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OFICIO DE LECTURA LECCIONARIO BIENAL BÍBLICO-PATRÍSTICO DE LA LITURGIA DE LAS HORAS SEMANA SANTA Y PASCUA AÑO PAR http://www.mercaba.org/HORAS%20BIENAL/CARTEL_CUARESMA_PASCUA.htm

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OFICIO DE LECTURA

LECCIONARIO BIENAL BÍBLICO-PATRÍSTICO

DE LA LITURGIA DE LAS HORAS

SEMANA SANTA Y PASCUA

AÑO PAR

http://www.mercaba.org/HORAS%20BIENAL/CARTEL_CUARESMA_PASCUA.htm

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SEMANA SANTA

DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

PRIMERA LECTURA

Del profeta Zacarías 9, 9-12.16-17

¡Alégrate, Jerusalén!

SEGUNDA LECTURA

San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 118 (Hom 15, 37-40: PL 15, 1423-1424)

Carguemos con la cruz del Señor para que, crucificando nuestra carne, destruya el pecado

Quien ama los preceptos del Señor, sujeta con clavos la propia carne, sabiendo que cuando su hombre viejo esté con Cristo crucificado en la cruz, destruirá la lujuria de la carne. Sujétala, pues, con clavos y habrás destruido los incentivos del pecado. Existe un clavo espiritual capaz de sujetar esa tu carne al patíbulo de la cruz del Señor. Que el temor del Señor y de sus juicios crucifique esta carne, reduciéndola a servidumbre. Porque si esta carne rechaza los clavos del temor del Señor, indudablemente tendrá que oír: Mi aliento no durará por siempre en el hombre, puesto que es carne. Por tanto, a menos que esta carne sea clavada a la cruz y se le sujete con los clavos del temor de nuestro Dios, el aliento de Dios no durará en el hombre.

Está clavado con estos clavos, quien muere con Cristo, para resucitar con él; está clavado con estos clavos, quien lleva en su cuerpo la muerte del Señor Jesús; está clavado con estos clavos, quien merece escuchar, dicho por Jesús: Grábame como un sello en tu brazo, como un sello en tu corazón, porque es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión como el abismo. Graba, pues, en tu pecho y en tu corazón este sello del Crucificado, grábalo en tu brazo, para que tus obras estén muertas al pecado.

No te escandalice la dureza de los clavos, pues es la dureza de la caridad; ni te espante el poderoso rigor de los clavos, porque también el amor es fuerte como la muerte. El amor, en efecto, da muerte a la culpa y a todo pecado; el amor mata como una puñalada mortal. Finalmente, cuando amamos los preceptos del Señor, morimos a las acciones vergonzosas y al pecado.

La caridad es Dios, la caridad es la palabra de Dios, una palabra viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Que nuestra alma y nuestra carne estén sujetas con estos clavos del amor, para que también ella pueda decir: Estoy enferma de amor. Pues también el amor tiene sus propios clavos, como tiene su espada con la que hiere al alma. ¡Dichoso el que mereciere ser herido por semejante espada!

Ofrezcámonos a recibir estas heridas, heridas por las que si alguno muriere, no sabrá lo que es la muerte. Tal es, en efecto, la muerte de los que seguían al Señor, de los cuales se dijo: Algunos de los aquí presentes no morirán sin antes haber visto llegar al Hijo del hombre con majestad. Con razón no temía Pedro esta muerte, no la temía aquel que se decía dispuesto a morir por Cristo, antes que abandonarlo o negarlo. Carguemos, pues, con la cruz del Señor para que, crucificando nuestra carne, destruya el pecado. Es el

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temor que crucifica la carne: El que no coge la cruz y me sigue, no es digno de mí. Es digno aquel que está poseído por el amor de Cristo, hasta el punto de crucificar el pecado de la carne. Este temor va seguido de la caridad que, sepultada con Cristo, no se separa de Cristo, muere en Cristo, es enterrada con Cristo, resucita con Cristo.

LUNES SANTO

PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Jeremías 11, 18-12, 13

El profeta encomienda su causa a Dios

SEGUNDA LECTURA

San León Magno, Sermón 71, sobre la resurrección del Señor (1-2: CCL 138A, 434-436)

La muerte de Cristo es fuente de vida

En nuestro último sermón, carísimos hermanos, os invitamos —no inoportunamente, según creo— a una real participación de la cruz de Cristo, de modo que la vida de los creyentes actúe en sí misma el sacramento pascual, y lo que veneramos en la fiesta lo celebremos en la vida. Cuán útil sea esto, vosotros mismos lo habéis podido comprobar, y vuestra misma devoción os ha enseñado lo provechosos que son, así para las almas como para los cuerpos, los ayunos prolongados, la intensificación de la oración y una más generosa limosna. Apenas si habrá quien no haya sacado provecho de este ejercicio y no haya atesorado en el secreto de su corazón algo de lo que justamente pueda alegrarse.

Habiéndonos, pues, propuesto como objetivo en la observancia de estos cuarenta días, experimentar algo del misterio de la cruz en este tiempo de la pasión del Señor, hemos de esforzarnos por conseguir asimismo una participación en la resurrección de Cristo, y pasar —mientras todavía vivimos en el cuerpo— de la muerte a la vida. Pues el signo de todo hombre que pasa de uno a otro estado —cualquiera que sea el tipo de mutación que en él se opere— es el de no ser lo que era, y, nacido, ser lo que no era. Pero lo interesante es saber para quién uno vive y para quién muere, ya que existe una múerte que es fuente de vida y una vida que es causa de muerte. Y sólo en este efímero mundo puede optarse por uno u otro tipo de muerte de modo que la diferencia de la eterna retribución depende de la calidad de las acciones temporales. Hemos, pues, de morir al diablo y vivir para Dios, darnos de baja a la iniquidad, para darnos de alta a la justicia. Sucumba lo viejo, para que nazca lo nuevo. Y puesto que —como dice la Verdad— nadie puede servir a dos señores, sea nuestro señor no el que a los erguidos arrastra a la ruina, sino el que a los abatidos levanta a la gloria.

Dice el Apóstol: El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo. Pues igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los hombres celestiales. Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial. Debemos gozarnos enormemente de esta transformación, mediante la cual pasamos de la innoble condición terrena a la dignidad de la condición celestial, por la inefable misericordia de aquel que, para elevarnos hasta él, descendió hasta nosotros, de suerte que no sólo asumió la sustancia, sino también la condición de la naturaleza pecadora, consintiendo que la divina impasibilidad padeciera en su persona, lo que, en su extrema miseria, experimenta la humana mortalidad.

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MARTES SANTO

PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Jeremías 15, 10-21

Crisis vocacional

SEGUNDA LECTURA

San Cipriano de Cartago, Sobre los bienes de la paciencia (6-7: CCL III A, 121-122)

Con perseverancia y tesón se tolera todo, para que en Cristo se consume la plena y perfecta paciencia

El que afirmó haber bajado del cielo para hacer la voluntad del Padre, entre otros maravillosos milagros con que dio pruebas de una majestad divina, fue un fiel trasunto de la paciencia paterna por su admirable mansedumbre. Desde el primer momento de su venida, toda su conducta estuvo sazonada de paciencia. Ante todo, al descender de aquella celestial sublimidad a las cosas terrenas, el Hijo de Dios no desdeñó revestir la carne humana y, no siendo él pecador, cargar con los pecados ajenos; despojándose eventualmente de la inmortalidad consintió en hacerse mortal, para poder morir, él inocente, por la salvación de los no inocentes. El Señor es bautizado por el siervo y el que ha venido a perdonar los pecados no desdeñó lavar su cuerpo con el baño del segundo nacimiento.

Ayuna por espacio de cuarenta días el que sacia a los demás: padece hambre y sed, para que quienes tenían hambre de la palabra y de la gracia fueran saciados con el pan del cielo. Combate con el diablo tentador y, contento de haber vencido a enemigo tan poderoso, se mantiene en el nivel de una victoria dialéctica.

No preside a sus discípulos como a siervos con poder señorial, sino que, siendo benigno y manso, los amó con amor de caridad, e incluso se dignó lavar los pies de los apóstoles, para enseñarnos con su ejemplo que si tal es el comportamiento del Señor con sus siervos, deduzcamos cuál deba ser el del consiervo con sus semejantes e iguales.

Y no debe maravillarnos un tal comportamiento con los que le obedecían, él que fue capaz de soportar a Judas hasta el fin con infinita paciencia, de sentarse a la mesa con el enemigo, de conocer al enemigo doméstico sin delatarlo, de no rehusar el beso del traidor.

Y en la misma pasión y cruz, antes de llegar a la sentencia de muerte y a la efusión de su sangre, cuántas injurias y ultrajes no tuvo que oír con exquisita paciencia, qué vergonzosas insolencias no hubo de tolerar, hasta el punto de ser el blanco de los salivazos de quienes le insultaban, él que con su saliva había poco antes restituido la vista al ciego. Soportó ser flagelado aquel en cuyo nombre los que ahora son sus siervos fustigan al diablo y a sus ángeles; es coronado de espinas el que corona a los mártires con flores de eternidad; es abofeteado con las palmas de la mano quien otorga las verdaderas palmas a los vencedores; es despojado de un vestido terreno quien viste a los demás las vestiduras de la inmortalidad; es abrevado con hiel quien nos trajo el pan del cielo; se le da a beber vinagre a quien nos obsequió con la bebida de la salvación.

Al Inocente, al Justo, más aún, al que es la misma inocencia y la misma justicia, lo consideraron como un malhechor y la verdad fue vejada por falsos testigos; es juzgado el

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que nos juzgará a todos y el que es la Palabra de Dios se deja conducir en silencio al patíbulo.

Y cuando ante la cruz del Señor los astros se llenen de confusión, se conmuevan los elementos, tiemble la tierra, la noche oscurezca el día para que el sol no obligue a contemplar el crimen de los judíos sustrayendo sus rayos y no dando luz a los ojos, él no habla, no se mueve, no exhibe su majestad ni siquiera durante la pasión: con perseverancia y tesón se tolera todo, para que en Cristo se consume la plena y perfecta paciencia.

MIÉRCOLES SANTO

PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Jeremías 16, 1-16

Una vida profética

SEGUNDA LECTURA

San Atanasio de Alejandría, Libro sobre la encarnación del Verbo contra los arrianos (2-5- PG 26, 987-991)

Sus cicatrices nos curaron

Nos cuenta san Juan que Jesús había dicho: Destruid este templo y en tres días lo levantaré. Pero él —anota el evangelista— hablaba del templo de su cuerpo. Y si es verdad que el Padre lo hizo todo por su Palabra, por su Hijo, no es menos evidente que la resurrección de su carne la llevó a cabo por su mismo Hijo. Luego por medio de él lo resucita y por medio de él le da la vida. En cuanto hombre es resucitado según la carne, y en cuanto hombre recibe la vida, quien actuó como un hombre cualquiera.

Pero él es asimismo quien, en su calidad de Dios, levanta su propio templo y comunica vida a su propia carne. Mientras en una parte nos dice: A quien el Padre consagró y envió al mundo, en otra parte afirma: Por ellos me consagro yo para que también se consagren ellos en la verdad. Y cuando dice: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, habla en representación nuestra, ya que tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Y como dice Isaías: Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores.

Así que no fue abrumado de dolores por su causa, sino por la nuestra; ni fue él abandonado de Dios, sino nosotros; y por nosotros, los abandonados, vino él al mundo. Y cuando dice: Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre», habla del templo de su cuerpo.

No es efectivamente el Altísimo quien es exaltado, sino la carne del Altísimo; y es a la carne del Altísimo a la que se concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre». Y cuando dice: Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado, habla de la carne de Cristo que aún no había sido glorificada. Pues no es glorificado el Señor de la gloria, sino la carne del Señor de la gloria; ésta recibió la gloria cuando junto con él subió al cielo. De ahí que el Espíritu de adopción no se hubiera todavía dado a los hombres,

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porque las primicias que el Verbo había tomado de la naturaleza humana aún no habían subido al cielo.

Por tanto, cuando la Escritura utiliza expresiones tales como: «el Hijo recibió» o «el Hijo fue glorificado», se refieren a su humanidad, no a su divinidad. Así, mientras unos textos dicen: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, otros afirman: Como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella.

Dios, que es inmortal, no vino a salvarse a sí mismo, sino a liberarnos a nosotros que estábamos muertos; ni padeció por sí mismo, sino por nosotros. Hasta tal punto que si asumió nuestra miseria y nuestra pobreza, fue con el fin de enriquecernos con su riqueza. Pues su pasión es nuestro gozo; su sepultura, nuestra resurrección; y su bautismo, nuestra santificación. Dice, en efecto: Por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad. Y sus sufrimientos son nuestra salvación, pues sus cicatrices nos curaron. El castigo soportado por él es nuestra paz, ya que nuestro castigo saludable cayó sobre él, esto es, él fue castigado para merecernos ,la paz.

Y cuando en la cruz exclama: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu, en él encomienda al Padre a todos los hombres, que en él son vivificados. Somos, de hecho, miembros suyos y, aun siendo muchos miembros, formamos un solo cuerpo, que es la Iglesia. Es lo que dice san Pablo escribiendo a los Gálatas: Porque todos sois uno en Cristo Jesús. Así que, en él, nos encomienda a todos.

JUEVES SANTO

PRIMERA LECTURA

Del libro del profeta Jeremías 20, 2-18

Ansiedades del profeta

SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 23 A, sobre el antiguo Testamento (2-3: CCL 41, 322)

El que era inmortal se revistió de mortalidad para poder morir por nosotros

Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atravería uno a morir. Es posible, en efecto, encontrar quizás alguno que se atreva a morir por un hombre de bien; pero por un inicuo, por un malhechor, por un pecador, ¿quién querrá entregar su vida, a no ser

Cristo, que fue justo hasta tal punto que justificó incluso a los que eran injustos?

Ninguna obra buena habíamos realizado, hermanos míos; todas nuestras acciones eran malas. Pero, a pesar de ser malas las obras de los hombres, la misericordia de Dios no abandonó a los humanos. Y siendo dignos de castigo, en lugar del castigo que se merecían, les gratificó la gracia que no se merecían. Y Dios envió a su Hijo para que nos rescatara, no con oro o plata, sino a precio de su sangre, la sangre de aquel Cordero sin mancha, llevado al matadero por el bien de los corderos manchados, si es que debe decirse simplemente manchados y no totalmente corrompidos. Tal ha sido, pues, la gracia que hemos recibido. Vivamos, por tanto, dignamente, ayudados por la gracia que hemos recibido y no hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado. Un médico

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extraordinario ha venido hasta nosotros, y todos nuestros pecados han sido perdonados. Si volvemos a enfermar, no sólo nos dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos además ingratos para con nuestro médico.

Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e imitemos en particular, su humildad, aquella humildad por la que él se rebajó a sí mismo en provecho nuestro. Esta senda de humildad nos la ha enseñado él con sus palabras y, para darnos ejemplo, él mismo anduvo por ella, muriendo por nosotros. En efecto, no habría muerto, si no se hubiera humillado.

¿Quién hubiera podido matar a Dios, si Dios no se hubiera humillado? Y Cristo es Hijo de Dios, y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. El es el Hijo de Dios, la Palabra de Dios, de la que dice Juan: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada. ¿Quién hubiera podido matar a aquel por quien se hizo todo y sin el que no se hizo nada? ¿Quién hubiese podido matarlo, si no se hubiera humillado? ¿Y cómo se humilló?

Dice el mismo Juan: La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Pues la Palabra de Dios no hubiera podido sufrir la muerte. Para poder morir por nosotros, siendo como era inmortal, la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros. Así, el que era inmortal, se revistió de mortalidad para poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.

Esto fue lo que hizo el Señor, éste es el don que nos otorgó. Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que nosotros no quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados con él en la resurrección de los muertos, los que, ya desde ahora, hemos resucitado por la fe y por la confesión de su nombre.

5. SANTO TRIDUO PASCUAL DE LA MUERTE Y RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

VIERNES SANTO

PRIMERA LECTURA

De la carta a los Hebreos 9,11-28

Cristo, sumo sacerdote, con su propia sangre ha entrado en el santuario una vez para siempre

SEGUNDA LECTURA

San Juan Crisóstomo, Catequesis 3 (13-19: SC 50, 174-177)

El valor de la sangre de Cristo

¿Quieres saber el valor de la sangre de Cristo? Re-montémonos a las figuras que la profetizaron y recorramos las antiguas Escrituras.

Inmolad —dice Moisés— un cordero de un año; tomad su sangre y rociad las dos jambas y el dintel de la casa. «¿Qué dices, Moisés? La sangre de un cordero irracional, ¿puedesalvar a los hombres dotados de razón?». «Sin duda —responde Moisés—: no

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porque se trate de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la sangre del Señor».

Si hoy, pues, el enemigo, en lugar de ver las puertas rociadas con sangre simbólica, ve brillar en los labios de los fieles, puertas de los templos de Cristo, la sangre del verdadero Cordero, huirá todavía más lejos.

¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza y le traspasó el costa-do, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada. Esto fue lo que ocurrió con el cordero: los judíos sacrificaron el cordero, y yo recibo el fruto del sacrificio.

Del costado salió sangre y agua. No quiero, amado oyente, que pases con indiferencia ante tan gran misterio, pues me falta explicarte aún otra interpretación mística. He dicho que esta agua y esta sangre eran símbolos del bautismo y de la eucaristía. Pues bien, con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva.

Por esta misma razón, afirma san Pablo: Somos miembros de su cuerpo, formados de sus huesos, aludiendo con ello al costado de Cristo. Pues del mismo modo que Dios hizo a la mujer del costado de Adán, de igual manera Jesucristo nos dio el agua y la sangre salida de su costado, para edificar la Iglesia. Y de la misma manera que entonces Dios tomó la costilla de Adán, mientras éste dormía, así también nos dio el agua y la sangre después que Cristo hubo muerto.

Mirad de qué manera Cristo se ha unido a su esposa, considerad con qué alimento la nutre. Con un mismo alimento hemos nacido y nos alimentamos. De la misma manera que la mujer se siente impulsada por su misma naturaleza a alimentar con su propia sangre y con su leche a aquel a quien ha dado a luz, así también Cristo alimenta siempre con su sangre a aquellos a quienes él mismo ha hecho renacer.

SÁBADO SANTO

PRIMERA LECTURA

De la carta a los Hebreos 4, 1-13

Empeñémonos en entrar en el descanso del Señor

SEGUNDA LECTURA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 12: PG 74, 679-682)

Con su muerte corporal, Cristo redimió la vida de todos

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Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía.

Fue contado entre los muertos el que por nosotros murió según la carne; huelga decir que él tiene la vida en sí mismo y en el Padre, pues ésta es la realidad. Mas para cumplir todo lo que Dios quiere, es decir, para compartir todas las exigencias inherentes a la condición humana, sometió el templo de su cuerpo no sólo a la muerte voluntariamente aceptada, sino asimismo a aquella serie de situaciones que son secuelas de la muerte: la sepultura y la colocación en una tumba.

El evangelista precisa que en el huerto había un sepulcro y que este sepulcro era nuevo. Lo cual, a nivel de símbolo, significa que con la muerte de Cristo se nos preparaba y concedía el retorno al paraíso. Y allí, en efecto, entró Cristo como precursor nuestro.

La precisión de que el sepulcro era nuevo indica el nuevo e inaudito retorno de Jesús de la muerte a la vida, y la restauración por él operada como alternativa a la corrupción. Efectivamente, en lo sucesivo nuestra muerte se ha transformado, en virtud de la muerte de Cristo, en una especie de sueño o de descanso. Vivimos, en efecto, como aquellos que –según la Escritura–, viven para el Señor. Por esta razón, el apóstol san Pablo, para designar a los que han muerto en Cristo, usa casi siempre la expresión «los que se durmieron».

Es verdad que en el pasado prevaleció la fuerza de la muerte contra nuestra naturaleza. La muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían peca-do con un delito como el de Adán, y, como él, llevamos la imagen del hombre terreno, soportando la muerte que nos amenazaba por la maldición de Dios. Pero cuando apare-ció entre nosotros el segundo Adán, divino y celestial que, combatiendo por la vida de todos, con su muerte corporal redimió la vida de todos y, resucitando, destruyó el reino de la muerte, entonces fuimos transformados a su imagen y nos enfrentamos a una muerte, en cierto sentido, nueva. De hecho esta muerte no nos disuelve en una corrupción sempiterna, sino que nos infunde un sueño lleno de con-soladora esperanza, a semejanza del que para nosotros inauguró esta vía, es decir, de Cristo.

DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

Hoy, la Vigilia pascual reemplaza el Oficio de Maitines. Los que no han asistido a la Vigilia lean, por lo menos, cuatro lecturas, con sus cánticos y oraciones. Conviene usar las que aquí se ponen.

Los Maitines comienzan directamente por las lecturas.

PRIMERA LECTURA

Del libro del Exodo 14, 15-15, 1

Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto

SEGUNDA LECTURA

Del libro del profeta Ezequiel 36, 16-28

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Derramaré sobre vosotros un agua pura y os daré un corazón nuevo

TERCERA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 6, 3-11

Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más

CUARTA LECTURA

Lectura del santo evangelio según san Mateo 28, 1-10

Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea

TIEMPO PASCUAL

LUNES DE LA OCTAVA DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Comienza el libro de los Hechos de los Apóstoles 1, 1-26

Aparición y ascensión del Señor

SEGUNDA LECTURA

San Hipólito de Roma, Homilía 6 en la Pascua [atribuida] (1,5: PG 59, 735, 743-746)

¡Oh mística largueza! ¡Oh Pascua divina!

