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Sant Gregorio Palamás y la mística ortodoxa Traducción del francés. (Ed Seuil 1959) (Pág. 1 a 71) Antorcha de la ortodoxia, fundamento y doctor de la Iglesia, modelo de los monjes, aliado invencible de los teólogos, oh Gregorio, taumaturgo, orgullo de Tesalónica, heraldo de la gracia, que jamás cese tu intercesión por la salvación de nuestras almas. Este himno a San Gregorio Palamás lo canta la Iglesia Ortodoxa en la Liturgia del segundo domingo de Cuaresma, para venerar a quien, unas décadas antes de la caída de Bizancio, supo integrar en una síntesis doctrinal la tradición secular del monaquismo contemplativo del Oriente cristiano, conocida con el nombre de hesicasmo. El hesicasmo es un movimiento monástico cuyos orígenes remontan a los Padres del Desierto, y ciertamente no puede representar por sí solo la “mística ortodoxa” que conoció y conoce todavía hoy formes diversas. Palamás, en particular, no se puede presentar como un doctor de la “mística ortodoxa” más que en la medida en que sobrepasó el marco de una escuela espiritual y en que hizo revivir en su obra el misterio cristiano en su más íntima esencia. En la época de Palamás, el monacato oriental tenía ya una larga historia. Sus grandes doctores habían legado una vasta obra literaria. Había ya conocido sus tentaciones. Para los contemporáneos gozaba de una grana autoridad. Toda esta adquisición del pasado, Palamás la aceptaba sin reservas. Su papel consistió sin embargo en destilar de ese pasado un elemento doctrinal y espiritual permanente, y ello en una época en que el espíritu del Renacimiento empezaba a soplar en Bizancio y en que el Occidente cristiano sufría una de las transformaciones más radicales de su historia. Los Tiempos Modernos, arrastrando a la ruina definitiva tantos valores que la Edad Media había tenido por absolutos, ¿serían capaces de disgregar la esencia del cristianismo? La ciudad nueva, después de haber conquistado la autonomía de la inteligencia y de la creación, ¿dejaría lugar a la vida sobrenatural que Cristo había aportado independientemente de todas las conclusiones puramente humanas? La obra de Palamás ofrece respuestas positivas a estas preguntas; he aquí por qué su triunfo doctrinal en Bizancio el siglo XIV fue considerado por la Iglesia de Oriente no como el triunfo de una mística particular, sino como el de la misma Ortodoxia. Esta aprobación eclesiástica puso de relieve lo que en ella había de permanente y universal en una tradición de espiritualidad puramente monástica.

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Sant Gregorio Palamás y la mística ortodoxa

Traducción del francés. (Ed Seuil 1959) (Pág. 1 a 71)

Antorcha de la ortodoxia, fundamento y doctor de la Iglesia, modelo de los monjes, aliado invencible de los teólogos, oh Gregorio, taumaturgo, orgullo de Tesalónica, heraldo de la gracia, que jamás cese tu intercesión por la salvación de nuestras almas.

Este himno a San Gregorio Palamás lo canta la Iglesia Ortodoxa en la Liturgia del segundo domingo de Cuaresma, para venerar a quien, unas décadas antes de la caída de Bizancio, supo integrar en una síntesis doctrinal la tradición secular del monaquismo contemplativo del Oriente cristiano, conocida con el nombre de hesicasmo.

El hesicasmo es un movimiento monástico cuyos orígenes remontan a los Padres del Desierto, y ciertamente no puede representar por sí solo la “mística ortodoxa” que conoció y conoce todavía hoy formes diversas. Palamás, en particular, no se puede presentar como un doctor de la “mística ortodoxa” más que en la medida en que sobrepasó el marco de una escuela espiritual y en que hizo revivir en su obra el misterio cristiano en su más íntima esencia.

En la época de Palamás, el monacato oriental tenía ya una larga historia. Sus grandes doctores habían legado una vasta obra literaria. Había ya conocido sus tentaciones. Para los contemporáneos gozaba de una grana autoridad. Toda esta adquisición del pasado, Palamás la aceptaba sin reservas. Su papel consistió sin embargo en destilar de ese pasado un elemento doctrinal y espiritual permanente, y ello en una época en que el espíritu del Renacimiento empezaba a soplar en Bizancio y en que el Occidente cristiano sufría una de las transformaciones más radicales de su historia. Los Tiempos Modernos, arrastrando a la ruina definitiva tantos valores que la Edad Media había tenido por absolutos, ¿serían capaces de disgregar la esencia del cristianismo? La ciudad nueva, después de haber conquistado la autonomía de la inteligencia y de la creación, ¿dejaría lugar a la vida sobrenatural que Cristo había aportado independientemente de todas las conclusiones puramente humanas?

La obra de Palamás ofrece respuestas positivas a estas preguntas; he aquí por qué su triunfo doctrinal en Bizancio el siglo XIV fue considerado por la Iglesia de Oriente no como el triunfo de una mística particular, sino como el de la misma Ortodoxia. Esta aprobación eclesiástica puso de relieve lo que en ella había de permanente y universal en una tradición de espiritualidad puramente monástica.

La tradición espiritual de los monjes de Oriente

El monacato primitivo

La comunidad cristiana primitiva no conocía el monacato como institución permanente. A primera vista puede parecer extraño. Estudios recientes muestran con claridad los lazos entre la Iglesia primitiva y el judaísmo contemporáneo de Cristo y en particular con la tradición profética. Y el judaísmo tenía, desde hacía mucho tiempo, sus monjes y sus anacoretas. Los profetas, en los ataques contra el conformismo de la religión establecida, habían desarrollado toda una espiritualidad del desierto: la ausencia de agua era sentida por los pueblos de Oriente Medio, como la maldición por excelencia; país de desolación, el desierto no está habitado más que por fieras; toda la naturaleza allí es hostil al hombre y se encuentra en manos del enemigo de Dios, Satán. Pero también es ahí donde el poder de Yahvé es más manifiesto, ya que sin el hombre no tiene ninguna posibilidad de subsistir: es en el desierto donde Yahvé es el Dios Salvador.

¿Dónde está Jehová, que nos hizo subir de tierra de Egipto, que nos hizo andar por el desierto, por una tierra desierta y despoblada, por tierra seca y de sombra de muerte, por una tierra por la cual no pasó varón, ni allí habitó hombre? (Jer 2, 6)

El gran beneficio que Dios concedió a Israel es haber salido del desierto; y, a la inversa, el deseo de Satán es hacerle volver.

Porque mandaba al espíritu inmundo que saliese del hombre: porque [ya] de mucho tiempo le arrebataba; y le guardaban preso con cadenas y grillos, mas rompiendo las prisiones, era agitado del demonio por los desiertos. (Lc 8, 29). Así, el antiguo rito del “chivo expiatorio” consistía en proporcionar a Azazel, el espíritu del mal, una víctima expiatoria enviando una macho joven de cabra al desierto y dejándole morir. (Cf. Lev 16, 8).

Así, el desierto era concebido por los judíos como la morada del demonio y el Nuevo Testamento adopta del todo esta concepción: Cuando el espíritu inmundo ha salido del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo, y no lo halla. (Mt 12, 43)

¿Por qué entonces esta proliferación de ermitaños en el judaísmo precristiano? ¿Por qué san Juan Bautista y el mismo Jesús se retiran al desierto, lejos de la comunidad elegida, lejos del templo testimonio de la protección divina concedida al pueblo de Israel? ¿Por qué el Hijo del Hombre se dejará tentar por el demonio, en el desierto, durante cuarenta días?

“No es para huir del mundo, escribe un autor ortodoxo, por lo que Dios conduce a su pueblo, a su Hijo y más tarde a los anacoretas y ermitaños, sino al contrario, para que alcancen su corazón i manifiesten allí, al lugar más duro, su victoria y sus derechos. Podemos suponer además que si Jesús normalmente después de hacer un milagro, se retira al desierto (Mc 1, 35; Lc 4, 42; 5, 16...) no es sólo para ponerse resguardarse... sino sobre todo para ir allí

donde puede dar toda la gloria a Dios.” (J. J. Von Allmen, Vocabulaire biblique, Délachaux et Niestlé, Neuchatel, 1954).

La historia de la creación antigua comienza en un jardín donde Dios hizo crecer toda especie de árbol apetecibles para ver y para comer (Gen 1, 9); por contra, el anuncio de la Buena Nueva tiene lugar en el desierto.

Principio del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Como está escrito en Isaías el profeta: He aquí yo envío á mi mensajero delante de tu faz, Que apareje tu camino delante de ti. Voz del que clama en el desierto: Aparejad el camino del Señor; Enderezad sus veredas. Bautizaba Juan en el desierto, y predicaba el bautismo del arrepentimiento para remisión de pecados. (Mc, 1, 1-4)

El desierto aparece así como el tipo perfecto del mundo, hostil a Dios y sometido a Satán, donde el Mesías viene a traer la Buena Nueva. Y de la misma manera que Juan el Bautista anunció allí la llegada del Mesías, de la misma manera los monjes cristianos han sido conscientes de anunciar la Parusía mediante la huída al desierto, a la vanguardia del combate contra las fuerzas del maligno.

