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1 1 Siniestras manos del Cielo Por Annie VanderMeer Mitsoda Mientras tanto, lejos, al sudeste… Un fuerte viento cruzó las resecas llanuras, revolviendo las túnicas de los shugenja y rompiendo los estandartes situados sobre la Muralla Kaiu. Impertérrito, Hida Kisada observaba impasible desde las almenas en dirección a las Tierras Sombrías, donde un enorme ejército de tropas enemigas se retorcía y bamboleaba como si fueran hojas de hierba. Kisada había vislumbrado una sombra de miedo en los ojos de sus soldados, a pesar de que eran veteranos encallecidos. Un samurái no le teme a la muerte, pensó. Fácil de decir para los que se refugian tras la protección de nuestra Muralla. Mis samuráis conocen demasiado bien a la muerte como para no temerla. Pero se enfrentarán a ella a pesar de todo. El Campeón del Clan del Cangrejo observó al enemigo con esa mirada impávida por la que era tan famoso. Le rodeaban sus hijos y sus vasallos de mayor confianza, que no parecían compartir el humor taciturno del Gran Oso. —Mira cómo sitúan sus fuerzas de forma tan considerada. Casi se les podría confundir con Grulla —se burló Yakamo, el hijo mayor de Kisada, mientras levantaba su tetsubō como si nada y se lo apoyaba en el hombro, haciendo poses con el gran martillo de guerra de hierro y jade como haría un niño con un juguete—. Eso hará que nos resulte aún más sencillo aplastarlos por completo. A la izquierda de Kisada se oyó un murmullo preocupado —hm—, y sin necesidad de mirar supo que procedía de Sukune. —Esto no me gusta —dijo su hijo menor con sobriedad—. Las tropas de las Tierras Sombrías no suelen agruparse de esta forma. Suele ser mucho más común que oculten sus auténticas fuerzas. —Mostrar sus fuerzas de esta forma es una maniobra un tanto costosa como para que sea un truco —comentó O-Ushi, y Kisada dio una rápida ojeada a su derecha para ver cómo su hija fruncía el ceño con gesto consternado antes de mirarle—. ¿Crees que podría haber algún tipo de relación con el ataque del norte, padre? —Kisada respondió con un profundo gruñido contemplativo, eclipsado por la repentina carcajada de Yakamo y por el sonido del garrote de guerra de su hijo al golpear contra el suelo. —¡Como niños que se encogen al ver unos trasgos! —se burló el joven—. Un orgulloso ejemplo para nuestro noble padre. ¿Queréis que os lea un cuento antes de meteros en la cama mientras los verdaderos guerreros combaten? Sukune se le encaró, encrespado. —¿Y tú te lanzarías de cabeza al combate, poniendo en peligro el futuro de nuestro clan con tu sed de sangre? ¿Crees acaso que puedes acabar con todo un ejército por tu- Kisada profirió un gruñido seco y alzó la mano, satisfecho al ver cómo sus hijos se sumían de inmediato en un silencio reluctante. Los ojos del Campeón pasaron de nuevo por la inmensidad

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Siniestras manos del CieloPor Annie VanderMeer Mitsoda

Mientras tanto, lejos, al sudeste…Un fuerte viento cruzó las resecas llanuras, revolviendo las túnicas de los shugenja y rompiendo los estandartes situados sobre la Muralla Kaiu. Impertérrito, Hida Kisada observaba impasible desde las almenas en dirección a las Tierras Sombrías, donde un enorme ejército de tropas enemigas se retorcía y bamboleaba como si fueran hojas de hierba.

Kisada había vislumbrado una sombra de miedo en los ojos de sus soldados, a pesar de que eran veteranos encallecidos. Un samurái no le teme a la muerte, pensó. Fácil de decir para los que se refugian tras la protección de nuestra Muralla. Mis samuráis conocen demasiado bien a la muerte como para no temerla. Pero se enfrentarán a ella a pesar de todo.

El Campeón del Clan del Cangrejo observó al enemigo con esa mirada impávida por la que era tan famoso. Le rodeaban sus hijos y sus vasallos de mayor confianza, que no parecían compartir el humor taciturno del Gran Oso.

—Mira cómo sitúan sus fuerzas de forma tan considerada. Casi se les podría confundir con Grulla —se burló Yakamo, el hijo mayor de Kisada, mientras levantaba su tetsubō como si nada y se lo apoyaba en el hombro, haciendo poses con el gran martillo de guerra de hierro y jade como haría un niño con un juguete—. Eso hará que nos resulte aún más sencillo aplastarlos por completo.

A la izquierda de Kisada se oyó un murmullo preocupado —hm—, y sin necesidad de mirar supo que procedía de Sukune. —Esto no me gusta —dijo su hijo menor con sobriedad—. Las tropas de las Tierras Sombrías no suelen agruparse de esta forma. Suele ser mucho más común que oculten sus auténticas fuerzas.

