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ella juntaba las cejas al hablar; parecía que comunicarse le costaba lo suyo. Sus ademanes eran ligeramente bruscos, como si sus extremidades fueran dos o tres centímetros más largas de lo que ella esperaba. Dedujo que era más joven que Winnie Lim, pese a ser más alta. Al coronar la colina vieron un tejado chino entre los árboles, unos cientos de metros carretera adelante; el taxista lanzó un grito triunfal y Wong supo que habían llegado. Al acercarse vio que el recinto estaba rodeado por un muro de piedra y comprobó que Sun House era una residencia bastante imponente. Llegaron a una verja abierta y se

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ella juntaba las cejas al hablar; parecíaque comunicarse le costaba lo suyo. Susademanes eran ligeramente bruscos,como si sus extremidades fueran dos otres centímetros más largas de lo queella esperaba. Dedujo que era más jovenque Winnie Lim, pese a ser más alta.

Al coronar la colina vieron un tejadochino entre los árboles, unos cientos demetros carretera adelante; el taxistalanzó un grito triunfal y Wong supo quehabían llegado. Al acercarse vio que elrecinto estaba rodeado por un muro depiedra y comprobó que Sun House erauna residencia bastante imponente.Llegaron a una verja abierta y se

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detuvieron frente a una casa baja peroseñorial, no tanto histórica cuanto deavanzada edad. Mostraba señales dehaber sido acondicionada recientemente,varios marcos de ventana parecíannuevos. Suspiró. No pudo evitar pensarque su patrón, como ocurre a menudo enel mundo de los negocios, seaprovechaba de las desgracias ajenas.Debía de haber costado bastante dineroconvertir ese edificio (antigua granjavenida a menos) en una funeraria, y nodejaba de ser irónico que uno de lospocos cadáveres que la casa había vistofuera el de su dueño.

Recorrió con ojo experto la fachada.

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Aparentaba seguir modelos europeos,aunque tenía algunos rasgos típicos delestilo de las terrazas peranakan. Habíapersianas de tablillas, un diseñoinnovador introducido por losportugueses y adoptado por lageneración posterior de constructoreslocales. La casa tenía pintu pagar, unapequeña cancela batiente tradicional deMalasia, delante de una puerta demadera de doble hoja con inscripcionesde pareados chinos. El porche delanterose elevaba desde cada extremo de lafachada, los lados revestidos de madera,y la techumbre presentaba una marcadapendiente de tejas rojo oscuro. Las

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ventanas de la planta superior, de arcomuy pronunciado, asomaban por arriba,rompiendo así el chi. Todas las cortinasestaban echadas. Al parecer no habíajardinero, pues los escalones del porcheestaban cubiertos de hojarasca. Sinembargo, en un lado de la casa había unhombre joven en ropa de faena junto aun cobertizo. Observó a los reciénllegados con gesto inexpresivo, ni hostilni acogedor, y luego se metió en elcobertizo.

Mientras Wong contemplaba la casa,la puerta principal se abrió y en lapenumbra apareció una figura. La señoraElmeta Wanedi era menuda, delgada y

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melindrosa, con una mata de pelorebelde apenas visible bajo una capuchaque le daba aspecto de monja. Aunque aWong le habían dicho que era católica,parecía más bien musulmana, a juzgarpor el largo de sus negras prendas deluto.

La ansiedad que reflejaba su portese hizo doblemente patente cuandohabló.

—Selamat tengah hari. ¿Son los deEast Trade? ¿Los del feng shui? Venganpor aquí. No, primero vayamos por laparte de atrás... No, ¿qué lado quierenver primero?

Su voz era culta, de contralto, con un

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acento mezcla de malayo y alguna cosamás: ¿quizá de Sri Lanka? Pronunciabalas V y W con un mismo sonido a mediocamino de las dos, dando la impresiónde que casi nunca acertaba la correcta.Hablaba tan deprisa que a Wong lecostó entenderla.