Pero ¿por qué, nos hemos preguntado, la Iglesia primitiva, continuadora del judaísmo cuya idea “monástica” era tan viva, no tuvo hasta tan tarde imitadores directos de Juan el Precursor? Porque toda ella se consideraba en tránsito y en “fuga” en el desierto del mundo. Esto es lo que el vidente del Apocalipsis expresó con la idea de la Mujer:

Y ella parió un hijo varón, el cual había de regir todas las gentes con vara de hierro: y su hijo fue arrebatado para Dios y á su trono. Y la mujer huyó al desierto, donde tiene lugar aparejado de Dios, para que allí la mantengan mil doscientos y sesenta días. (Ap 12, 5-6)

Las peregrinaciones de los hebreos en el desierto son la imagen de la Iglesia, en la situación en que se encuentra entre Pentecostés y la Segunda Venda de Cristo, expuesta a las tentaciones del demonio:

Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos pasaron la mar; (...) mas de muchos de ellos no se agradó Dios; por lo cual fueron postrados en el desierto. Empero estas cosas fueron en figura de nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron. (1 Cor 10, 1, 5-6)

En el siglo IV el cristianismo entra en una nueva era, y es entonces cuando algunos de los anacoretas aislados de la antigüedad fueron seguidos por miles de imitadores. Ante una Iglesia feliz y contenta con la protección imperial recién adquirida, colmada de riquezas y de privilegios, quisieron salvaguardar en la comunidad cristiana el aspecto que debe serle propio hasta el Regreso del Señor: el de la Mujer huyendo al desierto. En resumen, escribe Louis Bouyer, no es el monaquismo lo que es nuevo en los siglos III y IV, sino la vida habitual, la vida llevada por la multitud de cristianos acabados de convertir... los cristianos son ahora ediles, pretores, incluso –lo cual no obligaba

a gran cosa- flámines de Júpiter... Las autoridades supremas, empezando por un pagano como Aureliano, en el asunto de Pablo de Samosata, tratan a los obispos no ya como cabecillas de ladrones sino como dignatarios altamente respetables... Tal como había dejado una pierna, un brazo o un ojo en la última persecución, relajará despreocupadamente lo que le queda en el plaustro del Divus Augustus. I la Iglesia entera sigue el movimiento” (La vie de Saint Antoine, Éditions de Fontenelle, Abbaye de Saint-Wandrille, 1950) De manera que, “parecería haber empezado a abandonar el mundo, como cristianos, porque no quería nada de vosotros. Luego parece haberse acomodado tanto al divorcio que no lo ha querido cuando se ha vuelto complaciente.” (Ibíd.)

El monaquismo retoma así en la Iglesia el ministerio profético que el Antiguo Israel también había conocido. Era el contrapeso a una Iglesia aburguesada y soñolienta que tan fácilmente había acogido en su seno multitudes grecorromanas y que aprovechaba sin remordimientos de conciencia, las generosidades del “muy piadoso emperador”. A lo largo de toda la historia del Oriente ortodoxo, los eremitas del desierto, los estilitas inmóviles durante años sobre sus columnas, les grandes comunidades que, como el monasterio de Studion en Constantinopla, testimoniaban en plena ciudad el ideal monástico, supieron imponer respeto a los emperadores y al pueblo cristiano e impidieron que la Iglesia se confundiera totalmente con el Imperio. De esta manera su testimonio era esencialmente el del Nuevo Testamento opuesto al Antiguo en la medida en que éste identificaba el pueblo elegido con la nación y el Estado: ante las pretensiones teocráticas del Emperador cristiano, los monjes afirmaban que el Reino de Dios es un Reino futuro; en la historia no es una entidad sociológica o política, sino la misma presencia de Dios...

Y la Iglesia de Oriente reconoció en los monjes sus auténticos portavoces. Adoptó su liturgia, su espiritualidad, su tipo de santidad, incluso decidió, en el siglo VI, que el episcopado debía ser exclusivamente reclutado entre los monjes. De hecho los monjes formaron, durante toda la Edad Media, la élite de la sociedad cristiana de Oriente.

La vida monacal comportaba sin embargo sus tentaciones y sus peligros. El eremita que se retiraba al desierto privándose así de los sacramentos durante años enteros, el monasterio que, al interior de la Iglesia, constituía una comunidad a parte, de hecho, ¿no se separaban de la asamblea cristiana? ¿No fraccionaban el pueblo de Dios? ¿No ponían en lugar de una espiritualidad comunitaria, que constituye la esencia del cristianismo, una piedad individualista? Las proezas ascéticas de los Padres del desierto, ¿no acababan siendo medios humanos para adquirir la gracia de manera que ésta dejaba de ser un don gratuito de Dios? Es evidente que la historia del monacato ha conocido todas estas desviaciones, pero no lo es menos que la Iglesia, tras algunos titubeos, los ha sabido combatir, tanto en el plano institucional como en el doctrinal. Institucionalmente los monjes dependen de los obispos locales integrándoles así en el núcleo de vida cristiana que constituye la Iglesia local; es significativo que oriente s ha opuesto siempre a los intentos de crear órdenes religiosas sin dependencia del poder de los ordinarios... Doctrinalmente, tras largo proceso de discernimiento y análisis, la

Iglesia ha condenado el individualismo y la espiritualidad religiosos que ciertas tendencias monásticas habían introducido en la mística cristiana. Es a estas tendencias doctrinales a las que dedicaremos algunas páginas.

EVAGRIO PÓNTICO (+ 399) I LA ORACIÓN PURA

Originario del Ponto, Asia Menor, amigo y discípulo de los grandes Padres Capadocios, Basilio y los dos Gregorios, Evagrio fue el primer intelectual que adoptó, en el desierto egipcio, el camino de los anacoretas. No se contentó con imitar su ascesis y sus modo de plegaria, sino que intentó integrar los en un sistema metafísico y antropológico inspirado en el neoplatonismo. Con Evagrio, los anacoretas del desierto empezaron a hablar la lengua del Didascalion cristiano de Alejandría. Este rasgo es particularmente notorio en la enseñanza de Evagrio sobre la plegaria.

Aislados voluntariamente de la vida comunitaria de la Iglesia, abocados a la lucha contra las potencias demoníacas que a menudo se les manifestaban a través de necesidades corporales y de pasiones carnales, los monjes veían en los preceptos neotestamentarios sobre la oración el medio más seguro de permanecer en contacto con la gracia de la Redención. Esta clase sólo puede expulsarse con la plegaria (Mc 9, 29) Orad sen cesar (1Tes 5, 17).

Solos con Dios, consideraban naturalmente la plegaria individual como el elemento positivo esencial de la espiritualidad cristiana, el coronamiento necesario de toda la práctica ascética. Ya que habían abandonado todas las actividades que, en el siglo, componen i concretan la edificación del “Cuerpo de Cristo” –la misión, la enseñanza, la beneficencia-, ya que habían abandonado incluso la práctica regular de los sacramentos, no les quedaba más que la oración, única meta de su vida: por la oración realizaban los frutos del bautismo y en ella conocían a Dios.

Evagrio fue el primer gran codificador de la doctrina monástica sobre la oración. A continuación podemos leer algunos de sus Capítulo, en la traducción, a penas modificada, de I. Hausherr:

La oración es una conversación del espíritu con Dios:

Pide, en primer lugar, el don de lágrimas, a fin de ablandar por medio de la compunción, la dureza que hay en tu alma, y, al confesar contra ti tus iniquidades ante el Señor, te llegue de Él el perdón.

Mantente firme, ora con vigor y rechaza las preocupaciones y los pensamientos que te sobrevengan, porque te perturban e inquietan con el fin de debilitar tu ánimo.

Cuando los demonios te ven que deseas la verdadera plegaria, sugieren al pensamiento objetos que te presentan como necesarios; luego avivan el

recuerdo unido a esos objetos, empujando al espíritu a que los busque; después, como no los encuentra se entristece y se aflige. Entonces, a la hora de la plegaria, le recuerdan los objetos de su búsqueda y su memoria, a fin que el espíritu, ablandado por esos tratos, no obtenga la oración fecunda.

Esfuérzate, a la hora de la plegaria, en volver tu espíritu sordo y mudo y podrás orar.

La plegaria es un retoño de la dulzura y de la ausencia de cólera.

La plegaria es un fruto de la alegría y del agradecimiento.

La plegaria aleja la tristeza y del desánimo.

No reces sólo en la actitud externa, sino lleva tu espíritu al sentimiento de la plegaria espiritual, con gran temor.

No reces para cumplir tu voluntad, porque ella no coincide necesariamente con la voluntad de Dios.

La plegaria sin distracción es la obra más elevada del espíritu.

La plegaria es una ascensión del espíritu hacia Dios.

En primer lugar ora para ser purificado de las pasiones, en segundo para ser liberado de la ignorancia, en tercero para ser liberado de tota tentación y desamparo.

Busca en la oración únicamente la justicia y el reino, es decir la virtud y la gnosis, todo lo demás se te dará por añadidura. (Mt 6, 33)

Si tu espíritu divaga en el momento de la oración, es que aún no reza como monje, sino que todavía es del mundo, ocupado en adornar la tienda exterior.

El estado de oración es un estado impasible que, por un amor supremo, arrebata a las cumbres de lo inteligible el intelecto sabio y espiritual.

No te representes la divinidad en ti cuando ores, ni dejes que forma alguna impresione tu espíritu; antes bien, ves inmaterial a lo inmaterial, y comprenderás.

No podrás obtener la oración pura si estás atado a cosas materiales y agitado por continuas preocupaciones; porque la oración es supresión de los pensamientos.

La salmodia vence las pasiones y apacigua la intemperancia del cuerpo; la plegaria hace ejercer al espíritu la actividad que le es propia.

La oración es la actividad propia de la dignidad del espíritu, es decir la ocupación mejor y más adecuada para éste.

La gnosis es excelente, porque es la colaboradora de la oración pues despierta la capacidad intelectual del espíritu a la contemplación de la gnosis divina.

Mantén sin elevar la mirada durante la oración; reniega de la carne y del alma y vive según el espíritu.

El monje, por la oración verdadera, llega a ser igual a los ángeles.

Bienaventurado el espíritu que en el tiempo de la oración llega a se inmaterial a estar desasido a todo.

Monje es aquel que está separado de todos y unido a todos.

Es monje quien se siente uno con todos, por el hábito de verse a si mismo en cada uno.

Como la vista es el mejor de todos los sentidos, así la oración es la más divina de todas las virtudes.

Cuando en la oración llegues más arriba que cualquier otro gozo, entonces, en verdad, habrás encontrado la plegaria. Revue d’ascétique et de mystique, XV, 1934; en castellano, Evagrio Póntico, obras espirituales, Ciudad Nueva, 1995).

