summerhill, el derecho a ser uno mismo

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16 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. Nº 427 OCTUBRE 2012 } Nº IDENTIFICADOR: 427.004 La famosa escuela inglesa, creada por Alexander S. Neill hace 91 años, continúa levantando polémica por no obligar a sus alumnos a asistir a clases. Un principio esencial de su filosofía que, en 1999, la llevó a enfrentarse con el Gobierno de Tony Blair: la sentencia del Supremo confirma el derecho de los menores a ser protagonistas de su educación. Para conocerla mejor acompañamos, durante una jornada escolar, a dos de sus 75 alumnos. Summerhill School: el derecho a ser uno mismo HEIKE FREIRE Periodista. Fotografías de Heike Freire.

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16 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. Nº 427 OCTUBRE 2012 } Nº IDENTIFICADOR: 427.004

AMELIA ALMAU NAVARROMaestra y periodista.

Fotografías de Carlos Muñoz

La famosa escuela inglesa, creada por Alexander S. Neill hace 91 años,

continúa levantando polémica por no obligar a sus alumnos a asistir a clases.

Un principio esencial de su filosofía que, en 1999, la llevó a enfrentarse con el

Gobierno de Tony Blair: la sentencia del Supremo confirma el derecho de los

menores a ser protagonistas de su educación. Para conocerla mejor

acompañamos, durante una jornada escolar, a dos de sus 75 alumnos.

S ummerhill School: el derecho a ser uno mismo

HEIKE FREIRE

Periodista.

Fotografías de Heike Freire.

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Aunque muchas de las ideas precursoras de Neill, como la abolición del castigo físico o la participación infantil, han ido incorporándose a los sistemas educa-tivos, la libre asistencia a clase continúa siendo revo-lucionaria. Por su causa, algunos críticos han tachado a Summerhill de “antiescuela”, productora de peque-ños anárquicos, salvajes e ignorantes, incapaces de adaptarse al mundo real. La confianza neilliana en la capacidad infantil para decidir y elegir sobre su vida rechina en el entendimiento de la mayoría de los adul-tos: ¿puede verdaderamente un niño saber lo que le conviene?, ¿a cualquier edad? ¿qué significa su em-peño en formar “personas felices”, más allá de los contenidos académicos?, ¿qué y cómo aprenden, en-tonces, los alumnos de este centro?

Todos los días son diferentes

Clarissa (17 años) es una joven alta y rubia con una radiante sonrisa y un aspecto serio y responsable. Rye (8 años), un chico avispado y muy inquieto, al que mu-chos calificarían de hiperactivo. Pese a sus diferencias, tienen algo en común: ambos deciden, desde el mo-mento en que se despiertan (eso sí, a la hora pactada), el empleo que hacen de su tiempo. Por eso, cuando les preguntas, afirman con una expresión entre diver-tida y perpleja: “No hay ningún día típico, ¡todos son diferentes! Puedes hacer lo quieras: ¡tú elijes!”.

Clarissa estuvo en un colegio público hasta los 11 años. Luego, ella y su hermano Emile (15 años) ingre-saron en Summerhill. “Nunca odié la escuela normal –afirma–; funciona para algunos, pero va muy mal para otros. Prefiero organizarme, decidir por mí misma y participar, en lugar de sentirme excluida y obligada. Aquí también me ha resultado más fácil hacer amigos.”

A las siete y media de la mañana suena el desperta-dor en su habitación del Carriages, la casa-dormitorio de los alumnos de 16 a 18 años. Es un cuarto individual, no muy grande, con vistas al hermoso jardín. Para apro-vechar el espacio, la joven duerme en un pequeño fu-tón que, durante el día, guarda en el armario. Por el suelo hay libros, dibujos y un pequeño ordenador por-tátil. “Clarissa, ¿estás lista?”, llama desde la puerta Mi-nami (16 años), que viene a buscarla para ejercer la función de bed officers (literalmente, ‘oficiales de cama’): asegurarse de que todo el mundo está levantado a la hora convenida. Las dos jóvenes integran un equipo de doce voluntarios, mayores de 13 años, elegidos por votación al inicio del trimestre. “Son las ocho de la ma-ñana, hora de levantarse”, anuncia Clarissa con voz firme. “Vale, vale, no hace falta que grites tanto”, re-funfuñan desde una litera. “Vamos, Marcel, susurra ca-riñosamente la joven, la última vez te quedaste dormi-do y tuve que sancionarte.” Están en la House, el dormitorio de los alumnos de 10 a 12 años, desde don-de la oficial continúa su ronda por las estancias de pro-fesores y el San, la casa de los pequeños (6-8 años). “Si cada cual siguiera sus propios ritmos –explica Clarissa–, sería imposible hacer vida en comunidad.”

