queesperar a las auras renacentistas e incluso a las del otoo medieval para queescritores e intelectuales destacados por ejemplo, el segoviano SnchezArvalo y el gerundense Pedro Margarit hablan a una y otra orilla del Ebro deuna Espaa en creciente de Imperio dieran a luz textos de ndole historiogr-fica y filosfica, en los que el concepto de identidad nacional referida a aqulla

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  • adquiera rasgos ms precisos de representacin comunitaria y simbologa de unpoder englobador de las dos coronas que, en el alba de los tiempos modernos,rematan la empresa reconquistadora.

    El encaje de las piezas de la arquitectura del primer Estado-nacin supon-dr una labor de taracea. La superioridad castellana es a la fecha abrumadora.Hombres, produccin y territorio no admiten comparacin cuantitativa con elaporte catalano-aragons en el momento en que se descubre Amrica. Perodurante mucho tiempo la nueva monarqua se proyectar exteriormente deacuerdo con los intereses y la tradicin de la corona de Aragn. El otro, elenemigo de la Espaa troquelada paciente y sagazmente por los ReyesCatlicos es, en el caso musulmn, un adversario compartido; pero el antago-nista en el continente es el francs, en pugna spera a lo largo de todo elCuatrocientos con los Trastamaras aragoneses por el dominio de Italia. La dia-lctica internacional espaola, vector bsico de un poder fuerte y expansivo,descansar as por espacio de ms de un siglo en la confrontacin con Pars porel control de la pennsula itlica; e, incluso, por ms de una razn, no serademasiado exagerado afirmar que sus ecos epigonales no dejaron de influir enla ominosa invasin napolenica de 1808

    Claro es, por supuesto, que la accin exterior de la primera potencia mun-dial en el Quinientos y buena parte de la centuria siguiente habra de jugar en undamero ms amplio y contener ms peones que los heredados de una de suscorrientes fundacionales. Pero sta siempre fue atendida con especial cuidado, y,cuando los derroteros y compromisos asumidos por el estatus imperial recadosobre la dinasta de los Austrias desembocaron en callejones sin salida o realida-des incontrolables, la nostalgia catalano-aragonesa Europa, el Mediterrneoresurgira una y otra vez. Como tambin el recuerdo de Fernando el Catlico,nimbado con todos los atributos del perfecto gobernante. Evidentemente, el granrey tuvo como escoliastas y admiradores a autores vinculados ms Gracino menos Maquiavelo con la monarqua aragonesa, sin embargo no por ellosu memoria y gratitud dejaron de sentirse con fuerza en Castilla y del lado de lossoberanos especialmente significados por su identificacin con ella, a la manerade Felipe II, el rey de las alteraciones aragonesas y la ejecucin de Lanuza,pero tambin el del ms escrupuloso y sentido respeto a los fueros de esta coronay de sus territorios italianos Sicilia, Npoles, Cerdea.

    Dinmica y juego, pues, muy complejos ante el objetivo esencial de man-tener el equilibrio arduo e inestable sobre el que se alz el edificio de la Espaaplural, construida por los Reyes Catlicos sobre los cimientos del pactismo y, alas veces, de los valores convenidos, de los acuerdos tcitos, pero jams expli-citados so peligro de crisis y astillamiento. Tanto El Solitario de El Escorialcomo el sucesor que ms se le asemejara en sensibilidad y gustos artsticos aun-que no en carcter, Felipe IV, poseyeron una viva conciencia de las responsabi-

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  • lidades de una monarqua gobernada en su realidad cuotidiana por un sistemapolisinodial muy inclinado a respetar las reglas del juego, a menudo no escri-tas. Posiblemente, La Unin de Armas del Conde-Duque fuese indispensableprecisamente para luchar con esperanza de xito contra una Francia y unPapado aprestados a expulsar de Italia a sus dueos desde un siglo atrs. Mas,con mayor certeza, cabe pensar que, en la arriesgada operacin, falt justamen-te finezza, ms pesarosa an en un romano andaluzado como el valido delpenltimo de los Austrias...

    Pese a torpezas y traspis en algunas de sus actuaciones en el Principado,la Espaa Imperial, amasada en su dimensin interna en la vivencia del legadode la historia y la fidelidad a los pactos y compromisos, gozara de hondas sim-patas en la elite catalana que contribuyera poderosamente, en el Cdiz de lasCortes, a la botadura de la Espaa liberal. Uno de sus integrantes ms afamadosen la poca y hoy ms injustamente olvidado a causa de su desencaje en el dis-curso historiogrfico prevalente en el contemporanesmo hispano desde hamedio siglo, as como por la ardida defensa hecha de su pensamiento por laescuela tradicionalista, Antoni Mara Capmany y Montpalau, sera el autor deuno de los opsculos ms difundidos e impactantes en la selva selvaggia de lafolletera antinapolenica: Centinela ante los franceses. Como se recordar, estedescendiente de una linajuda familia ampurdanesa ajustaba cuentas en sus pgi-nas as como en muchas otras de su vasta y original bibliografa con la nacinque consideraba como la principal torcedora del natural destino de los pue-blos de Iberia y su idiosincrasia ms intransferible. En igual surco, otra de lasfiguras ms descollantes de la representacin catalana en el parlamento gadita-no, el canciller de la Universidad de Cervera, D. Ramn Lzaro Dou, cant epi-niciamente en l, a propsito del diseo hipercentralista y jacobino del nuevomapa jurdico-territorial del pas, las glorias de la vieja Espaa y del antiguoPrincipado que debe no slo conservar sus privilegios y fueros actuales, sinotambin recobrar los que disfrut en el tiempo en que ocup el trono espaol laaugusta casa de Austria, puesto que los incalculables sacrificios que, en defensade la nacin espaola, est haciendo, la constituyen bien digna de recobrar susprerrogativas perdidas. Y un postrer eco por el momento? de la nos-talgia catalana del beau vieux temps de la Espaa federal y pactista de losAustrias se ha escuchado en das recientes en los briosos pronunciamientos afavor del modelo de pas defendido por el Archiduque Carlos frente al borbni-co de Felipe, El Animoso, expresados por un poltico y un intelectual gerun-dense de amplia audiencia en los medios culturales de la nacin antes de servctima de un execrable atentado terrorista: Ernest Lluch.

