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1 SAN VICENTE DE PAÚL Y LOS GONDI Régis de Chantelauze. Plon, París, 1882. Traducción del P. Máximo Agustín Prefacio Los historiadores antiguos y modernos de san Vicente de Paúl. -Publicación de su correspondencia -Documentos inéditos del Oratorio y de los archivos del Ministerio de Asuntos exteriores. Dos siglos después, sería difícil citar a un hombre ilustre, por grande que fuera su fama, cuya vida haya sido escrita tantas veces y en tantos idiomas como la de san Vicente de Paúl. Porque no existe uno cuyo recuerdo sea más querido a la memoria de los hombres que quien fue en los tiempos modernos el apóstol de la caridad, el verdadero creador y el mayor organizador de la asistencia pública. Apenas habían transcurrido tres años después de su muerte, cuando sus piadosos hijos, los sacerdotes de San Lázaro, reuniendo todos sus recuerdos, publicaron una historia de su vida, cuya redacción la habían confiado en gran parte a uno de sus más queridos discípulos, el sr Fournier. Como Vicente, por espíritu de humildad, había prohibido a sus misioneros publicar libros y que, por otra parte, nada podía ser más provechoso a la sociedad cristiana que la vida de Vicente, se dio la vuelta a la dificultad obteniendo de Louis Abelly, obispo de Rodez, que diera su nombre a la vida del santo. Abelly se prestó voluntariamente a este deseo, como antiguo amigo de Vicente de Paúl, tenía una predilección muy particular por San Lázaro, a donde debía retirarse más tarde, una vez dimitido de su sede. A decir verdad, esta historia de san Vicente era sobre todo un libro de familia, escrito por humildes y fervientes discípulos, menos preocupados por la literatura que por las buenas obras, y quienes, sin arte, un tanto confusamente, se limitaban a contar con un estilo sin aderezo, a veces ingenuo y singularmente conmovedor, todo lo que habían visto y oído, con el único fin de que esta colección les pudiera servir de ejemplo, como a la gente del mundo. Aunque su lectura se haga pesada con frecuencia, el libro no deja de ser por eso infinitamente precioso, ya que no existe ninguno que encierre detalles más interesantes sobre la vida íntima del santo, que nos haga penetrar más adentro en su alma y en su corazón, que nos le muestre más cercano en todo su candor y su afable sencillez, que nos haga oír mejor su voz evangélica y sus discursos impregnados de una caridad sublime. En el siglo dieciocho, poco después de la canonización de Vicente, otro sabio sacerdote de la Misión, el sr Collet, emprendió de recalzo este vasto trabajo, le elaboró con frecuencia con la sagacidad de un crítico y le enriqueció con numerosos documentos. Pero su libro, al igual que el de Abelly, se lee con bastante dificultad y apenas sirve de consulta. En lugar de presentar y exponer lo histórico de cada obra del santo en su conjunto y de una manera seguida, el autor ha adoptado lamentablemente un método cronológico que, rompiendo a cada rato el hilo de sus diversas narraciones, arroja en ellas la mayor confusión. Pues bien, si existe una figura que no pueda separarse de su cuadro es con toda seguridad la de san Vicente de Paúl. Jamás hombre alguno, en

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SAN VICENTE DE PAÚL Y LOS GONDI Régis de Chantelauze. Plon, París, 1882. Traducción del P. Máximo Agustín Prefacio Los historiadores antiguos y modernos de san Vicente de Paúl. -Publicación de su correspondencia -Documentos inéditos del Oratorio y de los archivos del Ministerio de Asuntos exteriores. Dos siglos después, sería difícil citar a un hombre ilustre, por grande que fuera su fama, cuya vida haya sido escrita tantas veces y en tantos idiomas como la de san Vicente de Paúl. Porque no existe uno cuyo recuerdo sea más querido a la memoria de los hombres que quien fue en los tiempos modernos el apóstol de la caridad, el verdadero creador y el mayor organizador de la asistencia pública. Apenas habían transcurrido tres años después de su muerte, cuando sus piadosos hijos, los sacerdotes de San Lázaro, reuniendo todos sus recuerdos, publicaron una historia de su vida, cuya redacción la habían confiado en gran parte a uno de sus más queridos discípulos, el sr Fournier. Como Vicente, por espíritu de humildad, había prohibido a sus misioneros publicar libros y que, por otra parte, nada podía ser más provechoso a la sociedad cristiana que la vida de Vicente, se dio la vuelta a la dificultad obteniendo de Louis Abelly, obispo de Rodez, que diera su nombre a la vida del santo. Abelly se prestó voluntariamente a este deseo, como antiguo amigo de Vicente de Paúl, tenía una predilección muy particular por San Lázaro, a donde debía retirarse más tarde, una vez dimitido de su sede. A decir verdad, esta historia de san Vicente era sobre todo un libro de familia, escrito por humildes y fervientes discípulos, menos preocupados por la literatura que por las buenas obras, y quienes, sin arte, un tanto confusamente, se limitaban a contar con un estilo sin aderezo, a veces ingenuo y singularmente conmovedor, todo lo que habían visto y oído, con el único fin de que esta colección les pudiera servir de ejemplo, como a la gente del mundo. Aunque su lectura se haga pesada con frecuencia, el libro no deja de ser por eso infinitamente precioso, ya que no existe ninguno que encierre detalles más interesantes sobre la vida íntima del santo, que nos haga penetrar más adentro en su alma y en su corazón, que nos le muestre más cercano en todo su candor y su afable sencillez, que nos haga oír mejor su voz evangélica y sus discursos impregnados de una caridad sublime. En el siglo dieciocho, poco después de la canonización de Vicente, otro sabio sacerdote de la Misión, el sr Collet, emprendió de recalzo este vasto trabajo, le elaboró con frecuencia con la sagacidad de un crítico y le enriqueció con numerosos documentos. Pero su libro, al igual que el de Abelly, se lee con bastante dificultad y apenas sirve de consulta. En lugar de presentar y exponer lo histórico de cada obra del santo en su conjunto y de una manera seguida, el autor ha adoptado lamentablemente un método cronológico que, rompiendo a cada rato el hilo de sus diversas narraciones, arroja en ellas la mayor confusión. Pues bien, si existe una figura que no pueda separarse de su cuadro es con toda seguridad la de san Vicente de Paúl. Jamás hombre alguno, en

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efecto, se vio mezclado más que él con los hombres y las cosas de su tiempo. Cuestiones dogmáticas, asuntos eclesiásticos, cuestiones sociales y hasta políticas, todo lo tocó, e hizo sentir por doquier su profunda influencia y el ascendiente de sus virtudes. Nadie ha practicado y estudiado mejor que él la corte y la ciudad, la provincia y los campos, a los grandes y al pueblo, a los ricos y a los pobres. Nadie ha sondeado más profundamente las miserias y las llagas de su siglo, y se ha dedicado con mayor ciencia práctica, celo y caridad, para ponerles remedio. Eso es lo que hace imposible aprehender y comprender a Vicente de Paúl, si se le aísla de la historia de su época. Pues es precisamente este fondo del cuadro el que falta muy a menudo al libro de Collet. Resuelto a no pintar sino el retrato del santo, le quedaba un último recurso para hacer revivir de alguna manera a su modelo, era dejarle a veces la palabra, como lo había hecho Fournier, citar algunos pasajes de sus discursos y de sus cartas, que le pintan entero y nos descubren toda su alma. Pero las cartas y los discursos, los ha reducido Collet a un frío y seco análisis. Y con todo, a pesar de todas estas imperfecciones, no deja de ser una mina fecunda, que ha sido muchas veces explotada con fruto por manos más hábiles. Se han publicado en nuestros días dos historias más interesantes de este hombre extraordinario, estudiadas con más método y crítica: la primera, por el sr abate Maynard, canónigo honorario de Poitiers; la segunda, por el sr Arthur Loth, antiguo alumno de la Escuela de los archiveros. No se podría tampoco pasar en silencio una obra muy curiosa y notable por más de un título: La miseria en tiempos de la Fronda y san Vicente de Paúl, por Alphonse Feillet, miembro de la Sociedad de la Historia de Francia. El sr abate Maynard en 1860, es decir doscientos años después de la muerte del santo, dio al público una historia de su vida que se distingue por la riqueza de los descubrimientos y la habilidad de la realización. En los archivos del Estado, había encontrado un gran número de actas de fundaciones y de memorias escapadas al pillaje de San Lázaro en 1789; en los archivos de la Misión y de las Hijas de la Caridad, varios miles de cartas del santo, lo mismo que innumerables documentos, dispersos por Francia, España, América, Italia, Polonia, el Levante y hasta en Inglaterra; finalmente, había podido consultar los ocho o diez volúmenes in-folio manuscritos que contenían todos los testimonios y los documentos de la canonización. Con la ayuda estos preciosos materiales le fue dado pintar con más sensación de conjunto a esta gran figura en el fondo de cuadro que podía por sí sola restituirle todo su valor e importancia. El sr. Maynard había concebido y adoptado un plan mejor que Abelly y Collet; no procede ya por trazos dispersos, sino por vastos cuadros de conjunto, siguiendo de preferencia un método lógico antes que cronológico. Cada una de las obras de Vicente de Paúl está tomada en su origen y seguida hasta nuestros días en sus desarrollos y sus progresos, su fecundidad y duración. Estudiadas así cada una en particular, así vistas con una sola mirada y sin interrupción, las grandes creaciones caritativas del santo, congregaciones de misioneros o de hijas de la Caridad, confraternidades de hombres o de mujeres, seminarios u hospitales, alcanzan en su libro sus verdaderas proporciones, que no habían recibido suficientemente de sus precedentes historias. El sr. Maynard, más inspirado que sus predecesores, no dejó de pintar el miserable estado en el que había caído la Iglesia católica en Francia, como consecuencia de las guerras de religión, y los generosos esfuerzos desplegados por una multitud de hombres y de mujeres admirables para sacarla a flote y devolverle su

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antiguo esplendor. En primera línea, y como el alma del hogar de esta resurrección, nos muestra al humilde sr Vicente, realizando prodigios por el ascendente de su gran corazón y la fe que le anima. Gracias a este libro, al cual se puede reprochar sin embargo demasiadas prolongaciones y algunas narraciones que se acercan un tanto a la leyenda, se han podido apreciar aun mejor los numerosos servicios de toda clase prestados a la sociedad francesa y a la humanidad entera por este gran hombre de bien, por este cristiano de los primeros tiempos. Fue dos años después de la importante publicación del sr abate Maynard cuando apareció el libro de Alphonse Feillet, que despertó en alto grado la curiosidad del público. Sólo era un capítulo de la vida de Vicente, pero un capítulo lleno de revelaciones inesperadas. El autor, con ayuda de numerosos documentos inéditos, nos descubría de una manera mucho más completa la importancia de su papel político y social en medio de los desastres de la guerra civil. Todo ha contribuido a hacer del libro del sr. Loth , antiguo alumno de la Escuela de los archiveros, el monumento más hermoso artístico y literario que hasta hoy haya sido levantado a la memoria de san Vicente de Paúl. Digamos en primer lugar que va precedido de una introducción del sr Louis Veuillot, en aquel gran estilo del siglo diecisiete cuyos secretos conoce tan bien. La parte más considerable del volumen, la que comprende la vida entera de Vicente de Paúl, es obra del sr Loth. El autor ha sabido aprovecharse con habilidad de los trabajos y de los descubrimientos de sus predecesores; en contacto con el espíritu de las cosas, ha escrito un libro lleno de interés, con un estilo corriente, de lectura fácil, a veces agradable y siempre al alcance de todos. En cuadros presentados no sin arte, nos muestra sucesivamente la vocación de Vicente, sus obras, su acción política y social, su vida interior; luego, después de su muerte, el desarrollo de las dos grandes familias que creó, los sacerdotes de la Misión y las Hijas de la Caridad, por fin las pruebas de la Revolución y la resurrección final. En la bonita obra del sr Loth van incluidos dos importantes estudios: San Vicente de Paúl en literatura, por el sr. Aguste Roussel, y el Arte de la Caridad, por M.-E. Cartier. La mayor parte de los lectores apenas conocían el emocionante y elocuente apóstrofe de Vicente en favor de los niños abandonados; se referían, sin penetrar más adentro, a lo que había dicho Bossuet de sus conferencias; y entonces el sr Roussel cita hermosos fragmentos, que son como otras tantas revelaciones literarias. Por ejemplo, nunca ha sido pintada la inocencia de la vida de los campos con colores más verdaderos, con un sentimiento más profundo de la naturaleza, como el antiguo pastor de los Pirineos. Hemos experimentado más de una agradable sorpresa del mismo género al leer las cartas del santo, de las que acaban de publicar una colección para su uso exclusivo los RR. PP. Lazaristas. Estas cartas dan a conocer y comprender a Vicente de Paúl en vivo, mucho mejor todavía que las mejores historias de su vida. Lo que impresiona de primeras, al recorrer esta importante colección es la prueba evidente de la muy grande influencia que ejerció en todo su siglo. Estaba en correspondencia no sólo con todos los misioneros y las religiosas colocados bajo su dirección, sino también con un número infinito de personas del mayor mundo, con obispos, ministros, príncipes, con la reina de Polonia, con la reina viuda de Francia, con el Papa. Esta colección, importante como es, no ofrece sin embargo más que la quinta parte de sus cartas, que perecieron casi todas en el saqueo de San Lázaro, en 1789. No hay una sola que no trate de un acto de