En contraste con la amplia libertad individual, todos los ámbitos de la vida colectiva, desde la hora de acostarse hasta el uso de los materiales o las relacio-nes entre los alumnos, están cuidadosamente reglados. En Summerhill existen unas 200 leyes que todos co-nocen casi de memoria; las consecuencias de su in-cumplimiento pueden ser multas (generalmente, el 10% de la paga semanal, que oscila de 2 a 10 libras según la edad) o trabajos comunitarios. El dinero va a un fondo común, con el que se financian proyectos. Terminado el trabajo, Clarissa y su amiga Amy pasan al comedor, en el edificio central, donde un puñado

¿A favor…? ¿En contra? ¡Aprobado!

A las tres y cuarto del mediodía, lunes y jueves, tiene lugar la asamblea, donde se debaten prácticamente todos los asuntos del centro, con igualdad de voto para niños y adultos. La asistencia es voluntaria, salvo si te convocan. Hoy participan unas 45 personas, con Popono de presidenta y Carmel (profesora de la clase I) de secretaria. La sesión comienza con varios “anuncios”: “El coro se reúne esta tarde a las siete menos cuarto”, informa Esther, profesora de alemán. “He perdido mi copa de metal”, declara Filip (10 años). Y siguen los “asuntos co-rrientes”: “Terry (un exalumno) pide permiso para visitarnos”, solicita Henry. “¿Cuántos a favor?”, pregunta Popono, “¿En contra?” “Aproba-do”, sentencia la presidenta. Thomas (11 años) solicita estar en la sala con su bastón. Pascale, en nombre de Elliot (8 años), pide una ex-cepción para Luca (10 años): quiere prestarle su bici sin tener que pasar por la asamblea. La tercera parte se dedica a los “casos del tribunal”. Carmel va enumerando: Esther contra Tomi (15 años) y Thomas (14 años) por jugar al fútbol en el salón; alguien propone que se les prohíba usar el balón el resto del día, dentro y fuera; aprobado. Philip (profesor de psicología) contra Zak (12 años) por tirar basura al suelo y negarse a recogerla: 50 peniques de multa. Filip (10 años) contra David (8 años) por haber insultado a su madre. El pequeño ten-drá que pagar multa por no acudir a la convocatoria. Por fin entra en la sala con Matteo: “¿Tienes algo que decir?”, interroga Popono sin respuesta. Pearl protesta: es la segunda vez que molesta a Filip y ni siquiera se presenta. “Dijimos que si volvía a suceder le enviaríamos a casa. No entiendo por qué estamos siendo tan blandos.” Clarissa suaviza su postura: “Aún es pequeño, aprenderá con el tiempo”. Yun-Chi propone una sanción de trabajo: 40 minutos realizando tareas para la comunidad; aprobado.Sorprende la rapidez y eficacia de la reunión, la madurez del grupo, su capacidad de escucha y su sensibilidad. Nadie moraliza; se respira una confianza amorosa en la capacidad de cambio de los niños, y todas las cuestiones se abordan desde una perspectiva práctica.“¿Algún asunto más? –pregunta Popono–. Entonces, se cierra la sesión.”

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de niños, niñas y jóvenes, aún con cara de sueño, ha-cen cola para recoger su desayuno. Popono, Chae Young y You-Yin, miembros del comité de mitad de trimestre que organiza un fin de semana de activida-des recreativas, están entusiasmadas. “¡Hemos con-seguido 900 libras!”, anuncian orgullosas. “¡Genial!, eso nos permitirá cubrir los gastos de la barbacoa, la decoración de la sala, el montaje de la exposición, el torneo, la fiesta… ¡Casi todo!”, exclama Amy muy con-tenta. “Esta tarde lo vemos en la reunión”, sentencia Clarissa con prudencia; y tras charlar un rato con sus compañeras, vuelve a la habitación para entregarse a su mayor pasión: el dibujo. Entre sus muchos proyec-tos de colaboración con Amy (“Ella hace las líneas, yo pongo el color”, aclara), el que más las ocupa última-mente es Card Games: “Un manga de peleas con moral”, según lo definen sus propias autoras, en el que un grupo de naipes luchan por hacerse humanos. “Siendo cartas, no pueden sentir las texturas, los so-nidos, los olores… solo experimentan dolor”, explican.

