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En un pueblo pacífico aparecenlos cuerpos sin vida de algunoshabitantes. La autopsia revelaque fueron asesinados conarsénico. La prensa convierte elcaso en un escándalo nacional yel gobierno envía a su mejordetective para atrapar alculpable. Ésta es una de lashistorias aquí reunidas por elgenial autor de El complotmongol, obra clásica de la

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narrativa mexicana. En estasTres novelas policiacas, RafaelBernal plantea una serie deenigmas narrados con alegreironía que mantendrán al lectoren suspenso de principio a fin.

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Rafael Bernal

Tres novelaspoliciacas

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ePub r1.0IbnKhaldun 13.09.13

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Título original: Tres novelas policiacasRafael Bernal, 1946Diseño de portada: Marco Xolio

Editor digital: IbnKhaldunePub base r1.0

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Rafael Bernal: unclásico de la narrativa

mexicana policiaca¿Cuándo comenzó en México lanarrativa de detectives? ¿Quién esel iniciador del llamado géneronegro? ¿Cuál sería la obrafundamental —la piedra angular—de esta corriente?

Para responder a estaspreguntas, que bien podrían servirde arranque para un debate entre

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especialistas e historiadores de laliteratura, los entusiastas casisiempre coinciden en señalar aRafael Bernal y su novela Elcomplot mongol, aparecida en1969. No importa que en nuestropaís se puedan rastrear diversosantecedentes, ni que, gracias a laperspectiva contemporánea y a laevolución del género podamosincluir en él desde las Memorias deun polizonte, del porfiristaVictoriano Salado Álvarez, hasta

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Ensayo de un crimen, de RodolfoUsigli, pasando por las obras quepenetran en el mundo de los hechoscriminales políticos, como Lasombra del caudillo, de MartínLuís Guzmán. Nada de eso importa.

Para los entendidos, es decir,para quienes devoran con pasiónlas páginas de los relatos en dondeel crimen y su investigación sonfundamentales, no hay otro fundadorque Rafael Bernal.

En los años transcurridos desde

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su publicación a la fecha, elprestigio de El complot mongol haido en aumento. A quienesdescubrieron esta novela a finalesde los sesenta o principios de lossetenta, se han sumado generacionessucesivas de nuevos lectores que lareconocen como la punta de lanzade una narrativa que, siguiendo laruta abierta por ella, en las tresdécadas posteriores tuvo quemultiplicarse para reflejar losproblemas del país desde la

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perspectiva del crimen, sus causasy sus repercusiones en la sociedad,narrativa que ha llegado a ocupar,por su calidad e inventiva, un sitioimportante en las letras mexicanas.

Sin embargo, debido al éxito deEl complot mongol, el resto de laobra de su autor había quedado casien el olvido. Salvo algunasediciones aisladas, rescatesefectuados por editorialesgubernamentales y universitarias, laausencia de los relatos y novelas

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restantes de Rafael Bernal podíallevar a su público a la creencia deque se trataba de un escritor de unsolo libro. Nada más equivocado.Rafael Bernal fue un narradorprolífico, incursionó en variadastemáticas y aun dentro de la mismanovela policiaca, exploró diversascorrientes. El volumen que el lectorsostiene ahora en las manos es unamuestra de ello.

Nacido en México, en 1915,Bernal se caracterizó por una

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inquietud que, así como en lanarrativa lo llevó a explorardiversas corrientes, en la vida loconvirtió en un trotamundos.Sinarquista en su juventud, conocióla vida carcelaria y el exilio. Viajóa través de los Estados Unidos,Europa y Oriente. Estudió filosofíaen Suiza y, en su madurezperteneció al cuerpo diplomáticomexicano. En su carrera literaria,además de narrador, también fuepoeta; se le considera uno de los

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pioneros de la televisión mexicanay escribió también para el teatro.Falleció en Suiza en 1972, tres añosdespués de la publicación de suobra más conocida.

Esta breve semblanza nos hablade un hombre curioso, obsesionadopor el conocimiento, versátil,inmerso en un mundo caótico queacaso lo abrumaba, y que, al noconformarse con una realidad dadade antemano, buscó ampliar sushorizontes y alimentar su

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imaginación para crear, por mediode ella, universos más equilibradoso, por lo menos, más fáciles decomprender.

Sabemos, por sus obras, que eratambién un lector voraz de novelaspolicíacas, tanto de las «novela-problema» al estilo de losbritánicos, como de las de realismoduro que cultivaron losnorteamericanos Dashiell Hammetty Raymond Chandler, y podemosintuir que encontraba en ellas las

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dos vertientes contrapuestas quepara él cifraban el universo —elcaos y la pre precisión—, mismasque trasladó a su obra narrativa.Pues así como El complot mongolse adscribe al realismo duro y es unretrato oscuro de la vida en losbajos fondos de la ciudad deMéxico, las tres pequeñas novelasque contiene este volumen parecenhaber sido escritas bajo la sombrade los reyes del crimen inglés,Agatha Christie y G. K. Chesterton:

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se trata de crímenes ocurridos enámbitos bien cerrados, donde todoslos posibles sospechosos son genteconocida por el detective —o«aprendiz de detective»,deberíamos decir— que decideintentar resolverlos por medio de laobservación, del análisis abstracto,de la deducción lógica.

La primera novela de estevolumen, El extraño caso deAloysius Hands, ocurre en LaMesa, Texas, un pueblo de poco

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más de mil habitantes. Esta pequeñacomunidad se ha vuelto de prontofamosa en todo el país debido a uncaso de asesinatos seriales. Variosde los lugareños han encontrado lamuerte envenenados con arsénico.De Washington, las autoridades hanenviado a su mejor policía, RuppertL. Brown, a tratar de resolver elenigma. No obstante, el afamadoinvestigador se ve atrapado en uncaso sin pistas y, cuando está apunto de ir a entregar su renuncia a

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sus jefes, el empleado de correolocal se ofrece para ayudarlo aencontrar al culpable.

De muerte natural recurre a laclásica técnica del crimen en elcuarto cerrado. En esta ocasión, el«cuarto» es un hospital donde donTeódulo Batanes, quien trabaja enel Museo de México, es dado dealta cuando descubre que unaanciana millonaria acaba defallecer «de muerte natural» trasuna operación. La rodean sus

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parientes, ansiosos por recibir laherencia. Don Teódulo —quien esprotagonista de otros relatos deRafael Bernal—, hombre curioso,émulo del padre Brown deChesterton, comienza a encontrarindicios que lo llevan a sospecharque se trata de un asesinato yemprende una investigacióndesenfadada para ubicar alculpable.

Cierra el volumen El heroicodon Serafín, historia que se

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enmarca en las agitaciones queprovocan los estudiantes en unauniversidad de provincia,descontentos con el rector. Tras unamanifestación disuelta por lapolicía, el rector aparece muerto deun tiro en la nuca. El sospechosoprincipal es el líder estudiantil,Luis Robles. A falta de un detectivees un periodista y poeta quien tomala batuta de las investigaciones.Todo parece apuntar a laculpabilidad de Luís Robles

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cuando, al final del relato, el autorda un giro a la trama paraconcluirla de manera sorprendente.

Como se dijo más arriba, ene s t a s Tres novelas policiacas(1946), Rafael Bernal se inclinahacia el estilo británico de la«novela problema». Sus estructurasson sencillas y corresponden a unatríada de elementos: tres hechoscriminales, tres investigadorescerebrales y tres resoluciones.Llama la atención la fina ironía con

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que el autor dibuja a suspersonajes, los muestra sin tapujosen sus motivaciones más egoístas y,en ocasiones, los ridiculiza,tornando estos divertimentos en unaaguda crítica. En estos relatos laviolencia social y la violenciafísica se desdibujan por medio dela alusión, para tan sólo enmarcarlos hechos, pero de cualquier modoestán ahí, presentes, llevando a loscriminales a cometer sus fechoríasy sirviendo de punto de referencia a

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los investigadores pata encontrar alos culpables.

Con estas tres novelas el lectorpodrá ampliar su visión de la obrade Rafael Bernal. Descubriráporqué tantos entusiastas loconsideraban el iniciador delgénero en nuestro país y, sobretodo, ahondará su certeza de que sehalla ante un verdadero clásico delgénero policiaco en México.

Eduardo Antonio Parra

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El extraño caso deAloysius Hands

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Capítulo primero

Los crímenes de La Mesa

En el miserable hotelucho de LaMesa, Arizona, EUA, el sargento dela policía federal, Ruppert L.Brown, maldecía de calor, escupía,mascaba chicle, fumaba puro y secontemplaba los pies, quepreviamente había acomodadosobre la mesa. Por los brazos

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cubiertos de vello le escurría elsudor, lo mismo que por elmonstruoso pecho que dejaba ver lacamisa entreabierta. La enormepistola colgada bajo el brazo hacíajuego con la placa de identificaciónprendida al chaleco a falta de saco.El sombrero gris perla plantado enla coronilla y el enorme mazacotede chicle en las terribles quijadascompletaban la indumentaria.

En esos momentos, cosa no muyfrecuente en un hombre de acción

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como era él, Ruppert L. Brownpensaba. En La Mesa habíanasesinado a tres personas, y elGobierno de Washington, ante laimpotencia de la policía local,había mandado averiguar quién erael responsable de tantas muertes,pues ya corría el rumor de que setrataba de un complot japonés paradespoblar a los Estados Unidos.Por lo pronto había Comisionado atreinta y dos policías secretos paraque vigilaran a las treinta y dos

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familias de japoneses quecultivaban legumbres en el pueblo,y después de diez días devigilancia, los treinta y dos policíashabían averiguado que las treinta ydos familias se ocupabanúnicamente en sembrar sus verdurasy que no tenían otras actividadesadláteres ni homicidas.

Lo que más preocupaba aRuppert L. Brown era la falta deconexión entre los tres crímenes. Laprimera víctima había sido Sanders,

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el banquero, el hombre más rico delpueblo, un viejecillo odioso, avaroy tartamudo. Su muerte sólobeneficiaba a la sociedadProtectora de Animales, suheredera, y Ruppert L. Brown nopodía creer que una sociedad tanseria asesinase a un banquero.

El segundo crimen de habíaefectuado en la persona de laseñora Oliver, una viuda pobre conun hijo que aparentemente estudiabaen la Universidad del Estado, pero

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que no había venido al llamado quehizo. Esto era ya más sospechoso,pero el hijo no parecía por ningúnlado y no había motivo aparentepara que hubiera matado a sumadre, pues la señora Oliver notenía en qué caerse muerta, aunque,en verdad, sí se había caído en esaforma.

El tercer asesinato recayó sobrela mujer del comerciante enmaquinaria, Fidelius G. Smith,quien dejaba dos hijos chicos y un

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marido. En sus no muy lejanasmocedades la señora Smith habíasido cantante de cabaret y serumoraba en el pueblo que no eratodo lo honrada que hubiera sido dedesearse, así que Brown sospechóinmediatamente del marido, aunquepor la forma misma en que seefectuó el crimen parecía imposibleque éste lo hubiera realizado.

El primer asesinato aconteció elnueve de enero, el segundo el nuevede febrero y el tercero el nueve de

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marzo, todos en la misma forma,mediante un envenenamiento conarsénico, lo cual hacía suponer queera una misma mano la que habíarealizado los tres crímenes. Hacíaveinte días que Ruppert L. Brownestaba en el pueblo y ahora sellegaba el fatídico día nueve. Todoslos habitantes estabanatemorizados, las tiendas cerradas,las calles vacías y sólo Ruppert L.Brown sonreía satisfecho, segurode que su presencia evitaría la

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repetición del crimen y segurotambién de que, a la larga,encontraría al asesino, comosucedía siempre en todos loscrímenes.

Frente a él estaban las actas delcaso que ya había leído releído conesperanza de encontrar una pistapor pequeña que fuese. Allí estabantodos los interrogatorios, lasgestiones que se habían hecho, elrelato de las mil idas y venidas, losinformes de los policías secretos,

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de todo lo cual no asomaba ni lapunta de una certidumbre. En estepueblo, pensaba Brown, anda unloco homicida suelto y ésta es laúnica manera de explicar loscrímenes; y para averiguar quién esese maldito loco, voy a tener queestudiar detenidamente a los miltrescientos habitantes del lugar.

Entre los papeles había una listade ellos y el detective la tomó yempezó a revisar. Después deveinte días ya los conocía a casi

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todos, la mayor parte rancherosvulgares, incapaces de crímenes tanbien pensados. Aparte quedaban lasautoridades, capaces de cualquiercrimen, pero mucho más afectas a lapistola o ametralladora que alveneno, así que había quedescartarlas. Había ademásdieciocho empleados, de los cualesseis pertenecían al banco.Cualquiera de éstos pudo tener unmotivo para asesinar a Sanders,pero no a los otros dos. Otros diez

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empleados trabajan en las tiendas,un grupo miserable de muertos dehambre, hombres macilentos,cadáveres en vida, incapaces detodo. Otro era el empleado delferrocarril, un muchacho joven,recién casado que rara vez salía desu casa. Éste bien pudiera estarloco; pero, de tener la maníahomicida, hubiera empezado porasesinar a su suegra, que habíavenido a hacerles una breve visitadesde hacia seis meses y aún no se

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iba. Además, no había tenidomotivos ni oportunidad para matar alos tres asesinados. El decimoctavoempleado era Aloysius Hands, jefey único empleado de la oficina decorreos, que también quedabadescartado por sus antecedenteshonorabilísimos, la falta de motivosy de oportunidades. Además,Aloysius Hands había cooperado entodo lo posible con elesclarecimiento del misterio, puesse mostraba muy afecto a las

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novelas policiacas y tenía la cabezallena de ideas que, aunquegeneralmente absurdas, las decíacon entusiasmo, ponía tal empeñoen explicarlas y mostraba talveneración por el detective, queRuppert L. Brown le había tomadocariño y muchas noches se las pasocon él discutiendo sobre crímenesfamosos.

Resueltamente, pensó Brown,en este pueblo nadie tiene motivospara asesinar, nadie puede asesinar

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y hubo tres asesinatos Éste es uncaso en el que ni SherlockHolmes…

Un toque rápido en la puertainterrumpió sus profundospensamientos. Antes de que Browncontestara, ya se había colado elsheriff.

—Raymond Bay, un ranchero deaquí, acaba de morir asesinado —gritó al entrar.

—¿En dónde? —preguntóBrown, levantándose y saliendo a

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toda carrera, seguido del sheriff.Éste le explicó, en el hall, que

frente a la oficina de correosenvenenado con arsénico, como losotros.

—¿Había comido algo?—Se desayunó en su casa y no

había tomado nada después.—¡Que vaya inmediatamente un

policía y que recoja todos losrestos de comida que encuentre!¡Que busque en el bote de la basura,en el lavadero de trastes, en done

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sea! Que vea también en el botiquínde la casa, por si hay alguna botellacon arsénico.

La Oficina de correos estabafrente al hotel. En el portalito demadera, al pie del buzón, yacía unhombre. El doctor del pueblo seabrió paso entre los curiosos, seinclinó sobre el hombre y meneó lacabeza:

—Arsénico —dijo—. Acaba demorir. Ha de haber obrado con granrapidez.

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—Sólo tuvo dos o tresconvulsiones —interrumpió uno delos curiosos—. Yo estaba sentadoenfrente y lo vi salir del correotambaleándose y aquí se cayó.Cuando llegué junto a él creo queya estaba muerto, no hablaba ni semovía.

Aloysius Hands levantó la carasudorosa para saludar al detective:

—Es algo terrible esto, MisterBrown, Entró en mi oficina paraponer una carta, charlamos un rato,

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me dijo que se sentía mal, que iba atomar un poco de aire y se cayómuerto. Esto es terrible.

—¿Dígame, Mister Hands,estando con usted no comió algo:chicles, dulces…?

—No, Bay nunca tomaba nadaen la calle. Era como yo, que entrecomidas jamás pruebo bocado.Tampoco acostumbraba mascarchicle.

—Pero —insistió Brown—debe haber tomado el arsénico con

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algo, pues no es de creerse que selo dieran solo. O tal vez se hayasuicidado…

El sheriff indignado intervino:—¡Me va usted a decir que éste

es él cuarto suicidio con arsénicoen este pueblo!

—Tiene usted razón, sheriff —contestó apenado el detective—: nopuede ser suicidio, por más que loparezca.

Doctor le ruego que haga laautopsia lo más pronto posible,

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para ver qué ha comido. ¿Cuántotiempo cree usted que ah tardado enobrar el veneno?

—No mucho, pero es difícildecirlo antes de la autopsia —contestó el médico—. La haré ahoramismo, aunque seguro de noencontrar nada, como en los otroscasos.

—Si el veneno obra tan aprisa,lo ha debido tomar poco antes demorir o sea, cuando estaba conusted, Mister Hands.

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—Así es —contestó éste con susonrisa tímida—, así pero conmigono ha comido nada, sólo me haentregado una carta y charlamossobre las cosechas y sobre elcrimen que se debería realizar eldía de hoy. Con perdón suyo Mr.Brown, Bay no creía que lapresencia de usted en el puebloevitara la repetición del homicidioy ya ve usted cómo tenía razón.Anoche estuve meditando yotambién en esto y creo tener unas

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ideas buenas, que…—Luego hablaremos de eso —

contestó el detective, impaciente—.Por lo pronto, que lleven el cadávera casa del doctor, para que se lehaga la autopsia; y veremos que haencontrado la policía en casa delmuerto.

Entre dos hombres levantaron elcuerpo de Raymond Bay y lollevaron calle abajo, seguidos porel médico y algunos curiosos.

A la mitad de la calle, con

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todos los gritos y aspavientos decostumbre, la nueva viuda alcanzó ala comitiva y se abrazó al cadáverde su esposo. Hands se llevó lamano a los ojos, como paralimpiarse una lágrima, mientrasBrown se secaba el sudor yordenaba a uno de los policíasespeciales que había traído.

—Jeffers, revise usted el pisode la oficina y del portal, para versi encuentra la envoltura de algúndulce. Guarde usted todo lo que le

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parezca sospechoso.Jeffers inmediatamente se puso

a gatas y no dejó rincón sinespulgar, consiguiendo solamenteclavarse una astilla a la mano.Mientras, Brown ordenó a otrodetective que averiguara todos losmovimientos de Bay desde quesalió de su casa hasta que seencontró con su muerte. Laaveriguación fue fácil, pues loscuriosos que estaban alrededorinmediatamente dieron razón de

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todos los movimientos de la nuevavíctima antes de serlo. Contaroncómo había salido Bay de su casa alas nueve, cómo había ido al bancoa sacar dinero, luego a los billaresdel hotel, en cuyo portal se pasótres horas sacándole punta a unavarita con su navaja y platicandocon varios otros señores del puebloque tenían la misma ocupación;cómo allí se acordó de pronto deque tenía que poner una carta alcorreo y se atravesó a la oficina

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con los lamentables resultados queya conocemos.

Al enterarse de todo esto,Brown soltó su maldiciónpreferida, después de la cual dijo:

—Esperemos los resultados dela autopsia —y se metió al hotel,Hands a su oficina y el sheriff contodos los principales al portal delhotel, para seguir afilando varascon su navaja y comentar el caso.

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Capítulo segundo

Una conversación

Por la noche, Aloysius Hands fue alhotel a platicar con el detective.Encontró a éste en su cuarto, laspatas trepadas en la mesa, elsombrero en la coronilla, leyendo yreleyendo sus actas. Después de lossaludos de rigor y de pedirle almozo café y cigarros, los dos

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amigos se instalaron para charlar.—¿Qué hubo de la autopsia? —

preguntó Hands.—Lo de siempre; no se

encontró rastro de nada extrañoaparte del desayuno de la mañana:huevos con jamón, café con crema ypan. La mujer de Bay es algo floja yaún no lavaba los trastes, así quepude analizar perfectamente losrestos de la comida sin encontrarnada en ellos.

—Por lo que veo, lo mismo que

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en los casos anteriores.—Sí, el mismo arsénico, dado

sin alimentos…—¿Y qué otra teoría se ha

formado usted?—Ninguna —contestó el

detective molesto—. ¿Qué teoríaquiere usted que saque yo de esteberenjenal? Les he queridoencontrar una hilación lógica aestos asesinatos, un motivo paratodos ellos…

—Se han dado casos —

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interrumpió Hands— en que unaserie de asesinatos sirve paraencubrir uno.

—Esos casos se dan en lasnovelas, mi querido Hands, pero noen la realidad. Convénzase de queentre Edgar Poe, Conan Doyle,Agatha Christie y compañía y unverdadero asesinato hay muchadiferencia, tanta como una estrellade cine y su fotografía.

—Usted ha de saber de eso másque yo, pero creo que se pudiera

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dar el caso. Imagínese que alguienquiere asesinar a Sanders, elbanquero…

—Pero es que no había motivopara asesinar a Sanders —interrumpió el detective—, aparteque, según me cuentan, era un tíoinsoportable…

—En efecto, no era muy,simpático, pero eso no es razónbastante para que lo asesinen.Escuche usted mi idea…

Ruppert L. Brown comprendió

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que era necesario escuchar lasideas de su amigo, así que tomó sucafé, encendió un puro nuevo y seacomodó en la silla.

—Tal vez —empezó Hands—el objeto primordial no fueraasesinar a Sanders, ni a la señoraOliver, ni a la de Fidelius G. Smith,ni a este pobre de Bay, sino a algúnotro que entraría a formar parte enla serie de crímenes. Claro está queentonces la policía trataría deinvestigar la serie sin estudiar cada

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caso aislado. Las gestiones iríanencaminadas a buscar una relaciónentre los crímenes y, como estarelación no existe, resultaría unaconfusión endiablada. Uno de estoscrímenes, claro —está, tendría unmotivo; pero quien tuviera motivopara uno, no lo tendría para losotros, lo cual alejaría lassospechas…

—Todo eso estaría muy bien enuna novela, mi querido Hands —interrumpió el detective—; pero en

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la realidad lo veo un pocoinverosímil. Yo creo que usted consu imaginación y los conocimientosde criminología que tiene deberíaescribir novelas policiacas y haríauna fortuna. Además, aquí el puntoprincipal que hay que esclarecer noes la hilación entre los diversoscrímenes ni los motivos que tuvo elasesino, sino la forma como dio elveneno. Si averiguara yo eso, lodemás sería fácil.

