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Un compendio de diecisiete relatosde las aventuras del famoso ypeculiar detective belga. Desde "Lacaja de bombones" con un Poirottodavía residente en Bélgica, "Elmisterioso caso de Styles" pasandopor un círculo de narraciones de laprimera etapa londinense hastaotros casos de época posterior,cuando ya famoso, dispone de laeficiente y perfeccionista secretaria,Miss Lemon.- El caso del baile de la victoria- La aventura de la cocinera- El misterio de Cornwall

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- Las aventuras de Johnnie Waverly- Doble pista- El rey de bastos- La herencia de los Lemesurier- La mina perdida- El Expreso de Plymouth- La caja de bombones- El robo de los planos delsubmarino- El tercer piso- Doble culpabilidad- El misterio de Market Basing- Nido de avispas- Problema en el mar- ¿Cómo crece tu jardín?

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Título original: Poirot's Early CasesAgatha Christie, 1974.

Editor original: IronManu (v1.0)ePub base v2.1

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Agatha Christie

Primeos casos dePoirot

Hércules Poirot - 40

ePUB v1.0IronManu 05.08.13

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El caso del baile de laVictoria

Una pura casualidad impulsó a miamigo Hércules Poirot, antiguo jefe dela Force belga, a ocuparse del casoStyles. Su éxito le granjeó notoriedad ydecidió dedicarse a solucionar losproblemas que muchos crímenesplantean. Después de que me hirieran enel Somme y de quedar inútil para lacarrera militar, me fui a vivir con él a sucasa de Londres. Y precisamente porqueconozco al dedillo todos los asuntos quese trae entre manos, es lo que me ha

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sugerido el escoger unos cuantos, los deinterés, y darlos a conocer. De momentome parece oportuno comenzar por elmás enmarañado, por el que más intrigóen su época al gran público. Me refieroal llamado “Caso del baile de laVictoria”.

Porque si bien no es el quedemuestra mejor los méritos peculiaresde Poirot, sus característicassensacionales, las personas famosas quefiguraron en él y la tremenda publicidadque le dio la Prensa, le prestan elrelieve de una causa célebre y ademáshace tiempo que estoy convencido deque debo dar a conocer al mundo la

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parte que tomó Poirot en su solución.Una hermosa mañana de primavera

me hallaba yo sentado en lashabitaciones del detective. Mi amigo,tan pulcro y atildado como de usual, seaplicaba delicadamente un nuevocosmético en su poblado bigote. Escaracterística de su manera de ser unavanidad inofensiva, que casa muy biencon su amor por el orden y por elmétodo en general. Yo había estadoleyendo el Daily Newzusmonger, perose había caído al suelo y me encontrabasumido en sombrías reflexiones, cuandola voz de mi amigo me llamó a larealidad.

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- ¿En qué piensa, mon ami? -interrogó.

- En el asunto ese del baile -respondí -. ¡Es espantoso! Todos losperiódicos hablan de él - agregué dandoun golpecito en la hoja que me quedabaen la mano.

- ¿Sí?Yo continué, acalorado:- ¡Cuánto más se lee, más misterioso

parece! ¿Quién mató a lord Cronshaw?La muerte de Cocó Courtenay, aquellamisma noche, ¿fue pura coincidencia?¿Fue accidental? ¿Tomódeliberadamente una doble dosis decocaína? ¿Cómo averiguarlo?

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Me interrumpí para añadir, tras deuna pausa dramática:

- He aquí las preguntas que meplanteo.

Pero con gran contrariedad mía,Poirot no demostró el menor interés, nome hizo caso y se miró al espejo,murmurando:

- ¡Decididamente esta nueva pomadaes una maravilla!

Al sorprender entonces una miradamía se apresuró a decir:

- Bien, ¿y qué responde usted?Pero antes de que pudiese contestar

se abrió la puerta y la patrona anunció alinspector Japp.

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Ése era un antiguo amigo y se leacogió con gran entusiasmo.

- ¡Ah! ¡Pero si es el buen Japp! -exclamó Poirot -. ¿Qué buen viento letrae por aquí?

- Monsieur Poirot - repuso Japptomando asiento y dirigiéndome unainclinación de cabeza -. Me hanencargado de la solución de un casodigno de usted y vengo a ver si leconviene echarme una mano.

Poirot tenía buena opinión de lascualidades del inspector, aunquedeploraba su lamentable falta demétodo. Yo, por mi parte, considerabaque el talento de dicho señor consistía,

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sobre todo, en el arte sutil de solicitarfavores bajo pretexto de prodigarlos.

- Se trata de lo sucedido durante elbaile de la Victoria - explicó con acentopersuasivo -. Vamos, no me diga que noestá intrigado, y desea contribuir a susolución.

Poirot me miró sonriendo.- Eso le interesa al amigo Hastings -

contestó -. Precisamente me estabahablando del caso. ¿Verdad, mon ami?

- Bueno, que nos ayude - concedióbenévolo el inspector -. Y si llega usteda desentrañar el misterio que lo rodeapodrá adjudicarse un tanto. Pero vamosa lo que importa. Supongo que conocerá

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ya los pormenores principales, ¿no eseso?

- Conozco únicamente lo que cuentanlos periódicos... y ya sabemos que laimaginación de los periodistas nosextravía muchas veces. Haga el favor dereferirme la historia.

Japp cruzó cómodamente las piernasy habló así:

- El martes pasado fue cuando se dioel baile de la Victoria en esta ciudad,como todo el mundo sabe. Hoy sedenomina “gran baile” a cualquiera deellos, siempre que cueste unos chelines,pero éste a que me refiero se celebró enel Colossus Hall, y todo Londres,

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incluyendo a lord Cronshaw y susamigos, tomó parte en...

- ¿Su dossier? - dijointerrumpiéndole Poirot -. Quiero decirsu bio... ¡No, no! ¿Cómo le llamanustedes? Su biografía.

- El vizconde Cronshaw, quinto deeste nombre, era rico, soltero, teníaveinticinco años y demostraba granafición por el mundo del teatro. Secomenta y dice que estaba prometido auna actriz, miss Courtenay, del teatroAlbany, que era una dama fascinadora ala que sus amistades conocían con elnombre de “Cocó”.

- Bien. Continúe.

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- Seis personas eran las quecomponían el grupo capitaneado porlord Cronshaw: él mismo; su tío, elHonorable Eustaquio Beltane; una lindaviuda americana, mistress Mallaby;Cristóbal Davidson, joven actor; sumujer, y finalmente, miss CocóCourtenay. El baile era de trajes, comoya sabe, y el grupo Cronshawrepresentaba los viejos personajes de laantigua Comedia Italiana.

- Eso es. La commedia dell’Arte -murmuró Poirot -. Ya sé.

- Estos vestidos se copiaron de losde un juego de figuras chinescas queforman parte de la colección de

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Eustaquio Beltane. Lord Cronshawpersonificaba a Arlequín; Beltane aPolichinela; los Davidson eranrespectivamente Pierrot y Pierrette; missCourtenay era, como es de suponer,Colombine. A primera hora de la nochesucedió algo que lo echó todo a perder.Lord Cronshaw se puso de un humorsombrío, extraño, y cuando el grupo sereunió más adelante para cenar en unpequeño reservado, todos repararon enque él y miss Courtenay habían reñido yno se hablaban. Ella había llorado, eraevidente, y estaba al borde de un ataquede nervios. De modo que la cena fue delo más enojosa y cuando todos se

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levantaron de la mesa, Cocó se volvió aCristóbal Davidson y le rogó que laacompañara a casa porque ya estabaharta de baile. El joven actor titubeó,miró a lord Cronshaw y finalmente se lallevó al reservado otra vez.

“Pero fueron vanos todos susesfuerzos para asegurar unareconciliación, por lo que tomó un taxi yacompañó a la ahora llorosa missCourtenay a su domicilio. La muchachaestaba trastornadísima; sin embargo, nose confió a su acompañante.

Únicamente dijo repetidas veces:“Cronshaw se acordará de mí”. Estafrase es la única prueba que poseemos

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de que pudiera no haber sido su muerteaccidental. Sin embargo, es bien pocacosa, como ve, para que nos basemos enella. Cuando Davidson consiguió que setranquilizase un poco era tarde paravolver al Colossus Hall y marchódirectamente a su casa, donde, pocodespués, llegó su mujer y le enteró de laespantosa tragedia acaecida después desu marcha.

“Parece ser que a medida queadelantaba la fiesta iba poniéndose lordCronshaw cada vez más sombrío. Semantuvo separado del grupo y apenas sele vio en toda la noche. A la una ytreinta, antes del gran cotillón en que

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todo el mundo debía quitarse la careta,el capitán Digby, compañero de armasdel lord, que conocía su disfraz, le viode pie en un palco contemplando laplatea.

- ¡Hola, Cronsh! - le gritó -. Baja deahí y sé más sociable. Pareces unmochuelo en la rama. Ven conmigo y nosdivertiremos.

- Está bien. Espérame, de locontrario nos separará la gente.

Lord Cronshaw le volvió la espalday salió del palco. El capitán Digby, aquien acompañaba la señorita Davidson,aguardó. Pero el tiempo pasaba y lordCronshaw no aparecía.

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Finalmente, Digby se impacientó.- ¿Se creerá ese chiflado que vamos

a estarle aguardando toda la noche?En ese instante se incorporó a ellos

mistress Mallaby.- Está hecho un hurón - comentó la

preciosa viuda.La búsqueda comenzó sin gran éxito

hasta que a mistress Mallaby se leocurrió que podía hallarse en elreservado donde habían cenado una horaantes. Se dirigieron allá ¡y quéespectáculo se ofreció a sus ojos!

Arlequín estaba en el reservado,cierto es, pero tendido en tierra y con uncuchillo de mesa clavado en medio del

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corazón.Japp guardó silencio. Poirot,

intrigado, dijo con aire suficiente:- ¡Une belle affaire! ¿Y se tiene

algún indicio de la identidad del autorde la hazaña?

No, es imposible, desde luego.- Bien - continuó el inspector -, ya

conoce el resto. La tragedia fue doble.Al día siguiente, los periódicos laanunciaron con grandes titulares.Brevemente, se decía en ellos que sehabía descubierto muerta en su cama amiss Courtenay, la popular actriz, y quesu muerte se debía, según dictamenfacultativo, a una doble dosis de

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cocaína.¿Fue un accidente o un suicidio? Al

tomar declaración a la doncella,manifestó que, en efecto, miss Courtenayera muy aficionada a aquella droga, demanera que su muerte pudo ser casual,pero nosotros tenemos que admitirtambién la posibilidad de un suicidio.Lo sensible es que la desaparición de laactriz nos deja sin saber el motivo de laquerella que sostuvieron los dos noviosla noche del baile. A propósito: en losbolsillos de lord Cronshaw se haencontrado una cajita de esmalte queostenta la palabra “Cocó” en letras dediamantes. Está casi llena de cocaína.

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Ha sido identificada por la doncella demiss Courtenay como perteneciente a suseñora. Dice que la llevaba siempreconsigo, porque encerraba la dosis decocaína a que rápidamente se estabahabituando.

- ¿Era lord Cronshaw aficionadotambién a los estupefacientes?

- No, por cierto. Tenía sobre estepunto ideas muy sólidas.

Poirot se quedó pensativo.- Pero puesto que tenía en su poder

la cajita debía saber que miss Courtenaylos tomaba. Qué sugestivo es esto,¿verdad, mi buen Japp?

- Sí, claro - dijo titubeando el

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inspector.Yo sonreí.- Bien, ya conoce los pormenores

del caso.- ¿Y han conseguido hacerse o no

con alguna prueba?- Tengo una, una sola. Hela aquí.Japp se sacó del bolsillo un pequeño

objeto que entregó a Poirot. Era unpequeño pompón de seda, coloresmeralda, del que pendían variashebras como si lo hubieran arrancadocon violencia de su sitio.

- Lo encontramos en la mano cerradadel muerto - explicó.

Poirot se lo devolvió sin

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comentarios. A continuación preguntó:- ¿Tenía lord Cronshaw algún

enemigo?- Ninguno conocido. Era un joven

muy popular y apreciado.- ¿Quién se beneficia de la muerte?- Su tío, el honorable Eustaquio

Beltane, que hereda su título ypropiedades. Tiene en contra uno o doshechos sospechosos. Varias personashan declarado que oyeron un altercadoviolento en el reservado y que EustaquioBeltane era uno de los que disputaban.El cuchillo con que se cometió el crimense cogió de la mesa y el hecho sugierede que se llevase a cabo por efecto del

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calor de la disputa.- ¿Qué responde a esto mister

Beltane?- Declara que uno de los camareros

estaba borracho y que él le propinó unareprimenda, y que esto sucedía a la unay no a la una y media de la madrugada.La declaración del capitán Digbydetermina la hora exacta, ya que sólotranscurrieron diez minutos entre elmomento en que habló con Cronshaw yel momento en que descubrió sucadáver.

- Supongo que Beltane, que vestía untraje de Polichinela, debía llevar jorobay un cuello de volantes...

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- Ignoro los detalles exactos de lostrajes de máscara - repuso Japp,dirigiendo una mirada de curiosidad -.De todos modos no veo que tengan nadaque ver con el crimen.

- ¿No? - Poirot sonrió con ironía. Nose había movido del asiento, pero susojos despedían una luz verde, que yocomenzaba a conocer bien -, ¿verdadque había una cortina en el reservado?

- Sí, pero...- ¿Queda detrás espacio suficiente

para ocultar a un hombre?- Sí, en efecto, puede servir de

escondite, pero ¿cómo lo sabe,Monsieur Poirot, si no ha estado allí?

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- No he estado, en efecto, mi buenJapp, pero mi imaginación haproporcionado a la escena esa cortina.Sin ella el drama no tenía fundamento. Yhay que ser razonable.

Pero, dígame: ¿enviaron los amigosde Cronshaw a por un médico o no?

- Enseguida, claro está. Sinembargo, no había nada que hacer. Lamuerte debió ser instantánea.

Poirot hizo un movimiento deimpaciencia.

- Sí, sí, comprendo. Y ese médico,¿ha prestado ya declaración en lainvestigación iniciada?

- Sí.

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- ¿Dijo algo acerca de algún síntomapoco corriente?

Japp fijó una mirada penetrante en elhombrecillo.

- Ignoro adónde quiere ir a parar,pero el doctor explicó que había unatensión, una rigidez en los miembros delcadáver que no podía ni acertaba aexplicarse.

- ¡Ajá! ¡Ajá! ¡Mon Dieu! - exclamóPoirot -. Esto da que pensar, ¿no leparece?

Yo vi que a Japp no le preocupabalo más mínimo.

- ¿Piensa tal vez en el veneno,Monsieur? ¿Para qué ha de envenenarse

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primero a un hombre al que se asestadespués una puñalada?

- Realmente sería ridículo -manifestó Poirot.

- Bueno, ¿desea ver algo, Monsieur?¿Le gustaría examinar la habitacióndonde se halló el cadáver de lordCronshaw?

Poirot agitó la mano.- No, nada de eso. Usted me ha

referido ya lo único que puedeinteresarme: el punto de vista de lordCronshaw respecto de losestupefacientes.

- ¿De manera que no desea vernada?

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- Una sola cosa.- Usted dirá...- El juego de las figuras de

porcelana china que sirvieron para sacarcopia de los trajes de máscara.

Japp le miró sorprendido.- ¡La verdad es que tiene usted

gracia! - exclamó después.- ¿Puede hacerme ese favor?- Desde luego. Acompáñeme ahora

mismo a Berkeley Square, si gusta. Nocreo que mister Beltane ponga reparos.

Partimos en el acto en un taxi. Elnuevo lord Cronshaw no estaba en casa,pero a petición de Japp nos introdujeronen la “habitación china”, donde se

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guardaban las gemas de la colección.Japp miró unos instantes a su alrededor,titubeando.

- No se me alcanza cómo va usted aencontrar lo que busca, Monsieur - dijo.

Pero Poirot había tirado ya de unasilla, colocada junto a la chimenea, y sesubía a ella de un salto, más propio deun pájaro que de una persona. En unpequeño estante, colocadas encima delespejo, había seis figuras de porcelanachina. Poirot las examinó atentamente,haciendo poquísimos comentariosmientras verificaba la operación.

- ¡Les Voilà... ! La antigua Comediaitaliana. ¡Tres parejas! Arlequín y

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Colombina; Pierrot y Pierrette,exquisitos con sus trajes verde y blanco.Polichinela y su compañera vestidos demalva y amarillo. El traje de Polichinelaes complicado. Lleva frunces, volantes,joroba, sombrero alto... Sí, de veras esmuy complicado.

Volvió a colocar en su sitio lasfiguritas y se bajó de un salto.

Japp no quedó satisfecho, pero alparecer Poirot no tenía intención deexplicarnos nada y el detective tuvo queconformarse. Cuando nos disponíamos asalir de la sala entró en ella el dueño dela casa y Japp hizo las debidaspresentaciones.

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El sexto vizconde Cronshaw era unhombre de unos cincuenta años, demaneras suaves, con un rostro bello perodisoluto. Era un roué que adoptaba lalánguida actitud de un poseur. A mí meinspiró antipatía. Sin embargo, nosacogió de una manera amable y dijo quehabía oído alabar la habilidad de Poirot.Al mismo tiempo se puso por entero anuestra disposición.

- Sé que la policía hace todo lo quepuede - declaró, pero temo que no lleguenunca a solucionarse el misterio queencierra la muerte de mi sobrino. Lerodean también circunstancias muymisteriosas.

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Poirot le miraba con atención.- ¿Sabe si tenía enemigos?- Ninguno. Estoy bien seguro. - Tras

de una pausa, Beltane interrogó: ¿Deseadirigirme alguna otra pregunta?

- Una sola. - Poirot se había puestoserio -. ¿Se reprodujeron exactamentelos trajes de máscara de estos figurines?

- Hasta el menor detalle.- Gracias, milord. No necesito saber

más. Muy buenos días.- ¿Y ahora qué? - preguntó Japp en

cuanto salimos a la calle -. Porque debonotificar algo al Yard, como ya sabeusted.

- ¡Bien! No le detengo. También yo

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tengo un poco de quehacer y después...- ¿Después?- Quedará el caso completo.- ¡Qué! ¿Se da cuenta de lo que

dice? ¿Sabe ya quién mató a lordCronshaw?

- Parfaitement.- ¿Quién fue? ¿Eustaquio Beltane?- ¡Ah, mon ami! Ya conoce mis

debilidades. Deseo siempre tener todoslos cabos sueltos en la mano hasta elúltimo momento. Pero no tema. Lorevelaré todo a su debido tiempo. Nodeseo honores. El caso será suyo acondición de que me permita llegar aldenouement a mi modo.

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- Si es que el denouement llega -observó Japp -. Entretanto, ya se sabe,usted piensa mostrarse tan herméticocomo una ostra, ¿no es eso? - Poirotsonrió -. Bien, hasta la vista. Me voy alYard.

Bajó la calle a paso largo y Poirotllamó a un taxi.

- ¿Adónde vamos ahora? - lepregunté, presa de viva curiosidad.

- A Chelsea para ver a los Davidson.- ¿Qué opina del nuevo lord

Cronshaw? – pregunté mientras le dabalas señas al taxista.

- ¿Qué dice mi buen amigo Hastings?- Que me inspira instintiva

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desconfianza.- ¿Cree que es el “hombre malo” de

los libros de cuentos, verdad?- ¿Y usted no?- Yo creo que ha estado muy amable

con nosotros - repuso Poirot sincomprometerse.

- ¡Porque tiene sus razones!Poirot me miró, meneó la cabeza con

tristeza y murmuró algo que sonabacomo si dijera:

“¡Qué falta de método!” .Los Davidson habitaban en el tercer

piso de una manzana de casas - mansión.Se nos dijo que mister Davidson habíasalido pero que mistress Davidson

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estaba en casa, y se nos introdujo en unahabitación larga, de techo bajo, ornadade cortinajes, de alegres colores, estilooriental. El aire, opresivo, estabasaturado del olor fuerte de los nardos.Mistress Davidson no nos hizo esperar.Era una mujercita menuda, rubia, cuyafragilidad hubiera parecido poética, deno ser por el brillo penetrante,calculador, de los ojos azules.

Poirot le explicó su relación con elcaso y ella movió tristemente la cabeza.

- ¡Pobre Cronsh... y pobre Cocótambién! - exclamó al mismo tiempo -.Nosotros, mi marido y yo, la queríamosmucho y su muerte nos parece

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lamentable y espantosa. ¿Qué es lo quedesea saber? ¿Debo volver a recordaraquella triste noche?

- Crea, madame, que no abusaré desus sentimientos. Sobre todo porque yael inspector Japp me ha contado lo másimprescindible. Deseo ver, solamente, elvestido de máscara que llevó usted albaile.

Mistress Davidson pareciósorprenderse de la singular petición yPoirot continuó diciendo con acentotranquilizador:

- Comprenda, madame, que trabajode acuerdo con el sistema de mi país.Nosotros tratamos siempre de

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“reconstruir” el crimen. Y como esprobable que desee hacer unarepresentación, esos vestidos tienen suimportancia.

Pero mistress Davidson parecíadudar todavía de la palabra de Poirot.

- Ya he oído decir eso, naturalmente- dijo -, pero ignoraba que usted fueratan amante del detalle. Voy a por elvestido en seguida.

Salió de la habitación para regresarcasi en el acto con un exquisito vestidode raso verde y blanco. Poirot lo tomóde sus manos, lo examinó y se lodevolvió con un atento saludo.

- ¡Merci, madame! Ya veo que ha

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tenido la desgracia de perder unpompón, aquí en el hombro.

- Sí, me lo arrancaron bailando. Lorecogí y se lo di al pobre lord Cronshawpara que me lo guardase.

- ¿Sucedió eso después de la cena?- Sí.- Entonces, ¿muy poco antes de

desarrollarse la tragedia, quizá?Los pálidos ojos de mistress

Davidson expresaron leve alarma yreplicó vivamente:

- Oh, no, mucho antes. Justo despuésde cenar.

- Entiendo. Bien, eso es todo. Noqueremos molestarla más. Bonjour,

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madame.- Bueno - dije cuando salíamos del

edificio -. Ya está explicado el misteriodel pompón verde.

- Hum...- ¡Oiga! ¿Qué quiere decir con eso?- Se ha fijado, Hastings, en que he

examinado el traje, ¿verdad?- Sí.- Eh, bien, el pompón que faltaba no

fue arrancado, como dijo esa señora,sino... cortado por unas tijeras porquetodas las hebras son iguales.

- ¡Caramba! La cosa se complica...- Por el contrario - repuso con aire

plácido Poirot -, se simplifica cada vez

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más.- ¡Poirot! ¡Se me está terminando la

paciencia! - exclamé -. Su costumbre deencontrar todo tan sencillo es unagravante.

- Pero cuando me explico, diga, monami, ¿no es cierto que resulta muysimple?

- Sí, señor, y eso es lo que más meirrita: que entonces se me figura quetambién yo hubiera podido adivinarfácilmente.

- Y lo adivinaría, Hastings, si setomase el trabajo de poner en orden susideas. Sin un método...

- Sí, sí - me apresuré a decir,

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interrumpiéndole, porque conocíademasiado bien la elocuencia quedesplegaba, cuando trataba de su temafavorito -. Dígame: ¿qué piensa hacerahora? ¿Está dispuesto, de veras, areconstruir el crimen?

- Nada de eso. El drama haconcluido. Únicamente me propongoañadirle... ¡una arlequinada!

Poirot señaló el martes siguientecomo día a propósito para la misteriosarepresentación y he de confesar que suspreparativos me intrigaron de modoextraordinario. En un lado de lahabitación se colocó una pantalla; alotro un pesado cortinaje. Luego vino un

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obrero con un aparato para la luz yfinalmente un grupo de actores quedesaparecieron en el dormitorio dePoirot, destinado provisionalmente acuarto tocador. Japp se presentó pocodespués de las ocho. Venía de visiblemal humor.

- La representación es tanmelodramática como sus ideas -manifestó -. Pero, en fin, no tiene nadade malo y, como el mismo Poirot dice,nos ahorrará infinitas molestias ycavilaciones. Yo mismo sigo el rastro,he prometido dejarle hacer las cosas asu manera. ¡Ah! Ya están aquí esosseñores.

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Llegó primero Su Señoríaacompañando a mistress Mallaby, a laque yo no conocía aún. Era una lindamorena y parecía estar nerviosa. Lessiguieron los Davidson.

También vi a Chris Davidson porvez primera. Era un guapo mozo, esbeltoy moreno, que poseía los modalesgraciosos y desenvueltos del verdaderoactor.

Poirot dispuso que tomasen todosasiento delante de la pantalla, que estabailuminada por una luz brillante. Luegoapagó las luces y la habitación quedó, aexcepción de la pantalla, totalmentesumida en tinieblas.

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- Señoras, caballeros, permítanmeunas palabras de explicación. Por lapantalla van a pasar por turno seisfiguras que les son familiares: Pierrot ysu Pierrette; Polichinela, el bufón, y laelegante Polichinela; la bellaColombina, coqueta y seductora, yArlequín, el invisible para los hombres.

Y tras estas palabras de introduccióncomenzó la comedia. Cada una de lasfiguras mencionadas por Poirotsurgieron en la pantalla, permanecieronen ella un momento en pose ydesaparecieron. Cuando se encendieronlas luces sonó un suspiro general dealivio. Todos los presentes estaban

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nerviosos, temerosos, sabe Dios de qué.Si el criminal estaba en medio denosotros y Poirot esperaba queconfesase a la sola presencia de unafigura familiar, la estratagema había yafracasado evidentemente, puesto que nose produjo. Sin embargo, no sedescompuso, sino que avanzó un paso,con el rostro animado.

- Ahora, señoras y señores - dijo -,díganme, uno por uno, qué es lo que hanvisto.

¿Quiere empezar, milord?Este caballero quedó perplejo.- Perdón, no le comprendo - dijo.- Dígame nada más qué es lo que ha

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visto.- Ah, pues... he visto pasar por la

pantalla a seis personas vestidas comolos personajes de la vieja Comediaitaliana, o sea, como la otra noche.

- No pensemos en la otra noche,milord - le advirtió Poirot -. Sólo quierosaber lo que ha visto. Madame, está deacuerdo con lord Cronshaw?

Se dirigía a mistress Mallaby.- Sí, naturalmente.- ¿Cree haber visto seis figuras que

representan a los personajes de laComedia italiana?

- Sí, señor.- ¿Y usted, Monsieur Davidson?

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- Sí.- ¿Y madame?- Sí.- ¿Hastings? ¿Japp? ¿Sí? ¿Están

ustedes completamente de acuerdo?Poirot nos miró uno a uno; tenía el

rostro pálido y los ojos verdes tanclaros como los de un gato.

- ¡Pues debo decir que se equivocantodos ustedes! - exclamó -. Sus ojosmienten... como mintieron la otra nocheen el baile de la Victoria. Ver las cosascon los propios ojos, como vulgarmentese dice, no es ver la verdad. Hay quever con los ojos del entendimiento; hayque servirse de las pequeñas células

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grises. ¡Sepan, pues, que lo mismo estanoche que la noche del baile vieron sólocinco figuras, no seis! ¡Miren ustedes!

Volvieron a apagarse las luces. Yuna figura se dibujó en la pantalla:¡Pierrot!

- ¿Quién es? ¿Pierrot, no es eso? -preguntó Poirot con acento severo.

- Sí - gritamos todos a la vez.- ¡Miren otra vez!Con un rápido movimiento el actor

se despojó del vestido suelto de Pierroty en su lugar apareció, resplandeciente,¡Arlequín!

- ¡Maldito sea! ¡Maldito sea! -exclamó la voz de Davidson -. ¿Cómo lo

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ha adivinado?A continuación sonó el ¡clic! de las

esposas y la voz serena, oficial, de Japp,que decía:

- Le detengo, Cristóbal Davidson,por el asesinato del vizconde Cronshaw.Todo lo que pueda decir se utilizarácomo acusación en contra.

Un cuarto de hora despuéscenábamos. Poirot, con el rostroresplandeciente, se multiplicaba,hospitalario, respondía de buena gana anuestras múltiples y continuas preguntas.

- Todo ha sido muy simple. Lascircunstancias en que se halló el pompónverde sugería, al punto, que había sido

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arrancado del vestido de máscara delasesino. Yo alejé a Pierrette delpensamiento, ya que se necesita de unafuerza considerable para clavar uncuchillo de mesa en el pecho de unhombre, y me fijé en Pierrot. Pero éstehabía salido del baile dos horas antes deverificarse el crimen. De manera que sino regresó al baile para matar a lordCronshaw pudo matarle antes demarchar. ¿Era esto posible? ¿Quiénhabía visto a lord Cronshaw después dela hora de la cena? Sólo mistressBeltane cuyo testimonio, lo sospecho,fue falso; una mentira deliberada paraexplicar la desaparición del pompón,

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que, naturalmente, quitó de su traje demáscara para reemplazar el que sumarido perdió. A Arlequín se le vio a launa y media en un palco. También éstafue una representación. Yo penséprimero en mister Davidson comopresunto culpable. Pero era imposible,dado lo complicado de su traje, quehubiera doblado los papeles de Arlequíny de Polichinela. Por otra parte, siendomister Davidson un joven de la mismaedad y estatura que la víctima, así comoun actor profesional, la cosa no podíaser más simple.

“No obstante me preocupaba elmédico. Porque ningún médico

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profesional puede dejar de darse cuentade que existe una diferencia entre unapersona que sólo hace diez minutos queha muerto y la que lleva difunta doshoras. ¡Eh bien! ¡El doctor se habíadado cuenta! Sólo que como al colocarledelante del cadáver no se le preguntó“¿Cuánto hace que ha muerto?”, sinoque, por el contrario, se le comunicó queestaba con vida diez minutos antes,guardó silencio. Pero en la investigaciónhabló de la rigidez anormal de losmiembros del cadáver, ¡que no seexplicaba!

“Todo concordaba, pues, con miteoría. Hela aquí: Davidson mató a

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Cronshaw inmediatamente después de lacena, o sea, después de volver con él,como recordarán ustedes, al comedor. Acontinuación acompañó a missCourtenay a casa, dejándola a la puertadel piso en vez de entrar para tratar decalmarla como declaró, y volviendo aescape al Colossus, pero no ya vestidode Pierrot, sino de Arlequín, simpletransformación que efectuó en menos delo que se tarda en contarlo.

El actual lord Cronshaw miróperplejo al detective.

- Si fue así - dijo -, Davidson debióir al baile dispuesto a matar a misobrino. ¿Por qué? Nos falta descubrir

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el motivo y yo no acierto a adivinarlo.- ¡Ah! Aquí tenemos la segunda

tragedia, la de miss Courtenay. Existe unpunto sencillo de referencia que hemospasado por alto. Miss Courtenay muriódespués de tomar una doble dosis decocaína... pero la habitual estaba en lacajita que se encontró sobre el cuerpode lord Cronshaw. ¿De dónde sacóentonces la droga que la mató?

Únicamente una persona pudoproporcionársela: Davidson. Y el hecholo explica todo.

Su amistad con los Davidson, supetición a Cristóbal de que laacompañase a casa.

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Lord Cronshaw era enemigoacérrimo, casi fanático, de losestupefacientes. Por ello al descubrirque su novia tomaba cocaína sospechóque era Davidson quien se laproporcionaba. El actor lo negó, perolord Cronshaw sonsacó a missCourtenay en el baile y le arrancó laverdad. Podía perdonar a ladesventurada muchacha, pero no dudenustedes que no hubiera tenido piedad delhombre que tenía como medio de vida eltráfico de los estupefacientes. Si llegabaa descubrirse esto era inminente su ruinay por ello acudió al Colossus dispuestoa procurarse, a cualquier precio, el

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silencio de lord Cronshaw.- Entonces ¿fue casual la muerte de

Cocó?- Sospecho que fue un accidente que

provocó hábilmente el mismo Davidson.Ella estaba furiosa con el lord, ante todopor sus reproches, después por haberlequitado la cajita de cocaína. Davidsonle proporcionó más y probablemente lesugeriría que tomase una dosis mayorcomo desafío “al viejo Cronsh”.

- ¿Cómo descubrió usted que habíaen el comedor una cortina? - preguntéyo.

- ¡Toma! ¡Mon ami! Si no puede sermás fácil... Recuerde que los camareros

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entraron y salieron de él sin ver nadasospechoso. De esto se deducía que elcadáver no estaba entonces tendido en elsuelo. Tenía forzosamente que estaroculto en cualquier parte y por ello seme ocurrió que debía ser detrás de unacortina. Davidson arrastró el cadáverhasta allí y más adelante, después dellamar la atención en el palco, lo sacó yabandonó definitivamente el baile. Estepaso fue uno de los más hábiles que dio.¡Es muy listo!

Pero en los ojos verdes de Poirot leílo que no osaba expresar:

¡No tan listo, sin embargo, comoHércules Poirot!

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La aventura de lacocinera

En la época en que compartía mihabitación con Hércules Poirot contrajeel hábito de leerle, en voz alta, losepígrafes del Daily Blare, diario de lamañana.

Este periódico sabía sacar siempreun gran partido de los sucesos del díapara crear sensación. A sus páginasasomaban a la luz pública, robos yasesinatos. Y los grandes caracteres desus títulos herían la vista ya desde laprimera página.

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He aquí varios ejemplos:“Empleado de una casa de Banca

que huye con unas acciones negociablescuyo valor es de cincuenta millibras.”“Marido que mete la cabeza enun horno de gas para escapar a la míseravida de familia.” “Mecanógrafadesaparecida. Era una hermosamuchacha de veinte años.” “¿Dónde sehalla Edna Field?”.

- Vea, Poirot. Aquí tiene dóndeescoger. ¿Qué prefiere: un huidizoempleado de Banca, un suicidiomisterioso o una muchachadesaparecida?

Pero mi amigo, que estaba de buen

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humor, movió la cabeza.- No me atrae ninguno de esos casos,

mon ami - dijo -. Hoy me inclino poruna existencia sosegada. Sólo lasolución de un problema interesante memovería a levantarme de este sillón.Tengo que atender a asuntos particularesmás importantes.

- ¿Como, por ejemplo... ?- Mi guardarropa. Me ha caído una

mancha, una sola, Hastings, en el trajenuevo y me preocupa. Luego tengo quedejar en poder de Keatings el abrigo deinvierno. Y me parece que voy arecortarme el bigote antes de aplicarlela pomada.

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- Bueno, ahí tiene un cliente - dijedespués de asomarme a mirar por laventana -. Creo que no va a poder poneren obra tan fantástico programa. Yasuena el timbre.

- Pues si no se trata de un casoexcepcional - repuso Poirot con visibledignidad - que no piense ni por asomoque voy a encargarme de él.

Poco después irrumpió en nuestrosanta sanctórum una señora robusta, derostro colorado, que jadeaba a causa desu rápida ascensión por la escalera.

- ¿Es usted Hércules Poirot? -preguntó dejándose caer en una silla.

- Sí, madame. Soy Hércules Poirot.

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- ¡Hum! Qué poco se parece usted alretrato que me habían hecho... - repusola recién llegada mirándole con ciertodesdén -. ¿Ha pagado el artículoencomiástico en que se habla de sutalento, o lo escribió el periodista por sucuenta y riesgo?

- ¡Madame! - dijo incorporándose amedias mi amigo.

- Usted perdone, pero ya sabe lo queson los periódicos de hoy en día.Comienza usted a leer un bello artículotitulado: “Lo que dice la novia a laamiga fea”, y al final descubre que setrata del anuncio de una perfumería quedesea despachar determinada marca de

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champú. Todo es bluf. Pero no seofenda, ¿eh?, que voy al grano.

Deseo que busque a mi cocinera, queha desaparecido.

Poirot tenía la lengua expedita, masen esta ocasión no acertó a hacer uso deella y miraba a la visitante,desconcertado. Yo me volví paradisimular una sonrisa.

- No sé por qué se entretiene hoy lagente en meter ideas extravagantes en lacabeza de los sirvientes - siguiódiciendo la señora -. Les ilusionan conel señuelo de la mecanografía y qué séyo más. Pero como digo: basta deestratagemas. Me gustaría saber de qué

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pueden quejarse mis criados que no sólotienen permiso para salir entre semana,sino también los domingos alternos yfestivos, que no tienen que lavar nitomar margarina porque no la hay encasa. Yo uso siempre mantequillasuperior.

- Temo que comete unaequivocación, madame. Yo no dirijoninguna investigación encaminada aaveriguar las condiciones actuales delservicio doméstico. Soy detectiveparticular.

- Ya lo sé - repuso nuestra visitante-. Ya he dicho que deseo que busque ami cocinera, que salió de casa el

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miércoles pasado, sin decir una palabra,y que no ha regresado.

- Lo siento, madame, pero yo notrato de esta clase de asuntos. Le deseomuy buenos días.

La visitante lanzó un resoplido deindignación.

- ¿Sí, buen amigo? ¿Conque es ustedorgulloso, verdad? ¿Conque sólo tratade secretos de Estado y de las joyas delas condesas? Pues permítame que lediga que una sirvienta tiene tantaimportancia como una tiara para unamujer de mi posición. No todaspodemos ser señoras elegantes, decoche, cargadas de brillantes y perlas.

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Una buena cocinera es una buenacocinera, pero cuando se la pierderepresenta tanto para una como lasperlas para cualquier dama de laaristocracia.

La dignidad de Poirot libró batallacon su sentido del humor; finalmentevolvió a sentarse y se echó a reír.

- Tiene razón, madame; era yo elequivocado: sus observaciones sonjustas e inteligentes. Este casoconstituirá para mí una novedad, porqueaún no había andado a la caza de unadoméstica desaparecida. Éste es,precisamente, el problema deimportancia nacional que yo le pedía a

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la suerte cuando llegó usted. ¡En avant!Dice usted que la cocinera salió elmiércoles de su casa y que todavía no havuelto a ella. Y el miércoles fueanteayer...

- Sí, era su día de salida.- Pues, probablemente, madame,

habrá sufrido un accidente. ¿Hapreguntado ya en los hospitales?

- Pensaba hacerlo ayer, pero estamañana me ha mandado a pedir el baúl,¡sin ponerme cuatro líneas siquiera! Sihubiera estado yo en la casa le aseguroque no la hubiera dejado marchar así.Pero había ido a la carnicería.

- ¿Quiere darme sus señas?

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- Se llama Elisa Dunn y es de edadmadura, gruesa, de cabello negro canosoy de aspecto respetable.

- ¿Habían reñido ustedes antes?- No, señor. Y esto es lo raro del

caso.- ¿Cuántos criados tiene, madame?- Dos. Annie, la doncella, es una

buena muchacha. Es olvidadiza y tienela cabeza algo a pájaros, pero es buenasirvienta siempre que se esté encima deella.

- ¿Se avenían ella y la cocinera?- En general sí, aunque tenían sus

altercados de vez en cuando.- ¿Y la doncella no puede arrojar

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alguna luz sobre el misterio?- Dice que no, pero ya conoce usted

a los sirvientes, se tapan unos a otros.- Bien, bien, ya veremos esto.

¿Dónde reside, madame?- En Clapham; Albert Road, número

88.- Bien, madame, le deseo muy

buenos días y cuente con verme en suresidencia en el curso del día.

Luego mistress Todd, que así sellamaba la nueva clienta, se despidió denosotros.

Poirot me miró con cierta rudeza.- Bien, bien. Hastings, éste es un

caso nuevo. ¡La desaparición de una

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cocinera!¡Seguramente que el inspector Japp

no habrá oído jamás cosa parecida!A continuación calentó una plancha y

con ella quitó, con ayuda de un trozo depapel de estraza, la mancha de grasa delnuevo traje gris. Dejando consentimiento para otro día el arreglo delos bigotes marchamos en dirección aClapham.

Prince Albert Road demostró ser unacalle de pocas casas, todas exactamenteiguales, con ventanas ornadas decortinas de encajes y llamadores debrillante latón en las puertas.

Al pulsar el timbre del número 88

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nos abrió la puerta una bonita doncella,vestida pulcramente. Mistress Toddsalió al vestíbulo para saludarnos.

- No se vaya, Annie - exclamó -.Este caballero es detective y deseadirigirle a usted algunas preguntas.

El rostro de Annie reveló la alarmay una excitación agradable.

- Gracias, madame - dijo Poirothaciendo una pequeña reverencia -. Megustaría interrogar a su doncella ahora ysin testigos.

Nos introdujeron en un saloncito, ycuando se fue mistress Todd, a disgusto,comenzó Poirot el interrogatorio.

- Voyons, mademoiselle Annie, todo

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cuanto nos explique revestirá la mayorimportancia. Sólo usted puede arrojaralguna luz sobre nuestro caso y sin suayuda no haremos nada.

La alarma se desvaneció delsemblante de la doncella y la agradableexcitación se hizo más patente.

- Esté seguro, señor, de que dirétodo lo que sé.

- Muy bien - dijo Poirot con elrostro resplandeciente -. Ante todo, ¿quéopina usted? Porque posee unainteligencia notable. ¡Se ve en seguida!¿Cuál es su explicación de ladesaparición de Elisa?

Animada de esta manera, Annie se

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dejó llevar de una verbosidadabundante.

- Se trata de los esclavistas blancos,señor. Lo he dicho siempre. La cocinerame ponía siempre en guardia contraellos. “Por caballeros que te parezcan -me decía -, no olfatees ningún perfumeni comas ningún dulce de los que teofrezcan”. Estas fueron sus palabras. Yahora se han apoderado de ella, estoysegura. Han debido llevársela a Turquíao a uno de esos lejanos lugares deOriente donde, según se dice, gustan delas mujeres entradas en carnes.

- Pero en tal caso, y es admirable suidea, ¿hubiera mandado a buscar el

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baúl?- Bien, no lo sé, señor. Pero supongo

que aun en aquellos lugares exóticos,necesitará ropa.

- ¿Quién vino a buscar el baúl? ¿Unhombre?

- Carter Peterson, señor.- ¿Lo cerró usted?- No, señor. Ya estaba cerrado y

atado.- ¡Ah! Es interesante. Eso demuestra

que cuando salió el miércoles de casaestaba ya decidida a no volver a ella. Seda cuenta de esto, ¿no?

- Sí, señor - Annie pareciósorprenderse -. No había caído en ello.

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Pero aun así puede tratarse de losesclavistas, ¿no cree? - agregó contristeza.

- ¡Claro! - dijo gravemente Poirot -.¿Duermen ustedes en una mismahabitación?

- No, señor. En distintashabitaciones.

- ¿Le había dicho Elisa si estabadescontenta de su puesto actual? ¿Sesentían felices las dos aquí?

- La casa es buena - replicó Annietitubeando -. Ella nunca habló de quepensara dejarla.

- Hable con franqueza. No se lo diréa la señora - dijo Poirot con acento

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afectuoso.- Bien, la señora es algo difícil,

naturalmente. Pero la comida es buena.Y abundante. Se come caliente a la horade la cena, hay buenos entremeses y senos da mucha carne de cerdo. Yo estoysegura de que aunque hubiera queridocambiar de casa, Elisa no se hubieramarchado así. Hubiera dado un mes detiempo a la señora; sobre todo porquede lo contrario no hubiera cobrado elsalario.

- ¿Y el trabajo es muy duro?- Bueno, la señora es muy

meticulosa y anda buscando siemprepolvo por todos los rincones. Además

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hay que cuidar del alojado, del huésped,como a sí mismo se llama.

Pero únicamente desayuna y cena encasa, como el amo. Los dos pasan el díaen la City.

- ¿Le es simpático el amo?- Sí, es bueno, muy callado y algo

picajoso.- ¿Recuerda, por casualidad, lo

último que dijo Elisa antes de salir decasa?

- Sí, lo recuerdo. Dijo: “Esta nochecenaremos una loncha de jamón conpatatas fritas. Y luego, melocotón enconserva”. Se moría por losmelocotones.

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- ¿Salía regularmente los miércoles?- Sí, ella los miércoles y yo los

jueves.Poirot dirigió todavía a Annie varias

preguntas y luego se dio por satisfecho.Annie se marchó y entró mistress Toddcon el rostro iluminado por lacuriosidad. Estaba algo resentida, estoyseguro, de que la hubiéramos hecho salirde la habitación durante nuestraconversación con Annie. Poirot secuidó, no obstante, de aplacarla contacto.

- Es difícil - explicó - que una mujerde inteligencia tan excepcional como lasuya, madame, soporte con paciencia el

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procedimiento que nosotros, pobresdetectives, tenemos que emplear. Porquetener la paciencia con la estupidez esdifícil para las personas deentendimiento vivo.

Habiendo sido disipado elresentimiento que mistress Todd pudieraalbergar, hizo recaer la conversaciónsobre el marido y obtuvo la informaciónde que trabajaba para una firma de laCity y de que no llegaría hasta las seis acasa.

- Este asunto debe traerlepreocupado e inquieto, ¿no es así?

- Oh, él no se preocupa por nada -declaró mistress Todd -. “Bien, bien,

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toma otra, querida.” Esto es todo lo quedijo. Es tan tranquilo que en ocasionesme saca de quicio: “Es una ingrata. Valemás que nos desembaracemos de ella”.

- ¿Hay otras personas en la casa,mistress Todd?

- ¿Se refiere a mister Simpson, elrealquilado? Pues tampoco se preocupade nada mientras se le dé de desayunar yde cenar.

- ¿Cuál es su profesión, madame?- Trabaja en un Banco.Mistress Todd mencionó el nombre y

yo me sobresalté recordando la lecturadel Daily Blare.

- ¿Es joven?

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- Tiene veintiocho años. Es muysimpático.

- Me gustaría poder hablar con él ytambién con su marido, si no tieneninconveniente. Volveré por la tarde.Entretanto, le aconsejo que descanse,madame. Parece fatigada.

Poirot murmuró unas palabras desimpatía y nos despedimos de la buenaseñora.

- Es una coincidencia curiosa -observé -, pero Davis, el empleadofugitivo, trabajaba en la misma casa deBanca que Simpson. ¿Qué le parece,existir alguna relación entre las dospersonas?

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Poirot sonrió.- Coloquemos en un extremo al

empleado poco escrupuloso y en el otroa la cocinera desaparecida. Es difícilhallar relación entre ambas personas amenos que si Davis visitaba a Simpsonse hubiera enamorado de la cocinera yla convenciera de que le acompañase ensu huida.

Yo reí, pero Poirot conservó laseriedad.

- Pudo escoger peor. Recuerde,Hastings, que cuando se va camino deldestierro, una buena cocinera puedeproporcionar más consuelo que una carabonita. - Hizo una pausa momentánea y

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luego continuó: - Éste es un caso de losmás curiosos, lleno de hechoscontradictorios. Me interesa, sí, meinteresa extraordinariamente.

Por la tarde volvimos a la callePrince Albert, número 88, yentrevistamos a Todd y a Simpson. Erael primero un melancólico caballero, deunos cuarenta años.

- ¡Ah, sí, sí, Elisa! Era una buenacocinera, mujer muy económica. A míme gusta la economía.

- ¿Alcanza a comprender por qué lesdejó a ustedes de manera tan repentina?

- Verá: los criados son así - repusocon un aire vago -. Mi mujer se disgusta

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por todo.Le agota la preocupación constante.

Y el problema es muy sencillo enrealidad. Yo le digo: “Busca otra,querida. Busca otra cocinera. ¿De quésirve llorar por la leche derramada?

Mister Simpson se mostróigualmente vago. Era un joven taciturno,poco llamativo, que usaba gafas.

- Era una mujer madura. Sí, laconocía. La otra es Annie, muchachasimpática y servicial.

- ¿Sabe si se llevaban bien?Mister Simpson lo suponía. No

podía asegurarlo.- Bueno, no hemos obtenido ninguna

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noticia interesante, mon ami - me dijoPoirot cuando salimos de la casadespués de volver a escuchar de labiosde mistress Todd la explicación,ampliada, de lo ocurrido, queconocíamos desde por la mañana.

- ¿Está decepcionado porqueesperaba saber algo nuevo? - dije.

- Hombre, siempre existe unaposibilidad, naturalmente - repusoPoirot -. Pero tampoco lo creí probable.

Al día siguiente recibió una cartaque leyó, rojo de indignación, y meentregó después.

“Mistress Todd - decía - lamentatener que prescindir de los servicios de

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Monsieur Poirot, ya que después dehablar con su marido se da cuenta de loinnecesario que es llamar a un detectivepara la solución de un problema deíndole doméstica. Mistress Todd leincluye una guinea como retribución a suconsulta...

- ¡Ajá! - exclamó mi amigo lleno decólera -. ¿Será posible que crean quevan a desembarazarse de mí, HérculesPoirot, con tanta facilidad? Como favor,un gran favor, consentí en investigar eseasunto tan miserable y mezquino y medespiden, comme ça? Aquí anda, omucho me engaño, la mano de misterTodd. Pero ¿no y mil veces no! Gastaré

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veinte, treinta guineas, si fuere preciso,hasta llegar al fondo de la cuestión.

- Sí. Pero, ¿cómo?Poirot se calmó un poco.- D’acord - contestó -; pondremos un

anuncio en los periódicos. Un anuncioque diga, sobre poco más o menos... sí,eso es: “Si Elisa Dunn quiere molestarseen darnos su dirección lecomunicaremos algo que le interesamucho”. Insértelo en los periódicos demayor circulación, Hastings. Entretanto,verificaré algunas pesquisas. Vaya,vaya, ¡no hay tiempo que perder!

No volví a verle hasta la tarde, enque se dignó referirme en un corto

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espacio de tiempo lo que había estadohaciendo.

- He hecho averiguaciones en la casadonde trabaja mister Todd. Tiene buencarácter y no faltó al trabajo elmiércoles por la tarde. Tanto mejor paraél. El martes, Simpson cayó enfermo yno fue al Banco, pero sí estuvo tambiénel miércoles por la tarde. Era amigo deDavis, pero no muy amigo. De modo queno hay novedades por ese lado.Confiemos en el anuncio.

Éste apareció en los principalesperiódicos de la ciudad. Las órdenes dePoirot eran que siguiera apareciendo porespacio de una semana. Su ansiedad en

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este caso, tan poco interesante, de ladesaparición de una cocinera, eraextraordinaria, pero me di cuenta de queconsideraba cuestión de honorperseverar hasta obtener el éxito. Enesta época se le ofreció la solución deotros casos, más atrayentes, pero senegó a encargarse de ellos. Todas lasmañanas abría precipitadamente lacorrespondencia y luego dejaba lascartas con un suspiro. Pero nuestrapaciencia obtuvo su recompensa al fin.El miércoles que sucedió a la visita demistress Todd la patrona nos anunció auna visitante que decía llamarse ElisaDunn.

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- ¡En fin! - exclamó Poirot -. Dígaleque suba. En seguida. Inmediatamente.

Al verse así incitada, la patronasalió a escape y poco despuésreapareció seguida de miss Dunn.Nuestra mujer era tal y como nos lahabían descrito: alta, vigorosa,enteramente respetable.

- He leído su anuncio, y por si existealguna dificultad vengo a decirles lo queignoran; que ya he cobrado la herencia.

Poirot, que la observaba conatención, tiró de una silla y se la ofreciócon un saludo.

- Su ama, mistress Todd - explicó -,se sentía inquieta. Temía que hubiera

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sido víctima de un accidente realmenteserio.

Elisa Dunn pareció sorprendersemucho.

- Entonces, ¿no ha recibido mi carta?- interrogó.

- No. - Poirot hizo una pausa y luegodijo con acento persuasivo: - Ea,cuéntenos lo ocurrido.

Y Elisa, que no necesitaba que se laincitase a ello, inició al punto una largaexplicación.

- Al volver el miércoles por la tardea casa, y cuando casi me hallaba delantede la puerta, me salió al paso uncaballero. “¿Miss Elisa Dunn, ¿estoy en

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lo cierto?“, preguntó. “Sí, señor”,respondí. “Acabo de preguntar por usteden el número 88 y me han dicho que notardaría en llegar. Miss Dunn, he venidode Australia, dispuesto a dar con suparadero. ¿Cuál era el apellido desoltera de su madre?”“Jane Ermott”.

“Precisamente. Bien, pues, auncuando usted lo ignore, miss Dunn, suabuela tenía una amiga muy querida quese llamaba Elisa Leech. Esta muchachase expatrió, se fue a Australia, y allícontrajo matrimonio con un hombreacaudalado. Sus dos hijos murieron enla infancia y ella heredó la propiedad desu marido. Ha muerto hace unos meses y

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le deja a usted en herencia una casa yuna considerable cantidad de dinero”.

“La noticia me impresionó tanto quehubieran podido derribarme con unapluma - prosiguió miss Dunn -. Además,de momento, aquel hombre me inspirórecelos, de lo que se dio cuenta, porquedijo sonriendo: Veo que es prudente, yhace bien en ponerse en guardia, peromire mis credenciales”. Me entregó unacarta y una tarjeta de los señores Hurts yCrotchet, notarios de Melbourne. Él eramister Crotchet. “La difunta le imponedos condiciones para que pueda percibirla herencia (era algo excéntrica,¿comprende?). Primero debe tomar

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posesión de su casa de Cumberlandmañana a mediodía; luego, cláusulamenos importante, no debe prestarservicios domésticos.” Yo quedéconsternada. “Pero, mister Crotchet, soycocinera”, dije. “¿No se lo han dicho encasa?” “¡Caramba, caramba! No tenía lamenor idea de semejante cosa. Creí queera aya o señorita de compañía. Es muysensible, muy sensible, desde luego.”

“¿Quiere decir que deberé renunciara esta fortuna?”, pregunté con laansiedad que pueden ustedes suponer.

Mister Crotchet se paró areflexionarlo un instante. “Miss Dunn -dijo después -, siempre existe un medio

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de burlar la Ley, y nosotros, los hombresde leyes, lo sabemos. Lo mejor es quehaya usted salido a primera hora de latarde de la casa en que sirve.” “Pero ¿ymi mes?”, interrogué. “Mi querida missDunn - repuso el abogado con unasonrisa -. Usted puede libremente dejara su ama si renuncia al pago de susservicios. Ella comprenderá en vista delas circunstancias.

Aquí lo esencial es el tiempo. Esimperativo que tome usted el tren de lasonce y cinco en King’s Cross paradirigirse al norte. Yo le adelantaré diezlibras para que pueda tomar el billete ypara que pueda enviar unas líneas desde

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la estación a su señora. Se las llevaré yomismo y le explicaré el caso.”

Naturalmente me avine a ello y unahora después me hallaba en el tren tanaturdida que no sabía dónde tenía lacabeza. Cuando llegué a Carlisleempecé a pensar que había sido víctimade una de esas jugarretas de que noshablan los periódicos.

Pero las señas que se me habíandado eran, en efecto, de unos abogadosque me pusieron en posesión de laherencia, es decir, de una casitapreciosa y de una renta de trescientaslibras anuales. Como dichos abogadossabían poquísimos detalles, se limitaron

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a darme a leer la carta de un caballerode Londres en que se les ordenaba queme pusieran en posesión de la casa y deciento cincuenta libras para los primerosseis meses. Mister Crotchet me envió laropa, pero no recibí la respuesta demistress Todd. Yo supuse que debíaestar enojada y que envidiaba mi rachade buena suerte. Se quedó con mi baúl yme envió la ropa en paquetes. Pero si nole entregaron mi carta es muy natural queesté resentida.

Poirot había escuchado con atencióntan larga historia y movió la cabeza,como si estuviese satisfecho.

- Gracias, mademoiselle. En este

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asunto ha habido, como dice muy bien,una pequeña confusión. Permítame quele recompense la molestia. - Poirot lepuso un sobre cerrado en la mano -.¿Piensa volver a Cumberland enseguida? Una palabrita al oído: No seolvide de guisar. Siempre es útil teneralgo con qué contar cuando van mal lascosas.

- Esa mujer es crédula - murmuróPoirot cuando partió la visitante -, perono más crédula que las personas de suclase. - Su rostro adoptó una expresióngrave -. Vamos, Hastings, no hay tiempoque perder. Llame un taxi mientrasestribo unas líneas a Japp.

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Cuando volví con el taxi encontré aPoirot esperándome.

- ¿Adónde vamos? - pregunté conviva curiosidad.

- Primero a despachar esta carta pormedio de un mensajero.

Una vez hecho esto, Poirot dio unasseñas al taxista.

- Calle Prince Albert, número 88,Clapham.

- Conque, ¿nos dirigimos allí?- Mais oui. Aunque si he de serle

franco temo que lleguemos tarde.Nuestro pájaro habrá volado, Hastings.

- ¿Quién es nuestro pájaro?- El desvaído mister Simpson -

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replicó Poirot, sonriendo.- ¡Qué! - exclamé.- Vamos, Hastings, no diga que no lo

ve claro ahora.- Supongo que se ha tratado de alejar

a la cocinera - observé, algo picado -.Pero ¿por qué? ¿Por qué deseabaSimpson alejarla de la casa? ¿Es quesabía algo?

- Nada.- ¿Entonces... ?- Deseaba algo que tenía ella.- ¿Dinero? ¿El legado de Australia?- No, amigo mío. Algo totalmente

distinto. - Poirot hizo una pausa y dijogravemente: - Un baulito deteriorado.

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Yo le miré de soslayo. La respuestame pareció tan absurda que sospechépor un momento que trataba de burlarsede mí. Pero estaba perfectamente gravey serio.

- Pero digo yo - exclamé - que, dequerer uno, podía adquirirlo.

- No necesitaba uno nuevo. Deseabauno usado.

- Poirot, esto pasa de la raya -exclamé -. ¡No me tome el pelo!

El detective me miró.- Hastings, usted carece de la

inteligencia y de la habilidad de misterSimpson - repuso -. Vea cómo sedesarrollaron los acontecimientos: el

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miércoles por la tarde, sirviéndose deuna estratagema, Simpson aleja de casaa la cocinera. Lo mismo una postalimpresa que el papel timbrado sonfáciles de adquirir y además sedesprende con gusto de ciento cincuentalibras, así como de un año de alquiler dela finca de Cumberland, para asegurar eléxito de sus planes. Miss Dunn no lereconoce: el sombrero, la barba, el leveacento extranjero, la confunden ydesorientan por completo.

Y así se da fin al miércoles... sipasamos por alto el hecho trivial, enapariencia: el de haberse apoderadoSimpson de cincuenta mil libras en

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acciones.- ¡Simpson! ¡Pero si fue Davis!- Déjeme proseguir, Hastings.

Simpson sabe que el robo se descubriríael jueves por la tarde y no va el juevesal Banco, se queda en la calle a esperara Davis, que debe salir a la hora decomer. Es posible que se hable del roboque ha cometido y que prometa a Davisla devolución de las acciones. Sea comosea, logra que el muchacho le acompañea Clapham. La casa está vacía porque ladoncella ha salido, ya que es su díalibre, y mistress Todd está en la subasta.De modo que cuando, más adelante, sedescubra el robo y se eche a Davis de

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menos, ¡se le acusará de haber sustraídolas acciones! Mister Simpson se sentirápara entonces seguro y podrá volver altrabajo a la mañana siguiente comoempleado fiel a quien todos conocen.

- Pero ¿y Davis?Poirot hizo un gesto expresivo y

meneó la cabeza.- Así, a sangre fría, parece increíble.

Sin embargo, no le encuentro al hechootra explicación, mon ami. La únicadificultad con que tropieza siempre elanimal es la de desembarazarse de suvíctima. Pero Simpson lo ha planeadode antemano. A mí me llamó la atenciónel hecho siguiente: ya recordará que

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cuando Elisa salió de casa, pensabavolver a ella por la noche, de aquí suobservación acerca de los melocotonesen conserva. Sin embargo, su baúlestaba cerrado y atado cuando fueron abuscarlo.

