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MÓDULO 2101- ANTECEDENTES DE LA PSICOLOGÍA 1 Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: Tortosa, G.F. (1998) Una historia de la Psicología Moderna. Madrid. McGraw-Hill. UNIDAD II LOS COMIENZOS DE LA PSICOFISIOLOGÍA EXPERIMENTAL Lectura 1 Tortosa, G.F. (1998) Una Historia de la Psicología Moderna. Madrid. McGraw-Hill. Cap. 3 Para la Unidad II Los comienzos de la Psicofisiología experimental estudia este artículo de Tortosa. U U N N I I D D A A D D I I I I . . L OS C OMIENZOS DE LA P SICOFÍSIOLOGÍA E XPERIMENTAL IDEAS PSICOLÓGICAS EN LAS CIENCIAS NATURALES EUROPEAS 1. INTRODUCCIÓN El conocimiento del sistema nervioso anterior al siglo xix quedaba reducido básicamente a las explicaciones de la medicina clásica griega. Hipócrates (460-370 a. C., aprox.) y Galeno (129-199 d. C., aprox.) habían localizado la sede de la vida psíquica en el cerebro, frente a Aristóteles (384-322 a. C.), que la situaba en el corazón. Galeno pro-puso tres importantes teorías médico-psicológicas: la idea del sistema nervioso como una red neumática de tubos huecos, que van desde los ventrículos cerebrales, donde se originan, a todo el organismo como vías sensoriales y motrices; la distinción de los nervios en sensitivos y motores, y la idea de los espíritus animales, que circulan por aquella red. Con estas hipótesis pretendía explicar la corriente nerviosa, la sensación y el movimiento. La teoría de los «espíritus animales», nunca probada, sobreviviría hasta el siglo xviii y la relativa a la distinción de los nervios no alcanzó su verificación experimental hasta el siglo xix. No menos antiguos resultan los primeros planteamientos sobre cues- tiones relativas a la hipnosis. En efecto, comenzaron con las prácticas rituales de los antiguos sacerdotes y curanderos destinadas a comprender Este capitulo ha sido realizado por los doctores J. Quintana (Universidad Autónoma de Madrid) y F. Tortosa (Universitat de Valencia) .

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MÓDULO 2101- ANTECEDENTES DE LA PSICOLOGÍA 1

Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: Tortosa, G.F. (1998) Una historia de la Psicología Moderna. Madrid. McGraw-Hill.

UNIDAD II LOS COMIENZOS DE LA PSICOFISIOLOGÍA EXPERIMENTAL

L e c t u r a 1 Tortosa, G.F. (1998) Una Historia de la Psicología Moderna. Madrid.

McGraw-Hill. Cap. 3

Para la Unidad II Los comienzos de la Psicofisiología experimental estudia este artículo de Tortosa.

UU NN II DD AA DD II II ..

L O S C O M I E N Z O S D E L A P S I C O F Í S I O L O G Í A E X P E R I M E N T A L

• IDEAS PSICOLÓGICAS EN LAS CIENCIAS

NATURALES EUROPEAS 1. INTRODUCCIÓN El conocimiento del sistema nervioso anterior al siglo xix quedaba reducido básicamente a las explicaciones de la medicina clásica griega. Hipócrates (460-370 a. C., aprox.) y Galeno (129-199 d. C., aprox.) habían localizado la sede de la vida psíquica en el cerebro, frente a Aristóteles (384-322 a. C.), que la situaba en el corazón. Galeno pro-puso tres importantes teorías médico-psicológicas: la idea del sistema nervioso como una red neumática de tubos huecos, que van desde los ventrículos cerebrales, donde se originan, a todo el organismo como vías sensoriales y motrices; la distinción de los nervios en sensitivos y motores, y la idea de los espíritus animales, que circulan por aquella red. Con estas hipótesis pretendía explicar la corriente nerviosa, la sensación y el movimiento. La teoría de los «espíritus animales», nunca probada, sobreviviría hasta el siglo xviii y la relativa a la distinción de los nervios no alcanzó su verificación experimental hasta el siglo xix.

No menos antiguos resultan los primeros planteamientos sobre cues-tiones relativas a la hipnosis. En efecto, comenzaron con las prácticas rituales de los antiguos sacerdotes y curanderos destinadas a comprender

• Este capitulo ha sido realizado por los doctores J. Quintana (Universidad Autónoma de

Madrid) y F. Tortosa (Universitat de Valencia) .

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y producir cambios en los procesos cognitivos, psicofisiológicos, perceptuales y conductuales de los demás y de ellos mismos y aun en el mundo que les rodeaba. De hecho, en todas las grandes culturas, de una u otra manera, deliberadamente o no, sacerdotes, curanderos, brujos, cha-manes y médicos han utilizado los efectos de la sugestión para adornar, destacar o potenciar la eficacia de drogas y fármacos u otros procedimientos físicos o psicológicos de intervención (MacHovec, 1979; Edmonston, 1986). No obstante, la primera formulación canónica de una concepción magnética (denominación inicial de los fenómenos hipnóticos, tales como comportamientos extraños, enfermedades, tratamientos, etc.) no llegaría hasta el Renacimiento.

A mediados del siglo xvn, Descartes propuso una versión hidráulica del modelo galénico, añadiéndole la hipótesis de la ondulatio refiera, tomando el cerebro como centro de reflexión y reforzando el automatismo y el mecanicismo de la sensación y de los movimientos involuntarios. El siglo xvni, fuertemente preocupado por la cuestión de la naturaleza de la corriente nerviosa, modificó sustancialmente aquellas doctrinas: los nervios pasaron a ser considerados como fibras sólidas a las que se dotó de ciertas cualidades físicas (por ejemplo, la vis nervosa) que las hacía aptas para explicar las clásicas cuestiones de la corriente nerviosa, la sensación y el movimiento. Presentaron teorías específicas sobre la corriente nerviosa Borelli (1608-1679), Newton (1642-1722), Von Haller (1708-1777), Prochaska (1749-1820) y Galvani (1737-1798), éste con su célebre hipótesis de la electricidad animal. Respecto de la naturaleza del movimiento involuntario de los organismos se pasó de la noción de reflexión mecánica cartesiana a la de una reflexión vital, que conlleva una función confusa y oscuramente psíquica, especie de sensibilidad no percibida: así Wytt (1714-1766), Unzer (1727-1799) y Prochaska, que además colocaron el sensorium commune (o centro de reflexión) en la médula espinal y que dieron a la reacción el nombre de acción refleja.

Al alborear el siglo xIx, aquella psicofisiología permanecía aún limitada a los temas de la sensación y el movimiento, y apenas tenía nada que decir de la naturaleza del sujeto psicológico y de sus procesos superiores. Más pronto se iba a producir un profundo cambio cien-tífico. Aparecida la Fisiología experimental del sistema nervioso, la investigación de aquellos clásicos problemas llevaría a los fisiólogos a afrontar un conjunto de inesperadas cuestiones psicológicas, que, aunque excedían sus objetivos específicos, serían tratadas y resueltas por ellos mismos con los criterios científicos de su ciencia original. Y fue así como los resultados psicofisiológicos obtenidos en la primera mitad del xix iban a constituir una

de las dimensiones fundamentales del pasado inmediato de la posterior psicología científica.

2. FISIOLOGÍA DE LOS NERVIOS Y PSICOLOGÍA (PRIMERA MITAD

DEL SIGLO XIX) La fisiología había trabajado hasta el momento con el supuesto de que todos los nervios tienen idéntica naturaleza morfológica, cumplen una misma función, conducen en ambas direcciones y son vehículos pasivos de la corriente nerviosa. Mas, trabajando de manera independiente, los fisiólogos Ch. Bell (1774-1842), en 1811, y F. Magendie (1783-1855), en 1826, demostraron experimentalmente que existe una distinción es-tructural y funcional entre nervios sensitivos y nervios motores (Ley de Bell-Magendie): los nervios conectados con la médula por sus raíces posteriores (sensoriales) transmiten señales del ambiente externo al interno, mientras que los conectados por sus raíces anteriores (motores) transmiten impulsos desde el cerebro a la periferia. Aquel descubri-miento era importante tanto para la fisiología como para la psicología, pues ponía las bases para una investigación experimental de la sensa-ción y del movimiento como funciones fisiológicas y psicológicas se-paradas. Bell hizo además otras contribuciones de interés para ambas ciencias: enunció la Ley de la dirección única [en la conducción] del sistema nervioso (importante para la comprensión psicológica de la acción involuntaria y del arco reflejo) y descubrió el sentido muscular (capacidad sensorial, además de motora, de las fibras musculares) que, pasado un tiempo, se convertiría en la base teórica de la explicación científica del automatismo de las conductas reflejas complejas (W. Ja-mes, Pavlov, Watson).