Ya brillan los rayos de la sagrada luz de Cristo, ya aparecen las puras luminarias del Espíritu puro, que nos abren los tesoros de la gloria celeste y de la regia divinidad. Disipóse la densa y oscura noche, y la odiosa muerte ha sido relegada a la oscuridad; a todos se les brinda la vida, todo rebosa de luz indeficiente y los que van naciendo entran en posesión del universo de los renacidos: y el nacido antes de la aurora, grande e inmortal, Cristo, resplandece para todos más que el sol. Por eso, en él nos ha amanecido a los creyentes un día rutilante, interminable, eterno, la Pascua mística, ya prefigurada y celebrada por la ley; la Pascua, obra admirable de la fuerza y el poder de la divinidad, es realmente la fiesta y el memorial legítimo y sempiterno: es paso de la pasión a la impasibilidad, de la muerte a la inmortalidad, de la juventud a la madurez; es curación tras la herida, resurrección tras la caída, ascensión tras el descenso. Así es como Dios realiza cosas grandes, así es como de lo imposible crea cosas estupendas, para demostrar que él es el único que puede todo lo que quiere.

Y así, haciendo uso de su regio poder, rompe, después de la vida, las ataduras de la muerte, como cuando gritó: Lázaro, ven afuera, o Niña, levántate, para mostrar la eficacia de su poder. Por eso se entregó totalmente a la muerte: para matar en sí mismo a esa fiera voraz y deshacer el nudo insoluble. En aquel cuerpo impecable, incansablemente buscaba la muerte los manjares que le son propios: miraba a ver si había en él voluptuosidad, ira, desobediencia, si había finalmente pecado, que es el alimento preferido de la muerte: El aguijón de la muerte es el pecado. Pero como no encontraba en él nada de qué alimentarse, prisionera de sí misma y extenuada por falta de alimento, ella

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misma fue su propia muerte, tal como muchos justos venían anunciando y profetizando que sucedería cuando el Primogénito resucitase de entre los muertos. El permaneció efectivamente tres días bajo tierra, a fin de salvar en sí mismo a todo el género humano, incluso a los que existieron antes de la ley.

Las mujeres fueron las primeras en ver al Resucitado. Para que así como fue una mujer la que introdujo en el mundo el primer pecado, fuera asimismo la mujer la primera en anunciar al mundo la vida. Por eso las mujeres oyen la voz sagrada, Alegraos, para que el dolor primero fuera suplantado por el gozo de la resurrección; y para que los incrédulos dieran fe a su resurrección corporal de entre los muertos. Cuando hubo transformado en hombre celestial la imagen entera del hombre viejo que había sumido, entonces subió al cielo llevando consigo aquella imagen de esta forma transformada. Y viendo las potencias angélicas aquel magnífico misterio de un hombre que ascendía juntamente con Dios, gozosas recibieron el encargo de gritar a los ejércitos celestiales: ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria.

Y ellas a su vez, viendo un nuevo milagro, es decir, a un hombre unido a Dios, gritan y dicen: ¿Quién es ese Rey de la gloria? Y las potencias angélicas interrogadas vuelven a contestar: El Señor de los ejércitos: él es el Rey de la gloria, el héroe valeroso, el héroe de la guerra.

¡Oh mística largueza! ¡oh solemnidad espiritual! ¡oh Pascua divina, que desciende del cielo a la tierra y de nuevo asciende desde la tierra! ¡oh Pascua, nueva iluminación de las lámparas, decoro virginal de las candelas! Por eso, ya no se extinguen las lámparas de las almas, pues por un efecto divino y espiritual en todos es visible el fuego de la gracia, alimentado por el cuerpo, el espíritu y el óleo de Cristo.

Te rogamos, pues, Señor Dios, Cristo, rey espiritual y eterno, que extiendas tus manos poderosas sobre tu santa Iglesia y sobre tu pueblo santo, defendiéndolo, custodiándolo y conservándolo siempre. Exhibe ahora tus trofeos en favor nuestro, y concédenos la gracia de poder cantar con Moisés el canto de victoria, porque tuya es la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

MARTES DE LA OCTAVA DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 2, 1-21

Llegada del Espíritu Santo. Primer discurso de Pedro

SEGUNDA LECTURA

Eusebio de Cesarea, Tratado sobre la solemnidad de la Pascua (4-5: PG 24, 698-699)

Con razón en estos días desbordamos de gozo, como si ya estuviéramos con el Esposo

Éstas son las nuevas enseñanzas, antiguamente envueltas en símbolos, pero sacadas recientemente a plena luz. Y también nosotros inauguramos cada año esta solemnidad con unos períodos cíclicos de preparación. Así, antes de la fiesta y como preparación para la misma, nos ejercitamos en las prácticas cuaresmales, a imitación de los santos Moisés y Elías, iterando luego la fiesta misma año tras año. Emprendido de este modo el camino hacia Dios, nos ceñimos cuidadosamente la cintura con el ceñidor de la

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templanza y, protegiendo cautamente los pasos de nuestra alma, iniciamos –bien calzados– la carrera de nuestra vocación celestial; y usando la vara de la palabra divina y no tan sólo el poder intercesor de la oración para repeler a los enemigos, con toda alegría y decisión nos aventuramos por la senda que nos lleva al cielo, haciéndonos pasar de las cosas de esta tierra a las celestiales, de la vida mortal a la inmortalidad.

De esta forma, realizado felizmente este «paso», nos espera otra solemnidad aún mayor –solemnidad que los hebreos llaman Pentecostés– y que es imagen del reino de los cielos. Dice, en efecto, Moisés: A partir del día en que metas la hoz en la mies, contarás siete semanas y de la nueva cosecha presentarás al Señor panes nuevos. Con esta figura profética se simbolizaba: por la mies, la vocación de los gentiles, y por los panes nuevos, las almas ofrecidas a Dios por los méritos de Cristo, así como las Iglesias integradas por paganos, por cuyo motivo se organizan los máximos festejos ante el acatamiento de Dios, rico en misericordia. Pues recolectados por las racionales hoces de los apóstoles, congregadas todas las Iglesias de la tierra como gavillas en la era, formando un solo cuerpo por el concorde sentir de la fe, sazonados con la sal de las doctrinas y mandatos divinos, regenerados por el agua y el fuego del Espíritu Santo, somos ofrecidos por Cristo como panes festivos, apetitosos y gratos a Dios.

Así pues, confrontados los proféticos símbolos de Moisés con la autenticidad de una realidad de más santos efectos, hemos aprendido a celebrar una solemnidad más gozosa que la que se nos transmitió, cual si ya estuviéramos reunidos con nuestro Salvador, como si gozáramos ya de su reino. Por ese motivo, durante estas fiestas no se nos permite ninguna práctica ascética, sino que se nos estimula a presentar la imagen del descanso que esperamos disfrutar en el cielo. Por cuya razón ni nos arrodillamos en la oración ni nos afligimos con el ayuno. Pues a quienes fue concedida la gracia de resucitar en Dios, no parece oportuno que sigan postrándose en tierra; ni que los que han sido liberados de las pasiones, sufran lo mismo que quienes todavía son esclavos de sus apetitos.

Por eso, tras la Pascua y al término de siete íntegras semanas, celebramos la fiesta de Pentecostés; de la misma manera que, previamente a la fiesta de Pascua y durante un período de seis semanas, aguantamos varonilmente las prácticas cuaresmales. Pues el número seis es, por así decirlo, un número que se traduce en actividad y eficacia. Por esta razón se dice que Dios creó en seis días todas las cosas. Con razón, pues, a las fatigas que supusieron la preparación de la primera solemnidad les siguen las siete semanas preparatorias de la segunda solemnidad, en que se nos concede un largo período de descanso, simbolizado por el número siete.

Considerando, pues, los santos días de Pentecostés como una imagen del futuro descanso, no sin razón nuestras almas desbordan de gozo, e incluso condescendemos con nuestro cuerpo, concediéndole un respiro, como si ya estuviéramos con el Esposo. Por lo cual no nos está permitido ayunar.

MIÉRCOLES DE LA OCTAVA DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 2, 22-41

Discurso de Pedro sobre la crucifixión y resurrección de Cristo

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SEGUNDA LECTURA

Orígenes, Comentario sobre la carta a los Romanos (Lib 4,7: PG 14, 986-988)

Si alguien ha sido reconciliado por la sangre de Cristo, que no se relacione más con lo que es enemigo de Dios

Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra, pues el que se conduce de esta manera, da pruebas de creer en el que resucitó a nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos y a éste tal la fe realmente se le cuenta en su haber. Pues es imposible que a quien retenga en sí una dosis cualquiera de injusticia, la justicia se le cuente en su haber, aunque crea en el que resucitó al Señor Jesús de entre los muertos, ya que la injusticia nada puede tener en común con la justicia, como nada tiene que ver la luz con las tinieblas ni la vida con la muerte. Por tanto, a los que creen en Cristo, pero no se despojan de la vieja condición humana, con sus obras injustas, la fe no se les puede apuntar en su haber.

Paralelamente podemos afirmar que lo mismo que al injusto no se le puede contar la justicia en su haber, así tampoco al impúdico la honestidad, al inicuo la equidad, al avaro la liberalidad, ni al impío puede imputársele la piedad, mientras no deponga la vetusta vestimenta de los vicios y se revista de la nueva condición creada según Dios y que se va renovando como imagen de su creador, hasta llegar a conocerlo.

Fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación, para demostrarnos que también nosotros hemos de aborrecer y desechar todo aquello por lo que Cristo fue entregado. Porque si creemos que Cristo fue entregado por nuestros pecados, ¿cómo no considerar extraño y hostil todo tipo de pecado, por el que sabemos que nuestro Redentor fue entregado a la muerte? En efecto, si nuevamente entablamos relaciones de interés o de amistad con el pecado demostramos no valorar debidamente la muerte de Cristo Jesús, toda vez que abrazamos y secundamos lo que él expugnó y venció.

Así que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. Porque si hemos resucitado con Cristo, que es la justicia, y andamos en una vida nueva, y vivimos según la justicia, Cristo resucitó para nuestra justificación. Pero si todavía no nos hemos despojado de la vieja condición humana, con sus obras, sino que vivimos en la injusticia, me atrevo a decir que Cristo no ha resucitado aún para nuestra justificación ni fue entregado por nuestros pecados. Y si estoy convencido de esto, ¿cómo amo lo que a él le llevó a la muerte? Si creo que él ha resucitado para mi justificación, ¿cómo me deleito en la injusticia? Luego Cristo justifica únicamente a los que, a ejemplo de su resurrección, emprendieron una nueva vida, y rechazan como causa de muerte, los viejos vestidos de la injusticia y de la iniquidad.

Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. Pero para mejor penetrar el sentido de las palabras del Apóstol, examinemos qué significa la palabra «paz», la paz que nos viene por nuestro Señor Jesucristo.

Dícese que hay paz donde nadie disiente, donde nadie está en desacuerdo, donde no hay ni hostilidad ni barbarie. Así pues, nosotros que en un tiempo fuimos enemigos de Dios, siguiendo las consignas del enemigo hostil, del diablo, si ahora arrojamos sus armas, estamos en paz con Dios, pero esto gracias a nuestro Señor Jesucristo, quien por

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la ofrenda de su sangre, nos reconcilió con Dios. Por tanto, si alguien está en paz con Dios y ha sido reconciliado por la sangre de Cristo, que no se relacione en adelante con lo que es enemigo de Dios.

JUEVES DE LA OCTAVA DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 2, 42—3, 11

La primitiva comunidad; curación del paralítico

SEGUNDA LECTURA

Eusebio de Cesarea, Tratado sobre la solemnidad de Pascua (7.9.10-12: PG 24, 702-706)

Constantemente somos saciados con el cuerpo del Salvador y constantemente participamos de la sangre del Cordero

Los seguidores de Moisés inmolaban el cordero pascual una vez al año, el día catorce del primer mes, al atardecer. En cambio, nosotros, los hombres de la nueva Alianza, que todos los domingos celebramos nuestra Pascua, constantemente somos saciados con el cuerpo del Salvador, constantemente participamos de la sangre del Cordero; constantemente llevamos ceñida la cintura de nuestra alma con la castidad y la modestia, constantemente están nuestros pies dispuestos a caminar según el evangelio, constantemente tenemos el bastón en la mano y descansamos apoyados en la vara que brota de la raíz de Jesé, constantemente nos vamos alejando de Egipto, constantemente vamos en busca de la soledad de la vida humana, constantemente caminamos al encuentro con Dios, constantemente celebramos la fiesta del «paso» (Pascua).

Y la palabra evangélica quiere que hagamos todo esto no sólo una vez al año, sino siempre, todos los días. Por eso, todas las semanas, el domingo, que es el día del Salvador, festejamos nuestra Pascua, celebramos los misterios del verdadero Cordero, por el cual fuimos liberados. No circuncidamos con cuchillo nuestro cuerpo, pero amputamos la malicia del alma con el agudo filo de la palabra evangélica. No tomamos ázimos materiales, sino únicamente los ázimos de la sinceridad y de la verdad. Pues la gracia que nos ha exonerado de los viejos usos, nos ha hecho entrega del hombre nuevo creado según Dios, de una ley nueva, de una nueva circuncisión, de una nueva Pascua, y de aquel judío que se es por dentro. De esta manera nos liberó del yugo de los tiempos antiguos.

Cristo, exactamente el quinto día de la semana, se sentó a la mesa con sus discípulos, y mientras cenaba, dijo: He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer. En realidad, aquellas Pascuas antiguas o, mejor, anticuadas, que había comido con los judíos, no eran deseables; en cambio, el nuevo misterio de la nueva Alianza, de que hacía entrega a sus propios discípulos, con razón era deseable para él, ya que muchos antiguos profetas y justos anhelaron ver los misterios de la nueva Alianza. Más aún, el mismo Verbo, ansiando ardientemente la salvación universal, les entregaba el misterio Y, que todos los hombres iban a celebrar en lo sucesivo, y declaraba haberlo él mismo deseado.

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La pascua mosaica no era realmente apta para todos los pueblos, desde el momento en que estaba mandado celebrarla en lugar único, es decir, en Jerusalén, razón por la cual no era deseable. Por el contrario, el misterio del Salvador, que en la nueva Alianza era apto para todos los hombres, con toda razón era deseable.

En consecuencia, también nosotros debemos comer con Cristo la Pascua, purificando nuestras mentes de todo fermento de malicia, saciándonos con los panes ázimos de la verdad y la simplicidad, incubando en el alma aquel judío que se es por dentro, y la verdadera circuncisión, rociando las jambas de nuestra alma con la sangre del Cordero inmolado por nosotros, con miras a ahuyentar a nuestro exterminador. Y esto no una sola vez al año, sino todas las semanas.

Nosotros celebramos a lo largo del año unos mismos misterios, conmemorando con el ayuno la pasión del Salvador el Sábado precedente, como primero lo hicieron los apóstoles cuando se les llevaron el Esposo. Cada domingo somos vivificados con el santo Cuerpo de su Pascua de salvación, y recibimos en el alma el sello de su preciosa sangre.

VIERNES DE LA OCTAVA DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 3, 12–4, 4

Discurso de Pedro sobre la glorificación de Jesús, Hijo de Dios

SEGUNDA LECTURA

Dídimo de Alejandría, Tratado sobre la Trinidad (Lib 2,14: PG 39, 710-718

El bautismo nos hace inmortales y nos deifica

Bautismo auténtico es el que, después de la aparición o visible manifestación del Hijo y del Espíritu Santo, ejerce su acción liberadora cada día o, mejor, a cada hora o, para expresarme con mayor exactitud, a cada momento; sobre todos los que descienden a las aguas bautismales; sobre todo tipo de pecado y para siempre. Además, este bautismo, a los que ya son hermanos por la gracia, los convierte en primogénitos y recién nacidos, sin exceptuar ni a los de corta edad ni a los de edad avanzada. Incluso a quienes —según la prudencia humana— no se les confían las riquezas terrenas por no ofrecer suficiente garantía de seguridad, bien por su escasa, bien por su excesiva edad, incluso a éstos se les hace entrega con plena seguridad de todo el patrimonio divino, hasta el punto de que cantan alborozados: El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas. Y: Preparas una mesa ante mí enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.

El mismo ángel que removía el agua era precursor del Espíritu Santo; y Juan es paralelamente llamado ángel del Señor, fue constituido precursor del Señor, y bautizaba en el agua. Y el crisma con que fueron ungidos Aarón y Moisés y posteriormente todos cuantos eran ungidos con la cuerna sacerdotal —y que por razón del crisma fueron denominados «cristos», es decir, ungidos—, eran tipo del crisma santificado que nosotros recibimos. Crisma que aunque fluya corporalmente, espiritualmente aprovecha. Pues tan pronto como la fe de la Trinidad beatísima desciende sobre nuestro corazón, la palabra del Espíritu sobre nuestra boca y el sello de Cristo brilla en nuestra frente; tan pronto

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como se ha recibido el bautismo y nos ha confirmado el crisma, inmediatamente –repito– encontramos propicia a la Trinidad, ella que es por naturaleza la dispensadora de todos los bienes; inmediatamente viene a nosotros, y en el mismo momento los espíritus inmundos se retiran de los que ya están limpios, cede el interés por los asuntos mundanos, huye de nosotros todo tipo de pasiones corporales, se nos perdonan todos los delitos, nuestros nombres son inscritos en libros indelebles, se nos dispensan los bienes celestiales: tanto, que la misma Trinidad, inefablemente generosa y próvida como es, queriendo ser el principio de toda obra buena, previene y antecede incluso nuestros proyectos de bondad.

Llamarán santos a todos los inscritos en Jerusalén entre los vivos; porque el Señor lavará la suciedad de los hijos y de las hijas de Sión, y fregará la sangre de en medio de ellos, con el soplo del juicio, con el soplo ardiente. En su primera carta, nos enseña Pedro que si antiguamente el bautismo, que no era sino una figura, salvaba, con mucha mayor razón el bautismo, que es la realidad, nos hace inmortales y nos deifica. Escribe, en efecto; Aquello fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Cristo Jesús, que llegó al cielo, se le sometieron los ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios.

Nosotros que vamos transformándonos en espirituales, no sólo vemos y percibimos estas cosas, sino que gratuitamente somos iluminados por el Espíritu Santo, y disfrutamos de ellas cada vez que participamos del Cuerpo de Cristo y degustamos la fuente de la inmortalidad.

SÁBADO DE LA OCTAVA DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 4, 5-31

Pedro y Juan ante el Sanedrín

SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 45 sobre el Antiguo Testamento (5: CCL 41, 519-520)

¿Qué mejor noticia podemos dar que ésta: el Salvador ha resucitado?

¿Qué es la Iglesia? El Cuerpo de Cristo. Añádele la cabeza y tendrás un hombre completo. Cabeza y cuerpo forman un solo hombre. ¿Quién es la cabeza? Aquel que nació de la Virgen María, que asumió una carne mortal sin pecado, que fue abofeteado, flagelado, despreciado y crucificado por los judíos, que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. El es la cabeza de la Iglesia, él es el pan que procede de aquella tierra. Y, ¿cuál es su cuerpo? Su esposa, esto es, la Iglesia. Serán los dos una sola carne. Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. Así se expresó también el Señor en el evangelio, cuando dijo hablando del varón y de la mujer: De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Quiso por tanto que fuesen un solo hombre Dios-Cristo y la Iglesia. Allí está la cabeza, aquí los miembros. No quiso resucitar con los miembros, sino antes que ellos, para motivar la esperanza de los miembros. Y si la cabeza quiso morir, fue para ser el primero en resucitar, el primero en subir a los cielos, de modo que los demás miembros depositaran la esperanza en su

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Cabeza, y aguardaran el cumplimiento en sí mismos de lo que previamente se había realizado en su cabeza.

¿Qué necesidad tenía Cristo de morir, él la Palabra de Dios, por la que se hizo todo y de la que se ha escrito: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo? Y, sin embargo, fue crucificado, fue escarnecido, herido por la lanza, sepultado. Por medio de la Palabra se hizo todo.

Pero como se dignó ser la cabeza de la Iglesia, ésta podría haber desesperado de la propia resurrección, de no haber asistido a la resurrección de su cabeza. Fue visto primero por las mujeres, quienes se lo anunciaron a los hombres. Fueron las mujeres las primeras en ver al Señor resucitado, y el evangelio fue anunciado por las mujeres a los futuros apóstoles y evangelistas, y por mediación de las mujeres les fue anunciado Cristo. La palabra evangelio significa buena noticia. Los que dominan el griego, saben qué quiere decir evangelio. Así pues, evangelio equivale a buena noticia. ¿Qué mejor noticia podemos dar que ésta: que ha resucitado nuestro Salvador?

DOMINGO DE LA OCTAVA DE PASCUA

DOMINGO II DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 3, 1-17

La vida nueva en Cristo

SEGUNDA LECTURA

De una homilía pascual de un autor antiguo (PG 59, 723-724)

La Pascua espiritual

La Pascua que celebramos es el origen de la salvación de todos los hombres, empezando por el primero de ellos, Adán, que pervive aún en todos los hombres y en nosotros recobra ahora la vida.