—Mostrar sus fuerzas de esta forma es una maniobra un tanto costosa como para que sea un truco —comentó O-Ushi, y Kisada dio una rápida ojeada a su derecha para ver cómo su hija fruncía el ceño con gesto consternado antes de mirarle—. ¿Crees que podría haber algún tipo de relación con el ataque del norte, padre? —Kisada respondió con un profundo gruñido contemplativo, eclipsado por la repentina carcajada de Yakamo y por el sonido del garrote de guerra de su hijo al golpear contra el suelo.

—¡Como niños que se encogen al ver unos trasgos! —se burló el joven—. Un orgulloso ejemplo para nuestro noble padre. ¿Queréis que os lea un cuento antes de meteros en la cama mientras los verdaderos guerreros combaten?

Sukune se le encaró, encrespado. —¿Y tú te lanzarías de cabeza al combate, poniendo en peligro el futuro de nuestro clan con tu sed de sangre? ¿Crees acaso que puedes acabar con todo un ejército por tu-

Kisada profirió un gruñido seco y alzó la mano, satisfecho al ver cómo sus hijos se sumían de inmediato en un silencio reluctante. Los ojos del Campeón pasaron de nuevo por la inmensidad

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del campo de batalla, al tiempo que tomaba nota de cada unidad como si fuesen piezas en un tablero de juego, colocadas en pulcras filas. Su ceño se arrugó durante un momento. Suele ser mucho más común que oculten sus auténticas fuerzas. Imaginó un pequeño montón de piezas ocultas en la mano del oponente. La incomodidad le encogió el corazón.

Apartando la mirada de la visión que tenía ante él, Kisada dirigió su atención hacia el amplio corredor situado sobre la gran muralla, buscando a su consejera elegida. —¡Kaiu Shihobu! —gritó, y su profunda voz resonó con un poder capaz de llevar a sus guerreros hacia la victoria y la muerte. Una mujer de elevada estatura levantó la vista de una de las gigantescas máquinas de asedio cercanas, se giró y se acercó rápidamente mientras se limpiaba las manos en un trapo. Aunque líder de una poderosa familia, Shihobu nunca estaba muy lejos de algo que hubiese construido o reparado, y estaba claro que no consideraría que la batalla podía comenzar hasta que no hubiese inspeccionado personalmente todo el equipo de asedio. Su reverencia fue breve, pero preñada de respeto.

—¿Hida-ue, ¿cómo puedo serviros?—¿Cómo es el último informe de progreso sobre la brecha parcial en la provincia Ishigaki?—La reparación se ha visto ralentizada por la lluvia, pero continúa avanzando. Los daños han

sido graves, pero estimamos que se podrá completar la reparación en siete días.Kisada hizo un pequeño gesto de asentimiento. —Teniendo en cuenta los efectivos actuales,

¿cuáles son nuestras capacidades de asedio?Los ojos normalmente pardos de la daimyō de la familia Kaiu se apagaron, y al juntar el

cejo la larga cicatriz de su mejilla se arrugó. —Contamos con las tropas necesarias para las máquinas de asedio, y un pequeño contingente para efectuar reparaciones y para el transporte de munición. Pero estamos muy dispersos —suspiró—. La familia Kaiu nunca decepcionará al Clan del Cangrejo. Pero si la Muralla es atacada directamente por el ejército de ahí fuera, no puedo garantizar su seguridad.

Sukune exhaló aire profundamente, con gesto de preocupación. —Padre, nuestros almacenes de jade… —el joven tembló durante un instante al contener una tos, pero tragó con fuerza y continuó— Están prácticamente vacíos. Si un contingente importante logra abrirse paso, nuestros recursos resultarán insuficientes para enfrentarse con una posible incursión de la Mancha. Si la tierra queda corrompida, no contaremos con los medios necesarios para purificarla. Perderemos terreno.

Kisada dirigió la mirada hacia un joven vasallo nervioso, que comenzó a hacer una reverencia cuando se dio cuenta de que la mirada del Campeón del Clan se había posado en él. —Yasuki Oguri. ¿Qué hay de nuestras misivas al Emperador? ¿No han conseguido llegar?

Oguri negó con la cabeza y habló en tono cauteloso. —Han llegado, Hida-ue. Mi padre ha confirmado que han sido entregadas, y nos ha hecho llegar las respuestas del Emperador. Pero la respuesta ha sido siempre igual. Una carta formal, escrita con la caligrafía más elegante en el papel más delicado, y en la que dice: “El Emperador lamenta no poder enviaros ayuda en este momento”, ya sea al hablar de suministros, de tropas o de jade… —El joven bajó la mirada torpemente, avergonzado—. La respuesta es siempre la misma.