La cuestión de las energías específicas de los nervios, conocida desde la antigüedad, fue retomada ahora por el experimentalista J. Mü-ller (1801-1858), catedrático de Fisiología en Berlín y padre de la fi-siología experimental en Alemania, que le dio nombre propio y la for-muló de manera exacta en su Tratado de fisiología del hombre, I-VI (1833-1840). Analíticamente, la Ley de Müller contiene los siguientes principios: 1) Primacía del nervio sobre la mente en el proceso del co-nocimiento: la sensación provocada por un estímulo consiste en un cono-cimiento de ciertas cualidades o condiciones, no de los objetos exteriores, sino del estado de los mismos nervios sensoriales; Helmholtz y Wundt

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verían en esta ley una versión empirista de la teoría kantiana del innatismo perceptivo. 2) Especificidad de los nervios: cada nervio transmite sólo una determinada energía específica (por ejemplo, luminosa o auditiva). 3) Correspondencia objeto-nervio: existe una especie de isomorfismo entre las cualidades de los objetos y las de los nervios, que hace que aquéllos sean «adecuados» para la estimulación de éstos. 4) Localización de la fuente de la especificidad nerviosa en el cerebro. 5) Poder selectivo de la mente sobre las energías específicas: la mente «tiene una influencia directa» sobre las sensaciones, les «imparte intensidad» y tiene poder de darle a un sentido una «actividad predominante». Su discípulo Helmholtz saludó la Ley de Müller como un evento científico comparable en importancia a la Ley de la gravitación universal de Newton. El mismo, para explicar la percepción de colores diferentes, extendió en 1852 su significado a las fibras nerviosas y enunció la de-nominada Ley de las energías específicas de las fibras, que aplicó a los campos de la visión y de la audición. Importante para el estudio fisiológico de la sensación, la doctrina de la especificidad constituía un ines-timable apoyo para todos aquellos que ya por aquellas fechas trataban de profundizar, bien en la fisiología sensorial, bien en la cerebral.

A lo largo de las primeras décadas del siglo xIx proliferaron los estudios científicos en fisiología —y de psicofisiología— sensorial (Bell, Steinbuch, Purkinje, Müller, etc.). Mientras que los denominados sentidos nobles (visión y audición) atraían especialmente la atención de aquellos científicos, el conocimiento detallado sobre los sentidos del olfato y el gusto debió esperar hasta finales del siglo. Por lo que respecta al sentido del tacto, iniciándose en la década de 1830, su investigación científica iba a tener una especial relevancia para la formulación de la futura psicofísica.

Precisamente en el proceso histórico hacia la formulación de la misma, las aportaciones de E. H. Weber (1795-1878), catedrático de Fisiología en Leipzig, sobre las sensaciones táctiles (publicadas en 1834 y 1846) resultaron especialmente relevantes. Su preocupación básica era determinar los límites de la sensibilidad absoluta del ser humano, y de su capacidad de discriminación, de manera que las nociones de umbral (absoluto y diferencial) y de mínima diferencia perceptible («m.d.p.») vinieron a ser claves para su investigación experimental de la sensación. Mientras investigaba sobre la sensibilidad relativa a los sentidos cutáneo y muscular, Weber realizó un grupo de experimentos que, en su conjunto, iban a resultar muy fructíferos para el nacimiento de la psicología experimental. Su esquema experimental era sencillo: una vez fijado el

umbral absoluto de sensibilidad, cuyo estímulo se con-vierte en estándar de comparación, se procedía a la adición de cantidades diferenciales de estímulo capaces de provocar una«m.d.p.». Pues bien, la reflexión sobre los resultados le dio a conocer que la percepción de una diferencia de estímulo (la «m.d.p.») no depende de la magnitud absoluta de esta diferencia, sino de la razón entre la misma y el están-dar de comparación (por ejemplo, de una fracción del tipo 1/4 del es-tándar), razón que es constante para cada sentido, cualquiera que sea el valor del estímulo inicial, y que es diferente para cada modalidad sen-sorial [según la formula dI/I = K, donde «d» representa el incremento del estímulo, «I» y «K» una constante]. Weber generalizó estos resulta-dos al resto de los sentidos y reunió pruebas complementarias del fenó-meno, particularmente en los campos de la visión y de la audición1. Con sus ingeniosos experimentos sobre la sensibilidad discriminativa, mostró que con suficiente iniciativa y paciencia incluso los fisiólogos podían experimentar sobre cuestiones psicológicas, y dio a Fechner una generalización empírica de incalculable valor para su formulación de la psicofísica en 1860.

Aunque la fisiología del siglo xviii había afirmado la idea de la «reflexión vital», no había documentado científicamente la supuesta conexión de los reflejos con el principio consciente. El tema fue reto-mado nuevamente en el siglo xix. Basándose en investigaciones ex-perimentales sobre la médula espinal en animales decapitados, rea-lizadas hacia 1833, el fisiólogo M. Hall (1790-1859) pudo concluir que en tales casos la reacción dependía de la médula, aunque ésta se hallase desconectada del cerebro, y que, en tanto que sensorium commune, actuaba como una especie de cerebro espinal, y no como un simple manojo de nervios; Hall vio, pues, en ella las características de otro 1 En el campo de la fotometría, el astrónomo, matemático y óptico P. Bouger había realizado en 1729 un experimento destinado a medir la sensibilidad del ojo a la luz proyectada sobre una pantalla, variando la cantidad y la combinación de las lámparas; Bouger encontró que al aumentar el estímulo no crecía en la misma proporción la sen-sación correspondiente, y que para poder distinguir una diferencia de estímulo era ne-cesario que la iluminación adicional difiriese por lo menos un 1/64 del mismo. Bouger registró el hecho, pero éste quedó sin interpretar; Weber transformaría este problema de física en un problema de psicofisiología. En el campo de la acústica, las investigaciones de C. E. J. Delezenne, realizadas en 1827, apoyaban la hipótesis de Weber, puesto que había comprobado que, si se compara el sonido de un alambre de una determinada longitud y tensión con el de otro similar pero ligeramente más largo, se requería una diferencia constante

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cerebro ampliamente independiente del cerebro superior2. La aportación más importante de Hall a la psicofisiología fue su esclarecimiento de las relaciones entre las acciones reflejas y la conciencia: independientes del cerebro y del cerebelo, los reflejos (medulares) carecen en absoluto de conciencia y, por tanto, son automáticos y mecánicos. Esta hipótesis provocó una viva polémica sobre la cuestión de la sede del alma. Nadie en aquellos años ponía en duda que el cerebro fuera la sede del alma espiritual, pero su afirmación de la existencia de dos cerebros en el hombre (uno en la cabeza y otro en la espina dorsal), y paralelamente de un doble control de las diversas formas de vida, llevó a algunos filósofos y fisiólogos a postular, junto al alma cerebral, la existencia de un alma espinal. La nueva hipótesis hacía peligrar la espiritualidad del alma cerebral: si efectivamente los fisiólogos se hallaban ya en disposición de descifrar científicamente la naturaleza de la sede del alma espinal, el esclarecimiento científico de la del alma espiritual sería ya mera cuestión de tiempo. Esta posibilidad comenzó a preocupar profundamente a los espiritualistas. De hecho, los descubrimientos de Flourens sobre el cerebro, de 1824, se habían mostrado ya muy pro-metedores al respecto, y la ulterior y revolucionaria tesis de los reflejos del cerebro» de Sechenov, de 1863, vendría a culminar el proceso de identificación funcional mecanicista de ambas sedes del alma. En todo caso, entre los fisiólogos de mediados del siglo xix la perenne controversia mecanicismo vs vitalismo se decantaría, incluso en el tema que nos ocupa, del lado del mecanicismo.

El conocimiento científico del impulso nervioso experimentó un salto espectacular cuando un discípulo de J. Müller (que le sucedió en la Cátedra de Berlín), E. du Bois-Reymond (1818-1896), descubrió experimentalmente su naturaleza eléctrica, como quedó reflejado en su teoría de la «polarización de los tejidos animales», de 1848. El nuevo descubrimiento constituyó un gran paso, tanto para la fisiología de la corriente nerviosa como para la psicología de la sensación, pues eliminaba definitivamente varias rémoras históricas nunca probadas (por ejemplo, teorías de los «espíritus animales», de la neumática del alma y de la vis nervosa) y, al mismo tiempo, ponía a disposición de los fisió-

logos un nuevo concepto que posibilitaba la investigación científica de los procesos de sensación y de movimiento.

2 Se demostraba experimentalmente la existencia de movimientos involuntarios e inconscientes (dependientes de la médula espinal) junto a los movimientos voluntarios y conscientes (dependientes del cerebro). En lo sucesivo, y hasta que I. P. Pavlov (1849-1936) descubriera, años más tarde, que era posible aprender respuestas reflejas, el estudio de los reflejos quedó reservado a los fisiólogos, mientras que los interesados en la psicología se centraron preferentemente en el estudio de las reacciones voluntarias, y más específicamente en el estudio de los tiempos de reacción.

En tanto que toda corriente eléctrica tarda un tiempo en recorrer un espacio, el impulso nervioso debe ser, en principio, medible. Müller no creía en tal posibilidad, pero lo cierto es que en 1850 su discípulo H. L. F. von Helmholtz (1821-1894) dio a conocer su hallazgo de la medición de los tiempos de reacción nerviosa en animales y hombres. Tras construir un miógrafo 3, aplicó la siguiente estrategia experimental: sobre un preparado nervomuscular de pata de rana, estimuló un nervio en dos puntos, a diferentes distancias del lugar de conexión con el músculo correspondiente; midió el tiempo de reacción muscular en cada punto de estimulación y sustrajo un tiempo de otro; esto le permitió conocer el tiempo real invertido en el espacio entre ambos puntos. Luego, aplicando la fórmula clásica v(elocidad) = e(spacio)/ t(iempo), concluyó que para el nervio motor de la rana la velocidad de propagación es de unos 27,4 metros/segundo (con sujetos humanos dicha velocidad era de unos 35 m/s). Las mediciones realizadas por otros fisiólogos resultaron compatibles con las de HelmhoItz. Para los nervios sensoriales éste utilizó un organismo intacto y la velocidad estaba entre 50 y 100 m/s. Como las de Bell, Müller o Hall, las constataciones experimentales de Helmholtz tenían una extraordinaria repercusión en el ámbito psicológico: implicaban el ocaso de la tesis tradicional de la instantaneidad entre el movimiento voluntario de un órgano corporal y el acto de la voluntad; implicaban asimismo la inscripción del psiquismo en el ámbito de la temporalidad real y, por tanto, en el contexto de las ciencias naturales; y, en fin, podían sugerir incluso la aplicación de la misma estrategia a mediciones específicamente psicológicas, lo que ponía al descubierto el hecho de que la mente era susceptible de control experimental. Todo lo que se necesitaba para hacer de la psicología una ciencia natural era iniciativa para diseñar estrategias e instrumentos adecuados, audacia para aplicarlos a la experimentación específicamente psicológica y tesón para persistir en este empeño.