Aquellas instituciones temporales que existían al principio para prefigurar la realidad presente eran sólo imagen y prefiguración parcial e imperfecta de lo que ahora aparece; pero una vez presente la realidad, conviene que su imagen se eclipse; del mismo modo que, cuando llega el rey, a nadie se le ocurre venerar su imagen, sin hacer caso de su persona.

En nuestro caso es evidente hasta qué punto la imagen supera la realidad, puesto que aquélla conmemoraba la momentánea preservación de la vida de los primogénitos judíos, mientras que ésta, la realidad, celebra la vida eterna de todos los hombres.

No es gran cosa, en efecto, escapar de la muerte por un cierto tiempo, si poco después hay que morir; sí lo es, en cambio, poderse librar definitivamente de la muerte; y éste es nuestro caso una vez que Cristo, nuestra Pascua, se inmóló por nosotros.

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El nombre mismo de esta fiesta indica ya algo muy grande si lo explicamos de acuerdo con su verdadero sentido. Pues Pascua significa «paso», ya que el exterminador aquel que hería a los primogénitos de los egipcios pasaba de largo ante las casas de los hebreos. Y entre nosotros vuelve a pasar de largo el exterminador, porque pasa sin tocarnos, una vez que Cristo nos ha resucitado a la vida eterna.

Y, ¿qué significa, en orden a la realidad, el hecho de que la Pascua y la salvación de los primogénitos tuvieron lugar en el comienzo del año? Es sin duda porque también para nosotros el sacrificio de la verdadera Pascua es el comienzo de la vida eterna.

Pues el año viene a ser como un símbolo de la eternidad, por cuanto con sus estaciones que se repiten sin cesar, va describiendo un círculo que nunca finaliza. Y Cristo, el padre del siglo futuro, la víctima inmolada por nosotros, es quien abolió toda nuestra vida pasada y por el bautismo nos dio una vida nueva, realizando en nosotros como una imagen de su muerte y de su resurreción.

Así, pues, todo aquel que sabe que la Pascua ha sido inmolada por él, sepa también que para él la vida empezó en el momento en que Cristo se inmoló para salvarle. Y Cristo se inmoló por nosotros si confesamos la gracia recibida y reconocemos que la vida nos ha sido devuelta por este sacrificio.

Y quien llegue al conocimiento de esto debe esforzarse en vivir de esta vida nueva y no pensar ya en volver otra vez a la antigua, puesto que la vida antigua ha llegado a su fin. Por ello dice la Escritura: Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo vamos a vivir más en pecado?

LUNES II DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 4, 32-5, 16

La primitiva comunidad cristiana, Ananías y Safira

SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 148 (PL 38, 799-800)

No es lícito mentir a Dios

Habéis advertido lo que sucedió a aquellos dos esposos que, habiendo vendido una propiedad, se quedaron con parte del precio del campo, poniendo el resto a disposición de los apóstoles, como si se tratara de la totalidad. Severamente reprendidos, ambos cayeron muertos, el marido y su mujer. Hay quienes consideran excesiva tal severidad: morir dos criaturas humanas por el simple hecho de haber sustraído una cantidad del dinero que, al fin y al cabo, les pertenecía. No lo hizo el Espíritu Santo por avaricia; lo hizo por sancionar una mentira. Habéis, en efecto, escuchado las palabras del bienaventurado Pedro: ¿No podías tenerla para ti sin venderla? Y si la vendías, ¿no eras dueño de quedarte con el dinero? Si no querías vender, ¿quién te obligó a hacerlo? Y si querías hacer donación de la mitad, di que es la mitad. Pero presentar la mitad como si fuera la totalidad, esto es una mentira digna de castigo.

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Sin embargo, hermanos, no os parezca la muerte corporal una severa corrección. ¡Y ojalá que la venganza divina no haya excedido los límites de la muerte corporal! ¿Qué de extraordinario les ha ocurrido a unos mortales que un día u otro acabarían por morir? Pero a través de la pena temporal Dios quiso llamarnos a todos al orden. Hemos de creer, en efecto, que, después de esta vida, Dios les otorgó su perdón, ya que su misericordia es infinita.

De esta muerte que a veces Dios manda como castigo, dice en cierto lugar el apóstol Pablo, reprendiendo a los que trataban sin el debido miramiento el cuerpo y la sangre del Señor. Dice así: Esa es la razón de que haya entre vosotros muchos enfermos y achacosos y de que hayan muerto tantos, es decir, todos los necesarios para restablecer el orden. Sobre algunos se abatía la mano del Señor: enfermaban, morían. Y a continuación, añade el Apóstol: Si el Señor nos juzga es para corregirnos, para que no salgamos condenados con el mundo. En consecuencia, ¿qué importa que a aquellos dos esposos les sucediera algo por el estilo? Fueron castigados con el azote de la muerte, para no ser sancionados con un suplicio eterno.

Que vuestra caridad reflexione sobre un solo extremo: si a Dios le desagrada la sustracción del dinero que se le había ofrecido —dinero que, sin embargo, iba destinado al necesario uso del hombre—, ¿cuánto más no se irritará Dios cuando se le consagra la castidad y no se observa la castidad?, ¿o cuando se le consagra la virginidad, y la virginidad es mancillada? Y en estos casos, la ofrenda se hace para servicio exclusivo de Dios y no en beneficio del hombre. Y ¿qué significa lo que acabo de decir: para servicio de Dios? Pues que en los que a él se consagran, Dios establece su morada, los convierte en templos suyos, en los que se complace en habitar. Y no cabe duda de que quiere que su templo se conserve santo.

A una virgen consagrada que se casa podría decírsele lo que dijo Pedro refiriéndose al dinero: ¿No te pertenecía tu propia virginidad? ¿No podías reservártela, antes de consagrarla a Dios? Todas las que esto hicieren, las que esto prometieren y no lo cumplieren, no piensen que serán únicamente castigadas con la muerte temporal, sino que han de ser condenadas al fuego eterno.

MARTES II DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 5, 17-42

Los Apóstoles ante el Sanedrín

SEGUNDA LECTURA

De una antigua homilía pascual de autor desconocido (PG 28, 1080-1082)

El bautismo, un injerto para la inmortalidad

Para que en adelante nadie quedara en los infiernos, allí descendió Cristo en persona. Quien sirviéndose de la carne de que estaba revestido como cebo contra el infierno y derrocando su imperio con el poder de la deidad, en un momento rasgó el antiguo recibo de la ley, para conducir a los hombres al cielo. Al cielo, es decir, a un lugar que desconoce la muerte, el albergue de la incorrupción, obrador de la justicia.

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En el marco de estos bienes has sido bautizado tú, recién iluminado; la iniciación se ha convertido para ti, oh recién iluminado, en prenda de resurrección; el bautismo es para ti una garantía de la futura vida en el cielo. Mediante la inmersión en el agua has imitado el sepulcro del Señor, pero de allí has vuelto a emerger, viendo antes que cualquiera otras, las obras de la resurrección. Recibe ahora la realidad misma de los bienes cuyos símbolos contemplaste. Toma como testigo de lo dicho a Pablo, quien se expresa así: Porque, si hemos sido injertados a él en una muerte como la suya, también lo seremos en una resurrección como la suya. Bellamente dice injertados, ya que el bautismo es un injerto para la inmortalidad, plantado en la pila bautismal y que fructifica frutos del cielo. Allí la gracia del Espíritu actúa de manera misteriosa; pero cuídate de minusvalorar el milagro confundiéndolo con las leyes operativas de la naturaleza. El agua tiene un fin utilitario, la gracia en cambio opera la regeneración y, en la pila bautismal, como en el seno materno, da nueva forma al que en ella se sumerge. En el agua, como en una fragua, forja al que a ella desciende. Le obsequia con los misterios de la inmortalidad y le confiere el sello de la resurrección.

La misma túnica bautismal te ofrece, oh recién iluminado, los símbolos de estos prodigios. Contémplate a ti mismo como portador de las imágenes de estos bienes: esa túnica, espléndida y fúlgida, te esboza las señales de la inmortalidad; el paño blanco que, a manera de diadema, ciñe tu cabeza, te predica la libertad; la mano lleva las insignias de la victoria alcanzada sobre el diablo. Pues Cristo te presenta ya resucitado: de momento, por mediode símbolos; en un futuro próximo, en su plena realidad, a condición, claro está, de no manchar con el pecado la túnica de la fe, de no extinguir con nuestras malas acciones la lámpara de la gracia, de conservar la corona del Espíritu. Entonces el Señor, con voz terrible a la vez que placentera para los hombres, clamará desde el cielo: Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. A él la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

MIÉRCOLES II DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 6, 1-15

Elección de los primeros diáconos: siete hombres llenos del Espíritu Santo

SEGUNDA LECTURA

Nicolás Cabasilas, De la vida en Cristo (Lib 1: PG 150, 510-511)

Cristo nos ha abierto las puertas de la eternidad

Si la inmolación de aquel cordero pascual lo hubiera perfeccionado todo, ¿de qué hubieran servido los sacrificios posteriores? Porque si los tipos y figuras hubieran aportado la esperada felicidad, habrían evacuado la verdad y la misma realidad. ¿Qué sentido tendría seguir hablando de enemistades canceladas por la muerte de Cristo, de muros quitados de en medio, de la paz y de la justicia que brotarían en los días del Salvador, si ya antes del sacrificio de Cristo los hombres fueran justos y amigos de Dios? Existe además otra razón evidente.

En realidad, lo que entonces nos unía a Dios era la ley; ahora, en cambio, es la fe, la gracia o algo similar. De donde se deduce que entonces la comunión de los hombres con Dios se reducía a una mera servidumbre; ahora en cambio, se trata nada menos que de

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la adopción filial y de la amistad. Pues es evidente que la ley es cosa de siervos, mientras que la gracia, la fe y la confianza es propia de los amigos y de los hijos. De todo lo cual se sigue que el Salvador es el primogénito de entre los muertos, y queningún muerto podía revivir para la inmortalidad antes de que él hubiera resucitado. Por idéntica razón, sólo él pudo hacer de guía a los hombres por los caminos de la santidad y de la justicia. Lo corrobora Pablo cuando escribe que Cristo entró por nosotros como precursor más allá de la cortina. Y penetró después de haberse ofrecido al Padre, introduciendo a cuantos quisieren participar de su sepultura. Pero no muriendo ciertamente como él, sino sometiéndose simbólicamente a su muerte en el baño bautismal y que, ungidos, anuncian en la sagrada mesa y toman de modo inefable como alimento al mismo que murió y ha resucitado. Y así introducido por estas puertas, le conduce al reino y a la corona.

En efecto, el que reconcilió, aunó y pacificó el mundo celeste con el terrestre y derribó el muro que los separaba, no puede negarse a sí mismo, según escribe san Pablo. Abiertas para Adán las puertas del Paraíso, era natural que se cerraran al no guardar él lo que guardar debía. Puertas que Cristo abrió por sí mismo, él que no cometió pecado y que ni pecar podía. Su justicia —dice David—dura por siempre. Deben, por lo mismo, permanecer siempre abiertas de par en par para dar acceso a la vida, sin permitir que nadie salga de ella. He venido —dice el Salvador—para que tengan vida. Y la vida que el Señor ha venido a traer es ésta: la participación en su muerte y la comunión en su pasión por medio de estos misterios, sin lo cual no conseguiremos eludir la muerte.

JUEVES II DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 7, 1-1

Comienza el discurso de Esteban sobre la historia de los Padres

SEGUNDA LECTURA

San Epifanio de Salamina, Homilía 3 [atribuida] sobre la santa resurrección de Cristo (PG: 43, 466-470)

Misterios antiguos y nuevos

Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría espiritual y gocémonos en él con divino gozo. Para nosotros, en efecto, es ésta la fiesta de las fiestas, la fiesta del mundo entero que celebra, como en única solemnidad, la consagración y la salvación universal. En este día tienen su cumplimiento todo tipo de figuras, sombras y profecías. Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo, es decir, la verdadera Pascua, y el que vive con Cristo, es una criatura nueva, el que vive en Cristo posee una nueva fe, nuevas leyes, es el nuevo pueblo de Dios; el nuevo, sí, no el viejo Israel; nueva es la Pascua, nueva y espiritual es la circuncisión, nuevo e incruento el sacrificio, nuevo y divino el testamento.

Renovaos en el día de hoy, renovaos por dentro con espíritu firme para que os sea dado percibir los misterios de esta nueva y verdadera fiesta y podáis disfrutar a fondo de las delicias celestiales; para que salgáis iluminados e iniciados, no por los de la antigua, sino por los imborrables y siempre vigentes símbolos de la nueva Pascua; para que conozcáis la gran diferencia existente entre nuestros misterios y los del pueblo judío, así como la distancia que media entre la figura y la realidad. Sea, pues, una tal confrontación el punto

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de partida de esta nuestra reflexión y contemplación sobre el misterio de la Pascua y resurrección de Cristo.

Lo mismo que en el pasado y para la salvación del pueblo, Moisés fue enviado por Dios como legislador desde el sublime monte para bosquejar un avance de ley, así también el que es la verdad misma, legislador, Dios y Señor, fue enviado por Dios, el monte por el monte, desde las montañas celestes para la salvación de nuestro 'pueblo. Moisés lo redimió del Faraón y de los egipcios; Cristo lo liberó del diablo y de la servidumbre de los demonios. Moisés puso paz entre dos de sus hermanos que estaban riñendo; Cristo reconcilió entre sí a sus dos pueblos y unió el cielo con la tierra. En el pasado, la hija del Faraón, al ir a bañarse, encontró a Moisés y lo adoptó; en cambio, la Iglesia de Cristo –que es asimismo su hija–, al descender a las aguas bautismales, recibe a Cristo: pero no como a Moisés rescatado de la cesta de mimbres a la edad de tres meses, sino que, en vez de a Moisés, recibe a Cristo salido del sepulcro al tercer día.

En el pasado, Israel celebró la Pascua en figura y de noche; ahora en cambio, celebramos la Pascua en un día de luz y de esplendor. En el pasado, al declinar el día; ahora al atardecer y en el ocaso de los tiempos. En el pasado, con la sangre se rociaron las jambas y el dintel de las casas; ahora, con la sangre de Cristo, son sellados los corazones de los creyentes. Entonces, de noche se mató el cordero y de noche atravesaron el Mar Rojo; ahora en cambio, disponemos de la salvación y de un mar bautismal espléndido y rojo, que destella con el fulgor del Espíritu; mar sobre el que aletea realmente el Espíritu de Dios; mar en el que se le intuye presente; mar en cuyas aguas fue quebrantada la cabeza del dragón; más aún, la cabeza del príncipe de los dragones, es decir, de los satélites del diablo. Entonces Moisés lavó a los israelitas con un bautismo nocturno, y una nube cubrió al Pueblo; en cambio, al pueblo de Cristo la fuerza del Altísimo lo cubre con su sombra. Entonces, al ser liberado el pueblo, María, la hermana de Moisés, dirigió la danza; ahora, liberado el pueblo de los gentiles, la Iglesia de Cristo celebra festejos con todas sus Iglesias.

Entonces Moisés se acogió a una roca natural; ahora el pueblo se acoge a la roca de la fe. En el pasado, fueron rotas las losas de la ley, lo cual fue indicio de una ley llamada a perecer y a envejecer; ahora, las leyes divinas se mantienen íntegras e invioladas. Entonces, para castigo del pueblo se fabricó un becerro de fundición; ahora, para salvación del pueblo es inmolado el Cordero de Dios. En el pasado, la roca fue golpeada por el bastón; ahora en cambio, una lanza traspasa el costado de Cristo, que es la verdadera roca. Allí, de la roca brotó el agua; aquí, del vivificante costado manó sangre y agua. Ellos recibieron del cielo la carne de codorniz; nosotros hemos recibido de lo alto la paloma del Espíritu Santo. Ellos comieron el maná temporal y murieron; nosotros comemos el pan que da vida eterna.

VIERNES II DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 7, 17-43

Historia de Moisés en el discurso de Esteban

SEGUNDA LECTURA

Basilio de Seleucia, Homilía en la solemnidad pascual (SC 187, 275-277)

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La inefable benignidad de Cristo colmó a su Iglesia de innumerables dones

Aquella inefable benignidad de Cristo para con nosotros colmó a su Iglesia de innumerables dones. Cristo, magnífico en su sabiduría y poderoso en sus obras, nos rescató de la antigua ceguera de la ley y eximió a nuestra naturaleza del protocolo que nos condenaba con sus cláusulas. En la cruz, triunfó sobre la serpiente, origen de todos los males. Embotó el aguijón de la formidable muerte y renovó con el agua, no con el fuego, a los que se encontraban extenuados por la vetustez del pecado. Franqueó las puertas de la resurrección. A los que estaban excluidos de la ciudadanía de Israel, los convirtió en ciudadanos y familiares de los santos. A los que eran ajenos a las promesas de la alianza, les confió los misterios celestiales. A los que carecían de esperanza, les otorgó a raudales el Espíritu, como prenda de salvación.

A los impíos y sin-Dios de este mundo los convirtió en templos sagrados de la Trinidad. A los que en otro tiempo estaban lejos por la conducta que no por el lugar, por la mentalidad que no por la distancia, por la religión que no por la región, los ha acercado mediante el salutífero leño, abrazando a los que eran dignos de repulsa.

Con razón dijo el profeta: ¿Quién ha oído tal cosa o quién ha visto algo semejante? Misterio éste que llena de estupor a todos los ángeles. Prodigio tal que los poderes supracelestes veneran poseídos de temor. Su trono no ha quedado vacío, y el mundo ha sido rehecho; en otro tiempo fue creado, pero ahora ha sido restaurado. Tú que acabas de ser iluminado por el bautismo, considera, por favor, de qué misterios has sido hecho digno. Reconoce la eficacia. Has sido ya liberado de manos del salteador: no te constituyas nuevamente prisionero. Has renunciado: no vuelvas otra vez, seducido o desilusionado, a la anterior situación. Has suscrito un pacto: mantén con valentía los compromisos adquiridos. Se te ha confiado el talento de tu fe: trata de hacerlo producir intereses. Has celebrado efectivamente unas bodas: no cometas el adulterio de los blasfemos. Has sido inscrito en el catálogo de los hijos: no trates injuriosamente a tu libertador, como si fuera un esclavo. Te has vestido un traje espléndido: luzca esplendorosa tu conciencia. Te despojaste del vestido viejo: no contristes al Espíritu.

En efecto, recomendando ya hace tiempo el profeta este misterio del bautismo y la inmensa gracia del Crucificado, en un célebre oráculo decía con sonora voz: Él se complace en la misericordia. ¿Quién, oh profeta? Aquel que por misericordia se hizo hombre, Cristo. Aquel que, al nacer, no menoscabó la integridad de la Virgen. El mismo volverá y tendrá piedad de nosotros.

Cuando te haya sacado del error, te redimirá y tendrá compasión de ti. En efecto, en la cruz consiguió el triunfo sobre los pecados de todos nosotros, sepultó en las místicas aguas del bautismo nuestras vestiduras de injusticia y arrojó en lo profundo del mar todos nuestros pecados. Piensa en la fuente del santo bautismo y pregona la gracia, pues el bautismo es la suma de todos los bienes, la expiación del mundo, la instauración de la naturaleza, una rectificación acelerada, una medicina siempre a punto, una esponja que limpia las conciencias, un vestido que no envejece con el tiempo, unas entrañas que conciben virginalmente, un sepulcro que devuelve la vida a los sepultados, una sima que engulle los pecados, un elemento que es el mausoleo del diablo, es sello y baluarte de los sellados, fuente que extingue la gehena, invitación a la mesa del Señor, gracia de los misterios antiguos y nuevos vislumbrada ya en Moisés, gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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SÁBADO II DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 7, 44—8, 3

Conclusión del discurso de Esteban. Su martirio

SEGUNDA LECTURA

Orígenes, Exhortación al martirio (41-42: PG 11, 618-619)

Los que son compañeros de Cristo en el sufrir también lo son en el buen ánimo

Si hemos pasado de la muerte a la vida, al pasar de la infidelidad a la fe, no nos extrañemos de que el mundo nos odie. Pues quien no ha pasado aún de la muerte a la vida, sino que permanece en la muerte, no puede amar a quienes salieron de las tinieblas y han entrado, por así decirlo, en esta mansión de la luz edificada con piedras vivas.

Jesús dio su vida por nosotros; demos también nuestra vida, no digo por él, sino por nosotros mismos y, me atrevería a decirlo, por aquellos que van a sentirse alentados por nuestro martirio.

Nos ha llegado, oh cristiano, el tiempo de gloriarnos. Pues dice la Escritura: Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Si los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, gracias a Cristo rebosa en proporción nuestro ánimo; aceptemos, pues, con gran gozo los padecimientos de Cristo, y que se multipliquen en nosotros, si realmente apetecemos un abundante consuelo, como lo obtendrán todos aquellos que lloran. Pero este consuelo seguramente superará a los sufrimientos, ya que, si hubiera una exacta proporción, no estaría escrito: Si los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, rebosa en proporción nuestro ánimo.