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Yakamo lanzó un gruñido al tiempo que estrellaba de nuevo su garrote de guerra contra el suelo. —¡Una falacia cortés! —rugió enfurecido—. ¡Debería ir a Otosan Uchi en persona y exigir lo que se nos debe como protectores de Rokugán!

Kisada hizo un movimiento con la mano como si cerrase una puerta, y Yakamo puso fin de inmediato a su diatriba para pasar a gruñir en voz baja. —No faltes al respeto a los Yasuki. Su daimyō está allí ahora. Si Yasuki Taka no es capaz de captar el interés del Emperador… —su mente se desvió un momento, tras lo que centró nuevamente su atención en Shihobu.

—Digo esto con respeto por la familia Kaiu y por su Muralla —dijo el Campeón enérgicamente— pero, ¿dónde están los puntos débiles más cercanos a este lugar?

Las cejas de Shihobu se juntaron al pensar. Mientras que el rostro de Kisada se mantenía tan rocoso como había planeado, el de la daimyō Kaiu se mostraba repleto de energía: se podía ver cómo hacía cálculos a toda velocidad igual que lo haría un comerciante en un soroban moviendo las cuentas a uno y otro lado. —Justo al norte de aquí. Un torrente de buen tamaño exigió la instalación de una canalización de escorrentía. Debería haber una rejilla, pero ninguna barrera es perfecta. Si lo deseáis, indicaré a un vasallo que os la enseñe.

Kisada asintió agradecido, y luego se aclaró la garganta: a su alrededor todo el mundo se puso firme. Este es el deber del Clan del Cangrejo. La Muralla Kaiu se alza para proteger Rokugán, pero así también lo hace nuestro pueblo. Y hasta la piedra sólo puede aguantar cierto número de impactos antes de quebrarse. Hoy alzaremos una muralla de hierro, igual que Kuni Osaku levantó una de agua para que se pudiese construir la Muralla. Kaiu Shihobu.

La espigada daimyō hizo una reverencia a su Campeón.

—Haz que tus tropas se encarguen de las máquinas de asedio y del transporte de

municiones. Hiruma Yoshino, divide tus tropas. Arcos largos sobre la Muralla, arcos cortos en su base, cada uno con una flecha de señales.

La daimyō de la familia Hiruma se inclinó, y el cuer aceitado de su vestimenta de explorador se dobló sin el menor crujido. —¿Alguna otra cosa, Hida-ue?

Kisada se quedó pensando un momento. —Procede si tú consideras que están listos —Yoshino se inclinó de nuevo, y Kisada sintió el peso de la curiosidad del resto de los presentes. No importaba: el plan tendría éxito o fracasaría, y los demás tenían otras cosas de las que preocuparse.

—Kuni Yori —continuó, y el daimyō de la familia Kuni se inclinó a su vez, mientras su oscuro mostacho se retorcía sobre una sonrisa demasiado amplia—. Divide también tus fuerzas: una cuarta parte para apoyar a los Kaiu, y el resto asistiendo en el terreno. Necesitaremos tus habilidades y las de tus shugenja en el campo de batalla.

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Por último se dirigió a sus hijos, que se inclinaron todos a una. —Yakamo, estarás a mi lado. Sukune, te quedarás en la Muralla para transmitir mis órdenes.

—O-Ushi. Reúne a tus mejores tropas, sigue al enviado Kaiu hasta la debilidad que comentó Shihobu y haz barridos en la zona. Asegúrate de dejar claro que se debe mantener una vigilancia extrema.

Aunque su hija no hizo ningún gesto evidente de desagrado ante la idea de verse apartada de la batalla principal, Kisada se percató de cómo se puso tensa un instante antes de hacerle una reverencia. —Así lo haré, Campeón —asintió girando rápidamente sobre sus tacones para marcharse al tiempo que uno de sus vasallos se tambaleaba en su afán por seguirla. Volvía a mascarse la tensión mientras Yakamo se sonreía con una expresión traviesa y Sukune lanzaba una mirada envenenada a su hermano al tiempo que apretaba los dientes para evitar una discusión. Kisada levantó el mentón de forma enérgica y nuevamente los hermanos se sosegaron, la tensión disipada como una mano dispersa el humo.

Kisada apartó su atención de las discusiones de sus hijos y lanzó una última mirada desde la parte superior de la Muralla. Los ejércitos de las Tierras Sombrías se agitaban y removían, esperando pacientemente el comienzo de su encuentro. Tanta paciencia resultaba extraña: una tormenta no aguardaba a que los soldados encontrasen cobijo antes de comenzar a descargar lluvia.

El Campeón del Clan del Cangrejo emitió un gruñido bajo, que todos los que conocían al Gran Oso reconocieron como el punto final antes de dar por concluido un asunto. Se giró y comenzó a bajar las escaleras, seguido por sus hijos y por sus vasallos con tanta precisión como una de las máquinas de Shihobu.