    Ensoaciones y nostalgias aparte, resulta comprensible que, en horas deacezante bsqueda de frmulas novedosas del reparto y distribucin de poderesen una meditica y polticamente contestada Espaa de las Autonomas, des-

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  • pierte acentuada filia la convivencia arquitrabada por los Reyes Catlicos y susinmediatos sucesores. Como escribiese, en vsperas de la primera y significativacrisis de su delicado y complejo entramado, uno de los ms grandes escritores yenvidiable conocedor de la textura ms profunda de la identidad hispana, eljesuita aragons Baltasar Gracin: La monarqua de Espaa, donde las provin-cias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinacionesopuestas, los climas encontrados, as como es menester gran capacidad paraconservar, as mucha para unir. La historia lanza sobre el presente cualquierpresente sus mensajes que no son, obviamente, de obligatoria aceptacin,pero s, y siempre, de recomendable atencin.

    Ciertamente, la buena impresin merecida por el periodo de los Austriasen los diputados de Catalua en la Asamblea doceaista vena avalada conmuchos ttulos por la Historia. Los siglos de Oro fueron, sin duda, tiemposureos, de esplendor y auge de gran nmero de las facetas de la llamada mstarde, en das de frenes palingensico, alma espaola. Espoleada por desafosy envites de inmenso calado lucha en todos los frentes de Europa: franceses,turcos y protestantes, descubrimiento americano, ereccin de una nueva socie-dad, la cultura nacional ensanch de modo asombroso su vena creativa,dando lugar a obras de cincelada perfeccin en mltiples campos del arte, laliteratura y el pensamiento. Pertrechado de conocimientos y saberes sobre aquelestadio del pasado hispano, uno de nuestros ltimos humanistas, el vallisoleta-no Julin Maras Aguilera, pudo titular uno de sus numerosos libros Cervantes,clave de Espaa. Igual podra decirse sin desgranar rosarios de nacionalis-mos ms o menos hiperblicos o repasar lecciones cansinamente aprendidas enlas buenas escuelas y colegios de ha sesenta aos de Garcilaso, Quevedo,Lope, Gngora, Velzquez y Alonso Cano, as como de un abastado plantel defiguras estelares, al modo de Mateo Alemn, Caldern, Toms de Morales,Juan de Herrera o, entre un centenar largo ms, el Greco y Murillo. Su contri-bucin a la civilizacin europea se mostrara de primer orden. Y afianz ellugar de Espaa entre las tres o cuatro culturas ms importantes censadas en elregistro de la aventura humana. Dios, desde luego, aunque otra cosa llegase apensar el hispanizado Carlos de Gante o Csar Carlos, no hablaba en castellanoni en ninguna otra lengua del solar ibrico; pero la mstica y la teologa de laEspaa de Trento y del Cntico espiritual alcanzaron elevadas cotas de la expe-riencia religiosa, al mismo tiempo que las Leyes de Indias y la Escuela deSalamanca descubran el admirable espritu de solidaridad y las cimas rebasa-das por el Derecho como disciplina intelectual y praxis y vivencia cuotidianasen un pueblo penetrado todo l por el afn de equidad y la nocin del prjimo.

    Sentido de la justicia y de la ajeneidad, por otro lado, compatible con uncomportamiento hspido iberus dur, sentenci Lucano en su asombrosa, porla edad del autor y la perfeccin, Farsalia y hasta cruel en batallas sostenidas

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  • en los cuatro puntos cardinales Trpoli, Lepanto, Mulberg, el Anahuac o losAndes. La obra, sin duda, ms lograda de su presencia en el escenario mun-dial, el descubrimiento y colonizacin americanos, lo evidenci con patencia.Empresa consumada por gentes broncas y belicosas atradas por el oro y elpoder, nunca perdi de vista ni se desnort en la asuncin del otro y absolutaaceptacin de la igualdad de los hombres. Quinientos aos ms tarde, sus lucesy sombran provocan an pasiones encontradas dentro y fuera de Espaa, pro-yectadas sobre un horizonte en el que la condicin humana dio, en grado mxi-mo, lo mejor y peor de s.

    Como en todos los liderazgos de porte internacional, el de la Espaa delos Austrias se fundament en veta creadora que no man ni discurri nica-mente por los senderos de las ideas filosficas y el quehacer de artistas y litera-tos. Desde el terreno administrativo hasta el militar, fueron muy escasas las par-celas de la trayectoria hispana en la centuria decimoquinta y primera mitad dela siguiente en que no brotaron fuentes de energa y renovacin. Hubo, induda-blemente, un modo de vida espaol reflejado en todos los planos de la sociedady exportado con gran xito a otros reinos del viejo continente, que acogierondurante largo tiempo las modas y hbitos de la Monarqua Catlica comodechados de imitacin en las artes de gobierno as como en las suntuarias y enlas de la conversacin y buenas maneras.

    Todo Imperio tiene, sin embargo, su taln o talones de Aquiles. El prin-cipal de los que se vio aquejado el del Csar Carlos y sus sucesores estrib enel despliegue y desarrollo de la economa. A la hora de la organizacin ade-cuada de la estructura material de una Monarqua extendida por todo el planetay sin haber conseguido nunca el completo dominio de los mares, se ech muyen falta el papel que hubiera jugado en ello una minora tan cualificada en losmenesteres de financiacin e inversin como la juda. Expulsados sus inte-grantes en el verano de 1492 por exigencias de una confesionalidad que, en laaurora del sistema capitalista y el renacimiento, semejaba estar desfasada conla evolucin de los principales Estados europeos, su dficit en la Hacienda yburocracia de los Austrias se agrav una centuria posterior con el extraamien-to de otra minora muy distinguida e insustituible en las labores del agro medi-terrneo y andaluz: la morisca. Ms comprensible desde el punto de vista de larazn de estado por su evidente peligro de quintacolumnismo de un poder oto-mano recrecido a comienzos del XVII, no por ello dej de afectar a una fibramuy sensible de la economa hispana a punto de despearse irreversiblementepor la decadencia de la centuria de la crisis. Una y otra expatriacin puespatria era Espaa (Sefarad) para ambos pueblos, como expresara, de su lado,el morisco de El Quijote pusieron, en definitiva, al descubierto, en elcomienzo y final de un ciclo histrico, las limitantes de la hegemona mundialde un pas carente de los recursos necesarios para mantener una extenuante

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  • lucha contra adversarios sin fin. El oro y la plata americanos hicieron, incues-tionablemente, milagros; y los tesoros de la Flota de Indias prolongaron endiversas coyunturas el titnico esfuerzo de un coloso con pies de barro, al bor-de mismo de la expiracin. La Monarqua Catlica hizo, por seguro, campo deexperimentacin y banco de prueba del capitalismo naciente y de la marchade las restantes coronas europeas con ambiciones exteriores, sirviendo deespejo y ejemplo negativos al curso de sus aspiraciones expansionistas. Sinestrategia ni equipos idneos e impotentes, por ltimo, los caudales indianospara sufragar el coste de un liderazgo cada vez ms contestado, el colapso lle-g a mediados del Seiscientos a una Espaa abandonada de todos menos de sumisonesmo. Espada e instrumento de los planes de la Providencia, sus batallashaban sido las de Dios, a quien corresponda en exclusividad todo honor ytoda gloria