Los que se hacen solidarios de Cristo en sus padecimientos participarán también, de acuerdo con su grado de participación, en sus consuelos. Tal es el pensamiento de Pablo, que afirma con toda confianza: Si sois compañeros en el sufrir, también lo sois en el buen ánimo.

Dice también Dios por el Profeta: En el tiempo de gracia te he respondido, en el día de salvación te he auxiliado. ¿Qué tiempo puede ofrecerse más aceptable que el momento en el que, por nuestra fe en Dios por Cristo, somos escoltados solemnemente al martirio, pero como triunfadores, no como vencidos?

Los mártires de Cristo, con su poder, derrotan a los principados y potestades y triunfan sobre ellos, para que, al ser solidarios de sus sufrimientos, tengan también parte en lo que él consiguió por medio de su fortaleza en los sufrimientos.

Por tanto, el día de salvación no es otro que aquel en que de este modo salís de este mundo.

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Pero, os lo ruego: Para no poner en ridículo nuestro ministerio, nunca deis a nadie motivo de escándalo; al contrario, continuamente dad prueba de que sois ministros de Dios con lo mucho que pasáis, diciendo: Y ahora, Señor, ¿qué esperanza me queda? Tú eres mi confianza.

DOMINGO III DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 8, 425

Felipe en Samaria. Simón el mago

SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 34 (13.56: CCL 41, 424426)

Cantemos al Señor el cántico del amor

Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de los fieles. Se nos ha exhortado a cantar al Señor un cántico nuevo. El hombre nuevo conoce el cántico nuevo. Cantar es expresión de alegría y, si nos fijamos más detenidamente, cantar es expresión de amor. De modo que quien ha aprendido a amar la vida nueva sabe cantar el cántico nuevo. De modo que el cántico nuevo nos hace pensar en lo que es la vida nueva. El hombre nuevo, el cántico nuevo, el Testamento nuevo: todo pertenece al mismo y único reino. Por esto, el hombre nuevo cantará el cántico nuevo, porque pertenece al Testamento nuevo.

Todo hombre ama; nadie hay que no ame; pero hay que preguntar qué es lo que ama. No se nos invita a no amar, sino a que elijamos lo que hemos de amar. ¿Pero, cómo vamos a elegir si no somos primero elegidos, y cómo vamos a amar si no nos aman primero? Oíd al apóstol Juan: Nosotros amamos a Dios, porque él nos amó primero. Trata de averiguar de dónde le viene al hombre poder amar a Dios, y no encuentra otra razón sino porque Dios le amó primero. Se entregó a sí mismo para que le amáramos y con ello nos dio la posibilidad y el motivo de amarle. Escuchad al apóstol Pablo que nos habla con toda claridad de la raíz de nuestro amor: El amor de Dios —dice— ha sido derramado en nuestros corazones. Y, ¿de quién proviene este amor? ¿De nosotros tal vez? Ciertamente no proviene de nosotros. Pues, ¿de quién? Del Espíritu Santo que se nos ha dado.

Por tanto, teniendo una gran confianza, amemos a Dios en virtud del mismo don que Dios nos ha dado. Oíd a Juan que dice más claramente aún: Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él. No basta con decir: El amor es de Dios. ¿Quién de vosotros sería capaz de decir: Dios es amor? Y lo dijo quien sabía lo que se traía entre manos.

Dios se nos ofrece como objeto total y nos dice: «Amadme, y me poseeréis, porque no os será posible amarme si antes no me poseéis».

¡Oh, hermanos e hijos, vosotros que sois brotes de la Iglesia universal, semilla santa del reino eterno, los regenerados y nacidos en Cristo! Oídme: Cantad por mí al Señor un cántico nuevo. «Ya estamos cantando», decís. Cantáis, sí, cantáis. Ya os oigo. Pero procurad que vuestra vida no dé testimonio contra lo que vuestra lengua canta.

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Cantad con vuestra voz, cantad con vuestro corazón, cantad con vuestra boca, cantad con vuestras costumbres: Cantad al Señor un cántico nuevo. ¿Preguntáis qué es lo que vais a cantar de aquel a quién amáis? Porque sin duda queréis cantar en honor de aquel a quien amáis: preguntáis qué alabanzas vais a cantar de él. Ya lo habéis oído: Cantad al Señor un cántico nuevo. ¿Preguntáis qué alabanzas debéis cantar? Resuene su alabanza en la asamblea de los fieles. La alabanza del canto reside en el mismo cantor.

¿Queréis rendir alabanzas a Dios? Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar. Vosotros mismos seréis su alabanza, si vivís santamente.

LUNES III DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 8, 2640

Felipe y el etíope

SEGUNDA LECTURA

San Clemente de Alejandría, El Pedagogo (Lib 1, cap. 6, 2627.3031: SC 70, 159161.167)

En seguir a Cristo está nuestra salvación

Bautizados, somos iluminados; iluminados, recibimos la adopción filial; adoptados, se nos conduce a la perfección; perfeccionados, se nos da el don de la inmortalidad. Dice la Escritura: Yo declaro: Sois dioses e hijos delAltísimo todos. Esta operación recibe nombres diversos: gracia, iluminación, perfección, baño. Baño, porque en él nos purificamos de nuestros pecados; gracia, porque se nos condonan las penas debidas por el pecado; iluminación, que nos facilita la visión de aquella santa y salvífica luz, esto es, que nos posibilita la contemplación de Dios; y llamamos perfecto a lo que no carece de nada. Sería realmente absurdo llamar gracia de Dios a una gracia que no sea perfecta y completa en todos los sentidos: el que es perfecto, distribuirá normalmente dones perfectos.

Si en el plano de la palabra, nada más ordenarlo todo vino a la existencia, en el plano de la gracia, bastará que él quiera otorgarla para que esa gracia sea plena. Lo que ha de suceder en un futuro, es anticipado gracias al poder de su voluntad. Añádase a esto que la liberación de los males es ya el comienzo de la salvación. No bien hemos pisado los umbrales de la vida, ya somos perfectos: y comenzamos avivir en el instante mismo en que se nos separa de la muerte. Por tanto, en seguir a Cristo está nuestra salvación. Lo que ha sido hecho en él, es vida. Os lo aseguro —dice—: quien escucha mi palabra y cree al que me envió, posee la vida eterna y no será condenado, porque ha pasado de la muerte a la vida. Así pues, el solo hecho de creer y de ser regenerado es la perfección en la vida, pues Dios jamás es deficiente.

Del mismo modo que su querer es ya una realidad y una realidad que llamamos mundo, de igual modo su proyecto es la salvación de los hombres, una salvación que lleva el nombre de Iglesia. Conoce, pues, a los que él llamó y salvó: porque a un mismo tiempo los llamó y los salvó. Vosotros mismos —dice el Apóstol— habéis sido instruidos por Dios. Sería, en efecto, blasfemo considerar imperfecta la enseñanza del mismo Dios. Y lo

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que de él aprendemos es la eterna salvación del Salvador eterno: a él la gracia por los siglos de los siglos. Amén.

Apenas uno es regenerado cuando —como su mismo nombre lo indica— queda iluminado, es inmediatamente liberado de las tinieblas y es gratificado automáticamente con la luz. Somos totalmente lavados de nuestros pecados y, de pronto, dejamos de ser malos. Esta es la gracia singular de la iluminación: nuestra conducta no es la misma que antes de descender a las aguas bautismales. Pero dado que el conocimiento se origina a la vez que la iluminación, ilustrando la mente, y los que éramos rudos e ignorantes inmediatamente nos oímos llamar discípulos, ¿es esto debido a que la iniciación susodicha se nos dio previamente? Imposible precisar el momento. Lo cierto es que la catequesis conduce a la fe y que la fe nos la enseña el Espíritu Santo juntamente con el bautismo. Ahora bien, que la fe es el único y universal camino de salvación de la naturaleza humana y que la ecuanimidad y comunión del Dios justo y filántropo es la misma para con todos, lo expuso clarísimamente Pablo, diciendo: Antes de que llegara la fe, estábamos prisioneros, custodiados por la ley, esperando que la fe se revelase. Así, la ley fue nuestro pedagogo, hasta que llegara Cristo y Dios nos aceptara por la fe Una vez que la fe ha llegado, ya no estamos sometidos al pedago. ¿No acabáis de oír que ya no estamos bajo la ley del temor, sino bajo el Logos, que es el pedagogo del libre albedrío? A continuación añade Pablo una expresión libre de cualquier tipo de parcialidad: Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús.

MARTES III DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 9, 122

Vocación de Saulo

SEGUNDA LECTURA

San Gregorio de Nisa, Contra Eunomio (Lib 4: PG 45, 634. 635638)

Cristo, primogénito de entre los muertos

El Apóstol llama a Cristo Primogénito de toda criatura y Primogénito entre muchos hermanos, y, finalmente Primogénito de entre los muertos.

Es el primogénito de entre los muertos, por ser el primero que por sí mismo, superó los acerbos dolores de la muerte, comunicando además a todos la fuerza necesaria para el alumbramiento que supone la resurrección. Fue constituido primogénito entre los hermanos, por ser el primero que, en el nuevo parto de la regeneración, fue engendrado en el agua, nacimiento presidido por el aleteo de la paloma. Por medio de este nacimiento, se incorpora como hermanos a cuantos participan con él en una tal generación, convirtiéndose de este modo en primogénito de quienes, después de él, son regenerados en el agua y en el Espíritu. En una palabra: Cristo es el primogénito en las tres generaciones con que es vivificada la naturaleza humana: la primera es la generación corporal, la segunda la que se verifica mediante el sacramento de la regeneración, y la tercera, finalmente, la que tiene lugar a través de la esperada resurrección de entre los muertos.

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Y siendo doble la regeneración operada por uno de estos dos medios: el bautismo y la resurrección, de ambas es Cristo príncipe y caudillo. En la carne es asimismo el primogénito: él es el primero y el único que ha llevado a cabo en sí mismo, por medio de la Virgen, un nacimiento nuevo y desconocido por la naturaleza, nacimiento que nadie, en el decurso de tantas humanas generaciones, fue capaz de realizar. Si la razón llegara a comprender estas realidades, comprendería asimismo el significado de la criatura, cuyo primogénito es Cristo. Conocemos, en efecto, un doble creación de nuestra naturaleza: la primera, cuando fuimos formados; la segunda, cuando fuimos reformados. Ahora bien, no hubiera sido necesaria una segunda creación, si no hubiéramos hecho inútil la primera mediante la prevaricación.

Envejecida, anticuada y caduca la primera creación, era necesario proceder, en Cristo, a la creación de una nueva criatura, pues —como dice el Apóstol— nada viejodebe hacer acto de presencia en la segunda criatura: Despojaos de la vieja condición humana, con sus obras y deseos, y vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios. Y: El que vive con Cristo —dice— es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha llegado lo nuevo. Uno e idéntico es el Hacedor de la naturaleza humana que creó lo que existe desde la aurora de los siglos y lo que posteriormente ha sido hecho. Al principio modeló al hombre del polvo; más tarde, tomando el polvo de la Virgen, no se limitó a modelar un hombre, sino que plasmó su propia humanidad. Entonces creó, luego fue creado; entonces el Logos hizo la carne, luego el Logos se hizo carne, para que nuestra carne se espiritualizara. Al hacerse uno de nosotros, asumió la carne y la sangre.

Con razón, pues, es llamado primogénito de esta nueva criatura cristiana de la que él es caudillo, constituido en primicia de todos, tanto de los que nacen a la vida, como de los que renacen en virtud de su resurrección de entre los muertos, para que sea el Señor de vivos y muertos y consagre en sí mismo, que es la primicia, a la totalidad de los bautizados.

MIÉRCOLES III DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 9, 2343

Saulo en Jerusalén. Milagros de Pedro

SEGUNDA LECTURA

Nicolás Cabasilas, De la vida en Cristo (Lib 2: PG 150, 522523)

Los sagrados misterios nos unen a Cristo

Tienen acceso a la unión con Cristo los que pasaron por todo lo que él pasó, los que hicieron y padecieron todo lo que él hizo y padeció. Pues bien, Cristo se unió y aceptó una carne y una sangre limpias de todo pecado. Y siendo Dios desde la eternidad, marcó con su divinidad incluso a lo que más tarde asumió, es decir, la naturaleza humana. Finalmente, gracias a esa carne pudo asimismo sufrir la muerte y recobrar la vida.

Por tanto, quien desee estar unido a Cristo, debe participar de su carne, comulgar con su divinidad y acompañarle en la sepultura y en la resurrección. Esta es la razón por la que nos sumergimos en el agua de la salvación, para morir con su muerte y resucitar con su resurrección. Somos ungidos para comulgar con la regia unción de su deidad. Y

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comiendo el sagrado Pan y bebiendo la divinizarte Bebida, participamos de la carne y de la sangre que él asumió. Y de esta suerte existimos en quien por nosotros se encarnó, murió y resucitó.

¿Y cómo sucede esto? ¿Seguimos tal vez el mismo orden que él? Todo lo contrario, ya que nosotros comenzamos donde él terminó y terminamos donde él comenzó. En efecto, descendió él para que ascendiéramos nosotros y, debiendo recorrer el mismo camino, nosotros lo recorremos subiendo mientras él lo recorre bajando.

De hecho, el bautismo es un alumbramiento o un nacimiento; la unción o crisma se nos confiere con miras a la acción y al progreso; el Pan de vida y el Cáliz de la Eucaristía son alimento y bebida verdaderos. Ahora bien: nadie puede moverse o alimentarse sin antes haber nacido. Por eso, el bautismo reintegra al hombre en su amistad con Dios; el crisma lo hace digno de los dones en él contenidos; la sagrada mesa tiene el poder de comunicar al bautizado la carne y la sangre de Cristo.

Pero si no precede la reconciliación, es imposible relacionarse con los amigos y merecer los premios que les son propios. Como es imposible que los malvados y los esclavos del pecado coman de la carne y beban de la sangre reservadas a las almas puras. Por cuya razón, primero somos lavados y luego ungidos: y así, purificados y perfumados, nos acercamos a la sagrada mesa.

JUEVES III DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 10, 133

Pedro en casa del capitán Cornelio

SEGUNDA LECTURA

San Gregorio de Nisa, Tratado sobre el perfecto modelo del cristiano (PG 46, 262263)

La voluntad de Cristo, norma de nuestra vida

Cuando se nos enseña que Cristo es la redención y que para redimirnos él mismo se entregó como precio, confesamos al mismo tiempo que, al constituirse en precio de cada una de las almas y otorgándonos la inmortalidad, nos ha convertido —a nosotros comprados por él dando vida por muerte— en posesión suya propia. Ahora bien, si somos propiedad del que nos redimió, sigamos incondicionalmente al Señor, de modo que ya no vivamos para nosotros, sino para el que nos compró al precio de su vida: pues ya no somos dueños de nosotros mismos; nuestro Señor es aquel que nos compró y nosotros estamos sometidos a su dominio. En consecuencia, su voluntad ha de ser la norma de nuestro vivir.

Y así como cuando la muerte nos oprimía con tiránica dominación, todo en nosotros lo disponía la ley del pecado, así ahora que estamos destinados a la vida es lógico que nos gobierne la voluntad del Todopoderoso, no sea que renunciando por el pecado a la voluntad de vivir, nuevamente caigamos por decisión propia bajo la impía dominación del pecado.

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Esta reflexión nos unirá más estrechamente al Señor, sobre todo si escucháramos a Pablo llamarle unas veces Pascua, otras sacerdote: porque Cristo se inmoló por nosotros como verdadera Pascua, y, en calidad de sacerdote, el mismo Cristo se ofreció a Dios en sacrificio. Se entregó —dice— por nosotros como oblación y víctima de suave olor. Lo cual es una lección para nosotros. Pues quien ve que Cristo se ha entregado a Dios como oblación y víctima y se ha convertido en nuestra Pascua, él mismo presenta su cuerpo a Dios como hostia viva, santa, agradable, hecho un culto razonable. El modo de realizar el sacrificio es: no ajustarse a este mundo, sino transformarse por la renovación de la mente, para saber discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.

En efecto, la voluntad amorosa de Dios no puede manifestarse en la carne no sacrificada por la ley del espíritu, ya que la tendencia de la carne es rebelarse contra Dios, y no se somete a la ley de Dios. De donde se sigue que si antes no se ofrece la carne —mortificado todo lo terreno que hay en ella y con lo que condesciende con el apetito—como hostia viva, no puede llevarse a cabo sin dificultad en la vida de los creyentes la voluntad de Dios agradable y perfecta. Igualmente, la mera consideración de que Cristo se ha erigido en propiciación nuestra a partir de su sangre, nos induce a constituirnos en nuestra propia propiciación y, mortificando nuestros miembros, lograr la inmortalidad de nuestras almas.

Y cuando se dice que Cristo es el reflejo de la gloria de Dios e impronta de su ser, la expresión nos sugiere la idea de su adorable majestad. En efecto, Pablo inspirado por el Espíritu de Dios e instruido directamente por Dios, que en el abismo de generosidad, de sabiduría y conocimiento de Dios había rastreado lo arcano y recóndito de los misterios divinos; y, sintiéndose incapaz de expresar en lenguaje humano los esplendores de aquellas cosas que están más allá de toda indagación o investigación y que sin embargo le habían sido divinamente reveladas, para que los oídos de sus oyentes pudieran captar la inteligencia que él tenía del misterio, echa mano de algunas aproximaciones, hablando en tanto en cuanto sus palabras eran capaces de trasvasar su pensamiento.

VIERNES III DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 10, 34–11, 4.18

El Espíritu Santo baja sobre Cornelio

SEGUNDA LECTURA

San Justino, Primera apología en defensa de los cristianos (Cap 61: PG 6, 419422)

El bautismo del nuevo nacimiento

Vamos a exponer de qué manera, renovados por Cristo, nos hemos consagrado a Dios.

A quienes aceptan y creen que son verdad las cosas que enseñamos y exponemos y prometen vivir de acuerdo con estas enseñanzas, les instruimos para que oren a Dios, con ayunos, y pidan perdón de sus pecados pasados, mientras nosotros, por nuestra parte, oramos y ayunamos también juntamente con ellos.

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Luego los conducimos a un lugar donde hay agua, para que sean regenerados del mismo modo que fuimos regenerados nosotros. Entonces reciben el baño del bautismo en el nombre de Dios, Padre y Soberano del universo, y de nuestro Salvador Jesucristo, y del Espíritu Santo.

Pues Cristo dijo: El que no nazca de nuevo, no podrá entrar en el reino de los cielos. Ahora bien, es evidente para todos que no es posible, una vez nacidos, volver a entrar en el seno de nuestras madres.

También el profeta Isaías nos dice de qué modo pueden librarse de sus pecados quienes pecaron y quieren convertirse: Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido, defended al huérfano, proteged a la viuda. Entonces venid y litigaremos, dice el Señor. Aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán como lana. Si sabéis obedecer, lo sabroso de la tierra comeréis; si rehusáis y os rebeláis, la espada os comerá. Lo ha dicho el Señor.

Los apóstoles nos explican la razón de todo esto. En nuestra primera generación, fuimos engendrados de un modo inconsciente por nuestra parte, y por una ley natural y necesaria, por la acción del germen paterno en la unión de nuestros padres, y sufrimos la influencia de costumbres malas y de una instrucción desviada. Mas, para que tengamos también un nacimiento, no ya fruto de la necesidad natural e inconsciente, sino de nuestra libre y consciente elección, y lleguemos a obtener el perdón de nuestros pecados pasados, se pronuncia, sobre quienes desean ser regenerados y se convierten de sus pecados, mientras están en el agua, el nombre de Dios, Padre y Soberano del universo, único nombre que invoca el ministro cuando introduce en el agua al que va a ser bautizado.

Nadie, en efecto, es capaz de poner nombre al Dios inefable, y si alguien se atreve a decir que hay un nombre que expresa lo que es Dios es que está rematadamente loco.

A este baño lo llamamos «iluminación» para dar a entender que los que son iniciados en esta doctrina quedan iluminados.

También se invoca sobre el que ha de ser iluminado el nombre de Jesucristo, que fue crucificado bajo Poncio Pilato, y el nombre del Espíritu Santo que, por medio de los profetas, anunció de antemano todo lo que se refiere a Jesús.

SÁBADO III DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 11, 1930

Fundación de la Iglesia de Antioquía

SEGUNDA LECTURA

San Gregorio de Nisa, Tratado sobre el perfecto modelo del cristiano (PG 46, 254255)

El cristiano es otro Cristo

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Pablo, mejor que nadie, conocía a Cristo y enseñó, con sus obras, cómo deben ser los que de él han recibido su nombre, pues lo imitó de una manera tan perfecta que mostraba en su persona una reproducción del Señor, ya que, por su gran diligencia en imitarlo, de tal modo estaba identificado con el mismo ejemplar, que no parecía ya que hablara Pablo, sino Cristo, tal como dice él mismo, perfectamente consciente de su propia perfección: Tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habla por mí. Y también dice: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.

El nos hace ver la gran virtualidad del nombre de Cristo, al afirmar que Cristo es la fuerza y sabiduría de Dios, al llamarlo paz y luz inaccesible en la que habita Dios, expiación, redención, gran sacerdote, Pascua, propiciación de las almas, irradiación de la gloria e impronta de la substancia del Padre, por quien fueron hechos los siglos, comida y bebida espiritual, piedra y agua, fundamento de la fe, piedra angular, imagen del Dios invisible, gran Dios, cabeza del cuerpo que es la Iglesia, primogénito de la nueva creación, primicias de los que han muerto, primogénito de entre los muertos, primogénito entre muchos hermanos, mediador entre Dios y los hombres, Hijo unigénito coronado de gloria y de honor, Señor de la gloria, origen de lascosas, rey de justicia y rey de paz, rey de todos, cuyo reino no conoce fronteras.