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beneficencia y que no descubra cada vez más todo lo que había en él de inagotable ternura cristiana hacia los miserables. A estos importantes trabajos voy a tratar de añadir algunas páginas sacadas de fuentes inéditas. Durante mis prolongados estudios sobre el cardenal de Retz y los Gondi, ¡cuántas veces, lleno de respeto, he visto alzarse delante de mí la figura de Vicente, que fue su comensal durante doce años! Fue bajo su techo cuando, el año mismo de su entrada en la casa, vio nacer al terrible alumno que debía sacar tan poco provecho de sus lecciones y de sus ejemplos. Jamás, se puede decir, el genio del bien se declaró tan incapaz de luchar contra el genio del mal. Fue el único fracaso que hubo de sufrir Vicente en la casa de los Gondi, puesto que todo cuanto intentó a partir de entonces en casa de ellos y por ellos le salió a maravilla. Antes de entrar en su casa, se habían encontrado sin ocupación, a falta de grandes relaciones en el mundo, de poder hacer todo el bien que soñaba y meditaba hacía largos años. Fue por los Gondi, y sólo por ellos, que le fue dado fundar y constituir todas sus casas, desde la primera hasta la última, sin excepción. “Fue gracias a este protectorado, dice Alphonse Feillet, que podrá un día emprender todas sus obras; el crédito de esta familia le abrirá el acceso de las grandes casas y le asegurará la ayuda de los arzobispos de París, Henri y Jean-François de Gondi, hermanos de Emmanuel”. Añádase que Vicente murió en vida de su antiguo alumno, el cardenal de Retz, arzobispo de París, antes de que éste dimitiera de su sede, y que el cardenal, que había conservado hacia su antiguo fundador el respeto más tierno, incluso en medio de sus conspiraciones y de sus aventuras más locas, se mostró siempre muy dispuesto a prestarle su apoyo poderoso. Por eso nos ha parecido del todo interesante estudiar no sólo las relaciones de Vicente con los Gondi, sino también esbozar los rasgos de los miembros de esta familia que, por su benévola protección y su fortuna, fecundaron todas sus buenas obras. No hay familia por la que profesó, hasta su lecho de muerte, una gratitud más profunda. Estos son los nuevos documentos que vamos a tratar de utilizar. Se encuentran en la correspondencia del santo, que acaban de imprimir los RR. PP. Lazaristas, varias de sus cartas dirigidas a algunos de los miembros de la familia de los Gondi, cartas en las que respiran los sentimientos más afectuosos para sus personas. En su mayor parte son inéditas, y trataremos de citar los pasajes más sobresalientes. El R. P. Pémartin, secretario general de la congregación de la Misión, quien ha hecho un estudio crítico y profundo de la historia del ilustre fundador de su orden, ha tenido la extrema bondad de indicarme más de un grave error que evitar, y de proporcionarme más de un precioso documento. Por su parte, el último y sabio bibliotecario del Oratorio, el R. P. Ingold ha tenido la graciosa cortesía de comunicarme dos historias manuscritas de Felipe Manuel de Gondi, general de las galeras quien, después de dimitir de su cargo, pasó los últimos años de su vida en el Oratorio. Estos dos manuscritos contienen detalles inéditos muy interesantes, no sólo sobre el antiguo general de las galeras, sino también sobre sus largas e íntimas relaciones con Vicente de Paúl quien, durante doce años, vivió a su lado, bajo su techo, y quien, gracias a su munificencia, pudo fundar la obra de las Misiones. Séame permitido expresar debidamente a los RR. PP. Ingold y Pémartin mi profunda gratitud por sus buenos oficios. Algunos despachos de nuestros embajadores, depositados en los archivos del ministerio de asuntos exteriores, me permitirán contar con nuevos detalles más

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precisos los rigores de los que Vicente de Paúl y los sacerdotes de la Misión, en Roma, fueron objeto, por orden de Luis XIV y de Mazarino, por haber dado asilo al cardenal de Retz fugitivo. Por fin, en cuanto se refiere a los Gondi, si no hemos tenido la suerte suficiente para descubrir toda la correspondencia particular de Vicente de Paúl con el general de las galeras, Felipe Manuel, cuya existencia señaló el abate Maynard, trataremos de compensar al lector por esta laguna con otros documentos sobre esta familia que, hace más de veinte años, es uno de los principales objetos de nuestras investigaciones y de nuestros estudios. CAPÍTULO PRIMERO -Primeros años de Vicente de Paúl. -Su cautividad en Túnez, etc. -Vicente, capellán de la reina Margarita, luego párroco de Clichy. Echemos una rápida mirada a la carrera recorrida por Vicente de Paúl antes de su entrada en la casa del general de las galeras. Nació el 24 de abril de 1576, en plenas guerras de religión, en Pouy, cerca de Dax, al pie de los Pirineos, varonil y robusta región que, desde hacía algunos años, había dado a luz a Henri IV. Era el tercer hijo de una numerosa familia de campesinos, que no poseían por toda propiedad más que un pequeño pedazo de tierra. Su padre se llamaba Jean Depaul, y su madre Bertrande de Moras. Los mayores de la familia ayudaban a su padre a labrar su pequeño campo. A Vicente se le confiaba el cuidado de llevar a pastar el rebaño. Lejos de sonrojarse por este humilde origen y por la bajeza de su primer estado, él gustó recordarlo toda su vida. Allí bajo el humilde techo de sus padres bebió esta fe incorruptible y estas virtudes sencillas y sin ostentación que florecían aún en el grado más alto en las familias rurales de la vieja Francia. Cuántas veces hizo Vicente el elogio ante sus sacerdotes de la Misión y de las Hijas de la Caridad, en los términos más emocionantes, de estas virtudes patriarcales que, en su juventud, había visto reinar al pie de sus grandes montañas! Ya comenzaba su joven corazón a abrirse a la vista de los que le parecían los más pobres que él. A la vuelta del molino donde le enviaba su padre a buscar harina para el pan de la familia, su mano no podía resistirse a las ganas de sacar del saco y dar algunos puñados a los mendigos que encontraba por el camino. Un día, hizo más. A la vista de un pordiosero tullido y cubierto de harapos, movido a compasión, le dio todo su pequeño tesoro, treinta céntimos, que había reunido uno a uno, a fuerza de ahorrar. Lejos de culparle por estas menudencias, con frecuencia descontadas de lo necesario de la familia, su padre, que veía ya brotar en él, al lado de las más felices cualidades del corazón, una inteligencia viva y precoz, resolvió hacer de él hombre de Iglesia. Apenas cumplidos los doce años, Vicente es llevado por su padre al convento de los Franciscanos de Dax, la ciudad más cercana, y éstos, mediante sesenta libras al año, se encargan de su instrucción. El joven pastor hizo tales progresos, que al cabo de cuatro años estaba en condiciones de dar él mismo lecciones a los demás. El sr. de Commet, abogado de la corte suprema de Dax, y al mismo tiempo juez de Pouy, le escogió como preceptor de sus dos hijos. Vicente tenía apenas dieciséis años. Pasó cuatro o cinco en esta casa hospitalaria, y cuando hubo terminado la instrucción

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de sus alumnos, a la par que perfeccionaba la suya, el sr. de Commet, que le quería como a uno de sus hijos, le hizo entrar en el clericato. El 20 de diciembre de 1596, Vicente recibió las órdenes menores en la iglesia de Bidachen, cerca de Bayona; y cuatro años después, el 23 de septiembre de 1600, fue ordenado sacerdote en Château-l’Évêque, residencia del obispo de Périgueux, sr. de Bourdeille, y de la propia mano de este prelado. En este intervalo, con el fin de continuar su curso de teología, se había dirigido a Zaragoza; pero muy pronto, encontrando vanas las disputas de esta escuela célebre, vino a Toulouse y, tras siete años de estudios, obtuvo su diploma de bachiller (1604). Desde su partida de la casa paterna, para no ser gravoso a su familia, no había dejado de dar lecciones a hijos de gentilhombres. Logrado su diploma, fue llamado a Burdeos para un asunto importante, que exigía grandes gastos, pero que él no podía, dice él mismo en una carta, declarar sin temeridad. Un amigo suyo, el sr de Saint-Martin, aseguraba que se había dirigido a una entrevista con el duque de Épernon, y que este señor la había dado esperanzas de un obispado. Se trataba al menos de un gran beneficio, tal como permite conjeturar una carta de Vicente, en la que dice que en el momento en que “la fortuna no buscaba... otra cosa que hacerle más envidiado..., no era más que para hacerle ver su vicisitud e inconstancia”. Recién llegado a Toulouse, se entera de que “una anciana” acaba de hacer testamento a su favor, no dejando como bienes más que unos muebles y tierras, y un crédito de trescientos o cuatrocientos escudos sobre un “mal tipo”, contra quien ella había conseguido orden de captura. El propio Vicente cuenta, de la manera más viva, en una carta al sr. de Commet que, apurado por la extrema necesidad de liberarse de sus deudas y poder satisfacer a los gastos del misterioso asunto de Burdeos, sólo pensó entrar en posesión lo antes posible de su pequeña herencia. Se entera de que a su deudor “le van bien las cosas en Marsella y dispone de bonitos medios”. Sale enseguida, “atrapa” a su hombre y le hace encarcelar. “El galán”, para que le suelten, entra en tratos y Vicente se entiende con él por cien escudos al contado. Contento con este pequeño tesoro ya hacía planes para distribuirlo a sus acreedores y ardía en deseos de ir a verlos por tierra, el camino más largo y más costoso, pero el más seguro, cuando tuvo la desdicha de ceder al consejo que le dieron de emprenderlo por mar. Nunca novela alguna ofreció nada más interesante, más dramático que el relato que hizo él mismo, en una carta al sr. de Commet, de las aventuras de las que fue víctima a consecuencia de esta imprudencia. Esta carta, de la que sus primeros historiadores sólo dieron algunos extractos, no fue publicada completa sino algunos años después. Aquí van los pasajes más curiosos: “Estando a punto de partir por tierra, fui persuadido por un gentilhombre, con quien me alojaba, de que me embarcara con él hasta Narbona, vista la mar favorable que había; lo que hice por acabar antes y ahorrar o, más bien, para no llegar nunca y perderlo todo. El viento nos fue también favorable lo que necesitábamos para llegar ese día a Narbona, que estaba a cincuenta leguas, si Dios no hubiera permitido que tres bergantines turcos que costeaban el golfo de Léon (para atrapar las barcas que venían de Beaucaire, donde había ferias que se cree que son de las más hermosas de la cristiandad), no nos hubiesen dado la caza y atacado con tanta rapidez que dos o tres de los nuestros cayeron muertos y el resto heridos, y yo también tuve un flechazo que me servirá de reloj todo el resto de mi vida, no nos hubieran obligado a entregarnos a aquellos rateros y peores que tigres. Los primeros estallidos de la rabia, de los cuales

