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Page 1: Socotra en Babelia, El País

11/09/11 11:55Donde crecen el incienso y la mirra · ELPAÍS.com

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Nada sabían de las fabulosashistorias que los antiguos o las

gentes de otros lugares lesatribuían. Pero tenían otras, no

menos fantásticas

¿Quedan islas perdidas? Envuelta siempre en la bruma y barrida por los vientos, Socotra emergeen el Índico como un lugar no profanado y en permanente contacto con el mundo antiguo.

Detrás de los volcanes, se acumulaban nubes de tempestad", escribió Malcom Lowry enBajo el volcán. "¡Socotra!, mi isla misteriosa del mar Arábigo, de donde procedían elincienso y la mirra y adonde nadie ha llegado jamás".

Hace un tiempo, tras escribir Los árabes del mar,decidí viajar a la isla de Socotra en el océanoÍndico. La región no me era extraña. Durantealgunos años seguí las huellas de los marinosárabes que desde la península arábiga surcaban elÍndico, en veleros impulsados por los monzones,hasta las islas de Zanzíbar, Lamu o Socotra en lacosta del África Oriental. De aquellos antiguossultanatos de nombres poderosos como mantras,algunos, como Quiloa o Lamu, se hallabanocultados en el laberinto de los manglares que leshabían mantenido a salvo de las incursiones de las

tribus belicosas; otros, como Zanzíbar o la propia Socotra, estaban lo suficientementealejados del continente para evitar los ataques. Durante siglos, los navegantes árabesacudían cada año con el monzón de invierno en busca de esclavos, pieles de animalessalvajes, maderas preciosas, concha de tortuga, ámbar gris y oro. Aquel comercio generógrandes beneficios y el esplendor de los sultanatos llegó a ser tal que Ibn Batuta en suRihla se hizo eco de su prosperidad al igual que, siglos después, lo haría John Milton ensu Paraíso perdido.

Entrado este siglo, apenas quedaban vestigios de aquel esplendor: unos pocos palaciosderruidos, las casonas de la ciudad de Zanzíbar o las callejuelas árabes de Mombasa yLamu. De algunos sultanatos como Gede o Quiloa apenas se mantenían en pie unaspocas piedras. La maleza se fue adueñando de las ruinas y desde lo alto de los muros losficus dejaban caer sus raíces ocultando labrados dinteles y arabescos. Los baobabscrecían en los patios de las mezquitas tamizando con sus hojas la luz del trópico,creando con la brisa un centelleo irreal. Pero, aunque todas aquellas islas ya habíanconocido sus mejores días, quedaba la memoria: los antiguos mercaderes y marinosconservaban vivos los relatos de aventuras y naufragios.

A pesar de que Socotra surgía en las conversaciones como un lugar temido y misteriosoenvuelto siempre en brumas, no la visité durante aquel largo viaje. Quizá porque seescapaba de aquel mundo de los árabes del mar que yo perseguía. Los mismosmonzones que propiciaban el intercambio y la civilización, en las cercanías de la rocosaisla de Socotra suponían una amenaza, pues en sus costas no existía ni un solo abrigonatural en el que guarecerse durante las estaciones de los vientos.

El baño de Abdelwahab Abdala, nieto del último sultán deSocotra.- JORDI ESTEVA

TRIBUNA: OPINIÓN JORDI ESTEVA

Donde crecen el incienso y la mirraJORDI ESTEVA 10/09/2011

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Perdida en el Índico, a trescientos kilómetros del Cuerno de África y a cuatrocientos delas costas de Arabia y barrida por constantes vientos que impedían la navegacióndurante largos meses, el aislamiento había preservado una flora y fauna singulares, conespecies propias de otras eras. En Socotra crecían los árboles del incienso y de la mirra,ofrendados con prodigalidad en los rituales paganos e indispensables en lasmomificaciones de los antiguos egipcios. En la isla se encontraba el áloe socotrino, tanapreciado por los griegos para curar las heridas de guerra que, según la leyenda,Alejandro Magno, alentado por Aristóteles, invadió la isla para procurárselo. En Socotraabundaba, además, el árbol del dragón, en forma de seta gigante, de savia roja como lasangre, que utilizaron tanto los gladiadores del Coliseo para embadurnar sus cuerpos,como los lutieres de Cremona para dar la pincelada decisiva a sus Stradivarius. Durantesiglos, atraídos por la riqueza de sus resinas olorosas, indios, griegos y árabes del suracudieron a Socotra. Tras ellos, los piratas.