Simpson fue quien pidió a CarterPeterson que pasara el viernes, de modoque fue Simpson quien ató el baúl eljueves por la tarde. ¿Quién iba asospechar de un hecho tan natural ycorriente? Una sirvienta que se despidede la casa en que sirve manda a por subaúl, que ya está cerrado, y con unaetiqueta que lleva probablemente lasseñas de una estación cercana. El

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sábado por la tarde, Simpson, con sudisfraz de colono australiano, reclama elbaúl, le pone un nuevo rótulo y lo mandaa un sitio “donde permanecerá hasta quemanden por él”. Así cuando lasautoridades, recelosas, ordenen que seaabierto, ¿a quién se culpará del crimencometido? A un colonial barbudo que lofacturó desde una estación vecina a la deLondres y por consiguiente que notendrá la menor relación con el número88 de la calle Prince Albert deClapham.

Los pronósticos de Poirot resultaronciertos. Simpson había salido de la casade los Todd dos días antes, pero no

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escaparía a las consecuencias de sucrimen. Con la ayuda de la telegrafía sinhilos fue descubierto, camino deAmérica, en el Olimpia.

Un baúl de metal que ostentaba elnombre de mister Henry Wintergreenatrajo la atención de los empleados dela estación de Glasgow y al ser abiertose halló en su interior el cadáver delinfortunado Davis.

El talón de una guinea que mistressTodd regaló a Poirot no se cobró jamás.Poirot le puso un marco y lo colgó de lapared de nuestro salón.

- Me servirá de recuerdo, Hastings -dijo -. No desprecie nunca lo trivial, lo

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menos digno. Repare que en un extremoestá una doméstica desaparecida... y enel otro un criminal de sangre fría. ¡Paramí, éste ha sido el más interesante de loscasos en que he intervenido!

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El misterio deCornwall

- Mistress Pengelley - anunciónuestra patrona. Y se retiródiscretamente.

Por regla general personas de todaíndole acuden a visitar a Poirot, pero, enmi opinión, la mujer que se detuvo,nerviosa, junto a la puerta manoseandola boa de plumas, era de las másvulgares. Representaba unos cincuentaaños, era delgada, de rostro marchito,vestía un traje sastre y sobre loscabellos grises se había puesto un

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sombrero que no la favorecía. En unacapital de provincia pasamos todos losdías por delante de muchas mistressPengelley.

Poirot, que se dio cuenta de suvisible confusión, la acogió con agrado,avanzando unos pasos.

- Madame, siéntese, por favor. Micolega, el capitán Hastings.

La señora tomó asiento murmurando:- ¿Es usted Monsieur Poirot, el

detective?- Sí, señora. A su disposición.La visitante suspiró, se retorció las

manos, se puso colorada.- ¿Puedo servirle en algo, madame?

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- Sí, señor... Creo... Me parecióque...

- Continúe, madame, por favor.Mistress Pengelley se dominó

mediante un esfuerzo de voluntad alverse animada por mi amigo.

- El caso es, Monsieur Poirot... queno quisiera tener nada que ver con lapolicía. ¡No, no pienso acudir a ella pornada del mundo! Pero al mismo tiempo...me tiene preocupada. Sin embargo, no sési debo...

Mistress Pengelley callóbruscamente.

- Yo no tengo nada que ver con lapolicía - le aseguró Poirot -. Mis

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investigaciones son estrictamenteparticulares.

Mistress Pengelley se aferró a lapalabra.

- Particularmente, eso es. Es lo quedeseo. No quiero habladurías, nicomentarios, ni sueltos en losperiódicos. Porque cuando la Prensadesbarra, las pobres familias ya novuelven a levantar la cabeza. Además deque no estoy segura... Se trata de unaidea, una idea terrible que se me haocurrido y que no me deja en paz. - Hizouna pausa para cobrar aliento y luegosiguió diciendo: - No quisiera juzgarmal al pobre Edward... mas suceden

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cosas tan terribles hoy día.- Permítame... ¿Edward es su

marido?- Sí.- ¿Qué es lo que sospecha?- No quisiera tener que decirlo,

Monsieur Poirot, pero como todos losdías suceden cosas parecidas y losdesgraciados ni siquiera sospechan...

Yo comenzaba a desesperar de quela pobre señora se decidiera a hablarclaro, pero la paciencia de Poirot erainagotable.

- Explíquese sin temor, madame.Verá cómo se alegra cuando ledemostremos que sus recelos carecen de

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fundamento.- Es muy cierto. Además de que

cualquier cosa será mejor que estaespantosa incertidumbre. MonsieurPoirot, temo que... ¡me estánenvenenando!

- ¿Qué le induce a creerlo?Una vez superada la reticencia de

mistress Pengelley se metió en unaintrincada serie de explicaciones máspropias para los oídos de un médico,que para los nuestros de índolepolicíaca.

- Conque dolor y malestar despuésde las comidas, ¿no es eso? - dijo Poirotpensativo -. ¿La ha visitado un médico,

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madame? ¿Qué dice?- Dice que tengo una gastritis aguda.

Pero he reparado en su inquietud, en superplejidad. Cambia continuamente demedicamentos, pero ninguno me sientabien.

- ¿Le ha hablado de... sus temores?- No, Monsieur Poirot. No quiero

que se divulgue la noticia. Quizá searealmente una gastritis lo que padezco.De todas maneras es raro que en cuantose va Edward de casa todos los fines desemana, vuelva a sentirme bien. InclusoFreda, mi sobrina, se ha fijado en ello.Luego hay lo de la botella del venenopara las malas hierbas, casi vacía, a

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pesar de que asegura el jardinero que nose utiliza.

Mistress Pengelley miró conexpresión suplicante a Poirot que sonriópara tranquilizarla, mientras tomabapapel y lápiz.

- Vamos a ser prácticos, madame -dijo -. ¿Dónde residen ustedes?

- En Polgarwith, pequeña ciudad deCornwall.

- ¿Hace tiempo que habitan en esaciudad?

- Catorce años.- Usted y su marido ¿son los únicos

habitantes de la casa? ¿Tienen ustedeshijos?

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- No.- Pero, ¿sí una sobrina?- Sí, Freda Stanton, hija de la única

hermana de Edward. Ha vivido connosotros por espacio de ocho años, osea hasta la semana pasada.

- ¡Oh! ¿Qué pasó en esa semana?- Pues la verdad es que no sé qué le

pasó a Freda. Se mostraba ruda,impertinente, cambiaba con frecuenciade humor hasta que un día, después deuno de sus desahogos, salió de casa yalquiló habitaciones en otra calle de lapoblación. Desde entonces no he vueltoa verla. Vale más esperar a que recupereel sentido común, como dice mister

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Radnor.- ¿Quién es mister Radnor?Parte del embarazo inicial de

mistress Pengelley reapareció.- Oh, pues, es un amigo. Un

muchacho muy agradable.- ¿Existe alguna clase de relación

entre él y su sobrina?- En absoluto - dijo mistress

Pengelley con marcado énfasis.Poirot pasó a un terreno más

positivo.- ¿Están usted y su marido en buena

posición?- Sí, gozamos de una posición

bastante buena.

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- ¿El capital es suyo o de él?- Es todo de Edward. Yo no poseo

nada mío.- Para ser prácticos, madame,

compréndalo, tenemos que ser brutales.¡Tenemos que buscar un motivo, porqueno creo que su marido la estéenvenenando solo pour passer le temps!¿Sabe si tiene alguna razón para desearquitarla a usted de en medio?

- ¡Oh, una arpía de cabellos rubios! -dijo mistress Pengelley dejándose llevarde un arrebato de cólera -. Mi marido esdentista, Monsieur Poirot, y comoayudanta dice que no hay nada como unamuchacha despierta, de cabello rizado y

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delantal blanco para atraer a laclientela. Y a pesar de que jura locontrario, yo sé que la acompañamuchas veces.

- ¿Quién pidió la botella del veneno,madame?

- Mi marido... hará cosa de un año.- ¿Tiene su sobrina dinero propio?- Una renta de unas cincuenta libras

al año sobre poco más o menos. Si yo selo permitiera, volvería con gusto agobernarle la casa a Edward.

- Entonces, ¿usted ha pensado endejarle?

- Yo no pretendo dejarle para que sesalga con la suya. Las mujeres ya no

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somos esclavas ni toleramos que se nosponga el pie encima, Monsieur Poirot.

- La felicito por ese espírituindependiente, madame; pero seamosprácticos. ¿Piensa volver hoy aPolgarwith?

- Sí, vine aquí de excursión. El trensalió de allá a las seis de la mañana yvolverá a las cinco de la tarde.

- ¡Bien! De momento no tengo mayorcosa que hacer. Puedo dedicarme a estepequeño affaire. Mañana llegaremos aPolgarwith. Diremos que aquí, el amigoHastings, es un pariente lejano, el hijode un primo segundo, ¿le parece bien? Yque yo soy un amigo algo excéntrico.

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Entretanto coma únicamente lo quepreparen sus manos o se haga bajo sudirección. ¿Tiene una doncella deconfianza?

- Sí. Jessie es buena chica, estoysegura.

- Entonces, hasta mañana, madame.Valor.

Poirot acompañó a la señora hasta lapuerta y volvió pensativo a instalarse ensu sillón. Sin embargo, su absorción noera tan profunda que no reparara en dosplumitas arrancadas de la boa de plumasde mistress Pengelley por la agitadaseñora. Las cogió con cuidado y lasechó a la papelera.

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- Bueno, Hastings - me preguntó -.¿Qué deduce de lo que acaba deescuchar?

- ¡Hum! Nada bueno - respondí.- Sí, si lo que sospecha la señora es

cierto. Pero, ¿lo es? Hoy en día ningúnmarido puede pedir así como así unabotella de matahierbas. Si su mujerpadece de gastritis y además posee untemperamento histérico, la carne estaráen el asador.

- ¿Así cree usted que sólo se trata deeso?

- Ah, Voilà... No lo sé, Hastings.Pero el caso me interesa enormementeaunque en verdad no es nuevo. De aquí

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que haya hablado del histerismo auncuando mistress Pengelley no me parecemuy histérica. Sí, o mucho me engaño otenemos aquí un drama intenso y muyhumano. Dígame, Hastings, ¿cuáles son asu manera de ver los sentimientos que sumarido inspira a la buena señora?

- La fidelidad en lucha con el miedo- sugerí.

- Sí, de ordinario una mujer acusaráa todo el mundo... menos... a su marido.Se aferrará a su fe en él contra viento ymarea.

- Pero “la otra” vendrá a complicarlas cosas...

- Sí, bajo el acicate de los celos, el

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amor puede transformarse en odio. Peroel odio la movería a acudir a la policía,no a mí. Querría armar un escándalo yque todo el mundo se enterara. No, no,utilicemos las células grises. ¿Por quéha venido a buscarme? ¿Para que ledemuestre que sus sospechas soninfundadas o para que las confirme? Ah,tenemos aquí el factor desconocido, algoque no comprendo. ¿Es nuestra mistressPengelley una actriz estupenda? No, erasincera, juraría que era sincera y porello me interesa. Haga el favor de miraren la Guía de Ferrocarriles el horario delos tres.

El que más nos convenía era el de la

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1:50 que llegaba a Polgarwith pocodespués de las 2. El viaje se verificó sinobstáculos y salí de una agradablesiestecilla para bajar al andén de unapequeña y oscura estación. Nosdirigimos con nuestras maletas al DuchyHotel y, después de tomar una cenaligera, mi amigo sugirió que fuéramos ahacer una visita a mi supuesta prima.

La casa de los Pengelley se hallabaalgo distante de la carretera y teníadelante un jardín de un estilo pasado demoda. La brisa nos trajo el perfume dediversas flores.

Parecía imposible asociar ideas deviolencia a aquel encanto tan propio de

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pasadas épocas. Poirot llamó al timbre yluego con los nudillos, pero nadiecontestó a su llamada. Entonces volvió apulsar el timbre. Después de una cortapausa, nos abrió una doncelladesmelenada, con los ojos colorados,que resollaba con fuerza.

- Deseamos ver a mistress Pengelley- explicó Poirot -. ¿Podemos pasar?

La doncella se nos quedó mirandofijamente. Con una franqueza poco usualreplicó luego:

- Entonces, ¿no saben la novedad?Mistress Pengelley ha fallecido. Hacemedia hora, poco más o menos, que hadejado de existir.

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Nosotros la miramos, aturdidos.- ¿De qué ha muerto? - pregunté

después.- No lo sé. Pero les aseguro que si

no fuera porque no quiero dejar a mipobre señora sola, haría la maleta ysaldría de aquí esta misma noche. Claroque no puedo dejarla, porque no tiene anadie que la vele. No soy la que debehablar, pero todo el mundo lo sabe. Lanoticia corre por toda la ciudad. Simister Radnor no escribe al secretariodel Home Office, otro lo hará. Elmédico dirá lo que quiera. Yo he vistocon estos ojos que se ha de comer latierra, cómo cogía el señor de su estante

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la botella matahierbas. Al ver que yo lemiraba dio un salto, pero la señora teníala sopa, ya hecha, encima de la mesa. Leaseguro que mientras permanezca en estacasa no probaré bocado ni bebida deninguna clase aunque me muera dehambre.

- ¿Dónde vive el médico que visitó ala señora?

- Es el doctor Adams. Vive ahí, a lavuelta de la esquina, en la High Street.Es la segunda casa.

Poirot le volvió bruscamente laespalda. Estaba muy pálido.

- La muchacha no quería abrir laboca, pero ha hablado de más - observé

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secamente.- He sido un imbécil, Hastings, un

criminal. Me alabo de mi inteligencia yhe dejado perder una vida humana, unavida que vino a mí para que la salvara.Pero, la verdad, no se me ocurrió pensarque sucedería esto tan pronto. ¡Que elbuen Dios me perdone!

Pero la historia de mistressPengelley me pareció falsa... Bueno, ahíestá la casa del doctor. Veremos lo quenos dice.

El doctor Adams era el típicomédico de aldea, de mejillassonrosadas. Nos recibió cortésmente,pero a la sola insinuación de lo que allí

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nos llevaba se puso muy colorado.- ¡Es una tontería! ¡Es una tontería! -

exclamó -. Yo he llevado el caso y sémuy bien que mistress Pengelleypadecía una gastritis, una gastritis, puray sencillamente. En esta ciudad semurmuraba mucho, existe un grupo deviejas que, cuando se reúnen, inventansólo Dios sabe qué infundios. Claro,leen periódicos o revistas truculentas yluego suponen que en Polgarwith seenvenena también a la gente. En cuantoven una botella de matahierbas se lesdispara la imaginación. Conozco a fondoa Edward Pengelley y sé que es incapazde matar a una rata. ¿Quieren ustedes

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decirme para qué iba a envenenar a sumujer? Realmente no veo el motivo.

- Lo ignoramos. Pero existen hechosque usted desconoce - manifestó Poirot.

Muy brevemente le explicó acontinuación los hechos más relevantesde la visita de mistress Pengelley. Eldoctor Adams se quedó atónito. Los ojosse le saltaban de las órbitas.

- ¡Dios nos asista! - exclamó -. Esapobre mujer estaba loca. ¿Por qué no seconfió a mí? ¿No era lo más natural?

- Quizá temió que se riera usted desus temores.

- Nada de eso. Yo tengo unas ideasamplias.

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Poirot sonrió. El médico estaba mástrastornado de lo que quería confesar.Cuando salimos de su casa, Poirot seechó a reír.

- Es tan testarudo como una mula -observó -. Ha dicho gastritis y gastritistiene que ser. Sin embargo, no estátranquilo.

- ¿Qué vamos a hacer ahora?- Volver al hotel y pasar una mala

noche en sus lechos provincianos, monami. ¡No hay nada tan temible como unahabitación económica en Inglaterra!

- ¿Y mañana... ?- Rien a faire. Volvamos en el

primer tren a la ciudad y esperemos.

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- Eso es muy cómodo. ¿Y si nopasase nada?

- Pasará, se lo prometo. Nuestrobuen doctor hará su certificado, pero lasmalas lenguas no callarán. Y digo austed que no hablarán sin motivo.

Nuestro tren salía a las once de lamañana siguiente. Antes de dirigirnos ala estación, sin embargo, Poirot expresóel deseo de ver a miss Freda Stanton, lasobrina de la que nos había hablado ladifunta. No nos costó trabajo dar con lacasa. La hallamos en compañía de unjoven alto, moreno, a quien con ciertaconfusión nos presentó bajo el nombrede mister Jacob Radnor.

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Miss Freda Stanton era unamuchacha muy bonita y tenía el tipopropio de Cornwall, de ojos y cabellososcuros y rosadas mejillas. Aquellasnegras pupilas brillaban a veces con unfuego que hubiera sido temerarioprovocar.

- ¡Pobre tía! - dijo cuando despuésde presentarnos Poirot le explicó elmotivo de nuestra presencia allí -. ¡Esmuy lamentable lo ocurrido! Toda lamañana me digo que ojalá hubiera sidomás amable y más paciente con ella.

- Bastante paciencia tuviste, Freda -interrumpió mister Radnor.

- Sí, Jacob, pero tengo el genio vivo,

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lo sé. Después de todo la tía se ponía unpoco tonta solamente. Yo debí reírme desu tontería y no darle importancia.Figúrese que se le metió en la cabezaque el tío la estaba envenenando porquese ponía peor cada vez que él le daba lacomida. Claro, se ponía peor a fuerza depensar en aquello.

- ¿Cuál fue la causa de sudesavenencia con usted, mademoiselle?

Miss Stanton titubeó y miró aRadnor. El caballero fue rápido en cogeral vuelo la insinuación.

- Freda, me marcho - dijo -. Ya teveré por la tarde. ¡Adiós, caballeros!¿Se dirigían ustedes seguramente a la

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estación?Poirot replicó que así era, en efecto,

y Radnor se marchó.- Están ustedes prometidos,

¿verdad? - preguntó Poirot con sonrisataimada.

Freda Stanton se ruborizó.- Esto era lo que en realidad

disgustaba a la tía - confesó.- ¿No aprobaba su elección?- Oh, no es que no la aprobara. Es

que... - la muchacha calló de pronto.- Diga - dijo animándola Poirot.- Ha muerto y no quisiera empañar

su memoria, pero, como si no se lo digono se hará cargo de lo ocurrido... La tía

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estaba prendada de Jacob.- ¿De veras?- Sí; ¿no es absurdo? Pasaba de los

cincuenta y él no ha cumplido los treinta,pero así es. Por ello cuando dije quevenía por mí se portó muy mal. En unprincipio se negó a creerlo y estuvo tanruda y tan insultante que no tiene nada deextraño que me dejara llevar de unarrebato. Hablé con Jacob y convinimosque lo mejor era que yo me marcharahasta que se le pasara la tontería. ¡Pobretía! Su estado era muy particular.

- Así parece. Gracias,mademoiselle, por su bondad al aclararlas cosas.

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Me sorprendió ver a Radnor que nosesperaba pacientemente en la calle.

- Adivino lo que Freda les hacontado - dijo -; fue un hecho muyembarazoso para mí, como yacomprenderán, y no necesito decir queyo no tuve la culpa de todo lo ocurrido.Primero imaginé que la pobre señora semostraba amable para ayudar a Freda,pero... su actitud era absurda yextraordinariamente desagradable.

- ¿Cuándo piensan contraermatrimonio usted y miss Stanton?

- Pronto, confío en ello. Ahora,Monsieur Poirot, voy a serle franco. Séalgo más de lo que sabe mi prometida.

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Ella cree que su tío es inocente. Yo noestoy tan seguro. Pero le diré una cosa:que pienso mantener la boca cerrada.Los perros duermen, ¡que sigandurmiendo! No deseo ver juzgado ycondenado al tío de mi mujer.

- Aunque nadie lo confiesa somosegoístas, mister Radnor. Haga lo queusted guste, pero también yo voy a serlefranco: creo que no servirá de nada.

- ¿Por qué no?Poirot levantó un dedo. Era día de

mercado y cuando pasamos por delantede él oímos dentro un murmullocontinuo.

- La voz del pueblo, mister Radnor...

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Ah, corramos, no sea que perdamos eltren.

- Muy interesante, ¿verdad,Hastings? - dijo Poirot al salir el tren,silbando, de la estación.

Había sacado un peine de bolsillo,luego un espejo microscópico, y sepeinaba con cuidado el bigote, cuyasimetría había alterado nuestra carrera.

- Veo que a usted se lo parece -respondí -. Para mí es sórdido ydesagradable y ni siquiera encierraningún misterio.

- Convengo en que el caso no tienenada de misterio.

- ¿Cree usted en lo que esa

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muchacha nos ha contado delenamoramiento extraordinario de su tía?¿No será un cuento? Porque mistressPengelley me pareció una mujer muysimpática y respetable.

- No veo en ello nada deextraordinario, al contrario, es muyvulgar. Si lee los periódicos conatención se dará cuenta de que no esinfrecuente que una mujer decente que havivido al lado de su marido por espaciode veinte años y que tiene también unafamilia, los abandona para unir su vida ala de un hombre muchísimo más joven.

Usted admira a les femmes,Hastings; se postra de hinojos ante las

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que son hermosas y tiene el buen gustode mirarlas con la sonrisa en los labios;pero psicológicamente las desconocepor completo. En el otoño de la vida deuna mujer es justamente cuando llegasiempre para ella el mal momento, unmomento de locura, en que anhela viviruna novela, una aventura, antes de quesea demasiado tarde. Y lo mismo sucedea la respetable esposa de un dentista deprovincia.

- Así, ¿usted opina... ?- Que todo hombre hábil puede

aprovecharse de dicho momento.- Yo no me atrevería a llamar hábil a

Pengelley - murmuré -. Toda la

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población murmura de él. Sin embargo,creo que tiene usted razón. Radnor y eldoctor, las dos únicas personas quesaben algo, desean acallar esos rumores.Él ha conseguido esto, desde luego. Mehubiera gustado conocerle.

- Pues puede salirse con la suya.Vuelva en el próximo tren y dígale quele duele una muela.

Yo le dirigí una mirada penetrante.- Quisiera saber por qué juzga tan

interesante el caso.- Despertó mi interés una

observación suya, Hastings. Después deentrevistar a la doncella dijo usted quehabía hablado demasiado a pesar de no

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querer abrir la boca.- Lo que me extraña es que no haya

usted querido ver a mister Pengelley.- Mon ami, le concedo tres meses de

tiempo. Luego le veremos todo lo queguste... en el juicio.

Yo creí esta vez que Poirot ibadesencaminado porque transcurrió eltiempo sin que supiéramos nada denuestra casa de Cornwall. Otros asuntosrequirieron entretanto nuestra atención ycomenzaba a olvidar la tragediaPengelley cuando me la recordó unpárrafo del periódico en el que secomunicaba al público que el secretariode Home Office había dado orden de

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que se inhumase el cadáver de mistressPengelley.

Poco después el “misterio deCornwall”, como se le denominaba, erael tópico de todos los periódicos. Por lovisto la murmuración no cesó nunca deltodo en Polgarwith y cuando el viudoPengelley anunció su compromisooficial con miss Marks, su ayudante, laslenguas se movieron con inauditavivacidad. Finalmente, se envió unapetición al secretario del Home Office yse exhumó el cadáver; se descubrieronen sus vísceras grandes cantidades dearsénico; se detuvo y acusó a misterPengelley de la muerte de su mujer.

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Poirot y yo asistimos a lainvestigación preliminar. Lasdeclaraciones fueron muy numerosas. Eldoctor Adams admitió que los síntomasdel envenenamiento por arsénico puedenconfundirse fácilmente con los síntomasde una gastritis; el perito del Homeprestó declaración; Jossie, la doncella,dejó escapar por su boca una avalanchade informes incoherentes, muchos de loscuales se rechazaron, pero algunos otrosconfirmaron la culpabilidad del preso.Jacob Radnor declaró que el día de lamuerte de mistress Pengelley, al llegarél inesperadamente a la casa sorprendióa mister Pengelley en el acto de colocar

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la botella de veneno en un estante y queel plato de sopa de mistress Pengelleyse hallaba sobre una mesa vecina. Luegose llamó a miss Marks, la rubiaayudante, que llorando, presa de unataque de histerismo, manifestó quemister Pengelley había prometido que secasaría con ella en el caso de que lesucediera algo a su mujer. Pengelley sereservó la defensa y quedó pendiente dela llamada a juicio.

Jacob Radnor volvió con nosotros anuestro departamento.

- Ya ve, señor mío, cómo tenía yorazón - dijo Poirot -. La voz del puebloha sonado... con firmeza. No le ha

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servido en absoluto de nada pretenderocultar lo ocurrido.

- Sí, tiene razón - suspiró Radnor -.¿Qué opina? ¿Cómo saldrá de éstamister Pengelley?

- Como se ha reservado la defensa,es muy posible también que se hayareservado algún triunfo en la manga,como dicen ustedes, los ingleses.¿Quiere subir un momento con nosotros?

Radnor aceptó la invitación. Yo pedía la patrona dos vasos de whisky consoda y una taza de chocolate.

- Naturalmente - seguía diciendoPoirot - que tengo ya experiencia en estaclase de asuntos. Por ello sólo veo una

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salida para nuestro hombre.- ¿Cuál?- La de que firme usted este papel.Y con la agilidad de un conspirador,

mi amigo se sacó del bolsillo una hojade papel cubierta de caracteres deescritura.

- ¿Qué es eso?- La confesión escrita de que fue

usted el que asesinó a mistressPengelley.

Hubo un momento de silencio ydespués Radnor rió.

- ¡Usted está loco!- No, no, amigo mío, no lo estoy.

Usted vino aquí; usted inició un pequeño

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negocio; usted estaba falto de dinero.Mister Pengelley es hombre acaudalado;usted conoció a su sobrina y le cayó engracia. Por ello pensó desembarazarsedel tío y de la tía; luego miss Stantonheredaría, puesto que era su únicapariente. ¡Qué hábilmente lo planeótodo! Usted hizo el amor a la pobremujer, entrada en años, fea, vulgar, hastaque la convirtió en una esclava. Ustedimplantó en su espíritu dudas relativas asu marido.

Primero descubrió que la engañaba,luego bajo su inspiración, que trataba deenvenenarla. Usted hacía frecuentesvisitas a la casa y por ello tuvo ocasión

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de poner veneno en sus alimentos. Perocuidó de no hacer esto nunca cuando elmarido estaba ausente. Como era mujer,mistress Pengelley no supo reservarsesus sospechas, sino que habló de ellas asu sobrina; y ésta, no cabe dudarlo, aalgunos amigos. La sola dificultad quese le ofrecía a usted era mantenerrelaciones por separado con las dosmujeres y aun esto no era tan fácil comoa primera vista parecía. Usted explicó ala tía que, para no despertar lassospechas del marido tenía que hacerleel amor a la sobrina.

Y la señorita no tardó enconvencerse de que no podía considerar

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en serio a su tía como una rival.“Pero, sin decir nada, mistress

Pengelley decidió entonces venir aconsultarme. Si podía asegurarme, sinlugar a duda, de que su marido pretendíaenvenenarla, estaría muy justificado quele abandonara y que uniera su vida a lade usted... que es lo que imaginaba queusted quería. Pero a usted no le conveníaeso. Tampoco quería que un detective levigilara. Estaba usted en casa de losPengelley cuando el marido le llevó unplato de sopa a su mujer e introdujo enél la dosis fatal. El resto es bien simple.

Usted deseaba, aparentemente,acallar toda sospecha, pero las

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fomentaba en secreto.¡No contaba con Hércules Poirot, mi

inteligente y joven amigo!Radnor estaba mortalmente pálido.

Sin embargo, trató todavía de aparentarserenidad para imponerse a la situación.

- Es usted muy ingenioso einteresante - comentó -. ¿Por qué mecuenta todo eso?

- Porque represento a mistressPengelley, no a la Ley. Y en bien de ellavoy a darle una ocasión de escapar.Firme este papel y le concederéveinticuatro horas de tiempo antes deponerlo en manos de la policía.

Radnor titubeaba.

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- Usted no puede demostrar nada.- ¿Lo cree así? Recuerde que soy

Hércules Poirot. Mire, Monsieur, por laventana.

¿Ve en la calle dos hombresaposentados? Pues tienen orden de noperderle de vista.

Radnor se acercó a la ventana ydescorrió un visillo. Enseguidaretrocedió, profiriendo un juramento.

- ¿Lo ve, Monsieur? Firme,aproveche la ocasión.

- Pero, ¿qué garantía puede darme deque... ?

- ¿Mantendré mi promesa? Lapalabra de Hércules Poirot. ¿Firma?

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Bueno.Hastings, descorra a medias ese

visillo. Es la señal de que debe dejarsemarchar a mister Radnor sin molestarle.

Radnor se apresuró a salir,mascullando juramentos, con el rostroblanco. Poirot inclinó la cabeza.

- ¡Es un cobarde! Lo sabía.- Se me figura - dije furioso -, que su

actuación ha sido criminal. Ustedpredica siempre que no hay que dejarsellevar de los sentimientos. Sin embargo,deja huir a un criminal peligroso porpuro sentimentalismo.

- No, por pura necesidad - repusoPoirot -. ¿No ve, amigo mío, que no

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poseo ninguna prueba de suculpabilidad? ¿Quiere que me coloqueante doce obtusos naturales de Cornwallpara contarles lo que he averiguado? Sereirían de mí. No he podido hacer másde lo que acaba de ver: atemorizar a esehombre y arrancarle una confesión. Esosdesocupados de la calle me han sidomuy útiles. Vuelva a correr el visillo,¿quiere, Hastings? Ya no necesitamostenerlo descorrido. Formaba parte de lamise en scene.

“Bien, bien, hagamos ahora honor anuestra palabra. ¿Dije veinticuatrohoras, no es eso? Tanto peor para misterPengelley. No merece otra cosa, porque

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la verdad es que engañaba a su mujer. Yyo soy paladín de la vida de familia,como ya sabe. Bien, veinticuatro, ¿ydespués? Tengo gran fe en ScotlandYard. ¡Le cogerán, mon ami, le cogerán!

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Las aventuras deJohnnie Waverly

- Tiene que comprender lossentimientos de una madre - repitió laseñora Waverly, quizá por sexta vez ymirando suplicante a Poirot.

Nuestro pequeño amigo, siemprecomprensivo ante una madre apurada,trató de tranquilizarla con un gesto.

- Pues claro, claro; la comprendoperfectamente. Confíe en Papá Poirot.

- La policía... - comenzó a decir elseñor Waverly.

Su esposa despreció la interrupción.

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- Yo no quiero saber nada más de lapolicía. ¡Confiamos en ellos, y mira loque ha ocurrido! Pero he oído hablartanto del señor Poirot y de las cosas tanmaravillosas que ha realizado, quepresiento que él tal vez puedaayudarnos. Los sentimientos de unamadre...

Poirot, con un gesto elocuente, seapresuró a evitar otra repetición. Laemoción de la señora Waverly eraauténtica, y contrastaba con su carácterduro y áspero. Cuando supo que era lahija de un importante fabricante deaceros de Birmingham que se habíaabierto camino en la actual posición,

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comprendió que había heredado muchasde las cualidades paternas.

El señor Waverly era un hombregrandote y jovial. De pie y con laspiernas muy separadas tenía todo elaspecto de un campesino hacendado.

- Supongo que está enterado de todo,¿verdad, señor Poirot?

La pregunta era casi superflua.Durante varios días los periódicospublicaron amplias informacionesacerca del sensacional rapto delpequeño Johnnie Waverly, de tres añosde edad y heredero de Marcus Waverly,Waverly Court, Surrey, una de lasfamilias más antiguas de Inglaterra.

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- Desde luego, conozco los detallesmás importantes, pero le ruego quevuelva a contarme toda la historia,Monsieur, y sin olvidarse de nada, porfavor.

- Bien. Creo que el principio de todoesto fue la carta anónima que recibí hacediez días... (¡qué desagradables son losanónimos!) y que no tenía ni pies nicabeza. El que escribía me exigía laentrega de veinticinco mil libras,veinticinco mil libras señor Poirot. Meamenazaba con raptar a Johnnie en casocontrario. Naturalmente, arrojé elanónimo al cesto de los papeles. Cincodías después recibí otra carta por el

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estilo: “Si no paga, su hijo serásecuestrado el veintinueve”. Eso fue elveintisiete. Ada estaba muy alarmada,pero yo no quise tomar en serio elasunto. ¡Maldita sea!, estamos enInglaterra. Nadie va por ahí raptandoniños para conseguir un rescate.

- Desde luego, no es muy corriente -repuso Poirot -. Continúe, Monsieur.

- Bien. Ada no me dejaba en paz...de modo que, aunque considerándolouna tontería, puse el caso en manos deScotland Yard. No parecieron tomarlomuy en serio, inclinándose a pensarcomo yo, que debía tratarse de unabroma. El día veintiocho recibí la

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tercera carta. “No ha pagado. Su hijoserá raptado mañana a las doce delmediodía. Y su rescate le costarácincuenta mil libras.” Volví a ScotlandYard. Esta vez parecieron algo másimpresionados. Se inclinaban a pensarque aquellas cartas fueron escritas porun lunático, y que era probable que a lahora señalada hubiera algún intento desecuestro. Me aseguraron que tomaríantodas las precauciones para evitarlo. Elinspector McNeil con las fuerzasconvenientes irían a Waverly a lamañana siguiente para cuidar de ello.

“Volví a casa mucho más tranquilo.No obstante, di orden de que no dejaran

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entrar a ningún extraño, y de que nadiesaliera sin mi consentimiento.Transcurrió la tarde sin novedad, más ala mañana siguiente mi esposa seencontraba seriamente enferma.

Asustado, envié a buscar al doctorDarkens. Al parecer, los síntomas queapreció le sumieron en un mar deconfusiones y pude comprender lo quepasaba por su mente.

Me aseguró que la enferma no corríapeligro, pero que tardaría uno o dos díasen restablecerse. Al volver a mihabitación tuve la sorpresa de encontraruna nota prendida en mi almohadaescrita con la misma letra que las otras y

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conteniendo sólo tres palabras: “A lasdoce”.

“Confieso, señor Poirot, que enaquellos momentos lo vi todo rojo.Alguien que vivía en mi propia casatenía que ver en ello. Reuní a todos loscriados y les puse de vuelta y media.Nunca se acusan unos a otros; fue laseñora Collins, dama de compañía de miesposa, quien me informó de que habíavisto a la niñera de Johnnie salir de casaa primeras horas de la mañana. Laatosigué a preguntas y confesó. Habíadejado al niño con otra de las doncellaspara ir a ver a... un hombre. ¡Así van lascosas! Negó haber prendido la nota en

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mi almohada... Es posible que dijera laverdad; no lo sé. Me di cuenta de que nopodía correr el riesgo de que la propianiñera formara parte del complot. Unode los criados estaba complicado en él.Al fin, perdido el dominio de misnervios, los despedí a todos, incluyendoa la nurse. Les di una hora para recogersus cosas y salir de la casa.

El rostro, ya de por sí encarnado delseñor Waverly, se puso dos veces másrojo al recordar su pasado arrebato.

- ¿No fue algo imprudente,Monsieur? - sugirió Poirot -. Porque deese modo pudo usted ayudar a susenemigos con toda efectividad.

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- No se me ocurrió - dijo el señorWaverly mirando con fijeza al detective-. Mi intención era que se fueran todos.Telegrafié a Londres para que enviarannuevo servicio aquella misma tarde.Entretanto, sólo había dos personas en lacasa en quienes poder confiar: lasecretaria de mi esposa, miss Collins, yTredwell, el mayordomo, que ha estadoconmigo desde que yo era niño.

- Y esa señorita Collins, ¿cuántotiempo lleva con ustedes?

- Sólo un año - repuso la señoraWaverly -. Es una secretariaincomparable y también ha resultado unama de llaves muy eficiente.

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- ¿Y la niñera?- La tenemos desde hace seis meses.

Presentó inmejorable referencia. Detodas formas, nunca me agradó a pesarde que Johnnie la adoraba.

- Sin embargo, creo que cuandoocurrió la catástrofe ya se habíamarchado. Señor Waverly, ¿quiere tenerla bondad de continuar?

El señor Waverly se apresuró aobedecer.

- El inspector McNeil llegó a eso delas diez y media. Entonces los criadosya se habían marchado, y se declaró muysatisfecho con los arreglos hechos.Había dejado varios hombres apostados

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en el parque, guardando todas lasentradas que pudieran llevar hasta lacasa y me aseguró que si todo aquelloera una burla cogería al misteriosocorresponsal.

“Fui a buscar a Johnnie y con elinspector nos refugiamos en unahabitación que llamamos la Cámara delConsejo. El inspector cerró la puertacon llave. Hay un gran reloj y lasmanecillas señalaban casi las doce. Nopuedo negar que estaba más nerviosoque un gato. De pronto el reloj comenzóa sonar y yo estreché a Johnnie contra mipecho. Tenía la sensación de que elsecuestrador iba a caer del techo. Al dar

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la última campanada se oyó una granconmoción fuera... gritos y carreras. Elinspector abrió la ventana y el sargentose acercó corriendo.

“- Ya lo tenemos, señor - jadeó -.Estaba oculto entre los arbustos.

“Salimos corriendo a la terraza,donde dos agentes sujetaban a unindividuo mal vestido que se debatía enun vano afán de escapar. Uno de lospolicías estaba abriendo un paquete queacababa de quitar al prisionero.Contenía un poco de algodón hidrófilo yuna botella de cloroformo. Aquello mehizo arder la sangre. Había además unanota dirigida a mí. La abrí: decía lo

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siguiente: “Debió haber pagado. Ahorael rescatar a su hijo le costará cincuentamil libras. A pesar de todas susprecauciones, ha sido secuestrado a lasdoce del veintinueve, como yo le dije”.

Solté una risotada de alivio, pero almismo tiempo oí el ruido de un motor deautomóvil y un grito. Volví la cabeza.Por la avenida y en dirección a SouthLodge corría un coche gris chato y largoa toda velocidad. El conductor fue quiengritó, pero no era eso lo que me hizoestremecer de horror, sino la vista de losrizos rubios de Johnnie, que estabasentado a su lado.

“El inspector lanzó una maldición.

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“- El niño estaba aquí hace sólo unminuto - exclamó repasándonos con lavista -.

Todos nosotros estábamos aquí, yo,Tredwell, la señorita Collins.

“- ¿Cuándo le vio usted por últimavez, señor Waverly? - me preguntó.

“Traté de recordar. Cuando elsargento nos llamó, salí corriendo con elinspector, olvidando a Johnnie. Yentonces oímos un sonido que nossobresaltó, el de las campanas del relojdel pueblo. El inspector extrajo de subolsillo el suyo con una exclamación.Eran exactamente las doce. Comoimpulsados por un resorte, corrimos a la

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Cámara del Consejo; el reloj marcaba lahora y diez minutos. Alguien lo habíaadelantado deliberadamente, porquenunca se adelanta o atrasa. Es un relojperfecto.

El señor Waverly hizo una pausa.Poirot, sonriente, enderezó con el pieuna alfombrita que aquel padre nerviosohabía ladeado.

- Un problema muy grave, oscuro yencantador - murmuró el detective -. Loinvestigaré con sumo placer. La verdades que fue planeado... merveille.

La señora Waverly le miró conreproche.

- Pero, ¿y mi hijo... ? - gimoteó.

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Poirot se apresuró a modificar laexpresión de su rostro y darle de nuevoexpresión de simpatía.

- Está a salvo, señora, y no hasufrido el menor daño. Le aseguro queesos malandrines le cuidarán muy bien.¿No ve que para ellos es el plato... no,la gallina de los huevos de oro?

- Señor Poirot, le aseguro que sólocabe hacer una cosa... pagar. Alprincipio opinaba lo contrario... ¡peroahora... ! Los sentimientos de unamadre...

- Pero hemos interrumpido lahistoria de Monsieur - se apresuró aexplicar el detective.

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- Supongo que el resto debeconocerlo perfectamente ya gracias a losperiódicos - repuso el señor Waverly -.Claro que el inspector McNeil avisóinmediatamente por teléfono dando ladescripción del automóvil y del hombre,y al principio pareció que todo iba aterminar bien, ya que un coche de lasmismas características, con un hombre yun niño, fue visto en varios pueblos,marchando, al parecer, con rumbo aLondres. Se detuvieron en cierto lugar ypudieron observar que el niño lloraba yestaba muy asustado y temeroso de suacompañante. Cuando el inspectorMcNeil me anunció que habían detenido

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aquel automóvil y a sus ocupantes, casime pongo enfermo de la alegría. Ya sabelo que ocurrió luego. El niño no eraJohnnie y el hombre era un automovilistaempedernido, muy aficionado a losniños, que había recogido a unpequeñuelo en las calles de Edenswell,un pueblo situado a quince millas denosotros, y le estaba dando un paseo.Gracias a la estúpida seguridad de lapolicía, todos los demás rastros habíandesaparecido. De no haber perseguidocon tanta insistencia a aquel cocheequivocadamente, hubiera podidoencontrar al niño.

- Cálmese, Monsieur. La policía es

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un Cuerpo de hombres inteligentes yarriesgados. Su error fue muy natural, yaque el ardid estaba muy bien tramado. Yen cuanto al hombre que capturaron en elparque, tengo entendido que sudeclaración ha consistido en unanegativa constante. Insiste en que la notay el paquete le fueron entregados paraser llevados a Waverly Court. El hombreque se lo dio, le pagó con un billete dediez chelines, prometiéndole otros diezsi lo entregaba exactamente a las docemenos diez. Tenía que acercarse a lacasa por el parque y llamar a la puertalateral.

- No creo ni una sola palabra -

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declaró la señora Waverly con valor -.Es una sarta de mentiras.

- En verité es una historia bastantefloja - dijo Poirot, pensativo -. Pero porahora no han conseguido sacarle nadamás. Tengo entendido que también hizocierta acusación.

Miró interrogadoramente al señorWaverly, que volvió a enrojecer.

- Ese individuo tiene la pretensiónde que Tredwell es el hombre que le dioel paquete. “Sólo que ahora se haafeitado el bigote.” ¡Tredwell, que hanacido en mi hacienda... !

Poirot sonrió ligeramente ante laindignación del hidalgo campesino.

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- No obstante, usted mismo sospechaque alguien íntimamente ligado a su casatiene que ser cómplice del rapto.

- Sí, pero no Tredwell.- ¿Y usted, señora? - preguntó Poirot

volviéndose de improviso hacia ladama.

- No pudo ser Tredwell quien lediera el paquete... si es que alguien lohizo, cosa que no creo... Ese hombredice que se lo dieron a las diez, y a lasdiez Tredwell se hallaba con mi esposoen el salón de fumar.

- ¿Pudo distinguir el rostro delhombre que conducía el automóvil,Monsieur?

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- Estaba demasiado lejos para poderverle la cara.

- ¿Sabe si Tredwell tiene algúnhermano?

- Tuvo varios, pero han muertotodos. Al último lo mataron en la guerra.

- Todavía no estoy muyfamiliarizado con los parques deWaverly Court. Dice usted que elautomóvil iba en dirección a SouthLodge. ¿Hay alguna otra entrada?

- Sí; la que llamamos East Lodge.- Es extraño que nadie viera entrar

el coche en el parque.- Existe un derecho de paso por un

camino que da acceso a la capilla.

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Muchos vehículos pasan por ahí. Esehombre debió detener el coche en unlugar conveniente y correr hasta la casaprecisamente cuando se acababa de darla alarma y toda la atención estabaconcentrada en otra parte.

- A menos que ya estuviera dentro dela casa - susurró Poirot -. ¿Hay algúnsitio donde pudo esconderse conseguridad?

- Bueno, cierto es que noregistramos de antemano la casa. No loconsideré necesario. Supongo que pudohaberse escondido en cualquier parte,pero, ¿quién pudo dejarle entrar en lacasa?

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- Ya llegaremos a eso más tarde.Cada cosa a su tiempo... y seamosmetódicos.

¿Existe algún escondite especial enla casa? Waverly Court es una mansiónantigua, y algunas veces estos lugarestienen “agujeros secretos”, como se lesllama.

- ¡Cielos, existe un agujero secreto!Se entra por uno de los paneles delvestíbulo.

- ¿Cerca de la Cámara del Consejo?- Precisamente al lado de la puerta.- ¡Voilà... !- Pero nadie lo conoce, excepto mi

esposa y yo.

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- ¿Y Tredwell?- Bueno... es posible que haya oído

hablar de él.- ¿La señorita Collins?- Nunca lo he mencionado en su

presencia.- Bien, Monsieur, ahora lo que debo

hacer es ir a Waverly Court. ¿Le parecebien que vaya esta tarde?

- ¡Oh! Tan pronto como le seaposible, por favor, Monsieur Poirot -exclamó la señora Waverly -. Lea estouna vez más.

Y puso en sus manos la últimamisiva que había recibido del enemigo,la cual había llegado a Waverly aquella

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mañana y que se apresuraron a remitir aPoirot. En ella se daban indicacionesexplícitas para efectuar la entrega deldinero y finalizaba con la amenaza deque el niño pagaría con su vidacualquier traición. Era evidente: laseñora Waverly luchaba entre el amor aldinero y sus instintos maternales y,naturalmente, estaban ganando estosúltimos.

Poirot detuvo unos momentos a laseñora Waverly a espaldas de su esposo.

- Madame, dígame la verdad, porfavor. ¿Comparte la confianza que suesposo tiene en el mayordomoTredwell?

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- No tengo nada contra él, señorPoirot. No comprendo de qué modopuede estar mezclado en este asunto,pero... bueno, nunca me ha gustado...nunca.

- Otra cosa, madame, ¿puede darmela dirección de la niñera del pequeño?

- Netherall Road 14, Hammersmith.No supondrá usted...

- Yo nunca supongo. Sólo... empleomis células grises. Y algunas veces...sólo muy de vez en cuando... se meocurre alguna idea.

Poirot se acercó a mí una vez hubocerrado la puerta.

- De modo que a madame nunca le

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ha gustado el mayordomo. Eso esinteresante, ¿verdad, Hastings?

Decidí no preguntarle nada. Poirotme ha engañado tantas veces que ahorame ando con cuidado. Siempre metiende alguna trampa.

Después de una toilette bastantecomplicada salimos en dirección aNetherall Road.

Tuvimos la suerte de encontrar encasa a la señorita Jessie Whiters; unaagradable joven de unos treinta y cincoaños, muy eficiente. No pudeimaginármela mezclada en aquel asunto.Estaba resentida por el modo en quehabía sido despedida, aunque admitía

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que había obrado mal. Estaba prometidaa un pintor decorador que casualmentese hallaba en la vecindad de Waverly ycorrió a verle en cuanto se le ofreció laocasión, lo cual resultaba bastantenatural. Yo no acababa de comprender aPoirot. Todas sus preguntas meparecieron desacertadas. Se referíanprincipalmente a la vida cotidiana enWaverly Court. Yo me sentía molesto yme alegré cuando al fin se decidió amarchar.

- Mon ami, secuestrar es un trabajofácil - observó mientras paraba un taxien Hammersmith Road para que nosllevara a Waterloo -. Ese niño pudo ser

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raptado con la mayor tranquilidadcualquier día transcurrido en los últimostres años.

- No veo que eso nos ayude mucho -observé con frialdad.

- Au contraire, con eso adelantamosmuchísimo... Hastings, ya que se empeñaen usar alfiler de corbata, por lo menospóngaselo en el centro exacto. En estosmomentos lo lleva una dieciseisavaparte de una pulgada torcido hacia laderecha.

Waverly Court era una bonitamansión antigua recientementerestaurada con gusto y cuidado. El señorWaverly nos mostró la Cámara del

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Consejo, la terraza y todos los lugaresrelacionados con el caso. Al fin, arequerimiento de Poirot, presionó unresorte en la pared, cosa que hizo correrun panel, y por un estrecho pasilloentramos en el agujero secreto.

- Ya ve usted - dijo Waverly -. Aquíno hay nada.

La reducida habitación estabacompletamente vacía, y el sueloaparecía escrupulosamente barrido. Mereuní con Poirot, que contemplabaatentamente unas huellas en un rincón.

- ¿Qué le parece esto, amigo mío?Se veían cuatro marcas muy juntas.- Las pisadas de un perro - exclamé.

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- De un perro muy pequeño,Hastings.

- Un pomeranian.- Más pequeño.- ¿Un grifón? - insinué.- Más pequeño todavía que un

grifón. Una especie desconocida en elKennel Club.

Le miré. Su rostro resplandecía deentusiasmo y satisfacción.

- Tenía razón - murmuró -. Sabía queestaba en lo cierto. Vamos, Hastings.

Al regresar al vestíbulo el panel secerró a nuestra espalda y una joven salióde una puerta del pasillo. El señorWaverly nos presentó.

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- La señorita Collins.La señorita Collins tendría unos

treinta años de edad, y sus ademaneseran rápidos y despiertos. Tenía loscabellos rubios y usaba gafas sinmontura.

A una indicación de Poirot entramosen una alegre habitación en donde lainterrogó acerca de los criados yespecialmente de Tredwell. Admitió queno le agradaba el mayordomo.

- ¡Se da tanta importancia... ! -explicó.

Luego pasaron a tratar de la comidaque tomara la señora Waverly la nochedel día veinticinco. La señorita Collins

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declaró que ella había comido lo mismoen su salita de arriba y que no se sintiómal.

Cuando ya marchaba le dije aPoirot:

- El perro.- ¡Ah!, sí, el perro. - Sonrió

abiertamente -. ¿Tiene algún perro, porcasualidad, señorita?

- Hay dos perdigueros en lasperreras.

- No; me refiero a un perro pequeño,de juguete.

- No, no hay ninguno.Poirot la dejó marchar. Luego,

presionando el timbre, me hizo

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observar:- Esa mademoiselle Collins miente.

Es probable que en su caso yo hiciera lomismo.

Ahora veamos al mayordomo.Tredwell era un individuo muy

digno. Contó su historia con perfectoaplomo, que era exactamente la mismaque la del señor Waverly. Confesóconocer el agujero secreto.

Cuando se hubo retirado tropecé conla mirada inquisitiva de Poirot.

- ¿Qué le parece todo esto,Hastings?

- ¿Y a usted? - pregunté a mi vez.- ¡Qué precavido se ha vuelto!

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Nunca le funcionarán las células grises,a menos que las estimule. ¡Ah!, pero nole voy a meter prisa. Saquemos juntosnuestras deducciones. ¿Qué punto nosparece más difícil?

- Hay una cosa que me choca - dije-. ¿Por qué el hombre que raptó al niñotuvo que huir por South Lodge en vez deir por East Lodge, donde nadie lehubiera visto? No lo veo muy claro.

- Es un buen punto, Hastings,excelente. Y hace juego con otro. ¿Porqué avisar a los Waverly de antemano?¿Por qué no raptar al niño sencillamentey luego exigir el rescate?

- Porque esperaba obtener el dinero

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sin verse obligado a entrar en acción.- ¿Y no resultaba bastante difícil que

entregasen el dinero por una simpleamenaza?

- Y también quiso concentrar laatención en las doce del mediodía, demodo que cuando el hombre ganchofuese cogido, él pudiera salir de suescondite y largarse con el niño sin quenadie se diera cuenta.

- Lo cual no altera el hecho de quetratara de complicar algo que era biensencillo. De no haber especificado eldía ni la hora, nada hubiera sido másfácil que aguardar su oportunidad yllevarse al niño en un automóvil

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cualquier día de los que éste salía consu niñera.

- Sí... sí - admití poco convencido.- En resumen. ¡Se ha representado

esta farsa deliberadamente! Ahoraenfoquemos la cuestión desde otroángulo. Todo tiende a señalar laexistencia de un cómplice en la mismacasa.

Punto número uno: el misteriosoenvenenamiento en la señora Waverly.

Punto número dos: la nota prendidaen la almohada.

Punto número tres: el adelantar elreloj diez minutos... todo dentro de lacasa. Hay un detalle adicional en el que

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tal vez no haya usted reparado. No habíapolvo en el agujero secreto. Había sidobarrido con una escoba.

“Tenemos cuatro personas en lacasa. (Podemos excluir a la niñera,puesto que no pudo haber barrido elagujero secreto, aunque sí realizar losotros tres puntos.) Cuatro personas: elseñor y la señora Waverly, Tredwell, elmayordomo, y la señorita Collins.

Empezaremos por esta última. Notenemos gran cosa en contra, exceptoque sabemos muy poco de ella, que esuna mujer muy inteligente y que llevasólo un año en la casa.

- Usted dijo que mintió en lo del

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perro - le recordé.- ¡Ah, sí, el perro! - Poirot sonrió de

un modo peculiar -. Ahora pasemos aTredwell.

Hay varios factores sospechososcontra él. En primer lugar, el detenidodice que fue Tredwell quien le entregóel paquete en el pueblo y lo dice seguro.

- Pero Tredwell puede probar sucoartada para este punto.

- Incluso así, pudo haber envenenadoa la señora Waverly y prendido la notaen la almohada, adelantar el reloj ybarrer el agujero secreto. Por otra parte,nació y ha sido educado al servicio delos Waverly. Parece imposible que a

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última hora tuviera parte en el rapto delhijo de la casa. ¡Esto no es una película!

- Bien... ¿entonces?- Debemos proceder lógicamente,

por absurdo que parezca. Primero hayque considerar brevemente a la señoraWaverly. Pero ella es rica, el dinerosuyo. Fue su dinero el que volvió alevantar la hacienda. No habría razónpara que hiciese raptar a su hijo ycobrar su propio dinero. En cambio suesposo está en una posición muydistinta. Su mujer es rica. No es lomismo que si lo fuera él... En resumen,tengo la ligera impresión de que la damano es muy aficionada a repartir su

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dinero, a no ser por una causajustificada. Pero puede verse en el actoque el señor Waverly es un bon viveur.

- ¡Imposible! - exclamé.- No tanto. ¿Quién despidió a los

criados? El señor Waverly. Él pudoescribir los anónimos, envenenar a suesposa, adelantar las manecillas delreloj y establecer una magníficacoartada para su fiel ayudante Tredwell.El mayordomo nunca tuvo simpatía porla señora Waverly. Es fiel a su amo yestá deseoso de obedecer ciegamentetodas sus órdenes. Fueron tres personas:Waverly, Tredwell y algún amigo deWaverly. Ése es el error que cometió la

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policía; no investigar más a fondoacerca del hombre que conducía elautomóvil gris con un niño que no era elque buscaba. Ése era el tercer hombre.Recoge a un chiquillo al pasear por elpueblo, un niño de rizos rubios.

Entra en Waverly por East Lodge ysale por South Lodge en el momentopreciso, saludando con la mano ygritando. No puede distinguir su rostroni el número de la matrícula del cocheni, por lo tanto, ver tampoco al niño.Entonces deja un rastro falso hastaLondres. Entretanto, Tredwell harealizado su parte preparando el paquetey haciendo que lo llevara un sujeto de

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aspecto sospechoso. Su amo puedepresentar una buena coartada en el casode que el hombre lo reconociera, a pesardel bigote postizo que utilizó. Y encuanto al señor Waverly, tan prontocomo oye el alboroto que se armaba enel exterior y el inspector sale corriendo,rápidamente esconde al niño en elagujero secreto y sigue al policía aljardín. Más tarde, cuando el inspector seha marchado, y la señorita Collins nopuede verle, le es fácil sacar al niño yllevarlo en su automóvil a un lugarseguro.

- Pero, ¿y el perro? - pregunté -. ¿Yla mentira de la señorita Collins?

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- Eso ha sido una broma mía. Lepregunté si había algún perro de jugueteen la casa y dijo que no... pero sin dudahay algunos... en el cuarto del niño. Elseñor Waverly puso algunos juguetes enel agujero secreto para hacer queJohnnie se entretuviera y no gritara.

- Señor Poirot. - el señor Waverlypenetró en la estancia -. ¿Ha descubiertoalgo?

¿Tiene alguna idea de dónde hanllevado al niño?

Poirot le alargó un pedazo de papel.- Aquí está la dirección.- ¡Pero si está en blanco!- Porque espero que usted la escriba.

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- ¿Qué diablos... ? - el rostro deWaverly se tornó escarlata.

- Lo sé todo, Monsieur. Le doyveinticuatro horas para devolver al niño.Su ingenuidad correrá parejas con latarea de explicar su reaparición. De otromodo la señora Waverly será informadadel exacto desarrollo de losacontecimientos.

El señor Waverly, dejándose caersobre una silla, escondió el rostro entrelas manos.

- Está con mi vieja nodriza, a unasdiez millas de aquí. Se halla contento ybien cuidado.

- No tengo la menor duda. De no

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considerarle a usted un padre decorazón, no le ofrecería estaoportunidad.

- El escándalo.- Exacto. Su nombre es antiguo y

honorable. No vuelva a mancharlo.Buenas noches, señor Waverly. ¡Ah! Apropósito, un consejo. ¡No se olvidenunca de barrer en los rincones!

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Doble pista

- Por encima de todo que no hayapublicidad - dijo el señor MarcusHardman por decimocuarta vez.

La palabra “publicidad” saliódurante su conversación con laregularidad de un leimotif. El señorHardman era un hombre bajo, regordete,con manos exquisitamente manicuradas yquejumbrosa voz de tenor. El hombregozaba de cierta celebridad, y la vidaociosa de la sociedad opulenta,constituía su profesión. Rico, aunque noen exceso, gastaba celosamente su

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dinero en los placeres que proporcionanlas reuniones sociales.

Tenía alma de coleccionista y supasión eran los encajes, abanicos yjoyas, cuanto más antiguos mejor. Parael señor Marcus lo moderno carecía devalor.

Poirot y yo acudimos a su cita y loencontramos debatiéndose en una agoníade indecisión. Debido a lascircunstancias, llamar a la policía leresultaba incómodo. Por otra parte, nollamarla era aceptar la pérdida de unasgemas de su colección. Poirot fue lasolución.

- Mis rubíes, Monsieur Poirot, y el

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collar de esmeraldas, que pertenecierona Catalina de Médicis. ¡Sobre todo elcollar de esmeraldas!

- ¿Y si me explicase lascircunstancias de su desaparición? -sugirió Poirot.

- Intento hacerlo. Ayer por la tardedi un pequeño té íntimo a media docenade personas. Era el segundo de latemporada y, si bien no debería decirlo,constituyó todo un éxito. Buena música...Nacoa, el pianista, y Katherine Bird,contralto australiana.

“Bueno, a primeras horas de latarde, enseñé a mis invitados lacolección de joyas medievales, que

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guardo en una pequeña caja de caudales,dispuesta a modo de estuche forrado deterciopelo de color. Así las piedraslucen más. Después contemplamos losabanicos ordenados en una vitrina. Y, acontinuación, pasamos al estudio paraoír música.

“Cuando todos se hubieronmarchado, descubrí la caja vacía. Debícerrarla mal y alguien aprovechó laoportunidad para llevarse su contenido.¡Los rubíes, Monsieur Poirot, el collarde esmeraldas... la colección de todauna vida! ¡Haría cualquier cosa pararecuperarla! Sin embargo, ha de ser sinpublicidad. ¿Me ha entendido bien,

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Monsieur Poirot? Son mis invitados,mis propios amigos. ¡Sería unescándalo!

- ¿Quién fue el último en salir deesta habitación para ir al estudio?