En las puertas de la Muralla Kaiu, los ejércitos Cangrejo se situaban en posición, esperando la orden del hombre que una vez más miraba impasible hacia la lejanía. Kisada aguardaba, tan alto e imperturbable como los cedros que crecían tras la protección de la Muralla, mientras los que le rodeaban pasaban su peso de un pie a otro con nerviosismo, o se encogían de hombros para ajustar la posición en la que los sode de sus armaduras se encontraban situados. Para el daimyō de la familia Hida la armadura era como una segunda piel… aunque al comenzar a sentir una incomodidad en la base del cuello, deseó poder aguantar la mitad de bien el peso de los años.

Los ejércitos Cangrejo aguardaron pacientemente mientras sus unidades se situaban en formación. Kisada hizo un recuento cuidadoso de sus efectivos y los comparó con el plan que tenía en mente. Su hijo mayor se encontraba situado a su derecha, haciendo crujir los huesos de su cuello y echando los hombros atrás como si fuera un mastín atado con una correa. Uno por uno, sus comandantes fueron rodeándole hasta que finalmente llegó la daimyō Hiruma, andando con unas pisadas tan ruidosas como la nieve al caer. Los ojos oscuros de Kisada se encontraron con los de ella, haciendo una pregunta sin palabras que la daimyō respondió con un leve asentimiento.

—La corte está reunida —afirmó Yori medio susurrando en su característica voz sibilante—. Aguardamos vuestras órdenes, Hida-ue.

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Kisada asintió a sus generales, sacó su gunbai del cinto y lo levantó. A su alrededor el movimiento de miles de hombres se detuvo de forma abrupta, y el fuerte sonido de legiones de tropas situándose en orden de revista desprendió ecos del paisaje. Cada gesto de su abanico de guerra se correspondía con el movimiento de piedras a lo largo de la espesura de madera de un tablero de juego, y con el movimiento de centenares de soldados por las ventosas planicies de las Tierras Sombrías. Un gesto hacia adelante del abanico seguido de un barrido de izquierda a derecha envió a los shugenja Kuni hacia los flancos para evitar que el enemigo les cortase la retirada de vuelta hacia la Muralla. Otro gesto hacia adelante seguido de un barrido, esta vez de derecha a izquierda, y los exploradores Hiruma alzaron sus arcos, daikyū los situados sobre la Muralla, hankyū los que se encontraban debajo. Un movimiento hacia arriba seguido de un giro de muñeca hacia atrás, y las máquinas de asedio sobre la Muralla se prepararon, el sonido de sus mecanismos audible incluso a centenares de metros de distancia.

Por último, las tropas se situaron en posición. Kisada bajó su gunbai un instante y se colocó finalmente su mempō: la máscara de acero y oro ocultaba sus rasgos por completo, a excepción de los ojos, que mostraban una expresión de concentración. Levantó el abanico de guerra una vez más, manteniéndolo situado alto en el aire mientras sus generales lo observaban nerviosos: vida y muerte, equilibradas en una pieza de hierro grabado con el símbolo del Clan del Cangrejo. Pasaron unos instantes, como si el mundo estuviese tomando aliento por última vez.

Entonces el gunbai cortó el aire con un movimiento hacia delante, y todo se sumió en el caos al dar comienzo la batalla.

Hordas de aullantes bakemono se lanzaron a toda prisa hacia delante, algunos incluso en llamas en lo que los trasgos consideraban un “honor”, y docenas de ellos murieron atravesados por flechas Hiruma.

De entre las filas del enemigo salió un horror lleno de tentáculos, pero sus rugidos se tornaron en aullidos de dolor cuando el certero disparo de una de las catapultas Kaiu acertó en su objetivo. El monstruo se revolvió en estertores agónicos antes que quedar inmóvil.

Tambaleantes fuerzas de no muertos trataron de abrirse paso por el flanco meridional, pero las plegarias de los shugenja Kuni fracturaron el suelo por el que pasaban, aplastándolos contra la tierra.

La imponente forma de Hida Kisada destacaba en medio del caos. Su gunbai barría el aire y guiaba a los ejércitos Cangrejo como si fuesen fichas en un tablero, que se movían para enfrentarse a cualquier amenaza y acabar con ella.

De repente, un aullido infernal cortó el aire: un destacamento de onikage, montados por los maléficos samuráis no muertos conocidos simplemente como los Perdidos, se abrió paso desde las filas del enemigo para ejecutar una maniobra de barrido en forma de guadaña y lanzarse directamente al corazón de los ejércitos Hida.