    Al socaire primordialmente del xito novelstico y cinematogrfico de lasaventuras de un capitn de los Tercios de Flandes narradas por un notorioperiodista de envidiable poder descriptivo, en el despegue de la actual centuriase ha producido en el gran pblico un revival de la Espaa de los AustriasMenores, desprovisto, por desgracia, de la cobertura historiogrfica de altonivel divulgativo necesaria para afianzar sobre un firme basamento intelectualdicho reclamo, condenado quiz de otro modo a ser mera flor de un da. Por lodems, el empecinado masoquismo e hipercriticismo de la obra del publicistaen cuestin, ofreciendo en numerosas ocasiones una imagen teratolgica de losdecenios inaugurales del XVII, han echado a perder por ensima vez la oportu-nidad de una autntica socializacin del anlisis del proceso de construccinnacional en un estadio de innegable trascendencia. En efecto: pocos o muypocos trazos esenciales del conocimiento desprendido del detenido estudio dela Espaa imperial se indagan y proyectan en la, por otra parte vvida recons-truccin llevada a cabo por el referido autor, a causa sobre todo de sus acusadosprejuicios y fobias, fundamentalmente de ndole religiosa.

    Y cuenta, desde luego, que, a partir de cualquier mirador o ngulo a travsdel cual se observe la carrera de Espaa por el principal escenario de su histo-ria, los elementos de tal naturaleza son, a gran distancia, los de mayor relieve yperalte. Nada se explica y todo se aasca sin la continua alusin a su influjo yascendiente. En pos de su padre y un ancho y dilatado surco, como ya record-bamos, el verdadero arquitecto de la monarqua universal hispnica, Felipe II,as lo entendi; y conforme a ello implement, con aplauso popular laInquisicin, s, cont con el apoyo de las masas, toda la arquitectura de sugrandioso proyecto poltico. En su prosecucin, la porcin de su reino que qui-z ms sintoniz con l, su Castilla natal, qued literalmente postrada al finalde su largo reinado, pero, pese a la versin cervantina en contrario, sin desma-yar en su concurso a una empresa ya con ms pasado que porvenir.

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  • El feeling o empata entre El Rey Prudente y la inmensa mayora de sussbditos peninsulares no provino exclusivamente del factor religioso y se genertambin en otros aspectos de su actuacin pblica, en particular, en la abnegada y,en general, exitosa entrega a sus deberes gobernantes, asumidos con responsabili-dad extrema. Llama, sin duda, al efecto, la atencin el alto grado de rendimientode que dio, globalmente, muestras una mastodntica pero, siempre bien engrasadamaquinaria burocrtica, dotada, adems, de una infrecuente capacidad de respues-ta al surtidor incesante de crisis y tesituras peliagudas de toda suerte planteadas ala geografa del poder ms dilatado conocido hasta entonces por la Historia.

    Es cierto, empero, que segn nos recuerda el sabio cannigo conquense, eltoledano D. Sebastin de Cobarrubias en su impagable Tesoro de las letras cas-tellanas, que, como se dijera en la Atenas de Pericles, los coetneos hablabande los socorros de Espaa a manera de ejemplo de tardanza y lentitud enremediar catstrofes y defectos. Mas, a pesar de desaciertos y rutinas, en cadamomento vigilada y estimulada mediante su ardido ejemplo personal por elmismo soberano El Rey Papelero, del gran hispanista Pierre Vilar, laAdministracin espaola en todos sus escalones, y, muy primordialmente, enlos superiores, hizo realidad el funcionamiento de un verdadero Estado-nacin,cuyo pilar bsico, una burocracia diligente y capaz tuvo en la hispnica unrefrendo de altos quilates. Cmo explicar, si no, que, verbi gratia, apenas aca-bada con toda satisfaccin para las miras del monarca la rebelin de lasAlpujarras, tuviese lugar sin mayores dificultades la anexin de Portugal y suimperio y, casi sin solucin de continuidad, se aprestase en Lisboa la gran flotapara la jornada de Inglaterra, y fracasada sta, se llevara a cabo, segn elguin previsto, el aplastamiento de la revuelta aragonesa? Y todo ello, enmedio de mil tareas de elevado coturno, a la manera de la lucha en el frente fla-menco y la intervencin en Francia de los tercios de Alejandro Farnesio; suce-sos stos ltimos, segn bien se sabe, acontecidos en la postrera fase del reina-do filipino, cuando tal vez la maquinaria gobernante y, por descontado, un reyatenazado por la gota no eran ya los mismos de dcadas atrs.

    Nada tiene de extrao lo anormal hubiera sido lo contrario que unreinado de las caractersticas del glosado de otro lado, aqu apenas esbozadasy groseramente seleccionadas no supusiera un paso de gigante en el procesode identidad y nacionalizacin. Por el contrario s sorprende que, dadas susinclinaciones humanistas y su sentido de estado y de la simbologa que ha deacompaar la andadura de todo poder, el monarca de El Escorial no manifestinters particular por el desarrollo de una historiografa especfica de sus reinospeninsulares ni aun tampoco de los territorios americanos. Pese a lo cual, guia-do ms por su buen gusto y afeccin por las bellas artes la Historia se incluaentonces, conforme se sabe, plenamente en su mbito que por considera-ciones ms prosaicas como, por ejemplo, la legitimidad de un poder o una

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  • dinasta a la que no prestaba atencin alguna, al conocer la publicacin enlatn de la Historiae de Rebus Hispaniae del P. Mariana lo escuch en sussolicitudes y quejas, aunque su pronto trnsito impidiera la materializacin dela ayuda del soberano al jesuita toledano, empeado en una formidable batalladialctica con sus superiores a propsito de sus buidas crticas a gran parte delas casas nobiliarias ms importantes de Castilla y Aragn.

    Bien que lenta en aquistarse el favor del pblico, la fortuna sonri el mag-no esfuerzo desarrollado por una de las inteligencias ms deslumbrantes y pre-claras de una poca rica en ellas, sobre todo, tras la publicacin en castellano desu obra en la alborada del siglo XVII. Por fin los espaoles, creciente e irrefre-nablemente ms concienciados de su identidad nacional, disponan de unaHistoria digna de tal nombre, escrita originariamente en una latn de prosapiaciceroniana y vertida al romance en un castellano de glibo insuperable. Con laexcepcin de la mproba tarea realizada por otro jesuita ste cataln, el exi-liado en Italia por los decretos carlotercistas P. Masdeu, hasta las postrimer-as del Ochocientos, cuando se afianzase la popularidad de la Historia Generalde Espaa de D. Modesto Lafuente luego continuada, desde el reinado isabe-lino hasta el de su hijo, por D. Juan Valera, D. Antonio Borrego y D. AntonioMara Pirala, la obra de Mariana sera el vademcum de las generacionesletradas por espacio casi de trescientos aos, record quiz mundial en la vigen-cia cronolgica de un producto historiogrfico de sus caractersticas.