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fueron cortar en mil pedazos a nuestro piloto por haber perdido a uno de los principales de los suyos, o cuatro o cinco forzados que los nuestros les mataron. Con éstas, nos encadenaron, después de vendarnos torpemente, prosiguieron su ruta cometiendo mil robos, dando no obstante libertad a los que se rendían sin combatir, después de robarles y, al fin cargados de mercancías, al cabo de siete u ocho días, tomaron la ruta de Berbería, madriguera y caverna de ladrones sin permiso del Gran Turco, donde una vez llegados, nos expusieron a la venta, con proceso verbal de nuestra captura, que decían haberse hecho en un navío español, porque sin esta mentira, habríamos sido liberados por el cónsul que el Rey tiene allí para hacer libre el comercio a los Franceses. Su procedimiento para vendernos, después de dejarnos a todos desnudos, nos entregaron a cada uno un par de zaragüelles, un sobretodo de lino, con un gorro, nos pasearon por la ciudad de Túnez, a donde habían llegado a vendernos. Una vez dadas cinco o seis vueltas a la ciudad, con la cadena al cuello, nos devolvieron al barco, para que los mercaderes vinieran a ver quién podía comer y quién no, para mostrar que nuestras llagas no eran mortales ni mucho menos. Con esto, nos devolvieron al lugar donde los compradores llegaron a vernos como se hace al comprar un caballo o un buey, mandándonos abrir la boca para ver los dientes, palpándonos los costados, examinando nuestras heridas y haciéndonos caminar al paso, trotar y correr, luego cargar fardos, luchar para ver las fuerzas de cada uno, y otras mil brutalidades por el estilo. Yo fui vendido a un pescador, quien se vio obligado a desprenderse de mí, por no tener nada tan contrario como el mar y, luego por el pescador a un viejo, médico espagírico, soberano preparador de quintaesencias, hombre muy humano y tratable; el cual, por lo que me decía, había trabajado durante cincuenta años buscando la piedra filosofal; y en vano, en cuanto a la piedra, pero con toda seguridad en otras clases de transmutaciones de metales. En fe de lo cual le vi muchas veces fundir tanto oro como plata a la vez, hacerlo pequeñas láminas, y luego colocar un lecho de cierto polvo en un crisol o vaso de los orfebres para fundir, ponerlo al fuego veinticuatro horas, abrirlo a continuación y encontrar la plata hecha oro; y con más frecuencia también congelar o fijar plata viva en plata fina, que vendía para darlo a los pobres. Mi ocupación era mantener el fuego de diez o quince hornos, en lo cual, a Dios gracias, yo no experimentaba más pena que placer. Me quería mucho y gozaba en discutir conmigo de la alquimia, y más de su ley, a la que dedicaba todos sus esfuerzos por atraerme, prometiéndome riquezas y saber mucho. Dios operó en mí siempre una esperanza de liberación por las asiduas oraciones que dirigía a la Virgen María, por cuya sola intercesión creo haber sido liberado. La esperanza y firme creencia que tenía de volver a veros, Señor, me hizo seguir pidiéndole que me enseñara el medio de curar el mal de piedra, en lo que veía día a día hacer milagros; lo que hizo, pues me mandó preparar y administrar los ingredientes. ¡Oh, cuántas veces deseé haber sido esclavo antes de la muerte del sr vuestro hermano y conmecenas en los bienes que he recibido, y haber tenido el secreto que os envío, rogándoos que lo recibáis con tan buena intención como firme es mi esperanza que, si hubiese sabido que lo que os envío, la muerte no habría salido triunfante, al menos por este medio, si bien como se dice que los días del hombre están contados ante Dios; es cierto, pero no es porque Dios los hubiera contado en tal número; sino que número ha sido contado ante Dios, porque ello sucedió así...

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Estuve pues con este anciano desde el mes de septiembre de 1605 hasta el mes de agosto siguiente (1606) en que fue apresado y llevado al Gran Sultán a trabajar para él; pero en vano, pues murió de pena en el camino. Me dejó a su sobrino, verdadero antropomorfita, quien me revendió nada más morir su tío, porque oyó decir cómo venía el sr de Brèves, embajador por el rey en Turquía, con buenas y expresas patentes del Gran Turco, para rescatar a los esclavos cristianos. Un renegado en Niza, de Saboya, enemigo por naturaleza, me compró y me llevó a su temat (así se llama el bien que se tiene como colono del Gran Señor; ya que el pueblo no tiene nada, todo es del Sultán). El temat de éste estaba en el monte, donde el país es extremadamente cálido y desierto. Una de las tres mujeres que tenía como griega y cristiana, pero cismática, tenía un hermoso espíritu y me profesaba mucho afecto, y además, otra naturalmente Turca, que sirvió de instrumento a la misericordia de Dios para apartar a su marido de la apostasía, devolverle al seno de la Iglesia y liberarme a mí de su esclavitud. Curiosa como era por saber nuestro modo de vivir venía a verme todos los días en los que yo cavaba, y después de todo, me mandó cantar alabanzas a mi Dios. El recuerdo del Quomodo cantabimus in terra aliena, de los hijos de Israel, cautivos en Babilonia, me hizo comenzar con lágrimas en los ojos el salmo Super flumina Babylonis, y luego el Salve, Regina, y varias otras cosas, con lo que experimentó tanto gozo como grande fue la maravilla. No dejó de decirle a su marido, por la noche, que había hecho mal dejando su religión, que ella tenía por extremadamente buena, por lo que yo le había contado de nuestro Dios y algunas alabanzas que le había cantado en su presencia: en lo que, decía ella, había sentido un placer tan divino que no creía que el paraíso de sus padres y el que ella esperaba un día fuera tan glorioso, ni acompañado de tanta alegría como la que ella sentía mientras yo alababa a mi Dios, concluyendo que había alguna maravilla. Esta otra Caïphe o burra de Balaán logró con estas palabras que su marido me dijera al día siguiente que no esperaba otra cosa que la oportunidad de escaparnos a Francia, pero que pondría tal remedio en poco tiempo que Dios sería alabado por ello. Estos pocos días fueron diez meses que me habló de estas vanas, pero a la postre realizadas esperanzas, al cabo de los cuales nos pusimos a salvo a bordo de un pequeño esquife y tomamos tierra el 28 de junio en Aigues-Mortes y, poco después, estábamos en Avignon, donde Mons. el vice-legado recibió públicamente al renegado, con lágrimas en los ojos y entre sollozos en la iglesia de Saint-Pierre, para honor de Dios y edificación de los espectadores. Dicho señor nos retuvo a los dos para llevarnos a Roma, a donde se dirige una vez que su sucesor en el trienio, que acabó el día de San Juan, haya llegado. Prometió al penitente hacerle entrar en el convento austero de los Fate ben Fratelli, donde profesó, y a mí, prepararme algún buen beneficio. Me hace este honor de gustarle tanto y mimarme, por algunos secretos de la alquimia que le enseñé, a los que da tal importancia, dice, como si io gli avessi dato un monte di oro, por haber trabajado todo el tiempo de su vida y que no aspira a otro contentamiento. Mi dicho señor, sabiendo como yo soy de Iglesia, me mandó enviar a buscar las cartas de mis Órdenes, asegurándome que me serían de gran utilidad y más para la provisión de algún beneficio... No puede ser, Monseñor, que vos y mis padres no se hayan escandalizado de mí por mis acreedores, a quienes haya satisfecho ya en parte con cien o ciento veinte escudos, que me dejó nuestro penitente, si no me hubieran aconsejado mis mejores amigos guardarlos hasta mi regreso de Roma, para evitar los accidentes que a falta de dinero me podrían acaecer, cuando tengo la mesa y el cuidado de Monseñor; pero estimo que todo este escándalo se cambiará en bien...”

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Una de las mayores aflicciones del santo varón durante su cautividad era haber dejado tan embrollados sus pequeños asuntos y, ahora, tras su liberación, si tenía la ambición bien legítima de obtener un buen beneficio, era ante todo para pagar sus deudas. El vice-legado estaba tan encantado con la persona de Vicente y los pequeños secretos que le revelaba, que no podía pasarse sin él. En otra carta, dirigida al sr de Commet desde la Ciudad eterna, Vicente le decía: “Estoy en esta ciudad de Roma, donde continúo mis estudios, a los cuidados de Mons. el vice-legado que era de Avignon. Quien me hace el honor de quererme y desear mi adelanto, por haberle mostrado cantidad de hermosas cosas curiosas que aprendí en mi cautividad de aquel viejo turco a quien según os escribí fui vendido, entre el número de las cuales curiosidades está el comienzo, no la total perfección del espejo de Arquímedes, un resorte artificial para hacer hablar a una cabeza de muerto, de la cual se servía este miserable para seducir a la gente, diciéndoles que su dios Mahomet le hacía oír su voluntad, y mil otras cosas geométricas que aprendí de él, de las cuales dicho señor es tan celoso que no quiere que me junte con nadie por el miedo que tiene de que se lo cuente, deseando guardarse para sí solo la reputación de saber estas cosas que se complace en presentárselas alguna vez a Su Santidad y a los cardenales. Este afecto y benevolencia suyos me hacen esperar así como me lo ha prometido, el medio de hacerse una retirada honrosa, haciéndome entrar en posesión, para este fin, de algún honesto beneficio en Francia...” Se ha pretendido, un poco a la ligera, según ciertos pasajes de estas dos cartas, que Vicente, lo mismo que un gran número de gente de su época, creía en las ciencias ocultas y supersticiosas. Durante el proceso de la canonización, surgió incluso esta cuestión a propósito de estas dos cartas, pero rápidamente se puso todo en claro para la postulación de la causa. Respondió con razón que había dos clases de alquimia, una manchada de superstición y de sortilegios, la otra muy natural y legítima, que no se aplica más que para estudiar y descubrir las causas de los fenómenos físicos. Pues bien, del examen de las cartas de Vicente, se desprendía con la última declaración que no prestaba crédito más que a este aspecto natural de la alquimia, por ejemplo, a la simple amalgama de los metales, y aún creyendo en su transmutación verdadera. Por otro lado, se destacó que había tenido sumo cuidado en esas mismas cartas en censurar, en los términos más severos, las prácticas y las picardías realizadas por el médico musulmán del que había sido esclavo. Asimismo, Roma, tan severa en este capítulo, no halló nada reprensible, y siguió adelante sin titubear. Mientras tanto Vicente de Paúl, con la esperanza de regresar a Francia, reclamaba insistentemente al sr de Commet el envío de su título de bachiller y de sus cartas de ordenación, para estar dispuesto a recibir un beneficio. Se los expidieron por fin, pero cartas y diploma no fueron hallados suficientemente en regla por la cancillería romana, muy meticulosa, y que exigió, aparte de las formalidades, cartas testimoniales del obispo de Vicente. Durante estos interminables retrasos, continuaba divulgando sus inocentes y menudos secretos al sr vice-legado, proseguía con ardor sus estudios teológicos en la escuela de la Sapienza, una de las más sabias universidades romanas, llevada por los Dominicos, que confería los grados de teología, y visitaba con emoción todos los lugares con los que se relacionaban los recuerdos más antiguos del cristianismo. Uno le impresionó tanto que, treinta años después, escribía a uno de sus misioneros en Roma: “Sentí tanto consuelo al encontrarme en esta ciudad maestra de

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la cristiandad, donde se halla el jefe de la iglesia militante, donde están los cuerpos de san Pedro y de san Pablo y de tantos otros mártires y santos personajes, que en otro tiempo derramaron su sangre y entregaron su vida por Jesucristo, que me consideraba feliz de caminar por la tierra por la que tantos grandes santos habían andado, y que este consuelo me conmovía hasta las lágrimas”. Enrique IV había entrado, hacía algunos años, en negociaciones con el papa Pablo V, quien se había mostrado satisfecho de su arbitraje a fin de arreglar un diferendo con la república de Venecia, y estaba muy de acuerdo con este gran hombre y con su política. Sería demasiado largo detenernos en este capítulo; pero lo que es seguro, es que Vicente de Paúl, de quien el vicelegado Montorio había hecho el mayor elogio a los enviados de Enrique IV, fue encargado ante este príncipe de una misión cuyo secreto nunca se ha llegado a penetrar. Llegó a Francia al comienzo de 1609, y sostuvo varias entrevistas con el Rey. El Bearnés que era entendido en hombres, debió apreciar sin duda las raras cualidades de espíritu y de corazón de su compatriota; pero, bien porque le distrajeran otros pensamientos, bien porque la modestia de Vicente le impedía reclamarle algún favor, nada hizo para sacarle de la oscuridad. Vicente, resignado a las voluntades de la Providencia, alquiló una vivienda en el barrio de Saint-Germain, muy cerca del hospital de la Caridad, y solicitó como una gracia y un honor el permiso de poder, como un simple Hermano, prestarse a cuidar de los enfermos. Fue en medio de esta oscura y caritativa función, que se había impuesto a sí mismo, en la que le descubrió un día el secretario particular de la reina Margarita, el sr de Fresne, hombre de bien quien, más tarde, daba de él este precioso testimonio: “Por aquel entonces, el sr Vicente parecía muy humilde. Caritativo y prudente. Hacía bien a todo el mundo, y no estaba a cargo de nadie. Era circunspecto en sus palabras. Escuchaba calladamente a los demás sin interrumpirlos. Desde entonces iba sin falta a visitar, servir y exhortar a los pobres enfermos”. Se apresuró a hacérselo saber a esta princesa quien, a partir de la declaración de nulidad de su matrimonio residía en su palacio de la calle Sena y quien, sin renunciar por completo a los placeres, comenzaba a inclinarse hacia la devoción. Por el retrato que le hizo de Vicente el sr de Fresne, ella deseó verlo, y habiéndose asegurado por sí misma de sus méritos, le eligió como su capellán ordinario. Poco después, como un mes después de la muerte de Enrique IV, le consiguió la abadía de Saint-Léonard de la Chaume, de la orden del Císter, en la diócesis de Saintes, beneficio al que renunció Pierre Herrault del Hospital, arzobispo de Aix, mediante una pensión anual de mil doscientas libras a cargo del nuevo titular. Con el fin de resistir a las mil tentaciones y a los peligros de esta corte de Margarita, todavía medio pagana, Vicente multiplicó sus visitas y sus servicios en el hospital de la Caridad. Fue allí, dice una antigua tradición, donde se encontró con el venerable sr de Bérulle quien, por su parte, visitaba a los enfermos. Almas así no podían por menos de entenderse y unirse. El sr de Bérulle acababa de fundar el Oratorio y alquilar, en el barrio de Saint-Jacques, el hotel del Petit-Bourbon para instalar en él a sus primeros discípulos (noviembre de 1611), a la espera de las cartas patentes del Rey y la bula de institución canónica. Fue en esta escuela severa, destinada a preparar con su ejemplo la reforma del clero de Francia, donde Vicente, durante algunos meses, vino a pedir asilo a su piadoso amigo, no para ser agregado a su instituto, sino para huir de los peligros del mundo, vivir allí bajo la dirección de este hombre superior, a quien san Francisco de Sales había proclamado “uno de los espíritus más claros y más puros que

