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TANTOS CAMINOS ANDADOS — ORLANDO EMILIO ORTEGA MIRANDA —

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TANTOSCAMINOSANDADOS

— ORLANDO EMILIO ORTEGA MIRANDA —

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Tantos caminos andados

ORLANDO EMILIO ORTEGA MIRANDA

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La Biblioteca Nacional de Nicaragua en calidad de Agencia de ISBN, declara que bajo el siguiente número de ISBN quedará registrado el siguiente título, identificando como editor responsable a: Orlando Emilio Ortega.

N

920

O 77 Ortega Miranda, Orlando Emilio

Tantos caminos andados / Orlando Emilio

Ortega Miranda. -- 1a ed. -- Managua, 2017

148 p.

ISBN-13: 978-99964-0-573-0

Cubierta y contracubierta: Cinthya Medal Mendieta

Diagramación interna: Orlando Ortega Reyes

Foto cubierta: Orlando Ortega Reyes

Foto contracubierta: Celeste González

Copyright © 2017 Orlando Emilio Ortega Miranda

Todos los derechos reservados.

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DEDICATORIA

A mis padres, por estar siempre conmigo.

A mi hermana Cecilia María, el ángel de la guarda de mi niñez.

A la memoria de mi querido hermano Rodrigo, ejemplo de lucha.

A mi esposa Cinthya, quien camina amorosamente a mi lado.

A mi querida Mimi, por su infinito amor.

A mi tío Orestes, por su cariñosa e invaluable solidaridad.

A mi tío Sergio, con mi agradecimiento y cariño de siempre.

A mi abuelita Berta, por todo su amor y generosidad.

A la familia Ortega, parte fundamental de mi vida y testigos de mi lucha.

A la señora Rosa Reyes por acompañarnos en los duros momentos.

A todos aquellas personas, guerreros innatos, que día a día batallan ferozmente por su vida.

A los médicos que lucharon a mi lado por esta nueva oportunidad de vida: Dr. Gustavo Gordillo, Dr. Ricardo Muñoz, Dra. Alejandra Mora, Dr. Rafael Valdez y de manera especial, por todo su cariño a: Dr. Mario Sequeira, Dr. Ricardo Largaespada y Dra. Crisanta Rocha.

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No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje,

perseguir tus sueños, destrabar el tiempo,

correr los escombros y destapar el cielo.

Mario Benedetti

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TANTOS CAMINOS ANDADOS

INDICE

Agradecimientos

Presentación 1

I El niño que soñaba ser feliz 5

II Recogiendo la vida a pedazos 25

III La luz al final del túnel 37

IV Estrenando una nueva vida 55

V El arte de llevar una vida normal 65

VI Volver a empezar 81

VII El guerrero caído 111

VIII El regalo de estar vivo 123

IX Lecciones de vida 129

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AGRADECIMIENTOS

A mi papá que con paciencia y dedicación me apoyó para que este libro llegara a ser una realidad, con un trabajo compartido, al igual que muchas cosas que hemos alcanzado juntos.

A mi mamá, parte fundamental de esta historia y que con su privilegiada memoria me apoyó en los detalles del escrito.

A mi esposa Cinthya, por volcar toda su sensibilidad artística en el diseño del libro.

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PRESENTACIÓN

El síndrome de Alport (SA) es una enfermedad genética con una prevalencia de un caso sobre 50,000 nacidos vivos. Dentro de sus manifestaciones más importantes, se encuentra el desarrollo de la insuficiencia renal progresiva. Por su parte, la insuficiencia renal crónica es una epidemia que incide en más del 10% de la población mundial. A corto plazo el paciente se deteriora aceleradamente, encontrando la muerte repentinamente. En el mejor de los casos, encuentra tres alternativas de tratamiento sustitutivo: diálisis peritoneal, hemodiálisis y trasplante renal; la última de ellas, es en realidad la mejor alternativa para mejorar la calidad de vida del paciente.

Desde temprana edad se detectaron en mí los primeros indicios de una enfermedad rara, de carácter genético y que me condujo a corto plazo a una insuficiencia renal. Fue una jugada injusta del destino. Más que buscar respuestas ante lo sucedido o tratar de encontrar algún culpable, mi familia supo adaptarse de manera acelerada para buscar la mejor alternativa para mi sobrevivencia, partiendo de un proceso de afrontamiento de nuestra realidad.

Así pues, desde niño aprendí que tenía un largo camino lleno de obstáculos y riesgos, pero, sin perder el optimismo y consciente de una fuerza interna que se iba desarrollando en mi interior, pude hacerle frente a la adversidad.

Mi familia fue la clave principal para salir adelante. Supo tomar las mejores decisiones, por muy difíciles que fueran, conscientes de que siempre estaba en juego mi sobrevivencia.

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ORLANDO EMILIO ORTEGA MIRANDA

Durante los cinco primeros años de esta enfermedad, experimenté el dolor físico y psicológico en todos sus ámbitos y pude ver muy de cerca, el extremo padecimiento e incluso la muerte, de los otros niños que al igual que yo acudían al servicio de nefrología del Hospital Infantil de México Federico Gómez.

En mi afán de sobrevivencia, fue vital la alternativa del trasplante renal, que demandó un enorme esfuerzo de mi parte y de mi familia, para que el mismo se realizara de manera oportuna y sin pasar por otras terapias alternativas.

Ya han pasado treinta años desde aquel 2 de junio de 1987, en que tuve una nueva alternativa de vida. Mi cotidiana lucha no cesó ahí, continuó en diferentes ámbitos, luchando contra las predicciones sobre mi futuro, muchas de ellas pesimistas y logrando proponerme metas ambiciosas, siempre con la confianza en que podría derribar todos los paradigmas, anteponiendo siempre el lazo afectivo del amor, comprensión, optimismo y perseverancia, que son el principal motor motivador para seguir luchando.

En aquella fecha asumí el compromiso de luchar con todas mis fuerzas para seguir adelante. Hoy sigo asumiendo esta tarea, difícil de llevarla a cabo, pero que con la perseverancia y la constancia, que han estado siempre presentes en mi vida, seguiré asumiendo el reto de sobrevivir.

Me he decidido a escribir este libro, en primera instancia, para hacer un tributo de agradecimiento a muchas personas que han luchado conmigo de manera incansable y a otras que me han ayudado en aquellos momentos en que ni el sol se asoma.

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TANTOS CAMINOS ANDADOS

Comparto cada una de mis vivencias, haciendo énfasis en la vida de un paciente con esta terrible enfermedad, como un llamado urgente para que se legisle y se fomente la donación de órganos y para hacer conciencia en la población sobre la importancia de esa donación.

Asimismo, me han motivado a contar mi historia, aquellas personas que muchas veces se sienten desvanecidas por cualquier situación adversa de la vida, como una forma de decirles que mientras estemos vivos, siempre habrá un motivo para seguir luchando.

Es mi historia, más que un modelo a seguir, un ejemplo de supervivencia, un testimonio de la fuerza que llevamos dentro y que nos da coraje en la lucha y un llamado a seguir nuestros sueños, sin importar cuán imposibles parezcan.

El autor

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TANTOS CAMINOS ANDADOS

I.- EL NIÑO QUE SOÑABA SER FELIZ

Nací en Managua en enero de 1977, sin embargo, mis recuerdos más lejanos se remontan a la ciudad de México a inicios de la década de los ochenta. Mi familia, compuesta por mi papá, mi mamá y mis hermanos Cecilia María, la mayor y Rodrigo Joaquín, el menor, emigró a ese país recién ocurrido el triunfo de la revolución sandinista. Mi papá presintió la llegada de un régimen de corte totalitario y aprovechando el hecho de que tenía derecho a la nacionalidad mexicana, al haber nacido allá, de madre mexicana, salimos de Nicaragua.

No tengo idea de cómo ni adónde llegamos y mis primeros recuerdos se ubican en un edificio llamado Tecpan, en el complejo habitacional Tlatelolco de la Ciudad de México. Era un edificio enorme que estaba ubicado en plena Avenida Reforma Norte. A pesar del tiempo, son muchos los recuerdos que guardo de aquel lugar.

Vivíamos en un piso alto del edificio pues utilizábamos un viejo elevador y cuando no estaba en servicio teníamos que subir por las escaleras, por un lugar mal iluminado que me parecía oscuro, y tenebroso.

En aquel pequeño departamento nos acomodábamos la familia y mi tía Oralya, hermana de mi papá, a quien mis hermanos y yo siempre la hemos llamado de cariño: Mimi. Ella también emigró de Nicaragua en 1979.

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Nuestra situación en aquel departamento fue un tanto difícil, pues mi papá recién había comenzado a trabajar en la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos, una oficina de gobierno en donde los trámites de incorporación eran lentos y por lo tanto el pago inicial llevaba casi seis meses en hacerse efectivo, de tal forma que sobrevivíamos con un préstamo que la familia de mi abuela paterna generosamente le había otorgado a mi papá.

El tiempo de adaptación de nuestra familia fue duro, pues se trataba de una ciudad inmensa, con un clima variable, muy diferente al de Nicaragua. Para nuestra suerte, en el edificio vecino vivían mis tíos Iván y Denis Armando, primos hermanos de mi papá que estuvieron muy cerca de nosotros en aquella época, nos hicieron compañía y nos dieron todo su afecto. Fue tan cercana la relación que cuando tardíamente me bautizaron, mi tío Iván fue mi padrino.

Hubo un momento en que los recursos económicos se estaban agotando y todavía no salía el pago de mi papá, de tal forma que en cierta ocasión, tuvo que vender su anillo de bachillerato para comprarnos un tarro de leche Nido.

Luego la Mimi ingresó a trabajar en la Secretaría de Comercio, en donde consiguió que a Rodrigo y a mí nos concedieran el beneficio de la guardería de esa institución. No se pagaba nada y el servicio incluía la alimentación mientras permaneciéramos ahí, es decir desayuno y comida. Recuerdo que algunas cuidadoras nos trataban mal. Todavía tengo muy presente a una de ellas que me daba de mal modo la leche a cucharadas, pues yo sentía un gran asco al ver la nata que se formaba cuando la calentaban. Mi papá y la Mimi se turnaban para llevarnos y traernos.

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TANTOS CAMINOS ANDADOS

Siempre recuerdo el papel fundamental que ha jugado la Mimi en nuestras vidas, ofreciendo su inmenso cariño a manos llenas, además de su apoyo incondicional, pues siempre ha estado presente en los momentos más importantes de nuestras vidas.

Aquella guardería ocupaba los pisos superiores de un edificio en el centro de la ciudad y teníamos que asistir con un uniforme compuesto de un pantalón gris y un suéter azul.

En la azotea del edificio estaban los juegos infantiles de patio, entre los que recuerdo un dragón en forma de espiral que finalizaba en un resbaladero. En otro piso estaba el área de los juguetes y las aulas. Tengo recuerdos difusos de las otras cuidadoras. En la calle vecina a la guardería estaban los centros de distribución de pollo más grandes de la ciudad, así que al salir a la calle se sentía un penetrante olor.

Nuestros viajes a la guardería eran en diversos medios de transporte, en bus, trolebús o en taxi si era preciso. Nuestro departamento no quedaba muy retirado de ahí. Los viajes en trolebús eran un tormento, pues era muy lento y frenaba de manera intempestiva, de tal manera que los que viajaban de pie, corrían el peligro de caer.

Tengo un vago recuerdo de una ocasión en que al llegar a nuestro destino, el conductor, a propósito, frenó en seco y casi caemos mi papá, Rodrigo y yo; así que al bajar, mi papá le dio un gran golpe al espejo que le servía al conductor para ver la puerta trasera, provocando su enojo y que comenzara a gritar improperios, mientras que mi papá, desde la acera, empezó a retarlo. Afortunadamente la cosa no pasó a más.

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No recuerdo claramente el momento en que nos trasladamos del edificio Tecpan al edificio Chihuahua, dentro del mismo complejo habitacional de Tlatelolco. Era un departamento más amplio. A Rodrigo y a mí, nos correspondió compartir un cuarto con mi tío Orestes, hermano menor de mi papá y mi tío Sergio, hermano menor de mi mamá. La vida de mis tíos corría peligro en Nicaragua por lo del servicio militar obligatorio, por lo que mi papá accedió a acogerlos en nuestro hogar. Nos acomodábamos en ese cuarto con dos literas, abajo Rodrigo y yo y arriba mi tío Orestes y mi tío Sergio. Otro cuarto lo ocupó Cecilia María con la Mimi y el otro mis papás.

El Edificio Chihuahua estaba ubicado frente a la Plaza de las Tres Culturas, llamada así porque ahí coincidían las ruinas de los indígenas, una iglesia construida por los conquistadores españoles y el imponente y moderno edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Así pues, desde nuestra ventana podíamos admirar la histórica plaza en donde en 1968, la policía, grupos paramilitares y el ejército acribillaron a cientos de estudiantes, asesinando además a muchos habitantes inocentes del edificio.

Entre los vecinos corría la leyenda de que en ciertas noches se escuchaba a La Llorona. Podría jurar que en varias ocasiones llegué a escucharla, pero nunca supe si fue cierto o fue a causa de algunas crisis que sufrí mientras viví en aquel departamento.

Para ese tiempo la situación de mi papá en su trabajo se había normalizado y nuestra situación económica mejoró sustancialmente. Poco a poco nuestra familia se iba adaptando al ritmo de vida en aquella gran ciudad.

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En esos años la condición de mi de salud se mantenía normal y éramos una familia que empezaba a sentirse feliz. Recuerdo que mis papás nos llevaban a jugar a uno de los parques de Tlatelolco, en donde con mi triciclo Apache competía con Rodrigo, quien era tan sensible que cuando le ganaba se ponía a llorar. Recuerdo perfectamente que ambos teníamos un suéter rojo que tenía un estampado que decía KIT. Cecilia María tenía su bicicleta y los tres pasamos momentos felices jugando sin parar.

En cierta ocasión que jugábamos en unos aros de metal del parque, Rodrigo perdió pie y cayó, rompiéndose la barbilla, de tal forma que lo tuvieron que llevar al hospital a que lo atendieran.

Mis primeros años de escuela fueron en el Preescolar Kandy Land, que quedaba muy cerca de nuestro departamento, en el mismo Tlatelolco. La Directora y propietaria era la maestra Yolanda y mi maestra se llamaba Amada. En aquel preescolar mi mamá comenzó a trabajar como maestra de inglés.

Así pues, para ese tiempo yo era un niño, podría decirse que feliz, sin preocupaciones y con la única tarea de asistir a la escuela, hacer las tareas que me encomendaban y jugar con mis hermanos.

Una mañana en 1982, sin motivo aparente, amanecí con una extraña hinchazón, principalmente en la cara. Mis papás me llevaron donde un médico que conocieron a través de la tía Sonia, ex esposa de un primo de mi mamá que vivía en México. El médico después de examinarme recomendó que me llevaran a la brevedad al Hospital Infantil de México “Federico Gómez”, para realizarme una serie de exámenes y determinar a qué se debió aquello que me había ocurrido.

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Llegué a aquel hospital sin imaginarme que aquello era el inicio de una larga jornada que cambiaría nuestras vidas y que en los próximos años visitaría persistentemente aquel centro. En realidad, a mi edad no tenía conciencia de lo que representaba una enfermedad en un niño, ni hasta qué punto y por qué caminos lo podía llevar.

Los resultados iniciales no fueron concluyentes, aparentemente se debía al funcionamiento de los riñones, de tal manera que me restringieron mi alimentación en lo que era la sal y productos empacados, sin embargo, en mi ignorancia, lograba burlar aquella dieta cuando mis compañeros en el colegio me convidaban de sus loncheras. En esa época no tenía conciencia del daño que aquellos productos podían hacerle a mi salud.

Los estudios continuaron en el Hospital Infantil, de tal manera que inicialmente concluyeron que se trataba de un síndrome nefrótico. Para nosotros esto no tenía ningún significado y nunca nos imaginamos que esto era sólo la punta de un iceberg.

Con el fin de saber más de mi enfermedad, mis papás le preguntaron a un médico nefrólogo del Hospital Infantil si era posible que me atendiera en su consulta privada, a lo cual el médico accedió. Este médico era el Doctor Ricardo Muñoz, quien junto con el Dr. Gustavo Gordillo, jefe del Servicio de Nefrología del Hospital Infantil, eran de los mejores nefrólogos pediatras de México.

El Dr. Muñoz era una persona muy distinguida, muy formal y vestía nítidamente, se dejaba las patillas largas que ya mostraban algunas canas y recuerdo que mucho le gustaban los puros.

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La atención en la consulta privada del Dr. Muñoz, en el Sanatorio Durango, era más personalizada, poniendo más atención en los resultados de los exámenes y ofreciendo más información a mis papás. Sin embargo, mantenía el diagnóstico de un síndrome nefrótico, todavía sin tener elementos para indagar cuál era su causa.

El Dr. Muñoz trató de aliviar los síntomas que cada vez más se hacían frecuentes, la hinchazón, especialmente de los párpados, el dolor de cabeza y la subida de la presión arterial. Para esto me recetó prednisona y es la fecha y desde mi punto de vista me parece que el Dr. Muñoz nos planteó el asunto de manera un tanto optimista, pues nos hizo pensar que se trataba de un caso que con el tiempo podría remitir, tan solo con tratamiento. Nunca nos imaginamos que mi condición se convertiría en algo como el cangrejo, que podía avanzar un poco hacia adelante, pero retrocedía más.

En su evaluación del costo beneficio de utilizar la prednisona, me parece que el Dr. Muñoz también se mostró optimista, pues no le puso mucha mente a los efectos secundarios de ese fármaco, pues no alcancé a sentir ninguna mejoría en el síndrome nefrótico, pero sí me llegó a impactar negativamente, pues me produjo una intoxicación que me retorció la mente, haciéndome tener alucinaciones y a no tener control sobre lo que decía. Mis papás se asustaron pues temieron que fuera un proceso irreversible, así que inmediatamente me llevaron a la consulta del Dr. Muñoz, quien se extrañó de la reacción que me produjo aquel medicamento y se extrañó más cuando le dije una serie de groserías, pues hasta de pendejo lo traté. Inmediatamente me retiró el tratamiento y me remitió de nuevo al Hospital Infantil en donde me programaron un electroencefalograma en el servicio de Neurología.

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Lo que más recuerdo de aquella ocasión fue la noche previa a que me hicieran aquel estudio, para el cual nos indicaron que debía llegar por la mañana sin haber dormido nada la noche anterior. Mi papá y mi tío Orestes se turnaron para mantenerme despierto, tratando de distraerme con la televisión. Yo sentía fiebre y tuve una serie de alucinaciones que me hacían pensar que estaba metido en las historias de los programas que aquella noche pasaba la televisión y hasta hablaba solo. Todavía recuerdo a mi tío Orestes, asustado, pues era muy joven, sentado a la par mía, nervioso y fumando. A veces se me vienen a la mente escenas de algunas de aquellas películas de terror que miramos a media noche y yo en medio de todo el revoltijo de mi mente, sentía divertido el hecho de estar con mi tío viendo televisión hasta la madrugada.

Siempre he mantenido un gran cariño por mi tío Orestes, pues en toda ocasión pudimos contar con él, pues además del cariño que nos tiene, su espíritu de solidaridad es inagotable y tiene una inquebrantable voluntad de ayudar a los demás.

Afortunadamente, al suspender el tratamiento de prednisona, mi mente poco a poco fue volviendo a la normalidad.

Después de aquel episodio seguí con los estudios en el Hospital Infantil, asimismo, acudía ahí cada vez que me sentía mal.

En muchos casos tuve que ingresar a través del servicio de urgencias que quedaba en la planta baja del Hospital. Ahí se hacían enormes filas para poder recibir atención médica.

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Fueron incontables las veces nos tocó formarnos por varias horas y al llegar a nuestro turno teníamos que seguir cada vez el procedimiento de llenar una historia clínica, sin importar que ya se hubiese llenado innumerables veces. Un interno frente a una vieja máquina de escribir preguntaba todos los detalles del nacimiento, vacunas, enfermedades previas y hasta después de eso empezaban a atender la emergencia.

En las afueras de la sala de urgencias había un puesto de tamales y atole, así como un puesto de tacos. Muchas veces le lloré y rogué a mi mama que me comprara un taco de doble tortilla de arroz con un huevo, a lo que ella siempre rehusaba por motivos de mi dieta, además de la aprensión por no saber la procedencia de esos alimentos. Sin embargo, un día de tantos, después de muchos ruegos, se compadeció de mí y valoró más mi antojo que el riesgo de que me hiciera daño y me lo compró. Me supo a gloria y al final de cuentas, no me hizo daño.

Llegué a conocer cada rincón del Hospital. En el segundo piso estaban las famosas voluntarias, que hasta el día de hoy no he logrado entender cuáles eran sus funciones, solamente sabía que tenían una especie de cafetería en donde vendían refrescos y empanadas.

Recuerdo bien que después por unas rampas, escaleras o un ascensor viejo se podía subir o bajar a los otros pisos. Yo por lo general utilizaba las rampas. En el tercer piso se encontraba el departamento de nefrología y al lado, el departamento de oncología. Siempre me preguntaba por qué los pacientes de oncología no tenían cabello y fue hasta después de cierto tiempo que lo comprendí.

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El área de nefrología no era tan grande que digamos, tenía una sección pequeña en donde uno comía, el área de las camillas, un cuarto que tenía un baño y un espacio que lo ocupaban como área alterna para hacer biopsias y otras pequeñas cirugías. Había un espacio en donde se hacían las hemodiálisis. En el cuarto piso creo que estaba una pequeña capilla.

Mi hermano Rodrigo no estuvo a salvo de problemas de salud. Antes de mi episodio de hinchazón, lo iban a operar en el Hospital General para corregirle un leve estrabismo y cuando le hicieron los análisis pre operatorios le apareció sangre en la orina. Al practicarle otros exámenes le descubrieron un divertículo en la vejiga y decidieron internarlo ese mismo día para operarlo, pero mis papás se opusieron, firmaron un documento y se lo llevaron para luego examinarlo en el Hospital Infantil.

Así fue que tanto Rodrigo como yo, empezamos a alternarnos en una serie de estudios en el Federico Gómez. A Rodrigo lo comenzaron estudiando en urología y yo estaba asignado a nefrología.

En aquel momento, nadie, ni siquiera los médicos titulares, verdaderas eminencias, se imaginaban que nuestras condiciones obedecían a una misma causa.

Una vez mi papá, medio en broma, medio en serio, nos pidió a Rodrigo y a mí, que por favor no nos enfermáramos a la vez. En medio de toda la adversidad que vivimos, tuvimos la gran suerte de que nunca llegamos a enfermarnos al mismo tiempo; era como si el destino, como una deferencia, fuera alternando nuestros padecimientos de manera ordenada.

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TANTOS CAMINOS ANDADOS

Como un mecanismo para enfrentar toda aquella avalancha de calamidades que se nos estaba viniendo encima, mis papás lucharon para que nuestras vidas, en la medida de lo posible, transcurrieran de una manera normal. Recuerdo que muchas veces nos fuimos de picnic al bosque de Chapultepec. Mi mamá y la Mimi preparaban la comida y bebidas, las poníamos en las bolsas que se ocupaban para las compras del mercado y nos íbamos a buscar un espacio en el inmenso bosque. La mayoría de las veces nos íbamos en metro. Pasábamos jugando, corriendo y luego disfrutando de la comida, en familia. Para ese tiempo, todavía tenía ánimos y fuerza para jugar, correr y saltar.

Estoy seguro que aquel ambiente de esparcimiento, a pesar de las dificultades que empezaba a enfrentar, me ayudó mucho para aprender a luchar para salir adelante. Si hubiera vivido solo en un ambiente adverso, hostil, pesimista y soportando mi enfermedad, no creo que pudiera haber sobrevivido. Poco a poco empecé a desarrollar una fuerza que me motivaba siempre para luchar por algo, por más difícil que fuera el llegara a alcanzarlo.

Cuando cumplí seis años ingresé a primer grado de primaria en la Escuela Nicolás Rangel, que quedaba a pocos metros de nuestro departamento. Para ese entonces mi enfermedad ya había detenido mi crecimiento y me había quedado estacionado, de tal manera que era el más pequeño de mi clase.

Así fue que además de tener que lidiar con los síntomas de mi enfermedad, que cada vez se iban agudizando, debía de enfrentar cierta insistencia de parte de mis compañeros con preguntas sobre mi complexión y estatura. Lo anterior resaltaba al medir mi papá más de 1.90 metros, estatura que genéticamente yo tendría que haber alcanzado en algún momento.

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ORLANDO EMILIO ORTEGA MIRANDA

Mi primer día de clases fue un tanto dramático, ya que por no pedir permiso a la maestra para ir al baño, me oriné en los pantalones. Recuerdo que llamé a la casa y el único que estaba era mi tío Sergio, quién acudió a la escuela, me llevó a la casa y me cambió. Yo me moría de la vergüenza pero mi tío me animaba diciéndome que no pasaba nada, me tranquilizó y después de cambiarme, no pudimos evitar un ataque de risa.

Mi tío Sergio también jugó un papel relevante en nuestras vidas, ya que siempre tuvo un cariño especial hacia nosotros y su apoyo siempre fue oportuno y sin reservas.

Mi mamá en aquellos tiempos nos llegaba a esperar afuera de la escuela, sentada en unas graditas enfrente del portón. Ahí se encontró y se hizo amiga de una señora llamada Lupita, que tenía una hija que era compañera de Cecilia María y mientras esperaban la salida de los niños, conversaban por largo tiempo.

Poco a poco sentí que mis fuerzas me iban abandonando, los dolores de cabeza se hacían más frecuentes y la presión arterial se empezaba a descontrolar más fácilmente. Mis viajes al Hospital comenzaron a hacerse más frecuentes y los exámenes se multiplicaron. Aquellos viajes se convirtieron en verdaderas pesadillas, pues conforme pasaba el tiempo, mis venas eran más difíciles de encontrar y para sacarme la muestra de sangre tenían que intentarlo varias veces, maltratándome sin misericordia.

No se borra de mi mente la sala donde sacaban la muestra de sangre en aquel entonces, era la misma sala donde posteriormente reunían a los padres de familia para darle los resultados de sus hijos y en donde la mayoría de las veces salían llorando.

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TANTOS CAMINOS ANDADOS

Uno de los resultados más impactantes que recibimos fue cuando nos confirmaron que yo había nacido con un solo riñón, pero que además, el único que tenía no estaba funcionando bien. Tal vez si hubiera nacido con los dos riñones hubiera resistido un poco más y hubiera tenido la oportunidad de haber crecido e incluso haber alcanzado una estatura parecida a la de mi papá, pero el destino y las mismas circunstancias fueron así. Creo que este fue uno de los tantos factores que influyeron para que mi enfermedad se desarrollara de forma acelerada y sin piedad, pegándome en lo más íntimo mi ser.

Fue así que desde pequeño tuve que ir aprendiendo a soportar el dolor, familiarizarme con las agujas y lo peor, sortear el temor que se iba metiendo en mis huesos al observar a otros niños sufrir por encima de los límites del dolor que un ser humano puede resistir.

Me parece que fue entonces que se empezó a barajar la alternativa de un trasplante de riñón. El Hospital Infantil de México Federico Gómez era una de las instituciones que a nivel nacional tenía más experiencia en lo relativo a trasplante de riñón, sin embargo, sus procedimientos no contemplaban esa alternativa sin haber pasado previamente por un proceso de diálisis peritoneal o hemodiálisis.