—¿Qué quieren ver? ¿La saladonde... bueno, donde se hace el trabajo,o bien la parte principal de la casa?

Wong no supo qué decir.—Antes quisiera ver el plano y la

escritura de la propiedad —pidió.Joyce dio un paso al frente.—Le ruego que acepte nuestras

condolencias por la pérdida de su

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marido —dijo—. Bueno, lo sentimosmucho y tal.

—Ah, no se preocupen por eso —repuso la mujer—. Cuanto antesterminen de mirar la casa y firmar, antesnos marcharemos. Los peritos ya hanestado aquí. Dicen que tardarán ustedesun día, más o menos. ¿He dicho «nosmarcharemos»? Vaya, no me acostumbroa que ahora estoy sólo yo. —La viudameneó la cabeza y bajó la vista,momentáneamente desconcertada. Luegoalzó la cabeza y sonrió—. Saya mintama'af, ustedes perdonen. No me estoycomportando con la debida cortesía.Habrá sido un viaje muy largo desde

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Singapur. Pasen ustedes y tomen un tazade té o kopi, ¿señorita...?

—Me llamo Jo. Aquí el señor C. F.Wong. Él es el geomántico de verdad.Yo sólo soy su... su ayudante. Le echouna mano, ya sabe. Qué casa más guay.

—Joseph y el señor Wong —dijo laviuda, y sin más entró en la casa. Wongle dijo al taxista que se tomara unashoras libres pero que estuviera atento alteléfono.

Una vez dentro de la lúgubre ypolvorienta casa, la mujer, que parecíatener unos cincuenta años, empezó arelajarse. Al principio, Wong pensó quele gustaba recibir visitas, a juzgar por

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sus enérgicos movimientos mientraspreparaba el té y las tazas, perdiendopor momentos su anterior aspectodespistado.

No obstante, volcó una taza yderramó té por todas partes. Les explicóque antes tenía a una mujer comosirvienta y cocinera, pero que la habíadespedido hacía dos días, al morir sumarido.

—Me pareció ridículo tener unacocinera cuando se me habían pasadolas ganas de comer —explicó—. Ynecesitaba un poco de silencio. Laseñorita Tong, que así se llamaba, erauna persona muy ruidosa, siempre

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trajinando con los cacharros, ya meentienden.

—¿Tiene un criado ahí fuera? —preguntó Wong.

—¿Qué? Ah, el chico del cobertizo.Es Ahmed Gangan. Vive a unoskilómetros de aquí. Su familia tiene unagranja carretera adelante, y mepreguntaron si podían usar el viejoremolque, lo que significa si puedenquedárselo, ahora que el hombre de lacasa ya no... Naturalmente, les dije quehicieran lo que quisieran con él.

El té era extraordinariamente malo,con un curioso sabor a cabra mojada. Laviuda se sentó delante de Wong, en

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realidad desplomándose sobre un sillónde manera harto desgarbada, casi comosi la hubieran empujado.

Luego, de repente, se incorporó.—Perdonen mis modales —dijo—,

pero estos días no me reconozco. Hen...Hen... Henry y yo lo hacíamos todojuntos y es duro empezar de nuevo, sinnadie que te ayude. —Pronunciar elnombre de su marido le crispó la cara yle quebró la voz. Se frotó los ojos conun pañuelo y empezó a llorar.

Joyce fue a sentarse a su lado y leapretó una mano.

—Vamos, no llore. Es horribleperder a alguien. Mi madre nos dejó a

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mi hermana y a mí cuando yo tenía nueveaños y todavía lloro. Perder al maridoha de ser incluso peor, ¿no?

La señora Wanedi asintió llorosapero no dijo nada. Apretó la mano deJoyce y apoyó la cabeza en el hombro dela joven. Wong lo observó con interés,notando con asombro la rapidez con quelas mujeres podían intimar.

—Lo estará pasando muy mal —dijoJoyce—. Siento que tengamos que meterlas narices y eso. ¿Ha venido algúnmiembro de la familia?