Clarissa quiere estudiar animación en la universidad y acaba de pasar los exámenes del GCSE (el equiva-lente de la ESO); para diseñar y colorear sus creaciones utiliza Photoshop y Paint Tool, con resultados tan sor-prendentes que Toba, el profesor de TIC, le ha pedi-do ayuda. “Aprendo mucho de mis alumnos”, afirma sin tapujos este ingeniero electrónico, de origen bel-ga, que llegó a Summerhill hace cuatro años, proce-dente de una escuela católica. El ejercicio de su pro-fesión ha cambiado radicalmente desde entonces: “Allí les enseñaba a utilizar Office, hacer índices de conte-nidos, hojas de cálculo… Seguía el programa, pero se aburrían. Aquí mi labor es mucho más creativa –co-menta–: manejamos gráficos, diseño, lenguajes de programación, arte, animación en 3D… Los niños in-ventan sus propios juegos, hacen sus dibujos, sus com-posiciones, sus mangas…; vienen con una idea de lo

que quieren y yo les asesoro.” Además de las clases, el aula de informática permanece abierta para todos las tres primeras horas de la mañana: “A veces está vacía durante días y luego viene un gran grupo; va por modas –cuenta Toba, y añade–: Se copian mucho, ven a los demás y quieren hacer lo mismo: aprenden unos de otros.” En Summerhill se siente más libre que en su anterior empleo, aunque trabaja mucho más. “An-tes preparaba dos clases a la semana e impartía ocho horas; ahora son siete días, las veinticuatro horas, por-que también me implico en la comunidad y solo ten-go tres fines de semana libres al trimestre; pero estoy aprendiendo a poner límites”, confiesa.

Todavía en su cuarto, Clarissa abre El retrato de Do-rian Grey, una novela que le gusta leer y releer porque “cada vez descubro cosas nuevas”; otro de sus libros favoritos es Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle. Enfrascada en la obra, apenas advierte a Popono y You-Ying pidiendo permiso para utilizar su impresora. Son casi las once, hora del té, y, aprovechando el lu-minoso día, las jóvenes se sientan a la sombra de un castaño centenario; a lo lejos se escucha a Pearl to-cando el piano…

Tu me passes le beurre, s’il te plaît?

Rye llegó a Summerhill, con su hermano Suoi (5 años), el año pasado, procedentes de Londres. Sus padres se han instalado cerca de la escuela, por lo que, a diferencia de la mayoría de los alumnos que viven en régimen de internado, ellos están externos. Antes iba a una escuela donde “nos obligaban a tra-bajar continuamente. Aquí puedo jugar todo el día”, asegura con una sonrisa.

Alrededor de las nueve, Rye se despide de su ma-dre y sale corriendo hacia el comedor, donde su ami-

• Filip presenta su caso contra David en la asamblea

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ga Fucsia (9 años) aún está desayunando: “Mira lo que me han regalado”, muestra muy contento; son un par de minúsculos walkie-talkies que su padre ha traído del último viaje. “A ver, ¡déjame ver!”, exclama Fucsia impaciente corriendo tras él. Muy pronto ya están “pro-bando, probando” y “llamando, llamando”, inventan-do mil formas de investigar sus mágicas cualidades. “¿Me oyes, Rye?”, grita Fucsia al aparato, encarama-da en las ramas de un viejo roble. Casi sin saludar, se deslizan luego frente al San, donde un pequeño gru-po participa en “Los desayunos de Pascale”, una pro-puesta de la encargada del dormitorio para aprender francés mientras degustan deliciosos croissants con mermelada. “¿Tu me pases le beurre?”, pregunta la profesora a una de las estudiantes que contempla la mesa indecisa. Después de recoger, Isabel (14 años) y Matteo (17 años) se quedan a jugar al Scrabble; en francés, por supuesto. “Tengo el verbo comuniquer”, exclama orgullosa la joven que lleva cuatro años es-tudiando: “Al principio solo cocinábamos, yo escribía las recetas, hablábamos de los platos y hacía redac-ciones sobre las comidas que me gustan”, cuenta. “Luego, poco a poco, empecé con ejercicios de ver-bos, listas de vocabulario, dictados, llevar mi diario en francés, etc. Hacemos unas tres horas semanales. Cada trimestre elaboro mi horario y veo con Pascale su dis-ponibilidad”, explica. “Communiquer lleva dos emes”, corrige Matteo, que acaba de pasar los exámenes de secundaria en matemáticas, inglés, historia, empresa-riales y francés, este último con una puntuación de 100 sobre 100. El próximo curso irá al instituto a pre-parar un bachillerato en mecánica; su sueño: ser pilo-to de carreras. “Toda mi vida me han apasionado los coches –confiesa–, igual que a mi padre.” Con su en-tusiasmo, ha conseguido entrar en un equipo y está preparándose (“a nivel físico y mental, más que inte-lectual”, precisa) para competir. En Summerhill, desde los 5 años, este joven intrépido cree que la escuela le ha dado la libertad de descubrirse y construirse a sí mismo: “En lugar de forzarme a ser otra persona, me ha ayudado a ser quien soy.”