—Allá voy —contestó Hands

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impeturbable—. Voy al modo comoprobablemente se dio el arsénico alas cuatro víctimas. Analicemoscaso por caso. Primero, hace tresmeses, el nueve de enero, el señorSanders aparece muerto en suescritorio, envenenado conarsénico. Había cenado en su casa yla comida sobrante no conteníarastros de veneno; en su estómagono se encontró más que la cena. Sehicieron las averiguaciones y no seaveriguó nada. El mes de febrero,

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el mismo día nueve, apareceigualmente envenenada la señoraOliver, la cual sólo había cenadounos huevos guisados por ellamisma. Es cierto que estabamascando chicle, pero la pastilla lahabía comprado en la botica, en sucaja cerrada, que nadie pudo abrirmás que ella. Además, podemosasegurar que para matar a la señoraOliver se usó del mismo sistemaque con el señor Sanders y éste nomascaba chicle. El día nueve del

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mes siguiente, a las doce de lamañana, muere la señora Smith, queno había tomado desde el desayuno,guisado también por ella misma,más que un vaso de jugo de toronjacuyos restos no contenían veneno.La policía local y la del Estado noaveriguan nada, por lo que decidenpedir la ayuda federal y lo mandana usted desde Washington, pues loconsideran especialista en casos deenvenenamiento. Después de veintedías en el pueblo, no logra usted

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averiguar nada: y ahora, nueve deabril, al medio día y, perdonando laexpresión, bajo sus mismas narices,muere envenenado con arsénicoRaymond Bay. Usted casi presenciasu muerte, ordena las diligenciasque cree oportunas y nada…

—¡Como si fuera tan fácilaveriguar algo en esto! —exclamael detective mosqueado—. Si sucharla, amigo Hands, vaencaminada a probarme que laspolicías local, del estado y federal

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no sirven para nada, ya me estoydando cuenta…

—Lejos de mí tal suposición —interrumpió con su sonrisa tímidaAloysius Hands—. Lo que quierohacer notar es que se trata en estecaso de un criminal muy astuto queha realizado lo que pudiéramosllamar el crimen perfecto. Yo no sécuáles sean sus motivos, pero susprocedimientos son perfectos,dignos de una novela…

—¿Y por qué no la escribe y me

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deja en paz? —interrumpió eldetective, cada vez más molesto.

Aloysius Hands no parecióobservar la naciente cólera de suinterlocutor:

—¡Ojalá y pudiera! —exclamó—; pero el arte de escribir se me hanegado; me es completamenteimposible poner en el papel mispensamientos. Pero permítameusted que siga adelante con miexposición, pues estoy llegando alpunto interesante.

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En vista de que el detective portoda respuesta soltó un gruñido,Aloysius Hands prosiguió:

—Pues bien, hemos quedado enque el asesino es un serextraordinario, maravillosamentedotado para el arte del homicidio.Probablemente se trata de unhombre culto que ha estudiado contodo detenimiento los mejoresmétodos para eliminar gente y quelos usa sin sentimentalismosridículos ni tirones de conciencia.

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Estaría yo por decir que es unverdadero artista del crimen yobserve usted…

—Lo que observo —interrumpió Brown— es que sienteusted una gran admiración por elmonstruo que hace estas cosas.

Aloysius Hands dejó que susonrisa tímida le vagara por la bocay prosiguió:

—Siempre he admirado algenio, bajo cualquier forma que sepresente; y un criminal que logra

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envenenar a cuatro ciudadanos conel mismo veneno, exactamente eldía que quiere, frente a toda lapolicía local, estatal y federal, essin duda un genio.

—Más bien un loco con suerte—volvió a interrumpir Brown—; yme extraña que un ciudadanohonrado como usted, por más afectoque sea a leer los —papasales quese escriben con el nombre denovelas policiacas, admire a unmonstruo semejante.

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—Observe usted —insistióAloysius Hands— que yo noadmiro al hombre moral, al geniodestructor perfecto. No he dichoque el asesino es un ciudadanodigno, ni que es un hombre bueno.Lo que he dicho es que admiro suinteligencia, su maravillosaastucia…

—Quizá el nueve del próximomes sea usted la víctima y…

—Entonces, ¿no cree ustedencontrar al asesino antes de un

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mes?—Yo no he dicho eso —

contestó el detective enojado.—Pues como ha dicho que tal

vez yo sea la próxima víctima,entendí que el asesino para esasfechas aún andaría libre y haciendode las suyas.

Ruppert L. Brown estabafrancamente enojado con ese vejetebarrigón que trataba de demostrarlelo poco, o más bien nada, que habíalogrado en los veinte días que

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llevaba en el pueblo. Decidió darleuna lección:

—Lo que yo quería decir esque, si usted fuera una de lasvíctimas, no admiraría tanto alasesino ni su diabólica astucia.

—Claro que no lo admiraría yo—interrumpió Hands—, pues yaestaría muerto.

Ruppert L. Brown prefirió,hacer caso omiso de tan estúpidaconclusión y prosiguió:

—Lo que pasa es que ha leído

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usted demasiadas novelaspoliciacas y tiene la cabeza hechauna olla de grillos…

Aloysius Hands no se enojó.Cuando volvió a su charla, lasonrisa tímida era casi unadisculpa:

—Nos estamos alejando delpunto. Lo que quiero es comentarcon usted una idea que he tenido.Ya quedamos en que las cuatrovíctimas fueron envenenadas y sinque se encontrara en sus estómagos

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alimento alguno en que pudierahaber ido el veneno, o sea, que nohubo vehículo para éste; y no es decreerse que lo hayan suministradosolo. Sabemos, además, que elarsénico es uno de los venenos másrápidos y que bastan unas horas, aveces minutos, para que produzca lamuerte, si se ha dado una dosisadecuada. Esto nos indica que elveneno empezó a obrar muy pocoantes de la muerte, pero no quieredecir que haya sido ingerido poco

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antes de ella. Pudo haber sidotomado en forma no venenosamucho tiempo antes…

—No veo cómo puede ser eso.—Muy fácil. Supongamos que

el asesino obsequia a su víctimacon un caramelo o una de esaspastillas que se tragan enterasdentro de la cual va una cápsulaconteniendo el veneno. Esta cápsulaes de una sustancia que se corroecon el ácido del estómago. Lavíctima toma el caramelo, se traga

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la cápsula sin sentirla, ésta quedaen el estómago inofensiva hasta quelos ácidos hayan corroído lasustancia que recubre al veneno.Cuando esto sucede, el veneno sepone en contacto con el cuerpo y lavíctima muere.

—No cabe duda que su idea esingeniosa —dijo el detective,después de un momento de silencio—; pero creo que poco práctica,pues cualquiera que encuentre unacosa dura dentro de un dulce la

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escupe en lugar de tragársela,especialmente en un lugar comoéste, donde la educación no es muybuena.

—La cápsula —insistió Handspuede ser muy pequeña, pues bastanunos miligramos de arsénico paradar al diablo con cualquierciudadano.

Brown calló un momento,sumido en la contemplación de suszapatos, se pasó el chicle al otrolado dé la boca, apagó su cigarrillo

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y murmuró:—Tal vez sea cierto: en este

caso cualquier cosa puede sercierta, la cosa más disparatada…

Aloysius Hands lo miraba consu sonrisa tímida, satisfecho de queel gran detective tomara en cuentasus ideas.

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Capítulo tercero

Otra conversación

Cuatro días después, Ruppert L.Brown entró a la oficina de correoscon pretexto de poner una carta,pero en verdad para hablar conAloysius Hands, a quien no habíavisto desde la memorablediscusión. En esos cuatro días eldetective no había averiguado nada

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útil, a pesar de haber comisionadoa un cuerpo de policías para querecorriera todas las poblacionescercanas en las que hubieradroguería, tratando de saber dóndese había vendido el veneno; pero enningún lado se halló lo que sebuscaba. Había dado una latatremenda al médico, pidiéndole quevolviera a analizar el contenido delos estómagos en busca de lacápsula o sus restos, y el médico nohabía encontrado nada. Había

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vuelto a interrogar a todas laspersonas que creyó relacionadascon las muertes, averiguandoúnicamente que Sanders solía tomarbaños de sol en su azotea, cosa queno lo adelantaba en la resolución desu problemas. Ahora, cuatro díasdespués del último homicidio,había llegado al terrible momentoen que ya no sabía qué hacer, quécamino seguir o qué medidas tomarpara capturar al asesino o, por lomenos, evitar la repetición del

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crimen.Aloysius Hands leía en su

escritorio. Al ver entrar al detectivese levantó y lo convidó a sentarse.

—¿Mucho trabajo? —preguntó,ya que Brown se hubo sentado ysubido los, pies a la mesa despuésde empujarse el sombrero hastadejarlo en la coronilla.

—Bastante —contestó—, perosin resultados prácticos. He hechoque el médico vuelva a analizar elcontenido de los estómagos en

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busca de sus famosas cápsulas y…—¿Y?—Nada, sólo me ha soltado una

maldición por hacerlo trabajar debalde. ¡Éste es el caso másendiablado que me he encontradoen mi vida!

—Ya decía yo que éste era unasesinato perfecto —le recordótímidamente Aloysius Hands—. Metemo que se puede quedar aquíhasta las calendas griegas y noencontrar nada.

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—A veces se me figura quetodo esto es una mala broma.

—Los vecinos opinan que ya esdemasiado —prosiguió Hands— yquieren pedir otro detective aWashington, para…

—¡Que lo pidan! —rugióBrown—. ¡Que pidan toda unalegión, todos los detectives delpaís, y veremos si pueden averiguaralgo! Yo le aseguro que ni el mismoSócrates desentrañaría estemisterio, aunque renaciera con ese

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exclusivo objeto.—Pero es que Sócrates no era

detective —opinó Hands con todaseriedad.

—¡Aunque lo fuera! Casi estoypor creer lo que me dice usted yque se trata de un crimen perfecto,endiabladamente perfecto. Si no,dígame: ¿cómo va a ser posible quecuatro ciudadanos mueranenvenenados exactamente en lamisma forma, todos en fecha fija,uno de ellos frente a mis narices,

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prácticamente en mis brazos, y queyo, especialista en asesinatos conveneno, no pueda averiguar nada, niel motivo, ni cómo se dio elarsénico, ni en dónde, ni nada,nada…? ¡Le juro que estoy porvolverme loco!

—Calma, Mr. Brown, calma —contestó Aloysius Hands—. En suoficio ante todo se necesitapaciencia. Cuando le dije que setrataba de un crimen perfecto, ustedse rió de mí, me dijo que eso sólo

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sucedía en las novelas, pero ya estáusted viendo que también sucede enla realidad. Ahora creo queconvendrá conmigo en que elasesino es un ser superior, de unainteligencia extraordinaria,probablemente un hombre de muchomérito, de grandísima disciplinaintelectual…

—Casi estoy por creer que elasesino es un súper hombre —interrumpió el detective—, si nofuera porque sus hechos son de loco

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rematado.—No veo por qué dice usted

eso —repuso Hands poniendo ensus palabras más calor delacostumbrado—. No veo de dóndeconcluye usted que el asesino estéloco. Seguramente se trata de unhombre que ha consideradonecesario, por motivos que se nosescapan, matar a varias personas; y,para llegar a su fin, emplea mediosperfectos. Más que la obra de unloco, me parece la de un genio.

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—¿Pero cuáles son los motivosque lo impulsan?

—Eso es lo que hay queaveriguar, mi querido Brown. Nadase adelanta con maldecir delasesino, tratarlo de loco, demonstruo. Hay que averiguar susmétodos, sus motivos; y para esoestá usted aquí.

—¿Pero cómo voy a entenderque un hombre se tome arsénicosolo sin ir contenido en ningúnalimento, y que tras de él otros tres

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lo tomen en la misma forma? Suidea de las cápsulas, aunque alprincipio se me hizo absurda, mepareció después probable, dado loextraño que es todo el caso, pero yave usted que no me ha conducido anada.

—Ése fue un sistema que meocurrió —dijo Hands—, peropuede haber muchos otros.Recuerdo haber leído que enFrancia había, en tiempos de LuisXIV, una sociedad de asesinos que

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envenenaba usando cartas.Mandaban una a la víctimaseñalada y, cuando ésta la abría,caía muerta por el solo hecho deaspirar un polvo venenoso quevenía contenido en el pliego. Así sepretendió asesinar al mismo rey,pero un secretario abrió la carta yfue la víctima. También recuerdeusted las flores y los guantesitalianos, de los que eran tanafectos los Borgia y los Médicis.Supongamos que el asesino ha

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encontrado la fórmula de algúnarsénico que solamente olidoprovoca la muerte.

—Pero entonces no seencontraría arsénico en el estómagointerrumpió el detective.

—Eso es muy cierto —dijoHands con su sonrisa tímida, queparecía pedir perdón por idea tanabsurda. El detective se volvió asumir en la contemplación de suspies.

A las doce y veintiún minutos

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pasó el tren. Un poco antesAloysius Hands salió a dejar lavalija de la correspondencia yrecoger la que llegara. Cuandovolvió, el detective seguía en lamisma postura; así que sin hablar sepuso a sortear las cartas que sacabade la valija y a sellarlas. De prontose detuvo, fijó los ojos en Brown yle dijo:

—He averiguado que la mujerde Fidelius G. Smith era la amantede Raymond Bay y que la señora

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Oliver cosía la ropa en casa de losSmith.

El detective dejó de mirarse lospies, se pasó la pelota de chicle deun lado a otro de la boca, silbó,meneó la cabeza y dijo:

—No veo dónde entre Sandersen la combinación.

—No sé dónde entre, pero ha dehaber alguna relación.

El detective se levantó y saliólentamente de la oficina, llamo ados policías, ordenándole a uno que

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vigilara a Smith y al otro a laseñora Bay; luego mandó llamar alsheriff:

—Quiero revisar todos lospapeles personales del señorSanders —le dijo.

—Como no tiene parientes,mientras viene a recibir su herenciala Sociedad Protectora deAnimales, yo tengo las llaves; asíque podemos ir cuando ustedquiera.

En la casa de Sanders revisaron

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carta por carta, papel por papel,escudriñaron todos los cajones,vaciaron la caja fuerte y sóloencontraron rastros de mil negociossucios, algunos con la complicidadde Fidelius G. Smith, otros enperjuicio de Bay, pero noencontraron ninguna relación entreSanders y la señora Smith.Acabaron su búsqueda alanochecer, el detective se encerróen su cuarto con algunos papelesque había recogido y el sheriff

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volvió al portal de los billares parasacarle punta a una varita con sunavaja.

Seis días después volvió Browna la oficina de Hands, donde éste,como siempre, lo recibió sonrientey tímido.

—Quiero poner una carta porcorreo aéreo —dijo Brown—.¿Cuánto llevará de timbres?

Aloysius Hands, sin contestar,le alargó los timbres necesarios,que Brown pegó en la carta

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echándola al buzón. Después, conuna sonrisa triste, le dijo:

—Es mi renuncia, pues no hepodido averiguar nada. Leagradezco mucho sus informes, suayuda, pero comprendo que todo esinútil y más me vale renunciar antesque me corran. Ya todos losgrandes periódicos hablan delasunto, preguntan qué medidas hatomado el gobierno para evitar estaserie de crímenes. Los jefes lescontestarán que me han mandado,

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que soy un experto en el asunto;pero como no averiguo nada, losjefes para limpiarse de todaresponsabilidad, me tendrán quecesar. Así que prefiero renunciarantes. La publicidad que le handado los periódicos a este caso esfantástica, La Mesa es el pueblomás famoso de los Estados Unidos;y, si yo hubiera resuelto elproblema, sería el detective másgrande del mundo, pero hefracasado…

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En la voz de Ruppert L. Brownse notó un temblorcillo, como siquisiera llorar. Sus ojos ya no eranlos de un hombre audaz yemprendedor; y el sombrero, antesconstante alpinista en la coronilla,yacía calado sobre ellos.

—No tiene remedio —prosiguió—: no me queda más quevolver a Nueva York y azotar callesen calidad de gendarme Hasta esteimbécil de Jeffers, mi ayudante,será más que yo ¡Y todo por un loco

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o un genio al que se le ha ocurridouna manera de dar arsénico sindejar rastro! ¡Ganas me dan depegarme un balazo o tomar arsénicoyo también!

Diciendo esto, Ruppert L.Brown salió lentamente de laoficina de correos, atravesó lacallecita asoleada y se metió alhotel con los hombros caídos, lamirada en el suelo. El policía quesiempre estaba en la puerta delhotel que solía saludarlo con actitud

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marcial, ni siquiera levantó la manoa la gorra.

Desde la puerta de su oficinaAloysius Hands lo observó todo,luego abrió el buzón y sacó lascartas.

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Capítulo cuarto

Otra conversación más

En su cuarto, Ruppert L. Brownempacaba tristemente sus cosas. Alfondo de la maleta puso su placa ysus credenciales, ya inútiles, segúncreía él, y sobre ellas sus pistolas ylos papeles relativos al asunto, paraentregarlos a quien la superioridaddesignara. Luego, amontonada y

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como cayera, puso toda su ropa,cerró la tapa, se sentó sobre ellapara apretar el contenido y corriólos pasadores. Echando una miradacircular, vio que no había olvidadonada. El reloj marcaba las ocho y élhabía pensado tomar el tren de lastres y siete de la mañana, así que lequedaban muchas horas por delanteque no sabía en qué ocupar. Tomóun periódico, pero lo primero quetoparon sus ojos fue el granencabezado: «SIGUE LIBRE EL

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ASESINO EN LA MESA»; y no quisoleer más, así que, arrojando lejos elperiódico subió los pies sobre lamesa y se dejó llevar por suspensamientos.

Había hecho todo lo que undetective puede hacer ensemejantes, no había dejado piedrasin voltear, ni sin entrevistar; habíausado de toda su maña y toda suexperiencia, para no encontrarnada, absolutamente nada.

Un toque suave a su puerta

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arrancó a Brown de susmeditaciones. Volviéndose, vio quequien entraba era Aloysius Handscon su sonrisa tímida.

—¿No le molesto? —preguntó.—Pase usted, amigo Hands. Ya

tengo todo listo para el viaje y nome queda más que esperar.

Hands se sentó, jugó unmomento con su sombrero, recorrióel cuarto con la mirada.

—¿Conque ya se marcha, eh?—preguntó por decir algo.

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—Ya lo ve usted —contestóBrown—: de viaje, rumbo a unareprimenda fenomenal y unmiserable empleo de gendarme.

—Créame usted que lo siento,pues en los días que ha estado ustedaquí le he tomado cariño. Además,siempre tuve muchas ganas deconocer a un detective, de verlotrabajar: me hubiera gustado tantoserlo yo mismo…

Su sonrisa tímida parecía pedirperdón por esa chiquillada.

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—Pues no le quedará muybuena opinión respecto a la utilidadde los de mi oficio —dijo Brown.

—Al contrario —se apresuró adecir Hands—, una opiniónmagnífica; créame usted que estoyencantado de haberlo tratado, dehaber visto cómo trabajaba, aunque,desgraciadamente, no pueda decirque haya usted tenido éxito.

—He fracasado en toda la línea—confesó el detective—; y lo peores que mi fracaso ha sido en un

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pueblecillo donde se supone quetodo crimen sea cosa infantil. Pordecir la verdad, creo haber hechotodo lo posible, mi conciencia nome reprocha nada; pero se le hahecho tanta publicidad al asunto…

—¿Y cree usted que quien loreemplace averiguará algo? —lapregunta de Aloysius Hands eraansiosa.

—No lo creo, pues éste es elasunto más difícil que he tenido enmi vida. Si no fuera por toda la

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publicidad que se le ha hecho, misjefes perdonarían el fracaso; perose han metido los periódicos,manejados por políticos quesiempre buscan una coyuntura paraatacar al gobierno, y los jefesnecesitarán un chivo expiatorio que,lógicamente, debo ser yo.

Hubo un silencio largo. Por fin,la voz de Aloysius Hands:

—En verdad que lo siento. Sihubiera algo en que pudiera yoayudarlo, algo que pudiera hacer…

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—Aparte de decirme quién esel asesino, no veo en qué me puedausted ayudar —interrumpió eldetective, agrio de nuevo.Decididamente su fracaso le estabaechando a perder el carácter. Así loconsideró Aloysius Hands y no seofendió.

—Supongo que tomará usted eltren de las tres y siete horas hastaSan Luis Missouri. Allí hay quecambiar, pero no se pierde muchotiempo. Por lo pronto, no le queda

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más que esperar; así que, si no le esmolesto, quisiera exponerle unanueva teoría que se me ha ocurridocon relación a los crímenes.

—Me agradará su compañía —repuso Brown—; pero no creo quela mía sea agradable en estascircunstancias.

—No tenga usted cuidado poreso —repuso Hands—, que siemprehe tenido un gusto infinito en sucompañía.

Y, diciendo esto, se acomodó

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en la silla, apagó su cigarrillo, sacóuna pipa, la encendió y empezó sucharla:

—Ante todo, perdóneme ustedla pipa, pero siempre he leído quelos detectives la usan, pues lesayuda a reconcentrarse; así que mehe comprado una…

Brown lo vio con benevolencia,como el maestro que ve al niñoprecoz que trata de imitarlo en todo.En verdad que este Hands con suafición a la criminología, sus

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detalles infantiles y su timidez, eraun tipo curioso, el único interesanteen ese maldito pueblo. Después dedar unas bocanadas, Handsprosiguió:

—A mí siempre me haninteresado mucho los problemasdonde interviene la lógica, losproblemas que lo obligan a uno apensar con método, pues creo quedonde no hay sistema y disciplina,no hay nada que valga. Hacealgunos años me entretenía

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resolviendo crucigramas,sistematicé con ellos y llegué adominarlos en tal forma, que consolo un vistazo ya conocía yo casitodas las palabras de la solución yentonces, claro está, dejaron deinteresarme, por no ser yaproblemas de lógica o de método,sino de memoria, pues los quehacen esos crucigramas para losperiódicos emplean siempre lasmismas palabras con las mismasdefiniciones, así que el asunto

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resulta monótono. Más o menos enese tiempo empecé a interesarme enel crimen. En los asesinatos bienmeditados y efectuados había unalógica y en la resolución de losproblemas la había también. Claroestá que en un asesinato intervienentambién elementos psicológicos,pero yo creo que con sólo la lógicase puede llegar a la resolución decualquier problema…

—Menos el que me trajo aquí—interrumpió el detective—. Éste

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no se resuelve ni con lógica, ni conpsicología, ni con nada.

—Yo creo que la lógica lopuede todo —prosiguió Handscomo si no hubiera oído lainterrupción—. Para usar de lalógica se necesita un método. Aquíno podemos usar el clásico deaveriguar la causa por el efecto, oviceversa, pues ignoramos losmotivos de los crímenes y la formacomo fueron realizados; usaremosotro sistema. Tenemos la primera

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incógnita, o sea, la identidad delasesino. Para averiguarla usaremosdel sistema del descarte y veremoscuántos ciudadanos no puedenhaber cometido el crimen y entrelos restantes estará el quebuscamos. Luego trataremos deresolver la segunda incógnita, osea, la forma en que se dio elveneno, usando del mismo sistemadel descarte, echando a un ladotodos los sistemas imposibles, yentre los que queden estará el que

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se usó. Uniendo luego las personasposibles de la incógnita primeracon los métodos posibles de laincógnita segunda, juntaremos dos ydos…

—Para que nos sumen tres —interrumpió Brown, que estabaresuelto a no tomar en serio aHands. Éste prosiguió como si nohubiera escuchado nada:

—Tomemos la primeraincógnita, y de la lista de habitantesdel pueblo descartaremos primero a

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las autoridades, por considerarlasincapaces de un crimen tanperfecto. Por las mismas razonesdescartaremos a los campesinosmás pobres; y nos quedan sólo losjaponeses, los once rancherosprincipales y sus familias, loscomerciantes y los empleados.También hay que tener en cuentaque el asesino pudiera ser unforastero…

—Supongo —volvió ainterrumpir Brown— que no querrá

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usted descartar a todos loshabitantes del planeta, uno por uno.

