“una vez más nos sale al encuentro la pascua del señor. para · los preparativos para la pascua...

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Lunes 19 de Febrero de 2018

Como decía en el Mensaje de Cuaresma para este año, el Papa

Francisco:

“Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para

prepararnos a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la

Cuaresma, signo sacramental de nuestra conversión, que anuncia y realiza

la posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida”.

Hay un mandato del Señor de ir y preparar la Pascua.

Lc 22, 8ss:

“y envió a Pedro y a Juan, diciendo: id y preparadnos la Pascua para

que la comamos”.

Mc 14, 12ss:

“El primer día de los ázimos, cuando se sacrificaba el cordero

pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a hacer los

preparativos para que comas el cordero de Pascua?» Entonces envió a dos

de sus discípulos”.

Los preparativos para la pascua judía eran muy minuciosos. Hay

unos rituales preparativos entre ellos el principal es la búsqueda de los

Hamets los niños con sus padres recorren la casa y de manera pedagógica

han escondido restos de levadura, al encontrarla tiene que ser quemada,

pues la levadura vieja hace presente la corrupción y los tiempos pasados. Y

el padre de familia dice la siguiente Bendición:

“Bendito seas, Eterno nuestro Dios Rey del universo que nos

consagró con sus preceptos y nos encomendó de eliminar el Hamets

(levadura)”.

Jesús hacer referencia a este rito cuando dice: Mc 8: 14-21

“Mirad guardaos de la levadura de los fariseos, y de la levadura de

Herodes”

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Se refería a la hipocresía y a la corrupción de los fariseos y de

Herodes.

De algún modo la Cuaresma es esta búsqueda de los Hamets

(levadura), corrupción, pecado, para entrar purificados en la Pascua. Queda

suficientemente justificado que nos pide de preparar la Pascua para comerla

con él.

Pero hago un inciso; como celebramos la Pascua hoy, ha sido

propiciado por Pío XII que el 9 de febrero de 1951, restaura la Vigilia

Pascual: “Ordo Sancti Sabbati” y en los años 1955-1956 se reforma la

Semana Santa, por lo tanto el Triduo Pascual, “Hebdomadae Instauratus”.

Alguien decía que “las guitarras no renuevan la Iglesia, la renueva el

Misterio Pascual”. No son los planes pastorales, aunque son necesarios, o

creatividad desenfocada para atraer a los jóvenes, es la fuerza de la Pasión

y resurrección de Cristo la que renueva a la Iglesia. No por casualidad la

1ª constitución del Concilio Vaticano II es la “Sacrosanctum Concilium” y

es sobre la liturgia. La Iglesia plantea renovarse, renovando la liturgia.

Pero que decir, ¡qué queda mucho por hacer! Apenas hace 67 años

que se restableció la Vigilia Pascual, que es el corazón de la vida de la

Iglesia. Todavía el Triduo Pascual no ha penetrado con su fuerza y estupor

en la vida de fe de nuestras parroquias.

Y no solo lo afirmo yo, lo dice el Directorio sobre la Piedad popular

y la liturgia nº 124:

“En el ámbito de la piedad popular no se percibe fácilmente el

sentido mistérico de la Cuaresma y no se ha asimilado algunos de los

grandes valores y temas, como la relación entre sacramento de los cuarenta

días y los sacramentos de la Iniciación Cristiana, o el misterio del Éxodo

presente a lo largo de todo el itinerario Cuaresmal”.

Un teólogo oriental decía “falta un rostro Pascual en la Iglesia”.

Pero vayamos a lo que nos convoca aquí:

- El Triduo Pascual es el mayor despliegue de elementos litúrgicos sin

parangón durante el año litúrgico.

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- Es el centro del Año litúrgico y el cumplimiento de las promesas hechas a

los Profetas, el éxodo definitivo del Cielo. Es el verdadero núcleo del año

litúrgico.

- Es iluminadora de lo que celebramos en el Triduo Pascual la oración

colecta del Domingo de Ramos:

“Las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio”.

- La mejor forma de preparar el Triduo Pascual es ir a los textos, meditarlos

y reflexionar sobre ellos, me refiero al Misal y al Leccionario.

- Sacrosanctum Concilium dice del Triduo Pascual que es punto culminante

de todo el Año litúrgico. Su centro o núcleo es la Vigilia Pascual.

- Decía San Agustín: “Considera los tres días santos de la Crucifixión,

sepultura y resurrección del Señor”. Por lo que tenemos que ver en unidad

los tres días de un único Misterio.

- La vida de la Iglesia se mueve entre Mímesis, es decir representación,

aquí entra la piedad popular, y la Anámnesis, que es la acción litúrgica, el

memorial. La Mímesis nos tendría que llevar a la Anámnesis. Pero esto

pocas veces ocurre.

Jueves Santo: “Coena Domini”. Día del Amor Fraterno.

Con la Eucaristía de la “Cena del Señor” inicia el Triduo Pascual, y

finaliza la Cuaresma. Se conmemora la Institución de la Eucaristía, la

oración colecta afirma “Plenitud de Amor y de vida”. Y dice la colecta

igualmente:

“Nos has convocado esta tarde para celebrar aquella misma

memorable cena en que tu Hijo, antes de entregarse a la muerte confió a la

Iglesia el banquete de su amor”.

• La lectura del libro del Éxodo hace referencia a la Pascua de la Historia

de la Salvación, a la antigua Alianza de la que Jesús es el cumplimiento.

• San Pablo a los Corintios recuerda que cada vez que coméis y bebéis,

proclamáis la muerte del Señor.

