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1 UNIVERSIDAD SANTO TOMAS VICERRECTORIA DE UNIVERSIDAD ABIERTA Y A DISTANCIA FACULTAD DE EDUCACIÓN LICENCIATURA EN FILOSOFIA Y EDUCACIÓN RELIGIOSA MODULO (PORTAFOLIO DE APRENDIZAJE) ECLESIOLOGÍA NIVEL VI ELABORADO POR: ORLANDO SOLANO PINZÓN BOGOTA, D.C. MAYO DE 2007

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UNIVERSIDAD SANTO TOMAS VICERRECTORIA DE UNIVERSIDAD ABIERTA Y A DISTANCIA

FACULTAD DE EDUCACIÓN

LICENCIATURA EN FILOSOFIA Y EDUCACIÓN RELIGIOSA

MODULO (PORTAFOLIO DE APRENDIZAJE)

ECLESIOLOGÍA NIVEL VI

ELABORADO POR:

ORLANDO SOLANO PINZÓN

BOGOTA, D.C. MAYO DE 2007

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TABLA DE CONTENIDO

DISCIPLINA: ECLESIOLOGÍA

1. ABSTRAC ...................................................................................................................................3 1.1. NUCLEO PROBLEMICO.......................................................................................................3 1.2. JUSTIFICACIÓN......................................................................................................................3 1.3. OBJETIVO GENERAL ...........................................................................................................3 1.4. CONTENIDOS TEMÁTICOS ................................................................................................4 1.5. COMPETENCIAS ....................................................................................................................4 1.6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.....................................................................................4 1.9 REFERENCIAS VIRTUALES.................................................................................................5 2. INTRODUCCIÓN .......................................................................................................................6 3. MATERIAL DIDÁCTICO ..........................................................................................................6 3.1 Texto básico ...............................................................................................................................6 3.2 Material complementario ..........................................................................................................7 4. NÚCLEO PROBLÉMICO...........................................................................................................7 5. MARCO CONCEPTUAL............................................................................................................7 5.1. ORIENTACIONES PARA EL ESTUDIO DEL TEXTO GUIA .............................................7 5.2. ABORDAJE TEORICO............................................................................................................8 6. EJERCICIO INVESTIGATIVO................................................................................................26 7. DOCUMENTOS ANEXOS.......................................................................................................27 7.2. PABLO RICHARD: LAS IGLESIAS DE AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE EN BÚSQUEDA DE ALTERNATIVAS A LOS 20 AÑOS DEL MARTIRIO DE NUESTRO PASTOR, OSCAR ARNULFO ROMERO ...................................................................................41 8. EVALUACIÓN INTEGRAL.....................................................¡Error! Marcador no definido. 8.1. INTRODUCCIÓN ...................................................................¡Error! Marcador no definido. 8.2. ESTRUCTURA EVALUATIVA...........................................¡Error! Marcador no definido. 8.3. NÚCLEO PROBLÉMICO.....................................................¡Error! Marcador no definido. 8.4. PROCEDIMIENTO EVALUATIVO .....................................¡Error! Marcador no definido. 8.5. SOCIALIZACIÓN.................................................................¡Error! Marcador no definido.

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1. ABSTRAC DEL PROGRAMA ANALITICO

Código: 106312 Créditos: 3 Nivel: VI Ciclo: Formación profesional Tipo de curso: Teórico –práctico Campo de Formación: Específico-Teológico

1.1. NUCLEO PROBLEMICO

1.2. JUSTIFICACIÓN "En un mundo pobre, la Iglesia debe optar por y estar con los pobres, simplemente para ser real; al ser pobre será rica en misericordia y testimonio a su vez de quien es su fundamento, JESUCRISTO EL SEÑOR". Jon sobrino.

Las actuales circunstancias de nuestra época exigen un detallado examen de la condición y misión de la Iglesia para que responda a las necesidades y urgencias de la mujer y el hombre de hoy. Es de conocimiento general la importancia que tuvo en la Iglesia el Concilio Vaticano II, que renovó con la fuerza del Espíritu Santo toda la realidad eclesial y encontró al Pueblo de Dios con la mente y el corazón abiertos para recibir las mociones del Espíritu. Ahora bien, el Concilio ocurrió hace cuarenta años y todavía resta aplicarlo cabalmente en su plenitud. Como respuesta a esta breve constatación, el tratado de ECLESIOLOGÍA busca abordar el tema de la identidad de la Iglesia en su ser íntimo y en su misión, teniendo como referente los datos de la escritura y la tradición viva de la Iglesia, dando continuidad a la línea marcada por el Vaticano II: origen trinitario, pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del espíritu, sacramento universal de salvación, misterio de comunión al interior y en sus estructuras históricas.

1.3. OBJETIVO GENERAL

Reconocer el ser y la misión de la Iglesia, confrontando dicha comprensión con nuestras maneras de ser y hacer Iglesia y contribuir de esta manera a su renovación en estos inicios de siglo y de milenio.

¿Cuál es la identidad de la Iglesia en su ser íntimo, en su misión y qué implicaciones surgen de dicha comprensión para la vida del creyente?

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1.4. CONTENIDOS TEMÁTICOS

EL MISTERIO DE LA IGLESIA EN LA SAGRADA ESCRITURA Y EN LA TRADICIÒN PATRÌSTICA Y TEOLÒGICA.

LA IGLESIA, OBRA DE JESÙS. EL MISTERIO DE LA IGLESIA. LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS. LA IGLESIA CUERPO DE CRISTO. LA IGLESIA DEL ESPÌRITU. LA IGLESIA, SACRAMENTO. PROPIEDADES ESENCIALES DE LA IGLESIA. IGLESIA PARA LA MISIÒN. LOS MINISTERIOS EN LA IGLESIA. IDENTIDAD Y MISIÓN DE LOS LAICOS. MARÌA, MODELO Y EJEMPLO PARA LA IGLESIA. REFLEXIÒN TEOLÒGICA SOBRE LA IGLESIA LATINOAMERICANA.

1.5. COMPETENCIAS

Comprende el proceso que dio origen a la Iglesia.

Reconoce el ser y la misión de la Iglesia.

Da razón del aporte de la eclesiología del vaticano II a la comprensión de la Iglesia.

Identifica las implicaciones de una eclesiología de comunión para el contexto

eclesial en el cual se desenvuelve.

1.6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS AA.VV. El Vaticano II, veinte años después. Ed. Cristiandad, Madrid 1985 Arbuckle, Gerald A. Refundar la Iglesia. Sal Terrae, Santander 1993 Blázquez, R. La Iglesia del Concilio Vaticano II Sígueme, Salamanca 1988. BOFF, L., Eclesiogénesis, Sal Terrae, Santander 1986. Brown, Raymond E. Las iglesias que los apóstoles nos dejaron. DDB, Bilbao 1998 CAMELOT, P.TH. y DIAS, P.V., Eclesiología. Escritura y Patrística hasta S Agustín. B.A.C. Madrid 1978. CASTILLO, J. M., La alternativa cristiana. Sígueme, Salamanca 1979 __________, La Iglesia que quiso el Concilio. PPC, Madrid 2001 Codina, V. Para comprender la Eclesiología desde América latina, Verbo Divino 1990.

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DOCUMENTOS DEL VATICANO II: Lumen Gentium y Gaudium et Spes. DOCUMENTOS DEL CELAM: Medellín, Puebla y Sto. Domingo. DRIVER, J., Imágenes de una Iglesia en misión. Hacia una eclesiología transformadora. Ediciones CLARA-SEMILLA, Santafé de Bogotá 1998. DUQUOC, C., “Creo en la Iglesia”. Sal Terrae, Santander 1999 GARCÍA EXTREMEÑO, C., Eclesiología. Comunión de vida y misión al mundo, Edibesa, Madrid 1999. GUDER, D. L., Ser testigos de Jesucristo. La misión de la Iglesia, su mensaje y sus mensajeros, Kairós, Buenos Aires 2000. Lohfink, Gerhard., ¿Necesita Dios la Iglesia? San Pablo, Madrid 1999. __________, La Iglesia que Jesús quería. DDB, Bilbao 1996. PARRA, Alberto., De la Iglesia misterio a la Iglesia de los pobres. PUJ. Facultad de Teología. Cuadernos de Teología No. 7, Bogotá 1984. PHILIPS, G., La Iglesia y su misterio en le Vaticano II. Historia, texto y comentario de la Constitución Lumen Gentium, 2 vol. EDS., Barcelona 1993. QUIROZ, A., Eclesiología de la teología de la liberación, Sígueme 1983. RATZINGER, J., La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Paulinas, Madrid 1992. SÁNCHEZ MONJE, M., Eclesiología. La Iglesia, misterio de comunión y misión, Atenas, Madrid 1994. SOBRINO, J., Resurrección de la verdadera Iglesia. Sal Térrea, Santander 1984. VELASCO, R., La Iglesia de Jesús. Proceso histórico de la conciencia eclesial, Verbo Divino 1992. Tillard, J.M.R., Iglesia de iglesias. Ed. Sígueme, Salamanca 1999.

1.9 REFERENCIAS VIRTUALES www.mercaba.org www.servicioskoinonía.org

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2. INTRODUCCIÓN

"Donde la Iglesia no engendre una fe liberadora, sino que difunda opresión, sea esta moral, política o religiosa, habrá que oponerle resistencia por amor a Cristo".

Jürgen Moltmann

El objeto de este portafolio es suplir una deficiencia en los textos que se colocan a disposición de los estudiantes para el estudio de la cultura teológica, dado que su abordaje tiende a ser parcial, quedando por fuera otras visiones o perspectivas que permiten una comprensión más holística de la realidad y del mismo conocimiento. Al hacerlo, quisiéramos hacer sentir que, en nuestro tiempo, es urgente recuperar la identidad y la misión propia de la Iglesia en el mundo. A esto respondió el concilio Vaticano II con dos documentos centrales: Lumen Gentium y Gaudium et Spes. De estos documentos se desprende que la Iglesia será fiel a sí misma si guarda la fidelidad a Cristo y la fidelidad a los hombres. Hallar en esta constatación la fuente de toda vida eclesial y las grandes orientaciones para la acción, tal es el fin que queremos conseguir que alcance quien aborde con interés y honestidad intelectual esta asignatura. La temática que se ofrece está organizada de tal manera que el estudiante pueda tener una visión de conjunto de los elementos fundamentales que comporta el ser y la misión de la Iglesia. En este caso, el texto de “Eclesiología, comunión de vida y misión para el mundo” de Claudio García Extremeño, ofrece una buena síntesis que integra los datos escriturísticos con los aportes de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. Ahora bien, dada la amplitud del tema y que en todo esfuerzo de síntesis pueden quedarse aspectos sin abordar, al interior del portafolio ofreceremos tres lecturas que ayudarán al estudiante a complementar el aporte del texto antes señalado. Dichas lecturas están referidas en su orden al tema de los laicos, los ministerios eclesiales y una reflexión teológica sobre la situación de la Iglesia Latinoamericana. Esperamos que todos los datos teóricos que ofrece esta disciplina sirvan de detonante para generar cambios en nuestra manera de ser Iglesia y de hacer real y concreta la misión de la Iglesia en los diferentes ambientes en los cuales nos encontremos.

3. MATERIAL DIDÁCTICO

3.1 Texto básico GARCÍA EXTREMEÑO, C., Eclesiología. Comunión de vida y misión al mundo, Edibesa, Madrid 1999.

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3.2 Material complementario Se recomienda al estudiante que vaya formando su biblioteca personal, tanto con los libros y portafolios que la Universidad le entrega cuando matricula cada una de las asignaturas, como con otros que debe adquirir porque son indispensables para consultar y profundizar algunas temáticas específicas. Para ésta asignatura requiere:

Biblia de Jerusalén. Concilio Vaticano II Catecismo de la Iglesia Católica Conferencias Episcopales de Medellín, Puebla, Santo Domingo.

4. NÚCLEO PROBLÉMICO

5. MARCO CONCEPTUAL "La Iglesia de hoy no es todavía lo que está llamada a ser. Es importante tenerlo en cuenta para evitar una falsa visión triunfalista." Puebla.

5.1. ORIENTACIONES PARA EL ESTUDIO DEL TEXTO GUIA El texto anexo complementario para el estudio de la asignatura “Eclesiología”, es una obra de Claudio García Extremeño, titulada “Eclesiología, comunión de vida y misión al mundo”. Dicho texto en mención ha sido seleccionado por el rigor académico y la claridad teológica con la cual aborda el tema de la Iglesia, al punto de articular una buena síntesis de los elementos que articulan el ser y la misión de la Iglesia en el mundo, a la luz de la Eclesiología del Vaticano II. El itinerario que sigue la obra parte del dato bíblico, evidenciando los diferentes modelos de Iglesia presente en los libros del Nuevo Testamento. Posteriormente dedica un espacio para abordar la eclesiología de los Padres de la Iglesia, aclarando que aunque todavía no hay un a elaboración netamente sistemática, sus escritos dejan ver

¿Cómo ser y hacer Iglesia hoy en América Latina?

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una tendencia marcadamente bíblica. A continuación hace un recuento histórico del tratado de eclesiología hasta el Vaticano I constatando que la constante en la elaboración de dichos tratados fue su carácter de controversia, su tinte apologético de defensa de la autoridad, sobre todo la del Papa, o de preámbulo de la fe, es decir, legitimación racional de la existencia y misión divina de la Iglesia como criterio auténtico e infalible del depósito de la fe. Seguidamente, dedica un espacio para profundizar en la comprensión de la Iglesia como obra de Jesús, para consolidar toda la eclesiología del Vaticano II a la cual dedicará la mayor parte de su obra. Esperamos que la lectura de esta obra, permita asimilar todo el bagaje eclesiológico presente en ella y, aclarar las inquietudes propias de una fe que busca comprender “Fides quaerens intellectum”. Además, consideramos que dicha lectura se constituye en el soporte fundamental para comprender la temática que desarrolla el presente portafolio.

5.2. ABORDAJE TEORICO “Nuestra Iglesia que en estos años sólo ha luchado por su propia conservación como si ella misma fuese su propio fin se ha vuelto incapaz de llevar a los hombres y al mundo una palabra reconciliadora y redentora. Por eso, las palabras antiguas deberían callar, y nuestro ser cristiano habrá de consistir hoy en sólo dos cosas: orar y hacer la justicia entre los hombres” (D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión pg. 182 Reflexiones desde la cárcel, para el día del bautizo de D.W.R. año 1944). A continuación desarrollaremos los temas ausentes en el texto guía, aclarando que debido al amplio volumen de escritos sobre esta disciplina, hemos hecho un esfuerzo para seleccionar los temas que por su claridad y profundidad, pueden orientar el estudio de nuestras y nuestros estudiantes, neófitos en esta materia. La Iglesia, como comunidad de creyentes, conducidos por el Espíritu a través del largo camino de la historia, ha tenido distintas imágenes de sí misma, bien plasmadas directamente en la Sagrada Escritura o en el quehacer teológico o en la enseñanza del Magisterio: misterio, institución, comunión, sacramento, servidora, pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, icono de la Trinidad, comunidad de discípulos... Es cierto que ninguno de estos modelos pretende dar una definición completa y cerrada de lo que es la Iglesia, lo cual significaría ignorar su carácter peregrinante e histórico; por ende, sólo intentan una descripción de la misma, según contextos socio-político-culturales, preferencias y tendencias particulares, poniendo el acento en una u otra de sus características. Por esta razón, y dada la amplitud de la temática a desarrollar, en esta parte del portafolio buscaremos abordar algunos temas que el texto guía no alcanza a desarrollar debidamente. Para centrar nuestra reflexión y como punto de partida señalaremos las

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características fundamentales de la comunidad de Jesús, posteriormente haremos una descripción del ser y la misión del laico y cerraremos con una conclusión. Además, se anexan dos lecturas que buscan promover una reflexión crítica constructiva frente al tema de los ministerios y los modelos de Iglesia presentes en la actualidad. Esperamos que sean de total agrado y abran horizonte en la comprensión del ser y la misión de la Iglesia.