—Eso es lo que voy a hacer,pero no uno por uno sino todosjuntos, mediante una consideración.Si un forastero hubiera realizadolos cuatro crímenes, hubiera tenidoque venir al pueblo cuatro vecespor lo menos y ningún forastero hasido visto en esas condiciones; conque podemos pasar a los habitantesescogidos, y empecemos por losjaponeses descartándolos, pues

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usted mandó vigilarlos y nadasospechoso se encontró en ellos. Delos once rancheros ricosdescartemos a cuatro que no vivenen el pueblo y que no han venidoúltimamente por tener sus ranchosmuy lejos. Otros cinco se vivenborrachos y son incapaces decualquier cosa. Otro, Raymond Bay,ha muerto, así que no nos quedamás que uno. Claro está que hay quetomar en cuenta a las mujeres y alos hijos mayores, pero ellas raras

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veces salen de sus casas y los otrosgeneralmente están en launiversidad. De los comerciantes yotros habitantes, tres han muerto ylos otros en general se hanperjudicado seriamente con loscrímenes, pues ahora lastestamentarías, sobre todo la deSanders, les cobran las cuentasatrasadas. Así que podemosdescartarlos, quedándonossolamente con Smith, el de labotica, el del cine, y el de los

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ferrocarriles y yo, que muy bienpuede realizar los crímenes. Quedatambién la mujer de Bay y losempleados del banco y de Smith.De todos estos sospechosos, yodescartaría aún a la mujer de Bay,que estaba ausente cuando murióSanders, al de los ferrocarriles, quejamás sale de su casa y creo que niconoce el centro del pueblo ni a losempleados del banco. También debuena gana descontaría a Smith, quees un perfecto imbécil; pero nunca

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puede uno saber. Con estoquedamos cuatro sospechosos entrelos que hay que escoger a uno,después de averiguado el métodoque se usó para dar el veneno.

—Allí es donde lo quiero ver—interrumpió el detective,interesado a pesar suyo.

—La cosa es fácil y la lógicavendrá en nuestra ayuda. Primerosabemos que el veneno fue dadopor la boca, pues hay rastros de élen el estómago. Fue dado en muy

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poca cantidad, una sustancia muypura, trióxido de arsénico para serexactos. Como usted sabrá mejorque yo, bastan cinco miligramos deesta sustancia para despachar a unhombre en veinticuatro horas.Ahora bien, esta sustancia no fuedada en ningún alimento ni fuedada, como lo supuse al principio,en una cápsula; luego deben haberladado en algo que sólo se chupa y nose traga: un puro, por ejemplo. Bayy Sanders fumaban puros, pero no

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así las señoras Smith y Oliver, porlo que nos vemos obligados adesechar la teoría del puro y buscarotra cosa que se chupe y no setrague. Se nos presenta el chicle,pero Sanders y la Smith no lomascaban nunca y Bay rara vez, asíque también nos vemos obligados adescartarlo. ¿Qué otra cosa sechupa?

—Los niños se chupan losdedos —intervino Brown, grosero.

—Pero no así las personas

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mayores —prosiguió AloysiusHands imperturbable— y todos losasesinados eran mayores, así quedescartaremos el dedo. Aún quedaotra cosa que todo el mundo chupa:los timbres de correo y la goma delos sobres. Una usted la primeraconclusión a ésta y verá usted cuálde los cuatro sospechosos pudoenvenenar los timbres de correo.

Ruppert L. Brown se levantó deun salto. Aloysius Hands lo veíacon su sonrisa tímida, la mirada

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triunfal.

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Capítulo quinto

Aloysius Hands explica

Ruppert L. Brown quedó en lamitad del cuarto, la boca abierta depar en par, los ojos saltados.

Rápidamente pensó en suspistolas que había dejado en elfondo de la maleta, recordó que lacampanilla no funcionaba, con laasombrada vista midió la distancia

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que lo separaba de la puerta ycalculó el tiempo necesario parasalvarla; pensó en mil cosasmientras Aloysius Hands seguíasentado plácidamente, con suhabitual sonrisa.

—Veo —dijo— que misconclusiones lo han sorprendido.Usando un poco su inteligencia,usted solo podría haber llegado aellas. Si no lo cree, no más fíjese enlo siguiente: las cuatro víctimasfallecieron en los momentos en que

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se ocupaban de su correspondencia.¿No recuerda usted que la señoraOliver había escrito esa tarde unacarta muy larga a su hijo? Sanders yla señora Smith murieron despuésde escribir cartas, Bay al poner unaal correo. La cosa era diáfana y meextraña que usted solo no la hayadescubierto. En verdad, el cuerpode la policía federal me hadecepcionado.

—¿Pero se da usted cuenta delo que está diciendo? —rugió el

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detective—. Estas declaracionespueden llevarlo a la silla eléctrica.Usted debe estar loco y lo mejorserá no hacerle caso, aunque, claroestá, tendré que investigar…

—No va usted a tener queaclarar nada —repuso AloysiusHands imperturbable—. Yo leaclararé todo, pues veo que ustedsolo no ata ni desata. En verdad,creo que ha lecho bien al presentarsu renuncia, pues no sirve para elarte de la detección…

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—Si yo he presentado mirenuncia —gritó el detective—,otro se encargará del caso, y a él lecontaré esto para que lo investigue.Sépase usted que no se puede burlarimpunemente de la justicia federal yde su policía.

—No pretendo tal cosa —repuso Hands—; y respecto a surenuncia, me he permitido unpequeño delito, consistente ensacarla del buzón donde usted ladepositó y no mandarla. Aquí la

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tiene, pues no he querido que pormi culpa quedara un hombre buenoen la miseria…

—Pero esto es inverosímil —interrumpió Ruppert L. Brown fuerade sí. No puede ser, ¡no es cierto!Usted ha asesinado a cuatropersonas y viene a contármelo contoda calma…

—Más bien —repuso Hands sinperder su calma habitual diga ustedque he venido con bastante prisa,pues podría haber seguido

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ejerciendo mi arte durante muchotiempo sin que usted se diera cuentade nada. La verdad es que me hadado usted lástima me diovergüenza el ver que un miembroconspicuo de la policía de mi paísno sirviera para nada. Imagíneseusted que algunas personas malintencionadas se dieran cuenta de lapalpable inutilidad de la policía yse propusieran ejercer el noble artedel homicidio con fines bajos, nosólo por el arte mismo.

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Ruppert L. Brown no pudocontenerse más:

—Usted está loco, loco deremate, ¡o me quiere tomar el pelo!

—Le juro a usted que ambassuposiciones son falsas —interrumpió Hands—; y si dejarausted de dar vueltas por el cuarto yde mirarme como a un animal raro,le explicaría yo todo. Ande —prosiguió Hands, con un tono entrepaternal y austero—, siéntese, tomelas cosas con un poco de más

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calma. Mire que no me he deescapar: no habría ningunanecesidad de ello.

Anonadado, Ruppert L. Brownse sentó en el extremo de la silla, lamirada clavada en su interlocutor,los músculos tensos, listos para laacción. Hands, en cambio, seacomodó bien en su butaca, guardósu pipa, que siempre le provocabadolor de cabeza, y comenzó surelato:

—Ante todo, quiero hacerle

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unas consideraciones breves sobrelas relaciones que existen entre elarte y la vida, o, por ser másexactos en este asunto, la muerte.No soy el primero que observaestas relaciones: hay muchos librosescritos sobre ellas, de cómo el arteinfluye en la vida de un pueblo oviceversa. Yo me he dedicado muyespecialmente al estudio de lasrelaciones entre el arte y elhomicidio que pudiéramos llamarartístico en su forma. Lo primero

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que se observa, cuando se estudianestas relaciones, es que, siempre,después de un renacimiento en lasartes liberales viene uno en el artedel homicidio. Como ejemplos lepodría citar el Imperio romanodespués de Augusto, el grupo derepúblicas italianas después y aunen vida de los grandes maestrosDante y Leonardo de Vinci, Franciaen tiempos de Luis XIV, cuandofloreció la famosa sociedad deenvenenadores por carta que ya le

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he mencionado en otra ocasión.Quiero que entienda usted esto bien,aunque sé que le será difícil, puessu cultura no ha de ser muy extensa.No se ofenda; tan sólo estoyasentando un hecho: su cultura esmuy escasa.

Ruppert L. Brown creía soñar.Allí, frente a él, estaba un viejecillobarrigón, descamisado, sonriente,explicando sus teorías sobre arte,hablando como un profesor deuniversidad, para demostrar que

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había cometido cuatro asesinatos.De pronto no se contuvo:

—¡O usted está loco o yo! —gritó—. ¡Esto es imposible, ilógico!

—Todo lo contrario, mi queridoamigo —prosiguió Aloysius Hands—. El asunto, como todo lo que yohago y pienso, es completamentelógico; y, para demostrárselo,permítame que prosiga. Pues bien,creo haberle de mostrado ya queexiste una relación entre elrenacimiento artístico y el criminal.

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Podría yo disertar largamente sobreel asunto, podría citar a Tomás deQuincey, demostrar cómo, cuandoun gobierno toma en sus manos elhomicidio, éste pierde suscualidades de arte, como en el casode la Revolución francesa, y seconvierte en una producción enserie, con tanto valor estético comolo pueden tener las vajillas depeltre o los automóviles Ford.Podría yo hablarle largamentesobre todo esto, pero veo que mi

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charla lo pone nervioso y pasaréadelante. En el mundo actual,especialmente en América, seobserva un renacimiento artístico,en el cual yo creo firmemente.Todas las artes vuelven a florecercon gran empujé y tal vez hayausted observado a los pintores ymúsicos mexicanos, a los novelistascolombianos, a los poetasuruguayos, etc… Lo que no haflorecido es el homicidio artístico ycreo que este florecimiento les debe

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corresponder a los Estados Unidos,que tan mal andan en otros. Ustedme alegará que el crimen haflorecido, pero ése es un crimenbrutal, utilitario, no unrenacimiento, sino un regreso a laépoca de las cavernas con lanovedad de la ametralladora.Verdadero florecimiento lo hubo enlos sistemas inigualados de Livia,la mujer de Augusto y, más tarde, enel invento de los guantes y floresitalianos que mataban y de las ya

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mencionadas cartas francesas. Esagente era artística por excelencia,verdaderos artistas del crimen, y nocomo nuestros gangsters, que hacenun verdadero alarde de fuerza ybrutalidad cada vez que tratan deeliminar a un ciudadano.

»Todas estas profundasmeditaciones las había yo tenidoantes de empezar a interesarme porlas novelas policiacas. Empecé aleerlas creyendo encontrar en ellasun sustituto super-civilizado para el

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crimen artístico, donde el muertofuera sólo una ficción. Al principio,debo confesárselo, esta clase denovelas me interesó muchísimo ylas leía yo en esta forma; cada vezque algo llamaba mi atención, comoun dato útil para la resolución delproblema, lo anotaba, y antes dellegar al final estudiaba concuidado mis anotaciones, releía lospasajes oscuros y sacaba mi propiaconclusión, que muchas vecescoincidía con la del autor, cuando

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éste había dado con buena fe todoslos datos necesarios. De estahabilidad mía deduje que yo teníauna mente privilegiada pararesolver problemas criminales y debuenas a primeras se me ocurrióque yo hubiera sido un estupendodetective.

»Aquí quiero hacerle unaconfesión que le parecerá ridícula.Hará unos treinta años llegó a tantomi afición por la deducción de losproblemas policíacos, que pensé

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seriamente en inscribirme en elcuerpo de policía a la que ustedpertenece. Por un momento olvidémi edad, mi barriga, y me dejéllevar por la ilusión de ser unHolmes, Hércules Poirot o un PhiloVance de la vida real. Soñaba conhomicidas geniales descubiertospor mí después de una serie dededucciones lógicas llegó a tallogrado mi ilusión, que pedí unfolleto donde se explican losrequisitos necesarios para ingresar

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a la policía. Cuando lo recibí,comprendí la imposibilidad de misueño, pues para pertenecer a lapolicía se requieren grandes dotesfísicas, de las cuales carezco.

»Entonces pensé escribir unanovela policiaca, pero ahí de nuevoel cielo no vino en mi ayuda, puesme es completamente imposible elexpresarme por escrito con laelegancia y soltura necesaria. Coneste lamentable descubrimiento seme cerraba la última puerta del

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triunfo, se me cortaban todas lasalas. Comprenda usted mi tragedia,la amargura de mi situación. Era youn artista, un grandísimo artista, ungenio; pero no tenía medio deexpresión, estaba encarcelado,metido en una jaula absurda.Entonces tuve la idea.

»La idea, como todo lo mío mevino por una serie de deduccioneslógicas. Primero consideré que yoera un genio para todo lo que serefiere a la resolución de

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problemas lógicos, especialmentelos relacionados con el crimen.Segundo, yo no podía expresar esafacultad por mi imposibilidad físicapara ser detective y miimposibilidad intelectual paraescribir.

»Como usted ve, no quedabamás que un camino, pues ya que nome era posible el resolverproblemas, podía yo hacerexactamente lo contrario, o sea,crearlos, cometiendo un crimen, un

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crimen artístico, perfecto, quesobrepasara a todos los realizados,que fuera más allá de las teoríasexpresadas por Quincey en su libroEl homicidio considerado comouna de las bellas artes.

»Por todos lados he vistopregonado, gritado, escrito,anunciado, que el crimen perfectoes imposible. En todas las novelaspoliciacas el criminal siempre esdescubierto al final, pues su crimentenía una falla, una falla

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insignificante, pero por la cual eldetective saca en claro todo elasunto. Está muy bien estapropaganda contraria al crimenperfecto, porque no es bueno que elpueblo sepa que tal crimen esrealizable, pues la policía se veríapronto en grandes aprietos.Además, hasta ahora, los únicosfacultados para asesinar sin que seles castigue han sido los gobiernosy ya le dicho que éstos nuncabuscan el crimen perfecto sino

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como un deporte, como lo hacíanLivia o los Borgia. Ahora bien, yocreo que el crimen, como empresade un particular, puede ser perfectosi tiene lo requisitos necesarios atoda obra de arte, que son, a saber:sencillez en su ejecución, claridaden sus conceptos, brevedad en larealización, elegancia en su forma.Un crimen realizado con estosrequisitos sería perfecto y pondría atodos los gendarmes y detectivesdel país de cabeza. Yo lo podía

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realizar y entonces mi triunfo seríagrande, mi nombre seinmortalizaría, el aplauso de todaslas personas inteligentes llegaríahasta mis oídos como un justohomenaje a mi genio.

»He allí, amigo Brown, cómome vino la idea de realizar uncrimen. Como usted ve, el caso eslógico; y todo nació del afán deexpresión del artista que hay en mí,el afán de dar a conocer mi genio.Ahora lo he logrado y estoy

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satisfecho de mi obra, cosa quepocos artistas pueden decir consinceridad».

Ruppert L. Brown se enjugó elsudor con el pañuelo. Aún nolograba averiguar si AloysiusHands estaba loco o le estabatomando el pelo, así que preferíacallar y observar; pero viendo queya Hands no hablaba, se atrevió apreguntar:

—Lo que no entiendo es elporqué de todo esto. Si ya había

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usted realizado el crimen perfecto,¿para qué venir a contármelo ydenunciarse en forma tan tonta?

Aloysius Hands sonrió:—Ya me imaginaba que no lo

iba a comprender —dijo—. Suinteligencia inferior, normaldiremos, no es capaz de abarcaresto, pues para comprender eltalento se necesita talento. Ahora leexplicaré cómo realicé mi obra dearte, pero antes pida un poco decafé, que la garganta se me ha

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secado con tanto hablar.

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Capítulo sexto

Aloysius Hands sigueexplicando

Aloysius Hands tomó su café contoda calma, saboreándolo a gusto,puso la taza sobre la mesa, selimpió la boca con el pañuelo yprosiguió:

—Creo que ya habrá usted

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entendido los motivos que meimpulsaron a efectuar un crimen.Ahora bien, ya resuelto a cometerun crimen punible, ¿cuál de todoslos posibles era el más indicado?El robo siempre me ha parecidorepugnante por su finalidadutilitaria y por la bajeza de losmétodos que hay que emplear,basados en el engaño a un serinferior. El secuestro tiene losmismos defectos que el robo, juntocon la repugnante necesidad de

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andar escondiendo gente. Elcontrabando de drogas, del quetanto se ha hablado en los últimostiempos, requiere de unaorganización con numerosopersonal, lo que le quita todoindividualismo; es dentro del artedel crimen, lo que el teatro en laliteratura, donde la actriz llevasiempre más aplausos que el autor.Estudiadas y descartadas todasestas posibilidades, comprendí queel único crimen digno de llamarse

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obra de arte era el homicidio.»Inmediatamente procedí a

estudiar la forma de realizarlo ysistematicé todos los métodosconocidos para matar, encontrando,después de mucho estudiar, quetodas las formas posibles sedividen en tres grandes clases: losbiológicos, los físicos y losquímicos. Empecé por estudiar lasposibilidades de los biológicos,que no han sido usados hasta ahora,que yo sepa, y tienen grandes

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atractivos. Imagínese usted quelogro un cultivo de tétanos, cosafácil mezclando estiércol decaballo con leche y dejándolovarios días, y con ese cultivoinoculo una aguja con la que doy unpinchazo a un hombre. Éste, a losdos o tres días, moriría de tétanos.El sistema era fácil, demasiadofácil, y para mi fin tenía un gravedefecto, pues nadie se enteraría deque se trataba de un crimen, lapolicía no investigaría y mi fama

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quedaría oculta. Por estas razonesdeseché un sistema tan perfecto.

»Mi crimen, ante todo, debíatener la forma de un crimen, así quetoda la clase biológica dehomicidios no me servía, por lo quela descarté, estudiando las otrasdos. Entre los sistemas físicosencontré de pronto los siguientes: elgolpe contuso, el arma de fuego, elarma punzo-cortante, elestrangulamiento, la asfixia, eldesbarrancamiento, el

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atropellamiento y algunos otros queen este momento se me escapan.Entre los sistemas de golpe contusoestá el del tubo, recientementeempleado con bastante éxito enMéxico. Entre los de arma punzo-cortante está el nuevo inventado por“Murder Inc.” de Nueva York,usando un punzón pica-hielo y quetiene la ventaja de que, dada lainmensa cantidad de punzones pica-hielo que hay, no se puedeaveriguar la procedencia del arma.

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Para usar cualquiera de estossistemas físicos, se requiere una uotra de estas dos condiciones: o quela víctima se encuentrecompletamente sola para podersorprenderla, o que se encuentrerodeada de tal número de personas,como en la calle Broadway deNueva York, que no se puedaidentificar al que usó el arma. En elprimer caso el asesino debe tenerciertas condiciones físicas defuerza, agilidad para escalar muros

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y que sé yo cuántas cosas más parapoder acercarse a la víctima y huirdespués sin ser visto ni reconocido.Como yo carezco de todas estascualidades, comprendí que elsistema no era propio para mí, niestaba dentro de lo que me obligami respetabilidad el andar saltandoparedes, echando carreras y dandomanotazos. El otro caso tampoco esaplicable en este pueblecillo dondenunca hay multitudes».

»Estas condiciones que, como

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usted ve, son claramente lógicas,me llevaron a descartar todos losmétodos físicos y estudiar losquímicos, o sea, los venenos.Tenemos ya dos conclusionesimportantísimas: primera el crimendebe ser un homicidio; segunda,para realizar ese homicidio hay queusar agentes químicos de fácilempleo para una persona débilcomo yo.

»Inmediatamente me puse aestudiar tratados sobre venenos y

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sistematicé. Para un crimen, lostóxicos se pueden suministrar devarias maneras: por la boca, por elolfato, por inyección subcutánea,intramuscular o intravenosa, porósmosis a través de la piel, comoen el caso de los guantesflorentinos; por los oídos, como elasesinato del padre de Hamlet, ypor los ojos. Es fácil comprenderque, de todos estos sistemas, sóloson prácticos aquellos en que sesuministra el veneno por los ojos,

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por el olfato, por la boca o porósmosis; así que hay que descartarlos otros, aunque la inyección esmuy de tomarse en cuenta.

»Antes de seguir adelante poreste camino, hay que estudiar cuálessustancias son fáciles deconseguirse, pues esto es muyimportante para que el crimen seaperfecto. Hay venenos estupendoscomo el curare, la raíz de huizache,etc…, pero que son muy difíciles deconseguir. Lo mismo sucede con la

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nicotina pura y otros que se puedenpedir en las boticas o en loslaboratorios, pero queinmediatamente provocaríansospechas. También hay queestudiar qué veneno puedesuministrarse fácilmente, porque,por ejemplo, el permanganato, quees fácil de conseguirse, no sirve,pues difícilmente podrá usted hacerque una persona, contra su voluntad,tome un vaso de esta sustancia.

»Después de estudiar todo esto,

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llegué a la conclusión de que sóloalgunos venenos de los que se danpor la boca son fáciles deconseguirse y fáciles desuministrarse. Entre estos venenosaún tuve que buscar uno que fuerainsípido, y encontré el arsénico, quetiene sabor de ajo, sabor tan vulgarque es fácil de disculparse.

»El arsénico puro no elvenenoso y tiene muchos usosindustriales, así que es muy fácilconseguirlo. Además, se encuentra

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en la naturaleza, ya sea simple oformando compuestos. Aquí mismo,en los alrededores del pueblo,encontré pirita arseniosa de la cualextraje el arsénico. Para todo estotuve que estudiar química ¿pero quéartista no estudia? Conseguido ya elarsénico puro, me fue muy fáciltener el trióxido de arsénico, puesbasta con calentarlo para que seoxide. Esta sustancia, un polvoblanco como cal molida o como salmuy fina y que la gente

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generalmente confunde con elarsénico, es terriblementevenenosa, pues bastan cincomiligramos para matar a un hombreen menos de veinticuatro horas.

»Teniendo ya el arsénico, tuveque imaginar un medio parasuministrarlo a las víctimas. Aquíme voy a permitir un pequeñoparéntesis para explicarle la forma,cómo, a mi juicio, debe ejecutarseun crimen perfecto. La gente,cuando lo imagina, trata

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inmediatamente de encontrar laforma más complicada, de buscarseun alibí que le limitaráterriblemente el tiempo, y que sé yocuántas tonteras más. Éste es elresultado de la lectura de tantasnovelas policiacas, y lacomplicación tan terrible hace queexista siempre una falla, algo que sedeja a la casualidad, lo cual es elhilo por donde el detective saca elovillo. Un crimen perfecto debe sersencillo, pasmosamente sencillo,

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para que nada quede en manos de latraidora casualidad.

»Tomando esto en cuenta,medité mi crimen Claro está que laforma más sencilla es la derevolver el arsénico con algúnalimento, pero entonces, cuando eldoctor hace la autopsia, encuentralos restos de ese alimento en elestómago, es decir, el vehículo enel que fuera contenido, einmediatamente se me ocurrióponerlo en algo que se chupara y no

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se tragara y se me vino a la cabezael chicle, aunque pronto lo descartéal ver que no todo el mundo lomascaba. Por la misma razóndescarté los puros y se me vino laidea de los timbres de correo.