Yo había tenido la oportunidad de ver a niños sufrir ese proceso y era realmente dramática la forma en que los niños se iban desgastando, además del sufrimiento de estar conectados a una máquina o a una bolsa, como prisioneros.

Había escuchado además sobre las complicaciones con las válvulas de entrada que muchas veces se obstruían o se infectaban y en algunos casos llegaban a presentar peritonitis.

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Me tranquilizaba el hecho de que mis papás me hicieron la promesa de que harían todo lo posible por evitarme aquel paso, sin importar lo que tuvieran que luchar para lograrlo.

De cualquier forma, el camino hacia el trasplante se vislumbraba como la única alternativa para mí, aunque en ese tiempo se me hacía algo lejano. Seguía sin crecer y mi peso era también bajo. Me mandaron a beber Cal-C-Toce, un polvo para preparar un licuado con vitaminas y nutrientes sabor a fresa, que más que ser algo que pudiera saborear, me causaba repulsión, por lo que a veces Rodrigo, solidario, me ayudaba a tomarlo.

Luego empezaron a restringirme cada día más mi alimentación, suprimiendo además de la sal, los condimentos a pesar de que siempre me decían que era por mi bien, sentía una enorme impotencia no poder comer tantas cosas que me gustaban.

En la escuela durante aquel tiempo tuve que lidiar con las primeras burlas a causa de mi tamaño, por lo que mis recuerdos sobre los tres primeros años de la primaria en Tlatelolco no eran para nada agradables.

Siempre vive en mi memoria el hecho de que mi hermana Cecilia María, se convirtió en mi ángel de la guarda en la escuela, pues siempre estuvo pendiente de mí. Me iba a buscar a donde fuera a la hora de recreo para ver cómo estaba. Ya en el salón tenía que ingeniármelas a como fuera, pero tuve suerte de que el acoso de mis compañeros no llegó a pasar de ciertas burlas y nunca se dio de forma violenta hacia mi persona.

A pesar de todo aquello, participé en todos los eventos de la primaria, incluyendo los bailes, alcanzando calificaciones aceptables aunque no brillantes.

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Hice algunos amigos a pesar de que ningún niño llegaba a comprender mi enfermedad, lo cual era normal pues a veces ni los adultos lo hacían. Tuve facilidad para relacionarme con algunos compañeros y entre aquellos amigos recuerdo a un niño a quien le decían Memo, un hondureño y otro que venía de la frontera.

Rodrigo continuó con los exámenes para determinar el origen de su hematuria y no recuerdo quién, ni cómo, formuló la hipótesis de que ambos padecíamos de lo mismo, sin embargo, por alguna razón Rodrigo no había manifestado todavía ningún síntoma de insuficiencia renal.

Poco a poco aquella condición fue aclarándose hasta que el servicio de nefrología determinó que se trataba del Síndrome de Alport. A esa edad y no estaba plenamente consciente del significado de aquel síndrome y lo poco que nos informaron era que se trataba de una condición hereditaria que entre sus manifestaciones, además de ceguera, sordera, conducía irremediablemente a la insuficiencia renal.

Mucho tiempo después, estudiando diferentes artículos, me di cuenta que provenía de una malformación de un gen colágeno proteínico.

Mis papás, cuando supieron de que nuestra condición obedecía a ese síndrome, decidieron que era prudente empezar a documentarse en la medida posible de la situación, sin embargo, en aquella época no existían los medios para acceder a información médica especializada, siendo una fuente primaria los libros de mi abuelo Orlando.

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Asimismo, un amigo de ellos, el Dr. Ricardo Largaespada, nicaragüense que hacía su especialidad de oftalmología en México, les regaló un manual de pediatría con las principales enfermedades, sus síntomas y demás información relacionada. Mi abuelo Orlando y el papá del Dr. Largaespada eran médicos y amigos, además que sus hijos estudiaron en los mismos colegios en Managua, de tal manera que había una cercana relación y al encontrarse en México, el Dr. Largaespada se convirtió, más que en amigo, en un miembro más de nuestra familia y hasta la fecha esa relación continua en Nicaragua.

En nuestra casa a pesar de toda la situación que nos rodeaba, mis papás seguían con su voluntad de mostrar que la vida tenía que seguir de manera normal y si bien es cierto, teníamos que seguir al pie de la letra las indicaciones de los médicos de nefrología, hacían un tremendo esfuerzo para que nosotros viviéramos cada día como cualquier otra familia.

Recuerdo que de pronto empezó a gustarme acompañar ocasionalmente a mi papá a su oficina. En medio de tantos temores y sufrimientos, acompañarlo era una agradable aventura para mí, pues me distraía un poco de mi padecimiento, además con ese mayor vínculo que desarrollé con él, llegué a convertirme en una especie de secretario o gestor de mis hermanos, pues era siempre yo quien le marcaba al teléfono de su oficina para pedirle dulces para todos. Las noches de los viernes mi papá nos llevaba a cada uno un chocolate Toblerone pequeño y un paquete de goma de mascar que compraba en Sanborns, tienda que quedaba enfrente de su oficina. Así pues guardo bonitos recuerdos de aquellas pequeñas aventuras que era acompañar a mi papá a su oficina, sin importar que el viaje fuera cansado, pues el viaje podía ser en autobús, metro o trolebús.

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Como una forma de escaparnos de todo lo ocurrido en la semana, surgió nuestra costumbre de salir todos los sábados a comer a la calle. En un inicio salíamos a lugares cerca de Tlatelolco y luego poco a poco íbamos saliendo más lejos de nuestra casa. No alcanzo a recordar si en esas ocasiones hablábamos de nuestra enfermedad o de trasplante, pues el fin de semana, siempre que no ocurriera una emergencia, no queríamos saber nada de hospital o de enfermedades.

También recuerdo nuestros constantes viajes a Toluca, a visitar al tío Ramiro, un hermano de mi abuela Belya que vivía allá y que con su familia siempre guardaron un gran cariño para nosotros y nos recibían con gran entusiasmo.

Un viaje que fue inolvidable para nosotros fue cuando finalizaba segundo grado. A Rodrigo le habían programado una biopsia del riñón, justo antes del período de vacaciones escolares. A pesar de eso, mi papá decidió no cancelar un viaje que había programado hacia la costa del Pacífico.

En esa época mis papás no estaban conscientes de todos los riesgos que implicaban las técnicas que había entonces para una biopsia. Estoy seguro de que si hubiesen conocido todos los riesgos y la utilidad que al final tendría, no hubiesen autorizado aquel procedimiento o hubiesen cancelado el viaje. El caso es que afortunadamente la biopsia se efectuó sin ningún incidente y al darle de alta a Rodrigo, los médicos recomendaron estar al pendiente si había sangrado en la orina, por lo que había que recolectar durante un par de días cada orina en un frasco de gerber y en caso de observar algún indicio de sangre, había que regresar inmediatamente al hospital.

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Al egresar Rodrigo del hospital, salimos de viaje hacia Colima en el automóvil de mi papá, un Chevrolet Nova color negro que recién había adquirido. Era de segunda mano, pero estaba en buenas condiciones. Así pues atravesamos el Estado de México, Michoacán y parte de Jalisco para llegar al fin a Colima, que tenía un clima, según mis papás, parecido a Nicaragua, con playas hermosas.

En el trayecto, Rodrigo mostró al inicio cierta incomodidad, pues no era para menos, si le habían extraído un pedazo de su riñón. Cada vez que tenía ganas de orinar, había que buscar el frasco de gerber. Mi papá recordaba un diálogo de Alicia en el país de las maravillas y exclamaba: “El frasquito, pronto, el frasquito” y así entre risas observábamos que la orina de Rodrigo seguía transparente. El caso es que aquel viaje sirvió para relajarnos de todas tensiones que habíamos vivido de manera intensa en los últimos meses, pues disfrutamos cada instante de aquel paseo.

De regreso en México me confirmaron la insuficiencia renal. Había un límite en el nivel de creatinina arriba del cual ya se consideraba la etapa terminal de insuficiencia renal. El doctor Muñoz le dio la noticia a mi mamá por teléfono. Así fue que se quedó grabada en mi mente la escena de que al salir de la escuela y buscar a mi mamá en las graditas enfrente al portón de la escuela, la encontré llorando, acompañada por la señora Lupita. Mi mamá no supo explicarme todo el significado de mi situación, pues a mis siete años no tendría el alcance para comprender que mi salud iba empeorando y de no hacer nada, irremediablemente iba a morir, no sin antes padecer un buen tiempo en diálisis.

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Para ese tiempo, mis abuelos paternos Orlando y Belya habían emigrado de Nicaragua y se habían quedado en México; fue entonces que mis tíos, la Mimi y Orestes, se mudaron con ellos a otro departamento en el mismo edificio Chihuahua, en el extremo opuesto a nosotros.

Por otra parte mi salud cada día iba en franco deterioro, el índice de creatinina y de proteinuria iba en aumento. Seguía sin crecer ni un centímetro, mientras mis compañeros medían unos cuarenta centímetros más que yo. No sentía ningún ánimo para seguir estudiando, pues no tenía fuerzas para comprender todo lo que la maestra enseñaba en clase. Sin embargo, mis papás y mis hermanos me animaban siempre. No sé cómo aprendí a buscar siempre las fuerzas necesarias para seguir adelante.

En ese año la Mimi tuvo a mi primo Luis Javier. Fue una gran alegría contar con un primo nuevo y no importando mi padecimiento, siempre tratábamos de reunirnos en los festejos de la familia, mis abuelitos Orlando y Belya, la Mimi, mi tío Orestes y mi tío Eduardo que también dejó Nicaragua y se radicó con su familia en México, también en Tlatelolco.

Aquella navidad de 1984 la recuerdo muy bien porque recién me había roto un diente, sin embargo, tenía una gran ilusión de recibir mis juguetes y con la familia, ahora agrandada, celebramos juntos la ocasión. Hacía mucho frío pero dominaba la calidez de la compañía de la familia.

En 1985 las cosas se mantenían igual, poco a poco íbamos asimilando mi condición y en nuestra casa había siempre una fuerza de optimismo, de lucha, que me daba la sensación de seguridad y que de alguna manera encontraríamos un camino para vencer a la adversidad.

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En agosto de ese año, inicié el tercer grado de primaria siempre en la escuela Nicolás Rangel. Estaba completamente adaptado a ese centro y la comunidad ya me era familiar, pues me movía de un lado a otro en el edificio Chihuahua y edificios circunvecinos y conocía muy bien todos los negocios del rumbo, así como a las personas que los atendían. Nunca se nos pasó por la cabeza que nuestras vidas podían dar un vuelco enorme en tan solo un instante.

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II.- RECOGIENDO LA VIDA A PEDAZOS

Fue la mañana del 19 de septiembre de 1985. Estábamos todos ya vestidos para ir a clases y nos encontrábamos en un pequeño desayunador que había en la cocina. Yo estaba a la par de mi mamá esperando mi desayuno, Rodrigo estaba sentado y mi papá estaba cargando a Cecilia María, bailando una canción que había puesto en su equipo de sonido. De pronto, la tierra se estremeció y el edificio comenzó a vibrar estrepitosamente. Mi papá corrió a abrir la puerta y nos pidió que bajáramos los tres pisos de prisa.

Ya en la planta baja, mi papá tuvo problemas para abrir una puerta de acceso, pues por seguridad, recientemente se había mandado a asegurar con llave, de tal manera que nos hizo pasar por entre las rejas, que por nuestro tamaño pudimos cruzar sin problemas. Mi mamá se demoró un poco más pues fue a sacar a una vecina a quien apreciaba mucho. Era colombiana, se llamaba Pilar y acababa de tener una niña. Su esposo era médico y era residente en el Hospital Infantil, en donde estaba de guardia.

Cuando bajó mi mamá con Pilar y se pudo quitar la llave de la puerta, mi papá nos gritó que corriéramos hacia la plaza, frente a la iglesia y así lo hicimos. Ahí nos encontramos con nuestros abuelos, la Mimi y su hijo, así como mi tío Orestes.

Estando todavía en shock cerca de la Plaza, escuchamos un enorme estruendo y al rato empezamos escuchar gritos de terror y la noticia de que el edificio Nuevo León, de igual estilo y tamaño que el Chihuahua, se había venido abajo. En todo el ambiente había llanto, nerviosismo, miedo. Al rato nos encontramos con mi tío Eduardo y su familia.

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De ahí nos trasladamos al estacionamiento de la unidad, en donde afortunadamente nuestros vehículos habían quedado junto al parque, sin edificios altos alrededor. Ahí nos refugiamos mientras escuchábamos las noticias en el radio del automóvil y las indicaciones que daba el gobierno para evitar mayores desgracias.

No recuerdo cómo transcurrió ese día, ni siquiera recuerdo si comimos, tan sólo nos estremecíamos cuando íbamos enterándonos de todos los muertos que se iban reportando. Lo que más nos impactó fue la muerte, en el edificio Nuevo León, de la maestra Amada, del preescolar Kandy Land, su esposo y su niña menor que era compañera de clases de Rodrigo. Así, poco a poco iban apareciendo conocidos que integraban aquella fatídica lista de muertos o desaparecidos en aquel edificio.

Por la noche nos localizó doña Esperanza, una nicaragüense radicada desde hacía mucho tiempo en México y que era tía de mi tía Silvia, la esposa de mi tío Eduardo y nos llevó a las mujeres y niños, incluyendo a Pilar y su bebé a su casa en Linda Vista, al norte de la ciudad. Ahí pudimos comer algo, dormir y por la mañana bañarnos.

Al día siguiente, mi papá se contactó con la familia de mi abuela Belya para avisarles que estábamos bien, pues las noticias en todo México eran alarmantes. Una hermana de mi abuela, la tía Conchita, tenía una casa campestre por el rumbo de Xochimilco y ella con un enorme cariño y solidaridad se la ofreció a nuestra familia. Esa misma tarde mi papá fue por las llaves y en la noche fue por nosotros a la casa de doña Esperanza para trasladarnos a Xochimilco.

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Fue un viaje tenebroso, pues tuvimos que atravesar toda la ciudad de México, de extremo a extremo. Muchas zonas de la ciudad no tenían energía eléctrica. Viajábamos en dos vehículos, un Ford enorme, modelo LTD que manejaba mi tío Orestes, en donde iban mis abuelos, la Mimi, su hijo y Cecilia María. En el otro vehículo, mi papá, mi mamá, Rodrigo y yo. Por precaución ambos vehículos iban uno detrás de otro. Cuando a mitad del camino, al detenernos en un semáforo, sentimos un nuevo sismo. Todos los vehículos se detuvieron de inmediato y empezaron a saltar como si estuvieran en un camino de tierra. Nadie se atrevió a pitar y había un silencio aterrador. En el horizonte se miraba un resplandor verde. Realmente nos asustamos pues creímos que con ese nuevo sismo la ciudad había colapsado totalmente. Pero no fue así, de pronto el tráfico volvió a circular y continuamos nuestro viaje hacia Xochimilco.

La verdad es que la casa de la tía Conchita no quedaba precisamente en Xochimilco, sino que había que seguir unos diez kilómetros más allá del centro de aquel lugar, hasta llegar a un sitio que se llama San Luis Tlaxialtemalco. Ahí en una loma estaba la casa de la tía Conchita. Era una casa amplia, pero con problemas con el agua y al estar a una mayor altitud, para esa época hacía un frío tremendo.

Así poco a poco nos fuimos adaptando a nuestro nuevo hogar, todavía sin comprender como de la noche a la mañana, todo lo que habíamos logrado construir alrededor de nuestras vidas, con todo y sus adversidades, se había venido al suelo y teníamos que empezar a juntar los pedazos para seguir con nuestras vidas. Aquel camino que anduvimos, de pronto desapareció y tuvimos que empezar a caminar por otras veredas.

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Llegó octubre y lo primero que hizo mi mamá fue buscar en los alrededores una escuela para nosotros y así evitarnos tener que viajar, sin embargo, ninguna de las escuelas del rumbo nos quiso aceptar, pues argumentaban que ya había comenzado el curso.

Después de analizar todas las opciones posibles, mis papás determinaron que no había otra alternativa más que regresar a la escuela Nicolás Rangel a la que asistíamos en Tlatelolco.

Así fue que mi mamá fue a gestionar a esa escuela para que nos admitieran y afortunadamente no tuvo ningún problema para que reiniciáramos clases en aquel centro. Por motivos de seguridad, la escuela se había trasladado provisionalmente al Auditorio Antonio Caso, ahí mismo en Tlatelolco.

Mis padecimientos no habían quedado enterrados en Tlatelolco, era un proceso que seguía irremediablemente su curso, así que con aquella falta de ánimo y pesadez, tenía que sacar fuerzas para despertarme antes de las cinco de la mañana, para salir en el automóvil de mi papá, todavía a oscuras, hacia la ciudad de México. A esa hora, no había tanto tráfico así que estábamos temprano en Tlatelolco, después de atravesar toda la ciudad de sur a norte. Mi mamá se quedaba con nosotros, cerca de donde habían instalado la escuela. Nunca supe qué hacía mientras nos esperaba, pero a la hora de recreo se aparecía siempre con alguna fruta o un jugo para nosotros. Cecilia María siempre estaba pendiente de mí, por si acaso se me subía la presión o cualquier otra emergencia.

Al final de clases, nos buscábamos y nos encontrábamos con mi mamá para emprender nuestro regreso a Xochimilco.

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Ahí comenzaba nuestro calvario. El camino de regreso a nuestro hogar provisional era toda una aventura. Salíamos de Tlatelolco caminando apresuradamente hacia la estación del metro, en donde tomábamos dos líneas, hasta finalmente llegar a la estación Tasqueña, desde donde salían unas combis que nos llevaban a Xochimilco. Cuando llegábamos a San Luis bajábamos y comenzaba mi martirio, pues con la mochila a cuestas tenía que subir a pie un empinado cerro. No me explico de dónde sacaba fuerzas para caminar aquel trecho, pues ya la anemia estaba minando mi cuerpo y la presión arterial, con cualquier cosa se me disparaba. A pesar de que mis papás me animaban a tener el coraje para superar aquellas dificultades, a mí me costaba un mundo aquella rutina. Algunas veces parecía que iba a desfallecer, entonces ya fuera Rodrigo, Cecilia María o mi mamá, me ayudaban con la mochila. Muchas veces era tanta mi debilidad que mi mamá, hacía un enorme esfuerzo y me cargaba para llegar hasta arriba, donde estaba la casa. Parecía que había un acuerdo en nuestra familia, tal vez no hablado, de que nunca debíamos de darnos por vencidos.

Creo que todavía vivíamos en Xochimilco cuando tuve que ser internado unos días en el Hospital Infantil. Sé que estaba reciente el terremoto porque yo le insistía al doctor que no quería estar ahí porque podía suceder otro sismo. El doctor me calmaba y me decía que el Hospital era un lugar muy seguro. Estuve ahí hasta que me controlaron la presión arterial. Me comenzaron a administrar un medicamento que me colocaban debajo de la lengua, así como otros fármacos para frenar los efectos de la insuficiencia renal. Tenía en ese entonces ocho años y medía apenas un metro y algo, es decir, la estatura de un niño de unos cuatro años de edad.

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Luego salí del hospital y regresé a nuestra rutina, con aquella enorme travesía que era una pesadilla para mí. A veces me sentía muy mal, con un cansancio que solamente quería estar acostado y con mi ánimo por los suelos.

Recuerdo que para entonces ya tenía mal aliento, me indicaban los médicos que era por tener alta la creatinina y la urea. Seguía orinando proteína por lo que la anemia seguía en aumento.

La navidad de 1985 creo que fue una de las más tristes que recuerdo. La pasamos donde la tía Sonia con mi primo Federico Cerdas, quien tenía casi mi edad. Era hijo único y en varias ocasiones íbamos a jugar con él. Ahí pasamos un rato y nos dieron nuestros juguetes, pero la verdad no fue lo mismo, además de lo lejos que quedaba nuestra casa temporal, era peligroso viajar a media noche hasta Xochimilco. Para ese entonces tenían que seleccionar cuidadosamente las cosas que yo podía comer, por lo que más que alegría por un juguete nuevo, me sentía muy triste al saber que mi condición cada vez iba empeorando.

A inicios de 1986 mi papa encontró una nueva casa para nosotros. Con la ayuda de un programa para los empleados públicos afectados por el terremoto, consiguió un préstamo con el cual compró un departamento.

Nuestro nuevo hogar estaba ubicado en la Colonia Granjas México, en la misma unidad donde vivían la tía Sonia y nuestro primo Federico. El departamento estaba localizado, entre las calles de Vainilla y Centeno, cerca del Palacio de los Deportes. Era el B303, en el tercer piso. Tenía tres habitaciones que ocupamos una Cecilia María, otra Rodrigo y yo y la otra mis papás.

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La cercanía de nuestro primo Federico, se convirtió también en un gran apoyo dentro de lo afectivo y emocional, pues regularmente llegábamos a jugar con él. Ahí fuimos conociendo poco a poco a nuestros vecinos y la zona. Recuerdo que enfrente estaba ubicada la tienda de Doña Chelo, quien vendía gaseosas y otros productos; tenía una refrigeradora para el expendio de quesos pero lo raro era que no vendía quesos. A una cuadra estaba una venta de un tipo a quien le decían Carlos Salinas, pues era pelón y tenía unos bigotes como los del presidente. Su tienda era más variada que la de doña Chelo. Un poco más al oriente estaba un mercadito, que parece que fue instalado provisionalmente en una pequeña calle y a la brava se quedó para siempre.

Mis papás lograron inscribirme en tercer año en la escuela José Guadalupe Aguilera, que quedaba a menos de una cuadra de nuestro departamento. Llevaba el nombre de un geólogo mexicano. Así pues, volví a comenzar de nuevo, a conocer nuevos compañeros y más que un nuevo amigo de clases, por mi tamaño me convertí en las mil y una preguntas. A pesar de todo, siempre tuve suerte de que el acoso se limitara a burlas y nunca sentí ninguna agresión física hacia mí.

Para mí ya era algo normal aquellas reacciones y los sobrenombres alusivos a mi tamaño, de tal forma que nunca llegué a desanimarme por esa razón En aquel tercer año, con insuficiencia renal ya en etapa avanzada, más que seguir aprendiendo las diversas materias, mi lucha se centraba en seguir viviendo, pues ya empezaba a estar consciente de la muerte, al observar que regularmente algún niño del servicio de nefrología, en medio de tantos sufrimientos se rendía y cerraba sus ojos para siempre.

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A mi corta edad, tuve que desarrollar una enorme responsabilidad de tomar religiosamente mis medicamentos, no importaba que me llamara más la atención cómo otros niños de manera despreocupada jugaban y corrían, yo por mi parte sabía que para mí era prioritario tomar tres veces al día mis medicinas y lo tenía que hacer, aunque no me gustaba para nada aquella situación.

Recuerdo que en las vacaciones de 1986, la tía Sonia nos invitó a pasar unos días en Acapulco, así que mi papá, que no tenía vacaciones en ese período, nos fue a dejar en el fin de semana y al siguiente nos fue a traer. Fue una semana maravillosa en donde compartimos juegos día y noche en la playa o en las piscinas del hotel con nuestro primo Federico.

Al regresar de las vacaciones de Acapulco entré al cuarto grado de primaria. Mi mamá había conversado con mi profesora Carmelita, explicándole a detalle lo concerniente a mi padecimiento, del tal forma que más que un alumno en proceso de aprendizaje, era un alumno para quien la escuela era una especie de terapia de esparcimiento para poder sobrellevar mi etapa terminal de insuficiencia renal.

A pesar de que mi escuela quedaba en la misma calle de nuestra casa, a escasos cinco minutos, se me hacía un extremo sacrificio trasladarme desde aquel tercer piso del edificio hasta la escuela.

Recuerdo que bajaba las escaleras paso a paso, con toda calma, así pues un recorrido que era normalmente de cinco minutos a mí me tomaba al menos media hora en hacerlo, muchas veces mi mamá o mis hermanos me tenían que ayudar con la mochila.

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En la escuela había ratos en los que prestaba un poco de atención a lo que explicaba la profesora, sin embargo, había momentos en que ella simplemente me observaba, acostado en la silla y con los ojos cerrados por el cansancio.

Algunas veces, al observarme tan débil en clase, la maestra me sugería que me quedara en mi casa, pero yo insistía en asistir a la escuela, pues temía que si me quedaba acostado en la casa, la insuficiencia renal me iba a vencer más rápido, así que hacía a un lado aquel precio que tenía que pagar para asistir a la escuela.

Mi hermana Cecilia María, a pesar de su corta edad y sin comprender a fondo todo lo que yo estaba atravesando, seguía jugando el papel de ángel guardián, pues siempre estaba al pendiente de mi alimentación, asegurando que yo comiera un trozo de pan con mermelada y mantequilla o cosas con muchas calorías para sacar algunas fuerzas, pues la anemia que tenía era profunda.

En ese entonces, mis compañeros de clase ya detectaban el mal aliento que me provocaban los niveles elevados de creatinina, urea y potasio y según ellos al hablar me apestaba la boca a pescado. Mi mamá me daba ánimos y cariñosamente me daba unos dulces de menta en forma de pera para que pasara la mañana chupándolos.

De la misma forma, aprendí a sustituir mis alimentos, pues como no podía comer muchas cosas, debía nutrirme de otras, obviamente excluyendo sal, proteínas y potasio. Lo más triste del caso era que lo que más me gustaba, no lo podía comer.

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Recuerdo una vez que nos invitaron a un paseo a un lugar que imitaba a Disneylandia, llamado Reino Aventura. Mis papás no quisieron que yo fuera, puesto que ellos no irían y en caso de que se me subiera la presión se haría un verdadero problema. Yo insistía que quería ir y que Cecilia María podría cuidarme, pero ellos me decían que mis subidas de presión eran tan graves que era necesario hospitalizarme. Yo seguía insistiendo, esgrimiendo toda clase de argumentos, que tal vez no correspondían a los de un niño de casi diez años, pues el espíritu de lucha que en mí se iba desarrollando hacía que mi forma de pensar y argumentar fuera diferente a la de cualquier niño de mi edad.

Al final, aquel día mis hermanos fueron a Reino Aventura, mientras que yo me quedé en la casa, sentado en un sillón, llorando. De pronto, me percaté que mi papá se acercó y me prometió que él me iba a llevar a ese parque de diversiones. Le creí, pues todo lo que me prometía lo cumplía. Así fue que tiempo después, un sábado me llevó a Reino Aventura y fue un día maravilloso para mí, me divertí tanto y emocionado no cansaba de repetirle a mi papá: “Ves, que no se me subió la presión”.

Llegó un momento en esa etapa que más que una persona era un zombi. Me quedaba en las horas de receso en el salón de clases y llegaba solamente al buscar alguna llama en el horizonte que me diera ánimo, pues sentía a veces que no tenía fuerzas ni para levantarme de la cama. Hoy en día comprendo que a pesar de tener las fuerzas por el suelo, mis ganas de seguir viviendo contrarrestaba todo.

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En aquel año, las consultas eran más frecuentes y de alguna manera al llegar en ayunas al hospital por los análisis que debían practicarme, teníamos que buscar un lugar donde desayunar. No sé si fue casualidad o alguien se la recomendó a mi mamá, el caso es que encontramos una cafetería que quedaba frente al hospital. Se llamaba Cafetería Los Doctores y mi mamá tuvo la suerte de simpatizar con la dueña, quien comprendiendo mi situación me preparaba desayunos especiales. Aún recuerdo unos chilaquiles que me preparaba sin pollo ni sal, además de un vaso de leche caliente.