"El fruto más inmediato del Espíritu es la formación de la comunidad cristiana, es decir, cuando el Espíritu se comunica a los creyentes, enseguida surge entre ellos el hecho comunitario." Jean Delarme. El desarrollo del presente apartado tiene como referente central el texto de Juan Mateos y Francisco Camacho, El Horizonte humano. La propuesta de Jesús. Ed. El Almendro, 7ª ed., Córdoba 2000, pp.143-161. La síntesis que se ofrece es intencionada, ya que está encaminada a ofrecer al estudiante los elementos fundamentales para comprender el ser y la misión de la Iglesia. Esperamos que este esfuerzo de síntesis promueva en los lectores el interés por la lectura total de la obra en mención. Vale aclarar que la negrilla es nuestra. Para iniciar, es claro que Jesús no es un teórico de la utopía humana. Su misión es abrir a la humanidad la posibilidad de una sociedad alternativa (“el reino de Dios”). Esta sociedad, sin embargo, no puede constituirse forzando la libertad, sino por la libre opción de los hombres y mujeres. Tampoco hay que aguardar a que se den todas las condiciones objetivas para comenzarla. Jesús espera de los suyos que formen sin dilación un grupo humano que haga patentes en el mundo las relaciones propias de la nueva sociedad. De este modo, según la intención de Jesús, su comunidad debe ser el germen de una humanidad nueva. Numerosos son los pasajes evangélicos que directa o indirectamente abordan la comunidad de Jesús; en ellos se describen las actitudes que hacen posibles las nuevas relaciones humanas, los obstáculos dentro de la comunidad, la relación de ésta con Jesús y con el Padre, y su misión en el mundo que la rodea. Sorprendentemente, no se encontrará en estos pasajes que Jesús determine la estructura de su comunidad ni que le diseñe un plan de futuro. Las principales características de la comunidad cristiana que se deducen de los evangelios son las siguientes:

LA COMUNIDAD DE JESUS

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1. Una comunidad identificada con Jesús El fundamento de la nueva comunidad humana es la adhesión a Jesús como Mesías, Hijo de Dios vivo (Mt 16,16). Todo el que da esta adhesión a Jesús constituye una piedra que entra en la edificación de la sociedad nueva o reino de Dios (Mt 16,18). Mesías es el término hebreo que designa al salvador enviado por Dios para transformar la sociedad humana. En la concepción judía, el Mesías era llamado “el Hijo de David”, porque se le concebía como un rey en la línea de David, es decir, guerrero y victorioso (Mc 10,47 par.). El reino de Dios esperado por los judíos se limitaba a Israel. A esta concepción se opone la del “Mesías Hijo de Dios”, es decir, el que no tiene por modelo a David, sino a Dios mismo, y a éste como dador de vida (“Dios vivo”). La transformación de la sociedad, por tanto, no utilizará la violencia ni se realizará desde el poder, sino que se efectuará mediante la comunicación de una vida (el Espíritu) que superará incluso la muerte. Y no estará limitada a un pueblo, sino destinada a la humanidad entera. Marcos define la adhesión a Jesús como “estar con él” (Mc 3,14), es decir, como prestar una adhesión incondicional a su persona y programa. Esto implica asumir sus valores y su estilo de vida. Es lo mismo que Juan expresa también como amor a Jesús (Jn 14,15), significando un amor de identificación. Esta adhesión o amor se expresa en la praxis y queda autentificada por ella. Así lo expresan Mateo y Lucas al poner en boca de Jesús que no basta llamarlo “Señor, Señor”, sino que hay que poner en práctica su mensaje (Mt 7,21; Lc 6,46). Juan lo expresa como “cumplir los mandamientos de Jesús” (Jn 14,15.21), es decir, responder con actos concretos de amor a las exigencias que la realidad va presentando. Ahora bien, la adhesión a Jesús no puede imponerse. Nace de modo espontáneo en el encuentro entre la inquietud y las aspiraciones del hombre y la mujer y la persona y proyecto de Jesús. Uno da la adhesión a Jesús y a su proyecto porque en Él ve colmadas sus propias aspiraciones más profundas. Encontrarse con Jesús significa descubrir la felicidad que procura la práctica de su mensaje (Mt 13,44.46: “tesoro y perla”). En este sentido, darán la adhesión a Jesús las personas inquietas, las que no se conforman con la situación en que se encuentran individualmente ni con la de la sociedad humana, los que sienten ansia de una mayor plenitud de vida. Los instalados, los seguros, que no desean el cambio, le negarán su adhesión. Los evangelios presentan a Jesús como “el Hijo del hombre” (el Hombre por antonomasia) (Mc 8,31 par.) y el Hijo de Dios (Jn 3,17). De este modo indican que en Jesús se manifiesta al mismo tiempo lo que es el hombre y lo que es Dios mismo. Con la expresión “el Hijo del hombre” se indica el origen humano de Jesús; con la expresión “el Hijo de Dios”, su origen divino. Pero, según la fuerza del término “hijo” en el estilo semítico, las expresiones indican, además de origen, el modo de comportamiento. Jesús es el paradigma del comportamiento humano y, al mismo tiempo, la expresión del comportamiento de Dios mismo. La unión de las dos denominaciones en la misma

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persona indica que la meta del desarrollo humano es la condición divina; es decir, que el hombre llega a ser plenamente hombre cuando se comporta como Dios. En consecuencia, dar la adhesión a Jesús, en quien se realiza la plenitud del hombre, es dar la adhesión a lo mejor de uno mismo, al proyecto de hombre pleno que cada uno lleva dentro, y, al mismo tiempo, es garantía de su realización. Es decir, la fidelidad a Jesús se identifica con la fidelidad a sí mismo. La adhesión a Jesús como Hijo de Dios abre al hombre el horizonte pleno de su propia realización. En este orden de ideas, el seguimiento no consiste sólo en asumir una doctrina, un proyecto, unos valores, sino en hacer propia la realidad interna de Jesús, en tener su mismo Espíritu, sus mismas actitudes. La comunidad de Espíritu con Jesús crea con Él una comunión vital que Juan formula como la conexión de los sarmientos con la vid (Jn 15,1-4). Sería absurdo pretender realizar el proyecto de Jesús sin esa comunión de Espíritu, pues significaría profesar unos valores sin identificarse al mismo tiempo con el que los encarna en su persona. La participación en el principio vital de Jesús hace posible la realización del proyecto y es garantía de su éxito (Jn 15,5: “sin mi no podéis hacer nada”). La dependencia del hombre respecto a Jesús y al Padre se funda en ser el Padre el origen y la fuente de la vida y Jesús su transmisor (Jn 1,16: “de su plenitud todos nosotros hemos recibido”); el hombre necesita estar unido a ellos para gozar de vida plena. La dependencia, sin embargo, no crea subordinación, porque la comunicación de vida tiene por efecto potenciar al hombre mismo, desarrollando su autonomía y su libertad. Como el aire, elemento indispensable para la vida, no limita la libertad del hombre, sino que la hace posible, así el aliento de vida divina es el que permite al hombre tener vida y ser libre. Por otra parte, la vida se identifica con el amor, y éste no existe más que en la relación. En consecuencia, el seguimiento no significa sumisión y obediencia, sino colaboración espontánea (Jn 15,15: “no os llamo siervos, sino amigos”), que nace de la posesión del mismo Espíritu, de la asunción de los mismos valores y de la relación de amistad con Jesús. Esto quiere decir que el seguimiento no supone ninguna disminución de la dignidad o de la libertad del hombre; al contrario, la adhesión a Jesús y la participación de su Espíritu hacen al hombre cada vez más semejante a Jesús, “el Señor”, el libre por excelencia. Ya no se trata de obedecer a Dios ni a Jesús, sino de ser como ellos. El crecimiento que produce la adhesión a Jesús desarrolla las capacidades del hombre, fomenta su creatividad y le permite ir realizando sus aspiraciones profundas (Jn 4,14). 2. Una comunidad del Espíritu Por la adhesión a Jesús, todos y cada uno de los miembros de la comunidad cristiana participan de su Espíritu (Jn 1,16). Así, el rasgo propio de la comunidad es poseer una

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vida que es la vida/amor de Dios comunicada; ésta se ofrece a los hombres en Jesús, cuya vida y muerte traducen en lenguaje humano el amor infinito de Dios. El Espíritu/vida realiza la presencia del Padre y de Jesús en el individuo y en la comunidad. Es el modo de presencia permanente que sustituye a la presencia corporal de Jesús entre los suyos (Jn 14,16-19). El mismo Jesús pone su presencia a través del Espíritu por encima de su presencia histórica; en efecto, dice a sus discípulos: “Os conviene que yo me vaya, pues si no me voy, el valedor (el Espíritu) no vendrá con vosotros. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7). De hecho, la presencia física de Jesús, con su abrumadora superioridad, podía obstaculizar el desarrollo personal de los suyos, ocasionando una dependencia infantil; será la identificación interior con él, producida por la comunidad de Espíritu, la que haga desarrollarse al cristiano (Jn 14,20: “Aquel día experimentaréis que yo estoy identificado con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros”). Jesús, más que un modelo exterior, quiere ser un impulso vital interno en la línea del amor sin límite. De este modo, el Espíritu es el factor de unidad en la comunidad cristiana. Es la unidad de vida y amor, que crea la igualdad y desemboca en la unidad de compromiso. Dentro de la ilimitada diversidad individual y de la variedad de caracteres y capacidades, hay un único compromiso de fondo: trabajar para comunicar vida a la humanidad. Es también el Espíritu el que funda e inspira la oración de la comunidad. La oración tiene dos aspectos, la unión con Dios y la petición a Dios. La unión con el Padre y con Jesús está dada con el Espíritu mismo, que es la presencia de ambos en el cristiano (Jn 14,23), y la oración cristiana fundamental consiste en tomar conciencia de esta realidad; si se expresa con palabras, se traducirá en alabanza y acción de gracias. Pero también la petición por las necesidades es efecto del Espíritu, pues no es más que una manifestación del amor universal que él infunde en el hombre. En el “Padre nuestro” (Mt 6,9-13), oración que enseñó Jesús, la unión está supuesta: es ella la que permite a los cristianos llamar “Padre” a Dios. Lo que Jesús enseña en esta oración es cómo la comunidad cristiana debe pedir, estableciendo un orden: las tres primeras peticiones se refieren a la humanidad entera; las tres últimas, a la comunidad misma. En la primera parte, los cristianos, que tienen experiencia del reinado de Dios sobre ellos, es decir, de la comunicación de Espíritu/vida que crea la relación “Padre-hijos” entre Dios y los hombres, desean lo mismo para la humanidad entera. Cada petición supone una experiencia, expresa un deseo e implica el compromiso con una actividad que contribuya a realizarlo (Mt 5,9). «Proclámese ese nombre tuyo» pide que la humanidad comprenda que Dios es Padre dador de vida (Mt 5,16), y que sólo él puede satisfacer su aspiración profunda. Llegue tu reinado pide para los hombres el don del Espíritu/vida, que presupone la opción por el amor universal, la opción por Dios y contra el dinero (Mt 5,3). Realícese en la tierra tu designio del cielo expresa el deseo de una sociedad humana nueva, justa y fraterna (Mt 5,6), que es el designio divino, el reino de Dios.

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En la segunda parte, la comunidad cristiana pide por sí misma (nuestro, nosotros), para estar a la altura de su misión en el mundo. «Nuestro pan del mañana dánoslo hoy» expresa el deseo de que la unión, amor y alegría propios del banquete («pan») prometido para el futuro («del mañana»), símbolo de la etapa final del reino de Dios, sean realidad en la comunidad presente. Perdónanos nuestras deudas, etc. expresa el deseo de que el Padre derrame continuamente su amor/perdón sobre la comunidad y sus miembros, puesto que éstos se comprometen a manifestar su amor/perdón a todo el que los ofende. No nos dejes ceder a la tentación, sino líbranos del Mal, pide que la comunidad sepa resistir las tentaciones que venció Jesús: la de buscar el propio provecho en lugar del designio de Dios, la de actuar irresponsablemente buscando la propia gloria y la de pretender dominar a los hombres con pretexto de propagar el reinado de Dios (Mt 4,1-11). Ceder a cualquiera de ellas, dejándose llevar del Mal, personificación de la ambición de poder, haría vana su misión, la sal perdería su sabor (Mt 5,13). Otro aspecto en que el Espíritu se manifiesta en la comunidad es el de los carismas. Un carisma no es simplemente un don caído del cielo, independiente de las cualidades de la persona. Siendo fruto del Espíritu/amor, que desarrolla y potencia las cualidades del hombre, el carisma supone el desarrollo de cualidades existentes en el individuo, para que éste las ponga al servicio de la humanidad o de la comunidad cristiana. Así, el carisma de apóstol desarrolla la capacidad de convocatoria de un cristiano, haciéndolo idóneo para fundar nuevas comunidades y educarlas en la fe. El carisma de profeta supone el aumento de la sensibilidad al Espíritu y a la historia y el afinamiento de la intuición, que hacen capaz de percibir el estado de una comunidad en un momento determinado, su sintonía con el Espíritu o la falta de ella, su necesidad de liberación, de ánimo, de apertura, de compromiso, las líneas de desarrollo que, conforme al Espíritu y a la disposición y dotes de los miembros de la comunidad, se deben proponer. Mediante la profecía, el Espíritu, a la luz de la novedad de la historia, relee incesantemente el mensaje de Jesús y va descubriendo sus virtualidades, en respuesta a las necesidades que van surgiendo (Jn 16, 13). Combina así el entonces del mensaje con el «ahora» de la historia como lenguaje de Dios, recomponiendo la totalidad de la interpelación divina. El evangelista es el animador potenciado por el Espíritu, cuya predicación en las comunidades levanta el espíritu de éstas y las estimula a mantener y acrecentar su adhesión al Señor. El maestro o instructor mantiene vivo en la comunidad el mensaje de Jesús. La importancia de la instrucción es decisiva, pues la fuerza del Espíritu es inseparable del cimiento del mensaje. El profeta, inspirado por el Espíritu, actualiza la enseñanza de Jesús; el instructor, ayudado por el Espíritu, recuerda y profundiza el mensaje como tal. Son carismas complementarios.

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Cualquier cualidad humana puede transformarse en carisma; así, 1 Cor 12,28s, después de los de apóstol, profeta y maestro, añade: luego hay obras extraordinarias; luego, dones de curar, asistencias, funciones directivas, hablar en lenguas. En efecto, si el Espíritu/amor une y asimila a Jesús, es claro que no solamente forma y da vida a la comunidad, sino que, del mismo modo, impulsa a la misión, que es la continuación de la obra empezada por Jesús. Es más, el amor universal que es el Espíritu lleva necesariamente a trabajar por el bien de la humanidad y a hacer penetrar en ella el modelo de hombre y de sociedad propuestos por Jesús. Por eso, en Jn 20,21s, el envío para la misión sigue inmediatamente el don del Espíritu. Este, siendo amor, impulsa al compromiso con la humanidad; siendo vida, puede comunicarla a los hombres; siendo fuerza, sostiene en las dificultades y en la persecución (Mc 13,11: “Cuando os conduzcan para entregaros, no os preocupéis por lo que vais a decir, sino aquello que se os comunique en aquella hora, decidlo, pues no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu Santo”). De hecho, en medio de la persecución, el Espíritu impide que la comunidad se acobarde o se sienta culpable por no aceptar los valores de la sociedad injusta que la juzga y la condena. El Espíritu le hace ver que, a pesar de la descalificación que sobre ella pesa, en Jesús está la vida y en el sistema la muerte (Jn 16,8-11). 3. Una comunidad de hombres libres En la época de Jesús, comer recostado era privilegio de los hombres libres; en ninguna ocasión se permitía a un esclavo o a un siervo adoptar esa postura para comer. Por eso en la cena pascual judía se comía recostado, como símbolo de la libertad obtenida para Israel con el éxodo de Egipto. Es notable que, en los evangelios, cuando Jesús aparece comiendo con sus seguidores, se indique siempre que lo hacen recostados a la mesa. Así lo señala Marcos en la comida de Jesús con sus discípulos y los numerosos recaudadores y descreídos que lo seguían (Mc 2,15 par.). Lo mismo en la última cena (Mc 14,18 par.; Jn 13,12.23) y en la descripción de la nueva sociedad futura (el banquete del Reino), que integrará a los paganos (Mt 8,11). La libertad propia de los seguidores de Jesús se debe a que en la nueva comunidad todos poseen el mismo Espíritu, que establece en cada uno la relación de hijo respecto a Dios Padre. Esta relación excluye el temor (1 Jn 4,18: “En el amor no existe temor...; quien siente temor aún no está realizado en el amor”), pues el Padre no pide la sumisión y la obediencia; lo que espera y desea (Jn 4,23) es la semejanza de sus hijos con él (Mt 5,48: “sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo”). La experiencia de Dios como Padre, no ya como Soberano, crea la libertad fundamental del cristiano, liberándolo de toda esclavitud y sumisión (Jn 8, 32.36). Esta condición se refleja en la comunidad cristiana, donde no hay unos que manden y otros que obedezcan, unos que estén por encima y otros por debajo; la relación mutua es la de amistad (3 Jn 15).

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Así lo afirma Jesús cuando le reprochan no seguir la tradición de los maestros espirituales, que imponían a sus discípulos rígidas observancias ascéticas (Mc 2,18: el ayuno). Para Jesús, el clima festivo que debe existir en su comunidad excluye la tristeza del ayuno, y el vínculo que une a los suyos con él no es el de la obediencia, sino el de la amistad (Mc 2,19 par.: “los amigos del novio/esposo”; Lc 12,4; Jn 15,15). Jesús, por tanto, no quiere que sus discípulos mantengan respecto de él una dependencia infantil, sino que los quiere hombres adultos, autónomos, responsables de su vida y de su actividad. El mensaje mismo no se proclama simplemente como mensaje de Jesús, el cristiano lo presenta al mismo tiempo como propio, porque lo ha hecho suyo (Jn 17,20). No se propone algo aprendido, sino algo vitalmente asimilado. Las opciones del cristiano no se hacen porque lo haya dicho Jesús, sino porque, iluminado por él, el hombre comprende que son la única vía para su pleno desarrollo y para crear una sociedad justa. No significan, por tanto, una carga, sino una alegría: la que nace de haber encontrado la respuesta a las aspiraciones profundas del ser humano (Mt 13,44-46). La experiencia de libertad propia de Jesús y los suyos ha de ser comunicada a los demás hombres. Por eso, en los episodios de los panes, Jesús, o los discípulos por encargo suyo, hacen que la gente se recueste en la hierba o en el suelo para comer (Mc 6,39 par.; 8,6 par.), significando con ello la libertad a la que están llamados. En el Evangelio de Juan, sólo cuando están recostados como hombres libres dejan de ser multitud (Jn 6,5), para convertirse en hombres adultos (Jn 6,10). 4. Una comunidad de iguales La igualdad fundamental de los miembros de la comunidad de Jesús la ilustra Mateo en la parábola de los jornaleros de la viña (19,30-20,16). La parábola muestra claramente que todos los llamados a trabajar por una humanidad nueva (la viña, símbolo del reino de Dios) reciben el mismo jornal, con independencia del momento de la llamada y de la fatiga de la labor. Ese jornal igual para todos es figura del Espíritu/vida que recibe cada miembro de la comunidad como fruto de su labor, de su opción y dedicación. Según la parábola, en la nueva comunidad el trabajo no ha de hacerse en vista de la recompensa, sino por voluntad de servicio, como fruto espontáneo del Espíritu/amor. No se trabaja para crear desigualdad, sino para procurar la igualdad entre los hombres, y ésta debe ser patente en la comunidad cristiana. La cantidad o calidad del trabajo o del servicio, la antigüedad, el mayor rendimiento, no han de crear situaciones de privilegio ni ser fuente de mérito, pues este servicio debe ser la respuesta desinteresada a un llamamiento gratuito. Jesús mismo establece un vínculo de igualdad con los suyos al llamarlos amigos (Mc 2,17 par.; Lc 12,4; Jn 15,15) y hermanos (Mc 3,35 par.; Mt 28,10; Jn 20,17). Por eso no consiente nada que cree desigualdad entre sus seguidores (Mt 23,8-10).

