una mesa soriana y otras historias

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UNA MESA SORIANAY OTRAS HISTORIAS

Luisa Díaz Soria

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Por regalarme la libertadde pensamiento y acción. ¡Gracias!

Para Manuel Segarra Bernad,Manolito, lo llamaba su madre.

Manolo lo llaman todos.Hace cuarenta años que mi corazón

lo eligió y no se equivocó.

Con todo mi amor,

Luisa.

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Sentí desde la cuna el ruido de las cadenas que de-bían aprisionarme para siempre, porque el patrimo-

nio de la mujer son los grillos de la esclavitud.

En cambio yo me siento libre, libre como los pája-ros, como la brisas; como los árabes en el desierto y

el pirata en el mar.

Libre es mi corazón, libre, mi alma y libre mi pensamiento, que se alza hasta el cielo y desciende

hasta la tierra, soberbio como Luzbel y dulce como una esperanza.

Rosalía de Castro.

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AVENTURAS Y DESVENTURASDE UNA MESA SORIANAA esos muebles que comparten nuestras vidas y que acaban formando parte de nosotros.

Había “nacido” más o menos hacía cincuenta años, allá por tierras sorianas. Era una mesa de esas hechas para durar. Pero a tí, que esto lees ahora, te asaltará la duda. ¿Nacer? Las mesas no nacen. Se hacen. Esa es tu opinión. Por supuesto para mí respetable, pero no la comparto.

Como te decía. Esta mesa nació en tierras de Soria. De ese suelo fértil se alimentaron los pinares, de los cua-les se sirvió el artesano para darle forma. La madera fue el fruto de su vientre, vientre de madre fructífera, de su monte, de su abrupta naturaleza, de los pinares del pueblo de Covaleda y Vinuesa, de los fríos glaciares de los Picos de Urbión, del trabajo continuado y sin tregua, del amor a la tierra de hombres y mujeres, que entregan sus vidas a sus pinares. Ésa fue la materia prima con la que fue luego construida. Entonces sí, de buena madera de pino. Madera fuerte y duradera.

La construyeron manos artesanas, hábiles para el traba-

jo. Hombres y mujeres, para los cuales la madera era su único medio de vida. Su fortuna. Le dieron forma circu-lar, patas firmes y robustas, la hicieron fuerte y segura.

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Una mesa de esas que duran toda una vida. De esas que llaman de camilla, dispuesta de un tablero bajo, cercano al suelo, con un redondel más pequeño que el tablero de arriba, para si se desea, poner abajo un brasero.

¡Pues bien! La mesa, viajó del Norte al Este del país,

junto a otras mesas iguales a ella. Todas iban cargadas en un camión. Serían vendidas para su uso. Esa era la misión para la que habían sido elaboradas. Luego, ya en la tienda de muebles, cada una de las mesas estaba dispo-nible para cumplir con su destino.

Nuestra mesa fue comprada por Luis y Mariana, un

joven matrimonio escaso de recursos, que por aquellos días acababan de casarse, y que poco a poco, letra a letra, iban amueblando la humilde casa donde vivían.

Ella, la mesa, jamás hubiese podido soñar. Si los mue-

bles soñar pudiesen. Habitar en una gran casa de señores. Ella había sido construida para vivir entre los humildes. Y allí estaba.

Luis y Mariana compraron su mesa nueva, con el mismo alborozo que iban comprando todos y cada uno de sus humildes muebles. Con tesón, esfuerzo e ilusión. Aquella era la primera y única mesa de su hogar. La colocaron en el centro de la cocina, y como era invierno, la vistieron con unas sayas de color, le colocaron encima un tapete de plástico y el quinqué que alumbraba las frías noches in-vernales. Debajo, el brasero encendido con negro picón, y así quedó lista para ser empleada. Desayunos, comidas, meriendas y cenas. O sea, todas las comidas del día pasa-

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ban sobre ella. Bajo el tablero circular. Mariana colocó un brasero, y aquella misma noche, Luís y Mariana sin-tieron el agradable calorcito del brasero, que hacía más llevaderas las noches de invierno.

Nuestra mesa ya estaba en casa, cumpliendo con la mi-sión para la que había sido elaborada. Tenía un hogar.

Pronto llegó Luisito. Y pronto empezó a balbucear sus primeras palabras. Entonces se interesaba por todo, pre-guntaba por todo. ¿Por qué? ¿Para qué? Mama Mariana le explicó que aquella mesa se llamaba de camilla, a lo que Luisito con su recién estrenada media lengua pronun-ció: “Esta mesa, Camila”. A sus padres y abuelos les hizo tanta gracia que la mesa pasó a tener nombre propio. Ya siempre la llamaron Camila. Y Camila de haber podido se hubiese sentido feliz, porque no era una mesa más. Era una mesa con nombre propio. Se llamaba Camila, y era útil, porque estaba cumpliendo con la misión para la que había sido realizada. ¡Sí, feliz! Si hubiese podido enten-der que la humilde vida de unos seres humanos pobres, honrados y trabajadores, transcurría por ella, sobre ella, bajo ella.

Sirvió Camila de nodriza paciente cuando nació Luisito, y pocos años después Marianita. La niña que colmó de felicidad las ansias de Mariana, su madre. Sobre Camila se quitaron los malos olores de los niños, se esparcieron suaves colonias infantiles, se plancharon sus ropitas con aromas de lavanda, romero y hierbabuena. Sobre Camila se sirvieron cientos de desayunos, comidas, meriendas y cenas. Humilde vianda del subsistir cotidiano, de gente

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corriente, trabajadora. Días de cumpleaños y celebracio-nes de santos, también se sirvieron sobre el cuerpo de madera de Camila, tardes de parchís, cartas y dominó, charlas con vecinos y amigos, al abrigo de una malta ca-lentita en invierno, o una limonada fresquita en verano. Y Camila el centro de todos los acontecimientos de la vida familiar de Luis y Mariana. Fue Camila la maestra paciente que soportó durante horas, tarde tras tarde, los deberes de los niños. La celestina callada que ocultó los secretos amorosos de Marianita y su novio Juan, cuando sus manos rebuscaban partes de sus cuerpos virginales bajo la saya, ya varias veces cambiada. Ella pudo saber cuándo el gozo amoroso de los jóvenes se tornaba plá-cido, sereno luego, y pecaminoso. Cuando el beso fur-tivo dado y entregado con prisas, por si venía la madre, era dulce como una fruta madurada al sol, y las caricias compatidas alimentaban el corazón. Fue Camila la con-table temerosa de los escasos recursos económicos de Luis y Mariana, cuando las cuentas no salían. Ya años después, cuando Luisito y Marianita se habían casado, Camila seguía allí, en la casa. Ahora trasladada a una sala más amplia.

Camila empezó entonces a compartir la soledad de Luis y Mariana, ya próximos a la vejez. Y después, cuando Luis se fue, Camila acompañó la desolada viudedad de Mariana. En sus horas de ociosa espera, Mariana piensa. Su mesa de camilla le ha acompañado toda su vida. To-das sus vidas.

Ella sabe que Camila no piensa, pero de haberlo hecho, desde su débil memoria de madera, hubiese pensado que

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también ella se había hecho vieja, que su vida, como la de Luis y Mariana estaba tocando a su fin. Pero claro, las mesas no piensan.

Ahora arrinconada en un oscuro desván se muere, sola, abandonada. Nació en los montes de Covaleda y Vinue-sa, respirando el aire puro de los Picos de Urbión, y ahora siente que se seca sin aire, dejada allí en un oscuro des-ván. No puede llorar. Las mesas no lloran. Los muebles no lloran. Pero es seguro que de poder, le gustaría ha-cerlo.

¡De pronto algo cambia! La puerta del desván se abre y se oyen voces. Una de ellas la reconoce. ¡Es Luisito! El niño que le dio un nombre. La otra voz es de un niño, ésta no la reconoce. El desván antes oscuro se llena de luz, de aire. La mesa respira.

- ¡Mira papá!, es Camila.- Sí. Es Camila.

Y toda la historia de la familia, retorna del pasado a la memoria de Luis.

- Nos llevaremos la mesa. A mamá le gustará. Restau-rada podemos ponerla en algún espacio en la casa. Sobre ella ha pasado la historia de nuestra familia.

- Sí, papá -dice el niño-. Será un recuerdo de los abue-los.

Si Camila hubiese tenido ojos para llorar hubiese llora-do. Si hubiese tenido corazón, se habría sentido renacer

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de nuevo.

Ahora restaurada luce como en sus mejores años. Sobre su cuerpo de madera, renovada y vestida, con unas sayas de raso color turquesa, es el centro de atención de los amigos que vienen de visita. Sobre su tablero circular sostiene una hermosa lámpara y alrededor las fotos de Luis y Mariana. Los niños de Luis la llaman Camila.

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SU PRIMER DÍAPara Iván, por su valiosa ayuda al transportarse con sus recuerdos a su primera infancia

Se suponía al despertarse aquella mañana más, que aquel sería un día igual a todos. ¡Pero no!

Él pensaba que se quedaría en casa de la abuela Ma-nuela, como siempre, mientras los papás se irían a hacer algo que ellos llamaban “trabajar”. Fue así. Él lo notó pronto. Mamá estaba intranquila, y eso los peques lo notan. Mamá lo levantó, o a él así le pareció, más pronto de lo normal. Lo supo porque los párpados se le pega-ban a los ojos, y le costaba mucho trabajo abrirlos, aún tenía sueño. Lo vistió, le dio el desayuno, y con una prisa desconocida lo sentó en su sillita, detrás de mamá, en el coche, y condujo por calles que él no había visto nunca. Mamá le hablaba y le hablaba, mientras conducía, y decía palabras que él no entendía. Después llegaron a un lugar extraño, desconocido. Aquella calle no era la calle donde vivía la abuela Manuela, ni su casa. Mamá paró el coche y lo soltó de su sillita. Así, en sus brazos y sin dejar de hablarle, con mucha ternura, él y mamá entraron a un sitio desconocido.

Era una casa grande, con un jardín, árboles, un colum-

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pio y toboganes. Como el del parque, donde la abuela lo llevaba a merendar por las tardes. Las paredes de la casa grande estaban pintadas con colores muy bonitos, llenas de flores, enanitos, animalitos y unas mariposas, de mu-chos colores. Pero a él aquella casa grande no le gustaba nada. Entraron por una puerta. Otras mamás y papás llevaban a otros niños y niñas. Algunos más pequeñitos que él, bebés. Otros más grandes. Unos lloraban, otros no. Pero a él le pareció que todos estaban muy tristes. Y mientras, mamá seguía hablando y hablando mucho, con mimo y ternura, y sonriendo, diciendo palabras que él aún no entendía. Pero supo que mamá estaba nerviosa. Él mientras tanto, recorría con la mirada aquel mundo desconocido en el que no quería estar. Llegó una señora que tampoco él conocía, y que no era su abuela Manuela. Mamá hablaba con ella. Él sintió unas inmensas ganas de llorar. No sabía por qué mamá hablaba con la desco-nocida, y aunque él no la conocía, mamá sí parecía cono-cerla. Luego mamá habló con él. Pero no le gustó nada lo que le decía. Le dijo que allí iba a estar muy bien, y se divertiría mucho con los otros niños y niñas. Y aunque mamá no dejaba de sonreír, él sabía que dentro de su corazón estaba muy triste esa mañana. Mamá lo puso en brazos de aquella mujer desconocida, le dio una cosa que dijo se llamaba “mochila”, que llevaba sus cosas. Y después mamá se fue. Entonces lloró, lloró mucho, gritó y pataleó. No entendía por qué mamá le daba a aquella mujer. Ella le hacía caricias, le besaba, y le repetía una y otra vez que no pasaba nada, que allí iba a estar muy bien, con los otros niños. Pero él sólo quería volver a los brazos de su mamá, y que le llevara con su abuela Manuela, como siempre en toda su vida. Pero mamá se

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iba. Mamá se fue.

Iván lloró largo rato hasta que el cansancio pudo con su frágil y pequeño cuerpo, ya casi desfallecido se durmió, sintiéndose triste, sólo y abandonado.

Era el primer día de guardería de Iván.

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EL HIJO QUE SE FUEEn memoria de un joven anónimo.De una madre desolada.

El hijo se fue. Ella sintió, como siempre cuando él se iba, como un ahogo en el corazón. Se decían tantas co-sas por la tele, todos los fines de semana. De nada sirvie-ron sus súplicas. Sabía que en verdad todos tenían razón. Era demasiado posesiva, no se lo podía remediar. Se pre-ocupaba en exceso de su único hijo. Pero no tenía otro. Él era su principio y su fin, su Alfa y Omega. Además, cada uno es como es, pensaba. Por eso cada vez que el hijo se iba, ella sentía como un ahogo infinito, como si una mano invisible le aferrara la garganta impidiéndole respirar, como si se le encogiera el corazón dentro del pecho de madre. Todo acababa con los últimos consejos de turno, todos los días repetidos. Y en especial los fines de semana. ¡Ten cuidado¡ ¡No corras! ¡No bebas! ¡No te metas en líos¡ Y tantas cosas como a la mente le venían, y sus labios las decían, una a una, todas las recomendacio-nes que le venían del corazón a la cabeza y de la cabeza a los labios. Luego, cuando se había ido, como siempre cerrando la puerta con prisas, como huyendo de ella, se daba cuenta de que algo le había quedado por decir.

Ella sabía que él ya no era un niño, tristemente para ella hacía ya mucho tiempo que su hijo había dejado de ser un

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niño al que no podía controlar. Sabía que tenía que vivir su vida. Eso lo entendía también. Deseaba la mejor vida para él. Pero, ¿y si no tenía vida?

Cuando él se marchaba, ella cerraba la puerta tras él, entornaba los ojos, bajaba la cabeza y musitaba resignada una oración.

El hijo se fue. Era un día gris y plomizo del mes de fe-brero. La lluvia empezaba a derramarse mansamente, y la tierra la acogía con un abrazo amoroso, dejando esparcir su aroma a tierra mojada que a ella tanto le gustaba.