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se hayan visto jamás”, y someterse dócilmente a todos los consejos de tan sabio director. Entre los primeros compañeros de Bérulle se hallaban varios doctores de Sorbona y párrocos dimisionarios. Uno de ellos, F. Bourgoing, rogó a Bérulle que le indicara un sucesor en quien poder renunciar, con entera conciencia, su parroquia de Clichy, y Bérulle, que sabía que Vicente era un hombre de acción y no de contemplación, se lo propuso sin dudar. Fue el 13 de octubre de 1611 cuando tuvo lugar la renuncia; y, aunque fuera aprobada por la Santa Sede el 12 de noviembre siguiente, Vicente no tomó posesión de su parroquia hasta el 2 de mayo de 1612. Decir hasta qué punto fue querido de sus parroquianos por todas sus buenas obras y los servicios que les prestó es lo que testifican varios escritos de la época. Vicente se había ausentado por algunos días para un asunto indispensable, y ya su pequeño rebaño lo reclamaba con insistencia. “Volved lo antes posible, Señor, le escribía un joven vicario; los Srs. párrocos desean con ansia vuestro regreso. Todos los burgueses y los habitantes le desean por lo menos otro tanto. Venid pues a guiar a vuestro rebaño por el buen camino por el que le habéis iniciado, porque tiene un gran deseo de vuestra presencia”. Algunos años después, Vicente, en una conferencia a sus Hijas de la Caridad, confirmaba no menos inocentemente las palabras de su vicario: “La buena gente de Clichy, les decía, me era tan obediente que, habiendo recomendado la confesión los primeros domingos de mes, nadie faltaba, para mi mayor gozo. ¡Ah, me decía yo, qué gran pueblo tienes! El Papa es menos dichoso que yo. Un día, el cardenal de Retz me preguntó: -Y bueno, señor, ¿qué tal se encuentra usted? -Monseñor, le respondí, tengo tal contento que no se lo puedo explicar. -¿Y por que? -Pues es que tengo un pueblo tan bueno y obediente a todo lo que le encomiendo, que me digo a mí mismo que ni el mismo Papa ni vos, Monseñor, sois tan afortunados como yo”. Durante su permanencia en Clichy, a pesar de su pobreza y estar en una parroquia pobre, Vicente encontró el medio de reconstruir a fondo su iglesia que amenazaba ruina. Por uno de esos milagros de caridad cuyo secreto conocía él, no tuvo dificultades en hallar la suma importante que necesitaba entre los ricos burgueses que venían a pasar el buen tiempo en sus casas de campo de Clichy. Es la misma iglesia que se puede ver todavía, muy poco modificada, y en la que se ha conservado el púlpito en el que predicaba el santo hombre. No bien hubo pasado un año con sus queridos campesinos, a quienes quería sobre todos, cuando el sr Bérulle le invitó a realizar otra función más humilde en una familia del gran mundo. Vicente accedió sin resistencia a la voz del hombre que había escogido como guía espiritual, pero no sin un desgarro de su corazón. “Me alejaba con tristeza de mi pequeña iglesia de Clichy, escribía a un amigo suyo; mis ojos estaban bañados en lágrimas, y yo bendije a aquellos hombres y a aquellas mujeres, que venían hacia mí y a quienes yo había querido tanto. Mis pobres estaban también allí, y ellos me rompían el corazón. Llegué a París con mi escaso mobiliario, y me fui a casa del sr de Bérulle”. Sin que Vicente pudiera sospecharlo, una inmensa escena iba a desplegarse delante de él, y la Providencia estaba a punto de situarle en el momento de dar paso a todo cuanto meditaba como buenas obras. CAPÍTULO II

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Entrada de Vicente en casa de los Gondi en el momento de nacer el cardenal de Retz. -Galería de retratos: el mariscal de Retz; el cardenal Pierre de Gondi; Enrique de Gondi, primer cardenal de Retz. Felipe-Manuel de Gondi, general de las galeras, y su mujer Francisca-Margarita de Silly, muy ansiosos de dar a sus hijos (uno de los cuales estaba destinado a suceder a su tío en calidad de arzobispo de París) una educación muy cristiana, habían encargado pedir al sr. de Bérulle, por un amigo común, escogerles entre sus sacerdotes del Oratorio a un instructor instruido y piadoso. Como el sr Vicente había cumplido ya anteriormente esta función en varias familias de gentilhombres y como, por otra parte, no se había ligado al Oratorio, el sr. de Bérulle había puesto naturalmente los ojos en él. No abandonó sino con un amargo sentimiento, ya lo hemos dicho, su querida parroquia de Clichy, por una misión que parecía condenar su caridad a una acción tan restringida; pero como se había hecho ante todo un deber obedecer sin resistencia a la voz del sabio director que había escogido, partió sin rechistar a someterse a este nuevo yugo. Era hacia finales del año 1613. La Señora de Gondi, encinta de su tercer hijo, se había dirigido hacía algunos meses con su familia a su castillo de Montmirail, en la Brie de Champaña, para dar a luz allí. Allí fuel sr Vicente a verla, y donde asistió seguramente al nacimiento de este tercer hijo que recibió los nombres de Jean-François-Paul, y quien más tarde debía hacer tanto ruido en el mundo, con el nombre de cardenal de Retz. La mayor parte de los biógrafos hicieron nacer al ilustre autor de las Memoires en el mes de octubre de 1614, pero es un error que desaparece por su acta de bautismo, de la que tenemos a la vista una copia auténtica, que nos ha sido comunicada por el sr alcalde de Montmirail. Pues, esto es lo que se menciona en este documento, cuyo interés se mide por el nombre del principal personaje que en él se cita: “El vigésimo día de septiembre de mil seiscientos trece fue bautizado François-Paul, hijo del muy alto y muy poderoso señor su señoría Felipe-Manuel de Gondi, lugarteniente del Rey en los mares del Levante y del Poniente, general de las galeras de Francia, conde de Joigny, señor y barón de esta ciudad de Montmirail, etc., y de la muy distinguida dama, señora Françoise-Marguerite de Silly, su mujer”. Voltaire, mediante algún amigo de Champaña, había mandado examinar el registro bautismal de Montmirail, ya que es el único, en el último siglo que da al nacimiento del cardenal de Retz la fecha de 1613, sin adjuntar la del mes. Limitémonos a resaltar que el futuro cardenal no fue ciertamente bautizado el mismo día de su nacimiento, sino tan sólo unos días después: ¿Quién era esta familia en la que acababa de entrar Vicente de Paúl? Era originaria de Florencia, donde varios de sus representantes, hacía más de tres siglos, habían ocupado cargos importantes. Si bien la rama trasplantada a Francia hubiera vivido allí durante cerca de dos siglos, la mayor parte de sus ramificaciones conservaron una savia y un carácter muy italianos que estallan en ciertos momentos y que la distinguen de todas las familias francesas. Se sabe que las primeras familias del principado de Florencia podían entregarse al comercio, sin desmerecer en su nobleza. A comienzos del siglo dieciséis, Antonio de Gondi había emigrado a Lyon para regentar allí una banca. Casó con Marie-Catherine de Pierre-Vive, hija de Nicolas de Pierre-Vive, señor de Lézigny, de una familia originaria de Piamonte, y jefe de comedor ordinario

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del Rey. Catherine de Médicis, al pasar por Lyon para ir a casarse con el duque d’Anjou, entonces Delfín, que llegó más tarde a la corona con el nombre de Enrique II, incorporó a su servicio a Marie-Catherine y mandó entrar a Antonio en la casa del Delfín, en calidad de jefe de comedor, cargo ambicionado entonces por las primeras familias del reino. Más tarde Marie-Catherine se convirtió en aya de los Infantes de Francia y se adentró más y más en los favores de su señora. Tuvo una numerosa familia y sus hijos alcanzaron las más altas funciones y las mayores dignidades en la Iglesia y el Estado. Fijémonos un instante en que fue el verdadero jefe de la raza y, con el cardenal de Retz, su nieto, el tipo más acusado, el más original de la familia. Era el mayor, Alberto de Gondi, marqués de Belle-Îsle. Fue par y mariscal de Francia. De espíritu fino, suave y suelto, de un disimulo profundo, sin la menor noción moral y sin el menor escrúpulo de conciencia que pudiera molestarle; ante todo italiano de raza, de espíritu y corazón, con tan sólo una cualidad francesa, un valor a toda prueba, se había convertido en el favorito de Carlos IX, quien le nombró sucesivamente primer gentilhombre de su cámara, después gran chambelán. Se le encuentra en la batalla de Saint-Denis, a la cabeza de sus cien hombres de armas y, en 1569, en la de Moncontour, donde se comportó con toda bravura. Desde 1566, había sido embajador en Inglaterra, y al año siguiente había obtenido el bastón de mariscal. Fue él quien escogió a Carlos IX para desposarse en su nombre con Elisabeth de Austria, hija del emperador Maximiliano II. Un italiano de su temple y de su carácter no podía seguir neutral en medio de las guerras de religión. Imbuido por las doctrinas de Maquiavelo, que habían franqueado de nuevo los Alpes con Catherine de Médicis fue, con otro italiano, un Gonzaga, duque de Nevers, y el canciller de Birague, uno de los tres consejeros de la San Bartolomé. Fue incluso el único que pensó en no perdonar a nadie ni siquiera a los príncipes de la sangre, al rey de Navarra y a Condé. Carlos IX; la Reina madre y Birague no andaban lejos de estos mismos sentimientos, pero el sr de Tavannes combatió con tal fuerza este horrible proyecto, que no salió a flote. A la muerte de Carlos IX, aparte de las rentas de sus cargos, Alberto de Gondi poseía “cien mil libras de rentas por lo menos y tenía, en dinero y muebles, el valor de mil quinientas a mil ochocientas libras”. Bajo Enrique III, gozó del mismo favor. Este príncipe le eligió para representar en su coronación a la persona del condestable, le hizo general de las galeras, caballero de sus órdenes, en 1579, duque y par, gobernador de Provenza, de la ciudad y del castillo de Nantes, de Metz y del país de Mesina, su lugarteniente en el marquesado de Saluces, y por fin generalísimo de sus ejércitos. Se encontró en cinco batallas, en varios sitios memorables, y dio en todas partes señales del valor más intrépido. Como verdadero político italiano, político a lo Maquiavelo, después de aconsejar la San Bartolomé, comprometió con toda sagacidad a Enrique III a unirse con el rey de Navarra contra las empresas de los de la liga. Por eso no es sorprendente que, tras el asesinato de Enrique III, se haya vinculado sin dudarlo a la fortuna del Bearnés, todavía hugonote, que ya había previsto hacía tiempo. Enrique, siempre sin rencor, le escogió para representar en su coronación al conde Toulouse y, en el momento de su entrada en París, le dio el mando de las tropas apostadas en la calle y en la puerta de Saint-Martin. Así es cómo el rey de Francia se colocaba bajo la salvaguarda del hombre que había aconsejado el asesinato del rey de Navarra. Tal fue el antepasado del cardenal de Retz quien, entre todos los miembros

