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Una mujer independiente Julia Gracey tenía la firme convicción de que una mujer debía valerse por sí misma, por eso la enfurecía tanto que, cada vez que tenía un problema, el profesor Gerard van der Maes apareciera con la solución perfecta. Parecía empeñado en echar por tierra la independencia de Julia y hacerla sucumbir a la atracción que sentía por él. El momento decisivo llegó cuando Julia se quedó sin casa; allí estaba Gerard para ofrecerle una solución: el matrimonio. CAPÍTULO 1 LA CALLE, como muchas otras de esa parte de Londres, tenía un aspecto descuidado. Sus habitantes habían hecho lo que habían podido por que tuviera una mejor apariencia, pero las casas de principios de siglo no tenían mucho arreglo. Por último, el cielo plomizo de invierno y la aguanieve que estaba cayendo le conferían un aspecto aún más sombrío. Ruth estaba mirando por la ventana de una de las casas con el ceño fruncido porque no le gustaba lo que veía. -No creo que pueda aguantar este lugar mucho más tiempo... -Bueno, no tendrás que hacerlo. Cuando asciendan a Thomas, os podréis casar y vivir felices en otra parte. La persona que había respondido, Julia, estaba arrodillada sobre la vieja moqueta pinchando un patrón de papel sobre un trozo de tela. Era una chica preciosa. Tenía la nariz respingona y la boca generosa, y llevaba su hermosa mata de pelo rojizo recogida. Tenía los ojos grises y al ponerse de pie se podía comprobar que su figura era espléndida. Caminó hacia la ventana para unirse a su hermana. -¡Qué bien que el doctor Goodman no tenga consulta esta mañana! Así no tienes que salir. -Sí, pero la consulta de la noche estará repleta... Volvieron la cabeza al escuchar la puerta y otra chica, Monica, entró en el salón. Era una joven muy guapa, casi tanto como su hermana Julia. Tenía el pelo claro y los ojos azules, como Ruth, aunque esta última era más alta. -Me marcho, aunque Dios sabe cuántos niños vendrán con este tiempo -dijo Monica, con una sonrisa-. Pero George dijo que se pasaría por allí... El novio de Monica, George, era el adjunto de la parroquia. Era un joven atractivo y lleno de vida. -¡Hasta luego! -dijeron las hermanas, a coro. -Me voy a lavar el pelo -anunció Ruth. Julia recogió las tijeras y siguió con lo que estaba haciendo.

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Una mujer independiente Julia Gracey tenía la firme convicción de que una mujer debía valerse por sí

misma, por eso la enfurecía tanto que, cada vez que tenía un problema, el profesor Gerard van der Maes apareciera con la solución perfecta.

Parecía empeñado en echar por tierra la independencia de Julia y hacerla sucumbir a la atracción que sentía por él. El momento decisivo llegó cuando Julia se quedó sin casa; allí estaba Gerard para ofrecerle una solución: el matrimonio.

CAPÍTULO 1 LA CALLE, como muchas otras de esa parte de Londres, tenía un aspecto

descuidado. Sus habitantes habían hecho lo que habían podido por que tuviera una mejor apariencia, pero las casas de principios de siglo no tenían mucho arreglo. Por último, el cielo plomizo de invierno y la aguanieve que estaba cayendo le conferían un aspecto aún más sombrío.

Ruth estaba mirando por la ventana de una de las casas con el ceño fruncido porque no le gustaba lo que veía.

-No creo que pueda aguantar este lugar mucho más tiempo... -Bueno, no tendrás que hacerlo. Cuando asciendan a Thomas, os podréis casar y

vivir felices en otra parte. La persona que había respondido, Julia, estaba arrodillada sobre la vieja moqueta

pinchando un patrón de papel sobre un trozo de tela. Era una chica preciosa. Tenía la nariz respingona y la boca generosa, y llevaba su hermosa mata de pelo rojizo recogida. Tenía los ojos grises y al ponerse de pie se podía comprobar que su figura era espléndida.

Caminó hacia la ventana para unirse a su hermana. -¡Qué bien que el doctor Goodman no tenga consulta esta mañana! Así no tienes

que salir. -Sí, pero la consulta de la noche estará repleta... Volvieron la cabeza al escuchar la puerta y otra chica, Monica, entró en el salón.

Era una joven muy guapa, casi tanto como su hermana Julia. Tenía el pelo claro y los ojos azules, como Ruth, aunque esta última era más alta.

-Me marcho, aunque Dios sabe cuántos niños vendrán con este tiempo -dijo Monica, con una sonrisa-. Pero George dijo que se pasaría por allí...

El novio de Monica, George, era el adjunto de la parroquia. Era un joven atractivo y lleno de vida.

-¡Hasta luego! -dijeron las hermanas, a coro. -Me voy a lavar el pelo -anunció Ruth. Julia recogió las tijeras y siguió con lo que estaba haciendo.

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Entonces, sonó el timbre. -Debe de ser el repartidor de leche -dijo Ruth, desde la puerta-.. Olvidé pagarle

ayer. El profesor Gerard Van der Maes estaba esperando fuera. Se había ofrecido

para llevar un paquete de su ayudante, Thomas. Se suponía que era algo urgente y como él se dirigía al hospital de Birmingham le pillaba casi de paso.

Estaba mirando a su alrededor, arrepintiéndose de haberse ofrecido para el encargo. Le había llevado más tiempo de lo que había imaginado encontrar la casa y, además, no le gustaba nada el sitio. De vez en cuando, había escuchado a su ayudante hacer algunas tímidas observaciones sobre su prometida, pero nunca le había dicho que viviera en un lugar tan desolador.

La chica que abrió la puerta cambió su estado de ánimo. Si era Ruth, Thomas era un hombre muy afortunado.

El profesor extendió la mano. -Soy Van der Maes, un colega de Thomas. Quería entregarle un paquete y ya que

tenía que pasar por aquí... -¡Profesor! -exclamó Ruth-. ¡Qué amable por su parte! Estaba a punto de

preparar café... -añadió, sabiendo que era mentira. Él la siguió al salón. -Julia... -Si quieres dinero, busca en el monedero -dijo Julia, sin levantar la vista de lo

que estaba haciendo-. No me molestes o me equivocaré. -Tenemos visita. Es el profesor Van der Maes -dijo Ruth, pidiendo disculpas con

la mirada. Julia se volvió hacia ellos. Ruth, tan guapa como siempre, parecía contrariada y

su acompañante, divertido. Julia se puso de pie mirándolo. Desdee luego, no se correspondía con su idea de profesor. Era altísimo y tenía el pelo oscuro un poco canoso. Sus cejas eran espesas y la mirada, azul hielo. Mejor tenerlo como amigo que como enemigo, pensó Julia.

Ella extendió la mano y él se la estrechó. -Voy a preparar café -dijo Ruth. -Siéntese, por favor -dijo Julia, intentando ser sociable. En lugar de sentarse, cruzó la sala para ponerse a su lado y miró lo que había

sobre la moqueta. -Parece una cortina -observó -«Es» una cortina -dijo Julia, un poco molesta. Estuvo a punto de decirle que

para cuando acabara con ella, sería el vestido que iba a llevar al baile anual que organizaba su empresa. No es que fuera una ocasión memorable, pero se iba a celebrar en un buen hotel en el centro de Londres y quería hacer un esfuerzo para sacarse el mejor provecho. Como estaban a mediados de febrero, y su vida era bastante aburrida, era una buena ocasión para distraerse.

Recordó sus buenas costumbres.

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-¿Conoce a Thomas? Me imagino que usted es del hospital. ¿No estará enfermo o algo así?

-Sí conozco a Thomas, estoy en el mismo hospital que él, pero no le pasa nada. -¡Ah bien! Me imagino que tendrá mucho trabajo. -Sí, muchísimo -dijo, posando los ojos en la cortina-. ¿Sabe coser bien? -Hago lo que puedo. ¿De qué es profesor? -De cirugía. -Entonces también debe ser muy hábil con la aguja -dijo Julia y, antes de que él

pudiera responder, Ruth entró con el café. -Gracias por traer el paquete, profesor. Siento que no haya podido conocer a

Monica, trabaja en una guardería y ha tenido que marcharse. Yo tengo la mañana libre y Julia siempre está en casa. Trabaja aquí escribiendo versos para una empresa de tarjetas de felicitación -añadió Ruth sin tener en cuenta el ceño fruncido de su hermana.

-¡Qué interesante! -comentó el profesor. Aunque le parecía divertido, no permitió que se le notara en la cara.

-Me imagino que Thomas todavía no ha tenido noticias del trabajo de primer ayudante... - dijo Ruth, con timidez-. Sé que me habría llamado, pero como está tan ocupado...

-Creo que puedo tranquilizarla: sé que se lo van a notificar hoy. Es un buen hombre y será un placer tenerlo en mi equipo -dijo a Ruth con una sonrisa-. ¿Significa eso que se van a casar?

-Sí. Tan pronto como encontremos un lugar para vivir. Una tía nos dejó esta casa y nos vinimos a vivir aquí cuando nuestros padres murieron, pero todas estaremos encantadas de marcharnos en cuanto nos casemos.

-¿Todas? -preguntó el profesor, animándola a continuar. -Sí. Monica está comprometida con un vicario; están esperando a que le den una

parroquia. Y Julia tiene un pretendiente, un socio de la empresa donde trabaja. Julia estaba roja de ira y parecía que iba a explotar. Oscar era aceptado por

todas como un admirador, pero a ella no acababa de gustarle -Estoy segura de que al profesor no le interesa nuestra vida privada -cortó a su

hermana con una mirada fría mientras tomaba la cafetera-. ¿Desea más café, profesor?

Su tono lo retaba, aunque estaba deseando que se marchara. Él tomó una segunda taza y ella lo odió por eso. Pensó que nunca se iría. Cuando por fin se decidió, Julia le estrechó la mano y Ruth lo acompañó a la

puerta. -Tiene un Rolls; deberías verlo -declaró Ruth, observando a su hermana que se

había vuelto a poner de rodillas-. Estuviste un poco descortés. Y es un hombre tan encantador...

-Espero no volvérmelo a encontrar nunca. -Bueno, no creo que lo vuelvas a ver. Tiene mucho nivel para nosotras.

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-¿Qué quiere decir mucho nivel? -Preguntó Julia, con curiosidad por las palabras de su hermana.

-Es uno de los cirujanos más importantes y, además, tiene un título holandés. Viene de una familia de abolengo con mucho dinero. Aunque no habla mucho sobre sí mismo; Thomas dice que es muy reservado.

-Probablemente, nadie sea lo suficientemente bueno para él -observó Julia. -Realmente te disgusta, ¿verdad? Julia reanudó su trabajo con las tijeras. -¿Disgustarme? Ni siquiera lo conozco. ¿Nos tomamos unas tostadas con queso

fundido? Voy a preparar unas tortitas para la merienda. Monica estará hambrienta cuando llegue a casa; ni siquiera tiene tiempo de tomarse un sándwich.

Habló sin rencor. Las tres hermanas Gracey vivían juntas en una pequeña casa que habían heredado de una tía y se habían acostumbrado a economizar. La casa era suya, pero tenían que pagar impuestos, gas, electricidad... comprar ropa, comida... Ninguna de ellas había podido completar sus estudios. Sus padres murieron en un accidente de coche cuando aún eran muy jóvenes y solo les dejaron recuerdos.

Fue Julia la que tomó las riendas. Vendió la casa de campo de sus padres para pagar la hipoteca y otras deudas. Cuando estuvieron en su nueva casa, animó a sus hermanas a que buscaran trabajo. Ruth consiguió un puesto de media jornada como recepcionista en la consulta de un médico y Monica se puso a trabajar en la guardería. A ella le costó un poco más encontrar trabajo, pero al final vio el anuncio de la empresa de tarjetas de felicitación. Escribió un puñado de versos y los envió como prueba. Para su sorpresa, la aceptaron. Pagaban mal, pero podía trabajar en casa, hacer las labores del hogar y la comida. Juntas se las arreglaban muy bien.

Ruth conoció a Thomas una vez que fue al hospital a recoger unos resultados para el doctor Goodman y pronto iban a casarse. Monica, aunque le gustaban los niños, nunca pensó que se quedaría en el barrio, pero. entonces George fue un día a la guardería a contar historias de la Biblia y se enamoraron. También querían casarse, pero tenían que esperar a que a George le ofrecieran una parroquia. Mientras tanto -era feliz.

Esto nos dejaba a Julia, una chica de veinticuatro años llena de vida y energía. Como era de naturaleza alegre, no se permitía el lujo de soñar con lo que podría haber sido si sus padres hubiesen vivido. Se dedicaba a escribir sus versos sentimentales, mantenía la casa limpia y ordenada y, como era habilidosa con la aguja, se hacía una ropa bastante aceptable.

Afortunadamente, Oscar no se fijaba mucho en su vestuario. Su relación con él no era muy estable. De momento, solo era un acompañante. El horrible profesor se podía haber reído de las cortinas, pero Oscar no sospecharía nada. Además, si lo supiera, probablemente lo aceptaría porque era de naturaleza más bien austera. También era persistente. Ya había intentado quitárselo de encima en más de una ocasión, sugiriéndole que ella no sería una esposa conveniente. Pero él se negaba a que se lo sacudiera de encima y, a pesar de las innumerables excusas, al final iba a ir con él

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al baile. Además, Ruth y Monica habían insistido. Querían que fuera y disfrutara; pero

ninguna de ellas conocía a Oscar. Lo aceptaban porque les desconsolaba la idea de dejarla sola. Cuando ella pensaba en el tema también se entristecía.

Dejo de coser para dedicarse a las tareas de la casa. De repente, se encontró pensando en el profesor. Parecía un hombre tedioso y sospechaba que sería difícil sacar algo bueno de él. Probablemente era horrible con sus pacientes.

El profesor Van der Maes, contrariamente a lo que pensaba Julia, trataba al innumerable grupo de pacientes que iban a su clínica con amabilidad y paciencia. Trabajaba duro, pero ningún paciente tuvo nunca ninguna queja. Las enfermeras pronto se daban cuenta de que no admitía tonterías y que solo se conformaba con el máximo esfuerzo. Y lo mismo para sus alumnos. Él representaba la meta que a ellos le gustaría alcanzar un día. Una palabra amable de sus labios valía lo que una docena de otra persona. Y siempre estaban dispuestos a defenderlo si alguien era tan estúpido cómo para criticarlo.

Al profesor no le importaba lo que los demás opinaran de él, ya fuera bueno o malo. Era un cirujano excelente, amaba su trabajo y tenía muy buenos amigos, aunque no perdía el tiempo con amistades superfluas. Cuando el trabajo lo permitía, veía a sus amigos e iba a alguna fiesta. Como no estaba casado, podía haber conseguido a casi cualquier mujer que le hubieran presentado. Pero no mostraba interés en ningunaa de ellas. Pensaba que en algún lugar del mundo debía existir una mujer de la que se podría enamorar y a la que querría como esposa, pero ya no era tan joven y probablemente acabaría sus días soltero.

Tres días después de su encuentro con las hermanas Gracey, volvía a Londres e iba pensando en ellas. Ruth sería una buena esposa para Thomas, una chica preciosa con una sonrisa tímida y voz amable. Solo pensó en Julia de pasada. Era guapa, pero tenía una lengua muy afilada, y no hacía ningún esfuerzo por ser amable. Era la última persona que hubiese imaginado que se dedicara a escribir versos sentimentales y ¿qué mujer en su sano juicio se haría ropa con las cortinas? Se rio y se olvidó de ella.

El baile fue diez días después y, como la empresa había tenido un buen año, se

celebró en uno de los hoteles más prestigiosos de Londres. Ruth y Monica, deseosas de que su hermana lo pasara bien, le aconsejaron que se pusiera el chal que había pertenecido a su madre y le dieron dinero para que tomara un taxi. Julia protestó porque le parecía un gasto innecesario; el autobús era bastante más barato. Sin embargo, insistieron, aunque de manera privada opinaban que Oscar debía haberla ido a buscar a casa...

El vestido, a pesar de sus orígenes, fue un éxito. Tenía una hechura sencilla pero elegante y a menos que alguien hubiese visto las cortinas, nunca se habría imaginado...

Julia salía del taxi, sintiéndose bien consigo misma, cuando se encontró de cara con el profesor Van der Maes.

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-Vaya, vaya, señorita Julia Gracey. Tan inesperada como encantadora. ¿Está sola? -añadió, mirando a su alrededor.

-Me están esperando en el hotel -dijo con voz entrecortada por la sorpresa. Miró alrededor, buscando a Oscar sin mucha esperanza. Había dicho que estaría

en la puerta del hotel esperándola, pero no había señales de él. Imaginó que tendría que entrar a buscarlo. No era fácil de intimidar, pero la grandiosa entrada y la apariencia imponente del portero la hicieron sentirse pequeña en ese momento. Además, estaba la presencia del profesor. Qué mala suerte habérselo encontrado allí. Estaba segura de que no tenía nada que ver con su empresa.

-He quedado aquí con unos amigos-le aclaró el profesor-. Podemos entrar juntos -dijo agarrándola del brazo.

Era un gesto muy amable y ella aceptó. El portero les abrió la puerta con una reverencia.

Oscar seguía sin dar señales de vida. Había sido una tonta al aceptar su invitación; ni siquiera le gustaba.

-Permítame su chal -dijo el profesor-. Lo dejaré en el guardarropa. Cuando volvió le dio el comprobante que metió en su bolso de mano. -Gracias -consiguió decir Julia-. Esperaré aquí. Oscar me encontrará... -¿Oscar? Ah sí. Si no me equivoco debe ser el... Debería haberse alegrado de ver

aparecer a Oscar, y quizás lo habría hecho si él hubiera mostrado algún signo de arrepentimiento. Todo lo que dijo fue:

-Me he entretenido. Había tanta gente que quería saludar... ¿Te has comprado un vestido para la ocasión? -añadió, mirándola de arriba abajo-. No está mal, no está nada mal.

Después posó la mirada en el profesor que parecía no tener ninguna intención de marcharse.

-¿Lo conozco? Julia era consciente de que el profesor estaba pensando en las cortinas. -No, Oscar; no lo conoces. Es el profesor Van der Maes. Trabaja con el

prometido de Ruth. Oscar parecía incómodo bajo la fría mirada del profesor. -Encantado de conocerlo. Vamos Julia, te buscaré un sitio para que te sientes;

han venido dos clientes importantes con los que tengo que hablar, pero después podemos bailar.

Se despidió con un gesto del profesor que no se dio por aludido. -Espero que tenga una agradable noche -le dijo a Julia, mientras Oscar se daba

la vuelta para hablar con una pareja que pasaba por allí-. Pero lo dudo -añadió divertido-. No puedo decir que esté de acuerdo con Oscar con respecto al vestido, pero yo sé que son unas cortinas.

Se arrepintió en el mismo momento en que lo dijo: Julia, por un instante parecía una niña pequeña a la que habían castigado sin motivo. Pero fue solo un instante.

-Márchese, profesor. No me gusta usted nada y espero no volverlo a ver nunca

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-le dijo, mirándolo directamente a los ojos. Había hablado con calma, pero sus ojos parecían dos cuchillos. Después de todo,

le había disgustado desde el principio y no le importaba si le gustaba el vestido o no. A Oscar le gustaba y eso era todo lo que importaba, se dijo a sí misma, si se lo creía o no era otra cosa. Cuando Oscar acabó la conversación, se marchó con él hacia el salón de baile. Allí se quedó sentada esperando a que a él le diera la gana de bailar con ella.

No parecía una ocupación muy entretenida, pero pronto, al verla sola, empezaron a salirle compañeros de baile. Lo que le estuvo bien empleado a Oscar cuando quiso bailar con ella.

-Algunos de estos bailes modernos no son muy dignos -le dijo muy serio, mientras la llevaba por la pista de baile muy estirado-. Habría sido mejor que te hubieras quedado sentada hasta que yo estuviera libre para bailar contigo.

-Pero me gusta bailar, Oscar. -Bailar con moderación es un ejercicio estupendo -dijo Oscar, aún más estirado. Dejaron de bailar cuando la música cesó y Julia, de repente, expresó sus

pensamientos en voz alta: -¿Te quieres casar conmigo, Oscar? -le preguntó. Se quedó mirándola entre atónito y disgustado. -Querida Julia, que pregunta tan... tan... -se detuvo buscando la palabra

apropiada- ... poco femenina. Voy a olvidarla. -No; no la olvides. Es algo que está en mi cabeza -dijo, mirándolo fijamente-. Y

quiero que me respondas. -No tengo la menor intención de responderte. Me has dejado pasmado, Julia.

Quizá quieras ir al aseo a recomponerte un poco. -Dios mío, Oscar. Parece que has salido de una novela victoriana. Pero sí, creo

que eso será lo mejor. El salón de baile estaba en la parte de atrás del hotel y le llevó unos minutos

encontrar el guardarropa donde había dejado su chal. Tendría que tomar un autobús porque no tenía suficiente dinero para otro taxi. Pero no era tarde, además, había mucha gente en la calle. Se puso el chal que ella y sus hermanas compartían para las ocasiones especiales y cruzó el vestíbulo. A mitad de camino, el profesor, que parecía surgir de la nada; le puso una mano en el brazo.

-¿No se marchará tan pronto? -quiso saber-. Apenas hace una hora que llegó. Ella tuvo que pararse. -Sí, me marcho, profesor -dijo todo lo educada que pudo-. Adiós -añadió mirando

su mano. El no se dio por aludido. -Está tan enfadada que parece que va a estallar. La llevaré a casa. -No, gracias. Puedo ir yo sola. Por toda respuesta, afianzó su mano bajo el codo. -¿Vendrá su Oscar a buscarla? -No es mi Oscar.

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-No puedo decir que esté sorprendido. ¡Venga, vamos! esta es una excusa fantástica para dejar esta tediosa cena de discursos interminables.

Se la llevó a su automóvil que estaba aparcado a la puerta del hotel. -¿Va a llorar? -le preguntó una vez dentro del vehículo. -Por supuesto que no. Y tampoco deseo estar aquí en su coche. Está siendo muy

dominante conmigo, profesor. No soy una niña. La miró con una sonrisa en los labios. -No, ya me he dado cuenta. ¿Tiene hambre? -Sí... -dijo sorprendida. -Fantástico. Y como no va -a llorar y yo también estoy hambriento, podemos ir a

algún sitio. -No -dijo Julia. -Querida niña, sea sensata. Es la cosa más lógica que se puede hacer en este

momento -dijo, mientras arrancaba el coche-. Escondamos el hacha de guerra por un par de horas. Después, cuando la deje en la puerta de su casa, será libre de volver a odiarme. Como estaba hambrienta, la perspectiva de una cena era tentadora.

-Bueno, está bien, pero a ningún sitio lujoso. No voy muy bien vestida. -Siento lo que dije antes sobre el vestido. Está muy guapa y el comentario fue

imperdonable por mi parte. Iremos a algún sitio en el que no se sienta in cómoda. Sus palabras sonaron amables y ella se sintió mejor. Quizá no fuera tan malo...

Pero el siguiente comentario la hizo cambiar de opinión. -¿Todos sus vestidos se los hace con cortinas? Tiene que ser muy habilidosa. Estuvo a punto de saltar del coche en marcha, pero entonces pensó en la comida.

No tenía ni idea de por qué la había invitado. Como venganza, elegiría lo más caro de la carta.

La llevó al Wilton, habló con el maitre en voz baja y la acompañó a un reservado. Así no tendría que preocuparse por el vestido, pensó Julia, sintiéndose más tranquila.

-¿Qué tomamos? -preguntó el profesor-. Puedo recomendarle el soufflé de queso y el lenguado a la molinera.

Ella aceptó y él se concentró en los vinos. Mientras tanto, estudió el menú. No tendría que haberse preocupado en elegir la comida más cara, todo era caro.

La comida estaba deliciosa y se notaba que había sido cocinada por manos expertas. Pensó en Oscar de pasada y se concentró en comer y en ser educada y mantener una conversación amable. El profesor estaba sorprendidísimo consigo mismo; no sabía qué le había impulsado a invitarla a cenar. El rara vez salía y cuando lo hacía, sus compañeras eran jóvenes elegantes, vestidas de manera impecable, delgadísimas y preocupadas por lo que podían o no podían comer.

Julia actuaba al contrario. Comía y bebía todo lo que le ofrecían con un placer inconsciente. Y eso le soltó la lengua.

-¿Si es holandés, por qué vive en Inglaterra? -Solo lo hago una parte del tiempo. Mi casa está en Holanda y también trabajo

allí. Volveré dentro de unas semanas y me quedaré un mes aproximadamente.

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-Debe ser bastante incómodo -observó Julia-. Pero me imagino que podría elegir. -Me imagino que sí -respondió sin pensar en el asunto-. ¿Qué va a hacer con

Oscar? -Me atrevería a decir que ya no me encontrará apropiada. -¿Y eso romperá su corazón? -No. En realidad, era él el que estaba empeñado en que saliéramos. -¿Acaso tiene unas perspectivas más románticas? Dio un sorbo a su café y mirándolo a los ojos le dijo: -Son casi las doce. ¿Le importaría llevarme a casa? Nunca, ninguna mujer a la que le hubiera invitado a cenar le había sugerido jamás

que se estaba haciendo tarde y que quería irse a casa. Al contrario. El profesor soltó una carcajada y le aseguró que se irían inmediatamente, tan pronto como pagara la cuenta. En el viaje por las calles de Londres, hablaron del tiempo, del campo y de los planes para el verano.

La calle estaba desierta. El profesor salió del coche y le abrió la puerta a Julia. Después, la acompañó gano a casa.

Julia buscó en su mente algo amable que decir: -Gracias por la cena -dijo al fin. Pero eso no sonaba demasiado atento por lo que

decidió continuar-. He disfrutado mucho de la comida y el restaurante era... era muy elegante. Ha sido una velada muy agradable...

No le gustó la sonrisa que tenía el profesor. -No se esfuerce, Julia. Buenas noches. La empujó con amabilidad y cerró la puerta tras ella. -Lo odio -dijo Julia, quitándose los zapatos. Dejó caer el chal y subió a su

habitación. Tenía intenciones de permanecer despierta para considerar lo que había sucedido, pero se quedó dormida de inmediato.

El profesor se marchó a su elegante casa de Chelsea, metió el Rolls en el garaje

y entró en la casa. Había una lámpara de pared que emitía una tenue luz sobre la mesa del recibidor y alumbraba un puñado de cartas. El profesor las recogió en su camino al despacho.

Este consistía en una habitación pequeña con estanterías repletas de libros, una mesa enorme con una silla y otras dos sillas al lado de una chimenea pequeña. Bajo la ventana, había una mesa con un ordenador y una pila de libros y papeles. Dejó las cartas encima de la mesa y se fue a la cocina. Allí se sirvió un café.

En la cocina había dos perros pequeños que corrieron a saludarlo en cuanto lo vieron. Dejaron su cesta y se sentaron a su lado, mientras él se tomaba su café. El profesor se los había encontrado aterrados y hambrientos hacía seis meses. Parecía que no iban a crecer más, ni tampoco a ponerse más guapos, pero se habían convertido en miembros de la casa y en sus devotos compañeros. Los llevó de vuelta a la cesta con la promesa de un paseo por la mañana y volvió a su estudio. Tenía que escribir algunas

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cosas antes de irse a la cama. Se sentó, tomó unos folios y se recostó en el asiento pensando en la velada.