La madre aspiró con anhelo, profundamente, tratando así de aliviar sus temores. Su corazón de madre confiaba que el reloj avanzara rápido en su soledad, que las horas y los días se deslizaran con rapidez en el tiempo de la espera, hasta que el hijo regresara. Ella trataría de aliviar sus temores, confiando en el hijo, confiando en Dios, confiando en la vida.

Pero para el hijo el tiempo se detuvo aquella madruga-da a las 5:40. El mismo día que se fue, como otras tantas veces de fin de semana. El tiempo lo retuvo en una es-pera indefinida, sin retorno. El reloj del coche marcaba las 5:40 horas. En cambio sus relojes de casa siguieron funcionando, como si nada hubiese pasado.

El hijo no volvió. No al menos como ella lo quería, sano, hermoso, fuerte, lleno de vida. Lo trajeron a casa sumido en un eterno sueño del que nunca ya despertaría. El sueño adelantado, indeseado y terrible de la muerte

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de un joven.Ella vive sintiendo que es sólo un ser animado porque

respira, camina, come y siente que late su corazón, y piensa, piensa y sufre, sufre y piensa. Ni siquiera su es-poso, que también fue padre de su único hijo, mitiga su dolor. Nada puede consolar la terrible soledad de su alma de madre. ¡Nada!

El hijo se fue una tarde, como otras tantas veces en su joven vida. Pero aquel fin de semana pasó a engrosar la siniestra lista de los jóvenes muertos en accidentes de tráfico, después de una noche de fiesta.

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CARMEN ME QUIEREA todas aquellas personas que encuentran el amor, y el amor las encuentra a ellas en la tercera edad.

Ha vuelto a casa después de su reunión diaria en el cen-tro social del jubilado. Nadie en casa ha notado nada nuevo en él. Ni en su saludo especial, ni en la sonrisa ma-liciosa que esconde su secreto, ni el brillo de su renacida felicidad. ¡Nada! Los suyos no han encontrado diferencia entre el abuelo que se fue y el que ha vuelto a casa, ni la recobrada juventud felina en sus movimientos, ni los latidos acelerados de su corazón. Nada es diferente en él para sus seres queridos. En cambio, todo para él ha cambiado. Todo en él ha cambiado. Su vida ha tomado tonalidades diferentes y todo su ser tiembla de dicha ante el nuevo proyecto de futuro que se abre ante él. Tiembla como una frágil hoja barrida por los vientos otoñales, como la gota de agua suspendida en la rama del árbol después de una suave llovizna de primavera. Su dicha es de una inmensidad que, ya había olvidado, podía darse en la vida.

¡Carmen me quiere! Me lo ha confirmado esta tarde, con voz trémula y ojos asustadizos, que repletos de emo-ción miraban el suelo. Ella me quiere. Yo se lo he confe-sado en un momento que los otros nos han dejado solos,

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me he revestido de valor y olvidando mi edad le he dicho que la quería. Que la quiero. Que me enamoré de ella desde el primer momento que la vi, en el centro de mayo-res, que nunca creí que esto pudiera ser posible. Y se ha producido el milagro. ¡Ella también me quiere!

Más tarde, cuando comparte la cena junto a su familia, los mira, los escucha hablar de las mismas cosas de siem-pre, repetidas todos los días. Son los problemas cotidia-nos de cualquier familia. Para sus hijos y nietos hoy la vida no ha cambiado, sigue igual que ayer. Pero no para él. Para él hoy es una nueva fecha para recordar. Hoy no les dirá su secreto, lo hará mañana, o a lo más tardar pasado mañana, como mucho. Ahora quiere saborear ese dulce secreto suyo y de ella, lo guardará en lo más pro-fundo de su corazón por unas horas. Éste es el último regalo maravilloso que tal vez reciba de la vida.

Luego, ya acostado se acurruca entre las sábanas, se abraza a su almohada y se abandona en los brazos de Morfeo, dios del sueño. Esta noche le pedirá soñar con ella, con su amada. Mientras Morfeo lo envuelve en un plácido duermevela, su corazón tirita de emoción. Sólo un pensamiento lo motiva, lo invade. ¡Carmen me quie-re! Y así es. Ella lo quiere y él a ella.

Carmen es viuda, como él. Tiene setenta y tres años. Él setenta y cinco. Ambos se han conocido hace unos me-ses y el amor no ha tenido reparos en llenar de nuevo sus corazones. Y es que el amor no entiende de edad.

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EL NIÑO DEL TRAJE BLANCOYo te lo cuento. Al final tú créete lo que quieras creer.

Tony lloraba. No quería hacer aquello que su madre le mandaba. Ella no entendía por qué su pequeño de siete años desobedecía su orden, si siempre era un niño obe-diente. El pequeño tampoco entendía por qué su madre no le creía, y se empeñaba en que hiciera algo que no iba a hacer. Él no saldría a por el pan para la cena al mueble de pasillo. ¡No!, no lo haría porque el niño del traje blanco estaba allí mirándole, y a él le daba miedo ese niño vestido con un traje blanco, igual que los que llevaban los niños que tomaban la Primera Comunión. Tony se negaba, lloraba y pataleaba, dijera su madre lo que dijera no saldría.

Durante unas cuantas noches se repitió la misma esce-na. La madre se empeñaba en quitarle al pequeño lo que ella consideraba un miedo propio de la imaginación del niño. Pero al cabo de una semana desistió en su empe-ño, decidió dejar pasar unos días, para que así Tony se calmara.

Una semana más tarde, en la calle, las madres hablaban de sus hijos. Ella comentó entre las vecinas el extraño comportamiento de su Tony. Entonces, una mujer de las

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más mayores dijo:

- ¡No sé! Tal vez Tony sí vea a ese niño. Verás, contaba mi madre que estas casas están construidas sobre unas balsas antiguas, donde se ponía a remojar el esparto. De-cía que un niño se ahogó en una de las balsas. Lo amor-tajaron con un traje blanco. Aquel año había tomado su Primera Comunión.

La madre de Tony ya no obligó a su niño a salir al pa-sillo.

¿Tú que hubieses hecho? ¡Ah!, por cierto, ya pasados los cincuenta años Tony seguía asegurando que vio al niño del traje blanco.

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BLAS Y PINKISólo es mi opinión. Pero creo que la soledad del alma es la peor de las soledades.

Hace algunos años yo tenía un vecino. Digo tenía por-que claro está, ya no lo tengo.

Era un hombre de unos sesenta años, más o menos. Nunca lo supe con certeza. Pero para el caso da lo mis-mo. Se llamaba Blas. Blas vivía solo, nadie sabía nada de su vida anterior. Era como si hubiese caído en el barrio una noche y amanecido allí una mañana. Era para to-dos un desconocido, a pesar de vivir entre las gentes del barrio durante años. Se comentaba que no tenía mujer, hijos, ni hermanos, ni familia alguna. O al menos nadie lo sabía. Lo cierto es que su casa era una casa cerrada al calor humano, solo su calor permanecía entre las pare-des. El trato con los demás era inexistente.

Yo vivía dos casas de por medio de la suya, y cuando él cabizbajo y taciturno pasaba por delante de la mía, lo hacía con la mirada baja, rehusando así un posible saludo por mi parte. Parecía no caminar. Vagaba con el ceño fruncido y la mirada esquiva, con un gesto amargo entre los labios.

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Se contaba en el barrio que vivía de forma mísera, que alumbraba toda la casa con una sola bombilla, y que tenía el agua cortada por falta de pago. Debía ser cierto, pues-to que con garrafas de plástico iba a la fuente a por agua todos los días. Decían, que no es que no tuviera recursos. Él cobraba ya su paga de jubilación. Pero las gentes muy dadas a poner motes a los otros decían que era un tacaño, que ahorraba sin saber para quién.

Y yo me preguntaba, ¿qué hacía un ser humano vivien-do entre la gente, sin pertenecer a ella? ¿Qué incompren-sible situación le había llevado a vivir de aquella manera? Nadie daba respuesta a mis preguntas. Pero el caso es que a mí me intrigaba enormemente aquel vecino llama-do Blas.

La casa de Blas, la numero 35, había pasado a ser bauti-zada por los niños del barrio como La Casa del Ogro. De sus paredes en años pintadas de blanco, hoy despintadas. De su puerta y ventanas de vieja madera reseca y siem-pre cerradas al aire, al sol. Y posiblemente a las miradas de vecinos indiscretos, como debí parecerle yo. De la verja que rodeaba el jardín, se desprendía el abandono más absoluto. Sólo sus rosales cuidados con esmero eran los más bonitos del barrio, ellos mudos testigos de las manos amorosas y tiernas que los cuidaban, desprendían mimo y caricias de las manos de un ser que parecía no mimar, no acariciar. Era como si un novio enamorado diese a sus rosales las caricias más amorosas, las palabras más dulces. Las rosas de Blas eran envidiadas por todas las vecinas del bario.

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Pero a mí me interesaba el ser humano que habitaba aquel cuerpo, aquella casa, el que cuidaba los rosales, el que pasaba con la cabeza baja de mí, de mi saludo.

Yo siempre he confiado en el poder de una sonrisa amable, de un saludo afectuoso, creo que ambos pueden ser una puerta abierta a la amistad, a la convivencia. Pero en este caso no sabía cómo dirigirme a aquella persona taciturna, solitaria, cabizbaja, incluso desagradable.

Por aquellos años yo tenía un perro. Se llamaba Pinki. Era un hermoso Setter irlandés que ladraba a todos los que tenían la idea de pasar por delante de sus dominios. O sea mi casa, su casa. Una mañana pude ver cómo Pinki se acercaba hasta la verja, callado, y cesaba en sus ladri-dos. Percibí que se acercaba alguien, y me asomé tenien-do cuidado de no ser vista. ¡Era Blas!, que acariciaba a mi perro. Cuando quise salir, con la intención de desearle buenos días, Blas siguió su camino, dejando de prodigar sus caricias a Pinki.

La primavera vestía de colores y aromas nuestros jar-dines. Unos días después yo pasé junto a su casa, él se afanaba inclinado entre sus rosales. Le dije buenos días. Levantó la mirada y por vez primera pude ver sus ojos. Eran de color miel, de mirada huidiza y desconfiada. Pero se perfilaron con una sutil confianza. Entonces sus labios se abrieron y contestó a mi saludo. Le alabé sus rosales, él me habló de Pinki, y casi sin darnos cuenta estábamos iniciando una corta conversación. Nuestra primera conversación. A partir de entonces Blas pasaba por casa y saludaba, le hacía unas caricias a Pinki y se

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marchaba.

Si bien es cierto que nuestra amistad no fue a más, al menos pudimos tener un saludo, una breve conversación, una sonrisa amable y sincera. Entre nuestra convivencia vecinal hubo un antes y un después de que yo descubrie-ra que Blas amaba a los animales, cuando lo viera aquella mañana acariciando a Pinki.

Llegó un tiempo en que Blas no se veía, Pinki no reci-bía sus caricias, ni yo sus breves conversaciones. Desapa-reció, así, sin más. Se decía en el barrio que alguien lo vio marchar una noche, dejando huérfanos sus rosales, que falto de sus cuidados y cariño fueron muriendo de aban-dono y soledad, también la casa número 35 se dejó morir de triteza. También Pinki echaba de menos sus caricias.

Se mencionó años después que Blas había muerto, solo, no se sabía en qué lugar. Ya nadie se acuerda de Blas. Sólo este escrito recuerda su memoria.

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RITUAL INTERRUMPIDOSucedió un 11 de marzo del año 2004.Fue sobre las 9 de la mañana.

Ella contaba que se levantó aquella mañana como siem-pre, sobre las ocho y media. Era un 11 de marzo.

Se aseó, se preparó el desayuno y se dispuso a desayu-nar, mientras veía en la televisión las primeras noticias del día. En ocasiones repetidas las mismas del día an-terior. Sus desayunos eran como un ritual. Se Sentaba frente al televisor, en el sofá. Colocaba sobre la mesa la bandeja con tostadas de pan integral, miel, mantequilla y mermelada, y un buen tazón de café con leche.

El televisor había sido conectado de antemano. Fijó sus ojos en la pantalla. Su mente normalmente analítica tar-dó en asumir las noticias que esa mañana del 11 de mar-zo se estaban emitiendo, como comprobó minutos más tarde, desde todas las cadenas.

Sobre la bandeja quedaron las tostadas de pan integral, la miel, la mantequilla y la mermelada. Sólo después de un buen rato fue capaz de mal beber media taza de café con leche entre sollozos y lágrimas de tristeza e incom-prensión.

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Ese día se haría tristemente histórico en nuestro país. En este país llamado España. Porque ese día la maldad más extrema del ser humano hacia el ser humano sem-bró de sangre y muerte las calles de Madrid, segando las vidas de decenas de personas y sumiendo en la amargura y la orfandad de cariño a cientos de familiares y amigos. Marcando a sangre y fuego los corazones de todos ellos, y dejando en sus vidas un antes y un después de ese 11 de marzo.

Contaba que, como millones de españoles, ella también sintió esa pena como suya. El duelo vistió de luto el co-razón y el alma. Ella decía que todos fuimos masacrados aquel día, porque descubrimos que no éramos vulnera-bles, y que cualquiera de las víctimas hubiésemos podido ser uno de nosotros. Contaba que decidió en aquellos momentos ponerse a escribir.

…cuando tiembla el corazón y el alma, y quieres escri-bir pero no aciertas la palabra, ni la frase, queda blanco el papel. Porque las musas doloridas llorando están su tris-teza, y no acuden a la llamada del que escribe, sólo queda abrigarse al calor de los poetas. En ellos se encuentra el consuelo que las musas te niegan.

Contaba que dejó de escribir. Buscó en la estantería donde guardaba los libros de poesía. Cogió el de su poe-ta favorito y leyó.

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¡ACUDID A MÍ LOS POETAS!

Hoy siento en el corazónun vago temblor de estrellas,

pero mi senda se pierdeen el alma de la niebla.

La luz me troncha las alasy el dolor de mi tristezava mojando los recuerdosen la fuente de mi idea.