Estos nombres y otros semejantes le da, tan numerosos que no pueden contarse. Nombres cuyos diversos significados, si se comparan y relacionan entre sí, nos descubren el admirable contenido del nombre de Cristo y nos revelan, en la medida en que nuestro entendimiento es capaz, su majestad inefable.

Por lo cual, puesto que la bondad de nuestro Señor nos ha concedido una participación en el más grande, el más divino y el primero de todos los nombres, al honrarnos con el nombre de «cristianos», derivado del de Cristo, es necesario que todos aquellos nombres que expresan el significado de esta palabra se vean reflejados también en nosotros, para que el nombre de «cristianos» no aparezca como una falsedad, sino que demos testimonio del mismo con nuestra vida.

DOMINGO IV DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 12, 1-23

Pedro encarcelado es liberado por un ángel

SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 352 (2: PL 39,1550-1551)

Nadie opta por una vida nueva sin antes arrepentirse de la pasada

En la sagrada Escritura hallamos una triple consideración sobre la obligación de hacer penitencia. Pues nadie se acerca correctamente al bautismo de Cristo, en el que se perdonan todos los pecados, sino haciendo penitencia de la vida pasada. En efecto, nadie opta por una vida nueva sin antes arrepentirse de la pasada. Que los bautizandos deben hacer penitencia es algo que hemos de probar acudiendo a la autoridad de los libros sagrados.

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Cuando fue enviado el Espíritu Santo anteriormente prometido y el Señor colmó la fe en su promesa, los discípulos, una vez recibido el Espíritu Santo, se pusieron —como bien sabéis— a hablar en todas las lenguas, de forma que los presentes reconocían en ellas su propio idioma. Pasmados ante semejante prodigio, pidieron a los apóstoles consejos de vida.

Entonces Pedro les exhortó a adorar al que habían crucificado, para que, creyendo, bebieran la sangre que habían derramado persiguiendo. Habiéndoles anunciado a nuestro Señor Jesucristo y reconociendo su propio delito, prorrumpieron en llanto, para que se cumpliera en ellos lo que había predicho el profeta: Revolcábame en mi miseria, mientras tenía clavada la espina. Se revolcaron en la miseria del dolor, mientras se les clavaba la espina del pecado del recuerdo. No creían haber hecho nada malo, pues todavía la interpelante Escritura no había dicho: Mientras Pedro hablaba prorrumpieron en llanto.

Cuando, compungidos por la espina del recuerdo, preguntaron a los apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer? Pedro les contestó: Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo, para que se os perdonen los pecados. Esta es la primera consideración de la penitencia, típica de los competentes y de los que anhelan llegar al bautismo.

Existe otra: la de cada día. ¿Cuál es su campo de acción? No encuentro medio mejor para indicarlo, que acudir a la oración cotidiana, con la que el Señor nos enseñó a orar, nos manifestó qué es lo que hemos de decir al Padre, y en la que hallamos estas palabras: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Existe otro tipo de penitencia más grave y doloroso, al que son llamados en la Iglesia los técnicamente denominados penitentes, apartados hasta de la participación del sacramento del altar, por miedo a que recibiéndolo indignamente, se coman y beban su propia condenación. La herida es grave: adulterio quizá, tal vez un homicidio, posiblemente algún sacrilegio: la cosa es grave, grave la herida, herida letal, mortífera; pero el médico es omnipotente.

LUNES IV DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 12, 24—13,14a

Misión de Saulo y Bernabé

SEGUNDA LECTURA

De la Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II (III, 28)

Cristo ha hecho partícipes de su consagración y de su misión a los obispos por medio de los apóstoles

Cristo, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ha hecho partícipes de su consagración y de su misión a los obispos por medio de los apóstoles y de sus

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sucesores. Ellos han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio en diverso grado a diversos sujetos de la Iglesia.

Así, el ministerio eclesiástico de divina institución es ejercido en diversas categorías por aquellos que ya desde antiguo se llamaron obispos, presbíteros, diáconos. Los presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y en el ejercicio de su potestad dependen de los obispos, con todo, están unidos a ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del orden, han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del nuevo Testamento, segúnla imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote, para predicar el evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino. Participando, en el grado propio de su ministerio, del oficio de Cristo, único Mediador, anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercitan sobre todo en el culto eucarístico o comunión, en donde, representando la persona de Cristo y proclamando su misterio, juntan con el sacrificio de su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles, representan y aplican en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor, el único sacrificio del nuevo Testamento, a saber, el de Cristo, que se ofrece al mismo Padre como hostia inmaculada.

Para con los fieles arrepentidos o enfermos desempeñan principalmente el ministerio de la reconciliación y del alivio. Presentan a Dios Padre las necesidades y súplicas de los fieles. Ellos, ejercitando, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, pastor y cabeza, reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada y dirigida hacia la unidad, y por Cristo en el Espíritu la conducen hasta el Padre, Dios. En medio de la grey le adoran en espíritu y en verdad. Se afanan, finalmente, en la palabra y en la enseñanza, creyendo en aquello que leen cuando meditan en la ley del Señor, enseñando aquello en que creen, imitando aquello que enseñan.

Los presbíteros, como próvidos colaboradores del orden episcopal, como ayuda e instrumento suyo llama-dos para servir al pueblo de Dios, forman, junto con el obispo, un presbiterio dedicado a diversas ocupaciones. En cada una de las congregaciones locales de fieles ellos representan al obispo, con quien están confiada y animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor que se les ha confiado, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda a la edificación del cuerpo total de Cristo.

MARTES IV DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 13, 14b-43

Discurso de Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia

SEGUNDA LECTURA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre la segunda carta a los Corintios (cap 2,14: PG 74, 925-926)

Nosotros os anunciamos la promesa que Dios hizo a nuestros padres

Lo mismo que Cristo fue conducido, en cierto sentido por nosotros al triunfo, cuando sufrió la muerte sobre el leño, y fue consumado por las torturas, de igual modo los apóstoles afirman que triunfan por causa de Cristo cuan-do se hacen presentes en todas

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partes, se crecen en las tribulaciones y vencen al mundo, porque están dispuestos a soportarlo todo —y, por supuesto, con sumo gusto— por el nombre de Cristo.

En efecto, participan realmente de sus padecimientos y se asocian a la gloria que habrá de revelarse en el futuro. Y si afirman que el triunfo les viene de Dios, no es por-que los expone a los tormentos o los abruma de calamidades, sino porque al predicar a Jesús, según su beneplácito, por todo el orbe de la tierra, se ven envueltos por su causa en todo género de pruebas.

Y cuál sea la fragancia del conocimiento de Dios Padre, difundido por medio de los apóstoles en todo el mundo o –como a ellos les gusta decir– en todo lugar, nos lo enseña en otro texto el mismo Pablo, cuando dice: No nos predicamos a nosotros, predicamos que Jesucristo es Señor, y nosotros siervos vuestros por Jesucristo. Y de nuevo: Pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y a éste crucificado.

Ahora bien, ¿cómo puede ser la fragancia del conocimiento de Dios Padre uno que ha nacido de mujer, que ha soportado la cruz, que fue entregado a la muerte, si bien luego retornó a la vida, si es que Cristo –como algunos piensan– ha de ser considerado como un simple hombre, en todo igual a nosotros y que, como a nosotros, Dios sopló en su nariz aliento de vida? ¿Es que Cristo no va a ser realmente Dios por naturaleza, por el hecho de que estemos convencidos de que el Verbo de Dios asumió la humanidad en orden a la redención?

Porque si no rebasa los límites de nuestra condición, Cristo no puede ser el portador del buen olor de la naturaleza de Dios Padre; ni podrá ser fragancia de inmortalidad el que ha sucumbido a la muerte. ¿En base a qué podría ser Cristo la fragancia del conocimiento del Padre, sino en cuanto se le reconoce y es realmente Dios, aunque pornosotros se haya manifestado en la carne? De no ser así, ¿cómo los predicadores lo hubieran' anunciado al mundo como verdadero Dios por naturaleza? O ¿cómo habrían reconocido a Jesús? ¿Cómo, finalmente, habrían podido afirmar los santos doctores que Dios Padre estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, si no hubiera asumido la humanidad para unirla con el Verbo nacido de Dios, como lo requería la sabia economía de la encarnación?

En efecto, los santos discípulos predican –con las palabras que el Espíritu pone en su boca– el Verbo de Dios, no como si habitara en un hombre, sino como hecho carne, es decir, como unido a una carne dotada de alma racional. De esta suerte, será Señor de la gloria precisamente el que fue crucificado.

Por lo tanto, ya se considere al Verbo de Dios en la carne o sin ella, separadamente o como viviendo entre nosotros, es la fragancia del conocimiento de Dios Padre, puesto que ha derramado en nosotros, mediante su propia naturaleza, el buen olor de aquel de quien procede.

MIÉRCOLES IV DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 13, 44–14, 6

Pablo y Bernabé se dirigen a los gentiles

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SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 155 (5-66: PL 38, 843-844)

La ley vivificante del Espíritu en Cristo Jesús

Como bien sabéis, el pueblo hebreo celebraba la Pascua con la inmolación del cordero y con los ázimos. En este rito, el cordero simboliza a Cristo y los ázimos, la vida nueva, es decir, sin la vejez de la levadura. Por eso nos dice el Apóstol: Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ázimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo.

Así pues, en aquel antiguo pueblo se celebraba ya la Pascua, pero no se celebraba todavía en la luz refulgente, sino en la sombra significante. Y a los cincuenta días de la celebración de la Pascua, se le dio la ley en el monte Sinaí, escrita de la mano de Dios.

Viene la verdadera Pascua y Cristo es inmolado: da el paso de la muerte a la vida. En hebreo, Pascua significa paso; lo pone de manifiesto el evangelista cuando dice: Sabiendo Jesús que había llegado la hora de «pasar» de este mundo al Padre. Se celebra, pues la Pascua, resucita el Señor, da el paso de la muerte a la vida: tenemos la Pascua. Se cuentan cincuenta días, viene el Espíritu Santo, la mano de Dios.

Pero ved cómo se celebraba entonces y cómo se celebra ahora. Entonces el pueblo se quedó a distancia, reinaba el temor, no el amor. Un temor tan grande, que llega-ron a decir a Moisés: Háblanos tú; que no nos hable Dios, que moriremos. Descendió, pues, Dios sobre el Sinaí en forma de fuego, como está escrito, pero aterrorizando al pueblo que se mantenía a distancia y escribiendo con su mano en las losas, no en el corazón.

Ahora, en cambio, cuando viene el Espíritu Santo, encuentra a los fieles reunidos en un mismo sitio; no los atemorizó desde la montaña, sino que entró en la casa. De improviso se oyó en el cielo un estruendo como de viento impetuoso; resonó, pero nadie se espantó. Oíste el estruendo, mira también el fuego: también en la montaña aparecieron ambos, el fuego y el estruendo; pero allí había además humo, aquí sólo un fuego apacible.

Vieron aparecer –dice la Escritura– unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Escucha a uno hablando lenguas y reconoce al Espíritu que escribe no sobre losas, sino sobre el corazón. Por tanto, la ley vivificante del Espíritu está escrita en el corazón, no en losas; en Cristo Jesús, en el que se celebra realmente la Pascua auténtica, te ha librado de la ley del pecado y de la muerte.

Y el Señor nos dice por boca del profeta: Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la que hice con vuestros padres, cuando los tomé de la mano para sacar-los de Egipto. Y a continuación señala claramente la diferencia existente: Meteré mi ley en su pecho. La escribiré –recalca– en sus corazones. Si, pues, la ley de Dios está escrita en tu corazón, no te aterre desde afuera, sino estimúlete desde dentro. Entonces la ley vivificante del Espíritu te habrá librado, en Cristo Jesús, de la ley del pecado y de la muerte.

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JUEVES IV DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 14, 8–15, 4

Pablo en Listra

SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón 130 (2: Edit. Maurist. t. 5, 637-638)

El Señor creó y redimió a sus siervos

Él es el pan bajado del cielo; pero es un pan que rehace sin deshacerse, un pan que puede sumirse, pero no con-sumirse. Este pan estaba simbolizado por el maná. Por eso se escribió: Les dio un trigo celeste; y el hombre comió pan de ángeles. Y ¿quién sino Cristo es el pan del cielo? Mas para que el hombre comiera pan de ángeles, se hizo hombre el Señor de los ángeles. Si no se hubiera hecho hombre no tendríamos su carne, no comeríamos el pan del altar. Apresurémonos a tomar posesión de la herencia, de la que tan magnífica prenda hemos recibido.

Hermanos míos: deseemos la vida de Cristo, pues que tenemos en prenda la muerte de Cristo. ¿Cómo no ha de darnos sus bienes el que ha padecido nuestros males? En esta tierra, en este mundo malvado, ¿qué es lo que abunda sino el nacer, el fatigarse y el morir? Examinad las realidades humanas y convencedme si es que estoy equivocado. Considerad, hombres todos, y ved si hay en este mundo algo más que nacer, fatigarse y morir. Esta es la mercancía típica de nuestro país, esto es lo que aquí abunda. A por tales mercancías descendió el divino Mercader.

Y como quiera que todo mercader da y recibe: da lo que tiene y recibe lo que no tiene —cuando compra algo, paga el precio estipulado y recibe el producto comprado–, también Cristo, en este mercado del mundo, da y recibe. Y ¿qué es lo que recibe? Lo que aquí abunda: nacer, fatigar-se y morir. Y ¿qué es lo que dio? Renacer, resucitar y eternamente reinar. ¡Oh Mercader bueno, cómpranos! Mas ¿por qué digo cómpranos, si lo que debemos hacer es darle gracias por habernos comprado?

Nos entregas nuestro propio precio: bebemos tu sangre; nos entregas nuestro propio precio. El evangelio que leemos es el acta de nuestra adquisición. Somos siervos tuyos, criatura tuya somos; nos hiciste, nos redimiste. Comprar un siervo está al alcance de cualquiera, pero crearlo no. Pues bien, el Señor creó y redimió a sus siervos.

Los creó para que fuesen; los redimió para que cautivos no fuesen. Habíamos caído en manos del príncipe de este mundo, que sedujo a Adán y lo hizo esclavo. Y comenzó a poseernos como herencia propia. Pero vino nuestro Redentor y fue vencido el seductor. Y ¿qué es lo que nuestro Redentor hizo con nuestro esclavizador? Para pagar nuestro precio tendió la trampa de su cruz, poniendo en ella como cebo su propia sangre. Sangre que el seductor pudo verter, pero que no mereció beber.

Y por haber derramado la sangre de quien no era deudor, fue obligado a restituir los deudores. Derramó la sangre del Inocente, fue obligado a dejar en paz a los culpables. Pues en realidad el Salvador derramó su sangre para borrar nuestros pecados. La carta de obligación con que el diablo nos retenía fue cancelada por la sangre del Redentor. Amémosle, pues, porque es dulce. Gustad y ved qué bueno es el Señor.

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VIERNES IV DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 15, 5-35

La asamblea de Jerusalén

SEGUNDA LECTURA

San Clemente de Roma, Carta a los Corintios (Caps. 36, 1-2; 37-38: Funk 1, 105-109)

Muchos senderos, pero un solo camino

Jesucristo es, amados hermanos, el camino por el que llegamos a la salvación, el sumo sacerdote de nuestras oblaciones, sostén y ayuda de nuestra debilidad. Por él, podemos elevar nuestra mirada hasta lo alto de los cielos; por él, vemos como en un espejo el rostro inmaculado y excelso de Dios; por él, se abrieron los ojos de nuestro corazón; por él, nuestra mente, insensata y entenebrecida, se abre al resplandor de la luz; por él quiso el Señor que gustásemos el conocimiento inmortal, ya que él es el reflejo de la gloria de Dios, tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado.

Militemos, pues, hermanos, con todas nuestras fuerzas, bajo sus órdenes irreprochables. Pensemos en los soldados que militan a las órdenes de nuestros emperadores: con qué disciplina, con qué obediencia, con qué prontitud cumplen cuanto se les ordena. No todos son perfectos, ni tienen bajo su mando mil hombres, ni cien, ni cincuenta, y así de los demás grados; sin embargo, cada uno de ellos lleva a cabo, según su orden y jerarquía, las órdenes del emperador y de los jefes. Ni los grandes podrían hacer nada sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes; la efectividad depende precisamente de la conjunción de todos.

Tomemos como ejemplo a nuestro cuerpo. La cabeza sin los pies no es nada, como tampoco los pies sin la cabeza; los miembros más ínfimos de nuestro cuerpo son necesarios y útiles a la totalidad del cuerpo; más aún, todos ellos se coordinan entre sí para el bien de todo el cuerpo.

Procuremos, pues, conservar la integridad de este cuerpo que formamos en Cristo Jesús, y que cada uno se ponga al servicio de su prójimo según la gracia que le ha sido asignada por donación de Dios.

El fuerte sea protector del débil, el débil respete al fuerte; el rico dé al pobre, el pobre dé gracias a Dios por haberle deparado quien remedie su necesidad. El sabio manifieste su sabiduría no con palabras, sino con buenas obras; el humilde no dé testimonio de sí mismo, sino deje que sean los demás quienes lo hagan. El que guarda castidad, que no se enorgullezca, puesto que sabe que es otro quien le otorga el don de la continencia.

Pensemos, pues, hermanos, de qué polvo fuimos formados, qué éramos al entrar en este mundo, de qué sepulcro y de qué tinieblas nos sacó el Creador que nos plasmó y nos trajo a este mundo, obra suya, en el que, ya antes de que naciéramos, nos había dispuesto sus dones.

Como quiera, pues, que todos estos beneficios los tenemos de su mano, en todo debemos darle gracias. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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SÁBADO IV DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 15, 36-16, 15

Comienza el segundo viaje de Pablo

SEGUNDA LECTURA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre la carta a los Romanos (Cap 15, 7: PG 74, 854-855)

Alcanzó a todos la misericordia divina y fue salvado todo el mundo

Nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo y somos miembros los unos de los otros, y es Cristo quien nos une mediante los vínculos de la caridad, tal como está escrito: El ha hecho de los dos pueblos una sola cosa, derribando con su carne el muro que los separaba: el odio. El ha abolido la ley con sus mandamientos y reglas. Conviene, pues, que tengamos un mismo sentir: que, si un miembro sufre, los demás miembros sufran con él y que, si un miembro es honrado, se alegren todos los miembros.

Acogeos mutuamente —dice el Apóstol—, como Cristo os acogió para gloria de Dios. Nos acogeremos unos a otros si nos esforzamos en tener un mismo sentir; llevan-do los unos las cargas de los otros, conservando la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Así es como nos acogió Dios a nosotros en Cristo. Pues no engaña el que dice: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo por nosotros. Fue entregado, en efecto, como rescate para la vida de todos nosotros, y así fuimos arrancados de la muerte, redimidos de la muerte y del pecado. Y el mismo Apóstol explica el objetivo de esta realización de los designios de Dios, cuando dice que Cristo consagró su ministerio al ser-vicio de los judíos, por exigirlo la fidelidad de Dios. Pues, como Dios había prometido a los patriarcas que los bendeciría en su descendencia futura y que los multiplicaría como las estrellas del cielo, por esto apareció en la carne y se hizo hombre el que era Dios y la Palabra en persona, el que conserva toda cosa creada y da a todos la incolumidad, por su condición de Dios. Vino a este mundo en la carne, mas no para ser servido, sino, al contrario, para servir, como dice él mismo, y entregar su vida por la redención de todos. El afirma haber venido de modo visible para cumplir las promesas hechas a Israel. Decía en efecto: Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel. Por esto, con verdad afirma Pablo que Cristo consagró su ministerio al servicio de los judíos, para dar cumplimiento a las promesas hechas a los padres y para que los paganos alcanzasen misericordia, y así ellos también le diesen gloria como a creador y hacedor, salvador y redentor de todos. De este modo alcanzó a todos la misericordia divina, sin excluir a los paganos, de manera que el designio de la sabiduría de Dios en Cristo obtuvo su finalidad; por la misericordia de Dios, en efecto, fue salvado todo el mundo, en lugar de los que se habían perdido.

DOMINGO V DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 16, 16-40

Dificultades de Pablo en Filipos

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SEGUNDA LECTURA

Orígenes, Comentario sobre la carta a los Romanos (Lib 5,9: PG 14,1043-1044)

Si estamos injertados en Cristo, preciso será que nos pode el Padre, que es el labrador

Si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya. Comprendamos que nuestra vieja condición ha sido crucificada con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de pecadores y nosotros, libres de la esclavitud del pecado; porque el que muere ha quedado absuelto del pecado.

Por esta razón afirma asimismo el Apóstol que estamos muertos al pecado, y que los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Ahora escribe que nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, añadiendo que si participamos de una muerte como la suya, por la que él murió al pecado, podemos esperar participar también de una resurrección como la suya.