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• El Evangelio: Jn 13, 1-15, Jesús lava los pies a los apóstoles.

El núcleo del Jueves Santo es la entrega de Jesús en el único y definitivo

Sacrificio.

• La Reserva Eucarística, es sobria, pero hermosa. No es monumento, ni

sepulcro, Cristo en la Eucaristía está vivo, no está muerto.

Viernes Santo: Misterio de la Cruz.

Día de Amargura, decía San Ambrosio.

Es un día alitúrgico, no se puede celebrar la Eucaristía. Este día la

Iglesia realiza una solemne celebración de la Palabra.

El Misal lo enuncia como “Celebración de la Pasión del Señor”.

La colecta dice: “por medio de su Pasión ha destruido la muerte”.

Es un día de Ayuno y Abstinencia que finaliza con la Vigilia

Pascual.

Consta de tres partes:

1ª Parte. Liturgia de la Palabra.

- La 1ª Lectura es el 4º canto del Siervo del Señor, Profecía de la

Pasión.

- La 2ª Lectura es de la Carta a los Hebreos y subraya la obediencia de

Cristo

- El Evangelio es la Pasión en San Juan.

Jesús en la Cruz está realizando una liturgia sacerdotal, lo

expresamos con la oración de los fieles, que es el modelo por excelencia de

la Plegaria de fieles en la Iglesia.

2ª Parte. Adoración de la Santa Cruz.

Ya la peregrina Egeria en el siglo V, recogía que se realizaba este

rito.

3ª Parte. Sagrada Comunión.

Se distribuye la comunión reservada del día anterior.

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Sábado Santo

La Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su

pasión y muerte.

Es un día igualmente alitúrgico, no se puede celebrar la Eucaristía.

Los orientales lo llaman: “día de Ayuno y Silencio”.

Contemplamos lo que profesamos en la Fe: “descendió a los

infiernos”.

Significativa la figura de la Virgen, que se dice que quedó junto al

sepulcro. La piedad popular la ha llamado “la soledad”.

La Vigilia Pascual (Madre de todas las Vigilias).

La Vigilia está llena de ecos en la Tradición antigua de la Iglesia, los

Padres le dedican muchos textos y homilías.

Hay que subrayar el carácter nocturno de ésta.

La Vigilia Pascual, sintetiza todo el Misterio de la Pascua. Tiene una

riqueza maravillosa, está llena de luz, de color, de perfume, de cantos etc.

Según una antiquísima tradición, ésta es una noche en vela en honor

del Señor (Ex 12, 42). Los fieles, tal como lo recomienda el Evangelio

(Lc 12, 35ss) deben asemejarse a los criados que, con las lámparas

encendidas en sus manos esperan el retorno de su Señor, para que cuando

llegue les encuentre en vela y los invite a sentarse a su mesa.

* Consta de 4 partes:

1ª parte Lucernario, con la bendición del fuego y preparación del

Cirio Pascual y el canto del Pregón Pascual.

La 2ª parte es la Gran Celebración de la Palabra con 9 lecturas, que

hace un recorrido por la historia de la salvación.

3ª Parte. Liturgia Bautismal.

En la Tradición antigua de la Iglesia sólo se podía bautizar este día.

La Cuaresma con su carácter Bautismal nos prepara para renovar las

promesas bautismales.

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4ª parte. Liturgia Eucarística

Se rompe el ayuno pascual, comulgando el Cuerpo de Cristo.

Los frutos de la Pascua se prolongan durante el año litúrgico. Pero

también ha producido conversiones: Dorothy Day, Madeleine Delbrêl o

María Skobtsov.

Concluyo con las palabras de Asia Bibi, católica pakistaní condenada

a muerte por blasfemia, decía:

“Cuando Cristo resurja, el día de Pascua, Él decidirá una nueva vía

de justicia para mí, me llevará consigo a su reino en donde no hay injusticia

ni discriminación. Cristo prometió que resurgiré con él”

Cristo ha resucitado, Verdaderamente ha resucitado.

¡Feliz Pascua!

Manuel Santos Flaker Labanda

Rector del Seminario Redemptoris Mater

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LA CUARESMA, UN CAMINO DE CONVERSION

Hablar en el tiempo de cuaresma de la cuaresma como un camino de

conversión parece lo más natural del mundo. Yo quisiera que mis palabras

no sonaran a disco rayado sino que la música de la cuaresma y la

conversión la escuchemos en lo más íntimo de nuestro corazón.

Unos datos históricos

Desde los primeros siglos de la Iglesia se introdujo la costumbre de salirse

un par de días de la rutina ordinaria para una mejor preparación a la gran

fiesta cristiana, La Pascua. De esta manera, interiormente se reforzaba la fe,

se practicaba la caridad y se ablandaba el corazón. Exteriormente, se

caracterizaba por la penitencia y el ayuno. Posteriormente, se extendieron

esos dos días iniciales a toda la Semana Santa (S. IV) y en algunas partes se

prolongó hasta cuarenta días siguiendo el ejemplo de Jesús en el desierto.

Es el uso actual contando a partir del miércoles de ceniza. El rito simbólico

de la imposición de la ceniza data del S. XI y se nos recuerda la limitación

de lo humano.