Aprender dentro y fuera del aula

Cansados de sus excitantes aventuras con la comu-nicación a distancia, Fucsia y Rye entran en una sala repleta de materiales didácticos: la clase I, de 9 a 13 años (también existen la clase II, de 5 a 8, y la clase III, de 14 a 17). Un grupo de alumnos monta un robot eléctrico, mientras el resto pinta o hace distintos tipos de manualidades (arcilla, carpintería...). En la habita-ción contigua, destinada a actividades más tranquilas, algunos alumnos leen y otros consultan el ordenador. Tristan (13 años) y Zak (12 años) mantienen uno de sus interminables combates de Magic Cards. “¿Podemos jugar?”, preguntan los pequeños y, tras recibir algunas explicaciones sobre las complejas reglas del juego, Rye pretende haber ganado. “No puede ser!”, pro-testa Fucsia. Tristan comprueba la jugada: “Tu carta

es más fuerte, sentencia; puede atacar directamente a los puntos de vida.” “Entonces, ¡la partida es mía!”, exclama la niña muy contenta. “¿Echamos otra?” Pero los mayores tienen ahora matemáticas, con Leonhart, en la pequeña sala del fondo. Las clases son espacios de aprendizaje flexible e individualizado, con pocos alumnos, grupos heterogéneos y una gran variedad de enfoques metodológicos. Según su edad, nivel e intereses, cada estudiante desarrolla contenidos dis-tintos. Ariel (11 años) y Min Yu (12 años) ya están sen-tadas con sus respectivos cuadernos de ejercicios: la primera trabaja sobre el cálculo de masas y volúmenes; la segunda está haciendo fracciones. Zak tiene pen-dientes largas operaciones de aritmética (multiplica-ciones y divisiones por varias cifras) y Tristan calcula el área y el perímetro de figuras geométricas. “He ter-minado, Leonhart, ¿paso a la página siguiente?”, pre-gunta Ariel. El profesor comprueba el libro. “Puedes saltártela, es una repetición y ya conoces el principio. Vete a la 54, a ver qué te parece.” “No entiendo este problema”, se queja Tristan. “¿Dónde encuentras la dificultad?”, pregunta Leonhart. Y tras darle las expli-caciones pertinentes, el joven regresa a su cuaderno. Al cabo de un rato, Zak ha terminado su primera serie de operaciones. “Me gustaría saber las que he acer-tado; la última vez no di ni una”. Leonhart se acerca con las plantillas de autocorrección: “Estoy seguro de que hoy irá mejor”, afirma con una sonrisa. Al cabo de 40 minutos, el profesor anuncia el fin de la clase y los jóvenes retoman su partida de cartas.

Después del té, Clarissa se acerca al laboratorio de ciencias, donde su hermano Emile está investigando la estructura y propiedades del ADN. Michael es el

• Dos alumnos leen cómics en la habitación tranquila de la clase II.

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profesor de biología, física y química para los tres ni-veles, además de preparar los exámenes de secunda-ria. Con el fin de evitar los problemas de continuidad en la enseñanza derivados de la libre asistencia a cla-se, ha creado el concepto de módulo, que agrupa varios contenidos con sentido: luz y energía, ecología, circulación de la sangre… “Al apuntarte, te compro-metes a terminarlo, y si faltas más de tres veces, pier-des la inscripción”, explica. Su papel “es darles infor-mación y herramientas para que puedan elegir y planificar lo que desean aprender”, y aunque es cons-ciente de las limitaciones del modelo (“requiere mucho esfuerzo por parte del profesor, que puede llegar a impartir unas 40 clases semanales”), se muestra con-vencido: “Es un error pensar que el aprendizaje solo se produce en el aula –reflexiona–. En realidad, la ma-yor parte tiene lugar fuera de ella.”

La mediación entre iguales

Mientras tanto, Rye y Fucsia juegan en la enorme cama elástica del jardín: saltan, hacen piruetas, se em-pujan y ríen sin parar. Andrew (11 años) les mira un momento y decide subir, aunque, por motivos de se-guridad, las leyes no permiten que alguien de su ta-maño salte con niños más pequeños. A regañadientes, le ceden el sitio, durante cinco minutos, según se ha pactado en la asamblea; pero, una vez arriba, el prea-dolescente no está dispuesto a bajar. “No es justo, ahora nos toca a nosotros”, chillan desde abajo, sin respuesta; entonces deciden ir a buscar ayuda.