Kisada frunció el cejo. Había situado sus tropas de forma que provocasen al enemigo a atacar desde la izquierda y poder atraparlos con una maniobra de pinza. Incluso había elegido aquel lugar, situado a un centenar de metros de la Muralla como su puesto de mando porque era terreno abrupto. Atacar desde la derecha, a través de una zona pensada para interrumpir cargas rápidas

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Hida Kisada, Inquebrantable Campeón del Clan del Cangrejo

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y donde la defensa Cangrejo era más fuerte parecía equivocado incluso para los engendros más estúpidos de las Tierras Sombrías. Con todo, los onikage eran criaturas poderosas, y los Perdidos lo eran aún más.

Kisada se imaginó un tablero en el que el enemigo hacía avanzar una ficha para abrir un agujero en la línea de batalla al retirarse sus tropas. Parecían haber dedicado sus mejores tropas a un único ataque, con la esperanza de que sobreviviesen los suficientes como para lanzar un golpe letal contra el centro de mando de su oponente. Kisada estaría encantado de hacer que el intento resultase fútil.

Efectuó un movimiento rápido con el gunbai que hizo silbar el aire, lo que mandó avanzar a un destacamento de tropas equipadas con naginata. Las lanzas acabadas en hojas de un filo de las tropas Cangrejo cortaban con una eficacia letal incluso al enfrentarse con la velocidad ultraterrena de los caballos no muertos. Cadáveres acorazados salieron volando mientras sus monturas lanzaban escalofriantes chillidos al estrellarse contra el suelo. Mientras los Perdidos supervivientes se esforzaban por levantarse, más tropas avanzaron para

enfrentarse al enemigo, y Yakamo, incapaz de continuar controlando su sed de sangre, lanzó un fuerte grito y se lanzó a la refriega.

Kisada gruñó ante la estupidez de su hijo y abrió la boca para gritarle que volviese, justo en el momento en el que el suelo se estremeció bajo sus pies, y los sonidos normales de la batalla se convirtieron en gritos de terror. Una extensa forma, negra y rugosa como la piedra, saltó desde detrás de la destrozada masa de los onikage y se estrelló contra las tropas Cangrejo como un meteoro, destrozando cuerpos a su paso.

Así que el ataque contra el puesto de mando había sido genuino después de todo. Pero no había identificado correctamente cuál era el contingente enemigo más poderoso. Cuando había enviado a sus tropas a enfrentarse con la caballería se había quedado expuesto. Una maldición muy poco característica se le escapó de los labios mientras levantaba su kanabō justo a tiempo de detener la retorcida espada negra de su oponente, cuyo impacto hizo retroceder tambaleando al Campeón del Clan del Cangrejo.

El enemigo de Kisada se estiró hasta alcanzar toda su monstruosa altura: un oni, cuyo enorme cuerpo estaba protegido por astilladas placas de obsidiana y cuyos ojos ardían con el fuego del mismísimo Jigoku. —¡Campeón del Clan del Cangrejo! —tronó la bestia, apuntando a Kisada con su deformado sable— ¡Tú y tus tropas sucumbiréis aquí! ¡Disfrutaré despedazándote miembro a miembro y devorándote vivo, como la carne que eres!

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Kisada se permitió esbozar una sonrisa, delgada y peligrosa como el filo de un cuchillo, y situó su garrote de guerra frente a él, preparado para el combate. —Comencemos entonces —declaró, y el oni dio un salto adelante con un aullido.

El mundo alrededor del Campeón pareció difuminarse, toda su complejidad desaparecida, como una tela lanzada a las llamas. Sólo existían él y el oni, golpe y parada, estocada y esquiva. El oni rugió enfurecido cuando el garrote de hierro del Campeón destrozó una de las placas de obsidiana atadas a su cuerpo demoníaco. El Campeón ahogó un gemido cuando el revés de la criatura le golpeó contra el muslo, haciéndole tambalearse brevemente con una sola pierna. La risa sofocada del monstruo se convirtió en un gruñido estrangulado de sorpresa cuando el barrido de Kisada le golpeó bajo la barbilla y destrozó parte de su mandíbula, al tiempo que manchaba el suelo con pegajosa sangre negra. El envejecido Campeón gruñó mientras bloqueaba otro ataque con su kanabō, mientras por sus articulaciones se extendía un dolor que nunca había sentido de joven. La edad era el otro enemigo al que se enfrentaba, y contra el que la mejor defensa era simplemente ignorarlo por completo, un acto estudiado y unido al pragmatismo y la tozudez por las que su clan era famoso.

