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LA NAATIVA DE LA MEDIATA POSTGUEA: UNA VISION NORTEAMERICANA DE PASCUAL DUARTE Anthony Kerrigan E n los años del bouleversement del Eje, los tres escritores más dotados del bando de los malditos -circunstancial- mente en el bando de los malditos- eron Celine en Francia, Malaparte en Italia y Camilo José Cela en Espa. Celine era el nihilista de la derecha, pero lo mucho que de él permanece en la literatura del siglo XX está en las manos, no de los antisemitas y su ralea, sino de los vangudistas perennes de París, Nueva York y Norfolk, Connecticut. Malaparte, un anarquista de derechas en los inicios de una nueva tradición, el hombre del - turo antitotalitario, de la acción negativa ciega, deraciné como un aristócrata decadente y, aunque hasta 1931 apoyó a Mussolini, autor del primer libro antiscista. Cela era un señorito en el Madrid rojo, que vivía, al estallar la guerra civil de 1936, en el barrio equivocado, el barrio de Salamanca, pro- sional y burgués, que muy bien pudiera haber sido silado por un comité de trabajadores de no ha- ber escapado de la ciudad hacia las filas de la Legión. Luchó en la costa mediterránea, en los naranjales próximos a Valencia, contra las tropas de la República, acosadas por los ejércitos italia- nos. En la misma zona en la que murieron, a principios de 1937, los primeros norteamericanos, casi todos estudiantes y marineros; Los tres autores comparten una historia seme- jante de controversias y censuras. Los libros de Celine eron secuestrados en Francia y en otros países. Malapte figura en el Index Librorum Prohibitorum y, por añadidura, tiene un brillante historial político en este campo: las tres ediciones de su primer libro eron destruidas por la policía italiana y la Technique du Coup d' Etat antis- cista, aparecida en París, se prohibió en Italia y Alemania. Cela, por su parte, no vio La Colmena autorizada para su venta en España hasta 1962, pese a que se publicó en español por primera vez once años antes, en Buenos Aires. La segunda edición (Burgos, 1943) de La familia de Pascual Duarte e retirada de la venta, secuestrada por la censura y pasarían dos años hasta que se autori- zara de nuevo. La cuarta edición (Barcelona, 1946) vio censurada la introducción especialmente escrita por Gregorio Marañón. Celine, Malapte, Cela: tres escritores roces, 10 truculentos, malhablados, incluso blasmos ante la virtud humana, pero Celine sería siempre le médecin des pauvres, Malapte se identificó completamente con los más miserables de Nápo- les y Cela es el notario y escribano de los tontos de los pueblos de Castilla y los asesinos de Ex- tremadura. Ninguno de ellos, novelistas y pole- mistas, se han expresado en los términos tradicio- nales de la Liberté-Egalité-Fraternité, ninguno se ha ocupado de las «masas desposeídas» de los novelistas «sociales» en abstracto, ninguno es co- lectivista ni igualitario, ninguno hubiera podido escribir nunca una ase amable sobre los oficinis- tas o las clases médias. Los tres son ancotirado- res, escritores en guerrilla. Ni siquiera admiten ser identificados con la contrarrevolución. La familia de Pascual Duarte apareció el mismo año (1942), que El extranjero de Camus. Tal vez no sea ilógico que ambos libros giren en torno al crimen sin sentido. Ambos libros, como dos enormes campanas, resuenan con el sonido del vacío espiritual. El toque a muerto llega a través de una extensa estepa desierta del espíritu. Es un sonido rico en metal, y absolutamente hueco. El vacío resuena en su música, mucho mor que la plenitud. Un vacío como éste, algo que se di- suelve, es la negrura de la luz del sol, tan pode- roso como un sol negro. Quizás haya una pureza en el ateísmo tan precisa como la claridad mística de una Santa Teresa o el ardor quietista de un Miguel de Molinos. Detrás, y debajo, de ambos libros está el abismo de una guera que acaba de llegar a su cima, la desolación sin límites de un turo desastre ya previsible, la lta de en lo no inmedi@o, el mito desentrañado, el absurdo de la casualidad. El Extranjero, el extraño a los mitos y la moral, quiere -y quizás puede- hacer algo de su vacío: «He pensado muchas veces que si me hubieran obligado a vivir en el tronco de un árbol muerto sin nada más que hacer que mirar el trozo de cielo sobre mi cabeza, me hubiese acostumbrado a ello poco a poco». Es el triunfo del anti-Fausto. Y Pascual Duarte es, también, un nihilista por naturaleza. Pero, con la herencia de Fausto pudriéndose en sus venas -porque, aunque campesino, es escritor de sus memorias-, es también, como nihilista completo, también paranoico. Cualquiera de estos dos hé- roes, estos anti-héroes, podrían haberse estado preparando para convertirse en el mayor asesino solitario del siglo, en Dallas: «Por detrás del corral pasaba un regato, a veces medio seco y .mea demasiado lleno, co- chino y maloliente como tropa de gitanos, y en el que podían cogerse unas anguilas hermosas, como yo algunas tardes y por matar el tiempo me entretenía en hacer. (...) Cuando me daba por pescar se me pasaban las horas tan sin sen- tirlas, que cuando tocaba a recoger los bártulos casi siempre era de noche; allá, a lo lejos, como una tortuga baja y gorda, como una culebra