La practica cuaresmal

La lectura del evangelio (evangelio del miércoles de ceniza) recomienda

tres practicas que eran habituales en la espiritualidad judía: la limosna, la

oración y el ayuno y Jesús nos dice como hemos de realizar estas practica:

(Mt 6, 1-6. 16-18): “Cuado hagas limosna, no mandes tocar la trompeta

ante ti, como hacen los hipócritas… Tú, en cambio, cuando hagas limosna

que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha…Cuando oréis, no

seáis como los hipócritas a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y

en las esquinas de las plazas… cuando ores entra en tu cuarto, cierra la

puerta … Cuando ayunéis, no pongáis cara triste… tu en cambio perfúmate

la cabeza y lávate la cara….” Jesús quiere formar a sus discípulos en lo

principal, en la búsqueda de lo verdadero y auténtico. Condena la tendencia

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secreta que se da en el hombre de buscar, hasta en las cosas más nobles lo

que favorece el interés o halaga la vanidad. Y ante esto el Señor pronuncia

una palabra muy dura de reprobación: hipocresía El Señor no solo condena

esa especie de duplicidad engañosa que muestra al exterior algo distinto de

lo que hay en el interior y así llama a algunos escribas y fariseos sepulcros

blanqueados. Aquí habla de hombres que oran de verdad, que ayunan y que

dan limosna. Lo que denuncia –atención- es la manera de hacerlo: la

búsqueda de su satisfacción humana. La mentira hipócrita esta en la

intención con que se realizan estas practicas. En vez de dirigirse pura y

simplemente a Dios se dirigen a si mismo (desaprovechan..) y se

complacen en la estima humana. Buscan el beneficio de la estima de los

demás. Jesús descubre el fondo del corazón del hombre. Más allá de la pura

apariencia. Es una tentación de nuestro tiempo: la de la imagen, las

apariencias a las que tantos recursos dedican los hombres de nuestro tiempo

para ser valorados por encima de la realidad. Nadie ha de llevar un nombre

más grande que sus obras. Es necesario eliminar la mentira porque el nuevo

hombre ha de nacer de la verdad.

La limosna –(eleemosyne- compasión)

La limosna alude a la verdadera motivación que es la compasión y la ayuda

al necesitado. No debe ser ostentación provocada por el “toque de

trompeta para que todos la vean. La ostentación desvirtúa el sentido de la

limosna y humilla al que la recibe. Hoy, la limosna consiste en realizar un

esfuerzo para descubrir los problemas de nuestros conciudadanos,

sintiéndonos con el corazón y con los hechos solidarios ante las dificultades

de nuestros hermanos con especial atención, a los que llamaría –pobres

vergonzantes- y a los que sufren. Nuestro mundo de hoy ha instaurado una

nueva moral del dinero, de tal modo que el hombre de nuestra sociedad ha

llegado a confundir sus necesidades espirituales con el deseo de saciar sus

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apetitos materiales. Es más, esta situación da a la luz una nueva concepción

del hombre, el homo economicus, es decir, el ser humano considerado,

solamente, como sujeto de producción y consumo, entregado a la búsqueda

de bienes en esta vida. Y lo más grave. Sin darnos cuenta, esta concepción,

se ha convertido en un sucedáneo religioso en el que el dinero ocupa el

lugar de Dios y mediante una ética materialista todo se convierte en materia

prima para la acumulación de riquezas como símbolo único de salvación.

Por todo ello, quizá podemos afirmar que, la crisis económica que

padecemos como consecuencia de la falta a vedad y a la justicia, es

también idolatrica. Queridos amigos: estas circunstancias no pueden ser en

modo alguno la mampara para no mostrarnos cercanos y solidarios con

nuestros hermanos.

La oración.

La oración era una practica tanto privada como pública en Israel y una de

las practicas más recomendadas por Jesús en el evangelio. Es comunicación

directa con el Padre que está en el cielo y nunca puede ser rumor de

devoción y mucho menos hipócrita silenciador de la voz de la conciencia.

Para hablar con Dios hay que tornarse como niños. Alardear de ser adulto

es incompatible con la niñez espiritual. La pequeñez y la humildad son

elementos imprescindibles para hablar con Dios. Pero la oración no es solo

hablar es también escuchar y escuchar a Dios no es un mero oír , sino

detener la atención en lo que se oye; entenderlo, aceptarlo y ponerlo en

practica. Necesitamos escuchar siempre las enseñanzas de Dios que aunque

muchas veces las diga desde la cruz, no por eso son menos enseñanzas y

menos divinas.

El ayuno.

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El ayuno también era una practica colectiva y privada judía en ciertas

ocasiones y fiestas. Tiene un sentido de entrenamiento espiritual pero debe

tener ante todo un sentido de solidaridad con los necesitados. Queridos

amigos: El ayuno ha de ser más exigente con los sentimientos del corazón

que con las fuerzas del cuerpo.

La cuaresma, camino de conversión.

El camino de la conversión no se construye sobre un terreno material, sino

que se construye en el corazón de cada hombre. Isaías y Juan Bautista

hablan, metafóricamente, de montes, de pasos tortuosos y de pasos

extraviados. Nos basta llamar estas cosas por sus nombres propios: orgullo,

violencia, embustes, borracheras de todo género, con especial atención a la

de la propia sabiduría, la propia inteligencia y la que es peor aún, la de

estar satisfechos de si mismo Y la conversión no puede ser una operación

indolora. Exige renuncia, sacrificio y privaciones.