- El señor Johnston. ¿Lo conoce? Elmillonario sudafricano. Vive enAbbotbury, en Park Lane. Se rezagó unosminutos, lo recuerdo. Pero, ¡seguro queno es él!

- ¿Alguno de sus invitados regresómás tarde con algún pretexto?

- Esperaba esta pregunta, MonsieurPoirot. Sí, tres de ellos: la condesa VeraRossakoff, el señor Bernard Parker ylady Runcorn.

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- Bien, cuente algo sobre ellos.- La condesa Rossakoff es una rusa

encantadora, miembro del antiguorégimen.

Hace poco que vive en este país. Sehabía despedido de mí y, por lo tanto,me sorprendió encontrarla en estahabitación, aparentemente mirandohechizada mi vitrina de abanicos. ¿Sabeuna cosa, señor Poirot? Cuanto máspienso en ello, más sospechoso meparece. ¿Usted qué dice a eso?

- Sí, es muy sospechosa; perohábleme de los otros.

- Parker vino a recoger una caja deminiaturas que yo deseaba mostrar a

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lady Runcorn.- ¿Y lady Runcorn?- Lady Runcorn es una señora de

mediana edad que invierte la mayorparte de su tiempo en asuntos decaridad. Ella regresó a recoger su bolsoque se había dejado en alguna parte.

- Bien, Monsieur. Así, pues, tenemoscuatro posibles sospechosos. Lacondesa rusa, la gran dame inglesa, elmillonario sudafricano y el señorBernard Parker. ¿Qué es el señorParker?

La pregunta pareció aturdir al señorHardman.

- Es... un joven... bueno, un joven

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que conozco.- Eso ya me lo imagino - replicó

Poirot -. ¿A qué se dedica?- Verá... frecuenta los casinos...

claro que no navega muy bien, ¿mecomprende?

- ¿Puedo preguntar cómo se hizoamigo suyo?

- Pues... en una o dos ocasiones harealizado pequeños encargos míos.

- Continúe, Monsieur .Hardman lo miró lastimeramente.

Desde luego, lo último que deseaba eracontinuar. No obstante, el inexorablesilencio de Poirot le hizo hablar.

- Verá... Monsieur; usted ya conoce

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mi interés por las joyas antiguas. Aveces surgen herencias familiares... enfin, son joyas que nunca se venderían enel mercado o a través de un profesional.Ahora bien, esas familias se avienencuando saben que son para mí. Parkerarregla los detalles, sirve de puente yevita situaciones embarazosas.

Por ejemplo, la condesa Rossakoffha traído algunas joyas de Rusia yquiere venderlas.

Parker es el encargado de tramitarlos detalles de la operación.

- Comprendo - dijo Poirot pensativo-. ¿Y usted confía plenamente en él?

- No tengo motivos para otra cosa.

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- Señor Hardman, de estas cuatropersonas, ¿de cuál sospecha usted?

- ¡Monsieur Poirot, qué pregunta!Son mis amigos. En realidad nosospecho de ninguno en particular, y, ala vez, sospecho de todos.

- No estoy de acuerdo. Usted piensaen uno de los cuatro. No en la condesaRossakoff, ni en el señor Parker. Luegoha de ser lady Runcorn o el señorJohnston.

- Me acorrala, Monsieur Poirot.Quiero que, sobre todo, se evite elescándalo. Lady Runcorn pertenece auna de las más antiguas familias deInglaterra, pero, desgraciadamente, una

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tía suya, lady Carolina, padecía de... deuna grave afección de cleptomanía.Claro que todos sus amigos lo sabían ynadie la censuró jamás. Su doncelladevolvía las cucharillas, o lo que fuera,lo antes posible. ¿Me comprende?

- Sí. La tía de lady Runcorn eracleptómana. Muy interesante. Bien, ¿mepermite que examine la caja decaudales?

Poco después Poirot abría la cajapara examinar su interior. Los estantesforrados de terciopelo nos miraron consus vacías cuencas.

- la puerta no cierra bien - murmuróPoirot, moviéndola de un lado a otro -.

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¿Por qué? ¡Caramba! ¿Qué tenemosaquí? ¡Un guante cogido del gozne! Unguante de hombre.

Lo tendió al señor Hardman.- No es mío.- ¡Ajá! ¡Algo más! - Poirot extrajo

un pequeño objeto del fondo de la caja.Era una cigarrera plana, hecha de moarénegro.

- ¡Mi cigarrera! - gritó el señorHardman.

- ¿Suya? No, señor. Éstas no son susiniciales.

Le enseñó dos letras de platinoentrelazadas.

Hardman la cogió.

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- Tiene usted razón. Es muy parecidaa la mía, pero las iniciales son distintas.Una “P” y una “B”. ¡Cielos! ¡Es deParker!

- Un joven muy descuidado,especialmente si el guante es suyotambién - dijo Poirot -. Una doble pista.¿No le parece?

- ¡Bernard Parker! - murmuróHardman -. ¡Qué alivio! Bien, MonsieurPoirot, espero que recupere las joyas.Recurra a la policía si lo consideranecesario. Claro, siempre que estéseguro de su culpabilidad.

- ¿Ve, amigo mío? - me dijo Poirotmientras salíamos de la casa -. Hardman

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mide con una vara a los nobles y conotra a los plebeyos. Yo aún no he sidoagraciado con un título, por lo tantoestoy en el bando de los últimos. Esohace que me sienta inclinadofavorablemente hacia el joven Parker.Cuando Hardman sospecha de ladyRuncorn, de la condesa y de Johnston,resulta que hay pruebas contrarias anuestro hombre.

- Y usted, ¿por qué sospecha de losotros dos?

- ¡Parbleu! Es muy fácil ser condesarusa exiliada y millonario sudafricano.

Cualquier mujer puede llamarse a símisma condesa y nada prohíbe que un

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hombre adquiera una casa en Park Laney se diga millonario sudafricano. ¿Quiénva a contradecirles?

“Estamos en la calle Bury. Nuestrodescuidado joven vive aquí. Como sesuele decir, golpeemos el hierrocaliente.

Parker estaba en casa. Loencontramos reclinado sobrealmohadones, con un llamativo batínpúrpura y naranja. Raras veces hesentido tan desagradable impresióncomo la experimentada al ver a estejoven de rostro blanco, afeminado y delenguaje pomposo.

- Buenos días, Monsieur - dijo

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Poirot -. Vengo de casa del señorHardman. Ayer, durante la fiesta, alguienrobó todas sus joyas. Dígame, ¿esteguante es suyo?

Los reflejos del joven parecíanembotados. Necesitó demasiado tiempopara estudiarlo, como si tratase de ganarminutos para así ordenar sus ideas. Alfin preguntó:

- ¿Dónde lo encontró?- ¿Es suyo, Monsieur?El señor Parker se decidió:- No, no lo es.- ¿Y esta cigarrera es suya?- Tampoco. Siempre llevo una de

plata.

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- Muy bien, Monsieur. Pondré elasunto en manos de la policía.

- ¡Yo no haría eso si fuese usted! -gritó Parker -. ¡Recurrir a una gente tanantipática! Espere un poco. Iré a ver alviejo Hardman.

Seguí a Poirot, que se marchó sinhacerle caso.

- Le hemos dado algo en qué pensar- se rió -. Mañana sabremos lo ocurrido.

Sin embargo, el destino se empeñóen recordar el asunto Hardman aquellatarde.

Sin previa advertencia, la puerta seabrió para dar paso a un torbellino deforma de mujer que vino a romper

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nuestra intimidad. La condesa VeraRossakoff tenía una personalidadturbadora.

- ¿Es usted Monsieur Poirot? ¿Cómose atreve a culpar a ese pobremuchacho? ¡Es una infamia! Ese jovenes un polluelo, un cordero. ¡Jamásrobaría! No pienso permitir que seamartirizado.

- Dígame, madame, ¿esta cigarreraes de él? - Poirot le enseñó la cigarrerade moaré negro.

La condesa empleó un momento eninspeccionarla.

- Sí, es suya. La conozco muy bien.¿Y qué? ¿La encontró en casa del señor

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Hardman? Debió de perderla allí.Ustedes, los policías, son peores que laguardia roja.

- ¿Es suyo este guante?- ¿Cómo voy a saberlo? Un guante se

parece mucho a otro. Eso no justificaque se le prive de libertad. Tienen queaclarar su inocencia. ¿Lo hará usted?Venderé mis joyas y le pagaré bien porello.

- Madame...- ¿De acuerdo, pues? No, no discuta.

¡Pobre muchacho! Vino a mí conlágrimas en los ojos. “Yo le salvaré - ledije -. ¡Iré a ver a ese hombre, a eseogro, a ese monstruo!”

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Ahora ya está resuelto. Me voy.Con la misma ceremonia que había

entrado, desapareció de la estancia,dejando un intenso perfume denaturaleza exótica tras sí.

- ¡Vaya mujer! - exclamé -. ¡Y quépieles lleva!

- Sí, son auténticas. Una condesafalsificada no llevaría pieles auténticas.Hastings, realmente es rusa. Bien, bien,ahora resulta que nuestro joven fuegimoteando a ella.

- La cigarrera es de él. Me gustaríasaber si también lo es el guante.

Con una sonrisa Poirot se sacó delbolsillo un segundo guante y lo colocó

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junto al primero. Obviamente, se tratabadel mismo par de guantes.

- ¿Dónde lo consiguió, Poirot?- Estaba con un bastón sobre la mesa

del vestíbulo en la calle Bury. De veras,Monsieur Parker es un joven muydescuidado. Bien, bien, mon ami. Sólopara cubrir el expediente haremos unavisita a Park Lane.

Acompañé a mi amigo. Johnston noestaba, pero sí su secretario particular.Este nos dijo que Johnston hacía pocoque había regresado de Sudáfrica. Enrealidad nunca estuvo antes enInglaterra.

- ¿Le interesan las piedras

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preciosas? - preguntó Poirot.- Las minas de oro, en todo caso,

señores - se rió el secretario.Poirot salió de la entrevista

pensativo. Aquella noche lo encontréestudiando una gramática rusa.

- ¡Cielos, Poirot! ¿Aprende rusopara conversar con la condesa en supropio idioma?

- Ciertamente no escucharía miinglés, amigo mío.

- Los rusos de buena cuna hablanfrancés - dije yo.

- Es usted una mina de información,Hastings. Bien, renunciaré a loslaberintos del alfabeto ruso.

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Tiró el libro con gesto dramático. Amí no me satisfizo su modo de obrar, sibien advertí su peculiar parpadeo, signoinequívoco de que se hallaba satisfechoconsigo mismo.

- ¿Duda de que realmente sea rusa?¿Piensa comprobarlo? - pregunté.

- Sé que es rusa.- ¿Cómo lo sabe?- Si quiere distinguirlo

personalmente, Hastings, le recomiendoLos primeros pasos de ruso; es unaayuda valiosísima.

Luego se rió y ya no dijo nada más.Recogí el libro del suelo y me puse acuriosearlo, pero fui incapaz de sacar

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algo en claro.En la siguiente mañana no hubieron

noticias nuevas.Esto no pareció preocupar a mi

amigo. A la hora del desayuno meanunció su propósito de quevisitaríamos al señor Hardman. Loencontramos en su casa con aspecto mástranquilo que el día anterior.

- Bien, Monsieur Poirot, ¿haynoticias? - preguntó ansioso.

Poirot le tendió una hoja de papel.- Aquí tiene escrito el nombre de la

persona que robó las joyas. ¿Pongo elasunto en manos de la policía? ¿Oprefiere usted que recupere las joyas sin

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que intervengan los estamentosoficiales?

El señor Hardman miraba el papel.Al fin dijo:

- ¡Sorprendente! Prefiero soslayar unposible escándalo. Le concedo cartablanca, Monsieur Poirot. Estoy segurode que será discreto.

Un taxi nos condujo al hotel Carlton,donde Poirot se hizo anunciar a lacondesa Rossakoff. Minutos después noshallábamos en sus dependencias. Lacondesa salió a nuestro encuentro conlas manos extendidas, envuelta en unbello conjunto de dibujos primitivos.

- ¡Monsieur Poirot! - exclamó -. ¿Lo

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ha conseguido? ¿Está ya libre deacusación el pobre infante?

- Madame la comtesse, su amigo elseñor Parker es inocente.

- ¡Es usted un hombrecillointeligente! ¡Soberbio! Y además, muyrápido.

- También he prometido al señorHardman que las joyas le serándevueltas hoy.

- ¿Ah, sí?- Madame, le agradecería

muchísimo que me las entregase sindemora. Lamento tener que presionarla,pero me espera un taxi por si esnecesario ir a Scotland Yard.

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Nosotros, los belgas, madame,practicamos ese deporte que se llamaeconomía.

La condesa había encendido uncigarrillo. Durante unos segundos quedóinmóvil, soplando anillas de humo, conlos ojos fijos en Poirot. Luego estalló encarcajadas, se puso en pie, se encaminóhasta su secreter, abrió un cajón y sacóun bolso de seda negro, que echó aPoirot.

El tono de su voz fue suave, y concierto dejo de indiferencia.

- Nosotros, los rusos, por elcontrario, practicamos la prodigalidad.Y para esto, desgraciadamente, se

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necesita dinero. No es preciso que miresu interior. Están todas.

Poirot se levantó.- Le felicito, madame, por su

inteligencia y prontitud.- Puesto que le aguarda un taxi,

¿puedo ayudarle... ?- Es usted muy amable, madame. ¿Se

queda mucho tiempo en Londres?- Temo que no, debido a usted.- Acepte mis excusas.- ¿Nos veremos en otra ocasión?- Así lo espero.- Yo no lo deseo - exclamó la

condesa riéndose -. El mío es un grancumplido; hay muy pocos hombres en el

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mundo a quienes yo tema. Adiós,Monsieur Poirot.

- Adiós, madame la comtesse. Ah,disculpe, me olvidaba; permítame que ledevuelva su cigarrera.

Y con una inclinación, le entregó lapequeña cigarrera negra de moaré quehabíamos hallado en la caja. La aceptósin ningún cambio de expresión, salvouna ceja levantada al murmurar:

- Comprendo.- ¡Vaya mujer! - gritó Poirot

entusiasmado mientras descendíamos lasescaleras -. ¡Mon Dieu, quelle femme!¡Ni una palabra de protesta, ni unaexclamación de protesta! Una mirada, y

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ya ha sabido cuál era su situación.Hastings, una mujer que encaja laderrota con una sonrisa, llega muy lejos.Es peligrosa; tiene los nervios de acero.

Su entusiasmo no le permitió verdónde pisaba y su tropezón fue más queaparatoso.

- Será mejor que modere sus ánimosy mire dónde pisa - sugerí -. ¿Cuándosospechó de la condesa?

- Mon ami, el guante y la cigarreraconstituían una doble pista demasiadoclara.

Bernard Parker podía extraviar unade las dos cosas, pero no ambas. Porotra parte, si alguien hubiese intentado

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que las sospechas recayesen sobreParker, con una sola tenía suficiente. Esome llevó a la conclusión de que uno delos dos objetos no era de él.

“Al principio le supuse dueño de lacigarrera. Ahora bien, tan pronto supeque el guante era suyo, intuí a quiénpertenecía la otra pieza. ¿De quién,pues, era la cigarrera? Lady Runcornquedó descartada en el caso, ya que lasiniciales no coincidían. ¿El señorJohnston? Sólo si utilizaba un nombrefalso. Sin embargo, la entrevista quesostuvimos con su secretario meproporcionó la evidencia de su situaciónlegal. Luego, el señor Johnston nada

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tenía que ver con el asunto.“¿La condesa, pues? Ella había

traído joyas de Rusia, y le bastaba consacar las piedras de sus monturas.Realmente hubiera sido muy difícilreconocerlas luego.

“Nada más fácil para la condesa queapropiarse de uno de los guantes deParker, dejados en el vestíbulo aqueldía, y olvidárselo en la caja. Está claroque no tuvo el propósito de abandonartambién su propia cigarrera.

- Pero si la cigarrera es suya, ¿porqué tiene las iniciales “B. P.”? Las suyasson “V.R.”

Poirot se sonrió.

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- Exacto, mon ami. Sólo que en elalfabeto ruso, B es V y P es R.

- ¡Oh! ¿No esperaría que yoadivinase eso? No sé ruso.

- Ni yo, Hastings. Por esto compréaquel librito... y le sugerí que lorepasase.

Suspiré, vencido una vez más.Después de un breve silencio, Poirot

continuó:- ¡Una mujer extraordinaria! Tengo

un presentimiento, amigo mío. Sí,presiento que volveré a encontrármelaen algún sitio. ¿Dónde? ¡No lo sé!

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El rey de bastos

- La verdad - observé dejando elDaily Newmonger a un lado - tiene másfuerza que la ficción.

La observación no era original, peropareció gustar a mi amigo, que,ladeando su cabeza de huevo, se quitóuna mota imaginaria de polvo de losbien planchados pantalones y observó:

- ¡Qué idea tan profunda! ¡Mi amigoHastings es un pensador!

Sin enojarme por la evidente ironía,di un golpecito sobre el periódico queacababa de soltar de la mano.

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- ¿Lo ha leído ya? - pregunté.- Sí. Y después de leerlo lo he

vuelto a doblar simétricamente. No lo hetirado al suelo como acaba usted dehacer, con una lamentable falta de ordeny de método. (Esto es lo peor de Poirot.El Orden y el Método son sus dioses. Yles atribuye todos sus éxitos).

- ¿Entonces ha leído la relación delasesinato de Henry Reedburn, elempresario? Él ha originado mi recienteobservación. Porque es cierto que nosólo la verdad es más fuerte que laficción, sino, asimismo, mucho másdramática. Vea por ejemplo esa sólidafamilia de la clase media, los Oglander.

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El padre, la madre, el hijo, la hija sontípicos, como tantos cientos de familiasde este país. Los hombres van a la Citytodos los días; las mujeres se cuidan dela casa. Sus vidas son pacíficas,monótonas, incluso. Anoche estuvieronsentados en el salón de su casa deDaisymead, en Streatham, jugando albridge. De pronto, se abre una puerta decristales y entra tambaleándose unamujer en la habitación. Lleva manchadode sangre el vestido de seda gris. Antesde caer desmayada al suelo dice unasola palabra: “Asesinado”. La familia lareconoce al punto. Es Valerie Sinclair,famosa bailarina, de quien habla todo

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Londres.- ¿Habla usted por sí mismo o está

refiriendo lo que dice el DailyNewmonger? - interrogó Poirot conánimo de puntualizar.

- El periódico entró a escape enprensa y se contentó con narrar hechosescuetos. A mí me han impresionado enseguida las posibilidades dramáticas delsuceso.

Poirot aprobó pensativo mispalabras.

- Dondequiera que exista la humananaturaleza existe el drama. Sólo que nosiempre es como uno se lo imagina.Recuérdelo. Sin embargo, me interesa

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ese caso porque es posible que me vearelacionado con él.

- ¿De verdad?- Sí. Esta mañana me llamó por

teléfono un caballero para solicitar unaentrevista en nombre del príncipe Paulde Mauritania.

- Pero ¿qué tiene eso que ver con loocurrido?

- Usted no lee todos nuestrosperiódicos. Me refiero a esos querelatan acontecimientos escandalosos yque principian por: “Nos cuenta unratoncito...” o “A un pajarito le gustaríasaber...” Vea esto.

Yo seguí el párrafo que me señalaba

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con el grueso índice.... Desearíamos saber si el príncipe

extranjero y la famosa bailarina poseenen realidad afinidades y ¡si a la dama legustaba la nueva sortija de diamantes!

- Bueno, continúe su historia.Quedamos en que mademoiselle Sinclairse desmayó en Daisymead sobre laalfombra del salón, ¿lo recuerda?

Yo me encogí de hombros.- Como resultado de sus palabras,

los Oglander salieron; uno en busca deun médico que asistiera a la dama, quesufría una terrible conmoción nerviosa,y el otro a la Jefatura de Policía, desdedonde tras contar lo ocurrido, la

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acompañó a Mon Desir, la magníficavilla de mister Reedburn, que se hallabaa corta distancia de Daisymead.

Allí encontraron al gran hombre,que, dicho sea de paso, goza de malafama, tendido en la mitad de labiblioteca con la cabeza abierta.

- Yo he criticado su estilo - dijoPoirot con afecto. - Perdóneme, se loruego. ¡Oh, aquí tenemos al príncipe!

Nos anunciaron al distinguidovisitante con el nombre de condeFeodor. Era un joven alto, extraño, debarbilla débil, con la famosa boca delos Mauranberg y los ojos ardientes yoscuros de un fanático.

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- ¿Monsieur Poirot?Mi amigo se inclinó.- Monsieur, me encuentro en un

apuro tan grande que no puedeexpresarse con palabras...

Poirot hizo un ademán deinteligencia.

- Comprendo su ansiedad.Mademoiselle Sinclair es una amigaquerida, ¿no es cierto?

El príncipe repuso sencillamente:- Confío en que será mi mujer.Poirot se incorporó con los ojos muy

abiertos.El príncipe continuó:- No seré el primero de la familia

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que contraiga matrimonio morganático.Mi hermano Alejandro ha desafiadotambién las iras del Emperador. Hoyvivimos en otros tiempos, másadelantados, libres de prejuicios decasta. Además, mademoiselle Sinclaires igual a mí, posee rango. Supongo queconocerá su historia, o por lo menos unaparte de ella.

- Corren por ahí, en efecto, muchasrománticas versiones de su origen.Dicen unos que es hija de una irlandesagitana; otros, que su madre es unaaristócrata, una gran duquesa rusa.

- La primera versión es una tontería,desde luego - repuso el príncipe -. Pero

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la segunda es verdadera. Aunque estáobligada a guardar el secreto. Valerieme ha dado a entender eso. Además, lodemuestra, sin darse cuenta, y yo creo enla ley de herencia, Monsieur Poirot.

- También yo creo en ella - repusoPoirot, pensativo -. Yo, moi qui vousparle, he presenciado cosas muy raras...Pero vamos a lo que importa, Monsieurle Prince. ¿Qué quiere de mí? ¿Qué es loque teme? Puedo hablar con franqueza,¿verdad? ¿Se hallaba relacionadamademoiselle de algún modo con esecrimen? Porque conocía a misterReedburn, naturalmente...

- Sí. Él confesaba su amor por ella.

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- ¿Y ella?- Ella no tenía nada que decirle.Poirot le dirigió una mirada

penetrante.- Pero ¿le temía? ¿Tenía motivos?El joven titubeó.- Le diré... ¿Conoce a Zara, la

clarividente?- No.- Es maravillosa. Consúltela cuando

tenga tiempo. Valerie y yo fuimos a verlala semana pasada. Y nos echó las cartas.Habló a Valerie de unas nubes queasomaban por el horizonte y le predijomales inminentes; luego volvió la últimacarta. Era el rey de bastos. Dijo a

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Valerie: “Tenga mucho cuidado. Existeun hombre que la tiene en su poder.Usted le teme, se expone a un granpeligro. ¿Sabe de quién le hablo?”.Valerie estaba blanca hasta los labios.Hizo un gesto afirmativo y contestó: “Sí,sí, lo sé”. Las últimas palabras de Zaraa Valerie fueron: “Cuidado con el rey debastos. ¡Le amenaza un peligro!.Entonces la interrogué. Me aseguró quetodo iba bien y no quiso confiarme nada.Pero ahora, después de lo ocurrido lanoche pasada, estoy seguro de queValerie vio a Reedburn en el rey debastos y de que él era el hombre a quientemía.

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El príncipe guardó brusco silencio.- Ahora comprenderá mi agitación

cuando abrí el periódico esta mañana.Suponiendo que en un ataque de

locura, Valerie... pero no, ¡esimposible!, ¡no puedo concebirlo, ni ensueños!

Poirot se levantó del sillón y diounas palmaditas afectuosas en el hombrodel joven.

- No se aflija, se lo ruego. Déjelotodo en mis manos.

- ¿Irá a Streatham? Sé que está enDaisymead, postrada por la conmociónsufrida.

- Iré enseguida.

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- Ya lo he arreglado todo por mediode la Embajada. Tendrá usted acceso atodas partes.

- Marchemos entonces. Hastings,¿quiere acompañarme? ¡Au revoir,Monsieur le Prince!

Mon Desir era una preciosa villa,moderna y cómoda. Una calzada decoches conducía a ella y detrás de lacasa tenía un terreno de varios acres demagníficos jardines. En cuantomencionamos al príncipe Paul, elmayordomo que nos abrió la puerta nosllevó al instante al lugar de la tragedia.La biblioteca era un habitaciónmagnífica que ocupaba toda la fachada

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del edificio con una ventana a cadaextremo, de las cuales una recaía sobrela calzada y otra a los jardines. Elcadáver yacía junto a esta última. Nohacía mucho que se lo habían llevadodespués de concluir su examen lapolicía.

- ¡Qué lástima! - murmuré al oído dePoirot -. Con la de pruebas que habrándestruido.

Mi amigo sonrió.- ¡Eh, eh! ¿Cuántas veces habré de

decirle que las pruebas vienen dedentro? En las pequeñas células grisesdel cerebro es donde se halla lasolución de cada misterio.

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Se volvió al mayordomo y preguntó:- Supongo que a excepción del

levantamiento del cadáver no se habrátocado la habitación.

- No, señor. Se halla en el mismoestado que cuando llegó la policíaanoche.

- Veamos. Veo que esas cortinaspueden correrse y que ocultan el alféizarde la ventana. Lo mismo sucede con lascortinas de la ventana opuesta. ¿Estabancorridas anoche también?

- Sí, señor. Yo verifico la operacióntodas las noches.

- Entonces, ¿debió descorrerlas elpropio Reedburn?

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- Así parece, señor.- ¿Sabía usted que esperaba visita?- No me lo dijo, señor. Pero dio la

orden de que no se le molestase despuésde la cena. Vea, señor. Por esa puerta sesale de la biblioteca a una terrazalateral. Quizá dio entrada a alguien porella.

- ¿Tenía por costumbre hacerlo así?El mayordomo tosió discretamente.- Creo que sí, señor.Poirot se dirigió a aquella puerta.

No estaba cerrada con llave. En vista deello subió a la terraza que iba a parar ala calzada sita a su derecha; a laizquierda se levantaba una pared de rojo

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ladrillo.- Al otro lado está el huerto, señor.

Más allá hay otra puerta que conduce aél, pero permanece cerrada desde lasseis de la tarde.

Poirot entró en la biblioteca seguidodel mayordomo.

- ¿Oyó algo de los acontecimientosde anoche? - preguntó Poirot.

- Oímos, señor, voces, una de ellasde mujer, en la biblioteca poco antes dedar las nueve. Pero no era un hechoextraordinario. Luego, cuando nosretiramos al vestíbulo de servicio queestá a la derecha del edificio, ya nooímos nada, naturalmente. Y la policía

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llegó a las once en punto.- ¿Cuántas voces oyeron?- No sabría decírselo, señor. Sólo

reparé en la voz de mujer.- ¡Ah!- Perdón, señor. Si desea ver al

doctor Ryan está aquí todavía.La idea nos pareció de perlas y poco

después se reunió con nosotros eldoctor, hombre de edad madura, muyjovial, que proporcionó a Poirot losinformes que solicitaba. Se encontró aReedburn tendido cerca de la ventanacon la cabeza apoyada en el poyo demármol adosado a aquélla. Tenía dosheridas: una entre ambos ojos; otra, la

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fatal, en la nuca.- ¿Yacía de espaldas?- Sí. Ahí está la prueba.El doctor nos indicó una pequeña

mancha negra que había en el suelo.- ¿Y no pudo ocasionarle la caída el

golpe que recibió en la cabeza?- Imposible. Porque el arma, sea

cual sea, penetró en el cráneo.Poirot miró pensativo al vacío. En el

vano de cada ventana había un asiento,esculpido, de mármol, cuyas armasrepresentaban la cabeza de un león. Losojos de Poirot se iluminaron.

- Suponiendo que cayera de espaldassobre esta cabeza saliente de león y que

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de ella resbalase hasta el suelo, ¿podríahaberse abierto una herida como la queusted describe?

- Sí, es posible. Pero el ángulo enque yacía nos obliga a considerar esateoría imposible. Además, hubieradejado huellas de sangre en el asiento demármol.

- Sí, contando con que no se hayanborrado.

El doctor se encogió de hombros.- Es improbable. Sobre todo porque

no veo qué ventaja puede aportarconvertir un accidente en un crimen.

- No, claro está. ¿Qué le parece?¿Pudo asestar una mujer uno de los dos

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golpes?- Oh, no, señor. Supongo que está

pensando en mademoiselle Sinclair.- No pienso en ninguna persona

determinada - repuso con acento suavePoirot.

Concentró su atención en la abiertaventana mientras decía el doctor:

- Mademoiselle Sinclair huyó porahí. Vean cómo se divisa Daisymead porentre los árboles. Naturalmente, que haymuchas otras casas en la carretera,frente a ésta, pero Daisymead es laúnica visible por este lado.

- Gracias por sus informes, doctor -dijo Poirot -. Venga, Hastings. Vamos a

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seguir los pasos de mademoiselle.Echó a andar delante de mí y en este

orden pasamos por el jardín, dejandoatrás la verja de hierro y llegamos,también por la puerta del jardín, aDaisymead, finca poco ostentosa, queposeía medio acre de terreno. Unpequeño tramo de escalera conducía a lapuerta de cristales a la francesa. Poirotme la indicó con el gesto.

- Por ahí entró anoche mademoiselleSinclair. Nosotros no tenemos ningunaprisa y lo haremos por la puertaprincipal.

La doncella que nos abrió la puertanos llevó al salón, donde nos dejó para

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ir en busca de mistress Oglander.Era evidente que no se había

limpiado la habitación desde el díaanterior, porque el hogar estaba todavíalleno de cenizas y la mesa de bridgecolocada en el centro con una sota bocaarriba y varias manos de naipes puestasaún sobre el tablero. Vimos a nuestroalrededor objetos innumerables deadornos y unos cuantos retratos defamilia de una fealdad sorprendente,pendientes de las paredes. Poirot losexaminó con más indulgencia de lo quemostré yo, enderezando uno o dos que sehabían ladeado.

- ¡Qué lazo tan fuerte el de la

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famille! El sentimiento ocupa en ella ellugar de la estética.

Yo asentí a estas palabras sinseparar la vista de un grupo fotográficocompuesto de un caballero con patillas,de una señora de moño alto, de unmuchacho fornido y de dos muchachasadornadas de una multitud de lazosinnecesarios. Suponiendo que era lafamilia Oglander de los tiempospasados, la contemplé con gran interés.

En este momento se abrió la puertadel salón y entró en él una mujer joven.Llevaba bien peinado el oscuro cabelloy llevaba un jersey y una falda acuadros.

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Poirot avanzó unos pasos comorespuesta a una mirada de interrogaciónde la recién llegada.

- ¿Miss Oglander? - dijo -. Lamentotener que molestarla... sobre tododespués de lo ocurrido. ¡Ha sidoespantoso!

- Sí, y nos tiene a todos muytrastornados - confesó la muchacha sindemostrar emoción.

Yo empezaba a creer que loselementos del drama pasabaninadvertidos para miss Oglander, que sufalta de imaginación era superior acualquier tragedia y me confirmó en estacreencia su actitud, cuando continuó

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diciendo:- Disculpen el desorden de la

habitación. Los sirvientes están muyexcitados.

- ¿Es aquí donde pasaron ustedes lavelada anoche, n’est ce pas?

- Sí, jugábamos al bridge después decenar cuando...

- Perdón. ¿Cuánto tiempo hacía quejugaban ustedes?

- Pues... - miss Oglander reflexionó -la verdad es que no lo recuerdo.Supongo que comenzamos a las diez.

- Dónde estaba usted sentada?- Frente a la puerta de cristales.

Jugaba con mi madre y acababa de echar

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una carta. De súbito, sin previo aviso, seabrió la puerta y entró miss Sinclairtambaleándose en el salón.

- ¿La reconoció?- Me di vaga cuenta de que su rostro

me era familiar.- Sigue aquí, ¿verdad?- Sí, pero está postrada y no quiere

ver a nadie.- Creo que me recibirá. Dígale que

vengo a petición del príncipe Paul deMauritania.

Me pareció que el nombre delpríncipe alteraba la calma imperturbablede miss Oglander. Pero salió sin hacercomentarios del salón y volvió casi

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enseguida para comunicarnos quemademoiselle nos esperaba en sudormitorio.

La seguimos y por la escalerallegamos a una bonita habitación, bieniluminada, empapelada de color claro.Sobre un diván, junto a la ventana,vimos a una señorita que volvió lacabeza al hacer nuestra entrada. Elcontraste que ella y miss Oglanderofrecían me llamó en seguida laatención, pues si bien en las facciones yen el color del cabello se parecían, ¡quédiferencia tan noble existía entre lasdos! La palabra, el gesto de ValerieSinclair constituían un poema. De ella se

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desprendía un aura romántica.Vestía una prenda muy casera, una

bata de franela encarnada que le llegabaa los pies, pero el encanto de supersonalidad le daba un sabor exótico ysemejaba una vestidura oriental delencendido color.

En cuanto entró Poirot, fijó susgrandes ojos en él.

- ¿Viene de parte de Paul? - Su vozarmonizaba con su aspecto, era lánguiday llena.

- Sí, mademoiselle. Estoy aquí paraservir a él... y a usted.

- ¿Qué es lo que desea saber?- Todo lo que sucedió anoche,

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¿absolutamente todo?La bailarina sonrió con visible

expresión de cansancio.- ¿Supone que voy a mentir? No soy

una estúpida. Veo con claridad que nodebo ocultarle nada. Ese hombre, merefiero al que ha muerto, poseía unsecreto mío y me amenazaba con él. Enbien de Paul traté de llegar a un acuerdocon él. No podía arriesgarme a perder alpríncipe. Ahora que ha muerto me sientosegura, pero no lo maté.

Poirot meneó la cabeza, sonriendo.- No es necesario que lo afirme,

mademoiselle - dijo -. Cuénteme lo quesucedió la noche pasada.

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- Parecía dispuesto a hacer un tratoconmigo y le ofrecí dinero. Me citó ensu casa a las nueve en punto. Yo conocíaya Mon Desir; había estado en ella.Debía entrar en la biblioteca por lapuerta excusada para que no me vieranlos criados.

- Perdón, mademoiselle, pero ¿notuvo miedo de ir allí sola y por lanoche?

¿Lo imaginé o Valerie hizo una pausaantes de contestar?

- Sí, es posible. Pero no podía pedira nadie que me acompañara y estabadesesperada. Reedburn me recibió en labiblioteca. ¡Celebro que haya muerto!

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Oh, qué hombre! Jugó conmigo como elgato y el ratón. Me puso los nervios entensión. Yo le rogué, le supliqué derodillas, le ofrecí todas mis joyas. ¡Todoen vano! Luego me dictó suscondiciones. Me negué a complacerle.Le dije lo que pensaba de él, rabié, meencolericé. Él sonreía sin perder lacalma. Y de pronto, en un momento desilencio, sonó algo en la ventana, tras dela cortina cerrada. Reedburn lo oyótambién. Se acercó a ella y la descorriórápidamente. Detrás había un hombreescondido, era un vagabundo de feoaspecto. Atacó a mister Reedburn, alque dio primero un golpe... luego otro.

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Reedburn cayó al suelo. El vagabundome asió entonces con la mano cubiertade sangre, pero yo me desasí, me deslicéal exterior por la ventana y corrí parasalvar la vida. En aquel momentodistinguí las luces de esta casa y haciaella me encaminé. Los visillos estabandescorridos y vi que los habitantes de lacasa jugaban al bridge. Yo entré,tropezando, en el salón. Recuerdosolamente que pude gritar: “asesinado”,y luego caí al suelo y ya no vi nada...

- Gracias, mademoiselle. Elespectáculo debió constituir un granchoque para su sistema nervioso.¿Podría describirme al vagabundo?

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¿Recuerda lo que llevaba puesto?¿Cómo iba vestido?

- No. Fue todo tan rápido... Pero surostro está grabado en mi pensamiento yestoy segura de conocerle en cuanto levea.

- Una pregunta todavía,mademoiselle. ¿Estaban corridas lascortinas de la otra ventana, de la quemira a la calzada?

En el rostro de la bailarina se pintópor vez primera una expresión deperplejidad.

Pero trató de recordar con precisión.- ¿Eh, bien, mademoiselle?- Creo... casi estoy segura... ¡sí,

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segurísima!, de que no estaban corridas.- Es curioso, sobre todo estando

corridas las primeras. No importa, lacosa tiene poca importancia.¿Permanecerá todavía aquí muchotiempo, mademoiselle?

- El doctor cree que mañana podrévolver a la ciudad.

Valerie miró a su alrededor. MissOglander había salido.

- Estas gentes son muy amables,pero... no pertenecen a mi esfera. Yo lasescandalizo y ellas... bien, no simpatizocon la bourgeoise.

Sus palabras tenían un matiz deamargura.

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Poirot repuso:- Comprendo y confío en que no la

habré fatigado con mis preguntas.- Nada de eso, Monsieur. No deseo

más sino que Paul sepa todo lo antesposible.

- Entonces, ¡muy buenos días,mademoiselle!

Antes de salir Poirot de lahabitación se paró y preguntó señalandoun par de zapatos de piel.

- ¿Son suyos, mademoiselle?- Sí. Ya están limpios. Me los

acaban de traer.- ¡Ah! - exclamó Poirot mientras

bajábamos la escalera -. Los criados

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estaban muy excitados, pero por lo vistono lo están para limpiar un par dezapatos. Bien, mon ami, el caso mepareció interesante, de momento, perocreo que está concluyendo.

- Pero ¿y el asesino?- ¿Cree que Hércules Poirot se

dedica a la caza de vagabundos? -replicó con acento grandilocuente eldetective.

Al llegar al vestíbulo nostropezamos con miss Oglander que salíaa nuestro encuentro.

- Háganme el favor de esperar en elsalón. Mamá quiere hablar con ustedes –nos dijo.

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La habitación seguía sin arreglar yPoirot tomó la baraja y comenzó abarajar los naipes al azar con sus manospequeñas y bien cuidadas.

- ¿Sabe lo que pienso, amigo mío?- No - repuse ansiosamente.- Pues que miss Oglander hizo mal

en no echar triunfo. Debió poner sobrela mesa el tres de espadas.

- ¡Poirot! Es usted el colmo.- ¡Mon Dieu! No voy a estar siempre

hablando de rayos y de sangre.De repente, olfateó el aire y dijo:- Hastings, Hastings, mire. Falta el

rey de bastos de la baraja.- ¡Zara! - exclamé.

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- ¿Cómo?De momento Poirot no comprendió

mi alusión. Maquinalmente guardó lasbarajas, ordenadas, en sus cajas.

Su rostro tenía una expresión grave.- Hastings - dijo por fin -. Yo,

Hércules Poirot, he estado a punto decometer un error, un gran error.

Le miré impresionado, pero sincomprender.

Le interrumpió la entrada en el salónde una hermosa señora de mediana edadque llevaba un libro de cuentas en lamano. Poirot le dedicó un galantesaludo.

La dama le preguntó:

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- ¿Según tengo entendido, es ustedamigo de miss Sinclair?

- Precisamente su amigo, no, señora.He venido de parte de un amigo.

- Ah, comprendo. Me pareció que...Poirot señaló bruscamente la

ventana y dijo, interrumpiéndola:- Anoche había luna llena. ¿Vio

usted a miss Sinclair, sentada comoestaba delante de la ventana?

- No, porque me abstraía el juego.Además porque, naturalmente, nunca nosha sucedido nada parecido como ahora.

- Lo creo, madame. MademoiselleSinclair proyecta marcharse mañana.

- ¡Oh! - el rostro de la dama se

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iluminó.- Le deseo muy buenos días,

madame.Una sirvienta limpiaba la escalera

cuando salimos por la puerta principalde la casa.

Poirot dijo:- ¿Fue usted la que limpió los

zapatos de la señora forastera?La doncella meneó la cabeza.- No, señor. Ni creo que haya que

limpiarlos.- ¿Quién los limpió entonces? -

pregunté a Poirot mientras bajábamospor la calzada.

- Nadie. No estaban sucios.

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- Concedo que por bajar por elcamino o por un sendero, en una nochede luna no se ensucien, pero después dehollar con ello la hierba del jardín semanchan y ensucian.

- Sí, estoy de acuerdo - repusoPoirot con una sonrisa singular.

- Entonces...- Tenga paciencia, amigo mío.

Vamos a volver a Mon Desir.El mayordomo nos vio llegar con

visible sorpresa, pero no se opuso a quevolviéramos a entrar en la biblioteca.

- Oiga, Poirot, se equivoca deventana - exclamé al ver que seaproximaba a la que daba sobre la

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calzada de coches.- Me parece que no. Vea - repuso

indicándome la cabeza marmórea delleón en la que vi una mancha oscura.

Poirot levantó un dedo y me mostróotra parecida en el suelo.

- Alguien asestó a Reedburn ungolpe, con el puño cerrado, entre los dosojos. Cayó hacia atrás sobre laprotuberante cabeza de mármol y acontinuación resbaló hasta el suelo.Luego le arrastraron hasta la otraventana y allí le dejaron, pero no en elmismo ángulo como observó el doctor.

- Pero ¿por qué? No parece quefuera necesario.

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- Por el contrario, era esencial.Asimismo es la clave de la identidad delasesino aunque sepa usted que no tuvointención de matar a Reedburn y que porello no podemos tacharle de criminal.¡Debe poseer mucha fuerza!

- ¿Porque pudo arrastrar a Reedburnpor el suelo?

- No. Éste es un caso muyinteresante. Pero me he portado como unimbécil.

- ¿De manera que se ha terminado,que ya sabe usted todo lo sucedido?

- Sí.- ¡No! - exclamé recordando algo de

repente -. Todavía hay algo que ignora.

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- ¿Qué es ello?- Ignora dónde se halla el rey de

bastos.- ¡Bah! Pero qué tontería. ¡Qué

tontería, mon ami!- ¿Por qué?- Porque lo tengo en el bolsillo.Y, en efecto, Poirot lo sacó y me lo

mostró.- ¡Oh! - dije alicaído -. ¿Dónde lo ha

encontrado? ¿Acaso aquí?- No tiene nada de sensacional.

Estaba dentro de la caja de la baraja. Nolo utilizaron.

- ¡Hum! De todas maneras sirviópara darle alguna idea, ¿no es verdad?

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- Sí, amigo mío. Y ofrezco misrespetos a Su Majestad.

- Y ¡a madame Zara!- Ah, sí, también a esa señora.- Bueno, ¿qué piensa hacer ahora?- Volver a Londres. Pero antes de

ausentarme deseo decir dos palabras auna persona que vive en Daisymead.

La misma doncella nos abrió lapuerta.

- Están en el comedor, señor. Sidesea ver a miss Sinclair se halladescansando.

- Deseo ver a mistress Oglander.Haga el favor de llamarla. Es cuestiónde un instante.

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Nos condujeron al salón y allíesperamos. Al pasar por delante delcomedor distinguí a la familia Oglander,acrecentada ahora por la presencia dedos fornidos caballeros, uno afeitado,otro con barba y bigote.

Poco después entró mistressOglander en el salón mirando con airede interrogación a Poirot, que se inclinóante ella.

- Madame, en mi país sentimos sumaternura, un gran respeto por la madre. Lamére de famille es todo para nosotros -dijo.

Mistress Oglander le miró conasombro.

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- Y esta única razón es la que metrae aquí, en estos momentos, pues deseodisipar su ansiedad. No tema, el asesinode mister Reedburn no será descubierto.Yo, Hércules Poirot, se lo aseguro austed. ¿Digo bien o es la ansiedad deuna esposa la que debo calmar?

Hubo un momento de silencio en elque mistress Oglander dirigió a Poirotuna mirada penetrante. Por fin repuso envoz baja:

- No sé lo que quiere decir pero, sí,dice usted bien sin duda.

Poirot hizo un gesto con el rostrograve.

- Eso es, madame. No se inquiete.

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La policía inglesa no posee los ojos deHércules Poirot.

Así diciendo dio un golpecito sobreel retrato de la familia que pendía de lapared e interrogó:

- ¿Usted tuvo dos hijas, madame?¿Ha muerto una de ellas?

Hubo una pausa durante la cualmistress Oglander volvió a dirigir unamirada profunda a mi amigo. Luegorespondió:

- Sí, ha muerto.- ¡Ah! - exclamó Poirot vivamente -.

Bien, vamos a volver a la ciudad.Permítame que le devuelva el rey debastos y que lo coloque en la caja.

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Constituye su único resbalón.Comprenda que no se puede jugar albridge, por espacio de una hora, conúnicamente cincuenta y una cartas paracuatro personas. Nadie que sepa jugarcreerá en su palabra. ¡Bon jour!

- Y ahora, amigo mío, ¿se da cuentade lo ocurrido? - me dijo cuandoemprendimos el camino de la estación.

- ¡En absoluto! - contesté -. ¿Quiénmató a Reedburn?

- John Oglander, hijo. Yo no estabaseguro si había sido él o su padre, perome pareció que debía ser el hijo elculpable por ser el más joven y el másfuerte de los dos.

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Asimismo tuvo que ser culpable unode ellos a causa de las ventanas.

- ¿Por qué?- Mire, la biblioteca tiene cuatro

salidas: dos puertas, dos ventanas; y deéstas eligió una sola. La tragedia sedesarrolló delante de una ventana que lomismo que las dos puertas da, directa oindirectamente, a la parte de delante dela casa. Pero se simuló que se habíadesarrollado ante la ventana que caesobre la parte de atrás para quepareciera pura casualidad que Valerieeligiera Daisymead como refugio. Enrealidad, lo que sucedió fue que sedesmayó y que John se la echó sobre los

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hombros. Por eso dije y ahora afirmoque posee mucha fuerza.

- ¿De modo que los hermanos sedirigieron juntos a Mon Desir?

- Sí. Ya recordará la vacilación deValerie cuando le pregunté si no tuvomiedo de ir sola a casa de Reedburn.John Oglander la acompañó, suscitandola cólera de Reedburn, si no me engaño.EI tercero disputó y probablemente uninsulto dirigido por el dueño de la casaa Valerie motivó que Oglander le pegaseun puñetazo. Ya conoce el resto.

- Pero, ¿por qué le llamó la atenciónla partida de bridge?

- Porque para jugar a él se requiere

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cuatro jugadores y únicamente trespersonas ocuparon, durante la velada, elsalón.

Yo seguía perplejo.- Pero ¿qué tienen que ver los

Oglander con la bailarina Sinclair? -pregunté -. No acabo de comprenderlo.

- Amigo, me maravilla que no sehaya dado cuenta, a pesar de que mirócon más atención que yo la fotografía dela familia que adorna la pared del salón.No dudo de que para dicha familia hayamuerto la hija segunda de mistressOglander, pero el mundo la conoce ¡conel nombre de Valerie Sinclair!

- ¿Qué?

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- ¿De veras no se ha dado cuenta delparecido de las dos hermanas?

- No - confesé -. Por el contrario, medije que no podían ser más distintas.

- Es porque, querido Hastings, suimaginación se halla abierta a lasrománticas impresiones exteriores. Lasfacciones de las dos son idénticas, lomismo que el color de sus ojos ycabellos. Pero lo más gracioso es queValerie se avergüenza de los suyos y quelos suyos se avergüenzan de ella. Sinembargo, en un momento de peligropidió ayuda a su hermano y cuando lascosas adoptaron un giro desagradable yamenazador todos se unieron de manera

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notable. ¡No hay ni existe nada tanmaravilloso como el amor de la familia!Y ésta sabe representar. De ella hasacado Valerie su talento. ¡Yo, lo mismoque el príncipe Paul creo en la ley deherencia! Ellos me engañaron. Pero poruna feliz casualidad y una preguntadirigida a mistress Oglander quecontradecía la explicación acerca decómo estaban sentados alrededor de lamesa de bridge, que nos hizo su hija, nosalió Hércules Poirot chasqueado.

- ¿Qué dirá usted al príncipe?- Que Valerie no ha cometido ese

crimen y que dudo mucho de que puedallegar a darse con el asesino vagabundo.

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Asimismo que transmita mis cumplidosa Zara. ¡Qué curiosa coincidencia! Meparece que voy a ponerle a este pequeñocaso un título: La aventura del rey debastos. ¿Le gusta, amigo mío?

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La herencia de losLemesurier

He investigado muchos casosextraños en compañía de HérculesPoirot, pero no creo que ninguno deellos pueda compararse a la serieextraordinaria de acontecimientos quemantuvieron despierto nuestro interéspor espacio de muchos años, hastaculminar en el último problema que letocó a mi amigo resolver. Nuestraatención se concentró por vez primeraen la historia de la familia de losLemesurier una tarde, durante la guerra.

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Poirot y yo volvíamos a vernos yrenovábamos los viejos días de nuestraamistad iniciada en Bélgica. Mi amigohabía llevado a cabo una comisión parael War Office a su entera satisfacción ycenamos en el Carlton con Brass Hat,que le dedicó grandes cumplidos. Brasstuvo luego que salir a escape paraacudir a su cita con un conocido, ynosotros terminamos nuestro cafétranquilamente, sin prisas, antes deimitar su ejemplo.

En el momento en que nosdisponíamos a dejar el comedor, mellamó una voz familiar, me volví y vi alcapitán Vicente Lemesurier, un joven a

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quien había conocido en Francia. Leacompañaba un caballero cuyo parecidorevelaba pertenecer a la misma familia.Así resultó, en efecto, y Vicente nos lopresentó con el nombre de HugoLemesurier, su tío. Yo no conocíaíntimamente al capitán Lemesurier, peroera un muchacho muy agradable, algosoñador y recordé haber oído decir quepertenecía a una antigua y aristocráticafamilia que databa de los tiempos de laRestauración y que poseía unapropiedad en Northcumberland. Como niPoirot ni yo teníamos prisa, aceptamosla invitación del joven, y volvimos asentarnos a la mesa con los recién

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llegados, charlando satisfechos dediversos temas sin importancia. ElLemesurier de más edad era un hombrede unos cuarenta años, de hombrosinclinados y que recordaba mucho alhombre ilustrado; en aquel momento seocupaba en una investigación químicapor cuenta del Gobierno, segúndedujimos de la conversación.

Interrumpió nuestra charla un jovenmoreno, de buena estatura, que se acercóa la mesa presa de visible agitación.

- ¡Gracias a Dios que los encuentro!- Exclamó.

- ¿Qué sucede, Roger?- Se trata de su padre, Vicente. Ha

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sufrido una mala caída. El caballo erajoven y difícil de dominar.

Dicho esto les llevó aparte y ya nooímos lo que decía. A continuación losdos nuevos amigos se despidieron denosotros precipitadamente. El padre deVicente acababa de ser víctima de ungrave accidente mientras domaba uncaballo joven y le restaban unas horasde vida.

El muchacho se puso mortalmentepálido, como si le afectara mucho lanoticia. A mí me sorprendió su actitud,porque unas palabras que le oí proferiruna vez en Francia me habían hechocreer que padre e hijo no estaban en muy

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buenas relaciones. Debo confesar, pues,que su emoción filial me dejó atónito.

El joven moreno que Vicente nospresentó como su primo, RogerLemesurier, se quedó con nosotros y lostres salimos juntos a la calle.

- Este caso es sumamente curioso -comentó Roger - e interesará quizás aMonsieur Poirot, un as en materia depsicología, según he oído decir.

- Estudio esa materia, en efecto -repuso con prudencia mi amigo.

- ¿Han reparado en la cara de miprimo? ¿Verdad que parecíatrastornado? ¿Conocen el motivo? Puespor la maldición que pesa de antiguo

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sobre la familia. ¿Desean conocerla?- Sí, cuéntela y le quedaremos muy

reconocidos.Roger Lemesurier consultó un

momento la hora en el reloj de pulsera.- Bueno, me sobra tiempo. Me

reuniré con ellos en King’s Cross. Bien,Monsieur Poirot: los Lemesurier somosuna familia muy antigua. Allá en elmedioevo un Lemesurier sintió celos desu mujer a la que descubrió en situacióncomprometida.

Ella juraba que era inocente, pero elbarón Hugo se negó a escucharla. Hugojuraba que el hijo que su mujer le habíadado no era suyo y que no percibiría ni

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un solo penique de su fortuna. Norecuerdo bien lo que hizo, creo queemparedó vivos al hijo y a la madre. Locierto es que los mató y que ella murióprotestando de su inocencia ymaldiciendo solemnemente a él y atodos sus descendientes. Según estamaldición, ningún primogénito de losLemesurier recogería jamás su herencia.Bien, andando el tiempo se demostró,sin que cupiera lugar a dudas, lainocencia de la baronesa. Tengoentendido que Hugo llevó siemprecilicio y que murió en la celda de unconvento. Pero lo curioso del caso esque a partir de aquel día ningún

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primogénito de los Lemesurier haheredado. Los bienes paternos hanpasado siempre de sus manos a las de unhermano, de un sobrino, de un segundón,pero jamás al primogénito. El padre deVicente es segundón de los cinco hijosde su padre. El mayor murió en lainfancia. Y Vicente se ha convencidodurante la guerra de que es ahora él elpredestinado. Pero, por imposible queparezca, sus dos hermanos menores hanmuerto en ella.

- Es una historia muy interesante -dijo Poirot pensativo -. Pero ahora queel padre se está muriendo, ¿será elprimogénito el heredero de su fortuna?

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- Precisamente. La maldición se hadesvirtuado. No puede subsistir enmedio del bullicio de la vida moderna.

Poirot meneó la cabeza como sireprobase el tono ligero del otro. RogerLemesurier volvió a mirar el reloj y seapresuró a despedirse de nosotros.

Pero la historia no había concluidoal parecer, ya que al día siguientesupimos la trágica muerte de Vicente.Había tomado el tren correo de Escociay durante la noche se abrió la portezuelade su departamento y cayó a la vía. Laemoción que le produjo el estado de supadre, sumada a la enfermedad nerviosaque como resultado de su estancia en el

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frente padecía, debió de producirle unataque de locura temporal. Y la curiosasuperstición que prevalecía entre lafamilia superviviente volvió a salir a laluz al hablar del nuevo heredero, RonaldLemesurier, cuyo único hijo habíamuerto en la batalla de Somme.

Supongo que nuestro encuentroaccidental con Vicente Lemesurier elúltimo día de su vida, despertó nuestrointerés por todo lo que con su familia serelacionaba y por ello dos años despuésnos enteramos del fallecimiento deRonald, inválido en la época de suherencia de las propiedades de losLemesurier. Le sucedió su hermano

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John, hombre simpático, cordial, quetenía un hijo en la Universidad de Eton.

Los Lemesurier eran víctimas, enefecto, de un destino implacable, ya quedurante las vacaciones el jovenestudiante se disparó un tiro sin querer.La muerte de su padre, acaecida casiinmediatamente después de picarle unaavispa, puso la propiedad en manos deHugo, el más joven de los cincohermanos, al que conocimos la nochefatal en el Carlton.

Aparte de comentar la extraordinariaserie de desgracias que caían sobre losLemesurier, no nos habíamos tomadoningún interés personal por tales

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acontecimientos, pero se acercaba elmomento en que debíamos tomar partemás activa en ellos.

Una mañana nos anunciaron amistress Lemesurier. Era una mujeractiva, de buena estatura, de unos treintaaños de edad y que a juzgar por suaspecto poseía resolución y una dosisrespetable de sentido común. Hablabacon leve acento extranjero.

- Monsieur Poirot, creo querecordará usted dónde nos vimos. HugoLemesurier le vio hace años, pero no loha olvidado.

- Recuerdo perfectamente el hecho,madame. Nos vimos en el Carlton.

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- Eso es. Bien, Monsieur Poirot,pues estoy muy preocupada.

- ¿Respecto de qué, madame?- Pues respecto de mi hijo mayor.

Porque tengo dos hijos: Ronald, de ochoaños, y Gerald, de seis.

- Continúe, señora. ¿Por qué lepreocupa su hijo Ronald?

- Monsieur Poirot, en el espacio delos seis últimos meses pasados halogrado escapar a la muerte por tresveces seguidas: la primera vez estuvo apunto de ahogarse en Cornwall, esteverano; la segunda vez se cayó por laventana de la nursery; la tercera vezestuvo a punto de ser envenenado.

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El rostro de Poirot expresaba demanera demasiado elocuente, tal vez, loque estaba pensando, porque mistressLemesurier dijo apresuradamente:

- Naturalmente, comprendo queusted me toma por una boba queconvierte en montañas un granito dearena...

- No, señora. Cualquier madre sesentiría tan trastornada como usted portales acontecimientos, pero lo que noveo es en qué puedo servirla. No soy lebon Dieu para mandar a las olas; pongabarrotes de hierro en la nursery y encuanto a la comida, ¿qué podríacompararse al cuidado de una madre?

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- Pero, ¿por qué le suceden talescosas a Ronald y no a Gerald?

- ¡Se trata de una pura casualidad,madame... le hasard!

- ¿De verdad cree usted eso?- ¿Qué cree usted, madame, qué cree

su marido?Una sombra nubló el rostro de

mistress Lemesurier.- Hugo no quiere escucharme.

Supongo que habrá usted oído hablar dela maldición que pesa sobre nuestrafamilia. Según ella, el primogénito nopuede heredar. Hugo cree en esaleyenda. Conoce al dedillo la historia delos Lemesurier y es supersticioso en

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grado superlativo. Cuando le comunicomis temores me habla de la maldición yasegura que no podemos escapar de ella.Pero yo he nacido en los EstadosUnidos, Monsieur Poirot. Allí nocreemos en maldiciones, aunque nosgusten porque tienen cachet, porque dantono, ¿comprende? Hugo me conociócuando tomaba yo parte en una comediamusical y me dije que eso de unamaldición es un encanto, algoindescriptible para expresarlo conpalabras, a propósito para narrarlo juntoal fuego en una cruda noche de invierno,pero cuando se trata de un hijo... es otracosa, porque yo adoro a mis hijos,

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Monsieur Poirot, y haría cualquiersacrificio por ellos.

- ¿De manera que se niega a creer enla leyenda de la familia?

- ¿Puede una leyenda cortar un tallode hiedra?

- ¿Qué es lo que dice, madame? -exclamó mi amigo con expresión deprofundo asombro reflejado en elsemblante.

- Digo, ¿puede una leyenda, unafantasía si prefiere denominarlo así,cortar un tallo de hiedra? No me refieroa lo sucedido en Cornwall, porqueaunque Ronald sabe nadar desde loscuatro años, cualquier chico puede

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encontrarse en apurada situación en unmomento dado. Los dos hijos míos sonmuy traviesos y por ello un díadescubrieron que podían encaramarsepor la pared sirviéndose de la hiedracomo de una escalera.

Un día en que Gerald no estaba encasa, la hiedra cedió y Ronald cayó atierra. Por fortuna no se hizo nada serio.Pero yo salí y examiné la hiedra. Estabacortada, Monsieur, cortadadeliberadamente.

- ¿Se da cuenta de la gravedad de loque insinúa, madame? ¿Dice que el hijomenor estaba en aquel momento fuera decasa?

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- Sí.- Lo estaba también cuando el

envenenamiento de Ronald?- No, los dos estaban en ella.- Es curioso - murmuró Poirot -.

Dígame, ¿qué servidores tiene usted?- Miss Saunders, el aya de los niños

y John Gardiner, el secretario de mimarido.

Mistress Lemesurier hizo una pausalevemente confusa.

- ¿Y quién más, madame?- El comandante Roger Lemesurier, a

quien conoció usted también aquellanoche del Carlton, viene a vernos confrecuencia.