Estos fragmentos de los Capítulos, que dieron a generaciones posteriores de monjes una espiritualidad y un vocabulario místico, reflejan la esencia de la vocación monástica, tal como se expresa en este apotegma de san Macario: el monje (del griego “monos”, solitario) es llamado monje a causa de esto: que conversa con Dios noche y día y no imagina nada más que las cosas de Dios, sin poseer nada en la tierra. (Citado por I. Hausherr, Ibíd.). Pero su valor, por desgracia, no fue sólo positivo. Por su mediación –y por toda la obra de Evagrio- los monjes cristianos de oriente cristiano aprendieron a expresarse en lenguaje neoplatónico, que, por supuesto, era el de la época y por lo tanto inevitable, pero que comportaba el riesgo de derivar la espiritualidad de desierto hacia una dirección ajena al Evangelio. El mismo Evagrio acabó además por ser objeto de una condena póstuma y sus escritos sólo pudieron seguir siendo copiados y difundidos gracias al seudónimo de Nil con que se presentaron... discípulo de Orígenes, ¿no transformó el profetismo de los monjes en un intelectualismo espiritualista? La concepción neoplatónica de la divinidad natural del espíritu (nous) humano le llevó a concebir la ascesis monástica no como un testimonio aportado por la mismísima materia de la presencia en nosotros del Reino de Dios, sino como una desencarnación del espíritu que, en la oración, se entrega a su “actividad propia”... De esta manera Evagrio pudo componer su tratado De la oración con apenas unas pocas alusiones a la Escritura, pero ¡sin ninguna referencia a Jesús, el Hijo de Dios encarnado! La tradición del monaquismo ortodoxo fue pues obligada a aplicar a Evagrio un correctivo importante. Adoptando su noción de oración perpetua y “espiritual”, la transformó en “oración de Jesús”... la persona de Cristo, ¿no es, finalmente, el único criterio y la única regla de la espiritualidad cristiana?

MACARIO Y LA MÍSTICA DEL CORAZÓN

San Macario de Egipto fue el maestro de Evagrio en el desierto de Esceta. Nos quedan de él apenas algunos apotegmas donde se nos presenta como uno de los primeros doctores de la plegaria “monológica”, es decir, centrada en una repetición constante de una oración breve de la que el elemento esencial es el Nombre de Dios: “Señor”.

Preguntado al abad Macario sobre cómo hay que rezar, el anciano (geron en griego, estaretz en ruso) respondió: No hay que perderse en palabras; basta alzar las manos y decir: Señor, como tu quieras y como tu sabes, ten piedad. Si te oprime el combate, di: ¡Señor, socórreme! El sabe que te conviene y tendrá piedad de ti. (Petite Philocalie, Ed. Des Cahiers du Sud, Paris, 1953)

La forma primitiva de la “oración de Jesús” parece pues que era el Kyrie eleison cuya constante repetición en las liturgias orientales remonta a los Padres del desierto...

El nombre de San Macario está, por otro lado, ligado a una importante obra, las Homilías espirituales, que no pertenecen a Macario, sino a un autor desconocido del siglo V. Es pues la obra de este gran anónimo, a quien dejaremos el nombre convencional de Macario, la que estudiaremos en este capítulo. Fijémonos para empezar en lo que se opone abiertamente a Evagrio: su antropología, Evagrio, esencialmente platónico, concebía el hombre como un espíritu aprisionado en la materia: el cuerpo no podía tener lugar en la espiritualidad, no más, por otra parte, que el Verbo encarnado...Macario a su vez, hace entrar su enseñanza sobre la oración espiritual dentro del marco de una antropología monista, directamente inspirada por la Biblia y con una cierta resonancia en los estoicos: el hombre es un ser entero y como tal entra en contacto con Dios.

Ciertos autores, después de treinta años, han visto en Macario un miembro de la secta de os mesalianos y, a favor de su tesis, han dado argumentos internos basados en ciertos pasajes macarianos con sabor dualista y también en la antropología “materialista” del autor de las Homilías. Esta tesis encuentra felizmente cada día más adversarios: “Es probable, escribe a propósito W Jaegger, que Macario no haya heredado de ese grup herético las opiniones que algunos eruditos han comparado con lo poco que sabemos de la secta mesaliana, sino de alguna tradición monástica común” (Two rediscovered words of ancient christian literature: Gregory of Nyssa and Macarius, E. S. Brill, Leide, 1954). El mesalianismo y el neoplatonismo forman, en efecto, las dos tentaciones, extremas y opuestas, de la tradición espiritual del Oriente cristiano, pero Macario ciertamente ha sacrificado menos a la primera que Evagrio a la segunda.

La mística de Macario está basada completamente en la Encarnación del verbo. La vida monástica no es para él la restauración de la “actividad propia del espíritu”, sino una realización más plena en nosotros de la gracia del bautismo; la oración continua del monje no tiene como objetivo liberar el espíritu de las trabas carnales; ella permita al hombre acceder ya aquí abajo a

una realidad escatológica, el Reino de Dios, que engloba su espíritu y su cuerpo en la divina comunión. El hombre entero, cuerpo y alma, fue creado a imagen de Dios y, todo entero, es llamado a la gloria divina. El espiritualismo platónico de Evagrio saca al hombre de la historia visible para hacerle entrar en un más allá, en cierta manera espacial y del todo ajeno a la materia; la mística de Macario, al contrario, hace penetrar el reino en el mundo visible, para liberar a este último del imperio de Satán y de hacer resplandecer allí, de manera anticipada, la luz del siglo futuro: el Cristo histórico que ha venido, que vendrá y que está presente sacramentalmente en la Iglesia, es por tanto para Macario el único centro de la vida espiritual del monje:

El Dios inexpresable e incomprensible se ha rebajado, en su bondad, ha revestido los miembros de nuestro cuerpo y ha puesto él mismo un límite a su propia gloria; en su clemencia y su amor a los hombres, se transforma y se encarna, se mezcla con los seres santos, piadosos y fieles y se hace “un solo espíritu con ellos” según las palabras de san Pablo (1 Co 6, 17) –alma en el alma e hipóstasis en la hipóstasis, por así decir-, a fin que el ser vivo pueda vivir en la juventud, sentir la vida inmortal y participar de una gloria incorruptible. (Hom 4, 10).

Es en su constante cristocentrismo donde el autor de las Homilías sobrepasa el dualismo de los mesalianos para quienes Dios y Satán coexistían como dos fuerzas iguales:

Es porque el hombre transgredió el mandamiento por lo que el demonio cubrió su alma entera con un velo espeso. Pero he aquí que sobreviene la gracia que retira todo el velo: en adelante, el alma purificada... contempla en la pureza, con sus ojos purificados, la gloria de la luz verdadera y del verdadero Sol de justicia que ha resplandecido en el corazón. (Hom 17, 3)

Para los mesalianos, los pelagianos de oriente, el único medio para luchar contra el demonio es la oración, es decir, un esfuerzo puramente humano, que atrae la gracia, pero independiente en su origen de la intervención divina. Para Macario, la liberación del hombre le llega del bautismo. La plegaria y, en general, toda la vida espiritual no hacen más que hacer crecer la semilla recibida en el “baño de regeneración”.

El Espíritu divino, nuestro Paráclito, que fue concedido a los Apóstoles y otorgado por ellos a la única y verdadera Iglesia de Dios por el bautismo, acompaña según la analogía de la fe, de maneras diversas y numerosas, cada hombre que viene al bautismo en la fe. (Grande Lettre, ed. Jaegger)

Los cristiano pertenecen a otro siglo, son hijos del Adán celeste, una nueva raza, hijos del Espíritu, hermanos luminosos de Cristo, semejantes al Padre: el Adán espiritual y luminoso... (Hom 16, 8)

Del mismo modo que un hombre posee muchos bienes a la vez que servidores e hijos, da a sus servidores un alimento y otro a los propios hijos nacidos de él –los hijos son efectivamente los herederos del padre; comen con él y son sus iguales-, así mismo Cristo, el verdadero Maestro, ha creado todas las cosas y alimenta a los malvados y a los ingratos; en cuanto a los hijos que

Él mismo ha engendrado, a los cuales les ha dado su Gracia, en quienes el Señor tomó forma, los eleva hasta un reposo particular, con un alimento, una comida y una bebida particulares; se da Él mismo, ya que viven con el Padre; el Señor dijo en efecto: Quien coma mi carne y beba mi sangre permanece en mi y yo en él (J 6, 56), y no verá la muerte. (Hom 14, 4)

La gloria que los santos poseen desde hoy en sus almas cubrirá, revestirá y elevará al cielo los cuerpos desnudos (el día de la Resurrección). Nuestro cuerpo y nuestra alma reposaran eternamente con el Señor en el Reino. Dios, al crear a Adán, no le dio alas corporales, como a los pájaros, pero, por adelantado, le preparó las alas del Espíritu Santo –las que desea darle en la resurrección-, a fin que le eleven y les transporten allí donde el Espíritu desee.. Las almas santas reciben estas alas desde ahora, cuando se elevan, por el espíritu, hacia pensamientos celestes. Los cristianos, en efecto, tienen un mundo diferente: tienen una mesa propia, vestidos propios, un gozo, una comunión, un pensamiento particulares. Por eso son los más fuertes de los hombres. Reciben su fuerza en el interior de su alma por el Espíritu Santo. Por eso en la resurrección, hasta su cuerpo recibirá los bienes eternos del Espíritu y se unirá a la gloria cuyas almas poseen desde ahora por experiencia. (Hom 5, 12)

Este último pasaje muestra claramente que, para Macario, la vida cristiana y, de manera muy particular, la oración continua de los monjes, tienen por objeto manifestar el fermento de la gracia que poseen los hombres desde ahora en si mismos y que en ellos prepara la venida del Reino. El lugar por excelencia de esa gracia es el “corazón”:

Así, en el cristianismo es posible saborear la gracia de Dios: “Probad y ved que bueno es el Señor (S 24, 9). Esta degustación es el poder plenamente activo del Espíritu que se manifiesta en el corazón. Los hijos de la luz, ministros de la Nueva Alianza en el Espíritu Santo, no tienen nada que aprender de los hombres; aprenden cerca de Dios. La misma gracia escribe sus corazones las leyes del Espíritu... el corazón, en efecto, es el maestro y el rey de todo el organismo corporal, y cuando la gracia se ampara de los pastos del corazón, erina sobre todos sus miembros y todos los pensamientos; porque ahí está el espíritu, ahí se encuentran todos los pensamientos del alma y ahí ésta espera el bien. Así es como la gracia penetra en todos los miembros del cuerpo. (Hom 15, 20)

Esta concepción del “corazón”, centro del organismo y sede del espíritu, tendrá, como veremos, una fortuna particular en la mística del oriente cristiano. Apuntemos aquí solamente que Macario razona de un modo totalmente distinto al de Evagrio: la espiritualidad del desierto, la oración perpetua se reencuentran en él en el marco de una concepción del hombre en la que el ser entero, regenerado por los sacramentos, accede a la gracia. Estas y otras expresiones obtendrán una mayor precisión, pero la inspiración fundamental, netamente distinta del materialismo grosero que se reprocha a los mesalianos –“visión de la esencia divina con los ojos corporales”- tiene el inmenso mérito de haber contrarrestar, dentro de la tradición monástica, el predomino exclusivo del intelectualismo evagriano.