En cierta ocasión, estábamos en esa cafetería cuando mi mamá escuchó un acento conocido. Ella siempre ha sido muy especial para contactar a las personas y le preguntó a un médico que hablaba con aquel acento, si de casualidad era de Nicaragua, a lo que él le respondió orgulloso que sí. Después de identificarse mi mamá, comenzaron a conversar. Se trataba del Dr. Mario Sequeira Somoza, quien estudiaba la especialidad de ortopedia pediátrica en el Hospital Infantil. De esta manera resultó una amistad con el doctor Sequeira que se mantiene hasta la fecha y que fue un enorme apoyo para nosotros, pues cualquier duda o problema que enfrentábamos en el hospital, él siempre estuvo presto a ayudarnos. Lo que más le agradezco es que siempre me aseguraba que yo saldría adelante e insistía en que me cuidara. Aquella constante voz de ánimo, hizo que le tuviera un aprecio especial, más que a cualquier otro médico en aquel hospital.

En la navidad de 1986 ya no suspiraba por juguetes, para mí, el mejor regalo, mi mayor anhelo en el mundo, era poder contar con un riñón nuevo y esa fue entonces mi principal motivación a seguir luchando.

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Así fue que en aquellos meses, a pesar de toda la tensión al no poder mantener los niveles de creatinina, urea y potasio, sin embargo, ya se vislumbraba una luz. Estaba seguro que pronto llegaría una nueva etapa de mi vida. Presentía que sería una etapa de grandes sacrificios para cada integrante de nuestra familia, que los riesgos iban a ser altos, pero la motivación de contar tan solo con una oportunidad de mejorar mi calidad de vida era suficiente para seguir adelante. Mi sueño debía hacerse realidad. Lo principal era que mis papas sentían una enorme seguridad de que todos sus anhelos se podrían cumplir pronto y eso tenía que ser en 1987. Sentía que estaba cerca el desvío que nos conduciría a un nuevo camino.

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III.- LA LUZ AL FINAL DEL TUNEL

El año de 1987 lo iniciamos con una alta dosis de optimismo, por esta razón, siento que mi cumpleaños número diez fue muy especial. El 25 de enero se reunió toda la familia, mis papás, mis abuelos, tíos y primos, con una piñata de Superman y un pastel de durazno, de tal forma que disfrutamos de una tarde amena, en donde todos me deseaban lo mejor en el año que iniciaba.

Poco tiempo después de aquel cumpleaños tuve que asistir a mi consulta en nefrología. Lo mismo de siempre, los exámenes de rutina, creatinina, que parecía no dejar de subir, potasio y urea también en niveles insostenibles, a pesar de que yo hacía mi mejor esfuerzo con la disciplina para la toma de mis medicamentos y especialmente en la alimentación, que me sabía insípida y a veces tan sólo con verla se me quitaba el apetito. Mis papás me explicaban que a pesar del sabor, tenía que alimentarme para no deteriorar más mi salud. Así entre ruegos y presiones, tenía que ingerir bocado tras bocado, después de que comía con tanto entusiasmo y gusto, sentía aquella extraña sensación de desgano y de falta de motivación para alimentarme y de alguna manera las toxinas en mi cuerpo vencían mi voluntad para estar mejor y tan sólo me dejaba llevar por la incesante fatiga que me conducía a un constante sueño que por momentos me llegaban a desconectar de mi realidad.

En mi mente no dejaban de estar presentes los temas de trasplante, y diálisis. Con el tiempo, logré volverme amigo de muchos de los niños que asistían al servicio de nefrología del hospital. Al conversar con ellos escuchaba de primera mano escalofriantes historias de sus experiencias en el servicio.

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Recuerdo muy bien a Fernando, un muchacho originario de Zamora, Michoacán, que me comentaba sus experiencias con la hemodiálisis. Era mayor que yo y me decía que en ese procedimiento, la sangre te entraba y salía de “boleto” una expresión muy popular en aquella época que significaba rápido, veloz. Yo le preguntaba qué sentía y él me decía que sentía una gran debilidad y que se sentía afortunado cuando se desmayaba antes de finalizar el procedimiento o bien después del mismo sentía un alivio al quedarse dormido por varias horas. Lo más duro, según comentaba era cuando se tapaba una arteria o había que cambiar el catéter que permanecía en el cuello.

Otro muchacho cuyo nombre no recuerdo, tan sólo que le decían “el pelón” debido a que las toxinas de los químicos que ingería le habían provocado la pérdida del cabello, me decía que la diálisis peritoneal era a través de un catéter en el estómago por donde entraba y salía un líquido incoloro que era el que purificaba el organismo, pero que a veces era necesario cambiar dicho catéter pues llegaba a provocar infecciones que conducían a una peritonitis que podía ser fatal, no sin antes sufrir horribles dolores.

Sin embargo, lo más doloroso era cuando las madres de familia entre sollozos y cuchicheos, comentaban el fallecimiento de algún niño tratado en aquel servicio.

Así pues, aquella tarde de la cita del Hospital mi mama salió llorando y mi papa con una cara de aflicción difícil de describir. Yo sabía que se trataba de malas noticias, pero aquel día se trataba de un ultimátum. Los niveles que había alcanzado mi creatinina indicaban que mi insuficiencia renal se encontraba ya en lo último de la fase terminal y que en un plazo perentorio debía ingresar en un programa de diálisis.

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Respecto a la política del hospital de ingresar a un paciente al programa de trasplante siempre y cuando este hubiera seguido un procedimiento de diálisis peritoneal o hemodiálisis, llegué a escuchar el argumento, que nunca logré confirmar, de que al ser el trasplante una intervención con un alto costo, en todos los sentidos, era necesario que el paciente que recibía un nuevo riñón, lo supiera apreciar y cuidarlo al máximo y que solamente alguien que hubiese sentido todo el drama que implicaba el haber pasado por una diálisis, podía apreciar en toda su magnitud lo que significaba el nuevo riñón. Así pues, clínicamente no había ninguna correlación entre ambos procedimientos.

En una reunión posterior, mis papás conversaron con el Dr. Ricardo Muñoz y una nefróloga del servicio llamada Dra. Alejandra Mora, en donde les expusieron su idea de que yo ingresara al programa de trasplante sin necesidad de pasar por el proceso de diálisis. No supe si fue la vehemencia con que mis papás expusieron su voluntad de hacer todo lo que fuera necesario para seguir ese camino o fue la apertura del Dr. Muñoz y el conocimiento que tenía de mi caso, que acordaron que si en unas semanas yo mantenía mis niveles de creatinina a través de un cuidado minucioso de mi alimentación, expondrían esa alternativa ante la Dirección del servicio.

De aquella forma, pasé a consulta con un médico que me imagino era nutriólogo o nefrólogo con especialidad en nutrición. Lo único que recuerdo de aquella consulta fue que asistí con mi mamá y el médico con un tono medio sarcástico me preguntó qué me gustaba comer. Yo le respondí que lo que me gustaba no lo podía comer.

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Con la ayuda de mi mamá, aquel médico me elaboró una dieta estricta, baja en proteína, sin sodio, ni potasio y lo más importante era que todo lo que iba a ingerir debía ser previamente medido, incluso el líquido que pudiera beber. Así pues se me hizo conciencia de que más que nunca mi vida estaba prácticamente en mis manos, ya que si no colaboraba forzosamente debía ingresar en el programa de diálisis o hemodiálisis.

La conciencia de que estaba en la etapa final de mi enfermedad me entristecía al máximo y me ponía a llorar y que cualquier mínimo detalle pondría en serio riesgo mi salud, sin embargo, reflexionaba y me daba ánimos, me secaba las lágrimas pensando en que existía la probabilidad de encontrar una oportunidad para mi vida.

Mi papá me compró una taza Pyrex con escalas de medida en ambos lados, para que pudiera medir mis alimentos, pues era vital que siguiera mi dieta al pie de la letra, sin alteración alguna.

Con aquella dieta más estricta, mis fuerzas y aliento para despertarme cada día, caminar y llevar mi día, eran casi nulas por así decirlo, sin embargo, era más grande mi anhelo por vivir que hacía que sacara reservas para seguir adelante.

Cada vez que iba al hospital trataba de buscar al Doctor Sequeira, pues invariablemente me daba ánimos diciendo que me cuidara, que pronto estaría bien. De la misma forma, para ese tiempo ya las mamás de algunos niños del servicio de nefrología me conocían y ellas también me alentaban para seguir adelante, pues de acuerdo a su experiencia, uno de los factores básicos para la sobrevivencia de un niño de ese servicio, era su ánimo.

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Para ese entonces se intensificaron mis visitas al hospital, a veces nos tocaba llegar diario, por lo que mis papás tuvieron que realizar malabarismos para continuar con la rutina diaria.

Tuvimos un gran apoyo de parte de mis tíos, pues en muchas ocasiones mis hermanos se quedaban al cuidado de ellos. Creo que ni Cecilia María ni Rodrigo tenían la información detallada de mi situación, tal vez sabían de la necesidad de que me realizaran un trasplante de riñón, pero ni ellos ni yo estábamos conscientes de cómo era el procedimiento en detalle. En mi mente de niño pensaba que era como extraer una batería de un aparato para insertarla en otro. No me pasaba por la mente las complejidades y alto grado de dificultad que implicaba aquel procedimiento.

Mi mama tuvo la acertada idea de documentar todo lo que iba aconteciendo en mi caso, para lo cual se acostumbró a anotar en una agenda todos los incidentes que iban ocurriendo. Desde las citas, consultas, resultados de exámenes, opiniones de médicos, datos de mi alimentación, talla, peso, de tal forma que había ocasiones en que los mismos médicos le solicitaban cualquier dato que necesitaran y que de lo contrario tenían que buscar en los expedientes. Se involucró tanto en el proceso que aprendió mucha de la teoría de nefrología y por otra parte se hizo una feroz luchadora, pues no se dejaba de nada ni de nadie.

La acuciosidad y control de la información que tenía mi mamá le crearon una fama entre los médicos del hospital, de tal manera que tenían extremo cuidado a la hora de examinarme o de enviarme algún medicamento. De no haber experimentado mi mamá aquel cambio, tal vez no estaría vivo, pues fueron varias ocasiones en que echó para atrás alguna apreciación errónea de algún interno.

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Mi mamá siempre discutía con bases sólidas y argumentos bien estructurados, a tal punto que algunos internos creían que ella era médico.

Por otro lado mi papa me monitoreaba desde su oficina, a diario me llamaba para saber qué comía y cuánto tenia de presión arterial. Siempre, como buen economista, tuvo una clara visión de lo que se avecinaba en términos monetarios, de tal forma que manejaba una estricta disciplina en nuestro presupuesto, con el fin de ahorrar recursos para asumir el costo de un posible trasplante.

En aquellos tiempos un trasplante tenía un costo en un hospital de los Estados Unidos, de unos 50,000 dólares o más. En México en un hospital privado era menor, sin embargo, el Hospital Infantil de México Federico Gómez, tenía un costo todavía menor comparado con los demás, al ser una institución de asistencia del gobierno, sin embargo, debido a los ingresos de mi papá, la categoría para las cuotas de atención para nosotros eran mayores, respecto al resto de los niños que acudían al servicio.

Mi papá tenía la alternativa del ISSSTE que era el sistema de seguridad social para los trabajadores del estado, en donde el Dr. Javier Castellanos tenía un gran equipo para trasplantes de riñón y en donde no hubiera pagado nada, sin embargo, la experiencia de los médicos del Hospital Infantil era mayor y además conocían mi caso a fondo.

Mi papá además del cercano monitoreo de mi estado, estaba constantemente dándome ánimos, pues él estaba seguro de que todo iba a salir bien. De manera sistemática llevaba un control de mis indicadores, del tiempo y su administración, además de los recursos financieros.

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Por alguna razón, en la mente de mis papás así como de toda la familia, el candidato ideal, casi único, para donar el riñón para el trasplante, era mi mamá. También yo estaba convencido de que sería ella, tal vez por su cercanía al seguimiento de mi enfermedad en el hospital o porque yo tenía, físicamente, más rasgos parecidos con ella. Sin embargo, cuando el doctor Muñoz determinó que yo podía pasar directamente al trasplante, obviando la diálisis y convenció al Dr. Gordillo de lo anterior, nos indicó que por procedimiento, ambos padres tenían que realizarse los exámenes previos para determinar la compatibilidad y elegir al donante.

Después de que mis papás se realizaron los exámenes iniciales para determinar quién sería el donador, los médicos llegaron a la conclusión de que sería mi papá. Aparentemente, mi mamá tenía algunos indicadores que reflejaban que sus riñones no estaban al cien por ciento, de tal manera que para no correr riesgos ni perder tiempo, determinaron que sería mi papá. Todo esto vino a caer de sorpresa, en primer lugar a ellos y luego a toda la familia.

Mi papá, sin siquiera pensarlo, firmó su anuencia para iniciar el proceso, pues él estaba consciente de que era mi única opción, aun sabiendo que vendría un proceso complejo antes de llegar al trasplante.

Después de algunos exámenes iniciales, nos remitieron al Instituto Nacional de Nutrición, para realizar ambos el examen de histocompatibilidad, que determinaría qué tanto sería compatible el riñón de mi papá en mi organismo. Era un examen vital y dependiendo de ese resultado se seguiría con el proceso, pues podía darse el caso de que no hubiese nada de compatibilidad y tendría que buscarse otra alternativa que implicaba que tal vez, después de todo, debiera ingresar al programa de diálisis.

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Debo aclarar que fui a ese examen con grandes dudas y con cierto miedo, pues yo no había sacado casi ningún rasgo de mi papá. Tenía un poco más de rasgos de la familia de mi mamá, así que a simple vista, yo creía que no tendría mucho en común con él.

El Instituto Nacional de Nutrición era uno de los hospitales de referencia más prestigiados de todo el país, tenía un edificio moderno en el sur de la ciudad y ahí fui con mis papás para la realización de los exámenes. Recuerdo que ahí me trataron con mucho cariño y uno de los médicos que me practicó los exámenes, me invitó a conocer un laboratorio en donde tenían conejos y ratones para experimentación.

Después del tiempo que habían fijado para entregar el resultado, llamaron por teléfono para indicar que estaba listo. A mis papás se les hizo eterno el viaje, por la emoción de saber el resultado, del cual dependían tantas cosas. Fue tremenda su sorpresa cuando les informaron que la histocompatibilidad entre mi papá y yo era casi de 1:1, es decir que sus tejidos y los míos eran casi idénticos, en otras palabras yo era casi un clon de mi papá. Fue la mejor noticia que recibimos en mucho tiempo. Esto nos motivó a seguir en la lucha con mayor optimismo.

Del resto de los exámenes que me practicaron, el que más se quedó en mi memoria fue el electrocardiograma, no porque se tratara del corazón, sino más bien porque en alguna película o en algún programa de televisión había visto que los electrodos se pegaban en la piel del paciente y yo pensaba que tenía que fijarse con alfileres o tornillos en el cuerpo, de tal forma que sentía una gran angustia y pasaba noches sin dormir antes de que llegara la fecha de su realización.

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Otro examen que me causo un tremendo miedo, según recuerdo, debió haber sido una tomografía, pues me metieron en una cámara durante un tiempo determinado, sin moverme. Previamente me habían inyectado un medicamento. En la cámara alcanzaba a ver una caja cerrada llenas de luces que hacia un ruido intimidante que me causaba miedo. Lo bueno es que en todos esos exámenes estaban presentes mis papás y eso me daba cierta confianza.

No recuerdo el nombre específico de un examen en el cual completamente despierto introdujeron una sonda en mi uretra. Supuestamente iban a saber cómo estaban todas las vías urinarias, sin embargo, todavía recuerdo el inmenso dolor que me produjo, pues se trataba de una sonda grande que debía llegar hasta la vejiga. Recuerdo que yo gritaba del dolor tan intenso y lo único que hacían los encargados del procedimiento era decirme que respirara profundo.

Yo estaba plenamente consciente que algunos exámenes serían una experiencia sumamente dolorosa o por lo menos incómoda, pero sabía que cada uno de esos estudios me iba acercando a la meta de llegar al trasplante.

Con un pensamiento positivo agarraba valor para escuchar a los médicos con sus peculiares frases al iniciar un examen, indicándome que respirara, que no iba a doler, o respira ya pasará, o respira, es por tu bien, no sé por qué no me indicaban que me iba doler y que debía aguantar el dolor. Por eso siempre en cada estudio se borraba en mi mente el dolor, pensaba más bien en que ya casi alcanzaba un gran sueño.

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Dentro de los requerimientos previos al trasplante, también me refirieron al área de psicología para una valoración. Me atendió para ese efecto la Doctora Bonnie Blum, esposa del Doctor Gordillo, director del servicio de nefrología. Ella era argentina y me citó en su casa, donde tenía su consultorio. De entrada era difícil la comunicación con ella, pues tenía un marcado acento. Así pues, por muchas tardes mi papá me llevó a consulta con ella. En realidad no llegó a una preparación psicológica previa al trasplante, pues se limitó a preguntarme qué soñaba, cómo era mi relación con el resto de mi familia y cosas por el estilo. Me imagino que llegó a adivinar el alto grado de ansiedad que había en mí, pues yo deseaba con toda el alma salir de aquella enfermedad que era un verdadero flagelo. Recuerdo su forma de llamarme, pues por muchos años en la familia me han llamado Milo, como contracción de mi segundo nombre Emilio, sin embargo ella con su acento argentino me decía Millo.

No sé por qué razón, a ella se le hizo fácil determinar que necesitaba varias sesiones de preparación adicionales, de tal forma que recomendaba que ingresara al programa de diálisis para que con calma se llevaran a cabo dichas sesiones. De alguna forma, mi mamá se dio cuenta de esa recomendación, de tal manera que inmediatamente buscó a la Doctora Mora para convencerla de que esas sesiones no tenían razón de ser y que no valía la pena ingresarme al programa de diálisis, que ya había sido eliminado de mi protocolo, por una recomendación de una psicóloga.

Tuve la suerte de que el caso llegó a considerarse por parte de las autoridades de nefrología y al final decidieron no tomar en cuenta la recomendación de la psicóloga.

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Mi papá por su parte inició una serie de exámenes, físicos, psicológicos y además le mandaron una dieta estricta para bajar de peso, aunque no tenía mucho sobrepeso, era necesario que estuviera en un mínimo para facilitar la operación. Él lo tomó con extrema disciplina y bajó más de veinte libras para llegar a su peso normal y como precaución extra se volvió vegetariano.

Afortunadamente mi papá, quien tenía ocho años trabajando en la Secretaría de Agricultura, encontró un gran apoyo de parte de sus jefes y pudo cumplir con todas las fechas que le asignaron para cada examen.

Mi papá también asistió a entrevistas con la Doctora Blum y en su caso la valoración giraba en torno a la convicción del donante para someterse a aquella operación en donde se quedaría sin un riñón para toda su vida. Esto era muy importante pues se dio el caso de donantes, especialmente varones, que a la hora de la verdad, se arrepentían y echaban a perder todo un proceso. Mi papá en ese sentido, fue muy categórico con la psicóloga respecto a su convicción y determinación para donar su riñón.

El examen más complicado que le hicieron a mi papá fue una arteriografía, que tenía que realizarse en el Hospital General, que estaba ubicado propiamente frente al Hospital Infantil. Fue algo fuera de lo común, pues en vez de atravesar la calle a pie y presentarse en el servicio correspondiente en el Hospital General, siguieron al pie de la letra un protocolo e hicieron que lo llevaran en una camilla desde nefrología hasta una ambulancia, estacionada en la entrada del Hospital Infantil y una vez adentro, la ambulancia con sirena y todo, cruzó la calle para ingresar en el portón de enfrente y llevarlo a la puerta de acceso a las instalaciones del General.

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El procedimiento era delicado y un tanto doloroso, sin embargo, mi papá se mantuvo tranquilo durante el mismo. Al regreso si tuvo razón de ser la ambulancia, pues después del procedimiento debía estar completamente inmóvil por espacio de 12 horas, a riesgo de que se abriera la punción en la arteria donde le habían introducido el catéter y se desangrara completamente. Con los resultados de aquel examen comenzaron a programar la mecánica de la operación, pues debían colocar un riñón de un adulto de más de 1.90 metros, en un niño de poco más de un metro.

Todo el período de preparación para el trasplante fue intenso, fueron cerca de cuatro meses en que casi los pasaba en el hospital, para efectuar prueba tras prueba. En ese lapso casi no miraba a mis hermanos, pues salía de la casa a primera hora y llegaba ya tarde, cansado, comía un poco y me dormía.

Mi mamá por su parte, seguía documentando en su famosa agenda, con el mayor detalle todo lo que se me practicaba, así como los resultados obtenidos.

Es muy difícil tratar de explicar qué había en la mente de un niño de diez años, que después de un proceso de constante deterioro en su salud, miraba una luz al final del túnel y sentía la necesidad de creer que ahí estaba el fin de sus padecimientos. Había sin embargo, una mezcla de tantos sentimientos. Miedo desde luego, pues lo que observaba en el día a día con los otros niños del servicio era aterrador, desde el inmenso dolor que sufrían algunos y cuyos gritos resonaban en la sala de nefrología, hasta el incesante llanto de las madres de familia que miraban que sus hijos se iban apagando irremediablemente hasta que solo quedaba el consuelo de que no seguirían sufriendo.

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Siento que tenía una alta dosis de determinación, de afán de lucha, de saber que debía pelear siempre, sin tregua, sin bajar la guardia. Tenía siempre el convencimiento de que iba a superar aquella enfermedad y lo principal es que no estaba sólo en aquella batalla. Siempre fue determinante el espíritu de mi familia, que me inyectó optimismo, que me animó a ser persistente en la lucha y que no importaba el sacrificio que implicaba, siempre todos ellos estarían ayudándome.

Aprendí a adaptarme a aquel entorno, con la mirada puesta en aquella luz que significaba el final de tanta adversidad. A esa corta edad supe que siempre debía ser constante, persistir, insistir y realizar todo lo que fuera necesario para alcanzar mi meta, pues en esa lucha estaba de por medio mi vida.

Para finales de mayo, cuando ya mis exámenes y los de mi papá estaban completos, el servicio de nefrología programó la fecha del trasplante para inicios del mes de junio. Esta noticia nos llenó de una enorme emoción, pues ya estábamos a las puertas de contar con una nueva oportunidad de vida.

Después de una consulta, la Doctora Alejandra Mora me llevó a visitar el quirófano donde se llevaría a cabo el trasplante, aunque en realidad sería en dos, pues en segundo quirófano, intervendrían a mi papá en forma paralela. Me impresionó el enorme reflector que había encima de la mesa de operaciones, así como la enorme cantidad de instrumental especializado. Había en la sala un penetrante olor que no podría describir, pero era algo parecido al olor del Isodine. Había una limpieza impresionante, sin embargo, no logro recordar qué fue lo que me explicó la Doctora Mora en aquel momento.

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En otra ocasión ya muy cerca de la fecha de la operación, visité al Doctor Rafael Valdez, quien sería el cirujano jefe del trasplante. Era una persona distinguida, además toda una eminencia en cirugía de trasplantes. Estaba con el Doctor Pedraza, un médico joven quien sería el cirujano encargado de remover el riñón de mi papá. Los acompañaba el Doctor Gustavo Gordillo, quien además de ser el director del servicio de nefrología, era uno de los nefrólogos con mayores éxitos en materia de trasplantes de riñón en México y reconocido a nivel internacional. En resumen, era un equipo de lujo. Estuve con ellos escasos cinco minutos y lo que más recuerdo fue que el Dr. Valdez, con una sonrisa me puso la mano en mi hombro y me dijo que todo iba a salir bien. No tuve la oportunidad de decir ni media palabra, sin embargo, en mi interior sentí una tranquilidad inmensa, pues la palabra de un médico de aquella talla, representaba todo.

Faltaba como una semana para la fecha del trasplante y en nefrología le indicaron a mi papá que consiguiera de urgencia unas tabletas de Inmuran, que era un inmunosupresor que necesitaba comenzar a tomar desde antes del trasplante. En general en el Hospital Infantil no se entregaba medicamentos a los pacientes y como dice el dicho, cada quien se rascaba con sus propias uñas.

Era un medicamento relativamente nuevo y especializado, de tal manera que no se encontraba fácilmente en cualquier farmacia y nos costó un bigote encontrarlo. Vagamente me acuerdo que fuimos buscándolo por todos los rumbos de la ciudad hasta que llegamos a una farmacia del centro histórico en donde al fin la encontramos.

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Al salir de la farmacia nos percatamos que ya era tarde y nos dio hambre y se nos ocurrió entrar a un restaurante. Lo difícil fue que no teníamos muchas opciones pues él seguía manteniendo su dieta estricta para bajar los últimos kilos antes del trasplante y yo para seguir manteniendo la creatinina al menos sin subir. Al final nos decidimos por unos chilaquiles y quedamos en que yo me comería la tortilla y él se comería el pollo. Mi papá aprovechó la ocasión para explicarme que aquella medicina tendría que tomarla de por vida y que de ello dependería el mantener el riñón funcionando bien. En aquel momento, la expresión de por vida, era todavía incierta, pues nadie podía asegurar cuál podía ser mi expectativa de vida, pues si me atenía a las estadísticas del servicio de nefrología, la cifra no era muy alentadora. Mi papá en ese momento me prometió que siempre tendría mi medicamento y mi obligación sería tomarlo religiosamente a sus horas.

Un par de días antes del trasplante, del servicio de nefrología le solicitaron a mi papá, con carácter de urgencia, unas inyecciones de Sandimun. Este era un inmunosupresor que acababa de salir por parte de los laboratorios Sandoz y se manejaba como la octava maravilla para evitar el rechazo de órganos. Su principio activo era la Ciclosporina A, que era como comúnmente se le conocía. Este medicamento se me administraría inyectado en tres dosis, antes, durante y después del trasplante y posteriormente, debía de tomarlo en forma de suspensión oral de por vida. Ese medicamento era extremadamente caro, sin embargo, mi papá decidió que esas tres dosis inyectadas, para no perder tiempo, las compraría él directamente y después gestionaría con el ISSSTE que el medicamento en solución que se utilizaría posterior al trasplante nos las entregara, como un derecho mío como beneficiario.

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Al igual que el caso de las Inmuran, conseguir estas inyecciones fue toda una aventura, después de buscarlas por toda la ciudad, al fin, en una farmacia de especialidades ubicada cerca del Estadio Azteca, encontró las inyecciones y las compró.

Así pues llegó la fecha del trasplante y tanto mi papá como yo teníamos completo todo el protocolo que demandaba el procedimiento de trasplante. Anímicamente ambos también estábamos listos, con la confianza de que todo iba a salir bien.

Un día antes de la operación llegamos al hospital por la noche, sin cenar, cansados de toda la tensión de tantos estudios, presión, sueño, hambre, pero nuestra voluntad para seguir adelante era inquebrantable. No recuerdo bien cómo me despedí de mis hermanos en la casa, seguramente se quedaron con la Mimi, tío Orestes y abuelos paternos. Me alistaron unas cuantas cosas para partir y no me dejaron cenar.