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- ¡Ah, sí! ¿Es pariente de ustedes?- Un primo lejano. No pertenece a

esta rama de la familia. Sin embargo,creo que es el pariente más próximo demi marido. Es muy afectuoso y lequeremos todos. Los chicos le adoran.

- ¿Fue él, quizá, quien les enseñó atrepar por la hiedra?

- Bien pudiera ser, porque les incitaa hacer travesuras.

- Madame, le pido mil perdones porlo que dije antes. El peligro es real ycreo poder servirla. Le propongo quenos invite a pasar unos días con ustedes.¿Tendría inconveniente en ello sumarido?

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- Oh, no. Pero dudará de su eficacia.Me irrita ver que se sientatranquilamente a esperar a que fallezcasu hijo.

- ¡Cálmese, madame! Nosotros todolo hacemos metódicamente.

Después de hacer el equipaje a todaprisa, tomamos al día siguiente elcamino del norte. Poirot se sumió en susreflexiones. Salió de suensimismamiento para preguntarbruscamente:

- ¿Se cayó Vicente Lemesurier deuno de estos trenes?

Y acentuó levemente el verbo.- ¿Qué es lo que sospecha? -

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interrogué sinceramente sorprendido.- ¿No le han llamado la atención,

Hastings, esas muertes casuales de losLemesurier? ¿No le parece que todasellas han podido ser preparadas deantemano?

Por ejemplo, la de Vicente; luego ladel estudiante de Eton. Un accidente escasi siempre algo ambiguo. Suponiendoque este mismo niño, hijo de Hugo,hubiera fallecido como resultado de sucaída por la ventana, ¿qué cosa tannatural y tan poco sospechosa? Porque,¿quién sale beneficiado de su muerte?Su hermanito, un niño de siete años. ¡Esabsurdo!

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- Quizá pretenden, más adelante,desembarazarse de él también - sugeríyo alimentando una idea vaga de quién oquiénes lo pretendían.

Poirot movió la cabeza. Lasugerencia no le satisfacía, era evidente.

- Envenenamiento por ptomaína -murmuró -. La atropina presenta casi losmismos síntomas. Sí, nuestra presenciaallí es indispensable. Hay quedescubrir... o bien... evitar o...

Mistress Lemesurier nos recibió conentusiasmo. Enseguida nos llevó alestudio de su marido y nos dejó en él.

Hugo había cambiado mucho desdela primera guerra. Sus hombros se

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inclinaban todavía más hacia adelante ysu rostro tenía un curioso tinte grispálido. Poirot le explicó el motivo denuestra visita y le escuchó con atención.

- ¡Es muy propio del sentido comúnde Sadie! - dijo al final-. De todosmodos, Monsieur Poirot, le agradezcoque haya venido; pero lo escrito, escritoestá. La vida del trasgresor es dura.Nosotros, los Lemesurier, lo sabemos,ninguno de nosotros escapará a sudestino.

Poirot le habló de la hiedra cortada,pero el hecho causó poca impresión aHugo.

- No cabe duda que fue obra de un

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jardinero poco cuidadoso... Sí, sí, tieneque haber un instrumento, pero el fin essimple; y no se demorará mucho, sépalo,Monsieur Poirot.

Éste le miró con atención.- ¿Por qué dice eso?- Porque yo mismo estoy

sentenciado. El año pasado fui a ver aun médico y padezco una enfermedadincurable. El fin está próximo, peroantes de que yo fallezca se llevarán aRonald. Gerald heredará.

- ¿Y si le sucediera algo también asu segundo hijo?

- No le sucederá nada; nada leamenaza.

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- Pero, ¿y si le sucediera? - insistióPoirot.

- Mi primo Roger sería su heredero.Alguien vino a interrumpir nuestra

conversación. Era un caballero alto, dearrogante figura, de cabello rizado,color de cobre, que entró llevando unospapeles en la mano.

- Bien, deje eso, Gardiner y no sepreocupe - dijo Hugo Lemesurier -. Misecretario, mister Gardiner.

El secretario saludó, nos dedicóunas palabras agradables de bienveniday desapareció. A pesar de su gallardíahabía algo en él que repelía y cuando meconfié a Poirot, más adelante, mientras

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paseábamos por los hermosos jardines,convino en ello con no poca sorpresapor mi parte.

- Sí, sí, Hastings, tiene usted razón.No me gusta. Es demasiado guapo. Ah,ya están aquí los pequeños.

Mistress Lemesurier avanzaba hacianosotros con los dos niños al lado. Erandos guapos muchachos, moreno el menorcomo la madre, de cabello rubio yrizoso el mayor.

Los dos nos estrecharon la mano,como dos hombrecitos, y en seguida sededicaron a Poirot. Luego fuimospresentados a miss Saunders, mujerindescriptible, que formaba parte del

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grupo familiar.Por espacio de varios días llevamos

una existencia cómoda y agradable,siempre vigilante aunque sin resultado.Los chicos vivían de manera normal sincarecer de nada.

Al cuarto día de estancia en la fincavimos aparecer al comandante RogerLemesurier. Vivaracho y despreocupado,había variado muy poco, tratando todocon la misma ligereza. Era,evidentemente, un gran favorito de loschicos, porque le acogieron conexclamaciones de alegría y learrastraron en seguida al jardín parajugar a los indios bravos. Me di cuenta

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de que Poirot le seguía sin llamar laatención.

Al día siguiente, lady Claygate, cuyapropiedad lindaba con la de losLemesurier, invitó a todo el mundo,chicos inclusive, a tomar el té. MistressLemesurier quería que lesacompañásemos, pero sin embargopareció aliviarla de gran peso lanegativa de Poirot que, según dijo,prefería quedarse en casa.

En cuanto partieron todos, pusomanos a la obra. Su actitud me recordóla de un terrier inteligente. Creo que noquedó sin registrar un solo rincón de lapropiedad; sin embargo, se hizo tan

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serena y metódicamente que a nadiellamaron la atención sus idas y venidas.Mas era evidente, al final, que no sesentía satisfecho. Tomamos el té en laterraza con miss Saunders, que no habíaquerido tampoco formar parte de lareunión.

- Los chicos deben estar disfrutando- murmuró -. Confío en que se portaráncomo es debido, en que no pisotearánlos parterres de flores ni se acercarán alas abejas...

Poirot se quedó con el vaso que ibaa llevarse a la boca en la mano. Eracomo si acabara de ver un fantasma.

- ¿Las abejas? - repitió con voz de

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trueno.- Sí, Monsieur Poirot, las abejas.

Tres colmenas. Lady Claygate estáorgullosa de ellas.

- ¡Abejas! - exclamó Poirot.Luego se levantó de un salto y

empezó a pasear por la terraza con lasmanos en la cabeza. Por más esfuerzosque hice no pude imaginar por qué seagitaba tanto a la sola mención deaquellos insectos.

En este momento oímos rodar uncoche. Cuando el grupo se apeó yaestaba Poirot en el umbral de la puerta.

- Han picado a Ronald - exclamóexcitado Gerald.

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- No ha sido nada - dijo mistressLemesurier -. Ni siquiera se hahinchado. Le pondremos en la picaduraun poco de amoníaco.

- A ver, hombrecillo. ¿Dónde te hanpicado? - preguntó Poirot.

- Aquí, en este lado del cuello -repuso dándose importancia Ronald -.Pero no me duele. Papá dijo: “Estatequieto. Se te ha posado encima unaabeja”. Me estuve quieto y papá me laquitó de encima, pero sentí un alfilerazo.Ya me había picado y no lloré porque yasoy mayor e iré a la escuela el año queviene.

Poirot examinó el cuello del niño y

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luego se retiró.Cogiéndome por el brazo murmuró a

mi oído:- ¡Esta noche, mon ami, será esta

noche! No diga nada... a nadie.Como se negó a mostrarse más

comunicativo, confieso que pasé el restodel día devorado por la curiosidad. Seretiró temprano y seguí su ejemplo.Mientras subíamos la escalera me cogiópor un brazo y me dio instrucciones.

- No se desvista. Aguarde algúntiempo, apague luego la luz y venga areunirse conmigo.

Obedecí y le encontré esperándomecuando llegó la hora. Me encargó con un

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gesto que guardara silencio y nosdirigimos, de puntillas, al ala de la casadonde se hallaba la habitación de losniños. Ronald ocupaba una habitaciónpropia. Entramos en ella y me situé enun rincón oscuro. El niño respiraba connormalidad y dormía tranquilo.

- ¿Duerme profundamente, verdad? -susurré.

Poirot hizo seña de que sí.- Le han narcotizado - murmuró.- ¿Para qué?- Para que no llore cuando...- ¿Cuando? - repetí al ver que hacía

una pausa.- ¡Sienta el pinchazo de la aguja

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hipodérmica, mon ami! ¡Silencio! Nohablemos más, aunque no espero ningúnacontecimiento próximo.

Pero Poirot se engañaba. Diezminutos después se abrió la puerta sinruido y alguien entró en la habitación. Oíuna respiración anhelosa, unos pasosque se aproximaron a la cama, luego unsúbito ¡clic! La luz de una pequeñalámpara de bolsillo cayó sobre el rostrodel pequeño durmiente. La persona quela asía seguía invisible en la sombra.Dejó la lámpara en tierra; con la manoderecha sacó la jeringuilla y con laizquierda tocó al niño en el cuello.

Poirot y yo dimos un salto al propio

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tiempo. La lámpara rodó por el suelo yluchamos con el intruso en la oscuridad.Su fuerza era extraordinaria. Por fin levencimos.

- La luz, Hastings. Tengo que verlela cara... a pesar de que temo saberdemasiado bien a quien pertenece.

“Lo mismo me sucede a mí”, me dijemientras buscaba la luz a tientas. Habíasospechado un momento del secretarioacuciado por la antipatía que meinspiraba, pero ahora estaba seguro deque el hombre que se beneficiaría de lamuerte de los dos niños era el monstruocuyos pasos habíamos estado siguiendo.

Uno de mis pies tocó la lámpara. La

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cogí y la encendí.Su luz brilló de lleno en el rostro

de... Hugo Lemesurier, ¡el propio padredel pequeño!

Estuvo en un tris que se me cayera lalámpara de la mano.

- ¡lmposible! - dije con la vozvelada -. ¡Imposible!

Lemesurier había perdido elconocimiento. Entre Poirot y yo letrasladamos a su habitación y le dejamossobre la cama. Poirot se inclinó y lequitó con suavidad un objeto de la mano.Luego me lo enseñó. Me estremecí.

Era la jeringuilla.- ¿Qué hay en ella? ¿Veneno?

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- Ácido fórmico si no me engaño.- ¿Ácido fórmico?- Sí. Obtenido, probablemente, de la

destilación de hormigas. Ya recordaráque es químico. Luego se hubieraatribuido la muerte del niño a lapicadura de la abeja.

- ¡Dios mío! - exclamó -. ¡A supropio hijo! ¿Y usted lo sospechaba?

Poirot por toda respuesta, hizogravemente un gesto afirmativo.

- Sí. Está loco, naturalmente.Imagino que la historia de su familia seconvirtió para él en verdadera manía. Sudeseo intenso de heredar la fortuna delos Lemesurier le condujo a cometer una

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serie de crímenes. Posiblemente se leocurriría la idea al viajar por primeravez con Vicente. No podía permitir quela predicción resultase vana. El hijo deRonald había muerto ya y el mismoRonald era un moribundo. La familiaestá compuesta de individuos débiles. Élpreparó el accidente de la pistola y, loque hasta ahora no había sospechado, lamuerte de su hermano John medianteeste mismo procedimiento de inyectarleen la yugular ácido fórmico. Entonces serealizó su ambición y se convirtió endueño de las propiedades agrarias de lafamilia. Pero su triunfo fue de breveduración porque sufría una enfermedad

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incurable. Además alimentaba una ideafija, una idea de loco; la de que su hijono podría heredar.

Sospecho que el accidente del bañose debió a él. Seguramente animaría alpequeño a que llegase cada vez máslejos. Al fracasar esta tentativa cortó lahiedra y después envenenó el alimentode Ronald.

- ¡Es diabólico! - murmuré con unescalofrío -. ¡Y qué hábilmenteplaneado!

- Sí, mon ami, no existe nada tansorprendente como la extraordinariainteligencia de los locos. No hay nadaque pueda compararse a ella, sólo la

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excentricidad de los cuerdos.- Y pensar que sospeché hasta de

Roger, este buen amigo...- Era natural, mon ami. Nosotros

sabíamos que acompañó a Vicente en suviaje al norte. Sabíamos también quedespués de Hugo y de los hijos de Hugoera el legítimo heredero. Pero loshechos dieron al traste con estassuposiciones. No se cortó la hiedra másque cuando el pequeño Ronald estaba encasa... el interés de Roger hubieraexigido que los dos hermanitosperecieran. De la misma manera que fuesólo Ronald el envenenado. Y hoy,cuando volvieron a casa y me di cuenta

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de que solamente bajo palabra de supadre había que creer que Ronald fuepicado por una abeja, recordé la otramuerte y supe quién era el asesino.

Hugo Lemesurier murió variosmeses después en una casa de salud a laque fue trasladado. Su viuda volvió acasarse con mister Gardiner, elsecretario de los cabellos color decobre. Ronald heredó los acres de supadre y continúa floreciendo.

- Bien, bien - observé dirigiéndomea Poirot -. Otra ilusión que sedesvanece. Usted ha concluido con lamaldición que pesaba sobre losLemesurier.

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- ¿Quién sabe? - repuso pensativo eldetective -. Quién sabe...

- ¿Qué quiere decir?- Voy a contestar, mon ami, con una

sola y significativa palabra: ¡rojo!- ¿Sangre? - interrogué aterrado,

bajando la voz instintivamente.- ¡Qué imaginación tan

melodramática tiene, Hastings! Merefería a algo más prosaico: al color delos cabellos del pequeño Ronald.

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La mina perdida

Puse mi libreta bancaria sobre lamesa con un suspiro.

- Es curioso - dije -, pero el saldonegativo de mi crédito nunca parecedisminuir.

- ¿Y no le preocupa? Si yo tuviera unsaldo negativo no pegaría un ojo en todala noche - declaró Poirot.

- ¡Supongo que usted cuenta siemprecon un saldo satisfactorio! - repliquémordaz.

- Cuatrocientas cuarenta y cuatrolibras, con cuatro chelines y cuatro

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peniques – dijo Poirot con ciertacomplacencia -. Un bonito número,¿verdad?

- Esto debe de ser una muestra detacto por parte del director del banco.

Evidentemente está al tanto de supasión por la simetría. A propósito, ¿quéle parece invertir, digamos que unastrescientas libras de este capital, en loscampos petrolíferos Porcupine? Hoyanuncian en los periódicos que el añopróximo pagarán unos dividendos delcien por cien.

- Eso no es para mí - dijo Poirot,meneando la cabeza -. No me agrada losensacional. Prefiero la inversión

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prudente, segura... les rentes, las firmes,las... ¿cómo lo llaman ustedes... ?, lasconvertibles.

- ¿Nunca ha hecho una inversión decarácter especulativo?

- No, mon ami - replicó Poirotgravemente -. No la hice. Y los únicosvalores que poseo, y que no son de laclase que ustedes denominan de todaconfianza, se reducen a catorce milacciones de las Minas de BirmaniaSociedad Limitada.

Poirot hizo una pausa, con el aire dequien espera que le animen a proseguir.

- ¿Sí... ? - le incité.- Y por ellas no desembolsé un

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céntimo... fueron la recompensa porhaber ejercitado mis pequeñas célulasgrises. ¿Le gustaría oír la historia? ¿Sí?

- ¡Claro!- Esas minas se hallan situadas en el

interior de Birmania, a unas doscientasmillas de Rangún. Las descubrieron loschinos en el siglo XV, y las explotaronhasta la rebelión musulmana,abandonándolas por último en 1868. Loschinos extrajeron la rica galenaargentífera de los estratos superiores dela mena, fundiéndola para separar laplata y dejaron una gran cantidad deescoria rica en plomo. Naturalmente,esto se descubrió en cuanto se iniciaron

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los trabajos de prospección enBirmania; pero debido a que las antiguasminas estaban inundadas y cegadas porcorrimientos de tierra y por rellenos,todos los intentos que se llevaron a cabopara dar con el origen de la vena nodieron resultado. Las compañíasmineras enviaron numerosos equiposque procedieron a excavar extensaszonas, pero fracasaron. Sin embargo, unrepresentante de una de dichascompañías descubrió la pista de unafamilia china, la cual se suponía quetodavía guardaba la documentaciónrelacionada con el emplazamiento de lamina. El entonces jefe de la familia era

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un tal Wu Ling.- ¡Qué página tan fascinante de

novela romántica comercial! - exclamé.- ¿Verdad? Ah, mon ami, se puede

dar una historia novelesca sin necesidadde que intervengan muchachas rubiascomo el oro y de belleza sin par... No,me equivoco; son las pelirrojas las quesiempre le excitan tanto. Recuerda...

- Siga con su historia - le atajé,presuroso.

- Eh bien, amigo mío, se estableciócontacto con ese Wu Ling. Se trataba deun estimable comerciante, muyrespetado en la provincia donde vivía.Admitió enseguida que poseía los

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documentos en cuestión, y que se hallabatotalmente dispuesto a entablarnegociaciones para la venta. Pero seopuso rotundamente a tratar con otraspersonas que no fueran los principalesinteresados. Finalmente se convino enque se trasladara a Inglaterra paraentrevistarse con los directores de unaimportante compañía. Wu Ling hizo elviaje hasta Inglaterra en el SS Assunta, yuna fría y brumosa mañana denoviembre el buque atracaba enSouthampton. Uno de los directores, elseñor Pearson, se trasladó a esta ciudadpara recibirle, pero a causa de la niebla,el tren en que viajaba sufrió un

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lamentable retraso, de modo que cuandollegó, Wu Lin había desembarcado, ypartido hacia Londres en un trenespecial. El señor Pearson regresó a laciudad un tanto enojado, pues no teníaidea de dónde pensaba alojarse WuLing. Sin embargo, aquel mismo día serecibió en las oficinas de la compañíauna llamada telefónica. Wu Ling sehospedaba en el Hotel Plaza Russell. Nose encontraba muy bien debido al viaje,pero aseguró que estaba en condicionesde poder asistir a la entrevista con elconsejo directivo fijada para el díasiguiente. El consejo se reunió a lasonce en punto. Cuando dieron las once y

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media y Wu Ling no había hecho aúnacto de presencia, el secretario llamópor teléfono al Hotel Plaza Russell. Lerespondieron que Wu Ling había salidodel hotel con un amigo hacia las diez ymedia. Parecía claro que lo hizo con laintención de acudir a la cita, perotranscurrió la mañana y el hombre noapareció. Desde luego cabía laposibilidad de que se hubieraextraviado, puesto que no conocía laciudad, pero a avanzada hora de lanoche aún no había regresado al hotel.Muy preocupado, el señor Pearson pusoel asunto en manos de la policía. Alcabo de dos días, al anochecer,

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rescataron un cadáver en el Támesis,que resultó ser el del infortunado chino.Ni en su cadáver ni en su equipaje seencontró rastro alguno de losdocumentos de la mina.

Llegados a este punto, mon ami, memetieron en el asunto. Recibí la visitadel señor Pearson. Aunque estaba muyafectado por la muerte de Wu Ling, suprincipal afán era recuperar losdocumentos, objeto de la visita delchino a Londres. El interés principal dela policía, claro está, sería descubrir alasesino... dejando en segundo término larecuperación de los papeles. Lo que éldeseaba de mí era que colaborase con la

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policía y que al mismo tiempo actuaseen interés de la compañía.

Acepté sin ningún inconveniente. Eraevidente que ante mí tenía dos caminosabiertos para la investigación. Por unlado podía indagar entre los empleadosde la compañía que conocían la visitadel oriental; por otro, hacer lo mismoentre los pasajeros del barco que podíanestar enterados de su misión. Empecépor estos últimos, pues era un campo depesquisa más reducido. En esto coincidícon el inspector Miller, encargado delcaso... hombre muy distinto de nuestroamigo Japp: presuntuoso, mal educado einsoportable. Juntos interrogamos a los

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oficiales del Assunta. Poco pudierondecirnos. Durante el viaje Wu Ling sehabía mostrado muy reservado. Sólohizo amistad con dos pasajeros: uno deellos era un europeo llamado Dyer, unhombre desmoralizado que, al parecer,gozaba de bastante mala fama; el otroera un empleado de banco, llamadoCharles Lester, que regresaba de HongKong. Tuvimos la suerte de poderhacernos con una fotografía de ambos.En ese momento, si las sospechasdebieran recaer sobre uno de los dos, nopodía ser otro que Dyer. Se le sabíamezclado con una banda de granujaschinos, y en principio era el que ofrecía

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más motivos de sospecha.La siguiente diligencia que llevamos

a cabo fue ir al Hotel Plaza Russell. Almostrarle una fotografía de Wu Ling lareconocieron al instante. Entonces lesensañamos también la de Dyer, peropara decepción nuestra, el porteroafirmó que no era el hombre que habíaido al hotel aquella fatal mañana. Casisin ninguna esperanza le dejé ver lafotografía de Lester, y ante mi sorpresael hombre lo reconoció sin vacilar.

- Sí, señor - dijo -, éste es elcaballero que vino a las diez y media ypreguntó por el señor Wu Ling, y luegosalió con él.

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El asunto progresaba. El siguientepaso fue entrevistarnos con el señorCharles Lester. Nos atendió con extremafranqueza: estaba desolado por laprematura muerte de Wu Ling y se pusopor entero a nuestra disposición. Surelato fue el siguiente:

Según lo convenido con Wu Ling,pasó a buscarle al hotel a las dieztreinta. Sin embargo, Wu Ling noapareció. En su lugar vino su criado, ledijo que su señor había tenido que salir,y se ofreció para conducir al jovenadonde se encontraba su señor. Sinsospechar nada, Lester aceptó laexplicación, y el chino llamó a un taxi.

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Durante algún tiempo siguieron endirección a los muelles. De repente,Lester, sintiéndose receloso, hizodetener el taxi y se apeó, desoyendo lasprotestas del criado. Eso, nos aseguróél, era todo cuanto sabía del asunto.

Aparentando quedar satisfechos, ledimos las gracias y nos despedimos.Muy pronto se comprobó que su versióndistaba de ser exacta. Para empezar, WuLing no llevaba consigo ningún criado,ni en el barco ni en el hotel. En segundolugar, se presentó el conductor del taxique había conducido a los dos hombresaquella mañana. Lester no habíaabandonado el taxi durante el trayecto,

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sino que por el contrario, junto con elcaballero chino se habían dirigido a unlugar de mala fama de Limehouse,situado en el corazón del barrio chino.Dicho lugar era más o menos conocidocomo un antro de fumadores de opio.Entraron los dos... y aproximadamenteuna hora más tarde el caballero inglés,que el chofer identificó por la fotografía,salió solo. Estaba muy pálido y parecíaenfermo, y le ordenó conducirle a laestación de metro más próxima.

Se practicaron algunasinvestigaciones respecto a la reputaciónde Charles Lester, descubriendo, que sibien sus referencias eran excelentes,

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tenía numerosas deudas, contraídas en eljuego, su secreta pasión. Desde luego noperdimos de vista a Dyer.

Existía una ligera posibilidad de quehubiera podido suplantar al otro hombre,pero la sospecha resultó totalmenteinfundada. Su coartada para el día demarras era indiscutible. Claro que elpropietario del fumadero de opio lonegó todo con orientalimperturbabilidad. No conocía a WuLing; no conocía a Charles Lester.Ninguno de los dos caballeros habíaestado en su casa aquella mañana. Sinduda, la policía estaba en un error:jamás se había fumado opio en su casa.

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Sus negativas, por bien intencionadasque fueran, sirvieron de bien poco aCharles Lester, ya que fue detenido porel asesinato de Wu Ling. Se llevó a caboun registro de sus efectos personales,pero no se encontró documento algunorelacionado con la mina. El propietariodel antro fue a su vez detenido, pero unrápido registro del local dio unresultado infructuoso. Ni siquiera seencontró un palito de opio pararecompensar el celo de la policía.

Mientras tanto, mi amigo, el señorPearson, se hallaba en un estado de granagitación. Paseaba de un lado a otro demi estancia, profiriendo grandes

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lamentaciones.- Pero ¿usted debe de tener alguna

idea, Monsieur Poirot? - no cesaba derepetir -. ¡Sin duda alguna debe de tenervarias ideas!

- Claro que tengo alguna idea - lerepliqué cautamente -. Esto es lo malo...que uno tiene demasiadas ideas; y portanto todas apuntan en direccionesdiferentes.

- ¿Por ejemplo? - insinuó.- Pues por ejemplo... el taxista. Sólo

contamos con su palabra de que condujoa los dos hombres a ese antro. Ésta esuna de las ideas. Luego, ¿fue realmente aesa casa adonde se dirigieron ambos?

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Supongamos que dejaran el taxi allí,entraran en el edificio, salieran por atrásy fuesen a otra parte.

El señor Pearson pareció anonadadopor esta suposición.

- Pero ¿usted no hace nada que nosea estar sentado y pensar? ¿Nopodemos hacer algo?

Aquel hombre era impaciente pornaturaleza, se entiende.

- Monsieur - le dije con dignidad -,no es para Hércules Poirot el correrarriba y abajo por las malolientes callesde Limehouse como un chucho callejero.Cálmese. Mis agentes trabajan.

Al día siguiente tenía noticias para

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él. Los dos hombres habían pasado porla mencionada casa, pero su verdaderoobjetivo era una pequeña taberna juntoal río. Se les había visto entrar allí, peroLester salió solo. Y entonces, ¡figúrese,Hastings, al señor Pearson se le ocurrióuna idea de lo más descabellado! Nadale convencía excepto que debíamos irpersonalmente a esa taberna y haceraveriguaciones. Le razoné y le rogué loindecible, pero no quiso escucharme.Habló de disfrazarse, incluso sugirióque yo, yo, no me atrevo ni a decirlo,¡debiera afeitarme el bigote! Sí, ríen querían. Le indiqué que eso era absurdo yridículo. Uno no destruye una cosa bella

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por capricho.Además, ¿acaso un caballero belga

con bigote no puede desear conocer lavida y fumar opio con las mismas ganasque uno sin bigote?

Eh bien, cedió en esto, pero todavíainsistió en su proyecto. Volvió aquellatarde.

¡Mon Dieu, qué facha! Llevaba loque él llamaba su “tabardo demarinero”, la cara sucia y sin afeitar, yun tapabocas asqueroso que ofendía elsentido del olfato. Y figúrese, ¡todo esole divertía! Los ingleses están locos ¡deveras! Se empeñó también en efectuaralgunos cambios en mi indumentaria. Se

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lo permití. ¿Acaso se puede razonar conun maniático? Salimos... después detodo ¿podía dejarle ir solo, a un niñodisfrazado como para un carnaval?

- No, desde luego - contesté yo.- Prosigo. Llegamos a la taberna. El

señor Pearson conversaba en un inglésde lo más extraño. Se imaginaba ser unhombre de mar. Hablaba de “boca delobo” y “castillos de proa” y qué sé yo.El lugar era una sala pequeña, repleta dechinos.

Comimos platos muy peculiares.¡Ah, Dieu, mon estomac! - Poirotacarició esta parte de su anatomía antesde continuar -. Entonces se acercó a

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nosotros el propietario, un chino desonrisa malévola.

- Ustedes, caballelos no gustalcomida aquí - dijo -. Ustedes venil polalgo gustal más. Pipa leposo, ¿eh?

El señor Pearson me propinó unfuerte puntapié por debajo de la mesa(¡llevaba también botas de marinero!), ydijo:

- Por mí no tengo inconveniente,John. Guíenos.

El chino sonrió y nos condujo a unabodega, en ella abrió una trampilla y noshizo bajar unos peldaños y subir otroshasta una estancia llena de divanes yalmohadones muy cómodos. Nos

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tumbamos y un muchacho chino nosquitó las botas. Fue el momento másagradable de la noche. Entonces nostrajeron las pipas y calentaron lasbolitas de opio; nosotros simulamosfumar y luego dormir y soñar. Pero encuanto estuvimos solos, el señorPearson me llamó quedamente, y actoseguido empezó a arrastrarse por elsuelo. Entramos en otro cuarto dondedormía más gente, y así proseguimoshasta que oímos a dos individuos quecharlaban. Ocultos detrás de una cortina,escuchamos. Estaban hablando de WuLing.

- ¿Qué pasa con los papeles? - dijo

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uno de ellos.- Señor Lestel tomal papeles -

contestó el otro, un chino -. Él decil,ponel papeles en lugal segulo... dondepolicía no encontlal.

- Ah, pero está en chirona - repusoel otro.

- Él lible. La policía no estal segulaque él hacel.

Siguieron charlando un rato mássobre lo mismo, hasta que nos parecióque los dos individuos se dirigían haciadonde nos hallábamos, y nosapresuramos a volver a los divanes.

- Sería mejor que nos largáramos deaquí - dijo Pearson, al cabo de unos

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minutos -. Este lugar es peligroso.- ¡Dice usted bien, Monsieur! -

convine -. Es hora de acabar con estacomedia.

Logramos salir con bien del lugartras pagar generosamente por nuestraspipas.

Una vez lejos de Limehouse,Pearson respiró profundamente.

- Me alegro de haberme salido deello - dijo mi acompañante -. Pero esimportante saberlo seguro.

- Vaya si lo es - dije yo -. Y mefiguro que ya no habrá dificultad enencontrar lo que queremos... después dela mascarada de esta noche. Y en efecto

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no la hubo en absoluto - concluyó Poirotde repente.

Este final inesperado parecía tanextraordinario que le miré con asombro.

- ¿Pero... dónde estaban losdocumentos? - le pregunté.

- En su bolsillo... tout simplement.- Pero, ¿en el bolsillo de quién?- ¡Del señor Pearson, Parbleu!Luego, dándose cuenta de mi

expresión desconcertada, continuó consuavidad:

- ¿No lo ve aún? El señor Pearson,lo mismo que Charles Lester, teníadeudas. El señor Pearson, lo mismo queCharles Lester, era muy aficionado al

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juego. Y concibió la idea de robarle losdocumentos al chino. Por supuesto, seencontró con él en Southampton, leacompañó a Londres y le condujodirectamente a Limehouse. Era un díaneblinoso; Wu Ling no podía darsecuenta hacia donde se dirigían. Meimagino que el señor Pearson fumabaopio con bastante frecuencia en aquellugar y en consecuencia tenía algunosamigos poco recomendables. No creoque pensaran en asesinarle. Su planconsistía en que uno de los chinos sehiciera pasar por Wu Ling y recibiera eldinero de la venta de los documentos.¡Hasta aquí, perfecto! Pero, para la

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mentalidad oriental era muchísimo mássencillo matar a Wu Ling y arrojar sucuerpo al río, y los cómplices chinos dePearson emplearon sus propiosprocedimientos sin consultarle.

Imagínese, entonces, “el canguelo”,como usted diría, del señor Pearson.Quizás alguien le había visto en el trencon Wu Ling... un asesinato es una cosamuy distinta a un simple secuestro. Susalvación depende del chino que estárepresentando el papel de Wu Ling en elHotel Plaza Russell. ¡Si al menos setardara en descubrir el cadáver!

Probablemente Wu Ling le habíamencionado lo convenido con Charles

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Lester, es decir, que este último pasaríaa recogerlo al hotel. Pearson ve en elloel modo de desviar las sospechas quepudiera despertar su persona. CharlesLester será el último en ser visto encompañía de Wu Ling. El chino quedebe hacerse pasar por Wu Ling recibeórdenes de presentarse a Lester como elcriado de aquél, y conducirle, sinpérdida de tiempo, a Limehouse. Unavez allí, con toda probabilidad, leofrecieron una bebida que contenía unadroga y, cuando Lester se recobró unahora más tarde, sólo tenía una vagaimpresión de lo ocurrido. Tanto es asíque tan pronto como Lester se entera de

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la muerte de Wu Ling, tiene miedo yniega que haya llegado hasta Limehouse.Con su actitud, claro está, le hace eljuego a Pearson. Pero ¿se queda Pearsonsatisfecho? No. Mi manera de actuar leintranquiliza y decide aportar nuevaspruebas que demuestren aún más laculpabilidad de Lester. De modo queorganiza una artificiosa mascarada. A míme ha de engatusar totalmente. ¿Noacabo de decirle ahora mismo que eraun niño disfrazado como para uncarnaval? Eh bien, yo desempeñé mipapel. Regresa a su casa lleno dealegría. Pero a la mañana siguiente elinspector Miller llama a su puerta. Le

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encuentra los documentos; su plan se hamalogrado. ¡Amargamente deplora haberquerido representar una comedia conHércules Poirot! El caso sólopresentaba una auténtica dificultad.

- ¿Cuál era esa dificultad?- ¡Convencer al inspector Miller!

¡Qué bestia de hombre! Imbécil yobstinado a la vez. ¡Y al final se llevótodos los honores!

- ¡Qué lástima! - exclamé.- Ah, bueno, tuve mis

compensaciones. Los otros directivos delas Minas de Birmania SociedadLimitada me adjudicaron catorce milacciones como una pequeña recompensa

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por mis servicios. No está nada mal,¿eh? Pero cuando se trate de invertirdinero, Hastings, se lo ruego, seaestrictamente conservador. Las cosasque lee usted en el periódico pueden noser ciertas. Los directores dePorcupine... ¡quizá son otros tantosseñores Pearson!

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El expreso dePlymouth

Alec Simpson, R. N. subió en laestación de Newton Abbot y se instalóen un departamento de primera clase delexpreso de Plymouth. Le seguía un mozocon la pesada maleta. Al ir a colocarlaen la red se lo impidió el joven marino.

- No, déjela encima del asiento. Yomismo la colocaré en la red. Tomeusted.

- Gracias, señor.El mozo se retiró satisfecho de la

generosa propina.

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Las portezuelas se cerraron degolpe: una voz estentórea gritó:

“Cambio de tren de Torquay.Próxima parada Plymouth.” Sonó luegoun silbido y el tren salió lentamente dela estación.

El teniente Simpson tenía todo elcoche para él solo.

El aire de diciembre era frío y subióla ventanilla. Luego olfateóexpresivamente y frunció el entrecejo.¡Qué olor más particular! Le recordabael hospital y la operación de la pierna.Eso es. Olía a cloroformo.

Volviendo a bajar la ventanilla varióde asiento ocupando el que daba la

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espalda a la locomotora. Hecho estosacó la pipa del bolsillo y la encendió.Luego permaneció pensativo un instante,fumando, mirando la oscuridad. Cuandosalió de su ensimismamiento abrió lamaleta, sacó de su interior libros yrevistas, la volvió a cerrar y trató sinéxito de colocarla debajo del asiento.Un obstáculo invisible se lo impedía.Impaciente la empujó con más fuerza.Pero continuó sin meterse.

“¿Por qué no entrar del todo?”, sepreguntó.

Maquinalmente tiró de ella y seagachó para ver lo que había detrás.Enseguida sonó un grito en la noche y el

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gran tren hizo alto obedeciendo a unimperioso tirón de la alarma.

- Ya sé, mon ami, que le interesa elcaso misterioso del expreso de Plymouth– me dijo Poirot -. Lea estodetenidamente.

Extendí el brazo y tomé la carta queme alargaba desde el otro lado de lamesa.

Era muy breve y decía así:Muy señor mío:Le quedaré muy agradecido si se

sirve venir a verme cuándo y cómo leacomode.

Su afectísimo servidor,Ebenezer Halliday

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Como no me parecía muy clara larelación que guardaba esta carta con elacontecimiento que acabo de narrar miréa Poirot con aire perplejo.

Por toda respuesta cogió unperiódico y leyó en voz alta:

“Anoche se verificó undescubrimiento sensacional en una delas líneas férreas de la capital. Un jovenoficial de Marina que volvía a Plymouthencontró debajo del asiento del coche elcadáver de una mujer que tenía un puñalclavado en el corazón. El oficial dio laseñal de alarma y el tren se detuvoinmediatamente. La mujer, de unostreinta años, aproximadamente, no ha

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sido identificada todavía.”- Vea lo que el mismo periódico dice

más adelante:“Ha sido identificado el cadáver de

la mujer asesinada en el expreso dePlymouth. Se trata de la Honorablemistress Rupert Carrington”.¿Comprende, amigo mío? Si no locomprende, sepa usted que mistressRupert Carrington se llamaba, antes desu matrimonio, Flossie Halliday, hija delviejo Halliday, rey del acero, que resideen América.

- ¿Y este señor... se llama?¡Magnífico!

- En cierta ocasión tuve la

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satisfacción de prestarle un pequeñoservicio. Se trataba de unos bonos alportador. Y una vez cuando fui a París,para presenciar la llegada de unapersona real hice que me señalasen amademoiselle Flossie. La denominabanla jolie petite pensionnaire y teníatambién una jolie dot. Causó sensación.Pero estuvo en un tris que no hiciera unmal negocio.

- ¿De veras?- Sí, con un llamado conde de la

Rochefour. ¡Un bien mauvais sujet! Unamala cabeza, como dirían ustedes. Eraun aventurero que sabía cómo seconquistaba a una muchacha romántica.

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Por suerte el padre lo advirtió a tiempoy se la llevó a América.

Dos años después supe que habíacontraído matrimonio, pero no conozcoal marido.

- ¡Hum! - exclamé -. El honorableRupert Carrington no es lo que se diceun Adonis.

Además todos sabemos que searruinó en las carreras de caballos eimagino que los dólares del viejoHolliday fueron a parar muyoportunamente a sus manos. Es un mozobien parecido, tiene buenos modales,pero en materia de pocos escrúpulos,¡no tiene rival!

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- ¡Ah, pobre señora! ¡Elle n’espasbien tombée!

- Supongo, no obstante, que debióver en seguida que no era ella sino sufortuna la que seducía a su marido,porque no tardó en separarse de él.Últimamente oí decir que habían pedidola separación legal y definitiva.

- El viejo Halliday no es tonto ydebe tener bien amarrado el dinero.

- Probablemente. Además todossabemos que el Honorable Carrington hacontraído deudas.

- ¡Ah, ah! Yo me pregunto...- ¿Qué?- Mi buen amigo, no se precipite. Ya

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veo que el caso despierta su interés.Acompáñeme, si gusta, a ver a

Halliday. Hay una parada de taxis en laesquina.

Pocos minutos después estábamosdelante de la soberbia finca de ParkLane alquilada por el magnateamericano. En cuanto llegamos se noscondujo a la biblioteca donde, casi alinstante, se nos incorporó un caballerode aventajada estatura, corpulento, dementón agresivo y ojos penetrantes.

- ¿Mister Poirot? - preguntó,dirigiéndose al detective -. Supongo queno hay necesidad alguna de que leexplique por qué le he llamado. Usted

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lee el periódico y yo no estoy dispuestoa perder el tiempo. Supe que estabaaquí, en Londres, y recordé el buentrabajo que para mí llevó a cabo encierta ocasión, porque jamás olvido alas personas que me sirven a mi enterasatisfacción. No me falta el dinero. Todolo que he ganado era para mi pobre hijay ahora que ha muerto estoy resuelto agastar hasta el último penique en labúsqueda del malvado que me laarrebató. ¿Comprende? A usted leencargo ese cometido.

Poirot saludó.- Y yo acepto, Monsieur, con tanto

más gusto cuanto que la vi varias veces

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en París.Ahora le ruego que me explique con

todo detalle las circunstancias de suviaje a Plymouth, así como todo lo quecrea conveniente.

- Bien, para empezar diré a usted -repuso Halliday - que mi hija no sedirigía a esa localidad. Pensaba asistir auna fiesta en Avonmead Court, finca quepertenece a la duquesa de Paddington,en el tren de las doce y cuarto, llegandoa Bristol donde tenía que efectuar untrasbordo a las dos cincuenta minutos.Los expresos que van a Plymouth correnvía Westbury, como ya es sabido, y porello no pasan por Bristol.

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Además, tampoco el tren de las docey cuarto se para en dicha localidaddespués de detenerse en Weston,Taunton, Exeter y Newton Abbot. Mihija viajaba sola en su coche, unreservado para señoras, y su doncellaiba en un coche de tercera.

Poirot hizo seña de que habíaentendido y Halliday prosiguió:

- En las fiestas de Avonmead seincluían varios bailes y mi hija se llevócasi todas sus joyas, cuyo valorasciende en total a unos cien mildólares.

- ¡Un momento! - interrumpió Poirot-. ¿Quién se hizo cargo de éstas, ella o

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la doncella?- Mi hija. Siempre las llevaba

consigo en un estuche azul de tafilete.- Bien. Continúe, Monsieur...- En Bristol, la doncella, Jane

Mason, tomó la maleta y el abrigo de suseñora y se dirigió el departamento deFlossie. Mi hija le notificó que nopensaba apearse del tren sino que iba acontinuar el viaje. Ordenó a Mason quesacara del furgón de cola el equipaje yque lo depositara en la estación. Masonpodía tomar el té en el restaurante, perosin moverse de la estación hasta quevolviera a Bristol su señora, en elúltimo tren de la tarde. La muchacha se

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sorprendió, pero hizo lo que se leordenaba. Dejó en consigna el equipajey se fue a tomar una taza de té. Pero auncuando los trenes fueron llegando, unotras otro, durante toda la tarde, su señorano apareció. Finalmente dejó dondeestaba el equipaje y se fue a un hotelvecino donde pasó la noche. Por lamañana supo la tragedia y volvió a casasin perder momento.

- ¿Conoce algo que puedaexplicarnos el súbito cambio de plan desu hija?

- Bien; según Jane, en Bristol,Flossie ya no iba sola en el coche. Laacompañaba un hombre que se asomó a

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la ventanilla opuesta para que ella no leviera la cara.

- El tren tendría corredor, ¿no eseso?

- Sí.- ¿En qué lado se hallaba?- En el del andén. Mi hija estaba de

pie en él cuando habló con Mason.- ¿Y usted no duda de... ?, ¡Pardon! -

Poirot se levantó colocando en correctaposición el tintero que se había movido-. Je vous demande pardon - dijovolviendo a sentarse -, pero me atacanlos nervios las cosas torcidas. Esextraño, ¿no? Bien. Decía, Monsieur ,¿no duda que ese encuentro inesperado

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ocasionara el súbito cambio de plan desu hija?

- No lo dudo. Me parece la únicasuposición razonable.

- ¿Tiene alguna idea de la identidaddel caballero?

- No, no, en absoluto.- ¿Quién encontró el cadáver?- Un joven oficial de Marina que se

apresuró a dar la voz de alarma. Habíaun médico en el tren, y examinó elcuerpo de mi pobre hija. Primero lacloroformizaron y después laapuñalaron. Flossie llevaba muerta unascuatro horas, de manera que debiócometerse el crimen a la salida de

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Bristol, probablemente entre éste yWeston o entre Weston y Tautonseguramente.

- ¿Y el estuche de las joyas?- Ha desaparecido, mister Poirot.- Todavía otra pregunta, Monsieur,

¿a quién debe ir a parar la fortuna de sumalograda hija a su fallecimiento?

- Flossie hizo testamento después desu boda. Lo deja todo a su marido – elmillonario titubeó aquí un momento yenseguida agregó: Debo confesar, misterPoirot, que considero un perfecto bribóna mi hijo político, y que de acuerdoconmigo, mi pobre hija iba a verse librede él por vía legal, lo que no es cosa

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difícil de conseguir.Él no puede tocar un solo céntimo en

vida de ella, pero hace unos años,aunque viven separados, Flossie accedíaa satisfacer sus peticiones de dineropara no dar lugar a un escándalo. Porello estaba yo resuelto a poner término atal estado de las cosas. Por fin Flossiese avino a complacerme y mis abogadostenían órdenes de iniciar las gestionespreliminares del divorcio.

- ¿Dónde habita el HonorableCarrington?

- En esta ciudad. Tengo entendidoque ayer estuvo ausente, pero que volviópor la noche.

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Poirot reflexionó un momento. Luegodijo:

- Creo que esto es todo, Monsieur.- ¿Desea ver a la doncella, Jane

Mason?- Sí, por favor.Halliday tocó un timbre y dio una

breve orden al criado que acudió a lallamada.

Minutos después entró Jane en lahabitación. Era una mujer respetable, defacciones duras y parecía emocionarletan poco la tragedia como a todos losservidores.

- ¿Me permite unas preguntas? - dijoPoirot -. ¿Reparó en si su señora estaba

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como de costumbre ayer por la mañana?¿No estaba excitada ni nerviosa?

- ¡Oh, no, señor!- ¿Y en Bristol?- En Bristol, sí, señor. Me pareció

que se sentía trastornada y tan nerviosaque no sabía lo que hablaba.

- ¿Qué fue lo que dijo exactamente?- Bien, señor, si mal no recuerdo

dijo: “Mason, debo alterar mis planes.Ha sucedido algo que... No. Quierodecir que no pienso apearme del tren,esto es todo. Debo continuar viaje.Saque mi equipaje del furgón y llévelo aconsigna; tome luego una taza de té yespéreme en la estación”.

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- ¿Que la espere, madame? -pregunté.

- Sí, sí. No salga de ella. Yo volveréen el último tren. Ignoro a qué hora.Pero será tarde.

- Está bien, madame - repuse yo. Noestaba bien que le hiciera ningunapregunta, pero pensé que lo que sucedíaera muy extraño.

- ¿No entraba eso en las costumbresde su señora?

- No, señor.- ¿Y qué pensó usted?- Pues pensé, señor, que lo que

sucedía guardaba relación con elcaballero que iba en el coche.

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La señora no le habló, pero una odos veces se volvió a mirarle.

- ¿Le vio el rostro?- No, señor, porque me daba la

espalda.- ¿Podría describírmelo?- Llevaba puesto un abrigo castaño

claro y una gorra de viaje. Era alto yesbelto y tenía el cabello negro.

- ¿Le conocía usted?- Oh, no. No lo creo, señor.- ¿No sería por casualidad su

antiguo amo, mister Carrington?- ¡Oh, no lo creo, señor!- ¿Pero, no está segura?- Tenía la misma estatura del señor.

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Pero lo he visto tan pocas veces que noafirmo que fuera él. ¡No, señor!

Había un alfiler sobre la alfombra.Poirot lo cogió y me miró con rostrosevero, frunciendo el ceño. Luegocontinuó:

- ¿Le parece posible que eldesconocido subiera al tren en Bristolantes de que llegara usted al reservado?

Mason se detuvo a pensarlo.- Sí, señor. Es posible. Mi

departamento iba atestado y pasaronvarios minutos antes de poder salir delvagón. Luego la gente que llenaba elandén hizo que me retrasase. Perosupongo que de ser así, el desconocido

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hubiera dispuesto únicamente de unminuto o dos para hablar con mi señora,por lo que me parece más probable quellegase por el corredor.

- Sí, ciertamente. Es más probable.Poirot hizo una pausa, siempre con

el ceño fruncido.- ¿Sabe el señor cómo iba vestida la

señora?- Los periódicos dan poquísimos

detalles, pero puede ampliarlos, sigusta.

- Llevaba, señor, una toca de pielblanca, velo blanco de lunares y unvestido azul eléctrico.

- ¡Hum! ¡Qué llamativo!

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- Sí - observó mister Halliday -. Elinspector Japp confía en que ese atavíonos ayudará a determinar el lugar en quese cometió el crimen ya que todapersona que ha visto a mi hija,conservará su recuerdo.

- ¡Precisamente! Gracias,mademoiselle.

La doncella salió de la biblioteca.- Bien - Poirot se levantó de un salto

-. Ya no tenemos nada que hacer aquí. Esdecir, si Monsieur no nos explica todo,¡todo!

- Ya lo hice.- ¿Está bien seguro?- Segurísimo.

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- Bueno, pues no hay nada de lodicho. Me niego a ocuparme del caso.

- ¿Por qué?- Porque no es usted franco conmigo.- Le aseguro...- No, me oculta usted algo.Hubo una pausa. Luego Halliday se

sacó un papel del bolsillo y lo entregó asu amigo.

- Adivino qué es lo que andabuscando, mister Poirot... ¡aunqueignoro cómo ha llegado a saberlo!

Poirot sonrió y desdobló el papel.Era una carta escrita en pequeñoscaracteres.

Poirot la leyó en voz alta.

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Chère madame:Con infinito placer contemplo la

felicidad de volver a verla.Después de su amable contestación

a mi carta, apenas puedo contener laimpaciencia. Nunca he olvidado losdías pasados en París. Es cruel quetenga que salir de Londres mañana. Sinembargo, antes de que transcurra largotiempo, es decir, antes de lo que cree,tendré la dicha de volver a ver a ladama cuya imagen reina, suprema, enmi corazón.

Crea, madame, en la firmeza de misdevotos e inalterables sentimientos.

Armand de la Rochefour

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Poirot devolvió la carta a Hallidaycon una inclinación de cabeza.

- ¿Supongo, Monsieur, que ignorabausted que su hija pensaba renovar susrelaciones con el conde de laRochefour?

- ¡La noticia me ha causado la mismasensación que si un rayo hubiera caído amis pies! Encontré esta carta en el bolsode Flossie. Pero, como ustedprobablemente ya sabe, el llamadoconde es un aventurero de la peorespecie.

Poirot afirmó con el gesto.- ¿Cómo conocía usted la existencia

de esta carta?

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Mi amigo sonrió.- No la conocía en realidad - explicó

-. Pero tomar huellas dactilares eidentificar la ceniza de un cigarrillo noson suficientes para hacer un buendetective. ¡Debe ser también buenpsicólogo! Yo sé que su yerno le esantipático y que desconfía de él. ¿Aquién beneficia la muerte de su hija? ¡Aél! Por otra parte, la descripción que delindividuo misterioso hace la doncella separece a la de él. Sin embargo, usted nose apresura a seguirle la pista, ¿por qué?Seguramente porque sus sospechastoman otra dirección. Por ello dedujeque me ocultaba algo.

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- Tiene razón, Monsieur Poirot.Estaba seguro de la culpabilidad deRupert hasta que encontré esta carta, queme ha trastornado muchísimo.

- Sí. El conde dice: “Antes de quetranscurra largo tiempo, antes de lo quese figura”.

No cabe duda de que no quisoesperar a que usted supiera sureaparición. Ahora bien: ¿fue él quienbajó de Londres en el tren de las doce ycuarto? ¿Quién se llegó por el pasillohasta el departamento que ocupabamistress Carrington? Porque si mal norecuerdo, ¡también el conde deRochefour es esbelto y moreno!

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El millonario aprobó con el gestoestas palabras.

- Bien, Monsieur, le deseo muybuenos días. En Scotland Yard deben detener la lista de las joyas desaparecidas,¿no es verdad?

- Sí, señor. Si desea ver al inspectorJapp, allí está.

Japp era un antiguo amigo y recibióa Poirot con un desdén afectuoso.

- ¿Cómo está, Monsieur? Celebrovolver a verle a pesar de nuestra maneradistinta de ver las cosas. ¿Qué tal lascélulas grises? ¿Se fortifican?

Poirot le miró con rostroresplandeciente.

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- Funcionan, mi buen Japp,funcionan, se lo aseguro - respondió.

- En tal caso todo va bien. ¿Quiéncree que cometió el crimen? ¿Rupert oun criminal vulgar? He mandado vigilarlos sitios acostumbrados, naturalmente.Así conoceremos si se han vendido lasjoyas, porque quienquiera que las poseano se quedara con ellas, digo yo, paraadmirar su brillo. ¡Nada de eso! Ahoratrato de averiguar dónde estuvo ayerRupert Carrington. Por lo visto es unmisterio. Le vigila uno de mis hombrescon todo celo.

- Precaución un poco retrasada, ¿nole parece? - dijo Poirot.

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- Usted dice siempre la últimapalabra, Poirot. Bien, me voy aPaddington, Bristol, Weston y Tauton.¡Hasta la vista!

- ¿Tendría inconveniente en venir averme por la tarde para que yo sepa elresultado de sus averiguaciones?

- Cuente con ello... si vuelvo.- Ese buen inspector es partidario

del movimiento - murmuró Poirotcuando salió nuestro amigo -. Viaja;mide las huellas de los pies; reúnecenizas de cigarrillo. ¡Esextraordinariamente activo! ¡Celosohasta el límite de sus deberes! Si lehablara de psicología, ¿qué le parece

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que haría, amigo mío? Sonreiría. Sediría: “Ese pobre Poirot envejece. Llegaa la edad senil”. Japp pertenece a lanueva generación. ¡Y ma foi! ¡Estageneración moderna llama con tal prisaa las puertas de la vida, que no se dacuenta de que están abiertas!

- ¿Qué piensa hacer ahora?- Pues en vista de que se nos da

carte blanche voy a gastarme trespeniques en llamar al Ritz desde unteléfono público, porque es donde sehospeda nuestro conde.

Después, como tengo húmedos lospies, volveré a mis habitaciones y meharé una tisana en el hornillo de bencina.

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No volví a ver a Poirot hasta lamañana siguiente, en que lo hallétomando pacíficamente el desayuno.

- ¿Bien? - interrogué lleno de interés-. ¿Qué ha sucedido?

- Nada.- Pero ¿y Japp?- No le he visto todavía.- ¿Y el conde?- Se marchó del Ritz anteayer.- ¿El día del crimen?- Sí.- ¿Para qué decir más? ¡Rupert

Carrington es inocente!- ¿Porque ha salido del Ritz el conde

de la Rochefour? Va usted muy deprisa,

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amigo mío.- De todos modos, deben ustedes

seguirle, arrestarle. Pero, ¿qué razonesle habrán impulsado a cometer eseasesinato?

- Podría responder: unas joyas quevalen cien mil dólares. Mas no, no esesa la cuestión y yo me pregunto: ¿paraqué matar a mistress Carrington cuandoella no hubiera declarado jamás encontra del ladrón?

- ¿Por qué no?- Porque era una mujer, mon ami. Y

porque en otro tiempo amó a esehombre. Por consiguiente soportaría supérdida en silencio. Y el conde, que

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tratándose de mujeres es un psicólogoexcelente, lo sabe muy bien. Por otraparte, si la mató Rupert Carrington, ¿porqué motivo se apoderó de las joyas?¿Para qué demostrar su culpabilidad dela manera más patente?

- Quizá pensara en utilizarlas comotapadera.

- No le falta razón, amigo mío. ¡Ah,ya tenemos aquí a Japp! Reconozco sullamada.

El inspector parecía estar de unhumor excelente y entró sonriendo.

- Buenos días, Poirot. Acabo dellegar. ¡He llevado a cabo un buentrabajo! ¿Y usted?

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- Yo he puesto en orden mis ideas -repuso Poirot plácidamente.

Japp rió la ocurrencia de buenagana.

- El hombre envejece - me dijo amedia voz. Y agregó en voz alta: - A losjóvenes no nos convence su actitud.

- ¡Quelle dommage! - exclamóPoirot.

- Bueno. ¿Quiere que le explique loque he hecho?

- Permítame antes que lo adivine. Haencontrado el cuchillo con que secometió el asesinato junto a la vía delferrocarril entre Weston y Tauton y haentrevistado al vendedor de periódicos

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que habló, en Weston, con mistressCarrington.

Japp abrió, atónito, la boca.- ¿Cómo demonios lo sabe? ¡No me

diga que gracias a esas “pequeñascélulas grises”!

- Celebro que, siquiera esta vez,admita que me sirven de algo. Dígame,¿mistress Carrington regaló o no alvendedor un chelín para caramelos?

- No, media corona - Japp se habíarecobrado de la sorpresa del primermomento y sonreía -. ¡Son muyextravagantes los millonariosamericanos!

- ¡Y naturalmente, el chico no la ha

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olvidado!- No, señor. No caen del cielo

medias coronas todos los días. Pareceque ella le llamó para comprarle dosrevistas. En la cubierta de una había unamuchacha vestida de azul. “Como yo”,observó mistress Carrington. Sí, elchico la recuerda muy bien. Pero eso nobasta, compréndalo. Según ladeclaración del doctor debió decometerse el crimen antes de la llegadadel tren a Tauton. Supuse que el asesinodebió arrojar enseguida el cuchillo porla ventanilla y por ello me dediqué arecorrer la vía; en efecto, allí estaba. EnTauton hice averiguaciones. Deseaba

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saber si alguien había visto nuestrohombre, pero la estación es muy grandey nadie reparó en él. Probablementeregresaría a Londres, utilizando para sudesplazamiento el último tren.

Poirot hizo un gesto.- Es muy probable - concedió.- Pero a mi regreso me comunicaron

que alguien intentaba pasar las joyas.Anoche empeñaron una hermosaesmeralda de muchísimo valor. ¿Y a queno acierta quién empeñó esa joya?

- Lo ignoro. Lo único que sé es queera un hombre de poca estatura.

Japp se quedó mirando al detective.- Bien, tiene razón. El hombre es

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bastante bajo. Fue Red Narky.- ¿Quién es Red Narky? - pregunté

yo.- Un ladrón de joyas, señor, que no

tendría reparo en cometer un asesinato.Por regla general trabajaba con unamujer llamada Gracie Kidd. Pero en estaocasión actuó solo por lo visto. QuizáGracie haya huido a Holanda con elresto de la banda.

- ¿Ha ordenado la detención deNarky?

- Naturalmente. Pero nosotrosqueremos apoderarnos del hombre quehabló con mistress Carrington en el tren.Supongo que sería él quien planeó el

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robo, pero Narky no es capaz de delatara un compañero.

Yo me di cuenta de que los ojos dePoirot asumían un precioso color verde.

- Creo - dijo con una voz suave - queya sé quién es el compañero de Narky.

Japp le dirigió una miradapenetrante.

- Acaba de asaltarle una de sus ideasparticulares ¿no es cierto? Esmaravilloso cómo a pesar de sus añosconsigue adivinar en ocasiones toda laverdad. Claro que es cuestión de suerte.

- Quizá, quizá - murmuró mi amigo -.Hastings, el sombrero. Y el cepillo.¡Muy bien! Ahora las botas, si continúa

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lloviendo. No estropeemos la laboroperada por la tisana.

¡Au revoir, Japp!- Buena suerte, Poirot.El detective paró el primer taxi que

nos echamos a la cara y ordenó al choferque se dirigiera a Park Lane. Cuando separó el taxi delante de la casa deHalliday, Poirot se apeó con la agilidadacostumbrada, pagó al taxista y tocó eltimbre. Cuando el criado nos abrió lapuerta, le dijo unas palabras en voz bajay el hombre nos condujo escalerasarriba. Al llegar al último piso, nosintrodujeron en una habitación reducida,pero limpia y ordenada y muy elegante.

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Poirot se detuvo y dirigió una ojeadaa su alrededor. Sus ojos se posaron enun baúl pequeño negro. Después dearrodillarse ante él y de examinar losrótulos que exhibía, se sacó del bolsilloun trocito de alambre retorcido.

- Ruegue a mister Halliday que tengala bondad de subir - dijo por encima delhombro del criado.

Al desaparecer éste, forzó con manohábil la cerradura del baúl y, una vezabierta la tapa comenzó a revolverapresuradamente el interior y a sacar laropa que contenía dejándola en el suelo.

Un ruido de pasos pesados precedióa la aparición de Halliday.

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- ¿Qué hacen ustedes aquí? -interrogó sorprendido.

- Buscaba esto, Monsieur.Poirot le enseñó una falda y un

abrigo de color azul y una toca de pielblanca.

- ¿Qué significa esto? ¿Por quéandan ustedes removiendo en mi baúl?

Me volví. Jane Mason, la doncella,estaba en el umbral de la habitación.