3 Tambor giratorio capaz de medir los retrasos en la contracción muscular al variar la

longitud del nervio.

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3. FISIOLOGÍA DEL CEREBRO Y PSICOLOGÍA La complejidad del cerebro, la falta de instrumentos adecuados para su estudio y las prevenciones sociales debidas a su condición de sede del alma hicieron que todavía en los inicios del siglo xix la investigación científica de su naturaleza y funciones siguiera siendo casi inexistente. No obstante, por esas fechas, los fisiólogos comenzaron a pensar que la cuestión de la localización del alma en el cerebro no era realmente un problema científico, sino un pseudoproblema que la metafísica y la teología habían trasvasado a la ciencia, y que, desde el punto de vista cien-tífico, lo importante era investigar no tanto dicha cuestión cuanto el problema de las funciones mentales en relación con su sede orgánica, cuestión estrictamente natural y susceptible de tratamiento experimental y de interpretación científica. La nueva investigación se realizó a lo largo del siglo xtx en tres etapas sucesivas (una «frenológica», otra,de «ablaciones cerebrales» y otra de « estimulación eléctrica»), diferencia-das por el método básico seguido en cada una de ellas.

La frenología tiene su antecedente más inmediato en la fisiognomía (1874) de J. G. Lavater (1741-1801), la cual puede ser considerada más como un fenómeno de transición hacia la verdadera ciencia del cerebro que como un movimiento propiamente científico. El protagonista más destacado de la Frenología fue el anatomista F. J. Gall (1758-1828), médico en Viena, que desde 1806 dedicó su vida a relacionar las características mentales de cada individuo con la forma externa de su cabeza. Estando ya en París, se le unió el fisiólogo J. K. Spurzheim (1776-1832), y juntos dieron a conocer en 1808 el primer escrito frenológico, que fue rechazado por un Comité del Instituto de Francia, del que formaban parte, entre otros, el médico Ph. Pinel y el naturalista Cuvier 4. Gall hablaba de fisiognomía y de craneología; pero en 1815 J. Foster sugirió el nombre de frenología, que Spurzheim (1825) hizo clásico como doctrina de la mente humana. La frenología de Gall se basa en los siguientes principios: 1) La parte exterior del cráneo se corresponde con la de su interior y ésta, a su vez, con la superficie del cerebro. 2) La mente puede ser analizada adecuadamente en un cierto número de facultades, poderes o funciones. 3) El exceso de una facultad, originado quizás por su mayor uso, está correlacionado con un agrandamiento del centro cortica] en el que tiene su

asiento, y como consecuencia también con una protuberancia paralela en el cráneo. 4) La craneoscopia (u observación por simple tacto sobre la superficie del cráneo) tiene capacidad predictiva en relación con el número y calidad de las funciones mentales del sujeto. Esta concepción analítica de la mente pudo ser sugerida a Gall por la psicología de las facultades que el escocés Th. Reid había elaborado en la década de 1780; Gall aumentó hasta 37 los pode-res psíquicos de la mente, y su lista fue completada y mejorada por Spurzheim. La crítica médica fue unánime en rechazar los métodos y las elucubraciones de Gall; lo fue igualmente la crítica psicológica, por entender que su análisis de la mente era burdo, que lo era asimismo su tesis de la localización puntual y que su pretensión de deducir de las conformaciones craneanas la localización y el grado de capacidad de los poderes mentales carecía de todo fundamento científico. No obstante, la frenología cumplió un importante papel histórico, pues, mientras popularizaba sus resu

4 La obra más importante del movimiento frenológico es Anatomía y fisiología del sistema nervioso en general, y del cerebro en particular (1810-1819), de Gall. que fue reeditada con el título Acerca de las funciones del cerebro (1822-1825).

ltados, acostumbró a los intelectuales a oír hablar de los estudios científicos sobre el cerebro, despejando así el camino de las prevenciones sociales contra tales estudios y posibilitando el inicio de una investigación verdaderamente científica sobre su estructura y funciones. El camino hacia la frenología científica tuvo además otros protagonistas. Ya en 1801 el médico M. Bichat (1771-1802) había localizado las funciones de percepción, memoria e inteligencia en el cerebro, y las emociones en las vísceras. Otros científicos (por ejemplo, Bel] o Ro-lando) habían supuesto que el cerebro podía estar formado estructural-mente de componentes distintos, con funciones distintas para cada uno. No obstante, la figura más relevante en este campo fue el anatomista y fisiólogo parisino P. Flourens (1794-1867), con sus investigaciones experimentales sobre las funciones del sistema nervioso, de 1824. En su Examen de la frenología (1842), Flourens criticó la «mala» frenología o frenología fantástica (de Gall) y estableció, en su lugar, una fisiología cerebral auténticamente científica, que calificó como «la buena» frenología. Flourens dominaba a la perfección la técnica quirúrgica de las ablaciones cerebrales, estaba dotado de un singular ingenio para proyectar experimentos y de una sobresaliente capacidad para extraer conclusiones científicas precisas a partir de los datos de laboratorio. Realizaba extirpaciones de partes del cerebro de un organismo vivo sin dañar las partes contiguas y observaba los efectos subsiguientes sobre el comportamiento del animal. Tras dividir el sistema nervioso en seis

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unidades o estructuras anatómicas naturales y operar sobre cada una de ellas, concluyó que «todas estas distintas partes del sistema nervioso tienen propiedades específicas, funciones propias, efectos distintos: y (que), a pesar de la maravillosa diversidad de sus propiedades, funciones y efectos, constituyen, sin embargo, un sistema único» (Flourens, 1824). Categorizó la «acción funcional específica» de cada parte como principio de «acción propia», y la «acción funcional común» del cerebro como principio de «acción común». De acuerdo con el prime-ro, Flourens señaló cuáles eran las funciones correspondientes a los lóbulos cerebrales, el cerebelo, la médula oblongada, los tubérculos cuadrigéminos, la médula espinal y los nervios; y, de acuerdo con el segundo, defendió la tesis de que el cerebro actúa como un sistema funcional único, en sí mismo y con el resto del sistema nervioso, de manera que se puede afirmar que «la unidad lo rige todo, está en todas partes y lo domina todo». El rigor técnico experimental y la seriedad y preci-sión de sus conclusiones teóricas dejaron en evidencia tradicionales elu-cubraciones de sillón (tales como el papel psicológico de la glándula pineal o las localizaciones frenológicas, etc.). Además, sus demostraciones experimentales y sus conclusiones teóricas, más allá de su valor propio, dejaron clara la necesidad de hacer de la fisiología un soporte esencial de la psicología. Su posición teórica moderada (no una localización cerebral puntual, sino en grandes áreas) ayudó a una aceptación general de sus doctrinas por parte de la comunidad científica.

La historia inmediata posterior rompió el equilibrio instituido por Flourens, apostando claramente por una solución más atomista. Utilizando el microscopio, en la década de 1830 se descubrió la naturaleza celular de los tejidos nerviosos (por ejemplo, Lister, Remak, Ehremberg), lo cual condujo, en la década de los cincuenta, a considerar el sistema nervioso como un conjunto de células (o centros) conectadas por fibras (por ejemplo, Waller, Gerlach). Entre 1850 y 1870, los fisiólogos llegarían a saber que el cerebro estaba constituido por millones de estos centros celulares unidos por fibras diminutas, lo que implicaba un apoyo incalculable para las concepciones atomistas y asociacionistas, tanto en fisiología como en psicología. Pues bien, fue en este con-texto científico como se inició, en 1870, la era de la estimulación eléctrica del cerebro y, con ella, la de la localización cerebral puntual de las funciones sensoriales y motoras. Ya en 1861 el cirujano P. Broca (1824-1880) había encontrado una evidencia empírica (clínica) de la tesis de las localizaciones puntuales, en lo relativo al

«centro del lenguaje» 5. No obstante, faltaba todavía la evidencia experimental. De hecho, hacia 1870 no se disponía aún de evidencias empíricas suficientes sobre la localización de las funciones motoras en el cerebro; incluso parecía que no las habría nunca, dado que se aceptaba el dogma de que el cerebro era un órgano inexcitable e insensible a la estimulación. La posibilidad de disponer de la electricidad como medio de estimulación de áreas cerebrales precisas dio un giro decisivo a aquella situación. Aplicando una suave corriente eléctrica a varias partes del cerebro del conejo, el anatomista y antropólogo G. Fritsch (1838-1927) y el psiquiatra E. Hitzig (1838-1907) demostraron que el cerebro es excitable y sensible, lo que permitió abrir una nueva etapa para la frenología científica.