    De ah que toda exgesis o glosa analtica de la Historia del P. Marianarara vez pueda incurrir en la inutilidad. El esquema, los grandes lineamientosvertebradores y el conjunto de la interpretacin de la obra pasaron casi intactosa todo el elenco de historiadores ulteriores hasta adentrado incluso el siglo XX,sin acepcin, de ordinario, de escuelas y posiciones polticas e ideolgicas. Eldesenvolvimiento del pasado nacional como el desenvolvimiento progresivo deunos recios y nobles indgenas, idlatras de su independencia y libertad, en per-petua lucha contra invasores incesablemente renovados y expulsados; la pulsincastellanista y el trmolo religioso, planos sustanciales y ncleo duro de lavisin del escritor ignaciano de la identidad patria, pasaron casi intactos a lamayor parte de sus continuadores. Proporcion, por supuesto, amplio material ala versin menndezpelayana del proceso de construccin nacional, bien queacemada de algunas de sus hiprboles castellanistas; pero tambin nutri exabundantia a la menendezpidaliana, aunque en su caso sin raspado alguno delnfasis y las nfulas unitarias y centralistas. De modo que las definiciones yconceptuaciones ms importantes y divulgadas del nacionalismo espaol seofrecen as ampliamente tributarias y deudoras del quehacer historiogrfico deun miembro egregio de la segunda generacin de la Compaa de Jess.

    Concebida y escrita en el reinado ms admirado y representativo de loespaol para una de las dos principales corrientes del nacionalismo indicado

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  • acabadas de mencionar obvio se hace aclarar que se trata de la primera, aun-que tampoco la segunda renegase o se distanciara nada ms que muy parcial-mente de ella, es pertinente afirmar que la obra de Mariana coloc la vigamaestra al edificio identitario construido por la Monarqua filipina. Una vezcolocada, la estampa de la Espaa de El Escorial y la Inquisicin, la del ReyPrudente y El Demonio del Medioda, de Las moradas y La perfectacasada, de las Casas y Vitoria, del III duque de Alba y D. Juan de Austria, SanQuintn y Lepanto, qued por siglos como emblemtica para la caracterizacingenuina de lo hispano, pasando al imaginario colectivo como el canon de suconciencia y vivencia identitarias.

    Con tal masa crtica de logros y efectivos capital humano generado poruna empresa gigantesca, la reconquista, e introducida sin descanso en otra demayores proporciones an, la colonizacin americana; vitalidad cultural; largay contrastada experiencia gobernante de sus elites; autoestima colectiva eleva-da, pensar que el proceso de construccin nacional no se encontraba ya defi-nitivamente encauzado al trmino del reinado filipino se ofrece como acto muygratuito y arbitrario. Los derrumbaderos y fracturas del siglo de la crisis nopusieron en grave peligro la conciencia que de su ser e identidad posean adicha altura del tiempo los espaoles. La paz de Westfalia y la firmada veinteaos ms tarde con Portugal rubricaron, en puridad, el fin de una utopa; pueslo era la pretensin de mantener durante ms de cien aos, y en una Europa enla que la escisin protestante era ya una realidad incontestable, la hegemonadel proyecto de Universitas Christiana defendido por la Casa de Austria.Durante el calamitoso reinado de Carlos II los revisionismos historiogrficos(a la manera del acometido, en positivo, en nuestros das del periodo del ltimoAustria) encuentran los limitantes de una imagen alzada sobre la roca viva de lasntesis vigente en la mentalidad colectiva, el pas no se escor hacia la des-truccin de sus elementos axiales; y ninguna crisis de convivencia territorial,religiosa o social alter sus basamentos. Exponente incontrovertible de que elEstado-nacin creado por los Reyes Catlicos dos siglos antes, en un crucedecisivo de un extenso itinerario de costumbres, creencias y voluntades, esto es,de un sentimiento de arraigada pertenencia identitaria, se impona por encimade turbulencias y desfallecimientos ms o menos coyunturales.

    Utrecht acab con el desguace iniciado medio siglos antes. Aunque demodo reluctante, la nueva dinasta renunci a la cuna de la vieja, pero su irre-dentismo mediterrneo puso de manifiesto su carcter de continuadora en elplano de la personalidad e identidad nacionales. Bien que persiguiera en ello unobjetivo eminentemente familiar y dinstico, Isabel de Farnesio ahinc lasbases de su poltica italiana en la tradicin de la poltica exterior catalano-ara-gonesa, suscitando un calor y entusiasmo populares difciles de imaginar deestar al servicio de miras exclusivamente dinsticas. De otro lado, el retorno al

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  • Mare Nostrum por parte de la Monarqua Catlica encerraba tambin el gransignificado de la recuperacin de Catalunya como agente clave de su polticainternacional, y aupada de nuevo al liderazgo peninsular e insular. Ciertamente,ms que a un relevo en la direccin de los asuntos del pas, se asisti a una ver-dadera nacionalizacin de sus estructuras dirigentes, sin cotos ni comparti-mentos cerrados de ningn tipo. La implicacin autnticamente espectacular yarrolladora de las gentes del Principado en los negocios econmicos, polticos yculturales de las Indias as lo confirm, como sencilla muestra que, tras eldrama de 11 de setiembre de 1713, era la comunidad espaola en mayor ondacon los aires trados por la nueva dinasta.

    Siendo todo nuevo, semejaba, empero, que se regresaba al punto de parti-da del arranque de Espaa como gran potencia. Erigido el lema Las Indias y elcomercio como leiftmotiv del gran designio reformista de los dirigentes borb-nicos, la empresa a cuya materializacin tanto contribuyese el capital financierocatalana-aragons sera, segn se sabe, el norte de las aspiraciones de los crcu-los ms dinmicos de la sociedad catalana, en la que los Borbones encontraronlos sectores ms comprometidos con ella, conforme a sus ancestrales tradicio-nes mercantiles y empresariales. Proscritas o soterradas las polticas, las cultu-rales se mantuvieron en grado muy notable merced al esfuerzo de la Iglesiaautctona, gracias en buena parte al prestigio adquirido por su clero en el mbi-to de la monarqua borbnica, iniciando un camino que habra de conducirla enpoco tiempo a alzarse con la capitana indiscutible, en el terreno intelectual ya los ojos de la opinin pblica catlica ms ilustrada, del estamento ecle-sistico nacional durante los doscientos cincuenta aos posteriores. A esta luz,el episcopado cataln o, por mejor decir, los obispos Climent y Armanya enpuestos de cabeza, curas y monjes de la regin contribuyeron en la decisi-va parcela del Principado a mantener la visin y vivencia pluralistas en unrgimen que haba hecho del centralismo su principal palanca instrumental.