De repente el oni bramó, sorprendido: más sangre negra manó hacia el suelo, y apareció un bushi solitario, ōtsuchi en mano y con el martillo de guerra resbaladizo de sangre. La figura dedicó un instante a agachar la cabeza en dirección a Kisada y rápidamente le rogó que perdonase la interrupción. Kisada, aún aturdido por el frenesí del combate, únicamente gruñó a modo de respuesta. Los dos combatieron juntos contra la criatura: el combatiente de menor tamaño actuaba como distracción mientras Kisada destrozaba más partes de la armadura de la bestia. La corrupta obsidiana quedaba reducida a cascotes, y esquirlas quedaban clavadas a la carne de la criatura. El oni rugió y dio otro paso adelante, como para lanzar un barrido con su espada contra los dos atacantes…

…y aulló de dolor cuando el suelo se hundió bajo su pierna izquierda, atrapándola a la altura de la rodilla. El oni lanzó un grito atronador de furia y confusión, moviéndose de forma espasmódica al tiempo que su pierna iba quedando cada vez más atrapada y que gruesas cuerdas se estiraban sobre él y se clavaban al suelo. Pequeñas criaturas peludas salieron del agujero, escurriéndose al interior de otros túneles bajo tierra. Estaba claro que el extraño plan de Hiruma Yoshino había funcionado.

Se revolvió al sentir la mano del bushi en su brazo.—¡Perdonadme, mi señor! —gritó el bushi—, ¡pero el campo de batalla está sumido en la

confusión! Sukune-sama os ruega que le mandéis señales. ¡Puedo contener a esta bestia mientras os retiráis!

El aturdimiento de Kisada pasó, y el caos del combate regresó. Kisada oyó al mismo tiempo los rugidos de más oni y los gritos de sus tropas. La niebla roja del combate se había disipado, y el tablero de juego se asentó una vez más en la mente del Campeón. Estrechó la mano del bushi y asintió, tras lo que se dio la vuelta mientras el guerrero corría hacia el monstruo atado, martillo en mano. La imagen desapareció en instantes mientras Kisada se retiraba, y la batalla se tragó a la pareja de combatientes.

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Kisada se encaminó en dirección a la Muralla y vio a Yakamo, riendo presa de la sed de sangre mientras convertía en fragmentos de hueso a un trío de guerreros Perdidos. Gritó el nombre de su hijo con toda la fuerza de sus pulmones, y el joven pareció despertar de un sueño para después correr a situarse al lado de su padre sin pronunciar una palabra. La pareja se abrió paso a través de docenas de trasgos y Perdidos, y la locura de un centenar de pequeños combates, hasta llegar al borde de la Muralla, donde Hiruma Yoshino y sus arqueros disparaban tan rápido como les permitían las manos. Yakamo agarró a uno de ellos, que se sobresaltó y a punto estuvo de dejar caer el arco a causa de la sorpresa.

—¡Preparad la señal! —ordenó Kisada. El arquero cogió de forma apresurada una flecha especial de caña y la disparó hacia el cielo. El proyectil dejó un pequeño hilo de polvo rojo a su paso por el cielo, y al caer contra el suelo lo hizo con un potente silbido que lanzó ecos por el campo de batalla.

Las fuerzas Cangrejo comenzaron a retirarse de forma casi instantánea en dirección a la Muralla. Los ejércitos de las Tierras Sombrías lanzaron un grito de triunfo y comenzaron a perseguirlos…

En ese momento Kisada levantó su gunbai en el aire, y el repentino movimiento hacia atrás del abanico de guerra se vio reflejado por un coro de sonidos de cuerdas al soltarse, proveniente de la parte superior de la Muralla al liberarse a la vez incontables mecanismos. Las primeras líneas de las fuerzas enemigas tuvieron justo el tiempo suficiente para gritar en caso de ser capaces de ello, a diferencia de los no muertos, antes de ser aplastados por toda roca, estaca y canto que los ingenieros de asedio Kaiu fueron capaces de disparar.

Durante un breve instante sólo hubo polvo y silencio, pasado el cual el abanico de guerra de Kisada hizo una nueva señal y las tropas dieron la vuelta hacia el campo de batalla, ensangrentados pero decididos a continuar.

Un humo negro y oleoso se elevaba desde la pira de cadáveres de las Tierras Sombrías. Un grupo de plebeyos cubiertos con sucios ropajes pardos de la cabeza a los pies iban lanzando los cadáveres de apestosos bakemono, corruptos Perdidos y restos de oni a un montón cada vez más grande. Ver a estos cuervos enfangados era algo común tras una batalla, ya fuese porque se vieran atraídos a ella por una necesidad económica o porque se les ordenase ir como castigo por algún crimen. Resultaba sencillo distinguir entre los dos tipos, ya que los que estaban allí para proporcionar sustento a sus familias llevaban abalorios para repeler la Mancha de las Tierras Sombrías: talismanes atados a la manga, relicarios con plegarias escritas, o brazaletes desconchados que llevaban en sus delgadas muñecas. Probablemente sabían que este tipo de protecciones resultaban inútiles ante una maldad como aquella: solamente los materiales benditos como el jade mostraban capacidades evidentes para evitar la corrupción física y mental que transmitían las Tierras Sombrías y sus criaturas.