»Aprovechando las estampillasde correo aéreo y entregainmediata, —que son muy grandes—, preparé mis armas. A ciertonúmero de estampillas de esta claseles quité la goma, mojándolas enagua tibia, las dejé secar y las

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planché para que volvieran a tomarsu apariencia normal. Luegofabriqué una goma en la que mezcléel arsénico, calculando que a cadatimbre le quedara medio gramo, osea, cien veces más del necesariopara matar a un hombre, puesconsideré que gran cantidad deveneno quedaría en la goma delsello. Luego, para más seguridad,espolvoreé muy tenuemente lasuperficie engomada con arsénicomuy fino.

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»Listo ya mi material, no mequedaba más que escoger a lavíctima, e inmediatamente me fijéen Sanders, a quien odiaba porsaberle muchos negocios sucios ycómo había arruinado a grancantidad de gente buena con ellos.Para disculpar que mis timbresolieran y supieran ajo, fingícomerciar con estos bulbos y llenémi oficina de ellos, por lo que veráusted que no se me escapaba unsolo detalle. Cuando Sanders llegó

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a comprar timbres, en nueve deenero, le vendí los envenenados,dos de entrega inmediata, que frentea mí pegó al sobre. Yo sabía quedos veces por semana iba a laoficina a poner cartas en persona,pues era desconfiado como todohombre de conciencia no muylimpia. En la misma noche murióSanders, con lo que quedaronvengados, por mi mano poderosa,muchos agravios y miserias.

»Había pasado un mes, cuando

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resolví cometer mi segundo crimen,éste piadoso y no de venganza, en lapersona de la señora Oliver. Ellatenía un hijo al que adoraba, enquien había puesto todas susilusiones de viuda viejaabandonada. Trabajaba hastamatarse para mantenerlo en launiversidad, pero yo sabía que elhijo no estaba allí, sino en lapenitenciaría del estado, a dondehabía ido a parar acusado de no séqué robos y otras cosillas. Tres

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cartas le escribió desde allí a laseñora pidiéndole dinero, pero yolas rompí en lugar de entregarlas, lomismo que las que devolvían de launiversidad diciendo que elmuchacho no se encontraba allí.Muchas veces la señora, que adiario iba a preguntar si había cartapara ella, me contó el dolor que lecausaba la ingratitud de su hijo y elconsuelo que sentía al pensar queestaba tan sumido en sus estudios,que no tenía tiempo para pensar en

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nada más. La señora Oliver era deesas mujeres que le cuenta a todomundo sus intimidades, empezandopor las enfermedades, siempremuchas y muy especiales, que lasaquejan hasta las infidelidades delmarido o los desmanes de los hijos.Yo la escuchaba siempre con todapaciencia, aconsejándole donde meparecía oportuno, pues me dabamuchísima lástima y de natural hesido siempre un hombre amante demi prójimo. Tantas veces me habló

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la señora de los grandes proyectosque había hecho para su hijo, cómollegaría él a ser doctor, el másfamoso de la Unión y dueño de ungran sanatorio donde hubieracantidades de enfermerasuniformadas, que comprendí loterrible que sería para ellaaveriguar la verdad; y por esodestruía las cartas. Pero esto nopodía seguir adelante, ya la señorahablaba de ahorrar algo para ir a launiversidad y saludar a su

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muchacho; y así decidí que lo mejorera evitarle de una vez por todastantos sufrimientos y matarla. Elcrimen, si se le puede llamarcrimen a esto, lo realicé con laperfección que acostumbro y laseñora Oliver murió el nueve defebrero, feliz en sus ilusiones.

»En esos días supe la conductaindecente de Raymond Bay y laseñora Smith, y decidí castigarlos,pues tales relaciones no podíantener perdón. En los dos meses

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siguientes recibieron su debidocastigo. Tal vez hubiera perdonadoa Bay; pero, como la muerte de laseñora Smith lo dejó impávido,comprendí que no lo movía el amor,sino el ciego y estúpido orgullo delmacho, así que merecía el castigo yse lo infligí bajo sus mismasnarices de usted, mi queridoBrown, sin que lograra averiguarnada, cosa que me llenó desatisfacción».

Aloysius Hands volvió a llenar

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su taza, probó el café y, viendo queestaba frío, lo dejó. Ruppert L.Brown lo veía anonadado. Por findijo:

—Todo esto es lógico, por lomenos en la extraña lógica de usted,pero no lo puedo creer. Si fueracierto, no me lo contaría.

Aloysius Hands lo detuvo conel gesto displicente del hombre queya ha explicado mucho una cosa yno lo comprenden. Encendiendo uncigarro, prosiguió:

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Capítulo séptimo

Aloysius Hands explica aún

—Usted, amigo Brown, es de losque tiene ojos y no pueden ver ni loque tienen frente a las narices.Necesita que se le explique todo, yesto, en verdad, es una lata. Cuandome resolví a contarle los hechos,pensé que me dirigía a una personainteligente, acostumbrada a los

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trabajos de deducción, con la quebastaba insinuar las cosas para quefueran comprendidas. Veo que mehe equivocado y esto me causaprofunda pena, sobre todo por elbuen nombre de la policía de mipaís.

Ruppert L. Brown calló, no muyseguro de si su interlocutor letomaba el pelo o le decía la verdad.Las alusiones personales, de lasque ya empezaba a abusar un pocoHands, más valía dejarlas pasar

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inadvertidas, como si no se hubieradado cuenta de ellas, y escuchandocon todo cuidado tratar de encontraruna contradicción en el relato, quele permitiera averiguar lo cierto ylo falso.

—Veo —prosiguió Hands—que está usted de acuerdo con mispalabras y nada tiene quecontradecir. Más vale que así sea,pues de otro modo perdería yomucho tiempo en probarle la verdadde lo dicho. Ahora quiere usted

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saber por qué cuento yo estas cosasy voy a complacer su curiosidad.Atienda usted, pues no me gustarepetir.

»Desde un principio había yoprocedido en este asunto con unmétodo puramente lógico, en el cualla personalidad no intervenía paranada. Esto es, no había hechoaprecio ninguno de mi psicología,ni del efecto que sobre éstacausaran los crímenes…».

—Entonces —interrumpió

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Brown— por fin su conciencia…—No sea usted idiota —cortó

Hands—: la conciencia no tienenada que ver en esto; ésas sonchiquilladas, lo que se lee en loscuentos para niños. Aquí no se tratade eso; la conciencia no memolesta, pues he usado de mi artesin provecho propio, movido sólopor sentimientos altos que, claroestá, se le escapan y no podrácomprender nunca. De todos modosme voy a tomar la molestia de

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explicarle los motivos que meimpulsan a contarle esto; así quecalle y escuche. Como le decía, yono había tomado en cuenta elelemento psicológico, por usarúnicamente del lógico. Pues bien,después de cometido el primercrimen en la persona de Sanders,sentí una gran satisfacción, la delartista que ha realizado su obraperfecta y que ya puede morirtranquilo, seguro de que laposteridad lo ha de comprender.

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»Pasaron algunos días y se meempezó a disipar el gozo, pues sólola policía local se había ocupadodel asunto y a esta policía nunca lehe concedido beligerancia.Además, aunque mi triunfo íntimoha sido completo, todo mundo loignoraba, achacándoselo a otraspersonas, totalmente incapaces detal obra. Lo que me hacía falta erallamar la atención, y resolvíefectuar otro crimen en las mismacondiciones, el mismo día nueve,

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seguro de que tales coincidenciasse harían notar, y resuelto, si lapolicía los pasaba por alto, ahacerlas notar yo. Mi segundocrimen, a usted le consta, fue tanperfecto como el primero y lapolicía local notó la coincidencia,se espantó y llamó a la del estado.Con esto mis triunfos iban enaumento, pero ya tampoco mesatisfacían. Yo necesitaba queviniera la policía federal, que elasunto apareciera en los grandes

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diarios y se me diera la publicidadmerecida. Para ello efectué eltercer asesinato y lo llamaron austed, empezando inmediatamenteuna época de gran actividad que yoobservaba complacido. Como ahombre viejo y respetable, se mepermitía asistir a todas lasdiligencias, a todos losinterrogatorios. Le juro que pocasveces en mi vida he gozado tanto,pero este gozo tampoco fueduradero, aunque ya los periódicos

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se empezaban a ocupar del asunto ydía a día subían los epítetoslaudatorios para mí. Los queempezaron llamándome el oscuroasesino, luego me dijeron el astuto,más tarde el inteligente y por fin elgenial. Esta publicidad mecomprometía: tenía yo quesuperarme y medité mi cuartoasesinato bajo sus mismas narices.Lo realicé perfectamente, aunque ladosis fue más fuerte que en losotros casos, o él era más débil,

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muriendo antes de lo que tenía yocalculado, o sea, en la noche, peroquedó en la puerta de mi mismaoficina. Este pequeño accidente, elúnico que no estuviera meditado, ledio más lustre a mi obra, pues asíse logró que muchas gentes lovieran morir y que usted llegaramomentos después para realizartodas las diligencias que creyóoportunas.

»Han pasado ya muchos díasdesde el cuarto asesinato y usted no

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logra descubrir nada. Ahora que fuea presentar su renuncia, comprendíque nadie podrá descubrirme, quehe realizado el crimen perfecto. Porun lado, esto es maravilloso, es larealización de todas misaspiraciones: seré famoso; pero,justamente por la gran perfecciónde mis crímenes, toda la publicidadtan merecida se me escapa. Enverdad, soy el hombre deactualidad, el más famoso en losEstados Unidos, pero nadie lo sabe.

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Esto no puede ser, es injusto; asíque me he animado a contarle todopara tener siquiera su admiración».

—Me temo —dijo Brown,después de una larga pausa— quetendrá usted la admiración de todoel mundo, pues el asunto va a hacerruido y de la cárcel no saldrá entoda su vida, si no es que lo mandana la silla eléctrica.

Aloysius Hands lo miró con susonrisa tímida. Ya no tenía elaspecto de un profesor que da una

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conferencia. Ahora era simplementeel jefe de correos de La Mesa,Arizona.

—Creo —dijo— que incurreusted en un error, cosa frecuente enusted, y que el mundo no me va aadmirar hasta después de algúntiempo, cuando yo quiera…

—Mañana —interrumpió eldetective— los periódicos nohablarán de otra cosa. En el hotelhay más de cinco reporteros enespera de noticias sobre el asunto.

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—¿Y quién les dará lasnoticias? —preguntó Hands consuavidad.

Brown se le quedó viendo.Poco a poco su rostro se demudó,se puso pálido, le temblaba laquijada.

—No puede ser —balbuceó—:su locura no llega a tanto, no pudohaberme…

—¿Por qué no? —volvió apreguntar Hands con la mismasuavidad—. ¿No puso usted acaso

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esta mañana una carta en el correo?¿No lamió usted el sello antes depegarlo? Claro está que hoy no esdía nueve, pero ¿qué quiere usted?:las circunstancias, la necesidad…

—Pero es que yo… yo no… —El sudor había cubierto la frente deBrown. Sus ojos desorbitados veíana Hands lleno de rabia y deimpotencia.

Hands quedó un rato ensilencio, mientras la sonrisa levagaba por la boca. Por fin, viendo

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que Brown estaba a punto de caerdesmayado, le dijo:

—Tranquilícese: era sólo unabroma y no lo he envenenado. Enverdad, me parece que era unabroma bastante oportuna. Decualquier manera, usted no les va adecir nada a los periódicos ni meva a llevar a la cárcel…

—¿Cómo que no? —rugió eldetective—. ¿Pretende usted acasocohecharme? Sépase usted que ésees un delito y, además, es mi deber

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el prevenirle que cualquiera cosaque diga se puede usar comoevidencia en contra…

—Ta, ta, ta —interrumpióHands—. Use usted su cabeza,amigo Brown, y que no le sirvasólo para llevar el sombrero. —Luego, con gran suavidad—:Dígame, ¿qué es lo que va a contara los reporteros, qué le va a decir ala policía?

—Pues lo mismo que usted meha dicho —repuso el detective.

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—Usted les dirá eso, amigoBrown, y me temo mucho que se lereirán en las barbas. Imagíneseusted que está frente a los docerespetables ciudadanos queintegrarán mi jurado y les diceusted que yo soy el asesino; yo,naturalmente, lo negaré y ¿cómo lova usted a probar? Motivos noexisten, oportunidad igual que la decualquier otro habitante del pueblo,antecedentes penales no tengo. No,amigo Brown, me temo que va usted

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a meter la pata, que le va usted aobligar, con todo y el cariño que letengo, a que lo demande porcalumnias y difamación…

—Encontraré otras pruebas —interrumpió Brown desconcertado.

—No veo cuáles —repusoHands—. Las cuatro cartas quellevaban timbres envenenadosfueron depositadas en el buzón y mepermití el pequeño delito desacarlas y quemarlas. Ya no tengotimbres envenenados ni arsénico en

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mi casa, ni aparatos de química, nilibros que me puedan comprometer.Usted podrá alegar lo que yo le hedicho: que las cuatro víctimasmurieron cuando se ocupaban desus cartas, y yo preguntaré quecómo lo sabe usted. Bay, en efecto,murió al poner una carta al correo,pero de los demás no lo sabemos.Que escribieron cartas esindudable, pero que haya unarelación entre esta actividad y sumuerte, no está muy claro. No,

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amigo Brown, usted no puededemostrar nada y, si sale con estecuento, lo van a tomar por loco opor idiota. Yo sé lo que digo, loque más le conviene es callar yadmirarme en silencio, porquetendrá usted que admirarme afuerzas.

Hubo un silencio largo. Brownpensaba con todas sus fuerzas,mientras Aloysius Hands, indolente,reposaba en su silla y chupaba devez en cuando su pipa apagada.

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Cuando el reloj marcaba las dos dela mañana, Aloysius Hands selevantó, tomó su sombrero y abrióla puerta. Antes de salir dijo:

—Ahora ya sabe usted quién esel asesino, lo cual supongo quefacilitará su tarea. Se quejaba de lafalta de motivos y comprendo quesu dificultad era grande. Por eso, enlugar de decirle solamente losmotivos, le digo quién es elasesino.

Ruppert L. Brown se levantó, la

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mirada brillante, una sonrisa ampliallenándole la boca.

—Buenas noches —dijo—. Leagradezco mucho su compañía y sucharla tan amena…

—Pero —interrumpió Hands—es que todo lo que le he dicho esrigurosamente cierto.

—Que duerma bien —dijoriendo el detective— y que mañanahaya inventado otro cuento comoéste, aunque le ruego que sea másverosímil.

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Hands lo miraba fijamente,mientras Brown seguía riendo contodos los dientes al aire.

—No me cree —dijo—; Puesyo le voy a demostrar que es cierto.

El detective no dejaba de reírbonachonamente, apoyado en elquicio de la puerta, con el aspectode un hombre que ya da porterminada la fiesta y se entretieneun momento despidiendo a unhuésped divertido.

—Se lo voy a demostrar —

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repitió Hands—, efectuando otrocrimen perfecto la semana que entradistinto que los anteriores pero tanperfecto como ellos. Cuando lohaya realizado se lo contaré.

La puerta se cerró tras AloysiusHands. Ruppert L. Brown volvió asu sitio junto a la mesa, encaramólos pies y se puso a pensar. Antesde las tres el mozo entró paraavisarle que el tren saldría pronto.

—He resuelto quedarme —contestó—; que me suban más café

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y no me molesten hasta que yollame.

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Capítulo octavo

Ruppert L. Brown investiga

El amanecer lo encontró sumido ensus meditaciones. Si Ruppert L.Brown hubiera leído a G. K.Chesterton, cosa que no habíahecho, hubiera recordado aquelpárrafo: «Hay gente —y yo soy unode ellos— que creen que lo máspráctico e importante que se pueda

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conocer de un hombre es su puntode vista del Universo. Creemos quepara una casera inspeccionando asu huésped es importante saber susposibilidades económicas, peromás importante aún es conocer sufilosofía».

En el caso de Aloysius Hands,Brown, sin leer a Chesterton, habíallegado a la misma conclusiónaunque en otras palabras: «Siendoenteramente imposible el tenerpruebas bastantes para aprehender

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al asesino, usaremos para ese fin elconocimiento que tenemos de sufilosofía, que éste,imprudentemente, nos ha dado».

En verdad, durante toda lanoche y las horas lentas del alba,Brown había meditado influenciadopor el férreo sistema de Hands. Así,primero había visto dosposibilidades: o Hands mentía o erael asesino. Considerando laprimera, le pareció improbable unamentira tan coordinada; así que

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pasó a estudiar la segunda. Para versu verosimilitud había queinvestigar los hechos investigables.Por lo pronto, de sus papeles sacóla relación de lo que habían hecholas víctimas antes de su muerte,comprobó que todas habían estadoen la oficina de correos. Estacertidumbre lo animó, tomó elteléfono y habló con elmalhumorado sheriff, que dormíacomo un justo, aunque era unsinvergüenza, para preguntarle

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quiénes comerciaban en ajos en elpueblo. El sheriff contestó que lostenderos y dio dos o tres nombresmás. Brown insistió en saber sialgún otro y el sheriff recordó queHands desde hacía unos cincomeses pretendía, aunque sin éxito,un comercio similar; e insistió ensaber la causa de esas preguntas yde haberlo despertado, pero Brown,sonriente, se concretó a colgar labocina.

Luego era bastante probable que

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la segunda premisa fuera cierta yhabía que buscar las pruebas.Procediendo con método, Brownpensó primero en las pruebasmateriales, que fue descartandoconforme consideró no poderencontrarlas. El veneno, losaparatos de química, los timbresenvenenados, las cartas enviadas:no quedaba rastro de todos ellos yotras pruebas materiales noexistían, así que había que buscarpor otro lado. De pronto una frase

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de Hands lo hizo recapacitar: «¿Nohabía yo contado con mipsicología?». Ahí probablementeestaba la solución, no en la lógicasino en la psicología, la particularde Hands, que él conocía bien, puesel mismo asesino se la habíaentregado.

Primero Brown pensó en hacerque Hands repitiera su historiafrente a testigos ocultos. Esto seríafácil halagando la vanidad delasesino, pero tales sistemas le

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disgustaban, pues las pruebas de lostestigos eran siempre negadas porel reo, que hacía aparecer toda latrama como una conspiración paraperderlo. Había que buscar algodefinitivo, una confesión escrita,por ejemplo. Posiblemente Handstuviera en su casa un diario; sehabía dado el caso de locos conmanía homicida que llevan talesdiarios, pero la cosa no eraprobable en vista de que loshomicidios habían nacido ante la

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imposibilidad de escribir y siHands fuera capaz de escribir, asíhubiera vertido todos sus instintossin llegar a los hechos.

Además —meditó— el tiempourgía: otro asesinato estabapendiente, que podría resultar de undía a otro y echar a perder todas susgestiones, pues sus jefes no lopasarían. Sobre la mesa estaba lacarta que le había devuelto Hands,su renuncia no estaba presentada.Brown rompió la carta y siguió

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meditando.Hands había asesinado por

expresar su sentimiento de artistadesconocido. Ese sentimiento lepedía publicidad, ser un hombrefamoso del que hablan todos losdiarios. ¿Qué pasaría si se leachacara el crimen a otro individuo,a uno que Hands despreciara, comopor ejemplo a Smith? Al final de laconversación, Brown, temeroso deque todo fuera una burla, habíafingido no creer nada y esto llenó

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de indignación a Hands. Tal vez esaindignación se pudiera llevar másadelante, hasta hacer que el asesinose comprometiera; pero había queobrar rápidamente, antes delpróximo crimen.

A eso de las ocho de la mañana,refrescado por una ducha fría,Brown se presentó en casa delsheriff, que aún roncaba. Loprimero que éste quiso saber aldespertar era si había sido unabroma la pregunta sobre los ajos.

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Seriamente Brown le aseguró queno y que ya sabía quién era elasesino. Esto acabó de despertar alsheriff, que saltó de la cama, tomóla pistola y quiso ir a matarloinmediatamente.

—El asesino —prosiguióBrown imperturbable— es FideliusG. Smith. Les daba el veneno a susvíctimas en la goma de los sobres:un sistema muy ingenioso. Averiguóque Sanders le hacía chantajes a sumujer y lo mató. La señora Oliver

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se dio cuenta de algo, puestrabajaba en casa de los Smith y lamató también, usando del mismosistema que tan bien le habíaresultado la primera vez. Luegoaveriguó que la mujer, por la quehabía matado, lo engañaba con Bayy los mató a los dos.

—En este momento —gritó elsheriff— lo aprendo y lo mato abalazos como a un…

—No hará usted tal, pues notengo pruebas bastantes. Sólo sé

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que en su casa hay un frasco dearsénico con goma, que haestudiado química y toxicología yque es el único en el pueblo quetiene motivos para los cuatrohomicidios.

—¡Con eso basta! —gritó elsheriff—, con un monstruo así…

—Ya le he dicho que quieropruebas y no otro asesinato, queestaría muy mal en un guardián dela ley como lo es usted.

—Pero aquí en este pueblo

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mando yo y considero —la posturadel sheriff era todo dignidad— quecon monstruos así lo mejor eslincharlos.

—Pero yo —insistió Brown,serio— soy amigo personal delseñor gobernador a quien ayudé encierto asuntillo y…

—Tiene usted razón —seapresuró a interrumpir el guardiánde la ley, cambiando la dignidadpor la más cristiana virtud de lahumildad—, tiene usted toda la

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razón; y le ruego me perdone, si esque mi justa indignación me hallevado a extremos…

—Está usted disculpado —interrumpió Brown ante el torrentede amabilidades que se esperaba—.Lo que hay que hacer es buscar laspruebas necesarias. Vaya usted a laoficina de correos, averigüe conHands a dónde fueron las últimascartas que escribieron las víctimas.Es un viejo entrometido y chismosoque tal vez recuerde algo.

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—Iré inmediatamente y trataréde averiguarlo, sin que Hands seentere de nada…

—Todo lo contrario —interrumpió Brown—. Cuénteletodo a Hands. Me interesa muchoque lo sepa.

Y diciendo esto, salió conrumbo a su hotel, mientras el sheriffcomentaba una vez más con sumujer que los detectives federalesno entendían una palabra de suoficio.

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Capítulo noveno

Aloysius Hands no escomprendido

A las tres de la tarde, después de sualmuerzo y una siesta refrescante,Brown, con los pies sobre la mesa,reposaba en su cuarto del hotel, elsombrero en la cúspide del cráneo,el chicle estruendoso en la boca y

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la sonrisa alegre. Hands entró casisin hacer ruido. Estaba pálido,sudoroso. Avanzó hasta el centrodel cuarto, clavó el odio de susojos en Brown y le dijo:

—¿Conque usted cree que Smithes el asesino? ¿Conque es usted lobastante imbécil para creer eso?

Brown, sin dejar su sonrisa, loconvidó a sentarse; y una sillagemebunda y protestante recibió elpeso de Hands.