Hitzig confirmó sus observaciones con pacientes de un hospital militar que mostraban partes descubiertas del cerebro en zonas del cráneo dañadas por heridas de guerra. Luego, junto con Fritsch, utilizando el tocador de la esposa de Hitzig —pues carecían de laboratorio— iniciaron un estudio sistemático de la corteza cerebral, tomando como sujetos de sus experimentos perros vivos, a los que habían abierto quirúrgicamente determinadas partes del cráneo. El resultado fue la distribución de la corteza cerebral en zonas motrices (que mueven determinados músculos) y zonas sensoriales (que no desencadenan movimiento alguno) 6. Utilizando la técnica del estimulación eléctrica del cerebro, complementada con otras técnicas experimentales y clínicas, el neurólogo D. Ferrier (1843-1928) llegó en 1876 a conclusiones muy precisas en la definición de las zonas corticales motrices7. Finalmente, aunque algunos fisiólogos se pusieron a localizar centros sensoriales en el cerebro, los resultados experimentales resultaron mucho más modestos. Evidente-mente, aquel 5 Tras practicar una autopsia sobre el cerebro de un paciente que llevaba treinta años sin poder hablar, logró situar el «centro» del lenguaje en la base de la tercera circunvolución frontal del hemisferio cerebral izquierdo. 6 En 1874, el médico R. Bartholow, de Ohio (EE.UU.), realizó un experimento aplicando la técnica de la estimulación eléctrica sobre el cerebro de Mary Rafferty en vida: conocido el evento, la hostilidad pública hizo que Bartholow tuviera que abandonar la ciudad. Fue un desgraciado suceso que a punto estuvo de detener una prometedora línea. 7 Para confeccionar un mapa lo más aproximado posible de las localizaciones motoras en el cerebro del hombre, Beeyor y Horsley utilizaron como sujeto de experimentación un mono antropoide: tras dejar al descubierto su cerebro, colocaron sobre él un papel cuadriculado que reproducía la configuración de su corteza cerebral y sobre él anotaron los resultados de la estimulación de cada cuadrícula.

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movimiento en favor de las localizaciones cerebrales puntuales, además de dejar claro que el sistema nervioso central constituye el sustrato físico de la actividad mental, era un apoyo fisiológico y experimental importante para la psicología atomista-asociacionista.

4. ASTRONOMÍA, FISIOLOGÍA EXPERIMENTAL Y CRONOMETRÍA MENTAL

El descubrimiento de Helmholtz de los tiempos de reacción nerviosa estaba lleno de posibilidades científicas para la psicología. De hecho, la transformación de la medición del tiempo de reacción fisiológica en procedimiento de cronometría de la reacción mental iba a abrir un nuevo capítulo en el proceso de transformación de la psicología en disciplina natural. Detrás de este episodio estaba la noción de «ecuación personal» (diferencia congénita en la capacidad individual de tomar mediciones astronómicas) que el astrónomo Bessel (1784-1846) había formulado en 1813, a raíz de su conocimiento de un desafortunado incidente ocurrido en 1796 en el Observatorio de Greenwich8. El experimento de Helmholtz sobre tiempos de reacción nerviosa proporcionó, ya en 1850, un fundamento fisiológico a la «ecuación personal». Una década después, incluso los astrónomos pensaban que en la base de aquella variabilidad discriminativa que mostraba dicha ecuación podrían estar implicados problemas más psicológicos que astronómicos9. Esto llamó la atención de los psicofisiólogos, que se entregaron a un doble tipo de investigaciones científicas, el experimento de complicación y el experimento de reacción. El experimento de complicación (en el que está implicado más de un sentido) fue diseñado y practicado por Wundt desde 1861, pero su incidencia en el

8 Maskeleyne, astrónomo real del observatorio de Greenwich, despide a su ayudante por diferir de él mismo en la apreciación del paso de las estrellas. F. W. Bessel, astrónomo de Kónigsberg, realizó comparaciones entre sus propias observaciones y las de otros astrónomos (Walbeck, Argelander, Struve), y llamó ecuación personal a la diferencia entre dos observadores. 9 En torno a los años sesenta se consideraba, generalizadamente, que los tiempos de reacción estaban mediatizados por variables subjetivas, constituyendo, de este modo, no tanto una cuestión fisiológica, sino un problema psicológico. Fue sólo el primer paso; con el tiempo, los laboratorios de psicología experimental utilizarían sistemáticamente los tiempos de reacción como una medida experimental en el estudio de procesos psicológicos como la percepción, la memoria o el pensamiento.

progreso histórico hacia la experimentación psicológica fue muy limitada. La variante «experimento de reacción», por el contrario, sería decisiva.

La puesta en marcha de la nueva técnica experimental correspondió al oftalmólogo holandés F. C. Donders (1818-1889), profesor de la Uni-versidad de Utrech, que la dio a conocer en 1863. Interesado en inves-tigar los factores mentales intermediarios entre el estímulo y la reacción —las funciones de conciencia—, Donders pensó que una extensión del experimento de Helmholtz sobre la medición de la velocidad de trans-misión del impulso nervioso podía servir para conseguir datos cuan-titativos capaces de proporcionar una traducción exacta de aquellas funciones. Su estrategia consistió en transformar aquel experimento fi-siológico de Helmholtz en un experimento de tipo psicológico cuan-tificacionista. El nuevo esquema del experimento —que se denomina-ría posteriormente de «cronometría mental»- era sencillo. Conocido en un primer ensayo el valor del tiempo de reacción fisiológica (tiempo de reacción simple), en un segundo ensayo el experimentador agrega al-gún proceso mental que complique aquel primer proceso, en cuyo caso el tiempo de reacción simple se alarga. Donders interpretó que este plus temporal constituía la medida del tiempo de reacción correspondiente al proceso mental añadido. La aplicación del procedimiento sustractivo proporcionaba el valor cuantitativo exacto del tiempo de reacción de la función psicológica implicada. Él mismo diseñó experimentos para medir los tiempos de reacción de los procesos psicológicos de elección y de discriminación, denominándolos «tiempo de elección» y «tiempo de dis-criminación».

La idea no podía ser más atractiva para los científicos de la mente humana. El proyecto global sugerido por los experimentos de Donders consistía en identificar el mayor número posible de funciones mentales —cada vez más complejas—, susceptibles de ser medidas, y en medir efectivamente los tiempos mentales de cada una de ellas. Realizados los experimentos correspondientes, la complejidad de la conciencia había sido reducida a cifras exactas, y la investigación psicológica estaría de lleno en la línea de las ciencias naturales. Después de Donders, se em-barcarían en este proyecto el fisiólogo austríaco S. Exner (que en 1873 comprobó que los tiempos de reacción psicológica se hallan afectados por la motivación del sujeto), el psicólogo norteamericano J. Mc. Cattel (en 1886; posteriormente experimentó sobre tiempos de percepción, de discriminación, de cognición, de selección —voluntad—, etc.), el fisico

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alemán L. Lange (que en 1888 estableció los efectos de la atención diferencial al estímulo o la respuesta sobre el tiempo de reacción), y en general todos los psicólogos que trabajaron en el Laboratorio de Wundt en la década de 1880. Cuando, en 1893, O. Külpe llamó la atención sobre la ilegitimidad del método sustractivo por la distorsión atomista que introduce en el holismo que muestran los procesos de conciencia, la etapa histórica de cronometría mental iniciaría su declive.

5. PRIMERAS CONCEPCIONES Y TRATAMIENTOS DE LA ENFERMEDAD MENTAL. DESDE EL MAGNETISMO HASTA LA PSICOTERAPIA

La concepción magnética de la explicación de los comportamientos y del tratamiento de las enfermedades no era nueva en la segunda mitad del siglo xvui, cuando el médico austríaco Franz Anton Mesmer (1734-1815) promulgó su método del magnetismo animal. De hecho, los fundamentos de su teoría se remontan, al menos, al siglo xvi con los planteamientos filosóficos de Paracelso (1493-1541) acerca de las influencias cósmicas, continuados por dos de los más activos seguidores de aquél: J. B. van Helmont (1577-1644) y R. Fludd (1574-1637). No obstante, los historiadores suelen atribuir a Mesmer un papel clave en la aplicación y divulgación de un método sistemático para el tratamiento de diversas enfermedades nerviosas, y considerarlo como uno de los autores más influyentes en el definitivo abandono de la demonología o de las curas por exorcismo10.

La concepción fundamental que subyace al tratamiento magnético es que «todos los cuerpos celestes tienen una tendencia recíproca de atracción, que está en razón de su masa y de su distancia. Esta acción se ejerce más directamente entre los puntos de su superficie que se enfrentan (...) Hay, pues, una ley constante en la naturaleza, que es la de la influencia mutua de todos los cuerpos, que se ejerce sobre todas sus partes constitutivas, y sobre sus propiedades. Esta influencia recíproca y las relaciones entre todos los cuerpos forman lo que se llama magnetismo» (Mesmer, 1785, 66). Dicha influencia, también denominada fluido universal, es lo que determina el funcionamiento de los organismos animados e inanimados. Con respecto al hombre, su salud o enferme-dad depende de si este fluido se encuentra

equilibrado o no; en concreto: «no hay más que una sola enfermedad y que un solo remedio. La perfecta armonía de órganos y funciones constituye la salud. La enfermedad es la aberración de esa armonía. La curación consiste, pues, en reestablecer la armonía quebrantada. El remedio general es la aplicación del magnetismo por los medios indicados» (ibíd., 141). Inicial-mente, Mesmer utilizaba magnetos (terapia magnética), pero paulatinamente fue creciendo su convicción de que «el acero no es el único objeto que puede absorber y emanar la fuerza magnética. Por el contrario, el papel, el pan, la lana, la seda, el cuero, la piedra, el cristal, el agua, los diversos metales, la madera, los perros, los seres humanos, cualquier cosa que yo haya tocado se convierte en tan magnética que esos objetos llegan a ejercer una influencia tan grande sobre el enfermo como la que ejercía el propio magneto. Yo soy capaz de cargar botellas con materiales magnéticos justamente en la misma forma que se hace con la electricidad» (cit. en Goldsmith, 1934, 64).