Todas la rosas son blancas,tan blancas como mi penay no son las rosas blancas,

es que ha nevado sobre ellas.Antes tuvieron un iris,

también sobre el alma nieva,la nieve del alma tiene,copos de besos y escenas,

que se hundieron en la sombra,o en la luz, del que lo piensa.

La nieve cae de la rosa,pero la del alma queday la garra de los años

hace un sudario con ellas.

¿Se deshelará la nievecuando la muerte te lleva?

¿O después habrá otra nieve

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y otras rosas más perfectas?¿Será la paz con nosotroscomo Cristo nos enseña?¿ O nunca será posiblela solución al problema?

¿Y si el amor nos engaña?¿ Quién la vida alimenta?si el crepúsculo nos hundeen la verdadera ciencia

del bien que quizás no existay del mal, que late cerca.

Y si la esperanza se apagay la Babel se comienza,

¿Qué antorcha iluminarálos caminos de la tierra?

¿ Si el azul en un ensueño,qué será de la inocencia?¿Qué será del corazón

si el AMOR no tiene flechas?

Contaba que con el libro de poemas de Federico García Lorca lloró, pero aquel llanto tranquilizó su espirítu, lo sintió más sereno.

Contaba ya pasados tres meses del 11 de marzo que aún no había sido capaz de sentarse a desayunar frente al te-

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levisor. Las imágenes seguían vivas en la memoria indi-vidual y colectiva del país. El corazón de sus gentes aún permanecía de luto. Aquella mañana millones de rituales quedaron interrumpidos.

Contaba que sabe que tal vez pronto podrá. Se sentará a la misma hora a desayunar frente al televisor. Piensa que ese día habrá puesto en marcha de nuevo el reloj de la Esperanza.

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LA PAZ SEA CONTIGOUna guerra entre naciones se acaba cuando los que han combatido deponen las armas. Acaba con la firma del tratado de paz.Una guerra civil, perdura mucho tiempo, puesto que una vez terminada, los vencedores anulan y humillan al vencido, Así el rencor perdura y alcanza a otra generación.Se hace necesario recurrir al perdón para conseguir la paz definitiva.

Aquel día del verano de 1936, dos bandos de hombres y mujeres deseosos de defender sus ideales, convencidos de que su verdad era la auténtica y única verdad, se en-frentaban exasperados por la violencia. Hombres y muje-res respirando odio por todos los poros de su piel. Terror desencadenado del hombre hacia el hombre, hijos todos de un mismo país, hermanos de una misma nación. El verbo venenoso llega a veces a extremos inimaginables de horror, al exterminio de padres contra hijos, de hijos contra padres, de hermanos contra hermanos. Dos ban-dos, estelas sangrientas de antiguos odios y venganzas. Sed inagotable de sangre del otro, igual que vampiros insaciables. Dos formas distintas de sentir y pensar.

Decíase del señorito, que ante la matanza del miserable campesino, el maestro, el minero, o aquel que hablase

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a favor del desheredado se alegrara ante su masacre. O de los del otro bando. Ante la matanza indiscriminada de sacerdotes, monjas, pequeño empresario, ser católi-co, vestir bien, o haber mostrado simpatía por la dere-cha, era motivo más que suficiente para que aquello se convirtiera en un billete sin retorno hacia la muerte. El odio social más exagerado plasmó en la historia de este país su etapa más sangrienta. Quedaron rotos los sueños, sangrados los corazones, rotas las ilusiones, dañados los espíritus.

Pascual tenía veintidós años, había nacido en una al-dea de Cantabria. Ahora a las órdenes de García Valiño, servía en el batallón aragonés. En la canícula de finales del mes de agosto se mantenía un fiero combate contra el Ejército Popular, en las montañas de Campocín y Cor-bera. Eran hombres jóvenes, faltos de alimento, incluso de agua. Los combates continuaban sin tregua. Atrás ha-bían quedado sus vidas, allí en sus aldeas, sus pueblos, y ciudades. Todos sus sueños de vida aletargados, espera-ban adormecidos que la guerra acabara para continuar viviendo en paz. Pascual debía vivir, se lo debía a mu-chos de sus compañeros, los que iban cayendo. Como él, ellos también luchaban por la salvación de España. Por un futuro en paz, a salvo de la horda roja comunista, por Dios, la Patria y el Rey. De ellos sería la victoria final.

Fermín se agazapaba en la segunda trinchera en re-troceso. El enemigo avanzaba, pero ellos, en un alarde de valor conseguían hacerle retroceder. De ellos era la razón, de ellos sería la victoria. Fermín no rezaba, no creía en Dios ni en su Santa Madre Iglesia, donde él ha-

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bía nacido, allá en tierras zamoranas, la iglesia era para los ricos y los pobres de espíritu. Él no era ni una cosa ni la otra. En el tórrido agosto los hombres se secaban, con la escasez de agua y de alimentos. Fermín junto a sus camaradas de la Milicia Popular luchaba contra los fascistas que se habían levantado contra el pueblo. Usur-pándoles la libertad. Vencerían por la libertad, la justicia social y la paz.

España desangraba a sus hijos. Y la sangre de sus hijos volvía infértiles las tierras de labranza, sus brazos afe-rraban fusiles en vez de aperos, de espigas y mieses. De olivos, narajos y tierra de frutales. Las carnes abiertas de la madre tierra recibía a miles los cadáveres de sus hijos. Fue la guerra del 1936 al 1939.

Como todos los domingos se celebraba la misa de siete en la pequeña capilla del barrio.

-Daos fraternalmente la paz. -Dice el joven sacerdote. Los fieles se dan la paz en un gesto de fraternidad. Dos hombres mayores, de más de setenta años, se dan la paz, unen sus manos, y sonríen mutuamente. Son Pascual y Fermín.

Han pasado más de sesenta años, ellos sobrevivieron al horror de una lucha encarnizada entre hermanos. Un bando ganó, el otro perdió. Pero al final todos fueron perdedores. Hoy, en la etapa final de sus vidas, viven en paz con los demás, con ellos mismos. Están aquí porque la fortuna así lo quiso. Muchos otros quedaron en los campos, montes, ríos, valles y ciudades. Pero no ellos.

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Ellos sobrevivieron a una lucha fraticida, que jamás nin-gún ser humano debería conocer. Viven en un pequeño barrio de una ciudad cualquiera. ¡Podrían ser tantas! Se conocen desde hace tiempo. Pero no hablan de la guerra, ni de política. El olvido no borró el tiempo que les tocó vivir, pero el perdón fue necesario para seguir viviendo después de tanto horror cometido. ¿Acaso todos fueron culpables? Pero ahora ya Todos son inocentes. Sólo a través del perdón se podría continuar viviendo sobre la sangre de los que cayeron. Perdón por la carne mutilada, por los miles de muertos, por las lágrimas derramadas por ambos lados, por los hijos que vinieron después, y que nada tenían que ver con su pasado. Por ellos mis-mos, hijos todos de una misma nación.

Pascual y Fermín tuvieron sus vidas. Aún tenían sus vidas marcadas por el tiempo del holocausto que les tocó vivir. Cosecharon campos, engendraron hijos, amaron y fueron amados. Pero eso ya forma parte de otra his-toria.

Pascual y Fermín nunca sabrán que se habían enfrenta-do en la batalla, luchando entre los montes de Campocín y Corbera, porque ese pasado también forma parte de lo que fue historia.

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LOS REYES MAGOS POBRESMillones de niños no tienen regalos nunca, ni siquiera en Navidad.

Podría haber sido un cuento para niños, y empezar como empiezan los cuentos… Érase una vez... Pero no fue un cuento, sino una historia real que igual que me la contaron, yo os la cuento.

Veréis, pasó en aquellos años difíciles de la década de los años cincuenta. Julia y Ramoncito eran dos hermanos que habían nacido en el seno de una humilde familia de campesinos, gente honesta y buena, a los que además de su pobreza acompañaba la enfermedad. Los padres de Julia y Ramoncito carecían de casi todo, hasta de salud, ambos eran jóvenes, pero estaban más tiempo enfermos que sanos. Por suerte para los niños ellos si crecían fuer-tes y sanos.

Cuando sucedió lo que os cuento Julia tenía ocho años, Ramoncito seis, y ya había pasado la Navidad y el Año Nuevo. Estaba cercana la fecha en que según nuestra tra-dición, pronto llegarían los Reyes Magos de Oriente a dejar a los niños los juguetes largamente esperados. Eso sí, los Reyes sólo dejaban juguetes a los niños que habían sido buenos todo el año.

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Julia y Ramoncito sabían que habían sido buenos, por eso cuando la madre les explicó que aquel año los Reyes no vendrían a visitar su humilde casa, no lo entendieron. La madre les dijo que los Reyes eran pobres, tan pobres como ellos, y que no habían podido comprar los juguetes que ellos deseaban. El corazón de los pequeños se llenó de tristeza. Julia sólo quería una muñeca, y su pequeño hermano un carro con un caballito. Y ni eso sería posi-ble.

Pero la mañana siguiente al día de Reyes sí fue posible, puesto que al levantarse los dos hermanos vieron con incontenible alegría que los Reyes sí habían estado en su humilde casa. Allí estaban, la muñeca para ella y el carrito de madera con el caballito para su hermanito. La madre les dijo que se había equivocado, que ella no sabía que los reyes eran mágicos, y con su magia hacen siempre realidad los sueños de los niños.

Tuvieron que pasar muchos años para que Julia enten-diese la verdad, supiese que una institución católica de caridad sirvió de guía a los Reyes Magos de Oriente hasta la humilde casa aquella noche de Reyes de los años cin-cuenta. Aquella gente dedicada a la caridad hizo realidad el sueño de los dos hermanos, y puso en sus rostros una sonrisa de ilusión, y entre sus manos la alegría del juego.

Y colorin colorado…

No, este cuento real no se ha acabado, porque ahora que Julia es abuela y ve jugar a sus nietos entre monta-ñas de juguetes, repartidos en Nochebuena y el día de

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Reyes, se acuerda de cómo una única muñeca de car-tón, vestida con un traje de cuadritos verdes y blancos fue un juguete que llenó horas y horas de su infancia. Entonces se pregunta, ¿Son sus nietos más felices que ella fue? ¿Recordarán cuando sean mayores alguno de sus juguetes, con la ternura que ella recuerda la que le pareció la muñeca más bonita del mundo? No lo sabe, pero cree que no. Entonces decidió contarles un cuento, el de Los Reyes Magos Pobres, y les recordará que millones de niños de todo el mundo no tienen regalos. Ni siquiera en Navidad.

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EL DESPERTARAL PRIMER AMORHermosa es la ilusión al despertar del primer amor. De la obra Romeo y Julieta.

Ellos se descubrieron un día. No importa dónde. Se vieron, se hablaron, se miraron a los ojos y sintieron con sorpresa que sus corazones latían con más fuerza. Quizás no debieron mirarse, hablarse. Tal vez así sus corazones no hubiesen latido de forma diferente a cuando mira-ban a otro ser humano. Pero se vieron, se miraron, se hablaron, y sus jóvenes corazones supieron que se ama-ban. Todo fue sencillo. Fue como ha sido y está siendo en todos los tiempos millones de veces. Repetido en las vidas de hombres y mujeres, al descubrir el primer amor de sus vidas.

Así, con aquel sentimiento nuevo siguieron adelante. Él tiene dieciséis años, ella quince. Y sienten que se aman. Han descubierto “el despertar al primer amor”. Se quie-ren. Desean ser el uno del otro para el resto de sus vidas. Pero les han dicho que no pueden amarse. Que su amor es imposible. Les han dicho que son diferentes. Ellos se miran, se acarician, se besan y no ven la diferencia. Son sólo dos jóvenes más, enamorados, como se enamoraron y se enamoran millones de jóvenes. Pero se les ha dicho que no pueden amarse. Y ellos no aceptan ese “no poder

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amarse” que sus mayores les imponen.

¡Triste realidad! Hoy a finales del siglo veinte siguen vi-gentes los Romeos y Julietas que tienen que enfrentarse a la incomprensión de Montescos y Capuletos.

Pero ellos siguen amándose. No saben por cuánto tiem-po podrán seguir haciéndolo. A escondidas se beben el amor, entre caricias y besos, tiernos e inocentes, como si el resto de sus vidas dependiera de esos momentos de felicidad. Sabiendo que cada caricia, cada beso, cada pa-labra de amor pueda ser la última que se ofrezcan.

Tal vez su amor dejado en libertad no pasaría de ser sólo eso, “el primer amor” de la incipiente juventud. ¡Tal vez! Pero esa prohibición ha marcado “ese primer amor” para siempre, con el recuerdo imborrable de los amores prohibidos, y ya a lo largo de sus vidas recordarán que les prohibieron amarse. Será como una sombra invisi-ble que nadie percibirá, pero que ellos llevarán en sus almas. Les acompañará el sabor agridulce de los amores prohibidos.

Pero miremos bien, quizás los podamos ver. Porque ellos están aquí, en nuestra ciudad, o tal vez en cualquier ciudad de cualquier país del mundo. Ellos son de distinta raza, de distinta religión, de distinta posición social. Ésa es la diferencia que los otros ven, pero ellos no. Para ellos sólo existe ellos y su amor. Por eso seguirán hacia de-lante, amándose agazapados, huyendo de miradas indis-cretas, en un recóndito rincón de algún parque, en algún portal, en cualquier espacio secreto, donde intentarán

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guardar como prófugos en fuga su perseguido amor.

Él se llama Jesús, es gitano. Ella se llama Inés, es paya.

Un ruego. Si los veis, en nombre del amor, hacedme un favor. ¡Guardadles el secreto!

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UNA ESTRELLA DE NAVIDADNunca sabré por qué la muerte me dejó continuar viviendo y se llevó a Estrella

Sucedió hace muchos años. Yo tendría cinco o seis años, no más.

Ocurrió en mi pueblo natal, allí donde la vida decidió que naciera. Fue en un pueblo de Albacete. Frío en in-vierno, caluroso en verano. Luego, a los catorce años lle-gamos hasta aquí, hasta esta acogedora tierra de levante.