Para intentar comprender mejor lo que es la conversión quiero fijarme en

un pasaje del evangelio de San Juan, en el que se nos narra la hermosa

conversación nocturna que Nicodemo mantiene con Jesús: “Cómo puede

uno nacer siendo ya viejo? –pregunta Nicodemo- ¿Acaso se puede entrar

otra en el seno de la madre y volver a nacer?”. Y Jesús le responde que, en

efecto, cualquier hombre, no importa cuan viejo sea, puede volver a nacer

del Espíritu. Es uno de los pasajes más reconfortantes del evangelio porque

nos habla de la posibilidad de renovarnos de forma profunda y radical,

resucitando sobre las cenizas del hombre viejo. Convertirse es volver a

nacer y una vez abrazados a esa vida nueva nadie va a pedirnos cuentas de

la vida antigua que hemos decidido dejar atrás. No importa lo que hayamos

sido, no importa lo que en el pasado hayamos hecho dejado de hacer, sino

lo que hacemos aquí y ahora porque la vida humana está constantemente

abierta a un renacimiento. Esta realidad de gran belleza le cuesta mucho

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aceptar al hombre de nuestro tiempo, quizá porque se ha endiosado: y quien

es incapaz de reconocer sus errores no puede concebir que tales errores

puedan llegar a borrarse, sin dejar hipotecas. Desgraciadamente, en nuestra

sociedad, mucha gente que ha cometido errores trata de ocultarlos

desesperadamente y cuando ya no pueden hacer nada por seguir

ocultándolos, su vida se desbarata.

A la conversión los griegos la llamaban metanoia (y así aparece designada

con frecuencia en los textos neotestamentarios) metanoia que significa

cambio de mente, un cambio radical en nuestro modo de pensar y de actuar,

un encuentro con la verdad no solo como conocimiento teórico, sino como

transformación radical de la vida entera. Ciertamente, tal metanoia no

puede lograrse sin arrepentimiento; y en general no hay posibilidad de

nacer a una vida nueva sin renegar de nuestros antiguos errores. Pero

renegar del error exige coraje, humildad y fortaleza: coraje para juzgar en

conciencia nuestra propia vida; humildad para reconocer el mal que hemos

causado y fortaleza para no sucumbir a la tentación de volver a causarlo. La

humildad, el coraje y la fortaleza solo los puede brindar la contrición, que

es como se llama al dolor espiritual que nace de reconocer el error y llegar

a detestarlo con el propósito de no repetirlo. Aún detestando los errores o

pecados, podemos volver a incurrir en ellos, pero sin ese dolor no puede

haber auténtica metanoia-conversión. Para abrirse a una vida nueva,

primeramente hay que tener el valor para aborrecer la antigua y esto es

quizá el mayor desafío al que puede enfrentarse una persona. También

puede existir una incapacidad para una verdadera conversión, para un

volver a nacer, es consecuencia del endiosamiento del hombre que se niega

a reconocer su culpa, que disfraza el al con la máscara del bien, y que, al

fin se ahoga en el mal que ha convertido en su habitat natural

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Es más fácil que cambie y se convierta quien tiene un corazón entrañable,

aunque con rostro manchado, que quien tapa con extraños cosméticos la

fealdad de su cara, reflejo de un corazón endurecido.

Queridos amigos: el miércoles de ceniza comenzamos la cuaresma: tiempo

de conversión. Y la conversión no es una operación indolora sino que

implica desprendimiento, esfuerzo, sacrificio y privaciones. El camino del

desierto es un camino de liberación pero no de facilitación. Lo que se nos

pide no es rasgar las vestiduras sino ablandar el corazón, dejando que el

Señor transforme, renueve y convierta. La cuaresma empieza con ceniza y

termina con el fuego de la Vigilia Pascual. Algo debe quemarse en nosotros

para dar lugar a la novedad de la vida pascual en Cristo.

Cuaresma y Semana Santa. Arte y Fe

Charlas Cuaresmales 2018.

“Mira a tus Dios que está escondido,

Sale a tu encuentro en los hermanos

Y rasga el corazón y no el vestido”.

En estos versos de Antonio Alcalde se condensa una parte importante de la significación

y del sentido de cuanto configura la fe en su expresión más plástica y externa: el arte referido a

los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. La imagen de Dios

que, a través de la nobleza del leño al que las manos del tallista dieron forma, nos sale al

encuentro a hombros de nuestros hermanos, concebido para conmover corazones y acercarnos

a Él, a Quien trasciende toda materia y toda belleza.

Desde el inicio de su fe, el hombre ha sentido la irresistible pulsión de manifestar la

grandeza de Dios a través de recursos externos y materiales. Su experiencia de fe necesita

plasmarse en madera, piedra, marfil, óleo, notas, versos, actos y romerías. Y por ello la mixtura

de la inmaterialidad de la procesión penitencial y la corporeidad de la imaginería religiosa ha

dado lugar una de las formas más particulares y fervorosas de explicitar y exteriorizar la

profunda devoción religiosa del pueblo cristiano durante la preparación y la celebración de los

misterios pascuales, la Cuaresma y la Semana Santa.

La celebración del Triduo Pascual, que es la culminación litúrgica del ciclo temporal del

culto cristiano, ha hecho orbitar en torno a sí la plasmación artística de sus misterios y pasajes,

uno de los temas más repetidos a lo largo de la Historia.

El arte al servicio de la fe ha logrado sacar a hombros de fieles cristianos algunas de las

más bellas obras escultóricas que, particularmente en España, han visto la luz a través de los

siglos, como signo inequívoco de los corazones profundamente conmovidos ante la celebración

del misterio de la Salvación.