10 Representadas por el también austríaco J. V. Gassner (1727-1779) (Wolberg, 1948; Weckowicz y Liebel-Weckowicz, 1990).

El sistema conceptual de Mesmer se fundamentaba en cuatro prin-cipios básicos: 1) Existe un fluido físico sutil que llena el Universo y forma un medio de unión entre el hombre, la Tierra y los cuerpos celestiales, y también entre hombre y hombre. 2) La enfermedad se origina por la desigual distribución de dicho fluido en el organismo humano; la recuperación de la salud se logra cuando se restaura el equilibrio. 3) Con la ayuda de ciertas técnicas, este fluido puede ser canalizado, alma-cenado y transmitido a otras personas. 4) De esta manera, se pueden provocar «crisis» en los pacientes y curar las enfermedades (Ellenberger, 1970, 85).

Desde su llegada a París (Francia), su método se propagó rápidamente entre la clase médica de la época, produciendo verdadero furor entre el público que acudía de todos los lugares de Francia para ser tratado por el médico austríaco (Louis, 1898)11 ". La creciente fama de Mesmer, y su método, llevó a Luis XVI a formar dos comisiones de científicos (una formada por miembros de la Facultad de Medicina y de la

11 París «parecía atraer y fomentar una variada colección de embaucadores, far-santes y aventureros raramente igualada en la historia. El éxito de la ciencia había producido un fértil caldo de cultivo para casi cualquier idea en París (probablemente enriquecido por la turbulencia pre-revolucionaria) y el cuadro resultante fue un calei-doscopio de ciencia popular. bufonadas y total charlatanería» (Hoffelfd, 1980, 378).

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Academia de Ciencias, y otra por miembros notables de la Sociedad Real de Medicina) para que elaborasen un informe sobre la veracidad de los postulados mesméricos y la utilidad de sus técnicas. Ambas fallarían en su contra, excluyéndose de las conclusiones finales el botánico Laurent de Jussieu, que en un informe particular (Jussieu, 1784) señalaba que en el magnetismo existe una parte de verdad, enmascarada por una abundante especulación y falsas hipótesis.

En el fondo, las conclusiones de los informes no evaluaban si el magnetismo funcionaba o no, sino si existe realmente; esto es, si las curaciones producidas por esta técnica pueden ser atribuidas a una suerte de fuerzas magnéticas emanadas del operador [magnetizador] o si, por el contrario, pueden ofrecerse otras explicaciones alternativas (Gauld, 1992). De hecho, de aquellas valoraciones podían desprenderse algunos mecanismos de actuación implícitos en las sesiones mesméricas. El primero hace referencia a lo que hoy se denominaría aprendizaje, bien por imitación u observación de modelos, bien por contagio; se menciona que era frecuente que los efectos producidos en una paciente fueran rápidamente exhibidos por las demás enfermas presentes, lo que suponemos era favorecido por la creación de una determinada atmósfera que facilitaba la respuesta del sujeto en la dirección deseada por el magnetizador. Se acentúa también el papel de las expectativas positivas ante la tarea; las sesiones mesméricas eran célebres y muchas personas acudían a ellas como forma de entretenimiento o como último recurso para sus dolencias, y en cualquier caso es probable que las expectativas sobre los efectos curativos de estas técnicas jugaran un papel primordial en los resultados obtenidos. Finalmente, se destaca la relación magnetizador(terapeuta)-enfermo(cliente); parece que durante las sesiones se producía una relación interpersonal muy estrecha, en la cual el contacto físico y verbal eran dominantes, justamente una de las razones argüidas por los críticos para denostar dichas prácticas, subrayando que afectaban gravemente a la moralidad. Valoraciones éticas aparte, lo cierto es que los procedimientos mesméricos parecían demostrar un claro poder de la sugestión (verbal y no verbal). Esta lectura posible del magnetismo, no como una emanación de fuerzas divinas, sino como influencia de una persona sobre otra, acabaría siendo la dominante un siglo después (Rousillon, 1992).

Los informes negativos provocaron una amplia polémica (Dechambre, 1877) y su resultado fue el comienzo del descrédito de Mesmer. Con todo, y coincidiendo con la aparición de aquéllos, un discípulo no médico de

Mesmer, A. M. J. de Chastenet (1751-1825), Marqués de Puységur, descubría un fenómeno, al que llamó sonambulismo provocado o artificial, que alcanzaría un gran predicamento (Noizet, 1874). El fenómeno consistía en producir en una persona, durante la sesión de magnetismo, un estado parecido al sueño, pero distinto del natural, ya que la persona en trance hablaba y andaba como si estuviera despierto, obedeciendo automáticamente las órdenes del magnetizador. Su des-cubrimiento iba a transformar el movimiento mesmérico, ya que su objetivo inmediato pasó de la producción de la «crisis» al estudio de las cualidades de este estado (psico)patológico excepcional (Deleuze, 1813), un cambio que tendría gran significado en el tránsito hacia la hipnosis (Ellenberger, 1965).

La visión alternativa al magnetismo animal más destacable de la época fue la defendida por José Custodio de Faria, el abate Faria (1756-1819), contemporáneo de Mesmer y una de las figuras más desconoci-das de la historia de la hipnosis (Moniz, 1960). Este clérigo de origen portugués sustituyó los procedimientos de pases magnéticos por los de administrar instrucciones altamente directivas y autoritarias a sus pa-cientes (sugestiones hipnóticas). Asimismo supeditó la importancia del magnetizador a las variables del sujeto; esto es, pensaba que el magnetismo dependía casi completamente de las propias capacidades del individuo magnetizado (Perry, 1978). Faria defendía la existencia de importantes diferencias individuales en cuanto a influenciabilidad.

No todas las personas son igualmente influenciables; algunas son especialmente sugestionables —las denomina epoptas—. El proceso de inducción utilizado se basaba en una técnica de fijación ocular, más la administración de instrucciones directivas. Consideraba la hipnosis (el sueño lúcido) como un proceso de aprendizaje que podía producirse. bien por aproximaciones sucesivas, bien por observación de modelos, bien por efectos físicos. La colaboración y comprensión de las instrucciones por parte del sujeto eran también elementos esenciales para que la hipnosis tuviera lugar. Por otra parte, fue uno de los prime-ros en captar la importancia del efecto de las sugestiones indirectas a través de substancias inertes (el hoy tan conocido efecto placebo). Fa-ria se aproxima a una explicación básicamente psicológica de la hipno-sis, pues hace depender la respuesta al sueño lúcido del grado de habi-lidad de una persona para influenciar a otra y de la sugestionabilidad individual (grado de propensión a experienciar el fenómeno), en com-

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binación con ciertas exigencias contextuales y con las creencias, ex-pectativas y motivaciones del individuo.

Todavía hubo una tercera propuesta por aquellas fechas, la del médico francés Alexandre Bertrand (1795-1831), que dedicó especial interés a criticar las viejas tesis fluidistas promulgadas por los ya des-acreditados magnetizadores de la época. Bertrand centró su plantea-miento en las experiencias de éxtasis, que consideraba estrechamente relacionadas con los fenómenos del sonambulismo provocado (Bertrand, 1823). Consideraba que estas experiencias se producían por una predisposición más orgánica que mental y, por consiguiente, defendía que los efectos atribuidos al magnetismo derivaban de un trastorno orgánico, y no de un posible fluido emanado del operador, o de su habilidad para inducir el llamado trance. Bertrand delineaba así las bases conceptuales sobre las que se apoyarían posteriormente Charcot y sus seguidores para explicar el gran hipnotismo (Gauld, 1992).

La medicina británica, por su parte, estuvo fuertemente vinculada a la mentalidad fisiopatológica. Sus concepciones patológicas no estuvieron tan alejadas de la fisiología normal o morbosa como lo estuvieron las francesas (más próximas en general, como las alemanas, a la mentalidad anatomopatológica); en Gran Bretaña lo funcional desplaza a lo morfológico (Leigh, 1961). En buena medida la historia de la hipnosis en las Islas Británicas comienza, a finales de la tercera década del siglo xtx, con J. Elliotson (1791-1868), figura clave del magnetismo inglés. Posteriormente se sucedieron los estudios de T. Laycock (1812-1876) sobre magnetismo animal, los de W. Carpenter (1813-1885) sobre hipnotismo o los muy recordados de J. Esdaile (1808-1859) utilizando el sueño mesmérico como anestésico. En aquel contexto histórico, y coincidiendo con el rechazo definitivo de la medicina académica francesa al movimiento magnético, J. Braid (1795-1860) acuñaba el término de hipnotismo, que resultaría de interpretar el núcleo aprovechable del magnetismo desde los supuestos de la fisiología, la psicología y la patología de su tiempo histórico 12. Su hipótesis era que el estado mesmérico era un fenómeno fisiológico natural, cuya causa radicaría en el sujeto, por lo que no resultaba necesario recurrir como mecanismo explicativo a la influencia del operador sobre el magnetiza-do, apreciando, además, en toda su magnitud las posibilidades terapéuticas

12 Véanse los clásicos estudios de Bramwell (1896, 1903) y Reimer (1935).

del procedimiento. En 1843 Braid publicaba su clásico Neurohipnología, donde exponía su método y su concepción del mecanismo y propiedades de lo que llamaba sueño nervioso, siendo el hipnotismo la forma extrema de aquel tipo de sueño, en la que existe amnesia al des-pertar. Su concepción del hipnotismo se sustentaba en torno al método de inducción del sueño nervioso, decantándose por una explicación sub-jetiva del proceso que provoca el estado hipnótico (Delgado, 1907). Hubo una progresiva psicologización de sus planteamientos, restando importancia a la fijación de la mirada y potenciando la concentración mental del sujeto en torno a ideas dominantes (López-Piñero y Mora-les, 1970: 129-143).