- Cierre esa puerta, Hastings - dijoPoirot -. Bien. Apoye la espalda en ella.Así.

Permítame, mister Halliday, que lepresente ahora a Gracie Kidd, alias JaneMason, que va a reunirse en breve con

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su cómplice Red Narky bajo la amableescolta del inspector Japp.

Poirot alzó una mano suplicante.- ¡Bah! Pero si no hay nada tan

sencillo - exclamó, tomando más caviar-. La insistencia de la doncella enhablarme de la ropa que llevaba puestasu señora fue lo que primero me llamóla atención. ¿Por qué parecía tan ansiosade que reparásemos en ese detalle? Yme dije al punto que después de todoteníamos que fiarnos exclusivamente desu palabra ya que era la única personaque había visto al hombre misteriosoque hablaba en Bristol con su señora.De la declaración del doctor se

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desprende que lo mismo pudieronasesinarla antes que después de lallegada del tren a dicha localidad y sifuese así la doncella tenía por fuerza queser cómplice del asesinato. MistressCarrington iba vestida de un modollamativo. Las doncellas suelen elegir,en ocasiones, los vestidos que debeponerse el ama. Y por ello si después depasar de la estación de Bristol vieracualquiera a una señora vestida de azulcon sombrero blanco, juraría sin hacerserogar que era mistress Carrington aquien sin duda había visto.

“A continuación comencé areconstruir mentalmente la escena. La

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doncella se proveyó de ropas porduplicado. Ella y su cómplicecloroformizaron y mataron a mistressCarrington entre Londres y Bristol,aprovechando seguramente el paso deltren por un túnel. Hecho esto metieron elcadáver debajo del asiento y la doncellaocupó su puesto. En Weston procuró quese fijasen en ella. ¿Cómo? Llamandoprobablemente a un vendedor deperiódicos y atrayendo su atención sobreel color del vestido mediante unaobservación natural. Después de salir deWeston arrojó el cuchillo por laventanilla sin duda para hacer creer queel crimen se había cometido allí y o bien

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se cambió de ropa, o bien se pusoencima un abrigo. En Tauton se apeó deltren y regresó a escape a Bristol, dondesu cómplice dejó como estabaconvenido, el equipaje en consigna. Elhombre le entregó el billete y regresó aLondres. Ella aguardó como lo exigía supapel, en el andén, pasó luego la nocheen un hotel y volvió a la ciudad a lamañana siguiente, según dijo.

“Japp confirmó todas esasdeducciones al volver de su expedición.Me refiero... también que un bribónfamoso había tratado de vender las joyasrobadas. Enseguida me di cuenta de quehabía de tener un tipo diametralmente

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opuesto al que Jane nos había descrito.Y al enterarme de que Red Narky trabajasiempre con Gracie Kidd... ¡bueno! Supeadónde tenía que ir a buscarla.

- ¿Y el conde?- Cuanto más reflexionaba en esto

más convencido estaba de que no teníanada que ver con el crimen. Esecaballero ama mucho la piel paraarriesgarse a cometer un asesinato. Unhecho así no está en armonía con sumanera de ser.

- Bien, Monsieur Poirot - dijoHalliday -, acabo de contraer una deudaenorme con usted. Y el cheque que voy aescribir después de la comida no lo

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zanjará más que en parte.Poirot sonrió modestamente y

murmuró a mi oído:- El buen Japp se dispone a gozar

oficialmente de mayor prestigio, perocomo dicen los americanos ¡fui yo quienllevó la cabra al matadero!

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La caja de bombones

Era una noche de tormenta. En elexterior, el viento silbaba y ráfagas delluvia azotaban las ventanas. Poirot y yonos hallábamos sentados ante lachimenea, las piernas extendidas alamor del alegre fuego. Entre nosotroshabía una mesita; en mi lado descansabaun vaso de ponche calientecuidadosamente dosificado; junto aPoirot se veía una taza de chocolateespeso, que yo no hubiera bebido ni porcien libras. Poirot tomó un sorbo deaquella masa marrón contenida en la

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taza de porcelana rosada y exhaló unsuspiro de satisfacción.

- ¡Quelle belle vie!- murmuró.- Sí, este viejo mundo es magnífico -

asentí -. Yo, con un buen empleo, ¡y quéempleo! Y usted es famoso...

- ¡Oh, mon ami! - protestó Poirot.- Lo es. ¡Y con razón! Cuando pienso

en su larga serie de éxitos, me quedo deveras maravillado. ¡No creo que sepausted lo que es un fracaso!

- ¡El que pudiera decir esto sería unbromista o un ejemplar fuera de serie!

- No, hablo en serio. ¿Ha fracasadoalguna vez?

- Innumerables veces, amigo mío.

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¿Qué se imaginaba? No se puede tenersiempre la bonne chance. A veces hesido llamado demasiado tarde. Muy amenudo alguien, empeñado en alcanzarla misma meta, ha dado primero con lasolución. Por dos veces caí enfermocuando estaba a punto de alcanzar eléxito. Se tiene que apechugar con losmalos momentos, amigo mío.

- No quería decir esto exactamente -repuse -. Me refería a si alguna vez hafracasado por culpa suya.

- ¡Ah, comprendo! ¿Me pregunta sialguna vez me he comportado como el“rey de los asnos ¿cómo dicen ustedespor estas tierras? Una vez, amigo mío...

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- Una sonrisa lenta y meditativa sereflejó en su rostro -. Sí, una vez hice elridículo.

Se irguió súbitamente en su butaca.- Mire, amigo mío, sé que guarda un

archivo de mis modestos éxitos. Podráañadir una historia más a la colección:¡la historia de un fracaso!

Se inclinó y echó un leño al fuego.Luego, tras haberse frotado las manoscon el paño que colgaba de un clavojunto a la chimenea, se acomodó denuevo y empezó su relato.

- Lo que le cuento - dijo MonsieurPoirot - ocurrió en Bélgica hace muchosaños. Fue en la época de la terrible

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lucha entre la Iglesia y el Gobiernofrancés. El señor Paul Déroulard era unbrillante diputado francés. Se daba pordescontado que le nombrarían ministro.Era el más acérrimo militante delpartido anticatólico, y cuando subiera alpoder tendría que enfrentarse aenemigos poderosos. En muchosaspectos era un hombre peculiar.Aunque no bebía ni fumaba, no siemprese mostraba tan escrupuloso en otrossentidos. Me entiende, Hastings, c’étaitdes femmes, toujours des femmes!

Algunos años antes se había casadocon una damita de Bruselas que aportóuna dote sustanciosa. Indudablemente el

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dinero le fue útil en su carrera, pues sufamilia no era rica, aunque, por otraparte, podía usar el título de Monsieurle Barón si le daba la gana. Elmatrimonio no tenía hijos, y su mujerfalleció al cabo de dos años... aconsecuencia de una caída en laescalera. Entre las propiedades que lelegó su esposa figuraba una casa en laAvenida Louise, de Bruselas.

Fue en esta casa donde él muriórepentinamente, coincidiendo el luctuososuceso con la dimisión del ministro cuyacartera tenía que heredar. Su muerterepentina, ocurrida por la noche,después de la cena, fue atribuida a un

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fallo cardíaco.Por aquel entonces, mon ami, como

usted sabe, yo formaba parte de laBrigada de Investigación belga. Lamuerte del señor Paul Déroulard noofrecía ningún interés particular para mí.Soy, como sabe muy bien, boncatholique, y su óbito me parecióoportuno.

Fue tres días después, reciéncomenzadas mis vacaciones, cuandorecibí la visita... de una dama; su rostroestaba cubierto por un tupido velo, peroevidentemente era muy joven; yenseguida percibí que se trataba de unejeune fille tout... fait comme il faut.

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- ¿Es usted Monsieur HérculesPoirot? - me preguntó en voz baja yarmoniosa.

Me incliné en una leve reverencia.- ¿De la Brigada de Investigación?Me incliné nuevamente.- Tome asiento, mademoiselle, por

favor - le dije, acercándole una silla.Aceptó y se levantó el velo. Su

rostro era encantador, aunquedesfigurado por las lágrimas y por unaexpresión de continua angustia.

- Monsieur - dijo ella -. Tengoentendido que está de vacaciones. Portanto estará libre para poder hacersecargo de un caso de índole particular.

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Comprenda que no deseo que intervengala policía.

Meneé la cabeza.- Me temo que lo que me pide sea

imposible, mademoiselle. Aunque estéde vacaciones sigo perteneciendo a lapolicía.

Ella se inclinó hacia adelante.- Écoutez, Monsieur. Todo cuanto le

pido es que investigue. Queda usted enabsoluta libertad de comunicar elresultado de sus investigaciones a lapolicía. Si lo que me imagino resulta sercierto, necesitaremos de toda lamaquinaria de la ley.

Esto cambiaba en cierta manera el

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cariz del asunto y me puse sin más a sudisposición.

Un suave color rosado coloreó susmejillas.

- Gracias, Monsieur. Lo quepretendo que usted investigue es lamuerte del señor Paul Déroulard.

- ¿Comment? - exclamé,sorprendido.

- Monsieur, no tengo nada en queapoyarme... nada, salvo mi instintofemenino, pero estoy convencida, lerepito, convencida, ¡de que el señorDéroulard no falleció de muerte natural!

- Sin embargo, seguramente losmédicos...

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- Los médicos pueden estarequivocados. Era tan robusto, tan fuerte.Ah, Monsieur Poirot, le suplico que meayude...

La pobre niña estaba casi fuera desí. Se habría hincado de rodillas antemí. La calmé lo mejor que supe.

- Le ayudaré, mademoiselle. Casi leaseguraría que sus temores soninfundados, pero ya veremos. Primero,le ruego que me describa a losresidentes de la casa.

- Están, claro, las sirvientas:Jeannette, Félicie y la cocinera Denise.Ésta hace muchos años que sirve en lacasa; las otras son muchachas venidas

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del campo.También contamos con François,

pero también él es un antiguo criado.Luego la madre de Monsieur Déroulard,que vivía con él, y yo misma. Me llamoVirginie Mesnard. Soy prima, pobre, dela difunta madame Déroulard, la esposadel señor Paul, y he convivido con ellosdurante más de tres años. Además, en lacasa teníamos a dos invitados.

- ¿Quiénes eran?- El señor de Saint Alard, un vecino

del señor Déroulard en Francia. Y unamigo inglés, el señor John Wilson.

- ¿Siguen todavía con ustedes?- El señor Wilson sí, pero el señor

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Saint Alard partió ayer.- ¿Y cuál es su plan, mademoiselle

Mesnard?- Si quiere puede presentarse en

casa dentro de media hora; habrépreparado una excusa para justificar supresencia. Creo que lo mejor es hacerlepasar por una persona más o menosrelacionada con el periodismo. Diré queha venido de París, con una tarjeta depresentación de parte del señor de SaintAlard. Madame Déroulard está muydelicada de salud y apenas prestaráatención a los detalles.

Gracias al ingenioso pretexto demademoiselle fui admitido en la casa, y

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tras una breve entrevista con la madredel diputado fallecido, una señora demagnífica presencia y portearistocrático, aunque era evidente suprecaria salud, se puso la casa a midisposición. Me pregunto, amigo mío -prosiguió Poirot -, si puede hacerse unaidea de las dificultades de mi tarea. Setrataba de un hombre cuya muerte habíaocurrido hacía tres días. Si hubo en ellajuego sucio, sólo cabía una posibilidad:¡veneno! Y yo no había tenido ocasiónde ver el cadáver, ni existía posibilidadde examinar, o analizar, ningún objetocon el cual se hubiera podidoadministrar el veneno. No se tenían

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indicios, falsos o no, que considerar.¿Le habían envenenado? ¿Habíafallecido de muerte natural? Yo,Hércules Poirot, sin nada en quebasarme, tenía que decidir.

Primero, me entrevisté con lossirvientes, y con su ayuda recapitulé lossucesos de aquella noche. Prestéespecial atención a la comida servida enla cena, y el modo en se sirvió. La sopala había distribuido el mismo señorDéroulard de una sopera. Luego unafuente de chuletas y después un pollo.Por último una compota de frutas. Ytodo dispuesto encima de la mesa, yservido por el propio señor Déroulard.

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Trajeron el café a la misma mesa dondecenaron, en una cafetera. Por tanto, monami... ¡imposible envenenar a uno sinenvenenarlos a todos!

Después de la cena madameDéroulard se retiró a sus aposentos encompañía de mademoiselle Virginie.Los tres hombres, tras pasar al estudiodel señor Déroulard, estuvieroncharlando amigablemente durante unrato. De repente, sin más, el diputadocayó pesadamente al suelo. El señor deSaint Alard salió precipitadamente de laestancia para ordenar a François quecorriera en busca de un médico. Dijoque sin duda se trataba de una apoplejía,

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explicó el criado. Pero cuando el doctorllegó, el señor Déroulard habíafallecido.

El señor John Wilson, a quien fuipresentado por mademoiselle Virginie,era lo que en aquella época se teníacomo el prototipo del inglés corriente,un John Bull de edad madura ycorpulento. Su versión, expuesta en unfrancés con marcado acento británico,fue sustancialmente la misma:“Déroulard enrojeció repentinamente ycayó al suelo”.

Por ese lado no se podía encontrarnada más. A continuación me dirigí alescenario de la tragedia, el estudio, y a

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petición mía me dejaron solo. Hastaaquí no había nada que sustentara lateoría de mademoiselle Mesnard. Loúnico que cabía pensar es que se tratabade una idea sin fundamento de la joven.Evidentemente había profesado unaromántica pasión por el difunto, lo cualle impedía considerar el caso desde unpunto de vista normal.

A pesar de ello, registré el estudiocon gran minuciosidad. Entraba dentrode lo posible que hubieran introducidoen el sillón del muerto una agujahipodérmica dispuesta de forma que lavíctima recibiera un pinchazo fatal. Ladiminuta marca dejada, probablemente

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pasaría inadvertida. Pero no pudedescubrir ningún indicio que apoyaraesta teoría. Me dejé caer en la butacacon un gesto de desesperación.

- En fin, ¡abandono! - exclamé envoz alta -. ¡No hay ningún indicio! Todoes perfectamente normal.

Mientras pronunciaba estas palabrasmi vista se detuvo en una caja debombones situada en una mesa contigua,y el corazón me dio un salto. Podía noser un indicio relacionado con la muertedel señor Déroulard, pero por lo menosallí existía algo que no era normal.Levanté la tapa. La caja estaba llena, sintocar; no faltaba ni un bombón... pero

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eso hacía aún más notable lapeculiaridad que habían captado misojos.

Pues, sepa usted, Hastings, que lacaja era de color rosa, pero la tapa eraazul. Ahora bien, a veces se puede veruna caja rosa adornada con un lazo azul,o al revés, pero la caja de un color y latapa de otro... no, decididamente no... nese voi jamais!

Todavía no percibía si aquelpequeño incidente podía serme dealguna utilidad, sin embargo resolvíinvestigarlo por el mero hecho de que sesalía de lo corriente. Pulsé el timbrepara que acudiera François, y le

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pregunté si a su difunto señor legustaban los bombones. Una levesonrisa melancólica afloró a sus labios.

- Le apasionaban, Monsieur.Siempre tenía una caja de bombones encasa. No tomaba vino de ninguna clase,sabe usted?

- No obstante, esta caja está intacta.- levanté la tapa para que lo viera.

- Perdone, Monsieur, pero esta cajaes nueva, adquirida el día de su muerte,pues la otra estaba casi acabada.

- Así la otra caja se terminó el díade su muerte - dije lentamente.

- Sí, Monsieur, la encontré vacía porla mañana y la tiré.

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- ¿El señor Déroulard comíabombones a cualquier hora del día?

- Habitualmente después de cenar,Monsieur.

Empecé a ver claro.- François - dije -, ¿sabe ser

discreto?- Si es necesario, sí, Monsieur.- ¡Bon! Sepa, entonces, que soy de la

policía. ¿Puede encontrarme la otracaja?

- Sin duda, Monsieur. Estará en elcubo de la basura.

Salió, y al cabo de pocos momentosregresaba con un objeto cubierto depolvo. Era el duplicado de la caja que

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yo sostenía excepto por el hecho de queahora la caja era azul y la tapa rosa. Dilas gracias a François, encareciéndoleuna vez más que se mostrara discreto, yabandoné la casa de la Avenue Louiseprecipitadamente.

Acto seguido fui a visitar al doctorque asistió al señor Déroulard. Mientrevista con él no fue nada fácil. Separapetó tras un muro de doctafraseología, pero tuve la impresión deque no estaba tan seguro del caso comopretendía.

- Han ocurrido infinidad deincidentes de este tipo - dijo, tras haberlogrado que se confiara un poco. Un

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repentino acceso de furor, una emociónviolenta, tras una copiosa cena, c’estentendu, entonces, con el berrinche, lasangre fluye a la cabeza, quizás... ¡yaestá!

- Pero el señor Déroulard no fuepresa de ninguna emoción violenta.

- ¿No? Me cercioré de que habíasostenido un tremendo altercado con elseñor de Saint Alard.

- ¿A qué se debió?- C’est évident! - el doctor se

encogió de hombros -. ¿Acaso el señorde Saint Alard no era un católicofanático? La amistad que existía entreambos se resentía por causa de esa

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cuestión entre Iglesia y Estado. Nopasaba un día sin que surgierandiscusiones. Para el señor de SaintAlard, su amigo Déroulard casi leparecía el Anticristo.

Esto era inesperado y me diomateria para reflexionar.

- Una pregunta más, doctor: ¿seríaposible introducir una dosis fatal deveneno en un bombón?

- Es posible, supongo - dijo eldoctor lentamente -. Ácido prúsico purosería lo adecuado, siempre que nohubiera posibilidad de evaporación, yuna diminuta píldora de cualquier cosapodría ser tragada sin notarla... pero no

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me parece plausible. Un bombón llenode morfina o de estricnina... - Hizo unamueca -. Comprenda, señor Poirot,¡bastaría un mordisco! La personaengañada no podría permitirse hacercumplidos.

- Gracias, Monsieur le docteur.Salí. Luego hice averiguaciones en

varias farmacias, sobre todo en aquellasque se hallaban cerca de la AvenueLouise. Es estupendo pertenecer a lapolicía. Obtuve la información quedeseaba sin ninguna dificultad. Sólo enun caso me respondieron haberdespachado un veneno destinado a lacasa en cuestión. Se trataba de unas

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gotas para los ojos, compuestas desulfato de atropina, para la señoraDéroulard. La atropina es un venenopoderoso, y por un instante me sentíoptimista, pero los síntomas de unenvenenamiento por atropina son muysemejantes a los causados por ptomaína,y no se asemejan en nada a los queestaba estudiando. Además, la recetadataba de mucho tiempo atrás. MadameDéroulard sufría de cataratas en ambosojos desde hacía muchos años.

Descorazonado, ya me iba cuando lavoz del farmacéutico me hizo retroceder.

- Un momento, Monsieur Poirot.Ahora recuerdo que la chica que trajo

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esa receta comentó algo acerca de quetenía que acercarse a la farmaciainglesa. Puede intentar allí.

Así lo hice. Imponiendo una vez másmi jerarquía oficial, obtuve lainformación que quería. La víspera de lamuerte del señor Déroulard habíandespachado una receta para el señorJohn Wilson. El medicamento nonecesitaba ser preparado. Simplementeconsistía en unos comprimidos detrinitrina. Pregunté si podía ver algunos.El farmacéutico me los mostró y sentíque el corazón me latía más aprisa...pues los comprimidos eran como dechocolate.

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- ¿Es un veneno? - inquirí.- No, Monsieur.- ¿Puede usted describirme sus

efectos?- Baja la tensión arterial. Son

adecuados para algunos tipos dedolencias cardíacas, angina de pechopor ejemplo. Son vasodilatadores. En laarteriosclerosis...

Le interrumpí.- ¡Ma foi! Todo ese galimatías no me

aclara nada. ¿Hace que la cara se pongacolorada?

- Ciertamente.- Y suponiendo que yo tomara diez o

veinte de esos pequeños comprimidos,

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¿qué pasaría?- No le aconsejaría que lo hiciese -

replicó secamente.- Y sin embargo, ¿dice que no es un

veneno?- Existen muchísimas cosas a las que

no llamamos veneno y sin embargopueden matar a un hombre – replicó enel mismo tono seco de antes.

Salí de la farmacia alborozado. ¡Porfin las cosas empezaban a marchar!

A hora sabía que John Wilsondispuso del medio adecuado paracometer el crimen, pero ¿y respecto almóvil?

Se había trasladado a Bélgica por

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negocios, y pidió al señor Déroulard, alque no conocía mucho, que lehospedara. Aparentemente no existíaninguna razón para que la muerte deDéroulard le beneficiara. Por otra parte,por unas investigaciones que hice enInglaterra, descubrí que desde años atráspadecía de esa dolorosa enfermedadcardiaca llamada angina de pecho. Portanto, era lógico que poseyera esoscomprimidos. Sin embargo, yo estabaconvencido de que alguien había tocadola caja de bombones, tras abrir primero,por error, la caja llena. Luego de habervaciado el último bombón lo llenó conlos comprimidos de trinitrina. Los

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bombones eran de gran tamaño. Estabaseguro de que habían puesto de veinte atreinta comprimidos. Pero ¿quién lohizo?

En la casa había dos invitados. JohnWilson tuvo el medio. Saint Alard elmóvil. Recuerde, era un fanático, y nohay peor fanático que el religioso. ¿Pudoél, por algún medio, hacerse con latrinitrina de John Wilson?

Entonces se me ocurrió otra pequeñaidea. ¡Ah! ¡Se sonríe usted de mispequeñas ideas! ¿Por qué Wilson sehabía quedado sin trinitrina?Seguramente trajo consigo de Inglaterrauna adecuada cantidad. Una vez más

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visité la casa de la Avenue Louise.Wilson se hallaba ausente, pero

hablé con Félicie, la chica encargada dehacerle la habitación. Le pregunté deimproviso si era cierto que al señorWilson se le había extraviado en losúltimos días un frasco en su lavabo. Lachica contestó con vehemencia. Eratotalmente cierto. Incluso le echaron laculpa a ella. Por lo visto, el caballeroinglés creía que ella lo había roto y noquería confesarlo, pero la verdad eraque ni siquiera lo tocó. Sin duda laculpable era Jeannette... siempremetiendo las narices donde no lellamaban...

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Tras conseguir que callara medespedí. Sabía todo cuanto queríaconocer. Me tocaba a mí patentizar laevidencia del caso. Tenía la corazonadade que no resultaría fácil. Yo podía estarseguro de que Saint Alard había hechodesaparecer el frasco de trinitrina dellavabo de John Wilson, pero paraconvencer a los demás necesitaríaaportar pruebas. ¡Y no tenía ninguna!

¡No importa! Sabía... eso era loimportante. ¿Recuerda nuestrosproblemas en el caso Styles, Hastings?También en aquel caso sabía... pero mellevó mucho tiempo encontrar el últimoeslabón que completara mi cadena de

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pruebas contra el asesino.Solicité una entrevista con la

señorita Mesnard. Acudió enseguida. Lepedí la dirección del señor de SaintAlard.

Una mirada de inquietudensombreció el rostro de la joven.

- ¿Para qué la quiere, Monsieur?- Mademoiselle, me es necesaria.Parecía vacilante... turbada.- No puede decirle nada. Es un

hombre cuyos pensamientos no son deeste mundo.

Apenas se da cuenta de lo queocurre a su alrededor.

- Posiblemente, mademoiselle. No

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obstante, era un viejo amigo del señorDéroulard. Quizá pueda informarme dealgunas cosas... cosas del pasado...acerca de viejos rencores... de antiguasintrigas amorosas.

La muchacha se ruborizó y semordió el labio.

- Como quiera... pero... pero...Ahora tengo el convencimiento de queestaba equivocada. Fue muy amable porsu parte acceder a mi petición, peroentonces estaba trastornada... casienloquecida. Ahora me doy cuenta deque no existe ningún misterio queesclarecer. Déjelo, se lo ruego,Monsieur.

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La miré fijamente.- Mademoiselle - dije -, a veces a un

perro le resulta difícil encontrar unrastro, pero cuando lo ha encontrado,¡nada en este mundo se lo hará dejar! Esdecir, ¡si es un buen perro! Y yo,mademoiselle, yo, Hércules Poirot, losoy.

Sin proferir palabra salió de laestancia. Unos minutos más tarderegresó con la dirección anotada en unahoja de papel. Abandoné la casa.François me esperaba en la calle. Memiró con ansiedad.

- ¿Hay noticias, Monsieur?- Ninguna todavía, amigo mío.

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- ¡Ah! ¡Pauvre Monsieur Déroulard!- suspiró -. Yo también compartía susideas. No me gustan los curas. Pero nodiría algo así en la casa. Todas lasmujeres son muy devotas... y quizá seamejor. Madame est tris pieuse... etmademoiselle Virginie Aussi.

¿Mademoiselle Virginie? ¿Ella traspieuse? Al recordar aquel rostroapasionado bañado en lágrimas denuestra primera entrevista me extrañó.

Tras haber obtenido la dirección delseñor de Saint Alard no perdí el tiempo.

Llegué a las inmediaciones de sucastillo en las Árdenas, pero tuve queaguardar varios días hasta dar con el

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pretexto que me permitiese la entrada enla casa. Al final lo conseguí. ¿Seimagina cómo? ¡Pues nada menos quecomo fontanero, mon ami! Fue cuestiónde un momento provocar un pequeñoescape de gas en su dormitorio. Salí enbusca de mis herramientas y tuve buencuidado de volver con ellas a una horaen que me constaba que tendría el campolibre. Casi ni yo mismo sabía lo quebuscaba. No creía en la posibilidad deencontrar algo comprometedor. Él jamáshabría corrido el riesgo de guardarlo.

Con todo, cuando vi un armario,cerrado, encima del lavabo no puderesistir la tentación de saber lo que

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contenía. Fue un juego de niños abrirlocon una ganzúa. Al abrir la puertadescubrí que estaba repleto de viejosfrascos. Los inspeccioné uno a uno conmano temblorosa. De repente proferí ungrito. Imagínese, amigo mío, tenía en lamano un frasquito con la etiqueta de unafarmacia inglesa, en la que figurabaescrito:

COMPRIMIDOS DE TRINITRINA.TOMAR UNO EN CASO NECESARIO.MR. JOHN WILSON.

Dominando mi emoción, cerré elarmarito, guardé el frasco en mi bolsillo¡y me puse a reparar el escape de gas!Se ha de ser metódico. Luego abandoné

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el castillo y tomé el primer tren quesalía para mi país. Llegué a Bruselasmuy avanzada la noche.

A la mañana siguiente estabaredactando un informe para el préfetcuando me pasaron una nota. Proveníade la anciana madame Déroulard,requiriéndome a que me personara sindemora en la casa de la Avenue Louise.

Me abrió la puerta François.- Madame la baronne le espera.Me condujo a sus aposentos. Se

hallaba sentada majestuosamente en unaamplia butaca. Ni rastro demademoiselle Virginie.

- Monsieur Poirot - dijo la anciana

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señora -. Acabo de enterarme de queusted no es lo que pretende aparentar. Esun funcionario de la policía.

- Eso es, madame.- ¿Vino a mi casa para investigar las

circunstancias de la muerte de mi hijo?Repliqué nuevamente:- Eso es, madame.- Me complacería saber si ha hecho

algún progreso.Titubeé.- Primero me gustaría saber cómo se

ha enterado de todo ello, madame.- Por alguien que ya no es de este

mundo.Sus palabras, y el modo

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ensimismado en que fueron proferidas,me heló el corazón.

Fui incapaz de articular unarespuesta.

- Por tanto, Monsieur, le ruegoencarecidamente que me informe con lamáxima exactitud de los progresos queha hecho en su investigación.

- Madame, mi investigación haterminado.

- ¿Mi hijo?- Le mataron deliberadamente.- ¿Sabe usted quién lo hizo?- Sí, madame.- ¿Quién, entonces?- El señor de Saint Alard.

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La anciana señora negó con lacabeza.

- Está en un error. El señor de SaintAlard es incapaz de un crimensemejante.

- Tengo en mis manos las pruebas.- Le encarezco una vez más que me

lo cuente todo.En esta ocasión obedecí,

examinando paso a paso el camino queme condujo hasta el descubrimiento dela verdad. Ella me escuchabaatentamente. Al final movió la cabezaasintiendo.

- Sí, sí, todo es como usted dice,excepto en una cosa. No fue el señor de

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Saint Alard quien mató a mi hijo. Fui yo,su madre.

La miré con asombro. Ella continuóasintiendo con la cabeza.

- He hecho bien en mandarle llamar.Es la Providencia del buen Dios el queVirginie me haya contado lo que hizoantes de partir al convento. ¡Escuche,Monsieur Poirot! Mi hijo era un malhombre. Perseguía a la Iglesia. Llevabauna vida pecaminosa. Y con élarrastraba a otras almas. Pero aún habíacosas peores. Una mañana, al salir de micuarto, en esta misma casa, percibí a minuera de pie en lo alto de la escalera.Estaba leyendo una carta. Vi como mi

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hijo se deslizaba hasta situarse a susespaldas. Un rápido empujón, y ella, sumujer, rodó escaleras abajo; su cabezachocó contra los peldaños de mármol.Cuando la recogieron, estaba muerta. Mihijo era un asesino, y sólo yo, su madre,lo sabía.

Cerró los ojos por un instante.- No puede imaginarse, Monsieur,

mi agonía, mi desesperación. ¿Quéhacer? ¿Denunciarlo a la policía? No meatrevía a hacerlo. Era mi deber, pero micarne era débil. Además, ¿me creeríanellos? La vista me fallaba desde hacíaalgún tiempo... argumentarían que mehabía equivocado. Guardé silencio. Pero

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mi conciencia me remordía.Callándome, yo también era una asesina.Mi hijo heredó la fortuna de su esposa.Prosperó, subió como la espuma. Yahora le iban a nombrar ministro.

Perseguiría aún con más fuerza a laIglesia. Y además estaba Virginie. Lapobrecita niña, piadosa por naturaleza,se sentía fascinada por él. Mi hijoposeía un extraño y terrible poder sobrelas mujeres. Vi lo que iba a ocurrir. Mesentía impotente para impedirlo. Él noabrigaba ninguna intención de casarsecon Virginie. Llegó el momento en quela pobre se hallaba dispuesta aentregarse totalmente a su capricho.

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Entonces vi claramente mi camino.Era mi hijo. Yo le había dado la vida.Yo era responsable de sus actos. ¡Anteshabía destruido el cuerpo de una mujer,ahora iba a destruir el alma de otra!Entré en la habitación del señor Wilsony me apoderé del frasco decomprimidos. Una vez, bromeando,comentó que contenía suficientescomprimidos para matar a un hombre.Fui al estudio y abrí la gran caja debombones que siempre tenía sobre lamesa. Por error abrí la caja sin empezar.La otra se hallaba también encima de lamesa. Sólo quedaba en ella un bombón.Eso simplificaba las cosas. Nadie comía

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bombones salvo mi hijo y Virginie.Aquella noche retendría a la joven a milado. Todo sucedió tal como lo habíaplaneado...

Hizo una breve pausa, cerrando losojos un momento. Volvió a abrirloslentamente.

- Monsieur Poirot, estoy en susmanos. Me dicen que no me quedanmuchos días de vida. Estoy dispuesta arendir cuentas por mi acto ante el buenDios. ¿Debo también rendirlas aquí, enla tierra?

Vacilé.- Pero el frasco vacío, madame -

dije a fin de ganar tiempo -, ¿cómo se

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explica que estuviera en posesión delseñor de Saint Alard?

- Cuando vino a despedirse de mí,Monsieur, se lo puse dentro del bolsillo.No sabía cómo deshacerme delfrasquito. Estoy tan enferma que nopuedo moverme mucho sin ayuda, y deencontrarlo vacío en mis aposentospodía levantar sospechas. Comprenda,Monsieur... - se irguió majestuosamente- ¡que no fue con la intención deinvolucrar al señor de Saint Alard! Nime pasó por la imaginación. Me figuréque su criado, al encontrar un frascovacío, lo tiraría sin darle mayorimportancia.

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Incliné la cabeza.- Lo comprendo, madame - dije.- ¿Y cuál es su decisión, Monsieur?Su voz era firme y segura, la cabeza

erguida, como siempre. Me puse en pie.- Madame - dije -, tengo el honor de

desearle buenos días. He llevado a cabomis investigaciones... ¡y he fracasado!El asunto está cerrado.

Durante un momento Poirot guardósilencio, luego dijo quedamente:

- Ella murió justo una semanadespués. Mademoiselle Virginie pasó sunoviciado y a su debido tiempo tomó lasórdenes. Ésa, amigo mío, es la historia.Debo admitir que hice un triste papel.

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- ¡Pero si no fue un fracaso! - objeté-. ¿Qué podía pensar dadas lascircunstancias?

- Ah, sacré, mon ami - exclamóPoirot, recobrando de pronto suvivacidad -. ¿Es que no lo ve usted? ¡Fuitreinta y seis veces imbécil! Mis célulasgrises no funcionaron.

Durante todo el tiempo tuve en mismanos la verdadera pista.

- ¿Qué pista?- ¡La caja de bombones! ¿No lo ve?

¿Habría cometido semejante error unapersona que viera perfectamente? Sabíaque madame Déroulard tenía cataratas...lo supe por las gotas de atropina. Sólo

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había una persona en la casa cuya visióndefectuosa le impidiera ver qué tapatenía que colocar. Fue la caja debombones lo que me puso sobre la pista,y sin embargo, durante toda lainvestigación, no supe darme cuenta desu verdadero significado. Y tambiénfallaron mis dotes de psicólogo. Dehaber sido el señor de Saint Alard elcriminal jamás hubiera conservado en supoder un frasco comprometedor.Encontrarlo era una prueba de suinocencia. Sabía ya por mademoiselleVirginie que era un hombre muyabstraído. ¡En conjunto fue un casodesdichado el que acabo de referirle!

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Esta historia sólo se la he contado austed.

Compréndame, ¡no hago un buenpapel en ella! Una anciana comete uncrimen tan sencilla y hábilmente que yo,Hércules Poirot, me equivoco porcompleto. ¡Sapristi! ¡Es irritante pensaren ello! Olvídelo. O no... recuérdelo; ysi en cualquier momento cree que meestoy volviendo presuntuoso... no esprobable, pero podría darse el caso.

Disimulé una sonrisa.- Eh, bien, usted me dirá “caja de

bombones”. ¿De acuerdo?- ¡Trato hecho!- Después de todo - dijo Poirot - ¡fue

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una experiencia! ¡Yo, queindudablemente poseo en la actualidadel mejor cerebro de Europa, puedopermitirme ser magnánimo!

- Caja de bombones - murmurésuavemente.

- ¿Pardon, mon ami?Mientras Poirot se inclinaba hacia

mí con una expresión interrogante mirésu rostro inocente y mi corazón seconmovió. A menudo me había hechosufrir, pero yo, aunque no poseyera elmejor cerebro de Europa, ¡tambiénpodía permitirme ser magnánimo!

- Nada - mentí, y encendí otra pipa,sonriéndome para mis adentros.

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El robo de los planosdel submarino

Un muchacho mensajero trajo unacarta que Poirot leyó en silencio, ymientras leía asomaba a sus ojos elbrillo del interés y de la emoción.Después de despedir al mensajero conbreves frases, se volvió a mirarme.

- Corra, amigo, haga la maleta. Nosvamos a Sharples.

Yo di un salto al oírle mencionar lafamosa residencia campestre de lordAlloway.

Presidente del recién formado

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Ministerio de Defensa, lord Alloway eramiembro distinguido del Gabinete.

Con el nombre de sir Ralp Curtis,director de una gran empresa deingeniería, había pasado por la Cámarade los Comunes y se decía ahora de élque era un hombre de porvenir y queprobablemente se le llamaría a formarMinisterio en el caso de que resultasenfundados los rumores que corrían delmal estado de salud de mister DavidMac Adam.

Un hermoso Rolls Royce nosaguardaba a la puerta y mientrascorríamos en la oscuridad, abrumé conmis preguntas a Poirot.

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- Son más de las once - le dije -.¿Para qué nos llaman a esta horaavanzada de la noche?

Poirot meneó la cabeza.- Debe tratarse de algo muy urgente,

sin ninguna duda - repuso.- Recuerdo - expliqué - que la

conducta seguida por Ralp Curtis conrelación a determinadas acciones diolugar a un escándalo formidable. Alfinal se le declaró inocente de laacusación que se le dirigía, pero esimprobable que vuelva a repetirse ahorael hecho, o que haya sucedido algo porel estilo.

- No creo que me llamasen, aunque

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así fuera, a hora tan intempestiva -repuso mi amigo.

Callé porque tenía razón ycontinuamos el viaje en medio delmayor silencio. Una vez fuera de laciudad, el coche redobló la velocidad yen menos de lo que se cuenta llegamos aSharples.

Un mayordomo, vestido depontifical, nos condujo al punto alpequeño estudio donde nos aguardabalord Alloway. Al vernos, el dignocaballero se puso en pie de un salto,lleno de vigor y de vitalidad.

- Encantado de volver a verle,Monsieur Poirot - dijo a mi amigo -.

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Ésta es la segunda vez que necesita elGobierno de sus servicios. Recuerdomuy bien lo que hizo por nosotrosdurante la guerra y cómo logró liberar alPrimer Ministro de su secuestro,verificado de manera tan hábil. Susmagníficas deducciones y sudescripción, permítame que lo diga así,despejaron la situación.

Poirot parpadeó un poco.- ¿Puedo deducir de esto, milord,

que va a ofrecerme la solución de uncaso parecido?

- Sí, señor. Sir Harry y yo... oh,permítame que les presente. Sir HarryWeardale, Primer Lord del

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Almirantazgo... Monsieur Poirot... y elcapitán...

- Hastings - dije yo.- He oído hablar de usted con

elogio, Monsieur Poirot - dijo sir Harryestrechándonos la mano -. Nosencontramos frente a un problemainsoluble al parecer, y si acierta usted aresolverlo le quedaremos por siempreextraordinariamente agradecidos.

El Primer Lord del mar era unmarino, cuadrado de hombros, de laantigua escuela, que se granjeó al puntotoda mi simpatía.

Poirot les dirigió una mirada deinterrogación y Alloway se encargó de

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darles las explicaciones necesarias.- Ante todo, Monsieur Poirot, dése

cuenta de que todo lo que voy a decirlees confidencial. Acabamos de sufrir unapérdida muy grave. Nos han robado losplanos del nuevo submarino tipo Z.

- ¿Cuándo?- Esta misma noche, hará cosa de

unas tres horas. Supongo que se darácuenta de la magnitud del desastre,porque es esencial que no se divulgue lanoticia de esta pérdida. Mis huéspedes,en estos momentos, son aquí, elalmirante, su mujer y su hija y mistressConrad, una dama muy conocida de laalta sociedad. Las señoras se retiraron

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temprano a descansar... sobre las diez simal no recuerdo, lo mismo que misterLeonard Meardale. Sir Harry estabaaquí porque quería hablar conmigo de laconstrucción de este nuevo tipo desubmarino. De acuerdo con esto rogué amister Fitzroy, mi secretario, que sacaralos planos de la caja que ve ahí, en elrincón, y que los ordenara junto convarios documentos diversos que tratandel asunto que traemos entre manos.

“Mientras obedecía misinstrucciones, el almirante y yo nospaseábamos por la terraza, fumando ydisfrutando del aire tibio de junio.Cuando concluimos de fumar y de

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charlar decidimos tratar de negocios.Cuando dimos media vuelta, en elextremo opuesto de la terraza, yo creíver una sombra salir de aquí por lapuerta... ventana, cruzar la terraza ydesaparecer. Sin embargo, no prestégran atención al hecho. Sabía queFitzroy estaba aquí, en esta mismahabitación, y no me pasó por las mientesque pudiera haber ocurrido nadadesagradable. Creí mal, naturalmente.Bien, volviendo sobre nuestros pasos,como ya he dicho, entramos en elestudio por la puerta de la terraza en elmismo momento en que entraba Fitzroypor el vestíbulo.

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“- ¿Tiene ya preparado todo lo quenecesitamos, Fitzroy? - pregunté.

“- Sí, lord Alloway - me contestó -.He dejado los papeles encima de lamesa.

“Dicho esto nos dio las buenasnoches. Se dispuso a retirarse a suhabitación.

“- ¡Un momento! - exclaméacercándome a la mesa -. Voy a ver siestá todo lo que he pensado.

“E hice un rápido examen de lospapeles.

“- ¿Ve, Fitzroy? Se ha olvidado de lomás importante. ¡De los planos delsubmarino!

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“- Están encima de todo, lordAlloway.

“- Nada de eso, no están.“Fitzroy avanzó unos pasos,

aturdido. La cosa parecía increíble.Examinamos todos los documentos quehabía sobre la mesa; buscamos dentro dela caja de caudales; pero al fin tuvimosque convencernos de que los planoshabían desaparecido en el corto espaciode tres minutos en que Fitzroy se ausentóde la habitación.

- ¿Por qué salió de ella? - interrogóvivamente intrigado Poirot.

- Eso mismo le pregunté yo -exclamó sir Harry.

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- Según parece - explicó ladyAlloway - le sobresaltó un gemido demujer que oyó cuando acababa de poneren orden los papeles. Salió corriendo alvestíbulo y encontró allí a la doncellafrancesa de mistress Conrad. Lamuchacha estaba pálida y trastornada ydijo que acababa de ver a un fantasma, auna alta figura de blanco que avanzabasin hacer ruido. Fitzroy se rió de sustemores y le recomendó, en lenguaje máso menos cortés, que no fuera necia.Luego volvió a esta habitación en elmomento mismo en que entrábamos porla terraza.

- Todo está muy claro - dijo Poirot

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pensativo -. Únicamente cabe preguntar:¿Ha sido la doncella cómplice del robo?¿Gimió de acuerdo con su aliado queacechaba en la sombra o aguardaba en elexterior la ocasión de poder llegar hastaaquí? Digo aliado, porque supongo quesería un hombre y ¿hombre fue, verdad,no mujer lo que usted vio?

- No puedo decirlo, MonsieurPoirot. Era... una sombra.

Aquí el almirante emitió unresoplido tan significativo que no dejóde llamar nuestra atención.

- Creo que el señor tiene algo quedecir - manifestó con leve sonrisa Poirot-. ¿Vio usted también a la sombra, sir

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Harry?- No, no la vi... ni tampoco Alloway.

Supongo que debió ver la rama de unárbol agitada por el viento y luego,cuando descubrimos el robo, dedujo quehabía visto pasar una sombra por laterraza. Su imaginación le gastó unabroma; eso es todo...

- Nadie ha dicho nunca que yo poseaimaginación - dijo lord Alloway conligera sonrisa.

- ¡Bah! Todos la tenemos y todossomos capaces de convencernos de quehemos visto más de lo que en realidadvimos. Yo me paso la vida en el mar ytengo experiencia de estas cosas.

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Miraba, lo mismo que usted, delante demí y no vi nada en la terraza.

Parecía tan excitado, que Poirot sepuso de pie y se acercó vivamente a lapuerta de cristales, dispuesto a centrarla cuestión.

- ¿Me permiten? - dijo -. Vamos adejar sentado este punto si nos esposible.

Salió a la terraza y todos leseguimos. Había sacado una lámpara debolsillo y paseaba la luz por el bordedel césped que ornaba la terraza.

- ¿Por dónde cruzó la sombra,milord? - preguntó.

- Por delante de la puerta de

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cristales.Poirot siguió manejando la luz unos

minutos más, yendo y viniendo de aquípara allá hasta que, finalmente, la apagóy enderezó el cuerpo.

- Sir Harry tiene razón, usted seequivoca, milord - dijo tranquilamente -.Ha llovido mucho durante toda la tarde ycualquiera que hubiera hollado elcésped hubiera dejado huella. Pero nohe visto ninguna pisada, absolutamenteninguna.

Sus ojos fueron del rostro de uno aldel otro. Lord Alloway parecía aturdidoy poco convencido; el almirante expresóruidosamente su satisfacción.

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- Sabía que no me equivocaba -declaró -. Siempre he tenido buenavista.

Tenía un aspecto tan típico delhonrado lobo de mar que sonreí sinquerer.

- Bien, esto concentra nuestraatención en los demás habitantes de lacasa – dijo Poirot sin alzar la voz-.Volvamos dentro. Veamos, milord:mientras mister Fitzroy hablaba con ladoncella en la escalera, ¿pudo alguienaprovechar la ocasión para entrar en elestudio por el vestíbulo?

Lord Alloway meneó la cabeza.- Es absolutamente imposible. Para

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hacerlo así hubiera tenido que pasar pordelante del secretario.

- ¿Está usted seguro de misterFitzroy?

Lord Alloway se puso encarnado.- En absoluto, Monsieur Poirot.

Tengo en él completa confianza. Esimposible que tenga nada que ver coneste asunto.

- Todo parece tan imposible - leaseguró con acento seco mi amigo - quelo más probable es que los planosdesplegaran unas alas minúsculas y queespontáneamente echasen a volar...

Poirot frunció los labios y suscarrillos asumieron la forma de un

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cómico querubín.- En efecto, todo parece imposible -

declaró lord Alloway con impaciencia -,pero le ruego, Monsieur Poirot, que nosueñe en sospechar de mister Fitzroy.Suponiendo por un momento que hubieradeseado coger esos planos, ¿no lehubiera sido más fácil sacar copia deellos que tomarse el trabajo derobarlos?

- Su observación es bien justa,milord - repuso Poirot con aire deaprobación -, y ya veo que posee unainteligencia metódica y ordenada.L’Anglaterre puede sentirse orgullosade poseerle.

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Esta súbita alabanza originó visibleembarazo en lord Alloway y Poirotvolvió a nuestro asunto.

- Ustedes estuvieron sentadosdurante toda la noche en...

- ¿En el salón? Así es.- Esa pieza tiene también puerta de

cristales que da a la terraza y recuerdoque ha dicho usted que salieron de ellapor dicha puerta. ¿Sería posible quealguien les hubiera imitado y quevolviera a entrar mientras mister Fitzroyestaba fuera del estudio?

- No, porque en ese caso lehubiéramos visto - repuso el almirante.

- No, si al dirigirse al otro extremo

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de la terraza volvían la espalda.- Fitzroy sólo estuvo fuera del

estudio unos minutos, o sea lo quenosotros tardamos en llegar al extremode la terraza y volver.

- No importa... es una posibilidad...la única de que podemos echar mano demomento.

- Pero cuando nosotros salimos delsalón no quedó nadie más en él - dijo elalmirante.

- Pudo entrar después.- ¿Quiere decir - manifestó

lentamente lord Alloway - que cuandoFitzroy oyó gritar a la doncella alguienque estaba escondido en el salón se

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apresuró a salir tras él y luego entrar porla puerta de cristales y que sólo dejó elsalón cuando hubo vuelto al estudioFitzroy?

- Mente metódica otra vez - dijoPoirot saludando -. Expresa usted loocurrido perfectamente.

- ¿Quizá fue un criado?- O un huésped. La que chilló fue la

doncella de mistress Conrad. ¿Qué sabeusted de esa señora?

Lord Alloway reflexionó un instante.- Como ya he dicho, es muy

conocida en la alta sociedad. Dagrandes fiestas y reuniones y va a todaspartes. Pero en realidad nadie sabe de

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dónde sale, ni conoce su vida pasada. Esuna señora que frecuenta el domicilio delos diplomáticos, así como los círculosdel Ministerio de Asuntos Exteriores lomás posible. El Servicio Secreto sepregunta: “¿Por qué?”.

- Comprendo - dijo Poirot -. ¿Y lahan invitado a pasar con ustedes el finde semana?

- Sí, al objeto de... ¿cómo diría yo...?, de poder observarla más de cerca.

- ¡Parfaitement! Es posible, noobstante, que se le vuelva la tortilla,como suele decirse.

En el rostro de lord Alloway sepintó la consternación y Poirot continuó:

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- Dígame, milord, ¿usted o elalmirante han hecho alusión, delante deella, de lo que pensaban hacer?

- Sí - confesó Alloway -. Sir Harrydijo: “¡Y ahora a trabajar en nuestrosubmarino!” o algo parecido. Los demásinvitados estaban ya en el salón, peromistress Conrad había vuelto parabuscar un libro.

- Comprendo - murmuró Poirotpensativo -. Milord, es muy tarde, peroel caso urge.

Me gustaría interrogar cuanto antes asus huéspedes.

- Nada más fácil. Sin embargo, lerecomiendo que no hable sino lo más

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preciso. Lady Julieta Weardale y eljoven Leonardo son de toda confianza,naturalmente, pero aun cuando no seaculpable, mistress Conrad es un factordiferente. Diga que un documento decierta importancia ha desaparecido sinespecificar qué es ni dar explicacionesde las circunstancias en que se verificósu desaparición, ¿entiende?

- Sí. Es precisamente lo que iba aproponer a usted - repuso Poirot con elrostro resplandeciente -. Que Monsieurl’Almiral me perdone, pero aun la mejorde las esposas...

- No me ofende - dijo sir Harry -.Todas las mujeres hablan de más. ¡Dios

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las bendiga! Claro que yo desearía queJulieta hablase más y jugase menos albridge, pero ninguna mujer moderna sesiente por lo visto dichosa sin bailes nisin juegos. Voy a ver si levanto de lacama a Julieta y a Leonardo, ¿qué leparece, Alloway?

- Sí, gracias. Yo voy a llamar a ladoncella francesa. Monsieur Poirotdesea verla y ella puede despertar a suseñora. Voy a ocuparme de esto.Entretanto, le enviaré a Fitzroy.

Mister Fitzroy era un joven pálido,usaba lentes y su expresión era glacial.Su declaración fue, palabra por palabra,idéntica a la que nos había hecho lord

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Alloway.- ¿Cuál es su creencia, mister

Fitzroy?El joven se encogió de hombros.- Creo que es indudable - dijo - que

una persona enterada de lo que sucedeen esta casa aguardaba fuera una ocasiónfavorable. Vio lo que sucedía por laabierta puerta de cristales y entró en elestudio en cuanto salí yo de él. Es unalástima que lord Alloway no echara acorrer tras él en cuanto le echó la vistaencima.

Poirot no quiso desengañarle. Enlugar de ello interrogó:

- ¿Cree en el cuento de la doncella

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francesa?- ¡No, Monsieur Poirot!- ¿No le parece que pudo creer que

veía un fantasma en realidad?- Eso sí que no lo sé. Se llevó las

manos a la cabeza y parecía trastornada.- ¡Ajá! - exclamó Poirot con el aire

del que acaba de verificar undescubrimiento -. ¿Y es bonita lamuchacha?

- La verdad es que no reparé en ello- dijo Fitzroy con acento reprimido.

- ¿Vio a su señora?- Sí, señor, la vi. Estaba arriba, en la

galería, y llamó a la doncella:“¡Leonie!”. Al verme se retiró.

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- ¿Sin bajar la escalera? - preguntóPoirot con el ceño fruncido.

- Ya me doy cuenta de lodesagradable que es todo esto para mí...O lo hubiera podido ser si lord Allowayno hubiera visto salir del estudio alladrón. De todos modos estoy dispuestoa consentir el registro de mi habitación...y de mi persona.

- ¿De verdad lo desea?- Sí, señor, ciertamente.Ignoro lo que Poirot iba a contestar,

porque en aquel mismo momentoreapareció lord Alloway para anunciarque las dos señoras y mister Leonardaguardaban en el salón.

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Las mujeres llevaban unos saltos decama que les sentaban bien. MistressConrad era una mujer muy bonita, deunos treinta y cinco años, de cabellosdorados y una leve tendencia alembonpoint. Lady Julieta Weardalerepresentaba cuarenta años, era alta ymorena, muy delgada, bella todavía conmanos y pies exquisitos y un aireinquieto y atormentado. Su hijo era unmuchacho algo afeminado, que ofrecíanotable contraste con el cordial yvaronil autor de sus días.

Poirot dio a los tres la explicaciónconvenida y luego manifestó que sentíael deseo de saber si alguno de ellos

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había oído o visto algo por la noche, quepudiera sernos de utilidad.

Volviéndose primero a mistressConrad, le preguntó si sería tan amablecomo para informarle, con exactitud, decuáles habían sido sus movimientos.

- ¿A ver... ? Subí la escalera, llamé ala doncella. Luego, como nocomparecía, salí de la habitación,llamándola, y la oí hablar en la escalera.Después que me cepilló el cabello ladespedí en un estado particular denervios y me puse a leer un rato antes demeterme en la cama.

- Y, ¿usted lady Julieta, entonces... ?- Me fui directamente a la cama

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porque estaba muy fatigada.- Así, pues, ¿para qué quería un

libro, querida? - dijo mistress Conradcon una suave sonrisa.

- ¿Un libro? - lady Julieta seruborizó.

- Sí, recuerde que cuando yo despedía Leonie usted subía la escalera. Venía,según dijo, del salón adonde habíaentrado para coger un libro.

- Es verdad. Se me había olvidado.Lady Julieta unió inmediatamente las

manos con visible nerviosismo.- ¿Oyó gritar entonces a la doncella

de mistress Conrad, milady?- No, no la oí.

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- ¿Está segura?- No oí nada - repuso lady Julieta

con voz mucho más firme.- Es curioso, porque en aquel

momento usted debía hallarse en elsalón.

Poirot se volvió al joven Leonard.- ¿Monsieur?- Yo subí directamente la escalera y

entré en mi habitación, de la que ya novolví a salir.

Poirot se atusó el bigote.- Bien, ya veo que de aquí no

sacaremos nada. Señoras, caballeros,lamento infinitamente haberles sacadode su sueño para tan escaso resultado.

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Acepten mis excusas, por favor.Gesticulando y excusándose, les hizo

salir de la habitación. Luego se encarócon la doncella francesa, una muchachaviva y de rostro despierto. Alloway yWeardale habían ido a acompañar a lasseñoras.

- Ahora, mademoiselle, sepamos laverdad - dijo -. No me endose ningúncuento, ¿entendido? ¿Por qué chilló en laescalera?

- Ah, Monsieur, porque vi una figuraalta... toda vestida de blanco...

Poirot la hizo callar mediante unademán enérgico.

- Repito que no me cuente un cuento.

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Voy a adivinar lo ocurrido y usted medirá si tengo o no razón. Chilló ustedporque él la besó. Me refiero a misterWeardale.

- Eh bien, Monsieur, ¿qué es un besodespués de todo?

- Una cosa muy natural en estascircunstancias - repuso Poirot congalantería -. Ahora explíqueme ustedtodo lo ocurrido.

- Pues el señor Weardale llegó pordetrás y me asió por la cintura, yo mesobresalté y lancé un grito. No hubierachillado si no hubiera llegado así,sigiloso como un gato.

Entonces salió Monsieur le

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secretaire y Monsieur Leonard huyóescaleras arriba.

Señores, pónganse en mi caso: ¿quépodía hacer yo, sobre todo, tratándosede un jeune homme comme ça...tellement comme il faut? La foi, inventéuna aparición.

- Ahora todo se explica - exclamógozoso Poirot -. Después subió usted ala habitación de su señora, que se halla¿en qué parte del pasillo del primerpiso?

- En un extremo. Por ahí, Monsieur.- Es decir, encima del estudio. Bien,

mademoiselle, no le entretengo más. Yla prochaine fois no grite.

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La acompañó hasta la puerta y luegovolvió a mí con la sonrisa en los labios.

- ¡Qué caso más interesante! ¿No leparece, Hastings? Comienzo a tenervarias ideas. ¿Y usted?

- ¿Qué hacía Leonard Weardale en laescalera? No me gusta ese muchacho,Poirot. Es un inútil.

- Estoy de acuerdo, mon ami.- En cambio Fitzroy parece hombre

honrado.- Es lo que opina lord Alloway.- Pero tiene un aspecto...- ... Demasiado bueno, ¿verdad? Yo

opino lo mismo. Tampoco creo que seabuena persona nuestra bella amiga

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mistress Conrad.- Cuya habitación se halla encima

del estudio, no olvidemos - insinuédirigiendo a mi amigo una miradapenetrante.

Pero Poirot movió la cabeza y en suslabios se dibujó una leve sonrisa.

- No, mon ami. No es posible creeren serio que esa inmaculada señora hayabajado a ella por la chimenea odescolgándose por un balcón.

Aquí se abrió la puerta y apareciólady Julieta.

- Monsieur Poirot - dijovisiblemente agitada -. ¿Puedo decirle asolas dos palabras?

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- Milady, el capitán Hastings escomo mi otro yo. Hable con la mismalibertad que si no le tuviera delante. Yante todo, tome asiento.

Milady obedeció sin separar la vistade mi amigo.

- Bien. Lo que tengo que decir esfácil. A usted se le ha encargado por lovisto la solución de este caso. ¿Qué leparece? ¿Se concluiría si le devolvierayo esos planos? ¿Se abstendría despuésde dirigirme una sola pregunta?

Poirot la miró fijamente.- No sé si la comprendo bien,

madame - respondió -. ¿Quiere decirque se me pondrán los planos en mis

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manos siempre que al devolvérselos alord Alloway se abstenga de averiguarsu procedencia?

Lady Julieta afirmó con un ademán.- Eso es - dijo -. Lo que ante todo

deseo es que no se dé publicidad alhecho.

- La publicidad no le conviene alord Alloway - replicó con aire sombríoPoirot.

- Entonces, ¿acepta usted? - dijo convisible ansiedad lady Julieta.

- ¡Un momento, milady! Miaceptación dependerá de lo que tarde enponer esos planos en mis manos.

- Los tendrá inmediatamente.

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Poirot miró el reloj.- ¿A qué hora exactamente? -

preguntó.- Digamos. . . dentro de diez minutos

- murmuró la dama.- Acepto, milady.Lady Julieta salió rápidamente. Yo

lancé un silbido.- ¿Podría hacer un resumen de la

situación, Hastings?- Bridge - contesté brevemente.- ¡Ah, veo que recuerda lo que dijo

el almirante! ¡Qué memoria! ¡Le felicito,Hastings!

No dijimos más porque entró lordAlloway mirando a Poirot con aire de

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interrogación.- Temo que las respuestas recibidas

constituyan una decepción - dijo -.¿Tiene alguna idea?

- Ninguna, milord. Esas respuestasson, por el contrario, tan esclarecedorasque no necesito perder aquí más tiempoy con su permiso voy a volver enseguidaa Londres.

Lord Alloway se quedó asombrado.- Pero... pero... ¿qué es lo que ha

descubierto? ¿Sabe quién ha cogido losplanos?

- Sí, milord, lo sé. Dígame,suponiendo que le devolvieran esosplanos anónimamente, ¿dejaría en el

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acto de hacer averiguaciones?Lord Alloway le miró sin

comprender.- ¿Querrá decir si me avengo a pagar

una cantidad determinada?- No, milord. Los planos serán

devueltos inmediatamente sincondiciones.

- Recobrarlos es, en sí misma, unagran cosa - repuso lentamente el lord.Pero seguía perplejo.

- Entonces recomiendo a usted, muyen serio, que adopte esa regla deconducta.

Únicamente usted, su secretario y elalmirante conocen esa pérdida.

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Únicamente ustedes sabrán que se hanrestituido los planos. Y puede contarconmigo, que estoy dispuesto a ayudarleen todo... y a cargar con el peso delmisterio. Usted me pidió que ledevolviera esos papeles... y lo hago. Nonecesita saber más. - Levantándose,tendió su mano a lord Alloway -.Milord, celebro haberle conocido.Tengo fe en usted... y en su amor porInglaterra. Estoy seguro de que presidirásu destino con mano firme.