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Page 1: UNA VISION NORTEAMERICANA DE PASCUAL DUARTE · El Extranjero, el extraño a los mitos y la moral, quiere -y quizás puede-hacer algo de su vacío: «He pensado muchas veces que si

LA NARRATIVA DE LA INMEDIATA

POSTGUERRA:

UNA VISION

NORTEAMERICANA

DE PASCUAL DUARTE

Anthony Kerrigan

En los años del bouleversement del Eje, los tres escritores más dotados del bando de los malditos -circunstancial­mente en el bando de los malditos­

fueron Celine en Francia, Malaparte en Italia y Camilo José Cela en España.

Celine era el nihilista de la derecha, pero lo mucho que de él permanece en la literatura del siglo XX está en las manos, no de los antisemitas y su ralea, sino de los vanguardistas perennes de París, Nueva York y Norfolk, Connecticut.

Malaparte, un anarquista de derechas en los inicios de una nueva tradición, el hombre del fu­turo antitotalitario, de la acción negativa ciega, deraciné como un aristócrata decadente y, aunque hasta 1931 apoyó a Mussolini, autor del primer libro antifascista.

Cela era un señorito en el Madrid rojo, que vivía, al estallar la guerra civil de 1936, en el barrio equivocado, el barrio de Salamanca, profe­sional y burgués, que muy bien pudiera haber sido fusilado por un comité de trabajadores de no ha­ber escapado de la ciudad hacia las filas de la Legión. Luchó en la costa mediterránea, en los naranjales próximos a Valencia, contra las tropas de la República, acosadas por los ejércitos italia­nos. En la misma zona en la que murieron, a principios de 1937, los primeros norteamericanos, casi todos estudiantes y marineros;

Los tres autores comparten una historia seme­jante de controversias y censuras. Los libros de Celine fueron secuestrados en Francia y en otros países. Malaparte figura en el Index L ibrorum Prohibitorum y, por añadidura, tiene un brillante historial político en este campo: las tres ediciones de su primer libro fueron destruidas por la policía italiana y la Technique du Coup d' Etat antifas­cista, aparecida en París, se prohibió en Italia y Alemania. Cela, por su parte, no vio La Colmena autorizada para su venta en España hasta 1962, pese a que se publicó en español por primera vez once años antes, en Buenos Aires. La segunda edición (Burgos, 1943) de La familia de Pascual Duarte fue retirada de la venta, secuestrada por la censura y pasarían dos años hasta que se autori­zara de nuevo. La cuarta edición (Barcelona, 1946) vio censurada la introducción especialmente escrita por Gregorio Marañón.