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La igualdad no se opone, sin embargo, a la organización de la comunidad, imprescindible en cuanto ésta pretenda desarrollar alguna actividad interna o externa. La organización se basa precisamente en la realidad de los carismas, es decir, en las dotes naturales o adquiridas de los miembros, potenciadas por el Espíritu y puestas al servicio del amor. El carisma de cada uno, reconocido por la comunidad, lo capacita para desempeñar determinadas funciones en el grupo y dirigir determinadas actividades. Hay que tener en cuenta que la organización es funcional, no constituye institución fija y permanente; su criterio es la necesidad o conveniencia, en función sobre todo de la misión. Y hay que tener siempre presente que, en la comunidad cristiana, las cualidades personales o la responsabilidad que se asume no otorgan superioridad. La diferencia no crea rango. 5. Una comunidad abierta a todos Las características particulares de la sociedad judía eran la compartimentación y la marginación que existían dentro de ella y su sentimiento de superioridad frente a los demás pueblos; éste la llevaba a un orgulloso distanciamiento, justificado teológicamente por su calidad de “pueblo elegido” por Dios. Las causas de la marginación tenían siempre un motivo o, al menos, un pretexto religioso. El exclusivismo nacionalista judío respecto a los demás pueblos puede parecer un problema anacrónico. Sin embargo, en la historia se crean nuevos “pueblos elegidos”. Tal es el caso, en nuestros días, de los nacionalismos que afirman una peculiaridad con visos de superioridad o que pretenden aislarse en lo propio, creando barreras a la comunicación humana. Ya a escala planetaria, es el caso del llamado “primer mundo” respecto a los pueblos pobres de la tierra. Ahora bien, contra el particularismo y exclusivismo de la sociedad judía de su tiempo, Jesús abre las puertas a todos los marginados de dentro y de fuera de ella. Se acerca a las categorías socialmente despreciadas, en particular a los descreídos, llamados “pecadores” por los observantes de la Ley. No sólo se acerca a ellos, sino que los invita a formar parte de su grupo (Mc 2,14 par.), que aparecerá compuesto por hombres procedentes del sistema religioso y por otros excluidos por éste. No afirma Jesús solamente la igualdad entre los hombres, sino también la igualdad entre los pueblos. La aceptación de los paganos y su integración en la sociedad nueva está expresada por Marcos en el episodio del paralítico (2,1-13). En él, cuatro portadores (en relación con los cuatro puntos cardinales) (2,3) representan a la humanidad que se acerca a Jesús ávida de salvación; el paralítico representa a la misma humanidad, que, por su estado de muerte/pecado (parálisis), necesita ser salvada. En contra del desprecio y la hostilidad del judaísmo por los pueblos paganos, destinados, según la teología oficial, a ser sometidos a Israel, la obra de Jesús con ellos consiste en borrar el pasado de injusticia que los paraliza impidiendo su desarrollo (2,5) y en comunicarles vida/ Espíritu (2,1 Os) que los capacite para alcanzar la plenitud humana.

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Mateo y Lucas, en los relatos que describen la curación del siervo del centurión (Mt 8,5-13; Lc 7,1-10), anuncian la salvación que ofrece el mensaje de Jesús a la humanidad sin distinción de pueblos, razas o religiones. Juan, por su parte, expresa esta oferta universal de salvación en el episodio que trata de la curación del hijo del funcionario real (Jn 4,46b-54). Lo mismo indican Mateo y Lucas al anunciar la participación en la alegría del banquete mesiánico (símbolo de la sociedad futura) de hombres procedentes de los cuatro puntos cardinales, mientras el Israel étnico, que rechaza el programa universalista de Jesús, queda excluido de él (Mt 8,10-12; Lc 13,28-30). Esto mismo afirma Jesús en la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,9 par.) y en la de los invitados al banquete (Mt 22,1-10; Lc 14,15-24). En este orden de ideas, es claro que el principio que subyace a la praxis de Jesús es que lo importante, lo decisivo, lo primario, el valor supremo para el hombre es ser persona humana. La pertenencia a una raza, a una cultura, las diferencias de lengua, de tradición, de nivel de desarrollo, son aspectos secundarios que no pueden utilizarse para crear división ni para mostrar superioridad sobre otros pueblos o naciones. El principio tiene como último fundamento el ofrecimiento universal del amor de Dios a la humanidad; todos los hombres están llamados a ser hijos de Dios sin discriminación ni diferencia alguna. Será misión de los cristianos y de las comunidades cristianas poner el valor del hombre por encima de todos los particularismos y oponerse a éstos en la medida en que rompan la unidad fundamental del género humano o creen obstáculo a ella. La carta a los Efesios formula así el plan de Dios para llevar la historia a su plenitud: “hacer la unidad del universo por medio del Mesías, de lo terrestre y de lo celeste” (Ef 1, 10); es la unidad universal, que tiene su fundamento en la unidad de los hombres (lo terrestre) con Dios (lo celeste), de la que surgirá la nueva relación humana, la del amor. El Mesías hizo posible la unificación de la humanidad aboliendo precisamente la Ley judía, que constituía el orgullo de aquel pueblo y la barrera insalvable que lo separaba del resto de la humanidad (Ef 2,14: “él es nuestra paz; él, que de los dos pueblos hizo uno y derribó la barrera divisoria, la hostilidad, aboliendo la ley de los minuciosos preceptos; así, con los dos, creó en sí mismo una humanidad nueva”). En medio de la humanidad corrompida por la injusticia, el antiguo Israel debería haber constituido una sociedad justa que diera a conocer al verdadero Dios. Su misión era centrípeta, es decir, debía presentar un modelo de sociedad que fuese foco de atracción para todos los pueblos (Mc 11,17). Esta misión fracasó históricamente; la sociedad de Israel llegó a ser tan injusta como las demás (Is 1,10-18; 5,1-7; Jr 2, 1-13; 7; Ez 34, etc.). En el Evangelio de Marcos, los seguidores de Jesús procedentes del judaísmo constituyen el Israel mesiánico (los Doce, Mc 3,13s). A este nuevo Israel le asigna Jesús una misión universal, pero esta vez centrífuga, invirtiendo así la vocación de este pueblo: en lugar de ser centro de atracción, ha de ponerse al servicio activo de la humanidad entera (Mc 3, 14s). Este hecho se ilustra en el segundo episodio de los panes (Mc 8,1-9 par.), en el que Jesús encarga a los discípulos (seguidores procedentes del judaísmo) servir el pan a una multitud pagana.

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Este universalismo de aceptación y de servicio debe ser característico de la comunidad de Jesús (Mt 28,16-20 par.). Símbolo de ella es el arbolito de mostaza que echa ramas grandes donde pueden acogerse “los pájaros del cielo”, figura de los hombres y mujeres de toda procedencia (Mc 4,30-32 par.). 6. Una comunidad solidaria La opción por la pobreza propia de quien sólo tiene a Dios por Rey (Mt 5,3), puesta por Jesús como condición indispensable para dar comienzo a la sociedad alternativa (el reino de Dios) ha de ser por lo mismo la opción constituyente de su comunidad (Mt 16,24 par.: “El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo”, es decir, que renuncie a toda ambición). De ahí la recomendación de Jesús de que los suyos no acumulen capital ni pongan su confianza en el dinero (Mt 6,19-21) y la incompatibilidad que establece entre fidelidad a Dios y culto al dinero (Mt 6,24). Sin embargo, el hombre no puede vivir sin algún apoyo y seguridad. Por eso Jesús, frente a la falsa e injusta seguridad que proporciona la acumulación de dinero, propone una seguridad alternativa, la del amor del Padre, que se manifiesta en el amor de los hermanos. En efecto, la comunidad vive de la experiencia del Espíritu, que es la fuerza de la vida/amor del Padre, y esta experiencia impulsa a cada uno a entregarse a los demás con un amor semejante. Se crea así un vínculo múltiple de amor y solidaridad entre los miembros de la comunidad, que da a ésta su unidad y a cada miembro su seguridad. Se explica así que Jesús pida a los suyos que no estén preocupados por los bienes necesarios para la vida, ya que el amor del Padre, hecho palpable en el amor de los hermanos, se los procurará; esta nueva seguridad les permite entregarse sin reservas al trabajo por la justicia (Mt 6,25-34). De la renuncia a la acumulación de dinero nace la generosidad, otro de los rasgos característicos de la comunidad de Jesús. Para él, el valor de la persona se mide precisamente por su esplendidez, mientras la tacañería la empobrece y la hace miserable (Mt 6,22s). Por eso los suyos han de demostrar su solidaridad en el compartir generoso, no sólo entre los miembros del grupo, sino igualmente con los de fuera de él. Compartiendo se enseña a compartir; tal es la lección que da Jesús en los episodios de los panes (Mc 6,34-45 par.; 8,1-9 par.). Ante el problema. del hambre de las multitudes, los discípulos se muestran insolidarios y le piden a Jesús que despida a la gente para que cada uno se las arregle como pueda (Mc 6,36). Cuando Jesús, paradójicamente, los invita a que les den ellos mismos de comer, ponen como objeción la carencia de dinero (Mc 6,37). En respuesta, Jesús coge todo el alimento que tienen y se lo va dando a los discípulos para que ellos lo sirvan a la gente (Mc 6,41; 8,6). La abundancia de las sobras (Mc 6,43; 8,8) muestra la eficacia del compartir. La enseñanza de estos episodios es que, si hubiera solidaridad, estaría resuelto el problema del hambre. Y es

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misión de la comunidad cristiana mostrar una solidaridad que impulse a los demás hombres a la generosidad. Por esta razón, en el Evangelio de Juan, tras el relato de los panes (6,1-15), Jesús reprocha a la multitud que acuda a él buscando solamente la satisfacción material, sin haber entendido el amor que él les había mostrado mediante el reparto del pan (6,26). La gente se preocupa por el alimento material, que da una vida perecedera, no por el amor, alimento que hace crecer al hombre y le da una vida sin término (6,27). Ellos desean depender de alguien que les garantice el sustento de cada día; están dispuestos a recibir, pero se niegan a amar. Para Jesús, sin embargo, la solución no está en el poder de uno (6,15), sino en el amor de todos. 7. Una comunidad de servicio Los discípulos de Jesús procedentes del judaísmo (los Doce) conservaban la mentalidad jerárquica propia del mundo judío y pretendían erigirse en superiores a los demás (Mc 9,33b-34). Jesús reacciona poniendo al descubierto esta actitud y enunciando el principio de que, en su comunidad, “ser primero”, es decir, estar más cerca de él, se obtiene únicamente por la renuncia a toda ambición de preeminencia (9, 35: “ser último de todos”) y por una actitud de servicio a todos los miembros de la comunidad (“servidor de todos”). La ambición de los Doce retoña con motivo de la subida a Jerusalén (Mc 10,32-34). Los Zebedeos piden a Jesús ocupar los primeros puestos en el reino mesiánico, que, según ellos esperaban, iba a ser inaugurado por Jesús en la capital (10,37). La ambición de los dos hermanos provoca la indignación de los otros miembros del grupo (10,41), que, en el fondo, aspiran a lo mismo. Jesús aprovecha la ocasión para echarles en cara que el ideal mesiánico profesado por ellos equivale a cualquier tiranía de las que se ejercen en la humanidad (10,42). Insiste a continuación en la actitud propia de sus seguidores: para “ser primero” hay que ponerse al servicio de todos los miembros de la comunidad (cf. Mt 23,11; Lc 22, 24-27); para “ser grande” hay que hacerse “siervo”, es decir, hay que solidarizarse con los oprimidos de la humanidad entera. Por tanto, siguiendo a Jesús, ningún cristiano ha de exigir servicio dentro de la comunidad, sino prestarlo, y además ha de estar dispuesto a trabajar sin miedo alguno por la liberación de los oprimidos (Mc 10,44s par.). El sentido del servicio a los hombres se encuentra especificado en el Evangelio de Juan en el relato del lavatorio de los pies (Jn 13,2-17). En esa escena, Jesús, “el Señor” (13, 13s), se hace servidor de sus discípulos: se ata un paño a la cintura, echa agua en un barreño y se pone a lavarles y secarles los pies (13,4s). Al situarse como servidor, da a los suyos categoría de «señores», término que, en el Evangelio de Juan, no designa al que tiene otros a su servicio (15,15), sino al hombre libre que no está sujeto a nadie. El servicio de Jesús consiste, por tanto, en dar a los hombres dignidad y libertad; llevándolos a una condición semejante a la suya. Esta, además, es la misión que él

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da a sus discípulos (13,14s). El servicio de los cristianos a la humanidad no ha de consistir, pues, en una beneficencia ejercida desde arriba, humillante para el hombre, sino, renunciando a toda clase de dominio y superioridad, en, desde abajo, ir ayudando a los hombres a alcanzar su plena dignidad, su estatura humana. Este servicio no disminuye la dignidad del que lo presta. Jesús, al realizarlo, no pierde en ningún momento su condición de “Señor” (13,13s). En la sociedad, el servicio es interesado o humillante y, por eso, rebaja al hombre; en cambio, el de Jesús y los suyos es un servicio por amor, una entrega libre de la propia vida, que desarrolla y hace crecer a la persona. Desde esta clave de interpretación que nos ofrece el estudio de la comunidad de Jesús, vamos a abordar a continuación un apartado dedicado al tema de los laicos, ya que suele abordarse muy tangencialmente en los tratados de eclesiología y hoy cobra una importancia capital debido a la necesidad de replantear nuestra manera de ser y hacer Iglesia.

El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la «noticia» nueva y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres. En este anuncio y en este testimonio los fieles laicos tienen un puesto original e irreemplazable: por medio de ellos la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y de amor. CHRISTIFIDELES LAICI. I. El origen de los Laicos

Inicialmente en la Iglesia no existe el concepto de Laico. En el Nuevo Testamento, se habla de discípulos, de cristianos, de fieles o creyentes, de elegidos, santos, etc. Se resalta así lo comunitario y la dignidad común de todos1. Esto no quita para que desde los comienzos haya discípulos que tienen funciones ministeriales importantes. Etimológicamente, laico deriva de laos o pueblo, que es el concepto que utilizan los cristianos en los primeros siglos para designar a la Iglesia (Pueblo Santo). El término pueblo, también tiene un sentido profano Judío y Romano que está muy generalizado en este entonces y que corresponde al hecho de ser miembro de clases populares,

1 El término laico no aparece nunca en el Nuevo Testamento para designar a los cristianos. A estos se les

llama los “santos”, los “discípulos” o los “hermanos”.

IDENTIDAD Y MISIÓN DE LOS LAICOS

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contrapuestas a sus dirigentes. De esta manera, el laico es el miembro del pueblo en su doble sentido de miembro de la Iglesia y no ministro (un pagano no era laico desde la perspectiva eclesial). Esta división se da igualmente en el campo de la liturgia, donde pueblo y plebe designa a los cristianos simples (no ministros), favoreciendo la idea que los laicos son hombres profanos y los sacerdotes son hombres consagrados. El término laico surgió de la necesidad de distinguir entre los que son ministros y los que son cristianos sin más especificaciones ulteriores. En la cultura Romana este término designa a: Los miembros del pueblo llano. Clases populares (plebe), contrapuestas a los dirigentes y jefes.

En la cultura Judía el término laico se emplea para designar lo profano, lo que no pertenece al ámbito de los levitas o sacerdotes. Influenciado por estas dos posturas, en el cristianismo, laico es teologalmente el cristiano sin más, y sociológicamente, el cristiano no ministro. El desarrollo posterior confirmó y afianzó la visión del laico como "illiteratus, idiota". Una de las consecuencias intraeclesiales de esta equiparación es la resistencia de la jerarquía a dejar leer la escritura a los laicos. En este caso, el término hermano que durante los dos primeros siglos se utilizaba para todos los cristianos, desde el siglo III se constata cómo el termino es utilizado como una designación de los ministros entre sí, mientras que se va haciendo cada vez más raro utilizarlo para referirse a un laico. Se conserva sólo como apelación retórica para la predicación y la simbólica funeraria. En este contexto hay que comprender la pérdida de relaciones interpersonales que eran posibles en el seno de comunidades eclesiales pequeñas, y el proceso de jerarquización social y eclesial de los ministros. Por último, el Concilio Vaticano II dentro de su reflexión eclesiológica, buscó retomar el sentido cristiano original del término laico expresándolo de la siguiente manera:”por el nombre de laicos se entiende a todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que viven en estado religioso reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, según sus posibilidades, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo”2.

II. Características del apostolado de los Laicos En la segunda mitad del siglo pasado se escribió mucho sobre la vocación de los laicos como si se tratara de un extraño descubrimiento. La gran novedad consistía en decir 2 CONCILIO VATICANO II., Constitución Dogmática Lumen Gentium, No 31.