—No, no, no —dijo la mujer, y derepente dejó de llorar tras sorberse lanariz—. Estoy bien. He llorado dos días

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enteros, hasta esta mañana. No creía quepudiera llorar tanto. Tengo ocho blusas,todas empapadas de lágrimas. SeñorWong, no se imagina usted cuántaslágrimas hay en el cuerpo de una esposa.¿Está usted casado, señor Wong?

—No, señora.—Bien, en ese caso, en el cuerpo de

s u ibu. Pero esta mañana, al despertar,me dije a mí misma: El... El... Elmeta,ya has llorado bastante. Levanta y haz loque tengas que hacer. Vende esta viejacasa y vuelve al viejo kampong. Yusted, señor... señor... usted forma partede lo que tengo que hacer, de modo quesu presencia aquí es buena. Y usted,

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querida, gracias por ser tan amable. Losiento por su ibu. —Y apretó una vezmás la mano de Joyce.

—Iremos lo más rápido posible yluego nos vamos pitando —repuso Joycecon una sonrisa.

—Sí, empecemos —dijo Wong, y sealegró de poder abandonar intacta sutaza de té—. ¿Tiene usted documentosque podamos ver? ¿Planos de la casa,del terreno, escrituras y esas cosas?Necesito saber la fecha en que fueconstruida, para poder hacer una carta loshu.

La mujer sacó una carpeta gruesa ylos dejó estudiando los papeles en un

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despacho mal ventilado. Les dijo que setomaran el tiempo necesario y quepodían recorrer la casa para sacar fotoso tomar medidas.

—No queremos molestarla —dijoJoyce.

—No es molestia. Estaré en lahabitación principal preparando elequipaje.

—¿Quiere que la ayude?—Gracias, querida, no hace falta.

Mi sobrina viene mañana a ayudarmecon las maletas y las cajas, y alguienvendrá a llevarse a Henry. Estoy bien.

Salió de la habitación emitiendo uncurioso sonido entre risa y sollozo.

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Wong miró a Joyce con nuevos ojos.Se había portado muy bien, siendo tanamable con la viuda y tomándole lamano. Cosas que él no sabía hacer. Talvez le sería útil en determinadascircunstancias, pensó, una especie derelaciones públicas. Se preguntó sipodría mandarla a las calles de Singapurconvertida en mujer-anuncio paraanimar el negocio. Joyce era, desdeluego, más educada que la señorita Lim.

Disfrutó examinando los planos. Lacasa, en realidad, era bonita. Unverdadero hallazgo, con habitacionesespaciosas, ventanas grandes y un flujonatural de energía. Era una casa Hum

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Kua, la parte de atrás miraba al este yestaba llena de energía de agua. Lapresencia de tanto chi de madera en lasparedes daba un perfecto control al chidel agua. El principal problema era quela zona de estar, una sala grande ydespejada, estaba en el noroeste, ladirección de los seis shars, propiciandovíctimas y delincuencia mientras no seanularan adecuadamente las influenciasnegativas.

Después de dibujar un diagrama loshu según el método de la EstrellaVoladora, encontró que la casa estabaentrando en una fase positiva, con un parde sietes en la entrada. Por tanto, era

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posible convertirla en una mansión confeng shui muy positivo, siempre ycuando se pudiera compensar su breveperíodo como casa yin.

Según los planos, se trataba de unaestructura muy antigua construida pordentro al estilo holandés, con unasección descubierta en medio de la zonade estar. Posteriormente la habíancubierto, pero sin duda se podría haceralgo al respecto. Los holandeses habíansido siempre sus constructores europeosfavoritos. Wong creía en la existencia deun feng shui natural, instintivo, un artebásico que requería escasa instrucción opericia, y pensaba que algunos

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arquitectos holandeses de los siglosanteriores lo poseían.