Cómo pueda realizarse esto, lo demuestra diciendo que nuestra vieja condición debe ser crucificada juntamente con Cristo. Por vieja condición se entiende la vida de pecado que anteriormente llevamos, a la que pusimos fin –y, en cierto modo, dimos muerte- cuando recibimos la fe en la cruz de Cristo, mediante la cual de tal modo queda destruida nuestra personalidad de pecadores, que nuestros miembros, esclavos antes del pecado, no sirvan ya al pecado, sino a Dios.

Pero retomando el hilo del discurso, veamos ahora qué quiere decir ser injertados en una muerte como la de Cristo. El Apóstol nos presenta la muerte de Cristo comparándola a la planta de un árbol cualquiera, en la que nos quiere injertos, de modo que chupando nuestra raíz la savia de su raíz, produzca ramas de justicia y dé frutos de vida.

Y si quieres saber, mediante el testimonio de las Escrituras, cuál sea la planta en la que hemos de ser injertados y de qué clase ha de ser ese árbol, escucha lo que se escribe en la Sabiduría: Es árbol de vida –dice– para los que la cogen, son dichosos los que la retienen. Así pues, Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios, es el árbol de la vida, en que debemos estar injertos; y, por un nuevo y amabledon de Dios, su muerte se ha convertido para nosotros en el árbol de la vida. Con razón, pues, el Apóstol, consciente de que en el presente texto no es su propósito hablar de la muerte, tributo común de la condición humana, sino de la muerte al pecado, no dijo: Si hemos quedado incorporados a su muerte, sino a una muerte como la suya. Pues de tal suerte Cristo murió de una vez al pecado, que no cometió pecado alguno ni encontraron engaño en su boca.

Impecabilidad radical que en vano buscaríamos en cualquier otro hombre. Nadie está limpio de pecado, ni siquiera el hombre de un solo día (Job 14, 4-5: LXX). Por consiguiente, nosotros, es verdad, no podemos morir –de modo que no conozcamos el pecado– con la misma muerte con que Jesús murió al pecado, de modo que en absoluto pudiera cometer el pecado; podemos, no obstante, obtener una cierta aproximación si imitándole y siguiendo sus huellas, nos abstenemos de pecado.

Esto es lo único de que es capaz la naturaleza humana: morir de una muerte como la suya al no pecar a imitación suya. Y fíjate en la oportunidad del simbolismo de la planta. Toda planta, después de la muerte del invierno, espera la resurrección de la primavera. Por tanto, si también nosotros somos injertados en la muerte de Cristo en el invierno de este mundo y de la vida presente, nos encontraremos con que en la primavera futura, producimos frutos de justicia succionados de la savia de su raíz; y si estamos injertados

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en Cristo, preciso será que, como a los sarmientos de la vid verdadera, nos pode el Padre, que es el labrador, para que demos fruto abundante.

LUNES V DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 17, 1-18

Pablo en Atenas

SEGUNDA LECTURA

Beato Isaac de Stella, Sermón 42 (PL 194, 1831-1832)

Primogénito de muchos hermanos

Del mismo modo que, en el hombre, cabeza y cuerpo forman un solo hombre, así el Hijo de la Virgen y sus miembros constituyen también un solo hombre y un solo Hijo del hombre. El Cristo íntegro y total, como se desprende de la Escritura, lo forman la cabeza y el cuerpo. En efecto, todos los miembros juntos forman aquel único cuerpo que, unido a su cabeza, es el único Hijo del hombre, quien, al ser también Hijo de Dios, es el único Hijo de Dios y forma con Dios el Dios único.

Por ello el cuerpo íntegro con su cabeza es Hijo del hombre, Hijo de Dios y Dios. Por eso se dice también: Padre, éste es mi deseo: que sean uno, como tú, Padre, en mí yo en ti.

Así, pues, de acuerdo con el significado de esta conocida afirmación de la Escritura, no hay cuerpo sin cabeza, ni cabeza sin cuerpo, ni Cristo total, cabeza y cuerpo, sin Dios.

Por tanto, todo ello con Dios forma un solo Dios. Pero el Hijo de Dios es Dios por naturaleza, y el Hijo del hombre está unido a Dios personalmente; en cambio, los miembros del cuerpo de su Hijo están unidos con él sólo místicamente. Por esto los miembros fieles y espirituales de Cristo se pueden llamar de verdad lo que es él mismo, es decir, Hijo de Dios y Dios. Pero lo que él es por naturaleza, éstos lo son por comunicación, y lo que él es en plenitud, éstos lo son por participación; finalmente, él es Hijo de Dios por generación y sus miembros lo son por adopción, como está escrito: Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre).

Y por este mismo Espíritu les da poder para ser hijos de Dios, para que, instruidos por aquel que es el primogénito de muchos hermanos, puedan decir: Padre nuestro, que estás en los cielos. Y en otro lugar afirma: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro.

Nosotros renacemos de la fuente bautismal como hijos de Dios y cuerpo suyo en virtud de aquel mismo Espíritu del que nació el Hijo del hombre, como cabeza nuestra, del seno de la Virgen. Y así como él nació sin pecado, del mismo modo nosotros renacemos para remisión de todos los pecados.

Pues, así como cargó en su cuerpo de carne con todos los pecados del cuerpo entero, y con ellos subió a la cruz, así también, mediante la gracia de la regeneración, hizo que a su cuerpo místico no se le imputase pecado alguno, como está escrito: Dichoso el

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hombre a quien el Señor no le apunta el delito. Este hombre, que es Cristo, es realmente dichoso, ya que, como Cristo-cabeza y Dios, perdona el pecado, como Cristo-cabeza y hombre no necesita ni recibe perdón alguno y, como cabeza de muchos, logra que no se nos apunte el delito.

Justo en sí mismo, se justifica a sí mismo. Único Salvador y único salvado, sufrió en su cuerpo físico sobre el madero lo que limpia de su cuerpo místico por el agua. Y continúa salvando de nuevo por el madero y el agua, como Cordero de Dios que quita, que carga sobre sí, el pecado del mundo; sacerdote, sacrificio y Dios, que, ofreciendo su propia persona a sí mismo, por sí mismo se reconcilió consigo mismo, con el Padre y con el Espíritu Santo.

MARTES V DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 17, 19-34

Discurso de Pablo en el Areópago

SEGUNDA LECTURA

Nicolás Cabasilas, De la vida en Cristo (Lib 3: PG 150, 578-579)

Cristo es al mismo tiempo sacerdote y altar, ofrenda y oferente, sujeto y objeto de la ofrenda

La iluminación bautismal se opera instantáneamente en el alma de los neófitos; pero sus efectos no son inmediatamente discernibles por todos, sino sólo —y después de un cierto tiempo— son conocidos por algunas personas probas, que purificaron los ojos del alma a base de muchos sudores y fatigas y mediante el amor a Cristo. La Unción sagrada dispone favorablemente los templos para ser casas de oración. Ungidos con este óleo sagrado, son para nosotros lo que significan. Porque Cristo —unción derramada— es nuestro abogado ante Dios Padre. Para esto se derramó y se hizo unción: para empapar hasta las médulas de nuestra naturaleza.

Los altares vienen a ser como las manos del Salvador: y así, de la sagrada mesa, cual de su santísima mano, recibimos el pan, es decir, el cuerpo de Cristo, y bebemos su sangre, lo mismo que la recibieron los primeros a quienes el Señor invitó a este sagrado banquete, invitándoles a beber aquella copa realmente tremenda.

Y dado que él es al mismo tiempo sacerdote y altar ofrenda y oferente, sujeto y objeto de la ofrenda, ha repartido las funciones entre estos dos misterios, asignando aquéllas al pan de bendición, y éstas a la unción sagrada. El altar es realmente Cristo, que sacrifica en virtud de la unción. Ya desde su misma institución, el altar lo es en virtud de su unción, y los sacerdotes lo son por haber sido ungidos. Pero el Salvador es además sacrificio por la muerte en cruz, que padeció para gloria de Dios Padre. Por eso nos dice que, cada vez que comemos este pan anunciamos su muerte y su inmolación.

Es más. El Señor es ungüento y es unción por el Espíritu Santo. Esta es la razón por la que Cristo podía, sí, ejercer las más sagradas funciones y santificar; pero no podía ser santificado ni en modo alguno padecer. Santificar es incumbencia del altar, del sacrificador y del oferente, no de la víctima ofrecida y sacrificada. Que el altar tenga

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capacidad de santificar lo afirma la Escritura: Es el altar —dice— el que consagra la ofrenda. Cristo es pan en virtud de su carne santificada y deificada: santificada por la unción, deificada por las heridas. Dice en efecto: El pan que yo daré es mi carne, carne que yo daré —a saber, sacrificándola— para la vida del mundo. El mismo Cristo es ofrecido como pan y ofrece como ungüento, bien deificando la propia carne, bien haciéndonos partícipes de su unción.

Tenemos en Jacob un tipo de estas realidades, cuando habiendo ungido la piedra con aceite, se la dedicó al Señor ofrendándosela junto con la unción: rito que indicaba ora la carne del Salvador como piedra angular, sobre la que el verdadero Israel —el Verbo, único que conoce al Padre—derramó la unción de la divinidad; ora para prefigurarnos a nosotros, que nos ha hecho hijos de Abrahán sacándonos de las piedras y haciéndonos partícipes de la unción. Prueba de ello es que el Espíritu Santo, derramado sobre los que recibieron la unción, es —sin hablar de los demás dones que nos otorga— un Espíritu de adopción filial. Ese Espíritu —dice— y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y es el mismo que clama en nuestros corazones: ¡Abba! (Padre). Tales son los efectos que la sagrada unción produce en los que desean vivir en Cristo.

MIÉRCOLES V DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 18, 1-28

Fundación de la Iglesia de Corinto

SEGUNDA LECTURA

Nicolás Cabasilas, De la vida en Cristo (Lib 4: PG 150, 582-583)

Si moramos en Cristo, ¿qué más podemos desear?

Después de la sagrada unción, pasamos a la mesa santa, que es el fin y la meta de esta vida de que estamos tratando. Lograda la cual, nada faltará a la felicidad tan buscada y anhelada. En ella no recibimos ya la muerte, la sepultura, ni siquiera la participación de una vida mejor, sino al mismo Resucitado; ni recibimos tampoco los dones del Espíritu en la medida en que pueden ser participados, sino al mismo Bienhechor, al templo mismo en el que se encierra la multitud de todas las gracias. Cristo, es verdad, está presente en cada uno de los sacramentos, y cabría decir que en él somos ungidos y lavados o, mejor, que él es nuestra unción y nuestra ablución, como es también nuestra comida.

Sin embargo está especialmente presente en los que son iniciados y a ellos les confiere sus dones; pero no a todos de igual modo, sino que, lavando, purifica del fango de los vicios e imprime en el bautizado su propia imagen; y, ungiéndole, lo dinamiza y lo hace esforzado para las obras del Espíritu Santo, de las que, por su encarnación, se ha convertido él en tesorero.

Admitido luego el iniciado a la mesa, es decir, a nutrirse de los dones de su cuerpo, lo cambia totalmente, transformándolo en sí mismo. Por eso la Eucaristía es el sacramento supremo, que cierra toda ulterior progresión y cualquier posible adición.

Al ser bautizados, este sacramento nos confiere todas las gracias que le son propias: pero todavía no hemos tocado las cimas de la perfección. En efecto, todavía no

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poseemos los dones del Espíritu Santo, que se nos confieren con el sagrado crisma. Sobre los bautizados por Felipe, no por eso había descendido el Espíritu Santo: fue necesaria la imposición de manos de Pedro y Juan. Dice la Escritura: Aún no había bajado sobre ninguno el Espíritu Santo, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.

A algunos de aquellos que estaban llenos del Espíritu, que profetizaban, que poseían el don de lenguas y que estaban revestidos de otros carismas, les faltaba mucho, sin embargo, para ser totalmente hombres de Dios, movidos por el Espíritu, y se hallaban enredados en envidias, ambiciones, rivalidades inútiles y otros vicios por el estilo. Pablo se lo echaba en cara cuando les decía: Todavía sois carnales y os guían los bajos instintos. Y sin embargo eran espirituales por lo que se refiere a cierto sector de la gracia, pero no lo suficiente para erradicar del alma cualquier asomo de maldad.

Nada de esto ocurre en la Eucaristía. Aquellos en quienes el pan de vida ha activado los mecanismos liberadores de la muerte y, al participar en la sagrada Cena, no son conscientes de pecado alguno ni lo cometieron con posterioridad, a éstos nadie podrá tacharles de espirituales a medias. Pues es imposible, lo repito, absolutamente imposible que este sacramento obre con toda su eficacia y no consiga liberar a los iniciados de cualquier imperfección.

Y esto ¿por qué? Pues porque un sacramento es eficaz cuando comunica a quienes lo reciben todos los efectos que pueda causar. La promesa de la Eucaristía nos hace habitar en Cristo y a Cristo en nosotros. Leemos en efecto: Habita en mí y yo en él. Si Cristo habita en nosotros, ¿qué más podemos buscar? Y si moramos en Cristo, ¿qué más podemos desear? El es a la vez nuestro huésped y nuestra morada. ¡Dichosos nosotros por una tal inhabitación! ¡Doblemente dichosos nosotros por habernos convertido en moradores de semejante casa! Pues en el mismo instante se espiritualizan nuestra alma y nuestro cuerpo y todas las facultades, porque el alma se compenetra con su alma, el cuerpo con su cuerpo y la sangre con su sangre. ¿Con qué resultado? Con el resultado de que lo más noble prevalece sobre lo más humilde, lo humano es superado por lo divino, y —lo que san Pablo escribe de la resurrección— lo mortal queda absorbido por la vida. Y en otro lugar dice también: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.

JUEVES V DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 19, 1-20

Pablo en Éfeso

SEGUNDA LECTURA

Nicolás Cabasilas, De la vida en Cristo (Lib 6: PG 150: 574-575)

La unción del Espíritu Santo

La finalidad de la iniciación es la de impartir la virtud y la eficacia del Espíritu bueno. La unción, en particular, nos introduce en la participación del Señor Jesús, en quien reside la salvación de los hombres, la esperanza de todos los bienes, por quien nos es comunicado el Espíritu Santo y por el cual tenemos acceso al Padre.

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Mas lo que este ungüento procurará siempre a los cristianos y que les es útil en todo momento, son los dones de piedad, de oración, de caridad, de castidad y otros enormemente ventajosos para quienes los reciben. Y esto a pesar de que muchos cristianos no lo comprenden, ocultándoseles la gran importancia de este sacramento, antes —como se escribe en el libro de los Hechos— ni siquiera oyeron hablar de un Espíritu Santo. Semejante fallo es imputable en algunos a que, al recibir el sacramento antes de la edad adecuada, no estaban capacitados para comprender estos dones; a otros porque al recibirlo en plena adolescencia, se les cegaron los ojos del alma, arrastrados al torbellino de la culpa.

La verdad es que, el Espíritu otorga sus carismas a los iniciados, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. Ni nos abandona el mismo dador de esos bienes, él que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo. No es, pues, inútil y superflua esta iniciación, porque así como en el divino baño recibimos el perdón de los pecados y el cuerpo de Cristo en la sagrada mesa y estas realidades no cesarán mientras no venga en su gloria el que es su fundamento, de igual modo conviene que los cristianos se beneficien de este sacratísimo ungüento y es altamente recomendable que participen de los dones del Espíritu Santo.

¿Sería, en efecto, razonable que mientras los demás sacramentos de la iniciación conservan toda su eficacia, sólo éste estuviera desposeído de ella? ¿Cómo pensar que —como dice san Pablo— sea Dios fiel a sus promesas en el primer caso y dudar que lo sea en el segundo? Ahora bien: desde el momento en que hemos de admitir o rechazar la eficacia sacramental en todos o en ninguno de los sacramentos, ya que en todos actúa la misma virtud, y única es la inmolación del único Cordero, es necesario concluir que su muerte y su sangre confieren la perfección a todos los sacramentos. Por consiguiente, es cosa comprobada la donación del Espíritu Santo. A unos se les ha dado paraque puedan hacer el bien a los demás o, como dice san Pablo, para edificación de la Iglesia: prediciendo el futuro, administrando los sacramentos o curando las enfermedades con sola su palabra; a otros, para que ellos mismos sean mejores, modelos de piedad, de castidad, de caridad o de una extraordinaria humildad.

Así pues, el sacramento produce en todos los iniciados su efecto propio, si bien no todos tienen conciencia de los dones ni poseen la necesaria capacidad para la correcta utilización de tales riquezas: unos porque la inmadurez de la edad no les permite de momento la comprensión de lo que han recibido; otros porque no están preparados o por no manifestar el fervor necesario.

VIERNES V DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 19, 21-40

El motín de Éfeso

SEGUNDA LECTURA

San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 7, 6-7: CSEL 62, 130-131)

En el momento de la tentación, nos consuela la esperanza

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Este es mi consuelo en la aflicción: que tu promesa me da vida. Esta es la esperanza, sí, ésta es la esperanza que me sale al encuentro con tu palabra y que me ha aportado el consuelo necesario para tolerar las amarguras de la vida presente. Mientras Pablo persigue el Nombre de Jesús, del consuelo saca la esperanza. Y una vez hecho creyente, escucha cómo nos consuela: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: «Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza». Y a continuación señala el motivo de esa paciente tolerancia: Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado.

Por tanto, si alguien desea superar la adversidad, la persecución, el peligro, la muerte, una grave enfermedad, la intrusión de los ladrones, la confiscación de los bienes, o cualquiera de esos sucesos que el mundo considera como adversos, fácilmente lo conseguirá si tiene la esperanza que lo consuele. Pues aunque tales cosas sucedieren, no pueden resultarle graves a quien afirma: Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Puesto que a quien espera cosas mejores no pueden abatirle las baladíes.

Así pues, en el momento de nuestra humillación nos consuela la esperanza, una esperanza que no defrauda. Y por momento de humillación de nuestra alma entiendo el tiempo de prueba. En efecto, nuestra alma se siente humillada cuando se la deja a merced del tentador, para ser probada con duros trabajos, experimentando de esta suerte en la lucha y el combate el choque de fuerzas contrarias. Pero en estas tentaciones se siente vivificada por la palabra de Dios.

Esta palabra es, pues, la sustancia vital de nuestra alma, sustancia que la nutre, la hace crecer y la gobierna. Fuera de esta palabra de Dios, nada existe capaz de mantener en la vida al alma dotada de razón. En efecto, lo mismo que la palabra de Dios va creciendo en el alma en proporción directa a su acogida, su inteligencia y su comprensión, así también va en progresivo aumento la vida del alma. Y viceversa, en la medida en que decae la palabra de Dios en nuestra alma, en idéntica proporción languidece la vida del alma. Así pues, del mismo modo que el binomio alma y cuerpo es animado, alimentado y sostenido gracias al soplo de vida, de igual suerte nuestra alma es vivificada por la palabra de Dios y la gracia espiritual.

De lo dicho se sigue que, posponiendo todo lo demás, hemos de esforzarnos por todos los medios a nuestro alcance en atesorar la palabra de Dios, trasvasándola a lo más íntimo de nuestro ser, a nuestros sentimientos, preocupaciones, reflexiones y a nuestro obrar, de modo que nuestros actos sintonicen con las palabras de la Escritura, de manera que nuestras acciones no estén en desacuerdo con la globalidad de los preceptos celestiales. Así podremos decir también nosotros: Porque tu promesa me da vida.

SÁBADO V DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 20, 1-16

Pablo abandona Éfeso

SEGUNDA LECTURA

San Justino, Primera apología en defensa dedos cristianos (Caps 66-67: PG 6, 427-431)

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La celebración de la eucaristía

A nadie es lícito participar de la eucaristía si no cree que son verdad las cosas que enseñamos y no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y no vive como Cristo nos enseñó.

Porque no tomamos estos alimentos como si fueran un pan común o una bebida ordinaria, sino que, así como Cristo, nuestro salvador, se hizo carne por la Palabra de Dios y tuvo carne y sangre a causa de nuestra salvación, de la misma manera hemos aprendido que el alimento sobre el que fue recitada la acción de gracias que contiene las palabras de Jesús, y con que se alimenta y transforma nuestra sangre y nuestra carne, es precisamente la carne y la sangre de aquel mismo Jesús que se encarnó.

Los apóstoles, en efecto, en sus tratados llamados Evangelios, nos cuentan que así les fue mandado, cuando Jesús, tomando pan y dando gracias, dijo: Haced esto en conmemoración mía. Esto es mi cuerpo; y luego, tomando del mismo modo en sus manos el cáliz, dio gracias y dijo: Esto es mi sangre, dándoselo a ellos solos. Desde entonces seguimos recordándonos siempre unos a otros estas cosas; y los que tenemos bienes acudimos en ayuda de los que no los tienen, y permanecemos unidos. Y siempre que presentamos nuestras ofrendas alabamos al Creador de todo por medio de su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo.

El día llamado del sol se reúnen todos en un lugar, lo mismo los que habitan en la ciudad que los que viven en el campo, y, según conviene, se leen los tratados de los apóstoles o los escritos de los profetas, según el tiempo lo permita.

Luego, cuando el lector termina, el que preside se encarga de amonestar, con palabras de exhortación, a la imitación de cosas tan admirables.