Celine, Malaparte, Cela: tres escritores feroces,

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truculentos, malhablados, incluso blasfemos ante la virtud humana, pero Celine sería siempre le médecin des pauvres, Malaparte se identificó completamente con los más miserables de Nápo­les y Cela es el notario y escribano de los tontos de los pueblos de Castilla y los asesinos de Ex­tremadura. Ninguno de ellos, novelistas y pole­mistas, se han expresado en los términos tradicio­nales de la Liberté-Egalité-Fraternité, ninguno se ha ocupado de las «masas desposeídas» de los novelistas «sociales» en abstracto, ninguno es co­lectivista ni igualitario, ninguno hubiera podido escribir nunca una frase amable sobre los oficinis­tas o las clases médias. Los tres son francotirado­res, escritores en guerrilla. Ni siquiera admiten ser identificados con la contrarrevolución.

La familia de Pascual Duarte apareció el mismo año (1942), que El extranjero de Camus. Tal vez no sea ilógico que ambos libros giren en torno al crimen sin sentido. Ambos libros, como dos enormes campanas, resuenan con el sonido del vacío espiritual. El toque a muerto llega a través de una extensa estepa desierta del espíritu. Es un sonido rico en metal, y absolutamente hueco. El vacío resuena en su música, mucho mejor que la plenitud. Un vacío como éste, algo que se di­suelve, es la negrura de la luz del sol, tan pode­roso como un sol negro. Quizás haya una pureza en el ateísmo tan precisa como la claridad mística de una Santa Teresa o el ardor quietista de un Miguel de Molinos. Detrás, y debajo, de ambos libros está el abismo de una guerra que acaba de llegar a su cima, la desolación sin límites de un futuro desastre ya previsible, la falta de fe en lo no inmediato, el mito desentrañado, el absurdo de la casualidad.

El Extranjero, el extraño a los mitos y la moral, quiere -y quizás puede- hacer algo de su vacío:

«He pensado muchas veces que si me hubieran obligado a vivir en el tronco de un árbol muerto sin nada más que hacer que mirar el trozo de cielo sobre mi cabeza, me hubiese acostumbrado a ello poco a poco».

Es el triunfo del anti-Fausto. Y Pascual Duarte es, también, un nihilista por naturaleza. Pero, con la herencia de Fausto pudriéndose en sus venas -porque, aunque campesino, es escritor de susmemorias-, es también, como nihilista completo,también paranoico. Cualquiera de estos dos hé­roes, estos anti-héroes, podrían haberse estadopreparando para convertirse en el mayor asesinosolitario del siglo, en Dallas:

«Por detrás del corral pasaba un regato, a veces medio seco y tri.mea demasiado lleno, co­chino y maloliente como tropa de gitanos, y en el que podían cogerse unas anguilas hermosas, como yo algunas tardes y por matar el tiempo me entretenía en hacer. ( ... ) Cuando me daba por pescar se me pasaban las horas tan sin sen­tirlas, que cuando tocaba a recoger los bártulos casi siempre era de noche; allá, a lo lejos, como una tortuga baja y gorda, como una culebra

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Camilo José Cela, en 1948.

enroscada que temiese despegarse· del suelg, Almendralejo comenzaba a encender sus luces eléctricas. Sus habitantes a buen seguro que ignoraban que yo había estado pescando, que estaba en aquel momento mismo mirando cómo se encendían las luces de sus casas, imaginando incluso cómo muchos de ellos decían cosas que a mí se me figuraban o hablaban ·de cosas que a mí me ocurrían. ¡Los habitantes de las ciudades viven vueltos de espaldas a la verdad y muchas veces ni se dan cuenta siquiera de que a dos leguas, en medio de la llanura, un hombre del campo se distrae pensando en ellos mientras dobla la caña de pescar, mientras recoge del suelo el cestillo de mimbre con seis o siete an­guilas dentro!». En una brillante nota impresionista, a modo de

apéndice, de su Hacia Cervantes (Madrid, 2.ª edi­ción, 1960) Américo Castro sitúa a Cela en la línea de los grandes españoles expertos en el arte de construir la belleza a partir de la nada y las caren­cias. Es una tradición con cuatrocientos años, na­cida con la picaresca. Y Cela resulta positivo en todo lo negativo: el vagabundo que va a ninguna parte; el hombre de la pata de palo que va a pescar -y se ahoga- con su « pierna de menos»; las aldeas al norte de Madrid que quedan de alguna otra historia; los partos tan sin sentido como las muertes.