LA ORACIÓN DE JESÚS

Evagrio y Macario han definido todos los elementos esenciales de la tradición espiritual ulterior de los monjes orientales. El mérito de autores tales como Diadoco de Fótice o Juan Clímaco, que han gozado en siglos posteriores de una popularidad considerable, ha consistido sobre todo en la realización de una síntesis entre Evagrio y Macario: así es como la “oración espiritual” de Evagrio llegó a ser en Oriente la “oración del corazón”, una oración personal explícitamente dirigida al Verbo Encarnado, la “oración de Jesús”, en la que la “memoria del Nombre” ocupa el lugar esencial.

Diadoco, obispo de Fótice en el Epiro, en el siglo V, fue uno de los grandes divulgadores de la espiritualidad del desierto en el mundo bizantino. La insistencia sobre la vida sacramental y el carácter personalista de la plegaria cristiana coexisten en su obra con ciertos efluvios espiritualista evagrianos, pero vemos en sus Capítulo toda la preocupación de los doctores espirituales ortodoxos por integrar el hesicasmo en la perspectiva bíblica, cuyos elementos esenciales son la caída, la redención y la glorificación futura.

Somos a imagen de Dios por el movimiento espiritual del alma, de la que el cuerpo es como la casa. Ahora bien, después que, por el pecado de Adán, no sólo los trazos de la huella del alma fueran manchados, sino que también nuestro cuerpo cayó más y más en la corrupción, por ello el Verbo santo de Dios se encarnó, comunicándonos, como Dios que es, el agua de la salvación por su bautismo de regeneración. Somos pues engendrados de nuevo por medio del agua por la acción del Espíritu Santo y Vivificante, con lo que inmediatamente somos purificados en el alma y en el cuerpo, al menos aquellos que van a Dios con una voluntad total, porque el Espíritu Santo se establece en nosotros y pone en fuga el pecado... (Chapitres sur la perfection spirituelle, 78, Sources Chrétiennes, Editions du Cerf, Paris, 1943).

La gracia esconde su presencia en los bautizados, a la espera de la decisión del alma: cuando el hombre todo entero se vuelve hacia el Señor, entonces, con un sentimiento inefable, aquélla manifiesta su presencia en el corazón... a partir de ese momento, si el hombre empieza a avanzar mediante la observación de los mandamientos e invoca sin parar el Señor Jesús, el fuego de la gracia divina se esparce incluso por los sentidos exteriores del corazón... (Chapitres... 85, Ibíd..)

El espíritu exige absolutamente de nosotros, cuando cerramos todas las salidas por el recuerdo de Dios, una obra que satisfaga todas sus necesidades de acción. Es necesario pues darle el Señor Jesús (Cf. 1Cor 12, 13) como única ocupación que responde del todo a su objetivo... (Chapitres, 59, Ibíd..)

Cuando el alma se ve agitada por la cólera, o turbada por la embriaguez o bien oprimida por un fuerte desánimo, el espíritu no puede, por más violencia que haga, hacerse dueño del recuerdo del Señor Jesús... Cuando el alma se libera de las pasiones tiene la gracia misma, la cual medita y grita con ella Señor Jesús, como una madre enseñaría a su hijo la palabra “padre”,

repitiéndola con él hasta que en lugar del gorgojeo infantil, lo condujera a la costumbre de llamar claramente a su padre, incluso durante el sueño. Por eso el Apóstol dice: Y asimismo también el Espíritu ayuda nuestra flaqueza: porque qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos; sino que el mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos indecibles. (Rom 26, 8) (Chapitres 61, Ibíd.)

A partir del siglo VI, es el célebre monasterio fundado por Justiniano en el monte Sinaí el que se convierte en el centro de difusión más importante del hesicasmo. La mística de la luz que Orígenes y san Gregorio de Nisa habían relacionado con la imagen bíblica de Moisés crea escuela en el mismo lugar donde Dios había dado la Ley a su pueblo. Es de notar que el ábside de la iglesia principal del monasterio de Santa Catalina esté decorado con un mosaico del siglo VI que representa la Transfiguración: la visión sinaítica de Moisés se reencuentra así, en el pensamiento de los fundadores del cenobio, con la Teofanía del monte Tabor, en el transcurso de la cual Moisés apareció también en la luz divina del Verbo encarnado. Hasta el XIV, la “luz del siglo futuro”, manifestada anticipadamente en el Sinaí y plenamente en el Tabor, será lo que buscarán –en el interior de si mismos- los hesicastas del Oriente cristiano.

El nombre más famoso entre los grandes doctores sinaítas es incontestablemente el de Juan, el que fue higúmeno del monasterio de Santa Catalina entre el 580 y el 650 y recibió el sobrenombre de Clímaco, a causa de la obra que le hizo célebre: La Escala (en griego, klímax) del Paraíso. Como en Diadoco, la invocación del nombre de Jesús ocupa el centro del sistema detallado de espiritualidad monástica que nos ofrece La Escala; encontramos todavía a menudo el vocabulario intelectualista evagriano, pero el contexto inmediato, el papel que se le reconoce al cuerpo humano en la plegaria, demuestran la inspiración bíblica de Juan. Ciertas expresiones pueden incluso hacer creer que el higúmeno sinaíta conocía ya la práctica consistente en unir la plegaria de Jesús a la respiración, y que adoptaron los hesicastas del siglo XIV. No es sorprendente encontrar en autores posteriores –Nicéforo el Hesicasta, Gregorio el Sinaíta, Gregorio Palamás- numerosas referencias a La Escala. La autoridad excepcional de Clímaco condujo incluso a la Iglesia Bizantina a celebrar su memoria el quinto domingo de la Cuaresma dándole así el primer lugar entre los doctores de espiritualidad y ascesis. En occidente, el texto de La Escala fue conocido desde la Edad Media; una traducción francesa de Arnauld d’Andilly, hermano del gran Arnauld, publicada en 1652, la hizo aún más popular.

Ninguna búsqueda en las palabras de vuestra oración: ¡cuántas veces los balbuceos simples y monótonos de los hijos doblegan a los padres! No os lancéis a largos discursos para no disipar el espíritu en la búsqueda de palabras. Una sola palabra del publicano movió la misericordia de Dios; una sola palabra llena de fe ha salvó al ladrón. La prodigalidad en la oración a menudo llena el espíritu de imágenes y le distrae, mientras que una sola palabra (monología) tiene como efecto recogerlo... (Escalón 28)

El hesicasta es aquel que aspira a circunscribir el Incorporal en una morada de carne... el caso del cenobita no es el del monje (solitario). El monje tiene necesidad de una gran vigilancia y de un espíritu limpio de toda agitación;

el cenobita tiene a menudo el apoyo de un hermano, el monje, el de un ángel... (Escalón 27)

Este pasaje, particularmente estimado por los hesicastas del siglo XIV, explica perfectamente la esencia del hesicasmo, identificada aquí –de manera muy justificada- con el “monaquismo”; el sentido etimológico de esta última palabra (“monos”, solo) muestra su sentido primitivo: el monje es aquel que vive solo con Dios y se opone así al cenobita. No tiene otro remedio que buscar dentro de sí mismo y allí le encuentra, en efecto, pues la gracia del bautismo está presente en el “corazón”.

El hesicasta es quien dice: “Mi corazón está dispuesto” (S 57, 8) El hesicasta es quien dice: “Yo duermo, pero mi corazón vela” (Cant 5, 2). Cerrad la puerta de vuestra celda al cuerpo, la puerta de vuestros labios a las palabras, la puerta interior a los espíritus.

Más vale un pobre obediente que un hesicasta distraído... la soledad (hesiquía) es un culto y un servicio ininterrumpido a Dios. Que el recuerdo de Jesús no haga más que uno solo con vuestro aliento; entonces comprenderéis la utilidad de la soledad. (Escalón 27).

La oración de Jesús se encuentra de este modo en el centro de toda la espiritualidad ortodoxa. El Nombre del Verbo encarnado se une a las funciones esenciales del ser: está presente en el “corazón”, está ligado a la respiración. Hace falta señalar no obstante que los grandes doctores orientales de la “oración continua” son unánimes en poner en guardia contra toda confusión entre esta “memoria de Jesús” y los efectos que podría producir en el alma de un cristiano la simple imaginación. Jamás esa “memoria” se convierte en una “meditación” sobre uno u otro episodio de la vida de Cristo, jamás al novicio se le incita a figurarse una imagen exterior a si mismo: el monje es llamado a tomar conciencia de la presencia de Jesús dentro de su ser, presencia a la que la vida sacramental da una realidad plena y existencial, independiente de la imaginación. La visión luminosa de la que se beneficiará entonces no será ni un símbolo, ni efecto de la imaginación, sino una teofanía tan verdadera como la del Monte Tabor, ya que ella manifestará el mismo cuerpo deificado de Cristo.