¿Qué le habría llevado a invitar a Julia a cenar? Era una chica maja, no cabía duda, pero con una lengua afilada y que no hacía ningún esfuerzo por ocultar que no le gustaba. Probablemente, el desconocido Oscar era digno de lástima. De repente sonrió; quizá Oscar todavía estuviera buscándola.

Cuando Julia bajó a desayunar por la mañana, Ruth y Monica estaban ya en la

cocina y sin más dilación, empezaron a bombardearla con preguntas. -¿Bailaste? ¿Cómo era el hotel? ¿Qué comisteis? ¿Se declaró Oscar? ¿Te trajo a casa? Julia tomó la tetera. -Bailé tres veces y media y el hotel era impresionante. Se puso cereales en un tazón. No es que le gustaran mucho, pero según un

anuncio de la televisión, la chica que los comiera se convertiría en un palillo, un estado que esperaba alcanzar si conseguía reducir sus generosas curvas.

-Oscar no se declaró y no creo que lo haga. Y tampoco me trajo a casa. -¿No me digas que viniste sola? Acabó con los cereales y puso pan en la tostadora. -No, el profesor Van der Maes me trajo. -¿Qué? Empieza por el principio y no te saltes nada -dijo Ruth. -Oscar estaba enfadado porque no me había quedado sentada en una silla a

esperarlo, así que le pregunté que si pensaba casarse conmigo. Julia, ¿cómo fuiste capaz... ? -Me dijo que me fuera al aseo a recomponerme y recogí mi chal del guardarropa

y me marché. El profesor estaba en la entrada, me dijo que estaba hambriento y me preguntó que si yo tenía hambre, le dije que sí y me llevó al Wilton.

-¿Al Wilton? -dijeron sus hermanas a coro-. ¿Con ese vestido? -añadieron después.

-Nos fuimos a un reservado. Fue una cena deliciosa. Después le pedí que me trajera a casa y así lo hizo.

Tenía fijos en ella dos pares de asombrados ojos. -¿Y Oscar? -Estaba estupefacto. -¿Y el profesor? ¿Qué dijo? -Me dijo que no lo sorprendía. Vais a llegar tarde al trabajo... -¿Pero por qué te llevó a cenar? -Dijo que tenía hambre -le contestó Julia riéndose. -Mira Julia, te pones pesada a veces -la amonestó su hermana. Cuando se marcharon, Julia se puso a hacer las tareas de la casa y cuando acabo

se preparó café y un sándwich y se dispuso a escribir versos. Quizá Oscar quisiera

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despedirla, pero sus versos se vendían muy bien y, a lo mejor, los socios más antiguos no estaban de acuerdo. No era el tipo de trabajo que quisiera hacer mucha gente, además, estaba fatal pagado. Retocó una docena de versos, le dio de comer a Muffin, el gato de la familia, y peló unas patatas para la cena. Oscar ya no la preocupaba.

CAPÍTULO 2 0SCAR se presentó en su casa cuatro días más tarde; cuando Julia estaba

preparando el hojaldre para hacer un pastel de carne. -Quiero hablar contigo, Julia. -Pasa -dijo ella-. Estoy haciendo un pastel y no quiero que se estropee. Se lo llevó a la cocina y lo invitó a que tomara siento. Oscar se quedó mirando a Muffin que estaba tumbado en la silla al lado de la

estufa. Él se tuvo que conformar con una silla cerca de la mesa. Julia siguió con su pastel. -Por lo menos, podías dejar lo que estas haciendo y escuchar lo que tengo que

decirte. -Lo siento muchísimo, Oscar, pero no puedo dejarlo. Pero habla, te estoy

escuchando. El se acomodó en su asiento. -He estado pensando mucho en tu conducta durante el baile, Julia. He pensado

que, tal vez, los nervios del momento y la opulencia del entorno hicieron que te comportaras de esa manera tan... tan injustificable. Después de pensarlo mucho, he decidido que no lo voy a tener en cuenta.

Julia extendió el hojaldre sobre la carne y recortó los bordes con un cuchillo. -No lo hagas -lo suplicó-. No estaba nerviosa, solo enfadada por que me dejaste

abandonada en una silla. -Tengo una posición que mantener -respondió Oscar y cuando ella no dijo nada le

preguntó-: ¿Hay un -buen servicio de autobuses? Espero que volvieras bien a casa. Julia estaba decorando el pastel con trozos de hojaldre. - Me trajeron a casa, pero antes cené en el Wilton. Oscar se quedó pasmado. Al no encontrar nada que decir se levantó. -No hay nada más que hablar, Julia. Vine aquí dispuesto a perdonarte, pero, por

tu conducta frívola, deduzco que no te importa mi tolerancia. Julia se limpió las manos y se puso a recoger la mesa. Escuchar a Oscar era como

leer una novela del siglo pasado. Realmente, le daba pena. -No soy la mujer adecuada para ti, Oscar -le dijo con amabilidad. -Por supuesto que no -le respondió muy enfadado-. Me has engañado... -Mira, Oscar, lo que tú necesitas no es una mujer, sino un felpudo -le contestó

realmente fuera de sí-. Será mejor que te marches antes de que te dé con el rodillo. Él se puso de pie. -Debo recordarte que tu futuro en la empresa está en peligro. Tengo

influencias...

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Era algo que cabía esperar. Lo acompañó a la entrada, le abrió la puerta y le dijo adiós, cerrándole la puerta antes de que tuviera la oportunidad de decir nada más.

Cuando sus hermanas llegaron a casa, les contó lo que había sucedido. -Podía haber sido un marido sensato, aunque parece un poco desfasado -dijo

Monica. -No creo que un marido sensato sea lo que yo quiero -le contestó Julia, y por un

momento, pensó en el profesor. No tenía ni idea de por qué había hecho eso; ni siquiera le gustaba.

Estuvo esperando que le llegara la carta de despido durante unos días. Cuando llegó correspondencia de la empresa era para que se centrara en las felicitaciones de boda. Junio solía ser un mes en el que mucha gente se casaba e iban a necesitar versos para las postales.

«Indultada», pensó Julia. Era difícil escribir sobre las rosas de junio y la alegría de una boda durante el

mes de marzo, que solía ser tan gris. Pero, al fin, consiguió escribir unos cuantos versos y pensó lo bonito que sería casarse una hermosa mañana de verano, con la ropa adecuada y el novio que una quisiera.

Una semana más tarde, Thomas vino a casa. Había conseguido el trabajo de ayudante de quirófano. Además, le habían ofrecido una de las pequeñas casas que el hospital alquilaba a sus empleados. Ya no había razón para demorar más la boda. El lugar estaba amueblado y, aunque era un poco pequeño, estaba bien por el momento.

-Y lo mejor de todo, es que voy a trabajar con el profesor Van der Maes -Thomas tenía la cara radiante-. ¿No te importará que nos casemos así de rápido? Le preguntó, con ansiedad a Ruth.

A ella no le importaba, de hecho, se habría casado con él en un desván y con un saco en la cabeza.

-Le pediremos a George que nos organice la ceremonia. Y como solo estamos nosotras... ¿Vendrán tus padres?

Julia se marchó a la cocina a preparar café y tostadas y se llevó a Monica con ella.

-Vamos a dejarlos solos. ¿Tienes dinero? Ruth va a necesitar ropa... Se sentaron juntas en la mesa de la cocina y se pusieron a hacer cuentas. -No tenemos facturas pendientes -dijo Julia-. Y si tenemos cuidado y utilizamos

el dinero para los imprevistos, podremos arreglárnoslas de sobra. Thomas iba a comenzar su nuevo trabajo en tres semanas. Decidieron casarse

cuanto antes para tener unos días para ellos antes de empezar a trabajar. Eso significaba que no tendrían apenas tiempo de preparar nada. Julia y Monica le dieron a Ruth todo el dinero que pudieron conseguir y se pusieron a planear la boda. Solo habría un puñado de invitados: el doctor Goodman y su esposa, George y el vicario que iba a celebrar la boda, los padres de Thomas y el padrino.

Prepararon su mejor vajilla, sacaron brillo a la cristalería y Julia buscó recetas en sus libros de cocina.

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El día de la boda, Ruth tenía su traje de chaqueta azul cielo con sombrero, bolso y zapatos a juego, y un fondo de armario apropiado para la esposa de un joven ayudante de cirujano. Julia había conseguido organizar un elegante cóctel para después de la ceremonia y Monica había comprado claveles de colores para adornar la iglesia.

Julia respiró profundamente para impregnarse del olor de los claveles, mientras caminaba por el pasillo detrás de Thomas. De repente, vio al profesor Van der Maes sentado al lado del señor Goodman. Parecían estar charlando animadamente por lo que pasó por su lado sin mirarlos. Su presencia era totalmente inesperada. Supuso que como Thomas iba a ser su ayudante, se merecía su presencia.

Cuando Ruth entró, Julia se concentró en la ceremonia, pero la imagen del profesor se interpuso entre ella y las hermosas palabras de la celebración. No hacía falta que hubiese venido. Quizá tuvieran una buena relación profesional, pero era seguro que tenían una vida social muy diferente. De repente, se dio cuenta de que Ruth y Thomas estaban intercambiando sus juramentos. Iban a ser muy felices, pensó Julia al verlos caminar juntos. Estaban tan seguros de su amor... Se preguntaba qué se sentiría al estar tan seguro.

Después de las fotos, Julia se escabulló para llegar la primera a casa y asegurarse de que todo estuviera en orden.

Estaba poniendo unos canapés en el horno, cuando llegaron los novios, seguidos de cerca por los invitados. El padrino se acercó a la cocina a buscar un sacacorchos.

-No es que lo vayamos a necesitar, el profesor ha traído media docena de botellas de champán. ¿Te ayudo?

-¿Puedes servir las bebidas? Yo iré con estos canapés en un par de minutos. Ya los tenía preparados en una bandeja cuando entró el profesor. Tenía una

botella en una mano y una copa en la otra. -Ese horno debe dar mucha sed -le dijo, mientras le servía champán en la copa. Ella sonrió. Parecía muy contento y, por un momento, a ella le pareció simpático. -Por los novios -dijo ella, levantando la copa y después se la bebió de un trago. El profesor la miraba con un inesperado sentimiento miento de afecto. Quizá

tuviera una lengua afilada y le tuviera antipatía, pero el inocente tratamiento que le daba a una copa de Moét et Chandon era realmente conmovedor.

-¡Qué bueno! -exclamó Julia al apurar el líquido. -Una bebida especial para una ocasión especial -indicó el profesor, mientras

volvía a llenarle la copa-. Yo llevo la bandeja. Cuando Ruth y Thomas abandonaron la casa, todos se marcharon. Julia se dio

cuenta de que el profesor también se había ido. -Me dijo que me despidiera de ti de su parte -le informó Monica, mientras se

sentaban en la mesa de la cocina con una taza de té bien cargado-. Dijo que tenía prisa.

Julia, todavía un poco achispada por el champán, se preguntaba por qué no se habría despedido de ella. Pensaría en el tema cuando tuviera la cabeza un poco más

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despejada. Ahora que Ruth se había marchado de casa, tenían que reorganizarlo todo. Iban

a echar de menos su participación en los gastos, pero, con un poco de esfuerzo, se las podrían arreglar muy bien.

Pero unos días más tarde, Monica entró en casa como un torbellino, llamando a Julia s voces.

Tenía noticias que comunicarle: a George le habían ofrecido una vicaría en una ciudad pequeña.

-Está lejos de todo -anunció Monica llena de alegría-. Pero me da igual. Va a ir esta semana para ver si le gusta.

-¿Y si le gusta? -Nos vamos para allá en dos semanas. Yo iré con él, por supuesto. Antes, nos

podemos casar con un permiso especial -dijo, mientras bailaba por toda la habitación-. ¡Oh, Julia! ¿A qué es maravilloso? Soy tan feliz...

Más tarde, después de brindar con vino por el futuro, Monica pensó en su hermana.

-¿Y qué va a ser de ti, Julia? ¿Qué vas a hacer? No podrás con todos los gastos... Julia ya había pensado en el tema. -Voy a alquilar las habitaciones hasta que decidamos qué hacer con la casa

-aseguró, muy contenta-. Probablemente, tú y Ruth querréis venderla y creo que es una buena idea.

-¿Y tú? -insistió Monica. -Voy a tomar clases de corte y confección y después me instalaré por mi cuenta.

Creo que eso me gustará. -¿No crees que Oscar quiera volver? ¿Si de verdad te quisiera...? -Pero no me quiere. Ni yo lo quiero a él. -Pero, ¿querrás casarte? -Sí, claro. Imagínate lo que le gustará a mi marido que me haga mi propia ropa.. Julia sirvió lo que quedaba en la botella. -Ahora, cuéntame tus planes. Escuchó a su hermana y de vez en cuando le dio algún consejo o hizo algún

comentario. Tuvo que esforzarse para que no le entrara el pánico. ¡Qué tonta!, se dijo a sí misma, pensando que al menos tenía un techo bajo el que cobijarse y un gato que le iba a hacer compañía.

-¿Te casarás aquí? -Sí, pero no quiero mucho jaleo. Estaremos solo nosotros. Ni cóctel ni nada. Qué

curioso, siempre soñé con una boda fastuosa, con un traje de novia, velo, una gran celebración... - dijo Monica riéndose-. Pero ahora, nada de eso me importa.

La bonita cara de Monica estaba radiante de felicidad. -¿No tienes ganas de saber cómo es la vicaría? ¿Y la ciudad?

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-Sí, tengo muchas ganas. Pero, ¿seguro que tú estarás bien? Siempre hemos estado las tres juntas...

-Por supuesto que estaré bien. Y me encantará visitarte de vez en cuando. Cuando empiece a trabajar podré comprarme un coche pequeño...

Estaba soñando despierta, pero, al menos, servía para tranquilizar a Monica. Los acontecimientos se sucedieron con rapidez. A George le encantó la parroquia.

Era grande y un poco anticuada, pero tenía un jardín precioso. Tenía que tomar posesión del puesto en dos semanas, tiempo suficiente para preparar una boda sencilla. Se casaron por la mañana y por la tarde ya estaban conduciendo en dirección al nuevo hogar.

Julia ayudó a Monica a hacer las maletas por lo que tuvo muy poco tiempo para pensar en ella misma. Estaba bastante tranquila por que la chica que se iba a quedar con el trabajo de Monica había decidido alquilar una habitación. Pensó que era un buen comienzo. Trudie parecía una buena chica, callada y atenta, y sería agradable tener a alguien con ella, y más agradable aún tener el dinero del alquiler.

Tendría que buscar a otra inquilina. Si consiguiera alquilar las dos habitaciones podría arreglárselas bastante bien. Después, Ruth y Monica querrían vender la casa, cosa que entendía muy bien. Con su parte, podía empezar alguna profesión.

Volvió a entrar en la casa vacía; Trudie se instalaría por la mañana y tenía que asegurarse de que la habitación estuviera lista. Tan pronto como tuviera a otra chica y todo marchara a la perfección, visitaría a Ruth.

Ya había pasado una semana y todavía no había llamado nadie para preguntar por la habitación. Era bastante decepcionante. Lo volvería a intentar la semana siguiente. Mientras tanto, intentaría escribir el doble de versos.

Trudie era muy discreta. Entraba y salía con la llave que le había dado y apenas se notaba su presencia. Otra chica como ella sería ideal, pensó Julia, mientras recogía el correo que había sobre la alfombra de la entrada.

Había una carta del trabajo que abrió deprisa: probablemente se trataba del cheque. Y así era, pero, además, contenía una carta. La empresa iba a cambiar de política: en el futuro, solo iban a editar tarjetas de humor porque eso era lo que el mercado demandaba. Lo sentían mucho, pero no la iban a necesitar durante más tiempo. Si ya tenía algún verso preparado podía mandarlo, pero nada más.

Volvió a leer la carta, solo para asegurarse, y se fue a la cocina a prepararse un té. Menuda desilusión. El dinero era muy poco, pero se trataba de un ingreso fijo y seguro. Desde luego, iba a sentir la pérdida. La carta decía que aceptarían un último envío, así que mandaría tantos versos como pudiera

escribir. Tomó lápiz y papel y se puso a trabajar. Para la hora de comer, había doblado la producción. Los pasó a máquina y los llevó a correos. Le hubiese gustado romper la carta y

enviársela de vuelta, pero el dinero le vendría muy bien. El cheque llegó a los pocos días, pero todavía no tenía una nueva inquilina. Lo que

resultó ser algo positivo teniendo en cuenta cómo se desarrollaron los

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acontecimientos. Thomas llamó. Ruth estaba en cama con gripe y le preguntaba si podía echarles

una mano durante uno o dos días. No para quedarse, por supuesto, solo una o dos horas diarias hasta que su hermana se pudiera levantar.

Julia miró el reloj. -Ahora mismo voy para allá. Solo tengo que avisar a Trudie de que no volveré

hasta la noche. -Muchas gracias -dijo Thomas. Su inquilina sería de gran ayuda. Podría echar un vistazo a Muffin y comprobar

que todo estaba en orden en casa. Julia tomó el autobús que le había indicado su cuñado. Al lado del hospital, había una fila de casitas donde vivían los empleados más

afortunados. Thomas le dejó la puerta de atrás abierta y Julia entró llamando a su hermana.

Era una casa muy pequeña. Dejó la bolsa en el suelo y subió las escaleras guiada por la voz de Ruth.

Estaba acostada en la cama y su bonita cara estaba levemente iluminada por una nariz roja y unos ojos acuosos.

-Julia, cariño -dijo con la voz tomada-. Espero que no sea mucha molestia para ti. Me siento fatal y Thomas tiene que estar en el quirófano todo el día. Mañana estaré mejor...

-Tú te quedas ahí hasta que Thomas diga-dijo Julia-. Y no es ninguna molestia. Al contrario, me viene bien el cambio. ¿Qué te parece si te pongo ropa limpia en la cama y preparo algo de comer?

-Espero que no pilles la gripe -dijo Ruth más tarde, mientras tomaban un té. -¿Te ha visto un médico? -Sí. El doctor Soames, uno de los médicos del hospital. Luego, alguien traerá unas

pastillas... Thomas las trajo. Se quedó un rato con Ruth y agradeció a Julia su ayuda. -¿Quieres que me pase por aquí unos días, hasta que Ruth esté mejor? -Sería fantástico. No me gusta dejarla sola. Julia preparó una bebida caliente para su hermana y ella se coció un huevo. Al día

siguiente, llevaría fruta y pan. Eran casi las seis cuando Thomas volvió, acompañado por el profesor. Este fue a

ver a Ruth y después se dirigió a la cocina donde Julia estaba preparando algo de comer.

-Recoja su abrigo, la llevo a casa. -Gracias, pero tomaré el autobús cuando haya terminado. Ni hola ni buenas noches, pensó Julia, de mal humor. -Thomas está aquí -dijo con una sonrisa-. Y tres es multitud. -Pero querrá cenar... -Soy un cocinero de primera -dijo Thomas, entrando en la cocina. Puedes

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marcharte, Julia. Has sido como una bendición y te estamos muy agradecidos. ¿Vendrás mañana?

-Sí -dijo Julia y fue a despedirse de su hermana. Recogió su abrigo y bajó las escaleras.

Los dos hombres estaban en la entrada y Julia y el profesor salieron juntos. El profesor no dijo nada. Se sentó al volante, relajado. Al ver las calles llenas de

coches y los autobuses atestados de gente, Julia se sintió avergonzada por su ingratitud.

-Es muy amable por su parte. Me habría llevado una eternidad llegar a casa. -No me voy a apartar de mi camino -contestó, con un tono frío -. Voy a un

hospital de niños que no está a más de cinco minutos de su casa. Un comentario que no la animó en absoluto a seguir con la conversación. Cuando

llegaron a su casa, él salió del coche, le abrió la puerta y esperó a que entrara en casa. -Gracias por... -Buenas noches, Julia -cortó él, de manera lacónica-. Ya le he dicho que no era

ninguna molestia. Ella esperó en el portal hasta que el coche desapareció de su vista. -Y esta es la última vez que acepto que me traiga a casa -dijo a la calle vacía-. No

me puedo imaginar por qué se ha tomado la molestia, pero, claro, Tho- ` mas estaba allí y no tenía otra elección. Monstruo -añadió, dando un portazo a la puerta.

Pero era plenamente consciente de que no era ningún monstruo, solo para ella. Por algún motivo, ella lo molestaba.

Se preparó la cena, dio de comer a Muffin y fue a avisar a Trudie de que volvería a casa de Ruth durante unos cuantos días.

-Me imagino que nadie llamó para preguntar por la habitación, ¿no? -Nadie. Probablemente, dentro de uno o dos días empiecen a llamarte. Pero no llamó nadie. Los días siguientes, Julia estuvo yendo y viniendo a casa de su hermana, mientras

esta mejoraba lentamente. No volvió a tener noticias del profesor, aunque su hermana le dijo que había ido a visitarla con cierta frecuencia. El doctor Soames también la había ido a ver y le había dicho que estaba mucho mejor.

-Aunque parezco una bruja -dijo Ruth. -Una bruja preciosa -le contestó su hermana, dándole un abrazo-. Además,

mañana saldrás de la cama durante un par de horas. El rostro de Ruth se iluminó. -Tom puede preparar la cena y la tomaremos frente al fuego. Y seguro que

Gerard vendrá... -¿Gerard? -El profesor. No podía seguir llamándole profesor, aunque parece un poco serio y

distante, ¿verdad? Pero no lo es en absoluto. Además, parece mayor, pero solo tiene treinta y seis años. Debería estar casado, casi se casa el año pasado, pero no le interesan las chicas. No para casarse. Tiene un montón de amigas, pero solo son eso,

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amigas. -Me dejas helada... Ruth la miró pensativa. -Lo detestas, ¿verdad? -No lo conozco lo suficiente para saber si me gusta o lo detesto. -Me encuentro mucho mejor -dijo Ruth, cambiando de tema-. Seguro que me las

puedo arreglar yo sola. Te has portado como un ángel, pero debes estar deseando ocuparte de tus asuntos.

-No tengo nada de qué ocuparme. Trudie cuida de sí misma y le echa un vistazo a Muffin. Y si puedes aguantarme unos días más... creo que sería una buena idea.

-Oh, cielo, ¿lo harías por mí? Solo un par de días más. Me siento mucho mejor... pero no bien del todo.

-Por supuesto que vendré, luego ya veremos. Después de esos dos días, Julia tuvo que admitir que su hermana se las podía

arreglar muy bien sin su ayuda. Ahora que ya se levantaba, pensó que ella y Thomas estarían mejor solos.

-Este es mi último día -le dijo a Ruth, en cuanto llegó por la mañana-. Ya no me necesitas.

Ruth estaba sentada en la mesa de la cocina cortando verduras. La miró, riéndose.

-Sí te necesito. Siéntate que te lo voy a contar todo. -¿Quieres que te haga unas cortinas para el cuarto de baño? -preguntó de

broma, mientras tomaba un trozo de zanahoria. -A quien le interesan las cortinas. El doctor Soames dice que necesito unas

vacaciones, y Thomas está de acuerdo. Quiere que vengas conmigo. Por favor, di que sí. Trudie puede cuidar de Muffin...

-¿Vas a casa de Monica? La verdad es que sería fantástico salir de esa aburrida casa. Claro que iré.

-¿De verdad? ¿De verdad que no te importa? Thomas no me dejaría ir sola. Porque no vamos a casa de Monica. Vamos a Holanda.

-¿A Holanda? -Sí. Gerard tiene una casa al lado de un lago. No hay nadie, solo una encargada.

Dice que es un lugar muy tranquilo, que el campo está precioso y que es justo lo que necesito. Thomas quiere que vaya. Tiene un par de días libre y nos puede llevar él.

-¿No habrá nadie más, solo nosotras? -Sí. Solo tú y yo. Tom se quedará la primera noche y después volverá para

recogernos. No sabe exactamente cuándo, pero cree que en una o dos semanas. ¿No te lo estarás pensando?

Eso era exactamente lo que Julia estaba haciendo. Pero una mirada al rostro todavía pálido de su hermana la hizo decidirse. Ruth necesitaba salir de Londres y una semana en el campo la dejaría como nueva.

-Por supuesto que me encantará ir. ¿Cuándo nos vamos?

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-Bueno, Thomas tiene el sábado y el domingo libres, eso es dentro de tres días. No vamos a necesitar muchas cosas. Y yo tengo dinero para las dos.

-Yo tengo suficiente dinero -dijo Julia, con tanta convicción que ella misma se lo creyó.

-¿Ah, sí? Bueno, me imagino que ahora tendrás más tiempo para escribir versos y, claro está, tienes el alquiler de Trudie...

Que desaparecía casi antes de que Julia lo metiera en el monedero. Pero Ruth no tenía por qué saberlo, y ella no pensaba decirle a nadie que estaba sin trabajo. Pronto tendría otra inquilina y encontraría algo, se dijo para animarse. Mientras tanto, pensaba disfrutar de las vacaciones.

La molestaba bastante que fuera el profesor el que les había proporcionado el alojamiento. Por alguna razón, no le gustaba tener que estarle agradecida. Se sintió mejor al pensar que no tenía por qué saber que ella también iría.

El profesor telefoneó a la encargada para darle instrucciones. Sabía con certeza

que Julia iría con Ruth; él mismo lo había sugerido. No sabía muy bien por qué lo había hecho, pero sospechaba que quería que le estuviera agradecida.

El era reservado por naturaleza y una mala experiencia le había dejado una mala opinión sobre las mujeres. Pero había excepciones: las mujeres de su familia, su ama de llaves, su vieja tata, las mujeres de algunos amigos... Ruth estaba incluida en la lista. Estaba tan enamorada de Thomas y era tan diferente de su hermana... De todas formas, había algo en Julia...

No iba a necesitar mucha ropa, le había dicho Ruth. Julia echó un vistazo a su

armario. Tomó una chaqueta de lana, tan vieja que casi volvía a estar de moda, una falda plisada que le iba muy bien, unas cuantas camisas y un vestido de hilo. Después de todo, cada día hacía más calor. Como iban al campo, probablemente se darían unos buenos paseos, por lo que también guardó unos zapatos cómodos. Para el viaje se pondría los que estrenó en la boda. Añadió ropa interior, un pañuelo para el cuello y una bata fina y después se sentó a contar su dinero. Esa última tarea no le llevó mucho tiempo. Tendría el alquiler de una semana y cuando volviera, habría otro tanto esperándola. Fue a buscar a su inquilina para contarle sus planes.

Trudie era una chica muy tranquila que estaba ahorrando para casarse, era de naturaleza agradable y muy de fiar. Estuvo de acuerdo en cuidar de Muf fin y en cerrar la casa por las noches.

Tres días más tarde, Thomas y Ruth fueron a buscarla. Iban a tomar el transbordador en Harwich. Era la vía más rápida que les permitiría llegar a su destino esa misma tarde. Ella solo tenía una vaga idea del lugar a donde iban por lo que pasó la mayor parte del viaje estudiando un mapa que les había dejado el profesor.

En algún sitio al sur de Amsterdam y no demasiado lejos de Hilversum.

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-Es campo, campo -dijo Ruth por encima del hombro-. Gerard dice que si no queremos no necesitamos ir a ninguna ciudad. Aunque, la zona está repleta de pequeños pueblos.

No les pareció muy rústico cuando llegaron a Hoek y tomaron la autopista. Las ciudades pequeñas se, sucedían unas a otras. Pero cuando Thomas tomó una carretera más pequeña, Julia pudo disfrutar del paisaje que siempre había imaginado. Amplios valles, pequeños pueblos alrededor de su iglesia, granjas con enormes cobertizos y prados donde había vacas pastando. Y cuanto más se alejaban, más agreste se volvía el paisaje. Julia miró alrededor y suspiró con deleite. Quizá hubiera ciudades cerca y vías principales, pero aquí se respiraba una paz y tranquilidad centenarias.