    La Amrica de las Luces fue el crisol de mayor volumen de la identidadespaola moldeada en el Setecientos. En ella y cara a ella los habitantes de laPennsula y sus dos Archipilagos uno y otro, pero sobre todo el canario, yacon peso propio y muy grande poseyeron, a travs de mil y variadas expe-riencias, un sentimiento de pertenencia patria de cochura ms cordial que admi-nistrativa, ms ntima que formal, ms vocativa que jurdica, ms impregnadopor lo general y unitario que por lo particular y especfico. Basado en l msque a la luz de empeos polticos alentados desde el poder, se comprende lacampaa unificadora acometida por la intelligentzia de la poca de fomentar atoda costa los elementos comunes. Oriundos, conforme se recordar, grannmero de sus componentes del solar catalano-aragons-valenciano AntoniMara Capmany i Montpalau, Jos Sempere y Guarinos, Cavanilles, et., etc.,resulta imposible, en la constatacin del importante fenmeno, desprenderse de

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  • la idea de que dicha cruzada unitaria fuese efecto de un anhelo nacional sofoca-do en la gran crisis finisecular y resurgido roborante a la primera oportunidadocasionada por los acontecimientos.

    Con excepcin del fundador de la dinasta en su versin hispana y msparcialmente del primognito de su segundo matrimonio, ninguno de los reyesborbnicos hasta Fernando VII y ste, menos que cualquier otro monarcaeuropeo contemporneo mostr inclinacin por el oficio de Marte. No obs-tante, fue quiz, conforme se sabe, el Ejrcito el principal instrumento fundentey cohesionador de la identidad nacional en el periodo dieciochesco. Pese a suestructura an nobiliaria, ineficaz y corrupta en no escaso nmero de campos yetapas, la cualificacin de parte de sus cuadros y su digno comportamiento en lasincesantes guerras que del principio al trmino de la centuria desiderativamentepacfica por excelencia participaron las armas espaolas concedieron a stas elpapel antedicho; sin que ello nos lleve al olvido del concurso en l de la Armada,de conformacin y eficacia en sus mandos y marinera todava ms destacadas.En alta proporcin, los integrantes de todos los niveles de la diligente burocraciaborbnica pasaron parte estimable de sus biografas en las filas de unas fuerzasarmadas que slo en muy contadas ocasiones Menorca, prdida momentneade La Habana, fracaso ante Gibraltar y Argel conocieron la derrota antes delos reveses de la guerra contra la Convencin y tuvieron clara conciencia de susexigencias al desarrollo del pas, siendo pieza mayor dentro del reformismo ilus-trado, con cuyas metas e ideales comulgaron sin sombra alguna de reserva oinhibicin. En las postrimeras precisamente del reinado de Carlos III, ElReformador, los smbolos ms socializados y popularizados de la identidadpatria, la bandera y el himno, recibieron carta de naturaleza, suscitando de inme-diato en particular, la primera un culto popular y generalizado.

    Sin duda constatar que en esta gran tarea nacionalizadora, los letrados yhombres de toga tuvieran una participacin muy sobresaliente, patentiza suautoctona y carcter hondamente ancestral. Un pueblo de guerreros y cultura yhbitos penetrados por el talante belicoso encontr en su todava ms profundoinstinto y deseo justicieros uno de sus rasgos medularmente definidores, amanera acaso de antdoto, complemento o contraste. Asimismo, el que espritustan cultivados y diamantinos como los de Forner, Jovellanos o MelndezValds, descollantes representantes de la Magistratura, figuraron como gentesdel Derecho en el pelotn de la vanguardia extra-gubernamental la estada enel cpula ministerial del segundo fue tan fugaz como frustrante, segn es ociosorecordar, resulta, entre otras, prueba concluyente de que ni el carcter ni losobjetivos del proceso reformista y, por extensin, el de la construccin nacionalse exclusivizaron o se residenciaron en el elemento castrense, sin ninguna auto-noma o privilegio por la Corona, aun en el mismo reinado de Carlos IV. Elconde Aranda, el capitn general Pedro de Abarca y Bolea, soldado per natu-

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  • ram, vocacin y oficio, tal vez fuese y as es visualizado muchas veces porparte de la historiografa especializada el arquetipo del reformismo setecen-tista. Pero su coterrneo Francisco Lucientes y Goya a quien pint como figurarepresentativa del movimiento regenerador fue a D. Gaspar Melchor deJovellanos, estimado as tambin por los miembros ms significativos de lageneracin de 1808 : Quintana, Blanco White, Toreno, Argelles Y, final-mente, Trafalgar fue interiorizada durante dcadas por el pueblo espaol nocomo una aplastante derrota militar, sino como el naufragio de un largo e ilu-sionado empeo nacional, segn notariara la pluma del Galds de losEpisodios.

    La hora navarra del siglo XVIII, conforme lo clasificara el estudiosoquiz de ms abastados saberes historiogrficos de la segunda mitad delNovecientos D. Julio Caro Baroja, el fuerte impacto de la fachada cant-brica, el espectacular despegue extremeo, el canto del cisne de Andaluca,son todos ellos indicadores asaz expresivos del xito de un Estado-nacin conestatuto imperial en vertebrar una realidad histrica y socialmente plural en unaempresa palintocrtica, que devolvi al pas a los dos o tres primeros lugares enel ranking del poder mundial y acab por modelar la identidad nacional. Uninvestigador coetneo del referido autor de Las brujas y su mundo, igualmentede conocimientos enciclopdicos en el campo de Clo y sus vecindades,Carmelo Vias Mey, escribi en el prlogo de la primera edicin de un librocapital en la evolucin de nuestra historiografa, la tesis doctoral de DomnguezOrtiz por l dirigida, que el nacimiento de Espaa fue la ms excelsa criatu-ra de los hombres y mujeres del siglo XVIII. Como l mismo estaba advertido,no era en realidad as. Un pueblo como el espaol haba hecho ya muchas, casiincontables jornadas por los caminos de la historia, fraguando al paso de losdas una identidad plural, de un enorme poder asimilador y capacidad integra-dora, a prueba, llegado el Setecientos, de envites y desgarros. Pero s estaba enlo cierto el catedrtico madrileo al considerar que la centuria borbnica habasido aquella en la que el sentimiento de pertenencia a una patria comn fue unaexperiencia vital y una idea en perfecta armona, con imbricacin hasta enton-ces acaso desconocida. Frente a los que le acusan no slo Ortega; sedicentesespecialistas lo hacen hoy da tambin de ausencia o negligente en el cumpli-miento de sus deberes, aquella centuria apacible, como la adjetivase alguiencuyo nacimiento, en verdad, se retras, D. Juan Varela, imprimi indeleblemen-te a la historia espaola un tono de normalidad, de europesmo del mejor linaje,de satisfaccin contenida que la vacun contra angustias existenciales y pesqui-sas detectivescas, a la husma de teratologas y deformaciones de corte, a lasveces, inhumano. Cuando en los tiempos por venir, una legin de espritusandariegos e inmaduros se adentrasen por laberintos de egotismo y mitomanaen bsqueda de una personalidad grandemente alterada, se daran una y otra vez