No obstante, era consciente de quela edad y diseño de la casa noagradarían mucho a la East Trade.Probablemente la harían demolerenseguida para levantar un edificio deapartamentos. En ese tipo desituaciones, a Wong le resultaba difíciltomar una decisión. ¿Debía hacer unanálisis detallado de todas lashabitaciones, con la esperanza de que sudictamen pudiera decidir a alguno de susjefes a utilizar la casa tal como estaba?¿O bien debía hacer su trabajo máscomo un exorcista, ayudar a la compañía

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a librarse de las fuerzas oscuras quepudiera haber allí, de manera que nadanegativo permaneciera si despejaban elterreno para levantar una nueva einevitablemente fea estructura?

No había tiempo para meditar sobreello, y la presencia de su impacienteayudante lo impulsó a poner manos a laobra y hacer un estudio de la casa y susalrededores.

Pasó las horas siguientes dibujandodiagramas, haciendo lecturas de brújula,tomando notas, medidas y fotografías,observando el sol y las sombras,calculando los cuadrados mágicos,recorriendo lentamente cada habitación.

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Wong no sabía si los Wanedi habíansido siempre unos excéntricos, o si bienlos acontecimientos recientes habíandescalabrado a la pobre viuda, porquehabía muchos indicios de desorden ymala organización. En el pasillo pisó unalfiler que traspasó la suela de laszapatillas que solía ponerse paracaminar por casas ajenas. Resultó ser unpendiente. En la cocina estaba todorevuelto, con alimentos perecederosencima de la mesa y carnes enlatadas enel frigorífico. El hervidor en que sehabía preparado aquel imbebible téhervía aún en una esquina, casi seco.

En el dormitorio del fondo, detrás de

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un mueble había un condón usado. Lasegunda puerta de este dormitorio dabaa un pasillo que comunicabadirectamente con la galería que llevabaa la cocina. Eso aportó una posible pistade por qué la cocinera, la señorita Tong,era tan ruidosa.

—Hacía algo más que fregotear loscacharros —dijo Joyce, arrugando lanariz al ver el condón. Junto a la cocina,el cuarto de baño estaba en un estadolamentable, con cosméticos y toallashúmedas por el suelo—. Aquí ha estadoun tío —dijo Joyce, bajando la tapa delváter, y Wong no pudo por menos quedarle la razón. Resultaba clara una

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reciente presencia masculina (un criado,un vecino). ¿Aquel señor Gangan, talvez?

En una habitación con una cortinaestampada de flores había una bonitacama con dosel.

—No está mal —dijo Joyce, yentonces vio que Wong ponía mala cara—. ¿Qué pasa?

—Aquí es donde estaba HenryWanedi, y donde murió —dijo elgeomántico—. La esquina sudoccidentalde una casa Hum Kua es el sitio queocupa la energía de la muerte. Eshabitual que uno tenga mala salud siduerme en un sitio así. Y mire eso. —

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Señaló un saliente formado por un anexoconstruido en el lado oeste de la casa—.Apunta directamente a la cama. Muymal. Hace que la energía negativarecaiga en la persona acostada.

—¿O sea que podría haberenfermado por eso?

—Le habría sido difícil curarse. Ymire el techo. Se inclina hacia aquí.Aplasta el chi. Mal, muy mal.

Aun sin conocimientos técnicos defeng shui, a Joyce la casa en efecto leresultaba opresiva. Pronto se cansó derondar por las habitaciones y salió atomar aire al jardín.

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* * *

A media tarde, Wong entró en unahabitación del ala oeste que parecíareconvertida en laboratorio. Frascos deproductos químicos llenaban losestantes, y había latas de polvos y demásmaterial técnico que no supo identificar.En un lado había varios cajones, y en elcentro unas mesas de caballete. Supusoque allí se ocupaban de los cadáveres.No sabía muy bien qué hacían con ellosen las funerarias. Se figuraba que losadecentaban un poco, les empolvaban lacara y los vestían, igual que unencargado de escaparate hace con los

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maniquíes de una tienda. Las paredesestaban forradas con un aterciopeladopapel escarlata, que introducía chi defuego en una estancia Li, lo queoriginaba un choque destructivo yperturbador entre las energías del fuegoy el metal.