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de su familia, le escogió sobre todo por modelo y con el cual ofrece tantos rasgos de semejanza. Albero de Gondi se había casado con Claude-Catherine de Clermont, dama de Dampierre, hija de Claude de Clermont y viuda de Jean d’Annebauld, barón de Retz. Fue ella quien aportó a la familia de los Gondi esta tierra de Retz que, en favor de Alberto, su segundo marido, fue erigida en ducado. Era una mujer del más alto mérito, que fue la admiración de su siglo por su gracia seductora, por su fineza, su penetración, y que por fin, por la originalidad de su espíritu era digna de ser la abuela del cardenal de Retz. Raros misterios del atavismo! Si había personas en el mundo a las cuales se pareciese menos en lo moral el cardenal de Retz, era con toda seguridad a su padre y a su madre, mientras que el carácter y los vicios de su abuelo Alberto de Gondi y el espíritu de su abuela Catherine de Clermont revivían en él enteros, pero con todos los refinamientos de una sociedad más pulida. Mientras que el jefe de la familia había elevado a tal altura su fortuna en el Estado, uno de sus menores se había colocado tan arriba como él en la Iglesia. Pierre de Gondi, después de hacer sus estudios en las universidades de París y de Toulouse, abrazó el estado eclesiástico y debió al favor de Catherine de Médicis, de quien llegó a ser capellán, un ascenso rápido. En 1565, fue nombrado obispo de Langres, con el título de duque y par; y, después de ocupar esta sede durante siete años, ascendió a la sede de París en 1570. Carlos IX le eligió como confesor, como capellán de la reina Elisabeth de Austria, y le creó jefe de su consejo. Su conducta en estas dos diócesis fue ejemplar. En la de París, recortó la venalidad introducida en los cargos dependientes de su obispado y de sus abadías, con el fin de no conferir los beneficios más que a gente de verdadero mérito y de una capacidad comprobada. Obligó en particular a sus párrocos a una rigurosa residencia y restableció la disciplina en todas partes, que se había relajado de manera especial en el entorno de las guerras de religión. Después de la muerte de Carlos IX, la reina Elisabeth, su viuda, le confirió la administración de los dominios que se le asignaron como dote, en el Bourbonnais y el Forez. Se entregó, al igual que en su diócesis, a suprimir en ellos la venalidad de los oficios, y a no elegir en ellos más que a la gente capaz y de una probidad reconocida. “Bonito ejemplo, dice de Thou, que apenas será imitado”. Bajo Enrique III, continuó disfrutando del mismo favor. Cuando la institución de la orden del Santísimo Sacramento, este príncipe le nombró su comendador (1578). Aquel mismo año, asistió a los estados de Blois y tomó parte muy activa en los reglamentos generales que se establecieron en interés de la Iglesia de Francia. Enrique III, con el fin de poder pagar la soldada de los reitres, le confió la misión delicada de negociar con la curia de Roma la autorización de alienar por cincuenta mil escudos de oro de renta de bienes eclesiásticos. Logró más de lo que esperaba, ya que el prelado se trajo el permiso de venderlos por cien mil, cosa que al clero, dice Estoile, “le supo muy mal“. Gondi encargado ya de la dirección de todos los asuntos eclesiásticos fue enviado varias veces de embajador ante Gregorio XIII y de Sixto-Quinto quien, por propia iniciativa, le ofreció el capelo de cardenal; pero el prelado lo rechazó, alegando que era deber suyo no tener esta dignidad sino de la mano del Rey su señor. La dedicación de Gondi a Enrique III era, en efecto, a toda prueba. Fenómeno bien raro en un Italiano, nunca se le pudo complicar en los complots de la Liga. En recompensa por su fidelidad, el Rey le nombró cardenal, y Sixto-Quinto se apresuró a ratificar esta elección en 1587.

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Entre tanto el nuevo cardenal hacía frente a los ligueros con valentía, dueños de París. Cuando los doctores de Sorbona hubieron excomulgado a Enrique III fugitivo, a quien calificaban de tirano, amenazaron a Pedro de Gondi con excomulgarle también si no imitaba su ejemplo; pero el prelado, lejos de hacer caso de sus amenazas (enero de 1589), dio asilo a Enrique III en su casa de Saint-Cloud, cuando este príncipe, reconciliado con el rey de Navarra, vino a poner sitio a París. De “la casa de Gondi veía con toda comodidad su ciudad de París, que decía él era el corazón de la Liga, y que, para hacerla morir, había que dar el golpe directo al corazón”. En el momento en que meditaba tomarse una venganza ejemplar de los ligueros, siguiendo su “mandato, el hermano Jacques es llevado a la cámara del Rey, en la casa de Gondi, donde estaba hospedado dicho señor que acababa de levantarse y se vestía, habiéndose endosado un jubón de gamuza, esperado a que sobre éste se pusiera el cuerpo de coraza, etc.·”.De esta manera le sorprendió el monje, que le plantó el cuchillo en el bajo vientre (1 de agosto de 1589). El cardenal de Richelieu, que detestaba a los Gondi, por ser opuestos a su entrada en el ministerio y por no haber cesado de conspirar contra él, pretende que Pedro de Gondi, desde que el Rey fue herido mortalmente, lo abandonó inmediatamente “y se retiró a su casa de Noisy, sin asistirle ni prestarle los últimos auxilios”. Dicho esto, adelantado únicamente por Richelieu, parece muy poco probable cuando uno recuerda la firmeza que mostró Pedro de Gondi con respecto a la Liga, a la que se negó siempre a prestar juramento contra su príncipe legítimo. En 1590, para apaciguar los rumores que levantaba la rareza del numerario, y para dar de comer a las nubes de mendigos no dudó en entregar a la fundición la platería de las iglesias. Amenazado por los ligueros y no creyéndose ya seguro en París, se retiró al castillo de su hermano el mariscal, en Noisy. Los Dieciséis pusieron pronto el secuestro en las rentas del obispado; pero, a pesar de estas violencias, no pudieron hacerle prestar este nuevo juramento de la unión que excluía del trono a todos los príncipes de la familia real. Gondi dio cuenta de su negativa en una carta que fue atacada con furor por los panfletarios de la Liga. Fue en la casa de su hermano, en la que había buscado asilo, donde tuvo lugar la conferencia llamada de Noisy , donde el cardenal Cajetan defendió a ultranza la causa del Papa, quien renovaba las pretensiones de Gregorio VII y de Bonifacio VIII, es decir la supremacía absoluta de la Santa Sede sobre las coronas, incluso en materia temporal, mientras que, por su parte, el mariscal de Biron sostenía con firmeza los derechos incontestables del rey de Navarra a la corona de Francia. El cardenal de Gondi, como verdadero italiano, que no compartía las convicciones ni de los unos ni de los otros, se prestó como moderador entre el Papa y el Rey, que quedaron muy descontentos de los mezzi termini que proponía. En 1592, cuando Enrique, para acabar de una vez, manifestó el plan de reconciliarse con la Iglesia, fueron dos Italianos a quienes escogió para formalizar proposiciones a Clemente VIII sobre su proyecto de abjuración: el cardenal de Gondi y el marqués de Pisani. Pero el Papa, que no quería tratar ni siquiera discutir, les dictó prohibición de entrar en las tierras de la Iglesia. Gondi se encontraba entonces (22 de octubre de 1592) en Florencia, ante el duque de Toscana, que se había apresurado a ofrecerle la hospitalidad de su palacio. Y fue allí donde el cardenal Franceschini vino a notificarle la prohibición del Papa de seguir adelante. Clemente VIII, muy ofendido porque el cardenal de Gondi, como verdadero discípulo de Maquiavelo, había creído poder conciliar por una transacción pretensiones tan opuestas y de un carácter tan diferente, hizo que le llegara por intermedio de su enviado una severa reprimenda. Franceschini

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le reprochó, en los términos más acerbos, no sólo no haberse comportado como buen cardenal en las guerras civiles y religiosas de Francia, sino ni siquiera como buen cristiano; por haber favorecido al partido del Navarro, hereje, recaído y excomulgado; por haber buscado temperamentos en materia de religión, que no los permitía; por no haber sentido vergüenza de conferenciar con el hereje, contra el expreso mandato de san Juan y de san Pablo; por haber usado de una artimaña diabólica, para atravesar Italia, sosteniendo que había sido llamado por el Papa y también que había obtenido de él la seguridad de la absolución para el rey de Navarra, una vez que éste hubiera oído la misa. Franceschini añadió que Gondi había emprendido este viaje contra las prohibiciones expresas del Papa, sabiendo muy bien que no quería de ninguna manera prestar oído a las proposiciones del rey de Navarra. Concluyó declarándole que Clemente VIII estaba resuelto a usar de los medios más rigurosos para excluir a este príncipe de la corona de Francia y, no contento con hacerle esta declaración de viva voz, se la dejó por escrito. Esta amonestación del Papa no se pasó sin réplica. Gondi le dirigió una carta de las más vivas para tratar de disculparse. Después de la abjuración de Enrique IV, Pedro de Gondi formó parte de la embajada solemne enviada por este príncipe a Cemente VIII (1594). El altivo pontífice se negó a recibir al duque de Nevers, que formaba parte de ella, y no concedió audiencia al cardenal de Gondi más que con la sola condición de que no le diría ni palabra del diferendo existente entre Francia y la Santa Sede. Mientras que el Papa acusaba a este prelado de no defender más que con tibieza los intereses de la religión católica, éste, escoltado por su clero, se dirigía a Enrique IV para quejarse a él con todo el valor de que su hermana, la princesa Margarita, organizaba prédicas en París, y sobre todo en el Louvre, “cosa que, añadía él, parecía bastante extraña en el momento en que el Rey acababa de pronunciar su abjuración”. A estos audaces reproches, el Bearnés, que no comprendía que se mezclaran en lo que sucedía en su casa, respondió con tono muy caballeroso “que encontraba aún más extraño que fueran tan atrevidos para emplear este lenguaje y hasta de la Señora su hermana”. Pero como era político antes que nada, se suavizó y declaró que no había otorgado este cargo a la princesa y que ya hablaría con ella. Poco tiempo después llegó a París la bula del jubileo y enseguida corrió el rumor de que era la absolución del Rey. El error era tanto más grave cuanto que la bula, al dar plena y entera remisión a todos los que ganaran el jubileo, excluía a cuantos hubieran sido excomulgados por los predecesores de Su Santidad, lo que se aplicaba directamente al Rey. Como era el propio cardenal de Gondi quien había dado a la bula casi públicamente este sentido de absolución, y que incluso él había asegurado al Rey, el espiritual Gascón, quien no perdía nunca la ocasión de lanzar su palabrita, dijo agradablemente que la causa de este quidproquo era “que el Señor de Paris había encontrado en esta bula alguna palabra latina atravesada en la que no había podido dar un mordisco”. Por lo demás, el prelado no perdía ocasión de afirmar la sinceridad de la abjuración del Rey, para asentar su autoridad y asegurar la inviolabilidad de su persona. Cuando el atentado de Jean Châtel, reunió en su hotel a todos los párrocos y a los teólogos de París, logró de ellos una declaración solemne para denigrar este crimen, y les ordenó hacer oraciones públicas para la conservación y la prosperidad del Rey. A esta