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  • de bruces con la herencia de normalizacin a tope y serena reafirmacin legadapor un siglo que tuvo como dioses mayores la concordia y el equilibrio.

    Muy probablemente, el lector que siga, de acuerdo con las pautas cronol-gicas habituales, el curso de la historia se resistir a dar su visto bueno a lastesis de ruptura mantenidas hodierno a bombo y platillo por no pocos estudio-sos de las Cortes de Cdiz y los orgenes del liberalismo. Pese al terremoto, altsunami, en lenguaje periodstico tan al uso por los autores mediticos, queimplicara la guerra de la Independencia en facetas primordiales de la existencianacional, el tejido de su ser histrico no lleg a rasgarse irrecuperablemente enninguna de sus porciones vitales. Los cambios y mudanzas de un periodo cier-tamente eversivo en algunos planos no alcanzaron la magnitud requerida parauna mutacin genesaca de la personalidad y carcter del pueblo espaol.Incursionado por una sola vez por los atractivos terrenos de la llamada historiavirtual, se dir en los presentes renglones que, de no haberse producido ni laguerra ni la Constitucin de 1812, la evolucin espaola hacia un rgimenconstitucional estaba inscrita en la naturaleza de los acontecimientos.Seguramente con rezagos y renuencia del lado de los estamentos privilegiadoscomo, por lo dems, en todos los pases de nuestro entorno, ms o menostemprano, se habra abocado a una situacin de sesgo liberal.

    Pero, al margen y con drasticidad de cualquier pirueta o juego futu-ristas, es lo cierto que la Espaa ilustrada es el prtico y la antesala obligada deledificio erigido por los hombres de Cdiz. La razn asista a los diputados pro-gresistas el lance concreto, segn se sabe, tuvo como protagonista a RamnMara de Calatrava, miembro conspicuo de la falange ms aguerrida del gru-po al afirmar que todas sus propuestas se hallaban refrendadas por el ayer remoto o prximo del pas. Los doceaistas alineados en tal corriente podantener y tuvieron audacia para dar vida a sus miras innovadoras; pero ni larelacin de fuerzas dentro y fuera de la Asamblea gaditana y aun menos en elseno de la Espaa fernandina as como tampoco el verdadero estado del pas lespermitieron imponer en el caso de que hubiese albergado tal propsito, paralo que no faltan indicios un programa genuinamente revolucionario, enradical ruptura con lo precedente. Ni Espaa, ni su identidad ni su personalidadmecieron su cuna en la hechizadora ciudad de Hrcules, imbuida de Historiacomo ninguna otra de las hispanoamericanas La Espaa de los ciudadanos,la plasmacin de una nacin de espaoles libres e iguales ante la ley, sera as,desde todo periscopio con la que se le contemple menos, claro, el de la misti-ficacin, un captulo ms, abrillantado y reconfortante, en el recorrido de unpueblo con loable voluntad de continuarlo, sin las deturpaciones y triunfalismosadnicos instalados a menudo en el palacio de los prncipes de la poltica y losmedios, auxiliados en su tarea por nutridas cohortes de antiguos servidores deClo que hacen de la menos complaciente de las Musas un producto prt por-

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  • ter. Ella ensea a todo el que se le aproxima con buena voluntad que el gozosoy vivificador patriotismo cvico usufructuado por las generaciones actuales con-tiene races muy remotas en una colectividad de aportaciones, en otro tiemposustantivas, al quehacer de la humanidad.

    Bien que desde las borrascas del presente se haga en extremo dificultosovisualizarlo, hubo un tiempo en la Espaa del ciclo histrico en el que an nosdesenvolvemos, en que los acuerdos entre fuerzas polticas de distinto signoeran posibles. Fue en los orgenes del consolidamiento del sistema constitucio-nal. Con los escombros del antiguo rgimen a la vista, es decir, a la conclusinde la primera y excruciante guerra carlista, los prohombres de las dos gran-des fuerzas del rgimen Cortina, Olzaga, San Miguel, Martnez de la Rosa,Francisco Javier Istriz, Pedro Jos Pidal, Alcal Galiano suscribieron elpacto tcito que hizo posible la institucionalizacin de un mnimo consenso noslo sobre los pilares del sistema poltico ya establecidos con cierta fragmen-tariedad, sino muy principalmente acerca del pensamiento que informara elpatriotismo y el sentimiento identitario del Nuevo Rgimen. No obstante larigidez del credo de progresistas y moderados, de sus mutuas y frecuentes ana-tematizaciones, la firma de este pacto tan real en la prctica como huidizo y fe-rico en su establecimiento jurdico, fue fcil. Las diferencias eran aquescasas, el entusiasmo tambin en este punto, capital, desde luego conta-gioso y la coyuntura, insoslayable. En una Europa progresiva e irrefrenablemen-te artillada con el nacionalismo ms agresivo, constitua cuestin de vida omuerte el abroquelarse con algn sucedneo por bajo perfil que revistiera.

    Encetada la tarea en dichas fechas, no tard en concluirse por las facilida-des del terreno y las prisas por recuperar el tiempo perdido en la agona inter-minable del Antiguo Rgimen. Catolicismo y liberalismo fundieron sus aguasde un mismo origen y naturaleza la dignidad del ser humano y la igualdad desus deberes y derechos para nutrir con exclusividad el proceso de construc-cin nacional en uno de sus tramos ms cruciales. Antes, lo haban hecho ya enlos momentos culminantes del pasado espaol: el descubrimiento y coloniza-cin de Amrica tard, y mucho, en aceptarse y asimilarse la emancipacindel Nuevo Mundo por el pueblo y los gobiernos espaoles y el alzamientocontra el despotismo napolenico, punto de partida para Europa y Espaa deuna nueva y prometedora edad. Tales eran, a la mirada de los constructores delEstado contemporneo espaol, las seas de identidad ms fuertes y caracters-ticas de su historia, a las cuales tendran que atenerse, como prenda segura debienandanza individual y colectiva, para su protagonismo en una poca queasista a la plenitud del poder hegemnico de una Europa motorizada por unnacionalismo de bases y expresin bien diferentes.