Durante el tiempo transcurrido entre la aparición de las obras de Braid (1843-1860) y los posteriores estudios de Charcot y Bemheim (1880-1890), se produjo un fuerte impacto de la obra de aquél sobre la medicina británica y parte de su obra fue traducida al francés. Las ideas de Braid encontraron eco en algunas figuras menores del mundo cultural y científico francés, pero fue el movimiento encabezado por Azam y Durand de Gros, e incluso por algunos médicos y cirujanos (por ejemplo, Demarquay, Girard-Teulon, Gigot-Suard), junto a algunos fisiólogos (por ejemplo, Brown-Squard), el que propició la incorporación y asimilación de aquellas ideas (Ackerknecht, 1958). Sería precisamente el braidismo 1313 junto con la incorporación de los planteamientos básicos de la medicina británica, los que prepararían y abrirían la época dorada del hipnotismo de los años ochenta. El braidismo constituye «el antecedente "psicofisiológico" en que se apoya la etapa "psicoterapéutica" (y psicogénica) que encabezan Charcot y Bernheim» (López-Piñero y Morales, 1970, 167), los cuales darían origen a las Escuelas de París y de Nancy, respectivamente.

6. TRANSFORMISMO. CLASES VS. ESPECIES. EVOLUCIÓN VS. FIJISMO

Conceptualmente, evolucionismo se opone a fijismo. La tradición occi-dental siguió la tesis bíblica creacionista y fijista, según la cual Dios creó el mundo tal como lo vemos actualmente, pues un ser omnisciente e inmutable no pudo sino crear cosas definitivas. Dios creó asimismo — 13 Término acuñado por Durand de Gros, un exiliado a Gran Bretaña que a su vuelta firmó con el seudónimo de Dr. Phillips.

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como afirman Santo Tomás y la Escuela— los seres vivos de manera independiente y en edad adulta, con vistas a la perpetuación de las es-pecies. El Arca de Noé salvó del Diluvio Universal una pareja de cada especie y ello aseguró su continuidad tras dicho evento. Descartes afir-maba, en 1644, que «la religión cristiana así quiere que lo creamos y que la razón natural nos persuade totalmente de dicha verdad». Los naturalistas del siglo xvltt (por ejemplo, Linneo y Buffon) siguieron manteniendo todavía la tesis del fijismo de las especies; pero, desde finales del mismo, la tesis cartesiana de que el fijismo es conforme a la razón natural entró en crisis. Existían poderosas razones para la aparición de dicha crisis, algunas de las cuales incidían directamente en el concepto central de la teoría, el de especie.

Ya por aquellas fechas, el conjunto de datos sobre plantas y anima-les que la exploración geográfica había venido acumulando había multiplicado el número de las especies conocidas de tal forma que el relato bíblico del Arca salvadora había perdido todo su sentido. La presencia de una gran cantidad de órganos y funciones en los seres vivos sin que hubiera una razón especial para ello constituía un desafio a los que todavía seguían creyendo en la creación de las especies por la acción de un ser omnisciente. El naturalista G. Buffon (1707-1788) había llega-do a la conclusión de que, estrictamente hablando, en la Naturaleza no hay especies que puedan ser definidas con precisión: únicamente existen individuos, de manera que «los géneros, órdenes y clases sólo existen en nuestra imaginación» (Buffon, 1749). La selección artificial practicada por horticultores y ganaderos sembraba todo género de dudas sobre el origen divino de las especies. En fin, el constante hallazgo de fósiles que llenaban las distancias entre las especies conocidas constituía un argumento más para la sospecha sobre la doctrina fijista. Pues bien, este conjunto de dudas llevó a los naturalistas de principios del xlx a realizar un nuevo giro copernicano: todos estos fenómenos podrían reducirse a un cierto orden natural, si la Naturaleza, en lugar de ser concebida como mero receptáculo pasivo de la creación divina de los seres vivos, fuera considerada en su aspecto intrínsecamente dinámico, a saber, como una fuerza incesantemente productora de nuevas y nuevas especies vivas. La puesta en escena de esta idea dio origen a la hipótesis transformista, más tarde denominada evolucionista.

Esta nueva hipótesis sustituía la noción de especie (esencia fija y eterna) por la de clase (conjunto de individuos con características obser-vables similares, cuyos límites son fijados convencionalmente). Esa

sustitución fue compartida tanto por los naturalistas (Buffon, Lamarck, Darwin), como por algunos filósofos (Spencer). Desde el punto de vista terminológico, aquellos naturalistas utilizaron la expresión transfor-mación, a la vez que mantuvieron una clara prevención contra el término evolución 14. Obviaron éste porque lo creían contaminado de las ideas metafísicas de «pre-formación» del ser vivo maduro en su semilla y de «e-volución» o simple «explicitación» de lo ya dado en germen en dicha semilla15. Dichas interpretaciones metafísicas circunscribían la noción de cambio biológico al ámbito ontogenético, evitaban la idea de que la evolución produjera algo nuevo y excluían el desarrollo filogenético y la aparición de la novedad biológica. Para los intereses específicos de aquellos naturalistas, expresiones como las de transformación o trans-mutación de las especies y modificación de la especie por la selección natural resultaban más adecuadas que el término evolución. La tradición naturalista posterior utilizaría los términos especie (con el significado de clase) y evolución (con sentido de transformación).

6 .1 . Teorías de la evolución b io lógica predarwinianas Algunos aspectos de la doctrina de la evolución orgánica estaban ya presentes en el pensamiento de ciertos filósofos naturalistas griegos 16; pero en ninguno de aquellos casos la idea iba acompañada de una for-mulación teórica de los procesos biológicos reales en que aquélla se concretaba. Hubo que esperar a 1749 para que el naturalista Buffon adelantase las importantes ideas de transmisión hereditaria de las mo-dificaciones producidas por el medio externo y de selección natural 17. Con todo, los precedentes más inmediatos del transformismo corres-ponden al final del siglo xlx. Gran observador de la Naturaleza, el poeta J. Goéthe (1749-1832) mantuvo que pueden crearse diferentes formas

14 La voz «evolución» no aparece en ninguno de los títulos de las obras de Darwin y no se verá escrito en sus obras hasta la sexta edición de El origen de las especies en 1869; y la Filosofía zoológica de Lamarck puede ser leída sin que uno se encuentre con él. 15 Así lo plantearon filósofos como San Agustín (354-430). Malebranche (1638-1715), o Leibniz (1646-1716), y el naturalista Bonnet (1720-1793). 16 Anaximandro atisbó la noción de adaptación al medio como condición de su-pervivencia. Empédocles (490-430 a. C.). dejó ver además una idea embrionaria del principio de selección natural. Incluso parece que este principio fue vagamente indica-do por Aristóteles (384-323 a. C.). 17 Del hombre, 1749. vols. 2.° y 3.° de su Historia natural.

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de una planta partiendo del cambio o transformación de una parte de la misma en otra forma, y extendió la idea de la metamorfosis incluso a la vida animal. Las observaciones del fisiólogo y poeta E. Darwin (1731-1802), abuelo de Ch. Darwin, expuestas en 1794, apuntaban igualmente las ideas de la transformación de las especies y de la continuidad de la vida vegetal y animal. Finalmente, el zoólogo E. Geoffroy de Saint-Hilaire (1772-1844) sospechó, allá por 1795, que lo que se llamaba «especies» no eran sino degeneraciones diversas de un mismo tipo. No obstante, tampoco ellos llegaron a teorizar sobre los medios o instrumentos biológicos que explican la transformación de las especies. Esta labor correspondió a la biología del siglo xix.

La primera formulación sistemática del transformismo correspondió a J. B. Lamarck (1744-1825), catedrático de Invertebrados del Museo de Ciencias Naturales de París (Filosofía zoológica, 1809). Lamarck sostuvo la tesis de la unicidad de la escala biológica, la dificultad de distinguir entre especies y variedades y la gradación casi perfecta de las formas de ciertos grupos. Para él, la analogía con las producciones domésticas apoyaba la tesis de que toda especie, incluida la humana, descendía de otra especie precedente. Su teoría transformista podría ser resumida en los siguientes principios: 1) Los cambios en las circunstancias en que se encuentran los seres orgánicos desencadenan un cambio real en sus necesidades. 2) Éstas originan en los seres orgánicos un esfuerzo tendente a realizar nuevas acciones, y consiguiente-mente a formar nuevos hábitos, encaminados a conseguir una mejor adaptación al medio. 3) Ello exige en el animal que las experimenta, ya el uso más frecuente de tal parte orgánica que antes usaba menos (lo que la desarrolla y la fortifica), ya el empleo de nuevas partes que las necesidades crean insensiblemente, esto es, la aparición de determinadas modificaciones orgánicas, o variantes. 4) La progenie hereda las variantes adquiridas. 5) La acumulación de dichas variaciones, a través,de largas cadenas de generaciones y en un proceso gradual, lento e imperceptible, terminará por dar lugar a modificaciones tan pronunciadas que en realidad son ya nuevas especies. Lamarck creyó en la posibilidad de que su teoría tuviera alcance universal y, antes de cerrar su F i l o s o f í a z o o l ó g i c a , apuntó su extensión al hombre, particularmente en lo relativo a la adquisición del lenguaje articulado. Para justificar la presencia inicial de los organismos, Lamarck sostuvo que «la naturaleza misma da lugar a generaciones directas, llamadas espontáneas, crean-do organización y vida en los cuerpos que no las poseían».