—¿Conque Fidelius G. Smith es

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el asesino? ¿Smith? Dígame usted,pedazo de alimaña, ¿de dónde hasacado que ese miserable es capazde un crimen tan brillante? Si esehombre es un imbécil, un engañadopor su mujer, un hazmerreír de todoel pueblo, un…

Y las palabras, enredadas conla rabia, se le quedaron en lagarganta, que ya sólo fue capaz deemitir sonidos extraños.

—Esta misma tarde —dijoBrown con dulzura— he de

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aprehender a Smith, pues tengo laspruebas necesarias. Usted, miquerido Hands, en su charla deanoche me dio la clave. Así lo dirépara que el agente del Ministerio lofelicite…

—Al diablo con lasfelicitaciones —exclamó Hands,que había vuelto al uso de lapalabra—. Usted sabeperfectamente que Smith no es elasesino, usted sabe que soy yo:anoche se lo conté y quedó

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convencido…—No lo negaré —interrumpió

Brown— que he pensado algosobre sus palabras de anoche, peroencontré tantas discrepancias, quecomprendí que se trataba solamentede una broma…

—¡Qué discrepancias ni qué loscien mil demonios a caballo! —rugió Hands—. Lo que pasa es queno puede usted probar nada y quiereecharle la culpa a un infeliz incapazde defenderse.

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—Yo —dijo suavemente Brown— no sé si él sea el culpable. Esoya lo dirá el Jurado. A mí mecorresponde investigar y llevarpreso a aquel sobre quien recayerensospechas fundadas. Ése es el casode Smith. Ya le habrá dicho elidiota del sheriff que tenía motivospara matar a todos. Esa mañana,muy temprano, con pretexto de queme convidara a desayunar, registrésu casa y encontré arsénico congoma. Uniendo esto a su brillante

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idea de ayer, comprendí todo yestoy resuelto a aprehenderlo estamisma tarde. Sólo espero elinforme que he pedido aWashington, pues creo tieneantecedentes penales…

—Pero eso es absurdo —interrumpió Hands—, y usted sabetan bien como yo que él es inocente.

—Eso puede usted decirlo en eljurado, cuando se le cite comotestigo, aunque creo que, con lasrazones que le he expuesto y

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algunas otras, el jurado lecondenará. Por lo pronto, no mequeda más que consignarlo, y yopensaba que usted se alegraría…

—Mire usted —Hands hablabalentamente, tratando de contener lacólera—. Usted ya sabe muy bienque Smith es inocente, que es unpobre diablo, capaz de robar a susclientes, pero incapaz de algo tanmaravilloso como estos homicidios.Que el imbécil del sheriff crea esto,pasa, pero que usted, un hombre de

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carrera, especialista en homicidioscon veneno, sostenga tal absurdo,eso sobrepasa mi entendimiento. Yale he dicho que yo soy quien mató aesas gentes, que sólo un granhombre como yo pudo meditar talesasesinatos…

—Y yo ya le he dicho —repusoBrown— que no le creo suspatrañas…

—¡Le prohíbo que se atreva ajuzgar mi obra, que no comprendeni comprenderá!

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—Perdóneme —prosiguióBrown imperturbable—. Su charla,digo, aunque muy amena einstructiva, no puedo tomarla enserio, por las discrepancias que yame he permitido mencionar.

—¿Y cuáles son ésas?—Trataremos de las más

notables —Brown bajo pies de lamesa, se inclinó hacia adelante yfijo sus ojos en los de Hands—.Usted me aseguró que había matadosólo por expresar su sentido

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artístico, o sea, en otras palabras,por demostrar al mundo que ustedera un genio…

—Exactamente.—No negaré que los crímenes

estuvieron bien hechos. Ustedasegura haber sido el autor; y, sieso fuera, de acuerdo con loexpuesto anteriormente, usted habíademostrado ya su genio artístico.Desgraciadamente, nadie lo sabe;así que no ha demostrado ustednada y, si fuera un verdadero artista

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que busca el ser reconocido, ya sehubiera usted delatado, no ante mísino ante el agente del MinisterioPúblico. Como usted ve, hay unacontradicción palpable, que meimpide creer todo el resto de suhistoria; así que tendré queaprehenden a Smith y desearlebuenas tardes.

Diciendo esto, Brown selevantó como un hombre que hadado por terminada su conversacióny quiere que su huésped se retire,

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pero Hands no entendió la indirectay siguió sentado con sus ojos tristesfijos en la mesa.

—Yo pensaba —dijolentamente— decirlo todo cuandosintiera cerca mi muerte…

—Entonces sería tarde, pues yaSmith estaría juzgado y,probablemente, electrocutado porestos crímenes.

Hands se acercó a la mesa,tomó una hoja de papel y empezó aescribir apresuradamente, con una

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letra menuda y clara. Brown serecostó en la cama, encendió uncigarrillo y dejó que sus ojosvagaran por el techo del cuarto. Untoque en la puerta lo interrumpió,Brown salió al pasillo y seencontró al sheriff muy excitado.

—Dice Hands que las cartasfueron enviadas, una a Santa Clausy la otra a Mahatma Gandhi…

—Buen trabajo, sheriff —repuso el detective paternalmente—, buen trabajo. Ahora vaya usted

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a casa y olvídelo.—¿Cómo es eso? Exijo la

captura inmediata…—Siento decirle —la voz de

Brown era baja, casi no se oía—que Smith es completamenteinocente. Adiós.

El sheriff se retiró lentamente.En el portal del hotelito comentócon los eternos parroquianos lalocura e inutilidad del detective,afirmando que, a pesar de todo, élestaba seguro de la culpabilidad de

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Smith.—Aquí hay gato encerrado —

acabó diciendo; y todos pusieroncara de hombres entendidos.

Cuando Hands acabó deescribir, sus manos temblaban.Firmó rápidamente y le entregó elpapel a Brown. Éste lo leyó, tomósu sombrero, ordenó al dueño delhotel que le consiguiera unautomóvil y salió con el jefe de laoficina de correos rumbo a lacapital del estado. Los

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parroquianos del portalito notaronla palidez del jefe de correos y lasonrisa del detective.

—Aquí hay gato encerrado —sentenciaron de nuevo, y cuandollegó Smith nadie lo saludó.

El agente del MinisterioPúblico leyó y releyó la confesiónde Aloysius Hands, sin llegar acreerla; Brown le explicó lo quefaltaba, mientras Hands,tímidamente sentado en un rincón,oía y callaba. El agente lo interrogó

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y Hands contestó a todobrevemente.

—¿Luego sostiene usted quetodo esto es cierto? —el agentemostraba el papel con lasconfesiones.

—Absolutamente.—Parece increíble.—Para las inteligencias

ordinarias —las palabras de Handsde nuevo eran duras— es lógicoque parezca increíble. Ya le habíadicho a Brown que se necesitaba

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talento para comprender el talento.—Sea como sea —arguyó el

agente mosqueado—, por fin lotenemos preso y lo hemosvencido…

—Así es —asentó Hands— y loque me llama la atención es estaparadoja. El criminal se pierdesiempre porque la policía es másinteligente que él. Yo me heperdido por lo contrario, por laimbecilidad de la policía, quepretendía aprehender a un idiota

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incapaz de una obra de artesemejante.

—Tal vez con estos datos —elagente se dirigía a Brown, en buscade mayor respeto que el exhibidopor Hands— podemos presentarnosante el jurado, pero me temo que nologremos gran cosa. Todo es tanextraordinario que no sé quéhacer…

Los diarios de toda la Unión nohablaban de otra cosa más que deAloysius Hands y éste fue por fin un

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hombre famoso. En su celda leíanoticias de la prensa, loentrevistaban los reporteros y seaburría.

En el juicio, el defensor, contrala opinión del reo, hizo unabrillante defensa, que desbaratótodos los argumentos del agente delMinisterio Público, por más queHands pretendía ayudarlo. Citómuchos casos de hombresmentalmente anormales que sehabían echado la culpa de un

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crimen que nunca habían cometido.Hands pretendió demostrar que sílos había cometido, el defensorpidió pruebas, Hands contestó quelas había destruido y el defensor,con una sonrisa sapiente hacia losjurados, declaró no tener más queagregar.

Los miembros del juradodeliberaron durante siete minutos ydieron su fallo. Aloysius Hands erainocente de los crímenes realizadosen La Mesa, Arizona. Se le

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declaraba loco y se recomendabafuera internado en un sanatorio.

Al amanecer, Aloysius Handsapareció ahorcado en su cuarto.Dejó esta carta:

«Como Cervantes, Shakespearey Beethoven, muero incomprendido.La posteridad redimirá mimemoria».

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De muerte natural

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Si esa aguja hipodérmica nueva nole hubiera caído materialmente enlas manos desde una ventana delsanatorio, don Teódulo Batanes nohubiera averiguado nada y uncriminal se hubiera quedado sin elcastigo debido en justicia. Perodebemos tener en cuenta que, paraque esa justicia siguiera su cursovengativo, la aguja tuvo que caerexactamente en manos de donTeódulo y no de alguna otrapersona, que nada raro hubiera

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notado en la sucesión de hechosinsignificantes que llevaron almismo don Teódulo a deducir loque había sucedido esa mañana enel sanatorio. Por lo menos así locree el interesado y medita en losextraños caminos que sigue Diospara castigar y premiar siempre.

Ese día de la aguja iba donTeódulo a salir del hospital. Pormejor decir, ya había salido, supierna perfectamente curada,después que la cabeza de

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Mictecacíhuatl, representada enpiedra, se le cayó encima,rompiéndole el fémur. A las docedel día, cuando encontró la aguja,ya se debería haber ido; pero era unhombre cortés y quería despedirsede la Madre Fermina, que lo habíaatendido muy bien durante suenfermedad. Quería, además,regalarle un rosario de cuentas deplata, como recuerdo, y pedirle queen el coro rogara por volvieran acaer ídolos encima y no lo

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volvieran a cesar de su empleo enel Museo de México, empleo que yahabía perdido tres veces, pormeterse a averiguar cosas que nadielo llamaba a averiguar, como elrobo de las mascarillas de oro y elasesinato del experto en cerámicamaya.

Caminaba en busca de la MadreFermina por el jardín, bajo lasventanas del pabellón de operados,cuando frente a él, de una de lasventanas, cayó una aguja

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hipodérmica. Don Teódulo, que lavio caer y brillar en el sol, lalevantó, la observócuidadosamente, vio que estabamanchada con un poco de sangre,como si alguien la hubiera usadopara poner una inyecciónintravenosa; y trató de averiguar,oliéndola, qué sustancia se habíapuesto con ella; pero la aguja noolía a nada.

—Algún médico o practicantepoco cuidadoso o muy

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despreocupado habrá dejado caeresta aguja —pensó; y, volviendolos ojos a las hileras de ventanas,trató en vano de localizar de cuálde ellas pudo caer la aguja. Viendoque todas estaban semiabiertas yque no había nadie asomado enninguna de ellas, siguió su paso enbusca de la Madre Fermina,pensando entregarle también laaguja y pensando otras muchascosas, sobre todo en la razón quetendría alguien para tirar una aguja

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nueva y en perfectas condicionespor una ventana.

Dio la vuelta al jardín sin ver ala Madre, con lo que volvió a entraral edificio. En el vestíbulo, una delas madres regañaba a unpracticante:

—Parece increíble que seausted tan descuidado, Pedrito.¡Perder su bata y su mascarilla! Eldoctor Robles estaba furiosoporque no llegaba usted a tiempo.

—La dejé en el pasillo, Madre

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—contestó Pedrito— cuando volvíya no estaba.

—Pues aquí la encontré en elvestíbulo —siguió la Madre—,toda arrugada sobre esa silla.¡Tómela usted!

—Gracias Madre —contestóPedrito—. Pero falta lamascarilla…

—¡La habrá tirado por allí!Don Teódulo oyó la

conversación, saludó a la Madre ysiguió rumbo a su cuarto en busca

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de sus maletas. Sentía dejar elhospital: ¡se estaba tan bien allí!,con todas esas buenas monjas quele cumplían cualquier gusto, con esacomida tan sabrosa y tan limpia,con esa completa calma para leer yestudiar. ¡Qué diferencia con sucasa de huéspedes y la casera quesiempre lograba insinuar que donTeódulo era un vago bueno paranada y que lo tenía allí por caridad,cuando que cada mes pagaba supensión religiosamente!

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Con estas meditaciones, donTeódulo no se encaminó a sucuarto, sino al refectorio, pensandoencontrar allí a la Madre Fermina yconsolarse un poco con ella, quetanto cariño le había demostrado.En uno de los pasillos topó a unaHermana:

—Buenas tardes tenga o disfruteusted, Hermana —dijo.

—Buenas tardes, don Teódulo—contestó la Hermana—. ¿Conqueya se va usted?

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—Desgraciadamente ésa es laverdad o realidad. Ya aliviado osanado de esta pierna, me voy denuevo a mi empleo o trabajo, peromientras viva o aliente, tendré ungrato recuerdo de ustedes y vendréa saludarlas o visitarlas confrecuencia.

En el comedor no había nadie.Aún era temprano y estaba vacío.Más adelante, don Teódulo llegó ala sala de visitas que estaba casillena. Por un lado, los parientes de

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una señora en trance de tener suprimer hijo. El marido nervioso,pero con un cierto aire de orgullo;las hermanas solteras llenas deconversación y de proyectos,tejiendo rabiosamente lo que creíanle iba a hacer falta al recién nacido;otras amigas y amigos, todosansiosos de oír la noticia quetrajera la Madre Juana, que seocupaba de esos casos. En el otroextremo de la sala estaban losparientes de doña Leocadia Gómez

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y González de la Barquera, la viudamillonaria que habían operado delapéndice esa mañana. Estabantodos tiesos, aburridos, dignos,como habían estado todos los díasanteriores en que habían venido avisitar a la enferma. Don Teóduloya los conocía de vista: el hermanode la operada, don Casimiro, degran bigote negro pintado, trajeimpecable moda 1910, peinadolleno de complicaciones, idas yvueltas de los escasos cabellos

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tratando de ocultar la calva; doñaMaría, la hermana, seca y largacomo un palo de escoba, de ampliasropas negras; los sobrinos Juan yAmbrosio, bien vestidos, bienpeinados, caras disipadas conrastros de noches tormentosas; lasobrina Clara, elegante, bonita, muypintada y sofisticada, la única detodos ellos que a juicio de donTeódulo parecía capaz de unasonrisa. Bien sabía él que veníanúnicamente porque doña Leocadia,

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la operada, era la rica de la familiay esperaban sacarle algo en vida yheredarla en muerte. Ya hacía másde una hora que habían sacado a laenferma de la sala de operaciones yla habían llevado a su cuarto y tansólo esperaban que se despertarapara saludarla y hacer acto depresencia.

Don Teódulo buscó con los ojosa la Madre Fermina sin encontrarla;y ya se iba, cuando la vio entrarrápidamente y acercarse a don

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Casimiro. Le dijo algo en voz baja,éste dio señales de asombro, hablócon sus parientes, volvió a hablarcon la Madre, y todos, como encomisión, se internaron por uno delos pasillos, seguidos por donTeódulo, que aún conservaba laesperanza de hablar con la MadreFermina. En el pasillo al que dabael cuarto de la enferma toparon conel Padre Capellán. Don Teódulocomprendió que doña Leocadiaestaba grave, probablemente en

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agonía, y que quería ver por últimavez a sus familiares y ponerse enbien con Dios. El doctor Roblessalía del cuarto.

—Está muerta —dijo a laconcurrencia en general—. Embolioen el corazón. Nunca lo tuvo muyfuerte.

Los parientes inclinaron lacabeza y entraron al cuarto con elcapellán y la Madre Fermina,cerrando la puerta. El doctorcomentó con la Hermana Lupe, que

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estaba de guardia en ese pasillo:—No me lo explico, Hermana:

cuando la trajimos después de laoperación, estaba perfectamente.

—Entré hace unos minutos a vercómo estaba y la vi muerta —repuso la Hermana.

—Hace por lo menos una horaque murió —sentenció el doctoralejándose.

—Descanse en paz —repuso laHermana, y emprendió el rezo dedifuntos. Don Teódulo se atrevió a

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interrumpirla:—Dice o asienta usted,

Hermana, que cuando usted entró yaestaba ella muerta. ¿Cómo lo supo?

—Nosotras conocemos lamuerte, don Teódulo —contestó.

—¿Estaba usted de guardiaaquí? —preguntó don Teódulo.

—Sí, especialmente por lo quese refiere a este cuarto. Es la únicaenferma grave que tenemos…

—Teníamos, Hermana,teníamos. Ahora ya ha muerto o

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fallecido. Y dígame, Hermana, ¿noentró o penetró nadie al cuartodespués de la operación?

—Sí, un practicante, pero no lopude reconocer: estaba yo al fondodel pasillo y mis ojos ya no meayudan mucho.

—Gracias Hermana, la dejo austed con sus rezos.

Y don Teódulo se alejó por elpasillo meditando. Algo lepreocupaba intensamente, Sacó laaguja y la observó con cuidado,

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dirigiéndose con ella al laboratoriodel hospital, donde el doctor que loatendía era su amigo. Media horamás tarde salió meneando lacabeza. En la aguja no había rastrode sustancia alguna, tan sólo sangre.El doctor aseguraba que con ellahabía sido pinchada una vena, perono se había inyectado ningunasustancia; que no era de las agujasque usaba generalmente el hospitaly que nunca había sido hervida, yaque conservaba aún la grasa con

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que los fabricantes suelenprotegerlas y que desaparece a laprimera hervida.

En el vestíbulo, don Teóduloencontró a Pedrito, el practicantedistraído que había perdido su batay su mascarilla.

—Me informan o dicen —ledijo don Teódulo en son de broma— que usted fue el último quepenetró en el cuarto o aposento dela finada doña Leocadia. ¿No ledaría usted alguna sustancia o

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medicina que le provocó o causó lamuerte?

Pedrito se rió de buena gana.Don Teódulo te caía muy en graciacon su forma de hablar, sus gruesosanteojos de miope y su timidez,tanto que siempre se andababromeando con él.

—Desgraciadamente —le dijo— no tuve oportunidad deenvenenarla con arsénico, ya que nohe entrado a su cuarto en toda lamañana.

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Don Teódulo siguió adelantecon su paseo por el hospital. Topóen otro sitio con el segundopracticante, a quien hizo la mismapregunta, pero éste no era de suconfianza y se enojó, diciendo queél ni había entrado al cuarto, nitenía por qué entrar y que esasbromas no le gustaban.

Así siguió don Teódulo,preguntando lo mismo a todos lospracticantes. Ninguno había entradoal cuarto de la enferma desde que la

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dejaron allí después de laoperación y lo mismo contestaronlos médicos cuando fueroninterrogados discretamente. DonTeódulo estaba cada vez máspreocupado.

En la puerta del cuarto de ladifunta encontró a la Hermana Lupecon una sábana.

—La voy a amortajar —dijo—.Se la van a llevar dentro de unmomento para velarla en su casa.

—Si le pidiera un servicio o

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favor, Hermana, ¿me lo haría oconcedería?

—Diga usted don Teódulo, y noande tan misterioso.

—Pues yo quisiera que viera uobservara si la difunta o muertadama tiene en el brazo la huella orastro de una inyecciónintravenosa…

—¿Por qué ha de tenerla? No sele ha puesto ninguna.

—Véalo u obsérvelo de todosmodos —rogó don Teódulo con su

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irresistible sonrisa tímida.La Hermana entró al cuarto y

don Teódulo quedó esperandoafuera, hasta que ella salió a lospocos minutos.

—Sí —dijo la Hermana—,tiene el rastro de que le pusieronuna inyección intravenosa en elbrazo izquierdo, por cierto malpuesta, al grado que mancharon lacama de sangre. ¡Estos practicantesson tan descuidados a veces!

—¿Pero no me había dicho o

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asentado usted que no le habíanpuesto inyección alguna?

—Eso creía yo. Probablementeel doctor Robles ordenó algo aúltima hora y se la ha de haberpuesto el practicante que vi entrar.

Don Teódulo fue en busca deldoctor Robles, el cual no habíaordenado inyección intravenosaalguna, tan sólo una intramuscularde sedol, en caso que la enfermeradespertara con dolores.

Pedrito, al ser interrogado de

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nuevo, contestó que no encontrabasu mascarilla por ninguna parte, queprobablemente la había encontradotirada por allí alguno de losafanadores y la había puesto entrela ropa sucia. Pero en la ropa suciade ese día, que don Teódulo revisócuidadosamente, no había ningunamascarilla. Cuando regresó alpasillo al que abría el cuarto de lamuerta, vio a los empleados de unacompañía de inhumaciones con unagran canasta donde iban a depositar

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el cuerpo. Los parientes estabanparados en el pasillo, con carascompungidas y alegres. DonTeódulo los examinó de lejosatentamente y luego se acercó aellos y les estrechó la mano,empezando por don Casimiro:

—Permítame usted que leacompañe en su pena o dolor —ledijo—. Y aunque no tengo el honoro gusto de conocerlo…

—Gracias, gracias… —dijodon Casimiro.

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Así fue dándoles la mano atodos. Cuando acabó, salía laMadre Fermina del cuarto y donTeódulo la llamó aparte.

—Madre —le dijo—, yo tansólo la buscaba o pretendía verlapara tener el gusto o, por mejordecir, pesar de despedirme de ustedy darle mis agradecimientos máscariñosos…

—Gracias, don Teódulo —interrumpió la Madre—. Le ruegoque me espere en el salón…

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—Pero es que ahora tengo lanecesidad o urgencia de comunicara usted un hecho o asunto que nopuede esperar sin grave daño operjuicio.

La Madre caminabarápidamente por los pasillos y donTeódulo apenas si la podía alcanzarcon sus pasos breves.

—Sí, Madre —le dijo—, sientomucho y me duele lo que voy atener que hacer, pero creo oconsidero que es preciso llamar a

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la policía…—¿Qué está usted diciendo? —

La Madre se detuvo de golpe—.¿Para qué queremos aquí a lapolicía? ¿Le han robado algo?

—No es eso, Madre: se trata dealgo mucho más grave o serio queun pequeño robo o latrocinio quepudieran cometer o realizar en mismodestas propiedades. Se trata deun homicidio. Permítame oautoríceme que le explique enprivado.

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Entraron los dos al despachitode los teléfonos y allí la Madreescuchó lo que tenía que decirledon Teódulo. Cuando éste acabó dehablar, ella le autorizó a quellamara a la policía.

—Voy a ver cómo entretengo aesa gente —dijo la Madre al salir—. Pero si todo resulta una tontera,don Teódulo, nos va a costar muycaro.

—No es tontera o error —dijodon Teódulo—. Lo mejor será

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juntar a los parientes en elcomedor, que está vacío, y esperaro aguardar allí la llegada de lapolicía.

La Madre Fermina, con no sesabe qué inventos, hizo que loscinco parientes se fueran alrefectorio y esperaran allí. Todosse acomodaron alrededor de unamesa y la Madre les dijo:

—Va a haber una pequeñademora mientras el doctor da elcertificado. Les ruego que nos

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perdonen…—Pero si ya dio el certificado

—interrumpió don Casimiro.—Sí —siguió la Madre, que a

leguas se veía no estaba muyacostumbrada al arte de mentir—.Pero aún hace falta el sello delhospital y no está el encargado,pero no ha de tardar en venir…

—Pues, Madre —dijo María, lahermana de la muerta, se me haceque hay mucho desorden en suhospital. Se lo haré saber a la junta,

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se lo haré saber, porque esto nopuede tolerarse. Mi difunta hermanaLeocadia, pobrecita, que de Diosgoce…

—Así —interrumpió donTeódulo desde una mesa cercana enla cual comía.