Una de las muchas responsabilidades que Clarissa asume en la escuela es la de ombudswoman, término de origen nórdico que significa literalmente ‘defenso-ra del pueblo’, una mediadora de conflictos. Como la mayoría de los comités, el de ombudsmen se consti-tuye cada trimestre, por votación secreta, entre los candidatos mayores de 13 años. “Elegimos a ocho o diez personas –explica Isabel–. Todo el mundo las co-noce, lo anunciamos en la asamblea, ponemos carte-les...” Aunque en ocasiones se han organizado talleres de entrenamiento, la mayoría aprende sobre el terre-no: “Sabes lo que tienes que hacer porque conoces las leyes y has vivido la mediación en tus propios con-flictos durante años”, explica Clarissa.

Isabel se acerca al trampolín con Rye. Pide a Andrew que baje y le recuerda las reglas: “Pasados cinco mi-nutos debes dejar a otras personas”; este protesta. “Entonces, tendré que llevarte a la asamblea”, replica la defensora. Andrew no se lo piensa dos veces: sabe que si plantean el caso, lo más seguro es que le san-cionen. Pero la intervención de los mediadores no siempre es necesaria: “He visto solucionar problemas a niños de 12 años que muchos adultos son incapaces de resolver”, asegura Clarissa. La vida en Summerhill contribuye a desarrollar unas envidiables habilidades sociales: “Aprendes a estar con la gente, descubres que todos somos iguales y podemos entendernos…” Tras el incidente, Clarissa y Amy tienen ensayo con

Henry, el profesor de música; acompañadas al piano, interpretan a dos voces algunas de las canciones de los Dead Hearts, uno de sus grupos preferidos. A la hora del almuerzo, acompañan a Paul (8 años) al pue-blo porque necesita comprar algunas cosas. A su vuel-ta, Rye está jugando con varios compañeros de dis-tintas edades –entre ellos, algunos profesores– al Stick Game, un curioso juego, made in Summerhill, que consiste en derribar palos clavados en el césped, gol-peándolos con otros. “Le he dado, le he dado”, vocea muy contento trotando con los brazos en alto.

El valor del cuidado y la solidaridad

Tras la asamblea, las chicas tienen la reunión del comité festivo, donde se reparten tareas y se habla sobre la mejor forma de emplear el dinero; solo faltan dos días para el gran momento y aún quedan muchas cosas por hacer. Mientras, Rye, Fucsia y Bian-Bian jue-gan a Pokémon en el ordenador de Bill; en Summer-hill, las pantallas solo están permitidas a partir de las tres de la tarde, cuando acaban las clases. Pronto lle-ga la hora de cenar y Rye vuelve a casa con su familia. Clarissa y Amy van a la habitación social del Shack (el dormitorio de los 14 a los 16 años), donde Isabel jue-ga al Backgammon con otros compañeros. “¿Una par-tidita?”, ofrece. Sí, pero no muy larga porque, a partir de las ocho y media de la noche, las bed officers de-ben asegurarse de que todos respetan los horarios de acostarse. Cumplida su misión, continúan decorando el salón para la gran fiesta. Hacia las once de la noche, cansadas pero felices, regresan a sus habitaciones.

El grupo de alumnos mayores de 14 años asume numerosas responsabilidades colectivas y, práctica-mente, dirige la escuela, en colaboración con los adul-tos. ¿Qué les lleva a implicarse de esta forma? ¿Por qué lo hacen? “Nunca me lo había planteado –con-fiesa Minami sorprendida–. Me parece natural: cuando era pequeña otros se ocupaban de mí; ahora es mi turno.” “Creo que hacer cosas por los demás, aunque no obtengas nada a cambio –afirma Clarissa entre un bostezo y una sonrisa–, tiene valor en sí mismo.”

http://www.summerhillschool.co.uk Neill, Alexander S. (1964): Summerhill. Un punto de

vista radical sobre la educación de los niños. México: Fondo de Cultura Económica.

Neill Readhead, Zoë (2012): Summerhill hoy. València: Litera Libros.

Ferrer, Isabel (2000): “Summerhill, juicio a la libertad”, en Cuadernos de Pedagogía, n.º 295.

Freire, Heike (2003): “Zoë Readhead. Summerhill, realidad de una utopía”, en Cuadernos de Pedagogía, n.º 295.

para saber más