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que los laicos también formaban parte de la Iglesia, estaban llamados a la santidad y tenían vocación apostólica, es decir, el gran descubrimiento consistía en decir que los laicos también eran Iglesia. En efecto, la misión o el apostolado de los laicos encuentra sus raíces en el seguimiento de Jesús, al cual quedan vinculados por el bautismo y la confirmación, sacramentos por medio de los cuales los cristianos se incorporan a la Iglesia, reciben el Espíritu y el desempeño de su función sacerdotal, profética y real. Sin embargo, sin ninguna preocupación reivindicacionista, hoy podemos decir no sólo que los laicos son Iglesia, sino que de alguna manera, no excluyente, los laicos son la Iglesia y llevan sobre ellos la misión eclesial, la grande y bella misión de continuar la obra de Jesús, esto es anunciar la presencia, la paternidad, la misericordia y los dones de Dios. Juan Pablo II, en Christifideles laici cita unas palabras de Pío XII que vale la pena recoger aquí: “Los fieles, y más precisamente los laicos, se encuentran en la línea más avanzada de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por tanto ellos especialmente deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra, bajo la guía del Jefe común, el Papa, y de los Obispos, en comunión con él. Ellos son la Iglesia.”3 En este sentido, los fieles laicos, por el simple hecho de ser cristianos, independientemente de si viven en el mundo de una manera o de otra, tienen la misión común de anunciar la presencia y la bondad del Dios invisible, como referencia necesaria para que el hombre se conozca a sí mismo y viva en la verdad de su humanidad. “A los laicos se les presentan innumerables ocasiones para ejercer el apostolado de la evangelización y santificación”4. Normalmente este apostolado se apoya en el testimonio de la vida de los mismos cristianos. Pero no termina en el testimonio. El verdadero apóstol busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra. Tanto a los no creyentes, para llevarlos a la fe, como a los fieles, para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más fervorosa. Al respecto, los cristianos que viven en el mundo, tienen la misión que les corresponde por serlo, y las notas específicas de su vivir en el mundo no pueden suprimir ni sobreponerse a su misión esencial y común como cristianos. Si viven en el mundo, siendo verdaderamente cristianos, es lógico que ejerzan su misión común de anunciar el Reino de Dios en el contexto en que viven y por los procedimientos que tienen a su alcance. Pero su misión sigue siendo la misión primaria y fundamental de la Iglesia: anunciar a todos los hombres el amor de Dios manifestado en Cristo y comunicado por el Espíritu Santo para la vida eterna.

3 Juan Pablo II, Christifideles laici, n.9 4 Decreto Apostolicam Actuositatem, n. 6

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Precisamente en virtud de esta participación común de todos los cristianos en la misión apostólica de la Iglesia, pueden los laicos asumir y desempeñar en el interior de la comunidad todas aquellas tareas apostólicas que no requieran un ministerio ordenado, como la educación religiosa de niños y jóvenes, el ejercicio de la catequesis, la animación espiritual de personas o grupos, la atención a los enfermos, etc. En este orden de ideas, es claro que los laicos anuncian el Reino de Dios en primer lugar viviéndolo, la vida del cristiano es una vida edificada sobre el conocimiento y la aceptación del amor de Dios como fundamento y norma suprema de la propia vida. El anuncio tienen que hacerlo en el contexto real de su vida, en su familia, entre sus amigos y vecinos, en el ejercicio de su profesión, en el ejercicio también de sus derechos y deberes ciudadanos. Al hablar del apostolado de los laicos se insiste casi exclusivamente en las notas específicas provenientes de situación secular en la que los cristianos viven su vida. En esta perspectiva se suele decir que lo específico del apostolado de los laicos consiste en la transformación del mundo según los designios de Dios. Esto es verdad, pero es una manera muy reductora de describir la vocación y la misión del fiel cristiano5. En este sentido se manifiesta el Decreto sobre el Apostolado Seglar: “Los cristianos laicos ejercen un apostolado múltiple, tanto en la Iglesia como en el mundo. En ambos órdenes se abren varios campos de actividad apostólica, de los que queremos recordar aquí los principales, son: las comunidades de la Iglesia, la familia, la juventud, el ámbito social, los órdenes nacional e internacional. Como en nuestros tiempos participan las mujeres cada vez más activamente en toda la vida social, es de sumo interés su mayor participación también en los campos del apostolado de la Iglesia”6. Ahora bien, la secularidad cristiana no es una secularidad cualquiera, ni es la secularidad original que todos los hombres poseemos por el hecho de ser criaturas terrestres y sociales. Los cristianos están en el mundo pero no son del mundo. Es más, el mundo de los cristianos, visto desde la fe y vivido en el Espíritu, no es igual que el mundo de los paganos. Es un mundo creado y presidido por Dios, no es el término de nuestras aspiraciones ni de nuestra vida, la valoración y el modo de portarse con los demás no nace espontáneamente del mundo, sino que para el cristiano nace de la Palabra y del Espíritu de Dios. En este sentido, la Iglesia entera, como arraigada en el misterio de la Encarnación del Verbo, es toda ella secular. Así lo expresa bellamente Pablo VI y lo recoge Juan Pablo

5 Sin embargo, que lo propio del laico sea el carácter secular no impide que sean llamados, y de hecho lo

son, a la cooperación y corresponsabilidad eclesial. Como no impide que los ministros ordenados ejerzan en muchos casos su misión fuera de lo meramente eclesial. ¿Cuántas diócesis hoy en día no podrían desempeñar su labor ministerial sin la colaboración de los laicos en tantas y tantas labores en el culto como lectores, acólitos, cantores, comentadores...; o en la labor evangelizadora, teológica y catequética; o en la labor social a través de la diaconía; o en la misma organización estructural de la Iglesia en los diferentes órganos de corresponsabilidad pastoral, administrativa o económica? Cf. Lumen Gentium, No 31.

6 Decreto sobre el Apostolado Seglar, Apostolicam Actuositatem, No 9.

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II en Christifideles laici: “La Iglesia tiene una dimensión secular inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus miembros”.7 Avanzando un poco más en nuestra reflexión, con frecuencia se ha insistido demasiado en las diferencias entre las diversas vocaciones cristianas, descuidando el poner por delante los elementos comunes que son los más importantes. La unidad interior de la Iglesia y la unidad de la vocación cristiana común, es más fuerte que las diferencias existentes entre las diversas vocaciones cristianas. Clérigos o laicos, consagrados o laicos, todos somos cristianos, hijos e hijas de Dios y templos del Espíritu Santo.

En esta perspectiva, hay que decir que el primer apostolado de los cristianos en el mundo consiste en presentar con su vida el esplendor de la vida humana redimida por Jesucristo, santificada por el Espíritu Santo y levantada a la condición de la filiación divina. Mostrando una vida diferente, dignificada, pacificada, santificada por el don de Dios, los cristianos son verdaderos continuadores de la obra de Jesús en el anuncio de la paternidad de Dios y la inminencia de su Reinado en el mundo. A partir de este apostolado básico del testimonio, el cristiano puede y debe ayudar expresamente a sus vecinos a conocer a Cristo, a creer en El, y por El conocer y adorar al Dios Uno y Trino. Toda la Iglesia es testimoniante, evangelizadora, signo de salvación, difusora de la fe y servidora del anuncio y del crecimiento del Reino de Dios en el mundo. En la dinámica normal de la vida cristiana entra el anuncio de Jesucristo, la comunicación de su palabra, la invitación a hacer discípulos y la transformación de la realidad.

Al respecto, es claro que la primera transformación de la realidad que los cristianos debemos procurar es la transformación de nuestra propia vida. Desde esta perspectiva podemos señalar una serie de ámbitos concéntricos y sucesivos en los cuales el cristiano transforma la realidad:

a) La primera transformación que habíamos insinuado antes es la de la propia vida, la visión del mundo, los objetivos, deseos, modelos de comportamiento, relaciones, actividades, objetivos y aspiraciones, de cada uno, de cada persona. Este es el primer fruto de la conversión personal, sin el cual toda actuación apostólica del cristiano queda comprometida y bloqueada.

b) El segundo ámbito de esta realidad transformada es la familia. Cuando las

personas se ven cristianamente a sí mismas y viven su vida en conformidad con la Palabra de Dios, las relaciones entre hombre y mujer alcanzan unas características que hacen que la sexualidad y la vida matrimonial respondan adecuadamente a la naturaleza personal del hombre y de la mujer, de los padres y de los hijos. La familia cristiana es humanidad redimida, liberación y dignificación del ser personal y de la realidad social fundamental y básica.

7 Citado por Juan Pablo II en Christifideles laici. n.15.

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c) El tercer ámbito de transformación es el de las relaciones entre familias cercanas, entre parientes, vecinos y amigos, mediante el desarrollo de las mil variaciones del amor fraterno en la convivencia de cada día. Por ejemplo, justicia, veracidad, generosidad, perdón, hospitalidad, solidaridad y tantas otras características clarificadas, fortalecidas y reclamadas por la nueva existencia en el Espíritu.

d) Un cuarto ámbito de transformación es el mundo de las actividades y las

relaciones profesionales, el mundo de la economía y del trabajo. Los cristianos pueden ejercer y de hecho ejercen todas o casi todas las profesiones legítimas, pero es evidente que no todos los modos de ejercer una misma profesión son igualmente propios de los cristianos. La responsabilidad y el ejercicio de la justicia y de la generosidad tienen que ser características del ejercicio profesional de un cristiano en cualquier profesión o actividad laboral y económica. Las amplitudes legales, los usos, las preferencias más habituales no pueden ser el criterio definitivo del comportamiento de los cristianos. Sólo actuando de manera conforme con el amor de Dios manifestado en Cristo, los cristianos laicos transforman de verdad el mundo de acuerdo con los designios de Dios y facilitan el advenimiento de su Reino.

e) En último lugar, la acción transformadora de los cristianos convertidos alcanza

los ámbitos de la vida social y pública, mediante el ejercicio de sus deberes y derechos políticos, tanto en el ejercicio del voto como en la actuación personal y asociada de aquellos cristianos que se dedican a la acción social y pública, en el campo de la información, de la opinión, o del gobierno en cualquier nivel. Aceptando la libertad y el pluralismo de nuestra sociedad, y precisamente en el ejercicio de esa misma libertad y del pluralismo real, los cristianos pueden y deben tener en cuenta los principios de la moral social cristiana para actuar en política, ya sea en el ejercicio del voto o en la actuación directamente política en los diferentes partidos y en las actividades legislativas, desde el ejercicio del gobierno o desde la oposición. La actuación de los políticos cristianos tendría que manifestar ostensiblemente que la fe cristiana y el reconocimiento del Dios salvador, es fuente de una actuación política verdaderamente justa y servicial, principio de una sociedad libre, justa, pacífica y fraternal.

“Cuando los cristianos trabajan para construir un mundo ordenado al bien del hombre participan en el ejercicio de aquel poder por el que Jesucristo resucitado atrae hacia si todas las cosas y las somete, consigo mismo, al Padre de manera que Dios sea todo en todos”8. Todo lo anterior es posible entenderlo con mayor amplitud a partir de las palabras del apóstol San Pablo, “los que viven en Cristo son una realidad nueva, lo viejo está superado, aquí está ya la nueva creación” 9.

8 Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 14. 9 Cf. II Cor 5, 17.

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Abordar el tema de la Iglesia siempre será una labor quijotesca, dada la amplitud de los contenidos que deben ser estudiados, pero es la única manera de reencontrarnos con su verdadero ser y misión al interior de la sociedad. La Iglesia no es una organización más, es un organismo vivo que debe irradiar vida de Dios a todos los seres humanos para hacerlos partícipes de la nueva vida inaugurada en los hechos y palabras de Jesús de Nazareth, como culmen del proceso de revelación de Dios. El ser y la misión de la Iglesia se identifican plenamente con la actitud propia de Dios que relatan las Sagradas Escrituras y que se expresa en la opción de Dios por el ser humano, hombre y mujer. “Este hombre es el camino de la Iglesia, camino que conduce en cierto modo al origen de todos aquellos caminos por los que debe caminar la Iglesia, porque el hombre —todo hombre sin excepción alguna— ha sido redimido por Cristo, porque con el hombre —cada hombre sin excepción alguna— se ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello, «Cristo, muerto y resucitado por todos, da siempre al hombre» —a todo hombre y a todos los hombres— «... su luz y su fuerza para que pueda responder a su máxima vocación».10” En este sentido, si el ser humano es el camino de la Iglesia, camino de su vida y experiencia cotidianas, de su misión y de su fatiga, la Iglesia de nuestro tiempo debe ser, de manera siempre nueva, consciente de la situación que viven muchos hombres y mujeres hoy. Es decir, debe ser consciente de las posibilidades y las amenazas que se presentan al hombre y a la mujer. Debe ser consciente también de todo lo que parece ser contrario al esfuerzo para que la vida humana sea cada vez más plenamente humana, para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera dignidad del ser humano, como hija e hijo de Dios.

6. EJERCICIO INVESTIGATIVO Después de la lectura atenta de las lecturas del presente portafolio desarrolle las siguientes preguntas: 1. Establezca un cuadro comparativo entre la “Comunidad de Jesús” y la manera como usted es y hace Iglesia en su contexto de situación. 2. ¿Qué retos plantea al laico ser cristiano en un contexto globalizado, neoliberal y posmoderno?

10 JUAN PABLO II., Carta encíclica Redemptor hominis.

A MANERA DE CONCLUSIÓN

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3. A partir del artículo de José María Castillo, “Los ministerios y el Clero”, emita un comentario crítico sobre los retos que la ministerialidad plantea a la Iglesia en el contexto de estos inicios de siglo y de milenio. 4. Del texto de Pablo Richard, “Las Iglesias de América Latina y el Caribe en búsqueda de alternativas. A los 20 años del martirio de nuestro pastor, Oscar Arnulfo Romero”, señale cual es el modelo de Iglesia que puede iluminar el ser y la misión de la Iglesia Latinoamericana. 5. Señale el aporte de las lecturas del portafolio a su manera de ser y hacer Iglesia.

7. DOCUMENTOS ANEXOS 7.1 JOSÉ MARÍA CASTILLO: LOS MINISTERIOS Y EL CLERO11 El punto de partida de cuanto voy a decir en este trabajo es un hecho tan conocido como doloroso para la Iglesia: en los últimos veinticinco años, han abandonado el ministerio ordenado más de 95.000 clérigos. Por otra parte, la crisis de vocaciones sacerdotales se ha hecho sentir en casi todas las diócesis y congregaciones religiosas, de tal manera que muchos seminarios y noviciados han cerrado o se han visto reducidos a su mínima expresión. De ahí que el número de sacerdotes ha descendido de manera alarmante en casi toda la Iglesia. Hasta el punto de que hoy son muchos los pueblos y parroquias que se tienen que quedar sin misa los domingos. Y hay pequeñas poblaciones, sobre todo en América Latina, en donde sólo se celebra la eucaristía dos o tres veces al año. Por otra parte, es frecuente el caso de sacerdotes que tienen que celebrar hasta cuatro o cinco misas los domingos, con el consiguiente peligro de rutina y cansancio por parte del celebrante, que no puede preparar a los fieles y dedicar a la celebración el tiempo y la atención que merece. Por otra parte, esta situación tiende a agravarse en la Iglesia. La media de edad del clero ha aumentado de manera alarmante, de forma que en muchas diócesis esa media de edad está muy por encima de los 50 años. Lo cual quiere decir que, o se da un inesperado crecimiento de vocaciones sacerdotales, o en los próximos veinte años el número de sacerdotes en la Iglesia se va a ver reducido drásticamente, creando situaciones absolutamente insoportables para los fieles. Otro capítulo en todo este asunto lo constituyen las críticas que hay contra el clero. Es verdad que muchas de esas críticas provienen del anticlericalismo, tan introyectado en no pocos ambientes de nuestra sociedad. Pero aun reconociendo eso, no cabe duda de que son muchas las personas de buena voluntad que se sienten profundamente 11 Aparición original: "Revista Latinoamericana de Teología" 33(1994)267-284, San Salvador.

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identificadas con Cristo y con el evangelio, pero no están de acuerdo en absoluto con el clero y con su manera de actuar (1). Esto supuesto, aquí se plantean cuestiones muy fundamentales: ¿es el clero de institución divina?, ¿es lo mismo hablar del clero que hablar de los ministerios en la Iglesia?, ¿se puede concebir una Iglesia con ministerios variados, pero sin clero?, ¿qué es lo aceptable y qué es lo que no se debe aceptar en la realidad del clero tal como existe en la actualidad? Más aún, ¿es realmente posible una Iglesia verdaderamente liberadora con un clero como el que existe en la actualidad? Evidentemente, al formular estas preguntas estamos planteando cuestiones muy fundamentales para la vida de la Iglesia. En definitiva, se trata de comprender qué es lo inmutable en el ministerio eclesial y qué es lo que puede -y quizá se debe- cambiar en dicho ministerio. 1. Lo inmutable en el ministerio eclesial El ministerio eclesial es esencial en la Iglesia porque es esencial en ella la apostolicidad. Y la apostolicidad exige la sucesión apostólica, que históricamente se ha dado y se da en la sucesión episcopal (2). Por eso la jerarquía pertenece a la estructura divina de la Iglesia. Lo cual quiere decir que la existencia de ministros, oficialmente establecidos en cada comunidad eclesial, es un dato que pertenece a la estructura misma de la Iglesia. Y, por tanto, que la presencia de tales ministerios, en cada comunidad eclesial, es un hecho y un elemento que no debe faltar en una comunidad de creyentes en Jesús. Por eso, cuando digo que en las comunidades cristianas tiene que haber ministerios y ministros, oficialmente establecidos, quiero decir que ese hecho es un asunto que no pertenece solamente a la organización de la Iglesia y de cada comunidad, sino que, antes que eso, se trata de un elemento esencialmente constitutivo de la estructura misma de la Iglesia. De tal manera que si una comunidad rechazase, no ya a tal ministro determinado, sino el hecho mismo del ministerio, dejaría de ser, por eso mismo, una verdadera comunidad eclesial (3). Pero lo dicho necesita una mayor concreción. Ante todo, es importante tener en cuenta que el ministerio oficial de la Iglesia se caracteriza, entre otras cosas, por los poderes que le son propios. Estos poderes, según la conocida doctrina del Concilio de Trento, son el poder de ofrecer y presidir la eucaristía y el poder de perdonar sacramentalmente los pecados (4). Como es sabido, en la actualidad hay teólogos que defienden la posibilidad de que un laico presida la eucaristía, cuando una comunidad eclesial se encuentra en la situación excepcional de no poder disponer de un ministro ordenado para dicha presidencia (5). La autoridad eclesiástica no admite esta posibilidad. Y en todo caso, es necesario tener presente la enseñanza del Concilio Vaticano II según el cual "el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordena el uno al otro, aunque cada cual participa de forma particular del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial, no sólo gradual"(6). Y el mismo Concilio entiende esta diferencia en el sentido de que el sacerdocio ministerial "efectúa el sacrificio eucarístico", mientras que los fieles, "en virtud de su sacerdocio real, asisten a la oblación de la Eucaristía"(7).