La crítica más dura al lamarckismo provino de naturalista M. Cuvier (1769-1832), convencido fijista, lector de Buffon y protegido inicial-mente de Saint-Hilaire, que le hizo nombrar profesor del Jardín Botánico, llegando a ser miembro de la Academia de Ciencias de París. Sus obras combatieron los puntos de vista evolucionistas tanto de Saint-Hilai-re como de Lamarck. De acuerdo con su «teoría de la subordinación de los órganos y de la correlación de las partes», la adaptación de los orga-nismos al medio estaba dada desde el momento mismo de la creación divina de las especies. La autoridad intelectual de la que gozaba Cuvier en su tiempo eclipsó la teoría de su oponente. Lamarck fine acusado por algunos científicos naturalistas radicales de reintroducir el finalismo en la Naturaleza, y se opusieron a su teoría del esfuerzo y al romanticismo (finalismo y desarrollo progresivo constante) que ésta aún retenía18. Con todo, a pesar de ser todavía demasiado especulativo, el lamarckismo prestó excelentes servicios al evolucionismo, tanto por haber planteado las cuestiones de la evolución orgánica en términos de legalidad estrictamente natural, como por haber contribuido eficazmente a preparar el ambiente intelectual en favor de la misma. De hecho, a partir de su obra la teoría de la evolución sentó profundas raíces entre los naturalistas. El paso siguiente fue sustituir aquel teleologismo de la teoría del «esfuerzo» por el mecanicismo de la teoría de la «selección natural».

6 . 2 . Darwin: Teoría de la se lecc ión natural Estudioso de las ciencias naturales, Ch. Darwin (1809-1882) encarnó como nadie en su tiempo el espíritu del científico, ávido de observacio-nes, escrupuloso y prudente en su interpretación y poco amigo de la publicidad y la controversia. Su biografía intelectual constituye simul-táneamente la biografía de su formulación de la teoría de la «selección natural». Embarcado en la expedición científica del B e a g l e (1831-1836) al Pacífico Meridional, Darwin acumuló cuantiosas observaciones sobre la gran variedad de especies de animales y plantas que vivían en aquel aislado grupo de islas, sobre su perfecta adaptación al ambiente, sobre las

18 Huxley se preguntó, en 1859, si a Lamarck se le habría ocurrido investigar «Si existe alguna razón para creer que la totalidad de cambios posibles tenga algún límite» o preguntarse por «cuánto tiempo es probable que un animal se esfuerce por satisfacer un deseo imposible». Lamarck ya no vivía para dar una respuesta.

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mutaciones en los animales de la misma especie y sobre el hecho de que en cada generación de una especie particular algunos individuos sobreviven y se reproducen mientras que otros mueren antes de poder reproducirse. Preguntas como ¿por qué están tan perfecta-mente «adaptadas» al medio? o ¿qué es lo que determina la «selección de los supervivientes»? pusieron en crisis su aceptación inicial del dogma de la creación divina independiente de especies. La lectura de la obra de Lyell19 sobre geología sugirió a Darwin la idea de extender la hipó-tesis evolucionista, que él había aplicado a la materia inorgánica, incluso a la materia orgánica; y la lectura de la obra de Malthus 20

sobre la población indujo en su mente la tesis de que la «lucha por la existencia», que él consideraba fundamental para hacer viable cualquier población, podría ser tomada como uno de los mecanismos naturales básicos del pro-ceso de transmutación de las especies. Para apoyar la explicación cien-tífica de dicho proceso, Darwin contaba además con otros argumentos de peso: por un lado, la «selección artificial» de animales y plantas sugería, por analogía, la existencia de influencias propias de la Naturaleza semejantes a las utilizadas por horticultores y ganaderos; por otro, la presencia de afinidades mutuas de los seres orgánicos, sus relaciones embriológicas, su distribución geográfica, su sucesión geológica. etc., parecían estar exigiendo una explicación evolucionista.

Tras su regreso a Inglaterra, Darwin inició (1837) la reflexión y ordenación sistemáticas del material acumulado con vistas a escribir una gran obra que diera respuesta científica a la cuestión del «origen de las especies». Cinco años después, disponía ya de un esbozo de teoría, que amplió en 1844 hasta formar un bosquejo completo de la misma. Cuando el original de la obra estaba ya listo para su publicación, Darwin recibió del naturalista norteamericano A. R. Wallace (1823-1913) un corto escrito cuyas conclusiones generales sobre dicha cuestión eran «casi exactamente idénticas» a las suyas, bien que conseguidas de manera independiente21 .

19 La hipótesis de la evolución geológica afirmaba que los estratos de rocas de la corteza terrestre se han ido formando unos a partir de otros a través de una serie de cambios importantes en la historia del planeta. 20 Malthus defendía que, dado que las mejoras en la producción de alimentos se ajustan a una progresión aritmética, y que el aumento de la población humana crece según una progresión geométrica, con los recursos disponibles en cada momento el número de hijos de cualquier generación será invariablemente superior al de los que pueden sobrevivir, se hará la «lucha por la existencia» entre los seres humanos, en la que el más fuerte sobrevivirá a costa del más débil. 21 El propio Darwin ofreció un bosquejo histórico de lo sucedido entre la obra de Lamarck y la

Los escritos de Wallace y Darwin fueron presentados en una comunicación conjunta en la Linnean Society de Londres, bajo el título conjunto De la tendencia de las variedades a separarse indefinidamente del tipo original y De la perpetuación de las variedades y las especies por el medio natural de la selección, y se publicaron juntos (1858).

Finalmente, Darwin dio a conocer la primera de sus grandes obras, El origen de las especies por la selección natural (1859). La disposición temática de sus primeros capítulos resulta muy significativa de su contenido: «la variación en estado doméstico», «la variabilidad de ]as especies en estado de naturaleza», «examen de la lucha por la exis-tencia entre los seres orgánicos a través del mundo», «examen de la selección natural», «discusión de las complejas leyes de la variación». La explicación científica darwiniana del origen de nuevas especies en la Naturaleza aparece ya en su misma Introducción: «como de cada especie nacen muchos más individuos de los que pueden sobrevivir, y como, consiguientemente, hay que recurrir con frecuencia a la lucha por la existencia, se deduce que cualquier ser, si varía, aunque sea leve-mente, de algún modo provechoso para él, bajo las complejas y a veces variables condiciones de la vida, tendrá mejores probabilidades de so-brevivir, y de ser así seleccionado naturalmente. Según el vigoroso prin-cipio de la herencia, toda variedad seleccionada tenderá a propagar su forma nueva y modificada» (Darwin, 1859). Desglosado este enuncia-do general, aparecen en él los siguientes principios como elementos básicos de su teoría transformista. 1. La adaptación de los organismos al medio con vistas a su

supervivencia. La vida es esencialmente adaptación; lo es tanto en la relación de las partes entre sí en un organismo, como en la relación de éste con sus condiciones externas.

2. La lucha por la existencia entre los seres vivos, principio que todo naturalista debe tener «grabado por completo en su mente». Su raíz está en el exceso de población de seres vivos en relación con la disponibilidad de alimentos. En esta lucha no existe limitación alguna («ya de un individuo con otro de la misma especie o con individuos de

suya propia. Reconoce que las figuras de Wells (1813) y Matthew (1831) constituyen los precedentes más significativos de la doctrina de la selección natural tal como la iban a entender Russell Wallace y él mismo. No obstante hay que destacar que sería Spencer quien, con solidez, se adelantaría a ellos tanto en la formulación sistemática del transformismo, como en su posible aplicación a la psicología.

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especies distintas, ya con las condiciones físicas de la vida»), y es especialmente severa entre individuos de la misma especie.

3. Las variaciones. En ocasiones la Naturaleza produce en los individuos variaciones o diferencias individuales que les permiten una «mejor adaptación al ambiente y consiguientemente mayo-res posibilidades de supervivencia». Por pequeñas e insignificantes que parezcan, esas diferencias tienen un papel destacado en la economía de la Naturaleza, pues constituyen el punto de partida, y la materia prima, del proceso de la evolución orgánica. Son algo así como «especies incipientes». Al ser ilimitadas en número, las «variaciones» abren caminos asimismo ilimita-dos a la transformación orgánica.

4. La selección natural. Constituye el mecanismo general de los procesos de evolución orgánica. En la «lucha por la existencia», las «variaciones», cuando son «provechosas» para el individuo, además de permitir a éste una mejor adaptación y de facilitarle mejores posibilidades de supervivencia, le dotan asimismo de mayores posibilidades de «ser seleccionado de manera natural» «el vigoroso, el sano y el feliz sobrevive y se multiplica». Darwin sostenía que la selección natural constituye el mecanismo más importante —«si no el único»—, la fuerza predominante, en el proceso de cambio de las especies 22. Fuerza natural en acción constante, el poder de la selección natural conduce a la mayor divergencia de caracteres entre los individuos que con-viven en una misma área y opera de manera universal en la historia de la evolución.