Muchas veces a lo largo de mi vida me he pregunta-do si aquella tarde helada de diciembre volví a nacer de nuevo, cuando tenía solo cinco o seis años, no más. No recuerdo bien. Con el paso del tiempo los recuerdos se difuminan. Aparte que para el hecho que os cuento, un año más, un año menos, deja de tener importancia. El caso es que la muerte, dama cruel y caprichosa elige a su antojo. A unos se los lleva y nos deja a otros en un acto burlesco de indulto generoso.

Ella se llamaba Estrella, era mi amiguita del alma, mi mejor amiga. Tal vez entonces y durante mucho tiem-po recordara su rostro y su voz, pero ya no. Su rostro y su voz se desprendieron de mis recuerdos como se des-

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prendió la niñez. Sólo su nombre y sus años, sólo aquella tarde del frío diciembre quedó grabada en mi alma y me acompaña para siempre.

Jugábamos juntas cuando estaba ya cercana la Navi-dad. El comedor humilde pero amplio. O al menos yo así lo recuerdo. Tenía aquella tarde el olor y el sabor de su cercanía. Al grato calorcillo de la encendida chimenea jugábamos Estrella y yo. Era aquélla una chimenea gran-de que daba calor a toda la familia. Nosotras jugábamos, mientras su madre se afanaba en amasar los típicos dulces manchegos, que en aquellas tierras se preparan cuando se aproxima la Navidad. Luego los llevaría al horno más cercano para que fuesen horneados. Nos había prometi-do darnos un mantecado a cada una, cuando los trajera del horno, así, humeantes, calentitos, recién horneados. Sólo de pensarlo se nos hacía la boca agua.

De la chimenea refulgía una tenue luz que empezaba, ya cercano el declive del atardecer, a dotar de claridad la estancia. Ya se sabe. Las tardes de invierno son cortas. Y en aquellos tiempos las casas humildes se alumbraban con quinqués de petróleo o aceite. La pobreza hace que el pobre sea comedido en todo cuanto emplea.

Mientras jugábamos, dejando a la madre con su tarea, nosotras vigilábamos a las hermanas gemelas de Estrella, que compartían el mismo moisés cercano a la chimenea, para aprovechar el calor. Las dos niñitas dormían una plácida siesta de bebés de pocos meses.

La madre de Estrella salió, llevaba dos latas de man-

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tecados al horno, no sin antes aconsejarnos que no nos acercáramos a la chimenea. Quedamos allí enredadas en nuestros juegos infantiles, como corresponde a la edad de los niños que viven y aprenden jugando, contentas de estar juntas. Alegres, inocentes y felices. Nadie podía presagiar que la muerte rondaba esa tarde entre las pare-des de la humilde casa.

Llamaron a la puerta. Era mi abuela materna, venía para ver si yo quería irme con ella a la serrería. Ella sabía que a mí me gustaba ir. Oler el olor a madera serrada, ver trabajar a los hombres. ¡Y me fui!.

Estrella se quedó sola, cuidando de sus pequeñas her-manas gemelas. Jugando sola. ¡Junto a la chimenea!

Nunca supe cuánto tiempo había transcurrido desde mi ida y mi vuelta, pero todavía hoy, en mis recuerdos de adulta, puedo ver la imagen impresa de la tragedia ocurrida. Cuando al volver pasamos por la casa de mi amiguita Estrella, los vecinos se agolpaban horrorizados en la calle, junto a la casa. De sus gargantas brotaban las mismas preguntas, a las que no encontraban respuestas. De sus ojos llovían lágrimas de pesar y tristeza. Entre todas las voces, entre todas las lamentaciones se distin-guía desgarrada la voz de la madre de Estrella, odiando a Dios, y pidiendo a Dios perdón, por su odio y su abando-no de madre desnaturalizada, desolada. Más que llanto, a mí me parecía un alarido sin fin de madre derramada. Y los otros llantos desconsolados de los adultos queda-ron impresos en mi alma de niña. ¿Por qué ella? ¡Era una niña tan dulce! ¡Tan buena! ¡Tan graciosa! Todo el

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barrio la quería, por eso se llenó aquella tarde de lágri-mas nacidas de una infinita tristeza, de la incomprensión sin razón.

Con ese instinto que tienen los niños supe enseguida lo que había pasado. Aunque nadie me lo explicase. Enton-ces también yo lloré lágrimas de niña, amargas e inocen-tes, por mi amiguita.

Mi abuela me llevaba a casa a estirones, pero yo no me quería ir. Yo quería ver a mi amiguita, con la que hacía sólo un ratito era feliz jugando. Quería saber qué le había pasado, me sentía con derecho. Y lloré y lloré. Lloré mu-cho, hasta que el cansancio me rindió.

Al día siguiente fue su entierro. Mi amiguita Estrella iba dentro de una caja blanca, pequeña, igual que ella. Yo llevé un ramo de claveles que la abuela cogió para mí de las macetas del corral, también otras gentes llevaban.

Ya nadie pudo verla.

Luego, después del entierro mi madre me contó que se suponía, aunque nadie lo vio porque la puerta estaba ce-rrada por dentro y los vecinos tuvieron que echarla abajo al oír los gritos agonizantes de Estrella, que ella se había acercado al moisés, donde dormían las gemelas, su ves-tido vaporoso se había prendido fuego en la chimenea. Cuando los vecinos pudieron entrar, era ya demasiado tarde para ella. Lo milagroso fue, según se comentaba, que no se hubiesen quemado también las gemelas, que lloraban horrorizadas en su moisés, ante los terribles ala-

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ridos de su hermana.

Mientras, mi madre y mi abuela daban gracias al cielo porque yo no hubiese estado allí cuando ocurrió aquello. Se supuso entonces que mi abuela me había salvado la vida.

Recuerdo que cuando pregunté por qué le había pasa-do aquello a Estrella, mi madre me dio esta explicación. Me dijo que no llorara, que mi amiguita Estrella, aunque yo ya no la viera en la Tierra, se había ido al cielo y se había convertido en una preciosa estrella de Navidad, y ya para siempre, cada año por Navidad sería la estrella que más brillase en el cielo. Entonces yo quise creerla y la creí. Supongo, aunque no lo recuerdo, que en los años siguientes a la tragedia, yo miraría al cielo estrellado por Navidad, buscando la estrella más brillante. Buscando a mi amiga Estrella.

Aún quiero creerlo. A pesar de que mi mente adulta sabe que no es cierto, yo quiero creer. Necesito creer, que la muerte tan horrible de una niñita de seis años encierra un mensaje de amor, de vida. Estrella murió aquella des-dichada tarde, pero vive en mi memoria, vendrá conmi-go hasta que también yo me vaya.

Sé que mi amiga Estrella no se convirtió en una estrella de Navidad, pero a mí me gusta pensar que sí lo hizo. Que fue así. Por eso aún ahora, cada Navidad miro al cielo, y entre todas las estrellas busco la más brillante de todas, y entonces le deseo ¡Feliz Navidad, pequeña Estrella!

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UNA SONRISA Y UN BESOSi el mundo camina inexorablemente hacia una sola raza, sería inteligente que cuanto antes aprendiéramos a convivir en armo-nía. Siendo acogedores los autóctonos, y respetuosos con las leyes y costumbres los emigrantes. Por los futuros ciudadanos de la Tierra. Por la tierra misma.

El chico de mediana edad, tez morena y pelo ensortija-do, esperaba sentado en un banco del parque. Esperaba un día más que terminara aquel día igual a tantos otros.

El chico de mediana edad, tez morena y pelo ensorti-jado rumiaba en la lejanía su soledad, lejos de su tierra natal. En el silencio atormentador de la más terrible de las soledades. Aquella soledad le pellizcaba el corazón y el alma. Atrás, al otro lado del Mediterráneo estaba su pasado. Su vida había quedado allí. Aquí no tenía nada, sólo su cuerpo vagando por las calles de un mundo dis-tinto al suyo. Todo estaba allí. Todos estaban allí. Padres, hermanos, abuelos, tíos, primos, amigos y conocidos se-guían allí, en las amarillentas tierras africanas. Aquí ya era legal, y tenía un trabajo desente, como él pronunciaba. No obstante seguía sintiéndose un intruso para sí mis-mo y para los demás. Pero seguía manteniendo su sueño. Volver junto a los suyos un día, a poder ser no muy lejano

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en el tiempo. Sí, volver con el dinero que conseguiría aquí. Construiría una vivienda desente para toda su fami-lia. Ellos esperaban confiados en que así fuera. Mien-tras tanto, cada tarde al salir del trabajo desente, se iba al parque y dejaba pasar las horas, mientras miraba aquella gente tan distinta a él, a los suyos.

El chico de mediana edad, tez morena y pelo ensortijado rumiaba en su soliloquio la desconfianza que inspiraba a los ciudadanos de aquel país. Tampoco a él le gustaban ellos. Envuelto en una espesa niebla de resentimiento, de dudas y amarguras, causa de la diferencia de culturas, el chico permanecía con la cabeza baja y la mirada escurri-diza, evitaba tener que hablar con nadie. Tampoco en el trabajo desente había hecho amigos.

El chico de mediana edad, tez morena y pelo ensorti-jado oía la risa de los niños. La risa de los niños es igual en todas partes. Los gritos de los adolescentes. También los gritos sonaban igual, aunque la lengua fuese otra. Las conversaciones de madres, padres, y abuelos en un idio-ma que todavía le costaba entender.

Envuelto en la maraña de sus pensamientos no se fijó en la anciana que se sentaba en esos momentos junto a él, en el banco. Sólo cuando ella con dulce mirada le dirigió una tierna sonrisa y le deseó buenas tardes, se le hizo presente. No le contestó. No sintió la necesidad de devolver el saludo a la anciana. Ella en cambio le seguía sonriendo con fraternal ternura. El se dió cuenta pero siguió sin molestarse en quedar bien con ella. Él tam-bién tenía una abuela, allá en su patria, la adoraba. La

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quería tanto como a su madre. Pero ya no la tenía. La necesidad, la hambruna y la enfermedad terminaron con su vida. Como con la de tantos otros, niños, mujeres y hombres con menos suerte que los de aquí. No tenía por qué ser amable con esta gente. No les debía nada. Parte de la miseria de su pueblo era por causa de ellos, eso le habían dicho desde siempre. El trabajo que le proporcio-naba dinero. Sólo eso quería de ellos.

La anciana miraba al joven de mediana edad, tez more-na y pelo ensortijado. Entonces dijo:

-¿Sabes muchacho? Todos somos ciudadanos del Mun-do. Y de todos es el Mundo. Dios lo sabe, aunque ese Dios se llame así, Alá o Yahvé.

Entonces él levantó la cabeza y la miró, con una mirada sin respuesta. ¿Por qué habría de contestar? No enten-día porqué aquella anciana le decía aquello, no deseaba ser amable. Su corazón dolorido no tenía espacio para la concordia.

Ignorando a la anciana se sumió de nuevo en sus pen-samientos, cuando notó una suave mano posarse sobre su mano morena. Miró y vio a una niñita de unos cua-tro años, que ante su sorpresa se alzaba sobre su talones y sin mediar palabra posaba sobre su mejilla un tierno beso infantil. Luego corrió a seguir jugando. Se acarició la mejilla besada. Se volvió a mirar a la anciana, pero ésta ya se alejaba a paso lento, sin prisa. Entonces el chico esbozó una tibia sonrisa, se levantó y también como la anciana, lentamente empezó a caminar hacia el humilde

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piso que compartía con dos jóvenes, como él. Aspiró el aroma de la tarde y sintió que el aire penetraba en sus pulmones. El aire era el mismo para todos. ¿Qué había dicho la anciana? “Todos somos ciudadanos del Mundo y de todos es el Mundo”, Dios lo sabe, aunque ese Dios se llame Alá o Yahvé”. Eso había dicho. Pensó en la tibia caricia en la mano, el beso de la niñita. Entonces sonrió con una alegría nueva y desconocida, una inmensa calma llenó su corazón.

Aquella tarde, una más de tantas, el joven de mediana edad, tez morena y pelo ensortijado recibió con una son-risa y un beso la bienvenida a un mundo de todos, que irremediablemente tendremos que compartir.

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MARÍANo lo sabemos. O tal vez no nos importe saberlo. Pero muchas Marías sufren en silencio el machismo y el desamor.

Sentada frente a la máquina de repuntar, María se afana en la monótona tarea de todos los días de sus últimos diez años de vida. Sus manos acomodadas ya a la rutina del trabajo cientos de veces repetido, montan con gestos mecánicos la pala y la caña de lo que acabará siendo un za-pato de caballero. Son siempre los mismos gestos una y mil veces repetidos a lo largo del día, de días, de semanas y meses desde hace diez años. Irá apilando la faena en montones de doce pares, los meterá ordenadamente en las caja de plástico color verde, que el aparado de calzado le facilita para ese menester, y los dejará en un rincón. Ése que ella reservó y que ocupan en el poco espacio de la pequeña galería donde tiene montado su “taller de trabajo”. Y esperará como todos los días, menos los do-mingos, a que Rosa venga a recoger la faena de hoy, y de paso a traerle la de mañana.

María de soltera trabajaba en un aparado. Era repunta-dora, de las más sobresalientes. Buena trabajadora. En su casa le inculcaron siempre que en el trabajo se tenía que cumplir y hacerse respetar.

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Entró a los catorce años. Le gustaba su trabajo, y lo hacía con mimo y cariño. Levantarse cada mañana para ir al aparado, encontrarse con sus compañeras, ganar un sueldo. Era la aventura más deseada de su joven vida, aquella obligación hacía que ella se sintiese útil, aprecia-da y feliz.

Sólo tenía diecisiete años cuando conoció a Víctor. Al año siguiente se casaron.