Ruth, que había estado charlando ávidamente, se había quedado callada. -¿Veis ese campanario tras los arboles? A menos que haya entendido mal las

instrucciones ya hemos llegado. CAPÍTULO 3 CUANDO llegaron al conjunto de arboles, Thomas tomó una travesía estrecha

que conducía a un grupo disperso de casas en torno a una iglesia. Cualquiera de las casas valdría, porque todas eran bonitas, unas más pequeñas que otras, pero todas impecables. Dio la vuelta a la iglesia y tomó un camino estrecho que se alejaba de la carretera.

-Espero no haberme equivocado. El profesor dijo que era fácil, pero claro, él vive aquí. Dijo que a unos. cien metros de la iglesia, salía un camino a la derecha...

-Hay está -dijeron todos al unísono unos instantes después. La casa era más grande que las del pueblo, con una gran verja y un camino que conducía a la puerta principal.

Tenía el tejado de tejas rojas, paredes pintadas de blanco y unas ventanas pequeñas situadas a cada lado de la puerta principal. El jardín estaba lleno de flores de muchos colores. Julia, que estaba al lado del coche, giró sobre sí misma observándolo todo. Había imaginado una casa austera y perfecta, un poco a la imagen del profesor, pero esa casa era un verdadero encanto. Era tan bonita que hubiera servido perfectamente para ilustrar la postal más sentimental. Intentó imaginárselo a él, con su impecable traje gris, cortando el césped.

La puerta se abrió y por ella apareció una señora baja y corpulenta. Antes de llegar a su lado, ya iba hablando.

-Ya han llegado. Entren, por favor. Seguro que les apetece una taza de té -dijo la encargada, mientras les daba la mano-. Soy la señora Beckett y estoy encantada de darles la bienvenida. Han tenido un día muy bonito para viajar, esperemos que continúe así; un poco de sol y aire fresco le sentarán de maravilla, señora Scott -añadió, mientras les acompañaba a la puerta-. Ahora, pónganse cómodos mientras les traigo el té, más tarde, podrán subir a sus habitaciones. Es una pena que el señor Scott no se pueda quedar más tiempo. Pero, claro, usted es un hombre muy ocupado, como el

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señorito Gerard. Siempre con prisa; pero viene a visitarme siempre que puede, es tan bueno con su vieja tata...

Tomó aliento y salió de la habitación diciéndoles que iba por el té. Ruth se sentó en uno de los sillones y Thomas se acercó a la ventana para mirar

el paisaje. -Cariño, esto es divino. Me va a encantar estar aquí, aunque, te voy a echar de

menos -dijo Ruth a su marido. Julia se paseó por la habitación investigándolo todo. La habitación tenía el techo

bajo y el suelo de madera, había asientos muy cómodos y una mesa al lado de la chimenea que estaba rodeada por una librería repleta de libros. Suspiró profundamente y se giró cuando oyó a la señora Beckett entrar con la bandeja.

Después del té, visitaron el resto de la casa. Primero, fueron a la cocina que tenía el suelo de baldosas, una mesa pequeña y un aparador antiguo. Había una fila de cacerolas y sartenes a ambos lados de la cocina y un par de sillas. Cada una con un gato encima.

-Son Portly y Loftly -dijo la señora Beckett-. Me hacen mucha compañía.. El señorito Gerard los trajo hace unos años, cuando eran unos cachorros. Se los había encontrado abandonados.

Cuando terminaron el té, la señora Beckett les mostró el resto de la casa. -Aquí hay un aseo y esa puerta es la del estudio. Aquí hay otra habitación con

cosas para el jardín... Arriba había varias habitaciones y dos lujosos baños. -No se priva de nada -dijo Julia, mirando por la ventana de la que iba a ser su

habitación. A continuación, pasearon por el jardín. Julia se marchó a su cuarto con el

pretexto de deshacer la maleta, pero en realidad, quería dejar a Ruth y Thomas solos. Esa noche, durmió profundamente y a la mañana siguiente, se despertó temprano y se quedó en la cama observando la habitación.

No era muy amplia, pero quienquiera que hubiera elegido los muebles había acertado de lleno. Había una cama de caoba con una colcha bordada y sobre el suelo brillante, una alfombra color crema. Bajo la ventana, había un tocador y al lado un pequeño escritorio con una silla. Sobre la mesa, un jarrón chino con flores recién cortadas.

Como en un cuento de hadas, pensó Julia, y se levantó para asomarse por la ventana. Pero entonces, llegó la señora Beckett con el té y al verla levantada le suplicó que se volviera a acostar para que no pillara un resfriado.

-El desayuno estará listo en media hora: cereales y huevos revueltos, la señora Scott necesita engordar un poco -dijo la señora Beckett-. Las mujeres deben parecer mujeres -añadió mirando la espléndida figura de Julia.

«Lo malo es que yo también voy a engordar», pensó Julia, mientras tomaba una tercera tostada. No es que le importara mucho. Otra cosa sería si estuviera casada con alguien como Thomas. Se pondría a dieta inmediatamente porque, según dicen los

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anuncios de televisón, a los hombres le gustan las mujeres muy delgadas. Después de desayunar, se marchó al pueblo a comprar unas postales y no volvió

hasta la hora de comer, cuando Thomas ya se marchaba. Ruth le estaba dando las últimas recomendaciones: -No olvides cambiarte de calcetines cada día... y dar cuerda al reloj de la

cocina... Por la tarde, la señora Beckett las mandó al pueblo a comprar bollos y tortas

para el desayuno. Al volver, mientras Ruth iba hablando del trabajo de Thomas, Julia no pudo resistir la tentación y se comió un bollo recién hecho.

-¡Vas a engordar! -dijo Ruth. -¿A quién le importa? -contestó Julia, deseando importarle a alguien y, en ese

momento, la imagen del profesor cruzó su mente. No había ninguna razón para que pensara en él, se dijo a sí misma. Solo lo había

hecho porque estaba en su casa y era difícil olvidarlo. Además, ni siquiera le gustaba, se recordó con desgana.

Entre ella y la señora Beckett consiguieron que Ruth se repusiera. Era sorprendente lo que podían hacer unos cuantos días de buena cocina y agradables paseos por el campo. En cinco días, volvía a tener las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes y, aunque echaba de menos a Thomas, estaba siempre dispuesta para cualquier plan que surgiera.

«Dentro de otros cuatro o cinco días volveremos a casa», pensó Julia, levantándose de la cama. Hacía un día estupendo y no quería estropearlo pensando en la vuelta. Salió de su habitación y bajó directamente al jardín.

El profesor estaba sentado en el escalón de la puerta. No parecía él; los pantalones viejos y el jersey de cuello alto le habían quitado años.

-Hola, Julia -le dijo con una sonrisa. Ella se quedó de pie mirándolo. -¿Cómo ha llegado hasta aquí? Todavía no son las ocho. Un pensamiento terrible le cruzó por la cabeza. -¿Está Thomas enfermo? ¿Pasa algo malo? -Tantas preguntas y ni siquiera me ha dado los buenos días. Thomas está

perfectamente de salud, no pasa nada malo. Solo he venido para comprobar que todo iba bien.

-¿Bien? esto es el paraíso. ¿Cómo ha venido? -En avión. -¿En avión? ¿Cómo es posible? ¿Hay vuelos tan temprano? -Tengo mi propia avioneta. -¡Qué sorpresa! ¿Va a quedarse? -No se preocupe, solo una hora, más o menos. -¿Y después volará de vuelta? ¿Quiere decir que solo ha venido por una hora? El profesor le sonrió y ella se sentó a su lado. -Cuando llegamos aquí me quedé muy sorprendida; no me parecía que este fuese

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su estilo de casa. Pero ahora, con esos pantalones y ese jersey, sí me pega. No me lo podía imaginar aquí, con su traje gris y los gemelos de oro...

-Me hace parecer un anciano -dijo, aguantando la risa. -¡Oh no¡ Ruth me dijo que solo tiene treinta y seis, pero es tan distante... tan

indiferente... Ella se detuvo y lo miró. Estaba sonriendo de nuevo, pero esa vez se trataba de

una sonrisa desagradable que le devolvía los pies a la tierra. -Le diré a Ruth que está aquí. Una vez dentro, con las mejillas ardiendo, se preguntó qué diablos la había

llevado a hablarle de esa manera al profesor. Había sido por su vestimenta que le hacía parecer una persona diferente; pero no lo era. Después del desayuno, pondría alguna excusa para ir al pueblo y se quedaría por allí hasta que él se hubiera marchado.

Cuando terminaron de desayunar, comentó sus intenciones y su hermana le encargó unas postales. Él, como el que no quiere la cosa, le dijo que disfrutara del paseo.

-Entonces, será mejor que te despidas de Gerard. Cuando vuelvas ya se habrá ido.

Así que Julia le dijo adiós. El se levantó y le abrió la puerta, un gesto tan falso como su amable despedida.

Se pasó mucho tiempo en el pueblo comprando cosas que no necesitaba. Después, caminó despacio de vuelta a casa y se entretuvo un rato en el jardín.

Cuando entró en la casa él ya no estaba. -Qué amable por su parte, venir a comprobar que estábamos bien -dijo Ruth-. Me

encanta este lugar, pero echo de menos a Thomas. Espero que no te estés aburriendo -añadió mirando a su hermana-. Como no hemos hecho nada especial, ni hemos visto a nadie...

Julia se estaba haciendo una trenza. Se arrepentía de no haberse recogido el pelo por la mañana; una coleta no era un peinado muy digno.

-Me encanta este lugar. Lo que había sucedido por la mañana era mejor olvidarlo. Obviamente, el

profesor no deseaba ser su amigo. En realidad, ese hecho no tenía que molestarla porque ella también lo detestaba a él. Aunque, por un breve instante, había disfrutado de su compañía.

Era un día cálido y apetecía sentarse en el jardín o pasear disfrutando del aroma de las flores. Le hubiese gustado ponerse a trabajar un rato, arrancando malas hierbas o recogiendo rábanos y lechugas del huerto de la cocina; pero el jardinero no se lo iba a permitir. Sin importar el idioma, estaba claro que era totalmente contrario a que alguien pusiera un dedo en su dominio.

Thomas llamaba cada día. Le contó a Ruth que el profesor había llegado bien y que había ido directamente a la clínica. Julia no hizo ningún comentario, pero la sorprendió la energía que tenía ese hombre.

La semana pasó rápidamente. Thomas llegaría al día siguiente por la mañana por

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lo que debería estar lista para marcharse después del desayuno. Recogió sus cosas con pena. Iba a echar de menos la comodidad y el lujo de la casa y, todavía más, la compañía de la señora Beckett. Era una persona muy amable cuyo único objetivo era que todos estuviesen contentos. Era de ese tipo de personas en las que se podía confiar. De hecho, le había contado un montón de cosas sobre sí misma, sus esperanzas, sus anhelos y su incertidumbre con respecto al futuro.

La señora Beckett la había escuchado con afecto y le había dado algún que otro consejo. Estaba convencida de que Julia y el señorito Gerard estaban hechos el uno para el otro. Por supuesto, todavía no se habían dado cuenta, pero el tiempo demostraría que era cierto.

El sábado amaneció soleado y el jardín estaba más bonito que nunca. Julia, vestida y lista para partir, salió a dar un paseo y a despedirse de todo. La señora Becket estaba en la cocina con Ruth, pero aún no quería despedirse de ella, esperaría hasta el último minuto. Caminó un rato disfrutando de las flores y al ver un arriate de violetas se arrodillo para sentir el aroma.

-Esas las plantó mi madre -dijo el profesor desde atrás. Julia se puso de pie de un salto. -¿Qué hace aquí otra vez? -Esta es mi casa -le respondió con amabilidad. -Lo siento -dijo Julia, roja de vergüenza-. Es que me ha pillado desprevenida. Como él no dijo nada, ella se sintió obligada a continuar: -¿Ha venido para quedarse? Estamos tan agradecidas por su invitación... Lo

hemos pasado fenomenal. Le debe gustar mucho vivir aquí. El jardín también es precioso.

-¡Qué discurso tan halagador! -dijo él con un todo de burla en la voz y en la mirada que hizo que Julia volviera a ponerse roja-. Me alegro de que hayan disfrutado de la estancia. ¿Está lista para marcharse? La señora Beckett debe tener el café preparado.

Entraron juntos en la casa sin decir una palabra más. Ruth llegó corriendo a su encuentro.

-¿No es fantástico, Julia? Thomas se puede quedar hasta mañana por lo que tenemos todo un día para nosotros en este maravilloso lugar. Mañana, tomaremos el avión juntos. Gerard, has sido tan amable... -dijo, con una mano en el brazo del profesor.

-Thomas tenía dos días pendientes. Esto me ha dado la oportunidad- de arreglarlo todo. Lo que siento es no poder quedarme -dijo, tomando la taza de café que le estaba ofreciendo la señora Beckett-. Yo llevaré a Julia a casa.

En ese momento, ella estaba bebiendo y se atragantó al escuchar esas palabras. Tuvo que sufrir la humillación de que le dieran unos golpes en la espalda. Después dijo con frialdad:

-¿Se trata de algo que yo deba saber? -inquirió, sarcástica. -¿No te lo ha dicho Gerard? -preguntó Ruth, riéndose-. Se marcha en coche

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ahora y se ha ofrecido para llevarte. Antes de que pudiera decir nada el profesor habló: -Tenemos que salir en cinco minutos. Tengo que visitar a algunos pacientes hoy a

ultima hora. -Pero, si acaba de llegar... Seguro que le apetece quedarse, profesor -dijo Julia,

un poco infantil. -Claro que me apetece. Pero el caso es que no puedo. De todas formas, puedes

llamarme Gerard. Todos la estaban mirando sonrientes, pero la sonrisa del profesor parecía

burlarse de ella. Fue a recoger su chaqueta y besó a su hermana que la acompañó al coche.

-¡Qué suerte tienes! Vas a hacer un viaje muy agradable -dijo mirando al Rolls que había aparcado a la puerta-. Llámanos en cuanto llegues. Trudie estará allí, ¿verdad? No estarás sola.

-¿Quién es Trudie? -dijo el profesor, cuando ya llevaba un rato conduciendo. -Es mi inquilina. ¿Por dónde vamos a volver? -Por Calais en transbordador. Eso nos permitirá estar allí por la tarde. Julia pensó que tenía que hacer un esfuerzo para ser agradable. Aunque,

probablemente, a él no le apetecería su compañía. Lo mismo le pasaba a ella. -Es un viaje muy largo -observó intentando sonar casual. Rápidamente él la desalentó de que siguiera conversando. -Sí. Duérmete si quieres y así no tendrás que hablar. Se le ocurrieron un par de cosas que decirle, pero se las calló. No podía ser

descortés. La iba a llevar a casa y dependía de él hasta entonces. Se quedó callada mirando el paisaje. Pero al llegar a la autopista, no había mucho que mirar. Solo las señales de tráfico que pasaban a toda velocidad.

-¿Por qué vamos a Amsterdam? -quiso saber-. Pensé que íbamos a Calais y eso está al sur.

-Vamos a Amsterdam porque lo necesito. Desde allí, continuaremos a Calais. No te preocupes, tenemos tiempo de sobra para tomar el barco -le respondió él, con un deje que indicaba que estaba haciendo acopio de paciencia.

-No me preocupo -dijo enfadada por el tono que había usado y se quedó callada. Una vez que llegaron a la ciudad, se olvidó de su enfado. Las calles eran preciosas

y las casas estaban igual que hacía trescientos años. -Mira ese canal. Y esos puentes... y allí hay una barcaza llena de flores. ¿Qué

suena? ¿Unas campanas? -Son carrillones. La barcaza estaba amarrada a la calle para que la gente pueda

comprar flores. Los puentes están por todas partes uniendo las calles; mira, ahora vamos a pasar por encima de uno.

La calle al otro lado del puente era estrecha y con adoquines. A un lado había grandes casas y por el otro corría un canal angosto.

A mitad de camino, el profesor paró el coche y salió.

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-¿Prefieres que me quede en el coche? -preguntó Julia-. Quizá... -Sal -dijo abriéndole la puerta-. No tengo tiempo que perder. Julia salió del vehículo malhumorada y sin decir palabra. Lo odiaba, se dijo a sí

misma. Pero estaba deseando ver el interior de la casa. ¿Serían amigos suyos o sería una visita médica?

Un anciano, bastante encorvado por la edad, abrió la puerta y se dirigió al profesor en holandés. Era obvio que se conocían.

Julia miró alrededor y la encantó lo que vio. Estaban en una entrada estrecha y larga con puertas a ambos lados y al final una escalera.- Tenía las paredes papeladas y era bastante oscura, pero el resultado era muy lujoso. Los pasamanos eran de latón y, sin duda, muy antiguos. El suelo era de baldosas blancas y negras que habían envejecido con el paso de los años y había una consola con un jarrón de porcelana lleno de flores.

-Te presento a Wim -dijo el profesor-. Cuida de la casa y de todos sus habitantes.

Ella le tendió una mano y el anciano se la estrechó con amabilidad. En ese instante, Julia se dio cuenta.

-¿Entonces, esta es tu casa? -preguntó al profesor. -Sí. Vamos a tomar un café. Después tengo que ocuparme de unos asuntos, pero

en una hora o dos habré terminado. Wim iba por delante de ellos y les abrió una puerta que conducía a una habitación

también papelada con sillas en tomo a una chimenea. Tenía grandes estanterías llenas de libros y un reloj de pared. Había varias mesas pequeñas con lámparas de luz tenue. En la habitación había un perro que vino saltando a saludarlos. Era grande y peludo y tenía unos dientes impresionantes.

-No hace nada. Solo está sonriendo -dijo el profesor acariciando al animal-. Se llama Jason, un guardián espléndido. Ofrécele un puño.

A Julia le gustaban los perros, pero ese tenía unos dientes demasiado grandes. Intentó no mirarlos al hacer lo que le habían dicho. El perro le lamió la mano mientras que sus ojos la escudriñaban a través de una maraña de pelo.

-Soy Julia -dijo acariciándole la cabeza-. Debes echarlo mucho de menos -le dijo al profesor y se sentó en la silla que este le ofrecía.

-Por ahora sí, pero tengo pensado pasar aquí más tiempo que en Inglaterra. Mientras tanto, me escapo cada vez que puedo.

Se trataba de un comentario casual, pero Julia se sintió un poco inquieta. -Voy a hacer unas llamadas telefónicas. Tienes quince minutos para refrescarte

un poco. Se marchó con Jason a los talones. Julia se quedó sola con su café y paseó por la

habitación inspeccionando todos los tesoros. Era una casa muy grande y si todas las habitaciones, estaban tan espléndidamente decoradas como esa, entonces se podía decir que era una casa realmente lujosa.

-Antepasados que se remontan a siglos atrás -dijo Julia mirando al cuadro de un

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caballero con una peluca-. Y cargados de dinero. De repente, sintió que le lamían la mano. Jason estaba a su lado en silencio. Se

volvió deprisa, el profesor podía haberla oído... Pero estaba muy lejos, pensó con alivio. Estaba al otro lado de la habitación mirando por la ventana.

-¿Ya nos vamos? Me gustaría preguntar a Wim dónde... -Por las escaleras. La puerta de la derecha. Su tono era el de siempre: educado, despegado y ligeramente divertido. Se unió

a él después de unos minutos y, sin más dilación, se la llevó a la calle. Jason, que estaba en la entrada, les ladró al pasar a su lado y Julia, impulsivamente, se arrodilló y le rodeó el cuello con los brazos.

-No te preocupes -le dijo con cariño -volverá pronto. El profesor atravesó la ciudad y tomó la autopista. Ella permaneció en silencio

porque parecía que él no tenía ganas de conversación. Seguramente, tenía muchas cosas importantes en las que pensar por lo que se dedicó a mirar el paisaje. Iba conduciendo deprisa y ella disfrutaba de la velocidad. ¡Qué pena que la autopista no pasara por las ciudades y los pueblos! De todas formas, estaba concentrada en la señalización de la carretera, un mapa habría sido de mucha ayuda.

-Hay un mapa en el bolsillo de la puerta -dijo el profesor. ¿Le había leído el pensamiento o quería tenerla entretenida para no tener que

hablar? Probablemente, lo último, pensó Julia, desplegando el mapa. Por el sur se dirigieron a Utrecht, siguieron hacia Dordrecht y después, a la

altura de Breda, pararon en un café de carretera. -Quince minutos. ¿Un café y algo de comer? -Sí, está bien -le dijo y se marchó rápidamente hacia el aseo de señoras. El profesor se levantó y le ofreció una silla cuando ella volvió a la mesa. El café

ya estaba servido y también, unos panecillos con queso. Comieron callados y deprisa y se marcharon hacia el coche con la boca todavía llena.

-Siento las prisas -dijo el profesor lacónico. -No importa -contestó ella. Bordearon Antwerp, tomaron la carretera a Gent, circundaron Lille y llegaron a

Calais. -Justo a tiempo -observó el profesor, embarcando en el transbordador con dos

minutos de antelación-. Puedes ir a arreglarte el pelo. Yo pediré el té. Era muy temprano para la merienda, pero al ver la bandeja, a Julia se le abrió el

apetito. Cuando el profesor vio que se servía una segunda taza, pensó en lo bonita que era y en lo bien que se había portado durante todo el viaje. El asiento de al lado podía haber estado vacío y se alegró de que no lo estuviera. Era una pena que no se pudieran gustar...

Charlaron durante la travesía, hablaron de cosas triviales y cuando él sugirió que descansara, ella cerró los ojos inmediatamente, pensando que era una manera muy educada de terminar una conversación. No le apetecía dormir, se dijo a sí misma, pero si cerraba los ojos no tenía que mirarlo a él.

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Un suave golpe en el hombro la despertó. -Faltan diez minutos para que lleguemos a tierra. Ve a asearte antes de que se

forme una cola; tienes el pelo despeinado. Que extraño, pensó Julia, que un tema tan íntimo sonara tan natural entre dos

personas que ni siquiera se gustaban. Cuando desembarcaron en Dover, tomaron la autopista a Londres sin perder ni un

segundo. Sábado, pensó ella. Tendría que buscar una tienda abierta para comprar

provisiones para el fin de semana. La sola idea de una casa fría y un frigorífico vacío la disgustaba; pero, por supuesto, un hombre no pensaba en esas cosas. No cabía duda de que el profesor sí se sentaría frente a una espléndida comida. Miró de reojo su perfil altivo, parecía relajado y tranquilo.

Conforme se acercaban a su barrio, Julia comenzó a ensayar lo que le iba a decir en señal de agradecimiento.

-Ha sido muy amable por tu parte -comenzó a decir-. Te estoy muy agradecida. Espero no haberte retrasado. Me puedes dejar en cualquier parada de metro o de autobús...

-Vives muy cerca del hospital, para mí es más fácil acercarte a casa. Parar en cualquier otro sitio me entretendría más.

Ella se contuvo hasta que estuvo en la puerta de casa. La vivienda tenía aspecto de abandonada, igual que toda la calle, pero habló con entusiasmo:

-Qué agradable estar de vuelta en casa, y tan rápido. Un comentario que no necesitaba respuesta. El profesor salió del coche, sacó su

maleta del maletero y la acompañó hasta la puerta. -No esperes -dijo e inmediatamente se sintió estúpida-. Gracias de nuevo. -De nada. Adiós, Julia. Se marchó sin una mirada atrás. -¡Qué hombre más insoportable! -dijo Julia, enfadada-. Espero no volvérmelo a

encontrar nunca. Me ha traído a toda velocidad solo porque él tenía prisa. ¡Ojalá llegue tarde a donde quiera que vaya! Ya podía ser una mujer hermosa que le hiciera rebajarse.

El no se rebajaría nunca, por supuesto, y ella no pensaba nada de lo que decía, pero le hacía sentirse mejor.

Entró en casa y fue directa a la cocina a saludar a Trudie y a Muffin. -Sabía que volverías hoy. El hombre que trajo la caja dijo que llegarías esta

tarde. Julia fue a llenar la tetera. -¿Caja? ¿Qué caja? -Es del supermercado que está en la calle Jermyn. Está sobre la mesa. Fueron a verla juntas. Era una caja grande y envuelta con esmero. Julia fue

sacando las cosas despacio: té, café, azúcar, leche, una botella de vino, magdalenas, huevos, pollo frío, una ensalada, zumo de naranja, salmón ahumado...

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-Debe haber un error. -Pregunté para asegurarme -dijo Trudie, negando con la cabeza-. El repartidor

dijo que no se trataba de ningún error. Un tal profesor Van der Maes lo había encargado por teléfono ayer por la tarde para que lo trajeran hoy.

-¡Oh Dios! No me ha dicho ni una palabra. Me ha traído de vuelta para que mi hermana y su marido pudieran estar un día juntos en Holanda. Nosotros vinimos a toda velocidad porque tenía que estar aquí esta tarde; solo paramos una vez.

-Bueno, menudo detalle. -Sí, lo es -dijo Julia sin tener muy claro lo que sentía al respecto. -Voy a salir esta noche -le informó Trudie-. ¿Estarás bien sola? -¿Yo? Sí, claro. Gracias por cuidar de Mufen y de la casa. ¿Ha llamado alguien

por la habitación? -No. ¿Te lo has pasado bien? -Fenomenal. Aquello era el paraíso. Ya te lo contaré todo en otro momento. Después, cuando se quedó sola en casa, deshizo las maletas, dio de comer a

Muffin y cenó. Sin lugar a dudas, el contenido de la caja estaba delicioso. Al acostarse, permaneció despierta ensayando una carta de agradecimiento.

Sabía que la molestaría, teniendo en cuenta la tirantez que había entre ambos. Pero, de todas formas, tenía que agradecérselo. Por fin, se quedó dormida, aunque se despertó de vez e cuando murmurando trozos de frases.

La carta, cuando consiguió escribirla, era la apropiada. Una carta formal y educada. Podría haber servido como modelo para una solterona victoriana. Cuando el profesor la leyó estalló en carcajadas.

La casa, después de la experiencia de Holanda, era- algo a lo que Julia tenía que

acostumbrarse. Ruth había vuelto y la había llamado por teléfono, encantada con el día que había pasado con su marido y entusiasmada por estar de vuelta. Ella le contó que estaba bien, que tenía alguna inquilina en perspectiva y que el jardín estaba muy bonito. Nada de eso era verdad. No se encontraba bien; por alguna razón, estaba deprimida.

Julia se fue al supermercado a pegar en el tablón de anuncios una nota para alquilar la habitación que tenía libre. Al día siguiente, llegaron dos personas para pedir información sobre la habitación. Primero, llegó un hombre de mediana edad que desprendía un fuerte olor a cerveza y que quería cocinar su propia comida. La otra persona era una joven muy bien maquillada con un gran trasero y tacones de vértigo. Dijo que se iba a casar pronto y le preguntó a Julia si podía ir a visitarla su novio de vez en cuando.

A los dos les dijo que la habitación ya estaba ocupada y los vio alejarse con pena: el dinero le habría venido tan bien...

Ya saldría algo, se dijo a sí misma y, mientras tanto, se buscó un trabajo repartiendo guías de teléfono. Era una ocupación aburridísima porque todas las calles

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del barrio eran iguales, pero ella se las arregló para pensar en Holanda. Además, al final de la semana, tenía un poco de dinero en el bolsillo. Había contestado a varios anuncios para limpiar casas y cuidar niños, algo para lo que no necesitaba ningún tipo de formación. Y no sería para mucho tiempo. Si pudiera alquilar una habitación, o dos... Si hiciera falta, podría dormir en el trastero.