- Juro a usted, Monsieur Poirot, queharé cuanto pueda por ella. Ignoro si esdefecto o virtud, pero la verdad es quecreo en mí mismo.

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- Todos los grandes hombres poseenesa fe - dijo Poirot -. Yo también latengo - agregó con voz majestuosa.

Poco después se detenía el cochedelante de la puerta y lord Alloway sedespidió de nosotros con renovadacordialidad.

- Es un gran hombre, Hastings - dijoPoirot cuando arrancamos -. Poseeinteligencia, recursos, voluntad. Es elhombre fuerte que Inglaterra necesitapara atravesar estos tiempos difíciles dereconstrucción.

- Convengo en ello, Poirot, perohábleme de lady Julieta. ¿De verdadpiensa devolver los documentos a

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Alloway? ¿Qué pensará cuando sepaque se ha marchado usted sin decir unasola palabra?

- Hastings, voy a dirigirle unapregunta. ¿Por qué no me entregó losplanos cuando me habló?

- Porque no los tenía.- Perfectamente. ¿Cuánto supone

usted que le hubiera llevado ir abuscarlos a su habitación o a cualquierlugar de la casa donde los tuvieraocultos? No me contesta. Lo haré yo.¡Probablemente dos minutos y medio!Sin embargo dijo diez minutos. ¿Porqué? Está claro. Porque tenía querecibirlos de manos de otra persona y

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razonar o discutir con ella para quedicha persona se los entregase. Ahorabien: ¿quién era esa persona? MistressConrad, no; con seguridad un miembrode su familia, su marido o su hijo. ¿Cuálde los dos supone usted que sería?Leonard Weardale dijo que se fuedirectamente a la cama después decenar, aunque sabemos que no es cierto.Vamos a suponer que su madre entró ensu habitación y que la halló vacía;vamos a suponer que bajó presa detemor inconfesable, porque conoce biena su hijo, que no es una monadaprecisamente. No le halló y más tarde éldijo que no había salido de su

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habitación. De manera que ella dedujoque era un ladrón y por ello solicitó laentrevista conmigo.

“Pero, mon ami, nosotros sabemosalgo que ignora lady Julieta. Sabemosque su hijo no estuvo en el estudioporque se hallaba en la escalerahaciendo el amor a la linda francesa. Demodo que, aunque él no lo sabe, LeonardWeardale tiene su coartada.

- ¿Quién robó entonces losdocumentos? Porque hemos estadoeliminando a todo el mundo: a ladyJulieta, a su hijo, a mistress Conrad, a ladoncella francesa.

- Precisamente. Pero sírvase, se lo

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ruego, de las células grises, mon ami. Lasolución salta a la vista.

Yo lo negué con un movimiento decabeza.

- ¡Sí! Persevere usted. Vea. Fitzroysale del estudio y deja los planos sobrela mesa.

Poco después entra lord Alloway enla habitación y ve, al acercarse a lamesa, que los planos han desaparecido.Sólo dos cosas son posibles: que Fitzroyno dejó los planos encima de la mesa,sino que se los guardó en el bolsillo, loque pudo hacer mucho antes y noprecisamente en aquella ocasión, ocontinuaban sobre ella cuando entró el

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lord, en cuyo caso... fue él quien se losmetió en el bolsillo.

- ¡Lord Alloway el ladrón! -exclamé asustado -. Pero, ¿porqué?¿Porqué?

- Usted me habló de un escándalorelacionado con su vida pasada,¿recuerda? Más adelante se reconociópúblicamente su inocencia, pero ¿seríacierto el hecho que se le achacaba?Porque todos sabemos que no puedehaber escándalo en la vida pública deuna persona destacada en Inglaterra. Y silo hay y alguien lo saca a relucir, ¡adióscarrera política! Yo supongo que lordAlloway ha sido víctima de un chantaje

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y que el precio exigido a cambio delsilencio del chantajista fueron los planosdel submarino.

- Si así es, ¡ese hombre es unredomado traidor! - exclamé.

- Oh, no. No lo es. Por el contrario,es hábil y hombre de recursos. Sabemosque es un buen ingeniero, por lo quecreo que debió sacar una copia de ellosque alteró levemente para que fueranimpracticables. Hecho esto, entregó alagente del enemigo, es decir, a mistressConrad, los falsos planos y para que nose concibieran sospechas acerca de suautenticidad simuló que se los habíanrobado. Entretanto, declaró que había

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visto salir a un hombre del estudio, paraque las sospechas no recayeran sobreningún habitante de la casa. Pero aquítropezó con la obstinación del almirantey por ello defendió con ahínco a susecretario.

- Pero usted se limita a adivinar,Poirot. Es usted muy sagaz.

- Hago uso de psicología, mon ami.Un hombre que hubiera entregado losverdaderos planos no se hubieramostrado tan escrupuloso. Dígame: ¿porqué no quiso que se dieranexplicaciones a mistress Conrad?Porque le había entregado ya, por latarde, los falsos planos y no quería que

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se enterase del robo perpetrado mástarde.

- Comienzo a creer que tiene enabsoluto toda la razón - manifesté.

- Pues ¡claro que la tengo! Hablé aAlloway como lo hubiera hecho ungrande hombre a otro de su talla y mecomprendió perfectamente. Ya lo verá.

Pasó el tiempo. Un día nombraron alord Alloway Primer Ministro. Pocodespués recibió Poirot un cheque al queacompañaba una fotografía firmada conesta dedicatoria:

“A mi discreto amigo HérculesPoirot. Alloway”.

Hoy el nuevo tipo Z de submarino

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causa tanta sensación en los centrosnavales que está llamado a originar unatransformación de la guerra moderna. Séque determinada potencia extranjeratrató de conseguir uno parecido, peroque fracasó rotundamente, mas sigocreyendo que Poirot tan sólo se limitó aadivinar lo ocurrido.

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El tercer piso

- ¡Pues no la encuentro! - dijo Pat.Y con el ceño fruncido revolvió

impaciente en el chisme de seda que ellallamaba su bolso de noche. Los dosjóvenes y la otra muchacha laobservaron con ansiedad.

Se encontraban ante la puertacerrada del piso de Patricia Garnett.

- Es inútil - exclamó Pat -. Aquí noestá. ¿Y ahora qué vamos a hacer?

- ¿Qué es la vida sin una llave? -murmuró Jimmy Faulkener.

Era un joven de pequeña estatura y

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ancho de espaldas, de ojos azules dealegre expresión.

- No bromees, Jimmy. Esto es serio.- Vuelve a mirar, Pat - dijo Donovan

Bayley -. Debe de estar ahí.Tenía una voz pastosa y agradable

que hacía juego con su tipo moreno ydelgado.

- Si es que la llevabas - intervino laotra muchacha, Mildred Hope.

- Pues claro que la llevaba - replicóPat -. Creo que os la di a uno devosotros. - dijo a los jóvenes conademán acusador -. Le dije a Donovanque me la guardara.

Pero no iba a encontrar una

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escapatoria tan fácilmente. Donovan lonegó rotundamente y Jimmy le respaldó.

- Yo mismo vi cómo la guardabas entu bolso - dijo Jimmy.

- Bueno, entonces uno de vosotros laperdería al recoger mi bolso. Se me hacaído un par de veces.

- ¡Un par de veces! - exclamóDonovan -. Lo has dejado caer lo menosuna docena, y además lo olvidaste entodas las ocasiones posibles.

- Lo que no comprendo es cómodiablos no se ha perdido todo lo quellevas dentro - dijo Jimmy.

- El caso es... ¿cómo vamos aentrar? - quiso saber Mildred.

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Era una muchacha muy sensible,aunque no tan atractiva como laimpulsiva e impertinente Pat.

Los cuatro permanecieron ante lapuerta cerrada sin saber qué partidotomar.

- ¿Y no podría ayudarnos el portero?- sugirió Jimmy -. ¿No tiene una llavemaestra o algo parecido?

Pat meneó la cabeza. Sólo había dosllaves. Una estaba en el interior del pisocolgada en la cocina y la otra estaba... odebiera de haber estado... en elcondenado bolso.

- Si por lo menos viviera en laplanta baja, podríamos romper el cristal

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de una ventana o algo así - se lamentóPat -. Donovan, ¿no te gustaría ser unladrón escalador?

El aludido rechazó enérgicamente,aunque con educación, semejante idea.

- Un cuarto piso... sería casi unentierro asegurado - dijo Jimmy.

- ¿Y la escalera de incendios? -sugirió Donovan.

- No la hay.- Pues debiera haberla - replicó

Jimmy -. Un edificio de cinco pisosdebe tener escalera de incendios.

- Eso digo yo - repuso Pat -. Perocon eso no ganamos nada. ¿Cómo voy aentrar en mi piso?

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- ¿Y no hay una especie de ascensorsuplementario? - dijo Donovan -. Esoschismes en los que el tendero hace subirlas coles de Bruselas y la carne picada.

- El ascensor del servicio - repusoPat -. ¡Oh, sí!, pero sólo es unmontacargas en forma de cesta. ¡Oh,esperad... ya sé! ¿Y el ascensor delcarbón?

- Vaya - dijo Donovan -, es una idea.Mildred hizo una observación

descorazonadora.- Estará cerrado - dijo -. Me refiero

a que estará corrido el pistillo por laparte interior de la cocina de Pat.

- No lo creas - replicó Donovan.

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- Eso no ocurre en la cocina de Pat -exclamó Jimmy -. Pat nunca cierra conllave ni corre cerrojos.

- No creo que esté cerrado - dijo Pat-. Esta mañana saqué el cubo de labasura, y estoy segura de no habercerrado después, puesto que no volví aacercarme por allí.

- Bueno - intervino Donovan -, pueseso nos va a resultar muy provechosoesta noche, pero de todas maneras, Pat,permíteme que te aconseje abandonesesta costumbre que te deja a merced delos ladrones no escaladores.

Pat hizo caso omiso de lareprimenda.

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- Vamos - exclamó comenzando abajar a toda prisa los cuatro tramos deescalera.

Los demás la siguieron, y Pat lescondujo a un sótano oscuro,aparentemente lleno de cochecitos deniño, y luego, atravesando la puerta dela escalera de los pisos, los guió hastael ascensor derecho... que en aquelmomento estaba ocupado por un cubo debasura. Donovan lo quitó de allí ysubiéndose a la plataforma ocupó sulugar, arrugando la nariz.

- Es algo molesto - observó -. Pero,¿qué importa? ¿Voy a emprender soloesta aventura o hay alguien que quiera

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acompañarme?- Yo iré contigo - dijo Jimmy.Y se colocó al lado de Donovan.- Espero que el montacargas pueda

con mi peso - añadió sin granconvencimiento.

- No puedes pesar mucho más queuna tonelada de carbón - replicó Pat,que nunca estuvo muy fuerte en pesos ymedidas.

- De todas maneras pronto loaveriguaremos - contestó Donovanalegremente tirando de la cuerda.

Y en medio de un ruido chirriantelos dos muchachos desaparecieron de lavista.

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- Este trasto mete un ruido infernal -observó Jimmy mientras subían en plenaoscuridad -. ¿Qué pensará la gente delos otros pisos?

- Supongo que creerán que se tratade fantasmas o ladrones - repusoDonovan -. Tirar de esta cuerda es untrabajo pesado. El portero trabajamucho más de lo que yo creía. Oye,Jimmy, viejo amigo, ¿vas contando lospisos?

- ¡Oh, no! Me he olvidado.- Bueno, pues yo sí los he contado.

Ahora pasamos el tercero. El siguientees el nuestro.

- Y ahora supongo que

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descubriremos que Pat cerró la puerta alfin y al cabo – gruñó Jimmy.

Mas sus temores eran infundados. Lapuerta de madera retrocedió ante unaligera presión y Donovan y Jimmypenetraron en la densa oscuridad de lacocina de Pat.

- Debimos traer una linterna pararealizar este trabajo nocturno - dijoDonovan -. O yo no conozco a Pat, otodo estará por el suelo, y vamos atropezar con la mar de cacharros antesde conseguir llegar hasta el interruptorde la luz. No te muevas, Jimmy, hastaque yo la encienda.

Prosiguió avanzando cautelosamente

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y lanzó una maldición cuando unaesquina de la mesa de la cocina se leincrustó en los riñones. Dio vuelta alinterruptor y volvió a maldecir en plenaoscuridad.

- ¿Qué ocurre? - le preguntó Jimmy.- Que la luz no se enciende. Me

figuro que se habrá fundido la bombilla.Aguarda un minuto. Iré a dar la luz de lasalita.

La sala de estar se hallaba al otroextremo del pasillo.

Jimmy oyó cómo Donovan abría lapuerta y fueron llegando hasta éldiversas exclamaciones de contrariedad.

Se decidió a avanzar también por la

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cocina.- ¿Qué pasa?- No lo sé. Por la noche parece que

las habitaciones están embrujadas. Todoestá revuelto. Las sillas y mesas seencuentran donde menos lo piensas. ¡Oh,diablos! ¡Aquí hay otra!

Pero en aquel preciso momentoJimmy encontró el interruptor y encendióla luz. Un segundo después los doshombres se miraron locos de horror.

Aquella habitación no era la salitade Pat. Se habían equivocado de piso.

Para empezar, aquella estanciaestaba casi como unas diez veces másllena de muebles que la de Pat, lo cual

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explicaba el patético asombro deDonovan al tropezar repetidamente consillas y mesas. En el centro había unagran mesa redonda cubierta con untapete y sobre ella un montón de cartas.

- Señora Ernestina Grant - susurróDonovan, leyendo uno de los numerosossobres -. ¡Oh, Dios nos ayude! ¿Tú creesque nos habrá oído?

- Será un verdadero milagro que note haya oído - repuso Jimmy -. Con tusvociferaciones y el modo de tropezarcon todo... Vamos, por amor de Dios,salgamos de aquí cuanto antes.

Apagaron la luz y regresaron depuntillas hasta el ascensor. Jimmy

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exhaló un suspiro de alivio al verse otravez en la oscuridad del montacargas sinmás accidentes.

- Me gustan las mujeres que tienen elsueño profundo. Grant ha ganadomuchos puntos en mi consideración consu modo de vivir.

- Ahora comprendo - dijo Donovan -por qué nos hemos equivocado de piso.Y es que no contamos que habíamosarrancado desde el sótano - tiró de lacuerda y el montacargas fue subiendo -.Esta vez acertaremos.

- Lo deseo de todo corazón -exclamó Jimmy al penetrar en otracocina en tinieblas -. Mis nervios no

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soportan muchos golpes como éste.Mas ya no experimentaron ningún

otro sobresalto. A la primera tentativa seencendió la luz de la cocina de Pat, y unminuto después abrían la puertaprincipal del piso para dejar entrar a lasjóvenes que aguardaban fuera.

- Habéis tardado mucho - refunfuñóPat.

- Hemos tenido una aventura - dijoDonovan -. Podíamos habernos visto enla comisaría de policía como dosmalhechores peligrosos.

Pat había entrado en la salita, dondetras encender la luz dejó caer el chal enel sofá, y escuchó con vivo interés el

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relato que hizo Donovan de susaventuras.

- Celebro que no os descubriera -comentó -. Estoy segura de que es unavieja gruñona. Esta mañana recibí unanota suya... quería verme... parahablarme de algo... supongo que de mipiano. La gente que no puede soportar elpiano, no debiera vivir en un piso. Oye,Donovan, te has herido en la mano. Latienes cubierta de sangre. Ve a lavarte.

Donovan se miró la manosorprendido y salió de la habitación. Alcabo de unos instantes se le oyó llamar aJimmy.

- Hola - dijo el otro -, ¿qué te

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ocurre? No te habrás herido de cuidado,¿verdad?

- No me he hecho el menor daño.Había algo extraño en el tono de

Donovan que hizo que Jimmy le mirarasorprendido. Donovan le tendió la manoy pudo comprobar que en ella no habíael menor rasguño.

- Es extraño - dijo Jimmy con elentrecejo fruncido -. Tenías muchasangre. ¿De dónde ha salido?

Y pronto comprendió lo que suamigo había pensado ya.

- ¡Por Júpiter! Debe de ser del pisode abajo.

Se calló al pensar lo que aquello

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podía significar.- ¿Estás seguro de que era sangre? -

preguntó -. ¿No sería pintura?Donovan denegó con la cabeza.- Era sangre - repuso con un

estremecimiento.Se miraron mientras se les ocurría la

misma idea. Fue la voz de Jimmy la quese oyó primero.

- Oye - dijo sin gran convencimiento-. ¿Tú crees que deberíamos bajar... otravez... y echar una... ojeada? Para ver sitodo está en orden, claro.

- ¿Y las chicas?- No les diremos nada. Pat ha ido a

ponerse un delantal para prepararnos

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una tortilla. Estaremos de vuelta antesde que se percaten de nuestra salida.

- Oh, bueno, vamos - repusoDonovan -. Supongo que debemoshacerlo. Me atrevo a asegurar que no haocurrido nada de particular.

Mas sus palabras carecían deconvicción. Penetraron en elmontacargas y bajaron al tercer piso.Esta vez se abrieron camino por lacocina con mucha menos dificultad, yuna vez más encendieron la luz de lasalita.

- Debe de haber sido aquí - dijoDonovan - cuando... cuando me manché.No toqué nada de la cocina.

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Miró a su alrededor. Jimmy hizo lopropio y ambos fruncieron el ceño. Todoaparecía limpio y ordenado.

De pronto Jimmy sobresaltándoseviolentamente, asió del brazo a sucompañero.

- ¡Mira!Donovan siguió la dirección que le

indicaba Jimmy y a su vez lanzó unaexclamación. Por debajo del borde delas pesadas cortinas de pana, sobresalíael pie de una mujer calzado con unzapato de charol.

Jimmy se acercó a las cortinas y lasapartó violentamente. Bajo el repechode la ventana yacía el cuerpo de una

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mujer, junto a un charco oscuro yviscoso. Estaba muerta, sobre ello nocabía la menor duda. Jimmy estaba apunto de intentar incorporarla, cuandoDonovan le detuvo.

- Será mejor que no lo hagas. Nodebes tocar nada hasta que llegue lapolicía.

- La policía. ¡Oh, tienes razón! ¡Quéasunto tan desagradable, Donovan!¿Quién crees que es? ¿La señoraErnestina Grant?

- Probablemente. De todas maneras,si hay alguien más en el piso se está muyquietecito.

- ¿Y qué vamos a hacer ahora? -

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quiso saber Jimmy -. ¿Salir y llamar a lapolicía o telefonear desde el piso dePat?

- Creo que es mejor llamar primero.Veamos, podemos salir por la puertaprincipal. No podemos pasarnos lanoche subiendo y bajando en esemontacargas maloliente.

Jimmy se avino a ello, pero al salirdel piso vaciló.

- Escucha, ¿no crees que deberíamosquedarnos uno de nosotros... sólo paravigilar... hasta que llegue la policía?

- Sí; me parece conveniente. Si tú tequedas, yo iré a telefonear.

Y subió corriendo al piso de Pat.

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Ésta salió a abrirle con el rostroarrebolado y un delantal coquetón.Estaba muy bonita y sus ojos seagrandaron por la sorpresa.

- ¿Tú? Pero, cómo... Donovan, ¿quées esto? ¿Ocurre algo?

Él le cogió ambas manos.- Todo va bien, Pat... sólo que hemos

hecho un descubrimiento muy pocoagradable en el piso de abajo. Unamujer... muerta.

- ¡Oh! - contuvo el aliento -. ¡Quéhorrible! ¿Le ha dado un ataque o algoasí?

- No parece... bueno... parece que hasido asesinada...

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- ¡Oh, Donovan!- Perdona que te lo haya dicho tan

brutalmente.Continuaba reteniendo entre sus

manos las de la muchacha. ¡QueridaPat..., cómo la adoraba! ¿Le querríaella? Algunas veces creía que sí. Otrastemía que Jimmy Faulkener... elrecuerdo de Jimmy esperandopacientemente abajo, le hizosobresaltarse con un sentimiento deculpabilidad.

- Pat, querida, debemos telefonear ala policía.

- Monsieur tiene razón - susurró unavoz a sus espaldas -. Y entretanto,

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mientras aguardamos su llegada, tal vezyo pueda prestarles una ligera ayuda.

Los dos jóvenes, que habíanpermanecido hasta entonces en la puertadel piso, salieron al rellano. Una figurabajaba la escalera y entró en su campovisual.

Inmóviles contemplaron alhombrecillo de fieros bigotes y cabezaen forma de huevo, que lucía unespléndido batín y zapatillas bordadas yque se inclinaba galantemente antePatricia.

- Mademoiselle - le dijo -. Yo soy,tal vez usted ya lo sepa, el inquilino delpiso de arriba. Me encanta vivir en lo

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alto... por el aire... y poder ver todoLondres. Tomé este piso bajo el nombrede señor O’Connor, pero no soyirlandés. Mi nombre es otro y por ellome atrevo a ponerme a su servicio.Permítame.

Y con una nueva inclinaciónversallesca sacó una tarjetatendiéndosela a Pat.

- Hércules Poirot. ¡Oh! - contuvo elaliento -. ¿El señor Poirot? ¿El grandetective?

¿Y de veras quiere ayudarnos?- Ésa es mi intención, mademoiselle.

He estado a punto de ofrecerle mi ayudahace ya un buen rato.

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Pat le miró extrañada.- Los oí discutir sobre cómo poder

entrar en el piso, y yo, que soy unexperto en cerraduras, sin la menor dudahubiera podido abrirles la puerta. Perono quise hacerlo, temeroso de que luegosospechara usted de mí y me tomase porun vulgar espadista.

Pat se echó a reír.- Ahora, Monsieur - dijo Poirot a

Donovan -, le ruego que vaya atelefonear a la policía. Mientras tanto,yo iré al piso de abajo.

Pat le acompañó y encontraron aJimmy montando la guardia. Lamuchacha le explicó quién era Poirot, y

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Jimmy puso al corriente de sus aventurasal detective, quien le escuchaba con todaatención.

- ¿Dice usted que la puerta delmontacargas estaba abierta? - entraronen la cocina, pero la luz no se encendió.

Y mientras hablaba se dirigió a lacocina y accionó el interruptor.

- ¡Tien! Voilà... ce qui est curieux! -dijo al encenderse la luz de la pieza -.Ahora funciona perfectamente. Mepregunto...

Se llevó un dedo a los labios yescuchó. Un ligero rumor rompía elsilencio... el ruido inconfundible de unsonoro ronquido.

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- ¡Ah! - exclamó Poirot -. Lachambre de domestique.

Y cruzaron la cocina de puntillas yla reducida despensa, abrió la puerta deun cuartito y encendió la luz.

Aquella habitación era una especiede perrera destinada por el constructordel piso, para acomodar a un serhumano. Estaba casi totalmente ocupadapor una cama en la que dormía, con laboca abierta y roncando apaciblemente,una joven de mejillas sonrosadas.

Poirot apagó la luz antes deretirarse.

- No se ha despertado - dijo -.Dejémosla dormir hasta que llegue la

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policía.Volvieron a la salita, donde Donovan

rápidamente se unió a ellos.- La policía llegará enseguida - les

notificó -. No debemos tocar nada.Poirot asintió.- No tocaremos nada, sólo

miraremos.Se dirigió a la otra habitación.

Mildred había bajado con Donovan ylos cuatro jóvenes se quedaron en lapuerta mirando a Poirot con gran interés.

- Lo que no entiendo es esto - dijoDonovan -. Yo no me acerqué a laventana... de modo que, ¿cómo esposible que me manchara la mano de

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sangre?- Mi joven amigo, la respuesta salta

a la vista. ¿De qué color es el tapete dela mesa?

Rojo, ¿verdad?, y no hay duda deque usted apoyaría la mano encima.

- Sí, es cierto. ¿Es eso... ? - seinterrumpió.

Poirot asintió inclinándose sobre lamesa e indicando con su mano unamancha oscura.

- Aquí fue donde se cometió elcrimen - dijo -. Luego trasladaron elcadáver.

Después irguiéndose mirólentamente a su alrededor.

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No se movía ni tocaba nada, pero,sin embargo, los cuatro que loobservaban sintieron como si cadaobjeto de aquel lugar comunicara sucerebro a su mirada perspicaz.

Hércules Poirot asintió con lacabeza como si se sintiera satisfecho, ydejó escapar un ligero suspiro.

- Ya comprendo - dijo.- ¿Qué es lo que comprende usted? -

preguntó sorprendido Donovan.- Comprendo lo que sin duda ya

advirtieron... que esta habitación estáabarrotada de muebles.

Donovan sonrió tristemente.- Tropecé lo mío - confesó -. Claro,

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todo estaba en distinto sitio que en casade Pat y no supe abrirme camino.

- No todo - dijo Poirot.Donovan le dirigió una mirada

interrogadora.- Quiero decir - dijo Poirot,

disculpándose - que ciertas cosas estánsiempre en el mismo sitio. En un mismoedificio de pisos, la puerta, las ventanasy la chimenea... están igualmentesituadas en un piso que en otro.

- ¿No cree usted que analizademasiado? - intervino Mildred mirandoa Poirot con ligera ironía.

- Hay que hablar siempre con todaexactitud. Es... ¿cómo diría yo... ?, una

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manía en mí.Se oyeron pasos en la escalera y

entraron tres hombres. Eran un inspectorde policía, un sargento y el médicoforense. El inspector, reconociendo aPoirot le saludó con gran deferencia.Luego se volvió a los demás.

- Quiero que todos ustedes prestendeclaración - comenzó -, pero en primerlugar...

Poirot le interrumpió.- Una pequeña proposición.

Trasladémonos al piso de arriba ymademoiselle nos hará lo que teníaplaneado hacer... una tortilla. Yo sientoverdadera pasión por las tortillas.

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Luego, Monsieur l’inspecteur, cuandohaya terminado aquí, sube usted areunirse con nosotros y nos interroga atodos a placer.

Así quedó acordado y Poirot subiócon los jóvenes.

- Señor Poirot - le dijo Pat -; esusted un hombre encantador, y yo voy ahacerle una tortilla estupenda. La verdades que me salen muy bien.

- Eso es bueno. Una vez anduveenamorado de una inglesa que se parecíamucho a usted... pero que no sabíaguisar. De modo que tal vez estuve desuerte.

Había un ligero matiz de tristeza en

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su voz y Jimmy Faulkener le miró concuriosidad.

No obstante y ya en el piso de Pat,se mostró satisfecho y divertido y latriste tragedia ocurrida en eldepartamento inferior, fue casi olvidada.

La tortilla había sido consumida ymuy elogiada, cuando se oyeron lospasos del inspector Rice, que entrabaacompañado del doctor. El sargento sequedó en el piso de abajo.

- Bien, Monsieur Poirot - le dijo -.Todo parece claro y evidente, pero apesar de ello es posible que nos cuestedar con el culpable. Quisiera sabercómo fue descubierto el crimen.

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Entre Donovan y Jimmy le pusieronal corriente de los acontecimientos deaquella noche. El inspector se volvióhacia Pat para reprenderla.

- No debiera dejar abierta la puertadel montacargas, señorita.

- No volveré a hacerlo - repuso Patcon un estremecimiento -. Alguienpodría entrar y asesinarme como a esapobre mujer de abajo.

- ¡Ah!, pero no entraron por ahí -dijo el inspector.

- ¿Quiere explicarnos lo que hadescubierto? - pidió Hércules Poirot.

- No sé si debiera hacerlo... perotratándose de usted, señor Poirot...

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- Précisément - dijo Poirot -. Y esosjóvenes... serán discretos.

- De todas maneras los periódicos lodivulgarán enseguida - continuó elinspector -. Y en realidad, no es unsecreto. Bien, la mujer que ha sidoencontrada muerta es la señora Grant. Elportero la ha identificado. Una mujer deunos treinta y cinco años.

Estaba sentada en la mesa y ledispararon con una pistola automática depoco calibre, probablemente alguien queestaba sentado ante ella. Cayó haciadelante y por eso manchó el tapete desangre.

- ¿Y nadie oyó el disparo? -

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preguntó Mildred.- Dispararon con silenciador. No,

nadie pudo oírlo. A propósito, ¿oyeronustedes el chillido que lanzó la doncellaal saber que su ama estaba muerta? No,eso demuestra la imposibilidad de quese oyera el tiro.

- ¿Y la doncella no tiene nada quedecir? - preguntó Poirot.

- Era su noche libre, y tenía unallave. Regresó a eso de las diez, todoestaba en silencio y pensó que su ama sehabía acostado.

- ¿No miró en la salita?- Sí, entró las cartas que habían

llegado en el correo de la mañana, pero

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no viendo nada anormal... ni más, nimenos, lo mismo que los señoresFaulkener y Bayley. El asesino habíaescondido el cadáver detrás de lascortinas.

- Todo ello resulta bastante curioso,¿no le parece?

A pesar de que Poirot habló en tonoamable, su observación hizo que elinspector le mirara frunciendo el ceño.

- No querría que se descubriera elcrimen hasta que tuviera tiempo deemprender la huida.

- Tal vez... es posible... perocontinúe con lo que estaba diciendo.

- La doncella salió a las cinco. El

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doctor ha determinado que la señoraGrant llevaba muerta... unas cuatro ocinco horas, ¿no es así?

El forense, que era un hombre depocas palabras, se contentó con moverla cabeza afirmativamente.

- Y ahora son las doce menos cuarto.Yo creo que puede calcularse la horacon bastante exactitud.

Sacó una arrugada hoja de papel.- Encontramos esto en el bolsillo del

vestido de la interfecta. No temantocarlo. No hay huellas digitales.

Poirot alisó el papel y pudo leerestas palabras escritas a máquina y conletras mayúsculas:

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IRÉ A VERLA ESTA TARDE A LASSIETE Y MEDIA. J. F.

- Un documento muy comprometedorpara dejarlo olvidado - dijo el inspector-. Tal vez pensara que ella lo habríadestruido, porque tenemos pruebas deque el asesino es muy cuidadoso.Encontramos debajo del cadáver lapistola con que cometió el crimen... ytampoco tenía huellas digitales: lashabían limpiado cuidadosamente con unpañuelo de seda.

- ¿Cómo sabe que fue con unpañuelo de seda? - preguntó Poirot.

- Porque lo encontramos - repuso elinspector triunfante -. A última hora,

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cuando el asesino corrió las cortinas,debió de caérsele inadvertidamente.

Y le tendió un gran pañuelo blancode seda de muy buena calidad. No fuepreciso que le indicase el nombrebordado en el centro con seis letrasclaras y muy legibles.

John Fraser- Eso es - repuso el inspector -. John

Fraser... J. F. Las iniciales de la nota.Conocemos el nombre de la persona

que hemos de buscar, y me atrevo aasegurar que si averiguamos algunascosas sobre la difunta, y salen a reluciralgunas de sus amistades, no tardaremosen estar sobre la pista.

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- Me pregunto... - dijo Poirot -. No,Mon cher, creo que no va a ser tan fácilencontrar a su John Fraser. Es un hombreextraño... cuidadoso, puesto que marcasus pañuelos y limpia la pistola con queha cometido el crimen... y al mismotiempo descuidado, ya que pierde supañuelo y no recoge unacomprometedora carta que puedeacusarle.

- Se pondría nervioso con las prisas- dijo el inspector.

- Es posible - repuso Poirot -. Sí; esposible. Y, ¿no le vieron entrar en eledificio?

- A esa hora entra y sale toda clase

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de gente. Estas casas son muy grandes.Supongo que ninguno de ustedes - sedirigió a los cuatro jóvenes - le veríansalir del piso.

Pat negó con la cabeza.- Salimos antes... a eso de las siete.- Ya. - el inspector se puso en pie y

Poirot le acompañó hasta la puerta.- Como un pequeño favor... ¿podría

examinar el piso de abajo?- Desde luego, señor Poirot.

Conozco la opinión que tienen de usteden jefatura. Le daré una llave. Tengodos. No hay nadie. La doncella se ha idoa casa de unos parientes, pues estabademasiado asustada para quedarse sola.

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- Gracias.Poirot regresó pensativo a la sala de

Pat.- ¿No está usted satisfecho, señor

Poirot? - preguntó Jimmy.- No lo estoy.- ¿Qué es lo que... bueno, le

preocupa? - dijo Donovan mirándolecon curiosidad.

Poirot no respondió, y guardósilencio durante un par de minutos, comosi meditara.

Luego se encogió de hombros.- Voy a despedirme de usted,

mademoiselle. Debe de estar fatigada.Ha tenido que guisar mucho... ¿eh?

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Pat rió.- Sólo la tortilla. No hice la cena.

Donovan y Jimmy vinieron a buscarnosy fuimos a un pequeño restaurante delSoho.

- Y luego, sin duda, irían al teatro.- Sí. A ver Los ojos castaños de

Carolina.- ¡Ah! - exclamó Poirot -. Debieran

haber sido los ojos azules... los ojos demademoiselle.

Hizo una galante inclinación, y ledio una vez más las buenas noches, lomismo que a Mildred, que se quedabaallí a pasar la noche, ya que Pat habíaconfesado con toda franqueza que no era

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capaz de quedarse sola de momento.Los dos hombres acompañaron a

Poirot. Cuando se disponían adespedirse de él, una vez en el rellano,el detective les dijo:

- Mis jóvenes amigos, me oyerondecir que no estaba satisfecho... Eh bien,es cierto... no lo estoy. Ahora voy abajar a hacer unas pequeñasaveriguaciones por mi cuenta.

¿Les gustaría acompañarme?Su propuesta fue aceptada en el acto

y Poirot abrió la marcha hacia el pisotercero.

Al entrar, no se dirigió a la salita,como los otros esperaban, sino que fue

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derecho a la cocina. En un hueco, debajodel fregadero, había un gran bidónmetálico. Poirot lo destapó einclinándose sobre él comenzó aescarbar en su contenido con la energíade un feroz terrier.

Jimmy y Donovan le contemplabanun tanto sorprendidos.

De pronto con una exclamación detriunfo se levantó alzando en su manouna botellita tapada con un corcho.

- ¡Voilà... ! Encontré lo que buscaba.La olfateó detenidamente.- Estoy enrhumé... tengo un

constipado de cabeza...Donovan cogió la botellita y olió a

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su vez, sin percibir nada. De modo quele quitó el tapón y la acercó a su narizantes de que el grito de alarma de Poirotpudiera contenerle.

Inmediatamente cayó al suelo comoun tronco. Poirot, abalanzándose haciaél, consiguió aminorar el golpe.

- ¡Imbécil! - exclamó -. Vayaocurrencia, quitar el tapón. ¿Es que nose ha fijado con qué cuidado la hecogido yo? Monsieur ... Faulkener...¿verdad? ¿Sería tan amable de traermeun poco de coñac? He visto una botellaen la salita.

Jimmy salió corriendo, pero cuandoregresó, Donovan estaba sentado y

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diciendo que se sentía bien, y tuvo queescuchar un pequeño discurso del señorPoirot acerca de la necesidad de tenercuidado con el olor de posiblessustancias venenosas.

- Creo que voy a irme a casa - dijoDonovan poniéndose en pie -. Es decir,si no me necesita ya. Todavía meencuentro algo extraño.

- Desde luego - replicó Poirot -. Eslo mejor que puede usted hacer. El señorFaulkener se quedará conmigo un rato.

Acompañó a Donovan hasta lapuerta y saliendo al rellano estuvohablando en él durante unos minutos.

Cuando al fin volvió a entrar en el

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departamento se encontró a Jimmy depie en el saloncito y mirando a sualrededor con extrañeza:

- Bueno, señor Poirot - le dijo -,¿qué hacemos ahora?

- Nada. Este caso está terminado.- ¿Qué?- Ahora... lo sé todo.- ¿Por esta botellita que ha

encontrado?- Exacto. Por esa botellita.- No consigo sacar nada en claro.

Por alguna razón veo que no estásatisfecho con las pruebas contra JohnFraser, quienquiera que sea ese hombre.

- Quienquiera que sea - repitió

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Poirot despacio -, si es que es alguien,cosa que me sorprendería.

- No le comprendo.- Es sólo un nombre... eso es todo...

un nombre cuidadosamente bordado enun pañuelo.

- ¿Y la carta?- ¿Se fijó usted en que estaba escrita

a máquina? ¿Por qué? Se lo diré. Dehaber sido manuscrita hubieran podidoreconocer la escritura, y una cartaescrita a máquina es más fácil deidentificar de lo que usted imagina...pero si la hubiera escrito un auténticoJohn Fraser estas dos cosas no lehubieran importado. No; fue escrita a

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propósito y puesta en el bolsillo de ladifunda para que nosotros laencontrásemos. No existe nadie llamadoJohn Fraser.

Jimmy le miraba interrogador.- De modo - prosiguió Poirot - que

volví al primer punto que me chocó. Meoyó usted decir que ciertas cosas estánsituadas en el mismo lugar en todos lospisos de un mismo edificio. Y di tresejemplos. Pude haber nombrado otromás... el interruptor de la luz, estimadoamigo mío.

Jimmy seguía mirándole sincomprender. Poirot fue explicándose.

- Su amigo Donovan no se acercó a

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la ventana... fue al apoyar la mano enesta mesa cuando se la manchó desangre. Y yo me pregunté enseguida,¿por qué la apoyó ahí?

¿Qué es lo que estaba haciendorondando por esta habitación a oscuras?Porque recuerde, amigo mío, que elinterruptor de la luz eléctrica está entodas partes en el mismo sitio... junto ala puerta. Entonces, cuando entró en lahabitación, ¿por qué no buscó enseguidael interruptor para dar la luz? Eso era lomás normal y lógico. Según él, quisoencender la luz de la cocina y estabaestropeada. No obstante, yo hecomprobado que funciona

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perfectamente. Por tanto, ¿es queentonces no le interesaba que se hubieraencendido? En ese caso se hubierandado cuenta enseguida de que se habíanequivocado de piso, y no hubiera habidomotivo para entrar en la habitación.

- ¿Adónde quiere ir a parar, señorPoirot? No comprendo. ¿Qué quieredecir?

Poirot le mostró un llavín Yale.- Esto.- ¿La llave de este piso?- No, mon ami, la llave del piso de

arriba. La llave de la señorita Patricia,que el señor Donovan Bayley le quitódel bolso durante la noche.

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- Pero... ¿por qué... por qué?- ¡Parbleu! Para poder hacer lo que

deseaba... entrar en este piso a primerahora de la tarde sin despertar sospechaspara asegurarse de que la puerta delmontacargas no estaba cerrada.

- ¿De dónde ha sacado usted esallave?

- Acabo de encontrarla... - Poirotsonrió abiertamente - en donde la hebuscado... en el bolsillo del señorDonovan. Esa botellita que simuléencontrar fue una artimaña, y el señorDonovan cayó en la trampa. Hizo lo queyo esperaba que hiciera... destaparla yoler su contenido... cloruro de etilo, un

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anestésico instantáneo. Eso le dejóinconsciente durante unos segundos, queera lo que yo necesitaba para sacar desu bolsillo un par de cosas que yo sabíaestaban allí precisamente. Esta llave esuna de ellas... y en cuanto a la otra...

Se detuvo un instante antes decontinuar.

- A su debido tiempo interrogué alinspector para conocer el motivo de queel cadáver estuviera escondido tras lascortinas. ¿Para ganar tiempo? No, habíaalgo más. Y por eso me acordé de unacosa... del correo, amigo mío. El correode la tarde que llega a las nueve y mediaaproximadamente. Digamos que el

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asesino no encontró lo que esperaba,pero ese algo puede llegar más tarde porcorreo. Entonces debía volver... pero elcrimen no debía ser descubierto por ladoncella, pues en ese caso la policíatomaría posesión del piso, y por esoescondió el cuerpo detrás de la cortina.Y la doncella, sin sospechar nada, dejólas cartas sobre la mesa, como decostumbre.

- ¿Las cartas?- Sí, las cartas. - Poirot sacó algo de

su bolsillo -. Esto es la otra cosa quesaqué del bolsillo del señor Donovanmientras se hallaba inconsciente. - Ymostró un sobre escrito a máquina y

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dirigido a la señorita Ernestina Grant -.Pero quiero preguntarle una cosa, señorFaulkener, antes de leer esta carta. ¿Estáusted enamorado de mademoisellePatricia?

- La quiero con locura... pero nuncaconfié en que me correspondiera.

- ¿Pensó que estaba enamorada delseñor Donovan? Es posible que hubieraempezado a interesarse por él... perosólo fue un principio, amigo mío. Ustedes el encargado de hacerla olvidar... yestar a su lado en los momentosdifíciles.

- ¿Difíciles?- Sí, difíciles. Haremos todo lo

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posible por no mezclar su nombre enesto, pero será imposible conseguirlopor completo. Ya sabe que ella fue elmotivo.

Y le alargó el sobre. De su interiorcayó un papel. La carta era breve yestaba escrita y firmada por un conocidoabogado.

Decía así:Querida señora:El documento que me incluye está

en regla, y el hecho de que elmatrimonio tuviera lugar en un paísextranjero no lo invalida en ningúnsentido.

Suyo afectísimo, etcétera...

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Poirot desplegó el documento. Eraun certificado de matrimonio deDonovan Bailey y Ernestina Grant,fechado ocho años atrás.

- ¡Oh, Dios mío! - exclamó Jimmy -.Pat dijo que había recibido una carta deesa señora pidiéndole que fuera a verla,pero no imaginó siquiera que fuera nadaimportante.

Poirot asintió.- El señor Donovan lo sabía... vino a

ver a su esposa aquella tarde antes desubir al piso de arriba. (Extraña ironíadejar que esa infortunada mujer vinieraa vivir al mismo edificio de su rival...)Y la asesinó a sangre fría... y luego fue a

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divertirse con ustedes. Su mujer debiódecirle que había enviado un certificadode matrimonio a su abogado y queaguardaba su respuesta. Sin duda élquiso hacerle creer que su matrimoniono era del todo válido.

- Donovan estuvo de muy buenhumor durante toda la noche. SeñorPoirot, ¿no le habrá dejado escapar?

- No tiene escape - repuso eldetective -. No tema.

- Es en Pat en quien piensoprincipalmente - replicó Jimmy -. ¿Creeusted... que no le afectará mucho?

- Mon ami, eso es cosa suya. Tieneque hacerla volver a usted y olvidar.

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¡No creo que le resulte muy difícil!

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Doble culpabilidad

Aquel día hallé a mi amigo en sushabitaciones, sobrecargado de trabajo.Su celebridad era la causa de que todamujer rica que hubiera extraviado unbrazalete o su perro favorito recurriera alos servicios del gran Hércules Poirot.Mi amigo era una mezcla de hombre denegocios y romántico idealista. Losegundo lo llevaba a la aceptación demuchos casos sin apenas interésprofesional. Otras veces eran trabajossin compensación económica, pero deindudable interés. Poirot, con cara de

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circunstancias, admitía como cierto esemodo de obrar suyo. Afortunadamentemi visita no fue infructuosa, pues logrépersuadirle de que me acompañase apasar unas cortas vacaciones en un lugarde la costa sur: Ebermouth.

Después de cuatro agradables días,Poirot vino a mi encuentro con una cartaabierta en una de sus manos.

- Mon ami, ¿recuerda a mi amigoJoseph Aarons, el agente de teatro?

Asentí, después de meditar unmomento. Los amigos de Poirot sontantos y tan diversos, que se les halla entodas las esferas sociales.

- Pues bien, Hastings, Joseph Aarons

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se encuentra en Charlock Bay. Segúnparece se halla preocupado debido a unpequeño asunto. Me ruega que vaya averlo. Mon ami, debo acudir a sullamada. Es un amigo fiel que me haayudado mucho.

- Conforme, si usted lo quiere -repuse -. Charlock Bay es un lugarestupendo, y, además, nunca he estadoallí.

- Magnífico. Así compaginaremos elnegocio y el placer - dijo Poirot -. ¿Seinforma del horario de trenes?

- Temo que debamos hacer uno o dostrasbordos - mi sonrisa no pasó de unamueca -. Ya sabe lo que sucede con

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estas líneas del interior. Ir de la costasur de Devon a la del norte, representaun día de viaje.

No obstante, el viaje podíarealizarse con sólo un trasbordo enExeter, y los trenes eran buenos.Regresaba de la estación para informara Poirot, cuando vi un letrero en lasoficinas de los coches Speedy; decía:

TODOS LOS DIASEXCURSIONES A CHARLOCK BAY.PRIMERA SALIDA A LAS 8.30. VIAJEA TRAVÉS DEL MÁS BELLOPANORAMA DE DEVON.

Solicité algunos detalles y corrí alhotel. Sin embargo, Poirot se resistió a

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compartir mi estado de ánimo.- Amigo mío, ¿por qué esa pasión

por el autocar? EI tren es más seguro.Carece de neumáticos que se revienten,lo cual reduce las posibilidades deaccidente. Además, en el tren no molestael aire, pues con cerrar las ventanillasse evitan las corrientes.

Entonces argüí que el aire fresco eralo que, precisamente, me hacía desear elviaje en autocar.

- ¿Y si llueve? Vuestro clima ingléses muy inseguro.

- Si llueve torrencialmente, laexcursión no se realiza.

- ¡Ah! - dijo Poirot -. En ese caso

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roguemos que llueva.- Bueno, si usted prefiere...- No, no, mon ami - me interrumpió

-. Ha puesto su corazón en el viaje. Porfortuna dispongo de un grueso abrigo ydos bufandas - suspiró -. ¿Pararemossuficiente tiempo en Charlock Bay?

- Pasaremos la noche allí. El viajecomprende una excursión por Dartmoor,comida en Monkhampton y llegada aCharlock Bay a eso de las cuatro. Elcoche inicia el regreso a las cinco.

- ¡Vaya! - exclamó Poirot -. ¿Y haygente que hace eso por placer? Supongoque lograremos una reducción de tarifa,puesto que no haremos el viaje de

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vuelta.- Me temo que no podrá ser.- Insista.- Vamos, Poirot. No sea mezquino.- Amigo mío, no soy mezquino. El

negocio es el negocio. Si fueramillonario nunca pagaría más de lojusto.

Como yo había previsto, el deseo dePoirot no pasó de un intento. Elempleado que despachaba los billetes enla oficina Speedy resultó serinconmovible. Según nos dijo, eraobligatorio el retorno. Es más, inclusonos insinuó que tendríamos que pagar unrecargo por el privilegio de abandonar

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el coche en Charlock Bay. Derrotado,Poirot abonó el importe del viajecompleto y salimos de la oficina.

- Los ingleses carecen del sentido dela economía - gruñó -. ¿Observó aljoven que pagó la tarifa y el recargoporque piensa quedarse enMonkhampton?

- Pues no... en realidad...- Ya - me interrumpió -. Miraba a la

señorita que reservó el asiento númerocuatro, junto a los nuestros. Sí, amigomío; le vi. Y estuve a punto de elegir losasientos trece y catorce, situados en elcentro, que es el sitio más resguardado.Pero se adelantó en pedir el tres y el

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cuatro.- Hombre, verá, yo...- ¡Pelo rojizo! ¡Siempre pelo rojizo!- Está bien, Poirot; pero no me

negará que es mejor mirar a una señoritaque a un joven estrambótico.

- Eso depende del punto de vista.Para mí, el joven estrambótico resultainteresante.

Algo muy significativo en el tono dePoirot hizo que lo mirase perplejo.

- ¿Por qué? ¿Qué quiere decir?- Oh, no se excite. Nuestro mozo se

empeña en lucir un poblado bigote que,no obstante, aparece escuálido - Poirotse mesó su magnífico bigote -. Su

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crecimiento y conservación requiereinstinto de artista. En realidad, meapenan quienes lo intentan y no loconsiguen.

Siempre es difícil saber cuándohabla en serio o, simplemente sedivierte a costa de uno.

Tuvimos un amanecer soleado. ¡Undía espléndido! Sin embargo, Poirot noquiso arriesgarse y se puso un chalecode lana, un grueso abrigo y dosbufandas, pese a llevar su mejor traje deinvierno. Tampoco se olvidó delimpermeable, ni de ingerir dos tabletasantigripales.

Ya en el vehículo, el conductor se

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hizo cargo del maletín de la lindapelirroja, el del joven que despertara lasimpatía de Poirot con su bigote y losnuestros.

Poirot, no sin cierta malicia, meseñaló el asiento exterior, puesto que“me gustaba el aire fresco”, y él seacomodó en el inmediato a nuestravecina. Luego arregló la cosa.

El viajero del asiento seis era untipo bullicioso, amigo de contar chistes,y Poirot preguntó a la joven si preferíacambiar de sitio con él. Ella,agradecida, estuvo conforme, y, muypronto, la conversación se generalizóentre nosotros tres.

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Era evidente su juventud, pues nopasaría de los diecinueve años, y suingenuidad podía compararse a la de unniño. No tardó en confiarnos el motivode su desplazamiento; un viaje denegocios por cuenta de su tía, queregentaba una tienda de antigüedades enEbermouth. La tía, cuya situacióneconómica era muy precaria a la muertede su padre, invirtió sus ahorros y lasbellas antigüedades que atesoraba en suhogar en establecer un negocio. El éxitole sonrió y, muy pronto, su nombre gozóde merecida reputación comercial.

Mary Durrant se fue a vivir con sutía y aprendió la técnica de esta clase de

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negocios, que prefirió al empleo deinstitutriz o dama de compañía.

Poirot asentía interesado.- Mademoiselle tendrá éxito - dijo

galante -. Pero le aconsejo que no seconfíe. En todas partes del mundo haybribones, e, incluso, puede encontrarlosen este mismísimo autocar. ¡Siempre hayque estar en guardia!

La joven le miró boquiabierta, y élasintió con aire de experimentado.

- Sí, como le digo. Incluso yo, quehablo con usted, puedo ser un maleantede la peor ralea.

Nos detuvimos a comer enMonkhampton, y, después de unas

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cuantas palabras con el camarero, Poirotconsiguió una mesita para los tres, juntoa una ventana. Fuera, en un amplio patio,había unos veinte autocares aparcadosvenidos de todo el condado. El comedordel hotel se hallaba rebosante depúblico y el ruido era considerable.

- Con esto hay suficiente paraimpregnarse del espíritu de las fiestas -comenté, por decir algo.

Mary estuvo de acuerdo.- Ebermouth, ahora, cambia su

fisonomía durante el verano. Mi tía diceque antes era distinto. Ciertamente, en laactualidad se hace difícil desenvolverseen sus calles, debido a la multitud.

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- Eso es bueno para el negocio,mademoiselle.

- No para el nuestro. Sólo vendemosantigüedades muy valiosas, no aptaspara excursiones de fin de semana.Tenemos clientes en toda Inglaterra. Siuno desea adquirir determinado tipo desilla o mesa antigua, o una pieza deporcelana, nos escribe, y más pronto omás tarde le complacemos.

Nuestro indudable interés la animó aproseguir. Y así supimos que ciertocaballero norteamericano llamado J.Baker Wood, coleccionista deminiaturas, había visto un juego de ellasmuy valioso en una revista. La señorita

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Elizabeth Penn, tía de Mary, logróadquirirlas y escribir al señor Wood,comunicándole el precio. Elnorteamericano contestó en seguida queestaba dispuesto a comprar si eran lasmismas. También rogaba que se lasllevasen a Charlock Bay. Por eso lajoven pelirroja viajaba en esta ocasióncomo representante de su tía.

- Son admirables - acabó ella -. Sinembargo, me cuesta imaginar a alguiendispuesto a pagar por ellas quinientaslibras. Eso sí, llevan la firma deCosway. Claro que yo apenas sé quiénes ese Cosway.

Poirot se sonrió.

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- Eso se llama falta de experiencia,mademoiselle.

- Confieso que no estoy muy duchaen cosas de arte. En realidad, carezco dela formación adecuada. Aún me quedamucho que aprender.

De pronto sus ojos se agrandaroncomo sorprendidos. Se hallaba de cara ala ventana, y en aquel momento mirabaal patio. Dijo algo ininteligible, selevantó de un asiento y se fueprecipitadamente. Regresó a los pocosmomentos, sin aliento y excusándose.

- Siento haberme ido de esa forma.Vi a un hombre que salía del autobúscon un maletín y me pareció el mío. Ha

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resultado que era el suyo; por cierto, esidéntico al que traigo yo. Bueno, hice elridículo, y él ha reaccionado como si sele acusara de robo.

Mary se rió. Pero no Poirot.- ¿Cómo es el hombre,

mademoiselle? Descríbamelo.- Viste traje castaño, es joven y luce

bigote ralo.- ¡Ajá! - exclamó Poirot -. Se trata

de nuestro conocido de ayer, Hastings.¿Sabe usted quién es, mademoiselle?¿No lo ha visto antes?

- No, nunca; ¿por qué?- Por nada. Sólo que resulta bastante

curioso.

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Poirot se sumió en uno de suspeculiares silencios y ya no intervino enla conversación hasta que oyó a MaryDurrant algo que captó su atención.

- ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho,mademoiselle?

- Que en mi viaje de regreso deberétener cuidado con los maleantes. Segúntengo entendido, el señor Woodacostumbra a pagar al contado, y sillevo encima quinientas libras enbilletes, puedo merecer la atención dealgún indeseable.

De nuevo su risa no fue coreada porPoirot. En vez de ello le preguntó en quéhotel pensaba hospedarse en Charlock

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Bay.- En el Hotel Anchor. Es pequeño y

no muy caro; pero aceptable.- ¡Caramba! - exclamó Poirot -. Mi

amigo, el señor Hastings, también haelegido ese hotel. ¡Qué coincidencia!

Entonces se volvió hacia mí y meguiñó un ojo.

- Sólo esta noche. Hemos deresolver un asunto allí. ¿Adivina usted,mademoiselle, cuál es mi profesión?

Mary pareció sopesar algunasposibilidades. Al fin se aventuró a decirque, posiblemente, era prestidigitador.

Esto divirtió mucho a Poirot.- Es una excelente ocurrencia - dijo

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mi amigo -. ¿Así usted me cree capaz desacar conejos de un sombrero? No,mademoiselle. Soy todo lo contrario. Unprestidigitador hace que desaparezcanlas cosas. Yo en cambio, hago queaparezcan - con aire de melodrama seinclinó hacia adelante para dar másefectividad a sus palabras -. ¡Es unsecreto, mademoiselle! ¡Soy detective!

Luego se recostó sobre el respaldode su silla complacido del efectologrado. Mary lo miró, perpleja ysorprendida. Y allí murió laconversación, pues empezaron a oírselas bocinas de los monstruos de lacarretera, dispuestos a reanudar la

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marcha.Mientras Poirot y yo salíamos

juntos, aludí al encanto de la señoritaDurrant, y él estuvo de acuerdo.

- Sí, es encantadora. Pero, ¿no leparece algo tonta?

- ¿Tonta?- No se disguste. Una muchacha

puede ser bella, tener el pelo rojizo y,no obstante, ser tonta. Es el colmo de latontería confiarse a dos desconocidos.

- Quizá le parecemos respetablescaballeros.

- No sea ingenuo, Hastings.Cualquiera que conozca su trabajo...Bien, de todos modos su aspecto es

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conforme. Claro que es infantil hablarde precauciones al regreso, porquellevará encima quinientas libras, cuandoahora también las lleva.

- ¿Se refiere a las miniaturas?- Exacto. Y le supongo de acuerdo

conmigo en que no hay diferenciaapreciable entre quinientas libras enmoneda o en miniaturas, mon ami.

- Pero nadie lo sabe, exceptonosotros.

- Y el camarero, y la gente de lasmesas vecinas, y, sin duda alguna, otraspersonas de Ebermouth. Desde luegomademoiselle Durrant es encantadora,pero si yo fuera la señorita Elizabeth

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Penn, le daría lecciones de sentidocomún - luego, tras leve cambio en eltono de su voz, dijo: - Amigo mío, es lacosa más fácil del mundo llevarse unmaletín guardado en un autocar mientrassus ocupantes comen en un hotel.

- Poirot, no sea desconfiado. Seguroque alguien vigila los vehículosaparcados.

- ¿Y qué vería ese vigilante? Que unpasajero recoge su equipaje. La cosa seharía del modo más natural, sin levantarsospechas.

- ¿Qué insinúa, Poirot? ¿Acaso elsujeto del traje castaño no cogió supropio maletín?

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Poirot frunció el ceño.- Eso parece. Aun así, no deja de ser

curioso, Hastings. ¿Por qué no se llevósu maletín antes, a la llegada? Si se hafijado, tampoco ha comido aquí.

- Desde luego, si la señorita Durrantno hubiera estado frente a la ventana, nose hubiera enterado.

- Y puesto que era su propio maletín,eso carece de importancia - dijo Poirot-. Bien, mon ami, desterremos eseasunto de nuestros pensamientos.

Cuando estuvimos nuevamenteacomodados en nuestros asientos y elcoche en marcha, dimos a Mary otraconferencia sobre los peligros de la

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indiscreción. Ella nos escuchó conevidente humildad, si bien su aspecto,jocoso, era de quien oye un chiste.

Llegamos a Charlock Bay a lascuatro, y, por fortuna, logramoshabitaciones en el Hotel Anchor, unvetusto edificio en una calle de segundoorden.

Poirot acababa de sacar de suequipaje unas cuantas cosas necesarias yse aplicaba un cosmético a su bigote,cuando oímos unos golpes en la puerta.

- Adelante - invité.Sorprendido, vi que era Mary

Durrant, con el rostro blanco y gruesaslágrimas en los ojos.

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- ¿Qué sucede, mademoiselle? -preguntó Poirot.

- Las miniaturas se hallaban en unacaja de piel de cocodrilo, cerrada conllave, dentro de mi maletín - explicó -.¡Miren!

Nos mostró un estuche de piel decocodrilo, cuya tapa colgaba a un lado.Poirot se la cogió de las manos. La cajahabía sido forzada. Las señales eranevidentes.

Mi amigo Poirot la examinó y luegoasintió.

- ¿Y las miniaturas? - preguntó, sibien ambos sabíamos la respuesta.

- ¡Me las han robado!

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- No se preocupe - la tranquilicé -.Mi amigo es Hércules Poirot. ¿No haoído hablar de él? Seguro que sí. Bien,pues él las recuperará.

- ¡Monsieur Poirot! ¡El granMonsieur Poirot!

Mi amigo era lo suficiente vanidosopara sentirse halagado ante esaexclamación.

- Sí, hijita. Yo soy el gran Poirot.Confíe su pequeño problema a misfacultades.

Haré cuanto pueda. No obstante, lediré que, posiblemente, sea un pocotarde. Dígame, ¿forzaron también lacerradura del maletín?

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Mary sacudió negativamente lacabeza.

- Veámoslo, por favor.Nos trasladamos a la habitación de

la joven y mi amigo examinó el maletín.Obviamente, había sido abierto con

una llave.- Un trabajo sencillísimo - dijo

Poirot -. Estos maletines están hechos enserie y sus cerraduras apenas difieren.Bueno, telefoneemos a la policía. Verétambién al señor Baker Wood; mecuidaré de este asunto.

Cuando le pregunté por qué temíaque fuese un poco tarde, me contestó:

- Mon cher, dije que soy lo

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contrario de un prestidigitador, y quehago aparecer las cosas... perdidas.Pues bien, imagino que alguien me hatomado la delantera. ¿Me entiende?

Desapareció en el interior de unacabina telefónica, para salir cincominutos después con semblante grave.

- Lo que temí - dijo -. Una señora havisitado al señor Wood con lasminiaturas hace media hora. Se presentócomo enviada por la señorita ElizabethPenn. ¡Y él ha pagado en el acto!