He aquí porque la vida espiritual de los monjes del desierto está tan estrechamente unida a la teología de la deificación que encontramos en los Padres griegos.

DOCTRINA DE LA DEIFICACIÓN: GREGORIO DE NISA Y MÀXIMO

Gregorio de Nisa y Máximo el Confesor pertenecen ambos a la gran línea de místicos cristianos que consiguieron expresar los elementos esenciales de la espiritualidad cristiana en el marco de una filosofía neoplatónica. Citamos aquí estos dos grandes nombres no porque hayan sido los únicos en hablar de la deificación, sino porque su personalidad situada en la confluencia entre la espiritualidad y la pura especulación, han ejercido una influencia determinante sobre el pensamiento bizantino posterior. Ambos se

enfrentaron, en teología, al problema que Diadoco de Fótice y Juan Clímaco intentaron resolver en el plano de la espiritualidad: expresar en lenguaje neoplatónico, lenguaje universalmente aceptado en su tiempo, el Misterio cristiano de la Encarnación y de la salvación en Jesús Cristo.

“Les he dado la gloria que Tú me has dado, para que sean uno como Tú y yo somos uno: Yo en ti y Tú en mi, para que sena perfectamente uno...” (J 17, 22-23). Los Padres griegos expresan por la noción de “deificación” (theosis), la doctrina del Nuevo Testamento de la unión con Dios, única unión capaz de librar a los hombres de la muerte y del pecado y que constituye por tanto lo esencial de la obra llevada a cabo por Cristo. Como todos los autores espirituales, es en el proceso mismo de esta unión en el que se sitúa Gregorio de Nisa. Otorgada en potencia por el bautismo, la gracia de la deificación, aceptada libremente y de manera progresiva en el transcurso de toda la vida, nos conduce a la visión y a la unión. Filón ya había encontrado en Moisés el prototipo del místico: Orígenes y, siguiéndole, Gregorio de Nisa, adoptan también el medio cómodo, por bíblico, de describir la ascensión espiritual cristiana asimilándola a la subida de Moisés al Sinaí. De esa manera sitúan los elementos esenciales de la doctrina cristiana del conocimiento de Dios: el misterio de la tiniebla en la que se encuentra Dios y donde a Moisés le fue permitido verle, se hace imagen del Incognoscible que se revela al hombre.

¿Qué significan la entrada de Moisés en la tiniebla y la visión que en ella tuvo de Dios?... cuanto más el espíritu, en su camino hacia adelante, consigue, en una aplicación mayor y más perfecta, comprender lo que es el conocimiento de las realidades y más se acerca a la contemplación, más percibe que la naturaleza divina es invisible. Habiendo dejado todas las apariencias no sólo lo que perciben los sentidos, sino lo que la inteligencia cree ver, va siempre más al interior hasta penetrar, por el esfuerzo del espíritu, hasta el Invisible y el Incognoscible donde ve a Dios. El verdadero conocimiento de quien busca, en efecto, su verdadera visión, consiste en ver que es invisible, separado de todo por su incomprensibilidad como por una tiniebla. Por eso Juan el místico que ha penetrado en esa tiniebla luminosa, dice que “nadie ha conocido jamás a Dios” (J 1, 18), definiendo con esta negación que el conocimiento de la esencia divina es inaccesible no sólo a los hombres, sino a toda naturaleza intelectual. Pues cuando Moisés progresó en la gnosis, declaró que veía a Dios en la tiniebla, es decir que sabía que la divinidad es esencialmente aquello que trasciende toda gnosis y que escapa a la aprehensión del espíritu. “Moisés entra en la tiniebla dónde Dios se encintraba” dice la historia. ¿Qué Dios? “El que hace de la oscuridad su retiro” como dice David (S 17, 12) (Gregoire de Nyse, Vie de Moïse, II, 163-164)

Gregorio de Nisa plantea así en toda su amplitud el problema doctrinal del conocimiento de Dios: se trata de una paradoja, de una antinomia que expresa la imagen de la “tiniebla luminosa”. El Incognoscible se da a conocer permaneciendo incognoscible y su incognoscibilidad es más profunda para aquel que le ve. Para expresa esta hecho primordial de la experiencia cristiana, Gregorio, recurre a términos neoplatónicos, pero la realidad que designan es la del Santo de Israel: cuando el hombre, en su ascensión espiritual, se encuentra súbitamente cara a cara con Él, siente de manera más rotunda aún su

transcendencia. Pero Dios es sin embargo un Dios vivo y se comunica con el hombre. Para expresar esta comunicación, Gregorio de Nisa establece ya la distinción entre la esencia divina y sus “energías”, es decir las manifestaciones reales que hacen accesible la vida divina, sin privar a Dios de su inaccesibilidad.

La mayor parte de la gente creen que el término “Divinidad” se aplica propiamente a la naturaleza divina... en cuanto a nosotros, seguimos las indicaciones de las Escrituras y sabemos que esa naturaleza es innombrable e inefable; decimos que todo nombre (divino), ya sea inventado por el hombre o transmitido por las Escrituras, no hace más que explicar conceptos relativos a la naturaleza, mientras que el sentido de la naturaleza misma no lo comprende... Por tanto, puesto que concebimos las diversas energías del Poder transcendente, extraemos las apelaciones de cada una de las energías que nos son conocidas... (A Ablabius, Patrologie grecque, XLV).

La afirmación de la transcendencia esencial de Dios es el correctivo que aportan los teólogos a la espiritualidad de los Padres del desierto. Sí, la “oración pura” da un conocimiento de Dios. Sí, Jesús está íntimamente presente en el corazón del cristiano. Pero esta presencia no puede jamás ser otra cosa que un acto (energía) libre de Dios que permanece inaccesible en su esencia, una gracia de Dios esencialmente transcendente.

En Máximo el Confesor, encontramos de nuevo los principales elementos de la mística de Gregorio de Nisa. Subrayaremos, sin embrago, con algunas citas, dos aspectos particulares de su pensamiento que ejercen sobre Palamás una influencia particularmente sensible: su realismo en la doctrina de la deificación y su cristología.

Máximo insiste aún más que Gregorio de Nisa en el hecho que la visión de Dios en la tiniebla constituye una participación (metojé) en Dios, una deificación (theosis). Como, por otra parte, la doctrina de la inaccesibilidad de Dios –la teología apofática o negativa que distingue lo divino de todos los objetos cognoscibles- se encuentra en Máximo más acentuada todavía por la influencia de los escritos del Pseudo Dionisio, el carácter antinómico y paradójico de la comunión con Dios se hace aún más límpido. Para Máximo la deificación es pues un hecho totalmente sobrenatural, un acto de Dios Omnipotente que sale libremente de su transcendencia, permaneciendo esencialmente incognoscible.

Los santos llegan a ser lo que no puede jamás pertenecer propiamente a la potencia natural, ya que la naturaleza no posee ninguna facultad capaz de percibir lo que sobrepasa la naturaleza. Ningún aspecto de la deificación no es, en efecto, producto de la naturaleza, porque la naturaleza no puede comprender a Dios. Sólo la gracia divina posee en propiedad la facultad de comunicar la deificación a los seres, de una manera analógica; mientras que la naturaleza resplandece con una luz sobrenatural y se encuentra transportada por encima de sus propios límites por una gloria sobreabundante. (A Thalasius, 22 Patrologie Grecque).

La participación en Dios es, en Jesús Cristo una participación total. No es posible, en efecto, participar de una parte de Dios, porque el Ser Divino es simple, por tanto indivisible, y la “energía” divina es Dios, no disminuido, sino revelado libremente.

Para describir el estado deificado del hombre, Máximo recurre a textos paulinos y, también, a la misteriosa figura de Melquisedec.:

El admirable Pablo negaba su propia existencia y no sabía si poseía una vida propia: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mi...” (Ga 2, 20). (El hombre), imagen de Dios, se hace dios por la deificación, goza plenamente de todo lo que le pertenece por naturaleza... porque la gracia del Espíritu Santo triunfa en él y porque sólo Dios, de manera manifiesta, actúa en él; de esta manera, Dios y los que son dignos de Dios, no tienen en todo más que una sola y única actividad (“energía”); o más bien, esa energía común es la energía de Dios sólo, ya que Él todo entero se comunica a los que, completos, son dignos. (Ambigua, Patrologie grecque, XCI).

Melquisedec poseía en sí mismo al único Verbo de Dios, vivo y activo... Fue a la vez sin principio y sin fin, ya que no llevaba en él la vida temporal y cambiante, la que tiene un principio y un fin y que está sacudida por múltiples pasiones, sino únicamente la vida divina del Verbo, que vino a habitar en él, la vida eterna no limitada por muerte alguna. (Ibíd., 1144)

Esta doctrina de Máximo sobre la deificación, está ligada a la cristología ortodoxa que el monje confesor defendió y la que triunfó al fin en el VI Concilio Ecuménico, en Constantinopla, en el año 681. Las dos naturalezas de Cristo no constituyen nociones abstractas, prácticamente confundidas en la divinidad del Verbo, como pretendían los monotelitas, partidarios de un compromiso con el monofisismo: según Máximo, cada naturaleza se manifiesta realmente, posee una existencia propia, una voluntad propia, por más que las dos estén unidas en la sola Persona del Verbo y que la voluntad humana se someta en todo a la divina. La noción de voluntad no tenía en Máximo el sentido que posee en la filosofía personalista moderna: sinónimo de “energía”, significa finalmente la manifestación de la existencia real. Este vocabulario da de ese modo al pensamiento de Máximo un carácter existencialista: la afirmación de los monotelitas, según la cual Cristo tendría una naturaleza pero no una voluntad humana está vacía de sentido, ya que según ellos esa naturaleza no se habría manifestado existencialmente. No sería más, pues, que una abstracción. Según Máximo, al contrario, la “energía” o voluntad humana existía plenamente en Jesús y la salvación consiste precisamente en que haya conformado totalmente –libremente- a la energía o voluntad divina: todos los cristianos, uniéndose sacramentalmente y místicamente a Cristo, ligándose a Su voluntad humana, se unen también a la voluntad divina. Por eso, cuando san Máximo dice, en el texto citado más arriba, que “los que son dignos de Dios no tienen en todo más que una sola y la misma energía” con Dios, no niega, en ellos, la existencia de la naturaleza humana, pero afirma que, deificados, conforman su energía propia a la de Dios y reciben esta última en ellos.