No han sido pocos los escollos, incluso desviaciones, que el arte cristiano ha sufrido

desde sus inicios, y del seno de la Iglesia ha surgido la necesidad de encauzar las diversas

corrientes y formas de expresión del arte, siempre cambiantes y sujetas a acepciones estéticas

o estilísticas, pero al servicio de un fin mayor. Y a pesar de que el correr del tiempo ha

configurado de formas muy distintas esa plasticidad de la devoción, único es el Dios que la

inspira como única debe ser la finalidad con que se ejecutan las obras: la contemplación y

aproximación a través de ellas al inmanente misterio de la Salvación del hombre.

Cuaresma y Semana Santa. Dos tiempos, dos necesidades

El ciclo cuaresmal no ha dejado una gran proliferación de obras de arte, a diferencia de

otros tiempos litúrgicos cuya exaltación a través de las piezas pictóricas, escultóricas e incluso

musicales ha sido mucho más profuso. Si la cuaresma no ha alcanzado el mismo desarrollo

artístico que ha logrado la Semana Santa, se debe al inherente recogimiento que va aparejado

a los cuarenta días de preparación para el triduo pascual. Durante el tiempo de cuaresma, hasta

épocas recientes, se cubrían los retablos e imágenes con opacos paños morados, significándose

así el espíritu de austeridad, recogimiento, sobriedad, contención y abstinencia.

A pesar de que el ciclo cuaresmal está íntimamente vinculado al sacramento de la

reconciliación y a la preparación de los catecúmenos, con toda la iconografía evangélica del

bautismo e incluso del éxodo, resultaría impropio elaborar obras de arte ad hoc para un

momento litúrgico que prescribe la hondura del arrepentimiento, la preparación para la Semana

Mayor, la oración, el ayuno y la limosna.

Al final de la preparación cuaresmal, el pueblo cristiano asiste al culmen de su fe con la

celebración del ciclo litúrgico del triduo pascual. La Semana Santa se prefigura como el marco

en el que tienen lugar los misterios más señalados del calendario cristiano, con toda la explosión

de fervor popular que conlleva.

Prevenida por el clima penitencial de los cuarenta días previos en que los fieles han ido

acumulando esta devoción íntima y profunda, la liturgia de la Semana Santa da lugar a un

ingente volumen de obras de arte vinculadas al ciclo de la Pasión. No en vano, los temas

iconográficos de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor han sido los más representados e

inspiradores en la Historia del Arte. Esto nos da la medida en que el pueblo vive fervorosamente

la celebración de estos días tan señalados como esperados en el calendario cristiano.

La Semana Mayor, o Semana de diez días como es conocida en León en los círculos

cofrades, ha atraído siempre en torno a sí las mejores producciones artísticas de diversos

géneros para la mayor glorificación y exaltación de los misterios celebrados durante el Triduo

Pascual. Desde la entrada triunfante en Jerusalén hasta la Resurrección de Cristo, los diversos

pasajes evangélicos, tales como la Cena del Señor, la Oración en Getsemaní, los distintos

momentos del juicio de Cristo, o cualquiera de las escenas que jalonan el Vía Crucis, se suceden

en la escultura, la pintura, la música o la literatura, alcanzando un nivel de perfección y

virtuosismo formal que ha puesto de manifiesto esta marcada devoción cristiana.

Nuestros museos, gracias a Dios, custodian importantes testigos de esta devoción a lo

largo de los siglos, cristalizada en incomparables obras de arte que, en muchos casos, nos

remiten a los pasajes recién citados. Dos de los mejores ejemplos, e iconos del finísimo y

exquisito arte de la eboraria, tan característico del Reino de León, son el Cristo de Carrizo y el

Crucifijo de Sancha I y Fernando, iconos de la especial devoción a la Cruz, patíbulo y trono del

Rey de reyes.

Dramas litúrgicos y procesiones.

Sin embargo, la decoración y fornitura de los templos e incluso los espacios devocionales

particulares, no ha sido suficiente para un hombre que busca exteriorización de su fe en los

momentos en que la vive con mayor intensidad. Desde la más temprana Edad Media, la

incontestable piedad monacal, unida al reducido nivel cultural de una gran parte de la población,

dio como resultado una particular fórmula musical que acompañaba las celebraciones más

importantes, revistiéndolas de carácter especial. Hablamos de los tropos, de los que poco ha

llegado hasta nosotros para su estudio y análisis. Sin embargo, heredero de estas solemnes

composiciones medievales, el desarrollo musical de los textos sagrados daría origen en los

albores europeos a una nueva forma de transmitir los contenidos de las Escrituras. La visualidad

de la escenificación ha facilitado desde siempre la comprensión de los mensajes, y por ello, el

desarrollo completo de esta forma de comunicación alcanzó su máxima expresión con el recurso

de la teatralización: la representación de los grandes dramas litúrgicos.

Igual que el tímpano de la puerta del Perdón de San Isidoro nos refiere plásticamente la

Muerte, Resurrección y Ascensión del Señor, y el tímpano del Juicio Final de la Catedral nos habla

del final de los tiempos y de la segunda venida de Cristo, así los dramas litúrgicos enseñaban al

pueblo cristiano, desde hace más de diez siglos, a comprender los Evangelios no solamente de

palabra, sino también a través de la contemplación.

A todos nos resulta conocido el popular e indudable aforismo de que ‘una imagen vale

más que mil palabras’, y en cumplimiento de este principio, la forma de transmisión de estos

contenidos resultó muy exitosa en época medieval, perfeccionándose y desarrollándose cada

vez con mayor complejidad. Este recurso de la teatralidad religiosa no quedará solamente en el

espacio del presbiterio, sino que dará lugar a una suerte de traslación que supera el recinto del

templo. El pueblo saca a la calle su fe, necesita expresar públicamente su devoción.