Fue a casa de Ruth a comer el domingo. -Ya que estás aquí, Julia -le dijo su hermana después de la comida-. ¿Por qué no

le echas un vistazo a la silla que estoy tapizando? Está en la otra habitación. Ya lo he intentado, pero no se me da tan bien como a ti.

Julia subió las escaleras y entró en la habitación. Se trataba de una silla pequeña preciosa. Ruth había sujetado el terciopelo con alfileres, pero no estaba muy bien hecho. Julia lo volvió a poner de manera que quedara perfecto.

Iba a bajar por las escaleras cuando oyó la voz de Ruth. La puerta de la sala estaba abierta y pudo escuchar lo que decían.

-¡Oh, Thomas! No puedo decírselo a Julia. ¿Adónde iría ella? Desde luego, sería fantástico. Tendríamos dinero para dar una entrada para nuestra propia casa. Y Monica necesita un nuevo cuarto de baño y calefacción central. ¿Llegaría para todo eso con el dinero de la casa?

-Claro que sí, cariño. Dividido entre tres, tocaríais a una buena cantidad cada una. Pero es mejor que no pensemos en eso ahora. Si Julia se casa, entonces podremos hablar del tema, no antes.

Julia volvió a la habitación, cerró la puerta sin hacer ruido y se sentó en la silla. Por supuesto que había pensado en eso antes, pero no lo había tratado como una posibilidad tan cercana. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? La casa no tenía nada especial, pero tenía tres habitaciones y aunque la calle estaba un poco abandonada, era bastante tranquila. Además, había autobuses y metro que llegaban al centro. Se podía conseguir un precio justo. Ruth podría tener su propia casa y Monica, su calefacción. Y ella... un apartamento pequeño en cualquier sitio y el dinero para hacer algún curso. Pensaría en ello más tarde. Esperaría unos días y luego sacaría el tema.

Unos pasos en la escalera la hicieron arrodillarse y aparentar que trabajaba en la silla.

Ruth asomó la cabeza por la puerta. -¿No me has oído? -No. ¿Me estabas llamando? Mira, ¿te gusta como ha quedado? CAPÍTULO 4 LA OPORTUNIDAD de hacer algo con la casa llegó antes de lo que se había

imaginado. Monica llamó para preguntarle por su estancia en Holanda y le habló de George, de la casa y del pueblo.

-Soy tan feliz, Julia... Parecía el momento apropiado. Julia sabía lo que iba a decir; lo había ensayado

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miles de veces y se lo comunicó a su hermana como si acabara de tener una brillante idea.

-No sé como no se me ha ocurrido antes. Todavía no le he dicho nada a Ruth. ¿Crees que es una buena idea? De todas formas, es solo eso, una idea...

-¿Y tú? -le preguntó Monica, y Julia notó excitación en su voz-. ¿Qué harías tú? -Me buscaría un apartamento pequeño y haría un curso de corte y confección.

Sabes que me encanta coser. -¿Tú crees que sacaríamos tanto dinero de la casa? -Sí, seguro. Pero, a lo mejor, a Ruth no le gusta la idea... -Hablaré con ella y le preguntaré. ¿Realmente es esto lo que quieres, Julia? -Sí, de verdad. Imagínate, no tendría que depender de alquileres, trabajaría en

lo que me gusta... Cuando colgaron, Julia estaba segura de que había convencido a su hermana. Solo

quedaba esperar la respuesta de Ruth. No tuvo que aguardar mucho, Ruth telefoneó esa misma noche. -Monica me ha llamado y me ha dicho lo de vender la casa. Pero, Julia, ¿qué va a

pasar contigo? Julia le repitió su pequeño discurso y después añadió: -¿Te gusta la idea? -Pero, ¿es eso lo que quieres? ¿Habrá suficiente dinero para que te sientas

segura? -Es ahora cuando no me siento segura. Necesito tres inquilinas para mantener la

casa y solo tengo una. No te lo había dicho, pero me despidieron de la empresa de postales. Oscar, ya sabes... Si vendemos la casa podría hacer ese curso del que te he hablado y buscar un buen trabajo.

-¡Oh, cariño! No sabía que te habían despedido. La verdad es que me parece una idea estupenda -dijo Ruth e hizo una pausa-. De hecho, hemos visto una casa cerca del hospital que nos gusta mucho.

-¿Ves? -dijo Julia, animándola-. Ha sido el destino. Por supuesto, había mucho que discutir sobre el tema. Julia hizo que tasaran la

casa y el encargado de la agencia le dijo que se decidiera pronto porque tenía a gente esperando por una casa con esas características. Thomas y Ruth no tenían ninguna duda.

-Es una pena que Gerard esté fuera -observó Thomas-. Para cuando vuelva ya nos habremos mudado.

-¿Se quedará mucho tiempo en Edimburgo? -le preguntó su mujer. -No, solo unos días. Pero de allí se va directamente a Viena a dar unas

conferencias y luego pasará unas semanas en Holanda. -Se llevará una sorpresa. ¡Oh, Thomas! Espero que la casa se venda pronto. Esa era también la esperanza de Monica que tenía la mesa llena de catálogos de

sistemas de calefacción. Y Julia, una vez tomada la decisión, quería vender la casa cuanto antes. Se lo

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explicó todo a Trudie, fue a ver a un abogado y llegó a un acuerdo con la agencia. Esperaba que la fortuna le sonriera en la nueva vida que iba a comenzar.

La casa se vendió en una semana. Además,. era una venta en efectivo y el comprador quería mudarse tan porto como Julia pudiera. Monica y Ruth fueron a ayudarla a empaquetarlo todo. Se repartieron los muebles, y como Trudie se iba a casar también se quedó con algo.

Quedaban tres días para que los nuevos propietarios se mudaran y Julia se encontró en una casa casi vacía. Ya solo quedaba su cama, unas cuantas maletas, una caja de libros, la mesa de la cocina y dos sillas. Habían vendido el frigoríficoo y la cocina de gas a los nuevos dueños, por lo que no tenía ningún problema con las comidas. Ruth le había dicho que se fuera con ella, pero le parecía muy arriesgado dejar la casa sola durante dos días y prefirió quedarse.

Al día siguiente, buscaría una habitación de alquiler, pensó Julia al acostarse. Ya sabía lo que iba a hacer. Buscaría un apartamento en una zona tranquila y que no estuviera muy lejos de Ruth. ¡Ojala tuviera alguien que pudiera aconsejarla!

Por un momento, pensó en el profesor. ¡Qué tontería! Ni siquiera estaba en el país, y además, no tenía el más mínimo interés en ella.

Al día siguiente, fue a buscar una habitación y volvió a casa decepcionada. Algunas no le gustaron y en otras no admitían a Muffin.

-Lo intentaremos de nuevo mañana -le dijo a su gato, mientras buscaba en el frigorífico algo que cenar.

Estaba acabando su desayuno a la mañana siguiente cuando oyó que llamaban al timbre. Cuando abrió la puerta, descubrió que se trataba del profesor Van der Maes.

Era consciente de que la agradaba verlo de nuevo; algo sobre lo que tendría que pensar más tarde. En ese momento solo podía mirarlo sin palabras.

-Buenos días, Julia -dijo él en tono amistoso. Como estaba allí de pie, no le quedó otro remedio que invitarlo a pasar. -Buenos días, Gerard. ¿Le ha pasado algo a Thomas o a Ruth? -dijo, mientras

cerraba la puerta tras ella-. Es muy temprano y... -No tiene nada que ver con ellos. Quería hablar contigo. ¿Hay algún sitio para

sentarse? -dijo mirando a su alrededor. Lo llevó a la cocina, un poco molesta porque tuviera que ver las cosas de su

desayuno sobre la mesa. -Siéntate -le dijo, con voz de anfitriona-. ¿Quieres una taza de té? -Sí, por favor -contestó, mirando el pan. -¿Te apetece una tostada? -El desayuno es una de mis comidas favoritas. -¿Por qué has venido? -le preguntó directamente. -Creo que es demasiado obvio que esta no es una visita casual. Por desgracia,

este es el único momento del día que tengo libre... -Ruth me dijo que estabas fuera de Inglaterra -lo interrumpió Julia. -Llegué ayer por la noche. Dime, Julia, ¿tienes algún plan para el futuro

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inmediato? -¿Por qué quieres saberlo? -Si me respondes, te diré por qué. -No; no tengo ningún plan. -¿Adónde irás mañana? ¿Ya tienes habitación o piso? -No. Iba a buscar algo hoy -dijo, con el ceño fruncido-. Pero sigo sin saber por

qué te interesa tanto. Ni siquiera somos amigos -añadió, poniéndose roja. -La amistad no tiene nada que ver con esto. Y me interesa porque quiero pedirte

ayuda. -¿Ayuda? ¿A mí? -Si dejas de interrumpirme, intentaré explicarme. Bebió su té y la miró de arriba abajo. Estaba desaliñada porque no esperaba

ninguna visita. Tenía el pelo recogido en una trenza y llevaba una camiseta de algodón desteñida. Pero estaba muy guapa, pensó él. Todas las hermanas eran muy guapas, pero Julia, además, estaba llena de vida. Era impulsiva, tenía la lengua afilada y mucho temperamento.

-¿Recuerdas a la señora Beckett? He estado con ella un par de días. Está enferma en el hospital con neumonía. Me gustaría que considerases la posibilidad de ir a Holanda a cuidar de la casa mientras ella esté fuera, y después, quedarte allí unos días hasta que se recupere y yo pueda conseguirle ayuda.

Era una proposición tan inesperada que no podía hacer otra cosa que mirarlo con la boca abierta.

-¿A Holanda? -dijo Julia, por fin-. ¿Pero quiere ella que vaya? ¿Cuánto tiempo tendré que quedarme?

-La señora Beckett estará encantada de verte de nuevo -dijo el profesor con amabilidad-. No puedo decirte con exactitud el tiempo que te necesitará, pero sé que estará en el hospital unas dos semanas.

He encontrado a alguien que cuide de los gatos, pero solo es algo temporal. Quiero a alguien que no tenga otros compromisos. De esa manera, puedo estar tranquilo.

-Pero, ¿por qué yo? El propio profesor lo ignoraba por completo. -Sé que esto puede interferir en tus planes. Pero, por supuesto, recibirás un

sueldo. -La verdad es que no tengo planes. Quiero decir, ninguno que no se pueda

posponer unas semanas. ¿Cuándo quieres que vaya? -Lo antes posible. Te compraré un billete y buscaré a alguien que te recoja en el

aeropuerto y te lleve a la casa. Él se levantó y ella hizo lo mismo. Su despedida fue breve, se marchó antes de

que ella pudiera hacerle más preguntas. Se alegraba de haberlo visto, no podía negarlo. Además, tener unas semanas más

para decidir que iba a hacer era un alivio. Mientras repasaba su armario medio vacío,

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se preguntaba quién le habría dicho que se marchaba ese mismo día. Seguramente habría hablado con Ruth.

De repente, mientras iba a la cocina a prepararse la comida, se acordó de Muffin.

Afortunadamente, todavía no había cortado el teléfono. Llamó al profesor inmediatamente.

-Muffin -comenzó a decir, sin más preámbulos-. No me puedo ir a Holanda. Ruth está demasiado ocupada con el traslado para cuidarlo...

-Eso no es ningún problema. El ama de llaves de mi casa de Londres estará encantada de tenerlo. Ya te he comprado el billete para mañana por la tarde. Pasaré a buscarte a mediodía y, de camino al aeropuerto, podemos llevarle el gato.

Y colgó sin dejarle decir nada. -Soy idiota -le dijo a Muffin-. He permitido que me utilice. Debo estar perdiendo

la cabeza. Aunque, pensándolo bien, sería maravilloso volver a pasar unos días en la casa de

Holanda. Estaba lista cuando él llegó. Los nuevos propietarios se mudarían esa misma

tarde. La venta ya estaba cerrada y el dinero estaba en manos de Ruth. Cuando volviera, recogería su parte. Mientras tanto, tenía lo suficiente para unos días. Además, el profesor había mencionado un sueldo, pero quizás solo había sido un comentario.

Él la saludó de manera muy formal y metió a Muffin en el asiento trasero. Ella se sentó a su lado y no volvió la vista atrás. Sus hermanas y ella habían vivido unos años en aquella casa, pero nunca había sido su hogar.

El profesor condujo sin hablar, tan solo le informó de que tendrían que ir derechos al aeropuerto porque habíaa mucho tráfico.

-¿Y Muffin? -Yo mismo lo llevaré tan pronto como te haya dejado en el aeropuerto. Te

prometo que estará en buenas manos -le dijo lanzándole una mirada fugaz-. Confía en mí, Julia.

-Sí -dijo ella con toda seguridad. Fue la última en subir al avión. Apenas tuvo tiempo de despedirse de su gato

antes de correr hacia la puerta de embarque. En el camino, él le informó de que alguien iría a buscarla.

Cuando llegó, encontró el aeropuerto atestado de gente. Estaba deseando no haber ido,, cuando se topó de frente con un hombre que portaba un letrero con su nombre.

-¿Señorita Gracey? Soy Piet. He venido a recogerla para llevarla a casa -dijo en un inglés fluido, pero con un fuerte acento holandés.

-¿Qué tal está? -dijo Julia extendiendo la mano-. ¿Está muy lejos? -No, llegaremos enseguida -dijo mientras tornaba la maleta. El coche era un Mercedes viejo capaz de alcanzar una velocidad de vértigo.

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Cuando se quiso dar cuenta, ya habían llegado a su destino. Piet le comunicó que la recogería al día siguiente para llevarla a visitar a la señora Beckett y sin más, se despidió con una amplia sonrisa.

En la puerta, apareció una señora pequeña con un vestido negro y un peinado anticuado. Le dirigió una sonrisa y comenzó a hablar, desafortunadamente en holandés.

Julia le ofreció la mano y la saludó con unas palabras en su idioma. -Yo venir -dijo y se quedó pensando un momento-. Trabajar, cocinar. -¿Todo el día? -Mañanas. Profesor Van der Maes decir. ¿Comida? Dag. Se marchó en dirección al pueblo. Julia entró en la casa y se encontró a los gatos de la señora Beckett mirandola

fijamente. -Bueno, al menos puedo hablar con vosotros -dijo y al momento sonó el teléfono. -¿Has tenido un buen viaje? -le preguntó el profesor-. ¿Estaba Mevrow Steen en

la casa? -Creo que sí. ¿Por qué me llamas? Ya iba a llamar yo. -Pensé que estarías deseando tener noticias de Muffin ¿Por qué estás enfadada? -Yo no estoy enfadada -afirmó testaruda para luego añadir-: estoy en una casa

vacía, con dos gatos, quiero una taza de té y el inglés de Mevrow es peor aún que mi holandés- dijo revelando el motivo de su irritación.

-Una excelente oportunidad para que practiques. -No tengo ninguna intención de practicar -dijo Julia, todavía malhumorada-. Si no

deseas nada más voy, a poner agua para el té. El no se dio por aludido. -Piet te llevará mañana a visitar a la señora Beckett. Queda con ella o con el

médico para ir a visitarla. Piet te llevará cada vez que lo desees; también hará los recados que le pidas.

-Gracias -dijo estirada-. ¿Está bien Muffin? -Está perfectamente instalado. Espero que tú hagas lo mismo, Julia -y diciendo

eso colgó. -¡Maleducado! -protestó Julia. Tenía toda la intención de seguir malhumorada, pero al entrar en la cocina se

encontró con una bandeja de té preparada que la hizo dudar. No solo con tenía una preciosa taza a juego de una tetera, una lechera y un azucarero, también había un plato con tortitas y un recipiente con mermelada. Mientras hervía el agua, abrió el frigorífico y se encontró con salmón, una ensalada y un plato de patatas. Además, había fresas y nata y una botella de vino blanco.

Se sirvió el té y llevó la bandeja al salón. «¿Me habré pasado con él?», se preguntó Julia, mirando las flores que había

encima de la mesa. En su habitación también había flores. Además, sobre el escritorio, había una

pila de libros y revistas, una jarra de agua y una caja de galletas. En el cuarto de baño

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todo estaba preparado: la toalla, los jabones y una deliciosa selección de aceites para el baño. Alguien había tenido muy en cuenta su llegada, pensó mientras se dirigía de nuevo a la cocina. Tomó la botella de vino, ya no se sentía sola o abandonada. Era como si hubiera tenido una maravillosa bienvenida, aunque no hubiera nadie.

Tomó su cena y dio de comer a los gatos que la acompañaron a su cuarto. Tomó un baño y se acostó. Sus dos acompañantes se tumbaron al lado de la cama. Deseó que cuidaran bien de Muffin. Seguro que estaba bien, decidió soñolienta; el profesor había dicho que él se encargaría...

Se despertó con un sol radiante entrando por la ventana. Se asomó al jardín, que

estaba pletórico de colores, y miró el campo que se extendía hasta el horizonte. Después de ducharse, bajó a la cocina, dio de comer a los gatos y cuando estaba preparando el desayuno, llegó Mevrow Steen.

Saludó a Julia con un alegre Dag y después añadió: -Piet viene; yo quedar. Julia terminó el desayuno, se metió en el coche y se marchó al hospital de

Leiden. Habría disfrutado del viaje si no hubiera pasado tanto miedo. ¡Piet conducía a toda velocidad! Cuando llegó al hospital, con las piernas temblando, se alegró de pisar tierra firme. Piet le dijo que volvería en una hora y que la esperaría el tiempo que fuera necesario.

La señora Beckett había perdido mucho peso. Estaba recostada en dos almohadones y tenía una mascara de oxígeno en la cara. Aun así, la saludó con la mano y le dedicó una sonrisa.

-No hable -le dijo Julia, rápidamente-. Me sentaré al lado de la cama y le contaré cómo va todo.

La señora Beckett escuchó asintiendo de vez en cuando y después preguntó: -¿Y Portly y Lofty? ¿Cómo están? -Los dos muy bien. -Me alegro. El señorito Gerard es tan bueno conmigo... -Lo ha organizado todo -le aseguró Julia-. En cuanto esté mejor, la llevaremos a

casa y yo me quedaré hasta que se recupere por completo. -Querrá marcharse a su casa cuanto antes -susurró la señora Beckett. -La verdad es que no tengo casa, la acabamos de vender. Me encanta estar aquí

-dijo y se inclinó para darle un beso-. Llamaré cada mañana y vendré a visitarla dentro de un par de días. Pronto se pondrá bien, me lo ha dicho el profesor.

Lo que no era cierto, pero una mentira piadosa... -Si lo ha dicho el profesor, entonces me pondré bien. Fue un alivio que el médico hablara inglés. La señora Beckett estaba progresando

adecuadamente. Había estado muy enferma, la neumonía en las personas mayores era bastante peligrosa, pero había respondido muy bien al tratamiento.

-¿Es amiga del profesor Van der Maes?

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Se evitaría un montón de explicaciones si decía que sí... -¿Puedo venir siempre que quiera? No todos los días, pero me gustaría que me

avisara si fuera necesario. -Por supuesto. La acompañó a la entrada donde Piet la estaba esperando. Una preciosa chica,

pensó el doctor. Gerard le había dicho que era una joven sensata, muy capaz de cuidar de sí misma y de hacer frente a cualquier imprevisto. Por supuesto, Gerard vendría de inmediato si hubiera alguna urgencia.

Los días se sucedían unos tras otros sin que nada nuevo ocurriera. Visitaba a la señora Beckett de vez en cuando, llenaba la casa de flores, cuidaba de los gatos, practicaba su escaso holandés con Mevrow y hasta se había acostumbrado a la forma de conducir de Piet. Y por las noches, deseaba que sonara el teléfono: el profesor nunca hablaba mucho, pero su voz era realmente reconfortante.

Ya llevaba allí varios días cuando él sacó el tema del sueldo. -Ya le he dado instrucciones a mi banco para que te lo envíe cada semana en

florines. -No necesito dinero -le respondió Julia. -El dinero es algo que todo el mundo necesita de vez en cuando -aseguró el

profesor y colgó antes de que ella pudiera decir nada. Cuando el cartero lo trajo, ella se sentó en la mesa de la cocina a contarlo. Había

mucho dinero. «Supongo que será para un mes», se dijo y sintiéndose animada se fue al pueblo y

compró postales, sellos y chocolate. La semana siguiente, llegó la misma cantidad, así que esa noche llamó al profesor

para decirle que había habido un error; que ya tenía su dinero. -Creo que dejé claro que cada semana recibirías dinero de mi banco... -Pero es demasiado. -No discutas, te lo suplico. ¿Cuándo vuelves al hospital? -Mañana, ¿por qué? -La señora Beckett está mucho mejor por lo que quizás pueda irse pronto a casa.

Va a necesitar que todo esté perfecto. Confío en que te encargues de ello. -Cuidaré de ella lo mejor que pueda. ¿Cómo la traemos a casa? -Ya te lo diré cuando llegue el momento. -Muy bien. ¿No te despides nunca? -No de ti, Julia -respondió y colgó. La señora Beckett estaba sentada en una silla al lado de la cama cuando Julia

llegó al hospital. Se la veía pálida y débil, pero con ganas de vivir. -Pronto me iré a casa. La he echado; tanto de menos... -dijo con los ojos llenos de

lágrimas. -¡Qué bien! Lofty y Portly estarán encantados... y muchísima gente me ha

preguntado por usted. Tiene muchos amigos. Todos quieren verla, pero el médico le ha aconsejado que descanse mucho.

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-Ya lo sé. Me lo ha dicho el señorito Gerard. Tengo que hacer lo que me digan. Después, me prometió que todo volvería a ser como antes.

-Por supuesto -le aseguró Julia abrazándola. -Si el tiempo. lo permite, se podrá sentar en el jardín y decirme todo lo que

tengo que hacer. Cuatro días más tarde, Julia se despertó con el ruido de alguien golpeando la

puerta. -La señora Beckett... ha pasado algo -dijo en voz alta mientras recogía su bata y

corría escaleras abajo. -No quería usar mi llave -le dijo el profesor que estaba en la puerta. -Me has dado un susto de muerte. Pensé que había pasado algo malo. ¿Qué haces

aquí? -Esta es mi casa. Por favor, Julia, ¿Puedo pasar? -¡Oh, perdona! Podías haber telefoneado. Él asintió con la cabeza. Pero no había sabido que vendría hasta el último minuto. -¿Quieres té? ¿Desayunar? Julia iba delante de él hacia la cocina y al girarse se dio cuenta de lo cansado que

estaba. -No has dormido. ¿Cuándo te marchas? -Esta noche. Solo he venido para traer a la señora Beckett a casa. -Será mejor que tomes una taza de té y vayas a descansar unas horas mientras

yo preparo el desayuno. ¿A qué hora quieres ir a Leiden? -A mediodía. Él se sentó en la mesa mirando como Julia preparaba el té. Estaba descalza y

tenía el pelo suelto y la bata, desabrochada. Era justo lo que cualquier hombre querría ver después de una agotadora noche de viaje.

Julia, demasiado ocupada para prestar atención a su apariencia, le sirvió el té y le cortó una rebanada de pan.

-¿Has venido en coche? -Sí. Me voy a dar una ducha y después me tumbaré un rato. ¿Desayunamos a las

nueve? Apenas eran las siete. -Sí. ¿Quieres que te lo lleve a la cama? Él soltó una carcajada. -La última vez que tomé el desayuno en la cama tenía nueve años y tenía las

paperas. De eso hace ya veintisiete años -dijo con una sonrisa. En ese momento, Julia se dio cuenta de que es taba descalza y de que llevaba la bata desabrochada. -Te llamaré a las nueve -dijo y se marchó a su habitación. Se dio una ducha, se vistió, hizo su cama y volvió a bajar. Justo a tiempo de

decirle Dag a Mevrow Steen que entraba por la puerta. No había necesidad de decirle que el profesor estaba allí; el coche estaba

aparcado a la puerta. Mevrow rompió a hablar con una amplia sonrisa.

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-La señora Beckett vendrá hoy -le comunicó Julia y después añadió en holandés-: esta tarde.

-Yo limpio la casa -dijo Mevrow, asintiendo con la cabeza. Julia comenzó a preparar el desayuno. Huevos con beicon, tomates, champiñones.

No faltaba de nada. Preparó té y café con tostadas para después. Mientras cocinaba, pensó en lo que podía hacer para comer y para cenar. En el frigorífico había jamón y podía hacer una tortilla de patatas...

Ya eran casi las nueve. Hora de despertarlo. En ese momento, él entró en la cocina por la puerta del jardín. -¡Ya estás levantado! -exclamó Julia. -Quería echarle un vistazo al jardín. ¡Hum! Huele fenomenal... Parecía que había dormido toda la noche. Estaba recién afeitado y llevaba una

camisa inmaculada. Estaba claro que tendría ropa allí, pensó Julia, y al darse cuenta de que lo había estado mirando fijamente, se puso roja de vergüenza.

El profesor la miró a la cara. -Voy al pueblo a buscar a Piet. ¿Quieres que comamos antes de ir a Leiden? -¿Vamos los dos? ¿No sería mejor que yo me quedara para prepararlo todo? El estuvo de acuerdo. Después, ella lo vio irse. Incluso por detrás, parecía estar

lleno de energía. Parecía un hombre que había pasado una buena noche y que no tenía ninguna preocupación.

CAPÍTULO 5 EL PROFESOR no volvió hasta la hora del almuerzo. -Bueno -dijo Julia mirando a Portly que estaba sentado a su lado-. Si no quiere mi

compañía, él se lo pierde. Después de todo, solo soy una especie de ama de llaves. Unos minutos más tarde, el profesor entró en la cocina. -Piet vendrá cada día -le dijo sin más preliminares-. Hará lo que le pidas y si

quieres salir, él se quedará con la señora Beckett. -Gracias. Pero me encanta estar aquí. ¿Podrá la señora Beckett salir al jardín? -El doctor Groot vendrá a verla y te dirá lo que puede hacer y lo que no. -De acuerdo. ¿Cuándo vuelves a Londres? -¿Tantas ganas tienes de que me vaya, Julia? -preguntó con tono irónico-. Me

marcho esta noche. -Pero, si acabas de llegar... Ni siquiera has dormido... -Tomaré el barco nocturno en Harwick, allí podré dormir. Se marchó después de la comida. Julia recogió la cocina y preparó las cosas para

el té. Después, subió a su habitación; quería ponerse guapa. Tendría que llevar la misma falda porque no tenía otra, pero se pondría una camisa de algodón blanco recién planchada. Pasó un buen rato probando diferentes peinados y al final optó por recogerse el pelo en un moño. «De todas formas no se dará cuenta», se dijo a sí misma.

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Por supuesto que se dio cuenta, en cuanto salió del coche y la vio en el porche. Ayudó a la señora Beckett a salir del vehículo y la acompañó hasta la casa.