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declaración del clero de París, la Sorbona añadió la suya. Fue el último golpe asestado a la Liga. Como Pedro de Gondi se mostraba tan ahorrador en su casa como liberal era para los pobres, se le creyó destinado a restablecer el orden en las finanzas, fue llamado a presidir el consejo de raison; “como si, dice Sully, se condujera por las mismas reglas que un particular“. Al cabo de unos días, se encontró en un apuro tan grande, que se sintió con mucha suerte de hacer aceptar su dimisión. Se compensó de este fracaso presidiendo como jefe la diputación del clero, que fue enviada, aquel mismo año, a los Estados de Rouen, donde presentó cuadernos, redactados por él, para la reforma de la disciplina eclesiástica. Este prelado que tenía, comprendidas las rentas de su obispado, más de doscientas mil libras de renta, era tan avaro para sí mismo como pródigo hacia las órdenes religiosas y los pobres. Durante el sitio de París, se gastó todos sus ingresos para proporcionar pan a una población entregada a los horrores del hambre; y como ello no era suficiente, a ejemplo de los Agustín y de los Ambrosio, autorizó la venta de los vasos de oro y plata de su iglesia. Abrumado de enfermedades y sin poder satisfacer a la administración de su diócesis, se le permitió, en 1598, renunciar a ella en su sobrino, Enrique de Gondi, quien fue nombrado su coadjutor, y quien le sucedió después de su muerte, ocurrida el 17 de febrero de 1616, es decir tres años después de la entrada de Vicente de Paúl en la casa de Manuel de Gondi, sobrino de Pedro de Gondi, y hermano de su sucesor. Enrique IV, que tenía en gran estima al viejo prelado, quiso que asistiera en Lyon, en 1600, a su matrimonio con María de Médicis y, seis años después, le envió a Fontainebleau para que bautizara al Delfín, que fue su sucesor con el nombre de Luis XIII. A partir de Pedro, la sede episcopal de París se convirtió, por decirlo así, en hereditaria para la familia de los Gondi, y fue ocupada sucesivamente por dos de sus sobrinos, hijos de su hermano el mariscal de Retz, y por su resobrino, Jean-François-Paul de Gondi, tan célebre con el nombre de cardenal de Retz. Y por haber fundado Vicente de Paúl todas sus casas, gracias a su protección todopoderosa, en tiempo de la administración de estos tres últimos prelados, esbocemos los principales rasgos de su historia y de su fisonomía. Enrique de Gondi, hijo de Alberto, mariscal de Retz, nacido en 1572, el año de la San Bartolomé, no tenía más que veinticuatro años cuando su tío obtuvo de Enrique IV que fuera designado como su sucesor en la sede de París y que pudiera encargarse de la administración de la diócesis (2 de noviembre de 1596). Cumplió esta función durante los dieciocho últimos años de la vida de su tío y le sucedió en 1616. Durante esta primera parte de su carrera episcopal, se entregó únicamente a mantener una rigurosa disciplina en su diócesis, y a gastar sus grandes rentas en limosnas y en fundaciones de establecimientos religiosos. Entre las principales comunidades religiosas que creó o desarrolló, durante este periodo y más tarde durante su episcopado, se pueden citar las Carmelitas del barrio de Saint-Jacques, bajo la dirección de Pedro de Bérulle; las Ursulinas y las Cistercienses, en el mismo barrio; Los Jacobinos, los Agustinos reformados del hospital de los Hermanos de la Caridad, en el barrio de Saint-Germain; las Capuchinas cerca de la puerta de Saint-Honoré; el hospital de San Luis, la Visitación de Santa María, en la calle Saint-Antoine; los Mínimos de la plaza Real, los religiosos de nuestra Señora de la Misericordia, las religiosas de la Anunciación, llamadas las Hijas

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Azules, el colegio de los Hibernois y sobre todo la congregación de los sacerdotes del Oratorio, propuesta por el P. de Bérulle y ricamente dotada por el prelado, por su hermana la marquesa de Maignelais y por su hermano Felipe Manuel de Gondi quien, más tarde, habiendo renunciado a sus funciones de general de galeras, entró en las órdenes y en esta célebre congregación. Es fácil de comprender con qué solicitud un prelado con semejante espíritu debía acoger y favorecer la creación de las primeras obras de Vicente de Paúl. En recompensa de tantos servicios prestados a la religión, Enrique de Gondi fue elegido por unanimidad provisor de Sorbona, y nombrado al cardenalato por Luis XIII, bajo el pontificado de Paulo V, quien ratificó solícitamente esta elección en la promoción de 1618. Tomó el nombre de cardenal de Retz. El año siguiente, fue hecho comendador de la orden del Espíritu Santo y nombrado por el Rey jefe del consejo y primer ministro de Estado. “El señor de Luynes, dice el cardenal de Richelieu, le constituyó en jefe del consejo para autorizar las cosas que quería, sabiendo muy bien que la condición de su espíritu (dulce y débil) no estaba para oponerse a nada de lo que deseaba“. Richelieu, no lo olvidemos, era enemigo mortal de los Gondi, a quienes acusaba, no sin razón, de sostener la causa de María de Médicis, de la que eran algo parientes, y de conspirar contra él; también digamos que no hay juicio que se dirija contra ellos que no esté tachado de parcialidad. Detestaba de modo especial a este primer cardenal de Retz, jefe del consejo, a quien acusaba de entenderse con Luynes y el Rey para impedir en secreto su promoción al cardenalato, fingiendo apoyarla ostensiblemente. Contaba Richelieu también que sabía por el príncipe de Condé que, después de los movimientos de Angers, se discutió, en un consejo presidido por el condestable de Luynes, si convenía o no deshacerse del duque del Maine, y que el cardenal de Retz, así como Schomberg, dio el parecer de que fuese apuñalado en la antecámara del Rey. Cómo creer en la verdad de esta acusación, cuando uno relee estas líneas que escribía Richelieu después de la muerte del prelado, y en las que esbozaba su retrato: “Fue llorado porque tenía un alma dulce, pero era débil, de ningunas letras y de poca resolución”. Y no obstante, cuando uno se acuerda de que Alberto de Gondi fue uno de los tres hombres que aconsejaron la San Bartolomé y el asesinato de los príncipes de la sangre, nos preguntamos si su hijo, bajo una aparente dulzura, no llevaba escondido un fondo de carácter italiano, y no era capaz, también él de dar un consejo del mismo género. Sea como fuere, lo que es seguro es que se unió a los cardenales del Perrón y de la Rochefoucauld para aconsejar a Luis XIII que retirara a los protestantes las plazas de seguridad que se les habían dado. Este hecho queda confirmado por Algay de Martignac: “El cardenal de Retz, dice, se propuso reprimir la insolencia de estos pretendidos republicanos, y habló un día sobre ello al Papa con tal fuerza en pleno consejo que fue seguido por todos y determinó a Su Majestad a declararles la guerra”: Béziers, Montpellier y otras ciudades del Midi caídas en las manos de Rey, los hugonotes se sometieron. El cardenal de Retz había seguido al Rey en esta campaña como jefe del consejo y primer ministro de Estado. Fue víctima, en el campo ante Béziers, de una fiebre de ejército, que se lo llevó en pocos días (13 de agosto de 1621). Richelieu, libre de un hombre a quien consideraba como su enemigo, según lo atestigua su correspondencia, escribía, pocos días después de esta muerte, a la marquesa de Maignelais, hermana del difunto: “Señora, estas líneas no son más que

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para haceros saber que, en la pérdida general que toda Francia ha sentido en la persona del sr vuestro hermano, yo me he sentido presa de un sensible disgusto como cualquier otro, por la profesión particular de la amistad que me unía a él. Si la parte que tienen vuestros amigos en esta aflicción disminuyera la vuestra, la mía sola os traería mucho consuelo, etc. ...” Los Gondi, en particular, sabían a qué atenerse sobre los verdaderos sentimientos de Richelieu con respecto a ellos, y debieron tomar en su valor esta carta de condolencia. Lleno de desconfianza, de celos y de recelos contra estos Italianos de origen, durante todo su ministerio, no cesó de tenerlos apartados de los asuntos, de revocar a unos de sus cargos, de exiliar a los otros; y a estas persecuciones contra su familia, que hasta entonces había llegado a la cabeza de los negocios, dos de los Gondi, Pedro, duque de Retz, y su hermano, el joven abate Jean-François-Paul de Gondi, respondieron participando en la conspiración del conde de Soissons, y el segundo afilando el puñal para golpear al terrible cardenal al pie de los altares. CAPÍTULO III Jean-François de Gondi, primer arzobispo de París. Retrato de este prelado por su sobrino el cardenal de Retz y por el Padre Rapin. -Administración de François de Gondi. -Sus diferendos con su sobrino, el coadjutor de París. -Jugada que le hace éste a su tío para que no vaya al Parlamente. Después de la muerte de Enrique de Gondi, primer cardenal de Retz, fue su hermano Juan Francisco de Gondi, a quien había elegido por coadjutor, y quien, desde hacía doce años, era decano del capítulo de Nuestra Señora de París, quien le sucedió. Hacía tiempo que los reyes de Francia soñaban con elevar la iglesia de París a la dignidad de metrópolis. Luis XIII se lo pidió a Gregorio XV, quien consintió en erigir esta sede en arzobispado por bulas con fecha del 20 de octubre de 1622, y el 19 de febrero de 1623, Juan Francisco de Gondi fue consagrado primer arzobispo de París. A la nueva metrópolis le fueron dados por sufragáneos los obispos de Chartres, de Meaux y de Orléans, a los que se añadió más tarde el de Blois, creado por Luis XIV. Luis XIII y, después de él, su viuda Ana de Austria, hecha regente, encontraron en el nuevo arzobispo a un hombre más dócil todavía y más suave de lo que se habían mostrado hacia el poder real sus dos predecesores, el cardenal de Gondi y el primer cardenal de Retz. El Rey le nombró sucesivamente gran maestro de su capilla, comendador de sus órdenes y consejero de Estado. “El cardenal de Richelieu, llamado Tallement de los Réaux, tuvo ganas de tener su arzobispado y propuso entregar el de Lyon al abate de Retz, luego su coadjutor. Esto fue en una especie de tratado; luego el cardenal no se preocupó por ello demasiado, ya que este hombre no le molestaba nada, y estaba muy seguro, en caso de supervivencia, de que lo obtendría, o se lo daría a quien bien le viniera”. Tallement añade que Francisco de Gondi “estaba bien hecho y tenía carácter, pero que no sabía nada”, aunque dijera “las cosas con mucho agrado”. “El sr de París, sigue diciendo, había hecho anteriormente muchos gastos; tenía música y equipajes; lo redujo un poco y rompió su música. Se dice que, una vez enjugados sus asuntos, le

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quedaron más de cien mil libras de renta; con todo se trataba tan mal que no se hubiera atrevido a invitar a comer a nadie sin ser avisado. “En el tiempo en que no había roto todavía por completo con el mundo, se complacía, según el testimonio del cardenal de Retz, en mandar representar, en su bonita casa de Saint-Cloud, piezas de Corneille, y se bailaba allí en brillante compañía. Retz trazó de su tío, en dos pinceladas, un retrato moral cuyo perfecto parecido va a manifestarse bien pronto en acción. “Mi tío, dice él, muy pequeño, envidioso y difícil..., que era el más débil de todos los hombres. Era, por una razón bien común, el más glorioso”. Por su parte, el P. Rapin tuvo cuidado de anotar “que no tenía suficiente firmeza de espíritu para defenderse contra los que pretendían dirigirle”. Flotando entre las influencias más opuestas, fue sucesivamente favorable o contrario a los solitarios de Port-Royal, si bien en el fondo sintió hacia ellos una inclinación secreta. Su sobrino, que fue más tarde su coadjutor y sucesor, el cardenal de Retz, no siendo por el momento más que simple abate, se había ligado secretamente, pero por pura ambición, para crecer en el mundo y a la cabeza de los negocios, con los hombres más movidos del partido jansenista. Fue de él sobre todo de quien se sirvieron para apoyar sus intereses ante el arzobispo de París. Pero el abate quien, por su espíritu y su superioridad, había despertado tempranamente contra él las envidias de su tío, se guardó muy bien de protegerlas ostensiblemente, por miedo a arruinar sus asuntos. Con su habilidad sin igual, puso en funcionamiento todos los resortes más secretos para convertirse en su amo sin que tuviera la menor sospecha de ello, y lo logró más de una vez. La princesa de Guémenée, quien tenía un pie en el mundo y el otro en Port-Royal donde, según la expresión de su íntimo amigo, el cardenal de Retz, “ella hacía sus escapadas más bien que sus retiros”, era el principal agente de quien se servía ante su tío en favor de los jansenistas. La princesa fue bastante hábil para llevar al arzobispo a revocar más de una de sus decisiones contra ellos. Aquí van dos ejemplos tomados de dos fuentes diferentes. A la muerte de Luis XIII, los Jesuitas señalaron al prelado que el catecismo de San Cyran contenía varias proposiciones erróneas sobre los dogmas de la Iglesia. El sr de Gondi se puso furioso, preparó un mandato en el que prohibía “enseñar otro catecismo que el suyo y particularmente un cierto librito intitulado: Théologie familière, etc.” Ya estaba el mandamiento en todas las parroquias para ser publicado en las homilías, cuando Antoine Arnauld “comenzó a trabajar con los doctores del consejo, y la Señora princesa de Guémenée con el Señor de París, y lo hicieron tan bien que, el mismo domingo en que este mandato debía hacerse público, los párrocos recibieron otro mandato impreso que revocaba el primero”. Acabamos de citar el testimonio de un jansenista, a propósito de esta influencia secreta de la princesa sobre el espíritu del prelado. Éste es el que da un Jesuita en un caso parecido. Cuando, varios años después, el arzobispo hubo prohibido al sr Singlin, director del monasterio de Port-Royal, por haber adelantado ciertas proposiciones en favor del establecimiento de la penitencia pública, “la princesa de Guémenée y todas las damas de calidad solicitaron, por sí mismas o por medio de sus amigos, del arzobispo de París restablecer a su predicador y, después de varios meses de intrigas y de negociación, se levantó por fin el entredicho, a condición de que el sr Singlin se retractara y predicara lo contrario de lo que había predicado“. Para quien sabe a qué atenerse sobre la naturaleza de las relaciones que existían entre la princesa y el coadjutor de París, la intervención de éste no podría ofrecer sombra de