Dado que la naturaleza del hombre es dual, porque somos cuerpo y alma, somos materia

y espíritu, la vivencia de nuestra fe necesita una plasmación externa. Por la misma razón por la

que el cristiano comienza su preparación cuaresmal con ayuno, oración y limosna, y lo hace

gestualmente a través de la ceniza, el zénit de esta preparación le requiere una exteriorización

también mayor de su moción espiritual, que se condensará en las procesiones penitenciales de

Semana Santa.

No obstante, esta experiencia no permanece en lo escondido. La vivencia de esta fe

sobrepasa el ámbito individual, y la fe en esencia debe ser vivida en comunidad; por lo tanto, el

hombre desarrolla esa necesidad de exteriorizar su devoción más íntima en comunión con sus

hermanos.

Las acciones individuales de limosna, ayuno y oración que nos recuerdan las lecturas del

Miércoles de Ceniza son el desarrollo de la preparación cuaresmal individual. Y así, los viacrucis,

las catequesis y predicaciones especiales o las celebraciones penitenciales son la expresión

comunitaria de esta fe vivida con intensidad. De esta forma, el desierto y la escalada cuaresmal

llevan a todos los penitentes individuales a la celebración en comunidad de los misterios

pascuales.

Parece, pues, que los triduos litúrgicos no bastan para satisfacer la devoción de un

pueblo que vive con intensidad la cumbre de su fe, hasta el punto de hacerla su seña de

identidad. Necesita imperiosamente participar de manera activa y protagonista en unos actos

religiosos que hagan de los fieles los actores del drama de la Pasión. Es la forma más sincera que

tiene el hombre de adaptar su fe y lo insondable de los misterios pascuales a un nivel popular,

externo, visual.

Explosión artística y legislación eclesiástica

Al tiempo del Oficio de Tinieblas, al son de un Miserere, o del Tenebrae Factae Sunt,

mientras el tenebrario ahogaba irremediablemente sus lucernas, los fieles cristianos sentían la

fuerte pulsión de continuar viviendo estos misterios. Más allá de la música que resuena

portentosamente en iglesias y catedrales acompañando a la liturgia, el arte en su conjunto asiste

al hombre en estos anhelos de exteriorización. La creación artística vinculada a la Pasión se

reinventa y se exalta, se multiplica y se recrea. Los dramas litúrgicos y sus escenificaciones

teatrales sentaron un precedente para desarrollar los temas iconográficos de un modo nuevo.

El estatismo de un retablo, la quietud de una pintura, dan paso a nuevas formas de arte sacro

condicionado por el predecesor teatralizado.

La escultura, en este caso, se convertirá en el arte por excelencia que de soporte a la

devoción popular. El artista ya no concebirá sus obras para la contemplación estática, sino que

éstas serán ideadas para ser un recuerdo del drama litúrgico, de su movimiento, de su

dinamismo, pero también de su solemnidad. Proporciones, gestos y actitudes se ponen en

diálogo para crear un arte nuevo, fruto de una piedad y una devoción tan antigua como el propio

Triduo pascual.

Esta eclosión artística, cuantitativa y cualitativa, pondría a la iglesia en la tesitura de

encauzar unas prácticas y unas artes que comenzaban en ocasiones a separarse del fin para el

que habían sido concebidas. En el s. XVI, en pleno ambiente de Reforma y Contrarreforma, la

doctrina del Concilio de Trento fue decisiva en este aspecto, y sentó las bases para la

representación iconográfica del arte sacro, incluyendo obviamente la imaginería.

Como ya hiciera la Santa de Avila al compadecerse de los protestantes que se privaban

de las imágenes como herramienta para estimular su fervor, los textos tridentinos defendieron

el culto a estas imágenes siempre y cuando se respetasen sus funciones y representaciones de

acuerdo a la doctrina eclesiástica. Es bueno hacer, desde un saber y un creer.

La supervisión episcopal sobre la creación de imágenes ya tiene sus ecos en el s. XVI, y

esta norma llega hasta nosotros en un hoy laizado y laizante con el que tiene que lidiar la

Delegación Episcopal de Patrimonio Cultural, intentando inculcar un buen hacer acorde con el

espíritu que debe inspirar estas obras, de acuerdo a la docta legislación eclesial que nos precede

y nos ordena.

Después de Trento, en el quicio entre el Renacimiento y el Barroco, la nueva estética

italiana cercana a la sensualidad y a la belleza erótica amenazó con poner en riesgo la pureza de

la creación del arte sacro, olvidando cuál es la motivación principal de éste, y traspasando

criterios estéticos lejanos a la piedad popular que llegaban a secularizar algunas de estas

imágenes. Es entonces cuando se trata de enmarcar el arte sacro y la imaginería religiosa en

ámbitos carentes de liviandad o vulgaridad, aunque se busque un realismo artístico que otorgue

a las imágenes la dignidad y fidelidad a los temas pasionales que representan.

Por su parte, la contrarreforma entre otros factores evitó que la sensualidad estética del

barroco italiano desembarcase en las austeras tierras españolas de los Austrias, aunque en

nuestro caso se produjo el efecto contrario: el excesivo atavío de las imágenes, la vanidad del

adorno y la profanidad de los vestidos, complementos y ajuares de las tallas.

