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Hacia el agotamiento de la frontera entre arte y no-arte1
Sergio Rojas
La obra “For love to God” (2007), del artista británico Damien Hirst, consiste en
la forma de un cráneo humano realizado en platino y 8.601 diamantes incrustados, y fue
vendida en 100 millones de dólares. Se trata de la suma más alta de dinero pagada en la
historia por la obra de un artista vivo. Reconocemos en esta obra una radicalidad que
podría leerse como una poderosa –y también costosa– ironía sobre las actuales
relaciones entre arte, mercado y esteticismo. Sin embargo lo que hace un ruido en este
tipo de lectura crítica es el hecho de que la pieza fue efectivamente vendida en una suma
estratosférica de dinero. Entonces, por una parte, la obra se ha consumido íntegramente
en el mercado del arte, se ha entregado sin reservas a la burbuja del arte contemporáneo.
Por otra parte, la extravagante radicalidad de este hecho da que pensar en el
cuestionamiento al estatuto de la obra de arte y del autor que ha caracterizado a la
poderosa negatividad de ciertos discursos artísticos del siglo XX. Lo paradójico de “For
love to God” es que ha suprimido de manera sui generis la frontera entre el arte y lo no-
artístico, pero no transitando “a través de”, sino plegando completamente uno sobre el
otro. En cierto sentido, podría decirse que en este caso la obra es la transacción misma,
en cuanto que algo en ella se sustrae a la representación precisamente ironizando las
retóricas del aura y de lo sublime.
En su libro El arte en estado gaseoso, Yves Michaud ha abordado el tema de la
desmaterialización del arte, comprendiéndola como el desenlace de un proceso animado
no sólo por el consabido afán de novedad, sino también por una voluntad de fin, esto es,
de agotar las condiciones de la historia en la cual cada arte se inscribe:
Cada movimiento pretende decir la última palabra del arte y la forma
suprema de su realización, rebasando definitivamente a los que lo
precedieron y cerrando la aventura artística sobre sí mismo2.
Michaud constata –al igual que otros autores también críticos de las actuales
manifestaciones de las artes visuales– que uno de los factores determinantes en la
pérdida de gravedad de la obra (otrora centro indiscutible de lo que el mismo Michaud
denomina “el Gran Arte”) es la tendencia a la disolución de las fronteras entre el arte y
lo cotidiano. Esta dirección de la producción artística hacia la “vaporización” de la obra
es consecuencia de su tendencia reflexiva, es decir, obedece a la progresiva
1 Este texto es parte del libro de Sergio Rojas: El Arte Agotado. Magnitudes y Representaciones de lo
Contemporáneo, Santiago de Chile, Editora Sangría, 2012. 2 Yves Michaud: El arte en estado gaseoso. Ensayo sobre el triunfo de la estética [2003], Fondo de
Cultura Económica, México, 2007, p. 60.
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consumación del arte en los comportamientos subjetivos del destinatario –en este caso
el espectador–, orientados ante todo por una auto-reflexión:
la imagen y la sensación ya no dependen de su referencia [a la obra] o de
su causa, tampoco de lo que les da sentido o las produce, sino de quien
las acoge, las evoca, las deja, las modifica a su antojo y las goza3.
Esto es lo que el autor denomina “el triunfo de la estética”, en que la importancia de la
recepción reflexiva del espectador termina por evaporar la obra en los procesos de auto-
afección de la subjetividad. Dicho de otro modo, la obra se disuelve en la subjetividad
que la consume reflexivamente, como si careciera en sí misma de contenido, quedando
éste sujeto a las posibilidades del espectador que la recepciona “creativamente”.