Esa noche tenían que colocarme un catéter, de tal manera que pudieran ponerme por ese medio ciertos medicamentos necesarios en el trasplante, asegurándose que actuaran en el menor tiempo posible. Llegó un muchacho, que me imagino que era interno, alto, blanco y con frenillos, que en varias ocasiones trató de encontrar una vena, primero en los brazos, luego en las piernas y no lograba realizar el procedimiento. Entraba y salía a la salita en donde nos encontrábamos y yo presentía que algo no iba bien. Al final, me dijo que tendría que hacerme una incisión en el brazo para acceder a la vena. Como si estuviera en una tienda de campaña en la guerra, me puso un trapo encima de mi cabeza a fin de que no viera y me aplicó anestesia local. Yo por mi parte, más que pensar en el dolor que podía sentir, tenía la gran duda de que si el procedimiento que pretendía hacer le daría resultado.

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No recuerdo cuánto tiempo transcurrió, tan sólo percibía aquel característico olor del pequeño cuarto en donde practicaban cirugías menores. El caso es que al final el catéter quedó en su lugar y sólo pude distinguir la terminal y el esparadrapo que cubría la incisión que realizó para poder realizar el procedimiento.

De ahí me llevaron al cuarto en donde estaban las camas de los niños internos de nefrología. Ahí no había cuartos particulares ni subdivisiones, así que si un paciente comenzaba su calvario y dejaba oír sus gritos, el resto de pacientes también pasaba una mala noche.

Por su parte mi papá fue ubicado en un pequeño cuarto en donde me habían practicado el procedimiento de la sonda. No supe qué fue lo que le hicieron, me comentó después que se entrevistó con el anestesista y le dieron medicamentos previos a la operación.

Me costó conciliar el sueño, pues tenía muchos sentimientos encontrados y confusos, una mezcla de emoción, felicidad, euforia, estrés acumulado en más de cuatro meses, tiempo en que me había sometido a más exámenes que en lo que llevaba de vida, tiempo en que me había alejado de mis hermanos, de mis abuelos y tíos, de la escuela. Tiempo en que mis papás lucharon sin cuartel para llegar a aquel punto, que significaba una oportunidad para mi vida y aquel punto crucial sería al día siguiente. Por alguna razón aquella noche hubo un silencio total en la sala.

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IV.- ESTRENANDO UNA NUEVA VIDA

Era el 2 de junio de 1987. Me levantaron muy temprano, serían como las seis de la mañana. Si mal no recuerdo, el quirófano lo tenían programado para entrar a las siete de la mañana en punto. Me bañaron con una solución de Isodine, me pusieron una bata, un gorro, tapabocas y unas mallas. En esos momentos le pedí a la enfermera que llamara a mi mamá, pues de pronto me entro un pánico terrible. A pesar de toda mi determinación y el significado de lo que vendría, me llegaban pensamientos de que tal vez no iba a despertar de aquella operación. La enfermera por obvias razones me negó la petición, por lo que solamente recuerdo que me puso algo por vía intravenosa para sedarme, ya que durante el camino al quirófano me quede dormido.

Pasaron varias horas, hasta que desperté todavía medio sedado, en la sala de recuperación. Un doctor que me conocía me indico que todo había salido bien y que el riñón trasplantado estaba funcionando bien, pues ya estaba orinando. Así pues, me quede dormido nuevamente y perdí la noción del tiempo. Varias horas más tarde, medio desperté nuevamente cuando me llevaban a un cuarto adaptado para cuando hacían trasplantes. Era la misma sala donde estaban todos los pacientes, pero en medio tenían una pequeña cámara que estaba de cierta manera aislada del resto del salón. En el pasillo me encontré con mi mamá, que pacientemente había estado esperando por varias horas para verme. Ella estaba sola en el pasillo, le pedí un beso y ella pidió permiso a los encargados que me llevaban para dármelo.

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Ya un poco más consciente, cuando me había pasado el efecto de la anestesia, desperté en el cuartito aquel. Recuerdo que lo primero que me preguntaron era que si tenía hambre. Les dije que sí, mientras observaba a mi alrededor los frascos de mi orina, que estaban recolectando para observarla. Todavía tenía la sonda por donde orinaba. Inicialmente no me movía de mi cama; ahí me bañaron y ahí tenía que hacer todas mis necesidades. A pesar de la incomodidad, me sentía mucho mejor. No podía recibir visitas, solamente pudo entrar mi mamá; otro día vi a lo lejos a mi papa en bata, con dificultades para caminar.

Después del trasplante pudimos darnos cuenta la gravedad de mi situación anterior, pues en el servicio de nefrología le explicaron a mi mamá que al momento de mi operación tuvieron que extirpar el único riñón con el que había nacido, pues estaba como una ciruela pasa, era pequeño y se había envejecido de manera insólita, de tal forma que solo problemas me causaría si lo dejaban. Esto nos confirmó que la lucha encarnizada para lograr el trasplante se realizó justo en su oportunidad.

Recuerdo que estuve interno cerca de una semana, después de la cual me dieron de alta y pude irme a la casa. Sentía una tremenda emoción, pues tenía tiempo de no ver a mis hermanos y era una sensación de enorme tranquilidad estar de nuevo todos juntos en la casa.

Dentro de las indicaciones que me dieron respecto a mi alimentación estaba el poder comer todo lo que quisiera, tomar mucha agua y no salir de la casa, debido a que llevaba un tratamiento de inmunosupresores. Con ese medicamento, las defensas bajan a cero para evitar un rechazo, pero el organismo queda expuesto a cualquier contaminación por virus o bacterias.

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Para lo relativo al medicamento, mi mamá me ayudó a llevar un cronograma para tomar la prednisona tres veces por día, así como el imuran y la ciclosporina.

Llegando a la casa, mis papás dispusieron que los primeros meses durmiera solo en el cuarto de mi hermana, con el fin de evitar cualquier contagio. Pronto empecé a tener los primeros indicios de los efectos secundarios de los medicamentos. Fue una gran suerte que la prednisona no me provocara esta vez, aquel descalabro en mi mente como ocurrió unos años antes, sin embargo, comencé a sentir que ese medicamento me provocaba una ansiedad terrible y me daba mucha hambre, tanta, que sentía que me ardía el estómago. Me sentía confundido y en ocasiones irritable y de mal humor. Por las noches sudaba mucho y me costaba conciliar el sueño.

Empecé a comer algunas cosas que tal vez tenía que haber evitado. Hubiese sido prudente que hubiera salido del hospital con la recomendación de una dieta rica en verduras y frutas. En mi consulta de seguimiento detectaron que había subido de peso, debido principalmente a la prednisona, que además me provocaba el síndrome de Cushing, también conocido como cara de luna. Mi cara se veía como si hubiera aumentado unos 10 kilos y estaba hinchado, eso me ocasiono que me sintiera incomodo, ya que aumentaba de peso sin que comiera mucho, a pesar de ello seguía insistiendo e insistiendo en mi lucha por sentirme mejor.

En los días siguientes, empecé a sentirme mal de la cabeza, pues sentía un dolor insoportable. Mis papás se alarmaron y corriendo me llevaron a urgencias en el Hospital Infantil. Lo primero que se nos venía a la mente, era que se trataba de un síntoma de rechazo del riñón trasplantado.

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En el Hospital me internaron en urgencias. En el frente de mi cama había un expediente elaborado por los médicos, a la vista de todos, en donde habían consignado el diagnóstico preliminar. Pienso que aquella práctica fue un tanto irresponsable, pues no era sino una sospecha de rechazo y ellos lo habían puesto como algo comprobado. Cuando lo leí, sentí que el alma se me escapaba del cuerpo. Afortunadamente un médico empezó a indagar más al respecto, llegando a la conclusión de que se trataba de una reacción provocada por nefrotoxicidad de la ciclosporina. Lo cierto es que no había suficientes estudios sobre la utilización de ese medicamento, de tal manera que en algunos casos, un paciente puede manifestar sensibilidad al mismo y darse esa nefrotoxicidad.

La decisión que tomó el servicio de nefrología, después de discutir ampliamente mi caso, fue de retirarme la ciclosporina y arriesgarse a manejar mi protocolo de inmunosupresión solo con la prednisona y el inmuran. Después de treinta años, siento que aquella decisión de quitarme la ciclosporina no sólo fue lo más acertado, sino que prácticamente me salvó la vida, pues con el tiempo llegaron a detectar serias afectaciones de ese medicamento sobre el riñón, el hígado, además de otros efectos secundarios perniciosos. De haber continuado con la ciclosporina, es probable que no estuviera contando esta historia.

Mis papás y yo regresamos a casa más tranquilos, como si nos hubieran quitado un enorme peso de encima. Por varios meses tuve que pasar consulta de revisión cada ocho días. Los médicos insistieron en que tratara de mantenerme en un peso determinado. Mi papá comenzó a pesarme todos los días, a excepción de los domingos y me llamaba la atención cuando subía aunque fuera unos gramos.

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De la misma forma me recomendaron que hiciera ejercicio regularmente. Para esto, mi papá me dijo que iría a caminar con él todos los días. Al inicio me llevaba a dar una vuelta a la manzana de nuestro edificio. Como mi papá tenía que entrar a trabajar temprano y antes llevar a mi hermana a su colegio, teníamos que salir a caminar muy temprano y así fue que comenzamos a levantarnos a las cinco de la mañana. Cuando la manzana se nos hizo poco, nos aventuramos a ir al Autódromo Hermanos Rodríguez, una enorme pista de kilómetro y medio diseñada para carreras de fórmula 1, misma que quedaba a unas cinco cuadras de nuestra casa. Había una entrada que usualmente estaba abierta y algunas personas aprovechaban para ingresar a la pista y correr en ella, pues el autódromo como tal, era utilizado muy eventualmente.

Fue una experiencia inolvidable aquel tiempo junto a mi papá, momentos que aprovechaba para conversar con él por largo tiempo. Cuando a la administración del autódromo se le ocurría, cerraban la puerta de acceso, entonces, nos metíamos de manera clandestina por una parte de la cerca que estaba rota y un poco levantada, así que nos arrastrábamos por debajo e ingresábamos al autódromo.

Mi papá se sentía un poco mal por levantarme tan temprano, pues había veces que me costaba un mundo levantarme. Al final de la caminata, ya con la luz del sol asomándose en todo el trayecto, veníamos más tranquilos y recuerdo que ya llegando a la casa, se ponía un puesto de tamales. Tan sólo respirábamos profundo aquel olor a los tamales de dulce que tanto me gustaban y luego solo nos mirábamos y nos poníamos a reír. Ya en la casa, me tomaba un vaso de leche fría con cereal.

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En una de las consultas, me revisaron y todo marchaba bien, los exámenes arrojaban resultados dentro de lo normal. Decidieron entonces comenzar a bajarme la dosis de prednisona. Como ya se acercaba el inicio del año escolar, mi mamá le preguntó al médico que estaba llevando mi seguimiento que si había alguna restricción para que ingresara a la escuela y qué cuidados había que observar. El médico, con un tono de ironía, le dijo a mi mamá, que lo más conveniente era que aprendiera un oficio, pues estaba de más que ingresara al colegio, pues como trasplantado con costo podría finalizar la primaria. En aquel momento me sentí triste, frustrado y lo primero que pensé fue que todos los esfuerzos que había realizado mi familia eran para que yo pudiera llevar una vida completamente normal.

No me pasaba por la cabeza el quedarme aprendiendo un oficio y no es que menosprecie los oficios, es que sentía que aquel médico con las manos en la cintura pretendía destrozar mi voluntad de llevar una vida normal y tener una expectativa de vida mayor de lo que en su mente podía manejar. Creo que un médico, especialmente si está manejando pacientes trasplantados, debe tener mucha sensibilidad y respetar los sueños de estas personas, así hubieran sido mi meta ser un nadador o un lanzador de martillo o disco, como fue mi papa en sus épocas de deportista.

Al llegar el inicio del nuevo año escolar, mis papas decidieron no tomar en cuenta lo que había dicho aquel doctor y confiaron más en mi coraje y determinación, por lo que me dijeron que me iban a inscribir en el colegio y me preguntaron si estaba preparado, a lo que yo, con emoción, indique que sí. En otras palabras mandamos por un tubo la opinión de aquel doctor, que de un tajo quería cortar mis sueños, sin ni siquiera darme la oportunidad de intentar.

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Estaba consciente que, en sentido figurado, mientras mis compañeros iban corriendo, yo tenía que empezar a gatear, debido a que los últimos tres años mi aprovechamiento había sido deficiente, al no poder concentrarme en clase. De esa forma, ingresé a quinto año de primaria, con una enorme determinación de derribar cualquier paradigma que se me hubiera impuesto. Yo con mi estatura de un niño de cinco años, con una complexión robusta debido a los corticoides, con cuidados exhaustivos debido a los inmunusupresores, y con un cubrebocas, que debía utilizar durante todo el día debido a los microbios a los que podía estar expuesto, asistí regularmente al quinto grado de la Escuela José Guadalupe Aguilera.

Mis primeros días de regreso en la escuela fueron un tanto inciertos, fueron momentos un tanto paradójicos de la vida, en que debes de poner en marcha tu cerebro para desarrollar cualquier actividad que me ayudara a no deprimirme. Creo que eso fue una de las claves del éxito de mi sobrevida después del trasplante.

Sentí una enorme tristeza al no tener a mi hermana Cecilia María a mi lado. Mis papás, considerando que ella ya ingresaría a la secundaria, estimaron conveniente buscarle una educación de mejor calidad que la que podía ofrecer una secundaria pública, por lo que la inscribieron en el Instituto Cultural de las monjas teresianas. De esta forma no tenía nadie que me protegiera en ciertas circunstancias o alguien que me esperara a la hora de receso para preguntarme cómo estaba. Tuve que ingeniármelas para sortear las burlas de mis compañeros por mi tamaño y peso, pues era bastante diferente a los demás. Me asombra que en la actualidad las personas pequeñas hasta tienen programas especiales de televisión.

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Estaba plenamente consciente que debía hacer a un lado las burlas y ofensas pues sabía que mi camino debía seguir así, pues solo tenía dos alternativas: dame por vencido, echarme a llorar y quedarme en casa o ignorar y dejar pasar toda burla por no pertenecer a un estereotipo establecido de persona, además estaba de más darle explicación a todo aquella persona sin capacidad para comprender los detalles de mi padecimiento y que al final de cuentas, estaba igual que ellos luchando por mis sueños.

Con el tiempo llegué a establecer una relación tranquila con la mayoría de mis compañeros de escuela, sin embargo, no fue muy estrecha. Creo que influyó en esto los medicamentos que tomaba, que hacían que fuera una persona aislada, callada y muy poco sociable, así pues asistía por las mañanas a la escuela y después regresaba directo a mi casa.

Por aquella época mi mamá se involucró en una asociación de padres de niños con padecimientos renales que se organizó en el servicio de nefrología, promovida por los médicos como una forma de fomentar la solidaridad y el apoyo entre esas personas. La misión de aquella asociación era ayudar a los padres de familia en conseguir aquello que el hospital no podía proporcionarles, como era el caso de los medicamentos que eran muy costosos. En esa asociación, mi mamá conoció a la señora Ofelia Aparicio, quien tenía una niña con insuficiencia renal y que debido a su preparación, pues era maestra normalista y con grandes dotes de liderazgo, era la presidenta de dicha organización. Cabe aclarar que la mayoría de los padres de familia eran gente muy humilde, con poca preparación y en los casos más dramáticos dentro de aquel servicio, necesitaban mucho apoyo, tanto emocional, como financiero y en ese caso la asociación tenía un papel relevante, que el hospital no estaba en condiciones de asumir.

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Muy pronto mi mamá se identificó con la misión de la asociación y estableció una relación de amistad con la señora Ofelia, de tal manera que se convirtieron en un dúo dinámico que llevó a la asociación a ocupar un lugar clave en el apoyo para todos los niños con padecimientos renales y a sus padres. Mi mamá siempre ha tenido grandes facultades para las relaciones públicas, así que con el entusiasmo y entrega de la señora Aparicio, se fijaron metas ambiciosas que al final siempre llegaron a cumplir.

La asociación organizaba todo tipo de eventos como kermeses, colectas y acuerdos con otras organizaciones como la Cruz Roja, de tal manera que se allegaba de recursos para financiar el medicamento de los niños más necesitados. También organizaba paseos para que los niños se distrajeran después de tantas penurias que padecían en el servicio.

Mi papá siempre asesoró de manera eventual a la asociación, sin embargo cuando se involucró en la informática comenzó a integrar una base de datos de los niños de la asociación y así se hacía más fácil el control de miembros y sus estadísticas básicas.

Cada día que pasaba me sentía mejor, me iba incorporando a una vida normal, sin embargo, a medida que pasaban los días, me iba convenciendo que la “vida normal” en mi caso, no correspondía a lo que ese concepto significaba para cualquier persona. Estaba consciente que el trasplante había alejado a aquella sombra tenebrosa de la muerte rondando constantemente mi persona, así como el fantasma de la diálisis, los continuos malestares provocados por la insuficiencia renal y las crueles restricciones en mi alimentación, pero a la vez me daba cuenta que la batalla no estaba completamente ganada y que la lucha siempre debía ser una constante en mi vida.

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Por una parte, siempre estaba vigente la posibilidad, tal vez remota, de un rechazo del riñón recibido, además que con el tratamiento de inmunosupresores estaba completamente desprotegido contra cualquier enfermedad contagiosa. Supe de casos de trasplantados que habían fallecido a causa de una varicela o un sarampión. Otros cuantos fallecieron debido, irónicamente, a la acción de algunos imnusupresores.

A pesar de que no tenía la dieta infame de alguien con insuficiencia renal, tenía que cuidar mi peso, pues la prednisona siempre hacía de las suyas, sin importar el cuidado en mi alimentación y el constante ejercicio, pues tenía una enorme dificultad para mantenerme en un peso determinado. Me imagino que también a causa del medicamento, en ciertos momentos llegaba a deprimirme, lloraba, me secaba las lágrimas, pero sabía que tenía que aprovechar aquella nueva oportunidad que se me había dado.

Durante mi quinto año no tuve ningún inconveniente riesgoso por decirlo así, las burlas y ofensas habían disminuido, creo que con el tiempo se iban acostumbrando a mi figura, además que no eran muchachos con malos instintos.

Debo de admitir honestamente que el quinto y sexto año de primaria los aprobé gracias a la ayuda de mi profesora Josefina, quien fue la titular de tercer año y luego de quinto y sexto. Es probable que ella pensara que la escuela no era más que una terapia para mí, de tal manera que no fue exigente conmigo.

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V.- EL ARTE DE LLEVAR UNA VIDA NORMAL

En 1989 cuando me correspondió ingresar a secundaria, mis papás decidieron inscribirme en el Instituto Mexicano Francés. Después de analizar todas las opciones que había para estudiar la secundaria, se decidieron por ese centro por su ubicación, pues quedaba a una distancia no muy lejana, tanto de la casa como del trabajo de mi papá. De la misma forma, no era un colegio tan grande y podía tener un seguimiento más personalizado de parte de las autoridades del mismo. Era un centro privado y por lo tanto la calidad de la educación, sin ser de primer nivel, estaba muy por encima de lo que ofrecían los colegios públicos.

Me imagino, no obstante, que mis papás tenían una enorme incertidumbre, en primera instancia debido a que tendría que aprender en poco tiempo a viajar solo de regreso a casa desde el colegio y segundo porque los estudiantes no me conocían y había una sensación de que en los estudiantes de secundaria había cierta tendencia a ser más violentos y ofensivos, por lo que ellos más que entusiasmados estaban asustados. Yo también sentía miedo pues no iba a contar con nadie en el camino, Rodrigo todavía asistía a la primaria, Cecilia María asistía a otro colegio, por lo que mi aventura ahora era asistir al colegio solo y protegerme por mi propia cuenta; así que debía seguir luchando contra viento y marea.

Cuando me fue a inscribir, mi papá habló con el director de secundaria, el Prof. Senén Hoyos, a quien le explicó mi situación y los cuidados que había que tener. El Prof. Hoyos se mostró muy abierto y ofreció todo su apoyo para que mi estancia en ese Instituto me garantizara la seguridad que yo requería.

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Yo estaba entusiasmado desde días antes de comenzar el año escolar, así pues el primer día de clases me llevo mi papá y en el camino me empezó a dar una serie de consejos, en especial que nadie debía hacerme ningún tipo de chantaje o que debiera hacer algo que alguien me impusiera.

Con todas esas recomendaciones y con una gran dosis de emoción llegué al colegio y al entrar en mi salón de clases me quede asustado pues había alumnos casi del tamaño de mi papá, fuertes, mientras yo apenas tenía la estatura de un niño de 6 años.

Siento que me costó menos relacionarme con aquellos compañeros, en parte porque el Instituto no tenía primaria, de tal manera que todos los estudiantes venían de primarias diferentes y por lo tanto, todos éramos nuevos en ese centro. Asimismo, no se me dificultó adaptarme a los nuevos profesores ni a las diferentes asignaturas.

En el Mexicano Francés el horario era más extendido que el que se manejaba en primaria, de tal manera que salía hasta las dos de la tarde, después de mi clase de artes plásticas, que era una materia optativa, pues le daban a uno la oportunidad de escoger entre electricidad y artes plásticas y yo había escogido la segunda.

Me hice amigo de las principales autoridades del Instituto, de tal manera que muy frecuentemente pasaba a la oficina del Prof. Hoyos, tratando de que al verme en esa oficina, mis compañeros cesaran sus burlas o bien para no tener que estar explicando a cada quien mi condición de salud. También me propuse contrarrestar las burlas de mis compañeros, burlándome también de ellos por la mínima razón.

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Con el tiempo, la actitud de mis compañeros bajó de tono y logré una cierta aceptación de parte del grupo. Esto me sirvió para iniciar con mis pequeños negocios. Cada vez que pedían en clase algún material de la papelería, yo compraba una cantidad mayor, pues sabía que más de alguno había olvidado conseguirlo, así que los revendía a un precio mucho mayor de lo que me había costado.

No recuerdo de dónde surgió la idea de hacerle la tarea a mis compañeros por una cuota, principalmente a un amigo llamado Mauricio que vivía al lado del colegio y a la salida me iba a su casa para ayudarle con la tarea. Durante mi primer año de secundaria a pesar de que no tuve notas excelentes, pude alcanzar la meta sin dificultad.

Durante el segundo y tercero año en el Instituto Mexicano Francés seguí con la meta firme de obtener mi certificado de secundaria. Ya estaba más grande en edad, pero con la misma estatura. Sabía perfectamente que siendo realista no podía estar a la par de mis compañeros, pero sí quería tener un tamaño aceptable.

En aquel tiempo me llevaron al departamento de endocrinología del Hospital Infantil, pues querían ver la opción de un tratamiento con la hormona del crecimiento que otros pacientes habían tomado con resultados exitosos. Fue un abril que me hicieron el estudio, no sé por qué siempre, una semana antes de semana santa, me hacían los estudios importantes. Para esto, me llevaron hasta el último piso donde quedaba el departamento de endocrinología. Fue un estudio de unas siete horas en ayunas a base de jugos nada más, cada hora me tomaban una muestra de sangre.

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Después de dos semanas de espera, me dieron el resultado que había concluido que no era apto a tomar la hormona debido a que no tendría una incidencia exitosa con el medicamento. Sentí una frustración enorme en aquella ocasión, mi mamá no sabía que decirme. Ella siempre insistía que fuera un chaparro inteligente que asistiera a la universidad, pero para mí fue algo que me entristeció enormemente.

En esa ocasión me convencí que esa sería la historia de mi vida, caer y tener que levantarme de nuevo.

Durante aquellos años mi mamá estaba cada vez más enfocada en su asociación de niños con enfermedades renales y trasplantados. En sus comentadas pláticas indicaba que lo hizo porque sentía el compromiso de retribuir de esa manera, todo lo que el servicio de nefrología había realizado para que mi trasplante se llevara a cabo con éxito, además que ella siempre sintió una gran empatía y solidaridad con los padres de familia de los otros niños de nefrología.

Yo por mi parte, sentía que era una persona con una enorme suerte al contar con todo el apoyo de mis padres, en cuanto a atención, medicamentos, alimentación sana, sin embargo resentía un poco el hecho de que al involucrarse mi mamá más con la asociación, su atención hacia mí disminuía y el proceso de reincorporarme a la vida normal debía hacerlo solo.

En cierta ocasión me atreví a reclamarle a mi mamá y ella con su estilo de decirme las cosas, insistía en que por mi bien era necesario cortar de nuevo el cordón umbilical, para que yo pudiera adaptarme a mi nueva vida.

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Poco tiempo después de lo ocurrido con el examen en el departamento de endocrinología, sufrí una reacción a los inmunosupresores en mi cadera, con dolores insoportables y tuve que recurrir de nuevo a urgencias del Hospital Infantil, donde me indicaron que antes que nada debían descartar si se trataba de una infección. Me acompañó mi mamá a cumplir con la rutina del martirio de las grandes colas en el departamento de urgencias.

Ya en la sala de pronto me percaté que ya no estaba junto a mi mama, no sé si los médicos la habían sacado. Ahí estaba yo en ropa interior con aquel frio que caracterizaba a aquel lugar, con su olor peculiar, difícil de describir y el pedazo de papel kraft en la camilla. De pronto vi que el doctor sacaba una enorme jeringa, según él para ver si tenía líquido en la cadera que acusara una infección. Después de tanto tiempo, aún recuerdo que más que un procedimiento para confirmar o descartar algo, fue algo así como una película de torturas, ni más ni menos, todavía me parece sentir aquella sensación de la aguja rascando mi hueso, mientras en medio de aquel enorme dolor le suplicaba al doctor que no siguiera. Finalmente, después de repetir aquel ejercicio de tortura varias veces, dejó de insistir. Ya ahora que he estudiado organización y métodos me pregunto si no debía haber un manual en donde los médicos supieran cómo manejar a un paciente infantil, además de la parte ética en donde deben de mostrar cierta sensibilidad en el trato a los pacientes, en especial a los niños.

Al final de cuentas, parece que fue una artrosis revirante, debido un efecto secundario de la prednisona, así que me fui de reposo a mi casa por dos semanas, haciendo ejercicios de terapia. El dolor se me quito poco a poco, sin embargo, es hoy y no consigo olvidar aquella sensación terrorífica de la aguja rechinar contra mi hueso.

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Haciendo a un lado aquellos episodios dolorosos, recuerdo muchos momentos felices que ayudaban a olvidar todo el drama que habíamos atravesado. Para esa época comenzamos a visitar regularmente a mi tío Eduardo, quien después del terremoto se fue a vivir a Amecameca, Estado de México, muy cerca del volcán Popocatépetl. En aquel lugar nos reuníamos en familia y convivíamos en semana santa, navidad, puentes o simplemente fines de semana. Con nuestros primos Oralia y Luis Javier, jugábamos con nuestras bicicletas hasta más no poder y luego veíamos películas en el reproductor VHS. Siempre aquella convivencia era un bálsamo para borrar de la mente los momentos traumáticos que nos había tocado vivir.

De la misma forma, el proceso de adaptación en la secundaria que demandaba tener la mente ocupada, me permitió dejar de pensar en toda la pesadilla que había vivido y centrarme en la gran responsabilidad de cuidar mi riñón, pues un trasplante es cosa seria y la supervivencia es cuestión de muchos cuidados y mucha suerte, pues cualquier infección puede conducir a un rechazo del riñón que puede llegar a ser fatal.