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Sin agua va el arroyo, sin casta el toro, sin sombra crece el chopo color de oro.

Esta cancioncilla «en clave de sin» aparece en Viaje a la Alcarria, (Palma de Mallorca, 1958) aquella caminata en la que Cela volvería a descu­brir la ruina descorazonadora de los pueblos caste­llanos de aquellos años. La pobreza era cuestión­.de simplicidad forzosa, un p,resente sutil vivido en la memoria de un gran pasado, la presencia de castillos en ruinas y monumentos que ironizaban una grandeza ultramarina. El comentario de Cela no es sino la mera descripción de lo que fue en­contrando al vagabundear, por ejemplo, la bús­queda de sus provisiones en una posada que no podía siquiera tener comida propia. En la mayoría de los pueblos sólo había lo suficiente, y ni aún eso, para los del lugar y un viajero .ocasional era un lujo excesivo. De nada servía acudir a muchos de los pueblos de la región. En Pareja, una moza de la posada rompe a llorar a lágrima viva, morti­ficada, cuando el vagabundo nota que no hay luz eléctrica en su habitación. El orgullo pudo con su buen sentido y, entonces, su hermana expulsa fu­riosa al viajero. No hay orgullo más furioso que el que surge en la pobreza como podría atestiguar Don Quijote.

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;1��C!JAL DUARTE

En poesía -y la intuición primaria de Cela, su uso condicionado del lenguaje, son de poeta- Cela expresa, incluso más directamente, su «na­daísmo» (y a veces, también «feísmo»). Su contri­bución principal a la poesía, aunque sea un libro en prosa, es esa obra que lleva el título híbrido Mrs. Caldwell habla con su hijo. En el texto, el autor canta las infinitas alucinaciones y fantasías de la mente de una madre incestuosa que conversa melancólica con su hijo muerto., ahogado en el mar, en un océano de símbolos y recuerdos. Sin duda, es uno de los documentos poéticos más notables de la España moderna. Mrs. Caldwell cubre su tímida voluntad erótica con la pasión viril de un ciervo tembloroso cuyas astas se hubieran imbuido repentinamente del ardor de un toro de lidia. El incesto se diluye en la necrofilia y Mrs. Caldwell vive su fantasía con la quietud de un místico, tan libre de deseo al final como el cuerpo muerto al que se dirige y con el que vive.

Miguel de Molinos, una especie de anti-santo -al que Miguel de Unamuno llamó en un ensayomemorable el español de más pura sangre- en sudeseo absoluto de la nada, aparece en una bula delpapa Inocencio XI, su antiguo amigo, que le de­nuncia como hereje por pensar que:

«Cuando se produce violencia carnal, debe permitirse que el demonio siga su camino, y no hemos de ofrecer más resistencia que la negativa· de permanecer dentro de nuestra propia nada; y si se siguen poluciones o actos obscenos cometidos por nuestras propias manos, o incluso cosas peo­res, no ha de haber razón para intranquilizarse sino que, al contrario, deben rechazarse todos los escrúpulos, dudas y miedos, porque así el alma aparecerá más iluminada, más vigorosa, más abierta y logrará una santa libertad ... »

Pascual Duarte está sentado junto a una tumba abierta. De pronto', Lola, que cuando se arrodilló poco antes junto a esa tumba, «se le veían las piernas, blancas y apretadas como morcillas, so­bre la media negra», estaba a su lado. No hay impulsos hacia la palabra:

«Fue una lucha feroz. Derribada en tierra, sujeta, estaba más hermosa que nunca... Sus pechos subían y bajaban al respirar cada vez más deprisa. Y o la agarré del pelo y la tenía bien sujeta a la tierra. Ella forcejeaba, se escu­rría ...

La mordí hasta la sangre, hasta que estuvo rendida y dócil como una yegua joven.»