“La mujer a su casa, a cuidar de su marido y de sus hijos. Así tiene que ser. Ya trabajaré yo, que para eso soy el hombre”. Eso es lo que él dijo entonces. Pero muy pronto dejó de trabajar. Muy pronto. A los pocos me-ses de casados, cuando ella ya estaba embarazada de su niña María. Entonces ella habló con su antigua empre-sa. Quería trabajar en casa. Necesitaba trabajar. Y él no quería dejarla salir. - ¡La mujer en casa! - Volvió a decir. Ella tuvo que ponerse a trabajar. Eso sí, dentro de casa, donde no tendría más compañeras de trabajo que la radio encendida. Trabajar en lo único que sabía hacer. Repun-tando zapatos. Y Sí, María está en casa, como según él “tiene que ser”. Porque el “yo trabajaré para ti” se quedó en el olvido una vez echadas las bendiciones ante Dios y ante los hombres.

Ahora y desde hace diez años nada sabe de cuidados para ella misma. Distraerse, sólo porque sí. Ni siquiera se contempla en un espejo. De aquella chiquilla bonita locamente enamorada, no queda nada. Sólo ella es quien trabaja. Cada día. Hacer, deshacer. Su tarea repetida e in-agotable. Cocinar, fregar, barrer, lavar, planchar, volver

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a cocinar, fregar, cocinar, fregar, servir, volver a limpiar. Nada es grandioso, ni duradero. Nada es agradecido, ni pagado. Nadie la admira, ni la alaba por su trabajo. Ella, sólo ella aporta el dinero que puede a la empobrecida economía del hogar, frente a la máquina de repuntar ho-ras y horas y días y días. Él vive araganeando. Sólo de vez en cuando gana algún dinero, que se le va en gastos propios. Ella, María, la que además de trabajar, cuidar de sus tres pequeños, lleva la casa, compra y lo atiende a él. Todo es para María y nada es para María.

María mira el reloj que cuelga de la pared, frente a la máquina de repuntar, y suspira. Hoy se le está haciendo tarde, duda de si podrá hacer todo lo que se había pro-puesto hacer. Suspira. Se siente agotada, rendida. Sólo tiene treinta años, pero ella se ve vieja, consumida por dentro. Con ese cansancio que brota del alma y empapa todo el cuerpo, sumiéndolo en un estado de rendición casi total. Pero están sus pequeños, ella les dió la vida, los trajo al mundo y la necesitan. Por eso, cuando las lá-grimas pugnan ansiosas por brotar de sus ojos, ella las re-prime pensando en ellos y en los tiempos que sí fue feliz. ¿Me quiso alguna vez? Se pregunta, y con el sentimiento de culpa que imprime el no ser querida se responde. ¡Fui yo! Algo tuve que hacer mal para que él cambiara así, como es ahora. Él me amaba, me lo demostraba conti-nuamente cuando éramos novios. Con sus palabras, sus caricias, sus regalos, sus celos. Incluso cuando me pe-día perdón llorando por haberme ofendido. Y luego las promesas. -¡Mía, mía y de nadie más. Mujer de un solo hombre, yo!- Y a ella le gustaba aquello. Él la amaba.¿La amaba? Pero hoy entiende que aquello no era amor, sino

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posesión, egoísmo, machismo. Hoy lo sabe, pero ya es tarde para rectificar. Están ellos, sus hijos. ¿Dónde está él ahora? Se pregunta. Pero no se lo preguntará a él cuan-do venga. ¡No!, no lo hará porque cuando lo hizo, él le contestó que eso a ella no le importaba, que no se metie-ra en su vida. Y otras ofensas que ni recordar quiere. Ya sabe la respuesta, por eso no preguntará.

María no puede engañarse, aunque lo desee. Ella sabe en el fondo de su corazón, dentro de su alma, que Víc-tor no la engañó. Ella sola se engañó. Le gustaba que él se sintiera celoso, así ella se sentía una mujer especial, amada por un hombre que la envolvía con sólo la mira-da. Luego estaban sus caricias, sus palabras de arrepenti-miento, sus demandas de perdón, sus regalos. Sí, ella se sentía a sus diecisiete años una mujer especial, más ma-dura, hecha ya. Y con mucha suerte porque había encon-trado el amor de su vida. Ése era él, su Víctor, su primer amor, el único amor de su vida. Ahora sabe que se equi-vocó. Que quiso engañarse a si misma, y se engañó. Que aquello no era amor, sino machismo, envuelto en papel de seda de colores. Palabras huecas, que enredaban su corazón, como se enrosca la hiedra al tronco del árbol. Sonidos deliciosos que sonaban a sus oídos como música celestial en su juvenil ensoñación de mujer recién estre-nada. Sus celos, su pasión, sus demandas de perdón, sus regalos, ¡todo fue machismo!, que ella no supo ver. Pero se casó con él, contra viento y marea, contra la opinión de padres, hermanos, amigos. Todos veían al verdadero Víctor. Todos menos ella. Solo él importaba. Los otros eran los equivocados, él no era así, y si eso era verdad, ella lo haría cambiar. Siempre había oído decir que la mu-

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jer sabe cómo conquistar al hombre. Ése fue entonces el pensamiento de María. Pero el tiempo le demostró que los otros tenían razón. Sólo ella era la equivocada, el amor trenzó una venda invisible sobre sus ojos y con ella sólo con dieciocho años, con un precioso vestido blanco símbolo de su pureza se casó. Como se casaban las mujeres decentes. Para toda la vida, por la Iglesia. Ante Dios y ante los hombres. Él tenía veintiséis años, y prisa por tenerla como mujer. Aún no tenía María los diecinueve años, cuando dio a luz a su pequeña María, así él pronto pudo presumir de lo “muy macho” que era, por eso la dejó embarazada el primer mes de casados. Con intención premeditada que ella confundió con pa-sión y deseo. María seguía entonces creyendo confiada que aquello era amor.

Vuelve a mirar el reloj. Sólo han pasado ocho minutos desde la última vez que lo miró. Y en ese tiempo María ha recordado su tiempo de amor. Su tiempo de desamor. Sus pequeños María y Víctor volverán en unos momen-tos del colegio y ella tendrá que prepararles la merienda, encargarse de que hagan los deberes, cambiar y dar la papilla al pequeño Raúl y tener toda la faena lista para cuando Rosa venga a por ella. Él no vendrá hasta la hora de la cena o más tarde, y cuando lo haga lo hará oliendo a alcohol. Ella no dirá nada, se limitará a tener la cena preparada, a escuchar cuando él le hable y nada más. Víc-tor sigue siendo su marido y ella aún le ama. O al menos eso cree. Él fue, es y será su único amor. Él se lo dijo. ¡Mía, solo mía. De un único hombre. Yo! Ella no concibe la vida de otro modo sin él, sin sus niños, y aunque son muchas las ofensas, al menos nunca le ha puesto la mano

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encima. Por eso si esta noche, como tantas otras, en la terrible soledad de su alcoba él la reclama en el lecho para que cumpla con su deber de esposa, ella cumplirá. Lo hará con una sumisión asumida, sin una palabra de nega-ción, sin un gesto de desagrado. Sin respirar siquiera para poder aguantar el olor del alcohol que brota de su boca, el olor a macho que ahora tanto le desagrada. Se dejará hacer, sin participar, dejando deslizar el tiempo sobre los dos cuerpos sudorosos, sólo uno gozará del placer carnal. Sólo uno, él. El de ella permanecerá insensible al acto llamado del amor. Nunca sabe el tiempo que Víctor permanece sobre ella, sobre su cuerpo joven pero marchito ya de partos y alimentos. Pero a ella le parecen minutos eternos. Sólo después de escuchar, lejana, ajena, sus gemidos, y sentirlo derramarse dentro de ella, María suspirará aliviada, clavando su mirada vacía en el techo de la habitación conyugal, mientras, un intenso escalo-frío de tristeza y soledad recorrerá su cuerpo de arriba a abajo, de abajo a arriba. Se vuelve al lado contrario de él, que gime relajado, sereno, tranquilo, safisfecho. No buscará los brazos amantes de su esposo, ése que ella cree amar todavía, sino que se alejará de él, y amparada por la tibieza de las sabanas, se abrazará a sí misma en un gesto de tremendo desamparo. Sus brazos serán los brazos amantes que la protegerán de su desolación y de su amargura. Así quedará. Así amanecerá, pegada a su cuerpo. Quieta, inmóvil, protegida, callada. Su llanto no romperá el silencio de la casa. Ni la quietud de la noche. Será un llanto sin voz, hacia dentro. El peor de los llan-tos, el más triste. El llanto en compañía propio de los dramas humanos, de las tragedias vividas entre silencio-sas paredes, que no se puede compartir.

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¿Quién es MARÍA?Todas y cada una de las mujeres que lloran en silencio y

ni el silencio mismo se apena de su llanto.

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A LA VIUDEZ DE UNA MUJERPor las soledades impuestas por la vida.Por las valentías de subsistir sin el amor perdido.Por mantener los recuerdos vivos en el corazón. Por Ángela.

Aquel pequeño cuarto de tres metros por tres era su más íntimo amigo. En él pasaba casi todas las horas de su vida. Casi todos los días de su vida.

En su cuarto de paredes pintadas de color ocre se siente entre el más hermoso de los paisajes. Sólo cuelgan de ellas una foto de su marido y un calendario del año en curso. Una mesa camilla, cuatro sillas y dos balancines tapizados de desgatado escay color verde botella, casi siempre vacíos y solitarios, y la televisión, conforman todo el mobiliario de su vida cotidiana. Su mundo.

Sólo allí se encuentra con él. Allí sigue su desgatado balancín, donde él se sentaba, hablaban, se reían, reñían. Toda la vida de los últimos años giraba en torno a aquel cuarto. Hasta que él se fue. La enfermedad maldita lo apartó de su lado. Se lo arrebató para siempre.

El resto de la casa, es grande. Demasiado grande para ella sola. ¡Si! Un gran vacío se extendia por el pasillo, y

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ocupaba la cocina, el aseo, el comedor, las habitaciones, el sótano. Cuando hace sólo un tiempo pasado que a ella le parecía cercano en la memoria, todo el espacio lo lle-naban las risas de los cuatro hijos que tuvo con él. Lue-go la visita de los amigos, y más cercano en el recuerdo los novios, las novias de ellos y ellas. Ahora estaba sola, sumida en el silencio, que sólo la televisión rompía en su continua sucesión de horas y horas de imágenes y pa-labras, de palabras e imágenes. Vive sola y en la soledad compartida con su cuarto de estar se encuentra tranquila. Sólo allí y en su alcoba siente su compañía, al contrario de lo que los demás piensen, en ese espacio ella no está sola. Él está con ella acompañando su soledad. Vuelve a su lado a través de sus recuerdos. Le habla, le cuenta, le dice las cosas que le pasan cada día, y ella quiere creer que él la escucha y que le responde. Sabe incluso lo que le responde, porque lo conocía como a ella misma. Sólo así le es posible superar su ausencia de doce años sin él. Le cuenta que ya tienen una nieta. Hija de su hija Ángela. Y que se llama Marina. Es muy bonita y muy espabilada. Le dice también que todos en la familia están locos con ella. Es la primera nieta, la primera sobrina. Ha caído entre todos como una hermosa bendición, de la que todos dis-frutan. Entonces imagina que él ya lo sabe. Porque desde allí. Desde donde quiera que él esté, lo ve todo, lo sabe todo. Y les ayuda para que nada malo les pase a esos seres que tanto amó en vida, y por los que tanto luchó.

A veces sus pensamientos se enredan en su mente y pasan de unos a otros, sin previo aviso. Está llena de re-cuerdos, de sentimientos, de añoranzas del pasado. Él la dejó llena de amor. Se sorprende a veces hablando en voz

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alta. Sola, haciéndose preguntas para las que no encuen-tra respuesta. Pero algo sí sabe. ¡Debe seguir viviendo la vida que él no pudo tener! Caminar hacia un futuro sin él. Eso lo ha aprendido a lo largo de estos doce años de ausencia del amado. Es lo que él hubiese querido.

Hace doce años que la muerte se enamoró de su hom-bre y se lo llevó. Ella quiso luchar. Disputárselo. A ella le pertenecía por derecho. Pero nada pudo contra la Dama Negra de la Guadaña. Ella fue la ganadora.

En su soledad habla con él. Le cuenta que sus hijos ya se fueron, tienen todos vidas propias, parejas con quien compartirlas y sueños entre dos. Ella sabe que sus hijos están ahí cerca, y que puede contar con ellos si los nece-sita. Ella procura no molestar en vano.

Él no está, pero ella lo siente próximo, cercano. No quiere dejarlo ir de forma difinitiva. La Dama Negra de la Guadaña no puede quitarle sus recuerdos. Porque si un día lo olvidara, entonces sí sería victima de la soledad más absoluta. Lo amó con locura desde los doce años. Sólo a él, y él le correspondió. Fueron un solo corazón.

La televisión continúa sola, una imagen se sucede a otra, en una imparable secuencia de imágenes y palabras. Pero ella no la ve, la oye, pero no la escucha.

A veces cuando habla con él le dice: Si algún día tengo que abandonar mi casa, nuestra casa, me sentiré morir. No quiero dejar estas paredes, donde tú estás vivo, ni quiero irme con los hijos, y menos aún a un asilo. Eso

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que hoy llaman residencia. ¿Pero quién sabe?

Mira su foto. Su rostro amado le sonríe desde el papel. Ella le devuelve la sonrisa. Entonces le hace una prome-sa. Se hace una promesa: Donde quiera que vaya, vendrás conmigo. Y la cumplirá, porque lo lleva prendido en el corazón, enraizado en el alma.

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LAS HADAS MARIPOSASNacemos en un lugar de la Tierra.No elegimos dónde.Luego la vida nos traslada.A mi pueblo de acogida con todo mi cariño. A sus buenas gentes.

Todos los pueblos tienen sus leyendas. Todos los pue-blo tienen gente que escribe, cuenta y transmite de ge-neración en generación las leyendas de padres a hijos. Son historias basadas en algo de real y mucho de imagi-nación. Pero la fantasía es tan necesaria al ser humano que nos gusta creer, necesitamos creer que lo que nos cuentan fue real.

Dejadme que os cuente una leyenda que hace muchos años me contaron a mí, cuando siendo una niña llegué a este mi pueblo de acogida que mío considero, llamado La Vall d´Uixó. Me la contó un anciano del lugar en una extraña mezcla del castellano y su lengua natal, el valen-ciano. Cuando con ojos de niña admirada me sorprendió contemplando las altas montañas que rodean nuestro valle.