—¿Ha conocido ya a mi marido?Wong se dio la vuelta y vio a la

señora Wanedi en la puerta del fondo dela habitación. Su silenciosa aparición lopilló por sorpresa, pero trató de sonreíry aparentar serenidad.

—Espero no molestarla —dijo.—En absoluto. Aquí es donde nos

ocupábamos de los cadáveres, y siendo

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usted un experto en feng shui, es lógicoque ésta sea la habitación que tendrá queexaminar con más cuidado. Antes era unestudio. ¿Ha conocido a mi marido?

Miraba hacia un cajón y Wongadvirtió que estaba destapado. Seacercó y, en efecto, en su oscuro interiorentrevió un cadáver. Sintió un escalofríoque esperó no se le notara.

—Lo lamento —dijo—. No sabíaque el finado estaba en esta habitación.

—Oh, hubiera podido ponerlo en lasala de estar para el velatorio, siconociéramos a gente de por aquí, perono conocemos a nadie. Salvo mi sobrinaque vive lejos, todos los parientes están

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muertos o emigraron. No tenía sentidodejarlo ahí de cuerpo presente. Nadievendría a verlo. De modo que lo tengoaquí, a mi pobre Henry, para ocuparmede él.

Wong trató de detectar un indicio delocura en su voz, pero no lo halló. Lamujer hablaba con serenidad y con unclaro deje de afecto.

—A Henry le encantaba su trabajo,¿sabe?, y aunque no teníamos muchospedidos, a él le gustaba estar aquí.Organizamos un par de funerales parapersonas de los alrededores, antes deque cayera enfermo. Creo que es lo másconveniente, que Henry esté en el lugar

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que él mismo acondicionó para sutrabajo.

—¿Va usted a...?—¿Si me ocuparé personalmente?

Por supuesto. Yo era su ayudante.Cuando nos instalamos aquí teníamos unchico que nos ayudaba. Sam Ram no séqué, lo trajimos de Kuala Lumpur, igualque a la señorita Tong. Pero cuando vioque el trabajo escaseaba, se marchópara dedicarse a algo más interesante.Imagino que se fue a Singapur. EntoncesHenry dijo que yo podría ser suayudante. Y lo fui, oficiosamente,muchas veces.

Se acercó al cajón y contempló con

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ojos amorosos el cuerpo de su marido.—No dejaría que nadie más te

tocara, Henry querido —dijo.Wong se reprochó no haber

adivinado que el cadáver estaría allí:había aire acondicionado y latemperatura era notablemente más bajaque en el resto de la casa.

—¿Quiere quedarse a solas? —dijo,yendo hacia la puerta.

—No. No tiene por qué irse. Permitaque le pida un favor. Saya hendak ke...Necesito ir a la tienda y comprar unascosas, pero me da miedo conducir.¿Puede prestarme a su chófer?

—Por supuesto. Nosotros también

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tendríamos que irnos. Joyce y yo laacompañaremos a donde quiera.Llamaré al chófer. ¿Podemos volvermañana?

—Sí, por supuesto. A partir de lasocho, cuando quieran. Mi sobrina estaráaquí y me llevará a comer fuera. Y hadispuesto que alguien se ocupe de miHenry. Espero que ustedes habránterminado para entonces. Si no, lasllaves estarán en la agenciainmobiliaria. El camión de la mudanzavendrá por los muebles al día siguiente.