Pío Baroja, el vasco a quien Hemingway lla­maba maestro, no era descendiente de Juan de la Cruz o Teresa de A vila, ni mucho menos de Moli­nos, y sin embargo, toda su fe 'en la acción -por­que, sorprendentemente, era un quietista que de­cía creer solamente e,n la acción- tendía a la ren­dición total frente a una naturaleza espiritualizada. El mar, por ejemplo, que es un gran océano de la nada ante el deseo humano, puede l)acernos llegar a nuestro punto más alto reduciéndonos a su vacío cósmico.

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Cela, heredero del tono truculento de Baroja, ha creado un mundo lleno de voluntades que desma­yan, deseos que se doblegan ante una nada casi mística en el fondo del ser. Sus personajes nunca avanzan hacia su destino a través de la maraña social, por los caminos de la sociedad, y no diga­mos los de la iglesia, el cuerpo de Cristo. Pelean y se debaten, tal vez, pero al final se someten siem­pre a sí mismos. Quizás lo hagan al margen de la ley, como Pascual Duarte, o en medio de la de­mencia, como Mrs. Caldwell, o más allá de la moral, como su Catira heroína del salvaje oeste, pero ninguno lucha consigo mismo, ni van a nin­gún sitio más allá de su ser. Les basta con aceptar su persona en toda su medida. En Baroja, esta tendencia a la autenticidad reivindicaba el indivi­dualismo extremo del hombre frente a la sociedad y los otros hombres, y no tan sólo el egoísmo instintivo. En Cela, la falta de premeditación es casi una creencia mística:

«Los escritores vivimos un poco como el ca­racol, asomando la gaita de cuando en cuando para volverla a esconder enseguida después. A los escritores nos basta con media docena de ideas claras, y una férrea moral para mantener­nos al margen de las instituciones, que son to­das malas, sin excepción, todas caducas y ma­ñosas». (Prólogo de C. J. C. al libro El sistemade Camilo José Cela, por Olga Prjevalinsky, Valencia, 1960). El nihilismo de Cela no es Yeats; no hay noti­

cias para el oráculo de Delfos; no hay César en su tienda -«para que la civilización no se hunda>>, aunque su propia «mente se mueva sobre el silen­cio»; no hay comentarios al hecho de que ahora «los mejores no tienen convicción, y los peores / están llenos de intensa pasión». En Cela, el senti­miento religioso flamea en una romería de pueblo porque los niños se manchan la culera de resina y la abuela se guarda toda el agua de Vichy para ella sola en medio del calor ( «La romería»); el matri­monio es un tanto ridículo, incluso el sacramento absurdo, no por falta de fe, sino porque los zapa­tos de la novia aprietan ( «Desayuno de boda en el café»). No hay Segundo Advenimiento tampoco, ni siquiera frustrado.• Sólo, la eterna batalla del pícaro, más dura y mortífera que la guerra de clases, porque un individuo puede ser más vene­noso que un ejército, y más incansable. Pascual Duarte es el pícaro más mortífero de toda la pica­resca española, la incesante picaresca española. (Porque la picaresca no terminó en el siglo XVII y esa lucha de hombre y amo, sigue teniendo sen­tido en la España incluso de hoy. La historia de Duarte es la anécdota de un antihéroe marginal sin escrúpulos ni objetivos, embarcado en una guerra social de un solo hombre cuya propia historia se hilvana tan sólo 'con su presencia; la moraleja im­plícita en hacer de su vida «ejemplo», está en ese tono en el que cualquier convicción moral está ausente; y la visión de la vida es picaresca.) Duarte es pues el pícaro más impulsivamente cri-

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Camilo José Cela, en 1981.

minal de la literatura española, si no de la historia española, que reúne algunos conquistadores que eran también pícaros (y a los que podríamos lla­mar «anti-conquistadores» en paralelo con los an­tihéroes literarios), algunos notables bandoleros y ciertos caciques, todos los cuales -conquistado­res, bandoleros, caciques- resultan mucho más constantemente feroces que todos los pícaros mi­serables.