Después nos levantamos todos a la vez y recitamos preces; y a continuación, como ya dijimos, una vez que concluyen las plegarias, se trae pan, vino y agua: y el que preside pronuncia fervorosamente preces y acciones de gracias, y el pueblo responde Amén; tras de lo cual se distribuyen los dones sobre los que se ha pronunciado la acción de gracias, comulgan todos, y los diáconos se encargan de llevárselo a los ausentes.

Los que poseen bienes de fortuna y quieren, cada uno da, a su arbitrio, lo que bien le parece, y lo que se recoge se deposita ante el que preside, que es quien se ocupa de repartirlo entre los huérfanos y las viudas, los que por enfermedad u otra causa cualquiera pasan necesidad, así como a los presos y a los que se hallan de paso como huéspedes; en una palabra, él es quien se encarga de todos los necesitados.

Y nos reunimos todos el día del sol, primero porque este día es el primero de la creación, cuando Dios empezó a obrar sobre las tinieblas y la materia; y también porque es el día en que Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos. Le crucificaron, en efecto, la víspera del día de Saturno, y al día siguiente del de Saturno, o sea el día del sol, se dejó ver de sus apóstoles y discípulos y les enseñó todo lo que hemos expuesto a vuestra consideración.

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DOMINGO VI DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 20, 17-38

En Mileto, habla Pablo a los presbíteros de Efeso

SEGUNDA LECTURA

San Máximo de Turín, Sermón 55 (1-2: CCL 23, 221-222)

Cristo es comparado con el águila

Hermanos: Recordará vuestra santidad que recientemente dije en mi predicación que el hombre recupera su juventud y que, aun debilitado por la edad, se convierte nuevamente en niño por la inocencia de sus costumbres; de suerte que, mediante el sacramento, vemos a los ancianos trasformarse en niños. En efecto, abandonar lo que uno era para asumir lo que antes había sido, no deja de ser una especie de innovación. Es, repito, una innovación. Por eso se les llama neófitos, pues gracias a una concreta novedad, han abandonado las lacras de la vetustez y asumido la gracia de la sencillez, como dice el Apóstol: Despojaos de la vieja condición humana, con sus obras, y vestíos de la nueva condición creada a imagen de Dios. Y el santo David dice también: Y como un águila se renueva tu juventud, dando a entender que, por la gracia del bautismo, es posible hacer revivir lo que de caduco hay en nuestra vida, y, renovarse con una nueva juventud lo que en nosotros estaba arruinado por la vetustez del pecado. Y para que comprendas que el profeta habla de la gracia del bautismo, compara la innovación bautismal a la renovación del águila, de la cual se dice que prolonga su vida mediante el continuo cambio del plumaje y que, al írsele cayendo las plumas viejas, se rejuvenece con el nuevo plumaje que le va saliendo, de modo que depuestos los signos de la vejez, se viste el ornato de la renovada novedad. De donde cabe deducir que la vejez del águila se hace sentir no en los miembros, sino en el plumaje. En efecto, se viste nuevamente, y al pulular de las alas, otra vez la vieja madre se convierte en aguilucho. Pues a los polluelos hemos de compararla cuando, con el aterciopelado plumaje recién estrenado, tiene que entrenarse nuevamente en sus torpes vuelos y reducir, como ave novata, a la estrechez del nido y a unos inseguros tanteos, los majestuosos vuelos de otros tiempos. Porque aun cuando la costumbre le haya dotado del arte de volar, la escasez del plumaje le resta confianza en sí misma.

Esta profecía del salmista se refiere, pues, a la gracia del bautismo. En efecto, también nuestros neófitos, recientemente bautizados, deponiendo como el águila los signos de la vetustez, se revistieron las nuevas vestiduras de la santidad; y mientras las antiguas lacras van desprendiéndose cual leves plumas, se ornan con la renacida gracia de la inmortalidad. De tal suerte, que en ellos sólo envejecen los caducos pecados de la senectud, no la vida. Y lo mismo que el águila se transforma en aguilucho, así ellos vuelven a la infancia. Están enterados de la vida en el mundo, pero les asiste la seguridad de la reencontrada justicia.

Pero examinemos con mayor diligencia aún lo que dice el santo David. No dice: como las águilas se renueva; sino: como un águila se renueva tu juventud. Afirma, pues, que nuestra juventud se ha de renovar como la de una sola águila. Y yo diría que esta sola y única águila es en realidad Cristo el Señor, cuya juventud se renovó cuando resucitó de entre los muertos. Pues, depuestos los mortales despojos de la corrupción, volvió a florecer mediante la asunción de la carne rediviva, como él mismo dice por boca del

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profeta: Mi carne de nuevo ha florecido, le doy gracias de todo corazón. Mi carne —dice— de nuevo ha florecido. Fijaos qué verbo ha utilizado. No dice: floreció, sino: refloreció, pues no reflorece sino lo que anteriormente floreció. Floreció efectivamente la carne del Señor cuando, por primera vez, salió del incontaminado seno de la Virgen María, como dice Isaías: Brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Refloreció, en cambio, cuando cortada por los judíos la flor del cuerpo, germinó rediviva en el sepulcro por la gloria de la resurrección; y al igual que una flor, exhaló sobre todos los hombres el aroma y el esplendor de la inmortalidad esparciendo por doquier con suavidad el olor de las buenas obras y manifestando con esplendor la incorruptibilidad de la eterna divinidad.

LUNES VI DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 21, 1-26

Viaje a Jerusalén

SEGUNDA LECTURA

Dídimo de Alejandría, Tratado sobre la santísima Trinidad (Lib 2, 12: PG 39, 667-674)

El Espíritu Santo nos renueva en el bautismo

En el bautismo nos renueva el Espíritu Santo como Dios que es, a una con el Padre y el Hijo, y nos devuelve desde el informe estado en que nos hallamos a la primitiva belleza, así como nos llena con su gracia de forma que ya no podemos ir tras cosa alguna que no sea deseable; nos libera del pecado y de la muerte; de terrenos, es decir, de hechos de tierra y polvo, nos convierte en espirituales, partícipes de la gloria divina, hijos y herederos de Dios Padre, configurados de acuerdo con la imagen de su Hijo, herederos con él, hermanos suyos, que habrán de ser glorificados con él y reinarán con él; en lugar de la tierra nos da el cielo y nos concede liberalmente el paraíso; nos honra más que a los ángeles; y con las aguas divinas de la piscina bautismal apaga la inmensa llama inextinguible del infierno.

En efecto, los hombres son concebidos dos veces, una corporalmente, la otra por el Espíritu divino. De ambas escribieron acertadamente los evangelistas, y yo estoy dispuesto a citar el nombre y la doctrina de cada uno.

Juan: A cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Todos aquellos, dice, que creyeron en Cristo recibieron el poder de hacerse hijos de Dios, esto es, del Espíritu Santo, para que llegaran a ser de la misma naturaleza de Dios. Y, para poner de relieve que aquel Dios que engendra es el Espíritu Santo, añadió con palabras de Cristo: Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios.

Así, pues, de una manera visible, la pila bautismal da a luz a nuestro cuerpo mediante el ministerio de los sacerdotes; de una manera espiritual, el Espíritu de Dios, invisible para cualquier inteligencia, bautiza en sí mismo y regenera al mismo tiempo cuerpo y alma, con el ministerio de los ángeles.

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Por lo que el Bautista, históricamente y de acuerdo con esta expresión de agua y de Espíritu, dijo a propósito de Cristo: El os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Pues el vaso humano, como frágil que es, necesita primero purificarse con el agua y luego fortalecerse y perfeccionarse con el fuego espiritual (Dios es, en efecto, un fuego devorador): y por esto necesitamos del Espíritu Santo, que es quien nos perfecciona y renueva: este fuego espiritual puede, efectivamente, regar, y esta agua espiritual es capaz de fundir como el fuego.

MARTES VI DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 21, 27-40a

Pablo, arrestado en el templo

SEGUNDA LECTURA

San León Magno, Tratado 73 (1-2: CCL 138 A, 450-452)

Demos gracias por la divina economía

Desde la feliz y gloriosa resurrección de nuestro Señor Jesucristo, con que el verdadero templo de Dios, destruido por la impiedad judaica, fue reconstruido en tres días por el divino poder, hoy se cumple, amadísimos, la sagrada cuarentena dispuesta por la divina economía y previsoramente utilizada para nuestra instrucción: de modo que al prolongar durante este tiempo su presencia corporal, dé el Señor la necesaria solidez a la fe en la resurrección con la aportación de las oportunas pruebas.

La muerte de Cristo había, en efecto, turbado profundamente el corazón de los discípulos y, viendo el suplicio de la cruz, la exhalación del último aliento, y la sepultura del cuerpo exánime, un cierto abatimiento difidente se había insinuado en los corazones apesadumbrados por la tristeza. Tanto que, cuando las santas mujeres anunciaron —como nos narra la historia evangélica— que la piedra del sepulcro estaba corrida, que la tumba estaba vacía y que habían visto ángeles que atestiguaban que el Señor vivía, estas palabras les parecieron a los apóstoles y demás discípulos afirmaciones rayanas con el delirio. Nunca el Espíritu de verdad hubiera permitido que una tal hesitación, tributo de la humana debilidad, prendiese en el corazón de sus predicadores, si aquella titubeante solicitud y aquella curiosa circunspección no hubiera servido para echar los cimientos de nuestra fe. En los apóstoles eran anticipadamente curadas nuestras turbaciones y nuestros peligros: en aquellos hombres éramos nosotros entrenados contra las calumnias de los impíos y contra las argucias de la humana sabiduría. Su visión nos instruyó, su audición nos adoctrinó, su tacto nos confirmó. Demos gracias por la divina economía y por la necesaria torpeza de los santos padres. Dudaron ellos, para que no dudáramos nosotros.

Por tanto, amadísimos, aquellos días que transcurrieron entre la resurrección del Señor y su ascensión no se perdieron ociosamente, sino que durante ellos se confirmaron grandes sacramentos, se revelaron grandes misterios.

En aquellos días se abolió el temor de la horrible muerte, y no sólo se declaró la inmortalidad del alma, sino también la de la carne. Durante estos días, el Señor se juntó, como uno más, a los dos discípulos que iban de camino y los reprendió por su resistencia

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en creer, a ellos, que estaban temerosos y turbados, para disipar en nosotros toda tiniebla de duda. Sus corazones, por él iluminados, recibieron la llama de la fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del pan, cuando estaban sentados con él a la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada, inmensamente mayor que la que tuvieron nuestros primogenitores, confusos por la propia prevaricación.

MIÉRCOLES VI DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 21, 40b—22, 21

Defensa de Pablo

SEGUNDA LECTURA

San León Magno, Tratado 73 (4-5: CCL A, 452-454)

La ascensión de Cristo es nuestra propia exaltación

Amadísimos: durante todo este tiempo que media entre la resurrección del Señor y su ascensión, la providencia de Dios se ocupó en demostrar, insinuándose en los ojos y en el corazón de los suyos, que la resurrección del Señor Jesucristo era tan real como su nacimiento, pasión y muerte.

Por esto, los apóstoles y todos los discípulos, que estaban turbados por su muerte en la cruz y dudaban de su resurrección, fueron fortalecidos de tal modo por la evidencia de la verdad que, cuando el Señor subió al cielo, no sólo no experimentaron tristeza alguna, sino que se llenaron de gran gozo.

Y es que en realidad fue motivo de una inmensa e inefable alegría el hecho de que la naturaleza humana, en presencia de una santa multitud, ascendiera por encima de la dignidad de todas las criaturas celestiales, para ser elevada más allá de todos los ángeles, por encima de los mismos arcángeles, sin que ningún grado de elevación pudiera dar la medida de su exaltación, hasta ser recibida junto al Padre, entronizada y asociada a la gloria de aquel con cuya naturaleza divina se había unido en la persona de su Hijo.

Ahora bien, como quiera que la ascensión de Cristo es nuestra propia exaltación y adonde ha precedido la gloria de la cabeza, allí es estimulada la esperanza del cuerpo, alegrémonos, amadísimos, con dignos sentimientos de júbilo y deshagámosnos en sentidas acciones de gracias. Pues en el día de hoy no sólo se nos ha confirmado la posesión del paraíso, sino que, en Cristo, hemos penetrado en lo más alto del cielo, consiguiendo, por la inefable gracia de Cristo, mucho más de lo que habíamos perdido por la envidia del diablo. En efecto, a los que el virulento enemigo había arrojado de la felicidad de la primera morada, a ésos, incorporados ya a Cristo, el Hijo de Dios los ha colocado a la derecha del Padre: con el cual vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.

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JUEVES VI DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 22, 22—23, 11

Pablo ante el Sanedrín

SEGUNDA LECTURA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre la segunda carta a los Corintios (Caps 5, 5—6, 2: PG 74, 942-943)

Dios nos ha reconciliado por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de esta reconciliación

Los que poseen las arras del Espíritu y la esperanza de la resurrección, como si poseyeran ya aquello que esperan, pueden afirmar que desde ahora ya no conocen a nadie según la carne: todos, en efecto, somos espirituales y ajenos a la corrupción de la carne. Porque, desde el momento en que ha amanecido para nosotros la luz del Unigénito, somos transformados en la misma Palabra que da vida a todas las cosas. Y, si bien es verdad que cuando reinaba el pecado estábamos sujetos por los lazos de la muerte, al introducirse en el mundo la justicia de Cristo quedamos libres de la corrupción.

Por tanto, ya nadie vive en la carne, es decir, ya nadie está sujeto a la debilidad de la carne, a la que ciertamente pertenece la corrupción, entre otras cosas; en este sentido, dice el Apóstol: Si alguna vez juzgamos a Cristo según la carne, ahora ya no. Es como quien dice: La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y, para que nosotros tuviésemos vida, sufrió la muerte según la carne, y así es como conocimos a Cristo; sin embargo, ahora ya no es así como lo conocemos. Pues, aunque retiene su cuerpo humano, ya que resucitó al tercer día y vive en el cielo junto al Padre, no obstante, su existencia es superior a la meramente carnal, puesto que murió de una vez para siempre y ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios.

Si tal es la condición de aquel que se convirtió para nosotros en abanderado y precursor de la vida, es necesario que nosotros, siguiendo sus huellas, formemos parte de los que viven por encima de la carne, y no en la carne. Por esto, dice con toda razón san Pablo: El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Hemos sido, en efecto, justificados por la fe en Cristo, y ha cesado el efecto de la maldición, puesto que él ha resucitado para librarnos, conculcando el poder de la muerte; y, además, hemos conocido al que es por naturaleza propia Dios verdadero, a quien damos culto en espíritu y en verdad, por mediación del Hijo, quien derrama sobre el mundo las bendiciones divinas que proceden del Padre.

Por lo cual, dice acertadamente san Pablo: Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo, ya que el misterio de la encarnación y la renovación consiguiente a la misma se realizaron de acuerdo con el designio del Padre. No hay que olvidar que por Cristo tenemos acceso al Padre, ya que nadie va al Padre, como afirma el mismo Cristo, sino por él. Y, así, todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió y nos encargó el ministerio de la reconciliación.

En los lugares donde la solemnidad de la Ascensión se celebra hoy, se utiliza el formulario de dicha solemnidad (ver domingo siguiente)

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VIERNES VI DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 23, 12-35

Conspiración de los judíos contra Pablo

SEGUNDA LECTURA

San León Magno, Tratado 74 (3-4: CCL 138 A, 458-459)

Te reservo para cosas más sublimes, te preparo cosas mayores

Esta fe, aumentada por la ascensión del Señor y fortalecida con el don del Espíritu Santo, ya no se amilana por las caden as, la cárcel, el destierro, el hambre, el fuego, las fieras ni los refinados tormentos de los crueles perseguidores. Hombres y mujeres, niños y frágiles doncellas han luchado, en todo el mundo, por esta fe, hasta derramar su sangre. Esta fe ahuyenta a los demonios, aleja las enfermedades, resucita a los muertos.

Por esto, los mismos apóstoles que, a pesar de los milagros que habían contemplado y de las enseñanzas que habían recibido, se acobardaron ante las atrocidades de la pasión del Señor y se mostraron reacios en admitir el hecho de la resurrección, recibieron un progreso espiritual tan grande de la ascensión del Señor, que todo lo que antes les era motivo de temor se les convirtió en motivo de gozo. Es que su espíritu estaba ahora totalmente elevado por la contemplación de la divinidad, sentada a la derecha del Padre; y al no ver el cuerpo del Señor podían comprender con mayor claridad que aquél no había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al subir al cielo.

Entonces, amadísimos, el Hijo del hombre se mostró, de un modo más excelente y sagrado, como Hijo de Dios, al ser recibido en la gloria de la majestad del Padre, y, al alejarse de nosotros por su humanidad, comenzó a estar presente entre nosotros de un modo nuevo e inefable por su divinidad.

Entonces nuestra fe comenzó a adquirir un mayor y progresivo conocimiento de la igualdad del Hijo con el Padre, y a no necesitar de la presencia palpable de la sustancia corpórea de Cristo, según la cual es inferior al Padre; pues, subsistiendo la naturaleza del cuerpo glorificado de Cristo, la fe de los creyentes es llamada allí donde podrá tocar al Hijo único, igual al Padre, no ya con la mano, sino mediante el conocimiento espiritual.

He aquí la razón por la que el Señor, después de su resurrección, le dice a María Magdalena que —representando a la Iglesia— corría presurosa a tocarlo: Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Expresión cuyo sentido es éste: No quiero que vengas a mí corporalmente ni que me reconozcas a la sensibilidad del tacto: te reservo para cosas más sublimes, te preparo cosas mayores. Cuando haya subido al Padre, entonces me palparás con más perfección y mayor verismo, pues asirás lo que no tocas y creerás lo que no ves. Por eso, mientras los ojos de los discípulos seguían la trayectoria del Señor subiendo al cielo y lo contemplaban con intensa admiración, se les presentaron dos ángeles, resplandecientes en la admirable blancura de sus vestidos, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis aquí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse.

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Con estas palabras todos los hijos de la Iglesia eran invitados a creer que Jesucristo vendría visiblemente en la misma carne con que le habían visto subir; ni es posible poner en tela de juicio que todo le esté sometido, desde el momento en que el ministerio de los ángeles se puso enteramente a su servicio desde los albores de su nacimiento corpóreo. Y como fue un ángel quien anunció a la bienaventurada Virgen que iba a concebir por obra del Espíritu Santo, así también la voz de los espíritus celestes anunció a los pastores al recién nacido de la Virgen. Y lo mismo que los primeros testimonios de la resurrección de entre los muertos fueron comunicados por los nuncios celestes, de igual modo, por ministerio de los ángeles, fueanunciado que Cristo vendrá en la carne a juzgar al mundo. Todo esto tiene la misión de hacernos comprender cuán numeroso ha de ser el séquito de Cristo cuando venga a juzgar, si fueron tantos los que le sirvieron cuando vino para ser juzgado.

En los lugares donde la solemnidad de la Ascensión del Señor se celebra el jueves de la semana VI del tiempo pascual, las lecturas se toman del jueves precedente.

SÁBADO VI DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 24, 1-27

Pablo ante el gobernador Félix

SEGUNDA LECTURA

San León Magno, Tratado 74 (5: CCL 138 A, 459-461)

Por el camino del amor, también nosotros podemos ascender hasta Cristo

Exultemos, amadísimos, con gozo espiritual y, alegrándonos ante Dios con una digna acción de gracias, elevemos libremente los ojos del corazón hacia aquellas alturas donde se encuentra Cristo. Que los deseos terrenos no consigan deprimir a quienes tienen vocación de excelsitud, ni las cosas perecederas atraigan a quienes están predestinados a las eternas; que los falaces incentivos no retrasen a los que han emprendido el camino de la verdad. Pues de tal modo los fieles han de pasar por estas cosas temporales, que se consideren como peregrinos en el valle de este mundo. En el cual, aunque les halaguen ciertas comodidades, no han de entregarse a ellas desenfrenadamente, sino superarlas con valentía.

A una tal devoción nos incita efectivamente el bienaventurado apóstol Pedro. El, situado en la línea de aquella dilección que sintió renacer en su corazón al socaire de la trina profesión de amor al Señor, que le capacitaba para apacentar el rebaño de Cristo, nos hace esta recomendación: Queridos hermanos, os recomiendo que os apartéis de los deseos carnales, que os hacen la guerra. ¿A las órdenes de quién, sino a las del diablo, hacen la guerra los deseos carnales? El se empeña en uncir a los deleites de los bienes corruptibles a las almas que tienden a los bienes del cielo, tratando de alejarlas de las sedes de que él fue arrojado. Contra cuyas insidias debe todo fiel vigilar sabiamente, para que consiga rechazar a su enemigo sirviéndose de su misma tentación.

Queridos hermanos, nada hay más eficaz contra los engaños del diablo que la benignidad de la misericordia y la generosidad de la caridad, por la que se evita o vence cualquier pecado. Pero la sublimidad de esta virtud no se consigue sin antes eliminar lo

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que le es contrario. ¿Y hay algo más opuesto a la misericordia y a las obras de caridad que la avaricia, de cuya raíz procede el germen de todos los males? Por lo que si no se sofoca la avaricia en sus mismos incentivos, es inevitable que en el campo del corazón de aquel en quien la planta de este mal crece con toda pujanza, nazcan más bien las espinas y abrojos de los vicios, que semilla alguna de una verdadera virtud.