-Me gusta el peinado. ¿Es en mi honor? -le dijo a Julia, al pasar a su lado. Se puso roja, pero él no pudo verla porque caminaba delante para ir abriendo las

puertas. La señora Beckett, una vez acomodada en el silón que le había preparado, se

dirigió a ella: -Querida, qué guapa. Qué mejillas tan sonrosadas. Espero no ser un estorbo... Julia le dio un abrazo. -Qué tontería. Me encanta estar aquí y sé que voy a disfrutar cuidándola. Voy

por el té, seguro que le apetece una taza. Una vez dicho esto, salió de la habitación. -Julia es un encanto. ¿No estás de acuerdo? Él le sonrió con malicia y decidió no contestarle. -Cuando hayamos tomado el té, te llevamos a la cama. Espero que hagas todo lo

que diga Julia. Ya le daré yo instrucciones sobre el tratamiento. El té acabó rápidamente. Afortunadamente para Julia, que no encontraba nada

que decir. El profesor hablo de cosas triviales y de vez en cuando le dirigía una mirada que la molestaba y la inquietaba a la vez. Su comentario sobre el peinado la había afectado mucho.

«Dentro de unas horas se marchará», pensó Julia, y por un momento, se sintió deprimida.

Llevar a la señora Beckett a la cama tomó su tiempo. Después, deshizo su maleta y colocó las cosas. Cuando por fin bajó, se encontró a Gerard en la cocina.

-Tengo que marcharme dentro de una hora -le dijo-. Ven aquí y escucha atentamente lo que tengo que decirte.

-Tienes que comer algo antes de irte. ¿Quieres una tortilla con jamón y champiñones?

-Excelente. Si eres tan buena con la sartén como con la aguja entonces, soy un hombre afortunado.

-No tienes porque ser tan sarcástico. -¿Qué pretendes hacer cuando vuelvas a Londres, Julia? -Ser modista. Pero antes tengo que tomar algunas clases. -¿Y dónde vivirás? -En cualquier sitio... Como él no decía nada y el silencio se hacía muy largo Julia continuó hablando. -Ruth y Thomas han encontrado una casa preciosa; seguro que ya la has visto... -¿Y tú, Julia? ¿No deseas un hogar, marido e hijos? ¿0 con dedicarte a coser ya

tienes bastante? -No me gusta cuando me hablas así -le dijo Julia enfadada-. Yo no importo, solo

dime qué tengo que hacer con la señora Beckett. Él se quedó callado un momento, pero la miró con cara de sorpresa. Después, le

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dio instrucciones para la paciente. Ella escuchó atentamente mientras batía los huevos y cortaba el jamón y los

champiñones. -Todo está claro. Por favor, anota las medicinas para que no me olvide. -Y aquí está el teléfono del doctor Groot. No dudes en llamarlo si lo consideras

necesario. -¿Volverás para visitar a la señora Beckett? -Si puedo, sí. Pero confío plenamente en el doctor Groot. Y en ti. Creo que estará

recuperada en tres semanas,-dijo caminando hacia la puerta-. ¿Te importa avisarme cuando la cena esté lista? Voy a sentarme un rato con ella.

«Es por culpa mía», pensó Julia. «¿Por qué no podemos ser amigos? ¿Por qué querrá que me quede si lo molesto tanto? Cuando me vaya no volveré a verlo nunca más. Me iré lo más lejos que pueda».

Con suerte, a un lugar donde pudiera ganarse la vida, hacer amigos y, quizás, conocer a alguien que quisiera casarse con ella.

Puso un cubierto para él en la mesa y cortó un poco de pan para la tortilla. Salió a la entrada para llamarlo y él vino inmediatamente.

-Hay fresas con nata y he hecho café. -Gracias. Estaba despidiéndome. No dijo mucho durante la cena y cuando acabó, tomó su bolsa y se marchó -Espero que tengas buen viaje -dijo Julia, sintiéndose un poco torpe-. Cuidaré de

la señora Beckett. -Estoy seguro de ello -dijo desde el coche-. Y cuídate tú también. Julia se quedó mirando cómo se alejaba el coche y dejaba el camino vacío. Ella

también se sintió vacía. A la mañana siguiente, llegaron cartas de Ruth y de Monica. Era un placer saber

que la venta de la casa las había hecho tan felices. Monica quería que fuera a visitarla después de que pasara una temporada en casa de Ruth, lo que resolvía el problema de dónde ir después. De alguna manera, el futuro le había parecido muy lejano, pero el profesor había hablado de tres semanas. En ese tiempo, tendría que tener muy claro qué pretendía hacer.

La señora Beckett era una paciente modelo y, como si fuera una niña pequeña, hacía todo lo que le decían sin una queja. Cuando ya se podía levantar, Julia la llevaba un rato al salón para ver la televisión o para charlar. Como eso último le gustaba bastante, en pocos días, la puso al corriente de la historia familiar del profesor.

-Es una familia muy antigua. Rica y respetada. El padre era cirujano, pero ahora está retirado. Y su madre, una señora encantadora. Tiene tres hermanos. Uno vive en Canadá y los otros dos en Nueva Zelanda. Todos están casados. Sus padres viven en La Haya y visitan a sus hijos de vez en cuando.

-¿Y la casa de Amsterdam? -Allí vive el profesor desde que cumplió la mayoría de edad. Aunque, necesitaría

una esposa que le llevara la casa...

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-Nunca habría pensado que el profesor tuviera alguna dificultad para encontrar esposa. Es rico, atractivo y muy conocido en su profesión.

La señora Beckett la miró por encima de las gafas. -El problema es que el profesor no se casará hasta que encuentre a la mujer de

sus sueños. Antes de que Julia pudiera preguntar nada, la señora Beckett le pidió que le

preparara una taza de té. En una revista inglesa que se recibía regularmente en la casa, Julia vio un

anuncio. Se necesitaban modistas para reparar tapices y tejidos antiguos en una casa

solariega en el norte de Inglaterra. Las entrevistas tendrían lugar en Londres el mes siguiente.

«Justo lo que estaba buscando», pensó Julia, « y a miles de kilómetros de Londres». Esa misma noche, se sentó a escribir una carta...

Hacía un tiempo estupendo y la señora Beckett, que pasaba largas horas en el jardín con los gatos, se recuperaba poco a poco. Julia, dedicada a cocinar, lavar y planchar, y a trabajar en el jardín, cuando la dejaban, sentía que era un tipo de vida que le resultaba realmente placentera.

Mevrow Steen y Piet la ayudaban mucho, y si encontraban su holandés inadecuado y a menudo ridículo, no decían nada. Tenía poco tiempo para ella, pero según pasaban los días, la señora Beckett se encargaba de más cosas. En una semana, estaría totalmente recuperada.

La sola idea de marcharse la deprimía, aunque pensaba que ya era hora de volver a Inglaterra y continuar con su vida. Después de todo, tenía dinero suficiente para decidir qué era lo que quería hacer.

Una mañana, llegó una carta para ella. Se requería su presencia en un hotel de Londres para una entrevista sobre el trabajo en la casa solariega. Tenía que llevar con ella dos cartas de referencia y una muestra de su trabajo.

No le dijo nada a nadie, probablemente para entonces ya estuviera libre. Como tenía que presentar algo, dijo a la señora Beckett que quería bordar.

-Así no me sentiré inútil mientras usted hace punto. La señora Beckett le dijo que en el desván había una caja llena de hilos y telas y

que podía tomar lo que deseara. Encontró algo perfecto para la ocasión: un tejido adamascado y un puñado de hilos de seda. Se puso a trabajar, bordando el diseño con diferentes puntos y muchos colores.

-¡Qué chica tan inteligente! -dijo la señora Beckett al ver el trabajo y le sonrió tan abiertamente que casi le cuenta su plan. Pero no podía hacerlo, si se lo contaba, podía pensar que estaba ansiosa por marcharse. Además, también cabía la posibilidad de que se lo dijera al profesor y era de vital importancia que él no supiera nada sobre su futuro.

Él llegó unos días más tarde. Apareció en el jardín mientras estaban tomando té. -¡Señorito Gerard! Dichosos los ojos... Justo a tiempo para tomar el té.

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Se inclinó para besarla. -Pareces recuperada. Estás espléndida. Después, sonrió a Julia. -Has hecho un buen trabajo. -Voy por una taza de té -anunció ella y se metió en la casa. ¿Qué pensaría hacer? ¿Iría a quedarse? Porque si era así, tendría que organizar

una habitación y preparar más cena. Llevó un pastel con el té y el profesor se cortó un gran trozo. -¿Tienes hambre? -¿De un pastel casero? Siempre. ¿No sabes que cl camino al corazón de un

hombre es a través de su estómago? -¿Te vas a quedar? -su voz sonó seria. ¿Por qué se sentía tan incómoda con él? -Solo a cenar. He venido en avión. Piet me llevará al aeródromo más tarde.

Dentro de unos días, volveré con una señora que se encargará de todo. ¿Tienes ganas de volver a casa, Julia?

Se había* comido el pastel así que le cortó otro trozo. -Sí, pero también me encanta estar aquí. ¿Quién esa señora que vas a traer? ¿La

conoce la señora Beckett? -Solía trabajar con ella para mi madre y eran buenas amigas. Se lo he dicho y

está encantada. Recogió la bandeja y Julia lo siguió. Esperaba que tuviera tiempo de contarle algo

sobre Ruth y Thomas y, lo que era más importante, sobre cómo iba a volver a casa. «A casa», se dijo a sí misma. «Yo no tengo casa». No volvieron a dirigirse la palabra. La señora Beckett hablaba por todos. -Nunca me he encontrado mejor -aseguró al profesor-. Esta niña me ha cuidado

como si fuera mi propia hija. Me ha preparado una comida tan estupenda que he ganado unos kilos. Ella dice que también ha ganado peso, pero yo le digo que está perfecta. Una mujer debe tener sus formas...

Julia se puso roja de vergüenza y miró en otra dirección. -Me quitas las palabras de la boca. Julia encontró su sonrisa tan turbadora que se puso de pie de un salto. -Voy a ver que hay para cenar. En la cocina, cerró la puerta agradecida por tener algo en lo que ocuparse para

olvidar esa sonrisa. Cuando acabó de preparar la comida, puso la mesa. Normalmente comían en la

cocina, pero ese día era especial. Sacó un mantel bordado, la cubertería de plata y la mejor cristalería.

-¿Hablamos ahora o lo dejamos para después de la cena? -preguntó Gerard desde la puerta.

-Bueno, ya está todo listo. En diez minutos serviré la comida. --Tiempo de sobra. Solo necesito unos minutos para decirte cómo vas a volver.

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-¿Sí? ¿Cómo? -Si todo sale como tengo previsto, vendré dentro de tres días, o sea, el sábado.

Traeré conmigo a la señorita Thrisp. Vendré en coche por lo que volveremos en el transbordador.

-Muy bien, gracias. -¿Adónde irás? -Me voy a quedar con Ruth y Thomas un tiempo y después visitaré a Monica. -¿Y después de eso? Ella no respondió y él se dio por aludido. -No es asunto mío, ¿verdad? -dijo mientras servía el vino. ¿Por qué estás

enfadada? ¿Porque admiré tu figura? -Por supuesto que no. Espero no ser tan infantil -dijo Julia de espaldas a él. -No eres infantil, Julia, sino toda una mujer. «Debe ser el vino», decidió Julia. Tenía toda la intención de olvidar lo que

acababa de decir, o más bien, la forma en la que lo había dicho. ¿Se habría estado burlando de ella? ¿Querría fastidiarla? Lo dudaba mucho, ese no era su estilo.

Se marchó nada más terminar de cenar; después de darle las gracias a Julia. Quizá la incomodara, pero tenía que reconocer que era muy educado. Cuando se hubo ido, recogió la mesa y acomodó a la señora Beckett en su sillón. Después, se sentó a escuchar historias de la familia Van der Maes y, en particular, de Gerard.

-Siempre supo lo que quería. Ha viajado por iodo el mundo. Cuando era más joven pasaba sus vacaciones trabajando para los niños en África, y hace aproximadamente una año, fue con un equipo a Bosnia. Nunca lo habría imaginado, ¿verdad? -dijo acomodándose en el sillón-. Se podría haber casado una docena de veces. Cuando lo recuerdo, con mucho respeto, que ya es hora de que se case y tenga hijos, me dice que todavía no ha encontrado a la mujer de sus sueños. Aunque, no será porque algunas jóvenes no lo hayan intentado...

Miró a Julia por encima de las gafas. -Me atrevería a decir que siente curiosidad por él. -Bueno, alguna vez. La verdad es que no nos conocemos muy bien. Las

circunstancias han hecho que nos encontremos, pero me atrevería a decir que cuando me marche de aquí, no volveré a verlo nunca.

-Una chica tan guapa... Seguro que tiene novio. -No -le contestó y le contó el asunto de Oscar. -¡Qué desagradable! ¡Menos mal que el señorito Gerard estaba allí! -Sí. Fue muy amable. Y ahora, voy a llevarla a la cama. Ha sido un día con muchas

emociones. -Sí, muy interesante. Cuando estaba tumbada en su cama, la señora Beckett pensó en Julia y en el

señorito Gerard. En la buena pareja que hacían. Esperaba que ellos mismos se dieran cuenta, aunque parecía que él ya lo había hecho.

Ruth telefoneó por la mañana. Tenía muchas ganas de ver a su hermana que podía

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quedarse en su casa todo el tiempo que quisiera. Thomas estaba muy ocupado en el hospital, pero ellas podrían ir de compras y dedicarse a charlar.

-No importa cuándo llegues, te estaré esperando. Parecía que su futuro se estaba resolviendo solo. Primero visitaría a Ruth, luego

a Monica y después, el trabajo en la casa solariega. «Soy libre como el viento», pensó Julia, y deseó no serlo. Nunca tres días habían pasado tan rápido. Julia y Mevrow Steen arreglaron una

habitación para la señorita Thrisp y después, ella hizo su maleta. No le llevó mucho tiempo porque no tenía mucho que guardar. Cuando llegara a casa, se compraría ropa. Se puso a pensar en lo agradable que sería adquirir cosas con las que siempre había soñado. «Se acabaron las cortinas», se prometió a sí misma; toda su ropa sería elegante. Qué pena que Gerard nunca la viera vestida así.

No había tenido noticias suyas, pero tampoco las había esperado porque el doctor Groot había visitado a la señora Beckett y había dicho que se encontraba muy bien.

Se levantó temprano para tener todo listo antes de que él y la señorita Thrisp llegaran. Puso flores frescas en los jarrones y preparó la comida. Guardó en el frigorífico una ensalada, carne fría, fresas con nata y una selección de quesos; probablemente, a la señorita Thrisp no le apeteciera meterse en la cocina después de un viaje tan largo. También había preparado café y unas pastas de almendras cuya receta se le había enseñado la señora Beckett.

Julia fue a darse unos retoques. Tenía un pelo muy rebelde y parecía imposible estar bien peinada. Quizá se lo cortase muy corto; estaba de moda.

El Rolls paró a la entrada y el profesor descendió y abrió la puerta de la señorita Thrisp. Era una mujer alta y delgada con una nariz prominente. Tenía una cálida sonrisa y, a pesar de la nariz, su cara era agradable.

Después de las presentaciones, los dejó en el salón y fue a la cocina a buscar el café. Cuando volvió con la bandeja, encontró a las dos mujeres sentadas una al lado de la otra charlando animadamente. El profesor había ido a abrir la ventana y estaba contemplando el jardín.

Se volvió a mirarla. -Nos iremos después de comer -le dijo-. ¿Estás lista? Se preguntó qué diría si le dijera que no lo estaba; estaba tan claro que daba por

sentado que estaría esperándolo... -Sí. ¿A qué hora quieres comer? -A mediodía. Así habrá tiempo suficiente para las despedidas. Después del café, acompañó a la señorita Thrisp a su habitación y, a

continuación, la llevó a la cocina para enseñarle dónde estaba todo. -Ha cuidado muy bien de la señora Beckett -le dijo poniéndole una mano en el

brazo-. Yo no lo habría hecho mejor. No he podido venir antes porque he tenido un resfriado terrible, pero el profesor me dijo que no me preocupara, que usted se encargaría de todo a la perfección. ¡Y qué razón tenía! Él nunca se confunde con la

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gente. Es exactamente como la había descrito. Habría estado bien saber qué le había dicho, pensó Julia. La comida fue muy alegre, pero no se demoraron mucho. Julia ayudó a la señorita

Thrisp a recoger la mesa y después, agarró la maleta y se despidió de todos. La señora Beckett estaba llorosa. -Pero volverá a visitarme... -le dijo esperanzada. Julia le contestó que quizá algún día. Le dio un beso y se subió al coche. Gerard no había hablado mucho, pero, a su manera, había estado agradable. -¿A qué hora sale el transbordador? -El catamarán. Sale mañana a las dos y llega a Harwich por la tarde. -¿Mañana? Querrás decir hoy. -Quiero decir mañana. Pasaremos la noche en Amsterdam. -Tú tal vez, pero yo me marcho hoy -dijo muy erguida en su asiento. -¿Por qué te enfadas tanto? Unas cuantas horas más o menos no afectarán a tus

planes, pero yo tengo un asunto urgente que resolver esta noche. -Deberías habérmelo dicho. No quiero pasar la noche en Amsterdam. Además,

¿dónde voy a quedarme? -En mi casa, por supuesto. ¿Dónde si no? Y no te preocupes. Yo no estaré allí.

Wim y el ama de llaves cuidarán de ti. -¿Por qué no estarás allí? -preguntó muy fría. -Estaré en el hospital. Tengo una operación esta noche y me quedaré hasta que

mi paciente esté estable. Julia se sintió fatal. -Lo siento mucho, pero si me lo hubieras contado la primera vez que pregunté, no

habría dicho nada al respecto. Él no respondió y ella continuó con cautela. -¿No estarás demasiado cansado para viajar mañana? -No -respondió cortante. -¿Por qué tenemos que discutir? -Yo no discuto nunca, y no creo que tú lo hagas. Solamente hacemos que salten

chispas -dijo y giró la cabeza para ofrecerle una maravillosa sonrisa-. Y ese es tan buen comienzo como cualquier otro.

Iba a preguntarle que había querido decir, pero se lo pensó mejor. El resto del viaje lo hicieron en silencio.

«Es como llegar a casa», pensó Julia cuando Wim abrió la puerta y la saludó como si la conociera de toda la vida.

El profesor habló con él y este fue a buscar a alguien. -Te presento a Getske, mi ama de llaves. Ella te acompañará a tu habitación.

Después tomaremos el té. El cuarto no era muy grande, pero sí, muy acogedor. Tenía una cama con dosel,

una mesilla de noche y un tocador con una silla pequeña bajo la ventana. Por la puerta del fondo, se accedía a un cuarto de baño y a un ropero con una capacidad para más

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ropa de la que Julia compraría en toda su vida. Se paseó por la habitación. Tomaba cosas, las miraba y las volvía a dejar en su

sito. Después, al recordar que el profesor se querría marchar, se aseó y bajó las escaleras.

El estaba esperando, con impaciencia bien disimulada, en una pequeña habitación al lado de la entrada. La casa era muy pequeña, pero era realmente lujosa y decorada con muy buen gusto.

El té estaba servido en una mesa pequeña. El profesor se levantó cuando ella entró y Jason corrió a saludarla.

-Te hará compañía esta noche -dijo acercándole una silla-. ¿Quieres servir? Se sentó y tomó la tetera de plata. Echaría de menos la elegancia a la que se

había acostumbrado durante las últimas semanas. El profesor tomó su té y un trozo de pastel y se levantó para marcharse. -Hasta mañana -le dijo-. Pide lo que quieras. Wim te enseñará la casa si lo

deseas. Estaba de pie ante ella mirándola fijamente a los ojos. -Me encantaría. Es una casa preciosa -le aseguró con una sonrisa y él se inclinó y

le dio un beso. Había sido una caricia suave, pero le había despertado un sentimiento tan fuerte... Se quedó aturdida mirando cómo se cerraba la puerta tras sus amplias espaldas.

El inglés de Wim era tan pobre como su holandés, pero lograron entenderse bastante bien. Le contó que había estado con la familia de Gerard más de cincuenta años. Con Jason a los talones, recorrieron toda la casa, habitación por habitación. Durante el recorrido, Wim le iba señalando el trabajo de escayola del techo, los brocados de las cortinas, las vitrinas repletas de porcelana y de plata, la exquisita marquetería del reloj de pared... Estaba encantada, aunque le hubiera gustado que Gerard estuviera allí también.

La casa era mucho más grande de lo que se había imaginado, con habitaciones que conducían a más habitaciones. Por fin, una última estancia desembocó en un espléndido jardín. «Mañana lo exploraré», se prometió a sí misma. Win la llevó a los pisos superiores y, finalmente, a un ático repleto de muebles y de recuerdos de la familia.

Cenó en la misma habitación en la que había tomado el té. Después, un sonriente Win le sirvió una taza de café y una copa de champán. Se imaginó que era una recompensa por haber cuidado de la señora Beckett.

-Me voy a acostar -le dijo a Jason. Estaba en la cama, después de disfrutar de un agradable sueño, cuando una chica

con rostro imperturbable le trajo el té. Se dio una ducha, se vistió y fue a la entrada donde encontró a Wim. El desayuno se serviría en media hora.

Así que fue al jardín y paseó con Jason bajo el sol de la mañana. Se podía haber quedado en el asiento de piedra, rodeada de cientos de flores; pero el desayuno la esperaba.

El profesor estaba de pie junto a la ventana que daba al jardín. Le dio los buenos

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días con un tono amistoso y, como el mejor anfitrión, le preguntó qué tal había pasado la noche. Su ropa estaba inmaculada y parecía que él también hubiera pasado una buena noche; pero Julia descubrió las líneas de cansancio bajo los ojos.

-¿Has dormido algo? -Lo suficiente -le dijo con una sonrisa. Se pusieron a desayunar juntos. ¿Qué tal ha ido la operación? El no respondió de manera inmediata. -No tienes que hablar de ello si no quieres-dijo ella rápidamente. -Ha sido un éxito -dijo después de untar una tostada con mantequilla-. Me alegro

de que me hayas preguntado, si no lo hubieras hecho me habrías desilusionado. Lo mejor es que tengamos los mismos intereses.

-¿Ah sí? -dijo Julia perpleja. Tenía el sentimiento de que algo estaba sucediendo y ella no acababa de

enterarse. Pero una cosa estaba clara: se lo estaba pasando bien. Y todavía tenían el resto del día para estar juntos.

CAPÍTULO 6 LAS ILUSIONES que se había hecho Julia con respecto a pasar el día con

Gerard, pronto se vieron truncadas. -Tendremos que marcharnos después de comer -dijo el profesor-. Ahora voy al hospital y me llevo a Jason para darle un paseo. Quizá, quieras ir de tiendas; aunque me quedaría más tranquilo si te quedaras aquí.

-Me sentaré un rato en el jardín. Puedo hacer las compras cuando vuelva a casa. Así que Gerard se marchó con Jason y ella se fue al jardín con los periódicos del

día. Le hubiese gustado ir con él. No le habría importado esperar en el coche mientras él estaba en el hospital y después, acompañarlo a pasear al perro. La había evitado deliberadamente.

«Me trae sin cuidado», pensó Julia y tomó el Daily Telegraph que leyó de principio a fin. Después, echó un vistazo al Haagsche Post. Pensó que así podía mejorar su holandés, pero se dio cuenta de que era una absoluta pérdida de tiempo. Estaba intentando descifrar los anuncios cuando llegó el profesor.

-¡Qué bien! Estás practicando tu holandés. -No hay mucho que practicar -contestó Julia-. Espero que tu paciente esté bien. Se sentó al lado de ella con Jason entre los dos. -Sí. Creo que tiene muchas

posibilidades. Lo he dejado en buenas manos. -¿Es alguien importante? ¿Te han pedido que vengas? -Sí y sí. ¿Vas a echar de menos Holanda? -Sí. Aunque, la verdad es que no conozco nada. Pero me voy a acordar de la casa

de campo; será un bonito recuerdo. -¿Te gustaría volver alguna vez? -Quizá -dijo con un brazo alrededor del cuello de Jason-. Te va a echar de

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menos. -Y yo también a él. Pero ya estamos acostumbrados. Él miró el reloj. Ya era la hora de comer. El día que se había imaginado estaba pasando muy rápido. Tal vez, él la

detestara, pero no podía evitar que ella disfrutase con su compañía. Ya no estaba segura de lo que sentía por él.

Por supuesto, todavía quedaba el viaje de vuelta a Londres. Pero el viaje estaba resultando decepcionante: el profesor había estado muy

atento; pero había hablado poco. Estaba perdiendo una ocasión estupenda para conocerlo mejor.. Mientras ojeaba unas revistas, se preguntaba en qué estaría pensando él.

Se hubiera sorprendido al saber que pensaba en ella. Normalmente, Gerard era una persona muy segura de sí misma, pero ahora, se sentía inseguro. Reconocía que se había enamorado de Julia y que la quería como esposa, pero ella no había mostrado el más mínimo interés. Pensaba que le gustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir, pero no quería ir demasiado deprisa. Cuando estuvieran en Londres, tendría la oportunidad de verla con más frecuencia. Mientras tanto, solo con una actitud distante, conseguiría mantener sus manos alejadas de ella.

Hablaron del tiempo, del campo y del estado de las carreteras. Todos, temas

seguros que les mantuvieron ocupados hasta que llegaron a casa de Ruth y Thomas. Les dieron una cálida bienvenida, pero el profesor no se quedó. Saludó sonriente

a Ruth, le dijo a Thomas que se verían en el hospital y le dio las gracias a Julia. No podía haber estado más amable, pensó Julia, pero. tampoco más distante. La señora Potts, su ama de llaves, y los dos perros estaban esperándolo. Dejó el

coche en el garaje y se los llevó a dar un paseo.. Las calles estaban vacías; Londres, en una noche de verano, podía ser una maravilla. Pensó en la casa de campo y se preguntó si Julia estaría pensando en lo mismo. Le había encantado la casa de Amsterdam; encajaría tan bien en su vida...

A pesar de su despedida, Julia esperaba verlo de nuevo en casa de su hermana;

pero, huelga decir, que él estaba demasiado ocupado. Ruth se preguntaba por qué no había venido a visitarlos, pero las respuestas monosilábicas de su hermana la dejaron muy pensativa. Julia estaba espléndida; tenía un aire muevo. Sin embargo, algo parecía ir mal.

Un día que no estaba en casa llamó Monica: -Está estupenda, pero hay algo... -¿Crees que habrá conocido a alguien en Holanda?

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-Va a ir a tu casa, intenta averiguarlo. Un día, cuando se iban a la cama, Ruth le preguntó a Thomas: -¿Te ha dicho Gerard algo sobre Julia? -Solo que se ha portado fenomenal y que ha sido de gran ayuda. ¿Por qué lo

preguntas? -intentó averiguar con una mirada de sospecha. -¡Oh! Por nada cariño. No se llevan bien, ¿verdad? Thomas se metió en la cama. -¿No? No sé. Es un tema en el que no me gusta meterme. Todavía quedaban unos días para su entrevista y no había hablado con su

hermana del tema. Mientras tanto, se dedicaba a ir de compras. Como tenía dinero, se olvidó de las tiendas de siempre y se fue a las mejores boutiques. Animada por su hermana, se gastó bastante más de lo que tenía pensado. Pero había merecido la pena. Se había comprado unos vestidos de punto con muy buen corte, blusas y faldas muy elegantes, vestidos para el verano y uno de seda para las noches. Pensó que tal vez nunca lo utilizaría, que probablemente se quedara colgado en el armario, pero siempre cabía la posibilidad de que lo necesitase. Si Gerard la invitaba a cenar una noche...