—Muy bien, señora —dijo Wong.* * *Una brisa vespertina agitaba las

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ramas de las palmeras, que parecíansaludar al coche en que el geomántico,McQuinnie y su nueva amiga circulabanpor apacibles carreteras rurales,pasando por delante de casitas con lasventanas iluminadas, en todas unapequeña escena familiar de gentecenando su arroz. La noche era fresca yWong había bajado la ventanilla de sulado. Las dos mujeres iban detráshablando quedo, mientras el geománticoestudiaba diagramas lo shu sobre lacarta natal de la casa en el asiento delpasajero. Pero cada vez estaba másoscuro y le costaba concentrarse, demodo que finalmente guardó sus

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papeles.El anochecer en la campiña malaya

era fascinante. Wong siempre habíapensado que estaba muy infravaloradaen términos de belleza física. En muchossentidos, sus vistas eran tan asombrosascomo las de Tailandia o Indonesia, y ensu opinión el nivel general de eficienciaera bastante mayor que en esos dospaíses. La noche cayó rápidamente,como si una mano gigante hubieraaccionado un regulador de intensidad dela luz. Cigarras invisibles producían uncrepitar como de interferencias, y en unbosque cercano las aves nocturnasemitían su tuí-tuí-tuí. El aire olía

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ligeramente a fritura.La señora Wanedi de pronto se

quedó callada. Luego sacó un pañuelo ylloró un poco, y después volvió ahablar. Era evidente que tenía hambre.Dijo que después de dos días sin probarbocado necesitaba nutrirse un poco,pero no había logrado hacer funcionar elabandonado horno de la señorita Tong.

Wong se ofreció de inmediato aparar en la primera casa de comidas queencontraran.

—Por aquí sólo hay una —respondió ella, animándose—. Henry yyo fuimos un par de veces cuandovinimos a ver la casa por primera vez,

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hace mucho tiempo, pero una vezinstalados no hicimos migas con nadie.Nuestra idea era arreglar Sun House yponer el negocio en marcha, luego yahabría tiempo para hacer amistad conlos vecinos. Henry era un hombresimpático y afable. Le ponía triste saberque él... antes de tener la oportunidadde...

Inclinó la cara sobre el pañuelohúmedo y rompió a llorar de nuevo,pero, sorbiendo por la nariz, seincorporó bruscamente y se sobrepuso.

—Lo siento. Estoy bien, es sóloque... Bueno, todo ha sido muy extrañopara mí. Supongo que en parte me alegro

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de no haber tenido mucha relación conlos vecinos. Así pude tener a Henry sólopara mí estos últimos meses.

En una aldea cercana encontraronpor fin el Chin's Chicken Kitchen,pequeño restaurante con nombretrabalenguas provisto de mesasredondas e incómodos taburetes. Estabacasi lleno, pero consiguieron mesa. Eraun local ruidoso donde los parroquianosdevoraban kari ayam goreng y losmosquitos devoraban a losparroquianos. La señora Wanedi hizo unesfuerzo por dominarse, pero no leresultó fácil. Comió bastantes fideospero no fue capaz de tocar los otros

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platos que había pedido. Un pendiente,el del lóbulo izquierdo, se le cayó en lasalsa de soja. Luego se quitó los zapatosy cuando quiso calzárselos, no podíaencontrarlos. Joyce tuvo que ponerse agatas debajo de la mesa.

—Disculpen, he de hacer una visitaa los ketandas —dijo de pronto, yabandonó la mesa.

Momentos después volvía, diciendoque se había perdido, y acto seguidovolvió a tomar una direcciónequivocada. Joyce se levantórápidamente e hizo una vez más de jovenservicial, cogiéndola del brazo paraguiarla hasta el servicio de señoras.

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La chica volvió al rato conexpresión sombría.

—Me pregunto si... —dijo.—¿Sí? —inquirió Wong.Joyce lo miró con preocupación.—Dice que se encuentra bien, pero a

mí, la verdad, me parece que está mal.Vaya, fatal. Se apoyaba en mí con tantafuerza que casi he tenido que cargar conella. ¿No cree que igual se derrumba oalgo? No sé si está como para quedarsesola en esa casa...

Wong asintió.—Ya. Esa mujer es una extraña

mezcla de fuerza y debilidad —dijo.Después de cenar casi en silencio, el

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chófer dejó a la señora Wanedi frente asu solitaria casa a oscuras (y con aquelcadáver allí dentro), mientras Wong y suayudante volvían al hotel en un barriocostero de Malaca.