Los cuervos enfangados iban echando aceite en cualquier lugar de la pira en la que el fuego comenzaba a apagarse, obligando al fuego a acabar de devorar su desagradable dieta de cadáveres.

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De repente se dio cuenta de que había más de los que jamás había visto juntos en un solo lugar. A lo largo de su vida había participado en muchas batallas y sentido dolores como los que sentía en aquel momento. Pero hoy había sido distinto. Tanto sus dolores como el conflicto habían aumentado de intensidad. Algún día su fortaleza no bastaría para sobreponerse a ninguno de los dos.

El sonido de unos fuertes pasos se aproximó a donde se encontraba, y el daimyō supo quién era antes de oír su voz. —¡Menuda batalla! —dijo Yakamo, exultante y riendo orgulloso—. Y esta no es precisamente la única hoguera de cadáveres enemigos. ¡La próxima vez, la escoria de las Tierras Sombrías debería ahorrarnos problemas y tirarse directamente a la pira!

Kisada permaneció en silencio, y esta vez Yakamo pareció no darse cuenta, ocupado como estaba relatando la forma en que había acabado con un trío de trasgos de un solo golpe de su tetsubō. El Campeón del clan giró la cabeza lentamente y un samurái cercano se acercó corriendo a su lado, acostumbrado a interpretar los gestos más sutiles de su señor.

—¿Mi señor?Un bushi me ayudó a combatir contra un oni ataviado con obsidiana, lo que me permitió

retirarme y prestar atención a otros menesteres —comentó Kisada suavemente—. Comprueba qué ha pasado con aquel samurái, e infórmame de inmediato —el vasallo hizo una rápida reverencia y se retiró, tras lo que Kisada centró de nuevo su atención en la Muralla Kaiu, justo a tiempo para ver cómo se acercaba corriendo una mensajera. Yakamo hizo ademán de interceptar a la mujer pero se detuvo al ver que la mensajera llevaba un trapo con el sello personal de O-Ushi y se inclinaba ante ambos.

—Mis señores, os ruego me disculpen. La dama Hida ha regresado y me ha pedido que solicite vuestra presencia en el patio de armas. También ha hecho llamar al señor Sukune —Kisada hizo un sonido a modo de asentimiento e indicó a la mensajera que fuese en cabeza. Él y su hijo le siguieron.

—Es una pena que no acabases tú mismo con el oni, padre —dijo Yakamo mientras caminaban—. Especialmente uno protegido con obsidiana. ¡Imagina la gloria de acabar con él! Hubieras-

Kisada se paró de repente; Yakamo se tambaleó durante un momento, confundido, y se giró a mirar a su padre mientras el daimyō cruzaba los brazos y se enderezaba. —¿Tengo acaso necesidad de gloria, hijo mayor? ¿Crees que la familia Hida la necesita? ¿De entre todo el Clan del Cangrejo, acaso es eso lo que buscamos?

Yakamo abrió la boca para responder, pero un gesto de su padre le hizo enmudecer de nuevo.—Debes aprender bien esta lección, hijo mayor —dijo Kisada, hablando de forma controlada,

en voz baja—. La fuerza es algo espléndido. La tuya me recuerda a la mía cuando tenía tu edad. Pero la fuerza es hierro, que debe templarse. Y la gloria también es algo espléndido, pero inútil sin pragmatismo. Recuérdalo —Yakamo asintió con gesto un tanto hosco, pero con humildad. Kisada profirió un gruñido satisfecho y comenzó a andar de nuevo. Su hijo y su comitiva le siguieron.

O-Ushi y sus tropas aguardaban en el gran patio situado en el interior de las puertas de la Muralla Kaiu con las armaduras manchadas de sangre y con un grupo de prisioneros encadenados tras ellos, compuesto por varios trasgos y un ogro. Sukune bajó los últimos escalones de la Muralla, sin aliento y jadeando levemente al tiempo que se aproximaban Kisada y Yakamo, y

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O-Ushi hizo un rápido gesto a uno de sus vasallos para que ofreciese a su enfermizo hermano un trago de su cantimplora de tela. —Relájate, hermano, he sobrevivido —dijo amablemente, con voz evidente de preocupación.

—Veo que… no todas tus… tropas tuvieron tanta suerte —replicó Sukune mientras recuperaba el aliento—. Me preocupa ese hecho, y tus prisioneros. Esperaba que fuesen menos los que tratasen de abrirse paso.

La expresión de O-Ushi se tornó sombría. —De hecho fueron dos grupos los que trataron de atravesar la Muralla. Los trasgos se metieron por la canalización que nos indicó Kaiu Shihobu, pero el ogro y sus compañeros llegaron escalando una sección más baja de la Muralla. Allí fue donde sufrimos bajas, pero a pesar de todo logramos capturar a uno de ellos. Me aseguraré de entregárselo a Kuni Yori-sama, tal como había solicitado.