Yo nací en una tierra muy diferente. Allí ninguna mon-taña oculta el horizonte, tu vista alcanza tierra y cielo sin

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limitaciones. El paisaje se abre ante ti y te invita a ir tanto allá como tu imaginación te lo permita. Aquí la montaña limita tu mirada, que no tu imaginación.

Estas admiradas montañas pertenecientes a la Sierra de Espandán, y todas con nombre propio, La Zorra, Pipa, El Castillo, El Rodeno, Sumet, eran y son aún hoy todo un descubrimiento para mí. Admirándolas estaba, extasia-da ante su majestuosidad que el anciano se sorprendió de que una niña sintiera tal admiración por sus montes, esos que su mirada de niño descubrieran cuando abrió los ojos a la luz de la vida.

El anciano me contaba con la memoria recobrada de niño y la mirada jovial, que su abuelo le había contado una leyenda muy hermosa que hablaba de sus montañas y su valle, de las hoy llamadas Grutas de San José.

Así me la contó.

Hace miles de años en que toda esta zona que hoy co-nocemos como La Plana Baja, o Plana Baixa en valencia-no, era un inmenso bosque, sus montañas y su valle eran un inmenso vergel plagado de naturaleza virgen, desde las faldas del monte hasta la orilla misma de las playa más cercana. Tanta vida latente era alimentada por un cauda-loso río, que irrumpía violento en épocas de lluvia, y que el resto del año se mantenía pacifico. Su beso de agua acariciaba la tierra, y convertía su valle en el más vario-pinto mosaico de color. Plantas enormes hoy ya inexis-tentes algunas, otras que aún persisten, como el baladre, tomillo, romero, y árboles que ahora conocemos, el alga-

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rrobo, el olivo, el alcornoque, y animales ya desapareci-dos y otros que aún conviven con el hombre, ocupaban el valle. Todo era naturaleza en armonía. Donde el valle acababa empezaba el mar, un mar azul, paradisíaco.

Dice la leyenda que hasta entonces ningún ser humano había llegado hasta aquí, pero no por eso el valle esta-ba solo. Además de sus animales se dice que unos se-res mágicos y maravillosos ocupaban sus montes, su río, su gruta subterránea. Eran las Hadas Mariposas. Seres surgidos de la mitología, fantásticos y maravillosos, con cuerpo de mujer y alas de mariposa. Vivían refugiadas dentro de una gruta subterránea. Imaginad, Las Grutas de San José. Se dice que siempre eran jóvenes, sus cuer-pos de mujeres y mariposas nunca envejecían, su belleza era sólo comparable a la de las hadas más hermosas de los cuentos. Con largas cabelleras que caían en cascada de colores a lo largo de todo su cuerpo, sus grandes alas se plegaban y desplegaban en torno a ellas desprendien-do todas las tonalidades del arco iris, o Arc de Sant Martí. Ellas eran las reinas del valle, las encargadas de velar por su belleza. Dice la leyenda que todos los días a la salida y a la puesta de Sol, ellas se posaban sobre los picos de nuestras montañas y con un cántico dulce y encantador emitían suaves canciones a la diosa Natura, al dios Sol, para que éste no dejara nunca de alumbrar su valle. Pero claro. Siempre está el pero. Las Hadas Mariposas sabían, porque alguna vez los habían visto, que detrás del mar existían los hombres, y sabiendo que eran hermosas quisieron ser vistas por ellos, deseaban ser admiradas. Unirse a ellos. Así que fueron elevando el tono de sus cánticos y éstos sobrepasaron a la Diosa Natura, y al dios

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Sol, así lograron aquello que ellas deseaban.Por aquellos tiempos los hombres navegaban en frá-

giles barcazas por el mar. Hoy conocido como el Mar Mediterráneo, y atraídos por los cánticos de las hadas lle-garon hasta la playa y se internaron en el valle, siguiendo el curso del río. Así conocieron a las hermosas criaturas que a través de sus cantos les habían llamado. Era la lla-mada del amor. Y sucedió que de aquellos seres fantásti-cos, maravillosos y los hombres, surgieron los primeros pobladores del valle. Pero no todas las hadas se unieron a los hombres. El anciano me contó que algunas no qui-sieron formar parte de sus vidas. Ellas deseaban seguir cuidando de sus montes, su río, su gruta. Y se internaron para siempre en ellos. Desearon felicidad a sus compa-ñeras y prometieron seguir su tarea. A partir de entonces se ocultaron en lo más profundo de la gruta. ¡Ya sabéis! Hoy llamada de San José. Y allí siguen escondidas entre sus bóvedas, atrapadas entre sus estalactitas, sumergidas entre sus aguas. Etéreas, eternas, dichosas, cuando ven los rostros admirados de las gentes del mundo entero cuando entran a su gruta, su hogar, cuando admiran sus montes, su historia, y su cercanía a la playa.

Me contó el anciano que la leyenda seguía diciendo que aún hoy, si escuchamos bien, si miramos bien, podre-mos ver cada amanecer y cada atardecer sobre el pico de nuestras montañas alguna que otra Hada Mariposa, pero la verdad esque también me dijo que sólo quien tiene el don de la imaginación puede verlas y oírlas, y que en sus cánticos nos dicen que debemos seguir amando y cui-dando de nuestro valle, Valle del Sol. Así que ya lo sabes. Si en algún momento al amanecer, al atardecer, escuchas

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un canto mágico y desconocido, mira a las montañas, po-siblemente tú tengas el don y el privilegio de ver alguna Hada Mariposa. Si es así verás un hermoso ser con cuerpo de mujer y alas de mariposa.

Tal como me la contaron yo te la cuento. Espero que algún día tú se la cuentes a tus nietos.

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JOSITOPara todos los Jositos del Mundo, con todo mi respeto por ellos y mi admiración por los padres que al mundo los trajeron.

Andorreaba por las calles de su aldea, la misma donde hacía treinta años que había nacido. Su metro cincuenta de estatura, sus sesenta kilos de peso y su forma distinta de caminar daban forma a una figura humana inconfun-dible y conocida por todos los vecinos de la aldea. Él era “el Josito”. Luego “el Josito” visto de cerca tenía el rostro inequívoco de los que eran como él, sus ojos almendra-dos, su mirada avispada y simpática, atestiguaban que era un niño con Síndrome de Down.

Conocía Josito a todos los vecinos de su aldea. Pregun-taba por abuelos, padres e hijos, abuelas, madres e hijas, de todos se sabía sus nombres. Si se enteraba que estaban enfermos se entristecía, y se alegraba si estaban alegres, aunque le costara pronunciar bien sus nombres, y muy de vez en cuando se olvidara de cómo se llamaban. Pero el Josito siempre terminaba por hacerse entender, aunque fuese a base de mímica, aprendida a base de la necesidad de comunicación. Al final todos acabaron aceptando de buen grado a aquel vecino con aquella diferencia espe-cial.

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Cuando nació el Josito fue todo un acontecimiento en la aldea. En las aldeas la vida pasa sin más, se desliza apenas sin variantes, ni sucesos, sin sobresaltos. Por eso el nacimiento de Josito siempre se recordará.

-¡La Pepa del Marcelino ha parido un subnormal! - Fue el grito que corrió de boca en boca. Se podría decir que hasta las tranquilas aguas del río llevaron la noticia de aldea en aldea. Los álamos entonaron una melodiosa canción mecidos por el viento, y hasta las viajeras cigüe-ñas que anidaban cada primavera en lo alto del ya viejo campanario de la iglesia, llevaron aquel suceso ese año en su viaje de retorno.

Por aquel entonces los niños que nacían con síndrome de Down no eran considerados niños “diferentes”, llana y simplemente eran tratados como “subnormales”. Desde el momento de abrir los ojos a la vida el Josito ya se pudo ver que era distinto a los niños llamados normales.

Le pusieron por nombre José, pero pronto empezaron a llamarle Joselito, quizás por aquel famoso niño cantor, de aquellos tiempos, al que llamaban el Pequeño Ruise-ñor y de nombre, Joselito. Aquel niño que las tardes de domingo llenaba las pantallas de los cines con su voz y su arte de niño.

Pero seguimos con Josito. José, como le pusieron sus padres en la pila bautismal de la iglesia del pueblo, o Jo-selito, como les dio por llamarlo a los vecinos, se en-cargó de cambiarse el nombre, apenas pudo balbucear sus primeras palabras, suprimió la e y la l, y cuando le

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preguntaban cómo se llamaba contestaba ¡Josito! A par-tir de entonces pasó a ser Josito para él mismo y para los demás.

Cuando nació en manos de la partera, ésta le dijo a la Pepa y al Nicolás con cierta pesadumbre que estos niños tenían la vida corta, que muy pocos llegaban a mayores. Pero allí estaba el Josito con sus treinta años cumplidos y sin intención alguna de dejar esta vida a la que había lle-gado. Sus padres, El Nicolás y La Pepa, no entendieron por qué el buen Dios en el que creían y con el que cum-plían, les había mandando un hijo así. El primero. Ellos querían hijos sanos, él para que le ayudaran a trabajar los campos de labranza en sus tierras. Ella hembras para la casa que le ayudaran en las tareas propias de mujeres, allí en el humilde reino de su casa. Después con los años la Pepa tuvo cinco hijos más, todos en la misma cama que a Josito y atendida por la misma partera, tres hembras y dos varones. El buen Nicolás decía resignado a sus veci-nos inclinado sobre la umbrosa mesa de la oscura y única taberna de la aldea: -Lo que Dios te quita por un lado te lo da por otro.

Con el paso de los años El Josito pasó a formar parte del paisaje de la aldea como el río y los álamos, como el bosque de árboles centenarios, como el viejo campanario de la iglesia, o la pequeña plazoleta del ayuntamiento.

Transcurría la vida con el paso inexorable de las esta-ciones. Primavera, verano, otoño e invierno, y en cada una de ellas la aldea se acomodaba. Se vestía de flores en primavera, de vida naciente con el retorno de las go-

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londrinas y las cigüeñas, de trabajo en las tierras rejuve-necidas al sol en la vida de verano, de presencia viva de algún que otro niño que nacía, de hombres y mujeres en las estrechas y empedradas callejas viviendo, respirando vida. Luego el retorno del estío, de mieses, de espigas y amapolas en los campos. En Otoño el bosque se cubría de tonos rojos y ocres, de frutas otoñales, y el reposo y letargo del invierno que llenaba el cielo de la aldea de hilos de caminos de humo del fuego que ardía en cada chimenea de cada hogar donde transcurrían y latían cuerpos y vidas.

Las dos estaciones que más le gustaban al Josito eran la primavera y el verano, su aldea bullía de vida en las tar-des de esas estaciones. Los pocos niños que nacían en la aldea jugaban en la plazoleta del ayuntamiento vigilado de cerca por sus mayores, aunque poca cosa mala pudiera occurrirles. Los hombres en grupo jugaban a la baraja y al dominó, y las mujeres y las jóvenes hacían labores. Al Josito le gustaba especialmente mirar a las mujeres en-cajeras, el encaje de bolillos era algo muy arraigado por aquellas tierras, él se colocaba detrás de ellas y miraba embelesado la danza primorosa de los dedos en su lid continuada con los bolillos de madera, le parecía que era mágico la ejecución de los encajes. Le gustaba la música armoniosa del chocar entre sí de los bolillos.

A mediados de Septiembre se celebraban todos los años las fiestas mayores a los santos patronos San Mauricio y Santa Tecla, entonces era el momento estelar del Josito, sucedía algo que nadie podía remediar, él se agenciaba de una caja de cartón, se colocaba junto al acordeonista la

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noche de baile, e imitaba con sus dedos sobre la caja to-dos y cada uno de los movimientos que el músico ejercía sobre el teclado del acordeón. Al Josito le parecía que esa música salía de su caja de cartón, y era feliz, feliz vien-do sonreír a sus vecinos, viéndolos bailar, el Josito esta-ba contento y todos lo sabían. Los dedos de las manos ejercían sobre él un poder mágico del cual no se podía escapar, lo atrapaban como la araña atrapa en su red a la mosca. Si a ese danzar de los dedos se unía la música, ya su dicha era completa. Alguien dijo de él una vez: -Este chiquillo hubiese sido un gran músico.

Así pasaba el tiempo, el Josito sin tener conciencia de su paso esperaba año tras año que llegaran las fiestas con la sana intención de hacer bailar a todos los vecinos con una maravillosa caja de cartón.

El año que el Josito cumplía treinta y un año las fiestas de la pequeña aldea iban a ser diferentes. Se celebraban las fiestas a San Mauricio y Santa Tecla como todos los años, pero también se rehabilitaba el viejo campanario de la iglesia, la misma donde fue bautizado el Josito, sus hermanos y todos los habitantes de la aldea. Por aquel tiempo todo el mundo era bautizado. Aquel era también el viejo campanario donde volvían cada nueva primavera las cigüeñas, que aquel año tuvieron que buscarse otro lugar donde anidar. Se aprovechó el momento para sus-tituir la vieja campana por otra nueva de buen bronce castellano. A la nueva campana le pusieron por nombre el de la santa patrona de la aldea, Tecla. De las aldeas y pueblos más cercanos llegaban hasta allí gentes a dis-frutar de aquellas fiestas, únicas e irrepetibles. También

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aquellos hijos que emigraron a la gran ciudad en busca de un futuro diferente al de sus padres, volvieron con sus hijos, en aquellos días ávidos de recuerdos buscando sus raíces. Fueron aquellas una fiestas que nadie nunca olvidaría.

Allí estaba el Josito, feliz, viviendo tanta alegría, viendo tanta gente, algunas que aún recordaba, otras que le eran totalmente desconocidas, pero así y todo él saludaba a unos, daba la bienvenida a otros. Todo el mundo parecía conocerlo, y a todo el mundo parecía conocer. El Josito era respondido con cariño por parte de unos y respeto por parte otros.