Antes de abandonar, con Gregorio de Nisa y Máximo, la gran época patrística, señalemos que ambos doctores pertenecen a la tradición hesicasta,

entendida en un sentido amplio. Gregorio, como W Jaegger ha mostrado recientemente, completó por medio de su enseñanza espiritual y mística la reglas exteriores de disciplina que su hermano Basilio el Grande había establecido para los monjes de Asia Menor: su Moisés es, antes de nada, un monje contemplativo que “se exilió durante cuarenta años de la sociedad de los hombres y, viviendo solo y con él solo, aplicó su mirada, sin dejarse turbar y en la tranquilidad (por la “hesiquía”!), a la contemplación de las cosas invisibles” (Commentaire sur les psaumes, trad. J Danielou, Platonisme et théologie mystique, Paris, Aubier, 1944). En cuanto a Máximo, que había recibido la influencia profunda de Evagrio, nos ha dejado no sólo tratados arduos de teología, sino también obras de espiritualidad en las que se muestra como un doctor de la oración continua, oración ya tradicional en Oriente en el siglo VII. La espiritualidad bizantina posterior recibió así de los Padres una herencia en la que teología y oración no constituían dos dominios independientes, sino que se unían de hecho como una contemplación accesible a todo cristiano, cualquiera que fuese su nivel cultural o intelectual.

SIMEÓN EL NUEVO TEÓLOGO

Monje estudita, más tarde abad en el monasterio de san Mamas, en Constantinopla, Simeón ocupa un lugar de excepción en la historia de la espiritualidad del oriente cristiano. Por una parte, en efecto, pertenece a la gran línea de místicos, artesanos de la oración de Jesús, de los que adopta íntegramente la tradición; pero, por otra, su extraordinariamente fuerte personalidad se expresa en cada una de las líneas de sus escritos: el único de todos los místicos ortodoxos de la Edad Media que habla abiertamente de su experiencia personal e íntima, que describe sus propias visiones, y no teme oponer el acontecimiento espiritual de la vida mística a ciertas instituciones tradicionales de la Iglesia.

Se ha señalado a menudo el carácter impersonal de la mayor parte de los escritos ascéticos y espirituales del oriente cristiano: un Juan Clímaco o incluso un Máximo el Confesor no se ponen nunca como modelos cuando enseñan a rezar; tienen conciencia de pertenecer a una escuela de espiritualidad, la de la Iglesia, e incluso cuando se atreven a decir lo que otros no han dicho, no ven en esos elementos originales más que una expresión de la misma tradición. Simeón, en el fondo, no es una excepción a esta regla, pero el hecho del encuentro personal con Dios le parece tan abrumador que se preocupa menos que los otros por dar una forma tradicional a sus escritos. Su manera se podría comparar en este aspecto a la de los grandes místicos occidentales.

Nos conformaremos aquí con destacar por medio de algunos textos dos elementos capitales de la obra de Simeón:

1. La afirmación de la primacía del acontecimiento espiritual, en especial cuando describe su propia conversión.

2. El realismo intenso de la mística cristocéntrica y, en especial, su realismo sacramental.

He aquí un extracto del 91º Discurso de Simeón en el que describe su propia vocación monástica:

Tu me sacaste del pantano maloliente, y cuando toque el suelo, me confiaste a tu servidor y discípulo (Simeón el piadoso, maestro espiritual de Simeón el “Nuevo Teólogo) ordenándole que me limpiara de toda suciedad. Me llevó de la mano como a se conduce un ciego a la fuente, es decir a las Sagradas Escrituras y a tus mandamientos divinos... un día que yo me apresuraba al baño cotidiano, en el camino, me encontraste de nuevo, Tú que ya me habías sacado de la inmundicia. Fue entonces cuando por vez primera brilló ante mis débiles ojos la luz purísima de tu Rostro divino... a partir de ese día, volviste a menudo; cada vez que me hallaba ante la fuente, tomabas mi cabeza y la sumergías en las olas, dejándome tu resplandor, pero pronto desaparecías, haciéndote invisible, sin haberme hecho comprender quien eras...

Por fin, te dignaste a revelarme el augusto misterio: un día, cuando incansablemente me sumergías una y otra vez, como a mi me parecía, en las aguas lustrales, vi resplandores fulgurantes que me rodeaban. Vi los rayos de tu Rostro mezclándose con las aguas y, sintiéndome limpio por esas aguas resplandecientes, salí de mi mismo y fui raptado en un éxtasis.

Así viví un cierto tiempo. Después, por tu gracia, me fue concedido contemplar otro misterio más temible aún. Vi que, habiéndome tomado contigo, subiste a los cielos, pero no sé si fui ascendido en mi cuerpo o sin él- Tú solo lo sabes, Tú solo que me has creado.

Vuelto en mí, me encontré inundado en lágrimas, tristemente sorprendido del estado de privación al que me veía reducido. Poco después que volviera en mí, te dignaste mostrarme allá arriba, en el cielo abierto, tu Rostro semejante al sol, sin figura y sin aspecto; pero no me revelaste aún quien eras. Y ¿cómo lo habría podido saber sin que Tú me lo dijeses, cuando tan rápidamente desapareciste de mi débil vista?...

Y siempre llorando, fui en tu busca, Desconocido. Deshecho por la tristeza y la aflicción, olvidé completamente el mundo y todo lo que hay en él, no guardando en mi espíritu nada de lo que es sensible. Entonces apareciste, Tú, el Invisible, Inalcanzable, Intangible. Sentí que purificabas mi espíritu, que abrías los ojos de mi alma, que me permitías contemplar más plenamente tu gloria y que Tú mismo crecías en luz... Me pareció, oh Señor, que Tú, inmóvil, te movías, que Tú, inmutable, mudabas, que Tú, sin figura, tomabas forma... Tú resplandecías más allá de toda medida y parecías mostrarte a mí completo en todo, a mí que veía claramente. Me atreví entonces a interpelarte diciendo: “¿Quién eres, Señor?”

Por vez primera, me concediste, a mi, vil pecador, escuchar la suavidad de tu voz. Me hablaste con tanta dulzura que me estremecí y quedé maravillado, preguntándome cómo y por qué yo había sido gratificado con tus beneficios. Tú me dijiste:

“Yo soy el Dios que se ha hecho hombre por amor a ti. Como has deseado encontrarme con toda tu alma, a partir de ahora serás mi hermano, mi amigo, el coheredero de mi gloria...”

Así lo dijiste y callaste. Después, lentamente, te alejaste de mí. ¡Oh Maestro delicioso y dulce, oh Señor mío Jesús Cristo! (Vie Spirituelle XXI, 1931)

Poeta y místico a la vez, Simeón expresa aquí mediante imágenes vividas lo esencial de la experiencia cristiana: la comunión con el Incomunicable y el conocimiento del Incognoscible, que la Encarnación hace posibles gracias a que saca a la criatura del pecado y le concede la vida divina. Es exactamente lo que expresará Palamás más tarde distinguiendo en Dios la “esencia” de las “energías”. Simeón se limita a afirmar la transcendencia esencial, a describir el temblor que siente un ser creado ante el Misterio y a declarar el hecho de la Revelación y de la Gracia, el hecho de la visión cara a cara, concedido por un Dios vivo, en Jesús Cristo.

El “Nuevo Teólogo” fue siempre un hueso duro de roer para las autoridades eclesiásticas. Éstas miraban con recelo a ese monje visionario que defendía con pasión la antigua práctica monástica de la confesión recibida por simples monjes no revestidos del sacerdocio (esta “confesión” era, por otra parte, absolutamente distinta del perdón sacramental), que ponía en duda la eficacia del bautismo si no daba ningún fruto... La vida de san Simeón constituye toda ella una ilustración del conflicto entre profeta y presbíteros, entre Acontecimiento e Institución, que muchos otros santos –en occidente el pobre de Asís- conocieron. Hay, sin embargo, en Simeón un sentido teológico innegable y una intimidad profunda con la Biblia. ¿No afloran reminiscencias paulinas en todo el relato de la conversión que acabamos de citar? Su oposición a cualquier sacramentalismo mecánico –por otra parte ajeno al oriente cristiano en su totalidad- no le condujo de ninguna manera a volver sobre la mística “intelectual” de Evagrio ni hacia el espiritualismo neoplatónico. Los sacramentos de la Iglesia son parte integrante de su universo espiritual y sus oraciones de antes y de después de la Comunión pueden considerarse entre las más realistas que hoy contiene el libro ortodoxo de plegarias:

Aquel que comulga en la gracia divina y teúrgica no está solo, sino todo él, completo, en Ti, oh Cristo... He aquí porque me atrevo a acercarme a Ti, llorando, como ves, y con un alma contrita, suplicando que me concedas el perdón de los pecados, y poder comulgar, sin ser condenado, en tus Misterios... Espero en Ti y, tembloroso, comulgo con fuego. Por mí solo no soy más que paja, pero, oh milagro, de pronto me siento inflamado, como otro tiempo la zarza ardiente de Moisés... (Ibíd..)

Todo tu cuerpo purísimo y divino brilla con el fuego de tu divinidad, unido a ella de manera inefable. Me has concedido, Señor, que este templo corruptible –mi carne humana- se una a tu santa carne, que mi sangre se mezcle con la tuya; y ahora soy miembro tuyo, transparente y traslúcido. (Ibíd..)