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Por lo demás, todo este lenguaje conciliar queda abierto a ulteriores precisiones, ya que utiliza la palabra "sacerdote", para referirse a los ministros de la Iglesia. Pero sabemos que este lenguaje es ajeno al Nuevo Testamento, que, como explicaré más adelante, evita cuidadosamente aplicar el término "sacerdote" a los ministros de la comunidad cristiana. Lo cual quiere decir obviamente que "lo sacerdotal", en cuanto "lo sacral" y contrapuesto a lo profano, no pertenece a lo inmutable en el ministerio eclesial. Lo inmutable, en este ministerio, es la existencia de obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles. Y la existencia también de ministros, que han recibido la imposición de manos del obispo y, en consecuencia, están capacitados para presidir la celebración eucarística y para perdonar sacramentalmente los pecados. Ahora bien, esta realidad, inmutable y simple, de lo que es el ministerio eclesial en sí, se puede llevar a la práctica y se puede vivir de muchas maneras. Concretamente, se puede vivir bajo dos formas fundamentales: o bien haciendo que el conjunto de los ministros de la Iglesia formen un cuerpo de funcionarios de la institución eclesiástica, en cuyo caso tenemos el clero; o bien permitiendo que los ministros de la Iglesia vivan en la libertad de los hijos de Dios, sin más exigencias que las que se derivan directamente de su servicio (ministerio) a la comunidad, bajo la presidencia y dirección, desde la fe, del obispo respectivo. En este caso, no tendríamos un clero, sino simplemente los ministerios que necesita la comunidad. En principio, esta distinción nos puede resultar extraña, quizá sorprendente, incluso imposible. Tan acostumbrados estamos a identificar clero con ministerios, que la separación de ambas cosas nos parece imposible. Sin embargo, baste recordar que, en los escritos del Nuevo Testamento, se habla ampliamente de ministerios, pero no se menciona para nada el clero. Y no es cuestión de palabras, como enseguida vamos a ver. Obviamente, el planteamiento, que acabo de enunciar, lleva consigo la desaparición de la distinción entre ministerios clericales y ministerios laicales. Todos los ministerios deben ser laicales, es decir ministerios del laos, del pueblo de Dios. Puesto que el clero, en el sentido que voy a explicar y con las precisiones que voy a hacer, debe desaparecer. Pero insisto -perdónese la redundancia- en que no se trata de poner en cuestión la estructura jerárquica de la Iglesia. Ni tampoco de negar la necesidad de ministros que, mediante la imposición de manos del obispo, quedan capacitados para consagrar la eucaristía y para perdonar sacramentalmente los pecados. No se trata, por tanto, de rechazar la distinción essentia et non gradu entre los ministros que han recibido la imposición de manos y los que participan del sacerdocio común de los fieles. De lo que se trata es de volver a la inspiración original del Nuevo Testamento. Para así descubrir la verdadera autenticidad del ministerio eclesial. Y encontrar también un camino de solución al gravísimo problema, que se le ha planteado a la Iglesia con la crisis que vive el clero.

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2. De los ministerios al clero Como es bien sabido, el Nuevo Testamento no habla de "sacerdotes" como dirigentes de las comunidades eclesiales, ni se refiere para nada al "orden" o a los "ordenados" en la Iglesia, ni alude en absoluto al celibato eclesiástico, ni indica cómo tienen que ser designados y preparados los ministros de la comunidad, y menos aún trata el tema de cómo tienen que ser las relaciones económicas entre el obispo y los presbíteros. Esta situación se mantiene así durante todo el siglo segundo. Por supuesto, yo sé muy bien que no podemos pedirle al Nuevo Testamento lo que éste no puede dar. Y sobre todo, estoy perfectamente persuadido de que la vida de la Iglesia no se rige por la sola letra de la Biblia, ya que la tradición y el desarrollo dogmático son un enriquecimiento para aquélla. Todo esto es claro y no admite discusión. Pero lo que aquí hay que preguntarse es si la evolución que se produce, desde los ministerios del Nuevo Testamento al clero que surge siglos más tarde es una evolución coherente con lo que fue la inspiración original del cristianismo o es, más bien, un proceso de degeneración de lo que fue aquella originalidad de la primera hora. El análisis, que voy a hacer a continuación, nos ofrecerá los elementos de juicio necesarios para poder responder a esta cuestión, que es la cuestión central en todo este asunto. He dicho que el clero es el resultado de la evolución del ministerio. Esta evolución fue lenta y tardó más de setecientos años en cuajar plenamente. Pero hoy estamos en condiciones de describir los elementos que intervinieron en esta evolución y que dieron como resultado esta institución concreta que es el clero. Los pasos que se dieron en esta evolución fueron los siguientes. 2.1. El sacerdocio Hoy sabemos con toda seguridad que el Nuevo Testamento evita cuidadosamente llamar sacerdotes a los ministros de las comunidades cristianas. Y en general se evita el vocabulario sacral para designar a los ministros. Es decir, no se trata meramente de un argumento "de silencio", en el sentido de que el Nuevo Testamento no habla de "sacerdotes" como dirigentes en la Iglesia. Se trata, sobre todo de que los autores del Nuevo Testamento evitan cuidadosamente llamar sacerdotes a los ministros de las comunidades (8). Esta situación se mantiene así durante todo el siglo segundo (9). Hasta que en el siglo tercero Hipólito, en la Tradición Apostólica (1O), Tertuliano(11)y sobre todo Cipriano, en 147 textos(12), utilizan la palabra "sacerdote" para referirse a los ministros de la Iglesia. A partir de entonces, esta designación se generaliza. Lo importante aquí es comprender que no se trata de una mera cuestión de vocabulario. Si los autores del Nuevo Testamento expresamente no quisieron llamar "sacerdotes" a los ministros de la Iglesia, eso quiere decir que aquellos autores comprendieron que esa palabra es inadecuada para expresar lo que son los ministros de la comunidad cristiana. En efecto, "sacerdote" es una palabra "sagrada", que expresa una condición y una cualificación "sagrada", y que se aplica a las personas separadas y segregadas de las demás, a los que se considera "profanos". Además, la condición "sacerdotal" comporta una "dignidad" y un "honor", y por lo tanto, el sacerdote es el que esta por encima de los

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demás. Sin olvidar que el "sacerdote" entraña la condición de "mediador" entre Dios y los hombres. Ahora bien, todo esto exactamente es lo que quisieron evitar los autores del Nuevo Testamento. Porque, para ellos, el ministerio eclesial es un "servicio" (diakonia) y una "esclavitud" (doulia) (13), o sea, lo más radicalmente opuesto a una dignidad y un honor. La razón profunda de este planteamiento está en lo que, de hecho, fue el sacerdocio de Cristo: él no vino para ser servido, sino "para servir y dar su vida" (Mc 10, 44; Mt 20, 27). Esto quiere decir, según la carta a los Hebreos, que el sacerdocio de Cristo no fue ritual, sino existencial. Es decir, lo que Cristo ofreció no fue una ceremonia ritual dignificante, sino el fracaso y la muerte de un subversivo, que desestabilizó la religión y el sistema establecido. Por eso, el sacrificio cultual de los cristianos es la misma existencia de Cristo (Heb 2, 14; 5, 7-8; 7, 27; 9, 9-14; 10, 5-9; 12, 2), de tal manera que el mismo Cristo es la nueva víctima sin mancha que sustituye a todas las demás ofrendas (Heb 4, 14; 9, 14; 10, 6-7); y la oblación cultual del cristianismo es, ni más ni menos, el sufrimiento de Jesús (Heb 2, 18; 5, 9), que es el único mediador. Por consiguiente, en la Iglesia, no hay más "dignidad" ni más "honor" sacerdotal que el que consiste en el servicio, en la entrega de la propia vida y en el fracaso de un ajusticiado. En esto consiste el sacerdocio de Cristo. Pero, es claro, a esta cruda realidad no se le puede llamar "sacerdocio" como categoría dignificante de los que presiden en la comunidad. Y sin embargo, en la Iglesia se ha impuesto "lo sacerdotal" como categoría que separa, que pone aparte, que dignifica y da honor, que sitúa a un individuo por encima de los demás cristianos, que cualifica y confiere derechos y privilegios. De esta manera, los que detentan esta dignidad excelsa se sienten, inevitablemente, por encima de los demás. Y forman una casta aparte, la casta sacerdotal. A todo lo cual hay que añadir el hecho de que los "sacerdotes" se constituyen en "mediadores", siendo así que el único "mediador" es Cristo. He aquí, pues, la primera característica del clero, que no arranca del Nuevo Testamento, sino que está al margen de él. Así empezó el proceso de degeneración del ministerio eclesial. Así, el servicio y la esclavitud se convirtieron en honor y dignidad. De tal manera que, con un lenguaje sacral y religioso, en realidad lo que se estaba expresando era y es un proceso de mundanización. La adulteración del ministerio empezaba a ser patente. 2.2. El orden Hoy estamos acostumbrados a hablar del "sacramento del orden". Y lo consideramos de institución divina. Por eso hablamos de los "ordenados" como lo más natural en la Iglesia. Sin embargo, aquí hay que hacer una distinción fundamental: una cosa es la imposición de manos como gesto sacramental mediante el cual se confiere el ministerio, y otra cosa es el ordo y la ordinatio como realidad sobreañadida al ministerio. Y vuelvo

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a decir que no se trata de una cuestión de palabras. Se trata de realidades muy profundas, como enseguida vamos a ver. De nuevo hay que advertir aquí que el Nuevo Testamento no habla ni de ordo, ni de ordinatio, ni de ordinati. Los autores de aquel tiempo sabían muy bien lo que significaban esas palabras. Y por eso las evitaban. En efecto, ordo y ordinatio eran, en aquel tiempo, conceptos clave en la organización de la sociedad y del imperio(14), porque eran los términos clásicos para designar el nombramiento de los funcionarios imperiales, sobre todo cuando se trataba del emperador mismo. Lo cual indica claramente la tendencia de los ministros eclesiales a distanciarse del pueblo y a acomodarse, en la medida de lo posible, a los notables y grandes de la sociedad. Pero no se trata solamente de eso. Porque, además el ordo tenía, en el imperio romano, la significación secundaria de clase social, de tal manera que existían tres ordines: el de los senadores (ordo senatorum), el de los caballeros (ordo equitum) y el de la plebe o pueblo llano (ordo plebeius). Y es importante tener en cuenta que, en las comunidades cristianas, se asumió esta terminología precisamente para diferenciar netamente a los ministros (ordenados) del resto de la comunidad y la comunidad misma. Los "servidores" de la comunidad pasaron a ser los notables y los que dominaban a la misma comunidad. Estas ideas sobre el "orden" y la "ordenación" se introducen, en la Iglesia en tiempo de Tertuliano (15) y adquieren carta de ciudadanía en tiempo de Cipriano (6). Pero de tal manera que, para Tertuliano, la diferencia entre los "ordenados" y la "plebe" es el resultado de una decisión eclesiástica (17), mientras que para Cipriano, unos años más tarde, esta diferencia es una disposición divina (18). Así, el ministerio eclesial vino a sufrir una nueva modificación: los ministros de la comunidad se consideraron en un orden superior a la comunidad y se constituyeron en centro de la misma. De esta manera, la Iglesia se dividió en dos categorías de personas: los "sacerdotes ordenados", como la categoría superior, con responsabilidad y mando; y la plebe o los laicos como la clientela consumidora de los servicios religiosos que los dirigentes ponían a disposición de los fieles. Había nacido el clero. Aquí es importante notar que mientras en las iglesias que aparecen en el Nuevo Testamento el centro de cada una es la comunidad toda entera, en las iglesias del siglo tercero, el centro ya es el "sacerdocio ordenado". Antes de Constantino ya se produjo la inversión que dio el cambio radical a la Iglesia. Y es obligado recordar que, en algunos casos, se llegó a verdaderas aberraciones. Por ejemplo, la Didaskalia, en el siglo tercero, llega a exaltar hasta tal punto al obispo, que lo compara con Dios y lo sitúa en lugar de Dios. En este sentido, los textos resultan sorprendentes: "El primer sacerdote y levita para ustedes es el obispo; él es el que les imparte la palabra y es su mediador...; él reina en lugar de Dios y ha de ser venerado como Dios, porque el obispo les preside en representación de Dios"(19). Y más adelante: "Estimen al obispo como la boca de Dios"(20). Más aún: "Amen al obispo como padre, témanle como rey, hónrenlo como Dios"(21). Aquí ya no se trata de una sacralización de los "sacerdotes ordenados", sino de una auténtica divinización. Por eso, lo característico del obispo no es el servicio y la entrega, sino la potestad o exousia, de tal manera que al obispo se le dice lo siguiente:

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"Juzga, obispo, con potestad como Dios"(22). Más no se puede decir en esta verdadera apoteosis de exaltación y hasta divinización del clero. Evidentemente, todo esto no tiene que ver nada con la letra y el espíritu del Nuevo Testamento. 2.3. El celibato No voy a repetir aquí una historia que ya es de sobra conocida (23). Sólo quiero hacer algunas indicaciones que me parecen importantes. En cuanto a la enseñanza del Nuevo Testamento, lo primero que hay que decir es que san Pablo permaneció soltero, con vista a una mayor disponibilidad para la misión (cfr. 1 Cor 9, 23; 7, 32). Pero el caso de Pablo, al igual que el de Bernabé, fue una excepción, ya que en la primera carta a los Corintios 9, 5 el mismo Pablo afirma que los demás apóstoles, incluido Cefas, iban acompañados por una mujer creyente, que sin duda tenía que ser su esposa. Y conste que el texto afirma que esto era un derecho que tenían los ministros del evangelio. Por otra parte, en las cartas posteriores se dice que los presbíteros-obispos tienen que ser esposos de una sola mujer (1 Tim 3, 2; Tit 1, 6), es decir, maridos fieles (24), y tienen que educar bien a sus hijos (1 Tim 3, 4; Tit 1, 6). Como indica A. Lemaire, el autor de estas epístolas prescinde de la cuestión del celibato en lo que respecta a los ministros de la Iglesia; para él, el estado normal del "presbítero-epíscopo" es el de casado y con hijos (25). Como es sabido, a partir del siglo cuarto (Concilio de Elvira), se impone a los ministros la obligación de la continencia matrimonial. Los presbíteros y diáconos estaban casados, pero desde la ordenación como diáconos (a los 30 años) se tenían que separar de sus legítimas esposas en cuanto se refiere a la vida conyugal. La razón de esta medida fue la interpretación sacral, porque se tenía el convencimiento de que la sexualidad impurifica para la oración y el acercamiento al altar. Es decir, desde el momento en que se considera a los ministros de la Iglesia como "sacerdotes", o sea, personas "sagradas", resultaba lógica la imposición de la continencia sexual. Siglos más tarde, en el Segundo Concilio de Letrán (año 1139), la ley de la continencia se convierte en la ley del celibato: a los ministros se les prohibe casarse y se declara nulo el matrimonio de los ordenados in sacris. Por lo que se refiere a los obispos, se les prohibió el matrimonio además por razones económicas: para evitar que los bienes de la Iglesia pasaran a los sucesores, hijos o nietos. Evidentemente, la historia del celibato eclesiástico pone de manifiesto la visión tan negativa que ha tenido la Iglesia acerca de la sexualidad humana. Dos ejemplos nada más. En el siglo XI, cuando aún se les permitía a los ordenados in sacris estar casados y sólo se les prohibía llevar vida conyugal con sus legítimas esposas, san Pedro Damián dice lo siguiente: "¿Cómo no violará el templo de Dios aquel a quien se prohibe el comercio carnal, si se construye a sí mismo como prostíbulo de petulante injuria? Arroja de sí al Espíritu Santo en el que había sido signado y en su lugar introduce el espíritu de la libido"(26). Y en el siglo XII, el Segundo Concilio de Letrán, en el Canon 6, al privar de oficio y beneficio eclesiástico a los clérigos que tomasen esposas, les dice