—Gracias, caballero —dijoMaría, haciendo una mueca que ellacreía ser una sonrisa—. Pues sí,Madre: como le decía, mi hermanaLeocadia dio grandes sumas paramejorar este hospital al que tenía

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mucho cariño y me parece increíbleque…

—Tiene la señorita muy justarazón o motivo de queja —volvió ainterrumpir don Teódulo—. Perohay cosas en que no es posible ofactible…

—¿Y a usted quién lo mete? —preguntó don Casimiro agrio.

Don Teódulo agachó la cabezay se dedicó a hacer bolitas demigajón, en medio de un silenciocada vez más molesto. Por fin entró

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la Hermana Lupe.—Madre Fermina —dijo—, ya

están aquí los señores queesperaba.

La Madre Fermina se levantó ysalió, seguida por don Teódulo,volviendo entrar ambos una mediahora más tarde, acompañados pordos policías uniformados, uno deellos con el grado de capitán.

—¿Qué es esto? —preguntó donCasimiro levantándose.

—La policía o fuerza de

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seguridad pública —respondió donTeódulo suavemente, su sonrisatímida vagándole por los labios.

—¿Y qué hace aquí la policía?—tronó don Casimiro—. ¡Basta yade cosas, Madre Fermina: que nosentregue el cadáver de —nuestraquerida hermana, y vámonos!

—En estos momentos —dijo elcapitán— está un doctorexaminando el cadáver de laseñora.

—¿Está qué? —gritó don

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Casimiro.—Ha habido una denuncia:

parece ser que la señora murióasesinada…

—Pero si fue de muertenatural… —interrumpió uno de lossobrinos.

—Exactamente —dijo donTeódulo— de muerte natural, de unembolio en el corazón.

—No entiendo esto —interrumpió doña María—.Casimiro: diles a esos gendarmes

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que se larguen, y vámonos…—Vámonos —dijo don

Casimiro levantándose—. Pareceque todos están de acuerdo en queLeocadia murió de muerte natural…

—Así es: la señora ha muerto ofallecido de muerte natural: nadamás natural que un embolio.Desgraciadamente, dicho emboliofue causado o provocado por unagente extraño, o sea,artificialmente, lo cual se puede odebe considerar como un homicidio

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o asesinato…—¡Jesús mil veces! —gritó

doña María—. Pero quién pudohaberla…

—Eso, exactamente, es lo quequeremos dilucidar o saber y yocreo que alguno de ustedes fue…

—¡Osa usted insinuar quealguno de nosotros asesinó aLeocadia! —exclamó don Casimirocon la indignación a flor de piel,los bigotes tremolantes.

—Eso es lo que he osado o

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atrevido a decir, y no insinuar,como erróneamente ha asentadousted. Alguno de los aquí presentes,disfrazándose de practicante de estehospital o sanatorio, penetró en elcuarto ocupado por la enferma uoperada doña Leocadia, ahoradifunta, que haya paz su alma, y laasesinó…

—¡Tú lo hiciste, Juan! —interrumpió gritando doña María,señalando a uno de los sobrinos—.Éste se levantó pálido, los ojos sin

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brillo.—Están locos —dijo, Si

alguien se remachó a la vieja, hizobien, pero no fui yo.

Clara se levantó también.—No digas eso, Juan: era

nuestra tía…—Era una vieja avara —

insistió Juan—. Pero yo no la maté,ni sé quién la mató, ni cómo.

—No fue él —asintió Clara—.Estuvo toda la mañana conmigo enel jardín y luego aquí.

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—La habrán matado entre losdos —gritó María, Los dos están enla miseria, sabían que Leocadia losiba a desheredar por la vidaescandalosa que llevan, lo mismoque a Ambrosio…

—Cállate tía María —interrumpió Ambrosio, Estásgritando mucho. Acuérdate ademásque tú también le tenías ganas a lavieja y muchas veces dijiste que erauna avara y que…

—Quisiera o deseara —

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interrumpió don Teódulo sonriente— que dejaran por un momento estaamable escena de recriminacionesfamiliares y me dijeran oaclararan…

—¿Y usted quién es y por quése mete en esto? —preguntó donCasimiro, levantándose también.

—Soy empleado del Museo deAntropología…

La risa de Ambrosio lointerrumpió.

—Probablemente viene a

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llevarse a tía María como elejemplar más antiguo…

—¡Insolente! —gritó la vieja—.Bien sabes que no tengo más decuarenta y dos años…

—Cuarenta y dos de haberteresignado a la soltería, pero antespasaron por lo menos cuarenta…

—¡Casimiro —interrumpió lavieja, dirigiéndose al hermano—,castiga a este muchachoimpertinente!

—Vuelvo a rogar o suplicar —

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insistió don Teódulo— que mepresten su atención un momento. Yoquisiera o desearía saber quiénhereda a la difunta o desaparecidadama.

—Todos por partes iguales —repuso don Casimiro—. Cosa quesiempre me ha parecido injusta, yaque María y yo somos hermanos yellos tan sólo sobrinos.

—Bien, bien —dijo donTeódulo—. Entonces todospudieron…

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—¡Casimiro! —interrumpió lavieja—. ¡Me opongo a que esto sigaadelante! Nadie va a creer que tú yyo fuimos capaces de asesinar aLeocadia. Si efectivamente murióasesinada, cosa que no creo ni porun momento, fue alguno de lossobrinos…

—Sí —dijo don Casimiro—,fueron Juan y Clara. Perderán porello su parte de la herencia, quepasará a nosotros…

Clara se encaró con los dos

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viejos:—¡Viejos inmundos! —les gritó

—, ya sabía que eran avaros comoel mismo diablo, pero no creía quellegaran a tanto. Vieja harpía…

—¡Clara! —gritó doña Maríapálida de rabia—. Ojalá teahorquen por este asesinato. ¡Ellafue, señor policía!

El capitán, a todo esto, no sabíaqué hacer ni decir. Don Teódulointervino de nuevo. Su voz ahoraera dura, cortante:

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—Siento interrumpir estaamorosa escena familiar, pero creoo considero oportuno pasar a otrosconsiderandos. Ante todo espreciso o necesario saber qué hacíacada uno de ustedes desde el puntoo momento en que supieron que laseñora había salido con bien de laoperación o intervenciónquirúrgica, hasta que los vi a todosjuntos o reunidos en el salón devisitas; y, empezando como esbueno y debido por las damas, diga

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usted, doña María.—¡Estaba haciendo lo que a

usted no le importa!—¡Señora! —intervino el

capitán.—Señorita, ¡por favor!—Bueno, pues, señorita, haga el

favor de contestar Aquí se hacometido un asesinato…

—Cuando trajeron a mi adoradahermana de la sala de operaciones,quise quedarme con ella, pero laMadre Fermina se opuso y me

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obligó a que esperara en la sala devisitas, cosa que me extrañó muchode la Madre.

—La enferma así lo habíaordenado —interrumpió la Madre.

—Comprendo, Madre. Usted,don Casimiro, ¿qué se hizo?

—Estuve un momento en la salade visitas con mi hermana y luegosalí a pasear un rato.

—¿Y usted, don Juan?—Anduve con Clara paseando

por el jardín y fumando.

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—Es cierto —intervino Clara—, estuve con él. Teníamos muchoque hablar y convidamos aAmbrosio, pero prefirió buscar unsillón cómodo y dormirse.

—¿Tenían algo especial de quéhablar o discutir? —preguntó donTeódulo.

—Nada en especial —repusoJuan.

—Les avisé esta mañana —interrumpió don Casimiro— queLeocadia pensaba desheredarlos,

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cambiando su testamento.Probablemente salieron a discutireso y aprovecharon la oportunidadpara asesinar a la pobre enferma.

—Es cierto que el tío Casimironos dijo eso —asintió Clara—,pero nunca nos pasó por la cabezaasesinar a la tía. Es cierto que nonos quería, pero mucho menosquería a estos dos estafermos dehermanos, que siempre lerecordaban a los buitres, según medijo un día…

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—¡Clara! —rugió María—. ¡Teprohíbo que hables así!

—¡Por favor, señorita! —interrumpió don Teódulo—. Dice oasienta usted, señor don Casimiro,que la señora doña Leocadia antesde su muerte o fallecimiento le dijoque pensaba cambiar su últimavoluntad, para desheredar o dejarsin nada a estos jóvenes.

—Exactamente —asintió donCasimiro.

—Pues permítame decirle que

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miente o falta a la verdad. No, hagael favor de no interrumpirme. Loque usted ha afirmado es unverdadero absurdo o tontería, yaque si la señora pensaba alterar sutestamento o última voluntad, lohubiera hecho antes de sujetarse auna operación quirúrgica que poníaen peligro su vida, ahora bien, lesruego que me oigan o escuchen ensilencio. La señora murió aconsecuencia de una inyecciónintravenosa de aire que le fue

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puesta por alguno de ustedes Ya séque tan sólo uno penetró o entró alcuarto de la en" enferma; que paraentrar sin infundir sospecha, eseuno robó o sustrajo la bata ymascarilla aséptica de Pedrito; quellevaba la jeringa en la bolsa, yaque en el cuarto o aposento de laenferma no había ninguna; que pusola inyección de aire en la vena,provocando el embolio inmediato;que se guardó la jeringa en la bolsa,pero los nervios le impidieron

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guardarse la aguja en su cajita orecipiente donde no le picara, asíque prefirió arrojarla por laventana; que ese individuo opersona salió del cuarto, tiró la bataen el hall, donde no lo veía laHermana Lupe que estaba deguardia, pero no así la mascarilla.El haberse llevado esta prendapuede tener tan sólo una razón omotivo: que en la mascarilla habíauna huella que indicaba qué personala había usado. Dos personas tan

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sólo pudieron dejar una huella,manchando o ensuciando lamascarilla: Clarita, que se pinta laboca, o don Casimiro, que se pintao tiñe los bigotes…

—¡Esto es un absurdo! —rugiódon Casimiro.

—Habiendo reducido nuestrossospechosos o posibles culpables ados —siguió don Teódulo, sinhacer caso de los aspavientos delos dos viejos—, no nos queda másque hacer una pequeña disertación.

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La Hermana Lupe nos ha dicho queella vio entrar a un practicantevarón. ¿Cómo se reconoce, con unexamen superficial, a los miembrosM género masculino? Por lospantalones que usan. Luego elasesino u homicida llevabapantalones. La señorita Clara pudollevarlos o ponérselos, pero teníanque ser de su hermano Juan, quienen ese caso sería su cómplice. DonCasimiro no tenía que hacer cambioninguno. A la señorita Clara, por

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otro lado, le hubiera quedado muygrande la bata y a don Casimiro lehubiera quedado más o menos bieno a la medida. Pero sobre todasestas pruebas contra el ya tantasveces mencionado don Casimiro,hay una de mayor fuerza, He dichoque el asesino escondió lamascarilla porque había dejado enella una mancha, ya fuera de lapintura o grasa que usan las señorasen los labios, o del betún o tinte queusa don Casimiro en el bigote.

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Ahora bien, el asesino debe haberpensado que iba a dejar este rastroo huella. Si hubiera sido una mujer,se hubiera limpiado o despintado laboca; pero don Casimiro no podíahacer eso, ya que le sería difícilvolverse a pintar o teñir los bigotesaquí. Por todo ello, acuso a donCasimiro del asesinato de suhermana y ruego al capitán que loesculque o registre y encontrará enuno de sus bolsillos una jeringahipodérmica nueva, con huellas de

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sangre, pero sin rastro de sustanciaalguna, y la mascarilla sucia omanchada de betún de los bigotes omostachos.

Don Casimiro calló mientras elcapitán le esculcaba las bolsas. Enuna del saco encontró lo que donTeódulo había dicho y lo pusosobre la mesa. Cuando donCasimiro hubo salido del cuartoentre dos gendarmes, don Teódulose acercó a la Madre Fermina.

—Ahora, Madre, ya me puedo

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despedir de usted. Le ruego quereciba este rosario y rece u ore pormí en el coro. Buenas tardes,señores.

—Un momento —dijo elcapitán deteniendo a don Teódulo—. Hay en este asunto muchosdetalles que no entiendo y le ruegoque me los explique. Por ejemplo,¿cómo supo usted que se trataba deun asesinato y no de una muertenatural?

—Nada más fácil o sencillo.

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Primero cayó en mis manos esaaguja, que Dios quiso cayera en lasmías para que este crimen noquedara impune. Luego supe quePedrito había perdido su bata y lahabía vuelto a encontrar, pero sin lamascarilla que estaba perdida otraspapelada irremediablemente.Tras esto llegó la nueva o noticiade la muerte de la señora y elgaleno o doctor opinó que leparecía rara, ya que la señora odifunta dama tenía un corazón fuerte

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cuando salió de la sala deoperaciones. Todas estas cosas mehicieron cavilar tanto, que llevé laaguja al laboratorio, donde medijeron que nada se había inyectadocon ella. Entonces imaginé cómopudo haberse asesinado a la señora.No había más que un medio osistema: una inyección de aire queprovocara el embolio que a su vezcausaría la muerte, con laapariencia de una muerte ofallecimiento completamente

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natural. Para salir de dudas,pregunté si el cadáver presentabahuellas o rastros de haber recibido,cuando aún en vida, una inyecciónintravenosa. La Hermana Lupe medijo o asentó que había dicha huellay, además, que la inyección que lahabía causado o provocado habíasido mal aplicada. Esto confirmabamis sospechas, y más cuando vi queningún practicante había entrado alcuarto o aposento de la enferma,después de la operación. Sin duda

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ninguna había yo acertado o estabaen lo cierto. Doña Leocadia habíamuerto asesinada. La mascarilladesaparecida me dio la clave dequién pudo ser el asesino uhomicida.

—Gracias, don Teódulo, yacomprendo —dijo el capitán.

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El heroico Don Serafín

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I

El rector será electo porprofesores y alumnos

Ese día de septiembre, el viejopatio de la Universidad del Estadovio otro de los mil zafarranchos queya había presenciado. Sus gruesascolumnas de piedra tallada y susmaravillosos arcos habían sido

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teatro de miles de motines a travésde sus doscientos años de vidauniversitaria, pero en los últimoscinco la cosa va parecía costumbre,sobre todo desde que el ejemplarseñor gobernador de aquel estadonombró rector a don Leoncio de laGándara y García de Echegoisti, tanodiado por los alumnos comodespreciado por los maestros.

Don Leoncio tenía en verdad eltipo de un gran rector universitario:cara y melena leoninas, un poco a la

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Beethoven, alto, grueso, de vozcampanuda, ademanes severos,traje impecable en su desaliñointelectualoide y una ignorancia tansólo comparable con la de suaudacia, ya que ninguna de las dosconocían límites. Había llegado atan alto puesto gracias a sufacilidad de palabra y a susrelaciones políticas. Publicó unlibro de ensayos filosóficos al quelas malas lenguas llamaronAntología del desperdicio, en vista

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de que lo había formado tomandotodo lo que otros profesores yescritores conocidos de él habíandesechado de sus obras. El librocirculó mucho entre los altoscírculos políticos y, como estabadedicado a la ejemplar señoraesposa del hombre fuerte de lalocalidad, fue muy alabado por todoel mundo y, gracias a larecomendación de ella, le valió a suautor la rectoría. Hay que tener encuenta que la señora del hombre

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fuerte había sido, en los tiempos derevolución armada, una soldaderade pelo en pecho a la que llamabancon el cariñoso mote familiar de«La de Aprender» y que ahora,encumbrada por el dinero y elpoder de su marido, olvidaba sumote y, en cambio, se sentía enverdad la de enseñar, y enseñabaliteratura y se daba aires deintelectual.

Ante tal rector callaron lamayoría de los profesores,

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temiendo perder sus destinos; perolos estudiantes, con todo el valor yla inconsciencia de la juventud,protestaron y protestaron, hicieronmítines, declararon varias huelgas,organizaron manifestaciones y nolograron absolutamente nada, yaque la señora del hombre fuertesostenía en la rectoría a sucreación, le daba banquetes ydiscutía con él de filosofía frente alos demás profesores, que losescuchaban efectivamente con la

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boca abierta, pero abierta ante tandesusada ignorancia.

Jefe de todo el movimiento delos estudiantes era Luís Robles,muchacho becado en la universidadpara cursar la carrera de leyes,buen orador y buen estudiante. Esedía de septiembre Luís Robles,encaramado en el zoclo de unacolumna, peroraba y agitaba a losestudiantes que llenaban el patio.Volaban los gritos de «Abajo elrector», «Muera Leoncito» y otros

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menos correctos y más duros.Robles trataba de convencer a suauditorio de que declarara la huelgahasta que no fuera separado de supuesto de rector y nombrado otrocon méritos bastantes para tan altocargo. La multitud juvenil seenardecía más y más, cuando depronto se hizo el silencio. Elcorredor alto se había llenado degendarmes de la montada, carabinaen mano, presididos por elinspector de policía a quien

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llamaban entre el pueblo «MuelasTrae». Viendo tan ilustre personajeque reinaba el silencio en el patio,dijo:

«Me ha ordenado el señorgobernador que use de la fuerzapara hacerlos entrar en orden y queaprehenda a los líderes. Así quevoy a bajar al patio. Que nadie semueva…».

Un grito estentóreo de: ¡Muerael «Muelas Trae»! lo interrumpió.Todo el patio coreó el grito y

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empezaron a volar las piedras. Lospolicías prepararon sus armas,volaron más piedras y la policíadisparó al aire. En un instante sevio el patio vacío y los gendarmesbajaron a paso de carga por lasamplias escaleras. Luís Roblessaltó de su pedestal, pero ya eratarde para huir: «Muelas Trae» lohabía visto y señaladoespecialmente y varios gendarmesle cortaban el paso hacia la puertade la calle.

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Buscando por dónde escapar, sevolvió. Por una puerta asomó lacara de una muchacha que lollamaba, una muchacha morena,sonriente y bonita. Luís Roblesentró con ella al pequeño museo debiología, presidido por los restosde un minotauro sobre un inmensozoclo de madera. La muchacharápidamente le señaló a Luís elzoclo y le indicó que se metieradebajo. Apenas lo hubo hecho Luís,tiró ella un frasco de vidrio donde

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dormía un sueño incorruptible yalcohólico una inmensa serpiente, ycorrió hacia la puerta dando dealaridos. En esto aparecieron dospolicías.

—¡Por aquí pasó! —les gritóella, Ha roto un frasco…

Los gendarmes entraroncorriendo, mientras la muchacharepetía:

—Por aquí pasó, por aquí.Un gendarme se detuvo de

pronto viendo la serpiente en el

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suelo, y se volvió interrogante haciala muchacha.

—Es un CoryphodonConstrictor —indicó ella—. Estabaen un frasco y lo tiró el hombre…

—¿Por dónde salió? —preguntóel gendarme.

—Por allí, por esa puerta.Inmediatamente el gendarme

salió por la puerta indicada,seguido de sus compañeros. Lamuchacha se agachó y llamó en elzoclo:

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—Luís, Luís, ya salieron.Puedes salir.

Luís salió con trabajos, bastantelleno de polvo y con algunastelarañas en el saco. La muchachase rió y, tomando un cepillo,empezó a limpiarlo.

—Gracias, Lolita —dijo él—.Si me llegan a agarrar, voy a lacárcel y pierdo mi beca.

—Me temo que ésa la pierdesde todos modos.

El rector ha resuelto expulsarte

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y lo va a proponer en el consejo dela semana entrante…

—¿Cómo lo sabes?—Me lo dijo la secretaria.

Anda: ya estás limpio, puedes salirpor la puerta esta que da allaboratorio de química y de allí a lacalle.

La muchacha dejó el cepillo enel estante y barrió los restos delfrasco de vidrio, sacando de unarmario otro entero que llenó dealcohol. Luís, inmóvil, meditando

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en su expulsión, la veía trabajar.—Luís, ayúdame a meter esto

en el frasco. Se me ocurrióromperlo para darle mayorverosimilitud a la historia de tucarrera a través del museo.

Diciendo esto, la muchacha seagachó y tomó la serpiente por unextremo. Luís se iba a agachar aayudarla; pero no pudo reprimir suasco y no se atrevió a tocar elanimal. Ella se rió y acabó de metera la serpiente, tapó el frasco y lo

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puso en su sitio.—Si don Serafín se enterara de

lo que le acaba de pasar a suculebra, me mata —dijo riendo—.A veces creo que les tiene másamor a sus animales empastadosque a su familia, pero es buenhombre.

—Yo vivo en su casa —dijoLuís—; y doña Josefa, su mujer, esun encanto…

—Sí, se dice que eres suconsentido…

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—A todos los que vivimos allínos trata igual, como si fuéramossus hijos. Si quieres, te convido uncafé en casa de don Polo. Al caboque, si llega la policía, me puedoesconder allí.

—Vamos —dijo ella.La cafetería de don Polo, junto

a la universidad, constaba de unsalón grande, con la pinturabastante maltrecha y los mueblesmuy acabados, donde se reunía lamayor parte de los estudiantes a

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charlar, a discutir o a estudiar.Don Polo servía el café que

confeccionaba su mujer, doñaPrudencita, un café infumable, peromuy barato y, por lo tanto, alalcance de los parroquianos.Además, don Polo fiaba y llegaba aveces hasta prestar dinero, en casosde apuro grave. Cuando llegaronLola y Luís, estaba el café casilleno de estudiantes quecomentaban la jornada de lamañana; y Luís fue recibido con una

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verdadera salva de aplausos. Unestudiante, compañero suyo decasa, Pedro López, lo tomó delbrazo:

—Me han dicho que el rector vaa pedir al consejo tu expulsión —ledijo.

—Es cierto —dijo Luís—. Yame lo había dicho Lola; pero conpermiso…

Y diciendo esto, tomó a lamuchacha del brazo y la llevó alfondo del café, donde se sentaron

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solos en una mesa a platicar.—No debías usar pistola —le

dijo Lolita—. Cuando te sacudínoté que la traías. Si te agarran conella, te va peor.

—Tienes razón —dijo él—.Voy a dejarla en la casa. Al caboque no he de disparar contra lapolicía.

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II

O asesinado por alguno deellos

El señor profesor de griego de laUniversidad del Estado, donTarsilo Flavio Pérez, eraextraordinariamente miope y, sobremiope, distraído. Por eso, lamañana después del motín, salió

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muy temprano a tomar el sol, sindarse cuenta de que habíaamanecido nublado. Como decostumbre, se dirigió rumbo alparque de la universidad, hacia laglorieta donde una mala copia delMercurio de Juan de Boloniapresidía una fuente llena de papelesy desperdicios. Entre los papelesyacía un cadáver que don Tarsilono vio hasta que tropezó con él ycayó cuan largo era, lanzando unaexclamación griega cuya traducción

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al castellano no se puede ni deberepetir. Don Tarsilo se levantó yvio el cadáver vagamente, sin saberqué hacer. De pronto sintió frío, unfrío que se le colaba por el sacoligero hasta las costillas y pensólógicamente que ese cuerpo que lohabía hecho tropezar y caer era elde algún limosnero muerto de frío.Recitó por lo tanto un réquiem ysiguió su paso. Hay que tener encuenta que don Tarsilo en susestudios había visto desfilar

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generaciones, desde el padreHomero hasta Mutt y Jeff, que leíaen secreto los domingos; y, por lotanto, la muerte de un vagabundo norevestía a sus ojos importancia deninguna especie.