En aras de la dignificación de los personajes sagrados que representaban las imágenes,

se cayó en un engrandecimiento visual de las propias imágenes, sin considerar el valor artístico

de las mismas, o el menos cabo de piezas más antiguas que –en el gusto del momento-

necesitaban ser adaptadas. Poco importó mutilar esculturas para hacerlas vestideras, serrar

piernas para lucir peanas o perforar cabezas para insertar suntuosas coronas. Esa fue nuestra

particular desviación artística y cultual en la que no podemos permitirnos caer de nuevo.

El Antiguo Testamento nos habla de un Yahveh que proscribe la idolatría, un mal que no

puede sonarnos a nuevo. En repetidas ocasiones olvidamos la grandeza de Dios, lo inefable de

Su amor, y nos quedamos en el becerro de oro. Las imágenes religiosas han de ser facilitadoras

para la contemplación de los misterios de Dios, solamente un dedo que nos señale la luna, como

dice el proverbio; y sin embargo nosotros, necios, a veces lo olvidamos y nos quedamos en el

dedo.

La imagen religiosa debe actuar como puente, como un camino que conduzca al hombre

hacia la contemplación estos sagrados misterios. Ya el protestantismo criticó en el s. XVII al arte

sacro del fastuoso barroco, en ocasiones tan enfático y sentimental, por hacer del arte un

instrumento de contemplación de la belleza por la belleza, concebido para la gloria del artista y

no de Dios. En esos casos es cuando la imagen pierde su sentido, su ser puente y camino, puesto

que no nos conduce a lo trascendente, sino que nos brinda un espectáculo estético y visual en

el que nos perdemos. Y no se trata en muchos casos de la imagen, sino de los ojos que la miran.

Somos nosotros quienes debemos traducir los signos que representan para no caer en la

idolatría, la espada de Damocles que amenaza nuestra fe.

Idolatría, belleza y devoción

Las normas tridentinas aconsejaban encargar las obras de arte a los artistas que

destacasen por encima de los demás. Y en ocasiones hemos llegado a la perversión de este

precepto, primando la calidad artística de la obra por encima de cualquier otra consideración.

No hemos sabido ver la transparencia de la imagen que nos permite ver a Dios a través de ella,

y nos hemos aferrado irracionalmente a la opacidad de una belleza autocomplaciente.

Belleza y devoción no están enfrentadas, pero tampoco van de la mano. La imagen

cultual, religiosa, no busca la belleza en sentido vulgar. De hecho, hasta la eclosión de la

imaginería en el s. XVI, e incluso después de esta proliferación artística, las imágenes más

sagradas y que más culto reciben son las menos imitativas, las menos humanas, incluso las

menos bellas. Las primitivas imágenes religiosas rara vez tienen rasgos humanos en su totalidad.

La sublimación de la belleza en una talla nos remite sin remedio a las manos que la ejecutan, la

mente que la concibe y el contexto y el gusto en que es creada; sin embargo, las imágenes

medievales, las tallas populares y poco academicistas que algunos tildarían de mediocres o feas,

nos revelan una inmutable eternidad, un misterio insondable. Nos hablan de lo sagrado que

todo trasciende, del Dios inmanente. Y no del nombre o las manos del artista.

Asistimos en la actualidad a la renovación del patrimonio artístico de muchas cofradías,

con tallas de indudable valor, que excitan el fervor de los hermanos que las pujan y de muchos

leoneses que las contemplan a su paso en las grandilocuentes procesiones penitenciales de

Semana Santa. Pero la piedad ancestral e inmemorial, la incuestionable y centenaria, se concita

en las pequeñas romerías de pueblo, donde generaciones que se pierden en la noche de los

tiempos ven el misterio de la Madre de Dios en la talla de una Virgen montañesa tosca, negra,

rústica, con rasgos humanos primitivos e incompletos, que parece no terminar de desprenderse

del madero en que ha sido esbozada.

La tarde del Sábado de Pasión, por la Urbe Regia deambulan juntos el Cautivo y la Virgen

del Amparo, la Virgen del Milagro. El imponente cristo de ojos verdes y manos atadas, que ha

recibido galardones nacionales por su factura, camina al lado de una Piedad antigua, poco

agraciada, incluso desproporcionada. No obstante, sin que una desmerezca a la otra, y de la

misma manera en que los ojos devotos saben ver la quietud impasible de Cristo ante su injusta

condena como parte de la voluntad de su Padre, hay que recordar que la vetusta Piedad del

Milagro ha suscitado el fervor popular de los leoneses desde que Santo Martino recogiese su

llanto hemático en el s. XII como señal de la inminente lucha entre leoneses y castellanos, y

fuese procesionada desde la desaparecida iglesia de San Esteban hasta la Basílica isidoriana,

constituyendo así la primera procesión documentada en la Ciudad imperial.

Podemos contemplar con verdadero asombro y conmoción la perfección de formas de

la Piedad de Miguel Angel en la Ciudad Eterna, la obra de juventud del genio italiano. Y sin

embargo, encogidos de emoción y traspasados por la devoción sólo llamamos Madre y Reina a

la Virgen del Camino, con los ojos cuajados de lágrimas y la voz quebrada al final de cada

entierro. Tenemos en el corazón la imagen de Nuestra Señora del Camino, pequeña, morena,

enjuta, compungida, ajada, vetusta. Pero Madre de León.