El genio de Simeón le permitió expresar el valor religioso y el contenido espiritual auténtico de la tradición mística de los monjes orientales; al afirmar la necesidad para todo verdadero cristiano de un contacto vivo con Dios, de una

comunión consciente con Jesús Cristo, de una experiencia de unión, el abad de san Mamas planteó el problema sobre la naturaleza exacta de esta unión. Será Palamás el encargado de resolverlo en el plano doctrinal.

EL HESICASMO BIZANTINO EN LOS SIGLOS XIII Y XIV

A menudo se ha escrito que la renovación hesicasta en el siglo XIV en Bizancio tuvo su origen en el Sinaí, donde Gregorio el Sinaíta, a principios d ese siglo, habría llevado la práctica de la “oración del corazón” a fin de aclimatarlo al Athos. El biógrafo de san Gregorio presenta las cosas de ese modo. Lo hace, sin embargo, para resaltar, por medio de ciertas exageraciones usadas por los biógrafos, el papel del santo cuya memoria honra. La importancia de san Gregorio Sinaíta fue, sin duda, enorme –sobre todo en los países eslavos- de cara a la difusión del hesicasmo en el XIV; pero otros doctores jugaron, junto a él, un papel comparable al suyo. Es a ellos, y no al Sinaíta, a quienes se refiere Palamás. Les debemos pues nuestra particular atención.

Un nombre, de manera especial, se encontró en el centro de las discusiones concernientes al hesicasmo: el de Nicéforo el Hesicasta. Palamás habla de él como de un “italiano convertido a la ortodoxia, que se hizo monje en el Monte Athos después de haber sido, en Constantinopla, uno de los adversarios de la política unionista del emperador Miguel VIII Paleólogo (1261-1282). Como muchos otros “italianos” llegados a Bizancio en esta época, Nicéforo era seguramente un griego de Calabria o de Sicilia. No sabemos nada más sobre su vida, solamente que dejó un breve tratado Sobre la vigilancia del corazón y que tuvo numerosos discípulos entre la élite espiritual de la Iglesia Bizantina. Fue cerca de Kairés, la capital del Monte Athos, donde se localiza generalmente el eremitorio en el que vivió.

Hemos citado más arriba textos de Juan Clímaco para quien la meta de la vida hesicasta consistía ya en “circunscribir al Incorporal en el cuerpo” y “ligar el Nombre de Jesús a la respiración”. Las Homilías espirituales de Pseudo Macario habían orientado, efectivamente, el conjunto de la mística hesicasta en ese sentido: el cuerpo, el alma y el espíritu son considerados como un organismo único; sólo el pecado desunió esta unidad, al hacer que el cuerpo se rebelase contra el espíritu, al abandonar a éste a vagabundeos imaginarios y al someter el cuerpo a la tiranía de las pasiones. Cristo vino a restablecer la unidad del compuesto humano y el hesicasta, por el recuerdo constante del Nombre de Jesús, hace vivir en el interior de sí mismo la gracia redentora; para que esa gracia sea realmente eficaz, debe “hacer regresar el espíritu al corazón”, es decir volverle a dar el lugar que le era propio, en el centro del organismo psico-fisiológico, y reconstituir así la armonía entre las diversas partes que lo constituyen.

Estos elementos son retomados por Nicéforo en su tratado para definir una serie de preceptos o ejercicios espirituales que han sido identificados erróneamente como el hesicasmo en sí, mientras que no constituyen –a los ojos del autor- más que uno de los aspectos secundarios. El opúsculo constituye, en efecto, un florilegio de citas hagiográficas y patrísticas, entre

ellos extractos de La Vida de san Antonio, por Macario, de Juan Clímaco, de Diadoco de Fótice, de Simeón el Nuevo Teólogo y otros textos espirituales. En apéndice a dicho florilegio, el autor cita un interlocutor que le pide que defina con más precisión que es la “atención” (prosokhé) y le indique los medios de alcanzarla; ¿no es la disipación del espíritu, según los Padres, el mayor obstáculo para alcanzar la oración continua? ¿Es posible guardar dentro del corazón el Nombre de Jesús, mientras el espíritu es asaltado por las percepciones que le llegan del mundo exterior, mientras es atraído por el pecado lejos del lugar que Dios le ha asignado, es decir el corazón, desde donde podría “regir todo el organismo”? En un lenguaje popular y sin ninguna búsqueda doctrinal, Nicéforo indica a su interlocutor el medio más tradicional de vencer todas las dificultades: seguir los consejos de un maestro espiritual. Para acabar, le indica un medio práctico para el caso que no encuentre un maestro experimentado:

Importa buscarse un maestro infalible: sus lecciones nos enseñarán nuestros desvíos a derecha e izquierda y también nuestros excesos en materia de atención... si no lo encuentras, invoca a Dios en la contrición de tu espíritu y, con lágrimas, suplícale en tu desnudez lo que te digo.

Pero en primer lugar que tu vida sea pacífica, limpia de toda preocupación, en paz con todos. Luego entra en tu cámara, enciérrate, y, sentado en un rincón, haz como te voy a decir:

Sabes que nuestra, el aire de nuestra inspiración, nosotros no lo espiramos a causa de nuestro corazón... como te digo, siéntate, recoge tu espíritu e introdúcele -me refiero a tu espíritu- en tus narices; es el camino que toma el soplo para ir al corazón. Empújalo, fuérzalo a descender en tu corazón al mismo tiempo que el aire inspirado. Cuando esté allí, verás la alegría que seguirá: no tendrás que lamentar nada. Del mismo modo que el hombre que vuelve a su casa después de una ausencia no puede contener la alegría de reencontrar a su mujer y sus hijos, así el espíritu, cuando se ha unido al alma, desborda con una alegría y una delicia inefables...

Comprende que, mientras tu espíritu se encuentre allí no debes callarte ni permanecer ocioso. Pero, no debes tener otra ocupación ni meditación que el grito de: «¡Señor Jesús Cristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí!». Ninguna tregua, a ningún precio. Esta práctica, manteniendo tu espíritu al abrigo de las divagaciones, lo vuelve inexpugnable e inaccesible a las sugestiones del enemigo y cada día lo eleva más en el amor y el deseo de Dios.

Pero si, hermano mío, a pesar de todos tus esfuerzos, no llegas a penetrar en las partes del corazón conforme a mis indicaciones, haz como te digo y, con la ayuda de Dios, alcanzarás tu objetivo. Sabes que la razón del hombre tiene su asiento en el pecho. En efecto, es en nuestro pecho donde hablamos, decidimos, componemos nuestros salmos... Después de haber arrojado de esta razón todo pensamiento (tú puedes hacerlo, sólo necesitas desearlo), entrégale el «Señor Jesús Cristo, ten piedad de mí» y oblígate a gritar interiormente, con exclusión de cualquier otro pensamiento, esas palabras. Cuando con el tiempo hayas dominado esa práctica, ella te abrirá la entrada del corazón tal como te lo ha dicho y sin ninguna duda. (Petite Philocalie).

Nicéforo concreta así, de manera muy precisa, el papel que Macario asignaba ya al corazón en la oración. Su método de oración se basa en una antropología que Macario compartía en líneas generales, pero cuyo origen es semítico: la concepción bíblica del hombre, como un todo psico-fisiológico indivisible, triunfa aquí, n la espiritualidad monástica de Bizancio, a pesar de siglos de tentaciones dualistas neoplatónicas. La ascesis corporal propuesta por Nicéforo deriva efectivamente “de la simple constatación de que toda actividad psíquica tiene una repercusión somática. El cuerpo, de una manera sensible e imperceptible, toma parte en todo el movimiento del alma, ya se trate del sentimiento, del pensamiento abstracto, de volición o de experiencia transcendente” (A Bloom, Contemplation et ascèse, 1949). Lo más discutible de su obra, son las concepciones puramente fisiológicas que presuponen ciertas expresiones. Esa fisiología, por otro lado, es cercana a la de la Biblia. “El corazón es la parte rectora; éste posee la hegemonía del cuerpo y es en él donde el Creador ha puesto la fuente del calor innato; en conexión con los pulmones, que tienen la misión de refrigerar, interviene en la respiración y en la emisión de la palabra” (A.Guillaumont, Le sense du nom de coeur dans l’Antiquité, 1950). Hay que admitir sin embargo que Nicéforo no asigna a esta fisiología un papel esencial en su espiritualidad; el método psico-fisiológico no es más que un medio entre otros de conseguir la atención o vigilancia del corazón que, aunque siendo condición necesaria de la plegaria verdadera, no constituye ni su esencia ni su meta última. En ello, la oración del hesicasta cristiano se distingue radicalmente del Yoga hindú o del Dhikr musulmán que son las técnicas conducentes, de forma más o menos automática, al estado místico buscado. En el siglo XIII se producen numerosos contactos personales entre monjes cristianos y el Islam: textos –vidas de santos, escritos de Filoteo y Gregorio Palamás- ofrecen abundantes testimonios. Una plegaria del Nombre Divino, ligada a la respiración, estaba de tal manera extendida en los ambientes musulmanes que es imposible negar una compenetración recíproca de las dos espiritualidades. (Ver el estudio de L Gardet, Un problème mystiques comparée; la mention du Nom Divin –dhikr- dans la mystique musulmane, 1952). Pero este paralelismo no hace más que subrayar el contraste entre el uso musulmán y la interpretación cristiana de un mismo fenómeno psicológico: en los monjes cristianos –cualesquiera que fueren las alteraciones y confusiones, inevitables en ambientes populares- la plegaria respiratoria se hizo inseparable de una mística sacramental y de una teología de la gracia.