En aquellos años seguía con mi lucha para lograr crecer, así que tratamos de ver las posibilidades con lo que se conocía como “factor de transferencia”, que ayuda al sistema inmunológico y promueve el crecimiento. Tuve que empezar nuevamente los trámites burocráticos pues ese tratamiento lo practicaban en el Hospital 20 de Noviembre del ISSSTE, en el departamento de endocrinología. Me hicieron los exámenes respectivos para poder optar al medicamento y los resultados fueron positivos, así que procederían a administrarme dicho factor, que por cierto tenía un costo elevado, pero como mi papá era derechohabiente del ISSSTE no tendría que pagar nada.

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Los médicos encargados me advirtieron que el éxito dependía de cada organismo. Recuerdo muy bien que solamente fueron un par de dosis las administradas y que eso me ayudó a alcanzar la estatura de 1.50 metros.

Al final llegué a convencerme de que no era una gran altura, pero fue un gran logro debido a que ya con el tiempo encontré que hay muchas personas de esa estatura, sumado a que mis partes del cuerpo no son desproporcionadas respecto a mi estatura.

Aquella fue mi única opción de crecer y no podía optar por otra pues era muy costosa, por lo que tenía que convencerme que todos mis sueños tendrían que tener en cuenta mi corta estatura.

Para esa época, mi papá por requerimientos de su trabajo tuvo que involucrarse en la informática y con su persistencia, logró aprender los rudimentos de aquella aventura que en aquellos tiempos significaba manejar una computadora. Llegaba muy temprano a su oficina y buscaba una computadora en donde practicar y así, preguntando, investigando y practicando fue adquiriendo un enorme dominio.

Se entusiasmó tanto con su logro que compró una computadora para la casa y al verla instalada y trabajando, le pedí que me enseñara a manejarla. Con mucha paciencia me enseñó lo básico del sistema DOS y luego a manejar los programas, en especial el procesador de palabras. Afortunadamente en ese año había salido una versión de Windows que permitía manejar un procesador más amigable, en primer lugar Ami-Pro y luego el Word. Se me hizo muy fácil aprender el manejo de la computadora y esa fue una herramienta fundamental para mi desarrollo.

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Cuando ya estaba en tercer año de secundaria me aventuraba a explorar los alrededores del Instituto, así pues a la salida del Colegio me iba a visitar un famoso centro de compras. Debido a mi tamaño y que mi cara parecía de un niño de siete años, siempre me preguntaban si andaba perdido o si iba acompañado. Como juntaba dinero de mis negocios a veces me compraba dulces y siempre llevaba algo para mis hermanos.

En la esquina del Instituto había un teléfono público, después del terremoto todos eran gratis, llamaba a la casa para avisar que me había retrasado un poco, por si llamaba mi papa, que le dijeran que pronto llegaba. También iba a una mega tienda del ISSSTE a comprar cosas. Siempre mis aventuras, a pesar de ser tan sencillas, como ir a una tienda, para mí era algo grandioso.

Pude sacar mi certificado de secundaria sin problema alguno, sin tener asignaturas reprobadas pendientes para exámenes extraordinarios. Sentí que entraba ya a una nueva etapa de mi vida, a un nivel escolar de mayor grado de dificultad como era la preparatoria, en donde difieren los intereses para los estudiantes; no entrar al colegio e irse de pinta, los primeros amores, no darle importancia al estudio y ya se contaban algunas historias de consumo de drogas y alcohol.

En mi escuela nunca estuve ligado a aquellos grupos que les gustaba experimentar, tampoco recuerdo que me hayan ofrecido algún tipo de sustancia tóxica. Mis verdaderos amigos sabían que tenía un trasplante de riñón, aun sin saber los detalles y a lo más que llegaron fue ofrecerme irme con ellos de pinta, pero el temor y la falta de interés, hicieron que declinara sus invitaciones.

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En esa época me centré en mis estudios y aun sin tener notas excelentes en todas las materias, mis resultados eran satisfactorios, sin haber requerido de maestros particulares de apoyo o psicólogos.

En aquellos años me empezó a interesar más la investigación y el conocimiento. Mis amigos me empezaban a buscar para que les hiciera la tarea a cambio de algunos pesos, que no eran muchos, pero llegando el fin de semana ya tenía para comprar mis cosas. Recuerdo que cuando dejaban tareas importantes me buscaban aquellos que tenían dinero. Me decían que había una junta afuera del colegio para afinar detalles y como el resto salía corriendo hacia sus casas, aprovechábamos un coche con vidrios polarizado del hermano de uno de los interesados y me subían junto con otros tres o cuatro compañeros, dábamos una vuelta y me indicaban como querían su tarea y me preguntaban el costo. En aquella época no regateaba respecto al precio, simplemente hacía las tareas y me pagaban lo inicialmente convenido. Tenía la plena conciencia de que aquello no estaba del todo correcto, sin embargo, lo tomaba como un reforzamiento en el desarrollo de una metodología del aprendizaje propia, mejorando mi propio rendimiento escolar.

El año 1992 fue un año terrible para mi familia. En marzo, después de una prolongada enfermedad, falleció mi abuelo materno Julio en Nicaragua. Lo conocí poco, pero le tenía un gran afecto, pues nos consentía mucho cuando en varias ocasiones llegamos de vacaciones a su casa. Mi mamá tuvo que salir a acompañar a mi abuela y estuvimos solos con mi papá por espacio de un mes.

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Un mes después, a finales de abril, falleció mi abuelo Orlando, quien se encontraba de paseo en los Estados Unidos. Mi papá salió a ese país cuando se enteró que mi abuelo estaba hospitalizado y conectado a un respirador. Mi mamá tuvo que regresar urgentemente de Nicaragua para estar con nosotros. Luego nos llegó la noticia de que había fallecido y unos días después regresó mi papá con las cenizas de mi abuelo. En una ceremonia con la familia y amigos cercanos, depositamos las cenizas en el Mausoleo del Ángel en el sur de la ciudad de México. Fue un evento muy triste, pues nunca nos imaginamos que nos dejaría tan pronto.

Ya contaba con seis años de trasplantado y seguía cuidándome en el comer, beber y hasta a quien hablarle. Me relacionaba con todos mis compañeros sin problema alguno, salvo que no podía practicar ningún deporte debido al peligro que significaban los golpes.

Una experiencia un tanto peligrosa fue cuando me metí a las prácticas de basquetbol, con la esperanza de poder crecer unos centímetros más, sin embargo, uno de mis compañeros sin querer me empujó y recibí un golpe duro. Llegue desolado y triste a mi casa, con ganas de tirar la toalla en aquellos momentos, pero luego comprendí que tenía mis limitantes y que tenía que desarrollar otras habilidades.

No tuve la oportunidad de practicar otro tipo de deporte, que no fuera de contacto, de tal forma que tuve que conformarme con realizar ejercicio a través de caminatas, en donde no existiera el riesgo que me pudieran golpear el injerto que está colocado muy cerca de la superficie de mi piel.

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En la etapa de la preparatoria retomé mis visitas a mi papá en su oficina, que en aquel tiempo estaban ubicadas en los Viveros de Coyoacán. Eran frecuentes aquellas giras por la tarde, cuando él llegaba a comer a la casa y de regreso al trabajo le pedía que me llevara, aunque él me advirtiera de que a veces tenía reuniones que lo hacían salir muy noche, pero eso a mí no me importaba. Salía con mis libros y adelantaba el trabajo pendiente de la escuela, utilizando alguna computadora desocupada. En aquellas tardes, aprovechaba para platicar mucho con mi papá.

Muchas veces cuando en la escuela me designaban para llevar el pastel para cualquier cumpleaños en el aula, mi papá me hacia el favor de llevarme al supermercado y a la pastelería, posteriormente hacía un cálculo con un porcentaje de ganancia y les pedía la cooperación a cada uno de ellos, quedándome siempre un margen de ganancia para mis gastos.

Es extraordinario como a pesar de lo mal que había pasado en mi etapa de insuficiencia renal y de los malos presagios de algunos doctores, seguía estudiando. Siento que el común denominador, tal vez, fue mi necedad e insistencia de lograr las cosas. Participé activamente en las todas las actividades escolares y observaba una buena conducta, aunque en cierta ocasión me suspendieron dos días por el corte de pelo extravagante con el que me aparecí en clase.

Así pues mi adaptación a la vida no fue tanto por aquella teoría de Darwin que indicaba que el más fuerte y apto se adapta a las circunstancias, sino más bien aquella persona que tiene un yo interno que lucha con astucia, tenacidad, disciplina, insistencia y amor por cumplir todo lo que se propone y que en conjunto se antepone a la fuerza.

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Fue a mediados de 1993 que mi papá comenzó a vislumbrar un panorama un tanto sombrío para México, situación que se complicaría mucho en su caso particular ya que en 1994 se realizarían elecciones y en esa ocasión la situación de los empleados públicos, en especial en los puestos directivos, se volvía extremadamente frágil, al cambiar usualmente todos los titulares de las secretarías. Por otra parte, el final del sexenio de Salinas de Gortari empezaba a mostrar el efecto de la política económica emprendida en ese sexenio y los pronósticos de la economía no eran nada optimistas. Después de haberse mantenido en puestos de dirección por más de quince años, mi papá sintió que en el nuevo cambio de gobierno había muchas posibilidades de quedar desempleado por un tiempo considerable, con el compromiso de la educación de tres hijos. Por lo tanto mis papás considerando además el regreso a la democracia en Nicaragua con el triunfo de doña Violeta Chamorro, decidieron regresar a ese país.

Para nosotros, Cecilia María, Rodrigo y yo, no era una opción que nos gustara mucho, pues habíamos creado un vínculo afectivo de muchos años con nuestra familia y amistades cercanas. Cecilia María estaba estudiando en la Universidad del Valle, una de las mejores y se había adaptado muy bien a su carrera.

A inicios del siguiente año, el asesinato del candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio vino a reafirmar la difícil situación de México, reforzada por la aparición en ese mismo tiempo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas. Nicaragua no era el paraíso, debido a que estaba en pleno proceso de reconstrucción, después de una década perdida, con una profunda crisis económica, política y social.

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En nuestro caso, también estaba la situación de adaptarnos a un clima diferente, con solo dos estaciones, cuando llueve y cuando no llueve, diferentes costumbres gastronómicas. En mi caso, agravaba el asunto la infraestructura médica existente que no era de lo más adecuado para el seguimiento de mi condición, las enfermedades tropicales a las cuales podía estar expuesto, el inclemente sol que tendría un efecto severo sobre mi piel a causa de la azatioprina que ingería como inmunosupresor.

Así pues, no estaba plenamente convencido de que era una opción viable regresar a Nicaragua, sin embargo, por otra parte confiaba en el juicio de mis papás, que hasta la fecha habían tomado las decisiones correctas para nuestra sobrevivencia en México y debían haber estudiado a fondo todas las alternativas a considerar en un traslado como aquel. Así pues, aun sin estar emocionados con el viaje, sabíamos que había que empezar de nuevo desde cero. Varias veces lo habíamos hecho y en esa ocasión era hora de volver a empezar a escribir un nuevo capítulo en nuestra historia.

Así pues a mediados de 1994 empezó un proceso de traslado hacía el país donde nacimos y al cual debíamos regresar. El proceso de mudanza fue un tratado completo de programación y logística dirigido por mi papá. Tenía una ruta crítica perfectamente delineada con todos los eventos bien definidos y con los tiempos de ejecución claramente establecidos, así como planes alternos para cualquier contingencia. Fue un proceso en donde todos participamos, empacando caja por caja toda una vida construida; una vida de lucha, esperanza, tristeza, dolor físico y emocional, apiladas en forma ordenada y debidamente rotuladas en el rincón del cuarto de mi hermana, mientras otras cosas que no llevaríamos se iban vendiendo entre los conocidos.

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No pude despedirme formalmente de todos los compañeros de secundaria, con quien había compartido tantas cosas, pues no existía en ese tiempo los medios actuales de comunicación que nos permitieran seguir estrechamente contacto. De tal forma que perdí contacto con todos. Nunca más volví a saber de ellos, salvo a una sola persona que encontré en un viaje posterior y que nos reconocimos. Ese amigo se llama Luis Díaz, quien ahora es abogado.

Mi mamá llegó a convertirse en una persona querida y respetada entre todos los padres de familia pertenecientes a la asociación de niños enfermos renales. Ellos empezaron a realizar eventos de despedida, creo que muy en el fondo mi mamá no quería dejar la asociación. Ella había hecho una labor social que yo en varios años de estudio y viendo tanto proyecto social o de responsabilidad social corporativa, con equipos multidisciplinarios en que destaca su proceso de logística para el desarrollo de eventos y recaudación de fondos, no he encontrado nada parecido. Mi mamá sin ninguna preparación especializada, más que cinco años de economía, además de todos los años que permaneció en un hospital, pudo crear una conciencia social entre un grupo de padres de niños con problemas. Me sorprende como, entre mi mamá y la Señora Ofelia Aparicio, siempre, sin tener nada plasmado en papel, desarrollaban planes, coordinaban y recaudaban recursos para los medicamentos y resolvían los problemas que aquejaban a los integrantes de aquella asociación.

Era un tanto difícil para mi mamá, dejar aquella labor de años. Sin embargo, sentía el deber ineludible de cuidar a su mamá, mi abuela Berta, pues el tiempo pasaba, ella iba envejeciendo y no tenía, en términos prácticos, quien estuviera a su lado.

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Por otra parte, mi mamá consideró que el preescolar de mi abuela iba creciendo y por lo tanto se necesitaba de un apoyo adicional para su administración.

Asimismo, mi mamá tenía plena conciencia de los riesgos para Rodrigo y para mí con mi trasplante renal, en un país en donde no había experiencia en el seguimiento de este tipo de pacientes y en donde no existía una disponibilidad del medicamento que requeríamos.

Tuve la oportunidad de asistir a todos aquellos eventos de despedida de la asociación de apoyo a los niños enfermos renales, los cuales fueron tan emotivos, que no se podía contener las lágrimas de tristeza, por el inmenso cariño que le tenían a mi mamá todos los integrantes de esa asociación.

Las despedidas de mi familia fue lo más difícil, dejar aquella relación tan estrecha con mis tíos paternos, primos y abuelita Belya fue lo que más me dolía en mi corazón. Cada uno de ellos representó una motivación de seguir adelante, siempre contamos con el apoyo de mis tíos en todo momento, los consejos, el cariño, las visitas por las tardes de los sábados, las navidades en casa de mi abuelita, las dejadas al colegio los días martes en la mañana por parte de mi tío Orestes.

Asimismo fue difícil despedirse de mi tío Sergio, quien vivía unos pisos debajo de nosotros, en el edificio de la calle de Vainilla. Sabía que iba extrañar mucho a aquel tío que nos daba clase de matemáticas, con tanta paciencia, indicando que no corriéramos si todavía no habíamos gateado, Aquel tío que frecuentemente nos visitaba para saber cómo estábamos y que nos cuidaba cuando era necesario.

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Así pues entre lágrimas y recuerdos compartidos, partimos aquel día de octubre de 1994 que nunca olvidaremos. Una vez más, el camino de pronto se cerraba y nos obligaba a tomar un desvío hacia una nueva ruta. De la mismo forma que llegó mi mamá en septiembre de 1979, con un vestido floreado, cargando a Rodrigo y yo agarrado de Cecilia María, partimos de regreso, cumpliendo un ciclo de vida entre nuestra familia, pero también dejando muchas cosas de la vida de un país que es parte de mis raíces, que me dio la oportunidad de poder ser tratado por mi enfermedad, un país en donde aprendí sus costumbres y me permitió abrigar la esperanza de seguir mis sueños.

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VI.- VOLVER A EMPEZAR

Aquella mañana de octubre de 1994, mi papá y mi tío Orestes nos fueron a dejar al aeropuerto. Mi papá había programado su regreso hasta diciembre. Llevamos todo lo que podíamos, de acuerdo a lo que permitía la línea aérea. Íbamos más que tristes, como cuando uno camina sin una dirección correcta, pero teníamos que seguir luchando y seguir con nuestra vida, siempre confiando en las decisiones correctas de mis padres. Mi tío Oretes y nosotros no pudimos contener la tristeza y así fue como partimos a Nicaragua.

Aquella noche, nos fueron a traer al aeropuerto de Managua una hermana de mi mamá con sus hijos. Hacía un calor insoportable. Me acuerdo que ya en la casa de mi abuela, en Linda Vista, veía el techo de maderas preciosas varías veces y aquella casa que comparada con nuestro departamento, se miraba inmensa. A Rodrigo y a mí nos tocó dormir en un cuarto del fondo, oscuro, en donde por varios meses tuvimos que compartir cama.

Mi primera tarea fue bajar de peso, una vez más me propuse hacerlo, pues todavía el medicamento me hacía subir y bajar de manera caprichosa. Por su parte mi mamá empezó a pedirnos que estudiáramos los libros de Historia y Geografía de Nicaragua, tarea difícil para alguien que no tenía la mínima noción de esos aspectos del país a donde recién habíamos llegado.

Luego tuvimos que darnos a la tarea de conseguir un colegio en donde finalizar el bachillerato. Fuimos a visitar el Colegio Calasanz, en donde estaba el Padre Ariel, primo de mi papá, en donde nos hicieron una prueba.

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Al final de cuentas, no nos aceptaron. Según ellos fue por no pasar los exámenes de Historia y Geografía. Era como si a alguien llegara a México y de primas a primeras se le indique mencionar los 31 estados más un distrito federal o la historia de las civilizaciones precolombinas.

Así pues aquel colegio el mismo día nos dijo que no nos aceptaba, por lo que seguíamos buscando algún colegio que nos admitiera. Finalmente nos inscribieron en el Instituto Faure, en donde sin mucho trámite nos aceptaron. A mí me inscribieron en quinto año, repitiendo lo que había aprobado en México, aunque en rigor llevaría solo dos materias que me hacían falta convalidar, Filosofía y Química. Rodrigo quedó inscrito en cuarto año.

Mi hermana Cecilia María entró a estudiar Derecho en la UNICA. Se decidió por aquella universidad por recomendación de unos primos que estudiaban ahí. De cualquier forma, sabíamos perfectamente que donde estudiara mi hermana, siempre iba a ser la número uno.

Mi mamá se integró de lleno en el preescolar de mi abuela. Con una visión más amplia, debido a todo lo que había observado en el sistema educativo mexicano, aportó nuevas ideas y mejoró sustancialmente la organización general de la institución.

Mientras me presentaban a toda la familia que tenía en Nicaragua y teniendo que soportar altas temperaturas, me iba incorporando a nuestra nueva vida. Me costó un poco pues se trataba de diferentes costumbres, diferente forma de hablar el mismo idioma, diferente vida. Fue un proceso largo, mientras tanto hacía mi mejor esfuerzo para ir poco a poco bajando de peso. Al fin llegó diciembre, y yo contando los días para que regresara mi papá y poder verlo de nuevo.

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Cuando llego mi papá empezamos a reanudar nuestras caminatas matutinas. Nos pusimos como reto subir hasta el parque Las Piedrecitas y al rato ya esa era nuestra rutina diaria.

Recién llegado, mi papá tuvo la suerte de aplicar de manera exitosa al cargo de director de un proyecto que el Ministerio de Educación iniciaría a ejecutar con fondos del Banco Mundial. Mi papá estuvo trabajando en México en un proyecto de ese organismo financiero y conocía los procedimientos operativos, de tal forma que logró el nombramiento. El proyecto llegó a conocerse como Proyecto APRENDE y fue uno de los más grandes esfuerzos del Gobierno de Nicaragua en materia de educación básica.

Cuando se iba acercando la entrada al Colegio sentía una gran emoción y nerviosismo, pues se trataba de conocer nuevos compañeros y adaptarme a su forma de ser y de actuar.

En aquel año nos reunimos, casi toda la familia Ortega, en casa de la Tia Chelda. Ella era viuda del tío Emilio, uno de los hermanos de mi abuelo Orlando, que había fallecido siendo muy joven todavía. Ahí volví a encontrar a mi padrino Iván, a quien siempre le he tenido un gran aprecio. Había regresado a Nicaragua unos años antes que nosotros. Conocí a las primas de mi papá Giselle, Silvia y Ligia, a Sonia la había conocido en México. Ellas eran hijas de la tía Chelda y siempre han sido como hermanas de mi papá. También me encontré con el único hermano de mi papá que siempre vivió en Nicaragua, mi tío Ovidio, su esposa Celeste y sus hijos. También llegó mi tío Eduardo quien se había regresado a Nicaragua con su familia el año anterior.

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Poco a poco iba conociendo a toda la familia y reencontrando a quienes teníamos varios años de no vernos.

Mi primera experiencia al ingresar al Faure fue un tanto incómoda, pues el primer acto del colegio fue el cívico, en donde se cantaba el himno nacional, el cual desde luego no me sabía. Inicialmente hacía el playback, sin embargo una profesora se dio cuenta del asunto y a partir de entonces, junto con un chileno y un salvadoreño que estaban en la misma situación, nos pasaban al frente a la hora del canto del himno con el propósito de que nos lo aprendiéramos.

De la misma forma, tuve que enfrentar de nuevo la insistencia de los compañeros en cuanto a mi tamaño, complexión y en esta ocasión, las causas por las que había regresado de México. Siempre inventé excusas para no dar ningún tipo de explicaciones y en cuanto al regreso de México les decía que allá corría peligro de que me agarraran los zapatistas. Ellos se tragaron el cuento y según ellos me asustaban diciéndome que por ahí andaban buscándome los zapatistas. Yo estaba consciente de que estaba de más andar dando explicaciones.

Sin mayores problemas me fui poco a poco incorporando, a pesar de no hacer una amistad tan estrecha con mis compañeros debido a que solamente estuve de pasada por aquel colegio, me pude adaptar sin complicaciones.

Aquel primer año llevé todas las materias y realizaba todos los exámenes aunque mi obligación solo eran dos.

En ese año empecé a notar que veía una sombra en mi ojo derecho, lo cual me preocupó mucho.

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Para suerte mía, el Doctor Ricardo Largaespada, quien había finalizado su especialidad de oftalmología en México y después de unos años en los Estados Unidos había regresado a Nicaragua. Fui a visitarlo y me detectó una catarata ya desarrollada debido a mi propia enfermedad y debido a las reacciones adversas de la prednisona. Me puse triste a sabiendas de que ya llevaba casi siete años tomando medicamento y no había tenido reacciones tan fuertes, aunque sabía que me la podía ocasionar. Me recomendó ir a México donde me podría operar una eminencia en operaciones de cataratas. Se trataba del Dr. Enrique Graue, un prestigiado oftalmólogo mexicano, actual Rector de la UNAM, que había sido profesor del Dr. Largaespada y que mediante su recomendación podría hacerse cargo de la operación.

En aquellos primeros meses en Nicaragua pude reincorporarme sin mucho problema, aunque la vida era diferente, sin el ajetreo de una gran ciudad de millones habitantes que tenía un enorme y desarrollado sistema de transporte, tan diferente a una pequeña ciudad en pleno desarrollo. Pero mi principal meta era ingresar a la universidad.

Al igual que en México, iba con regularidad a visitar a mi papá a sus oficinas en el Ministerio de Educación. Fueron tantas veces que hice amistad con miembros del equipo de APRENDE, como fue el caso de Alfonso Ortega que trabajaba en la parte de adquisiciones, con José Luis Aburto de Diseño Gráfico y con el Arquitecto Luis Gutiérrez. Aprovechaba el viaje para visitarlos en sus módulos. Muchos de los miembros de ese equipo pensaban que yo era hijo único, ya que me veían a mí solamente.

A finales de 1995, me gradué de Bachiller de Ciencias y Letras y estaba entusiasmado porque ya iba asistir a la universidad.

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Entre las primeras opciones de estudio estuvo la carrera de medicina, sin embargo, sabía que cualquier virus o bacteria, en la práctica médica, podía atacarme fuertemente a causa de mi sistema inmunológico deprimido y podría causarme serios problemas. Estoy completamente seguro que si hubiera estudiado eso hubiese sido un buen médico, en especial en lo relativo a la investigación, pues me hubiera dedicado a estudiar a fondo los casos, aprovechando la fuente directa de información y derivar conclusiones y recomendaciones para resolver la situación de los pacientes, cosa que a muchos médicos no les gusta.

En diciembre de 1995, un año después del regreso a Nicaragua volví a la Ciudad de México. Estaba plenamente consciente de que no se trataba de vacaciones, sabía que iba a una operación, a entrar nuevamente a un quirófano. Más que miedo, se vuelve un fastidio todo el proceso médico que previamente había que pasar, pero tenía presente que debía resolver lo de mi ojo.

Llegué en vísperas de las posadas y con un fuerte frio. Ya tenía en manos mi diploma de Bachiller en Ciencias y Letras y estaba plenamente convencido de la equivocación de aquel médico. Nadie hubiese creído en el Hospital que avancé seis años más de colegio a pesar de aquel pronóstico de que solamente haría la primaria. En aquellos días fui donde el doctor Graue y me programó la operación de la catarata, sin mayor complicaciones y estando en manos con el mejor de los oftalmólogos, todo había salido bien. Luego tendría que utilizar anteojos debido a que me pusieron un lente intraocular. Fue una operación tan exitosa que después de 22 años, con ese ojo veo perfectamente con mis anteojos.

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Volví a encontrarme con mi familia, mi tío Orestes, la Mimi, Luis Javier, mi abuelita Belya y mi tío Sergio. Fue un gran gusto volverlos a ver. Mi mamá por su parte se volvió a encontrar con su amiga la Señora Aparicio. En una de sus pláticas me acuerdo que en primera instancia era un desayuno en un Sanborns de Plaza Universidad. Ahí entre el desayuno y la plática pasaron las horas. Me aburrí tanto que mientras pasaban las horas me di una vuelta a la plaza y regresé y seguía mi mamá ahí platicando, creo que tenía tanto de que hablar que tenía para rato. Comimos a las tres de la tarde en el mismo lugar del que no se había movido mi mamá y seguía platicando, así pues me volví a ir y después de un par de horas después seguía ahí. De esa manera pasamos todo el día en aquel restaurante.

Al regreso en Nicaragua, seleccioné la carrera de economía, pues me gustaba el campo de trabajo de mi papá, para posteriormente estudiar una especialidad en preparación y evaluación de proyectos. Al final me decidí estudiar en la Universidad Americana, a pesar de que algunos familiares insistían en que estudiara en la UNICA, pero no quería estudiar ahí, pues no me gustaba. Tal vez si hubiera entrado en el mismo año con mi hermana no lo hubiera pensado dos veces y me hubiera decido, pero no me veía graduándome en aquella universidad.

Fui un día a inscribirme como primera opción en economía en la UAM y como segunda opción administración de empresas, sin embargo, en la UAM todavía no contaba con la primera carrera, solamente había planes de abrirla. Al final lo hizo, casi 20 años después. Las oficinas de la UAM quedaban todavía en Bolonia y estaban inaugurando el nuevo campus en Camino de Oriente.

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Sabía que esa era una de mis principales metas en la vida, mi desarrollo profesional, no importando mucho la universidad a la que asistiera, ya que estaba seguro que donde me hubiera inscrito me hubiera graduado sin problema alguno.

A inicios de febrero entré a la universidad. Todo era nuevo para mí debido a que era una metodología diferente de estudio, uno llevaba diferentes materias y tendrías aprobar cada uno de los créditos necesarios para graduarte o tenías que aprobar materias prerrequisito de otras.