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duda, lo mismo sucedió con el entredicho del P. Desmares, el eminente orador sagrado de Port-Royal. Tal vez el débil prelado hubiera cedido una vez más a una diputación de damas que le enviaron, si la Reina, que era intratable en este capítulo como en otros muchos, no se hubiera resistido, a pesar de las insistentes súplicas del coadjutor. Unas veces vemos a Francisco de Gondi presidir con gran pompa la ceremonia de la apertura de la iglesia de Port-Royal de París y favorecer todo el desarrollo del monasterio, bien en París, bien en el valle de Chevreuse, y bien asimismo defender a las religiosas de Port-Royal contra los violentos ataques del P. Brisacier, Jesuita, y censurar su libro, declarando, en una ordenanza publicada en todas las parroquias, que estas religiosas “son puras e inocentes de los crímenes con los que el autor ha querido ennegrecer el candor de sus buenas costumbres y ofender su integridad y religión”; otras se le ve bajo la presión de los Jesuitas y de Richelieu dar su autorización a las persecuciones ejercidas contra el abate de Saint-Cyran, el primer fundador de las doctrinas jansenistas en Francia. Finalmente, cuando esta gran cuestión, que debía agitar Francia durante dos siglos, fue sometida a la curia de Roma, el prelado, sin saber qué partido tomar sobre cuestiones muy lejos del alcance de un teólogo tan malo como era, creyó salir ante todo del paso lanzando un primer mandato para imponer silencio a los dos partidos. Pero cuando Inocencio X hubo condenado las cinco proposiciones del libro de Jansenio, se inclinó y dirigió un segundo mandato para comprometer a sus diocesanos en una perfecta y sincera sumisión. Uno de los reglamentos de Francisco de Gondi nos revela ciertos detalles por demás curiosos sobre las costumbres del siglo diecisiete. El número de los matrimonios ilícitos se multiplicaba cada vez más. Cantidad de hijos de familia, unos sin el consentimiento de sus padres, otros sin tener en cuenta las oposiciones jurídicas, se presentaban con las prometidas de su elección ante un párroco y testigos, y se tomaban mutuamente por esposos, “sin aprobación ni bendición, y sin guardar ninguna de las formalidades requeridas”. Para cortar por lo sano este grave abuso, nuestro prelado decretó contra los delincuentes la excomunión mayor, lo que, en una época de fe, no dejó de producir un gran efecto. Lo que más honra a su administración es haber favorecido por todos los medios la fundación de la Obra de las misiones de san Vicente de Paúl, y contribuido con todo su poder y todo su crédito a la creación de los seminarios de Saint-Nicolas du Chardonnet y de San Lázaro. Veremos pronto, al estudiar la naturaleza, el carácter y el fin de estas importantes fundaciones, qué eminentes servicios prestó a la Iglesia Francisco de Gondi. Hemos hablado de las disensiones profundas que existían entre el tío y el sobrino. En este punto, todas las Memorias del tiempo están de acuerdo. “El coadjutor sentía un desprecio tan grande del arzobispo, y el arzobispo una envidia tan extraordinaria contra el coadjutor, dice el P. Rapin, que todas las medidas de correspondencia o de convivencia estaban rotas entre ellos, de manera que resultaba muy mala la recomendación ante el tío la consideración del sobrino por cualquiera que fuese”. “En la regencia, dice Tallemant de los Réaux, Francisco de Gondi hizo coadjutor a su sobrino; pero pronto se arrepintió y le entró una envidia furiosa contra él. Un día que al bajarse de la carroza, dio con su cuerpo en el suelo, al querer apoyarse en la Familia: -¡Ah,. se dijo, en qué estaba yo pensando también para querer apoyarme en un hombre que es mi coadjutor!”

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Éste habitaba en el pequeño arzobispado; pero los asuntos de la diócesis le llamaban sin parar al arzobispado donde habitaba su tío, y como sus mutuas reyertas se calentaban más y más, esta vida en común acabó haciéndoseles insoportable. Francisco de Gondi quien, en su juventud, había vestido el hábito de capuchino, y que había conservado hacia esta orden una predilección particular, se había hecho construir, cerca del convento de los Capuchinos del barrio de Saint-Jacques, una casa en la que buscaba refugio con frecuencia para sustraerse a las querellas intestinas del arzobispado. En este mismo barrio o suburbio, en la casa del oratorio, fue donde su hermano Manuel de Gondi, despojándose de todas las dignidades, fue más tarde a abrazar la vida religiosa. Durante estos retiros del arzobispo, su sobrino que, desde 1643, era su coadjutor, no perdía ocasión para ir haciéndose a la diócesis y echando las bases de su poder futuro. Este hombre extraño que, para la posteridad, no ha dejado más que el recuerdo de un genio turbulento e inquieto, estaba dotado sin embargo de todas las cualidades de un excelente organizador. Con un raro vistazo, había comprendido que la mayor plaga del clero de su tiempo era la ignorancia en la que se había sumergido tras las guerras de religión. ¿Y qué se le ocurre entonces? Una reforma de lo más ingenioso y de lo más práctico. “Yo continué haciendo en la diócesis, nos dice en sus Memorias, todo lo que la envidia de mi tío me permitió emprender sin molestarle...Emprendí sondear la capacidad de todos los sacerdotes de la diócesis, lo que era verdaderamente de una utilidad inconcebible, Formé a este efecto tres tribunales, compuestos de canónigos, de párrocos y de religiosos, que debían reducir a todos los sacerdotes a tres clases, la primara de las cuales era de los capaces, a quienes se dejaba en el ejercicio de sus funciones; la segunda, de los que no lo eran, pero que podían llegar a serlo; la tercera, de los que no lo eran y no podían serlo nunca. Se separaba a los de estas dos últimas clases: se les prohibían sus funciones, se los metía en casas distintas, se instruía a unos y se contentaba con enseñar puramente a los otros las reglas de la piedad. Ya se imaginan ustedes que estos establecimientos debían ser de un gasto inmenso; pero me llegaban sumas importantes de todos los lados. Todas las bolsas de la gente de bien se abrieron con profusión”. Todo habría resultado con éxito sin duda, a no ser porque la envidia de Mazarino se juntó con la de mi tío. Éste, a cubierto por el ministro, regresó a toda prisa de su suburbio y, bajo el más frívolo pretexto, mandó a su demasiado hábil sobrino que no diera un paso más con su plan. Esta envidia del tío se aumentaba a medida del papel cada vez más importante que desempeñaba en la escena de la Fronda el coadjutor, quien se había convertido en el jefe de ella. El arzobispo tenía derecho a sentarse en el Parlamento y, en su ausencia, este derecho pasaba a la cabeza de su sobrino. Cuando el duque de Beaufort y el coadjutor fueron requeridos para presentarse al Palacio, para responder allí a la acusación del príncipe de Condé de haber intentado asesinarlo en el puente Nuevo, la reina escribió enseguida al arzobispo para conjurarle que fuera a ocupar su lugar en el Parlamento para que el coadjutor no pudiera hacerlo. Pero el coadjutor, que no era hombre a quien se la pudieran engañar tan fácilmente, inventó la más ridícula de las estratagemas para que no saliera de la casa. Él mismo ha contado de la forma más chispeante esta escena digna del genio de Molière en el Enfermo imaginario. “Me fui, dice él, hacia las tres de la mañana, en busca de los Srs de Brissac y de Retz, y me los llevé a los Capuchinos en el suburbio de Saint-Jacques, donde el sr de París había

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dormido, para rogarle, como si fuera de familia, que no fuera al Palacio. Mi tío no tenía sentido, y lo poco que tenía no le servía de gran cosa; me tenía envidia hasta el ridículo. Él había prometido a la Reina que iría a ocupar su silla; no entró en nuestras facultades sacar de ello más que impertinencias y jactancias: que él me defendería mejor de lo que yo mismo podría hacerlo. Se darán ustedes cuenta, por favor, que, aunque hablara como un chorlito en particular, se quedaba siempre mudo como un pescado en público. Salí de su cámara a la desesperada...” ¿Qué hace entonces el coadjutor? Se imagina una jugarreta a la Scapin. Pero, como sentiría cierta vergüenza en confesarlo, se lo pone en la cuenta de otro a quien, si él se lo hubiera soplado, no se le habría ocurrido ciertamente la idea de inventarlo. “Un cirujano que tenía, prosigue Retz, me pidió que fuera a esperar noticias suyas a los Carmelitas, que vivían cerca, y me sucedió encontrarme, un cuarto de hora después, con buenas noticias. Me dijo que nada más salir nosotros de la cámara del sr de París, había entrado él; que le había alabado mucho por la firmeza con que había resistido a sus sobrinos, que le querían enterrar vivito; que le había exhortado después a levantarse con diligencia para ir al Palacio; que una vez fuera de la cama, le había preguntado con un tono de susto cómo estaba; que el sr de París le había respondido que “se encontraba bien”; que le había dicho: “No puede ser, tenéis una cara demasiado mala”; que le había tomado el pulso; que le había asegurado que tenía la fiebre, y tanto más de temer cuanto menos lo parecía; que el sr de París se lo había creído; que se había metido en la cama, y que todos los reyes y todas las reinas no le sacarían de allí en quince días”. Beaumarchais encontró la escena tan cómica, que se la apropió en su Barbier de Séville, con esta diferencia que Bazile, a quien se quiere persuadir de que está enfermo, para retardarle, entra complacientemente en ese papel de enfermo imaginario, gracias al argumento irresistible que se le ofrece, mientras que el demasiado crédulo arzobispo no duda de que no tenga la fiebre, sin la menor sospecha de que se haya dejado engañar por su Esculapio y por el travieso de su sobrino. Fácil de suponer a qué negros accesos de envidia se entregó ante la noticia de que este terrible sobrino acababa de recibir el capelo de cardenal, qué satisfacción secreta experimentó cuando vio que lo conducían prisionero a Vincennes! Azuzado vivamente por el capítulo y los párrocos de París para actuar con energía ante la corte para su liberación, Francisco de Gondi “no los apoyó más que blandamente”. Se contentó con ordenar plegarias públicas. Los hombres de importancia del partido jansenista no emplearon menos celo en suplicarle que escribiera al Papa y a los cardenales “por su ensanchamiento, cosa que no hizo, dice el P. Rapin, sino con toda la tranquilidad del mundo y en los términos más débiles que pudo, no sólo porque su edad y su temperamento no le permitían ser muy activo, sino porque, a la verdad, nadie sintió tanta satisfacción como él por la prisión de su sobrino, ni se dio menos prisas por su libertad. Los pasos que le obligaron a dar en la corte para ello sólo sirvieron para dejar claro el escaso interés que ponía en ello”. Mientras tanto Mazarino, inquieto por la compasión que mostraba el pueblo de París hacia el cardenal cautivo, tomó la resolución, por miedo a un ataque sorpresa, de trasladarle a Amiens, a Brest o a El Havre. Retz nos hace saber él mismo que ante esta noticia se hizo el enfermo y que Mazarino le envió un médico para ver si lo estaba efectivamente. En éstas, murió el arzobispo de París, como consecuencia de un violento ataque de piedra, este acaecimiento tuvo lugar el 21 de marzo de 1654, a las