La última noche de fiesta, después de que durante el día se bendiciera el campanario y la nueva campana, se paseara a los santos patronos en procesión por las empe-dradas callejuelas de la aldea y se tirara la traca final de la procesión, se celebró una verbena popular en la plaza del ayuntamiento. La pequeña plazoleta estaba abarrotada de gente. Todos, vecinos y visitantes se concentraron allí, el Josito no cabía en sí de gozo y felicidad cuando pudo ver que una gran orquesta montaba sus instrumentos para el baile, sobre un improvisado tablado montado para la ocasión. Él no sabía cómo se llamaban todas aquellas cosas, pero seguro que sonarían a gloria, porque su caja de cartón y el acordeón del “Verbenas” el músico de toda la vida, ya sonaban muy bien, debió pensar el Josito. Así que una batería, dos guitarras, un piano y una trompeta se afinaban para aquellas horas de diversión.

Cuando el baile empezó el Josito pidió subir al tablado

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y sentado frente a un piano en desuso que uno de los chicos sacó de la camioneta, dispuesto sobre una peque-ña y desgastada mesa, se dispuso a hacer bailar a todos sus vecinos y visitantes. Sus hermanas no podían hacerle bajar del tablado ya avanzada la noche, su rostro presa-giaba que era el ser más feliz de la Tierra. Sólo cuando el cansancio inmovilizó sus dedos sobre el teclado, y sus ojitos diferentes se cerraban de cansancio ya entrada la madrugada, entonces sí se lo llevaron. Unas pocas horas después las fiestas terminaron.

Amaneció el día siguiente. Los vecinos más madruga-dores empezaron a barrer, regar y volver la aldea a su estado natural de normalidad después de los tres días de fiesta. Los visitantes habían vuelto aquella misma ma-drugada a sus lugares de origen, y ese día recién amane-cido, o como mucho el siguiente, se marcharían los hijos y nietos venidos de la gran ciudad. Mientras se barrían y regaban las calles, los vecinos comentaban con sonri-sas de irónico cariño “la actuación” del Josito, la noche anterior, mientras se buscaba al chico por la aldea con la mirada, se preguntaba por él.

La noticia corrió como la pólvora del día anterior, des-pués de la procesión de los santos patronos ¡El Josito no estaba en su casa! ¡Había desaparecido! Nadie lo encon-traba. Cuando aquella mañana su hermano Pascual que dormía en la misma habitación a su lado se despertó, vio que el Josito no estaba en su cama, entonces lo buscó por toda la casa y la calle. A esa búsqueda se unieron sus pa-dres y sus otros hermanos, pero el chico de rostro dife-rente y feliz no aparecía. Fue entonces cuando la noticia

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corrió de boca en boca, como sucedió treinta y un años antes con su nacimiento. Toda la aldea se paralizó de pronto. Había que encontrar al Josito. Abuelos, padres, hijos, nietos, hermanos, todos salieron al monte a buscar al chico. ¡Antes de que caiga la noche!, decían. Fue una búsqueda sin tregua ni descanso. En el río, en el bosque, cauce abajo del río, en los campos de labranza. Todo fue ojeado palmo a palmo, pero el Josito no aparecía. Em-pezaron a pensar que el chico no estaba en las tierras de su aldea. Una vez más el Josito era noticia, parecía que las tranquilas aguas del río, el sonido lastimero de los álamos con su suave murmullo mecidos por el viento, y hasta las cigüeñas que aquel año anidaban en otro lugar que no era el nuevo campanario, exclamaban en un tris-te y acompasado monocorde, ¡El Josito no está! ¿Dónde está el Josito? Porque la aldea no era la misma sin él.

Pero el chico no apareció ni ese día ni al siguiente, Fue al tercero, sobre el mediodía cuando un coche de la Guardia Civil apareció con él. Contaban que lo habían encontrado los músicos día y medio después de su huida escondido entre los instrumentos de la destartalada ca-mioneta.

-¡Quiero ser músico! - Les dijo. Con esa verborrea pro-pia de él, que los músicos apenas entendieron. Eso alegó en su defensa. Ellos lo entregaron al cuartel más cercano de la Guardia Civil.

El Josito ya estaba en su aldea, con él el paisaje volvió a ser el mismo desde hacía treinta y un años, o casi, desde que aquel niño diferente a los otros comenzara a ando-

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rrear por sus calles, libre como los pájaros o el viento, tropezando a cada paso dado por sus calles de tierra y piedras.

Diez años han pasado desde aquel día en que se celebró la restauración del nuevo campanario, y de la campana a la que pusieron por nombre Tecla. Diez años hacía que al día siguiente de las fiestas toda la aldea se paralizó y tuvieron que salir a buscar al Josito. Sus hermanos se fueron del pueblo a otras ciudades. Como tantos otros en busca de una vida mejor para sus hijos. El buen Ni-colás se quedó sin brazos que le ayudaran en sus tierras, la Pepa tuvo que asumir que sus chicas de mayores no harán primorosos encajes de bolillos, y ella sola fue poco a poco haciéndose cargo de la casa donde quedaron su marido, ella y el Josito. Pero la muerte pronto se llevó al buen Nicolás, y la Pepa del Nicolás vive junto a ese hijo de cuarenta y un años que según la partera no tendría lar-ga vida. Ella sabe que tiene que vivir por y para él, sabe que el Josito no podría vivir en la ciudad con alguno de sus hermanos. No lo resistiría. Él pertenece a este lugar, es hijo de la tierra, como el bosque, el río y los álamos, la torre del campanario y la plazoleta del ayuntamiento. Sabe que todo y todos lo conocen, y él todo y a todos conoce. Sabe que todos lo quieren y él quiere a todos, es el eterno niño que desde su “ser diferente” ha sabido ha-cerse querer. También sabe que siendo el niño de todos, sólo a ella le pertenece.

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CONFESIONES A MI DIARIOA los quince años la vida es una aventura extraña y maravillosa, se ha tenido toda una vida por detrás, la del niño. Se tiene toda una vida por delante, la del adulto.¡Ya se sabe! El 15 es “la niña bonita”.

Hoy es 1 de Julio de 2006

¡Bueno! Vamos a ver. Me pongo a escribir, que no es poco.

Querido diario, el 20 de junio cumplí quince años, y mis amigas entre otros regalos me trajeron un diario. O sea tú. Aún no había tenido tiempo de abrir tus páginas, ya sabes, con eso de que por esas fechas estamos acaban-do en el instituto, las notas, la fiesta de fin de curso, y todas esas cosas, algunas que molan y otras que no, pues no he tenido un momento para pararme, ahora que he subido a mi cuarto es cuando estoy escribiendo.

¡Arréale! Ahora me doy cuenta que no he puesto la fe-cha de hoy, y me dijeron mis amigas que en los diarios se ponía la fecha, que se escribía, que si no no tenía gracia. Yo sé que mucha gente escribe en un diario, pero a mí nunca se me había ocurrido contarle mis cosas a unas

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cuantas hojas de papel. Además me gusta muy poco es-cribir. Vamos, lo justo. Pero bueno, ya que eres un regalo de las amigas que más quiero, he pensado aprovecharte y me voy a poner a escribir. Así que escribo la fecha arri-ba…

¡Vale! Ya he puesto la fecha de hoy al principio del escri-to. Y ahora que ya está sigo:

En casa estamos preparando las cosas para bajarnos al apartamento de la playa. Digo bajarnos porque mi pue-blo está 114 metros sobre el nivel del mar. Esto último lo he aprendido en el Instituto. La “Leo” me diría que por lo menos ya he aprendido algo. Pues eso. Que tenemos un apartamento que compraron mis padres cuando yo tenía seis o siete años y desde entonces nos vamos allí cuando termina el colegio y el Instituto. A la escuela de primaria van mis dos hermanos pequeños, yo que soy la mayor voy a secundaria.

La verdad es que bajo al apartamento con ilusión por-que allí están también la mayoría de mis amigas, Miranda que no tiene apartamento, se pasa más tiempo allí en casa de unas y otras que en la suya del pueblo.

Yo creo que este verano va a ser especial, ya tengo quin-ce años y tendré que convencer a mis “viejos” para que me dejen salir más y hasta más tarde. Sé que se van a po-ner cabezones, pero a mí me da igual. Yo cuando quiero una cosa la consigo. Además yo nunca he entendido a los mayores y me creo que nunca los entenderé. Verás, te ex-plico. Si les pido a mis padres una cosa, lo que sea, me di-

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cen que ¡NO! Yo insisto, otra vez ¡NO! Vuelvo a insistir ¡NO! Y después de dos, tres o cuatro NOES, me dicen -Haz lo que quieras-. Y entonces yo me pregunto, ¿Por qué me han dicho tantas veces que no, si al final dicen que sí? No entiendo. Y eso pasa con todo, cuando quie-ro salir, cuando quiero comprarme algo, cuando quiero hacer alguna actividad. ¡Siempre! Y entonces pienso que los mayores deben tener las cosas muy poco claras, por-que continuamente están cambiando de idea. Otra cosa que me trae loca es lo de no decir mentiras, porque a mí mis padres, mis abuelos, los maestros y en la catequesis de preparación para la confirmación me dicen siempre que no hay que decir mentiras. Pues bueno, el otro día mi padre estaba esperando una posible llamada de un amigo que no le cae nada bien, deja el móvil encima de la mesa y se entra al baño y va y me dice: - Laura, si suena el móvil y es mi amigo Dhabi le dices que no estoy-. Y yo alucinando por un tubo le digo: -¡ Pero eso es una men-tira! - Él más pancho que alto me contesta: - ¡Haz lo que te digo y en paz!- ¡Rasca!, como dice mi amigo Pau. Me quedé sin palabras, para que luego nos digan que mentir está mal, o que es pecado. ¡Que no!, que cuanto mayor me hago menos los entiendo.

Bueno creo que para ser el primer día que escribo en tus páginas está ya bien, que empieza a dolerme la mano, además la “Leo” me ha mandado a mi cuarto a meter en una bolsa la ropa que me quiero bajar al apartamento y yo me he puesto a escribir. Así que hasta otro día que tenga tiempo escribiré todo lo que me vaya pasando este verano, que creo será ¡debuten! ¡Adiós!

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16 de Julio

Querido diario:

Ya sé que un diario es para escribir todos los días, pero chico, yo es que entre unas cosas y otras no encuentro el tiempo. Tú podrás pensar que si no tengo tiempo ahora que estoy de vacaciones, ya me dirás cuándo. Pero entre todos los rollos patateros de mis padres, mis hermanos y demás familia, que otro día te contaré, y luego claro están mis amigas y amigos, que no creas, a veces también son un rollazo que “te cagas”. Bueno, te cuento:

Cuando escribí por primera vez en tus páginas no te conté que este curso he suspendido cuatro asignaturas. Así que ya te puedes imaginar cómo están de pesados mis “viejos”. Me prohíben hasta el respirar, pero ya sabes como te conté la otra vez que con ponerme un poco pe-sada logro lo que quiero. Así que en eso de ser un muer-mo soy única, ellos están conmigo que muerden. ¡No sé! Creo que me lo voy a tomar en serio lo de los estudios y las primeras semanas de septiembre intentaré recuperar las asignaturas, y así pasar de curso, más que nada por-que si no paso no tendré las mismas compañeras de clase y mis mejores amigas están allí. ¡Sí!, lo haré.

Desde que bajamos al apartamento de la playa no he parado de estar con mis amigas, en especial con las me-jores, Maite, Nuria y Eva. También con Miranda, pero menos. Tú aún no lo sabes pero ellas son las más “guais” de todo el grupo de amigos, porque también hay chicos.

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Los mayores dicen que cuando te haces mayor vas per-diendo a los amigos, pero yo no me creo que alguna vez deje de verme con mis mejores amigas. Yo creo que eso pasa porque los mayores son unos “carcas”. Y así claro, cualquiera pierde a los amigos, sobre todo a las más que-ridas, como Maite, Nuria, Eva y Miranda. Nos hemos jurado amistad eterna, y yo sé que lo cumpliremos.

Bueno, verás, acabo de venir de la playa de estar con ellas. Hemos tomado el sol y hablado de nuestras cosas. Ya te puedes imaginar: chicos, ropa, fiesta, móviles, y claro, también de nuestros defectos, y cuando se toca ese tema yo me vengo a casa más cabreada que una mula. Mi punto débil son los granos de mi cara. Me traen -con perdón- “de puto culo” y eso que me pongo toda clase de potingues de los que venden en las farmacias y las tiendas de cosmética. Porque eso sí, la “Leo” no escati-ma en gastos en este tema. Pero es que además hoy he hecho un descubrimiento que me ha puesto “a parir”, he descubierto que tengo la nariz más grande de todas mis amigas. ¡Ya me vale! Eso sí, mis amigas, que han sido las descubridoras, me han dado un espejito para que lo comprobara por mí misma. Luego han querido quitarle importancia, pero el mal ya estaba hecho, puesto que yo desde que he llegado a casa no he parado de mirarme al espejo del baño, que he estado encerrada media hora en exclusiva para mí sola. Ahora, cuando acabe de escribir igual voy y me miro otra vez. De todos modos, según mis amigas sigo siendo la más guapa de todas, y la que mejor cuerpo tiene, eso y todo con granos y la nariz más grande de todas. Pero claro, es que tú no sabes cómo soy. Te cuento: mido uno setenta, tengo el pelo largo, rubio

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natural, y rizado, piel muy blanca, y ojos verdes. Aunque mis amigas opinan que soy la más guapa de todas yo no lo tengo tan claro, creo que el pelo rizado me hace la cabeza más gorda y además el pelo rizado es un rollo para peinarlo, y con la piel tan blanca es imposible tomar el sol, cuando mis amigas están morenas yo sigo blanca o “pelá” a capas como una cebolla. Por mucha crema solar que me ponga, no hay manera. Lo único que me gusta de mí son mis ojos, son bonitos, grandes y con un color verde muy especial que cambia con la tonalidad de la luz, del verde clarito al verde oscuro. Por lo menos eso es lo que todos me han dicho siempre, no es que yo ande todo el tiempo mirándome los ojos. Del tipo no estoy mal, soy alta para mi edad, el médico dice que aún creceré algo más, no sé lo que peso, pero me veo gorda. Cuando le digo eso a la “Leo” me mira como si tuviera una taladradora en los ojos y abre mucho la boca y dice casi gritando, pero sin gritar. -¡No digas tonterías!- Des-pués, cuando me pone delante el plato de espaguetis, el de macarrones, el de patatas y huevos fritos, que son mis comidas favoritas, me dice con mucho cachondeo: -¡Cui-dado Laura!, que esas cosas engordan mucho-. Y claro, yo entonces paso de estar gorda, pero ni le contesto.