- ¿Hace media hora? Así fue antesde que llegáramos aquí - comenté.

Poirot sonrió, enigmático.- Los coches Speedy son muy

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veloces, pero un vehículo con motor máspotente llegaría a Monkhampton con unahora de ventaja por lo menos.

- ¿Y qué hacemos?- Mi buen Hastings es un hombre

práctico. Informaremos a la policía.Trataremos de ayudar a la señoritaDurrant y, decididamente, celebraremosuna interesantísima entrevista con elseñor J. Baker Wood.

La pobre Mary, terriblementeanonadada, temía que su tía la culpase.

- Cosa muy probable - me dijoPoirot mientras nos encaminábamos alHotel Seaside, donde se hospedaba elseñor Wood -. Y con toda justicia. ¡A

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quién se le ocurre abandonar un maletíncon efectos valorados en quinientaslibras! De todos modos, mon ami, hayuno o dos puntos raros en este asunto. Lacaja, por ejemplo, ¿por qué la forzaron?

- ¡Hombre! - exclamé -. ¡Para sacarlas miniaturas!

- ¿Y no le parece una torpeza?Supongamos que el ladrón, con elpretexto de retirar el suyo, remueve elequipaje del autocar a la hora de comer.¿No cree más sencillo abrir el maletín,pasar la caja sin abrir el suyo ymarcharse sin pérdida de tiempo?

- Tal vez quiso asegurarse de que lasminiaturas estaban dentro.

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Mi argumento no convenció a Poirot.Poco después nos introducían en lasalita del señor Wood.

No sé por qué, me fue desagradableel señor Baker Wood; un hombre recio yvulgar, pese a ir bien vestido y lucir unasortija con un enorme solitario.

Resultó que no había sospechadonada anormal. ¿Por qué iba a sospechar?La mujer le traía las miniaturas, unosejemplares bellísimos. ¿La numeraciónde los billetes?

Pues no, no lo sabía. Además, ¿quiénera el señor Poirot para formularletantas preguntas?

Mi amigo se limitó a decirle:

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- No le preguntaré nada más, señor.Sin embargo, le agradeceré me haga unadescripción de la mujer. ¿Era joven ybonita?

- No, desde luego que no. Era alta,de mediana edad, pelo gris, tez pecosa eincipiente bigotillo - nos explicó -.Como pueden imaginar, no se trata deuna sirena.

- Poirot - dije mientras salíamos -.Un bigote, ¿lo oyó?

- Gracias, Hastings; no estoy sordo.- El señor Wood es bastante

desagradable - añadí.- Desde luego, no pertenece al grupo

de los simpáticos - repuso él.

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- Bien; será fácil coger el ladrón -aseguré -. Podemos identificarlo.

- No sea cándido, Hastings. ¿Acasoignora lo que es una coartada?

- ¿Usted cree que la tendrá?Poirot replicó muy serio:- ¡Lo espero!- ¡Me fastidia esa manía suya de

hacer las cosas aún más difíciles! –exclamé enfadado.

- Está bien, mon ami. Le diré que nome gusta... ¿cómo se dice eso? ¡Ah, sí!El pájaro que se sienta.

Poirot tuvo razón. Nuestrocompañero de viaje, el hombre del trajecastaño, resultó ser el señor Norton

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Kane, que se había alojado en el hotelGeorge. La única evidencia contra élestaba en que la señorita Durrant lohabía visto sacar su equipaje del coche.

- Y eso no es un acto sospechoso -dijo Poirot.

Después guardó silencio y rehusódiscutir el asunto. Pese a ello, supe quehabía pedido a Joseph Aarons con quienpasara la velada, que le diera detallesrelativos al señor Baker Wood. Amboshombres se hospedaban en el mismohotel, y era factible que Aarons supiesealgo del coleccionista. Pero si Poirotobtuvo esa información, se la guardópara sí.

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Mary Durrant, luego de variasentrevistas con la policía, regresó aEbermouth en tren, a la mañanasiguiente. Aquel mediodía comimos conJoseph Aarons, y después Poirot me dijoque había resuelto el problema delagente teatral, y que ya podíamosregresar a Ebermouth.

- Pero no por carretera, mon ami;usaremos el ferrocarril - le dijo.

- ¿Teme que le roben la cartera, o leseduce la idea de encontrarse con otradamisela en apuros?

- Ambas cosas, Hastings, puedenocurrirme en el tren. Simplemente, notengo prisa en llegar a Ebermouth. Antes

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quiero resolver nuestro caso.- ¿Nuestro caso?- ¡Sí, hombre! Mademoiselle me

suplicó que la ayudase. Que el asuntoesté en manos de la policía no suponeque yo me lave las manos. Vine acomplacer a un viejo amigo, pero jamásdirá nadie que Hércules Poirot hadesatendido a un desconocido en apuros.

Su gesto daba a entender que nohablaría más.

- Me parece que ya estabainteresado antes del robo - aventuré -.Su interés nació en la agencia de viajescuando vio por primera vez al joven, sibien ignoro por qué se fijó en él.

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- Sí, Hastings. Tiene razón. Pero esoforma parte de mi pequeño secreto.

Poirot sostuvo una cortaconversación con el inspector de policíaencargado del caso, que habíaentrevistado a Norton Kane. Según dijoconfidencialmente a mi amigo, el jovenno le causó una impresión favorable,pues se había exaltado y contradicho.

- Cómo se las arregló es un misteriopara mí - confesó -. Quizá dio el maletína un cómplice que lo trasladaríarápidamente en coche hasta aquí. Claroque eso no deja de ser una simple teoría.Tendremos que hallar el coche y elcómplice y recomponer los hechos.

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Poirot asintió.- ¿Cree usted que fue realizado así?

- le pregunté, ya sentados en el tren.- No, amigo mío, no estoy conforme.

Su planteamiento fue mucho másinteligente.

- ¿No quiere decírmelo?- Aún no: Ya sabe cuál es mi

debilidad: conservar mis pequeñossecretos hasta el fin.

- ¿Se vislumbra ese fin?- Está próximo.Llegamos a Ebermouth poco después

de las seis y nos encaminamos enseguidaa la tienda de Elizabeth Penn, que estabacerrada, pero mi amigo pulsó el timbre y

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la misma Mary abrió la puerta,mostrándose agradablementesorprendida al vernos.

- Por favor, pasen y conozcan a mitía.

Nos hizo pasar a una habitacióntrasera, donde una mujer de avanzadaedad nos saludó. Tenía el pelo blanco yparecía una miniatura de piel rosada yojos azules.

Alrededor de sus hombrosinclinados lucía una toca de encajeantiguo de gran valor.

- ¿Es usted el gran Hércules Poirot?- preguntó encantadoramente -. Mary meha dicho que usted nos ayudaría.

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Poirot la miró un momento y luegodijo:

- Mademoiselle Penn, su aspecto esencantador; si bien debería dejarsecrecer un poco el bigote.

La señorita Penn dio un respingo yretrocedió.

- ¿Estuvo usted en la tienda ayer? -siguió Poirot.

- Por la mañana. Luego tuve jaquecay me fui a casa.

- No, mademoiselle. A su dolor decabeza le iba mejor un cambio de aires.Charlock Bay es ideal para eso,¿verdad?

Me cogió por un brazo y me llevó

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hacia la puerta. Se detuvo allí, y hablópor encima de su hombro:

- Me ha comprendido, ¿verdad? Estapequeña frase debe bastar.

Había amenaza en su tono. Laseñorita Penn, con el rostroespantosamente blanco, asintió. Poirotse volvió a la joven.

- Mademoiselle - dijo suavemente -,es usted joven y encantadora. Noobstante, permítame advertirle que estospequeños asuntos harán que su juventudy encanto se marchiten detrás de lasrejas de una prisión. Y yo, HérculesPoirot, pienso que sería una lástima.

Salimos a la calle, sintiéndome

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aturdido.- Desde el principio, mon ami, me

interesó este caso - dijo Poirot -.Cuando aquel joven pidió billete paraMonkhampton, la atención de lamuchacha se centró en él. ¿Por qué? Noera un tipo capaz de atraer el interés deuna mujer. Luego, ya en el autocar, tuvela sensación de que algo iba a suceder.¿Quién vio al joven retirar su equipaje?Sólo mademoiselle. Antes había elegidoun asiento de cara a la ventana, cosamuy poco femenina.

“Ya le dije que la caja forzada noera convincente. ¿El resultado de todoesto? Que el señor Baker Wood pagase

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buen dinero por un género robado. Laley le obligaría a devolverlo a laseñorita Penn, que vendería luego lasminiaturas, obteniendo así mil libras envez de quinientas.

“Realicé algunas pesquisas y supeque su negocio va mal. Entoncescomprendí que tía y sobrina estaban deacuerdo.

- ¿Supone eso que nunca sospechóde Norton Kane?

- ¡Mon ami! ¿Con semejante bigote?Un criminal se rasura y luce un bigotepostizo.

Pero él sería la gran oportunidad dela inteligente señorita Penn, la anciana

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de tez tostada que hemos visto. Ésta,muy bien erguida, se calza grandesbotas, se altera el físico con unascuantas pecas y añade algunos pelos enguerrilla a su labio superior y, ¿quésucede? Simplemente que el señor Woodla toma por una mujer hombruna ynosotros por un hombre disfrazado defémina.

- ¿Estuvo ella en Charlock?- Seguro. El tren, como usted mismo

me dijo, sale de aquí a las once y llega aCharlock Bay a las dos. De regreso,incluso es más rápido. Sale de Charlocka las cuatro y cinco y llega aquí a lasseis quince.

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“Las miniaturas jamás estuvieron enla caja. Ésta fue violentada antes de serpuesta en el maletín. Así, el cometido demademoiselle Mary consistía en hallarun par de bobos sensibles a sus encantosy campeones de la belleza en apuros.Por desgracia para ella, uno de losbobos era Hércules Poirot.

- Cuando habló de ayudar a unadesconocida me engañaba.

- Jamás le engañé, Hastings. Sólopermití que usted mismo se engañase.Yo me refería al señor Baker Wood, undesconocido en estas playas - su caradenotó mal humor -. ¡Ah! ¡Cómo meirrita el recuerdo de la sobretasa! No

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hay derecho a cobrar la misma tarifahasta Charlock que por un viaje de ida yvuelta. Esos abusos me inducen aproteger a los turistas. Cierto que elseñor Wood no es hombre agradable,pero ¡es un turista! Y nosotros, losextranjeros, tenemos el deber ineludiblede ayudarnos mutuamente contra todaclase de desafueros.

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El misterio de MarketBasing

- Pensándolo bien no hay nada comoel campo, ¿no les parece? - dijo elinspector Japp aspirando con fuerza elaire por la nariz y expeliéndolo por laboca de manera correcta.

Poirot y yo asentimos cordialmente.Fue idea del inspector Japp la de quepasáramos los tres el fin de semana en lapequeña población de Market Basing,enclavada en pleno campo. Porquecuando no estaba de servicio, Japp semostraba botánico entusiasta y

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discurseaba acerca de diminutasflorecillas que tenían largos nombres enlatín, que el buen Japp pronunciaba deun modo muy enrevesado, ciertamente,con un ardor que no ponía en ninguno desus casos policíacos.

- Aquí nadie nos conoce, niconocemos a nadie.

Esto era verdad, hasta cierto punto,porque el agente local acababa de sertrasladado de un pueblo, distante quincemillas de Market, donde un caso deenvenenamiento con arsénico le habíapuesto en relación con el inspector deScotland Yard. Sin embargo, comoreconoció con evidente placer el gran

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hombre, la circunstancia acrecentó elbuen humor de Japp y cuando nossentamos los tres a desayunarnos en lasalita de la fonda, nos sentimos animalesdel mejor espíritu. El jamón, los huevos,eran excelentes; el café no era tan bueno,pero podía pasar y estaba hirviendo.

- Esto es vida, señores - exclamóJapp -. Cuando me retire, adquiriré unafinca en el campo. Deseo perder alcrimen de vista, ¡eso es!

- Le crime, il est partout - observóPoirot sirviéndose una buena rebanadade pan y mirando con el ceño fruncido aun gorrión impertinente que acababa deposarse en el alféizar de la ventana.

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The rabbit has a pleasant faceHis private life is a disgrace.I really could not tell youThe awful things that rabbits do*[*El conejo tiene una cara

agradable / su vida privada es unadesgracia. / En verdad que no sabríadecir a ustedes / las cosas terribles quehacen los conejos.]

- Pues, señor - dijo desperezándoseJapp -. Creo que todavía me queda sitiopara otro huevo y para una o dos lonchasde jamón. ¿Y a usted, capitán?

- Sí. ¿Y a usted, Poirot?Éste movió la cabeza.- No hay que llenar el estómago -

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repuso - porque el cerebro se negará afuncionar.

- Pues yo pienso arriesgarme -repuso Japp riendo -. Lo tengo muygrande. A propósito, está engordando,Monsieur Poirot. ¡Eh, miss, otra raciónde jamón con huevos!

En este momento un cuerpo macizobloqueó la puerta de entrada. Era elagente Pollard.

- Perdón si interrumpo, inspector -dijo -, pero deseo que me aconsejeusted.

- Estoy de vacaciones - dijo Jappapresuradamente -. No me dé trabajo.¿De qué se trata?

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- De un caballero que habita enLeigh Hall. Se ha disparado un tiro en lacabeza.

- Supongo que habrá sido pordeudas... o por una mujer. Es lo usual.Lamento no poder ayudarle, Pollard.

- El caso es que no ha podidoejecutar el hecho por sí solo. Así lo creeel doctor Giles.

Japp dejó la taza sobre el platillo.- ¿Que no ha podido suicidarse

solo? ¿Qué quiere usted decir?- Es lo que afirma el doctor - repuso

Pollard -. Dice que es totalmenteimposible. Esa muerte le deja perplejo,porque tanto la puerta como la ventana

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de la habitación están cerradas pordentro con llave y cerrojo, pero seaferra a su opinión de que el caballerono se ha suicidado.

Esto zanjó la cuestión. Huevos yjamón se dejaron a un lado y pocosminutos después avanzamos todos abuen paso en dirección a Leigh Hall,mientras Japp dirigía ansiosas preguntasal agente.

El nombre del difunto era WalterProtheroe; era hombre de edad madura ytenía algo de retraído. Llegó a MarketBasing ocho años atrás y alquiló la casa,vieja mansión, casi derruida,estropeada, viviendo en un ala, atendido

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por el ama de llaves que había traídoconsigo. Ésta se llamaba miss Clegg yera una mujer superior, a la que todo elpueblo consideraba. Mister Protheroetenía huéspedes llegados al pueblo hacíamuy poco: mister y mistress Park, deLondres. En aquella mañana miss Clegghabía llamado en vano a la puerta de lahabitación de su amo y al reparar en queestaba cerrada se alarmó y llamó a lapolicía y al médico. El agente Pollard yel doctor Giles llegaron a un tiempo.Los esfuerzos unidos lograron echarabajo la puerta de roble del dormitorio.

Mister Protheroe apareció tendidoen el suelo. Presentaba un tiro en la

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cabeza y tenía asida la pistola con lamano derecha. Era evidente que setrataba en realidad de un suicidio.

Sin embargo, al examinar el cadáver,el doctor Giles quedó visiblementeperplejo y finalmente se llevó al agenteaparte y le comunicó el motivo de superplejidad; Pollard pensó al punto enJapp y dejando al doctor en la casacorrió a la fonda para avisarnos de loocurrido.

Cuando concluía su relato llegamosa Leigh House, edificio inmenso,desolado, rodeado de un jardíndescuidado y lleno de cizaña. Como lapuerta estaba abierta pasamos al

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vestíbulo y de éste a una salita de recibode la que salía ruido de voces. En lasalita encontramos reunidas a cuatropersonas: un hombre vestidoostentosamente, con un rostro movible ydesagradable, que me inspiró súbitaantipatía, una mujer de tipo parecido,aunque hermosa de una manera burda;otra mujer, vestida de negro y algoseparada del resto, a la que tomé por elama de llaves; y un caballero alto,vestido con traje de sport, de semblantedespejado y franco, que parecíaimponerse a la situación.

- El doctor Giles - dijo el agente -.El detective inspector Japp, de Scotland

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Yard, y dos amigos.El doctor nos saludó y después hizo

la presentación de mister y mistressParker.

Luego subimos tras él la escalera.En obediencia a una seña de Japp,Pollard se quedó en la salita como paraguardar la casa. El doctor, que nosprecedía, nos hizo recorrer un pasillo.Al final vimos abierta una puerta; de susgoznes colgaban aún varias astillas y elresto estaba por el suelo.

Entramos en aquella habitación. Elcadáver seguía tendido en el suelo.Mister Protheroe era hombre de edadmediana, de cabello gris en las sienes.

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Llevaba barba.Japp se arrodilló junto a él.- ¿Por qué no lo dejaron tal y como

estaba? - gruñó.El doctor se encogió de hombros.- Porque creímos que se trataba de

un caso sencillo de suicidio.- ¡Hum! - exclamó Japp -. La bala ha

entrado en la cabeza por detrás de laoreja izquierda.

- Precisamente - repuso el doctor -.Es imposible que se disparase él solo eltiro.

Para ello hubiera tenido, primeroante todo, que rodearse la cabeza con elbrazo.

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- ¿Sin embargo, encontraron lapistola en su mano? A propósito, ¿dóndeestá?

El doctor le indicó con un gesto lamesa vecina.

- Tampoco la asía - manifestó -. Latenía en la palma, pero no la empuñaba.

- Debieron de ponerla en elladespués - dijo Japp, que examinaba elarma -. Sólo hay un cartucho vacío.Sacaremos las huellas dactilares, perono espero encontrar más que las suyas,doctor. ¿Hace mucho que ha fallecidomister Protheroe?

- No puedo precisar la hora conexactitud como esos médicos

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maravillosos de las novelas dedetectives, inspector, pero debe hacerunas doce horas.

Poirot no se había movido. Semantenía pegado a mí, viendo lo quehacía Japp y escuchando sus preguntas.

De vez en cuando, sin embargo,olfateaba el aire delicadamente, como sise sintiera perplejo. Yo le imité sindescubrir nada de interés. El aire puro,no olía a nada. Con todo, Poirot loolfateaba como si su nariz sensiblepercibiera algo que se escapaba a suinteligencia.

Al separarse Japp del cadáver,Poirot se arrodilló junto a él. La herida

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no pareció despertar su interés. Primerosupuse que examinaba los dedos de lamano con que el difunto había empuñadola pistola, mas enseguida vi que era unpañuelo, metido en la manga de lachaqueta gris oscuro que le llamaba laatención. Finalmente se puso de pie sinseparar los ojos de aquella prenda.

Japp le llamó para que les ayudase alevantar la puerta.

Yo aproveché la ocasión paraarrodillarme y coger el pañuelo, queexaminé minuciosamente. Era de blancoCambray, de los más corrientes, pero noostentaba manchas de sangre ni deninguna especie, por lo que,

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decepcionado, volví a dejarlo dondeestaba.

Los demás levantaron la puerta ybuscaron en vano la llave.

- Esto zanja la cuestión - manifestóJapp -. La ventana está cerrada yatrancada. El asesino debió salir por lapuerta que cerró con llave y se llevóésta para que creyéramos que misterProtheroe se ha suicidado. Seguramenteno creyó que la echaríamos en falta.¿Está de acuerdo, Monsieur Poirot?

- Sí, estoy de acuerdo; pero hubierasido más sencillo y mejor, deslizar lallave por debajo de la puerta. De estemodo hubiera parecido que se había

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caído de la cerradura.- Ah, bien, no hay que confiar en que

a todo el mundo se le ocurran ideas tangeniales como ésta. Si se hubieradedicado a criminal, hubiera sido elterror de la sociedad. ¿Desea haceralguna observación, Monsieur Poirot?

Poirot parecía echar algo de menos,o si no era así me lo pareció. Despuésde echar una ojeada a su alrededor dijoen voz baja:

- Parece ser que este caballerofumaba mucho, señores.

Era cierto. Lo mismo el hogar, comoun cenicero colocado sobre la mesa,estaban bastante repletos de colillas de

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cigarro.- Debió fumar veinte cigarrillos lo

menos anoche - dijo Japp. Así diciendo,se inclinó para examinar el del cenicero-. Son todos de la misma clase. Lo hafumado la misma persona. El hecho notiene nada de particular, MonsieurPoirot.

- No he sugerido que lo tuviera -murmuró mi amigo.

- Ah, ¿qué es esto? Japp cogió unpequeño objeto reluciente que estabajunto al cadáver -. Es un gemelo roto. ¿Aquién pertenecerá? Doctor Giles, haga elfavor de ir en busca del ama de llaves.

- ¿Y qué hacemos de los Parker?

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Porque mister Parker tiene trabajo enLondres...

- No sé. Tendremos que pasarnos sinél. Aunque en vista del cariz que tomanlas cosas, le necesitamos aquí también.Envíeme al ama de llaves y no permitaque los Parker le den a usted y a Pollardesquinazo. ¿Entraron aquí por lamañana?

El doctor reflexionó un brevemomento antes de contestar categórico:

- No, se quedaron en el pasillomientras entrábamos Pollard y yo.

- ¿Está bien seguro?- Segurísimo.El doctor marchó a cumplir su

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misión.- Es un buen hombre - dijo Japp con

aire de aprobación -. Estos médicosdeportistas suelen ser personasexcelentes. Bien, ¿quién le habrá pegadoel tiro a ese pobre señor?

Además de él, había tres personasmás en esta casa. No sospecho del amade llaves, porque en el espacio de ochoaños ha podido matarle, no una sino cienveces. Pero, ¿qué clase de pájaros seránesos Parker? Resultan una pareja pocosimpática.

En este momento apareció missClegg. Era una mujer flaca, escurrida, decabellos grises que llevaba partidos en

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la frente. Tenía unos modales muynaturales y tranquilos. De su personaemanaba, al propio tiempo, un aire deeficiencia tal, que inspiraba respeto. Enrespuesta a las preguntas del inspector,explicó que llevaba catorce años alservicio del difunto, que fue amogeneroso y considerado. No conocía amister ni a mistress Parker, a quieneshabía visto por primera vez tres díasatrás. Era indudable, en su opinión, quenadie les había invitado, porque suvisita pareció desagradar al señor. Elgemelo roto que Japp le enseñó, nopertenecía a mister Protheroe, estabasegurísima de ello. Al interrogarle

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acerca de la pistola repuso que sabíaque el señor poseía, en efecto, un armade fuego que guardaba bajo llave. Ellala vio una vez, pero no se atrevió aafirmar que fuera la misma que lemostraban. No oyó el disparo la nocheanterior. El hecho no tenía nada deextraordinario porque la casa era grandey destartalada y porque lo mismo suhabitación que la reservada almatrimonio Parker se hallaba al otrolado de ella. Ignoraba a qué hora seretiró mister Protheroe a descansar.Cuando lo hizo ella, a las nueve ymedia, lo dejó levantado. No tenía porcostumbre acostarse temprano. Por regla

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general leía o fumaba hasta una horaavanzada. Era un gran fumador.

Poirot interpuso aquí una pregunta:- ¿Dormía el señor con la venta

abierta o cerrada?Miss Clegg reflexionó un instante.- Creo que con la ventana abierta, si

no recuerdo mal - dijo luego.- Pues ahora está cerrada. ¿Cómo se

explica usted el hecho?- No sé. Quizá sintió alguna

corriente de aire y la cerró por eso.Japp le dirigió todavía varias

preguntas y a continuación le despidió.Luego habló por separado con losParker. Mistress Parker lloraba; mister

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Parker optó por fanfarronear einsultarnos. Negó que fuera suyo elgemelo roto, pero su mujer lo habíareconocido y naturalmente el hechoempeoró la situación; y como negótambién haber entrado en la habitaciónde mister Protheroe, Japp estimó quehabía pruebas suficientes para procedera su detención.

Dejando a Pollard en custodia de lapropiedad, corrió al pueblo y pidiócomunicación con el cuartel general dela policía.

Poirot y yo volvimos a la fonda.- Está muy callado - dije a mi amigo

-. ¿No le interesa el caso?

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- Au contraire. Me interesaextraordinariamente. Pero me dejaperplejo también.

- El motivo del crimen es poco claro- dije pensativo -, pero estoy seguro deque esos Parker son malas personas. Noobstante la falta de motivo, queaparecerá más adelante, sin duda, todoestá en contra suya de maneramanifiesta.

- Japp ha pasado por alto un detallea pesar de ser muy significativo.

Yo le miré lleno de curiosidad.- Poirot, ¿qué se trae entre manos? -

interrogué.- ¿Qué tenía en la manga el difunto?

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- ¡Un pañuelo!- Precisamente, un pañuelo.- Los marinos se lo colocan en la

manga - observé pensativo.- Excelente observación, Hastings, a

pesar de que no es la que esperaba.- ¿Tiene algo más que decir?- Sí, no dejo de pensar en el intenso

olor a humo de cigarrillo.- Pero yo no olí nada - respondí

maravillado.- Ni yo tampoco, cher ami.Le miré con gravedad. Nunca sé si

habla en broma o en serio, pero esta vezme pareció que no bromeaba.

La investigación se verificó dos días

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después. Entretanto, surgió a la luz unaprueba más. Un vagabundo admitió quehabía saltado la tapia del jardín deLeigh House, donde dormía confrecuencia en la casilla de lasherramientas que quedaba siempreabierta. Este hombre declaró que a lasdoce de la noche oyó voces en unahabitación del primer piso. Una pedíadinero, la otra se lo negaba de maneraairada. Oculto tras de un arbusto vio ados hombres pasar y repasar por delantede la iluminada ventana.

Uno, lo conocía bien, era misterProtheroe; el otro le era desconocido,pero sus señas coincidían totalmente con

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las de mister Parker.Estaba ahora claro que los Parker

habían ido a Leigh House para hacervíctima de un chantaje a Protheroe ycuando más adelante se descubrió que suverdadero nombre era en realidadWendover, ex teniente de la Armada yque estuvo relacionado en 1910 con laexplosión del crucero Merrythought, elcaso se aclaró rápidamente. Parker, quesabía el papel desempeñado porWendover, le siguió los pasos y le pidiódinero a cambio de mantener la bocacerrada. Pero el otro se negó a dárselo.En el curso de la disputa, Wendoversacó el revólver, Parker se lo arrancó de

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la mano e hizo fuego, tratando luego dedar al crimen la apariencia de unsuicidio.

Parker fue llevado a juicioreservándose la defensa.

Nosotros habíamos asistido a losprocedimientos del tribunal. Al salir,Poirot meneó la cabeza.

- Así debe ser - murmuró -. Sí, asídebe ser, no es posible demorarse.

Entró en Correos y escribió unaslíneas que envió por mensajero especial.Yo no vi a quién iba dirigida la nota.Después volvimos a la fonda, donde noshospedábamos desde aquel memorablefin de semana.

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Poirot iba y venía sin cesar desde elfondo de la habitación a la ventana.

- Espero visita - me explicó -. ¿Mehabré equivocado? No, no es posible.No, aquí está.

Y con no poca sorpresa por mi partevi entrar a miss Clegg en la habitación.Me pareció menos serena que decostumbre y llegaba jadeando como sihubiera venido corriendo. Vi brillar elmiedo en sus ojos cuando miró a Poirot.

- Siéntese, mademoiselle - le dijoamablemente mi amigo -. He adivinado,¿verdad?

Ella pareció indecisa y prorrumpióen llanto por toda respuesta.

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- ¿Por qué hizo eso? ¿Por qué? - dijosuavemente Poirot.

- Porque le amaba mucho - repusoella -. Yo le cuidé desde la infancia.¡Oh, tenga piedad de mí!

- Haré por usted cuanto sea posible.Pero no podía permitir, compréndalo,que ahorcasen a un inocente por bribón ydesagradable que pueda ser.

Miss Clegg se irguió y dijo en vozbaja:

- Quizá yo tampoco lo hubierapermitido al final. Haga lo que juzgueconveniente.

Luego, poniéndose en pie, salió dela habitación.

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- ¿Le mató ella? - pregunté aturdido.Poirot sonrió y movió la cabeza.- Se suicidó él - replicó -.

¿Recuerda que llevaba el pañuelo en lamanga derecha? Pues esto me reveló queera zurdo. Temiendo después de laborrascosa entrevista con mister Parkerque se hiciera público su delito, sesuicidó. Por la mañana, al ir a llamarlecomo de costumbre, miss Clegg le hallómuerto y como, según acaba de oír, leconocía desde niño, se llenó de cóleracontra los forasteros que le habíanempujado a tan vergonzosa muerte. Losconsideraba como a sus asesinos y depronto vio la posibilidad de hacerles

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sufrir por lo que habían hecho.Únicamente ella sabía que Protheroe erazurdo. Pasó, pues, la pistola a su manoderecha, cerró y echó la falleba de laventana, dejó caer al suelo el pedazo degemelo que había encontrado en una delas habitaciones de la planta baja ysalió, cerrando la puerta y llevándose lallave.

- Poirot - exclamé en una explosiónde entusiasmo -. ¡Es usted soberbio! ¡Ytodo esto sólo por medio de un simplepañuelo!

- Y por el humo del cigarrillo. Si laventana hubiera estado cerrada yfumados todos aquellos cigarrillos la

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habitación hubiera estado impregnadadel olor a tabaco. En vez de esto el aireera puro y así deduje en el acto que laventana había estado abierta durantetoda la noche y que únicamente se cerrópor la mañana, lo que me brindó unaserie de interesantes reflexiones. Noacertaba a concebir, bajo ninguna clasede circunstancias, que el criminaldeseara cerrar la ventana. Por elcontrario, ganaba dejándola abierta parasimular que el criminal se habíaescapado por ella, si la teoría delvagabundo dejaba de tener éxito. Ladeclaración del vagabundo vino aconfirmar mis sospechas, porque de

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estar la ventana cerrada, no hubiera oídola discusión.

- ¡Espléndido! Y ahora, ¿quiere unataza de té?

- Ha hablado usted como buen inglés- repuso Poirot suspirando -. Yopreferiría un refresco, pero no creoprobable que lo haya.

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Nido de avispas

John Harrison salió de la casa y sequedó un momento en la terraza de caraal jardín. Era un hombre alto de rostrodelgado y cadavérico. No obstante, suaspecto lúgubre se suavizaba al sonreír,mostrando entonces un algo muyatractivo.

Harrison amaba su jardín, cuyavisión era inmejorable en aquelatardecer de agosto, soleado y lánguido.Las rosas lucían toda su belleza y losguisantes dulces perfumaban el aire.

Un familiar chirrido hizo que

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Harrison volviese la cabeza a un lado.El asombro se reflejó en su semblante,pues la pulcra figura que avanzaba porel sendero era la que menos esperaba.

- ¡Qué alegría! - exclamó Harrison -.¡Si es Monsieur Poirot!

En efecto, allí estaba HérculesPoirot, el sagaz detective.

- Yo en persona. En cierta ocasiónme dijo: “Si alguna vez se pierde enaquella parte del mundo, venga averme”. Acepté su invitación, ¿lorecuerda?

- Me siento encantado - aseguróHarrison sinceramente -. Siéntese y bebaalgo.

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Su mano hospitalaria le señaló unamesa en el pórtico, donde había diversasbotellas.

- Gracias - repuso Poirot dejándosecaer en un sillón de mimbre -. ¿Porcasualidad no tiene jarabe? No, ya veoque no. Bien sírvame un poco de soda,por favor whisky no - su voz se hizoplañidera mientras le servían -.¡Cáspita, mis bigotes están lacios!

Debe de ser el calor.- ¿Qué le trae a este tranquilo lugar?

- preguntó Harrison mientras seacomodaba en otro sillón -. ¿Es un viajede placer?

- No, mon ami; negocios.

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- ¿Negocios? ¿En este apartadorincón?

Poirot asintió gravemente.- Sí, amigo mío; no todos los delitos

tienen por marco las grandesaglomeraciones urbanas.

Harrison se rió.- Imagino que fui algo simple. ¿Qué

clase de delito investiga usted por aquí?Bueno, si puedo preguntar.

- Claro que sí. No sólo me gusta,sino que también le agradezco suspreguntas.

Los ojos de Harrison reflejabancuriosidad. La actitud de su visitantedenotaba que le traía allí un asunto de

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importancia.- ¿Dice que se trata de un delito?

¿Un delito grave?- Uno de los más graves delitos.- Acaso un... ?- Asesinato - completó Poirot.Tanto énfasis puso en la palabra que

Harrison se sintió sobrecogido. Y por siesto fuera poco, las pupilas deldetective permanecían tan fijamenteclavadas en él, que el aturdimiento leinvadió. Al fin pudo articular:

- No sé que haya ocurrido ningúnasesinato aquí.

- No - dijo Poirot -. No es posibleque lo sepa.

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- ¿Quién es?- De momento, nadie.- ¿Qué?- Ya le he dicho que no es posible

que lo sepa. Investigo un crimen aún noejecutado.

- Veamos, eso suena a tontería.- En absoluto. Investigar un

asesinato antes de consumarse es muchomejor que después. Incluso, con un pocode imaginación, podría evitarse.

Harrison le miró incrédulo.- ¿Habla usted en serio, Monsieur

Poirot?- Sí; hablo en serio.- ¿Cree de verdad que va a

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cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!Hércules Poirot, sin hacer caso de la

observación, dijo:- A menos que usted y yo podamos

evitarlo. Sí, mon ami.- ¿Usted y yo?- Usted y yo. Necesitaré de su

cooperación.- ¿Es ésa la razón de su visita?Los ojos de Poirot le transmitieron

inquietud.- Vine, Monsieur Harrison, porque...

me agrada usted - y con voz másdespreocupada añadió: Veo que hay unnido de avispas en el jardín. ¿Por qué nolo destruye?

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El cambio de tema hizo que Harrisonfrunciera el ceño. Siguió la mirada dePoirot y dijo:

- Pensaba hacerlo. Mejor dicho, lohará el joven Langton. ¿Recuerda aClaude Langton? Asistió a la cena enque nos conocimos usted y yo. Vieneesta noche expresamente a destruir elnido.

- ¡Ah! - exclamó Poirot -. ¿Y cómopiensa hacerlo?

- Con petróleo rociado con uninyector de jardín. Traerá el suyo que esmás adecuado que el mío.

- Hay otro sistema, ¿no? - preguntóPoirot -. Por ejemplo, cianuro de

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potasio.Harrison alzó la vista sorprendido.- ¡Es peligroso! Se corre el riesgo

de su fijación en las plantas.Poirot asintió.- Sí; es un veneno mortal - guardó

silencio un minuto y repitió: - Un venenomortal.

- Útil para desembarazarse de lasuegra, ¿verdad? - se rió Harrison.

Hércules Poirot permaneció serio.- ¿Está completamente seguro,

Monsieur Harrison, de que Langtondestruirá el avispero con petróleo?

- Segurísimo. ¿Por qué?- Simple curiosidad. Estuve en la

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farmacia de Bachester esta tarde, y micompra exigió que firmase en el libro devenenos. La última venta era cianuro depotasio, adquirido por Claude Langton.

Harrison enarcó las cejas.- ¡Qué raro! Langton se opuso el otro

día a que empleemos esta sustancia.Según su parecer, no debiera vendersepara este fin.

Poirot miró por encima de las rosas.Su voz era muy queda al preguntar:

- ¿Le gusta Langton?La pregunta cogió por sorpresa a

Harrison, que acusó su efecto.- ¡Qué quiere que le diga! Pues sí,

me gusta. ¿Por qué no ha de gustarme?

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- Mera divagación - repuso Poirot -.¿Y usted, es de su gusto?

Ante el silencio de su anfitrión,repitió la pregunta.

- ¿Puede decirme si usted es de sugusto?

- ¿Qué se propone, MonsieurPoirot? No termino de comprender supensamiento.

- Le seré franco. Tiene ustedrelaciones y piensa casarse, MonsieurHarrison.

Conozco a la señorita Molly Deane.Es una joven encantadora y muy bonita.Antes estuvo prometida a ClaudeLangton, a quien dejó por usted.

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Harrison asintió con la cabeza.- Yo no pregunto cuáles fueron las

razones; quizás estén justificadas, pero,¿no le parece justificada tambiéncualquier duda en cuanto a que Langtonhaya olvidado o perdonado?

- Se equivoca, Monsieur Poirot. Leaseguro que está equivocado. Langton esun deportista y ha reaccionado como uncaballero. Ha sido sorprendentementehonrado conmigo, y, ni con mucho, no hadejado de mostrarme aprecio.

- ¿Y no le parece eso poco normal?Utiliza usted la palabra “sorprendente”y, sin embargo, no demuestra hallarsesorprendido.

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- No le comprendo, MonsieurPoirot.

La voz del detective acusó un nuevomatiz al responder:

- Quiero decir que un hombre puedeocultar su odio hasta que llegue elmomento adecuado.

- ¿Odio? - Harrison sacudió lacabeza y se rió.

- Los ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot -. Se consideran capaces deengañar a cualquiera y creen que nadiees capaz de engañarles a ellos. Eldeportista, el caballero, es un quijotedel que nadie piensa mal. Pero, a veces,ese mismo deportista, cuyo valor le

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lleva al sacrificio piensa lo mismo desus semejantes y se equivoca.

- Me está usted advirtiendo en contrade Claude Langton - exclamó Harrison -.Ahora comprendo esa intención suya queme tenía intrigado.

Poirot asintió, y Harrison,bruscamente, se puso en pie.

- ¿Está usted loco, Monsieur Poirot?¡Esto es Inglaterra! Aquí nadiereacciona así.

Los pretendientes rechazados noapuñalan por la espalda o envenenan.¡Se equivoca en cuanto a Langton! Esemuchacho no haría daño a una mosca.

- La vida de una mosca no es asunto

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mío - repuso Poirot plácidamente -. Noobstante, usted dice que MonsieurLangton no es capaz de matarlas, cuandoen este momento debe de prepararsepara exterminar a miles de avispas.

Harrison no replicó, y el detective,puesto en pie a su vez colocó una manosobre el hombro de su amigo, y lozarandeó como si quisiera despertarlode un mal sueño.

- ¡Espabílese, amigo, espabílese!Mire aquel hueco en el tronco del árbol.Las avispas regresan confiadas a su nidodespués de haber volado todo el día enbusca de su alimento. Dentro de unahora habrán sido destruidas, y ellas lo

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ignoran, porque nadie les advierte. Dehecho carecen de un Hércules Poirot.Monsieur Harrison, le repito que vineen plan de negocios. El crimen es minegocio, y me incumbe antes decometerse y después. ¿A qué horavendrá Monsieur Langton a eliminar elnido de avispas?

- Langton jamás...- ¿A qué hora? - le atajó.- A las nueve. Repito que está

equivocado. Langton jamás...- ¡Estos ingleses! -volvió a

interrumpirle Poirot.Recogió su sombrero y su bastón y

se encaminó al sendero, deteniéndose

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para decir por encima del hombro:- No me quedo para no discutir con

usted; sólo me enfurecería. Peroentérese bien: regresaré a las nueve.

Harrison abrió la boca y Poirot gritóantes de que dijese una sola palabra:

- Sé lo que va a decirme: “Langtonjamás...”, etcétera. ¡Me aburre su“Langton jamás”! No lo olvide,regresaré a las nueve. Estoy seguro deque me divertirá ver cómo destruye elnido de avispas. ¡Otro de los deportesingleses!

No esperó la reacción de Harrison yse fue presuroso por el sendero hasta laverja.

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Ya en el exterior, caminópausadamente, y su rostro se volviógrave y preocupado. Sacó el reloj delbolsillo y lo consultó. Las manecillasmarcaban las ocho y diez.

- Unos tres cuartos de hora -murmuró -. Quizás hubiera sido mejoraguardar en la casa.

Sus pasos se hicieron más lentos,como si una fuerza irresistible loinvitase a regresar. Era un extrañopresentimiento, que, decidido, sesacudió antes de seguir hacia el pueblo.No obstante, la preocupación sereflejaba en su rostro y una o dos vecesmovió la cabeza, signo inequívoco de la

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escasa satisfacción que le producía suacto.

Minutos antes de las nueve, seencontraba de nuevo frente a la verja deljardín. Era una noche clara y la brisaapenas movía las ramas de los árboles.La quietud imperante rezumaba un algosiniestro, parecido a la calma queantecede a la tempestad.

Repentinamente alarmado, Poirotapresuró el paso, como si un sextosentido le pusiese sobre aviso.

De pronto, se abrió la puerta de laverja y Claude Langton, presuroso, salióa la carretera. Su sobresalto fue grandeal ver a Poirot.

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- ¡Ah... ! ¡Oh... ! Buenas noches.- Buenas noches, Monsieur Langton.

¿Ha terminado usted?El joven lo miró inquisitivo.- Ignoro a qué se refiere - dijo.- ¿Ha destruido ya el nido de

avispas?- No.- ¡Oh! - exclamó Poirot como si

sufriera un desencanto -. ¿No lo hadestruido? ¿Qué hizo usted, pues?

- He charlado con mi amigoHarrison. Tengo prisa, Monsieur Poirot.Ignoraba que vendría a este solitariorincón del mundo.

- Me traen asuntos profesionales.

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- Hallará Harrison en la terraza.Lamento no detenerme.

Langton se fue y Poirot lo siguió conla mirada. Era un joven nervioso, delabios finos y bien parecido.

- Dice que encontraré a Harrison enla terraza - murmuró Poirot -. ¡Veamos!

Penetró en el jardín y siguió por elsendero. Harrison se hallaba sentado enuna silla junto a la mesa. Permanecíainmóvil, y no volvió la cabeza al oír aPoirot.

- ¡Ah, mon ami! - exclamó éste -.¿Cómo se encuentra?

Después de una larga pausa,Harrison, con voz extrañamente fría,

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inquirió:- ¿Qué ha dicho?- Le he preguntado cómo se

encuentra.- Bien. Sí; estoy bien. ¿Por qué no?- ¿No siente ningún malestar? Eso es

bueno.- ¿Malestar? ¿Por qué?- Por el carbonato sódico.Harrison alzó la cabeza.- ¿Carbonato sódico? ¿Qué significa

eso?Poirot se excusó.- Siento mucho haber obrado sin su

consentimiento, pero me vi obligado aponerle un poco en uno de sus bolsillos.

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- ¿Que puso usted un poco en uno demis bolsillos? ¿Por qué diablos hizoeso?

Poirot se expresó con esa cadenciaimpersonal de los conferenciantes quehablan a los niños.

- Una de las ventajas, o desventajasdel detective, radica en su conocimientode los bajos fondos de la sociedad. Allíse aprenden cosas muy interesantes ycuriosas. Cierta vez me interesé por unsimple ratero que no había cometido elhurto que se le imputaba, y logrédemostrar su inocencia. El hombre,agradecido, me pagó enseñándome losviejos trucos de su profesión.

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“Eso me permite ahora hurgar en elbolsillo de cualquiera con sólo escogerel momento oportuno. Para ello bastaponer una mano sobre su hombro ysimular un estado de excitación. Asílogré sacar el contenido de su bolsilloderecho y dejar a cambio un poco decarbonato sódico.

“Compréndalo. Si un hombre deseaponer rápidamente un veneno en supropio vaso, sin ser visto, es natural quelo lleve en el bolsillo derecho de laamericana.

Poirot se sacó de uno de susbolsillos algunos cristales blancos yaterronados.

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- Es muy peligroso - murmuró -llevarlos sueltos.

Calmosamente y sin precipitarse,extrajo del otro bolsillo un frasco deboca ancha.

Deslizó en su interior los cristales,se acercó a la mesa y vertió agua en elfrasco.

Una vez tapado lo agitó hastadisolver los cristales. Harrison lomiraba fascinado.

Poirot se encaminó al avispero,destapó el frasco y roció con la soluciónel nido.

Retrocedió un par de pasos y sequedó allí a la expectativa.

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Algunas avispas se estremecieron unpoco antes de quedarse quietas. Otrastreparon por el tronco del árbol hastacaer muertas. Poirot sacudió la cabeza yregresó al pórtico.

- Una muerte muy rápida - dijo.Harrison pareció encontrar su voz.- ¿Qué sabe usted?- Como le dije, vi el nombre de

Claude Langton en el registro. Pero no leconté lo que siguió inmediatamentedespués. Lo encontré al salir a la calle yme explicó que había comprado cianuropotásico a petición de usted paradestruir el nido de avispas. Eso mepareció algo raro, amigo mío, pues

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recuerdo que en aquella cena a que hicereferencia antes, usted expuso su puntode vista sobre el mayor mérito de lagasolina para estas cosas, y denunció elempleo de cianuro como peligroso einnecesario.

- Siga.- Sé algo más. Vi a Claude Langton y

a Molly Deane cuando ellos se creíanlibres de ojos indiscretos. Ignoro lacausa de la riña de enamorados quellegó a separarlos, poniendo a Molly enlos brazos de usted, pero comprendí quelos malentendidos habían acabado entrela pareja y que la señorita Deane volvíaa su antiguo amor.

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- Siga.- Nada más. Salvo que me

encontraba en Harley el otro día y le visalir a usted del consultorio de ciertodoctor, amigo mío. La expresión de surostro me dijo la clase de enfermedadque padece y su gravedad. Es unaexpresión muy peculiar, que sólo heobservado un par de veces en mi vida,pero es inconfundible. Refleja elconocimiento de la propia sentencia demuerte. ¿Tengo razón o no?

- Sí. Sólo dos meses de vida. Esome dijo.

- Usted no me vio, amigo mío, puestenía otras cosas en qué pensar. Pero yo

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advertí algo más en su rostro; advertíesa cosa que los hombres tratan deocultar, y de la cual le hablé antes. Odio,amigo mío. No se moleste en negarlo.

- Siga - apremió Harrison.- No hay mucho más que decir. Por

pura casualidad vi el nombre de Langtonen el libro de registro de venenos. Lodemás ya lo sabe. Usted me negó queLangton fuera a emplear el cianuro, eincluso se mostró sorprendido de que lohubiera adquirido. Mi visita no le fueparticularmente grata al principio, sibien muy pronto la halló conveniente yalentó mis sospechas. Langton me dijoque vendría a las ocho y media. Usted

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que a las nueve. Sin duda pensó que aesa hora me encontraría con el hechoconsumado.

- ¿Por qué vino? - gritó Harrison -.¡Ojalá no hubiera venido!

- Se lo dije. El asesinato es asuntode mi incumbencia.

- ¿Asesinato? ¡Suicidio querrá decir!- No - la voz de Poirot sonó

claramente aguda -. Quiero decirasesinato. Su muerte sería rápida y fácil,pero la que planeaba para Langton era lapeor muerte que un hombre puede sufrir.Él compra el veneno, viene a verlo y losdos permanecen solos.

Usted muere de repente y se

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encuentra cianuro en su vaso. ¡A ClaudeLangton lo cuelgan! Ése era su plan.

Harrison gimió al repetir:- ¿Por qué vino? ¡Ojalá no hubiera

venido!- Ya se lo he dicho. No obstante, hay

otro motivo. Le aprecio, MonsieurHarrison.

Escuche, mon ami; usted es unmoribundo y ha perdido la joven queamaba; pero no es un asesino. Dígame laverdad: ¿Se alegra o lamenta ahora deque yo viniese?

Tras una larga pausa, Harrison seanimó.

Había dignidad en su rostro y la

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mirada del hombre que ha logradosalvar su propia alma. Tendió la manopor encima de la mesa y dijo:

- Fue una suerte que usted viniera.

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Problema en el mar

- ¡Coronel Clapperton! - dijo elgeneral Forbes, en un tono que sonócomo un ronquido o un resoplido.

La señorita Ellie Henderson seinclinó hacia delante, con un mechón desu suave cabello gris meciéndosele porla cara. Sus ojos oscuros y vivosbrillaban de satisfacción maligna.

- ¡Un hombre con un aspecto tanmilitar! - dijo, con malicia, y se echóhacia atrás el mechón de pelo,esperando el resultado de su frase.

- ¡Militar! - estalló el general

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Forbes. Se tiró de su bigote guerrero,con el rostro de un rojo subido.

- Estaba en la guardia, ¿no? -murmuró la señorita Henderson,rematando su obra.

- ¿En la guardia? ¿En la guardia?¡Qué sarta de estupideces! ¡Eseindividuo era un artista de variedades!¡Palabra! Se alistó y estuvo en Francia,contando las latas de ciruelas y demanzana. A los teutones se les cayó unabomba perdida y le mandaron aInglaterra con una herida sin importanciaen el brazo. No sé cómo fue a parar alhospital de lady Carrington.

- ¡Conque fue así como se

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conocieron!- ¡Exacto! El tipo interpretó el papel

de héroe. Lady Carrington no teníacabeza, pero si tenía montones dedinero. El viejo Carrington habíanegociado con municiones.

Llevaba sólo seis meses de viuda.Este tipo se hizo con ella en unmomento. Luego ella le enchufó en elMinisterio de la Guerra. ¡CoronelClapperton! ¡Bah! - terminó, con unbufido.

- Y antes de la guerra era artista devariedades - murmuró la señoritaHenderson, tratando de imaginar aldistinguido coronel Clapperton como un

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cómico de nariz colorada, entonandocanciones bufas.

- ¡Exacto! - dijo el general Forbes -.Se lo oí decir al viejo BassingtonKrench. Y él se lo oyó al viejo BargerCorterill, que lo supo por SnooksParker.

La señorita Henderson asintióvivamente.

- Bueno, entonces no hay más quehablar - dijo.

Una sonrisa fugaz asomó al rostro deun hombre bajito, sentado cerca deellos. La señorita Henderson observó lasonrisa. Era muy observadora. Lasonrisa mostraba que aquel hombre

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había apreciado la ironía envuelta en suúltima observación... ironía que elgeneral ni por un momento sospechó.

El general tampoco veía lassonrisas. Echó una ojeada a su reloj, sepuso en pie y observó:

- Ejercicio. Hay que mantenerse enforma cuando se está en un barco.

Y se marchó a cubierta.La señorita Henderson miró al

hombre que se había sonreído. Era unamirada de persona educada, con la queindicaba que estaba dispuesta a entablarconversación con su compañero deviaje.

- Es activo, ¿verdad? - dijo el

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hombre bajito.- Da la vuelta a cubierta cuarenta y

ocho veces exactamente - dijo laseñorita Henderson -. ¡Qué cotilla es! ¡Yluego dicen que es a las mujeres a lasque nos gusta el escándalo!

- ¡Qué descortesía!- Los franceses son muy corteses -

comentó la señorita Henderson, con unmatiz de interrogación en la voz.

El hombre bajito reaccionóprontamente a la insinuación.

- Belga, mademoiselle - dijo.- ¡Ah! Belga.- Hércules Poirot, a su disposición.El nombre despertó en ella algún

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recuerdo. ¿Dónde lo habría oído antes?- ¿Lo pasa usted bien en el barco,

Monsieur Poirot?- Francamente, no. Ha sido una

estupidez el haberme dejado convencerpara venir. Detesto la mar. Nunca estátranquila, nunca, ni un minuto.

- Bueno, reconocerá usted que ahoraestá tranquila.

Monsieur Poirot lo admitió, aregañadientes.

- A ce moment, sí. Por eso revivo.Por eso vuelvo a interesarme por lo quesucede a mi alrededor... por ejemplo, hadespertado mi interés su tacto enmanejar al general Forbes.

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- ¿Se refiere usted a... ?La señorita Henderson se calló.Hércules Poirot inclinó la cabeza.- A su manera de sacarle aquel

escándalo. ¡Admirable!La señorita Henderson se rió, sin dar

muestras de sentir el menor embarazo.- ¿Aquel quite sobre la guardia? Yo

sabía que eso le haría quedarse sinhabla. – Se echó hacia delante, enactitud confidencial -. Confieso que megusta el escándalo... ¡cuanto peorintencionado sea, mejor!

Poirot la miró, pensativo. Era unamujer de cuarenta y cinco años,satisfecha de representarlos, esbelta, de

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figura muy bien conservada, de agudosojos oscuros y cabello gris.

Ellie dijo, de pronto:- ¡Ya sé! ¿No es usted el famosísimo

gran detective?Poirot hizo una inclinación de

cabeza.- Es usted muy amable,

mademoiselle.Pero no rechazó el cumplido.- ¡Qué emocionante! - dijo la

señorita Henderson -. ¿Se halla ustedtras una pista, como dicen en los libros?¿Tenemos entre nosotros un criminal deincógnito? ¿Soy indiscreta?

- Nada de eso. Me duele

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desilusionarla, pero estoy aquí, comolos demás, sencillamente paradivertirme.

Lo dijo con voz tan lúgubre que laseñorita Henderson se rió.

- Bueno, mañana podrá bajar a tierraen Alejandría. ¿Ha estado usted antes enEgipto?

- Nunca, mademoiselle.La señorita Henderson se levantó un

tanto bruscamente.- Voy a reunirme con el general en su

paseíto - anunció, con sequedad.Poirot se puso en pie, cortésmente.Ella le hizo un saludo ligero y salió

a cubierta.

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A los ojos de Poirot asomó por unmomento una expresión un pocoperpleja, luego se levantó, los labiosfruncidos por una sonrisita, asomó lacabeza por la puerta y miró a cubierta.La señorita Henderson se inclinabacontra la barandilla, hablando con unhombre alto, de aspecto militar.

La sonrisa de Poirot se acentuó.Volvió al salón de fumar con las mismasprecauciones con que la tortuga se meteen su concha. Por el momento, el salónde fumar era sólo suyo, pero supusocerteramente que aquella situación nopodía durar mucho.

Y no duró. La señora Clapperton

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entró por la puerta del bar con el aireresuelto de la mujer que siempre hapodido pagar el precio más alto portodo lo que necesitaba.

Llevaba el cabello rubio platinocuidadosamente ondulado y protegidopor una redecilla, y la figura, sometida amasajes y dietas, cubierta con unelegante conjunto deportivo.

- ¡John! - dijo -. ¡Ah, buenos días,Monsieur Poirot! ¿Ha visto usted aJohn?

- Está en la cubierta de estribor,madame. ¿Voy... ?

Ella le detuvo con un gesto.- Me sentaré aquí un minuto.

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Se sentó con aires de reina en labutaca frente a la suya.

Desde lejos podían echárseleveintiocho años. De cerca, a pesar delmaquillaje perfecto, y de las cejas, muybien depiladas, no representaba loscuarenta y nueve que tenía, sinoposiblemente cincuenta y cinco. Sus ojosduros, de pupilas diminutas, eran de unatonalidad azul pálido.

- Sentí no verle anoche en elcomedor - dijo -. Desde luego, el marestaba un poco picado.

- Précisément... - dijo Poirot concalor.

- Afortunadamente, yo no me mareo

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nunca - dijo la señora Clapperton -.Digo afortunadamente porque, comopadezco del corazón, probablementemarearme significaría la muerte para mí.

- ¿Padece usted del corazón,madame?

- Sí, tengo que tener muchísimocuidado. No debo fatigarme. ¡Todos losmédicos lo dicen!

La señora Clapperton había iniciadoel tema, para ella fascinante, de susalud.

- John, pobrecito mío - prosiguió -,se desvive por evitarme que hagademasiadas cosas. ¡Vivo tanintensamente, mi querido Monsieur

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Poirot!- Sí, sí.- Siempre me dice: “Trata de vegetar

un poco, Adeline”. Pero no puedo. Yocreo que la vida ha sido hecha paravivirla. A decir verdad, me agoté siendomuy joven, durante la guerra. Mihospital... ¿ha oído usted hablar de mihospital? Claro que tenía enfermeras ytodo eso, pero era yo quien lo llevabarealmente.

Suspiró.- Su vitalidad es maravillosa,

querida señora - dijo Poirot, con el tonoun poco mecánico de la persona quedice lo que esperan que diga.

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La señora Clapperton soltó una risitajuvenil.

- ¡Todo el mundo me dice lo jovenque estoy! ¡Es absurdo! Nunca niego quetenga cuarenta y tres años - continuó confranqueza un tanto falsa -, pero a muchagente le cuesta trabajo creerlo. “¡Tienestanta vitalidad, Adeline!”, me dicen.Pero la verdad, Monsieur Poirot, quésería de uno si no tuviera vitalidad?

- Se moriría - dijo Poirot.La señora Clapperton frunció el

ceño. No le gustó la respuesta. Aquelhombre, pensó, quería hacerse elgracioso. Se levantó y dijo fríamente:

- Voy a buscar a John.

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Al cruzar la puerta, se le cayó elbolso. Éste se abrió y su contenido sedesparramó por el suelo. Poirot corriógalantemente a ayudarla. Tardó variosminutos en recoger las barras de labios,las polveras, las pitilleras, elencendedor y otras cosas diversas.

La señora Clapperton le dio lasgracias cortésmente, salió luego acubierta y dijo:

- ¡John!El coronel Clapperton continuaba

enfrascado en su conversación con laseñorita Henderson. Se volvió y seacercó apresuradamente a su esposa,inclinándose hacia ella en actitud

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protectora. ¿Estaba su silla en el sitioapropiado? ¿No era mejor... ? Su actitudera muy cortés y solícita.Evidentemente, una esposa mimada porsu amante esposo.

La señorita Henderson miró alhorizonte, como si la escena ledesagradara profundamente.

De pie en la puerta del salón defumar, Poirot observaba.

Una voz áspera y temblona dijo a suespalda:

- Si yo fuera su marido, le daría conun hacha.

El viejo caballero, a quien la gentejoven del barco, sin ningún respeto,

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conocía por el Patriarca de losPlantadores de Té, acababa de entrar,arrastrando los pies.

- ¡Chico! - llamó -. ¡Tráeme unwhisky!

Poirot se agachó para recoger untrozo de papel caído del bolso de laseñora Clapperton y que le había pasadoinadvertido. Observó que era parte deuna receta para un preparado dedigitalina. Lo guardó en el bolsillo, conla intención de devolvérselo más tarde ala señora Clapperton.

- Sí - continuó el anciano pasajero -.Es una mujer venenosa. En Poona conocía una como ella. En el año 87.

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- ¿Y le dio alguien con un hacha? -preguntó Poirot.

El anciano meneó tristemente lacabeza.

- Mató a su marido a disgustos antesde un año. Clapperton debía ponerse ensu puesto. Consiente demasiado a sumujer.

- Ella tiene la bolsa - dijo Poirotgravemente.

- ¡Ja, ja! - rió entre dientes elanciano -. Lo ha expresado muy bien, enpocas palabras. Ella tiene la bolsa.

Dos chicas entraronatropelladamente en el salón de fumar.Una de ellas tenía la cara redonda y

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pecosa, y su cabellera oscura flotaba endesorden; la otra tenía pecas y elcabello rizado y castaño.

- ¡Al rescate, al rescate! - exclamóKitty Mooney -. Pam y yo vamos arescatar al coronel, pobre Clapperton.

- A rescatarlo de su mujer - dijoPamela Cregan, jadeante.

- Es una monada de hombre...- Y ella es horrorosa, no le deja

hacer nada - exclamaron las dos chicas.- Y cuando no está con ella, lo

atrapa la Henderson...- Que es muy agradable. Pero

viejísima. . .Salieron corriendo, diciendo

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entrecortadamente, entre risa y risa:- ¡Al rescate, al rescate!Que el rescatar al coronel

Clapperton no era un arranque pasajerosino un proyecto arraigado en ellas,quedó demostrado aquella misma noche,cuando Cregan se acercó a HérculesPoirot y murmuró:

- Obsérvenos, Monsieur Poirot.Vamos a raptarlo delante de las naricesde su mujer y a llevarlo a pasear a la luzde la luna en el puente superior.