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lo siguiente: "pues debiendo ser y parecer como templo de Dios, vasos del Señor, sagrario del Espíritu Santo, es indigno que sirvan a las camas y las inmundicias". No cabe duda. Con visión tan negativa de la sexualidad, la institución eclesiástica no podía permitir que sus ministros llevaran vida matrimonial. Pero han pasado muchos años y los tiempos han cambiado. Hoy la Iglesia aprecia el matrimonio y predica que el amor conyugal es algo santo y digno de toda estima. Entonces, ¿por qué empeñarse en seguir con la ley del celibato como ley absolutamente obligatoria para todos los clérigos de la Iglesia latina? Sin duda alguna, yo creo que inconscientemente sigue influyendo la antigua visión pesimista de la sexualidad. Pero aparte de eso, pienso que existe una razón muy poderosa para imponer el celibato a todos los clérigos: una institución, cuyos funcionarios son célibes, se domina y se maneja con más facilidad y con más eficacia que una institución cuyos funcionarios son casados, No digo que este principio actúe a niveles conscientes. No lo sé. Por supuesto, de este asunto no se habla jamás en los discursos oficiales y en los documentos eclesiásticos. Pero es indudable, desde mi punto de vista, que el criterio que acabo de apuntar, está presente y operante en la negativa de la autoridad eclesiástica a reconsiderar la conveniencia o inconveniencia de mantener, a toda costa, la ley del celibato obligatorio para todos los "sacerdotes" de la Iglesia latina. Y pienso que no es difícil justificar el principio que he apuntado antes. Empezando por lo más elemental: un conjunto de funcionarios célibes resulta más barato que un conjunto de funcionarios casados, con hijos y con obligaciones familiares. El valor económico es determinante en este asunto, aunque la mayor parte de las veces ni siquiera se piensa en ello. Por otra parte, es evidente que un individuo célibe es más manejable que un individuo casado. Al soltero se le puede cambiar de destino y, en general, es más sumiso que el que tiene que cumplir con otras fidelidades, concretamente la fidelidad a la esposa y a los hijos. En el lenguaje eclesiástico, se suele hablar, cuando se toca este punto, de disponibilidad para el servicio del reino de Dios. Y no cabe duda que una persona célibe está en condiciones de tener una disponibilidad y unas posibilidades que, por lo general, no puede tener el casado. Pero si el verdadero problema fuera realmente la disponibilidad, los dirigentes eclesiásticos, o sea, los que defienden a capa y espada la ley del celibato, empezarían ellos los primeros por dar ejemplo, yéndose a servir al reino en el último rincón de la tierra en vez de permanecer en sus cargos y destinos de privilegio. Así las cosas, a cualquiera se le ocurre pensar que en este asunto de la ley del celibato juega un papel decisivo el conocido privilegio psicológico según el cual, quien domina la sexualidad de una persona, domina y maneja más fácilmente a esa persona. Así, la ley del celibato es ley de poder. La institución, de esta manera, maneja, controla y domina a sus funcionarios con una seguridad, una facilidad y una eficacia que no se daría si los clérigos estuvieran casados. Por supuesto, los principios y motivos teológicos que se aducen en favor de la ley del celibato, son principios y motivos de un alto valor religioso, al menos en muchos casos y en líneas generales. Pero lo que habría que demostrar es que esos principios y esos motivos justifiquen una ley universal y obligatoria para todos los que se sienten llamados al ministerio. Ahora bien, esto hasta ahora no se ha demostrado con el Nuevo

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Testamento en la mano. Ni creo que se pueda demostrar. Más bien, lo que el Nuevo Testamento nos dice es lo contrario. Y en todo caso, se puede y se debe afirmar que la institución eclesiástica no tiene derecho a dejar a tantos cristianos sin el auxilio de la Palabra y sin el servicio de los sacramentos, para mantener una ley humana de la que se sigue inevitablemente una falta de ministros para atender debidamente a las comunidades eclesiales. En definitiva, se trata de comprender que, por un camino nuevo, nos hemos encontrado, otra vez, con la distinción y la distancia que separa a los ministerios del clero. El ministerio es el servicio en una Iglesia cuyo centro es la comunidad. El clero es el cuerpo de funcionarios en una Iglesia cuyo centro es el mismo clero. Y ha quedado claro que la ley del celibato es una de las piezas clave de este cuerpo de funcionarios. 2.4. La designación de los ministros Por los datos que nos aporta el Nuevo Testamento, parece que la designación de los ministros en la Iglesia primitiva era el resultado de un acuerdo entre el candidato, la comunidad y los otros ministros (27). Así en el caso de Timoteo (1 Cor 4, 17; 16, 10; Flp 2, 19) y en el de Tito (2 Cor 8, 16-19). En cambio, Epafrodito es designado por la comunidad de Filipos y Pablo se limita a aceptarlo (Flp 2, 25). Lo fundamental es que lo mismo el candidato que la comunidad y los ministros estén de acuerdo en la designación. En cualquier caso, es decisivo el papel de la comunidad, como consta por la Didajé (XV, 1s) y por el texto de Hechos 6, 3: "Hermanos, busquen especialmente entre ustedes siete hombres de buena reputación". Ya antes, Matías había sido elegido por votación popular (Hch 1, 26). Como sabemos igualmente que Bernabé y Saulo fueron enviados a la misión por toda la comunidad de Antioquía (Hch 13, 2-3). Sin duda alguna, ésta fue la práctica normal de la Iglesia durante los siglos primero y segundo. A comienzos del siglo tercero afirma la Tradición Apostólica de Hipólito: "Que se ordene como obispo al que ha sido elegido por el pueblo, que es irreprochable... con el consentimiento de todos"(28). Años más tarde, exactamente en el 250, en la persecución de Decio, hubo tres obispos españoles, los de León, Astorga y Mérida, que negaron la fe y dieron malos ejemplos a los fieles. Ante semejante escándalo, las comunidades afectadas depusieron a los mencionados obispos. En tal situación, uno de ellos, Basílides, acudió al papa Esteban, que lo repuso en su diócesis. Pero la comunidad, que estaba en desacuerdo con semejante decisión, acudió a Cipriano, obispo de Cartago y hombre de eminente prestigio en las iglesias de España. Dada la gravedad del asunto, Cipriano reunió un concilio en el que participaron 37 obispos. Este concilio dio un decreto que se contiene en la Carta 67 de Cipriano. En sustancia, la carta viene a decir tres cosas: en primer lugar, el pueblo tiene poder, por derecho divino, para elegir a sus ministros (29); en segundo lugar, el mismo pueblo tiene también poder para quitar a los ministros cuando son indignos (30); y en tercer lugar, ni el recurso a Roma debe cambiar la situación, cuando ese recurso no se basa en la verdad (31). Como se ve, la organización eclesiástica, en aquellos tiempos, era muy distinta de la que se implanta a partir del segundo milenio. El centro de la vida de la Iglesia estaba en la comunidad, de tal manera que el mismo Cipriano afirma con toda

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naturalidad: "Desde el principio de mi episcopado determiné no tomar ninguna resolución por mi cuenta sin vuestro consejo y el consentimiento de mi pueblo"(32). Y es que durante todo el primer milenio, el principio rector, en la designación de los ministros de la Iglesia, era el formulado magistralmente por san León Magno: "El que debe ser puesto a la cabeza de todos, debe ser elegido por todos"(33). Es más, se tenía el firme convencimiento de que el obispo no debía ser impuesto a quienes no lo aceptaban, puesto que se requería el consentimiento del clero y del pueblo. Así lo formuló el papa Celestino I en una frase que se hizo famosa y que pasó al Decreto de Graciano: Nullus invitis detur episcopus. Cleri, plebis et ordinis, consensus ac desiderium requiratur. Esta forma de designar a los ministros de la comunidad se mantuvo así, con toda regularidad, hasta el siglo XI. A partir de Gregorio VII, se inicia la larga serie de intervenciones papales en las que los romanos pontífices van interviniendo, cada vez más, en el nombramiento de los obispos. Hasta que finalmente el Concilio de Trento, en los decretos de reforma, dio por supuesto y decidido que los obispos eran designados por la autoridad romana, marginando así definitivamente a la comunidad (34). El hecho fuerte que aparece en esta historia es que la institución eclesiástica actuó de tal manera, que se pasó del protagonismo de la comunidad hasta la anulación de la misma. Dicho de otra manera: la institución clerical asumió la responsabilidad y el protagonismo en el nombramiento de sus funciones. De esta forma, los funcionarios perdieron inevitablemente libertad y pasaron a depender más radicalmente de la autoridad suprema. Lo cual, a su vez, comportaba y comporta un control mayor del vértice de la pirámide sobre todos sus subordinados. Pero no es esto solo. Porque, en el clero, el problema no es solamente el acceso al ministerio. El clero está organizado de tal manera que en él se dan, de hecho, una serie de promociones, nombramientos y ascensos, que van desde el incipiente coadjutor de parroquia hasta el gran honor del episcopado e incluso hasta la gloria del cardenalato. Ahora bien, todo esta carrera de posibles ascensos no depende de un escalafón reglamentado, sino siempre de la voluntad del superior(35), sobre todo de la voluntad de la autoridad romana, que, a través de sus nuncios, sus diversos dicasterios y su complicado sistema de informes secretos, controla a sus funcionarios de una manera eficacísima. De todo lo cual resulta una consecuencia inevitable: con bastante frecuencia, los clérigos se preocupan más por no desagradar al superior del que dependen que por servir con libertad evangélica a la causa del reino de Dios. Así, la institución eclesiástica gana en eficacia y en control sobre sus subordinados, pero pierde inevitablemente en coherencia evangélica. De nuevo nos encontramos con la sustitución y la distancia que separa el clero del ministerio original de la Iglesia. 2.5. La cuestión económica Todos sabemos que las relaciones económicas juegan un papel muy importante en la vida. ¿Cómo funciona este asunto entre los clérigos?

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Lo primero que se debe recordar a este respecto es que el Nuevo Testamento reconoce el derecho que tiene el ministro de la comunidad a vivir de su ministerio (1 Cor 9, 13-14; Mt 10, 10; Lc 10, 7). Pero al mismo tiempo hay que recordar también los numerosos textos en que san Pablo afirma que él renuncia a ese derecho para no crear dificultades al evangelio (1 Cor 9, 12; 1 Tes 2, 9; 4, 10ss; 2 Tes 3, 6-12; 1 Cor 4, 12; 9, 4-18; 2 Cor 11, 7-12, 13-18; Hch 20, 3 3-35; cfr. Hch 18, 1-4). Esta abundancia de documentación demuestra que este asunto era importante para Pablo. Y en el fondo nos viene a decir que el mismo Pablo reconocía que el derecho a vivir del ministerio puede ser un obstáculo para la comunicación del evangelio. De ahí la opción de vivir de un trabajo secular. Por eso, parece que en las comunidades primitivas los ministros de las iglesias locales continuaban ejerciendo su profesión, como en el caso de Priscila y Aquila "fabricantes de tiendas de campaña" (Hch 18, 3). Sin duda alguna, este estado de cosas, se mantuvo así durante mucho tiempo. En la alta edad media, los clérigos que no disfrutaban de un beneficio suficiente trabajaban como todo el mundo. En el año 1139, el Segundo Concilio de Letrán manda que "los presbíteros, clérigos, monjes, peregrinos, comerciantes y campesinos, que se dedicaban a la agricultura, y llevan al campo semillas y ovejas, estén seguros en todo tiempo" (36). La misma legislación se encuentra en el Concilio de Clermont (año 1130)(37) y en el Concilio de Reims (año 1131)(38). Por tanto, es claro que todavía en el siglo XII, los clérigos (al menos muchos de ellos) se ganaban la vida con el sudor de su frente. Pero algunos años más tarde, en 1179, el Tercer Concilio de Letrán modificó sustancialmente esta situación. En efecto, este concilio decretó que "el obispo, si ordena a alguno de diácono o de presbítero sin un beneficio cierto del cual perciba lo necesario para la vida, le proporcione lo necesario, hasta que en alguna iglesia se le asigne el dinero conveniente para la milicia clerical; a no ser que quien es ordenado goce de una herencia suficiente para vivir"(39). En realidad, lo que aquí se legisla es más importante de lo que parece a primera vista. Porque esta ley vino a modificar y sustituir lo que había decretado el Concilio de Calcedonia, que en su Canon 6 declaró inválidas las llamadas "ordenaciones absolutas", es decir aquellas ordenaciones en las que un. sujeto era ordenado sin relación a una comunidad concreta(4O). En el fondo, esto quería decir que solamente se consideraba ministro verdadero y válido de la Iglesia aquel que era llamado y aceptado por una comunidad. Pues bien, este principio, esencialmente comunitario, fue sustituido en el Tercer Concilio de Letrán por el principio económico de la conveniente sustentación del clérigo (41). De esta manera, la comunidad cristiana quedó nuevamente marginada y en su lugar se estableció el principio según el cual los clérigos pasaran a depender económicamente de la institución eclesiástica. De lo cual se siguieron dos consecuencias prácticamente inevitables. En primer lugar, en el estado clerical entraron muchos individuos que lo que querían era vivir sin trabajar (42), con la consiguiente degeneración de costumbres en el estamento eclesiástico. En segundo lugar, al depender los clérigos económicamente de los obispos, éstos ejercieron un control mucho más fuerte sobre el clero. Porque, inconscientemente, las relaciones entre el obispo y los clérigos no eran ya relaciones

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basadas únicamente en la fe, sino que, además de eso, eran relaciones económicas, por más que ni siquiera se pensara en ese asunto. Y como la relación económica es lo que más radicalmente pervierte toda relación evangélica (cfr. Mt 6, 19-24), así los clérigos no sólo se vieron más limitados en su libertad, sino que además se pervirtieron, muchas veces inconscientemente, en sus relaciones de fe. Por decirlo con claridad: de esta manera, en el clero entró mucha gente que lo que, en el fondo, quería era hacer carrera. Y a decir verdad, muchos, efectivamente, lo consiguieron. En la actualidad, la mayor parte de los obispos no suelen consentir que sus clérigos ejerzan profesiones civiles. El argumento de los obispos es que los hombres de Iglesia deben dedicarse, a tiempo completo, al ministerio y al servicio de las almas. Pero es indudable que, en todo este asunto, influye también, de manera decisiva, el motivo económico: evidentemente, un individuo, que tiene su economía resuelta independientemente del obispo, es más difícilmente manejable que el que depende del prelado en sus ingresos. Y es claro, los obispos no suelen querer prescindir de este mecanismo de control que les facilita el gobierno de sus diócesis. Por otra parte, es claro que muchas de las tareas que ahora desempeña el clero podrían ser realizadas por la comunidad, si los clérigos renunciaran a ser el centro de todo, en la vida de la Iglesia, y si la comunidad tuviera mayor responsabilidad y participación efectiva en la gestión de los asuntos. 3. Conclusiones 1. El ministerio eclesial es esencial en la Iglesia y pertenece a su estructura divina e inmutable. La apostolicidad de la Iglesia comporta la sucesión apostólica, que históricamente se ha dado en la sucesión episcopal. Ministros de la Iglesia no son solamente los obispos, sino también los presbíteros, que mediante la imposición de las manos de los obispos reciben los poderes de presidir y consagrar la eucaristía; y también de perdonar sacramentalmente los pecados. Por tanto, la diferencia entre los ministros oficiales de la Iglesia y los demás fieles es esencial y no meramente gradual. 2. En la Iglesia y en la teología católica se suele identificar el ministerio con el clero, porque se suele considerar que el clero es el desarrollo natural y positivo del ministerio del Nuevo Testamento. Pero cuando se piensa de esa manera no se tiene debidamente en cuenta que el clero se ha configurado históricamente por unas características que, de hecho, han pervertido el ministerio original de la Iglesia. 3. Estas características son cinco. Primera, la sacralización "sacerdotal" de los ministros, que los ha situado en un rango aparte en la comunidad, otorgándoles una condición de "mediadores" con una "dignidad" y un "honor", que están en contra del espíritu y de la letra del Nuevo Testamento.

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Segunda, la elevación de los ministros a la categoría de "ordenados", lo que significa colocarse por encima de la comunidad, constituyéndose en centro de la misma y marginando a los laicos en la vida de la Iglesia. Tercera, la imposición obligatoria de la ley del celibato, para todos los ministros de la Iglesia latina, lo que de facto está privando a muchísimos fieles de los auxilios espirituales a los que tienen derecho, y además crea una dependencia indebida de los clérigos con respecto a la institución eclesiástica. Cuarta, la marginación de la comunidad en la designación de los ministros, de tal manera que la elección y la promoción de éstos sólo depende de la voluntad del superior, lo cual fomenta en la Iglesia un tipo de relaciones que muchas veces se orienta más a no desagradar al superior que a anunciar libremente y con espíritu profético el evangelio. Quinta, la dependencia económica de los ministros con respecto a la institución eclesiástica, lo que inevitablemente pervierte evangélicamente las relaciones entre los ministros y la institución, generando el espíritu de funcionarios que, unas veces de manera inconsciente y otras veces conscientemente, quieren hacer carrera. 4. Todo esto quiere decir que a la institución eclesiástica no le basta la fe para relacionarse con sus ministros. Además de la fe, necesita otros mecanismos de control, que hacen de los ministros un cuerpo de funcionarios al servicio del sistema institucional. De esta manera, la institución eclesiástica gana en eficacia lo que pierde en coherencia evangélica. De ahí, el clericalismo y el anticlericalismo que tanto daño hacen a la Iglesia. 5. Por otra parte, este sistema de funcionamiento, en la Iglesia, condena inevitablemente a los laicos a la pasividad y a la irresponsabilidad. Por mucho que se fomente la teología y la espiritualidad del laicado, este estado de cosas no cambiará en la Iglesia mientras la institución clerical permanezca intacta. 6. Todo lo dicho hasta ahora explica, al menos en parte, la prevención y la resistencia que existe, en altas esferas eclesiásticas, hacia la Iglesia "popular", las comunidades de base y en general hacia la Iglesia que nace del pueblo. Lo que en la mayor parte de los sacerdotes de la Iglesia popular se rechaza no es el ministerio del Nuevo Testamento, sino el clero. El problema, en la mayor parte de las comunidades de base, no es la Iglesia paralela, ni la desobediencia al papa y a los obispos. Las comunidades aceptan la estructura jerárquica de la Iglesia y se someten a ella. Lo que quieren estas comunidades es una Iglesia en la que el clero no tenga el protagonismo que tiene, es decir, una Iglesia cuyo centro esto real y efectivamente en el pueblo de Dios, es decir, en la comunidad con sus ministros. 7. Mientras el clero siga funcionando en la Iglesia como hasta ahora funciona, difícilmente la Iglesia va a poder ser eficazmente liberadora. Porque la institución clerical genera unos mecanismos de protagonismo, por una parte, y de sometimiento y

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dependencia, por la otra que no son fácilmente conciliables con lo que, de hecho, debe ser una Iglesia auténticamente liberadora. 8. Otra consecuencia que se sigue de todo lo anterior es que debe desaparecer la distinción entre ministerios clericales y ministerios laicales. En la Iglesia, todos los ministerios deben ser laicales, es decir, del laos, del pueblo de Dios. 9. En última instancia, se trata de comprender que lo que debe desaparecer es la distinción entre clérigos y laicos, en el sentido explicado. En la Iglesia sólo debe haber laicos, cada uno con su carisma y su ministerio al servicio de la comunidad, bajo la presidencia del obispo. Entre estos diversos ministerios estará siempre el ministerio que ha recibido, mediante la imposición de manos del obispo, el poder de presidir y consagrar la eucaristía y el poder también de perdonar sacramentalmente los pecados. La vida de estos ministros no debe distinguirse de la del resto de los fieles, porque se trata de tomar en serio que todos, en la Iglesia, estamos llamados al seguimiento de Jesús y a la perfección evangélica. Nota: Hemos omitido el aparato crítico en razón de la extensión del documento y para que los estudiantes consulten el escrito en su aparición original.