El rostro de Sukune quedó aún más pálido y se tambaleó durante un momento al darse cuenta del peligro implícito indicado por lo que acababa de escuchar. Yakamo gruñó y apretó los dientes al tiempo que aferraba las empuñaduras de sus armas. Sólo Kisada mantuvo una apariencia de tranquilidad y asintió lentamente. —Manda a un par de shugenja a las zonas de combate para que comprueben si hay restos de Mancha, y asegúrate de que estén bien pertrechados de jade —Sukune comenzó a abrir la poca para protestar, pero en lugar de ello asintió.

—Comprobaré nuestras reservas, padre —suspiró—. Sé que no habrá mucho, pero haré lo que pueda. Rezo porque no lo necesitemos.

La tensión del encuentro se vio perturbada cuando apareció caminando por la puerta el samurái con el que Kisada había hablado antes. Le seguían dos plebeyos con vestimentas pardas, llevando un cadáver tapado con una tela sobre unas parihuelas. —Mi señor, os ruego me disculpéis —dijo mientras hacía una profunda reverencia—, pero he explorado el campo de batalla tal y como me ordenasteis. El oni ataviado de obsidiana está muerto, lo encontré con un martillo alojado en el cráneo.

—Por desgracia, cuando movimos el cuerpo descubrimos que aferraba este cadáver —el samurái se acercó al cuerpo y levantó la tela, revelando el cadáver del bushi, manchado con la negra sangre del oni—. Parece que dio su vida para matar a la bestia.

Kisada se acercó lentamente, dándose cuenta por primera vez de que la heráldica del yelmo del bushi era Hida, de su propia familia. La correa que mantenía fijo el mempō en el yelmo se había roto, y el daimyō apartó cuidadosamente la máscara. El vasallo profirió una exclamación de sorpresa, y Kisada agradeció profundamente que al hacerlo ocultase su propia conmoción.

—Ah, Hida Tomonatsu —dijo el samurái—. Era una guerrera prometedora. La fortuna puede ser cruel. Al menos tuvo una buena muerte.

El rostro de la bushi mostraba una expresión tranquila, casi pacífica, turbadoramente joven para ir ataviada con semejante armadura y manchada de sangre. Kisada levantó la vista y se encontró con O-Ushi mirándole, y durante un momento algo en su interior tembló como la cuerda de un shamisen. Recordó la primera vez que cada uno de sus hijos se había puesto una armadura. Yakamo, que casi no cabía en la suya incluso a una edad tan temprana; Sukune, que se tambaleó bajo su peso; y O-Ushi, tan confiada como si hubiese nacido para vestirla.

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Tan confiada como lo había estado Tomonatsu mientras combatió a su lado contra el oni. —Hacedle un funeral apropiado, con todos los honores —se oyó decir mientras colocaba de nuevo la tela sobre el cuerpo y recuperaba la compostura, ocultando sus emociones bajo la armadura—. Ha honrado a su familia, y ha servido bien a su daimyō.

El samurái hizo una reverencia y se retiró junto con los dos plebeyos y el cadáver de Tomonatsu.Kisada oyó a sus hijos hablar detrás de él, Yakamo y O-Ushi departiendo sobre sus batallas

respectivas y Sukune comentando con un vasallo que encontrasen el jade que pudieran, pero el Campeón del Clan del Cangrejo apenas se dio cuenta. En lugar de ello se quedó mirando la comitiva de los cuervos enfangados que traían las bajas: algunos gritaban solicitando ayuda, destinados a le enfermería. Otros debían entregarse a sus familias, para que les limpiasen y vistiesen con túnicas sencillas antes de ser incinerados y de que se entregasen sus efectos personales de acuerdo con la tradición. Y otros se colocaban en filas separadas, tan infectados con la Mancha que debían incinerarse de inmediato en el patio pequeño situado más allá del patio de armas, donde unos sirvientes llevaban troncos de cedro burdamente cortados para las piras. Se quedó contemplando durante un largo instante las filas de cadáveres, tan pulcras como las fichas en un tablero. Los más corrompidos serían incinerados junto con sus armaduras, sin dejar nada para sus familias aparte de una nota de agradecimiento y condolencias. No estaría escrita con un papel tan delicado como el de la misiva del Emperador, pero tendría significado. Al menos para un Cangrejo.

Finalmente los ojos de Hida Kisada se alzaron hacia el cielo, siguiendo las columnas de humo negro a ambos lados de la Muralla que se alzaban como dedos negros hacia el cielo, alimentadas por cadáveres de aliados y enemigos.

¿Cuánto humo haría falta para obligar a actuar al Emperador? ¿O sería necesario que ardiese todo Rokugán para que su majestad se percatase?