La familia de Pascual Duarte es un estudio so­bre la psicología del miedo, la agresividad del miedo. Aún más: la agresividad del miedo y la timidez, y la culpa que nace de ambos. Pascual es un obseso infatigable, aunque más simpático que la mayoría de sus víctimas. Su historia es la histo­ria de un campesino sacado (¿Para seguir mejor sus pasiones?) del huerto o del campo, del arroyo o los bosques. No huele los olores de las estacio­nes (sólo la carroña, un regato que apesta comouna banda de gitanos, sus propios pantalones, subragueta), no ve las plantas (la blancura de losmuslos de Lola es la imagen visual más fuerte detodo el libro), y sólo oye al búho, el sonido de unsímbolo. El agudo olor presentido de la muerte( del que no podía apartarse de niño porque lejosde aquel hedor notaba «las angustias de lamuerte»), pero esó es casi un abstracción y, nece­sariamente una abstracción negadora, está la vi­sión de los muebles de la cámara nupcial en lapensión (mero decorado), y el tacto de la piel de layegua a punto de morir (que sólo evoca una reac­ción poco sensitiva, solamente funcional: «eramás dura que la de Zacarías», el hombre al queacababa de acuchillar).

Todo está desnudo, tan falto de humanidad como una piedra, cuando no es puro decorado, por adecuado y expresivo que sea. La fuerza de la

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obra está en la acción pelada de un deseo aniqui­lado, o una voluntad de aniquilar. El horror magis­tral de la madre que arranca de un mordisco el pezón estéril del hijo al que amamantó, un hijo convencido de que una madre es para matar. Hay un sentimiento perturbador en el paisaje muerto cuando la perra de caza muere inútilmente entre la congoja de la fijación autónoma de un asesino, el espasmo de esa fijación. Y la violencia ética, telú­rica y terrible, cuando la yegua es apuñalada como revancha de amor y el sabor amargo y la ironía sin sentido cuando el amante de la mujer muere casi por error. Lo bastante, en resumen, para hacer de Pascual Duarte una magnífica novela moderna dentro de la tra,dicióµ «figurativa», por tomar un término de la pintura.

Dejando de lado pisquisiciones sobre mundos existenciales y localizaciones, Cela es, sin duda, el escritor cuyo castellano tiene hoy mayor fra­gancia; la fragancia del idioma sonoro y vivo, que respira.

La España de Cela, la que empieza con la gue­rra civil, con la ruptura de la tradición no es la España eterna, no es una España de leyenda, no es tradicionalista. Pero su prosa, incluso la prosa poética posterior, enlaza con lo vernáculo, la len­gua hablada de la España legendaria y tradicional. Por barrocos que suenen los adornos, es tan fresca como el habla del campo, tan rotunda siempre como las palabras de un labriego salman­tino, un castizo madrileño, un hidalgo pobre de Castilla con su mondadientes de oro en el bolsillo. El suyo es el lenguaje tanto de Don Quijote como de Sancho.

Cela aparece al final de una larga línea de ano­tadores límpidos -por truculentos y brutales que sean- del abandono humano de la dejación. Sus precursores inmediatos son Pío Baroja y Solana. Esa línea Solana-Baroja-Cela termina en última ins­tancia en Teresa, la judía mística de Avila, la escritora realista que llegaría a convertirse en la Santa Teresa de la iglesia apostólica española, igual a la iglesia de Roma con la que tiene menos lazos emocionales que la iglesia ·ortodoxa de rito bizantino. El mundo de Cela es tan sutil como el aire de A vila. Tan apegado a la tierra como Anda­lucía, y tan judío ,como Toledo y tan moro como Granada.

Como Baroja y Solana -Y como España, geográ­ficamente-, su centro se sitúa en Madrid. Todos impulsados por esa peculiar fuerza centrípeta ca­racterística de España. Cela es gallego, celta por tanto, pero este hecho apenas importa, salvo para estudiar su hábito ambicioso de organizador, su humor y, quizás también, su ironía. Otro hecho, vivir en las Baleares desde hace más de veinte años, no influye tampoco en su obra. Por lo de­más, Camilo José Cela, el escribano público del anti-héroe de Castilla, del anti-conquistador de Extremadura y del anti-santo aragonés, � se sitúa en el mismísimo centro de la tra- ·�dición literaria española. �