Era poco probable; además, siempre podía rechazarlo. También tenía que comprar ropa interior, zapatos, una gabardina, una chaqueta

corta... ropa muy ponible, por si le daban el trabajo. Después, se fue un fin de semana a casa de Monica y George. Tuvo tiempo

suficiente para explorar la casa y el pueblo y para escuchar uno de los espléndidos sermones de George. Tenía una buena congregación, le dijo Monica muy orgullosa, y ella misma dirigía una asociación de mujeres. Le gustaba la vida en el pueblo y después de la venta de la casa, tenían dinero para arreglar la vicaría. Había tantas cosas que ver y tanto que hacer que nadie se dio cuenta de que Julia no hablaba casi nada de su estancia en Holanda. Solo les había contado lo imprescindible. Y con respecto al profesor, apenas había hecho una vaga referencia.

De vuelta en casa de Ruth, se puso uno de sus vestidos de punto y con el pelo bien arreglado se fue a la entrevista. Iba a tener lugar en un hotel pequeño, y cuando llegó, vio que había otras seis mujeres esperando. Dejaron de hablar para mirarla y responder a su saludo, pero, enseguida, reanudaron su charla. Había una señora mayor y cinco jóvenes. Todas, elegantemente vestidas y discretamente maquilladas. Pensó que no tenía muchas posibilidades. Probablemente, todas ellas habían estado en escuelas de corte y confección y poseían diplomas y fantásticas referencias.

Una a una las fueron llamando. La señora mayor salió sonriente y dio paso a Julia. Había tres mujeres sentadas tras una mesa que la saludaron amablemente y la invitaron a sentarse. Después le preguntaron por qué quería el trabajo.

Era una pregunta inesperada; no había tiempo para pensar. -Quiero salir de Londres -dijo e inmediatamente deseó no haberlo dicho-. Y

como me gusta coser y hacer punto... -Nos puede enseñar su muestra -le dijeron las mujeres mientras se miraban las

unas a las otras.

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Así que sacó su tapiz y lo extendió sobre la mesa. Las mujeres se lo pasaron, lo miraron detenidamente y lo observaron bajo la luz. Le preguntaron qué puntos había elegido y por qué había decidido bordarlo.

-No tenía otra cosa. Estaba en el campo y no había ninguna tienda cerca. Así que utilicé lo que encontré en el ático de la casa.

-¿Sabe que este es un trabajo temporal? Tendrá que trabajar muchas horas y el sueldo es bajo. La cama y el alojamiento son gratis, por supuesto. Y si se quiere marchar hay que avisar una semana antes. Si acepta estas condiciones, el trabajo es suyo.

Julia no se lo pensó ni un segundo. -Gracias. Me encantará el trabajo. -Le enviaremos una carta de confirmación y la dirección de la casa. Tendrá que ir

a Carlisle y después a Haltwhistle donde irán a recogerla. ¿Está libre para viajar en uno o dos días?

-Sí, dentro de dos días está bien. Cuando salió se encontró a la señora mayor esperándola. -Decidí esperar -dijoo con indecisión-. Pensé que a lo mejor te contrataban. Me

dieron el trabajo. -¿Ah sí? Me alegro. A mí también. Quizá podamos viajar juntas. ¿Sabes en qué

lugar está la casa? -Sí. Yo nací allí cerca. Vine a Londres con mi marido, pero murió y ahora quiero

volver allí. -Siento lo de tu marido. Yo solo pretendo salir de Londres. ¿Tienes teléfono?

Podíamos quedar en la estación... La mujer asintió. -Me llamo Jenny. Será un placer viajar juntas. No fue difícil convencer a Ruth de que ese trabajo era justo lo que siempre

había deseado. -Además, no va a ser para siempre; una vez que todo esté reparado, ya no nos

necesitaran. Y, mientras esté allí, puedo decidir dónde quiero vivir y qué quiero hacer. -Sí, claro -respondió Ruth, pero no estaba muy segura. Quizá Julia había conocido a alguien en Holanda... Estaba a punto de preguntarle

cuando su hermana la advirtió, de forma casual: -Ruth, no le digas al profesor dónde estoy. No me mires así. Es solo por su forma

de aparecer con ofertas de trabajos y cosas así... Era una mala excusa, pero Ruth, no dijo nada al respecto. -No diré ni una palabra. Parece un trabajo muy divertido. Está muy lejos, pero

probablemente sea una casa fantástica, llena de tesoros y, además, puedes conocer a mucha gente.

El día anterior a su partida, el profesor llegó. Ruth había ido a la peluquería y

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Julia estaba en la cocina comiendo cuando él llamó a la puerta. Fue a abrirla esperando que fuera el cartero y al verlo allí, sonriéndola, se le agitó la respiración. Había deseado ese encuentro porque, una vez que se marchara de Londres, tenía todas las intenciones de olvidarlo.

-¡Oh! Hola. ¿Venías a ver a Ruth? Ha salido. -Venía a verte a ti. No sabía qué decir. Solo se le ocurrió invitarlo a pasar. -Estoy comiendo -le explicó, y se lo llevó a la cocina. Sería mejor que se calmara, pensó Julia. Pero, ¿por qué se sentía así?, se

preguntó a sí misma. -¿Estás contenta de estar de vuelta? -Sí, mucho -respondió, sin mirarlo. -¿Quieres cenar mañana conmigo? La pregunta era tan inesperada, que casi se le cae el plato de las manos. -¿Mañana? No, gracias. Entonces lo miró a la cara, deseando con todo su corazón no tenerse que ir a

tantos kilómetros de distancia. De repente, se dio cuenta de que lo amaba y solo pensar que no iba a volver a verlo la hacía dudar.

-Lo siento -dijo buscando las palabras-. No puedo... No pensaba decírtelo, pero me marcho. Mañana por la mañana.

Algo en su rostro la hizo continuar. -He conseguido un trabajo bastante bueno. Y quiero irme de Londres. -¿No me lo ibas a decir? -preguntó con voz tranquila. -No, no pensaba hacerlo -había hablado en voz alta y entonces añadió con

imprudencia-: ¿por qué tendría que hacerlo? -Tienes razón -le dijo con una amable sonrisa-. Espero que seas feliz. -Por supuesto que voy a ser feliz -aseguró Julia enfadada, deseando que se

marchara para poder llorar tranquila. Y eso fue exactamente lo que pasó: él se marchó diciéndole que no hacía falta

que lo acompañara y ella se puso a llorar encima del plato de comida. Ya no le apetecía comer. Se sentó y escondió su cara en el cuerpo peludo de

Muffin. Muffin, que la quería, aguantó los sollozos y las incoherentes palabras; pero se sintió muy aliviado cuando lo volvió a dejar en su silla. Un instinto felino le decía que estaba triste y que probablemente se iba a marchar. Pero volvería y, mientras tanto, él estaba muy a gusto con Ruth. Se acomodó para echarse una siesta y Julia fue a lavarse la cara.

Ruth volvió y se quedó mirando a su hermana. -No tienes por qué irte. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras. Fue al frigorífico y sirvió dos vasos de vino. -Ha venido el profesor. Le dije que me marchaba fuera, pero no le dije adónde.

Por favor, Ruth, no se lo digas. -Claro que no, cariño. ¿Te lo preguntó? -se animó Ruth a averiguar.

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-No -respondió Julia, a media voz-. Ni siquiera me dijo adiós. Ruth no siguió preguntando. En lugar de eso, se puso a hablar del viaje. Jenny estaba en la estación por la mañana. Se encontraba un poco nerviosa, pero

a la vez, feliz por volver a su tierra. Hablaron durante el viaje y Julia se sintió agradecida por no tener ni un momento para sumergirse en sus pensamientos.

Cuando el tren llegó a su destino, un Land Rover las estaba esperando para conducirlas, durante horas, a través de la campiña inglesa. Por fin, el coche se metió por una verja y, al final de un camino de tierra, vieron su destino: una imponente mansión rodeada de árboles. Incluso en un día de verano, se veía oscura, pero, conforme se acercaban, pudieron comprobar que tenía mucha vida. Había coches aparcados a un lado y un gran número de gente entraba y salía por la puerta principal.

Jenny le contó lo que sucedía. -Está abierta al público dos veces a la semana. -Les llevaré a una de las entradas laterales -les dijo el conductor por encima del

hombro-. La encargada les enseñará sus habitaciones. Julia deseó que fuera una mujer amable. Sus deseos se hicieron realidad. La señora Bates era una mujer grande y fuerte,

con ojos brillantes y una amplia sonrisa. Les ofreció té y luego las condujo fuera de la casa, a través de una amplio patio.

-La mayoría de las costureras son del pueblo -les explicó-. A usted la he puesto en esta habitación, señora Woodstock -dijo a Jenny, abriendo una de las puertas-. Es una pequeña habitación con un baño y una cocina de gas. Sígame señorita Gracey

A Julia la llevó al piso de arriba. Su habitación era más grande y tenía el techo bajo y una gran ventana. Tenía muebles cómodos: un sofá-cama, una mesita con dos sillas, un sillón y estanterías. Había una puerta que conducía a una ducha y un hueco con una cocina.

-Por supuesto, la comida se sirve en el comedor, pero lo he dispuesto todo por si quiere prepararse un té en su habitación. Dentro de media hora, pasaré a buscarlas.

Julia echó un vistazo alrededor. Era muy agradable tener su propio dormitorio. Una vez que deshiciera la maleta y colocara algunas cosas suyas, se sentiría más a gusto.

-¡Es como un hotel! -exclamó Jenny encantada-. Y estoy a pocos kilómetros del lugar donde nací.

Siguieron a la encargada por interminables pasillos hasta que llegaron a una escalera pequeña escondida en un pasillo estrecho. Subieron a un ático enorme con claraboyas y una hilera de ventanas con vistas a la fachada principal. Una de las mujeres que las había entrevistado las estaba esperando y las llevó para que vieran el trabajo de reparación que se llevaba a cabo. Le hubiese apetecido una taza de té, pensó Julia mientras le mostraban el tapiz de pared en el que tendría que trabajar.

Ya no quedaba mucho de la tarde. De hecho, la media docena de mujeres que allí trabajaban comenzaron a recoger y, afortunadamente, las llevaron a la planta baja donde había una merienda esperándolas. Julia comió con un apetito espléndido.

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Cuando se levantó de la mesa, una mujer se dirigió a ella con voz amable: -Eres nueva, ¿no? A las ocho sirven bocadillos y bebidas calientes. Todo iba a marchar bien, decidió Julia, mientras se metía en la cama esa noche.

Todos eran amables, tenía una habitación agradable, comida en abundancia e iba a trabajar en algo que le gustaba. Sus últimos pensamientos fueron para Gerard; seguro que se olvidaba de ella. Probablemente, cuando volviera a Londres, él habría vuelto a Holanda y, además, estaría casado

El profesor siguió con su trabajo como si nada hubiera pasado. De momento, no

había nada que hacer; primero tenía que saber dónde estaba Julia. Un día fue a visitar a Ruth y le preguntó si había tenido noticias de su hermana. Y Ruth se puso roja porque deseaba decirle dónde estaba, pero le había hecho una promesa a su hermana y no podía romperla...

-Está muy contenta... -Bien. ¿Qué tipo de trabajo está haciendo? No pasaría nada por contestarle eso: -Reparando tapices. -¿Dónde? -preguntó de pasada, como el que no quiere la cosa. Ruth se volvió a poner roja. -Me pidió que no te lo dijera. Y yo se lo prometí. -Entonces, no te molestaré más con eso. Solo espero que esté bien y que

disfrute del trabajo. Qué suerte que encontrara algo nada más volver. -Oh, no fue al volver. Me dijo que había visto un anunció cuando todavía estaba

en Holanda. Lo descubrió en una revista. Ahora tenía dos pistas. -¿Qué tal están Monica y George? -preguntó de manera casual. Ruth le contó los cambios que querían hacer en su casa, contenta por no haber

tenido que revelar nada de Julia. Al día siguiente, el profesor telefoneó a la señora Beckett. Escuchó con

paciencia los detalles de su convalecencia y, cuando hizo una pausa para tomar aliento, le preguntó:

-¿Qué tipo de revistas hay en casa? -Qué pregunta tan curiosa. Inglesas, por supuesto. Me las envían cada semana. -¿Hay ofertas de trabajo en alguna de ellas? -En la revista Lady sí. -¿Has tenido noticias de Julia? La señora Beckett miró por la ventana con una sonrisa en el rostro. -Sí, me escribió una carta muy larga, pero se olvidó de poner el remite. Ha

conseguido un buen trabajo; bordando y restaurando tapices. El matasellos era de Carlisle. Parece que está muy lejos de casa. Estaría visitando a alguna amiga...

-Probablemente -contestó él sin comprometerse a nada.

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«El camino del verdadero amor nunca ha sido un camino de rosas», pensó la señora Beckett.

Lo que era bastante cierto. Pero eso no iba a detener al profesor. Encargó a su secretaria que obtuviera los ejemplares atrasados de la revista en cuestión y buscó entre los anuncios hasta que encontró lo que quería.

La vida de Julia había cambiado mucho. El trabajo era interesante y le gustaba

mucho. Las otras mujeres eran muy simpáticas y, en aquel lugar, cuidaban muy bien de ellas. Había un gran parque alrededor de la casa donde le gustaba pasear después del trabajo. Un coche de la mansión las llevaba al pueblo o a Haltwhistle cuando tenían libre. A pesar de todo, se sentía sola. Aunque no se arrepentía de haberse marchado de Londres, echaba de menos a Gerard. Se consolaba con el pensamiento de que él ya la habría olvidado, si bien eso no impedía que siguiera amándolo.

Se había acostumbrado a levantarse temprano y caminar por el parque antes del desayuno. Era un lugar muy tranquilo que le daba mucha paz. Era tan grande que solo había visto una pequeña parte, y nada sabía de los dueños.

Ya llevaba allí dos semanas cuando, una espléndida mañana, se levantó antes de lo normal. Se, ducho, vistió, tomó un té y salió de la habitación. No había nadie en los alrededores. Cruzó el patio y se dirigió al parque. En su mayor parte, estaba cubierto de árboles, también había un lago del que salía un pequeño arroyo.

Caminó un rato y después se sentó en el tocón de un árbol dejando que sus pensamientos volaran. Pensaba que, tarde o temprano, volvería a Londres y se buscaría un apartamento y un trabajo. Al menos, tendría experiencia y seguro que había museos, galerías de arte y casas privadas que tendrían trabajo para ella. Y, aunque nunca volviera a ver a Gerard, al menos, estaría cerca de él.

Un alegre «buenos días» le hizo levantarse de un salto. Un hombre caminaba hacia ella, un joven con apariencia agradable. Llevaba dos perros con él que la rodearon mientras movían la cola.

-Tú debes de ser unas de las costureras -dijo el hombre muy animadamente-. He oído decir a mi madre que había dos nueva jóvenes. Soy Menton, Colin Menton -dijo extendiendo una mano.

Julia le sonrió, animada por su simpatía. -Soy Julia Gracey -le contestó ella-. ¿Qué tal? Se dieron la mano. -¿De dónde eres? -De Londres. -Estás bastante lejos. ¿Te gusta esto? Es bastante diferente. -No vivía en un barrio bonito; esto, en comparación, es el paraíso. -Sí, lo es. Pero no es del gusto de todo el mundo; demasiado tranquilo. Iban caminando de vuelta a la casa. -Por eso es el paraíso. Tengo que irme -dijo al llegar al patio. -Encantado de conocerte. Quizá nos volvamos a ver. ¿Sales a pasear cada

mañana?

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-Sí. -Entonces nos volveremos a ver. Pensó en él mientras daba pacientes puntadas. Había sido agradable hablar con

alguien de su edad; las otras costureras eran simpáticas, pero eran mucho mayores. Julia salía a pasear cuando tenía libre. Haltwhistle estaba bastante cerca. Era una ciudad ganadera y tenía una iglesia preciosa, a Ruth y a Monica les había enviado postales de ella.

Un día, fue a Greenland, un pueblo pequeño al lado de la mansión. Caminó por un camino vecinal que la llevó a Haltwhistle y de allí, de vuelta a la casa. Fue un paseo muy largo y disfrutó de cada minuto. No se sentía sola: tenía los recuerdos de Gerard que la acompañaban.

Había hecho lo correcto, se dijo a sí misma. Una o dos veces, pensó que podían haber sido amigos...

La sola idea de que no volvería a verlo era insoportable, pero tendría que aprender a vivir con ella y, seguramente, con el tiempo sería más fácil. Siempre existía la posibilidad de volverse a encontrar...

Escribió alegres cartas a sus hermanas. Aunque ellas sentían muchísima curiosidad por saber por qué no podían decirle a nadie su paradero. Pero, como era tan feliz y estaba tan contenta con el trabajo, se dedicaban a sus propias vidas sin preocuparse demasiado. Quizá, si el profesor la hubiese mencionado en una de sus raras visitas, habrían pensado más en el tema...

Unos días más tarde, Julia se volvió a encontrar con Colin Menton. Había acabado de trabajar y se dirigía a su habitación. Ya era de noche, pero todavía hacía una temperatura agradable. Pensaba dar un paseo antes de la cena y después escribirá algunas cartas.

Se la encontró a medio camino. -¡Hola! ¿Has terminado de trabajar? ¿No te apetecerá un paseo? Voy al otro lado

del parque para ver si los árboles que plantamos están bien. Dime que sí -le dijo con una sonrisa.

-De acuerdo. Sí -contestó riéndose a carcajadas. El parque era muy grande, cerca de la casa había jardines y un lago rodeado de

árboles, pero se adentraron por un camino que conducía al otro extremo. Iban charlando amistosamente. El le contó que había venido a pasar un mes en casa antes de tomar posesión de un puesto de consejero agrónomo en el extranjero.

-Antes de marcharme, me voy a casar -le confió el joven. Julia quiso saber más sobre su novia. -¿Es bonita? -le preguntó El resto del camino hablaron de las perfecciones de su novia y cuando

regresaban a la casa le pregunto: -¿Te he estado aburriendo? Solo me apetece hablar de ella. -Claro, es normal. Sobre todo porque debe de ser encantadora, además de guapa.

Seguro que seréis muy felices. ¿Cuánto tiempo te queda?

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-Diez días. Nos vamos a casar en su casa en Wiltshire. No queríamos una gran boda, pero ya sabes cómo son las madres...

Estaban de pie en el patio -He disfrutado mucho con el paseo. Tengo que ir a Hexham a ver a alguien ¿No

te apetece venir? Hay una abadía preciosa que te encantaría. -Sí, de acuerdo. Tengo una par de mañanas libres, los martes y jueves. -¿El próximo martes entonces? No está lejos. Si salimos a las nueve podremos

estar de vuelta pronto. -Entro a trabajar a las dos. -Tenemos tiempo de sobra. Podemos comer temprano antes de volver. Julia estuvo de acuerdo. Le apetecía salir, además, tendría tiempo de hacer

algunas compras. Jenny, que trabajaba a su lado, le dirigió una rápida mirada. -¿Qué tal te va? -le preguntó Julia. -El trabajo es fantástico y me encanta estar cerca de mi familia. Pareces muy

contenta. ¿Has hecho amigos? -He conocido al señor Menton -explicó Julia, mientras asentía con la cabeza. Se

ha ofrecido para llevarme a Hexham y he aceptado. -¿El joven señor Menton? Es muy agradable. ¿Sabías que se va a casar? -Sí. Me ha hablado de su novia. Si toda la familia va a la boda, ¿crees que la

mansión permanecerá abierta al público? -Me imagino que sí. De todas formas, ya nos lo comunicarán. Es probable que

tengamos trabajo hasta el año que viene. Hay muchas cortinas que reparar y todavía quedan varios tapices. Hará mucho frío comparado con Londres. ¿Te vas a quedar?

-¿Por qué no? A menos que surja una buena razón para volver... Tengo dos hermanas casadas; puede que tengan niños o que me necesiten por alguna otra razón.

Habló alegremente, pero, por mucho que le gustasen los alrededores, permanecer allí seis meses más era desmoralizador. Después de todo, tenía suficiente dinero para dar la entrada de un apartamento; que no tenía por qué estar en Londres.

Esa noche pidió un mapa. No quería estar muy lejos de sus hermanas, pero sí, lo suficientemente lejos de Londres y de Gerard. Hizo una lista de ciudades posibles y se fue a la cama sintiendo que había comenzado a organizar su futuro.

El martes por la tarde, mientras trabajaba en el tapiz, repasó su excursión a Hexham. Se lo había pasado fenomenal. Colin y ella se habían caído muy bien y no habían parado de hablar en todo el camino. Tomaron café antes de separarse y después, se pasó la mañana visitando la abadía y haciendo alguna compra. Quedaron en un pub donde comieron antes de volver a la mansión. Iba a echarlo de menos cuando se fuera.

El jueves se marchaba, ya se había despedido de su familia y tenía el coche, un Aston Martin, aparcado en la puerta. Julia estaba allí para despedirse de él

-Ve con cuidado. Espero que la boda sea fantástica -dijo dándole la mano. -Seguro que lo será. Me alegro de haberte conocido. Espero que tú también

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tengas una preciosa boda con un hombre afortunado. Colin le dio un beso en la mejilla mientras el Rolls del profesor aparcabaa en el

patio. CAPÍTULO 7 ENTONCES, Julia vio el coche del profesor. El placer instantáneo que le produjo

verlo se mezcló rápidamente con un sentimiento de pánico y de mal humor al mismo tiempo. De pánico, porque podía traer malas noticias, y de mal humor, porque iba vestida para dar un paseo por el campo, no para que él la viera.

Se despidió con la mano de Colin, que ya se marchaba, y observó al profesor mientras salía del coche y caminaba hacia ella. Le hubiese gustado correr a su encuentro, pero se quedó donde estaba.

-Hola, Julia -la saludó él con voz aterciopelada. -¿Cómo sabías que estaba aquí? Le pedí a Ruth... -dijo Julia sin aliento. -Ruth no me ha dicho nada. Soy capaz de encontrarte yo solo si así lo deseo. -¿Por qué lo has hecho? -Por el momento, no te lo voy a decir. Me alegro de que hayas hecho nuevos

amigos. ¿0 solo has hecho un amigo? -inquirió con calma. -¿Colín? ¡Oh, sí! Hemos dado algunos paseos juntos. Es el hijo de los dueños de la

casa. Hemos visitado los alrededores -dijo, exagerando un poco para agitar esa tranquilidad.

Como él no respondió, ella preguntó un poco incómoda: -¿Tienes amigos por aquí? -Colegas en el hospital de Carlisle. -¡Ah! ¿Has venido a hacer algo allí? -¿Qué horario tienes? -le preguntó él, en lugar de responderla. -De nueve a cinco. Paramos para las comidas y tenemos dos mañanas libres. Me

encanta -añadió desafiante. -¿Es esta una de tus mañanas libres? Contestó que sí de mala gana y él sonrió. -Entonces, quizá quieras pasar un rato conmigo. Podemos conducir hasta el Muro

de Hadrian y dar una paseo por allí. ¿A qué hora tienes que estar de vuelta? -A las dos. -Una o dos horas al aire libre te sentarán muy bien. -Doy un paseo cada mañana... -Sí, pero como hoy no tienes compañía, seguro que no es tan apetecible. Ve a

arreglarte un poco. Te espero aquí. ¿Diez minutos? -No he dicho que iría... Él le dedicó una sonrisa y su corazón dio un vuelco. -Pero vendrás. Fue a su habitación y se puso un vestido de punto. Se peinó y se maquilló un poco.

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Creía que es taba loca por aceptar. Pero, pensándolo bien, pronto estaría de vuelta en casa; solo serían una o dos horas en su compañía, luego, no volvería a verlo nunca más. Se preguntó cómo habría descubierto dónde estaba, pero no quiso dedicarle mucho tiempo a las cavilaciones: la mañana libre era un tiempo precioso que tenía que disfrutar. Corrió de vuelta al patio y se encontró al profesor apoyado en su coche, hablando con Jenny.

-¡Qué suerte tienes! No te olvides de la hora, aunque, yo en tu lugar la olvidaría -le dijo Jenny muy alegre y Julia hizo como que no había visto el guiño que acompañó su comentario.

El profesor le abrió la puerta y ella se montó. Pronto, iniciaron una conversaciónn trivial que la ayudó a relajarse. Pensó que ese inesperado encuentro tenía que haberla molestado, pero no había sido así. Que Gerard apareciera de la nada y que estuvieran pasando una espléndida mañana juntos parecía la cosa más natural del mundo, como si fueran los mejores amigos. Pero, por supuesto, no lo eran. Probablemente, él dispondría de una o dos horas libres y no tendría nada mejor que hacer.

La llevó a Brampton, no muy lejos del trabajo, y allí tomaron un café antes de pasear hacia el Muro.

El campo estaba vacío y aunque la carretera estaba cerca, había muy poco trafico. Así pudieron disfrutar del paseo en paz. Y, mientras tanto, charlaron.

Era sorprendente lo fácil que era hablar con él, pensó Julia. Discutir sus planes, sus dudas, los problemas... De repente, dejó de hablar. Qué tonta era al contarle todo esto; seguro que no le interesaba en absoluto... Incluso, podía estar aburriéndolo.

-¿Conoces esta parte de Inglaterra? -le preguntó para cambiar de tema. -No mucho. Supuso que no quería contarle más cosas de ella por lo que se dedicó a observar

el paisaje que los rodeaba. Ella se imaginó que ni siquiera había estado escuchándola. Había sido una tonta

por contarle sus planes. Pensó que estar enamorada la volvía a una tonta. Cuando regresaron al hotel, comieron en un fantástico restaurante con vistas a

un jardín muy bien cuidado. El lugar estaba bastante lleno y los camareros eran muy simpáticos. Julia, hambrienta después del paseo, comió estupendamente. En la mansión todo estaba bueno y era abundante, pero la comida que tenía delante de ella, en ese momento, era algo realmente especial: sopa de venado, carne asada con una salsa riquísima, patatas asadas y un flan que se derretía en la boca.

-No voy a pedir vino -aseguró el profesor -; te quedarías dormida encima de las cortinas.

Así que, bebieron agua mineral. La llevó de vuelta, charlando de cosas sin importancia. Pero cuando estaba

dándole las gracias por el paseo, él le dijo: -Me alegro de que lo hayas pasado bien. Tienes que decirle a Colin que vuelva a

llevarte mientras haga buen tiempo. A Julia no se le ocurrió nada que decir.

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-Sí. Vio cómo se alejaba en su coche, mientras, todo lo que le hubiese gustado decirle

se amontonaba en su mente. Quizá fuera lo mejor, pensó sintiéndose desdichada. El profesor condujo de vuelta a Londres pensativo. Julia se había alegrado de

verlo, lo había visto en su rostro. Pero ¿era por él o porque era alguien conocido? Y luego estaba ese chico, pensó Gerard, consciente de que a los treinta y seis años ya no podía considerarse tan joven.

No creyó que Julia fuera muy feliz en aquel lugar; le gustaba su trabajo y los alrededores, pero, por algún motivo, estaba triste. No había nada que él pudiera hacer. Solo cabía esperar y tener paciencia.

Llamó a Ruth cuando volvió y le hizo un resumen de su vista a Julia. -Me imagino que iría al hospital de Carlisle -le dijo a Thomas-, y descubrió dónde

estaba. Y Thomas, que sabía más del asunto, estuvo de acuerdo. Habían pasado un par de semanas. Hacía un calor inusual y estar sentada

cosiendo durante tantas horas era agotador. Julia, mientras daba sus solitarios paseos matutinos, hacía planes para el futuro. Corría el rumor de que una vez hubieran acabado el trabajo, les pedirían que fueran a la casa que la familia poseía en Londres. Las mujeres del pueblo no irían, pero a Jenny y a ella quizá les ofrecieran el trabajo. Pero no podría aceptarlo. Olvidar a Gerard estaba resultando más duro de lo que había imaginado. ¿Cómo podía olvidarlo si lo amaba tanto? La única solución era marcharse lejos, lo más lejos posible...