    El ideario nacionalista as concebido para consumo generalizado por partede una poblacin todava altamente analfabeta estuvo pronto presto para su

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  • socializacin. En su largo control de los resortes del poder, los moderados de ladcada 1843-54 lo inyectaron con fuerza en el sistema circulatorio de los distin-tos grados docentes, con xito quiz tan imprevisible como rotundo. Y, en suspremisas bsicas, sigui vigente hasta la crisis finisecular y, cabe decir con algu-na propiedad, hasta las fronteras mismas de nuestro tiempo. Naturalmente, stepara garcilasianamente no hacer mudanza en su cuidado modifica ycambia cualquier idea y manifestacin social. Los contornos imantadores y ace-rados de toda arista del nacionalismo isabelino, del Sexenio democrtico oh,manes castelarinos y de la primera etapa de la restauracin alfonsina se troca-ron en ms adustos y menos armnicos con la aparicin de sus competidoresperifricos. Despus del trauma del 98, el fundamentalismo religioso, orillado enla equilibrada arquitectura de los aos fundacionales, rivaliz con el castellanistapor el dominio de la versin ms actualizada del nacionalismo hispano. No seintroducan nuevos elementos en su implementacin, pero se efectuaban signifi-cativas alteraciones en su manifestacin. La religin, piedra, en definitiva, angu-lar del primitivo edificio, dejaba paso ahora, sin antinomia, al patriotismo cvico-militar como pieza clave de toda la arquitectura nacionalista. Ganivet, Costa,Giner, Lerroux y el general Primo de Rivera se hallaron, pese a sus contradiccio-nes, a gusto en l. Centralista y con un toque de modernidad y futurismo, en susaguas navegaron durante la II Repblica El Sol y El Debate. Y en la segundadictadura castrense del Novecientos, tan slo invertida la primaca de sus con-ceptos axiales, Franco y D. Ramn Menndez Pidal se reconocieron en l.

    La pulsin de extraeza que fenmeno tan singular suscita en su especta-dor acrecienta irremisiblemente el deseo de indagar sus causas. Su mestizaje, sulabilidad, ms bien, presente en todas sus manifestaciones traducen la plurali-dad e hibridismo nsitos en su ncleo ltimo. Esa maleabilidad no ha de con-fundirse, empero, con delicuescencia. Si, a tono con una tesis historiogrfica demuy amplia aceptacin hodiernamente, en la etapa contempornea el soportematerial de la ideologa nacionalista, el Estado, no cumpli con sus deberes,no fue, desde luego, por la infirmidad de aqulla. Opuestamente a la referidaopinin, una y otro se mostraron operativos en la difcil coyuntura del pasoccidental menos favorable en dicho periodo a la accin eficaz y desinhibida deambos. Dificultad que nicamente el vedetismo o el terrorismo intelectual prac-ticado por algunos sobresalientes cultivadores de las ciencias sociales puedeatribuir al desfase y mala voluntad de una Iglesia cuya evidente crisis cultural alo largo de toda esa fase cronolgica le impeda, conforme hemos glosado inextenso en otras pginas, implementar cualquier obstaculizador programa o blo-queo de un relativo alcance.

    Como se ha observado ad satietatem en el transcurso del presente estudio,el nacionalismo espaol fue siempre un producto cultural asaz complejo y ricoy, por tanto, de manejo muy delicado. Los teorizadores de su versin cannica

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  • contempornea as lo comprendieron, y su frmula result por medio siglo todoun xito. La irrupcin en la escena del cruce del XIX al XX de los pujantesmovimientos catalanista y aranista obliter la porcin esencial de la dinmicade un nacionalismo denominado ya por sus adversarios espaolista, oblign-dole a una refundicin si deseaba subsistir en una Europa en la que las tensio-nes identitarias iban a desembocar, en corto y por derecho, en la primera de sushecatombes contemporneas.

    Sin embargo, en este replanteamiento, por lo dems sin fuerza creativa niinnovadora por lo que cabra llamarlo de modo ms exacto reajuste o recoloca-cin de piezas, falt grandemente el sentido del matiz y de la apertura que dis-tinguiese el taraceado trabajo de los prceres del liberalismo inicial. Los apolo-getas del quehacer de sus sucesores en esta segunda visin del nacionalismoespaol aducen, en descargo de su talante pugnaz y agresivo, que ste vino dic-tado por la rplica al espritu fustigador e iconoclasta de sus antagonistas. Lejosestas ligeras acotaciones de cualquier posicin arbitral o de la omnisciencia delos autores de narraciones y novelas as, justamente, se intitul o clasific noha mucho uno de los libros ms documentado y, no obstante, ms discutiblesconsagrados al tema que nos ocupa: La novela de Espaa. Los intelectuales y elproblema espaol (Madrid, 1999), de Javier Varela, cabe en este punto afir-mar que, cuando menos, la finezza se ausent a las veces de la elaboracin doc-trinal del discurso prevalente en el nacionalismo espaol de la centuria anterior.La prdida de peso de su componente religioso a consecuencia de la extensindel proceso secularizador y la consiguiente superactuacin del factor laico noentra, empero, el predominio en expresin de la sociedad civil, ya que fue elEjrcito y, ms aun si cabe, la endogmica Armada el que cobr, sin parti-cular dificultad, singular fuerza y protagonismo a la hora de liderar el naciona-lismo espaolista. El ms llamativo de los efectos del fenmeno fue, sinduda, la vasta y profunda socializacin del credo nacionalista, a socaire de laintroduccin del servicio obligatorio y de la formacin elemental, pero de enor-me poder en la modulacin de la mentalidad de las masas impartida en los cuar-teles, el lugar ms universalmente conocido por la poblacin masculina de laEspaa del Novecientos.

    Mas, como acaba de recordarse, no corresponde en forma alguna a nuestraatrevida excursin por tema tan indefinido y magmtico y, por contera, acu-mulador de nubes y enigmas en su, por ahora, tramo final sostener tesis decierta consistencia ideolgica en torno a su expresin moderna. El empeo aco-metido se ha reducido a describir la anatoma de un hecho por esencia histrico,sin ambicin alguna apodctica. No obstante, si tras haber llevado a cabo muyapresurada y deformadoramente la tarea, se impusiese un mnimo enunciadoconclusivo, ste no podra ser, quiz, ms que uno.