Ahora delante de Eva no hablamos de gordura, por-que ella si que esta gordita. Bueno, para no engañarte a ti, más bien un poco gorda, y tiene complejo. Nosotras le decimos para animarla que esta muy buena y sólo un poco maciza, pero en el fondo ella sabe que se lo deci-mos porque la queremos y para quedar bien. Alguna vez Eva se ha apuntado a un gimnasio y ha empezado alguna dieta para adelgazar, pero enseguida se cansa y lo deja,

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porque no adelgaza. Eva tiene una cara muy mona, sim-pática y pícara y eso la hace atractiva. Maite es la más ba-jita de todas, pero ese no es su problema, ella eso lo tiene superado. Su obsesión es que no tiene pecho. O sea tetas, pero ella dice que nada más sea mayor de edad se operará para ponerse pecho, yo le digo que no se preocupe que yo le puedo pasar unas pocas tetas de las mías, porque a mí me sobran, y creo que no necesito tantas. y Eva va y suelta. ¡Pues anda que yo! Así acabamos muertas de risa.

Pero lo que de verdad creo es que esta vida es “una mierda” nadie está contento con lo que le toca.

Me llama la “Leo”, la comida está ya en la mesa. ¡Por Dios, que no sea potaje!... ¡Ya voooyyy! Jo, que pesada la “Leo”.

Bueno, que termino. Otro día te contaré más cosas, ahora te cierro con llave, que la bullanga de mi hermana, que tiene trece años, es capaz de abrirte y enterarse de todas mis cosas, y eso sí que no, esto es un secreto entre mi diario. O sea tú, y yo, otro día escribiré más.

¡Ciao!

30 de Julio

¡Hola diario amigo!

Hoy, después de muchos días he vuelto a abrir tu can-

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dado. Estoy empezando a escribir porque tengo muchas novedades que contarte. Ya sé que debería escribir todos los días, pero no tengo tiempo, porque en algo tienen razón los mayores. El tiempo pasa muy deprisa. Ya me veo cualquier día de estos siendo una “vieja carca” como mis padres y ya ni te cuento de mis abuelos.

Pero bueno, sigo: Con mis “viejos” igual que siempre, o sea mal, ni me entienden ni los entiendo, yo es que me creo que vivimos en el mismo planeta pero en planos diferentes. O a lo mejor es cosa de la naturaleza. ¡Yo qué sé! Pero según se dice, los jóvenes y los mayores nunca se han entendido, o al menos al parecer esa cuestión ha pasado durante toda la historia del mundo mundial. Mi madre, o sea la “Leo”. Porque aún no te he dicho que la “Leo” es mi madre. Que ya les vale a mis abuelos ponerle Leonila a mi madre de nombre.“Leo” sólo la llamo yo, todos los demás le dicen el nombre completo, Leonila. Yo como soy más práctica recorto, y si puedo ahorrar-me palabras y gestos, oye pues me los ahorro y en paz, que pensar y moverse es una pesadez. Bueno a lo que de verdad importa, ¡Que he ligao!, bueno yo y mis amigas, o bien dicho, mis amigas y yo.

Mi ligue se llama Xavi y es de Alicante, está aquí pasan-do unos días de vacaciones con sus padres, en un apar-tamento alquilado. También está con él un amigo que se llama Israel, los dos tienen diecisiete años, son de un pueblo del interior de Alicante, Castilla, Castalia, Casta-lla. ¡No sé!, algo así, pues no me quedo con los nombres de los pueblos. Si te cuento lo del pueblo es para que no te creas que es de Alicante capital y te preguntes qué

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hace un chico de una capital con playa, en un pueblo con playa. Pues eso, que Xavi está fetén es “guapíííísimo”, de culebrón televisivo. Te cuento, más alto que yo, more-nazo, ojos color miel, melena corta de pelo liso negro, labios de anuncio de “Martini”, y un culo que marea. Aunque yo creo que se lo tiene algo creído. Pero él in-tenta disimularlo. Claro que con lo guapo que es, como para no creérselo. Y está por mí, con mis granos y todo. Él dice que mis ojos lo vuelven loco. Bueno, ya veremos, de momento a pasarlo bien y en paz. El ligue de Eva es el amigo, Israel, es un chico más bien tirando a normal, pero tiene una gracia para contar chistes que nos parti-mos el culo de risa con él, es el gracioso de la panda, ade-más para más INRI lleva aparato dental y cuando abre la boca es “lo más de lo más”. Además es más bajito que Eva, Así y todo Eva no lo tiene demasiado claro con él. Todo por su complejo de gordita. Ahora, para chico in-teresante el de la “metro y medio”. O sea Nuria. Que no te lo he dicho aún pero es la más bajita de todas. Su chico es hindú y se llama Siro. Te cuento, porque es algo lioso. Está veraneando en el apartamento de enfrente de Xavi e Israel, está con unos padres que lo tienen en acogida. Habitualmente vive en Madrid, es hijo de una familia con mucho dinero allí, en no sé qué región de la India, y claro para nosotras que siempre hemos pensado que todos los hindúes son pobres y que están en la miseria, ha sido una sorpresa ver que algún que otro rico también hay. Bueno pues es el clásico chico hindú, moreno y gua-po. Bueno no tan clásico, porque éste es rico. No veas a la “medio metro” que lo mira y se le cae la baba. Siro es el más alto de los tres chicos, y Nuria la más bajita del grupo de amigas. ¡No veas!, cómo la maneja el hindú a

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la “medio metro”. Lo peor es que ella está más “colada” por Siro, y de verdad, más que las demás por los nues-tros. Eva, Miranda y yo le hemos dicho que no se haga muchas ilusiones, que ese rollo no tiene futuro, pero ella dice que los nuestros tampoco, y que “mientras va, va”. A lo mejor tiene razón.

¡Eva!… Eva está abajo, pues nada te guardo ya y otro día más, que nos esperan los amigos.

¡¡Avur!!

14 de Agosto

Hola diario olvidado. Ya sé que no he cumplido mi pro-mesa secreta de escribirte pronto, pero también creo que estás ya acostumbrándote a mi forma de ser, yo también empiezo a creer que la “Leo” tiene razón cuando dice que no soy nada formal, así y todo yo pienso que la vida no te cambia por escribir tus cosas en un diario. Eso sí, la “Leo” no sabe que tú existes, porque si lo supiera seguro que te buscaría e intentaría saber todo de mi vida, y yo pienso que por muy madre mía que sea, hay cosas que ella no debe saber, porque encima es seguro que se ca-chondearía diciendo: -¡Mira! Por lo menos escribes algo, y sin faltas de ortografía-. ¡Pues no!, un diario es algo muy personal. Bueno a lo que vamos.

Lo de los ligues de todas, pues muy bien. El de Nuria con Siro el mejor, se les ve muy acaramelados. En la pri-

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mera semana de agosto fueron las fiestas de aquí, de la playa, y mis “viejos” me dejaron salir hasta un poco más tarde. ¡Ya sabes el sistema! . ¡NO!, ¡NO!, ¡NO! Y luego, ¡HAZ LO QUE QUIERAS! Nos lo pasamos “de muer-te”, Eva y yo seguimos con ellos. Yo tengo que decirte un secreto muy grande. Xavi me ha besado y nos hemos tocado, donde tú ya puedes imaginarte, pero sólo eso, si por él hubiese sido habríamos llegado hasta el final, pero qué quieres, yo le tengo mucho miedo a un embarazo, porque soy muy joven para una cosa así, y todavía no me tomo la píldora ni nada parecido. A ver, si un día de estos me atrevo y lo hablo con la “Leo”, pero ahora me da mucha vergüenza. Ella, así como de pasada me ha aconsejado y eso. Lo de siempre, creo. Que cuidado con los chicos, que si siempre salen perdiendo las mujeres, etc, etc, etc. Pero de momento nada más. La que sí nos ha dicho que tuvo que ir a la farmacia al día siguiente de haberse acostado con Siro a por la píldora del día des-pués fue la “medio metro”, que encima parece que no lo gaste. ¡Ya le vale! Eva dice que ella igual que yo, cuatro palpeos y en paz. Y Miranda de chicos ni hablar, ella es así, un poco marimacho.

Bueno, a otra cosa. Hoy es domingo y han bajado a comer mis tíos, que aunque los quiero mucho son un par de pelmas de mucho de aquí te espero. Yo sé que me quieren, es más, sé que soy la sobrina favorita, por eso de que casi me criaron ellos, pues pasé todos los fines de se-mana y vacaciones en su casa, un chalet con jardín en un barrio en la periferia del pueblo, y ¡jolín! -como dice Mi-randa-, yo también los quiero pero no los “jodo”. Siem-pre con sus consejitos: Que si tienes que estudiar. Que

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si así no serás nada en la vida, que cuidado con quién vas. Que cuidado con las drogas, que…que...que. Que los quiero mucho pero paso de sus rollos. Tendrías que verme cómo los escucho pacientemente y deseando que acaben para largarme. Ahora hemos terminado de comer y hemos estado hablando, y yo con la excusa de estudiar me he subido a mi cuarto y estoy escribiendo todo esto. Mi tía ha preguntado con cara de no creerse nada: -¿Hoy domingo a las cuatro de la tarde vas a estudiar?- Y yo le he contestado poniendo cara de buena: -Sí, es que quiero recuperar las asignaturas que suspendí.- Por la cara que ha puesto la “Leo” tampoco se lo ha creído, han hecho bien porque no era verdad.

¡Se jodió el invento! mi tía me llama. ¿A ver qué quiere ahora? ¡El helado! Me llama para comer helado, como lo haya traído de chocolate la mato. Pero no creo, ella sabe que no me gusta el chocolate. Bueno, pues nada, te dejo, a ver si encuentro otro ratito hoy mismo y subo a con-tarte algo más de lo que nos pasó en las fiestas, porque en el concierto de “Los toma pan y moja” lo pasamos “súper bien”.

Me voy que la tía vuelve a llamar.

¡¡Arrivederchi!!

1 de Septiembre

Diario olvidado, no he tenido un ratito. La vida, como te dije al principio, es una mierda. Qué digo, es una au-téntica mierda. Mañana nos vamos para casa, se acabó el

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verano en la playa, este verano de mis quince años cum-pliré más, ya lo sé, pero los quince años te hacen mayor y tú que te crees que ser mayor es chollo, te das cuenta de que también tiene sus cosas malas. Te cuento.

Xavi, Israel y Siro se fueron hace una semana. Hemos quedado en chatear. Ya sabes, por Internet. Yo no sé, pero la “medio metro” lloró ya en la despedida por toda su vida, y dice la muy “ida” que está pensando en esca-parse a Madrid. Nosotras sabemos que no lo hará porque en el fondo es muy cobardica, eso lo dice ahora porque está un poco “depre” porque se “coló” por el hindú, pero en un par de semanas más se le pasa. A Eva le da igual, desde el principio no lo tuvo nada claro, y yo pues ya veremos. Lo peor no es lo de los “tíos”, lo peor es que yo a partir de mañana tendré que ponerme a estudiar como una mula, porque les he prometido a todos, padres, abue-los, tíos y demás familia, y a mí misma, que recupero y paso de curso. Bueno, por lo menos lo voy a intentar.

Sabes diario amigo, este verano se me ha pasado muy rápido, empiezo a creer eso de que el tiempo vuela. No sé si cuando empiece a estudiar tendré tiempo para escribir en tus páginas, pero puedes estar contento, porque si no lo hago debes saber que me has servido de mucha ayuda, lo que te he contado a ti en estos meses sólo se lo puedo contar a mis amigas, así que considérate mi amigo más íntimo.

¡Hasta siempre!

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Como me enseñaron que es de bien nacidos ser agradecidos, agradezco:

Al joven Josep Segarra Arnau, que diseñó la portada de este libro, poniendo en

ello tanta ilusión como yo misma.

A Rosario Arnau, por sus palabras, por conju-rar mis miedos y llenarme de buenas energías.

Y a todos y cada uno de vosotros, que sabéis quién sois sin que yo diga vuestros nombres, porque en algún

momento del tiempo pasado y del presente me habéis animado para que publicara algunos de mis escritos.

A todos y todas, ¡muchas gracias!

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Luisa Díaz Soria, o sea yo misma. Nací en Hellín, pro-vincia de Albacete, un caluroso 8 de Mayo, más o me-nos sobre las 16 horas. Así lo ha confirmado siempre mi madre. Yo no lo recuerdo. Ella, o sea mi madre, quiso ponerme por nombre Pilar, como ella misma. Pero fue mi padre el encargado de ir al Registro Civil y me puso el nombre de mi abuela paterna. O sea, como su madre. Ya sabéis, Luisa.

Mis estudios, los justos para hacer lo que hago en la vida. Vivir con plenitud, tratar de ser feliz, y de no hacer a otro lo que no quiero que me hagan a mí.

Esto es todo.

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ÍNDICE

Aventuras y desventurasde una mesa soriana ......................................................... 9

Su primer día .................................................................... 15

El hijo que se fue ............................................................. 19

Carmen me quiere ........................................................... 23

El niño de traje blanco ................................................... 25

Blas y Pinki ....................................................................... 27

Ritual interrumpido ........................................................ 31

La paz sea contigo ........................................................... 37

Los reyes magos pobres ................................................. 41

El despertar al primer amor .......................................... 45

Una estrella de Navidad ................................................. 49

Una sonrisa y un beso ..................................................... 55

María ................................................................................... 59

A la viudez de una mujer ................................................ 67

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Las hadas mariposas ........................................................ 71

Josito .................................................................................... 77

Confesiones a mi diario .................................................. 87

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