Resistamos, pues, amadísimos, a este pestífero mal y cultivemos la caridad, sin la que ninguna virtud puede resplandecer. De suerte que por este camino del amor, que Cristo recorrió para bajar a nosotros, podamos también nosotros subir hasta él. A él el honor y la gloria, juntamente con Dios Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

En los lugares donde la solemnidad de la Ascensión del Señor se celebra el jueves de la semana VI del tiempo pascual, las lecturas se toman del viernes precedente.

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

En los lugares donde la solemnidad de la Ascensión del Señor se celebra el jueves de la semana VI del tiempo pascual, formulario del domingo VII.

PRIMERA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a los Efesios 4, 1-24

Subió a lo alto llevando cautivos

SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Sermón sobre la Ascensión del Señor (Mai 98, 1-2: PLS 2, 494-495)

Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo

Nuestro Señor Jesucristo ascendió al cielo tal día como hoy; que nuestro corazón ascienda también con él.

Escuchemos al Apóstol: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Y así como él ascendió sin alejarse de nosotros, nosotros estamos ya allí con él, aun cuando todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que nos ha sido prometido.

El fue ya exaltado sobre los cielos; pero sigue padeciendo en la tierra todos los trabajos que nosotros, que 1 somos sus miembros, experimentamos. De lo que dio testimonio cuando exclamó: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Así como: Tuve hambre, y me disteis de comer.

¿Por qué no vamos a esforzarnos sobre la tierra, de modo que gracias a la fe, la esperanza y la caridad, con las que nos unimos con él, descansemos ya con él en los cielos? Mientras él está allí, sigue estando con nosotros; y nosotros, mientras estamos aquí, podemos estar ya con él allí. El está con nosotros por su divinidad, su poder y su

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amor; nosotros, en cambio, aunque no podemos llevarlo a cabo como él por la divinidad, sí que podemos por el amor hacia él.

No se alejó del cielo, cuando descendió hasta nosotros; ni de nosotros, cuando regresó hasta él. El mismo es quien asegura que estaba allí mientras estaba aquí: Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo.

Esto lo dice en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios.

En este sentido dice el Apóstol: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. No dice: «Así es Cristo», sino: así es también Cristo. Por tanto, Cristo es un solo cuerpo formado por muchos miembros.

Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la dignidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza.

DOMINGO VII DE PASCUA

El siguiente formulario se utiliza en los lugares donde la solemnidad de la Ascensión del Señor se celebra el jueves de la semana VI del tiempo pascual.

PRIMERA LECTURA, como el sábado precedente.

SEGUNDA LECTURA

San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 16, sobre el Espíritu Santo (1, 11-12.16: PG 33, 931-935.939-942)

El agua viva del Espíritu Santo

El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna. Una nueva clase de agua que corre y salta; pero que salta en los que son dignos de ella.

¿Por qué motivo se sirvió del término agua, para denominar la gracia del Espíritu? Pues, porque el agua lo sostiene todo; porque es imprescindible para la hierba y los animales; porque el agua de la lluvia desciende del cielo, y, además, porque desciende siempre de la misma forma y, sin embargo, produce efectos diferentes: Unos en las palmeras, otros en las vides, todo en todas las cosas. De por sí, el agua no tiene más que un único modo de ser; por eso, la lluvia no transforma su naturaleza propia para descender en modos distintos, sino que se acomoda a las exigencias de los seres que la reciben y da a cada cosa lo que le corresponde.

De la misma manera, también el Espíritu Santo, aunque es único, y con un solo modo de ser, e indivisible, reparte a cada uno la gracia según quiere. Y así como un tronco seco

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que recibe agua germina, del mismo modo el alma pecadora que, por la penitencia, se hace digna del Espíritu Santo, produce frutos de santidad. Y aunque no tenga más que un solo e idéntico modo de ser, el Espíritu, bajo el impulso de Dios y en nombre de Cristo, produce múltiples efectos.

Se sirve de la lengua de unos para el carisma de la sabiduría; ilustra la mente de otros con el don de la profecía; a éste le concede poder para expulsar los demonios; a aquél le otorga el don de interpretar las divinas Escrituras. Fortalece, en unos, la templanza; en otros, la misericordia; a éste enseña a practicar el ayuno y la vida ascética; a aquél, a dominar las pasiones; al otro, le prepara para el martirio. El Espíritu se manifiesta, pues, distinto en cada uno, pero nunca distinto de sí mismo, según está escrito: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.

Llega mansa y suavemente, se le experimenta como finísima fragancia, su yugo no puede ser más ligero. Fulgurantes rayos de luz y de conocimiento anuncian su venida. Se acerca con los sentimientos entrañables de un auténtico protector: pues viene a salvar, a sanar, a enseñar, a aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar el alma, primero de quien lo recibe, luego, mediante éste, las de los demás.

Y, así como quien antes se movía en tinieblas, al contemplar y recibir la luz del sol en sus ojos corporales, es capaz de ver claramente lo que poco antes no podía ver, de este modo el que se ha hecho digno del don del Espíritu Santo es iluminado en su alma y, elevado sobrenaturalmente, llega a percibir lo que antes ignoraba.

LUNES VII DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 25, 1-27

Pablo ante et rey Agripa

SEGUNDA LECTURA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 11, cap 11: PG 74, 559-562)

Cristo es el vínculo de la unidad

Todos los que participamos de la sangre sagrada de Cristo alcanzamos la unión corporal con él, como atestigua san Pablo, cuando dice, refiriéndose al misterio del amor misericordioso del Señor: No había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo.

Si, pues, todos nosotros formamos un mismo cuerpo en Cristo, y no sólo unos con otros, sino también en relación con aquel que se halla en nosotros gracias a su carne, ¿cómo no mostramos abiertamente todos nosotros esa unidad entre nosotros y en Cristo? Pues Cristo, que es Dios y hombre a la vez, es el vínculo de la unidad.

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Y, si seguimos por el camino de la unión espiritual, habremos de decir que todos nosotros, una vez recibido el único y mismo Espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos fundimos entre nosotros y con Dios. Pues aunque seamos muchos por separado, y Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, ese Espíritu, único e indivisible, reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí en cuanto subsisten en su respectiva singularidad, y hace que todos aparezcan como una sola cosa en sí mismo.

Y así como la virtud de la santa humanidad de Cristo hace que formen un mismo cuerpo todos aquellos en quienes ella se encuentra, pienso que de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los reduce a todos a la unidad espiritual.

Por esto nos exhorta también san Pablo: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Pues siendo uno solo el Espíritu que habita en nosotros, Dios será en nosotros el único Padre de todos por medio de su Hijo, con lo que reducirá a una unidad mutua y consigo a cuantos participan del Espíritu.

Ya desde ahora se manifiesta de alguna manera el hecho de que estemos unidos por participación al Espíritu Santo. Pues si abandonamos la vida puramente natural y nos atenemos a las leyes espirituales, ¿no es evidente que hemos abandonado en cierta manera nuestra vida anterior, que hemos adquirido una configuración celestial y en cierto modo nos hemos transformado en otra naturaleza mediante la unión del Espíritu Santo con nosotros, y que ya no nos tenemos simplemente por hombres, sino como hijos de Dios y hombres celestiales, puesto que hemos llegado a ser participantes de la naturaleza divina?

De manera que todos nosotros ya no somos más que una sola cosa en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: una sola cosa por identidad de condición, por la asimilación que obra el amor, por comunión de la santa humanidad de Cristo y por participación del único y santo Espíritu.

MARTES VII DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 26, 1-32

Defensa de Pablo ante Agripa

SEGUNDA LECTURA

San Basilio Magno, Libro sobre el Espíritu Santo (Cap 9, 22-23: PG 32, 107-110)

La acción del Espíritu Santo

¿Quién, habiendo oído los nombres que se dan al Espíritu, no siente levantado su ánimo y no eleva su pensamiento hacia la naturaleza divina? Ya que es llamado Espíritu de Dios y Espíritu de verdad que procede del Padre; Espíritu firme, Espíritu generoso, Espíritu Santo son sus apelativos propios y peculiares.

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Hacia él dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación, hacia él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa, y su soplo es para ellos a manera de riego que los ayuda en la consecución de su fin propio y natural.

El es fuente de santidad, luz para la inteligencia; él da a todo ser racional como una luz para entender la verdad.

Aunque inaccesible por naturaleza, se deja comprender por su bondad; con su acción lo llena todo, pero se comunica solamente a los que encuentra dignos, no ciertamente de manera idéntica ni con la misma plenitud, sino distribuyendo su energía según la proporción de la fe.

Simple en su esencia y variado en sus dones, está integro en cada uno e íntegro en todas partes. Se reparte sin sufrir división, deja que participen en él, pero él permanece íntegro, a semejanza del rayo solar cuyos beneficios llegan a quien disfrute de él como si fuera único, pero, mezclado con el aire, ilumina la tierra entera y el mar.

Así el Espíritu Santo está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa; todos disfrutan de él en la medida en que lo requiere la naturaleza de la criatura, pero no en la proporción con que él podría darse.

Por él los corazones se elevan a lo alto, por su mano son conducidos los débiles, por él los que caminan tras la virtud llegan a la perfección. Es él quien ilumina a los que se han purificado de sus culpas y al comunicarse a ellos los vuelve espirituales.

Como los cuerpos limpios y transparentes se vuelven brillantes cuando reciben un rayo de sol y despiden de ellos mismos como una nueva luz, del mismo modo las almas portadoras del Espíritu Santo se vuelven plenamente espirituales y transmiten la gracia a los demás.

De esta comunión con el Espíritu procede la presciencia de lo futuro, la penetración de los misterios, la comprensión de lo oculto, la distribución de los dones, la vida sobrenatural, el consorcio con los ángeles; de aquí proviene aquel gozo que nunca terminará, de aquí la permanencia en la vida divina, de aquí el ser semejantes a Dios, de aquí, finalmente, lo más sublime que se puede desear: que el hombre llegue a ser como Dios.

MIÉRCOLES VII DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 27,1-20

Viaje marítimo de Pablo a Roma

SEGUNDA LECTURA

De la Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II (Núms 4.12)

El Espíritu Santo enviado a la Iglesia

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Consumada la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu. El es el Espíritu de la vida, o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna, por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales.

El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo, y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos. Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia, a la que guía hacia toda verdad, y unifica en comunión y ministerio, enriqueciéndola con todos sus frutos.

Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: «Ven».

Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

La universalidad de los fieles, que tiene la unción del Espíritu Santo, no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando desde el obispo hasta los últimos fieles seglares manifiesta el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres.

Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios, se adhiere indefectiblemente a la fe que se transmitió a los santos de una vez para siempre, la penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida.

Además, el mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que, repartiendo a cada unp en particular como a él le parece, reparte entre los fieles gracias de todo género, incluso especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.

Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo.

JUEVES VII DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 27, 21-44

Naufragio de Pablo

SEGUNDA LECTURA

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 10: PG 74, 434)

Si no me voy, no vendrá a vosotros el Defensor

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Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra; pero convenía que nosotros llegáramos a ser partícipes de la naturaleza divina del Verbo, esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y de santidad.

Esto sólo podía llevarse a efecto con la comunicación del Espíritu Santo.

Ahora bien, el tiempo más oportuno para la misión del Espíritu y su irrupción en nosotros fue aquel que siguió a la marcha de nuestro Salvador Jesucristo.

Pues mientras Cristo vivía corporalmente entre sus fieles, se les mostraba como el dispensador de todos sus bienes; pero cuando llegó la hora de regresar al Padre celestial, continuó presente entre sus fieles mediante su Espíritu, y habitando por la fe en nuestros corazones. De este modo, poseyéndole en nosotros, podríamos llamarle con confianza: «Abba, Padre», y cultivar con ahínco todas las virtudes, y juntamente hacer frente con valentía invencible a las asechanzas del diablo y las persecuciones de los hombres, como quienes cuentan con la fuerza poderosa del Espíritu.

Este mismo Espíritu transforma y traslada a una nueva condición de vida a los fieles en que habita y tiene su morada. Esto puede ponerse fácilmente de manifiesto con testimonios tanto del antiguo como del nuevo Testamento.

Así el piadoso Samuel a Saúl: Te invadirá el Espíritu del Señor, y te convertirás en otro hombre. Y san Pablo: Nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; así es como actúa el Señor, que es Espíritu.

No es difícil percibir cómo transforma el Espíritu la imagen de aquéllos en los que habita: del amor a las cosas terrenas, el Espíritu nos conduce a la esperanza de las cosas del cielo; y de la cobardía y la timidez, a la valentía y generosa intrepidez de espíritu. Sin duda es así como encontramos a los discípulos, animados y fortalecidos por el Espíritu, de tal modo que no se dejaron vencer en absoluto por los ataques de los perseguidores, sino que se adhirieron con todas sus fuerzas al amor de Cristo.

Se trata exactamente de lo que había dicho el Salvador: Os conviene que yo me vaya al cielo. En ese tiempo, en efecto, descendería el Espíritu Santo.

VIERNES VII DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 28, 1-14

Viaje de Pablo desde Malta a Roma

SEGUNDA LECTURA

San Hilario de Poitiers, Tratado sobre la Trinidad (Lib 2, 1, 33.35: PL 10, 50-51.73.75)

El Don del Padre en Cristo

El Señor mandó bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, esto es, en la profesión de fe en el Creador, en el Hijo único y en el que es llamado Don.

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Uno solo es el Creador de todo, ya que uno solo es Dios Padre, de quien procede todo; y uno solo el Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, por quien ha sido hecho todo; y uno solo el Espíritu, que a todos nos ha sido dado.

Todo, pues, se halla ordenado según la propia virtud y operación: un Poder del cual procede todo, un Hijo por quien existe todo, un Don que es garantía de nuestra esperanza consumada. Ninguna falta se halla en semejante perfección; dentro de ella, en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, se halla lo infinito en lo eterno, la figura en la imagen, la fruición en el don.

Escuchemos las palabras del Señor en persona, que nos describe cuál es la acción específica del Espíritu en nosotros; dice, en efecto: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora. Os conviene, por tanto, que yo me vaya, porque, si me voy, os enviaré al Defensor.

Y también: Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. Él os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí.

Esta pluralidad de afirmaciones tiene por objeto darnos una mayor comprensión, ya que en ellas se nos explica cuál sea la voluntad del que nos otorga su Don, y cuál la naturaleza de este mismo Don: pues, ya que la debilidad de nuestra razón nos hace incapaces de conocer al Padre y al Hijo y nos dificulta el creer en la encarnación de Dios, el Don que es el Espíritu Santo, con su luz, nos ayuda a penetrar en estas verdades.

Al recibirlo, pues, se nos da un conocimiento más profundo. Porque, del mismo modo que nuestro cuerpo natural, cuando se ve privado de los estímulos adecuados, permanece inactivo (por ejemplo, los ojos, privados de luz, los oídos, cuando falta el sonido, y el olfato, cuando no hay ningún olor, no ejercen su función propia, no porque dejen de existir por la falta de estímulo, sino porque necesitan este estímulo para actuar), así también nuestra alma, si no recibe por la fe el Don que es el Espíritu, tendrá ciertamente una naturaleza capaz de entender a Dios, pero le faltará la luz para llegar a ese conocimiento. El Don de Cristo está todo entero a nuestra disposición y se halla en todas partes, pero se da a proporción del deseo y de los méritos de cada uno. Este Don está con nosotros hasta el fin del mundo; él es nuestro solaz en este tiempo de expectación.

SÁBADO VII DE PASCUA

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los apóstoles 28, 15-31

Pablo en Roma

SEGUNDA LECTURA

San Máximo de Turín, Sermón 56 (1-3: CCL 23, 224-225)

La ascensión de Cristo es el triunfo del vencedor

Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. Floreció, pues, nuevamente el Señor resucitando del sepulcro; fructifica cuando

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sube al cielo. Es flor cuando es engendrado en lo profundo de la tierra; es fruto cuando es instalado en su sublime sitial. Es grano –como él mismo dice– cuando, solo, padece la cruz; es fruto cuando se ve rodeado de la copiosa fe de los apóstoles.

En efecto, durante aquellos cuarenta días en que, después de la resurrección, convivió con sus discípulos, les instruyó en toda la madurez de sabiduría y los preparó para una cosecha abundante con toda la fecundidad de su doctrina. Después subió al cielo, es decir, al Padre, llevando el fruto de la carne y dejando en sus discípulos las semillas de la justicia.

Subió, pues el Señor al Padre. Recordará sin duda vuestra santidad que comparé al Salvador con aquella águila del salmista, de la que leemos que renueva su juventud. Existe en efecto una semejanza y no pequeña. Pues así como el águila abandonando los valles se eleva a las alturas y penetra rauda en los cielos, así también el Salvador abandonando las profundidades del abismo se elevó a las serenas cimas del paraíso, y penetró en las más elevadas regiones del cielo. Y lo mismo que el águila, abandonando la sordidez de la tierra, y volando hacia las alturas, goza de la salubridad de un aire más puro, así también el Señor, abandonando la hez de los pecados terrenales y revolando en sus santos, se alegra en la simplicidad de una vida más pura.

De suerte que la comparación con el águila le cuadra perfectamente al Salvador. Pero, entonces, ¿cómo explicar el hecho de que frecuentemente el águila destroza su presa, y arrebata frecuentemente la presa ajena? Y, sin embargo, tampoco en esto es desemejante el Salvador. En cierto modo arrambló con la presa cuando al hombre que había asumido, arrancado de las fauces del infierno, lo condujo al cielo, y al que era esclavo de una dominación ajena, esto es, de la potestad diabólica, liberado de la cautividad, cautivo lo condujo a las regiones más elevadas, como escribe el profeta: Subió a lo alto llevando cautiva a la cautividad y dio dones a los hombres. Esta frase significa ciertamente que se llevó a lo alto de los cielos a la cautividad cautivada. Una y otra cautividad son designadas con idéntica palabra, pero ambas con un significado bien distinto, pues la cautividad del diablo reduce al hombre a la esclavitud, mientras que la cautividad de Cristo restituye a la libertad.

Subió –dice– a lo alto llevando cautiva a la cautividad. ¡Qué bien describe el profeta el triunfo de Cristo! Pues, según dicen, la pompa de la carroza de los vencidos solía preceder al rey vencedor. Pero he aquí que la cautividad gloriosa no precede al Señor en su ascensión a los cielos, sino que lo acompaña; no es conducida ante la carroza, sino que es ella la que lleva al Salvador. Por un inefable misterio, mientras el Hijo de Dios eleva al cielo al Hijo del hombre, la misma cautividad es a la vez portadora y portada. Lo que añade: dio dones a los hombres, es el gesto típico del vencedor.

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

PRIMERA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8, 5-27

Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios

SEGUNDA LECTURA

Sermón 8 de un autor africano del siglo VI (1-3: PL 65, 743-744)

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La unidad de la Iglesia habla en todos los idiomas

Hablaron en todas las lenguas. Así quiso Dios dar a entender la presencia del Espíritu Santo: haciendo que hablara en todas las lenguas quien le hubiese recibido. Debemos pensar, queridos hermanos, que éste es el Espíritu Santo por cuyo medio se difunde la caridad en nuestros corazones.

La caridad había de reunir a la Iglesia de Dios en todo el orbe de la tierra. Por eso, así como entonces un solo hombre, habiendo recibido el Espíritu Santo, podía hablar en todas las lenguas, así también ahora es la unidad misma de la Iglesia, congregada por el Espíritu Santo, la que habla en todos los idiomas.

Por tanto, si alguien dijera a uno de vosotros: «si has recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no hablas en todos los idiomas?», deberás responderle: «Es cierto que hablo todos los idiomas, porque estoy en el cuerpo de Cristo, es decir, en la Iglesia, que los habla todos. ¿Pues qué otra cosa quiso dar a entender Dios por medio de la presencia del Espíritu Santo, si no que su Iglesia hablaría en todas las lenguas?».

Se ha cumplido así lo prometido por el Señor: Nadie echa vino nuevo en odres viejos. A vino nuevo, odres nuevos, y así se conservan ambos.

Con razón, pues, empezaron algunos a decir cuando oían hablar en todas las lenguas: Están bebidos. Se habían convertido ya en odres nuevos, renovados por la gracia de la santidad. De este modo, ebrios del nuevo vino del Espíritu Santo, podrían hablar fervientemente en todos los idiomas, y anunciar de antemano, con aquel maravilloso milagro, la propagación de la Iglesia católica por todos los pueblos y lenguas.

Celebrad, pues, este día como miembros que sois de la unidad del cuerpo de Cristo. No lo celebraréis en vano si sois efectivamente lo que estáis celebrando: miembros de aquella Iglesia que el Señor, al llenarla del Espíritu Santo, reconoce como suya a medida que se va esparciendo por el mundo, y por la que es a su vez reconocido. Como esposo no perdió a su propia esposa, ni nadie pudo substituírsela por otra.

Y a vosotros, que procedéis de todos los pueblos y que sois la Iglesia de Cristo, los miembros de Cristo, el cuerpo de Cristo, os dice el Apóstol: Sobrellevaos mutuamente con amor, esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.

Notad cómo en el mismo momento nos mandó que nos soportáramos unos a otros y nos amásemos, y puso de manifiesto el vínculo de la paz al referirse a la esperanza de la unidad. Esta es la casa de Dios levantada con piedras vivas, en la que se complace en habitar un padre de familia como éste, y cuyos ojos no debe jamás ofender la ruina de la división.