Escribió alegres cartas a sus hermanas y buscó cualquier mención del profesor en las respuestas, pero era como si nunca hubiera existido.

Eran las cuatro pasadas cuando se inició el fuego. Un visitante, a pesar de los carteles que prohibían fumar, había encendido un cigarrillo y finalmente, había tirado la colilla encendida al suelo. Por desgracia, había caído al lado de las cortinas que cubrían las ventanas del comedor que se prendieron fácilmente. Después, las llamas se extendieron tan rápidamente que no se pudo hacer nada. Del comedor, el fuego se extendió al salón contiguo arrasando tapices, alfombras, sillas y mesas, y luego, a la sala de música...

Era una mansión grande y, cuando el fuego comenzó, no había nadie en esa parte. Para cuando alguien se dio cuenta, ya se habían quemado los cables de teléfono y la alarma conectada a la comisaría de policía de Haltwhistle.

El pánico y la confusión se propagaron como el fuego y nadie recordó que en el cuarto piso había siete mujeres cosiendo...

Arriba, no oyeron los ruidos de la calle; las ventanas estaban cerradas para que el polvo del exterior no estropeara los delicados tejidos con los que estaban

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trabajando. Pero Julia oyó ruidos extraños, voces que gritaban aterradas. Unos segundos más tarde olió el humo. Fue a una de las ventanas y vio un ala de la casa en llamas, gente subiéndose en sus vehículos y otros corriendo sin saber qué hacer.

Las otras mujeres también estaban asomadas a las ventanas. -Será mejor que nos apresuremos y salgamos de aquí -dijo una de las mujeres del

pueblo-. Estaremos seguras si bajamos por las escaleras de atrás. Pero cuando llegaron al segundo piso, encontraron que las escaleras estaban en

llamas. Hasta ese momento, no había cundido el pánico, pero, a la vista de las llamas

avanzando por las escaleras, las mujeres perdieron la calma. Alguien gritó. -Por la puerta del jardín hay una pequeña escalera... Corrieron por los pasillos de la parte principal de la casa hasta encontrar la

escalera. Estaba todavía intacta, pero la planta de abajo ya estaba ardiendo. Julia tomó a una de las mujeres mayores del brazo. -Si volvemos al ático, podemos romper una de las ventanas y llamar la atención de

la gente. Seguro que hay una escalera de incendios... La mujer asintió. -Nos damos la vuelta -gritó por encima de las otras voces-. Nos sacarán de aquí. Volvieron por donde habían venido, y aunque olía a quemado y había mucho ruido,

no se veía fuego por ninguna parte. Cuando llegaron al ático, rompieron una de las ventanas y gritaron pidiendo auxilio.

El fuego se había propagado al centro de la casa y en el patio se veía a gente corriendo en todas direcciones, pero el estruendo del incendio apagaba sus voces.

Fue a Julia a quien se le ocurrió lanzar un taburete por la ventana, pronto, las otras mujeres comenzaron a arrojar cualquier cosa que tuvieran al alcance. En unos segundos, los rostros se volvieron hacia arriba y les hicieron señales con los brazos. Por fin, apareció el primer camión de bomberos.

Pasaron cinco minutos, los cinco minutos más largos de su vida, pensó Julia, antes de que el equipo de bomberos llegara arriba, y otros cinco minutos para comenzar a sacarlas. Primero, salieron las mujeres que tenían hijos, después las dos señoras mayores y, finalmente, Jenny y ella.

Cuando esperaba sola a que llegara su turno, se permitió gritar. Se sintió mucho mejor después de haberlo hecho, aunque ya no corría ningún peligro porque los bomberos volverían por ella en un instante. Deseó con todo su corazón que Gerard estuviera a su lado reconfortándola.

El ático estaba comenzando a llenarse de humo cuando vinieron a rescatarla. El profesor había llegado a casa temprano. Fue a su estudio con Wilf y Robbie,

seguido de cerca por la señora Potts que llevaba una bandeja de té, y se sentó en su escritorio. Tenía un montón de papeles que revisar. Pero, antes de nada, encendió la radio.

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Justo a tiempo para oír la noticia de que una casa solariega del norte de Inglaterra estaba ardiendo. De momento, no había habido ningún muerto, pero se temía que quedara alguien atrapado en la casa.

El profesor saltó de su silla instintivamente y pensó en subirse al coche inmediatamente. En lugar ele eso, llamó a Thomas.

-Salgo en avión en media hora. Dile a Ruth que me traeré a Julia de vuelta. -¿Estás seguro de que se trata del mismo sitio? -Sí. Dieron el nombre por la radio. El profesor dejó su casa con calma aparente y condujo dirección al aeropuerto.

Se concentró en pilotar con calma y no pensar en nada más. Al llegar al aeropuerto, alquiló un coche y, a varios kilómetros de la mansión, ya

se podía ver la columna de humo. A mitad de camino, le paró la policía. -Lo siento señor, no se puede pasar. ¿Si puedo ayudarlo en algo? -Sí, claro. Mi futura esposa trabaja en la mansión. He venido a llevármela

conmigo. Como el oficial lo miraba con cara de sorpresa, se vio obligado a dar más

explicaciones. -Londres. He venido en avión. Soy cirujano y trabajo en un hospital. -Entonces será mejor que vaya a buscarla. Hay bastante confusión y algunass

personas han sido trasladadas al hospital. El profesor siguió conduciendo hasta la casa. En la entrada había bomberos,

policías, trabajadores y gente del pueblo. El policía con el que habló fue muy amable. Habían sacado a todas las personas y las habían mandado a casa o al hospital de Carlisle... Un hombre mayor que estaba al lado lo interrumpió.

-No todos -dijo-. Una de las señoras de la costura está en mi casa con mi mujer. Soy el jardinero. La mujer no es de por aquí. Será mejor que vaya a echar un vistazo. Es la última casa -le indicó señalando con un brazo hacia las viviendas de los trabajadores.

El profesor le dio las gracias y se dirigió, con ansiedad contenida, hacia donde le habían dicho. Cuando llegó a la casa, paró un momento al ver a una señora mayor en la puerta. Era una mujer amable que escuchó su rápida explicación y le contó dónde estaba Julia.

-No está herida, pero fue la última en ser rescatada y eso la ha afectado bastante.

Le dio las gracias y la siguió a la cocina. Julia estaba sentada en una silla al lado del fuego y cuando la vio, olvidó que estaba cansado, hambriento y sediento

Habló rápido porque ella estaba luchando por contener las lágrimas. -Todo está bien, cariño. Nos marcharemos a casa en cuanto le diga a alguien que

estás en buenas manos -le aseguró con la amabilidad de un viejo amigo de la familia o de un hermano mayor.

-Gerard, ¡oh, Gerard! He pasado tanto miedo... y no sabía qué iba a hacer, pero entonces apareciste tú...

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Le ofreció una pequeña sonrisa y en aquel moniento, llegó la mujer del jardinero. -Les prepararé una taza de té. Tendrán que hablar con la policía. ¿Conoce a este

caballero? -¡Oh, sí! -afirmó Julia-. Somos... Es amigo de la Familia. El me llevará a casa. -Entonces, mientras usted va a hablar con la policía yo prepararé el té. Me

imagino que irán lejos... -A Londres -dijo Julia, mientras el profesor salía ¡por la puerta. -¿Quiere decir que él ha venido desde Londres? -No, no. Algunas veces viene al hospital de Carlisle; es cirujano. -¡Qué suerte que estuviera allí! Aquí tiene el té. Se había bebido la mitad cuando llegó el profesor. Él se tomó uno, dio las gracias

a la mujer y se llevó a Julia al coche. Tenía un brazo sobre sus hombros, y ella lo agradeció porque sus piernas parecían no sostenerla. Cuando llegaron al coche, la ayudó a acomodarse, tomó una manta del maletero y la arropó con ella. Todo, con ese aire de hermano mayor...

En el coche estaba muy cómoda. Cerró los ojos y solo los abrió cuando un policía los paró.

-¿Es usted Julia Gracey? Solo quiero comprobar que todo está bien. -Sí, soy yo -dijo con una sonrisa-. Este es el profesor Van der Maes, un amigo de

la familia. -Cuando llegue a su casa irá alguien a visitarla. Solo para asegurarnos de que está

bien y hacer el informe -declaró, mirándola con una sonrisa-. Ha tenido mucha suerte, señorita. Conduzca con cuidado, señor.

Gerard condujo en dirección al aeropuerto. A mitad de camino, tendría que hacer una parada para tomar algo; Julia, aunque iba adormilada, necesitaría hacer un descanso y comer algo. La veía muy débil envuelta en esa manta...

-Dentro de un rato, pararemos para tomar algo caliente. ¿Estás bien? -Sí, gracias. ¡Oh, Gerard! ¡Qué suerte que estuvieses en Carlisle! -No estaba allí. Escuché las noticias al llegar a casa... -¿Has venido desde Londres? -preguntó con incredulidad. -Sí. Y ahora duérmete, Julia. Y así lo hizo; sin pensar en nada más. El profesor la miró mientras dormía. Estaba pálida, tenía el pelo enmarañado y

olía a humo; pero estaba allí, a su lado, sana y salva. Le dio un beso en la mejilla y siguió conduciendo.

Al llegar a una estación de servicio, la despertó con dulzura. -Voy a buscar té y algo de comer. La bebida estaba caliente y dulce y los bocadillos que había comprado estaban

buenísimos. Comieron y bebieron en silencio rodeados por la oscuridad. Más tarde, a mitad de camino hacia el aeródromo Julia le dijo que estaba

cansada. -¿Te importa si me duermo otro rato?

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Era algo previsible. El aguantó su cansancio y pensó en ellos dos. Cuando Julia se hubiera recobrado del susto, probablemente volvería a desaparecer; la última cosa que quería era retenerla contra su voluntad.

Ya estaban viajando por las calles de Londres y .Julia se puso a pensar en él. Se había portado de una manera muy educada. Las únicas veces que se habían encontrado, no había sido porque ellos hubieran querido, sino por casualidad. Pero, ¿por qué había ido desde Londres? Estaba demasiado soñolienta y no le apetecía pensar, pero, al volver a quedarse dormida murmuró:

-Ruth estaría preocupada. Y a él le caen bien ella y Thomas... El profesor sonrió para sí. Era la mejor excusa. Era tarde cuando paró a la puerta de su casa. Había llamado desde la mansión

para avisar a la señora Potts de que llegarían después de medianoche. Salió del coche y ayudó a Julia. Con un brazo alrededor de los hombros, la acompañó hasta la casa. En ese momento, la señora Potts, envuelta en una bata de algodón, apareció por las escaleras.

-Ya están aquí. En el salón le he dejado una bandeja con té. Tómeselo mientras acompaño a la señorita a su habitación; le he preparado un baño caliente.

El profesor la miró con una sonrisa de agradecimiento. -Es un ángel, señora Potts. ¿Ha dormido usted algo? -Sí, señor. Al ver como estaban las cosas, me acosté temprano. Cuando dejó a Julia en su habitación, esta lo agarró de la mano y le pidió que no

se fuera. -No te vayas -le dijo apretándole la mano-. Todavía no te he dado las gracias... Su voz sonaba cansada y llorosa, y más tarde se avergonzaría por ser tan tonta. -Hablaremos por la mañana -dijo él y salió por la puerta. Después, lo siguiente

que oyó fue la voz de la señora Potts. -Ahora, voy a ayudarla a desvestirse y a darle un buen baño caliente. Mañana por

la mañana, se sentirá como nueva. Se despertó con el ladrido de los perros y con los movimientos típicos de la casa.

Sintiéndose segura, volvió a dormirse. A media mañana, volvió a despertarse y, sintiéndose perfectamente, se sentó en

la cama. En ese momento, apareció la señora Potts con la bandeja del desayuno. -¡Oh! Yo podría haberme levantado... -dijo Julia-. Ya he causado demasiadas

molestias y me encuentro bien. La señora Potts colocó la bandeja en una mesilla. -Tómese el desayuno, señorita Gracey. Su hermana va a venir a traerle algo de

ropa. Se quedará a comer. -¿Ruth? ¿Cómo sabe que estoy aquí? -El señor la llamó esta mañana antes de salir para el hospital. Julia se tomó el té y se tragó unas lágrimas con él. Gerard le había dicho que

hablarían por la mañana... Pero se había marchado sin despedirse. -Me gustaría marcharme con mi hermana. ¿Dónde puedo escribirle una nota al

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profesor? -Le prepararé bolígrafo y papel -le prometió la señora Potts. Julia se quedó a solas con su desayuno y su tristeza. Gerard se había tomado

muchas molestias, pero parecía que ahora que estaba a salvo, iba a olvidarse de ella. Una pequeña distracción en su azarosa vida.

«Pero no voy a llorar más», se dijo Julia. Y se tomó un desayuno que no le apetecía.

Envuelta en una aparatosa bata que le había prestado la señora Potts, bajó a una habitación que tenía un pequeño escritorio y todo lo necesario para escribir.

No era una tarea sencilla, reconoció Julia. Tuvo que escribir varios borradores hasta que, por fin, escribió lo que quería. Esperaba que ese cálido agradecimiento unido al hecho de que se iba a marchar cíe Londres causara en él algún efecto...

Ruth llegó con la ropa, ansiosa por escuchar lo que tenía que contarle. Cuando Julia terminó de narrarle toda la historia, Ruth le informó de su punto de

vista. -Yo no supe nada hasta que Gerard llamó a Thomas para decirle que te había

localizado y que estabas a salvo. -Pensé que había ido porque tú estarías preocupada por mí... -dijo Julia,

pensativa. -No, no. Thomas me contó que Gerard lo había llamado sobre las cuatro para

decirle que había oído en un noticiario que la mansión estaba ardiendo y que salía a buscarte.

Vio la expresión en le rostro de Julia y enseguida añadió. -Por supuesto, te quedarás con nosotros hasta que decidas qué quieres hacer. -¿Te importaría que me fuera a casa de Monica una temporada? -No, claro que no. Allí estarás muy bien y tendrás tiempo para pensar. Eso era algo que Julia no quería hacer, porque solo pensaría en Gerard, que la

había rescatado para después abandonarla sin una palabra. Si fuera a casa de Monica, podría olvidarse de ella, algo que seguramente estaría deseando hacer. Solo el destino parecía arrojarla continuamente en su camino.

Comieron juntas, agradecieron a la señora Potts su amabilidad y tomaron un taxi hasta casa de Ruth. Cuando llegaron, Julia llamó a Monica y se invitó a su casa.

-Solo una semana. No quiero ser un estorbo, pero necesito unos días para pensar qué es lo que quiero hacer.

-Julia, puedes venir todo el tiempo que quieras -le respondió Monica-. Y, por supuesto, no eres ningún estorbo. Debe haber sido una experiencia terrible, y tan lejos... Seguro que te alegraste un montón al ver a Gerard.

-Sí -respondió Julia-. Me alegré mucho. Fue muy amable... -Más que amable -dijo Monica. Ven cuando quieras; tengo una habitación

preparada para ti. La estación más próxima es Cullompton. George irá a buscarte. Cuando Thomas llegó a casa, se alegró mucho de ver a Julia y quiso que le

contara todos los detalles del incendio. En ningún momento, mencionó a Gerard.

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-No lo he visto desde que llegamos. Espero que no esté demasiado cansado... -dijo con suavidad.

-Gerard nunca está cansado -le aseguró Thomas-. Ha acabado el trabajo como si no hubiera pasado nada y esta noche, ha quedado para cenar con una viuda que lleva un tiempo intentando cazarlo.

«Bueno, no voy a malgastar más tiempo pensando en ese hombre», decidió Julia. «Espero que lo cace y le haga realmente infeliz». Le dedicó una brillante sonrisa a su cuñado y deseó meterse en un cuarto oscuro y llorar desconsoladamente.

Y Ruth lo empeoró todo al afirmar que Olivia Travis era una de las mujeres más hermosas que había conocido jamás.

-Si yo fuera hombre, me enamoraría de ella perdidamente. Julia se quedó tres días en casa de su hermana. Tenía que comprar ropa y

esperar a la policía. Cada mañana, cuando se despertaba, se preguntaba si ese día vería al profesor. Pero él no fue a verla, ni Thomas le dijo ni una palabra en su nombre. Por lo menos, podía haberle contestado a su nota... quizá, ni siquiera la había leído.

El tercer día estuvo preparándolo todo para marcharse a casa de Monica. -¿Te vas a quedar mucho tiempo? -le preguntó Ruth, preocupada. Sabes que

puedes venir a casa cuando quieras... Al meterse en la cama esa noche, Julia pensó que estaba causándole demasiadas

preocupaciones a sus hermanas. «Tengo que encontrar un sitio e instalarme rápidamente», decidió antes de dormirse.

Tal vez encontrara un apartamento, incluso podía vivir de alquiler. Tenía dinero suficiente; no había ninguna razón para que no fuera feliz. Incluso podía casarse...

Por supuesto, eso era imposible. Estaba enamorada de Gerard y ninguna otra persona valdría.

Hasta el último minuto, hasta que el tren no dejó la estación, Julia no perdió la esperanza de ver a Gerard. Pero él no dio señales de vida. Estaría en Holanda, reflexionó Julia, con desesperación. «Eso ha sido todo», pensó mientras veía alejarse los últimos edificios de Londres. «Ahora, vas a olvidarlo igual que él te ha olvidado a ti. Estás malgastando tu vida soñando con una persona a la que no le importas nada».

Después de ese discurso, tomó la revista que había comprado y comenzó a leerla. Estaba llena de modelos perfectas. Julia se sintió gorda y casi anciana. Le pasó la revista a una joven que tenía al lado y ella se puso a contemplar el paisaje. El campo estaba precioso.

De repente, sintió la necesidad urgente de conocer su futuro. Pero, «Nunca se sabe lo que nos depara el destino», pensó.

CAPÍTULO 8 GEORGE había recogido a Julia en la estación y la llevaba a casa. No quiso

molestarla con su curiosidad; pensó que estaría muy cansada y, además, parecía desdichada.

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Pero Monica no perdonó. Estaba esperándola con tantas preguntas que la comida discurrió con una charla animada.

-Te enseñaré la casa. Hemos hecho algunas reformas -dijo Monica-. Es demasiado grande para nosotros, pero nos encanta. Y ahora que tenemos calefacción central es mucho más acogedora.

Después de comer, fueron a la habitación de Julia para deshacer las maletas. -¿Has visto al profesor desde que volviste? -preguntó, mientras se sentaba en la

cama-. ¡Qué hombre! Mira que ir a buscarte... Me imagino que Ruth estaría preocupadísima, pero, aun así, es un gesto tan noble... Especialmente, si tenemos en cuenta que no os gustáis mucho.

Julia no quiso contarle nada. -Sí, lo fue. No lo he visto desde entonces, pero tampoco lo esperaba. -Ruth me ha dicho que hay una mujer preciosa intentando cazarlo. -Sí -dijo Julia poniéndose colorada-. Tenía un regalo para ti, pero lo perdí en el

incendio. Quizá podamos encontrar algo para reemplazarlo. Tienes una casa maravillosa, y Ruth también.

-Pero tú no tienes casa, cariño. Estamos muy preocupadas por ti. Julia cerró la maleta y la puso bajo la cama. -Pues no os preocupéis tanto. Sé exactamente lo que quiero. Para empezar,

buscaré una ciudad que esté a mitad de camino de las dos. Primero, alquilaré un apartamento y después, buscaré una tienda que tenga una zona para vivienda. Venderé cosas para coser, para hacer punto, bordar... mientras esté aquí, echaré un vistazo a las ciudades de alrededor.

-¿Te arrepientes de haberlo dejado con Oscar? -preguntó Monica, de repente. -Monica, tienes que estar de broma -dijo Julia riéndose-. Estoy muy a gusto

como estoy. Monica no creyó que fuera feliz, aunque seguía sin conocer el motivo. Era fantástico vivir en el campo. Además, Monica y George le hicieron sentirse

como en su casa. Después de unos días de reposo, les informó que quería explorar los alrededores.

Honiton parecía un buen lugar para empezar. Era una pequeña ciudad en la carretera principal que salía de Londres hacia el oeste. Pero tuvo que descartarla; estaba demasiado cerca de Monica y demasiado lejos de Ruth. Tenía que buscar un sitio equidistante.

-¿Dónde está Stourhead? -Al norte de Yeovil. No está en una carretera principal, pero es fácil llegar. Es un

lugar muy bonito con un gran palacio y jardines preciosos. Fuimos hace un mes. -He visto un anuncio en el periódico local. Se necesitan guías para el palacio y

gente para reparar los muebles y las cortinas. Sé que quiero empezar por mi cuenta, pero suena muy atractivo.

Monica mostraba una expresión de incertidumbre y Julia supo lo que estaba pensando: que estaba perdiendo el tiempo yendo de un trabajo a otro, que debería

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asentarse y asegurarse el futuro. Eso, si no se casaba antes, lo cual parecía bastante improbable.

-Quizá sea una buena idea -dijo Monica preocupada-. Mientras estés allí, puedes seguir buscando. Puedes mirar en Sherborne, Warminster, Gillingham, todas son ciudades pequeñas en las que podrías abrir tu tienda. Yo optaría por Sherborne,..

Así que Julia fue a Sherborne y le gustó lo que vio. Era una ciudad con una abadía y un colegio muy prestigioso. Tenía el tipo adecuado de negocios y no había ningún centro comercial cerca. Por primera vez desde que volvió del norte, se sintió entusiasmada con su futuro. Imaginaba que hasta ese momento, había estado esperando ver a Gerard de nuevo, quizá incluso, descubrir que le gustaba... pero ese no era el caso. De una vez por todas, se olvidaría de él.

Estaba segura de lo que quería y no podía perder más el tiempo. En una agencia inmobiliaria le informaron de unas cuantas tiendas que podía comprar o alquilar. Pensó que tenía que tomar una decisión rápida por lo que llamó a Monica para decirle que pasaría la noche en Sherborne; quería ver la situación de los establecimientos que le habían ofrecido.

Se compró un pijama barato y un cepillo de dientes, y reservó una habitación en un hotel.

Ya era tarde, pero era una ciudad pequeña y no tuvo ningún problema en encontrar las direcciones. Las tres primeras no servían, estaban en calles sin mucho ambiente. Pero el cuarto sitio le gustó mucho. Estaba cerca de la abadía y en una calle principal llena de comercios. El escaparate era pequeño, pero estaba en muy buen estado. Escudriñó a través de los cristales. No había mucho espacio y el mostrador era estrecho; pero le pareció suficiente. Llegó a la agencia antes de que cerraran y quedó para ir a verlo por la mañana.

Completamente decidida, se encaminó al hotel donde tomó una espléndida cena. El local ofrecía muchas posibilidades. Tenía una pequeña habitación y una cocina

en la parte de atrás, y arriba, había un dormitorio, una ducha y un aseo. Decidió que fácilmente podía convertirlo en su hogar. Y podía alquilarlo por un año, lo que significaba que no tendría que quedarse sin dinero.

Esa misma tarde, volvió a casa de Monica, a quien le contó todos los planes. Se quedaría en Sherborne, arreglaría el lugar para vivir, compraría la mercancía y se pondría a trabajar.

A Monica le pareció muy buena idea. -Si eso es lo que tú quieres, seguro que sale fenonlenal. Y probablemente hagas

muchos amigos. Julia le aseguró que eso era lo que quería. Aunque no era del todo cierto. Lo que

quería era que Gerard se enamorara y se casara con ella. Pero, como era algo que no iba a suceder, se tendría que convertir en una empresaria de éxito.

-Seguro que conoces a un buen hombre -le dijo Monica. No venía al caso decirle que ya lo había conocido. -Volveré a Londres para ver a un abogado e ir al banco. ¿Puedo quedarme unos

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días más, mientras en la agencia lo organizan todo? Tendré que firmar papeles y todo eso...

-Quédate todo el tiempo que quieras. Sabes que siempre serás bienvenida. De todas formas, no vas a estar muy lejos, y si consigues un coche... ¿Podrás comprarte uno?

-Creo que sí. Uno pequeño, de segunda mano. Unos días después, volvió a Londres y se sintió aliviada al descubrir que el

profesor estaba en Holanda. El abogado fue de mucha ayuda. Le dijo que esperaba que fuera consciente de las

desventajas de montar un pequeño negocio. -Una señorita joven, por su cuenta... -dijo, moviendo la cabeza. No era una persona muy actual, pero le gustaba su manera paternal de tratarla.

El director del banco también se mostró cauteloso. Hubiese preferido que invirtiese su dinero en algo seguro, de manera que tuviera un pequeño ingreso fijo.

Mientras trabajaba en la casa solariega del norte, había recabado mucha información sobre mayoristas que podían proporcionarle el material para la tienda. También podía hacer punto y venderlo después.

Estaba en el salón de Ruth, haciendo una lista cuando Gerard abrió la puerta. Se quedó mirándolo con la boca abierta. -Puedes cerrar la boca. ¿Por qué estás tan sorprendida? -Pensé que estabas en Holanda -dijo con una mezcla de alegría, por verlo de

nuevo, y de enfado, porque volvía a aparecer en su vida. -¿Así que te vas a convertir en una empresaria? -dijo sentándose con toda

tranquilidad en un sillón. Seguro que tienes muchísimo éxito, haces un montón de dinero y se cumplen todos tus sueños...

-No seas sarcástico -le dijo cortante -. Además, no es asunto tuyo. -Estás enfadada. ¿No te alegras de verme? Pensé que podíamos cenar juntos

esta noche y hablar de los viejos tiempos. Lo miró con detenimiento. Pasar una velada con él era como si un sueño se hiciera

realidad, pero se había propuesto olvidarlo... -Yo me voy a Holanda y tú te vas de Londres... --continuó diciendo él para

convencerla. En ese caso, pensó Julia, no habría ningún problema. Además, él mismo estaba

dejando claro que era poco probable que se volvieran a ver. -De acuerdo. Aunque seguro que no encontramos nada de qué hablar. -¿No? De la casa de campo, de mi casa en Amsterdam, de la señora Beckett...

Creo que podremos mantener alguna conversación. Vendré a recogerte a las siete y media.

Se puso de pie para marcharse. -¿Traje de noche? -preguntó Julia. Era la típica pregunta que hacía que se enamorara de ella. Tan mordaz y tan

inocente a la vez.

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-Algo corto y bonito. Iremos al Claridge's. En el momento en que salió por la puerta, Julia corrió hacia su habitación. Tenía

el vestido perfecto. Le costó mucho comprárselo, pero era tan bonito... Lo había adquirido para resarcirse por toda la ropa bonita que nunca había podido tener. Lo iba a estrenar y, aunque no volviera a ponérselo nunca, ya habría merecido la pena el dinero que le había costado.

Thomas y Ruth llegaron juntos. -He preparado verduras para cenar y he hecho un pastel de frutas. ¿Os importa

si salgo esta noche? Gerard me ha invitado a cenar-les anunció Julia con la felicidad reflejada en el rostro.

Ruth le dedicó a Thomas una mirada equivalente a un «ya te lo dije». -Muy bien. ¿Adónde te va a llevar? -Al Claridge's. Ruth estuvo a punto de decir que era muy afortunada, pero después, cambió de

idea. Ella si había sido afortunada: Thomas y ella se habían enamorado sin dudas ni complicaciones. No entendía porque dos personas razonables, como el profesor y su hermana, no se daban cuenta de que estaban hechos el uno para el otro.