—Yo creo que esa casa es horrible yque la señora Wanedi está zumbada. Sino lo está ya, lo estará si sigue viviendoahí —dijo Joyce, y se estremeció sólode pensarlo—. Mire, no pretendo sercruel ni nada, pero puede que esa pobremujer haya perdido la chaveta con lo desu marido. Ha de ser horrible no tener anadie con quien hablar. ¿Cuánto tiempollevaban casados?

—Veinte años, me parece. Quizá no

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quiere hablar con nadie. Antes tenía a laseñorita Tong, ¿no?, y se deshizo deella. Y ese vecino, el señor Gangan,todavía sigue ahí.

—¿Por qué habrá despedido a lacocinera? Parece que se muere de ganasde tener compañía. Y ese tipo tiene unapinta bastante rara... No sé.

Llegaron al hotel después de lasnueve y pasaron por la cafetería paratomar algo. El geomántico pidió un téverde. Su ayudante tomó un mochaccino,que resultó ser una taza peligrosamenterebosante de algo que a Wong le pareciócrema de afeitar.

El hotel estaba en silencio.

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—No le caigo bien, ¿verdad, señorWong?

Wong no supo qué responder.—No, no. En absoluto —atinó a

decir.—Sea sincero. Me desprecia.—Nada de eso, pero sí somos muy

diferentes. No es fácil... hablar. Creoque quizá es usted un poco yang.

—¿Un poco qué?—Un poco yang.—Ah. Bueno, puede que sí. Supongo

que los asiáticos nos encuentran un pocoyang a las occidentales, pero tambiéntengo mi lado yin. En fin, si eso sirve dealgo, trataré de ser menos yang.

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Sorbió de su bebida y se relamióexpertamente la espuma del labiosuperior.

—¿Sabe usted?, mi padre dijo: «Elseñor Wong tiene una vacante para esteverano», y yo: «Estupendo.» Pero no eraverdad, ¿a que no? Usted no necesitabauna ayudante. Si quiere, me largo. Sólotiene que decirlo. Puedo dedicarme aotra cosa. Podría documentarme un pocoen las bibliotecas, o pedir trabajo aotros maestros de feng shui. Ahora haymuchos en Singapur, e incluso tambiénen Sidney y en Londres.

—No, no, no —dijo Wong—. Estoyencantado de tenerla conmigo este

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verano, señorita McQuinnie. Quédese,se lo ruego.

—¿Lo dice en serio? —Lo miró alos ojos—. A mí me encantaríaquedarme, la verdad, C. F., quiero decirseñor Wong.

—Puede llamarme C. F.—Gracias, C. F. Y usted puede

llamarme J-M-C-pequeña-Q-grande.—¿J...M...?—Era una broma. Llámeme Jo.Charlaron un rato, y Wong se sintió

culpablemente complacido de que ellahiciera broma a costa del señor Pun, elamigo de su padre, aunque procuró noañadir comentarios negativos de su

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propia cosecha. Uno nunca sabía lo quepodía llegar a oídos del jefe. Quéextraña es la gente. Recordó laspalabras de uno de los sabios de laMontaña Azul: «Ningún lago en todo elCielo es tan grande y tan profundo comoel lago de los sueños de cada serhumano.»

El día siguiente amaneció tambiéncaluroso. El frescor de primera hora dela mañana en Malaca era una delicia,pero Wong notó cómo se evaporabaminuto a minuto. A las seis ya estabadesayunando fruta fresca en el pequeñobalcón de su habitación. La salida delsol fue gloriosa. A las siete fue a dar su

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paseo matutino, y las aceras ya estabancalientes. Suponía que Joyce no eramadrugadora, de modo que no lamolestó. Hizo que el chófer fuera abuscarlo a él solo. A las ocho y cuartoagradeció poder entrar en la penumbrade Sun House. A su llegada, telefoneó alhotel para despertar a Joyce y le dijoque estuviera en el vestíbulo a las 8.45,que el taxi iría a recogerla.