El crítico Donald Kuspit desarrolla también una crítica al arte contemporáneo
más actual, aunque en un estilo bastante más confrontacional que el de Michaud. De
hecho, su tesis se ubica en el otro extremo: en la posmodernidad el arte habría sido
sustituido por el “postarte”, en que el predominio de lo banal ha terminado por agotar
toda la dimensión estética del arte4. Resulta muy interesante atender a esta
confrontación que tiene lugar respecto a un mismo fenómeno: el debilitamiento, casi
hasta su extinción, de las fronteras entre lo que es arte y lo que no lo es, pero no debido
al mercado, sino a un agenciamiento des-medido que desde el propio arte hace de toda
realidad su asunto. Se refiere Kuspit a la invasión de lo cotidiano y lo banal en los
espacios de la instancia creativa interior: “El estudio ya no es la sede de la creatividad;
la entropía ha triunfado por completo. El estudio se ha convertido en un callejón lleno
de basura, ese último happening entrópico”5. Probablemente la anécdota que mejor
ilustra este fenómeno es la protagonizada por Damien Hirst, cuando parte de una
instalación de su autoría, en la galería londinense Eyestorm, fue arrojada a la basura por
el encargado de la limpieza: botellas de cerveza, tasas de café, ceniceros llenos de
colillas. Una obra sobre el paso del tiempo, una escala material de lo imperceptible.
Ahora bien, en su discurso la crítica de Kuspit reivindica una tarea para la “ejecución
bella” y el oficio en el arte, una tarea en cierto sentido humanista. En efecto, podría
decirse que Kuspit piensa que el arte debe humanizar la fatalidad de la existencia:
Al conferirle a la fealdad forma bella, con lo cual se demuestra que puede
ser contenida si no eliminada –haciéndola así menos traumática–, el arte
revela su esencial carácter de teodicea. Hace bueno el mal sin negar la
inevitabilidad de éste”6.
3 Ibíd., p. 101.
4 El teórico de la historiografía Frank Ankersmit caracteriza también como un debilitamiento de la
dimensión estética la actual crisis de la autonomía referencial de los objetos de arte: “debido a la similitud
exacta entre los productos terminados en su función artística y sus contrapartes fuera del museo, la noción
del objeto estético ya no tiene ningún ancla en la obra de arte como tal”. Historia y Tropología. Ascenso y
caída de la metáfora [1994], Fondo e Cultura Ecocómica, México, 2004, p. 235. 5 Donald Kuspit: El fin del arte [2004], Akal. Madrid, 2006, p. 145.
6 Ibíd., p. 150. Más adelante afirma: “El propósito del arte es trascender dialécticamente la fealdad
mediante la revelación de su inmanencia por medio de la belleza. Es el sentido más profundo que el arte
puede tener. Este sentido se perdió cuando el arte se convirtió en post arte”. Ibíd., p. 154.
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No queda claro en el libro de Kuspit desde dónde es posible este tipo de consideración
normativa sobre el arte. Sin embargo, pienso que ello no se debería simplemente a un
descuido del autor, sino al hecho de que una hipótesis respecto a un “deber ser” para el
arte implicaría abandonar el sentido de la historia en la cual el arte habría arribado a la
condición de post arte. Ese sentido es, como ya lo he señalado, el de una subjetividad
autorreflexiva. La propuesta de Kuspit es de índole conservadora, pues se limita en este
punto más bien a deshistorizar al arte, para determinar la tarea de la obra de arte en
relación a la condición histórica del hombre en la actualidad.
Desde el concepto de modernidad líquida el sociólogo Zygmunt Bauman
reflexiona también en torno a la relación que existiría entre la borradura de los límites
entre el arte y el no-arte y el debilitamiento de la capacidad de oponer o contraponer a la
realidad del mundo de la experiencia otras formas de organizar el sentido de la
existencia. En efecto, para Bauman “las artes son las unidades de choque de la cultura:
son las avanzadillas que escrutan el terreno, que luchan por explorar, desbrozar y fijar
los caminos por los que la cultura podrá (o no) proceder”7. En este sentido, considera
que las artes han tenido una tarea fundamental en la trascendencia histórica respecto al
status quo impuesto por los administradores de la existencia, que apunta también a la
administración del arte. Dicho de otra manera, el sentido del arte no sería elaborar la
representación de una vida mejor, más bella o más justa, sino más bien poner en
cuestión la prepotencia de lo dado: lo pre-dado que resulta de la naturalización de las
existencias y del modo en que éstas son administradas. De aquí el valor crítico de la
distancia que el arte pueda elaborar respecto a las realidades del momento, como para
decir “esto no es todo”, “aún no hemos terminado”. Sin embargo, el problema que
enfrenta el trabajo de la crítica hoy no es simplemente el de la fijación y la prohibición
como fundamentos del orden, sino, al contrario, la permanente movilidad de las
representaciones y la consecuente desorientación de la subjetividad contemporánea.