Uno de mis primeros compañeros ahí fue Reynaldo Munguía, alto y dedicado en el estudio y con el tiempo se convirtió en gran amigo. Asimismo, dentro de las grandes casualidades estaba estudiando la misma carrera, Carmen, la esposa del Doctor Mario Sequeira, mexicana, que también fue una de mis mejores amigas cuando inicie la carrera.

Llevé mis primeras materias que aprobé sin ningún problema. Posteriormente se fueron incorporando otros compañeros que también se convirtieron en amigos: Ricardo Sujo, Joaquín Castillo, Isaam Kathib, Olga Saenz, entre otros.

Todos ellos sabían de mi condición, yo les había platicado sobre de ella, ya que en esa etapa de la vida, tienen la suficiente madurez como para no tomar una condición de esa naturaleza como broma. En cierta ocasión alguien me pregunto si siendo una enfermedad hereditaria, no le echaba la culpa a la persona que me la había trasmitido, sin pensarlo mucho le dije que era pérdida de tiempo estar echando la culpa a alguien, que fue una condición que se dio sin nadie pedirlo y que uno luchaba por seguir adelante y que echar la culpa a alguien era de perdedores.

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En aquellos años universitarios me di cuenta de que algunos compañeros, unos por falta de capacidad, otros por desidia, otros por vagos, tenían serios problemas para cumplir con algunos trabajos que se requerían en determinada materia. Recordé los tiempos del Mexicano Francés y empecé a ofrecerles apoyo para conducirlos en la elaboración de los trabajos, aunque algunos eran tan yoquepierdistas, que requerían casi que les elaborara el trabajo completo.

En algunos exámenes ciertos compañeros, todos ellos mucho más altos que yo, me rodeaban para que si era preciso les pasara copia, aunque era una situación difícil y arriesgada por las exigencias de los profesores. Aquellas ayudas me servían más que nada para mejorar mis conocimientos y llevar un índice académico bastante satisfactorio.

En cada materia que pasaba me llenaba de entusiasmo y le ponía mayor énfasis a seguir con la materia que correspondía en el pesum de administración de empresas. Cuando tenía dudas, me ponía a estudiar con mis compañeros de clase, en otras materias le consultaba a mi papá. Siempre me gustaba investigar en diferentes fuentes, así aprendía diversos tipos de vista sobre determinados tópicos.

Finalizando mi cuarto año de carrera, Rodrigo empezó a enfermarse más seguido, perdió bastante peso y todo indicaba que él se encontraba ya en una etapa avanzada de insuficiencia renal. A pesar de que en algún momento abrigamos la esperanza de que no llegara a desarrollar esa insuficiencia, sabíamos que de acuerdo a lo que ya habíamos vivido, que Rodrigo requería a corto plazo un trasplante de riñón.

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Rodrigo estaba en sus primeros años de Ingeniera Industrial en la UAM y tuvo que dejar la carrera ya que se fue a México un tiempo mientras se completaba los protocolos para ingresar como paciente enfermo renal en el Instituto Nacional de Cardiología de la ciudad de México, que contaba con un Departamento de Nefrología bastante prestigiado.

Así fue que en la navidad de aquel año vino mi tío Sergio con su esposa Alejandra a pasar las fiestas. En cierto momento, mi tío manifestó de manera espontánea que quería donarle un riñón a Rodrigo.

Así fue que se inició un ciclo, en esta ocasión para salvar a mi hermano Rodrigo, con la diferencia de que ya nuestra familia conocía el camino a seguir, sus obstáculos y problemas a enfrentar, sin embargo, teníamos la esperanza que una vez más íbamos a salir adelante.

De esta forma, sabíamos que en el año 1999 iba a ser un año no solo de esperanza de vida para mi hermano, sino un año de retos para toda la familia ya que mi mamá y Rodrigo se iban a ir a México sin fecha cierta de regreso y Cecilia María y yo nos quedábamos solos con mi abuelita y mi papa. No recuerdo la fecha exacta en que partieron a México, pero recuerdo que fue en los últimos años de mi carrera de administración de empresas. Fue en aquellos meses que a pesar de contar con información diaria de los avances de mi hermano, era una difícil situación que tuvimos que vivir. Mi mamá y hermano se hospedaron como siempre en la casa de la Mimi y del tío Orestes, quienes fueron nuevamente una pieza clave de la solidaridad que representaba nuestra familia paterna para nosotros.

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En lo personal dejar de ver tanto tiempo a mi mamá me causó gran tristeza, pues fueron cerca de seis meses. Nosotros en Nicaragua cooperábamos en lo que podíamos junto con mi abuelita Berta y con mi papá. Cecilia María asistía a su último año de Derecho y yo en mi penúltimo año en administración de empresas, a pesar de la tristeza que atravesaba la familia nosotros teníamos que seguir siendo optimistas y seguir con nuestros estudios y nuestras vidas.

Transcurrían los meses de aquel año lleno de retos, pasaban los días en que ellos por su parte iban realizando los estudios pertinentes para realizar el trasplante, tengo entendido, que a pesar de que mi tío con mi hermano no cumplían un grado estrecho de histocompatibilidad, ellos seguían realizando los estudios. No supe cuál era el grado mínimo que se requería para realizar el trasplante, pero si existen los trasplantes de donador cadavérico a una persona extraña también pudiese existir una posibilidad de que mi hermano tuviera éxito con mi tío Sergio.

Mi papa por su parte llevaba el estricto control de nuestros gastos a fin de hacer frente a los costos a incurrir en una operación aún más costosa que la de mi trasplante, además de estar al tanto de lo que aconteciera en la casa. Mi mamá por su parte tuvo que repetir toda aquella hazaña que ya había tenido que pasar conmigo.

Aquellos fueron tiempos difíciles, pues me angustiaba pensar de lo que pudiese ocurrir. Fue hasta finales de mayo de aquel año en que lograron trasplantar a mi hermano, quien debía permanecer un tiempo después de la operación para el debido seguimiento. En esa ocasión, se quedó con mis tíos pues mi mamá debía regresar a casa.

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Nos llenó de un gran entusiasmo saber que regresaba mi mamá después de tanto tiempo. Posteriormente después de unos meses más regresaría mi hermano Rodrigo a casa después de tantos meses de angustia, al parecer regresaría nuestra casa a la normalidad después de haber seguir viviendo el calvario que se vive al padecer esta grave enfermedad.

Ya al finalizar 1999 seguía culminando mis estudios de cuarto año de universidad en la carrera de administración de empresas, sabía que el año 2000 iba a estar lleno de retos debido que iban estar cargados de elaboración de los últimos estudios a desarrollar culminando en el desarrollo de la tesis, por lo que debía prepararme desde inicio de año.

De regreso de México, mi mamá, ya con la tranquilidad de que Rodrigo estaba estable después de su trasplante, se enfocó de lleno en un proyecto que había desarrollado con mi papá y era el de establecer un preescolar en Bello Horizonte, con la misma filosofía y calidad educativa que el plantel de Linda Vista. Fueron meses de intenso trabajo, hasta que tuvieron todo listo para iniciar clases en el año lectivo 2000.

En cuanto a mi salud en aquellos años, a pesar de contar con estabilidad en mi trasplante, en ciertas ocasiones ya me sentía lastimado de mi sistema inmunológico, tantos años de tomar los medicamentos que en ciertas ocasiones me sentía agotado y empezaban con más fuerza las pesadillas nocturnas, reacciones adversas que con el tiempo se van siendo más repetitivas, pero siempre siguiendo adelante, más que ser una costumbre y quejarme de las reacciones adversas, me anteponía a ello, siempre existe aquella fuerza interna que te da esperanza de restar importancia a que sintiera debilidad, cansancio o dolores.

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En el año 2000 ya debía decidir con anticipación todo lo concerniente a la preparación de la tesis monográfica. En ese año conocí a Velia Noguera y a su esposo William Bird, quienes se convirtieron en grandes amigos. Velia iba un año más adelante, sin embargo, cuando tuvo a su bebé se retrasó en la universidad, por lo que nos encontramos en el último año. Juntos empezamos a desarrollar el estudio de la tesis, dentro de tanto temas a realizar, tantos campos en la administración que no sabíamos qué tema seleccionar.

En esas fechas mi papá me informó que el Proyecto que él dirigía requería de un sistema completo de evaluación del desempeño (desde el diseño hasta su montaje), la peculiaridad era de que como sus colaboradores estaban a nivel gerencial, lo requería para personal que desarrollaba ciertas destrezas cumpliendo con un perfil de alto rendimiento.

Sumado a lo de la tesis, en el primer semestre me toco desarrollar el proyecto de la materia de emprendedores junto con mis amigos Joaquín Castillo, Giovany Estrada, Roberto Bonilla y Bryselda Campos. En dicha clase teníamos la tarea de desarrollar un proyecto de emprendimiento.

Esta materia fue introducida por la universidad en consideración a que era muy difícil que la totalidad de egresados consiguieran emplearse en algún puesto acorde a su carrera, de tal manera que con las destrezas adquiridas en esa materia, pudieran los egresados contar con una alternativa al desarrollar un proyecto de emprendimiento, para poner en marcha un negocio, aunque, a pesar de que se escucha fácil, en la práctica, la hazaña de la puesta en marcha de un negocio, no es nada fácil.

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Cada quien en nuestro grupo de trabajo colaboraba en la parte que le correspondía para desarrollar nuestro proyecto emprendedor y de esta manera fuimos el primer equipo que entregó el trabajo. Nuestro profesor de esa materia, Juan Ramón Castillo, fue alguien de quien aprendí mucho, pues me trasmitió grandes enseñanzas no solo en la materia, sino que de la administración en general. Siempre me decía que no importaban los dolores del parto, sino el bebé, queriéndome decir que a él no le diéramos excusas, sino que le mostráramos resultados. Siempre que me saludaba con un gran aprecio y entusiasmo y al apretar sus manos lo hacía suavemente.

El trabajo completo estuvo listo una semana antes y decidimos que fuera Roberto Bonilla quien lo entregara. Le entregué el trabajo impreso, repitiéndole con insistencia que nos indicara cualquier duda o comentario del profesor. En aquellos días Roberto se mostraba algo afligido o preocupado por algo, sin embargo, como era tan reservado, no insistimos en preguntarle qué le pasaba.

Una vez entregado el trabajo, Joaquín nos invitó a ir al mar. Yo casi nunca participaba en aquellos paseos, pues me daba cierto temor comer fuera de mi casa. Todos entendieron mi negativa pues sabían de mi condición, así que regresé a mi casa y ellos se fueron al mar.

Al día siguiente me llamaron para avisarme que Roberto andaba en un cuadriciclo en la playa cuando tuvo un accidente que le había costado la vida. Sentí como un golpe en el pecho y me solté a llorar al sentir una gran tristeza al saber que nuestro amigo había muerto.

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Fueron días terribles, llenos no solo de tristeza, sino también de angustia y desolación para nosotros. Recuerdo que llegó el día en que debíamos presentar nuestro proyecto en la universidad, para lo cual llegaron los papás y hermanos de Roberto. El papá que estaba muy enfermo me pidió que le presentara el proyecto como si ahí estuviera su hijo, sentí una sensación difícil de explicar, ya que siempre estando en situaciones difíciles e inciertas me costaba mucho reaccionar. Vivimos días tristes con la lamentable pérdida de Roberto. Sin importar mucho la nota que sacáramos o que ganáramos algún premio, pudimos cumplir con el cometido, a pesar de que una semana antes habíamos perdido a nuestro querido compañero. Otro de nuestros compañeros, según dijo, del susto y la sorpresa tuvo que ser operado de apendicitis.

Al finalizar el año 2000, yo había culminado todas mis clases de la carrera a satisfacción, no tuve ningún contratiempo ni quedé debiendo ninguna clase, por lo que tenía que empezar a trabajar en la tesis junto a Velia Noguera. Nuestro tutor fue Alejandro Dávila Rueda, a quien habíamos seleccionado debido, no solo al área enfocada, sino porque para nosotros era un docente destacado. A partir de aquel momento me convertí en amigo del profesor, siendo así que fue mi tutor en mis tesis de maestría y en la tesis de Ingeniería Industrial de mi hermano.

Fueron meses, desvelos e insistencias de trabajar a diario en la tesis, cada detalle era indispensable, por mi parte siempre preguntaba a cada profesor que veía sobre su punto de vista sobre el área que se estaba desarrollando, en aquellos momentos no existía todavía en su totalidad el internet, por lo que las herramientas necesarias eran los libros, revistas, estudios y entrevistas informales que se les hacían a los expertos.

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En abril del 2000 mi mamá cumplía sus 50 años. Meses antes me acuerdo que platicando con mi papá y Rodrigo, planeamos realizar una celebración para esa ocasión. Cecilia María no estaba, ya que se encontraba realizando una pasantía en España. Fue una especie de premio de consolación, pues la UNICA otorgaba una beca completa para el INCAE al mejor alumno de la promoción y aquel año, quién sabe a quién le regalaron aquella beca, de tal forma que las autoridades de esa universidad, para taparle el ojo al macho, le ofrecieron en su lugar una pasantía en España.

Por mi parte, empecé a recolectar dinero con mis trabajos elaborados en la universidad para hacer realidad el homenaje a mi mamá. Así fue que Rodrigo, mi papá y yo pudimos hacerle una gran fiesta estando presente además de toda la familia, todas sus amigas de bachillerato del Teresiano, amigas inseparables que después de tantos años, sin importar las circunstancias de cada una de sus vidas, se mantenían juntas.

Fue una noche especial, pues para darle animación a la fiesta, contraté un grupo de chicheros. Así pues, en medio de un gran júbilo, aquel día, entre música, risas, llanto de sentimientos encontrados, pudimos festejar aquel memorable cumpleaños.

En mayo de 2001 presentamos nuestra tesis para optar al título de licenciados en Administración de Empresas. Recuerdo que tenía noches sin dormir, sentía nervios.

Nuestro comité calificador estaba integrado por tres grandes docentes, el Lic. Francisco Gutiérrez, Lic. Juan Ramón Castillo y el Lic. Eduardo García quien era Decano de la Facultad de Administración de Empresas en aquellos años.

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Aquella noche llegamos al aula designada y al entrar no se encontraba nadie, entre nervios y una sensación de euforia, después de la presentación, el comité empezó a formularnos un sinnúmero de preguntas e insistencia por cuestionar y cuestionar. Para cada pregunta teníamos una respuesta y después de casi una hora de preguntas, el Lic. García nos indicó que saliéramos para deliberar sobre la calificación.

Al salir, nuestra gran sorpresa fue que afuera parecía una manifestación de personas, pues se encontraba mi familia y la familia de Velia. Finalmente, después de un rato, los profesores nos indicaron que entráramos con nuestras familias a recibir la calificación.

Ya en el aula ubicaron a nuestras familias en la parte posterior, mientras que abajo nosotros recibíamos la calificación. Fue una gran emoción cuando escuchamos que la nota final de nuestra tesis había sido 100. Sabíamos que en toda la historia de la UAM, solamente había dos grupos de administración que habían logrado un 100 de calificación en la tesis.

Recuerdo que mi mamá se emocionó tanto que gritó: ¡Ese es mi hijo! No sé qué se le vino a la mente en ese momento. Después de tanto esfuerzo había podido cumplir aquel anhelo de ser un profesional.

En lo personal aquel título tal vez sería un papel más, pero significaba una gran cantidad de esfuerzo realizado y más que nada, el anteponer una proyección de vida incierta debido a mi enfermedad, que al final se convirtió en un sueño alcanzado.

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Poco tiempo después en el Teatro Nacional Rubén Darío se llevó a cabo la promoción de la UAM. Cuando recibí mi título sentí una sensación difícil de describir, pues se trataba de un enorme esfuerzo, no solo de cinco años, sino el esfuerzo de toda una vida y volver a empezar las veces que fuera necesario, ante las circunstancias del destino. Se trata de una lucha en donde no solo se combate a diario, desde el amanecer, siempre con las metas claras en la mente.

Aquella noche en el Teatro tuve que contener las lágrimas cuando me entregaron el título. Aquellos pocos pasos que iban de la fila en que estaba hasta llegar a recibir el título y nuevamente de regreso, se convirtieron en los minutos más largos de mi vida. Fue como mirar pasar tantos años resumidos en aquel pequeño trayecto.

Unas semanas después de haberme titulado, comencé a darle vueltas a lo que sería mi empleo en el sector productivo. La situación era realmente difícil, pues la demanda de administradores de empresas no alcanzaba para cubrir toda la oferta proveniente de las múltiples escuelas de administración de empresas que abundaban en las universidades nacionales.

Si bien es cierto, la UAM tenía ligeramente mayores calificaciones que muchas de las universidades que ofrecían esa carrera, su bolsa de trabajo no era tan eficiente que digamos.

El programa de emprendedores era precisamente para bajar un poco la presión de los ex alumnos y que buscaran como convertirse en empresarios, mediante un recetario al estilo abuelita.

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Yo tenía en mi contra que en mis aplicaciones de trabajo tenía que acusar mi condición de trasplantado, pues de lo contrario no hubiera sido ético, así pues, con esa situación y mi estatura, muchas empresas lo pensarían mucho para darme un trabajo. Por otra parte, ya el nepotismo y el favoritismo o amiguismo había saltado del sector público al privado y en algunos casos en que los puestos de trabajo estaban como hechos a la medida de mis capacidades, fueron asignados a personas sin capacidad por el hecho de ser parientes, amigos o posibles conquistas de algún funcionario de la empresa. Me consolaba el hecho de saber que en poco tiempo aquellas contrataciones hacían pagar caro a las empresas que los habían seleccionado, con su ineficiencia o falta de productividad.

De esta forma fue como echando mano un poco al espíritu emprendedor y con mi experiencia pasada, inicié una carrera en la tutoría, orientación o dirección de tesis de grado. Este ha sido mi trabajo sostenido durante los últimos dieciséis años.

Los primeros pupilos hicieron contacto conmigo poco tiempo después de graduarme. Tuve ciertas dudas, pues a ese nivel es una tarea difícil y de gran responsabilidad. Al final acepté la tarea propuesta y meses después y con una preparación a conciencia de mis alumnos, llegaron a presentar su tesis si problema alguno. Sus notas fueron sobresalientes en la presentación de la tesis, de tal manera que me sentí orgulloso y la verdad fue que en ese momento pensé que eso sería todo, una bonita experiencia y a otra cosa. Sin embargo, estos muchachos me recomendaron con otros para que me contactaran para el mismo menester y de esa forma fui creando una especie de marca en el tema de la tutoría para la preparación de tesis.

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La fama fue creciendo de boca en boca e inicialmente solo me dedicaba a dirigir tesis de administración de empresas pero luego, después de dos años me aventuré con buen suceso a tesis de Ingeniería Industrial, Mercadeo, Turismo y hasta Medicina. De la misma manera, pasé de la UAM a la UNICYT, la UCA, la UNAN, llegando a asesorar tesis de la Universidad de Palermo Argentina y de la Universidad de Chile. A veces pienso que nadie te puede limitar a cumplir con tus sueños, ya que plenamente sé que cualquier carrera que hubiera estudiado, en cualquiera de ellas hubiera culminado con éxito.

Con este trabajo he aprendido no solo nuevos conocimientos, que iba adquiriendo con el auto aprendizaje, sino que también iba aprendiendo de los diferentes puntos de vista de las personas a quienes dirigía, ellos siendo expertos en sus áreas donde trabajaban. Muchos de ellos se convirtieron en mis amigos y muchas veces mi casa se llenó con estos pupilos que buscaban una buena dirección en sus tesis.

Finalizando mis estudios de administración de empresas, a los tres meses de haber finalizado, opté por seguir preparándome, dado que fue difícil conseguir trabajo debido a todas las razones antes expuestas. En aquel entonces la Universidad Americana estaba ofreciendo estudios de posgrado para la Gerencia de PYMES, lo cual fui a investigar sobre el pensum y su orientación hacia dicho sector, me llamaba la atención dicho curso ya que fue de los primeros que ofreció la universidad. Hablé con la encargada y resultó que otorgaban descuentos a los ex alumnos de la UAM. Con esa información le pregunté a mi papá si me apoyaba económicamente y él que siempre ha confiado plenamente en mi capacidad me indicó que me inscribiera en el curso.

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Con gran confianza me encaminé hacia mi nuevo objetivo, llevando de la mano mis tutorías de tesis, pues estas siguieron llegando sin necesidad de publicitar mi oficio de tutor. En el postgrado conocí a muchas personas, la mayoría trabajaba en el sector del crédito rural, en el apoyo a los artesanos, o tenían sus microempresas. Ahí conocí a quien se convertiría en uno de mis mejores amigos y a quien le guardo un aprecio especial, Roger Pérez Marenco, quien llevaba el curso junto a su mamá. Siempre agradezco sus consejos y su apoyo incondicional. Tiempo después conocí a su esposa Soraya Matus, dentista de profesión que se convirtió también en una de mis mejores amigas y en la dentista de cabecera de mi familia.

El postgrado fue para mí una gran experiencia en cuanto a conocimientos y con ello no solo aprendía de los llamados facilitadores, sino también de los oportunos comentarios de mis compañeros de clases. Siempre me propuse lograr buenas calificaciones, de tal manera que logré finalizar el curso en el tercer lugar.

Los resultados que obtuve en ese curso me motivaron para seguir con la maestría en Gerencia de PYME, que se ofreció como extensión del curso de posgrado. Puse todo mi empeño y logré alcanzar el mismo nivel de calificaciones, sin embargo, al finalizar el curso y sacando 100 en mi tesis final, no aparecía dentro de las personas considerados como los mejores alumnos. Realicé varios intentos para hablar con la persona encargada de la maestría, solicitando mis calificaciones y de esta manera confirmar mi promedio y así poder reclamar con fundamentos, sin embargo, siempre me ponían algún pretexto. Más que la nota en sí, lo que me molestaba era que alguien había manipulado las calificaciones quién sabe con qué fin.

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Tiempo después me di cuenta que todo ese chanchullo obedeció al hecho de que una alumna de esa maestría era pariente de un funcionario de la universidad y de manera misteriosa apareció con la mejor calificación, tal vez para justificar alguna beca o algo parecido. Me quedó el consuelo que a pesar de lo que manejaron, mi rendimiento sobresalió encima de todo el grupo.

Poco tiempo después la UAM ofreció una MAE con énfasis en mercadeo, con profesores del ITESM de Monterrey. Era una maestría costosa, incluso más costosa que una maestría que se ofrecía en España. Si hubiera tenido algún familiar en ese país, me hubiera aventurado a viajar a España, pues aunque se manejen contenidos similares, una maestría en el extranjero tiene más peso que una ofrecida a nivel nacional.

Me interesó mucho esa maestría, sin embargo el gran problema era su costo. Yo no tenía trabajo formal que pudiera ayudarme a gestionar un crédito para hacerle frente a esa inversión. Al final, me decidí y le planteé a mi papá mi interés de estudiar esa maestría y que necesitaba de su apoyo financiero para llevarla. De entrada en esa ocasión me indicó que no era posible, que era un monto muy elevado.

Al día siguiente mi papá se acercó a mí y me preguntó que si sentía que podía con esa maestría. Mi papá no dudaba de mi capacidad, sin embargo, tenía muy claro que yo no tenía la experiencia suficiente en el campo laboral, pues ese tipo de maestría descansaba en el estudio de casos en donde la experiencia personal complementaba lo estudiado en la materia y de esa manera se resolvían. Sin pensarlo dos veces le di mi palabra que como siempre mi compromiso hacia el estudio y realizando mi mayor esfuerzo lo podría lograr.

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Así fue que a un mes de presentar mi tesis de la primera maestría en Gerencia de PYME estaba ya inscrito en la maestría MBA de la UAM/TEC de Monterrey.

En esa maestría tuve que realizar un esfuerzo mayor, pues me costaba mucho llevar aquellas materias y tenía que ponerme al nivel de compañeros de clase que tenían puestos gerenciales en grandes empresas y contaban con una amplia visión. Esto les facilitaba relacionarlo con las asignaturas. De la misma forma, los profesores eran mexicanos y eran muy exigentes con los trabajos.

Dentro de mi grupo con quien pues intercambiaba opiniones o mejor dicho, conversar con ellos, fueron Emma Castillo, Rodrigo Vargas a quien había conocido tiempo atrás y Juan Gabriel Schutze, cuyo hermano Lorenzo Schutze había estudiado conmigo en el Faure y se distinguían por su gran estatura y complexión.

Esa maestría fue una de mis mejores experiencias, ya que pude finalizar y obtener un certificado a otro nivel. A pesar del gran esfuerzo que realicé, mis calificaciones aunque no sobresalientes como yo lo hubiera querido, fueron altamente satisfactorias, aunque sé que si hubiera tenido experiencia previa en el campo de mercadeo y publicidad mi rendimiento hubiera sido excelente.

Sin embargo, aquellos resultados no me desanimaron, pues más que las calificaciones o el certificado obtenido, lo más relevante era el compromiso que me había impuesto al iniciar esa maestría.

En el fondo, lo que más satisfacción me daba era el hecho de que todas las metas que me proponía las alcanzaba. Así fue que al final logré mi título de MAE en Mercadeo de la UAM con el Tecnológico de Monterrey.

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Para esos años la Universidad Americana anunció un concurso para seleccionar personal en dos áreas en las que yo cumplía los requisitos al cien por ciento en cuanto al perfil requerido. Tenía la percepción de que habiendo estudiado 10 años continuos ininterrumpidos en la Universidad Americana y con mis calificaciones, me tomarían en cuenta, pensando además que compartía la misma visión y misión de la Universidad. Envié mi aplicación con mis documentos y al final ni siquiera me tomaron en cuenta para participar.

A pesar de esa mala jugada de mi alma mater, no llegué a frustrarme, me di cuenta que a veces no basta con llenar un perfil, sino que cuentan más las amistades y parentescos para lograr un puesto, principalmente en ese tipo de instituciones.

Finalizando las maestrías, tiempo después me mando a llamar la Lic. Alcira Pérez de Benoit. Ella es amiga de mi mamá, pues fueron compañeras de colegio desde pequeñas y comparten muchos puntos de vista. Siempre la tenía en mi mente en una foto en donde ella y mi mamá están presentando un proyecto en la Feria de Ciencias que consistía en un refresco de pitahaya envasado en botella de vidrio. Posteriormente ese mismo proyecto ha sido presentado infinidad de veces en los cursos de emprendedores de la UAM. Esto me hacía reflexionar en el espíritu emprendedor de dos muchachas de secundaria a mediados de los años sesenta, contrario a la percepción de que el desarrollo del espíritu emprendedor requiere de etiquetas o de cursos. Creo que el espíritu viene del interior de la persona, muy independiente del concepto o de la teoría que algunos autores hayan desarrollado, es un impulso interior que cada quien lleva para imponerse metas y luchar por cumplirlas.

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Doña Alcira me expresó que tenía interés en que yo trabajara con ella y aunque estaba consciente de que no tenía experiencia previa yo acepté aquel reto. Ella trabajaba en el rubro de litografía, donde era la gerente de una empresa fundada por su papá, Fotograbados y Litografía Pérez. En un principio ella trabaja sola con el apoyo de unos cuantos. Me asignó al área de contabilidad, ahí fue donde conocí a Don Elvis un contador que siempre me contaba su historia y me enseñaba la operación de la empresa, por su parte Doña Alcira me enseño el fascinante mundo de la litografía.