A las nueve, Wong llamó a lapolicía.

—¿Inspector jefe Jhoti Sagwala?Soy C. F. Wong. Estoy en Sun House.¿Recuerda lo que hablamos porteléfono? Necesito que venga.

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Urgentemente, por favor.—¿Cómo está usted, C. F.? De modo

que ha venido. Cuánto me alegro.¿Cuándo se pasará a tomar un curry deplátano? —respondió el policía. Wongnotó que se hurgaba los dientes,probablemente acababa de desayunarpor segunda vez.

—Muy bien, gracias, Jhoti. Y meencantará comer con usted, pero antes espreciso resolver algo. Ya tendremostiempo de relajarnos y comer ese arrozsuyo tan bueno, pero ahora ha de venircuanto antes a Sun House. Mi chófer ymi ayudante pasarán a recogerlo. Vancamino de su oficina.

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Wong oyó crujir la silla cuando Jhotiabandonó su habitual posturarepantigada.

—¿Pero qué ocurre? ¿A qué vienetanta prisa?

—Se trata de la señora Wanedi. Estámuerta.

—¿Qué? ¿La señora Wanedi?¿Muerta, dice usted?

—Sí, muerta.El policía soltó un profundo suspiro,

el gruñido apagado de un hombre al queno le gustaban los imprevistos ni lasprisas.

—Santo cielo, santo cielo. ¿Envíouna ambulancia?

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—Como quiera, pero ya esdemasiado tarde para ella. Ha estiradola pata.

* * *Quince minutos después, el coche se

detuvo delante de Sun House levantandohojarasca y gravilla. En la puertaprincipal, Wong recibió al inspectorjefe, a Joyce y a una doctora de lapolicía llamada Poon Bo Seng. Joyceestaba llorando.

—Es espantoso —dijo, frotándose lanariz enrojecida—. Ya me temía que ibaa pasar. Anoche lo dije. Pobre mujer.Deberíamos habernos quedado o hacerque ella fuera al hotel. Oh, es horrible.

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Nunca había cenado con alguien queluego se suicid...

—No se preocupe. Vengan conmigo—dijo Wong.

La doctora Poon, una mujer obesachino-malaya con acento de Foochow,marchó rápidamente junto a él.

—Entonces —dijo—, ¿suicidio ocausa natural? ¿Podría ser que hubieramuerto de pena, quizá? A veces pasa,cuando una mujer pierde al maridodespués de un largo matrimonio.

—No lo sé, pero seguro que no hasido de pena —dijo el geomántico,conduciéndolos hacia la parte de atrás,donde estaba la sala funeraria—. Usted

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es la experta. Confío en que me dé larespuesta.

Recorrieron los silenciosos yoscuros pasillos y entraron en la sala. Elinspector Sagwala se quedóboquiabierto.

—¿Qué significa esto? —dijo,mirando a la señora Wanedi, que estabade pie, incómodamente esposada a unaviga del techo bajo—. Pero si no estámuerta. ¿Qué pretende, C. F.? ¿Se havuelto loco?

Joyce boqueó y miróalternativamente a Wong y a la señoraWanedi.

—¡Suéltenme, este loco me ha

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atacado! —chilló la esposada.Wong cruzó rápidamente la estancia

y arrancó el vestido a la furiosa criatura.La prenda desgarrada cayó al suelo.

—Pero qué está... —se horrorizóJoyce llevándose una mano a la boca.

—¡Violación! —gritó la señoraWanedi—. ¡Auxilio, socorro! ¡Nomiren, no miren!

Se revolvió hasta darse la vuelta,pero no antes de que los demás vieran elperfil de unos genitales masculinos bajounos calzoncillos en otro tiempoblancos.

—¡Es un hombre! —exclamóSagwala.