Dos glorietas adelante, encontróa un barrendero a quien dijo:

—A las plantas de la estatua deldios Mercurio, llamado por losgriegos Hermes el Alígero,mensajero de los dioses quepresiden en el alto Olimpo, estatua

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fabricada en eras más propicias porel noble escultor Juan de Bolonia ycuya copia preside una malestructurada fuente, yace, habiendosu espíritu pagado la moneda que atodos reclama el temible Caronte,un homo sapiens.

El barrendero, sin contestarnada, se alejó. Ya sabía porpasadas experiencias que losprofesores universitarios eranlocos, lo mismo que los alumnos,con el único distingo de que los

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primeros eran inofensivos y lossegundos temibles. De todosmodos, le quedó una idea vaga ensu confuso cerebro y se dirigiórumbo a la fuente de Mercurio,encontrando el cadáver y dándosecuenta de que no se trataba deningún vagabundo, sino de uncaballero que le parecía haber vistoantes en alguna parte.Inmediatamente se lo notificó algendarme, el cual, llegado al lugarde los hechos, observó que el

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cadáver era, sin duda, el de donLeoncio de la Gándara y García deEchegoisti, rector de launiversidad, y que presentaba unaherida por bala en la parte traseradel cráneo. Dejando al barrenderoal cuidado de su hallazgo, telefoneódesde un estanquillo cercano:

—Jefe, hablo yo.—¿Y quién diablos es «yo»? —

preguntó el «Muelas Trae», quehabía amanecido pavorosamentecrudo.

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—Yo soy, mi jefe, pa’ servirlea usté y al Supremo, el gendarme28, Anacleto Sánchez.

—¿Y qué demonios quieres? —tronó el jefe, meditando si sumaltrecho estómago resistiría unoschilaquiles.

—Pos aquí está un muerto, aquíen la fuente del parque y, pa’ mí,que se lo quebraron…

—¿Quién es? —preguntó el«Muelas Trae» interesado y yaresuelto a confiarle su mal a la

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ciencia moderna y tomarse unBromo Seltzer.

—¿Quién? ¿El dijunto?—¡Sí!—Pos, pa’ mí, que es el reitor

de la universidá y tiene un tiro en lamera torre. El reitor, no launiversidá.

El gendarme escuchó susórdenes y colgó la bocina,comentando con la estanquillera:

—Pa’ mí que se arma gorda. Sequebraron al reitor…

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—¡Ave María Purísima! Tanrechulo que hablaba…

—Pos pa mí que ya no habla —concluyó el gendarme 28, AnacletoSánchez, saliendo del estanquillo.

El «Muelas Trae» se detuvofrente al cadáver de don Leoncio;atrás de él sus peritos criminólogos,y, enfrente, el gendarme 28 enposición de firmes:

—Aquí está el cadáver a susórdenes, mi jefe —dijo—. Y pa míque se lo quebraron a la mala…

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—¡Silencio! —ordenó elinspector, al cual no le habíasentado bien el Bromo Seltzer—.Hay que tomar unas fotografíasantes de mover el cadáver.

El fotógrafo inició susfogonazos, mientras el inspector yel gendarme removían los papelescercanos. Bajo uno de ellosencontraron una pistola escuadracalibre veinticinco. El forense yaestaba inclinado sobre el cadáver.

—¿De qué calibre era la

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pistola? —preguntó el inspector.—Pequeño, probablemente 22 o

25, más bien 25.—Entonces ésta debe ser la

pistola.—Pos pa mí que sí —comentó

el gendarme 28.Varios agentes rondaban el

lugar en busca de datos, mientrasotros contentan a la gente que seempezaba a juntar. El inspectorllamó a uno de sus ayudantes y leentregó la Pistola envuelta en un

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pañuelo.—Tome esta pistola —le dijo

— y averigüe de quién es. Tómelacon todo y pañuelo. Que lafotografíen y busquen las huellasdigitales que pueda tener.

El agente se alejó con lapistola. El forense se puso en pie,sacudiéndose los pantalones.

—Así, a primera vista —dijo—, creo que la muerte debe haberocurrido entre las once de la nochey las tres de la mañana. La bala

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penetró por la nuca y se alojó,probablemente, en el hueso frontaldel cráneo, ya que no hay orificiode salida, provocando una muerteinmediata. Dado el calibre tanpequeño de la pistola, casi no hubohemorragia. El tiro fue disparado aquemarropa.

El inspector anotó todo en sulibreta, pensando que tal vezhubiera sido mejor tomar lostradicionales chilaquiles. Llegarondos hombres con una camilla,

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levantaron el cadáver, lo pusieronen ella, con un brazo colgando; y seretiraron seguidos del forense,quien prometió hacer la autopsiacuanto antes. El inspector se dirigióal gendarme 28.

—¿Quién encontró el cadáver?—Pos, pa mí, que el

barrendero, mi jefe…—Llámalo.Compareció el barrendero ante

la augusta persona del jefe de lapolicía, el cual empezaba a meditar

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en la posibilidad de reforzar losefectos del Bromo Seltzer con unacerveza.

—¿Conque usted es elbarrendero?

—Sí señor, pa servirlo.—¿Y por qué tiene esto tan

cochino?—Pos mire, jefe, mi obligación,

y por eso me pagan que, pos pa quéme he de quejar: me pagan, sí mepagan cada ocho días, aunque, siquiere saber una verdad, que no

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está usted pa saberlo, pero elrayador es rete… ¿cómo lo diría?…

—No lo diga y explíqueme porqué tiene esto tan cochino.

—Pos a eso iba. Que resultaque a mi compañero, que tenía laobligación de recoger la basura queyo barro, pos resulta que por unoschismes que le metieron… Usté yasabe lo que son los chismes deviejas… Bueno, pos así nomás melo metieron preso y ya no cumple

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con su obligación ni existe aquí, nihan nombrado a otro. Yo sigocumpliendo con mi obligación, quepa eso me pagan; y barro la basuray la junto en montones, pero luegoviene el aire y la riega otra vez, yasí pos no acabarnos nunca… ¿Quéquiere que haga?

—¿Usted encontró el cadáver?—¿Cuál? ¿El del dijunto?—Sí.—Pos vea, jefe: yo lo allé y no

lo allé, porque, mire y… Pa qué me

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voy a andar con engaños, si no haypa qué; pero un viejito me dio elpitazo, un viejito rete raro, que pamí que anda medio mal de arriba yno sé por qué lo dejan que andesolo…

—¡Bueno! ¿Encontró usted elcadáver o no?

—Allá voy, l’amo. Nomás quele voy diciendo cómo estuvo. Elviejecito es maistro de la escuela…

—¿Y qué tiene que ver en estoel viejito?

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—Pos que él me dijo una cosare rara, que yo me malicié, porqueuno, pos se malicia como puede; yme vine pa cá y topé con el dijunto,y le avisé al sereno y él le puededecir si miento, que yo soy unhombre con familia…

—Está bien, hombre, está bien—interrumpió el jefe de policía. ¿Yno sabe quién es ese viejito?

—No, mi jefe, así de nombreno; pero es un viejito que vieneaquí todas las mañanas…

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—Ha de ser don Tarsilo Pérez,que viene aquí todas las mañanas apasear —interrumpió uno de losagentes.

—Pos pa mí que sí —sentencióel agente 28.

—Está bien —dijo el «MuelasTrae», resuelto ya a confiarle susmales a la cerveza, Que me lleven adon Tarsilo a mi oficina paratomarle su declaración y que meaverigüen todos los movimientosdel rector desde que salió de su

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oficina en la tarde.

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III

Las clases deben seguir

Llegó don Tarsilo Flavio Pérez a launiversidad como todos los días, aeso de las diez de la mañana, paradar su clase de gramática griega.Sin observar el alboroto en losviejos claustros, entró hasta su aula,desierta de alumnos, y se acomodótras de su mesa. Allí esperó

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pacientemente durante diez minutos;y viendo que no se presentabanadie, se dirigió a la SecretaríaGeneral, donde un empleadopretendía al mismo tiempo hablarpor tres teléfonos, escribir unrecado y atender a dos señoras.Don Tarsilo se acercó a él y le dijocon rabia reprimida, pues estabaseguro de que esa ausencia dealumnos no era más que otra de lasmuchas bromas que acostumbrabanhacerles:

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—No hay un solo alumno en miclase. Quisiera una explicación…

—Ha muerto don Leoncio, elrector —contestó el empleado, nose sabe si a uno de los teléfonos o adon Tarsilo.

—Eso no reviste importanciaalguna —repuso don Tarsilo, congran asombro y espanto de las dosseñoras—. He venido a dar miclase y debo darla, háyase muertoquien se haya muerto…

—Pero —interrumpió el

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empleado, dirigiéndose ya alprofesor le digo a usted que hanmatado a don Leoncio y no puedehaber clases.

—Me parece muy irregular eso.Huelgas, muertes, ¡qué se yocuántas cosas más!: el caso es quenunca hay clases. Muy irregular,muy irregular… Y repitiendo eso,salió de la Secretaría.

En el zaguán grande, por el quepretendía salir a la calle, se leacercó un hombre.

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—¿Don Tarsilo Pérez? —lepreguntó.

—Tarsilo Flavio, si me haceusted el favor. Tarsilo Flavio, si mehace usted el favor. Tarsilo FlavioPérez.

—Pues haga usted el favor deacompañarme —dijo el hombre,enseñándole una credencial deagente de la reservada—. Elinspector de policía deseainterrogarlo.

—¿A mí? —preguntó el

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asombrado maestro…—Sí. Según hemos sabido,

usted encontró el cadáver…—¡Ah, sí! Un pobre mendigo

muerto de frío. Una cosa sinimportancia. Dígale usted eso alinspector. Creo que debo ir a casadel rector, ya que me informan queha fallecido…

—¿Cómo que le informan austed? Si usted mismo lo encontró.

—¿Cómo iba yo a encontrarlosi ha muerto? Yo creo, buen

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hombre, que usted se ha entregado alos placeres báquicos. Buenastardes.

—Pero…—No hay pero que valga. Usted

está borracho o pretende hacermeuna de esas estúpidas bromas de losestudiantes. Buenas tardes y retíreseantes que tenga que llamar a unguardia.

Y don Tarsilo se alejó con suspasos menudos; pero el hombre lotomó de un brazo y, tras de breve

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forcejeo en el que se cayeron yrompieron los anteojos del maestro,se vio éste en un coche con rumbo ala inspección de policía. Variosestudiantes presenciaron la escena yal poco tiempo se supo en toda laciudad que don Tarsilo había sidoaprehendido por el asesinato delrector.

En la inspección de policía el«Muelas Trae» se sentía algo másreconfortado después de tomarse sucerveza con unos taquitos de cuajar

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enchilado. La investigaciónmarchaba aprisa: ya sabía que donLeoncio acostumbraba noche anoche pasear por el parque ése,cosa que era sabida de todos losestudiantes y profesores; sabíaasimismo cuáles eran los másconnotados enemigos que tuvo envida, que eran muchos.Resueltamente, estaba contento. Entres horas había averiguado yatodos los hechos del muerto, toda suvida privada y pública. De pronto,

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un murmullo de voces en la antesalalo interrumpió, se abrió la puerta yapareció uno de los agentesarrastrando casi a don Tarsilo, queprotestaba en cuatro idiomasmuertos y dos vivos. Entre otrascosas se oyó que gritaba:

—¡Justicia! ¡Justicia! ¡Civisromanus sum! —y otras cosas porestilo. El agente se acercó a la mesadel jefe, sin soltar a su prisionero, yle dijo—: A sus órdenes, jefe. Aquíestá el profesor. No quería venir

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por las buenas y me lo trajearrastrando.

—¡Esto clama al cielo! —gritódon Tarsilo.

—Serénese, profesor —dijo el«Muelas Trae»—. Tan sólo quierointerrogarlo en relación al cadáverque descubrió usted esta mañana, yde cuya existencia avisó albarrendero…

—Ya le dije a este caballeritoque en efecto encontré en el parqueel cadáver de un mendigo, pero él

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insiste en que el difunto rector de launiversidad se me ha aparecido ono sé qué pamplinas por el estilo.Yo soy un hombre ocupado, tengomucho trabajo pendiente, estoypreparando una monografía sobre eluso del azadón entre los griegos yno tengo, por lo tanto, tiempo queperder. Así que, por todos losdioses del Olimpo lo conjuro,déjeme marchar cuanto antes.

—¿Qué le has dicho tú alprofesor? —preguntó el «Muelas

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Trae» al agente, en tono áspero.—¡Yo! Nada —contestó—. Tan

sólo le dije que él había encontradoa don Leoncio…

—Ya ve usted la locura de esteorate —rugió don Tarsilo—.¿Cómo quiere que haya yoencontrado a don Leoncio, si hamuerto anoche?

Pero se nos informa que usteddescubrió su cadáver.

—No, señor inspector. Yodescubrí el cadáver de un mendigo.

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—¿En dónde?—En el parque, a los pies de la

estatua que quiere ser una copia delMercurio o Hermes de Juan deBolonia.

—Pues ése era el cadáver dedon Leoncio.

—¡Por Júpiter! Le digo que eraun mendigo. ¿Qué podía estarhaciendo el cadáver de don Leonciotirado en un parque?

—Allí lo asesinaron —explicópacientemente el «Muelas Trae»—.

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Y allí lo encontró usted, señorprofesor.

Con esto, don Tarsilo se quedóboquiabierto y ya rindió sudeclaración, por la cual nada nuevose supo. Cuando acababa, llegó elagente a quien se había encargadoel examen de la pistola, llevandoésta y algunas fotografías de huellasdigitales.

—¿Has averiguado algo? —preguntó el «Muelas Trae» ansioso.

—Sí, mi jefe: ya sé de quién era

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la pistola. Un empeñero de aquí sela vendió a un estudiante, un talPablo Arrangoiz; y éste, hará cosade tres semanas, se la vendió a LuísRobles, otro estudiante que tenemosfichado por escandaloso. Además,las huellas digitales que hay en lapistola son de ese mismoestudiante, que las pudimoscomparar con las que dejó cuandosacó su licencia de manejar.

—Entonces el asunto parececoncluido —-dijo el «Muelas

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Trae», frotándose las manos degusto—. Ahora tan sólo hay queaveriguar el motivo que tuvo eseLuís Robles…

—También eso he averiguado,mi jefe. Parece que el rector difuntolo iba a expulsar por insurrecto eirrespetuoso.

—Pues entonces no queda másque aprehenderlo. ¿Sabes dóndevive?

—Sí, mi jefe: en la casa delprofesor don Serafín, donde su

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mujer, doña Josefa, tiene huéspedespara ayudarse con el gasto; y hastadicen que este estudiante andamucho con la tal señora…

—Tú sabes todo —leinterrumpió el «Muelas Trae»—.Tal vez demasiado. Vamos a ver alprocurador de justicia para queproceda. Usted, señor profesor,puede retirarse; y perdone lasmolestias que le hemos ocasionado.

—No son ningunas —respondiódon Tarsilo—. Lo que sí no puedo

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creer es que ese mozalbete Robleshaya asesinado a don Leoncio. Esmi alumno más aplicado, siemprese sabe sus clases; y pensaba yodarle, al final del curso, unamención especial. Pero todo esto esmuy irregular, muy irregular.

Y diciendo esto, don Tarsilosalió de la jefatura de la policía,para ir a casa de don Leoncio yhacer guardia frente al cadáver.

El «Muelas Trae» se comunicóinmediatamente con el procurador;

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y los dos, seguidos por variosagentes y gendarmes, seencaminaron a casa del profesor dezoología, que quedaba atrás delparque de la universidad. El zaguánde la casa estaba abierto, así quesin tocar se metieron hasta el salón,donde encontraron a don Serafínleyendo en una butaca. Al verlosentrar se levantó él presuroso, sequitó un gorro mugroso con el quese cubría la calva y se adelantó asaludar:

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—¿A qué se debe este honor?—Venimos —empezó el

procurador— a una misióndelicada. Hemos estadoinvestigando la muerte de donLeoncio…

—¡Ah! ¡Sí! ¡Algo terrible! —interrumpió don Serafín—. Me hacausado tal impresión, que no hepodido comer.

—Pues nuestras investigaciones—prosiguió el procurador— noshan llevado a la certidumbre de que

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uno de los muchachos que se alojanaquí en su casa es el asesino.

—¡Imposible, señorprocurador! —gritó el asombradomaestro. Todos mis muchachos sonserios, muy recomendados. Josefalos escoge con mucho cuidado, puesno quiere escándalos…

—Me temo que uno de ellos esel asesino —insistió el procurador—: un tal Luís Robles…

—Pero si es uno de los alumnosmejores de la universidad, señor

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licenciado. No es posible…—Las pruebas son

contundentes. Además, parece queel finado rector estaba muydisgustado con él…

—Algo hay de cierto en eso —asintió don Serafín. Es un muchachoun poco turbulento: cosas de lajuventud; pero de allí a asesinar…

—¿Está aquí ese muchacho? —preguntó cortando el «MuelasTrae», enemigo de perder eltiempo.

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—Sí, está comiendo con todos.¿Quiere usted que lo llame?

—No, mejor vamos al comedor—repuso el inspector de policía.

Precedidos por don Serafín,entraron todos al comedor,quedando dos agentes en la puerta.La mesa era larga, con un mantelbastante sucio de café, grasa y otrascosillas. En una punta presidía doñaJosefa, mujer aún joven de unostreinta y cinco años, guapa, morenay alegre. A su lado derecho estaba

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Luís Robles y seguían variosmuchachos, todos ellos tragando ados carrillos y hablando a untiempo; pero sobre todas las vocesse distinguía claramente la de LuísRobles, que decía:

—Es una lástima que lo hayanasesinado, porque van a hacer unmártir de él, cuando no era más queun sinvergüenza.

—Luís, no digas eso —interrumpió doña Josefa…

—Pero, Josefita —siguió Luís.

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Y las palabras se le quedaron enlos labios al ver a los que entraban.El «Muelas Trae» se adelantó ydijo con voz sonora:

—Luís Robles.—Yo soy —dijo éste—. Ya sé

a lo que vienen. Lo mejor es que nohagamos escándalo. Estoy dispuestoa seguirlos.

—Así es mejor —asintió elprocurador—. Venga usted, joven.

—Pero no es posible —gritódon Serafín—, ¿sabes de qué te

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acusan, Luís?—Sí —respondió éste—, pero

no me arrepiento, Lo hice por elbien de la universidad, de losprofesores y de los estudiantes.

—¿Lo confiesa? —preguntóasombrado el profesor.

—Sí, todos lo saben: ¿por quéno he de confesarlo? Nada malohabía en ello, si no ha sido porque aalguien se le ocurre asesinar alLeoncito…

—¿Cómo está eso? —preguntó

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el «Muelas Trae»—. Por fin, ¿se —declara usted culpable o no?

—Sí —interrumpió elprocurador—. ¿Se declara ustedculpable del asesinato del rector ono?

—¿Yo? —preguntó Luísasombrado—. Yo nunca maté alrector. Creí que venían aaprehenderme por el escándalo deayer en el patio de la universidad.

—¿Es suya esta pistola? —lepreguntó el «Muelas Trae»,

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enseñándole la que había recogidojunto al cadáver.

—Sí, es mía; pero estaba en miburó anoche. La dejé allí, temiendoverme más complicado con lapolicía.

—Entonces —preguntó elprocurador con voz grave—, ¿lareconoce usted como suya?

—Sí.—Pues en nombre de la ley, lo

aprehendo por el asesinatocometido en la persona de don

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Leoncio de la Gándara, rector de launiversidad.

—Pero si soy inocente —tartamudeó apenas el muchacho.

Josefa se había quedado comopetrificada en la cabecera de lamesa. Los otros estudiantes veíancon ojos asombrados a los policías,mientras don Serafín agachaba lacabeza. Cuando salió la procesión,con el preso en medio, todosquedaron quietos en el comedor.Sólo Josefa se levantó de golpe y,

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ahogando un sollozo, corrió a sucuarto. Don Serafín la vio alejarse,moviendo la cabeza.

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IV

Nego mayorem

Toda la ciudad se llenó demurmullos y teorías en relación conla muerte del rector. Cuando seaclaró terminantemente que donTarsilo nada había tenido que vercon el crimen, los ojos curiosos sefijaron en la casa de don Serafín yen todo lo que se podía saber sobre

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ella.Era don Serafín el profesor de

zoología en la universidad; y, comosu módico sueldo no le alcanzabapara vivir, su mujer, unos quinceaños más joven que él, habíaestablecido una casa de huéspedespara muchachos estudiantes, quenunca quiso admitir muchachas, porcreer firmemente, y con justicia,que la mucha cercanía de los sexosy la mucha ocasión nada buenopueden traer. Nunca, se había

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murmurado de esa casa ni de sushabitantes, si no es el hecho de quedoña Josefa fuera franca y alegrecon todos sus huéspedes y de quedon Serafín, lleno de celos, pasaraa veces por terribles tormentasespirituales, que se resolvían en unperiodo de neurastenia aguda. De lavida de Luís Robles, anterior a suaparición de la universidad con unabeca, nada o casi nada se sabía.Llevaba dos años en la universidad;y por su energía, su facilidad de

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palabra y su don de hacerse amigos,se había convertido en el estudiantemás popular, jefe de todos,especialmente cuando se trataba deprotestas justas contra el rector.Muy sabido era su odio hacia donLeoncio; y sus críticas terriblescirculaban, por el mucho ingenioque tenían, de boca en boca, hastaentre los profesores.

En la cárcel, Luís mantuvo suactitud de negarlo todo. Lo primeroque le preguntaron fue dónde había

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estado la noche del crimen; y dijoque había recibido a eso de lassiete de la tarde un recadotelefónico, haciéndosele una citapara las doce de la noche en unaesquina alejada del parque, y que,por espíritu de aventuras, habíaacudido, pero que nadie sepresentó, con lo que se convencióde que se trataba de una broma y sefue a acostar.

Esto lo dejaba sin coartadaalguna; y la policía, claro está, no

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creyó el cuento, con lo que laProcuraduría procedió a hacer laacusación formal, calculando quetenía elementos bastantes paraconseguir que cualquier jurado locondenara.

Los periódicos publicarongrandes elogios de la rapidez yactitud del «Muelas Trae», juntocon largas notas sobre la gloriosavida del finado rector. En launiversidad se convocó a junta deprofesores, para elegir un rector

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provisional y se nombró para ello adon Serafín, por más que éste dijono ser merecedor de tan alto cargo.Aceptó, por fin, con la condición deque se hiciera una velada literario-musical a la memoria del ilustredesaparecido y de que a una de lasaulas se le pusiera su nombre. Atodo esto accedieron losprofesores, ansiosos en su mayoríade complacer a los importantes delrégimen que sufría aquel estado, ysobre todo a la culta esposa del

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hombre fuerte.Los estudiantes nada dijeron.