Cada mañana iba donde estaban las grandes máquinas en donde se elaboraban desde afiches hasta cajas impresas. Desde mi perspectiva pensaba que esto pudiera ser fácil, sin embargo, todo lo impreso venía desde ser un trabajo de arte elaborado por los diseñadores en cuanto a ideas de los clientes, hasta determinar los materiales en que debía ser impreso. Ahí fue donde aprendí sobre los colores principales, el Pantone, los tipos de papel y sus tamaños, como minimizar los desperdicios o en su caso como imprimir en retazos para aprovechar el material al máximo.

En esos días empecé a sentirme mal de mi ojo izquierdo. Ya sabía que ahí también tenía catarata, pues el Dr. Graue en México me lo había anticipado, pero me comentó que podía esperar un buen rato para su operación. El problema era que ya estaba viendo borroso y eso a veces me daba dolor de cabeza. Como en ese tiempo ya había en Nicaragua varias clínicas que realizaban operaciones de cataratas con laser, me recomendaron ir a una clínica en Ofiplaza, en donde atendía un oftalmólogo que residía y trabajaba en Sudamérica pero que venía frecuentemente a Nicaragua a realizar operaciones de esa naturaleza. Supuestamente era una eminencia.

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Decidí proceder de inmediato con esa operación. Todo iba marchando bien, se tenía todo preparado para la operación, pero yo presentía que algo andaba mal. Cuando estaba en la sala de espera me hicieron pasar a otra sala. Yo pensaba que me iban a pasar a un cuarto aislado para prepararme y ponerme una bata, pero para mi sorpresa me llevaron a una pequeña sala en donde había varias personas sentadas en rueda, como si fuera una reunión de alcohólicos anónimos o algo por el estilo, encontrando a unas siete personas de edad avanzada, yo era el único joven. Una ayudante me indicó que me cambiara señalándome una puerta, yo creía que era un cuarto para cambiarse, pero resultó que era un closet, casi como Clark Kent. Yo indignado y nervioso, ya que me conocía todo el protocolo de una operación, tuve que hacerlo, pero no me daba buena espina. Estaba a punto de pedir ayuda y gritar, porque presentía que algo malo iba a suceder.

Tan sólo unos minutos antes de la operación, el supuesto doctor, me vio el ojo y otra persona me puso anestesia. A los minutos me subieron a la camilla y en eso el doctor me empezó a succionar el ojo con un instrumento quirúrgico, yo le indicaba varias veces que me dolía mucho y en todas hizo caso omiso, como si solamente se tratara de cumplir en quitarme algo en el ojo, como si fuera un animal. Posteriormente no había acabado y pensando que me iban a llevar a un cuarto a recuperarme, cuando solamente me indicaron que con cuidado me vistiera y que me fuera a la sala de espera donde se encontraba mi papá.

Al salir varias veces le comente a mi papá lo que me había hecho, él seguramente también había estado indignado por lo sucedido.

Al paso de los días sentía que no me mejoraba el ojo y le decía a mi papá que me dolía.

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Me presenté a la clínica días después y los supuestos doctores, más que revisarme y evaluar la operación que me habían realizado, se fueron por otro camino y me diagnosticaron otra cosa y la supuesta doctora encargada de darme seguimiento, pues el oftalmólogo titular ya había volado, me pasó con otra persona quien me dijo que me iba a realizar un estudio muy peligroso que pudiera perjudicar mi función renal. Total que esa clínica con su mala práctica me arruinaron la visión y el parpado, de tal manera que tuve que acudirá a ver a otro oftalmólogo que tuvo que practicarme otra operación. Así fue que estuve a punto de perder la visión al 100% en ese ojo.

A pesar de lo desanimado por culpa de la incompetencia de aquel equipo de seudo oftalmólogos, sabía que debía seguir siendo fuerte.

A veces las malas prácticas hospitalarias y las diligencias médicas y sus consecuencias hacia los pacientes suceden, es un riesgo, pero también sé que hay doctores preparados y que cumplen con todo los procedimientos a los que uno se debe someter.

Después de la operación regrese otra temporada a trabajar con Doña Alcira, quien después de haber comprado una maquinaria especializada de impresión de cuatro colores y otras máquinas más modernas, decidió independizarse y trabajar por cuenta propia con sus hijos. Así fue que primero conocí a su hijo Lucian de quien me hice muy amigo, posteriormente, después de un tiempo regreso a trabajar con su mamá Marcel, muy diferente a Lucien, tanto físicamente como en su forma de ser. Siempre pude contar con la amistad de ellos y me gustaba intercambiar ideas con ellos, ya que eran casi de mi misma edad.

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En el año 2007 decidí incursionar en las tutorías dirigidas a los proyectos de desarrollo de emprendedores, ya que la Universidad decidió implementar cursos de postgrado de titulación, trámite mucho más rentable para la universidad que la presentación de tesis, por lo que ese segmento de mercado se redujo casi a cero. Por lo anterior, con la práctica y experiencia que tenía como tutor y aprovechando mis diversos contactos y sin estar pregonando a la gente lo que hacía, fue que para ese tiempo un grupo de medicina de la UAM me pidió apoyo para el desarrollo de su proyecto emprendedor. Así pues fueron mis primeros alumnos y los que me impulsaron a dedicarme en el apoyo de estudiantes para el desarrollo de sus proyectos. No contaba con oficina, y llegó a resultar muy difícil estarme reuniéndome con ellos en mi casa, por lo que opté en un inicio usar como mi oficina las instalaciones de Metrocentro, donde en infinidad de ocasiones fue mi centro de operaciones, más tarde me trasladé al área de comidas de Galerías Santo Domingo.

De la misma forma, pude crear una retroalimentación constante con mis alumnos a través de correos electrónicos y otros medios digitales, en los que a la par de ellos les apoyaba no solo en el desarrollo de su proyecto sino de una explicación de cada uno de los requerimientos en que se desarrollaban, así pues cree un lazo de trabajo exhaustivo con ellos. En todo este tiempo varios alumnos han ganado premios en diferentes categorías y no me cansare de seguir ejerciendo mi apoyo hasta que en algunos de ellos ganen el primer lugar como mejor proyecto emprendedor. Nunca necesite ninguna formalidad por parte de la universidad, ya que estoy completamente seguro que el apoyo educativo e inductivo que les doy a los estudiantes es profesional, no solo en el sentido de la experiencia y conocimiento, sino la motivación para emprender lo mejor de sí en su vida profesional.

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En muchos casos, le contaba mi historia a los estudiantes, no con el objetivo de ser un ejemplo a seguir, si no con el objetivo de que pudieran lograr las cosas siempre y cuando la insistencia y perseverancia sean sus herramientas para cumplir sus sueños.

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VII.- EL GUERRERO CAÍDO

Al iniciar el año 2010 todo cursaba con normalidad en nuestras vidas, ya contaba con 23 años de trasplantado, habiendo librado los ataques del dengue y la influenza, de la misma manera me había acostumbrado a los daños en mi piel debido a los fuertes rayos del sol de Managua, aunque sentía que tenía mis defensas bajas.

En ese año, nuestra familia recibió dos golpes contundentes. En abril falleció mi abuelita Belya, después de padecer los estragos de la diabetes. Me dolió mucho pues compartimos mucho tiempo en México, su cariño lo daba a raudales y era un pilar fundamental en nuestra familia. Poco tiempo después, en junio, falleció Paulita Cecilia, la bebita de mi hermana Cecilia. Nuestra familia quedó devastada, tratando de juntar fuerzas para retomar nuestras vidas.

Nunca nos imaginamos, que después de tan duros golpes, el siguiente año sería uno de los más funestos en la vida de la familia Ortega Miranda.

A principios de año mi hermano Rodrigo ya tenía un poco deteriorada su función renal. Siempre expresaba que los médicos nefrólogos de México no le hacían mayores comentarios sobre su estado, pero ciertamente yo sospechaba que a veces ocultaba lo que ellos verdaderamente le decían.

Por la experiencia que tuve en el servicio de nefrología, aprendí que es difícil para alguien que padece esta terrible enfermedad, aceptar la realidad.

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Me imagino que Rodrigo, al amar infinitamente a sus dos hijas, en el fondo le rehuía a cualquier situación que pudiera apartarlo de ellas.

A inicios de ese año, Rodrigo iba a INESER a retirar un cheque del seguro correspondiente a un accidente que había tenido. Estacionó el automóvil y al dirigirse a las oficinas, parece que tropezó en lo irregular de la acera, cayendo y golpeándose fuertemente el codo. Inmediatamente le avisó a mi papá quien fue a verlo y afortunadamente encontró que empleados del INVUR, oficina vecina de INISER, amablemente lo habían auxiliado.

Mi papá lo llevó inmediatamente a urgencias del Hospital Salud Integral, en donde le diagnosticaron la fractura del codo. El especialista dictaminó que era necesario operarlo. Mi papá me avisó y fui al hospital. Llegué cuando lo estaban preparando para la operación y fue cuando noté en él una gran aflicción. Sin embargo, a él le caracterizaba que no le gustaba hablar con nadie de las cosas que le sucedían. Solamente me decía que su riñón ya no servía y más que con cierta preocupación lo decía con cierto desinterés.

Durante los meses siguientes, al no poder manejar, yo lo apoyaba en lo que podía para llevarlo al hospital a sus terapias o para cuando tenía que hacer diligencias de sus hijas y como siempre cuando podía tenía la costumbre de invitarle a comer algo o lo que fuese.

Durante aquellos días se notaba que tenía una preocupación por algo y a pesar de que a veces le preguntaba él nunca daba una respuesta para poder ayudarlo. Parecía que lo inundaba una terrible soledad y lo único que lo alentaba eran sus dos hijas, que eran sus ojos de la cara.

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A finales de junio de aquel año partió para una revisión a México para ver que le indicaban los nefrólogos del Hospital de Cardiología, sin embargo, no necesitaba decirlo para notar que se veía cansado y triste por alguna situación.

Por lo general tardaba entre dos a tres semanas en México dependiendo de las citas que le programaran y yo durante ese lapso me encargaba de llevar y traer a Nadia Cecilia y a Isabella de la escuela a su casa.

A su regreso de México, en julio, noté que Rodrigo estaba mal. El 22 de julio del 2011 le celebramos su cumpleaños en la Pizza Hutt de Guanacaste. No se veía tan entusiasmado, parecía como que él presentía que algo malo que le iba a suceder.

En los primeros días de agosto, Rodrigo le comentó a mi papá que se sentía mal. Por los síntomas mi papá creyó que era uno de esos virus que andaban dando y le hizo una cita con un internista en el Hospital Metropolitano. Antes de salir, mientras estaba en el cuarto, aparentemente se sintió débil, se desmayó y cayó. Cuando mi papá, que estaba cerca, escuchó ciertos ruidos fue a ver y lo encontró en el suelo sin poder incorporarse. Rodrigo lloraba del dolor y de la impotencia, mi papá se lo llevo lo más pronto posible al Hospital Metropolitano.

Después de revisarlo le diagnosticaron una fractura en el fémur. Me cuenta mi papá que Rodrigo gritaba de desesperación, más que del dolor, de saber que en tan corto tiempo volvió a sucederle lo mismo. Como consecuencia de la caída también su riñón comenzó a sufrir.

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Lo dejaron internado, para ver si era posible operarle el hueso, además para estabilizarlo pues todas sus funciones estaban alteradas. Primero estuvo en una habitación, pero luego fue ingresado en cuidados intensivos y ahí estuvimos, mi papá, mi mamá y yo, afligidos por la situación de Rodrigo, lo frágil que se encontraba y con el temor de que su situación pudiese empeorar.

En ciertos momentos nos dábamos ánimo y sentíamos que como siempre saldríamos adelante y al final de cuentas mi hermano superaría aquella situación.

En el hospital tuvimos el apoyo de muchas personas, pues en primer lugar llegó nuestra familia más cercana, mi tío Ovidio fue inseparable con su esposa Celeste, mi tío Eduardo y mi tía Silvia, luego se sumaban las primas Ortega Rosales, mi tío Iván y su esposa, las amigas teresianas de mi mamá, personal del preescolar y otras personas allegadas a la familia, siempre mostrando su preocupación por la delicada salud de mi hermano.

Rodrigo estuvo casi tres semanas en el Hospital Metropolitano, en ese lapso, fue operado del fémur, además por primera vez en la vida recibió hemodiálisis, terapias, e infinidad de visitas de los médicos.

Mis papás estuvieron por turnos, a veces se quedaba mi mamá y en otras ocasiones mi papá, pero durante ese período fue una larga travesía de tristeza, esperanza y lágrimas.

Fue admirable que mis papás a pesar de su edad sacaban fuerzas de donde pudieran para no dejar aún lado su trabajo y de que Rodrigo nunca estuviera solo. En ningún instante mi hermano parecía mejorar, lo único hacía durante todo esas semanas, estando en aquel hospital era preguntar por sus hijas.

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Fue hasta mediados de agosto que a mi hermano lo dieron de alta, una vez que los doctores pensaron en que tenía cierta mejoría.

Al regresar mi hermano a la casa no podía moverse por sí solo, me acuerdo que estaba en sillas de ruedas, cuando le pregunte si se encontraba mejor y con cierta tristeza me decía que un poco mejor, pero yo por dentro sentía lo que a él le sucedía.

Yo sabía lo que era estar sin fuerzas, con dificultad hasta para respirar, solamente que él no sentía eso solo físicamente, sino también de que tenía que agarrar fuerzas, no sé de dónde, por sus dos hijas.

Aquella noche, fue una de las peores noches, ya que Rodrigo comenzó a empeorar. La presión arterial se mantenía incontrolable y en ciertos momentos parecía que se no sobreviviría. Mi mamá estaba muy nerviosa, sin embargo, la Profesora Alba Mercedes, sub directora del preescolar, se quedó para acompañarla y apoyarla. Don Juan Francisco, su esposo, también estuvo apoyándonos. De la misma forma se quedó con nosotros Doña Rosita Reyes, asistente de mi abuela, a quien Rodrigo le tenía un enorme aprecio, como si fuera una segunda madre. Mientras Doña Alba calmaba a mi mamá, doña Rosa sostenía la mano de mi hermano.

Recuerdo que Rodrigo exclamaba que ya no quería nada más, pues ya no soportaba tanto dolor. Había estado inmovilizado por casi tres semanas, había sufrido una operación de la cual casi no sale con vida.

Recuerdo que Rodrigo solamente exclamaba que no quería nada ya, indicando que ya no soportaba tanto dolor.

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Fui varias veces al cuarto donde estaba mi hermano, pero había varias personas ayudando. Mi hermano le rogó a mi papá que le prometiera no volverlo a llevar al hospital. Mi papá había accedido pero llegó el punto en que a Rodrigo le comenzó una hemorragia de tal manera que mi papá no quiso dejarlo que se desangrara en la casa y lo convenció de que lo dejara llevarlo al hospital.

Muy temprano por la mañana me acuerdo que mi hermano se despidió de cada uno de nosotros, yo creo que él en el fondo presentía que no regresaría. Yo entré al cuarto y más que decirle algo, ya que en esos momentos las palabras de aliento se vuelven vacías, más bien quise que sintiera mi presencia y mi cariño hacia él y darle la mano, él solamente me dijo que él lucharía con todas sus fuerzas, me dio un beso en la mejía y así fue como se despidió de mí.

Es muy triste hablar de ello, pero debo de contarlo, pues tuve la oportunidad de ver muchos casos. Para aquellos que el destino los hizo guerreros de tiempo completo y les corresponde a veces luchar, viendo cara a cara a la muerte, llega un momento en que las fuerzas flaquean y que sin importar la fiereza de la lucha, flota la sensación de que la batalla podría estar de antemano perdida y se cuela la duda de que si vale la pena seguir en la lucha, tan solo con la débil esperanza de seguir viviendo o si es momento de abandonar la batalla.

Lo admirable de mi hermano es que habiéndose rendido y pedido a mi papá que le prometiera que no lo llevaría de nuevo al hospital, al final se decidió a librar la batalla final.

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En esa ocasión, mis papás decidieron llevar a Rodrigo al Hospital Salud Integral, pues este queda a unos cinco minutos de nuestra casa, además que no les gustó el acoso financiero que practicaban en el otro hospital, en donde cada 12 horas estaban requiriendo la cobertura de los servicios acumulados en ese lapso.

En Salud Integral valoraron a Rodrigo en Urgencias y lo remitieron inmediatamente a la Unidad de Cuidados Intensivos.

En aquella unidad la situación de Rodrigo fue complicándose cada vez más, pues tenía pólipos en el intestino, luego le atacó una neumonía, además de la función renal que parecía deteriorarse. Los días que siguieron fueron verdaderamente dramáticos y nuestra familia no hubiese podido sobrellevarlos sin el apoyo de toda la gente que nos acompañó a todas horas para mostrarnos su cariño y solidaridad. Siguió acompañándonos la familia de mi papá, sus hermanos, primos, además de amistades, personal del preescolar y algunos padres de familia, quienes siempre estuvieron al pendiente de nosotros.

Siempre estaremos agradecidos con Doña Rosita quien a pesar de ser una persona con problemas de salud, siempre se ofreció para cuidar a Rodrigo con especial cariño, de tal manera que había momentos en que él la llamaba. De la misma forma, en los momentos más difíciles la Profesora Alba Mercedes apoyó a mi mamá, dándole ánimos y acompañándola en aquellos momentos tan difíciles.

Mi papá y yo permanecíamos juntos, apoyándonos mutuamente, tratando de encontrar un rayo de esperanza en momentos frustrantes en donde pareciera que nos encontrábamos en un callejón sin salida. Sin embargo, siempre logramos sacar fuerzas para sobrellevar la situación, aunque pareciera desesperante.

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Llegamos a establecer una relación de amistad con los parientes de los otros pacientes de la Unidad de Cuidados Intensivos. Recuerdo a un señor de la Costa Atlántica que tenía su mamá en esa Unidad.

Mis papás se turnaban durante la noche, pues no querían dejar solo a Rodrigo, pues en cualquier momento podía suceder una emergencia.

En una sala exterior, llegaban a visitar a nuestros padres la familia y los amigos. El ingreso a la Unidad estaba restringida y solo entraban mis papás y doña Rosita.

Mi hermana, al borde de la desesperación llamaba constantemente por teléfono desde El Salvador. De la misma forma, recibíamos llamadas de la familia en México y en los Estados Unidos.

Solamente una vez ingresé a la UCI, lo anterior porque me habían advertido que dentro de esa Unidad había pacientes con una gran variedad de virus y era altamente peligroso el contagio.

Al entrar sentí una extraña sensación, pues había un enorme silencio interrumpido por el pitido de las máquinas de los monitores. Había un olor característico a desinfectante, pero también el olor a miedo y a desesperanza. Lo vi muy triste, con la mirada perdida hacia un horizonte imaginado en el fondo. Su cuerpo estaba literalmente crucificado, pues en el último mes le habían practicado infinidad de análisis, hemodiálisis y lo habían tenido que desfibrilar en un par de ocasiones. Le tomé la mano y contuve el llanto al verlo así. No podía acercarme mucho y solo alcancé a escucharle en su débil voz que era difícil salir adelante. Me lo repitió varias veces, como queriéndome decir que había hecho todo lo posible por luchar contra todo.

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Siguieron días verdaderamente difíciles, mis papás sumidos en una enorme tristeza, pues los médicos en ciertas ocasiones no ofrecían muchas esperanzas de que Rodrigo se recuperaría y en otras ocasiones vislumbraban una mínima posibilidad de mejoría.

Una noche, empezando septiembre, yo estaba con mi papá en su cuarto cuando mi mamá que estaba con Rodrigo en el hospital, llamó a mi papá por teléfono para que fuera al hospital urgentemente. Mi papá llegó lo más rápido que pudo y cuando llegó mi mamá le avisó que Rodrigo ya había fallecido. Mi papá todavía lo encontró con el respirador artificial puesto. Mi mamá estuvo con él en sus últimos momentos que realmente fueron desesperantes y dramáticos.

Poco tiempo después llegaron mis papás a la casa. Mi mamá entró con una expresión que nunca se la había visto, mi papá como entre secreto y tristeza me dijo que mi hermano había fallecido. Sentí una sensación como si alguien me enterrara un cuchillo en el pecho y sentí un dolor inexplicable. Me puse a llorar desconsoladamente, pero mi papá y yo nos llenamos de fuerza, y lo acompañe aquella noche tan triste al hospital, para realizar los trámites correspondientes.

Cuando llegamos al hospital, nos condujeron a una habitación en donde estaba mi hermano envuelto con una sábana blanca y apenas se adivinaba su figura. Mi papá realizó los arreglos para que llegara la funeraria y se llevara el cuerpo para su preparación.

Las llamadas telefónicas comenzaron a sonar. Mi hermana Cecilia María y su esposo Alex, salieron en la madrugada de San Salvador para llegar por tierra a Managua.

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Mi papá y yo llegamos ya tarde a nuestra casa. Ahí encontramos a los hermanos de mi papá y sus familias para acompañarnos en aquel aciago momento.

Siempre recordare la escena cuando más tarde entré al cuarto de mis papás y observé a mi papá apoyado en una almohada llorando a la par de mi mamá. Me dio tanta tristeza que yo tampoco pude contener el llanto.

A temprana horas de la mañana llegó mi hermana, entrando rápidamente a la casa para ver cómo se encontraban mis papás. Fue un día amargo, lleno de desasosiego, de un sentimiento de derrota.

Por la noche fuimos todos a la vela de mi hermano a Sierras de Paz. Había muchas personas, familiares, amigos, personal docente del preescolar, padres de familia. Conforme pasaba el tiempo, iban llegando más personas. Asimismo llegaron ciertos amigos de mi hermano que nunca los había visto. Yo había estudiado en la misma universidad que él y conocía a cada uno de sus amigos desde que él había estudiado en el Faure, sin embargo a aquellos no los reconocí.

Llegaron mis amigos más cercanos como Velia Noguera y su esposo, Joaquín Castillo y su esposa, el doctor Mario Sequeria y su esposa y Roger Marenco y su esposa Soraya. Como siempre, dicen que solamente te das cuentas de los verdaderos amigos en aquellas situaciones más difíciles de tu vida.

Al día siguiente antes de la hora del entierro, cayó sobre Managua un tremendo aguacero. El trayecto hacia el cementerio se nos hizo difícil, pues muchas de las vías estaban anegadas.

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Todavía llovía cuando llevamos el féretro de la funeraria al lugar donde lo depositarían. Aquel trecho tan corto se me hizo eterno. A la par de mis papás y mi hermana sin decir ninguna sola palabra, acompañamos a Rodrigo hacia su morada final. En aquellos momentos empecé a tener una retrospectiva de lo sucedido y de los momentos que vivimos.

Bajo un toldo que medio protegía de la pertinaz lluvia, mi mamá dirigió unas palabras a los asistentes, indicando que la ley de la vida es que los hijos entierren a sus padres, pero era una tarea sumamente difícil que los padres entierren a sus hijos.

En aquel momento, sentí una sensación difícil de describir, me aparté del lugar y desconsoladamente me puse a llorar. Poco tiempo después se acercó a mí Alex, mi cuñado, quien se quedó acompañándome. Posteriormente poco a poco nos fuimos del cementerio a la casa donde estuvo la familia para acompañarnos un rato.

Los posteriores días fueron de un gran esfuerzo por sobrellevar la muerte de mi hermano. Yo he vivido durante años viendo como habían muerto mis amigos trasplantados, siempre por la misma causa, donde luchar por la vida es algo mucho más amplio, es amanecer todos los días y luchar contra viento y marea contra la enfermedad. Siempre sentí una gran tristeza con las muertes de mis amigosl, sin embargo, ningún dolor se compara con el que me causaba la muerte de mi hermano, mi compañero en la lucha por la vida, pasara lo que pasara, mi compañero de cuarto que por las noches del fin de semana veíamos películas sin importarnos la hora, aquel hermano que a pesar de compartir un gen idéntico de enfermedad y ser muy diferentes físicamente y de forma de pensar, nos apoyábamos en todo lo que podíamos.

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Hasta el día de hoy siempre por las mañanas al ver el cielo, sé que él está en algún lugar acompañándome. Siento siempre su voz cerca de mí, a veces en ciertos momentos pienso que está aquí, pero después vuelvo a caer en la realidad y sé que él está en algún lugar donde en algún momento nos encontraremos.

También estoy consciente de que tengo un compromiso conmigo mismo de seguir luchando para sobrevivir y soportar esta pesada carga que el destino echó sobre mis hombros.

Asumo dicho compromiso a pesar de la tristeza, de la melancolía, de mis momentos en que flaquean mis fuerzas ante la depresión provocada por los medicamentos. Sigo librando esa batalla a pesar de mis constantes pesadillas que me hacen despertar con el corazón acelerado, a pesar de las dolencias de mis huesos, pero me consuela pensar que a pesar de todo siempre respiro, y mi lucha siempre sigue, ya que no estoy solo en esto y sé que hay gente que me quiere y me acompaña en mi lucha diaria.

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VIII.- EL REGALO DE ESTAR VIVO

El afrontar la muerte de mi hermano fue un largo proceso. Durante los primeros años tuvimos que apoyarnos como familia, principalmente en lo afectivo y psicológico. Durante mucho tiempo, en la quietud de la noche, me parecía escuchar el llanto de una mujer y nunca supe si se debía a los medicamentos que ingiero, por el proceso de duelo de un ser tan cercano como es un hermano o por el mismo sufrimiento que nos agobiaba a toda la familia.

Siempre tengo sueños recurrentes con mi hermano y en cierta ocasión soñé que él me decía algo. Generalmente cuando soñaba con él, no teníamos ninguna interacción, pero en esa ocasión, se encontraba en su cama, con una expresión de tristeza y aflicción y cuando me acerqué, me agarró con todas sus fuerzas diciéndome que cuidara a sus hijas y yo le preguntaba, con miedo, que cómo hacía y el me respondía que nunca las dejara de ver. Tal vez estos sueños parezcan una tontería, sin embargo, a veces pienso que nuestros sueños provienen de un universo paralelo a nuestra realidad.

En estos años, mis papás, a pesar de su edad, se han dedicado en cuerpo y alma a Nadya Cecilia e Isabella Sophía, las hijas de Rodrigo. Yo pensaba que su dedicación y paciencia, después de todo lo que pasamos, se había agotado conmigo y mis hermanos. Ellos se han hecho cargo de su educación, además de inculcarles valores, la esencia de la familia, así como la perseverancia para ser mejores cada día y poder alcanzar sus sueños. El amor que les tienen es enorme y están pendientes de ellas a cada instante.

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Todos aquellos momentos de solaz y esparcimiento que tanto nos ayudaron a nosotros en nuestra niñez, ahora se los dedican a ellas.

Mi mamá, además, se encarga de darle seguimiento a su rendimiento escolar; después de todas las responsabilidades al administrar el negocio familiar, les dedica tiempo para apoyarlas en todo lo concerniente a sus estudios.

Mis sobrinas son diferentes entre ellas, tanto en su físico como en su carácter, sin embargo, en ellas siempre veo algo de mi hermano, de esta manera, aunque él no siga físicamente con nosotros, en sus hijas lo adivino de diferentes maneras.