La conjunción de los principios de «variación» y de «selección natural» dotan a la teoría transformacionista de Darwin de un carácter netamente mecanicista. No todas las variedades tienen igual interés para la explicación científica del proceso biológico en cuestión: el mecanismo de la selección natural opera única-mente sobre las variaciones que surgen «espontáneamente», por casualidad o al azar, esto es, únicamente sobre aquellas que son dadas por la Naturaleza misma. La analogía con la selección artificial era para él evidente: la labor de los horticultores y ganaderos consiste «en cultivar siempre la variedad más renombrada, sembrando sus semillas, y cuando por casualidad aparece' una variedad ligeramente mejor, en seleccionar ésta, y así sucesivamente» (Darwin, 1859). Cualquier forma de teleología queda aquí descartada: únicamente interviene el «azar» y la «selección natural», fuerzas ambas impersonales,

22 Este planteamiento le enfrentaba con la teoría del esfuerzo de Lamarck.

inconscientes y mecánicas. Darwin, pues, reintroducía en la Naturaleza el mecanicismo newtoniano que Kant le había asignado, pero que los románticos, los idealistas y Lamarck habían eliminado de la misma.

5. La herencia de los caracteres adquiridos. Constituye el complemento necesario del principio de la selección natural. El hecho de la «herencia orgánica» no estaba para Darwin en discusión: «quizá la manera correcta de ver todo este asunto sería considerar la herencia de todo carácter, cualquiera que sea, como la regla, y la no herencia, como la anomalía» (Darwin, 1859). En función del principio de la herencia, «toda variedad selecciona-da tenderá a propagar su forma nueva y modificada»; lo hará potenciando progresivamente dicha diferencia y, lo que es más importante, transmitiéndola a sus descendientes. En todo caso, Darwin era consciente de que las leyes que rigen la herencia eran en su mayor parte todavía desconocidas.

6. La selección acumulativa. Como si existiera una especie de memoria orgánica, y actuando sobre la plasticidad de la materia viva, el proceso evolutivo es a la vez un fenómeno de acumulación progresiva de la variación provechosa y seleccionada a lo largo de generaciones. Si, por selección doméstica, los criadores de animales pueden modelarlos casi como quieran y en tiempos limitados, dado que las disponibilidades de fuerza y de tiempo de la Naturaleza son infinitamente más altas, su potencia de acumulación progresiva será infinitamente superior. Es en función de ello como la acumulación progresiva de las variaciones a lo largo de las generaciones dará como resultado final la formación de una nueva especie.

7. El perfeccionamiento progresivo de cada ser. Como efecto de la selección natural, «todo ser tiende a perfeccionarse cada vez más en relación con sus condiciones de vida, orgánicas e inorgánicas». Podría parecer que este principio coloca a Darwin en la línea iamarckeana y spenceriana de una evolución progresiva ascendente hacia la conquista de peldaños siempre superiores, más elevados y perfectos. Sin embargo, la posición teórica darwiniana es lo más opuesto a esa concepción teleológica y optimista de la evolución. Darwin no afirma en ningún momento un progreso incondicional e indefinido en la organización hacia formas superiores. Únicamente afirma que el progreso se produce «en relación con las condiciones orgánicas y físicas del individuo». En tal caso, dependiendo de que éstas sean más complicadas o más rudimentarias, se producirá un «progreso» o un

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«regreso», respectivamente, en la organización, con lo cual Darwin se coloca frente a toda concepción filosófica optimista del progreso (de Lamarck, Hegel, Herder, los románticos, ilustrados). El origen de las especies de Darwin fue recibido por los naturalistas más

progresistas (por ejemplo, Haeckel o Huxley) como el adelanto científico más importante del siglo xtx, comparable al descubrimiento de la gravitación universal de Newton. Simultáneamente fue visto por los conservadores, y en especial por los sectores eclesiásticos. como una desgracia para la Humanidad, calificándola de materialista y atea 23z;, por lo que lanzaron de inmediato una tempestad de protestas. La polémica aumentó de tono cuando Darwin extendió sus principios transformacionistas al hombre misma, afirmando su procedencia de un antepasado simiesco (La descendencia del hombre, 1871). Esta idea estaba ya implícita en su libro de 1869, pero ahora se hacía explícito. Lo cierto es que, perdida su condición sobrenatural de imagen de Dios, además el hombre pasaba a ser un elemento más de la escala biológica natural. Algunos pensaron incluso que este rebajamiento de la condición humana podría traer graves consecuencias para la sociedad. Los teólogos comprendieron perfectamente que el transformismo antropológico darwiniano no era una simple teoría de moda, por lo que había que rendir cuentas con él de inmediato y una vez por todas; de ahí su irritación ante la misma24. Con todo, algunos teólogos estuvieron mejor dispuestos hacia la doctrina transformista, afirmando que era compatible con la Biblia en tanto que redujera su aplicación al cuerpo humano.

La controversia de sus contemporáneos sobre las teorías evolucionistas, particularmente en lo relativo a la continuidad hombre-animal, empujó a Darwin a interesarse por las consecuencias que sus doctrinas biológicas podían tener

23 La teoría de la evolución orgánica representó el triunfo final de la razón natural sobre la Revelación biblica. Desplazado el hombre del centro del Universo por Co-pérnico. mecanizado su cuerpo por Descartes, y su mente empírica por Locke. la hipó-tesis de la evolución vino a poner incluso al alma espiritual bajo la explicación naturalista. El hombre habia dejado de ser considerado como un producto de las manos de Dios —del que se afirmaba que era imagen—, para ser tomado como descendiente del simio, como una más entre las especies animales. Nunca como en este trance un cambio doctrinal había sido tan dramático para la antropología teológica y metafísica. 24 A veces la crítica de los intelectuales no estuvo exenta de una ironía poco académica, como sucedió con J. Rostan, que se refirió a Darwin como «este hijo del simio»; como Virchow, que afirmó que el hombre tanto podía descender del mono como del elefante o del carnero, o J. Letamendi, que escribió, en 1867, que «si soy hijo de un orangután, por igual razón debo ser nieto de una col y bisnieto de una piedra».

para la psicología25. Sus aportaciones específicas al respecto, que se cuentan entre las primeras investigaciones empíricas contemporáneas sobre cuestiones psicológicas, fueron las siguientes: Apunte biográfico de un niño (1877), un escrito riquísimo en contenido psicológico sobre el lenguaje y las emociones, que con-tiene el resultado de su observación, realizada en torno a 1840, de uno de sus hijos desde que nació hasta aproximadamente la edad de tres años; Sobre el instinto, su mejor contribución a la psicología animal, sacado de las notas tomadas allá por 1830, que Romanes incluyó como apéndice a su Evolución mental en los animales (1883), ya fallecido Darwin; La expresión de las emociones en el hombre y en los animales (1872), observacional y descriptivo, si bien todavía no experimental, y los capítulos III, IV y V de La descendencia del hombre, en los que el autor realiza una amplia comparación entre las facultades mentales del hombre y de los animales y estudia el desarrollo de las facultades intelectuales y morales en los tiempos primitivos y en los civilizados. Con todo, la primera aplicación sistemática de la doctrina de la evolución a la psicología no fue debida a Darwin, sino a su compatriota Spencer (1855).

El pensamiento transformista darwiniano alcanzaría su cenit en las décadas de 1880 y 1890. En todo caso, su atractivo y sencillez no impi-dieron que, incluso en vida de Darwin, algunos naturalistas y filósofos —particularmente E. Haeckel y Th. Huxley— percibieran en él una serie de cuestiones abiertas a la conjetura; de esta forma, mientras él perma-neció imperturbable ante sus críticos, aquellos naturalistas, a la vez que defendieron su transformismo, desarrollaron ciertos principios

25 Llovía sobre mojado, poco antes de la publicación de E! origen de las especies, había

habido duros enfrentamientos entre movimientos radicales y fuerzas conservadoras. en la filosofía, la religión y la política. Un claro ejemplo fue la polémica entre el biólogo conservador R. Wagner (Góttingen) y el progresista K. Vogt (1817-1895) —dimitido en Giessen por su actividad revolucionaria—, respecto de la viabilidad de las teorías materialistas del alma. La tantas veces acotada provocativa afirmación de Vogt. según la cual «los pensamientos son al cerebro como la bilis al hígado o la orina a los riñones» (en Brozek-Diamond, 1982, 58) refleja, a las claras, la maquinista fórmula según la cual el cerebro segrega el pensamiento. Además, estas ideas llegaron al pueblo, pues se desarrolló un materialismo populista [J. Moleschott (1822-1893) o L. Büchner (1824-1899)] que, apoyado en la fisiología para negar la espiritualidad del alma, alcanzaría gran predicamento entre la opinión popular, contribuyendo al des-crédito de las explicaciones vitalistas, y en general del idealismo, y favoreciendo ciertos reduccionismos mecanicistas.

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conjeturables del mismo26. En fin, la incidencia específica del transformismo en el curso de la investigación psicológica se verá más adelante.

26 En todo caso, la defensa del transformismo no adquirió en aquella etapa los caracteres de una lucha dogmática. En la propia Inglaterra, el zoólogo Th. Huxley (1825-1895), amigo personal de Darwin, defendió su doctrina de la selección natural, considerándola como la única verosímil desde un punto de vista científico, y presentándola como un progreso científico notable en relación con la de Lamarck; no obstante. se resistió a explicar la vida moral del hombre por el principio de una selección natural mecánica. El propio Wallace (cfr. El mundo de la vida, considerado como manifestación de un poder creador, de una inteligencia directiva y de un propósito final, 1910). aunque era dogmático sobre el papel de la selección natural en la evolución animal. aceptó la presencia de una cierta forma de dirección sobrenatural en la evolución humana. En EE.UU., A. Gray se preocupó de conciliar la teoría de la selección y el designio divino, aceptando finalmente el control sobrenatural de las variaciones.