Algunos de ellos asistieron alentierro de don Leoncio, dondehubo infinidad de discursos y dedeseos de que la tierra fuera levesobre su cuerpo; pero la mayorparte de los estudiantes callaron,reprobando el crimen, sin acusarabiertamente a su compañero,aunque alegrándose de que leshubieran quitado de encima a talrector. El nuevo rector corrigió en

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lo posible los despropósitos delanterior, se vistió máselegantemente, quitó su casa dehuéspedes y se compró un pequeñoautomóvil.

Mientras tanto, la Procuraduríarecogía todos los datos necesariospara presentar su caso ante eljurado. El agente del MinisterioPúblico habló con todos losprofesores para averiguar, hastadonde fuera posible, la conductaanterior de Luís Robles. Habló

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también con varios estudiantes,sobre todo con los que habíanvivido en casa de don Serafín; peroéstos no pudieron o no quisierondecirle nada. Don Tarsilo ofreció ira declarar, pero cuando elMinisterio Público oyó lo que iba adecir sobre el difunto rector y sobrela ejemplar conducta del estudiante,prefirió no citarlo. No así donSerafín, que estuvo conforme endeclarar que Robles siempre habíasido revoltoso y amigo de

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pendencias, instigador de motines yquién sabe cuántas cosas más. Coneso el Ministerio Público pensabademostrar que el reo era depeligrosos antecedentes, y con elhecho mismo del crimen y lamanera como se había verificado,pensaba demostrar la alevosía; yunas palabras de don Serafín ledieron la premeditación. En una delas charlas con el nuevo rector, éstehabía dicho:

—Robles ansiaba

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desesperadamente que cayera elrector. Lo deseaba por todos losmedios, para lo cual provocabamotines, agitando a los estudiantes,como el que provocó dos días antesdel crimen. Ese día el rectordecidió expulsar a Robles, cosa quele cortaría para siempre su carrera.Robles supo de esa expulsión:Lolita se lo dijo; y desde esemomento ya no le interesaba tansólo que cayera el rector, sino quedeseaba también su silencio para

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siempre. Parece que el rector teníaalgunas sospechas de otras cosas yque a ellas se debía, más que a losmotines, la idea de expulsar aRobles.

—¿Qué otras cosas? —preguntóel fiscal.

—Pues… no quisiera decir algoque perjudicara al muchacho; peroéste es un homicidio…

—Exactamente —interrumpió elabogado—: debe usted contar todolo que sepa.

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—Pues parece que en la vidaanterior de Robles había algoturbio, cosa que ahora secomprueba al negarse él a dar elnombre de sus padres y de su tierra.Creo, y esto se lo digo aquí en lamás completa reserva, que setrataba de una estafa. Parece quelos papeles de Robles, por los queobtuvo su beca, no estaban enorden…

—¡Cómo! —gritó el MinisterioPúblico.

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—Sí: que estaban falsificados.Los he buscado en el archivo y nolos encuentro por ninguna parte y elarchivero me informa habérselospasado al rector don Leoncio pocosdías antes del crimen.

—Esto hace cambiar las cosas—dijo el fiscal poniéndose de pie—. Y me temo, señor profesor, queen sus declaraciones tendrá ustedque hablar sobre ello.

El día que se inició el juicio, lasala estaba llena a reventar, sobre

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todo de estudiantes y de periodistasque habían venido de toda laRepública, como moscas a unpanal. Toda la mañana de eseprimer día la ocupó el MinisterioPúblico demostrando que se habíacometido un crimen y poniendo a lavista del juez y de los jurados laspruebas materiales, como la pistolay la bala sacada de la cabeza delrector.

—Es la primera cosa que hasalido de la cabeza de don Leoncio

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—opinó irrespetuosamente uno delos estudiantes, en voz tan alta quefue oído por el juez y echado de lasala.

Luís Robles nada dijo en toda lasesión. Varias veces le preguntaronel nombre de sus padres y el lugarde su nacimiento; pero callósiempre, desesperando con susilencio al licenciado Trujillo, quefungía como defensor.

Como ya se hacía tarde, sesuspendió la audiencia y se citó

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para el día siguiente en la mañana,día en el cual el fiscal prometiópresentar a sus testigos, entre otrosa don Serafín.

Esa noche don Serafín y Josefacenaron solos, ya que habíanquitado su casa de huéspedes; peroconservaban la costumbre de usarla mesa grande del comedor,sentándose cada uno en cada punta.En toda la cena ninguno de los doshabló una sola palabra. Cuandoacabaron, el profesor se metió a su

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estudio, pequeño cuarto que daba alparque de la universidad, y sumujer lo siguió.

—Quiero hablarte Serafín —dijo—. Tengo que hablarte enrelación a Luís…

—No tienes nada que decirmeen relación a ese asesino —repusodon Serafín fríamente—. Muy maloes que haya vivido en esta casa, quehaya sido consentido tuyo…

—Ya oí lo que vas a declararmañana. Eso es como llevarlo de la

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mano al paredón de fusilamiento…—No merece otra cosa; y,

además, ¿a ti qué te importa eso?—Yo quisiera que no

declararas contra él.—¿Por qué?—Porque yo te lo pido. Nunca

te he pedido nada, Serafín; peroahora te pido esto. No declares encontra de ese pobre muchacho quetal vez sea inocente…

—Por lo que estoy viendo escierto lo que sospechaba. Tú estás

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enamorada de ese muchachillo…—¿Qué? —gritó asombrada

Josefa—. Estás loco, Serafín, y yaque dices eso, yo te voy a decir laverdad, lo que no has sospechadonunca. Luís Robles es hijo de unatal Natalia Robles. ¿La recuerdas?Natalia Robles, la muchachaestudiante de pintura, la queabandonaste, por la que tuviste quevenirte a una universidad deprovincia cuando pudiste serprofesor en la de México.

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—¡Natalia Robles! —tartamudeó don Serafín—. ¡No esposible!

—Sí es posible. Es hijo de ellay tuyo, es tu propia sangre. Cuandoella murió, Luís vino acá habiendoganado una beca, para estar junto ati; pero antes de darse a conocer,quiso valer por sí mismo, por susestudios. Un día me contó susecreto y desde entonces lo hetratado como un hijo nuestro. Mirasus papeles.

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Y diciendo esto, Josefa puso enlas manos de su marido un sobregrande lleno de papeles y salió delcuarto.

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V

Nulla conclusio est

La sala del jurado estaba aún másllena que el día anterior. Losreporteros de la capital habíanocupado los primeros puestos, antelos ojos absortos del lento donPerico, poeta y reportero local, quenada sabía de esas mañas decolarse en todos lados sin hacer

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caso de protestas de ujieres ogendarmes. Por eso don Perico sehabía quedado en las últimas filas,su cuaderno de apuntes en la mano,los ojos perdidos en el espacio.

El primer testigo contra LuísRobles fue el «Muelas Trae», quiendeclaró largamente sobre losmotines que había originado el reoantes de cometer su crimen, cómose burlaba de la policía a cada rato,cómo se había atrevido a injuriarpúblicamente a las más altas

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autoridades del estado. Ellicenciado Trujillo no quisointerrogarlo, temeroso de sacar arelucir más antecedentesperjudiciales para su defensa; asíque pasó a ocupar el lugar del jefede policía, en el banco de lostestigos, don Serafín.

Antes de interrogarlo, el fiscalhizo ver que se trataba del rector dela universidad, de un hombre probo,de un sabio sin pasiones, amante dela justicia. Luego se dirigió a él y le

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preguntó:—¿Conoce usted al acusado

Luís Robles?—Sí.—¿Desde cuándo lo conoce

usted?—Desde hace dos años.—¿Ha sido usted profesor

suyo?—Sí.—¿En qué materias?—Biología y zoología, que

tomaba como materias

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suplementarias, fuera de las de sucarrera.

—Aparte de ser su profesor,¿tenía usted otra relación con él?

—Sí, vivía en mi casa, comohuésped.

—¿Y qué conducta observabaen sus clases?

—Irreprochable.—¿Y en la casa?—También irreprochable.Esto pareció destantear un poco

al Ministerio Público, que

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esperaba, por lo que había habladoantes con don Serafín, otrarespuesta.

—¿Le oyó usted alguna vezexternar opiniones con relación alrector desaparecido?

—Sí, varias veces —contestódon Serafín, que parecía estarextraordinariamente nervioso.

—¿Y qué dijo en esasocasiones?

—Dijo que el rector era unhombre impreparado, un inculto,

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un…—¡Protesto! —gritó el

licenciado Trujillo—. El testigoestá hablando de cosas que oyó, node cosas que hiciera mi defenso.

—Dijo que era un oportunista—siguió don Serafín como si nohubiera oído—. En lo cual, además,tenía la razón…

—¿Qué? —gritó el MinisterioPúblico.

—Digo —prosiguió donSerafín, cada vez más nervioso—

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que don Leoncio era simplementeun oportunista, un político sinescrúpulos, que se había adueñadoindebidamente de la universidadmediante maniobras turbias…

—¿Esto decía el acusado? —preguntó el Ministerio Público.

—¡Protesto! —gritó ellicenciado Trujillo.

—No, esto lo digo yo —repusodon Serafín, Esto pensaba yo ypensaban todos los hombreshonrados que pudiera haber en la

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universidad; eso seguramentepensaba Luís Robles y para acabarcon ese oprobio luchabaheroicamente…

—¿Llama usted lucha heroica alhomicidio? —gritó el MinisterioPúblico ya fuera de sí.

—No, eso no es heroico, eso esbajo —repuso don Serafín.

—¿Y usted cree que LuísRobles asesinó al rector? preguntóel Ministerio Público.

—¡Protesto! —volvió a gritar

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Trujillo. En la sala se hizo elsilencio. Los reporteros tenían suscámaras afocadas sobre donSerafín, los lápices listos paratomar las palabras. El juez casi secaía de su silla en un esfuerzo poradelantarse y oír mejor.

En la última fila, sentada junto adon Periquito, Josefa se retorcía lasmanos. Don Serafín se puso de pie.

—No lo creo —-dijo en vozalta—. Estoy seguro de que no fueél quien asesinó al rector.

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—Pero ¿por qué? —gritó elMinisterio Público.

—Porque fui yo quien asesinóal rector don Leoncio. Yo lomaté…

—¡No, no es cierto! —gritóJosefa desde el fondo de la sala.

Estallaron las luces delmagnesio, los lápices corrieronsobre el papel y todos losreporteros salieron en busca de unteléfono. El Ministerio Públicogritaba, el licenciado Trujillo

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berreaba, el juez trataba inútilmentede poner orden. Don Pericosostenía a Josefa, que se habíadesmayado en sus brazos. Unamujer lo ayudaba a abanicarla yhacer todas las cosas que seacostumbraban en esos casos, hastaque Josefa abrió los ojos.

—No le crean —dijo en vozbaja—. Es que Luís es su hijo. Yose lo dije ahora; y lo quiere salvar.No le crean.

Don Perico oyó esas palabras y

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no les dio de pronto el alcance quetenían, sino que se conformó conconsolar a la señora.

Por fin se rehizo el orden y elMinisterio Público pidió que seaplazara la audiencia para en latarde, deseoso de estudiar estenuevo aspecto de la cuestión. DonSerafín quedó detenido en la mismasala del juzgado, ya vacía.

Don Perico llegó a la redacciónde su periódico, andando dandolentamente, meditando en las

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bellezas de su ciudad natal a la queestaba a pique de hacer un granpoema que lo hiciera eternamentefamoso. El director del periódicoestaba que echaba lumbre por losojos.

—¿Dígame usted, donPeriquito, no sucedió hoy nada deinterés? ¿No se ha declarado elrector de la universidad reo de unhomicidio? ¿No cree usted queperiodísticamente hablando esotiene una cierta importancia?

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—Debe tenerla —repuso donPerico.

—¿Y hasta ahora se le ocurre austed venir a escribirlo? ¡Ésa eranuestra oportunidad de lanzar unextra; y ahora, por su lentitud,cuando salgamos a la calle, yahabrán llegado las extras de losdiarios de la capital! ¡Lárguese deaquí, váyase, no quiero verloporque lo mato!

—¿Debo entender que quedodespedido?

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—Eso: despedido, cesado,corrido, largado. ¡Sáquese de aquí,antes de que le rompa en la cabezala rotativa grande!

Don Perico agachó la cabeza ysalió lentamente. Pensaba ahora yano en las bellezas de su ciudadnatal, sino en la pobreza que loesperaba. El periódico pagabapoco, pero algo eran cuatro pesosdiarios cuando no se tiene nada. Eljefe, mientras, pedía un escritorpara redactar la noticia y salir a la

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calle lo más pronto posible. DonPerico se dirigió a su escritorio yempezó a recoger sus cosas; milesde cuartillas llenas de versos quenadie había de leer nunca, untecolote de bronce, regalo de unanovia lejanísima, un pergamino enel que se le concedía el título depoeta de la ciudad, tres manguillosrojos con sus plumas, una botellitade tinta verde y cuatro libros. Todolo juntó sobre el escritorio, sevolvió a ver la oficina en la que

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había trabajado diez años: sucia,polvosa, tranquila, y el llantoasomó a sus ojos. Abajo yaempezaban a andar las máquinas,preparando la edición. Era la horaen que él siempre se quedaba solo yescribía lo que le pasaba por lacabeza, no las cosas M periódico,sino sus poemas, que eran la razónde ser de su vida. Todo lo veíaahora desde otro aspecto, con esatristeza con la que se ven las cosaspor última vez y, al verlas, atrás de

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sus pensamientos, estaba una frasede Josefa al desmayarse entre susbrazos:

—No lo crean, es que Luís es suhijo. Yo se lo dije ahora…

—De pronto don Periquito viotodo claro. Se sentó en su máquinay escribió tres cuartillas a todavelocidad. Luego ordenó quepararan las máquinas. El directorsalió de su despacho para averiguarqué era lo que había detenido lamarcha de las rotativas; y don

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Periquito le puso frente a los ojossus cuartillas diciéndole:

—Esto, señor director, esto eslo que las ha detenido. La noticiamás importante en todo este caso dedon Leoncio. Léala usted y dígamesi me puedo quedar en el periódicoo estoy despedido para llevar minoticia a otro lado.

Ésta era la ocasión que habíasoñado don Periquito. Ahora latenía enfrente y la gozaba.

—Puede usted quedarse en el

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periódico —dijo el director—.Haré que le aumenten el sueldo, siesto es cierto; que, si es mentira,lo…

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VI

Nego, nego

Cuando se reanudaron las sesionesdel jurado esa misma tarde, elMinisterio Público pidió lapalabra:

—Señores del jurado: Estamañana habéis oído a don Serafín,el nuevo rector de la universidad,viejo profesor, conocido por su

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vida intachable, dedicada alservicio de la ciencia, echarse ensus hombros la culpa del homicidioque en la persona del anteriorrector se realizó la noche de autos.Al principio no entendí el por quéde esa confesión espontánea eincreíble, Llegué a dudar hasta dela cordura del profesor. Mi colega,el señor licenciado Trujillo, hapedido la libertad inmediata delreo, ya que aparece otro confeso.Confeso sí, digo yo, más no

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convicto. Don Serafín, aquípresente, ha confesado ser el autordel crimen y yo sé por qué lo haconfesado.

—¡Porque yo lo asesiné! —gritó don Serafín desde su lugar.

—¡Silencio! —gritó el juez.—No, señores, no. Ha

confesado, porque es un padreheroico, porque el responsable delcrimen es su hijo, el único hijo desu sangre y, aunque indigno, es hijosuyo: por sus venas corre la misma

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sangre. Y don Serafín ha queridocon su vida propia salvar la vidadel hijo descarriado. Yo os lo digo,señores del jurado: don Serafín noes un criminal, ¡don Serafín es unhéroe!

—¡Miente! —gritó desde suasiento el profesor.

—Vedlo, señores, con qué calordefiende la causa perdida del hijo.Permitidme que lo haga pasar albanquillo de los testigos y veréisque os he dicho la verdad.

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Consintió el juez en que sevolviera a llamar a don Serafín albanquillo de los testigos; y éste seadelantó, dio la protesta de ley y sesentó lentamente.

—Dígame usted, don Serafín,¿Luis Robles es hijo suyo?

—Sí —contestó después de unrato de silencio—: es mi hijo.

—¿Cuándo supo usted que erasu hijo?

—Anoche.—¿Quién se lo dijo?

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—Mi señora.—¿Está usted convencido de

que efectivamente es su hijo?—Sí, estoy convencido.—¿Insiste usted en que usted fue

quien asesinó a don Leoncio?—Sí, es la verdad.—¿Y cómo realizó usted el

crimen?—Yo odiaba a don Leoncio, lo

odiaba como lo odiaban todos losalumnos y todos los profesores, porsu in capacidad, por su audacia, por

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su ignorancia. Yo sabía que elpuesto que él ocupaba mecorrespondía a mí si hubiera habidojusticia. Pero no; él era el rector, éltenía el buen sueldo, los honores,todo. Yo nada, tan sólo mi trabajo yun sueldo miserable que noalcanzaba para vivir. Un día decidímatarlo. Pensé largamente cómohacerlo y preparé todo lo necesario.En mi casa vivía Luís Robles aquien yo no quería tampoco; y LuísRobles tenía pistola. Era fácil

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cometer el crimen y hacer que lassospechas cayeran sobre elestudiante. La noche del crimen lehablé a Luís desde la universidad;y, fingiendo la voz, hice una citacon él para la media noche, en unlugar apartado, donde estuvieraseguro de que no lo vería nadie.Apenas salió él, subí a su cuarto yle robé la pistola, tomándola conguantes para no dejar en ella mishuellas digitales y dejar las de él.Luego bajé y me encerré en mi

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estudio, que tiene ventana al jardín.Yo sabía que mi mujer y algunos delos estudiantes que se quedaban encasa de noche se sentaban a jugar alsiete y medio en la sala. Les dijeque iba a ensayar mi discurso ypuse un fonógrafo con un disco quehabía grabado anteriormente con mivoz. Abrí la ventana, salí al parque,esperé a don Leoncio junto a lafuente por la que él pasaba noche anoche, me le acerqué, hablamosalgunas palabras y, cuando se

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retiraba, le solté el tiro en la nuca.Regresé al estudio, quité el discodel fonógrafo y salí a la salatranquilamente, diciendo que ya eramuy tarde y hora de acostarse.

—¿Conserva usted el disco consu discurso?

—No. Al día siguiente lo tiré alrío, junto con el fonógrafo. Nadieen la casa sabía de su existencia.

—Allí tienen ustedes, señoresdel jurado. No hay prueba ningunade que él haya cometido el crimen.

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Esa noche, pueden atestiguarlo suseñora y varios estudiantes, estuvoen su estudio preparando yrepasando su discurso, cosa quesolía hacer con frecuencia. Diceque dejó un disco de fonógrafo y unfonógrafo, y en su casa no hay disconi fonógrafo ninguno, ni lo hahabido nunca. Por otro lado,sabemos que él es el padre del reo,que acaba de encontrar a su hijo,del cual no tenía noticias; que es unhombre honrado, tenido por sus

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alumnos como indulgente, bueno ysabio. Ustedes juzguen, señores,pero tengan en cuenta lo que lesdigo. Don Serafín no es un criminal,es un héroe del amor paterno.

Los aplausos llenaron la sala,muchas mujeres lloraban ybendecían a don Serafín. Éste, depie en el estrado, gritaba:

—¡Yo lo maté, les digo que yolo maté!

Pero la suerte de Luís Roblesestaba echada. El licenciado

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Trujillo se le acercó y le rogó quese declarara culpable; que asíseguramente, el jurado locondenaría tan sólo a unos veinteaños de cárcel. Y si seguía en suactitud de declararse inocente, aunhabiendo oído las declaraciones desu propio padre, que se echaba laculpa para salvarlo, el jurado locondenaría a muerte. El MinisterioPúblico se acercó a don Serafín.

—Si tiene usted alguna pruebade lo que nos ha contado, le ruego

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que la produzca mañana en estejuzgado. Cualquier prueba, lafactura que debieron darle por elfonógrafo…

—Eso es, eso es —dijo donSerafín—: la factura. Debo tenerla.

—¿Dónde me va usted a decirque lo compró?

—En Alemania. Me llegó unosdías antes de que estallara laguerra. Con un grabador de discos.

—Y de no tener la factura, ¿nose podía usted comunicar con la

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casa que se lo vendió?—No, no podré: la guerra…—¿Por qué no lo compró usted

en la capital?—Para no dejar huellas.—Vean ustedes, señores del

jurado: no tiene prueba posible quepresentar. Yo os digo: este hombrees un héroe del amor paterno, es elmártir de un hijo asesino ydepravado que ni siquiera ahora,viendo el ejemplo de su padre, sedeclara culpable de un crimen que

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cometió con toda seguridad.—Les digo que yo lo maté —-

dijo don Serafín, cayendodesmayado.

Entre cuatro ujieres fue sacadode la sala y llevado a su casa,donde estuvo entre la vida y lamuerte, cuidado por Josefa, más deun mes, En todo ese tiempo no dejóde recibir cartas y telegramas defelicitación de todos los profesoresde la República, de todas lasSociedades de Padres de Familia y

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de varios colegios y universidadesextranjeras. A diario, los niños delas escuelas, precedidos por susmaestros, le tratan flores, dulces,versos y mil cosas más parademostrarle su admiración.

Pero mientras tanto Luís fuecondenado a ser fusilado. El díaque don Serafín recobró laconciencia para morir, Luís moríafusilado.

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VII

Finis, finis

Un mes más tarde, la universidadresolvió hacer un monumento sobrela tumba de don Serafín, con unainscripción en griego, redactada pordon Tarsilo y que, en castellano,decía así:

«Al más abnegado y heroico delos padres, los profesores y

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estudiantes de la universidaddedican este homenaje».

Para descubrir el monumento,pensaron que nadie sería másindicado que Josefa. Se habría dedescubrir en una ceremonia a lasonce de la mañana, donde habríadiscursos, un poema hecho ad hoc yrecitado por su autor, don Periquito,y un coro de niñas y niños de lasescuelas.

Esa mañana, a las nueve, Josefarevisaba los papeles de su difunto

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esposo. En un cajón de suescritorio, guardada hasta el fondo,encontró una factura en alemán. Enella se destacaba la palabra:«Phonographe».

En esos momentos la llamaron.Ya estaba allí la Comisión quehabía de llevarla al camposanto. Sepuso su velo y, llevando en lasmanos crispadas la factura, salió.El poema de don Perico acababa:

Tú serás luz y ejemplo de los

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padresy por ti habrá una Patriamás llena de consuelo y de

bondades.

Josefa tiró del cordón de la cortinay apareció la estatua de donSerafín, de pie, teniendo entre susbrazos a su hijo arrodillado. Josefasonrió tenuemente, y destruyó elpapel que llevaba entre las manos.