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7.2. PABLO RICHARD: LAS IGLESIAS DE AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE EN BÚSQUEDA DE ALTERNATIVAS A LOS 20 AÑOS DEL MARTIRIO DE NUESTRO PASTOR, OSCAR ARNULFO ROMERO12 Introducción Quisiera analizar la realidad de la Iglesia en América Latina desde la perspectiva de Dios y del Reino de Dios: cómo anda el Reino de Dios en nuestro continente. Cómo le va a Dios en nuestros países. Hacer un análisis reinocéntrico y no eclesiocéntrico de la Iglesia. Esto implica hacer un análisis de la Iglesia radicalmente desde los pobres. Quisiera hacer un análisis profético de la Iglesia, a partir de la realidad económica, social, política, cultural, religiosa y espiritual de la Iglesia, pero animado profundamente por la Palabra y el Espíritu de Dios. Quisiera proceder con total libertad y verdad, no condicionado por el miedo o por intereses personales o políticos. Quisiera analizar la situación eclesial movido por un gran amor a la Iglesia. Hacer un análisis constructivo y con esperanza. Especialmente no destruir los espacios eclesiales, que son a veces la última esperanza para los pobres. Caminar con la Iglesia para poder caminar con nuestros pueblos. Quisiera mirar la realidad eclesial con perspectiva ecuménica y macroecuménica (inter-religiosa). 1. Tiempo de transición Vivimos un tiempo de transición: murieron muchas experiencias, modelos, esperanzas, utopías del pasado, y todavía no surgen las alternativas para el futuro. Vivimos un tiempo presente, donde simultáneamente se hacen sentir un pasado que todavía no muere y un futuro que todavía no nace. Vivimos lo antiguo y lo nuevo. Está claro lo que tiene que desaparecer, pero no está claro lo que vendrá a sustituirlo. Es importante también discernir entre lo que debe permanecer y lo que tiene que cambiar. Hay hechos eclesiales del pasado que tenemos que mantener, desarrollar y profundizar: el Concilio Vaticano II (1962-65); las conferencias generales del episcopado latinoamericano de Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992); el sínodo universal sobre “La Justicia en el Mundo” (1971) y encíclicas papales fundantes como Ecclesiam Suam (1964), Populorum Progressio (1967), Evangelii Nuntiandi (1975), y tantas otras. Igualmente, la opción preferencial de la Iglesia por los pobres, con todas sus implicaciones sociales, teológicas, pastorales y espirituales, es una opción constitutiva de nuestra tradición, que podrá ser redefinida, aunque nunca suprimida u olvidada. Hay mucho que cambiar y reformar en la Iglesia, pero dentro de una tradición que en los últimos cincuenta años se nos presenta como una auténtica 12 Publicado En Revista Pasos No. 89, Segunda Época 2000: Mayo – Junio.

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tradición apostólica que contiene una Palabra que es Palabra de Dios. Hemos tenido una generación de obispos, la generación de Medellín, que ha marcado con claridad un camino para el futuro de la Iglesia en este continente. La evaluación, la autocrítica y la reforma son necesarias, sólo que en continuidad con nuestra tradición apostólica y con nuestra Teología latinoamericana, cuya expresión más genuina ha sido la Teología de la Liberación. En este tiempo de transición, hay dos actitudes posibles: Una negativa: dejarse llevar por la desintegración, la confusión y la desesperanza. Seguir llorando y añorando un pasado que ya no volverá, o vivir soñando en forma idealista con un futuro imposible. Otra positiva: mantener viva la esperanza y seguir buscando alternativas posibles y creíbles. La esperanza nos permite realizar dos tareas propias de este período de transición: 1) La construcción de fundamentos sobre los cuales podamos en un futuro próximo construir algo nuevo. 2) La formación de personas que sean constructoras de alternativas futuras. En la construcción de esos fundamentos y en la formación de esas personas debemos invertir lo mejor del tiempo pasado. Quienes vivimos los últimos cuarenta años del siglo pasado, tendremos que transmitir a las futuras generaciones lo mejor de esos años. A nivel de Iglesia, por ejemplo, debemos saber transmitir lo que fueron el Concilio Vaticano II, Medellín, Puebla y Santo Domingo; lo que fue el nacimiento y primer desarrollo de la Teología de la Liberación; etc. 2. Procesos que desafían actualmente a las iglesias Aquí no haremos un análisis del sistema actual de globalización neoliberal, sino únicamente de los procesos que desafían de manera especial a las iglesias. 2.1. Desintegración y fragmentación provocadas por la economía de mercado

Crisis de la ética y de los valores tradicionales.

Desintegración de la familia y de la comunidad (y de las relaciones sociales en general).

Fragmentación religiosa y espiritual de la sociedad. Mercado religioso: cada cual “compra” la religión y la espiritualidad que más les gustan.

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Globalización y hegemonización destructiva de las culturas e identidades locales.

Espíritu consumista, materialista e individualista, que desintegra a las personas.

Espíritu competitivo: si no hay para todos, que por lo menos haya para mí.

Crisis de la modernidad y desintegración del ser humano como sujeto.

Algunas consecuencias de todo lo anterior: violencia (a todo nivel). Consumo de drogas (de todo tipo). Migraciones (internas y externas). Racismo y neofacismo. Militarismo y nacionalismos guerreristas.

2.2. Crisis de la alianza de la Iglesia con el Estado y el Poder

Corrupción de las clases dominantes (antes preocupaban a las iglesias las ideologías socialistas de los pobres, ahora el problema es la corrupción de los ricos).

Estado pobre, endeudado, desintegrado y despojado por los grupos de poder. Crisis de la Democracia y de la Política: marketing político, control de las fuerzas

políticas por los medios de comunicación y por el dinero, abstencionismo. 2.3. Contradicción entre la Iglesia y la lógica del sistema

La lógica profunda del sistema es excluyente de las mayorías y destructora de la naturaleza (el sistema es ‘maravilloso’, sin embargo no es para todos y no está en armonía con la naturaleza).

La Iglesia solamente puede aceptar una sociedad donde quepan todos y todas, y que esté en armonía con la naturaleza. La Iglesia tiene una lógica, la cual entra en contradicción con la lógica del sistema.

La Iglesia de Medellín y de Puebla, de modo más específico, ha hecho una opción preferencial por los pobres y ha tomado conciencia del problema ecológico. Todo esto acentúa más aún su contradicción con la lógica del sistema. La Iglesia hace una opción preferencial justamente por aquellos que el sistema excluye.

2.4. Contradicción entre la Iglesia y el espíritu del sistema (religión idolátrica del mercado) La idolatría del mercado total: el mercado como un absoluto que decide sobre la vida y la muerte de multitudes. La absolutización idolátrica de la Ley (la ley del mercado, la ley de los contratos) en contra de la vida humana. La Ley como más importante que la vida (el cobro de la deuda externa a costa de la muerte de pueblos enteros). El mercado como sujeto absoluto universal, que aplasta a todos los sujetos concretos y corpóreos. Las cosas llegan a ser sujetos y los sujetos son transformados en cosas.

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El mesianismo del mercado: se promete la solución de todos los problemas de la humanidad por el mercado. Se exige tener ‘fe’ en el mercado. La idolatría del mercado exige el sacrificio de vidas humanas: los excluidos son fácilmente sacrificados y liquidados. La idolatría (sustitución de Dios por otros dioses o perversión del sentido de Dios) permite al sistema oprimir con buena conciencia y sin límites. 3. Dos modelos para superar la crisis actual de la Iglesia Hoy podemos constatar dos maneras de enfrentar los procesos que desafían a las iglesias. Estas dos maneras corresponden a dos modelos de Iglesia. A veces tenemos un modelo más o menos configurado, pero en muchos casos se trata simplemente de una tendencia. Hay dos tendencias o modelos dominantes de Iglesia: el modelo conservador y el modelo alternativo. Aquí dedicaremos solamente unos párrafos al modelo conservador y varias páginas al alternativo, pues este último es el modelo que nos interesa, ya que es el modelo coherente con las exigencias del Evangelio y el que responde mejor a la esperanza de los pobres y excluidos. 3.1. El modelo conservador Programa: la superación o anulación del proceso de reforma de la Iglesia que comenzó con el Concilio Vaticano II y siguió con Medellín, Puebla y Santo Domingo. Los medios que utiliza son:

La sustitución de los textos del Concilio por el Nuevo Código de Derecho Canónico y el Catecismo de la Iglesia Católica. El problema no son los textos en sí, sino el carácter absoluto que se les da y la interpretación de estas dos obras con un espíritu contrario al espíritu conciliar. En vez de interpretar el Catecismo y el Derecho Canónico a la luz del Concilio, se interpreta éste a la luz del Catecismo y del Derecho Canónico. El Derecho y el Catecismo definen así la nueva identidad de la Iglesia. En muchos casos, el Catecismo sustituye a la propia Biblia. La Ley y el Poder son la nueva ortodoxia, y la tradición evangélica es la herejía.

El nombramiento de obispos conservadores.

La reforma de los seminarios (eliminación de toda teología crítica, de la teología conciliar, y sobre todo de la Teología de la Liberación).

El bloqueo y la destrucción de la colegialidad episcopal.

Centralismo romano (fin de las iglesias locales, debilitamiento del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)). Se busca controlar la Iglesia latinoamericana desde Roma.

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Reconstrucción de un modelo de Iglesia donde se absolutizan la autoridad, la ley y la doctrina. Se aplasta la creatividad del Espíritu y la libertad frente a la ley. Se destruye toda teología crítica y espiritualidad liberadora. Se busca superar la desintegración provocada por el sistema con una estructura centralizada y poderosa, que asegure la eficacia de la autoridad y de la ley y la claridad de la doctrina. Se ignora y se reprime toda creatividad teológica y espiritual que venga de la base y de los nuevos sujetos: los pobres, los excluidos, los indígenas, los negros, las mujeres, los jóvenes.

Contexto: este modelo de Iglesia únicamente puede funcionar en sintonía con el nuevo modelo de economía de libre mercado. De modo especial necesita de un sistema financiero sólido y un poder político autoritario. El dinero, el poder y el marketing son utilizados como medios de ‘evangelización’. Se utiliza también los signos religiosos como signos de poder, y se otorga a éste una dimensión religiosa. Debilidades del modelo conservador:

Tiene Poder, pero no tiene Espíritu, Teología ni Utopía. Fácilmente se ve afectado por la corrupción del sistema dominante. Destruye todas las fuerzas eclesiales de renovación y se cierra al futuro. Desarrolla una espiritualidad y una teología desencarnadas y ajenas a toda realidad histórica, para de esta forma ocultar y legitimar el uso que hace del poder económico y político del sistema dominante. Este modelo se parece mucho a los grupos “gnósticos” de los orígenes del cristianismo, condenados por toda la tradición bíblica, apostólica y patrística.

La eficacia y el éxito de la ‘evangelización’ se reducen a un problema tecnológico y cuantitativo, a un problema de marketing. La Iglesia funciona como una empresa nacional y transnacional, sin ninguna fuerza evangelizadora.

3.2. El modelo alternativo de Iglesia Lo que se busca no es construir una nueva Iglesia, sino un nuevo modelo de Iglesia: Iglesia Comunión de Comunidades, Iglesia Pueblo de Dios, Iglesia de los Pobres, opuesto al modelo de Cristiandad. No se desvaloriza la Institución como tal, sino un determinado tipo de institucionalidad. No se cuestiona la autoridad de la Iglesia, sino la forma autoritaria de ejercerla. La estrategia para la construcción de este nuevo modelo eclesial no es la confrontación, sino el crecer ahí donde está nuestra fuerza. Se busca renovar la Iglesia dentro de la misma Iglesia, con un lenguaje positivo y constructivo La construcción de este nuevo modelo de Iglesia es a largo plazo y se inserta en la búsqueda de un nuevo modelo de sociedad. La reforma de la Iglesia y la construcción de alternativas al sistema dominante, siendo dos procesos cualitativa y específicamente diferentes, son dos procesos que históricamente se inter-relacionan y se refuerzan de

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manera mutua, porque tienen en el fondo la misma lógica histórica: la vida de todos y todas (en especial de los pobres) y la armonía con la naturaleza. 3.2.1. Contexto histórico de la construcción del modelo alternativo de Iglesia El modelo alternativo de Iglesia tiene como contexto histórico la confrontación profunda con el sistema actual de economía de libre mercado y de globalización neoliberal. La reforma de la Iglesia debe confrontar los procesos indicados más arriba: desintegración; fragmentación; violencia; crisis del poder, del Estado, de la democracia; imposición ineluctable de la lógica de la exclusión y de la destrucción de la naturaleza. El sistema dominante se presenta como el único posible, como un sistema sin alternativas. El mercado es el único que podría resolver los problemas de la humanidad y el único que podría regular la economía. La crisis de los socialismos históricos hizo posible que el capitalismo se impusiera como el único posible. El neoliberalismo es el “pensamiento único”, dirigido por el “Consenso de Washington” (acuerdo entre los organismos financieros internacionales y la Reserva Federal de EE. UU.). La globalización es un “movimiento orgánico englobante”, que se impone como una gigantesca concentración de poder económico y una integración mundial gracias a los medios de comunicación, al desarrollo de la informática y a la hegemonía militar de EE. UU. La lógica que lo penetra todo es la lógica de la concurrencia, de la competitividad, del triunfo del más fuerte, de la máxima ganancia, de la flexibilización del trabajo y de la privatización. Al nivel teológico, por su parte, surge lo que llamamos el mesianismo y la idolatría del mercado, los cuales se imponen mundialmente con fervor y entusiasmo religiosos. El modelo de Iglesia que queremos construir no puede ignorar este contexto histórico, sino que debe definir su misión y acción evangelizadora y liberadora dentro de este contexto. No se trata solamente de aportar correctivos, regulaciones, de evitar abusos demasiado evidentes. No se trata solamente de denunciar los costos sociales y ecológicos de un capitalismo salvaje. No se trata solamente de desarrollar una ética dentro del sistema, que busque generar conciencia en sus actores o construir un marco normativo de funcionamiento de la economía. Todo esto puede ser muy útil a corto plazo, no obstante, la Iglesia que queremos debe ir más lejos: cuestionar la lógica misma del sistema y proponer un sistema alternativo. 3.2.2. Un criterio absoluto y trascendental y muchas mediaciones necesarias La Iglesia tiene como criterio absoluto y trascendental para cuestionar la lógica del sistema un principio simultáneamente económico, social, político, cultural y espiritual: el carácter absoluto de la vida humana y cósmica. Un sistema es legítimo cuando responde a la satisfacción de las necesidades básicas de todos y todas, y está en armonía con la naturaleza. La Iglesia fundamenta este principio básico en su fe en el Dios de la Vida y en el Reino de Dios que se identifican con la vida humana y cósmica, sobre todo con la vida amenazada de los más pobres y excluidos.