Numerosos tratados bizantinos de los siglos XIII y XIV se refieren, con variantes, a los mismos preceptos de Nicéforo: lo encontramos, en efecto, en el Método de la santa atención, obra anónima falsamente atribuida a Simeón el Nuevo Teólogo, en san Gregorio el Sinaíta, en Calixto e Ignacio Xantopoulos. Palamás nos indica, por otro lado, que las dos mayores personalidades del mundo religioso bizantino a finales del XIII, el Patriarca Atanasio I y Teolepto, Metropolitano de Filadelfia, también las recomendaban a sus discípulos espirituales. Esta indicación muestra la gran difusión de la espiritualidad hesicasta; también muestra el verdadero carácter de la misma: Ni Teolepto ni Atanasio, han sido eremitas, recluidos en un claustro o retirados en el desierto; al contrario, ambos unen sus nombres a reformas sociales y espirituales de la sociedad cristiana y se muestran, a lo largo de toda su carrera, promotores de un espíritu eclesial, comunitario y sacramental en Bizancio. En su persona y en

las de sus sucesores, el hesicasmo del XIV no aparece por tanto únicamente como un movimiento místico individual, sino como una renovación espiritual, fundada en la tradición patrística. En la persona de un Atanasio y un Teolepto, la mística cristocéntrica de la oración de Jesús encuentra así una dimensión eclesial; en la obra de Gregorio Palamás, encontrará su teología.

Antes de pasar al gran doctor hesicasta, hemos de detenernos, sin embrago, en aquel cuya inmensa influencia espiritual preparó el triunfo del palamismo, no sólo en Bizancio, sino también el los países eslavos: Gregorio el Sinaíta (1255 – 1346).

Originario de Asia Menos, Gregorio debe el sobrenombre a una larga estancia en el monasterio del Sinaí, donde las tradiciones de san Juan Clímaco permanecían vivas. Su biógrafo, el Patriarca Calixto, explica que compartió su tiempo entre la plegaria y el estudio y que superó en ciencia a todos los monjes del monasterio. No es en el Sinaí, sino en Creta, a donde se trasladó, donde un monje llamado Arsenio le enseñó la “guardia del espíritu” y la “oración pura”. En el Monte Athos, a donde pronto se trasladaría, se encontró al frente del eremitorio de Magula y fue rápidamente rodeado de numerosos discípulos. Hacia 1325, los monjes atonitas que habitaban en el exterior de los muros de protección de los grandes conventos, fueron víctimas de repetidas incursiones de los turcos. Gregorio fue obligado a abandonar el Athos y acabó por refugiarse en Paroria, en los confines del Imperio Bizantino y de Bulgaria, en las montañas de Tracia, donde se benefició de la protección del Zar búlgaro Juan Alejandro. Fue desde Paroria desde donde el hesicasmo de expandió a todos los países eslavos. Entre los discípulos directos o indirectos del Sinaíta se encuentran, en efecto, los futuros artesanos de la renovación espiritual e intelectual de los países eslavos: Teodosio de Trnovo, el Patriarca búlgaro Eutimio, Cipriano, Metropolitano de Kiev. A través de ellos, el hesicasmo penetró hasta Rusia donde, en el XV, suscitó el célebre movimiento de los “startsi” del Alto Volga.

Los escritos de san Gregorio el Sinaíta se hicieron extremadamente populares entre los monjes ortodoxos. Imbuido de los preceptos de La Escala, Gregorio presenta la espiritualidad de la oración pura con un conocimiento profundo de la psicología de los monjes; explota a fondo la experiencia acumulada por generaciones anteriores. De ahí el carácter extremadamente denso, a veces elaborado, de sus escritos, en los que los testimonios místicos conviven con los consejos más concretos. Toda la tradición hesicasta parece condensarse en un pasaje como el siguiente:

Por encima de los mandamientos, está el mandamiento que los abraza a todos: el recuerdo de Dios: “Acuérdate del Señor en todo tiempo” (Deut 8, 18). Es por respecto a éste que los demás son violados; es por éste que los otros se guardan. El olvido, en el origen, ha destruido el recuerdo de Dios, oscurecido los mandamientos y descubierto la desnudez del hombre. (Acrostiches sur les commandements)

Esta “memoria de Dios”, necesaria para la vida verdadera y corrompida por el pecado, es precisamente lo que el hesicasta de be reestablecer en sí mismo. Por ello debe apartar cualquier otro pensamiento que el pensamiento de Dios.

El principio y causa de los pensamientos, es, inmediatamente después de la transgresión, el estallido de la memoria simple y homogénea. Haciéndose compuesta y diversa, de simple y homogénea como era, perdió el recuerdo de Dios y corrompió sus capacidades.

El remedio para librar esta memoria primordial de la memoria perniciosa y malvada de los pensamientos es el retorno a la simplicidad original... el gran remedio de la memoria es el recuerdo perseverante e inmóvil de Dios en la oración. (Ibíd..)

Doctor de la “quietud” (hesykhia), Gregorio el Sinaíta es muy explícito al preferir la vía eremítica al monacato cenobítico tal como él mismo lo había practicado en el Sinaí, y como existía ya en los monasterios bizantinos. La plegaria litúrgica –o salmodia- permanece, según él, demasiado exterior para contribuir por ella misma a la restauración de la “memoria” divina.

En cuanto a ti, imita a los que salmodian de tiempo en tiempo, raramente... la salmodia frecuente es el asunto de los activos, a causa de su ignorancia y por la fatiga que impone, pero no de los hesicastas que se contentan con rezar a Dios sólo en su corazón y de permanecer al abrigo de todo pensamiento.(Ibíd..)

Los maestros del hesicasmo del XIV no eran tan negativos hacia la salmodia. Teolepto de Filadelfia, en especial, aconsejaba vivamente a sus discípulos seguir rigurosamente todos los preceptos del monacato comunitario y el patriarca Filoteo explica que una severa aparición de san Antonio hizo regresar a Palamás con sus hermanos para participar en la oración comunitaria, en un momento en que él creía que debía aislarse para entregarse a la “oración pura”. Parece que Gregorio el Sinaíta haya pertenecido a la tendencia más individualista, la más espiritualizante, la más fiel a Evagrio el Póntico, entre los hesicastas bizantinos. No debe ser casualidad que se abstuviera completamente de participar en la controversia dogmática que estallará, en los últimos años de su vida, a cerca de la espiritualidad de los monjes. Es cierto que sus discípulos más próximos – Calixto, Marco, David Dishypato- estarán todos al lado de Palamás. Además Gregorio el Sinaíta no podía más que simpatizar con los monjes, sus hermanos, en la lucha que les oponía a los humanistas barlaamitas, ya que él mismo recomendaba unir la oración a la respiración y citaba explícitamente la oración corporal del Pseudo-Simeón. A pesar del carácter “evagriano” de su espiritualidad, la tradición de Macario y de Simeón el Nuevo Teólogo estaba demasiado viva entre los monjes para que no les hubiese sido fiel. En su obra, como en la de los otros autores hesicastas de su tiempo, encontramos pasajes en los que toda la mística del Nombre de Jesús, toda la espiritualidad de la plegaria pura son unidas a la vida sacramental en Jesús Cristo. Para él, como para los demás, la meta de la vida hesicasta no es diferente en lo esencial a lo que las Escrituras proponen a todos los cristianos: tomar conciencia de la gracia del bautismo, ya concedido al hombre, pero escondido por el pecado.

La mayor parte de nosotros caen por la negligencia y la costumbre viciosa en la insensibilidad y la ceguera y no sabemos más si hay un Dios, qué somos nosotros, en que nos hemos convertido olvidando ser hijos de Dios, hijos de la luz, hijos y miembros de Cristo. ¿Hemos sido bautizados en la edad adulta? No

percibimos más que el agua y no el Espíritu. Incluso si hemos sido renovados por el Espíritu, no creemos más que con una fe muerta e inactiva... No somos más que carne y nos comportamos según la carne... Hay dos maneras de encontrar la operación (energía) del Espíritu recibida sacramentalmente por el bautismo:

a) el don que se revela de manera general por la práctica de los mandamientos al precio de grandes esfuerzos...

b) se manifiesta en la vida de sumisión (a un padre espiritual) por la invocación metódica y continua del Señor Jesús Cristo, es decir por el recuerdo de Dios.

El primer camino es el más largo, el segundo el más corto, a condición de haber aprendido a buscar con coraje y perseverancia para descubrir oro. (De la contemplation)

Una de las preocupaciones esenciales del Sinaíta es advertir a sus discípulos de visiones imaginarias que no sólo provienen forzosamente de la sola naturaleza, sino que lo más frecuente es que sean provocadas por el demonio.

Amante de Dios, estate bien atento. Cuando, ocupado en tu obra, veas una luz o un fuego, en ti mismo o fuera de ti, o la imagen del Cristo, de los ángeles o de los santos, no la aceptes, te arriesgarías a sufrir. No permitas a tu espíritu forjar ninguna imagen. Todas esas formas exteriores intempestivas tienen por efecto perder el alma. El verdadero principio de la oración es el calor del corazón que consume las pasiones, produce en el alma la alegría y el gozo y conforma el corazón en un amor seguro y un sentimiento de plenitud indubitable. (Ibíd.)

Gregorio el Sinaíta insiste aquí en un rasgo esencial de la tradición mística ortodoxa: la imaginación bajo todas sus formas voluntarias e involuntarias es el enemigo más peligroso de la unión con Dios. Los espirituales orientales se encuentran aquí curiosamente con el pensamiento de Simone Weil sobre la imaginación “que sirve para tapar los agujeros por donde pasaría la gracia...” Lo que buscan los monjes no es un estado subjetivo particular, sino un contacto objetivo, cuyos efectos –calor del corazón, alegría, sentimiento de plenitud- son reales. Pero esencialmente diferentes de los sentimientos subjetivos que les corresponden, ya que manifiestan la presencia efectiva de Dios y no un estado del alma.

Tocamos aquí el punto preciso donde el hesicasmo aparece, con toda evidencia, no sólo como una escuela de espiritualidad, sino también como una doctrina, inseparable de la espiritualidad. Hemos de pasar pues ahora al teólogo del hesicasmo, san Gregorio Palamás.