-Podías ponerte ese vestido de seda color ámbar... Más tarde, al verse con el vestido, se preguntó si volvería a utilizarlo alguna vez.

No conocía a nadie en Sherborne. Le llevaría algún tiempo hacer amigos y, tal vez, no fueran del tipo de personas que fueran a sitios como el Claridge's. Esa noche, disI'rutaría de la velada, se prometió a sí misma.

Se alegró de haberse puesto el vestido. El profesor llegó con un traje hecho a medida y parecía la elegancia personificada

Estaba en la entrada hablando con Thomas cuando ella bajó. -¡Qué preciosidad! -dijo el profesor, al verla. Ella no supo si se refería al vestido o a su persona. Se envolvió en el chal de su

madre y se despidió. Le aseguró a Ruth que no volvería tarde y salió con Gerard en dirección al coche.

No había mucho tráfico, a pesar de que estaban en el centro de Londres. Julia quiso mostrarse educada e intentó iniciar alguna conversación, pero él solo respondía con monosílabos.

-¿No quieres que hable? -¿Por qué piensas eso? Desde luego, estás empeñada en pensar lo peor de mí,

Julia. Se arrepintió enseguida de sus palabras. -No, de verdad. Lo siento mucho. Me has ayudado tantas veces... incluso sin

pretenderlo, quiero decir, las circunstancias... Lo siento, lo estoy liando todo... Me gustaría que nos despidiéramos como buenos amigos.

-Una idea excelente. Espero que al menos, intentes superar tu desagrado inicial

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hacia mí. Antes de que pudiera pensar en una respuesta, llegaron al restaurante. Dejó el chal en manos de la señora encargada del guardarropa, un poco deprimida

por lo que le había dicho, pero la mirada de aprobación que le dedicó, cuando se unió a él, le levantó el ánimo.

No cenaron inmediatamente. Primero, se tomaron una copa en un salón espectacular donde una pequeña orquesta tocaba música de fondo. Estaba rodeada de cosas tan hermosas que ella misma se sintió hermosa. Además, estaba sentada junto al hombre que amaba, aunque fuera la última vez... No iba permitir que nada estropeara ese encuentro...

Aunque estaba completamente enamorada, su apetito seguía siendo el mismo. Con la comida bebieron champán, lo que les confirió un brillo especial a los ojos, y ligereza a la lengua. Se había olvidado, por el momento, de que esa iba a ser la última vez que se vieran...

El profesor guió la conversación de un tema a otro. Podía ver que, cuando Julia se olvidaba de que lo detestaba, disfrutaba de su compañía. Estaba claro que era una cuestión de paciencia. No iba a forzar la situación, la dejaría volar un tiempo y disfrutar de su independencia. Era un encanto, pensó, pero tenía la cabeza muy dura.

Pasaron una velada estupenda. Cuando llegaron a casa de Ruth, Julia recordó que se trataba de una despedida. Todas su buenos propósitos comenzaron a tambalearse.

-Gracias por la cena. Lo he pasado muy bien. Espero que... Espero que tengas un feliz regreso a Holanda. Dale recuerdos a la señora Beckett de mi parte. ¿Volverás alguna vez a Inglaterra? -preguntó sin poderlo evitar.

-De vez en cuando. -respondió él. De hecho, solo iba a Holanda por un periodo corto, pero no tenía ninguna

intención de decírselo a ella. Salió del coche y le abrió la puerta a ella. -Una noche fantástica, Julia, gracias por acompañarme. Nunca supo qué le hizo decir aquello. -¿Vas a casarte? -preguntó con la cara encendida. Hubiera hecho lo que fuera

por tragarse las palabras, pero ya estaban dichas. El profesor estudió su ruborizada cara. -Sí, esa es mi intención. «¿Es solo curiosidad o hay algo más?», se preguntó el profesor. -Bueno, espero que seas feliz -le dijo Julia recobrándose. -¿Y tú, Julia? -Yo estoy deseando hacer lo que siempre he querido -¿Y qué es eso? -Ser independiente. Qué fácil era decir mentiras, pensó Julia, cuando una estaba desesperada. -Ah, ya. Espero que tengas mucho éxito. Inclinó su cabeza y le dio un beso. Un beso para borrar todos sus deseos de

independencia. Pero no esperó para ver los resultados. La empujó al interior de la casa

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y cerró la puerta. Ella se quedó pasmada, oyendo el ruido del motor del Rolls que se alejaba.

No iba a llorar, se dijo a sí misma, mientras se dirigía a su habitación con los ojos llenos de lágrimas. Cuando se levantó, Thomas ya se había ido al hospital. Ruth la miró a la cara y se volvió para hacer una tostada.

-¿Lo pasasteis bien anoche? No te oímos llegar. -Sí. Era un restaurante fantástico y la comida, maravillosa. Lo hemos pasado muy

bien. Ruth no dijo nada al respecto. -Monica llamó anoche. Me dijo que tenías que ir a Sherborne para atar los

últimos cabos. -Sí. Tendré que hacer algunos arreglos y comprar muebles. No creo que me lleve

mucho tiempo. Ya había comprado la mercancía a un mayorista que conocía por lo que no había

nada que la retuviera en Londres. Cuanto antes comenzara su nueva vida, mejor. Estaba lloviendo y hacía frío cuando llegó a Sherborne. Se alegró de tener una

habitación reservada en un lugar que le había recomendado el dueño de la agencia. Había planeado quedarse allí una semana, pero quizá necesitara más tiempo.

La casa estaba en el centro de la ciudad y era preciosa. Pero la señora que abrió la puerta no parecía muy amable. Estaba vestida de manera impecable y no tenía ni un pelo fuera de su sitio. La señora Legge-Boulter le dio la bienvenida con fría cortesía y en cinco minutos, dejó claro que solo aceptaba huéspedes por fuerza mayor.

-No es algo a lo que yo haya estado acostumbrada -observó la señora-. Pero los pobres no podemos elegir -dijo y soltó una carcajada que no sonó nada divertida.

Julia murmuró una evasiva y se marchó a su habitación. -El desayuno se sirve a las ocho y media -dijo la mujer antes de que Julia se

marchara-. Y los inquilinos deben estar fuera de la casa antes de las diez. Luego, pueden volver a partir de las seis. De momento, usted es la única huésped, por lo que Ruede utilizar el baño de nueve a diez de la maiiana.

-¿Sirve cenas? -preguntó Julia esperanzada. La casera pareció ofendida. -Querida señorita Gracey, no tiene ni idea del trabajo que conlleva alquilar

habitaciones con derecho a desayuno. Al final del día, estoy totalmente exhausta. Su habitación tenía todo lo necesario, pero solo era un lugar para dormir. Cuanto

antes pudiera mudarse a su propia casa, mejor. Deshizo su maleta y, como todavía era media tarde, salió a dar una vuelta.

Primero, quiso volver a ver su nueva casa. Al día siguiente, iría a la agencia v les pediría una llave. Ya había firmado los papeles v pagado el primer mes. Después, entró en una cafétería para tomarse un té y sobre la mesa hizo una lista de las cosas que tenía que hacer. Finalmente, fue a mirar tiendas y buscó un lugar donde cenar. Encontró un pequeño restaurante cerca de la abadía que servía hasta las ocho.

Cuando llegó a casa, la señora Legge-Boulter le abrió la puerta y le pidió que se

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limpiara los pies en el felpudo antes de entrar. Le recordó que el desayuno era a las ocho y media.

-Le ruego que sea puntual -le dijo con frialdad-. Te ngo que organizarme. No solo a ella, pensó Julia, mientras subía las escaleras, sino a cualquier alma

viviente que se quedara en su casa. Se dio un baño y, consciente de la nota que había tras la puerta, lo limpió y se fue a la cama. Tenía mucho en lo que pensar, los próximos días iba a estar muy ocupada. Pero cuando finalmente cerró los ojos, solo podía pensar en Gerard. Aunque no iba a volver a verlo nunca, le apetecía soñar un rato con lo que podría haber sido.:.

El desayuno, que servía la propia señora, fue una comida mísera: un huevo cocido y un té con una tostada. Una vez en la calle, se tomó un café y, con renovadas energías, fue a la agencia a buscar la llave.

Tenía frente a sí lo que, de momento, era su propiedad. No había mucho que hacer, pero necesitaba unas estanterías en la tienda,

moqueta en el salón... Además, tenía que hacer una buena limpieza y a eso dedicó la mayor parte del día. Por la tarde, buscó un carpintero y encargó la moqueta.

El día siguiente comenzó de la misma manera, con un huevo cocido y una tostada. «Al menos adelgazaré», pensó Julia, y se pregunto si le gustaría más a Gerard. Decidió que era una tontería, que a él no le gustaba de ninguna manera.

Por la mañana, estuvo con el carpintero y con el enmoquetador, que fueron a tomar medidas. Por la tarde, fue a comprar una máquina de coser y tela para hacer las cortinas.

Al día siguiente, iría a buscar los muebles y con un poco de suerte, a finales de semana, podría mudarse.

Estuvo todo el día muy ocupada por lo que no tuvo tiempo para pensar en Gerard. Pero, al llegar la noche, se olvidó de la tienda y soñó con él... Probablemente, nunca lo olvidaría.

Gerard estaba sentado en el magnífico salón de la casa de su madre. Estaban

tomándose un café frente a la chimenea. Mevrouw Van der Maes era una mujer alta e imponente. Iba elegantemente

vestida y, sino fuera por sus cabellos blancos, parecería mucho más joven. -¡Qué bien que hayas venido! Te vemos tan poco... Ya sé que no es posible porque

estas muy ocupado en el hospital, pero nos gustaría verte más. -Estoy pensando en pasar menos tiempo en Inglaterra. -¿Quiere eso decir que te instalarás aquí? -preguntó su madre para luego

añadir-: ¿Estás pensando en casarte? -Me ha llevado mi tiempo, ¿verdad? -dijo él con una sonrisa-. Pero sí, esa es mi

intención. -¿La conocemos? Oh, cariño. Me alegro tanto... -Es una chica inglesa. Quizá te acuerdes de ella; estuvo cuidando de la señora

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Beckett. -Claro que me acuerdo. Era una chica encantadora. ¿Cuándo vas a presentármela? -Espero que muy pronto. Algo en su voz le hizo preguntar: -¿Sabe ella que quieres casarte? -No. La primera vez que nos vimos no fue una ocasión memorable y, desde

entonces, se ha empeñado en demostrarme que le soy indiferente. Pero, a veces, me ha dejado ver que le gusto. Así es que no estoy seguro de sus sentimientos.

-¿Le has dicho que la amas? -No. He tenido mucho cuidado para que no lo descubriese. Su madre suspiró. Quería a su hijo y lo admiraba por su brillante carrera. Pero,

desde luego, los hombres podían llegar a ser muy tontos a veces, pensó Mevrouw. Había muchas preguntas que quería hacerle, pero tendría que esperar a que él quisiera contárselo todo.

Aunque estaba muy ocupado con las reuniones, las conferencias y los colegas, encontró un hueco para hacerle una visita a su vieja tata.

-¡Qué sorpresa! -exclamó la señora Beckett al verlo llegar. Estuvieron charlando largo rato cuando por fin se atrevió a sacar el tema de

Julia. -¿Qué es eso que he oído de Julia? He recibido carta suya esta mañana. Dice que

va a abrir una tienda. Qué tontería. Tendría que buscarse un marido y dejarse de tiendas...

-¿Dónde está? -En Sherborne, una pequeña ciudad de Dorset. Sacó la carta de su bolsillo y

volvió a leerla. Va a vender lanas e hilos y cosas así. La señora Beckett dio la vuelta a la hoja. -Aquí hay un párrafo que no había leído antes. -¿Y qué dice? -preguntó Gerard. Ella lo leyó y miró al profesor con cara de preocupación. -Dice que no le diga a nadie dónde está. Y ya te lo he dicho. -No te preocupes. No se lo diré a nadie. Me alegro de que te escriba y de que le

espere un futuro tan brillante. -¿Futuro? Tonterías. Una niña tan guapa como ella, vendiendo lanas a viejas...

Además, pensé que te gustaba... Al mirarlo, vio una pícara sonrisa dibujada en su rostro y ella también sonrió. De

repente, la cabeza se le llenó de pensamientos alegres: una boda, niños que vendrían a visitarla...

-Bueno, ya te has tomado tu tiempo... -fue todo lo que le dijo su vieja tata. CAPÍTULO 9 EL CARPINTERO hizo las estanterías y algunas pequeñas reparaciones, mientras,

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dos hombres enmoquetaban el salón. Otras dos personas fueron a colocar una pequeña cocina de gas. La instalación del teléfono estaba hecha, por lo que solo tenía que esperar a que le dieran de alta. Todo estaba marchando sobre ruedas, pensó con satisfacción y salió a hacer más compras.

Ya había descubierto una tienda con artículos de segunda mano y pasó casi una hora eligiendo cosas: lámparas, mesas, sillas, un aparador, un espejo... le costó más de lo que había imaginado, pero aún tenía bastante dinero.

Después de comer, fue a comprar sábanas, toallas y manteles, platos, cubiertos, cacerolas y el resto de utensilios que se necesitan en una casa.

Al día siguiente, la pequeña tienda estaba preparada para recibir su contenido; el primer pedido de lana llegó esa misma tarde y pasó largo rato colocándolo en las estanterías.

Esa misma noche, informó a la señora Legge-Boulter de que se marcharía el día siguiente y pareció que no le gustaba mucho la noticia.

-Espero que no se arrepienta de abrir una tienda. Seguro que no hay mucha demanda de lana e hilos, además, no está en la mejor zona de tiendas.

Julia estaba cansada y, a decir verdad, un poco asustada por lo que su respuesta fue bastante ruda:

-Me atrevería a decir que tendré más éxito que usted con su negocio. -No es un negocio, señorita Gracey. Esta es una manera elegante, para la gente

bien nacida, de aumentar sus ingresos. -Bueno, pues usted no creo que los esté aumentando mucho. Sería mejor que

pusiera algunas flores en las habitaciones y que sirvieraa más comida en el desayuno -contestó muy enfadada.

Se marchó a la cama y pasó la siguiente hora avergonzándose de sí misma. Por la mañana, pediría disculpas.

Eso fue lo que hizo, porque era una chica de buen corazón, aunque, a veces, con demasiado temperamento. La casera la ignoró y le recordó que tenía que dejar la casa a las diez. Después le sirvió el desayuno, igual de malo que el de los anteriores días.

No dio señales de vida cuando Julia dejó la casa. Le había dado la factura con el desayuno y se había marchado de la habitación sin decir ni una palabra.

Era un mal comienzo, pensó Julia, aunque también tenía su lado gracioso. Sin embargo, no tenía a nadie con quien compartir la anécdota.

Cuando llegó a la pequeña habitación de la tienda se sintió mucho mejor; loss muebles y las cortinas la hacían muy acogedora. Fue a la cocina y colocó las cacerolas en una estantería y después se preparó una taza de café. No había espacio para una mesa, solo una zona de trabajo sobre dos muebles bajos.

Más tarde, se prometió a sí misma, pintaría todas las paredes de la casa con colores más alegres.

Abrió la puerta trasera que daba a un pequeño jardín. Estaba bastante abandonado, pero las paredes estaban intactas y había suficiente espacio para poner una cuerda para tender la ropa.

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El día pasó con rapidez. Cuando acabó de preparar su cama ya eran más de las doce.

Al día siguiente, llamó a sus hermanas desde una cabina para decirles que estaba bien y que no. se preocuparan si no llamaba con mucha frecuencia porque todavía no le habían conectado el teléfono.

Le gustó el aspecto de su escaparate. Había una muestra de lanas, sedas para bordar, patrones, tapices y una pirámide con madejas de hilos de colores... Se sentó tras el mostrador y observó la gente que pasaba por al calle. Algunos se paraban a mirar, pero nadie entró. Bueno, pensó Julia, tampoco esperaba a nadie el primer día.

Ruth y Monica le habían enviado tarjetas de felicitación y la señora Beckett le había escrito una carta. El profesor, avisado de la fecha de apertura, había tenido que contenerse para no enviarle dos docenas de rosas rojas.

Julia tuvo su primer cliente al día siguiente. Una señora mayor entró en la tienda y, después de mucho pensárselo, compró una bobina de hilo.

Su primer cliente y, con un poco de suerte, el primero de muchos otros. Julia cerró la tienda y tomó té y pastas junto a la estufa. Los días pasaban y las

noches cada vez eran más frías; las amas de casa comenzarían a pensar en las tardes tranquilas haciendo punto o ganchillo...

No había esperado un éxito inmediato, pero, según pasaban los días, con un humilde goteo de clientes, su euforia inicial dio paso a pensamientos que mejor sería mantener a raya. Quizá a las mujeres de Sherborne no les gustaba hacer punto... Decidió cambiar el escaparate para animarlas un poco. Puso un jersey a medio acabar en un lado y un tapiz sin terminar en el otro y en el medio, una cesta con todo lo necesario para tejer. Y eso atrajo algunas dientas más, pero no muchas. Pero todavía llevaba pocos días, se dijo a sí misma.

Monica y George fueron a visitarla y ella les mostró la tienda y la casa y les aseguró que era más feliz de lo que había sido en años.

-Entonces, ¿por qué no lo parece? -le preguntó Monica a su marido. -Estoy de acuerdo en que no se la ve muy contenta, pero ya que hace tantos

esfuerzos para que no se le note, quizá deberíamos mantenernos al margen. -Está enamorada -dijo Monica, a lo que George no respondió. La voz de Monica al teléfono mostraba su preocupación cuando llamó a Ruth. -Y George dice que tenemos que respetar su silencio -le dijo a su hermana. Quizá respetara su silencio, pero iba a intentar averiguar algo. Ruth, al igual que

la señora Van der Maes, opinaba que los hombres, a veces, podían ser muy tontos. Uno de los médicos del hospital se iba a retirar y a Thomas y a ella les habían

invitado a una fiesta de despedida. Después de los típicos discursos, hubo tiempo de sobra para charlar con los conocidos. Le llevó un tiempo acaparar la atención del profesor, por lo que, cuando lo consiguió, no perdió el tiempo.

-¿Así que vuelves a Holanda? Preguntó y lo miró a los ojos. -Qué bien lo pasamos en tu casa de campo. Fueron unas vacaciones fantásticas. A

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Julia también le encantó. Ya se ha establecido en una ciudad... -Sherborne es una ciudad muy bonita. Me han dicho que ha abierto una tienda. Ruth lo miró con la boca abierta. -¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho? Nos hizo prometer que no se lo diríamos

a nadie... -No fue muy difícil averiguar dónde estaba -le dijo con una sonrisa. -¿Por qué te interesa tanto? Pensé que no os llevabais bien. Perdona que sea tan

indiscreta, pero es mi hermana y la quiero mucho. Dos miembros del comité del hospital se acercaban a ellos. -Yo también -dijo el profesor y se volvió para saludarlos. No tuvo más oportunidades de volver a hablar con él. Una semana más tarde, una buena mañana, el profesor se despidió de la señora

Potts y, con Wilf y Robbie en la parte de atrás del coche, dejó Londres en dirección al oeste.

Julia, al contar los ingresos de la semana, tuvo que admitir que el negocio no iba

todo lo bien que hubiese deseado. No tenía que echar muchas cuentas para saber que estaba perdiendo dinero... Y ya llevaba abierto tres semanas.

Volvió a decorar el escaparate y puso carteles para llamar la atención de las dientas. Quizá pasaran meses antes de que tuviera una clientela fija.

Media hora después, entró una mujer que quería tres ovillos de lana y agujas de hacer punto. A continuación, entró otra muy enfadada que buscaba un patrón. Pasó un buen rato mirando en el montón que le ofreció Julia, pero ninguno parecía convencerla. En ese momento, el profesor apareció por la puerta.

Julia se quedó con la boca abierta. La mujer le informó que no le interesaba ninguno y se marchó sin comprar nada. -Espero que los demás clientes sean más rentables que esa señora. Julia lo miró con el corazón en un puño. Él se apoyó en el mostrador, desordenando el montón de patrones. -Te escapaste... -le dijo despacio. -Yo no hice eso. Siempre quise ser independiente, tener mi propia tienda... Gerard extendió la mano y abrió la caja registradora que tenía un puñado de

monedas. -Bueno, ya tienes una tienda, ¿pero eres independiente? ¿Son estos los ingresos

de hoy? Tuvo tentaciones de fingir, pero no le apetecía mentirle a él, aunque fuera sobre

algo de tan poca importancia. -De la semana. Él cerró el cajón.

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-Hace un día precioso, vamos a comer. Como vio que dudaba, le preguntó: -¿Has estado en Stourhead? Hay un lago espléndido con árboles

espectaculares... Solo por una o dos horas -insistió al ver que ella seguía sin responder. -Bueno, pero tengo que volver para abrir por la tarde. ¿Estás de vacaciones? -le

preguntó mientras salía de detrás del mostrador y ponía el cartel de cerrado. -Sí. Un par de días. -¿No te vas a Holanda? -Sí, pero no inmediatamente. -No tardaré mucho. Voy recoger una chaqueta -dijo, abriendo la puerta del

salón-. ¿Si quieres esperar aquí? Lo dejó allí y subió a su habitación. Encontró la chaqueta que buscaba y unos

zapatos más bonitos. Se arregló el pelo y dio un poco de color a sus mejilla. Se preguntaba por qué habría venido y cómo habría averiguado su dirección. Probablemente, todas sus dudas se aclararían durante la comida.

Había aparcado el coche al final de la calle y le sorprendió ver a Wilf y a Robbi en la parte de atrás del Rolls.

-Vamos a Stourhead, estos dos necesitan un buen paseo. En el camino no hablaron mucho. Hacía un día estupendo y se dedicaron a

contemplar el espléndido paisaje otoñal. Cuando llegaron, aparcaron el coche junto a un pub. -Podemos comer aquí después de darles un paseo a los perros. ¿Te apetece eso? -Sí, muy bien. Pero ¿podrán pasar los perros dentro? Nunca me habría imaginado

que tendrías dos perros como estos -dijo Julia, y se puso roja porque había hablado en voz alta y podía haber sonado descortés.

-Yo tampoco -dijo él, con una sonrisa-. Algunas veces, las cosas suceden cuando uno quiere y otras no. Ahora no me separaría de ellos.

Estaban entrando en el pub. -Además, le hacen compañía a la señora Potts mientras estás en Holanda. ¿Te los

llevarás cuando te vayas? -Ellos irán a donde yo vaya -le dijo y abrió la puerta. No había nadie en el bar, pero un hombre alegre les dio los buenos días y no puso

ninguna objeción con respeto a Wilf y Robbie. Se tomaron un café antes de dar el paseo. «No debería estar aquí» pensó Julia. «No debería haber venido». Pero sabía que

nada la habría detenido. Parecía como si hubiese dejado su vida y hubiese atravesado la puerta de un mundo en el que solo existía Gerard. «Y esta es la última vez», se dijo a sí misma, olvidando cuantas veces había pensado lo mismo.

El profesor vio los pensamientos de Julia reflejados en su rostro. El tenía los suyos propios, pero no los contó.

-¿Nos vamos? -fue todo lo que dijo-. Tardaremos una hora en recorrer el lago. Había una iglesia al lado del bar, pequeña y vieja, y mientras Gerard compraba

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las entradas, ella paseó entre las tumbas y se asomó a la puerta. Era preciosa por dentro, la paz del lugar se mezclaba con la paz de los siglos. Sintió el brazo de Gerard sobre sus hombros y los dos permanecieron allí de pie un rato, en silencio.

Los perros estaba esperando pacientemente y, al verlos llegar, caminaron por el sendero delante de ellos. Anduvieron sin prisa porque había muchas cosas que ver. Magníficos árboles y arbustos, patos en el agua, y más allá del camino, templos griegos y una cascada con un puente de madera. No hablaron mucho, pero de vez en cuando Julia apretaba el brazo de Gerard para señalarle algo.

No había mucha gente y, aparte del trino de los pájaros, apenas se oía nada más. Cuando volvieron al pub, ya había más gente, pero encontraron una mesa al lado

de la ventana y Wilf y Robbie se tumbaron a sus pies. Tomaron una comida abundante y Julia, mientras masticaba pan caliente y queso, no quiso pensar ni en el pasado ni en el futuro, solo quería disfrutar del presente.

Lo miró a los ojos y le dijo: -Me siento feliz -pronunció muy seria, un comentario que iluminó los ojos de

Gerard. La llevó de vuelta a Sherborne, hablando tranquilamente de su paseo y charlando

sobre las cosas que habían visto. Cuando llegaron a la tienda, salió del coche y la acompañó hasta la puerta. Escuchó su agradecimiento_ y le dijo que había disfrutado tanto como ella.

Lo vio marcharse y entró en la tienda. Le apetecía mucho llorar, pero no podía hacerlo por si llegaba algún cliente. No entró nadie. A las cinco y media, cerró la puerta y se preparó una taza de té. No tenía hambre porque había comido mucho.

Por supuesto, no durmió nada. Permaneció despierta pensando en él. Había tenido un día libre y había venido a verla. Se había despedido de ella de la manera más casual, y ahora que sabía dónde estaba, perdería todo el interés en ella. Pero había sido amable en varias ocasiones; quizá, se sentía obligado con Thomas...

Por fin, se quedó dormida y no se despertó hasta que un ruido extraño la sobresaltó. Era el timbre de la puerta que sonaba incesantemente. Parecía que el que llamaba tenía mucha prisa. Se puso una bata y las zapatillas y se apresuró a abrir la puerta.

Wilf y Robbie entraron a trote y a continuación, pasó Gerard. Cerró la puerta tras él, echó la llave, y después, se quedó parado un momento mirando su rostro soñoliento y su melena revuelta. El tampoco había dormido, pero no se le notaba.

La tomó en sus brazos. -Dime la verdad -le suplico-. ¿Eres feliz aquí? Ella negó con la cabeza. -Entonces, ¿querrías casarte conmigo? He esperado pacientemente porque

parecía que lo que más deseabas en el mundo era ser independiente. Sin embargo, hay un límite en la paciencia de un hombre y yo ya he rebasado el mío. Pero, si quieres, solo tienes que decirme que me vaya y me iré.

-No te vayas -dijo Julia sorbiendo sus propias lágrimas-. Por favor, no te vayas.

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Si me quieres, ¿por qué no me lo dijiste antes? Y no quiero ser independiente, pero no tenía otra cosa y pensé que tú me odiabas.

-Cariño -dijo el profesor con dulzura-. Dejemos una cosa clara. Me enamoré de ti la primera vez que te vi, aunque, quizá, no me diera cuenta al principio. Nunca he dejado de quererte y nunca lo haré.

-¿De verdad? -preguntó, mirándolo a los ojos y le gustó lo que vio. -De verdad -respondió Gerard, y se inclinó para besarla. Pasó un rato antes de que ella subiera a vestirse. Gerard se quedó preparando

una taza de té y sacó los perros al pequeño jardín de atrás. La cabeza de Julia era una maraña de pensamientos: se iban a casar tan pronto

como fuera posible; volvería a Londres con él esa misma mañana; no tenía que preocuparse por la tienda, él se encargaría de todo; vivirían en su preciosa casa de Amsterdam... Pero nada de eso era importante, lo único verdaderamente importante era que él la quería. Se recogió el pelo, se espolvoreó la nariz y bajó corriendo las escaleras para decirle que ella también lo amaba.

Betty Neels - Una mujer independiente (Harlequín by Mariquiña)