Entonces parece muy difícil ejercer algún tipo de resistencia en relación a un régimen de
facticidad que se define por la ausencia de toda resistencia. Hoy se impone más bien la
certidumbre de que nada llega para quedarse. La idea de un cambio incesante en una
especie de presente perpetuo deja al arte y a su tradición crítica (la de la des-
naturalización de lo dado) en una situación de perplejidad, pues el momento en que el
límite entre el arte y su exterior podría ser indiferentemente transitado exhibiría una
renuncia del arte, antes que un triunfo. No es claro que el problema hoy para la crítica
sea, como antaño, el de develar quién administra las representaciones del mundo, sino
más bien cuál puede ser la tarea de la crítica en una época que descree en las
representaciones, y en donde el escepticismo opera como una poderosa condición del
consumismo estético.
“El arte de la vida líquida –sostiene Bauman–, consiste en la aceptación de la
desorientación, la inmunidad al vértigo y la adaptación al mareo, y la tolerancia de la
7 Z. Bauman: Arte ¿líquido?, Sequitur, Madrid, 2007, p. 73.
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ausencia de itinerario y de dirección y de lo indeterminado de la duración del viaje”8. A
juicio de Bauman el francés Jaques Villeglé y el peruano Herman Braun-Vega son
artistas verdaderamente representativos de la era líquido-moderna: una
era que perdió seguridad en sí misma, que se resigna a vivir en el
torbellino del consumismo, que renunció a la osadía de esbozar –y menos
aún realizar– modelos de perfección, modelos que acabaran con los
torbellinos. (…) la modernidad líquida no se pone objetivos ni diseña
metas absolutas”9.
Villeglé (1926) se inscribe en la corriente denominada Nuevo Realismo, que considera
el mundo como una imagen de la cual es posible tomar una parte (detalles o fragmentos)
para incorporarla al cuerpo de la obra. El trabajo mundialmente conocido de Villeglé
consiste en pedazos de afiches callejeros superpuestos en el muro, que son recortados y
trasladados por el artista al lienzo y, con ello, las paredes de los espacios de arte. El
decollage de Villaglé expresa muy claramente la voluntad vanguardista de poner en
relación el arte y la vida. Por otro lado, la pintura de Braun-Vega (1933) se constituye
como un sistema de citas y recreaciones irónicas de la historia del arte y de la realidad
social, política y periodística de la cotidianeidad contemporánea. Asistimos en su
trabajo a una poética de la memoria desarrollada en varios niveles que interactúan,
muchas veces con un efecto humorístico irreverente. El sincretismo de Braun-Vega
combina lo europeo y lo latinoamericano, mezcla elementos de la cultura universal con
aspectos de la cultura popular.
Lo que Bauman ha observado en ambos artistas es la supresión de las diferencias
temporales a favor de un ahora en el que todo se estetiza y en donde las imágenes se
combinan extraviando sus orígenes. El 2007 Braun-Vega responde a Bauman y
defiende lo que considera el coeficiente crítico de su pintura. Para ello analiza ciertas
claves visuales argumentando lo que considera como el rendimiento político de algunos
de sus propios trabajos, sin embargo no logra hacerse cargo del efecto escenográfico de
sus composiciones.
8 Z. Bauman: Vida Líquida, Paidós, Buenos Aires, 2007, p. 12.
9 Z. Bauman: Arte ¿líquido?, p. 88.