Su relación conmigo es en cierta forma especial, pues al considerar a mis papás, más que como abuelos como padres, en mi persona miran más que a un tío, a un amigo más. Siempre estoy atento cuando llegan en el autobús del colegio y siempre recuerdo la costumbre de Rodrigo cuando éramos niños, que siempre llegando del colegio me preguntaba si le había traído algo de la calle, así pues, Isabella, después de tantas veces de preguntarle lo mismo, con su estilo tan especial me indica, entre risas, que no me trajo nada. Así que al verla siempre sonrío y esos pequeños detalles hacen que sobrelleve mi vida de forma más amena.

Hasta la fecha no he podido encontrar un trabajo acorde a mis capacidades. No me doy por vencido y sigo insistiendo con la seguridad de que en algún momento, tendré la oportunidad de que alguien valore mis esfuerzos y mis conocimientos. He aplicado en diferentes universidades para trabajar en el campo de la docencia, sin embargo no he tenido suerte. El colmo es que en varias ocasiones lo he intentado en mi alma mater, no obstante siempre me encuentro con el muro de la discriminación y el favoritismo.

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En realidad esto no me atormenta más, sigo aprendiendo y preparándome en el camino de la tutoría de tesis, aunque con menor intensidad, debido a que las universidades han descubierto que les es más rentable ofrecer los cursos de titulación, aun así, cada año tengo un par de tutorías en ese campo.

Me he centrado en la tutoría para el programa de emprendedores, en donde llevo nueve años ininterrumpidos realizándolo. Durante estos años he descubierto que el estudio, el aprendizaje y la enseñanza son mi pasión.

Cuando estuve trabajando en Fotograbados Pérez, observé que había llegado a trabajar ahí una diseñadora gráfica. Era una muchacha alta, delgada y morena y sin saber por qué, me llamó la atención, de tal manera que pasé varias veces cerca de ella para observarla. Luego se ubicó frente a mi escritorio en la misma oficina y después de varios días sentía que no se rompía el hielo. Es más, al inicio yo no le caí bien a ella, hasta que por azares del destino, tuvimos que enfrentar juntos algunos obstáculos, surgiendo la oportunidad para empezarnos a conocer y a aprender el uno del otro.

Poco a poco la relación se fue estrechando, hasta que el 21 de febrero de 2015, Cinthya y yo decidimos formar una familia y nos casamos. Mis papás tenían cierto temor y preocupación, pues siempre había estado cerca de ellos y le daban seguimiento cercano a mi salud, sin embargo, comprendieron que era tiempo de buscar un nuevo camino.

Con mi esposa encontré un lazo más fuerte que la amistad, pues siempre ha estado a mi lado cuando me pongo triste o angustiado y viceversa.

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Cinthya y yo descubrimos que tenemos un pasatiempo en común: el cine, de tal forma que cada vez que tenemos la oportunidad vemos tantas películas como podemos.

Cinthya tiene una vocación innata para los negocios, por lo tanto me enseñó todos los recovecos del mercado oriental, al punto que muchas veces nos perdíamos ahí y luego nos volvíamos a encontrar.

Conocí a sus mejores amigos de la Universidad Centroamericana, llegando a congeniar con ellos al punto que con Lucía y Róger nos convertimos en una especie de clan de los cuatro fantásticos, en donde compartimos tantas pláticas interminables, en donde compartamos diferentes puntos de vista en sano esparcimiento, de tal manera que se convirtió en algo fundamental en esta etapa de mi vida.

Por su parte los papás de Cinthya, supieron comprender mi situación, difícil de sobrellevar por una familia que no vivió mi experiencia, sin embargo, se han convertido más que en suegros, en unos amigos con quien contar. Asimismo, por el gran afecto que existe entre ella y su familia, llegamos a su casa con mucha regularidad, a tal grado que es motivo de preocupación en ellos si pasamos dos días sin llegar. Lograron comprender que mi situación de salud demandaba cuidado.

Dentro de mis costumbres, para mí no era muy apetecible la comida nicaragüense, pero con la mamá de Cinthya, poco a poco fui conociéndola de tal manera que ahora el tradicional vaho, que ella lo hace en convivios importantes, se ha convertido en mi plato favorito.

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He aprendido mucho de ellos y me he ido adaptando a sus costumbres, ya que cada familia tiene las propias, así como normas que cumplir, como por ejemplo, que después de haber comido algo tenía que lavar mi traste sucio, o que no podía decir groserías, aunque en varias ocasiones, sin querer, se me salen mis ocurrencias, pero ellos más que llamarme la atención, se ponen a reír.

Siempre guardo un contacto directo con mi hermana, a pesar de la distancia, siempre está al pendiente de saber cómo estoy. Al menos dos veces al año viene de El Salvador a visitarnos con su esposo Alex, quien también ha sido consciente de nuestra situación y como parte de nuestra familia sabe lo importante que para mi hermana es seguir teniendo ese lazo afectivo con la familia. Siempre es motivo de alegría cada vez que nos visitan.

Puedo afirmar que hasta el día de hoy mi trasplante ha tenido éxito. En primer lugar porque he excedido todas las previsiones de sobrevida que se contemplaban en el servicio de nefrología del Hospital Infantil de México para un trasplantado. De la misma forma, durante estos treinta años, he tenido una experiencia de vida gratificante, pues a partir de esa intervención mi calidad física, psicológica, cognitiva y social mejoró sensiblemente y a pesar de las limitantes que tengo, de las cuales estoy plenamente consciente, esto no ha sido un impedimento para mi desarrollo. Así pues tengo una enorme gratitud a la vida, a pesar de todo lo vivido, por lo que soy agradecido con cada una de las personas que han estado a mi lado en este trayecto y me han llenado de energía positiva, de tal manera que he podido canalizar todas aquellas situaciones adversas hacia mi mejoramiento y a desarrollar mi proceso de transformación

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Estoy satisfecho en lo que he logrado, gracias al esfuerzo conjunto de mi familia, pero no obstante sé que todavía debo mejorar en todos los sentidos, para poder ser una mejor persona. Asimismo, tengo la plena conciencia de que en mi vida hay días buenos y a veces no los hay, no obstante, toda la tristeza que a veces tengo que encarar, hace que valore mucho más los tiempos buenos.

Todos los días, al despertar, al igual que los últimos treinta años, celebro estar vivo y asumo el compromiso de continuar este tránsito, mejorando cada vez más.

Sé perfectamente que cada día es el fruto de una lucha, lo cual me hace valorar el regalo de estar vivo, sin olvidar nunca todos los caminos que he tenido que caminar para llegar a este día.

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IX.- LECCIONES DE VIDA

Dicen por ahí que si la vida te da limones, hay que aprovechar la oportunidad y hacer limonada. Pues esta es mi limonada. Comparto con ustedes estas reflexiones que brotan de todo lo que ha ocurrido en esta mi vida, que como ven, no se me presentó en bandeja de plata. La bandeja tuve que forjarla yo mismo, con la ayuda de muchas personas.

No pretendo ofrecer un manual de autoayuda, o de hacerle la competencia a Paulo Coelho, simplemente quiero dejar estas reflexiones a consideración de ustedes, para que cada quien las tome, las analice y vea si les pueden servir para aplicarlas en esos días en que el sol parece no querer salir en nuestras vidas.

Debo resaltar que estoy plenamente consciente de que no existe una receta mágica cuando se trata de enfrentar situaciones adversas. Estoy convencido de que la primera reacción del ser humano, en estas circunstancias, es despertar su espíritu de lucha y es ahí donde el individuo debe asumir ese reto de asirse de esa fuerza que va brotando de su interior y canalizarla para hacerla una constante, que lo acompañe en su proceso de vencer todos los obstáculos que se le presenten.

Así pues, a esta limonada pueden echarle azúcar o endulzante artificial, hielo y beberla a sorbos; pueden también agregarle el licor de su preferencia y disfrutarla de esa manera o añadirle algún colorante y simplemente contemplarla a contraluz.

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El núcleo familiar como respuesta ante la adversidad

En mi lucha ante la vida, frente a las más fuertes adversidades, que en ciertos momentos han llegado a parecer ser absurdas y en donde no se encuentra una respuesta, por lo menos inmediata, a las interrogantes que esta plantea; en batallas en donde la muerte ha estado tan cerca que la he tenido que ver cara a cara, la familia se ha antepuesto a todo. En mi caso ha sido un motor motivador, el lazo afectivo, el desarrollo constructor y el modelo a seguir para llenarme de fortaleza, de coraje y de fuerza para responder positivamente, enfrentando y sobrellevando situaciones en extremo difíciles.

Para mi suerte, mi familia se adaptó de forma sorprendentemente rápida a mi situación, pues de manera empírica fue construyendo un entorno para que un niño, sin la menor idea sobre lo que tenía que sobrellevar, tuviera un sentido de seguridad que le permitiera sobrevivir en un ambiente adverso y construyendo una estructura que le ayudara al desarrollo de su autoestima.

Mi papá ha jugado un papel clave en mi vida. No solo asumió el papel de líder de una familia en situaciones de crisis, sino que tomó el timón de aquella embarcación en una tormenta que no cesaba y la condujo en medio de todos los obstáculos que se presentaron. En primer lugar tuvo que desenvolverse en un ambiente extraño y asegurar todas las necesidades de la familia. Al dedicarse mi mamá por entero a cuidarnos y pelear ese frente de batalla, mi papá tuvo que asumir totalmente la tarea de reunir los recursos económicos necesarios, en una época en donde la pareja lo hacía en conjunto.

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Por otra parte, creó un lazo conmigo basado, más que en la tradicional autoridad paterna, en la amistad, provocando una comunicación en donde con enorme paciencia, explicaba a un niño el sentido de la responsabilidad y la valentía para enfrentar las más difíciles situaciones.

Cuando sin pensarlo dos veces asumió su papel de donador del riñón que me daría una nueva oportunidad de vida, me tomó de la mano para buscar juntos el camino de la supervivencia. Con mi mamá tuvo que establecer un esquema especial de comunicación y concertación, debido a que en el camino tuvieron que tomar decisiones, no solo difíciles, sino que de manera inmediata. Por otra parte, tenía que propiciar un entorno optimista en toda la familia y de esta manera asegurar que la adversidad no nos limitara en cuanto a aquellas actividades de una familia normal, como paseos, celebración de cumpleaños, salidas a comer a la calle o aquellas pequeñas excursiones que yo realizaba a su oficina.

En su comunicación, siempre directa conmigo, trataba de explicarme el porqué de las cosas, el para qué y el cómo debía hacerlas, todo esto, adaptado a la mente de un niño.

El papel de mi mamá también fue fundamental. Su manera de ver las cosas fue siempre tan clara. A medida que transitábamos aquel abrupto camino, ella fue construyendo un carácter fuerte, aunque tolerante y mediador.

Aprendió a cuestionar todo, de tal manera que fue la madre incómoda para todos los médicos. Todo lo que se me decía en cuanto a mi salud, era discutido y cuestionado; fue mi mediador, mi negociador de vida.

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Fue una madre que cambió su papel de ama de casa tradicional para ser mi abogada, la defensora de mi vida, quien luchaba hasta con los dientes, si era preciso. Ella tenía una manera de ver las cosas diferentes a la de mi papá, supongo porque ella estaba más tiempo en el hospital, por lo que en cualquier cuestionamiento mío ante su persona su respuesta me hacía ver que las cosas eran más serias de lo que yo pensaba, creando en mí un sentido de percepción de la realidad ante cualquier situación.

Mi hermana Cecilia María, siendo la mayor y al haberse escapado del síndrome de Alport, asumió con enorme cariño la responsabilidad de protegerme y vigilarme, de tal manera que se convirtió en mi amiga, alguien en quien podía confiar, siempre alentándome a ser independiente, sin importar las limitantes que me imponía mi enfermedad. Esta relación con ella fue decisiva en cuanto a mi estabilidad emocional, debido a que al sentir cierto rechazo y cuestionamientos de parte de mis compañeros de escuela, no logré cultivar amistades cercanas. Otro aspecto fundamental fue que ella, a su corta edad, logró comprender que parte del tiempo y cuidados que le correspondían, debían ser canalizados a mi persona, sin llegar a darse ninguna rivalidad, celos o afán de competencia.

Con mi hermano Rodrigo, la situación fue diferente. Supuestamente por mi edad, debía ser yo quien cuidara de él, sin embargo, por mi tamaño y mi condición, ese papel nunca se dio. Así pues llegamos a ser compañeros de lucha, aunque cada quien debía librar sus propias batallas. En su caso estaba la particularidad de que él era más hermético y generalmente no manifestaba sus sentimientos. Había entre nosotros un gran sentido de solidaridad, pero nuestras luchas por sobrevivir las tuvimos que librar cada quien por su lado.

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Durante el camino escarpado y lleno de tormentas se consolidaron mucho más las relaciones de apoyo, consuelo, terapia familiar, siendo difícil mencionar a todos los familiares, sin embargo, tengo que resaltar la ayuda de parte de tres personas fundamentales, mi tía Mimi, mi tío Sergio y mi tío Orestes. A pesar de que ellos tenían sus propias responsabilidades y problemas, su apoyo fue siempre incondicional y desinteresado. Con mis padres y hermanos, llegaron a realizar un verdadero equipo para sobrellevar la tristeza, el estrés, el conflicto que puede ocasionar una enfermedad de esa naturaleza, creando un ambiente más estable en el desarrollo de un pensamiento positivo a través de la solidaridad.

Así pues, no sé si fue casualidad o una compensación del destino, que mi núcleo familiar fue un vínculo fundamental que me aseguró un apego sano y seguro, dándome apoyo y una clara visión del porqué de las cosas, dándole un sentido a la vida, a pesar de la situación que tuvimos que enfrentar y desarrollar entre todos una falange para librar tantas batallas.

Después de tantos años, mi familia sigue jugando un papel relevante en mi vida. Ahora que he formado mi propia familia, mi esposa Cinthya se ha convertido en una verdadera compañera de fórmula, asumiendo con enorme amor mi condición y ayudándome en todos los retos que debo asumir a diario, debido a que mi condición de vida no me permite tener un estilo de vida como de cualquier persona. Vivimos el día a día, siempre siendo rigurosos en el cuidado de mi salud.

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Actitud ante la adversidad Desde los cinco años tuve que enfrentarme a situaciones difíciles con mi salud, que fueron aumentando con el tiempo, hasta llevarme a los límites en que mi enfermedad me situó prácticamente entre la espada y la pared. Experimenté, al igual que todos aquellos niños que sufren de insuficiencia renal, el deterioro progresivo en mi calidad y expectativa de vida, además de afectaciones en mi desarrollo emocional, cognitivo, físico y social. Inicialmente fue un proceso de conocer y acostumbrarme al dolor, desde la tortura que significaba encontrarme una vena para extraer una muestra de sangre, hasta el dolor de cabeza, debilidad, restricciones en mi alimentación y demás malestares propios de mi padecimiento. Llegué a la plena consciencia de que ese dolor estaría presente en mi vida y que tenía que hacer mi mejor esfuerzo por soportarlo, guardando a la vez una actitud positiva, convencido de que ese dolor tendría que terminar algún día, por lo que desarrollé el sentido de afrontar la realidad, sin excusas ni engaños, tal y como es, esto contribuyó a mi lucha diaria en las más difíciles situaciones. Observé que a medida que pasaba el tiempo, iba desarrollando cierta fuerza que me hacía asumir el dolor de manera más fácil, lo cual incentivaba mi actitud de optimismo respecto a superar aquella situación. Cuando estuvo claro que el trasplante era una opción para mí y que podía llegar al mismo sin ingresar al programa de diálisis, sentí que mi fuerza era mayor. Desde ese momento, toda mi energía iba encaminada a ese evento.

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Cuando llegué al trasplante y el mismo se realizó de manera exitosa, sentí que había desarrollado una enorme fuerza y aquel logro me había enseñado que mi actitud positiva se había convertido en un elemento indispensable en el proceso. Con esa consciencia, supe que la sobrevida después del trasplante sería exitosa en la medida de que siguiera manteniendo aquella fuerza y también aquella actitud positiva, sin importar que las estadísticas estuvieran en mi contra. Cuando me trasplantaron tenía diez años, sin embargo, tenía el pleno convencimiento de que todo lo que me propusiera lo podía lograr. Sabía también que aunque pudiera bajar de intensidad, la adversidad era inevitable y que en cualquier momento, tarde o temprano, debía enfrentarme a ella, sin embargo, con la debida actitud era manejable. Capacidad de adaptación Por mi corta edad, el proceso de adaptación a otro país que mi familia tuvo que superar, no representó ningún problema para mí. Nuestro ingreso en la guardería nos ayudó a asimilar el nuevo entorno sin mayores problemas. Sin embargo, cuando aparecieron los primeros síntomas de mi enfermedad, tuve que adaptarme a la necesidad de un seguimiento médico cada vez más intenso y a visitar frecuentemente un hospital. En el proceso tenía que continuar con mi vida escolar y por otra parte, a participar en la convivencia familiar que procuraba mantenerse normal.

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Una de las pruebas más difíciles de adaptación que me tocó vivir fue en ocasión del terremoto de la Ciudad de México. Nuestra vida dio un vuelco de la noche a la mañana y tuvimos que empezar una nueva vida, con el agravante de los síntomas de mi enfermedad que se iban magnificando. Fue un enorme reto cubrir grandes distancias para asistir a la escuela y hacerlo con una enorme debilidad y constantes subidas de presión arterial y sus efectos en mi organismo, pero siempre la solidaridad de mi mamá y mis dos hermanos turnándose para ayudarme con mi mochila y ayudándome a subir un cerro, fue en que aquellos pequeños detalles de apoyo contribuyeron a adaptarme mejor a aquellas situaciones adversas. Creo que la mayor prueba en adaptación vino después del trasplante. Por una parte, debía acostumbrarme a una nueva forma de vida. Si bien es cierto había superado aquel enfrentamiento cercano con la muerte y todos los padecimientos propios de la insuficiencia renal, incluyendo las restricciones en mi alimentación, sin embargo, no todo marchaba sobre ruedas, pues tenía que acostumbrarme a cuidar mi nuevo riñón, al existir siempre, aunque un poco más remota, la posibilidad de un rechazo del injerto. Tenía que realizar ejercicio sistemáticamente y aprovechar mis nuevas energías para reponer el tiempo perdido en la escuela. Asimismo, tenía que lidiar con los efectos secundarios de las medicinas inmunosupresoras. Cuando ya estaba encaminado al ritmo de vida de trasplantado, plenamente integrado a mis estudios y mejorado mis relaciones interpersonales, mi familia decidió regresar a Nicaragua.

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En esta ocasión tuve que utilizar toda mi capacidad de adaptación, pues a pesar de ser mi tierra natal, era algo muy diferente a todo lo que había vivido hasta ese momento. Un clima muy diferente, una forma distinta de hablar el mismo idioma, dejar atrás a parte fundamental de mi familia, entre otras cosas, demandaron de mí un esfuerzo enorme para poder ajustarme a esa nueva vida. Después de haber superado tantos cambios y tan drásticos, los cambios subsiguientes que tuve que enfrentar fueron mucho más fáciles.

Perseverancia y tenacidad

Desde pequeño fui sometido a una disciplina rigurosa, que implicaba la responsabilidad de tomar ciertos medicamentos de manera sistemática y sujetarme a restricciones alimenticias que poco a poco fueron haciéndose más duras. Por otra parte, al tener siempre en mente la meta de superar aquella enfermedad, se desarrolló en mí el sentido de la perseverancia, de tal manera que poco a poco, la opción de abandonar la lucha fue esfumándose de mi mente.

Cuando el trasplante como alternativa de vida surgió en el panorama, me fijé en mi mente la meta de llegar a ese punto sin tener que ingresar a un programa de diálisis y me propuse hacer todo lo necesario para poder llegar a ese punto, a pesar de que ya era un panorama de vida mucho más difícil y mis fuerzas en aquellos momentos eran casi nulas, tenía que sacar energías de donde pudiera.

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Mi lucha y la de mi familia fue persistente hasta llegar a alcanzar aquella meta, superando con éxito esa etapa, vital para mi supervivencia.

Con esa actitud que había desarrollado a través de varios años, luego del trasplante, cuando un interno había recomendado que aprendiera un oficio pues difícilmente podría finalizar la educación primaria, asumí el reto de tirar por el suelo aquella recomendación, con la tenacidad que había desarrollado en mis años antes del trasplante.

A medida que iba avanzando en mis estudios, estos logros me servían de aliciente para continuar fijando metas cada vez más ambiciosas.

El conocimiento como elemento de fortaleza

Cuando retomé el estudio después del trasplante, inicialmente lo hice como un acto de rebeldía ante la posición de aquel médico que vaticinó que si acaso podría finalizar la primaria. No obstante, a medida que iba avanzando en mis estudios y más aún, cuando comencé a ayudar a otros compañeros con sus tareas, notaba que mi capacidad para superar las situaciones problemáticas iba aumentando. Era una fuerza que le hacía contrapeso a todos los estragos que sobre mi organismo y sobre mi mente tenían los efectos del tratamiento inmunosupresor que tomaba a diario. De esta forma, las pesadillas, la propensión al estrés y a la depresión, entre otras, no llegaban a dominarme debido a esa fortaleza que parecía darme el ejercicio del conocimiento.

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El estudio constante y mantener la mente siempre ocupada en proyectos y metas que alcanzar, alejaban de mí cualquier asomo de pensamientos negativos, derivados incluso de las constantes pesadillas que me provocaban los medicamentos. Más que plantearme una hipótesis de que si una mente ocupada podría ser una forma de terapia para contribuir a mejorar la calidad de vida en diversas situaciones, en mi caso específico debo señalar que esto ha contribuido a poder facilitar, como mediador, para adaptarme a un mejor funcionamiento en general, sumado a que estas me sirvieron como un amortiguador para mitigar el estrés y la depresión.

El estudio, la investigación, las relaciones interpersonales de convivencia, el esparcimiento y recreación, son, sin duda alguna, fuentes motivadoras y de pensamiento de emociones positivas y que me prepararon para afrontar las situaciones más difíciles y encontrar la respuesta inmediata. La mente ocupada prepara al autocontrol de las emociones negativas para afrontarlas positivamente, ya que la idea estriba en prevenir el fracaso, la angustia, la ansiedad por lo que pueda suceder, ya que a pesar de estar consciente de que a veces pueden ocurrir situaciones duras, uno no debe darse por vencido.

Los valores ante todo

Creo firmemente que los valores inculcados en mi familia han sido determinantes en todos los caminos que he transitado en esta vida. La tranquilidad que ofrece el tener la consciencia de hacer las cosas correctas me ha ayudado a mantener una paz interior que se sobrepone a todos los sentimientos que provienen del dolor y de la adversidad sostenida.

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Honestidad. Siempre fui conducido por el camino de la honestidad, partiendo de la base de que a los médicos no se les podía mentir, pues cualquier detalle que se ocultara o se alejara de la verdad, podía tener consecuencias funestas en cuanto al tratamiento que se derivaría de esa situación. Si bien es cierto, me reservé en algunas ocasiones el derecho de plantear mi condición de trasplantado, fue no tanto por querer ocultar la verdad, sino más bien, con el fin de evitar cuestionamientos infructuosos. No obstante, cuando aplicaba para algún trabajo, tenía que consignar mi condición real a fin de ser completamente transparente, a sabiendas que para quien no la comprendía, era una enorme desventaja y en muchas ocasiones perdí oportunidades de empleo por ese tipo de consideraciones.

Solidaridad. Después de convivir por muchos años con niños que padecían situaciones similares a las mías, comprendí el valor de la solidaridad, más aún cuando sus familiares en medio de su pobreza y su tristeza, siempre estaban en su mejor disposición de ayudar a los demás y ofrecer lo poco que tenían. Por otra parte, le entrega desinteresada de muchos familiares y amigos, obligan a tener a este valor como una divisa en nuestras vidas.

Gratitud. Al estar perfectamente consciente de que nunca hubiese podido superar mi condición sin el apoyo de tantas personas, médicos, enfermeras, familiares, amigos, la gratitud se convierte en una constante en la vida. De esta forma, es vital que siempre uno recuerde a todas las personas que están cercanas en los momentos decisivos de la vida y mostrar, de manera incansable, un sincero agradecimiento sin importar las circunstancias de la vida.

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Reflexión final

La adversidad es una situación que en mayor o menor grado está presente en nuestras vidas. Algunos son afortunados y la enfrentan eventualmente y en pequeñas dosis, sin embargo, otros, la encontramos de manera persistente en nuestro diario acontecer. El peor error que podemos cometer es esconder nuestras cabezas dentro de la tierra a fin de no enfrentarla. Es como tomar una antipirético a fin de bajar la fiebre, sin saber a qué obedece la misma, en lugar de buscar la verdadera causa y combatirla frontalmente.

Es importante, en primer lugar poner los pies en el suelo y estar plenamente conscientes de que estamos frente a un problema y que tenemos que generar la energía necesaria para luchar y resolverlo.

No existen las soluciones milagrosas, por lo tanto, sentarnos a que de pronto el problema se resuelva como por arte de magia es una forma lamentable de dejar que la situación nos supere. Debemos partir de que una fuerza interior nos va ayudar a resolverlo y que si bien es cierto, necesitamos de la ayuda de otros, el empuje inicial debe partir de nosotros mismos.

Cuando el enfrentamiento de la adversidad es una constante en nuestras vidas, sentimos de manera tangible como nuestra fuerza interior, al igual que reaccionan nuestros músculos ante el ejercicio físico, se va incrementando cada vez más. La plena conciencia de que en nuestro interior está latente esa fuerza, nos va a dar la confianza necesaria para enfrentar las situaciones más problemáticas que se nos presenten.

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Por otra parte, el camino hacia el cumplimiento de nuestros sueños, no es como el camino de ladrillos amarillos que llevaba a Oz, en realidad son muchos caminos y muchas veces tenemos que tomar diferentes atajos y veredas para llegar al fin a la culminación de nuestros sueños. La clave está en tener la entereza para asumir los cambios de rumbo, que son necesarios si queremos llegar a nuestro destino.

Es una condición ineludible que en nuestra lucha por alcanzar nuestros sueños, sintamos pasión por todo lo que debemos de realizar para llegar a esa meta. En la medida en que amemos nuestros esfuerzos, de esa manera, seremos más persistentes en alcanzar nuestros anhelos.

Indudablemente una de nuestras aspiraciones primordiales es despertarnos por la mañana y darnos cuenta de que estamos vivos y este es el mejor comienzo, el mejor aliciente, para luchar sin cuartel por nuestros sueños.

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Orlando Emilio Ortega Miranda (Managua, 1977) nos ofrece, con una narrativa sencilla pero muy clara, la dramática vida de un niño que sufre de insuficiencia renal crónica y su persistente lucha por sobrevivir. Una de las cosas más incomprensibles en el mundo es el sufrimiento de los niños y en aquellos que padecen esta infame enfermedad, la senda del dolor es más cruel. El autor nos relata todos los caminos y atajos que tuvo que transitar para encontrar una oportunidad de vida, en donde su familia tuvo que reinventarse, para ayudarlo a seguir la luz al final del túnel.

En su incesante enfrentamiento contra la adversidad, el autor nos muestra la fuerza interior que va creciendo a medida que se van superando obstáculos. Nos enseña, cómo los sueños pueden nacer en plena batalla y cómo la tenacidad y determinación elevan, a quien se lo propone, para poder alcanzarlos.

Para quienes sienten desfallecer a mitad de la lucha, este libro les proporcionará un aliento de optimismo y los conducirá a la convicción de que abandonarla no es una opción.