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  • El nacionalismo hispano no pas de ser una ideologa de urgencia parasostener la convivencia social y el despliegue de la accin del Estado en todassus manifestaciones. Desaparecido el Antiguo Rgimen con su plurisecularsimbologa e instituciones y en el contexto occidental de un retorno a los orge-nes como paradjica catapulta hacia el progreso ilimitado, el sentimiento depertenencia e identidad se vehicul ahora a travs de un nacionalismo que, enpos anhelante de consensos para articular un pas eminentemente plural, incu-rri, tambin un tanto paradjicamente, en cierto reduccionismo para fomentarun patriotismo de mbito generalizador. Al diversificarse en todas las dimensio-nes la colectividad peninsular e insular, se hizo insoslayable la reformulacindel originario proyecto de construccin nacional, empresa menos favorecidapor la fortuna que su versin primitiva.

    Con todo, el nacionalismo hispano ni siquiera tal vez en su explicitacinespaolista ms atenuada, renunci al sentido del matiz y la mesura, siendosus protuberancias e hinchazones nacionalcatolicismo, integrismos varios,desaforado esprit de repartie secuelas sin verdadera entidad ni savia fecun-dante, como la historia demostrase empecinadamente.

    De ah, por consiguiente, que su corpus doctrinal pueda ser todava de uti-lidad como lgamo y estructura bsica de un patriotismo que conjugue constitu-cionalismo y derechos histricos, tradicin y vanguardia.

    ADVERTENCIA BIBLIOGRFICA

    Conocida de sus escasos lectores la propensin del autor fidelidad a laherencia positivista de sus muchos y excelentes maestros, en su versin msindulgente a un aparato bibliogrfico tan minucioso como sin duda casi siem-pre excesivo, la naturaleza de este trabajo le ha aconsejado su eliminacin.Quien desee adentrarse con mayor detenimiento en su anlisis de la temticapresente puede consultar algunos de sus estudios, primordialmente: Estudios dehistoria poltica contempornea. Madrid, 1999; Ocho claves de la Historiaespaola contempornea. Madrid, 2 ed., 2004; Nacionalismo, franquismo ynacionalcatolicismo. Madrid, 2008, as como la obra an indita La Espaa deun historiador.

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  • LOS DERECHOS HISTRICOS Y EL PRINCIPIO PACTICIO

    Miguel HERRERO DE MIN

    1. Los Derechos Histricos son un concepto poltico que, a partir de laConstitucin de 1978, cuya Disposicin Adicional primera los reconoce yampara, se ha convertido en una categora jurdica de la que han hecho usoabundante diferentes normas de rango inferior, la jurisprudencia y la doctrina,cualquiera que haya sido el signo de esta.

    Las races de dicha categora son fundamentalmente tres: la foralidad vas-ca, el principio de las nacionalidades y la elaboracin doctrinal. En efecto, laderogacin de la tradicional foralidad desde 1839 a 1878 y el replanteamientode las relaciones entre, de un lado, las entonces provincias vascas y Navarra y,de otro, la Monarqua constitucional, es el caldo de cultivo para la emergenciade un nacionalismo, independentista en su origen, parcialmente moderado des-pus, que, junto con el vasquismo no nacionalista, ya sea el fuerismo liberal yasea el carlismo, reclama lo que, a lo largo del siglo XIX y por influencia centro-europea, se vienen a denominar Derechos Histricos, una expresin recogida enla Constitucin de 1978 y doctrinalmente elaborada a partir de esta. Si el catal-nismo, pese a su origen en gran medida postfuerista, no hizo anlogo plantea-miento, sus ltimas reivindicaciones incluyen el recurso a los DerechosHistricos de Catalua1. Su origen, por lo tanto, es vasco-navarro, pero, algo en

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    1 Desde la primera correccin de Pujol ante el Parlamento de Calalua el 11 de febrero de 1987(Vd. El Estatuto de Catalunya, pacto de Estado, Barcelona 1987) hasta el Prembulo del presenteEstatuto del 2006, pasando por la declaracin del Parlamento cataln en Comisin. Desde el pun-to de vista doctrinal cf. FERRET I JACAS, Catalunya i els drets histrics, Barcelona (I.E.A.), 2001 y,en otro plano y desde un catalanismo no nacionalista es llamativo el neohistoricismo de RUIZ

    Ivs Fvgit, 15, 2007-2008, pp. 35-54ISSN: 1132-8975

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  • que despus insistir, su categorizacin puede ir ms all y en eso radica sumayor valor doctrinal y poltico.

    Lo esencial de la foralidad, cuyas mutaciones a travs de los siglos sonbien sabidas, puede concretarse en dos extremos: la afirmacin de personalida-des polticas originarias los Cuerpos de Provincia, cuya tendencia centrpeta(Irurac Bat) es ya patente desde fines del Antiguo Rgimen y una relacinpaccionada de dichas personalidades entre si y con terceros2. Ambos caracteresarticulan los denominados Derechos Histricos en el imaginario fuerista ynacionalista cuya reivindicacin da lugar a la citada Adicional Primera de laConstitucin3.

    Su interpretacin doctrinal ha seguido dos lneas diferentes4. Una primera,tendente a la descalificacin de la formula, ya de manera rotunda (GarcaPelayo), ya de forma ms matizada, reduciendo su dimensin a la puramentecivil y administrativo (Tomas y Valiente), pero en todo caso vacindola de signi-ficado normativo y de ello es buen ejemplo su pretendida desmitologizacin(Corcuera), para reducirla a un mera declaracin retrica (Alzaga). Otra, a la quecreo haber contribuido, consistente en partir del valor jurdico-normativo de laAdicional, algo cada vez ms evidente, como demuestra la evolucin de posicio-nes doctrinales, en un principio, muy adversas a los Derechos histricos (Tomasy Valiente, Corcuera). Una ltima aportacin de notable inters, la del Pfr. F.J.Laporta, aunque critica con mi visin de los derechos histricos, resulta suma-mente positiva para la valoracin de la Adicional Primera considerada comonorma facultativa. Esto es, aquella cuya no utilizacin no supone violacin de laConstitucin, pero que pone a disposicin de la voluntad poltica, si esta existe,una clusula de apertura constitucional hacia los derechos histricos, a su vez,entendidos y despus insistir sobre ello, como mbito de inmunidad5.

    A mi juicio, la Adicional Primera es, indudablemente, una norma, comoparte de una Constitucin cuyo pleno y completo carcter normativo ha sido

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    MIGUEL HERRERO DE MIN

    LACRUZ, Constituci Catalana. Lactualizaci dels drets histrics de Catalunya a la novaEspanya federal. Barcelona, 2005. Sobre la polmica en Catalua cf. los datos de SAIZ ARNAIZ,La titularidad de lo