¿Qué les da a estas tallas ese carácter ingrávido entre dos mundos, ese misterio que las

hace fluctuar entre nosotros y la eternidad? Su concepción como punto de apoyo a la fe. La

calidad estética ayuda pero no es determinante a la hora de profundizar en los sagrados

misterios. No podemos detenernos en esa belleza autocomplaciente; debemos seguir el camino

marcado gracias a la imagen. No se trata de adorar la materia y la forma con que está hecha la

imagen, sino adorar la realidad y la divinidad que representa.

Desconocemos detalladamente los rasgos de Cristo y ningún escrito nos ha dejado

pautas para aproximarnos a ellos. ¿Es necesario? Los Evangelios nos han dejado testimonio de

sus obras y palabras, no de su apariencia. Nosotros nos ayudamos de imágenes artificiales que

nos recuerden esas obras y esas palabras, pero siendo éstas –o nuestra propia mirada-

desprovista del componente idólatra que trunca el cometido del arte sacro.

Las imágenes, en fin, son instrumentos, representaciones, como lo fueron los dramas

litúrgicos. Son signos que nos remiten a Dios, a los misterios de Salvación, a la Historia Sagrada.

En sí, la imagen religiosa es ella misma y su ámbito, es decir, todo aquello que vaya

aparejado a cumplir su función devocional: el culto que se le rinda, los actos litúrgicos y

paralitúrgicos que se realicen en torno a ella, incluso la misma creación de cofradías como

expresión de la devoción popular referida a esa imagen.

Sin embargo, en vez de la creación de cofradías en torno a las imágenes, hemos asistido

en las últimas décadas al fenómeno contrario: a la elaboración de imágenes para surtir las

necesidades de las cofradías. Y si bien ha quedado constatado que la procesión penitencial es

una de las necesidades más acuciantes del hombre como impulso para exteriorizar su fe más

sincera, no podemos olvidar que las procesiones son un elemento que complementa la liturgia,

que la continua, que la desarrolla. La espiritualidad y el arte popular que motiva y acompaña

estos actos son un complemento de la celebración religiosa de los misterios pascuales. Por este

motivo resulta un contrasentido asistir, participar u organizar procesiones penitenciales si no se

asiste a los cultos que motivan estos actos. Volvemos a quedarnos en el dedo en vez de mirar a

la luna que nos está señalando. No debemos priorizar la teatralización –en el sentido heredado

de la palabra- de los antiguos dramas litúrgicos y su escenificación urbana en las procesiones

penitenciales sin participar previamente en la celebración de la liturgia que da sentido a esta

manifestación popular.

Debemos evitar caer en la incoherencia de quienes, amparados en lo folclórico de un

acontecimiento anual, ornado con piezas de escultura y música, asisten a las procesiones desde

la mera contemplación del espectáculo. El estruendo de los tambores ha de ser un eco de la

sobria carraca. El debido lento caminar de las imágenes a hombros de los cofrades, ha de ser

reflejo del silencio y el recogimiento con que han de ser vividos los misterios pascuales. El

recorrido de las procesiones ha de ser una catequesis urbana, y no un espectáculo vacío que

resuena como los platillos que describe San Pablo. Sin el Amor de Dios, sin la interiorización de

ese Amor y sus consecuencias en la Historia de la Salvación, las procesiones son un mero

pasacalles, y las imágenes, figurantes de una historia que no se ha logrado comprender en su

totalidad.

La idolatría y el folclore son dos de los riesgos más altos que corre la celebración

paralitúrgica de la Semana Santa de nuestro tiempo.

Nosotros somos quienes debemos dar testimonio de la fe también a través de nuestras

actitudes como seglares, religiosos o sacerdotes, adoptando posturas coherentes con respecto

al arte cristiano, y más en particular en lo tocante a la celebración de los actos paralitúrgicos de

la Semana Santa. Forman parte de la expresión de la devoción popular, pero debemos

entenderlo como un complemento de lo realmente trascendente, la celebración litúrgica del

Triduo Pascual.

Asimilar la función de las imágenes nos ayuda a vivir con mayor plenitud nuestra fe. De

hecho, igual que el actual Museo Catedralicio-Diocesano, que cumple su primer centenario en

el presente año, el futuro Museo Diocesano y de la Semana Santa pretende ayudar a los fieles

leoneses a profundizar en la culminación de nuestro calendario litúrgico cristiano y en los

misterios que celebramos. En este recinto, Dios mediante, podremos encontrar importantes

conjuntos escultóricos que escenifican la Semana Mayor en nuestras calles, pero también

encontraremos las piezas populares antes referidas, las que en su cariñosa tosquedad encierran

el camino hacia Dios a través de su contemplación sin pretensiones, los testigos de la expresión

plástica de la verdadera fe popular.

Por todo ello, cuando el Viernes Santo, o de Parasceve, de preparación, el día del luto

mayor, el Cristo de la Sangre agonice por las calles de León a la voz de ‘Todo está consumado’,

además de contemplar la sublime efigie de un hombre sufriente y moribundo clavado en un

madero que derrama borbotones de sangre y de vida, debemos ver en él el sacrificio pascual de

Cristo, del Hijo que se entrega para hacer la voluntad del Padre, del Dios que conduce a la muerte

a su Unigénito para redimir los pecados de todo el orbe.

Y habremos de hacer nuestra la angustia contenida y esperanzada, hasta que el Domingo

de Resurrección camine entre nosotros el glorioso Resucitado, triunfante de la muerte y

mensajero de la vida, testigo del amor infinito del Padre y de nuestra certeza en esa vida eterna

de la que su vida, Pasión, Muerte y Resurrección nos han abierto las puertas.

Diego Asensio García

Delegación Diocesana de Patrimonio Cultural