En aquel preciso instante, el coronelClapperton estaba diciendo:

- Le concedo que el Rolls Royce escaro. Pero tiene uno coche para toda la

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vida. Mi coche...- Mi coche, querrás decir, John -

dijo la señora Clapperton con vozchillona.

Él no demostró que su grosería lemolestaba. O ya estaba acostumbrado osi no... “O si no...”, pensó Poirot, y sepuso a meditar.

- Claro, querida, tu coche.Clapperton hizo una pequeña

inclinación a su esposa y terminó lo queestaba diciendo, imperturbable.

“Voilà... ce qu’on appelle de pukkasahib - pensó Poirot -. Pero el generalForbes dice que Clapperton no es uncaballero. No sé qué pensar.”

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Alguien propuso una partida debridge. La señora Clapperton, el generalForbes y una pareja de mirada aguda sesentaron a la mesa de juego. La señoritaHenderson se había disculpado,saliendo a cubierta.

- ¿Y su marido no juega? - preguntóel general Forbes, indeciso.

- John no jugará - dijo la señoraClapperton -. Es un fastidio.

Los cuatro jugadores empezaron abarajar las cartas.

Pam y Kitty avanzaron sobre elcoronel Clapperton, cogiéndole cadauna por un brazo.

- ¿Se viene usted con nosotras? -

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dijo Pam-. Arriba, al puente. Hay luna.- No seas tonto, John - dijo la señora

Clapperton -. Vas a enfriarte.- Con nosotras no, desde luego - dijo

Kitty -. ¡Ya nos encargaremos de que nose enfríe!

Clapperton se marchó con ellas,riendo.

Poirot salió a la cubierta de paseo.La señorita Henderson estaba de piejunto a la barandilla y volvió la cabeza,esperanzada. Al ver a Poirot que seacercaba a ella, la desilusión asomó asus ojos.

Charlaron un rato. Luego, como élpermaneciera silencioso, preguntó la

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señorita Henderson:- ¿En qué piensa?Poirot respondió:- Estoy pensando en mis

conocimientos del idioma inglés. Laseñora Clapperton dijo: “John no jugaráal bridge... “. ¿No se suele decir, “nopuede” jugar al bridge?.*

[*Esta conversación tiene queparecer un poco oscura al lectordesconocedor del idioma inglés.Efectivamente: en inglés suele decirse“no puede jugar” cuando nosotrosdecimos “no sabe jugar”; y al decir“no jugará” en futuro puede implicardesagrado por parte del que habla,

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como en este caso]- Creo que ella toma como una

ofensa personal el que su marido nojuegue al bridge - dijo Ellie secamente -.Ese hombre ha sido un idiota casándosecon ella.

Poirot sonrió, amparado en laoscuridad.

- ¿No cree usted en la posibilidad deque sean felices? - preguntó Poirottímidamente.

- ¿Con una mujer como ésa?Poirot se encogió de hombros.- Muchas mujeres odiosas son

adoradas por sus maridos. Un enigma dela Naturaleza. Reconocerá usted que no

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parece afectarle nada de lo que ella digao haga.

La señorita Henderson estabapensando su respuesta cuando, a travésde la ventana del salón de fumar, llegóhasta ellos la voz de la señoraClapperton.

- No, creo que no voy a jugar otrapartida. ¡Aquí se ha viciado el aire! Voya subir al puente a tomar el fresco.

- Buenas noches - dijo la señoritaHenderson -. Me voy a la cama.

Y desapareció bruscamente.Poirot se encaminó al salón,

desierto, salvo por la presencia delcoronel Clapperton y las dos chicas.

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Clapperton estaba haciendo trucos conlas cartas y, al observar la destreza conque manejaba la baraja, Poirot recordólo que el general había contado sobre suprofesión de artista de espectáculos devariedades.

- Ya veo que le gustan las cartas,aunque no juegue al bridge - observóPoirot.

- Tengo mis razones para no jugar albridge - le dijo Clapperton, mostrandosu encantadora sonrisa -. Se lo voy ademostrar. Vamos a jugar una mano.

Repartió las cartas con rapidez.- Cojan sus cartas. Bueno, ¿qué hay?Se rió al ver la expresión de

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desconcierto de Kitty.Mostró sus cartas y todos hicieron lo

mismo. Kitty tenía todos los tréboles,Monsieur Poirot los corazones, Pam losdiamantes y el coronel Clapperton laspicas.

- ¿Ve usted? - dijo -. El hombre quepuede dar a sus compañeros y a susadversarios las cartas que quiera, valemás que se mantenga alejado de unapartida amistosa. Si la suerte se vuelvede su lado, podrían decirle cosasdesagradables.

- ¡Oh! - dijo Kitty, sin aliento -.¿Cómo ha podido hacerlo... ? Parecíaque repartía las cartas como todo el

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mundo.- La rapidez de la mano engaña la

vista - dijo Poirot en tono sentencioso, yobservó el repentino cambio deexpresión del coronel.

Fue como si se hubiera dado cuentade que se había descuidado por unmomento.

Poirot sonrió. El ilusionista se habíadejado ver, tras la máscara del perfectocaballero.

El barco llegó a Alejandría alamanecer de la mañana siguiente.

Cuando Poirot subió a desayunar,encontró a las dos chicas ya listas parabajar a tierra. Estaban hablando con el

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coronel Clapperton.- Tenemos que bajar enseguida -

instó Kitty -. Los de los pasaportes semarcharán de un momento a otro. Vieneusted con nosotras, ¿verdad? ¡No nos vaa dejar ir solas a tierra! Nos podríanocurrir cosas horribles.

- Desde luego, no creo que debáis irsolas - dijo Clapperton sonriendo -.Pero no sé si mi mujer se sentirá conánimos de ir.

- ¡Qué lástima! - dijo Pam-. Peropuede quedarse descansando.

El coronel Clapperton parecía unpoco indeciso. Se veía claramente quela tentación de hacer novillos era muy

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fuerte. En eso, advirtió la presencia dePoirot.

- ¿Qué hay, Monsieur Poirot, bajausted?

- No, creo que no - contestó Poirot.- Voy... voy a hablar con Adeline -

decidió el coronel Clapperton.- Vamos con usted - dijo Pam. Le

hizo un guiño a Poirot -. A lo mejorpodemos convencerla para que vengatambién - añadió en tono grave.

Al coronel Clapperton parecióagradarle la idea, como si le quitaran unpeso de encima.

- Venid entonces las dos - dijoalegremente.

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Se marcharon los tres juntos por lacubierta B.

Poirot, cuyo camarote estaba frentepor frente del de los Clapperton, lossiguió con curiosidad.

El coronel Clapperton, un poconervioso, golpeó con los nudillos en lapuerta del camarote.

- ¿Adeline, querida, estás levantada?La voz adormilada de la señora

Clapperton contestó desde dentro:- ¡Jesús! ¿Quién es?- Soy yo, John. ¿Quieres bajar a

tierra?- Desde luego que no. - Habló con

voz chillona y terminante -. He pasado

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muy mala noche y me voy a quedar encama casi todo el día.

Pam intervino, vivamente:- Oh, señora Clapperton, lo siento.

¡Nos gustaría tanto que viniera connosotros!

¿Seguro que no quiere venir?- Completamente segura. - la voz de

la señora Clapperton sonó aún másaguda.

El coronel Clapperton intentaba, sinéxito, hacer girar el picaporte.

- ¿Qué pasa, John? La puerta estácerrada. No quiero que me molesten loscamareros.

- Lo siento, querida, perdona. Sólo

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quería mi guía Baedeker.- Bueno, pues te quedarás sin ella -

exclamó la señora Clapperton -. No voya salir de la cama. Vete ya, John, ydéjame un poco tranquila.

- Desde luego, querida, desde luego.El coronel se retiró de la puerta.

Pam y Kitty le rodearon.- Vamos enseguida. Menos mal que

tiene el sombrero en la cabeza. ¡Ay,Dios mío!

No se habrá dejado el pasaporte enel camarote, ¿verdad?

- Lo tengo en el bolsillo... - empezóel coronel.

Kitty le apretó el brazo.

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Inclinado sobre la barandilla. Poirotles estuvo viendo salir del barco. Oyóque alguien a su lado respirabaprofundamente y, al volver la cabeza,vio a la señorita Henderson, que tenía lavista fija en las tres figuras que sealejaban.

- Conque se han ido a tierra - dijo,desanimada.

- Sí. ¿Va a bajar usted?Poirot observó que llevaba puesto

un sombrero de ala y un bolso y unoszapatos muy elegantes. Tenía el aspectode haberse arreglado para desembarcar.Sin embargo, tras una pausa brevísima,la señorita Henderson pareció que había

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desistido de hacerlo y dijo:- No. Me voy a quedar a bordo.

Tengo que escribir muchas cartas.Se volvió y dejó a Poirot.Jadeando, tras sus cuarenta y ocho

vueltas a la cubierta de paseo, el generalForbes ocupó el lugar de la señoritaHenderson.

- ¡Ajá! - exclamó al ver al coronel ya las dos chicas que se alejaban -.¡Conque ésas tenemos! ¿Dónde estámadame?

Poirot explicó que la señoraClapperton se quedaba en cama,descansando.

- ¡Increíble! - exclamó el general-.

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Ella estará levantada para la comida, ysi resulta que el pobre desgraciado, sintener permiso, no se presenta, habrájaleo.

Pero los pronósticos del general nose cumplieron, y cuando el coronel y lasdos damiselas que le acompañabanregresaron al barco, a las cuatro de latarde, no había hecho todavía acto depresencia.

Poirot estaba en su camarote y oyóal marido llamando a la puerta del suyo,de un modo un poco culpable. Oyó quela llamada se repetía, que el coroneltrataba de abrir la puerta y que, porúltimo, llamaba a un camarero.

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- Oiga, no me contestan. ¿Tiene usteduna llave?

Poirot saltó de su litera y salió alpasillo.

La noticia corrió por todo el barcocomo reguero de pólvora. Horrorizados,los pasajeros se enteraron de que laseñora Clapperton había sido halladamuerta en su litera, con una daga egipciahundida hasta el corazón. En el suelo desu camarote apareció un collar deámbar.

A un rumor siguió otro, a cuál máscontradictorio. ¡Se estaba reuniendo einterrogando a todos los vendedores decollares que habían sido autorizados

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para subir a bordo aquel día! ¡Unaelevada suma de dinero habíadesaparecido de un cajón del camarote!¡Se había seguido la pista a los billetesy habían sido recuperados! ¡No habíansido recuperados! ¡Había desaparecidouna fortuna en joyas! ¡No habíadesaparecido ninguna joya! ¡Uncamarero había sido arrestado,confesándose culpable del asesinato!

- ¿Qué hay de verdad en todo ello? -preguntó la señorita Henderson.

Era ya tarde. La mayoría de lospasajeros se habían retirado. La señoritaHenderson condujo a Poirot a un par desillas, en el lado más protegido del

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barco.- Ahora, dígame - ordenó.Poirot la observó, pensativo.- Es un caso interesante - dijo.- ¿Es cierto que le han robado joyas

de mucho valor?Poirot negó con la cabeza.- No. No han robado ninguna joya.

Sin embargo, ha desaparecido unapequeña cantidad de dinero suelto quehabía en un cajón.

- Nunca volveré a sentirme segura enun barco - dijo la señorita Henderson,estremeciéndose -. ¿De cuál de esosbrutos indígenas se sospecha? ¿Hayalguna pista?

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- No - dijo Hércules Poirot -. Todoes muy... extraño.

- ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Ellie vivamente.

Poirot extendió las manos.- Eh bien, considere usted los

hechos. La señora Clapperton llevabamuerta por lo menos cinco horas cuandola encontraron. Había desaparecidoalgún dinero. En el suelo, junto a lacama, había un collar. La puerta estabacerrada con llave y la llave habíadesaparecido. La ventana, ventana, noojo de buey, da a la cubierta y estabaabierta.

- Siga - dijo la mujer, impaciente.

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- ¿No le parece a usted extraño quese cometa un asesinato en esascircunstancias?

Tenga en cuenta que todos losnativos autorizados a subir a bordo, losque cambian dinero y los vendedores depostales y collares, son conocidos de lapolicía.

- De todos modos, los camareroscierran con llave los camarotes - indicóEllie.

- Sí, para evitar cualquier ratería sinimportancia. Pero esto... esto es unasesinato.

- ¿Qué es lo que está usted pensandoexactamente, Monsieur Poirot? - Habló

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con voz un poco jadeante.- Estoy pensando en la puerta

cerrada con llave.La señorita Henderson consideró

este extremo.- No veo ninguna dificultad en eso.

El asesino salió por la puerta, la cerró yse llevó la llave, para impedir que elasesinato fuera descubierto demasiadopronto. Fue una idea muy inteligente,porque no fue descubierto hasta lascuatro de la tarde.

- No, no, mademoiselle, no hacomprendido lo que quiero decir. No mepreocupa cómo salió, sino cómo entró.

- Por la ventana, naturalmente.

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- C’est possible. Pero le costaríatrabajo poder pasar por ella y, además,no olvide que siempre hay gentepaseándose por cubierta.

- Entonces, por la puerta - dijo laseñorita Henderson, impaciente.

- Pero olvida usted, mademoiselle,que la señora Clapperton había cerradola puerta con llave por dentro. La habíacerrado antes de que el coronelClapperton bajara a tierra esta mañana.El coronel intentó incluso abrirla... demodo que sabemos que estaba cerrada.

- Tonterías. Seguramente se atrancóy no movería el picaporte como esdebido.

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- Pero no se trata solamente de quelo diga él. Oímos a la señora Clappertondecir que había cerrado la puerta.

- ¿Quiénes la oyeron?- La señorita Mooney, la señorita

Cregan, el coronel Clapperton y yo.Ellie Henderson dio unas pataditas

en el suelo con su bien calzado pie,permaneciendo en silencio durante unossegundos. Luego dijo en tono un pocoirritado:

- Bueno, ¿y qué deduce usted deeso? Si la señora Clapperton pudocerrar la puerta, supongo que tambiénpodría abrirla.

- Precisamente, precisamente. -

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Poirot volvió hacia ella su carasonriente -. Y ya ve usted a dónde nosconduce este pensamiento. Fue la señoraClapperton quien abrió la puerta y dejóentrar al asesino. Ahora bien, ¿esprobable que abriera la puerta a unvendedor de collares cualquiera?

Ellie objetó:- Puede que no supiera quién era.

Puede que el asesino llamara a la puerta,ella se levantó y abrió; él, entonces,entró por la fuerza y la mató.

Poirot negó con un gesto.- Au contraire. Estaba descansando

tranquilamente en la cama cuando laapuñalaron.

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La señorita Henderson clavó en él sumirada.

- ¿Cuál es su teoría? - preguntóbruscamente.

Poirot sonrió.- Bueno, parece como si ella

conociera a la persona a quien dejóentrar, ¿verdad?

- ¿Quiere usted decir - dijo laseñorita Henderson, con voz un pocoáspera - que el asesino es uno de lospasajeros?

Poirot asintió.- Eso parece.- ¿Y el collar que apareció en el

suelo, era una pista falsa?

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- Precisamente.- ¿Y lo mismo el dinero robado?- Exacto.Permanecieron un momento en

silencio. Luego, la señorita Hendersondijo lentamente:

- La señora Clapperton me resultabade lo más desagradable y no creo quenadie en el barco le tuviera simpatía,pero nadie tenía un motivo real paramatarla.

- Excepto, tal vez, su marido - dijoPoirot.

- ¿No creerá usted... ? - Se detuvo.- Todo el mundo en este barco opina

que el coronel estaría plenamente

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justificado si “le diera con un hacha”.Creo que esa expresión emplearon.

Ellie Henderson le miró...expectante.

- Pero tengo que decir - continuóPoirot - que yo por mi parte, no he vistoninguna señal de exasperación en elbueno del coronel. Además, y esto esmás importante, tiene una coartada.Estuvo durante todo el día con esas doschicas y no volvió al barco hasta lascuatro. Entonces, la señora Clappertonllevaba muerta ya bastantes horas.

Ambos permanecieron en silenciounos momentos.

Ellie Henderson dijo en voz baja:

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- ¿Pero sigue usted pensando que...un pasajero del barco... ?

Poirot inclinó la cabezaafirmativamente.

Ellie Henderson se rió de pronto,con una risa atolondrada y retadora.

- Monsieur Poirot, le va a costartrabajo probar su teoría. Hay muchospasajeros en este barco.

Poirot se inclinó ante ella.- Emplearé una frase de uno de los

escritores de novelas policíacas: “Tengomis métodos, Watson”.*

[*Alusión a Conan Doyle y susnovelas de Sherlock Holmes]

Al día siguiente, a la hora de la

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cena, cada pasajero encontró junto a suplato una hoja mecanografiada, en la quese solicitaba su presencia en el salónprincipal, a las ocho y media. Cuandotodos se hallaron reunidos, el capitánsubió al estrado donde solía tocar laorquesta y les dirigió la palabra.

- Señoras y caballeros, todosustedes conocen la tragedia que ocurrióayer en este barco. Estoy seguro de quetodos desean colaborar para entregar ala justicia al autor de tan cobardecrimen. - Hizo una pausa y se aclaró lagarganta -. Tenemos entre nosotros aMonsieur Hércules Poirot,probablemente conocido de todos

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ustedes como persona con ampliaexperiencia en... en asuntos de estaíndole. Espero que escuchen conatención lo que tiene que decirles.

En ese momento, el coronelClapperton, que no se había presentadoen el comedor, entró en el salón y sesentó junto al general Forbes. Parecíaaturdido por el dolor, no daba enabsoluto la sensación de sentirseliberado de un peso. O era un gran actoro había querido sinceramente a sudesagradable esposa.

- Monsieur Hércules Poirot - dijo elcapitán, bajando del estrado.

Poirot ocupó su lugar. Tenía un

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aspecto muy cómico, dándoseimportancia y sonriendo ampliamente asu auditorio.

- Messieurs, mesdames - empezó -.Son ustedes muy amables al tener labenevolencia de escucharme. Monsieurle capitaine les ha dicho que tengocierta experiencia en estos asuntos.Tengo, es cierto, una pequeña ideapropia para llegar al fondo de este casoconcreto.

Hizo una seña a un camarero y ésteempujó, subiéndole luego al estrado, unobjeto voluminoso, sin forma definida yenvuelto en una sábana.

- Lo que voy a hacer puede que les

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sorprenda un poco - les advirtió Poirot-. Puede que piensen que soy un tiporaro, o un loco. Sin embargo, lesaseguro que tras mi locura, como dicenustedes los ingleses, hay método.

Su mirada se cruzó con la de laseñorita Henderson. Empezó adesenvolver el voluminoso objeto.

- Tengo aquí, messieurs ymesdames, un testigo importante que nosayudara saber quién mató a la señoraClapperton.

Con manos hábiles, apartó el trozofinal de la tela y apareció el objetoenvuelto: una muñeca de madera, casidel tamaño de una persona, vestida con

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un traje de terciopelo y un cuello deencaje.

- Vamos, Arthur - dijo Poirot con lavoz ligeramente cambiada; ya no parecíaextranjero, sino que hablaba inglés conseguridad y con ligero acento de losbarrios bajos londinenses -. ¿Puedesdecirme - repitió -, puedes decirme algosobre la muerte de la señoraClapperton?

El cuello de la muñeca osciló unpoquito, su mandíbula inferiordescendió y empezó a moverse, y unavoz de mujer, muy aguda y chillona,dijo:

- ¿Qué pasa, John? La puerta está

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cerrada. No quiero que me molesten loscamareros.

Se oyó un grito, el ruido de una sillaal caerse y un hombre se tambaleó, conla mano en la garganta, tratando dehablar, tratando... De pronto, su cuerpopareció encogerse y cayó de cabeza.

Era el coronel Clapperton.Poirot y el médico del barco se

levantaron, tras examinar la postradafigura.

- Me temo que se acabó. Corazón -dijo el médico escuetamente.

Poirot asintió.- La impresión de haber visto su

truco descubierto - dijo.

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Se volvió hacia el general Forbes.- Fue usted general, quien me dio

una pista muy valiosa al mencionar elteatro de variedades. Estoydesorientado, me pongo a pensar y porfin se me ocurre.

Supongamos que antes de la guerrael coronel Clapperton fuera ventrílocuo.En ese caso, tres personas pudieron oírperfectamente la voz de la señoraClapperton hablando desde el camarotecuando ya estaba muerta...

Ellie Henderson estaba a su lado.Tenía una mirada sombría y triste.

- ¿Sabía usted que padecía delcorazón? - preguntó.

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- Lo suponía... La señora Clappertonhablaba de su padecimiento del corazón,pero me parecía una de esas mujeres aquienes gusta que las crean enfermas.Entonces recogí del suelo un trozo deuna receta de un preparado con unafuerte dosis de digitalina. La digitalinaes una medicina para el corazón, pero nopodía ser de la señora Clapperton,porque la digitalina dilata la pupila. Yono noté en ella ese fenómeno... perocuando vi los ojos de él, enseguidaobservé que presentaba esta dilatación.

Ellie murmuró:- ¿Entonces pensó usted que... que su

experimento podría... terminar así?

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- Fue el mejor medio, ¿no le parece,mademoiselle? - dijo Poirotsuavemente.

Vio que a sus ojos asomaban laslágrimas.

- Usted lo sabía - dijo Ellie -. Lo hasabido... todo el tiempo... Que lequería... Pero no lo hizo por mí... Fueronesas chicas, la juventud... hizo que sesintiera atado. Quería ser libre, antes deque fuera demasiado tarde... Sí, estoysegura de que fue por eso... ¿Cuándosospechó usted... que era él?

- Su dominio de sí mismo erademasiado perfecto - dijo Poirotsencillamente -. Por irritante que fuera

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la conducta de su mujer, no parecíaafectarle. Eso significaba, o que ya sehabía acostumbrado y no le hacía mella,o... Eh bien, me decidí por la segundaposibilidad. Y acerté. También me llamóla atención su insistencia, la víspera delcrimen, en mostrar su habilidad en losjuegos de manos. Fingía estartraicionándose a sí mismo,involuntariamente. Pero un hombre comoClapperton no se traiciona. Tenía quehaber una razón. Si la gente le creíailusionista, no era probable que creyeranque había sido ventrílocuo.

- ¿Y la voz que oímos, la voz de laseñora Clapperton?

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- Una de las camareras tiene una vozno muy distinta de la suya. La induje aque se escondiera tras el escenario y leenseñé las palabras que tenía que decir.

- Fue una trampa... una trampa muycruel - exclamó Ellie.

- Los asesinatos no merecen miaprobación - dijo Hércules Poirot.

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¿Cómo crece tujardín?

Hércules Poirot hizo con sus cartasun ordenado montón, colocándolo antesí. Cogió la primera de las cartas,examinó un momento la dirección,despegando luego el dorso del sobre conuna pequeña plegadera que teníasiempre en la mesa del desayuno paraese fin y extrajo el contenido. Dentrohabía otro sobre, sellado con lacre y enel que se leía: PRIVADO YCONFIDENCIAL.

Hércules Poirot alzó ligeramente las

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cejas, murmuró: ¡Patience! ¡Nousallons arriver!, y de nuevo puso enjuego la pequeña plegadera. Del sobresalió entonces una carta, escrita conletra temblona y picuda. Algunaspalabras estaban subrayadas de un modomuy notorio. Hércules Poirot desdoblóla carta y leyó. En la parte superior, denuevo se leían las palabras “privado yconfidencial”. A la derecha estabaescrita la dirección, Rosebank,Charmans Green, Bucks, y la fecha,veintiuno de marzo.

Señor Poirot:Me ha recomendado a usted una

antigua y buena amiga mía, que sabe lo

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preocupada y disgustada que he estadoen estos últimos tiempos. Claro que miamiga no conoce los hechos; portratarse de un asunto estrictamenteconfidencial no se los he confiado anadie. Mi amiga me ha dicho que esusted la discreción personificada y queno tema verme envuelta con la policía,cosa que, si mis sospechas resultanfundadas, me desagradaría muchísimo.Pero por supuesto, es posible que estéequivocada por completo. No meconsidero ya con la cabeza lo bastantedespierta - padeciendo como padezcode insomnio y habiendo sufrido elpasado invierno una grave enfermedad

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- para investigar las cosas por mímisma. No tengo ni medios nicapacidad para hacerlo.

Por otra parte, debo insistir unavez más en que se trata de un asunto defamilia en extremo delicado y que pormuchas razones puede que desee echartierra sobre el mismo. Teniendoseguridad de los hechos, podréocuparme yo misma del asunto y así loprefiero. Espero que este punto hayaquedado bien claro. Caso de aceptarusted esta investigación, leagradecería me lo comunicara a ladirección que figura al principio de lacarta.

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Atentamente,Amelia BarrowbyPoirot leyó la carta dos veces, del

principio al fin. De nuevo alzóligeramente las cejas. Luego la dejó allado y cogió el segundo sobre delmontón.

A las diez en punto entró en lahabitación donde la señorita Lemon, susecretaria particular, esperaba recibirinstrucciones para la jornada. Laseñorita Lemon tenía cuarenta y ochoaños y un aspecto poco atractivo. Laimpresión general que producía era lade un montón de huesos colocados decualquier modo. Su pasión por el orden

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casi igualaba la de Poirot, y, aunque muycapaz de pensar por sí misma, nunca lohacía a no ser que se lo ordenaran.

Poirot le entregó el correo de lamañana.

- Tenga la bondad, señorita, decontestar todas estas cartas, diciendoque no, con buenas palabras.

La señorita Lemon echó una ojeada alas distintas cartas, garabateando unjeroglífico en cada una de ellas. Eransignos que solamente ella podía leer, deun código suyo particular: “jabónsuave”, “bofetada”, “ronroneo”, “seco”,etc. Hecho esto, levantó la vista haciaHércules Poirot, solicitando más

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instrucciones.Poirot le tendió la carta de Amelia

Barrowby. Ella la sacó de su dobleenvoltura, la leyó y miró a Poirot conexpresión interrogante.

- ¿Bueno, Monsieur Poirot?Tenía el lapicero en alto, a punto,

sobre el cuaderno de taquigrafía.- ¿Qué opina usted francamente de

esta carta, señorita Lemon?Frunciendo ligeramente el ceño, la

señorita Lemon dejó el lapicero y leyóde nuevo la carta. El contenido de lascartas nunca tenía ningún significadopara la señorita Lemon, salvo desde elpunto de vista de redactar una respuesta

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adecuada. Muy de tarde en tardesolicitaba su jefe sus facultadeshumanas, dejando a un lado supersonalidad profesional. Cuando estoocurría, la señorita Lemon sentía ciertairritación. Ella era una máquina casiperfecta, total y gloriosamentedesinteresada por los problemashumanos. La verdadera pasión de suvida era dar con un sistema de archivoperfecto, al lado del cual todos losdemás sistemas serían olvidados. Porlas noches soñaba con este archivo. Sinembargo, como Poirot sabía muy bien, laseñorita Lemon era muy capaz de tratarcon inteligencia los asuntos puramente

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humanos.- ¿Qué le parece? - preguntó.- Una señora de edad - dijo la

señorita Lemon -. Está muerta de miedo.Y añadió, echando una ojeada a los

dos sobres:- Todo muy misterioso, y no le dice

nada en absoluto.- Sí - dijo Hércules Poirot -. Ya lo

he notado.La señorita Lemon posó una vez más

su mano esperanzada sobre el cuadernode taquigrafía. Por fin, Poirot, tras unapausa, respondió:

- Dígale que será para mí un honorvisitarla en el día y a la hora que me

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indique, a no ser que prefiera venir aconsultarme aquí. No escriba la carta amáquina, escríbala a mano.

- Muy bien, Monsieur Poirot.Poirot mostró el resto del correo.- Éstas son facturas.Las manos eficientes de la señorita

Lemon establecieron una rápidaselección entre ellas.

- Las pagaré todas menos estas dos.- ¿Por qué no esas dos? No hay error

en ellas.- Son unas firmas con las que tiene

usted relaciones desde hace muy pocotiempo. No hace buen efecto pagardemasiado pronto, acabando de abrir

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una cuenta... parece como si estuvierausted trabajando el terreno paraconseguir un crédito.

- ¡Ah! - murmuró Poirot -. Meinclino ante su superior conocimientodel comerciante británico.

- Poco habrá que yo no sepa conrespecto a ellos - dijo la señorita Lemoncon expresión torva.

La carta para la señorita AmeliaBarrowby fue escrita y echada al correo,pero no llegaba respuesta alguna. Quizá,pensaba Hércules Poirot, la ancianaseñora había descubierto el misterio porsí misma. Sin embargo, le sorprendía unpoco el que, de ser así, no hubiera

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escrito unas líneas corteses, diciendoque ya no necesitaba sus servicios.

Cinco días más tarde, después derecibir las instrucciones de lacorrespondencia, dijo la señoritaLemon:

- Esa señorita Barrowby a quienescribimos... no es extraño que no hayacontestado. Ha muerto.

Hércules Poirot dijo en voz muybaja: “¿Ha muerto?”. Sus palabras, másque una pregunta, parecían unarespuesta.

La señorita Lemon abrió el bolso yextrajo de él un recorte de periódico.

- Lo vi en el “metro” y lo arranqué.

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Aprobando mentalmente el hecho deque la señorita Lemon, a pesar de haberempleado la palabra “arranqué,” habíarecortado la noticia cuidadosamente conunas tijeras, Poirot leyó el suelto,extraído de la sección de “Nacimientos,Defunciones y Enlaces”, del MorningPost. “El 26 de marzo falleció derepente, en Rosebank Charman’s Green,Amelia Jane Barrowby, a los setenta ytres años de edad. Se ruega no envíenflores”.

Poirot le leyó y murmuró entredientes: “De repente”. Luego dijo,vivamente:

- Señorita Lemon, ¿tiene usted la

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bondad de escribir una carta?La señorita Lemon cogió un lápiz y

tomó la carta en rápida y correctataquigrafía.

Distinguida señorita Barrowby:No he recibido contestación de

usted, pero como estaré por lasinmediaciones de Charman’s Green elviernes, la visitaré dicho día paratratar con mayor amplitud del asuntomencionado por usted en su carta.

Atentamente, etc.- Escriba enseguida esta carta y si la

echa pronto llegará a Charman’s Greende seguro esta noche.

A la mañana siguiente, el segundo

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correo trajo una carta en un sobre deluto.

Muy señor mío:En contestación a su carta, he de

manifestarle que mi tía, la señoritaBarrowby, falleció el día veintiséis. Enconsecuencia, el asunto de que hablaya no tiene importancia.

Atentamente,Mary DelafontainePoirot sonrió para sí.- Ya no tiene importancia... ¡Ah! Eso

ya lo veremos. En avant... vamos aCharman’s Green.

Rosebank era una casa que parecíahacer honor a su nombre, lo cual no

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puede decirse de muchas casas de suestilo y carácter.*

[*Rosebank significa loma derosas]

Hércules Poirot se detuvo en elsendero que conducía a la puertaprincipal y dirigió una miradaaprobatoria a los bien trazados macizosque se extendían a ambos lados.

Había rosales, que prometían unabuena cosecha para cuando llegara laestación, y, ya en flor, narcisos,tulipanes tempraneros, jacintos azules...El último macizo estaba bordeadoparcialmente por conchas.

Poirot murmuró para sí:

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- ¿Cómo es esa cancioncita quecantan los niños ingleses?

“Mistress Mary, quite contraryHow does your garden grow?Whith cockle - sells and silver bellsAnd pretty maids all in a roze”.[*Di, María, la obstinada, /¿cómo

crece tu jardín? / Tiene conchas,campanitas, / de doncellas un sinfín.]

“Puede que no haya un sinfín - pensó-, pero, por lo menos, aquí viene unadoncella, para que se cumpla en todassus estrofas la cancioncita infantil.”

La puerta principal se había abiertoy una pulcra doncellita, con gorro ydelantal, contemplaba indecisa el

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espectáculo que ofrecía un señorextranjero de grandes bigotes, hablandosolo en voz alta en medio del jardín.Era, según observó Poirot, unadoncellita muy mona, de redondos ojosazules y mejillas sonrosadas.

Poirot se quitó el sombrero y sedirigió a ella:

- Perdone, ¿vive aquí la señoritaAmelia Barrowby?

La doncella lanzó un sonidoentrecortado y sus ojos, a consecuenciade la impresión, se redondearon aúnmás.

- ¡Ay, señor! ¿No lo sabía? Se hamuerto. ¡Tan de repente! El martes por la

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noche.Titubeó, luchando entre dos instintos

encontrados: primero, la desconfianzahacia el extranjero, y segundo la fruiciónnatural de su clase en explayarse en elinterminable tema de enfermedades ymuertes.

- Me sorprende usted - dijo HérculesPoirot, faltando a la verdad -. Tenía unacita para hoy con la señora. Sinembargo, quizá pueda ver a la otraseñora que vive en la casa.

La doncellita, antes de responder,pareció titubear un poco.

- ¿La señora? Sí, a lo mejor podríausted verla, pero no sé si querrá recibir

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a nadie.- A mí me recibir- dijo Poirot,

entregándole una tarjeta.La autoridad con que habló, surtió el

efecto deseado.La doncella de mejillas rosadas se

hizo a un lado y condujo a Poirot hastaun salón, situado a la derecha delvestíbulo. Luego, con la tarjeta en lamano, se fue a avisar a su señora.

Hércules Poirot miró a su alrededor.El salón era completamenteconvencional: en las paredes, papelcolor de harina de avena, con un friso enel borde; cretonas de color indefinido;cojines y cortinas de color rosa y

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profusión de chucherías y adornos. Nohabía nada en la habitación que sedestacara, que indicara la presencia deuna personalidad definida.

De pronto Poirot, que era muysensible para estas cosas, sintió queunos ojos le observaban. Giró sobre sustalones. Una chica estaba de pie en elumbral de la puerta ventana, una chicade baja estatura, cetrina, de pelo muynegro y mirada llena de desconfianza.Entró en la habitación y, al tiempo quePoirot se inclinaba ligeramente enademán de respeto ante ella, saltóbruscamente:

- ¿Por qué ha venido?

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Poirot no respondió. Se limitó aalzar las cejas.

- Usted no es abogado, ¿verdad?Hablaba bien el inglés, pero nadie,

ni por un momento, la hubiera tomadopor inglesa.

- ¿Por qué había de ser yo abogado,mademoiselle?

La chica se le quedó mirandofijamente con una expresión sombría.

- Pensé que a lo mejor lo era. Penséque a lo mejor había venido a decir queella no sabía lo que hacía. He oídohablar de esas cosas; la influenciaindebida le llaman, ¿verdad? Pero no escierto. Ella quiso que el dinero fuera

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mío y lo será. Si es necesario tendré unabogado propio. El dinero es mío. Ellalo dejó escrito así, y así será.

Estaba muy fea, con la barbilla haciadelante y los ojos lanzando chispas.

La puerta se abrió y entró una mujeralta.

- Katrina - dijo.La chica retrocedió, enrojeció, y,

farfullando algo ininteligible, salió porla puerta ventana.

Poirot se volvió hacia la reciénllegada, que de modo tan eficaz habíazanjado la cuestión, pronunciando unasola palabra. En su voz había habidoautoridad, desprecio y una nota de ironía

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refinada. Poirot se dio cuenta enseguidade que aquélla era la dueña de la casa,Mary Delafontaine.

- ¿Monsieur Poirot? Le he escrito austed. No habrá recibido mi carta.

- He estado fuera de Londres.- Ah, comprendo; eso lo explica.

Permita que me presente. Me llamoDelafontaine.

Mi marido. La señorita Barrowbyera tía mía.

El señor Delafontaine había entradotan silenciosa mente que su llegadahabía pasado inadvertida. Era unhombre alto, de cabellos grises yaspecto indeciso. Se acariciaba la

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barbilla con movimientos nerviosos.Con frecuencia miraba a su mujer y eraevidente que dejaba que ella llevara lavoz cantante en las conversaciones.

- Siento mucho molestarles en mediode su aflicción - les dijo HérculesPoirot.

- Ya comprendo que no ha sido culpasuya - dijo la señora Delafontaine -. Mitía murió la tarde del martes. Fue de lomás inesperado.

- De lo más inesperado - dijo elseñor Delafontaine -. Un gran golpe.

Sus ojos estaban fijos en la puertaventana, por donde había desaparecidola chica extranjera.

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- Les pido a ustedes perdón - dijoHércules Poirot -, y me retiro.

Dio un paso en dirección a la puerta.- Un momento - dijo el señor

Delafontaine -. ¿Dice usted que tenía...ejem... una cita con tía Amelia?

- Parfaitement.- Si nos dijera usted de qué se

trataba - dijo su esposa -, quizápudiéramos ayudarle.

- Se trata de un asunto reservado -dijo Poirot -. Soy detective - añadió,sencillamente.

El señor Delafontaine tiró unafigurita de porcelana que tenía en lamano. Su esposa parecía perpleja.

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- ¿Un detective? ¿Y tenía usted unacita con la tía? ¡Qué cosa másextraordinaria! - Se quedó mirandofijamente a Poirot -. ¿No puede usteddecirnos nada más, Monsieur Poirot?Todo esto es... fantástico.

Poirot guardó silencio algunossegundos. Cuando habló, lo hizoescogiendo cuidadosamente laspalabras.

- Es difícil para mí, señora, saber loque debo hacer.

- Diga - dijo el señor Delafontaine -.No mencionó a los rusos, ¿verdad?

- ¿Los rusos?- Sí, ya me entiende... bolcheviques,

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rojos, etc.- No seas absurdo, Henry - dijo su

mujer.Delafontaine se disculpó, muy

turbado.- Perdón... perdón... Tenía

curiosidad.Mary Delafontaine miró

abiertamente a Poirot. Sus ojos eran muyazules, del color de las miosotis.

- Si puede usted decirnos algo, señorPoirot, le agradecería mucho que lohiciera. Le aseguro que tengo... tengomotivos para pedírselo.

EI señor Delafontaine se mostróalarmado.

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- Ten cuidado... ya sabes que a lomejor no hay nada cierto en todo ello.

De nuevo la esposa le detuvo conuna mirada.

- ¿Qué dice usted, Monsieur Poirot?Lentamente, con gravedad, Hércules

Poirot movió la cabeza en sentidonegativo. Lo hizo con gran pesar, pero lohizo.

- Por el momento, señora - dijo -,lamento no poder decir nada.

Se inclinó, cogió su sombrero y sedirigió a la puerta.

Mary Delafontaine le acompañó alvestíbulo. En el peldaño, Poirot sedetuvo y la miró.

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- Parece que tiene usted gran aficióna su jardín, ¿no es así, señora?

- ¿Al jardín? Sí, le dedico muchotiempo.

- Je vous fait mes compliments.Se inclinó de nuevo y se dirigió a la

verja a grandes pasos. Al cruzar la verjay torcer hacia la derecha, miró haciaatrás y su mente anotó dos impresiones:un rostro cetrino que le observaba desdeuna ventana del primer piso y un hombreerguido, de porte militar, que se paseabade arriba abajo por el otro lado de lacalle.

Hércules Poirot se dijo para susadentros:

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“Decididamente, aquí hay gatoencerrado. ¿Qué haremos para cogerlo?”

Después de considerar la cuestión,se dirigió a la oficina de Correos máspróxima. Desde allí hizo dos llamadastelefónicas, cuyo resultado pareciósatisfacerle. Luego dirigió sus pasos alcuartelillo de policía de Charman’sGreen, donde preguntó por el inspectorSims. El inspector Sims era un hombrecordial, alto y corpulento.

- ¿Monsieur Poirot? - preguntó -.Me lo pareció. Me acaba de llamar eljefe hace un momento para hablarme deusted. Dijo que se pasaría usted poraquí. Venga usted a mi despacho.

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Una vez cerrada la puerta, elinspector señaló una butaca a Poirot, seacomodó en otra y volvió hacia suvisitante una mirada llena de curiosidad.

- ¡No pierde usted el tiempo,Monsieur Poirot! Viene usted a vernosacerca del caso de Rosebank casi antesde que sepamos que existe semejantecaso. ¿Cuál fue el motivo de su interéspor este caso?

Poirot sacó la carta que habíarecibido y se la entregó al inspector.Este último la leyó con cierto interés.

- Interesante - dijo -. Lo malo es quepuede significar tantas cosas... Es unapena que no haya sido un poco más

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explícita. Nos hubiera ayudado ahora.- ¿Quiere usted decir... ?- Puede que hubiera estado viva.- ¿Es que su muerte es... dudosa?- Va usted tan lejos como todo eso,

¿eh? ¡Hum! No digo que no tenga ustedrazón.

- Le ruego, inspector, me haga usteduna relación de los hechos. No sé nadaen absoluto.

- Muy fácil. La vieja señora se pusomala el martes por la noche, después decenar. Muy alarmante, convulsiones,espasmos y todas esas cosas. Llamaronal médico. Cuando llegó, estaba muerta.Parecía que había muerto de un ataque.

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Bueno, al médico no le gustó mucho elaspecto que presentaban las cosas.Tartamudeó un poco y doró la píldora loque pudo, pero dio a entenderclaramente que no podía extender uncertificado de defunción. Y en cuanto ala familia respecta, esto es todo lo quehay.

Están esperando el resultado de laautopsia. Nosotros hemos llegado unpoco más lejos. El médico nos informóconfidencialmente enseguida (él y elcirujano de la policía hicieron juntos laautopsia) y el resultado no deja lugar adudas. La señora murió a consecuenciade una fuerte dosis de estricnina.

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- ¡Ah!- Eso es. Un asunto muy feo. El caso

es saber quién le dio la estricnina.Deben habérsela dado muy poco antesde su muerte. Al principio creíamos quese la habían dado con la cena, pero,francamente, parece que hay quedesechar esa idea. Comieron sopa dealcachofas, servida de una sopera,pastelón de pescado y tarta de manzana.

Una cena como puede verse frugal.- ¿Quiénes eran los comensales?- La señorita Barrowby y el señor y

la señora Delafontaine. La señoritaBarrowby tenía una especie deenfermera y señorita de compañía, una

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chica medio rusa, pero no comía con lafamilia. Después de retirar la comida dela mesa la chica comió de lo mismo.Tiene una muchacha, pero era su nochelibre. Dejó en el horno la sopa y elpastelón de pescado y la tarta demanzana era fría. Los tres comieron lomismo y, aparte de eso, no creo que seaposible hacer tragar estricnina a nadiede ese modo. La estricnina es amargacomo la hiel. Me dijo el médico quepuede notarse su sabor en una soluciónde uno por mil, o algo por el estilo.

- ¿Y con café?- Con café es más fácil, pero ella no

tomaba nunca café.

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- Ya comprendo. Sí, parece un puntomuy difícil de aclarar. ¿Qué bebió con lacomida?

- Agua.- Vamos de mal en peor.- Sí, es un verdadero lío.- ¿Tenía dinero la señora?- Creo que estaba muy bien. Claro

que todavía no conocemos los detallesconcretos.

Tengo entendido que losDelafontaine están bastante mal dedinero. La señora ayudaba a sostener lacasa.

Poirot sonrió.- ¿De modo que sospecha usted de

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los Delafontaine? - dijo -. ¿De cuál deellos?

- No quiero decir precisamente quesospeche de ninguno de los dos enparticular. Pero ahí tiene usted, son susúnicos parientes cercanos y su muerteles proporciona una bonita cantidad dedinero, estoy seguro. ¡Ya sabe cómo esla naturaleza humana!

- Algunas veces, inhumana; sí, muycierto. ¿Y no tomó ni bebió nada más laanciana?

- Bueno, a decir verdad...- ¡Ah, Voilà... ! Me parecía que tenía

usted algo dentro de la manga, comodicen ustedes los ingleses... la sopa, el

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pastel de pescado, la tarta de manzana...¡betise! Ahora llegamos al centro de lacuestión.

- No lo sé. Pero lo cierto es que laanciana tomaba unos sellos antes de lascomidas. Ya me entiende, no eranpíldoras, ni tabletas, sino unas de esascajitas de papel de arroz con unospolvos dentro. Era una medicinacompletamente inofensiva, para ladigestión.

- Admirable. Nada más fácil quellenar uno de los sellos con estricnina ysustituirlo por uno de los otros. Pasa porla garganta tragado con un poco de aguay no se nota el sabor.

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- Eso es. Lo malo es que fue la chicala que se lo dio.

- ¿La chica rusa?- Sí. Katrina Rieger. Era una especie

de criada, enfermera y señorita decompañía de la señorita Barrowby. Creoque no la dejaba en paz: tráeme esto,tráeme lo otro, tráeme lo de más allá,frótame la espalda, sírveme la medicina,vete corriendo a la farmacia... ese plan.Ya sabe usted lo que son esas señorasmayores, tienen buenas intenciones, perolo que necesitan en realidad es unaesclava negra.

Poirot sonrió.- Y así estamos - continuó el

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inspector Sims -. No encaja muy bienque digamos.

¿Por qué iba a envenenarla la chica?Muerta la señorita Barrowby, se quedasin trabajo y no es tan fácil encontrarempleo; no tiene preparación especial,ni nada de eso.

- Sin embargo - sugirió Poirot -, si lacaja de los sellos no estaba guardada,cualquiera de la casa pudo teneroportunidad de realizar la sustitución.

- Naturalmente, estamos en eso,Monsieur Poirot. No tengo reparo enconfesarle que estamos haciendoaveriguaciones... discretamente, claro.Cuándo fue preparada la medicina,

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dónde la guardaban de costumbre... Conpaciencia y mucho trabajo pesado yoscuro conseguiremos lo que buscamos.Luego está también el abogado de laseñorita Barrowby. Mañana tengo unaentrevista con él. Y el director delbanco. Todavía hay mucho que hacer.

Poirot se levantó.- Voy a pedirle un favor, inspector

Sims: que me diga cómo marcha elasunto. Lo consideraré como un granfavor. Éste es mi número de teléfono.

- ¡No faltaría más, Monsieur Poirot!Cuatro ojos ven más que dos; además,habiendo recibido la carta, tenía ustedque estar en el asunto.

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- Me abruma usted, inspector.Cortésmente, Poirot estrechó la

mano del inspector y se marchó.Al día siguiente por la tarde le

llamaron por teléfono.- ¿Es usted, Monsieur Poirot? Le

habla el inspector Sims. Parece queaquel asuntito que sabemos usted y yo seva animando.

- ¿De verdad? Cuénteme, se loruego...

- Bueno, ahí va el artículo número1... y bastante importante, por cierto. Laseñorita B dejó un pequeño legado a susobrina y todo lo demás a K. Enconsideración a su gran bondad y

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atenciones para con ella... así es comose expresa. Eso cambia el aspecto de lascosas totalmente, a mi juicio.

Ante la mente de Poirot se presentóuna escena: un rostro sombrío y una vozapasionada que decía: “El dinero esmío. Ella lo ha escrito así y así será”. Ellegado no iba a constituir una sorpresapara Katrina; tenía conocimiento de élcon anticipación.

- Artículo número 2 - continuó lavoz del inspector Sims -. Nadie más queK anduvo con el sello.

- ¿Está usted seguro de eso?- La propia chica al menos no lo

niega. ¿Qué opina usted de eso... ?

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- Es sumamente interesante.- Sólo necesitamos una cosa más...

pruebas de cómo llegó a sus manos laestricnina.

No creo que sea difícil.- ¿Pero hasta ahora no ha tenido

éxito?- Acabo de empezar, como quien

dice. La encuesta fue esta mañana.- ¿Qué ocurrió en ella?- Se aplazó por una semana.- ¿Y la señorita... K?- Voy a detenerla por sospechosa.

No quiero correr riesgos. Puede quetenga amigos en el país que traten desacarla de esto.

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- No - dijo Poirot -. No creo quetenga ningún amigo.

- ¿De verdad? ¿Qué le hace decir austed eso, Monsieur Poirot?

- Es sólo una idea más. ¿No hay más“artículos”, como usted los llama?

- Nada que tenga mucha relación conel caso. Parece que la señorita B habíahecho algunas tonterías últimamente consus valores... debe haber perdido unasuma bastante elevada. Es un asunto unpoco raro, pero no veo que tenga muchoque ver con el problema principal... porel momento, al menos.

- No, puede que esté usted en locierto. Bueno, muchas gracias. Ha sido

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usted muy amable en telefonearme.- Nada de eso. Soy un hombre de

palabra y comprendí que estaba muyinteresado. Quién sabe, puede que meeche usted una mano antes de terminareste asunto.

- Eso sería para mí un gran placer.Por ejemplo, podría ayudarle a usted siconsiguiera dar con un amigo deKatrina.

- ¿No había dicho usted que no teníaamigos? - dijo el inspector Sims,sorprendido.

- Estaba equivocado - dijo HérculesPoirot -. Tiene un amigo.

Antes de que el inspector pudiera

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hacer más preguntas, Poirot colgó.Con expresión grave, se encaminó a

la habitación donde la señorita Lemonescribía a máquina. Al acercarse su jefe,la señorita Lemon levantó las manos delteclado y le miró, interrogante.

- Quiero que se imagine usted unapequeña historia - le dijo Poirot.

La señorita Lemon dejó caer lasmanos en su regazo, en actitudresignada. Le gustaba escribir amáquina, pagar cuentas, archivas yanotar los compromisos de su jefe. Elque le pidiera que se imaginase ensituaciones hipotéticas le aburría mucho,pero lo aceptaba como una parte

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desagradable de su trabajo.- Es usted una muchacha rusa -

empezó Poirot.- Sí - dijo la señorita Lemon, con un

aire sumamente británico.- Está usted sola y sin amigos en este

país. Tiene usted razones para no desearvolver a Rusia. Está usted empleadacomo una especie de esclava, enfermeray señorita de compañía de una señora deedad. Es usted humilde y paciente.

- Sí - dijo la señorita Lemon,obediente, pero incapaz de imaginarse así misma en actitud humilde ante ningunaseñora.

- La anciana le coge cariño a usted.

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Decide dejarle su dinero y así se locomunica.

Poirot hizo una pausa.La señorita Lemon dijo “sí” una vez

más.- Y entonces, la anciana descubre

algo. Puede que sea un asunto de dinero,que se haya dado cuenta de que usted noha sido honrada con ella. O puede quesea más grave todavía: una medicina quetenía un gusto raro, una comida quesienta mal... Bueno, el caso es queempieza a sospechar de usted y escribea un detective muy famoso... en fin, elmás famoso de todos los detectives, ¡amí! Tengo que ir a visitarla poco

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después. Y entonces, como dicen ustedeslos ingleses, la grasa está en el fuego, elpeligro es inminente. Hay que obrar conrapidez. Y así, cuando el gran detectivellega, la anciana está muerta. Y el dinerova a parar a usted... Dígame, ¿le parecerazonable?

- Muy razonable - dijo la señoritaLemon -. Quiero decir, muy razonablepara una rusa. Yo, personalmente, nuncame emplearía de señorita de compañía.Me gusta que mis obligaciones esténbien definidas. Y, naturalmente, nunca seme ocurriría asesinar a nadie.

Poirot suspiró.- ¡Cómo echo de menos a mi amigo

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Hastings! ¡Tenía tanta imaginación y unamentalidad tan romántica! Bien esverdad que siempre se equivocaba, peroeso en sí mismo era una guía.

La señorita Lemon permaneció ensilencio. Ya había oído hablar otrasveces del capitán Hastings y no leinteresaba el tema. Dirigió una miradamelancólica a la hoja mecanografiadaque tenía ante ella.

- ¡De modo que le parece a ustedrazonable! - murmuró Poirot.

- ¿A usted no?- Me temo que sí - suspiró Poirot.Sonó el teléfono y la señorita Lemon

salió de la habitación para contestarlo.

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Cuando volvió dijo:- Otra vez el inspector Sims.Poirot corrió al aparato. Escuchó lo

que le decía el inspector y exclamó:- ¿Cómo? ¿Qué dice?Sims repitió su declaración:- Hemos encontrado un paquete de

estricnina en la habitación de la chicaescondido debajo del colchón. Acababade llegar el sargento con la noticia.Podemos decir que esto liquida lacuestión.

- Sí - dijo Poirot -. Creo que elasunto está liquidado. Su voz habíacambiado; parecía, de pronto, llena deconfianza.

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“Había algo que estaba mal -murmuró para sí -. Lo sentí... no, no losentí. Debe haber sido algo que vi. Enavant, pequeñas células grises. Meditad,reflexionad. ¿Era todo lógico, estabatodo en orden? La chica, su ansiedadrespecto al dinero... la señoraDelafontaine; su marido... su referenciaa los rusos... una imbecilidad, perobueno, él es un imbécil; la habitación...el jardín... ¡ah! Sí, el jardín.”

Se enderezó. En sus ojos apareció laluz verde. Se puso en pie de un salto yse dirigió a la habitación contigua.

- Señorita Lemon, ¿tiene usted labondad de dejar lo que está haciendo y

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hacer una investigación?- ¿Una investigación, Monsieur

Poirot? No creo que valga la...Poirot la interrumpió.- Dijo usted un día que conocía muy

bien a los comerciantes.- Desde luego que sí - dijo la

señorita Lemon con seguridad en símisma.

- Entonces el asunto es sencillo.Tiene usted que ir a Charman’s Green yencontrar a un pescadero.

- ¿A un pescadero? - preguntó laseñorita Lemon, sorprendida.

- Exacto. EI pescadero que servía elpescado a Rosebank. Cuando lo

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encuentre usted, le preguntaré una cosa.Poirot le entregó un papel. La

señorita Lemon lo cogió, leyó lo quehabía escrito en él sin mostrar interés,hizo una señal de asentimiento y cubrióla máquina con su correspondientefunda.

- Iremos juntos a Charman’s Green -dijo Poirot -. Usted al pescadero y yo alcuartelillo de la policía. Tardaremos unamedia hora desde Baker Street.

Al llegar a su destino fue recibidopor el sorprendido inspector Sims.

- Vaya, trabaja usted deprisa,Monsieur Poirot. No hace más de unahora que le hablé por teléfono.

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- Tengo que pedirle una cosa: queme deje ver a esa chica, Katrina...¿cómo dice que se llama?

- Katrina Rieger. Bueno, no creo quehaya nada que lo impida.

Katrina parecía más cetrina ysombría que nunca. Poirot le habló muyamablemente.

- Mademoiselle, quiero que seconvenza de que no soy enemigo suyo.Quiero que me diga usted la verdad ytoda la verdad.

Los ojos de Katrina chispearon,retadores.

- He dicho la verdad. ¡He dicho laverdad a todo el mundo! Si a la señora

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la envenenaron, yo no he sido. Todo estoes una equivocación. Usted quierequitarme el dinero.

Hablaba con voz ronca. Parecía,pensó Poirot, una pobre ratitaacorralada.

- Hábleme del sello, mademoiselle -continuó Poirot -. ¿Nadie salvo ustedanduvo con él?

- Ya lo he dicho, ¿no? Los habíanpreparado aquella tarde en la farmacia.Los llevé a casa en mi bolso... muy pocoantes de la cena. Abrí la caja y le di unoa la señora Barrowby, con un vaso deagua.

- ¿Nadie los tocó salvo usted?

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- Nadie.¿Una rata acorralada... pero valiente,

quizá?- Y la señorita Barrowby cenó

únicamente lo que nos ha dicho: la sopa,el pastel de pescado y la tarta, ¿verdad?

- Sí.Fue un “sí” desesperado. Sus ojos

oscuros no veían luz en ninguna parte.Poirot le dio unas palmaditas en el

hombro.- Tenga valor, mademoiselle.

Todavía puede usted ser libre... sí, yrica... una vida cómoda.

Ella le miró con desconfianza.Al salir, Sims le dijo:

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- No entendí bien lo que me dijo porteléfono... algo sobre un amigo que teníala chica.

- Tiene uno. ¡Yo! - dijo HérculesPoirot y, antes de que el inspectorpudiera recobrarse, había salido delcuartelillo de policía.

En el salón de té del Gato Verde, laseñorita Lemon no hizo esperar a sujefe, sino que fue directamente al asunto.

- El hombre se llama Rudge y tienela pescadería en High Street. Tenía ustedrazón: exactamente docena y media. Hetomado nota de lo que me dijo - yentregó la nota.

Poirot lanzó un sonido profundo,

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semejante al ronroneo de un gato.Hércules Poirot se encaminó a

Rosebank. Estaba parado en el jardín,con el sol poniéndose a sus espaldas,cuando Mary Delafontaine se le acercó.

- ¿Monsieur Poirot? - su vozdenotaba sorpresa -. ¿Ha vuelto usted?

- Sí, he vuelto. - Poirot hizo unapausa y luego dijo: - Cuando viene aquípor primera vez, me vino a la mente larima infantil:

Di, María, la obstinada,¿Cómo crece tu jardín?Tiene conchas, campanitas,de doncellas un sinfín.Poirot terminó:

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- Sí, tiene conchas, conchas deostras, ¿verdad, madame?

Señaló con la mano en determinadadirección.

Ella contuvo la respiración,quedándose luego muy quieta. Sus ojosmiraron a Poirot con expresióninterrogante.

Él asintió.- ¡Mais oui! ¡Lo sé todo! La

muchacha dejó la comida preparada.Ella, lo mismo que Katrina, jurará queno comieron ustedes otra cosa. Sólousted y su esposo saben que le trajerondocena y media de ostras, un regalitopour la bone tante. ¡Es tan fácil poner

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estricnina en una ostra! ¡Se traga, commeça! Pero quedan las conchas. No debenecharse al cubo. La criada las hubieravisto. Y entonces pensó usted en bordearcon ellas uno de los macizos. Pero nohabía las suficientes; el borde no estácompleto. Hace mal efecto, estropea lasimetría del jardín, encantador, a no serpor ese detalle. Esas pocas conchas deostras producen una nota discordante...Me desagradaron cuando viene aquí porvez primera.

Mary Delafontaine dijo:- Supongo que lo habrá adivinado

usted por la carta. Sabía que habíaescrito, pero no sabía cuánto había

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dicho.Poirot contestó evasivo:- Sabía por lo menos que se trataba

de un asunto de familia. Si se hubieratratado de Katrina, no habría motivopara echar tierra al asunto. Me figuroque usted o su esposo negociaron losvalores de la señorita Barrowby enprovecho propio y que ella lodescubrió...

Mary Delafontaine asintió.- Hacía años que lo veníamos

haciendo... un poco aquí y otro pocoallá. Nunca me di cuenta de que fuera lobastante lista para enterarse. Y entoncesme enteré de que había mandado llamar

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a un detective y de que le dejaba eldinero a Katrina... ¡esa miserable!

- Y entonces puso la estricnina en elcuarto de Katrina. Comprendo. Sesalvaba usted y salvaba a su marido delo que yo pudiera descubrir y cargaba auna chiquilla inocente con la culpa de unasesinato. ¿No tiene usted piedad,señora?

Mary Delafontaine se encogió dehombros... sus ojos color miosotismiraban a Poirot. Él recordó su primeravisita, la perfecta actuación de MaryDelafontaine y las torpes intervencionesde su marido. Una mujer superior... peroinhumana.

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- ¿Piedad? ¿Para esa miserableintrigante? - dijo ella dando riendasuelta a su odio.

Hércules Poirot dijo lentamente:- Creo, señora, que sólo ha tenido

usted dos afectos en su vida. Uno es sumarido.

Los labios de Mary Delafontainetemblaron.

- Y el otro... su jardín.Poirot miró en torno suyo. Su mirada

parecía pedir perdón a las flores por loque había hecho y por lo que iba a hacer.