Me asombraban las fabulaciones y la continua presencia de yins en los relatos queescuchaba a los marinos sobre Socotra; me gustaba pensar que todo ello era fruto de lalarga tradición del sir, o secreto, tan querido por los navegantes árabes que se reflejabaen la imprecisión al informar sobre sus lugares de aprovisionamiento. Me sorprendía elafán que mostraban en narrar toda suerte de leyendas sobre animales monstruosos, yotros peligros, para desanimar así a los posibles competidores, defendiendo de estemodo el monopolio que durante siglos tuvieron del comercio en el Índico. Se decía queunas serpientes aladas custodiaban los árboles de incienso o se hablaba de islasmagnéticas que desarmaban a los barcos atrayendo uno a uno el hierro de sus clavos.Para los antiguos, el ave Fénix tenía en Socotra su morada y no faltaban quienesaseguraban que era la misteriosa isla del ave Roc descrita en el segundo viaje deSimbad. Para muchos historiadores, Socotra era "la isla de los genios" del Relato delNáufrago, recogido en un papiro de la dinastía XII, que se conserva en L'Hermitage deSan Petersburgo. Y no faltaban estudiosos que aseguraban que se trataba incluso de laisla de Gilgamesh en cuyas aguas el desolado rey de Uruk, tras la muerte de su fiel yamado Enkidú, halló la planta de la inmortalidad después de vagar por los límites delmundo conocido. Para Diodoro de Sicilia, desde las cumbres de granito de Socotra,Urano dominó el mundo antes de ser castrado por su hijo Cronos con una hoz depedernal. En Socotra, según el mismo autor, Zeus Trifilio hizo construir su másespléndido templo. Siglos más tarde, Marco Polo escribió en el Libro de las maravillasque los pobladores de Socotra eran los magos y nigromantes más sabios que había en elmundo. Dominaban los vientos y podían cambiarlos a voluntad. Si un pirata habíarobado en la isla, lo retenían mediante conjuros. Por más que desplegara sus velas yenfilara el horizonte, los socotríes conseguían con sus sortilegios que un vientohuracanado soplara en dirección contraria.

Todas aquellas historias despertaron aún más mi imaginación y, cuando se me presentóla oportunidad, decidí viajar a Socotra. Gracias a un periodista egipcio que habíavisitado la isla, entré en contacto con Abdelwahab Abdala, nieto del último sultán deSocotra y nieto, también, de su visir. Juntos iniciamos una expedición, en una pequeñacaravana de camellos, hacia las cumbres de Socotra, ya que no existe ninguna pista queconduzca hacia el interior. Tan solo los camellos socotríes, más pequeños que los deArabia, podían avanzar por los cauces de piedra y ascender las abruptas montañas. Mesorprendieron los bosques de incienso, los árboles de la mirra, la multitud de dracosque parecían inmensos paraguas volteados por el viento. Aquel era un paisaje de unmundo arcaico, de agujas de piedra e inmensas rocas desmoronadas. En algunoslugares la tierra se abría en profundo desgarro. A medida que proseguíamos, me daba laimpresión de retroceder en el tiempo y de que tarde o temprano terminarían por surcarel cielo enormes pterodáctilos. Y en aquellos momentos, me entretenía fabulando con laidea, quizá descabellada, de que en aquella isla remota habían sobrevivido los últimossaurios voladores hasta la época de los primeros navegantes egipcios, dando lugar a laleyenda de las aves monstruosas. Por las noches, alrededor de un fuego, se contabanhistorias de brujas y de yins. Aquellos hombres se expresaban en una lengua semíticaemparentada con la de la Reina de Saba. Nada sabían de las fabulosas historias que losantiguos o las gentes de otros lugares les atribuían. Ni siquiera habían oído hablar deSimbad. Pero tenían otras, no menos fantásticas. Durante semanas viví en un mundo

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perdido. Ningún avión surcaba el cielo; ningún barco el horizonte. Dormíamos encuevas, donde sacrificaban cabras amansándolas con hipnóticos cánticos en los que sepedía perdón a Dios por segar aquella vida necesaria para la supervivencia. Me hablaronde brujas que secaban pozos y agostaban las palmeras. Me contaron relatos de yins queadoptaban la imagen de bellas mujeres para atraer a los hombres y devorarlos. Meintrigaron las historias de los bishush, grandes pájaros que dormían en pleno vuelo yanidaban en las cuevas de la montaña: algunos años, cuando arreciaba la sequía ymorían los animales, los pastores se descolgaban con cuerdas por el acantilado pararobar los huevos de los bishush. Un día uno de los pastores fue engullido por unaserpiente monstruosa.

Una noche, cerca ya de las cumbres de Socotra, Abdelwahab me contó la trágica historiade su familia. Tras la partida de los británicos, el sultanato de Socotra, que hastaentonces era un protectorado, fue entregado a las autoridades de Adén, la capital delmarxista Yemen del Sur. Los británicos dispusieron todo para que el sultán huyera enun velero a los Emiratos Árabes Unidos, pero el monarca se negaba: prefería la muerteantes que huir como un cobarde y abandonar su querida tierra. Muchos hombres de lafamilia fueron ajusticiados por los comunistas que pretendían ahorcar al sultán antetodo el pueblo. Pero entonces, los mahra, tribu del Yemen del Sur emparentada con lossultanes de Socotra, amenazaron a las autoridades de Adén con levantarse en armas sise atrevían a tocar un solo pelo del sultán. El monarca quedó entonces confinado en sumodesto palacio para morir al poco tiempo de melancolía.

A punto casi de alcanzar nuestro destino, la vegetación empezó a cambiar. Se hizo másespesa, aparecieron los helechos y los árboles tupidos. A veces debíamos arrastrarnosentre la maleza. Desde lo alto de las cumbres los arroyos se precipitaban en el vacío y susurco plateado serpenteaba hasta perderse en la llanura. Aquel era un mundo noprofanado. Aquellas gentes, que en sus cuevas encendían el fuego con bastoncillos y porlas noches contaban historias de yins y establecían competiciones poéticas sobre lasvirtudes de sus animales, permanecían en contacto con el mundo antiguo.

¿Por cuánto tiempo?

Jordi Esteva (Barcelona, 1951) es autor de Socotra, la isla de los genios, que publicará Atalanta afinales de septiembre. www.jordiesteva.com.

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Fotografía: El baño de Abdelwahab Abdala

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Publicado en Edición Impresa en la sección de BabeliaVersión texto accesibleEdición de Bolsillo, edición para PDA/PSP ó Móvil

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