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Este principio absoluto y trascendental tiene ciertamente sus mediaciones históricas, de lo contrario caeríamos en un craso fundamentalismo y falta de credibilidad. Hoy se insiste en las mediaciones para construir alternativas. No podemos quedarnos en la sola crítica, aunque ésta sea muy necesaria. La crítica sin alternativas y sin mediaciones, produce desesperanza e inactividad. Las mediaciones para la construcción de alternativas se sitúan en tres niveles distintos: el nivel utópico, el nivel de los proyectos y alternativas a largo plazo y el nivel de las tareas concretas [1]: 1) Nivel de las utopías La utopía por definición (u-topía = sin lugar) es escatológica. Es una escatología histórica, puesto que no se realiza en otro mundo, sino más allá de la muerte en nuestra propia historia. La utopía es lo que le da sentido y orientación a la historia. Además, esa utopía puede ser vivida fragmentariamente (nunca en plenitud) en miles de experiencias históricas, que adquieren un carácter simbólico o sacramental de la utopía escatológica. Nuestra utopía es la construcción del Reino de Dios en la historia, la Nueva Jerusalén que baja del cielo y la creación de Cielos y Tierra Nuevos. Toda esta realidad es escatológica, porque está más allá de la muerte: más allá de la dominación de las Bestias, más allá de la resurrección de los mártires, más allá del juicio final (cf. Ap. 19,11-21). En términos históricos, nuestra utopía del Reino exige desde ya una sociedad donde quepan todos y todas y que esté en plena armonía con la naturaleza. La utopía no es una ilusión o una pura construcción intelectual, sino un principio histórico, un proyecto, una lógica real que confronta y deslegitima el sistema actual en todas sus dimensiones. Si la Iglesia tiene esta utopía, está lógica, este principio histórico-trascendental, necesariamente entrará en confrontación con la lógica y legitimación del sistema actual y apuntará con claridad a un sistema alternativo[2]. 2) Nivel de proyectos, objetivos y alternativas a mediano plazo La utopía es revolucionaria y creíble, si es capaz de inspirar la búsqueda concreta de proyectos y objetivos a mediano plano. No se trata ni de soluciones inmediatas, ni de objetivos infinitos inalcanzables, sino de caminos creíbles y posibles de construir, aquí y más temprano que tarde, con el esfuerzo y la tenacidad de todos. En esta búsqueda la Iglesia tiene una tradición fundante y no se encuentra sola. Una tradición fundante, pues esa fue la tradición del Jubileo: descanso de la tierra y de la fuerza de trabajo cada seis días, liberación de los esclavos, condonación de las deudas, recuperación de la tierra y las propiedades perdidas por deuda cada siete y cada cincuenta años. Jesús asumió esta tradición y proclamó un año de Jubileo en la sinagoga de Nazaret, y nos enseñó a orar en estos mismos términos (el Padrenuestro). Las Bienaventuranzas y el Sermón de la Montaña responden igualmente a este tipo de tradición. La Enseñanza Social de la Iglesia, no como correctivo del sistema sino como lógica de una sociedad diferente, también está en esta tradición. La Iglesia de Medellín y la generación de obispos de Medellín, son los que han repensado la Enseñanza Social de la Iglesia como la dimensión social del Evangelio.

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La Iglesia asimismo no se halla sola en esta búsqueda. Hay en la actualidad muchas organizaciones humanitarias que están buscando alternativas y objetivos posibles a mediano plazo. Véase sólo, a manera de ejemplo, lo que dice el Manifiesto del Foro Internacional de las Alternativas: Es tiempo de revertir el curso de la historia... Es tiempo de poner la economía al servicio de los pueblos... Es tiempo de derribar el muro entre el Norte y el Sur... Es tiempo de encarar la crisis de civilización... Es tiempo de rechazar el poder del dinero... Es tiempo de mundializar las luchas sociales... Es tiempo de despertar la esperanza de los pueblos... Ha llegado el tiempo de las convergencias... El tiempo de la acción ya ha comenzado..[3]. Aquí aparece el auténtico espíritu del Jubileo bíblico. La búsqueda de alternativas a mediano plazo es el programa de muchas organizaciones internacionales a nivel económico, ecológico y de derechos humanos (como se manifestaron recientemente en Seattle, contra la Organización Mundial de Comercio); ésta es la plataforma también de miles de movimientos sociales en el mundo entero (como por ejemplo el movimiento de Campesinos sin Tierra en Brasil, y movimientos feministas, sindicalistas, ecológicos, de jóvenes e indígenas). Surge así una mundialización de la solidaridad, una mundialización de las luchas y resistencias, en búsqueda de una alternativa. La Iglesia debe entrar en esta mundialización con toda su capacidad educativa, ética, profética y espiritual; con toda su capacidad orgánica y estructural a nivel nacional, regional y mundial. La Iglesia, como institución, desde su propia tradición, con un lenguaje propio e inspirada en la utopía del Reino, tiene la capacidad de desarrollar proyectos, objetivos y alternativas a mediano plazo, especialmente identificada con los pobres y excluidos por el sistema. La acción a este nivel no significa que la Iglesia esté invadiendo el campo económico o político de una manera indebida. El lenguaje que ella usa a este nivel no es fundamentalmente técnico, sino ético y de inspiración evangélica. A manera de ejemplo podríamos enumerar algunos objetivos en este nivel, los cuales ya se están construyendo en toda América Latina:

La re-inserción de la Economía en la sociedad al servicio de la vida de todos. La Economía no es un ser “en sí y para sí”, sino que está al servicio de la vida de todos y todas. Hoy existe un diálogo muy fecundo entre la Economía y la Teología, que está construyendo una crítica de la Economía desde la vida humana y cósmica. La Economía ha tenido desde siempre principios éticos y teológicos que la Teología puede y debe discutir, principalmente desde el carácter absoluto de la vida humana y desde los pobres.

El fortalecimiento de la sociedad civil: los movimientos sociales y de ciudadanía. De la educación de base y la familia. Hoy vivimos un desplazamiento desde la sociedad

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política (‘toma del poder’) hacia la sociedad civil (‘creación de nuevos poderes’). La Iglesia tiene su lugar histórico propio en la sociedad civil por su fuerza ética y profética, por su capacidad educadora y como espacio de participación de los sectores mas excluidos.

En la actualidad la reforma de la Iglesia tiene su espacio propio más directamente en la sociedad civil que en la sociedad política, como fue en décadas pasadas. Desde la sociedad civil (desde abajo, desde la base, desde los pobres, desde los movimientos sociales) y a largo plazo, ella busca ciertamente también una reconstrucción de la Política, de la Democracia y del Estado. La reconstrucción del Estado, al servicio del Bien Común y en favor de los pobres y excluidos, lo mismo que en defensa de la naturaleza, ha sido desde siempre históricamente una preocupación de la Iglesia. Esta tarea se torna hoy dramática y urgente.

La participación de los nuevos sujetos sociales (mujeres, jóvenes, indígenas, afrodescendientes, etc.) en la construcción de la sociedad global y en la reforma de la Iglesia. Esta reforma debe asumir con seriedad la identidad, condición y situación de género. La pastoral específica de la Iglesia con mujeres, jóvenes, indígenas y afroamericanos está incidiendo de manera directa en la insurgencia de estos nuevos sujetos en la sociedad global. Urge una reforma del ministerio de la Iglesia que considere seriamente la participación de la mujer.

La mundialización de la solidaridad y de todos los movimientos de resistencia y lucha por alternativas posibles y creíbles desde los pobres y a mediano plazo. El carácter nacional, continental y universal de la Iglesia la hace especialmente significativa y eficaz en esta mundialización de la solidaridad. Tal mundialización exige a su vez una reforma del carácter autoritario y centralizador de las estructuras jerárquicas de la Iglesia.

La orientación radical del progreso tecnológico y de los medios de comunicación al servicio de la vida humana de todos y todas, así como de la vida de la madre naturaleza. También aquí la Iglesia debe desarrollar una ética no solamente correctiva, sino que modifique la propia lógica interna de la tecnología y de los medios de comunicación. Su principio ético y teológico básico en este terreno será como siempre el carácter absoluto y trascendente de la vida humana, en especial de la vida amenazada de los pobres y excluidos.

El reforzamiento y la democratización de los organismos internacionales (la Organización de las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otros). La Iglesia tiene ya una presencia significativa en estos organismos, la cual podría ser todavía más efectiva al servicio de los pueblos del Tercer Mundo.

Estos y otros muchos objetivos a mediano plazo son coherentes con el modelo de Iglesia que necesitamos en el Tercer Mundo. La reforma de la Iglesia debe hacerse en el contexto histórico de estos objetivos. Es en la coherencia de estos objetivos con la naturaleza propia y específica de la Iglesia, que descubrimos su misión evangelizadora en este momento que vive la humanidad. Con el Concilio Vaticano II la Iglesia se abrió

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al mundo. Hoy más que nunca el Mundo, sobre todo el Tercer Mundo, necesita de la Iglesia, pero de una Iglesia renovada, inserta en los procesos de construcción de alternativas para salvar al mundo. La Iglesia conservadora en cambio se encierra sobre sí misma, no sirve al mundo, sino que se sirve del mundo, principalmente de su poder y dinero, para salvarse como Iglesia. Tanto amó Dios al [Tercer] Mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn. 3,16). 3) Nivel de tareas y compromisos a corto plazo Las utopías y los objetivos generales ya tratados, deben inspirar tareas a corto plazo donde la Iglesia concretice y haga creíble su misión propia y específica. Aquí únicamente enumeraremos las tareas que nos parecen más evidentes, y que muchas iglesias ya realizan en América Latina. Estas tareas se cumplen a nivel local, regional, nacional e internacional:

La anulación de la deuda externa de los países pobres.

Regulaciones ecológicas nacionales e internacionales con carácter normativo y obligatorio.

La desmilitarización y el control internacional del comercio de armas.

El fin de la pena de muerte.

La creación de un Derecho Internacional con sus tribunales correspondientes.

Los derechos humanos, la paz, la no-violencia activa.

El apoyo a los migrantes internacionales y desplazados internos.

La protección de las tradiciones y los bienes culturales de los pueblos.

...y miles de tareas más, donde las iglesias realmente evangelizan y hacen creíble su utopía del Reino y sus objetivos y estrategias a mediano y largo plazo. 3.2.3. Reforma de la Iglesia en la construcción de un modelo eclesial alternativo La construcción de un modelo alternativo de Iglesia supone una serie de reformas internas. Aquí enumeramos las reformas sobre las cuales empieza ya a surgir un consenso eclesial, las cuales ya han sido propuestas o están en vías de realización. Algunas de estas tareas nos pueden parecer imposibles o fuera de nuestras

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posibilidades de acción. No importa: hay que vivir la Iglesia, desde la base, como si estas reformas ya existieran o estuvieran caminando. 1) A nivel internacional y regional

La reforma del ejercicio del primado y del papado: un nuevo tipo de comunión

igualitaria con otras iglesias y el ejercicio colegiado de la autoridad del Papa. La superación del centralismo de la curia romana. Una mayor autonomía del

CELAM y de las conferencias episcopales. La comunión orgánica y estructurada de todas las iglesias cristianas del Tercer Mundo (Asia, Oceanía, Africa y América Latina). La superación del eurocentrismo de las iglesias y la creación de un nuevo policentrismo desde el Sur y desde el mundo no-occidental.

El diálogo inter-religioso entre las grandes religiones del mundo, basado en la defensa de la vida, la justicia y la paz. El fortalecimiento del “Parlamento de las Religiones del Mundo”. La primacía del diálogo con las religiones del Tercer Mundo.

2) A nivel nacional y local

El fortalecimiento de las conferencias episcopales.

Una mayor participación de la Iglesia local en la elección de los nuevos obispos.

La reforma de los seminarios y las facultades de Teología.

El fortalecimiento del ecumenismo al servicio de la vida, especialmente de los pobres y excluidos. La superación del sectarismo, el proselitismo y toda tendencia excluyente y discriminante. El diálogo inter-religioso; en América Latina, sobre todo con nuestros pueblos autóctonos.

3.2.4. Instrumentos y tareas concretas para la reforma de la Iglesia y la construcción de un nuevo modelo eclesial 1) A un nivel fundante y radical las tres fuerzas fundantes de la Iglesia son:

1. La Solidaridad (la Misericordia, la Justicia). 2. La Palabra de Dios. 3. La Espiritualidad.

Estas tres fuerzas responden a la realidad misma de Dios que es Amor (Agápe), Palabra (Logos) y Espíritu (Pneuma). Estas tres fuerzas son radicales, pues nacen del seno mismo del Pueblo de Dios, no de su estructura jerárquica. Estas fuerzas son eficaces cuando actúan de forma simultánea: la Solidaridad debe ir con la Palabra y la

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Espiritualidad, de lo contrario caemos en el solidarismo. La Palabra de Dios debe caminar con la Solidaridad y el Espíritu, de lo contrario caemos en el fundamentalismo. La Espiritualidad debe vivir en la Solidaridad y desde la Palabra de Dios, de lo contrario caemos en el espiritualismo. 2) A un nivel estructural Actualmente observamos las siguientes reformas eclesiales concretas, las cuales de una u otra manera se mantienen y fortalecen en todo el continente:

Las Comunidades Eclesiales de Base y similares, como un espacio de participación consciente y creativo de todo el Pueblo de Dios, de manera especial de los pobres y excluidos.

Los ministerios laicales, en toda su diversidad, principalmente entre los excluidos y los nuevos sujetos: los jóvenes, las mujeres, los campesinos, los indígenas, los negros y los habitantes suburbanos.

La superación de la distinción entre los ‘laicos’ y ‘clérigos’, inexistente en los dos primeros siglos de la Iglesia. El fortalecimiento de las dimensiones sacerdotal, profética y ministerial de todo el Pueblo de Dios.

El fortalecimiento del ser humano como sujeto en la Iglesia, sobre todo hoy, que el sistema aplasta a todos y los transforma en objetos. La construcción del sujeto en comunidad y con subjetividad. Hay que levantar como sujetos especialmente a los más oprimidos y excluidos.

Un nuevo modo de ejercicio de la autoridad jerárquica en la Iglesia. No desde la cumbre de una estructura de poder, sino desde el corazón y centro de una comunión de comunidades y movimientos. La reforma de la Iglesia no niega la necesidad de la autoridad en ella, hoy en particular, para hacer frente a los procesos de fragmentación y desintegración de la sociedad. Lo que se busca reformar es sólo el modo de ejercer dicha autoridad.

3) Al nivel de la formación teológica y espiritual del Pueblo de Dios

La formación bíblica y teológica de las Comunidades de Base, principalmente de sus ministros y animadores.

El fortalecimiento del Movimiento Bíblico y de la Lectura Comunitaria de la Biblia. Poner la Biblia en manos del Pueblo de Dios. Interpretarla en comunidad, con la ayuda de la Ciencia Bíblica y del Magisterio, lo que exige poner a ambos al servicio de la Palabra de Dios, que es la máxima autoridad en la Iglesia (Dei Verbum 10). Que todo bautizado pueda discernir y anunciar la Palabra de Dios con autoridad, legitimidad, autonomía, eficacia y seguridad.

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El desarrollo y la renovación de la Teología de la Liberación y de todas las nuevas corrientes de la Teología latinoamericana. La Teología, sobre todo en manos de los laicos y laicas, es una fuerza importante de este nuevo modelo de Iglesia comunión de comunidades.

El desarrollo y fortalecimiento de una Espiritualidad liberadora en todos los niveles eclesiales.

El fortalecimiento de la Vida Religiosa, especialmente la inserta entre los pobres.

La reactualización constante y tenaz de la Tradición del Concilio Vaticano II, y de manera particular de la Tradición fundante de la Iglesia latinoamericana basada en las conferencias de Medellín, Puebla y Santo Domingo. Entregar esta Tradición a las nuevas generaciones.

ANEXO 1

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PISTAS PARA ELABORAR ENSAYOS

1. Un ensayo es una mezcla entre el arte y la ciencia (es decir, tiene un elemento creativo - literario y otro lógico de manejo de ideas) Por ser un género híbrido, el ensayo puede cobijar todas las áreas del conocimiento; sin embargo necesita de una fineza de escritura que lo haga altamente literario.

2. No es un comentario, es una reflexión compuesta por un conjunto de ideas

coherentemente relacionadas que deben estar sustentadas en otros autores. Generalmente la sustentación se hace a través del pie de página, notas o referencias bibliográficas. La calidad de un ensayo se mide por la calidad de las ideas, por la manera como las expone, las confronta o pone a consideración. Si no hay argumentos de peso y las ideas no están bien sustentadas, el ensayo cae en un mero parecer o suposición. Precisamente ensayo viene de exagium que significa pesar, poner en la balanza.

3. Un ensayo discurre, es un discurso pleno, con hilo conductor, que encadena las

ideas y las hace girar en torno al propósito del mismo. No es sumando ideas o colocándolas una tras otra, como una colcha de retazos; es tejiéndolas de manera organizada, jerarquizada. En el ensayo al igual que en la música debe haber una lógica de composición, por lo que se requiere previamente a su elaboración un mapa, guía o esbozo que oriente su redacción.

4. El ensayo requiere de conectores, ellos son como las bisagras que evitan su

desarticulación. Hay conectores de relación, consecuencia, casualidad y también para resumir o enfatizar. Unido a los conectores se requiere bien uso de los signos de puntuación, pues de su uso depende que el ensayo sea ágil, liviano y ameno o por el contrario pesado, monótono y farragoso.

5. En la elaboración del ensayo se debe tener en cuenta

El ensayo consta de tres partes; introducción, cuerpo y conclusión. La

introducción indica el propósito y el motivo de cada una de las partes que conforman al ensayo. El cuerpo desarrolla las ideas y fundamenta el propósito. La conclusión valora y explica si se cumple o no el propósito del ensayo.

La idea base que articula el texto, es decir, la idea fuerte o los argumentos que se desean debatir o poner en cuestionamiento. Esta idea (tesis) debe ser sustentada en el cuerpo del ensayo.

Las fuentes o autores que sustentan los argumentos; es decir, cuales son los puntos de referencia. En este aspecto es vital la bibliografía, la referencia bibliográfica y el pie de página.

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Lo que se quiere decir en cada párrafo. Es importante realizar un esbozo antes de escribir el ensayo con el fin de que oriente su elaboración. El primer párrafo cumple doble función: la primera orientar al lector y prepararlo para la lectura, y la segunda seducirlo. El último párrafo tiene la función de hacer la conclusión del escrito y dejar abierta la posibilidad de realizar otro ensayo siguiendo en la misma línea pero profundizando en aquel aspecto que ha considerado importante.

No existe una extensión delimitada del ensayo, pero se sugiere que oscile entre tres y diez páginas. Independientemente de la extensión, todo ensayo debe contener una tesis con sus pros y contras, y la síntesis. No olvidar que el ensayo es una unidad escritura completa.

Lo anterior son recomendaciones, no imposiciones. Se debe recordar que existe

una gran variedad de estilos validos para elaborar ensayos

6. El ensayo permite ir ordenando la mente, ir evidenciando la dificultad o lucidez de quien escribe, a la vez que pone de relieve aquellos campos grises de toda disciplina o ciencia. En consecuencia, el ensayo por su capacidad para juzgar, se constituye en el espejo del propio pensamiento y de las ciencias.