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cuatro de la mañana, y a las cinco, antes de que la corte fuera advertida, el coadjutor fue proclamado arzobispo de París por el capítulo de Nuestra Señora, que había recibido de él, de antemano, una procuración en debida y buena forma. Nunca había sido burlado Mazarino más hábilmente. En las manos del cardenal de Retz, el arzobispo era un arma temible, y en adelante, hasta la muerte del favorito victorioso, el faccioso se servirá de ello con una testarudez y una habilidad sin igual para crearle problemas sin descanso y envenenar su triunfo. A esta nueva guerra entre el cardenal arzobispo y el cardenal ministro se ha dado en llamar Fronda eclesiástica. Durante siete años, Mazarino, armado con la omnipotencia real, se esfuerza por arrancar la sede de París al cardenal fugitivo, empleando una tras otra las ofertas más seductoras y las más terribles amenazas; llega incluso a intentar un proceso por crímenes de lesa majestad, y le hace acosar por todas partes por su policía secreta; y durante siete años, Retz, apoyado por la curia de Roma, resiste con una intrepidez que no se doblega nunca; abruma a su enemigo con cartas pastorales, órdenes escritas, panfletos, y no dimite de su sede y no deja las armas hasta después de la muerte de su enemigo. Se sabe que las Memorias de Retz acaban bruscamente el año de 1655, en el mismo instante en que inicia la narración de esta lucha encarnizada. Nunca desde entonces, esta guerra entre el poder civil y el poder sacerdotal, entre el Louvre y el Vaticano, guerra que fue conducida por los dos mayores diplomáticos del siglo diecisiete, nunca fue contada con pleno conocimiento de causa y de una manera digna del asunto. Con la ayuda de todas las piezas del proceso que, en su mayor parte, son inéditas, trataremos algún día de ocuparnos de esta tarea. Mientras tanto, debemos ceñirnos hoy a no estudiar, en la vida del cardenal de Retz, más que los episodios y las partes que se relacionan con la historia de Vicente de Paúl, su primer fundador. CAPÍTULO IV -Vicente de Paúl en la casa del general de las galeras. -Retratos de familia: Felipe Manuel de Gondi, su mujer Margarita de Silly y sus hijos. -Vicente de Paúl, fundador. Volvamos sobre nuestros pasos y entremos en el castillo de Montmirail donde, hacia el fin del año 1613, como hemos dicho, había llegado a instalarse el venerable sr Vicente, para llevar la educación de los hijos de Felipe Manuel de Gondi, general de las galeras. Este señor, que era conde de Joigny, marqués de las Islas d’Or, barón de Montmirail, de Dampierre y de Villepreux, era el segundo hijo de Alberto, mariscal de Francia, y de Claude-Catherine de Clermont, baronesa de Retz. Apenas había llegado a los diecisiete años, cuando su padre, con el consentimiento de Enrique IV, había dimitido en su favor del cargo de general de las galeras y de lugarteniente general del rey en los mares del Levante. Felipe Manuel era sobrino del cardenal de Gondi, obispo de París, quien murió, como ya lo hemos dicho más arriba, en 1616, a la edad de ochenta y cuatro años, y hermano de los otros dos prelados que le sucedieron: Enrique de Gondi, primer cardenal de Retz, quien ocupó la sede episcopal hasta 1623, y Juan Francisco de Gondi, que fue primer arzobispo de París, a partir de esta época hasta 1654. El joven general de las galeras, según su pariente Corbinelli, el amigo de madame de Sévigné, era “el hombre mejor hecho, el más diestro y uno de los más valientes del

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reino”. “Metido (por entonces) en las intrigas y los placeres de la corte”, según el testimonio de si hijo, el cardenal de Retz, se hacía notar por sus buenas gracias, su distinción y la amenidad de su carácter y de su espíritu. Cenaba con frecuencia en gozosa compañía con los duques de Guisa y de Chevreuse, los Srs de Créqui y de Bassompierre; y Tallemant de los Réaux nos dice que estas cenas eran de lo más alegre por las bromas que se hacían uno del otro, sin nunca llevar sus intenciones demasiado lejos. Un hermoso retrato grabado del conde de Joigny, que figura en la Histoire généalogique de la maison de Gondi no desmiente más que en un punto todos estos testimonios de los contemporáneos. Su cabeza elegante, de trazos finamente dibujados, reposa en una gorguera a la Enrique IV; todo en él respira una gran dulzura: los ojos, la boca ligeramente alegre, la nariz que va ensanchándose un poco en la base; pero nada recuerda allí la extrema audacia y la intrepidez que estallan en los rasgos fuertemente acentuados de sus dos hijos, el duque Pierre y el cardenal de Retz. Si se ha de creer a Corbinelli, el joven general de las galeras habría brillado “en la escena y en el Parlamento”; pero, como él no nos da ningún detalle y ningún especimen de sus talentos en este género y que no queda de ello ningún vestigio en los escritos de la época, se permite creer que sus ensayos poéticos apenas merecían sobrevivirle. Se había casado, hacia 1600, con Francisca Margarita de Silly, hija mayor de Antonio de Silly, conde de la Rochepot, doncel de Commercy, soberano de Euville, y de Marie de Lannoy, dama de Folleville. La Sra. de Gondi era una mujer de una rara virtud, de una dulzura angelical, de una ferviente piedad, que ella llevaba hasta el misticismo y hasta los últimos escrúpulos. Toda su alma se lee en el retrato que nos ha dejado de esta frágil y delicada belleza, púdica y tímida, el hábil buril de Duflos. Sobre una gorguera en abanico, a la Médicis, se destaca su cabeza encantadora, de perfil griego de una gran pureza y de una notable finura. Sus grandes ojos de mirada vaga, parecen absortos en una contemplación celestial. Por su expresión y dulzura de las líneas, es una verdadera cabeza de madona del Perugino, de una belleza que sería irreprochable a no ser que los ojos estuvieran menos separados uno del otro y el mentón algo menos corto. Tal era la madre del cardenal de Retz, en quien no debían revivir ninguna de sus virtudes, ni ninguno de los rasgos de su cara. El sr de Gondi que había sabido estimar en su justo precio todas las cualidades de su joven mujer, la amaba con el amor más tierno, con un amor que no sufrió nunca la menor distracción, que no se desdijo jamás, con un amor tan profundo que, cuando tuvo la desdicha de perderla, no encontró otro refugio contra su dolor que en la vida religiosa. Tres hijos, tres chicos nacieron de esta unión tan perfecta: Pedro de Gondi; Enrique, marqués de las Islas d’Or (o Hyères); Juan Francisco Paúl, quien, más tarde, fue el cardenal de Retz. Pedro, el mayor, nació en 1602; tenía pues por consiguiente doce años cuando fue confiado a los cuidados de Vicente de Paúl. Más tarde casó, con dispensa del Papa, con su prima hermana, Catalina de Gondi, hija de Enrique de Gondi, duque de Retz, último representante masculino de la rama mayor de los Gondi, y de Jeanne de Scépeaux; y fue debido a esta alianza de donde le vino el ducado de Retz. De su mujer no tuvo más que dos hijas: la mayor, Marie-Catherine, y Paule-Françoise-Marguerite de Gondi, duquesa de Lesliguières, en quien se apagó el nombre de Gondi.

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No carecerá de interés saber con qué terribles niños se las tuvo que ver Vicente de Paúl. Pedro y su hermano Juan Francisco Paúl, quien más tarde fue el cardenal de Retz, eran por temperamento, por carácter, como por la raza, verdaderos Italianos del siglo quince o dieciséis, Italianos de la escuela de Maquiavelo, dignos nietos de aquel mariscal de Retz quien, por pura política y no por fanatismo religioso, había aconsejado la San Bartolomé, luego había abrazado con indiferencia la causa de Enrique IV, todavía hugonote. Vicente de Paúl se encontró en presencia de dos jóvenes demonios, cuya alma estaba absolutamente cerrada a las ideas religiosas: de manera que le fue imposible hacer de ellos ángeles. Pedro de Gondi, de quien acabamos de hablar, y quien sucedió a su padre en el cargo de general de las galeras, cuando éste entró en el Oratorio, era un hombre de una rara bravura y de una indomable resolución. En este particular, si no por parte del espíritu y de la intriga, no tenía nada que envidiar a su hermano, el cardenal de Retz. En el sitio de la Rochelle, y muy joven todavía, Pedro se destacó en un combate naval, al lado de su padre; y en la isla de Ré un disparo de mosquete le rompió el hombro y se mató un caballo debajo de él. En tiempo de Luis XIII, habiéndole forzado a dimitir de su cargo de general de las galeras para dárselo a un sobrino suyo, el cardenal Richelieu, Pedro resolvió tomar venganza de este favor injusto. Entró, con su hermano Juan Francisco Paúl, en la conspiración del conde de Soissons y, hallándose en Amiens, propuso al duque de Orléans asesinar a Richelieu. Mazarino decía tener el relato de este hecho de la boca misma de Gaston de Orléans. Retz, por su parte, cuenta en sus Memorias que él mismo había resuelto golpear al cardenal en el momento que dijera la misa, modo de ejecución que con toda seguridad había tomado de la conspiración de los Pazzi. Fue la muerte misteriosa del conde de Soissons, en la batalla de la Marfée, la única que le impidió dar curso a este criminal y sacrílego propósito. Más tarde, en los inicios de la Fronda, el coadjutor, indignado por el desprecio que le había demostrado la Reina en el día de las Barricadas, envió en secreto a su hermano Pedro a Noisy, casa de campo del arzobispo de París, su tío, a donde se habían dirigido la duquesa de Longueville y el príncipe de Conti, y fue allí donde Pedro, con la duquesa, formó el primer partido de la Fronda contra Mazarino y la Regente. Cuando el arresto de su hermano el cardenal, Pedro, duque de Retz, escribe al Rey para pedirle que le devuelva a la libertad, y cuando el cardenal de Retz se escapó del castillo de Nantes, corre a Belle-Isle para proteger su vida y hace jurar a los habitantes que se arrojen al fuerte al primer cañonazo. Por estos pocos trazos, se puede juzgar de qué temple era el carácter de los dos hermanos, del que el buril de Duflos supo expresar toda la audacia y toda la energía. El segundo hijo del Manuel de Gondi, el marqués de las Islas d’Or, estaba, desde su infancia, destinado por su padre a suceder a Juan Francisco de Gondi, su tío, al arzobispo de París. Tallemant des Réaux, quien conocía de cerca a la familia, nos dice que era rubio, a diferencia de sus dos hermanos, cuya tez bronceada así como los trazos recordaban tanto su origen florentino. Nos refiere del pequeño marqués unas palabras características: “Este muchacho decía que quería ser cardenal para adelantar a su hermano: tenía ambición, pero murió tristemente en la caza. Al caerse del caballo, con la pierna enganchada en el estribo, le mató una coz en la cabeza que le propinó el caballo. Muerto este muchacho, se cambió de modo de pensar, y se destinó al caballero a la Iglesia”.

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Tallemant designa así a Juan Francisco Pablo, el tercer hijo del general de las galeras. Se había pensado primeramente en hacer de éste un caballero de Malta. Como había nacido durante un capítulo, fue caballero desde la cuna, “de manera, añade Tallemant, que habría sido gran Cruz desde muy temprano”. Los beneficios del muerto, las abadías de Buzay y de Quimperlé, pasaron en seguida a la cabeza de Juan Francisco Pablo, y a pesar de que, según su propio testimonio, tuviera “el alma menos eclesiástica de todo el universo”, su padre, cuya ambición se confundía demasiado con la devoción, le forzó, bien a pesar suyo, a ser hombre de Iglesia, para que el arzobispado de París no saliera de la familia. Habría sido interesante de verdad saber, según el testimonio del propio cardenal, cuáles fueron las primeras lecciones que le dio Vicente de Paúl y qué impresiones le había dejado el recuerdo del santo hombre. Sin duda alguna, debía entrar en algunos detalles asaz curiosos sobre la estancia del Santo durante doce años en la casa de su padre. Lamentablemente, como se sabe, las doscientas cincuenta primeras páginas in-quarto de las Memorias autógrafas de Retz, en las que contaba sus locas aventuras de juventud, fueron rasgadas por una mano demasiado escrupulosa; y de otro manuscrito de estas Memorias hoy desaparecido, un editor de 1719 no pudo salvar de este comienzo más que algunos fragmentos mutilados. Bajo el punto de vista literario, es una pérdida para siempre deplorable e irrecuperable; bajo el punto de vista histórico y biográfico, no es imposible recuperar esta laguna. Esto lo intentaremos algún día, con la ayuda de numerosos documentos inéditos. Por hoy debemos limitarnos a no hablar más que de los primeros estudios de Retz, bajo la dirección de Vicente de Paúl. Vicente tenía una doble misión que cumplir con sus alumnos: enseñarles al mismo tiempo los primeros elementos de los estudios clásicos y los de la doctrina cristiana. La piadosa Margarita de Silly, se había inquietado ante todo por esta última parte de la educación de sus hijos, y era con la esperanza de procurarles un instructor a la vez hombre de saber y de piedad por lo que se había dirigido al sr de Bérulle. “Deseo mucho más, decía, hacer de aquellos que Dios me ha dado, y que me pueda dar todavía, santos en el cielo que grandes señores en la tierra”. Se sabe qué mal fueron oídos los deseos de la santa mujer y los de Vicente de Paúl. Se ha pretendido a menudo que Juan Francisco Pablo de Gondi era demasiado joven para poder sacar algún fruto de las primeras lecciones religiosas y literarias de su venerable instructor. Es ésa, para nosotros, una opinión bastante mal fundada, al menos en lo que respecta a los estudios clásicos. El sr Vicente entró en la casa de los Gondi en el mismo momento del nacimiento del futuro cardenal, y no salió de la casa hasta doce años después. Es pues muy natural suponer que un espíritu tan vivo, tan despierto, tan precoz como el de Retz, avanzó mucho en sus estudios latinos bajo un maestro que conocía muy bien esta lengua por haberla estudiado y enseñado mucho tiempo a hijos de familia. Veamos, para justificarlo, un documento impreso, muy curioso, del que los historiadores de san Vicente de Paúl han ignorado la existencia o no han sacado partido. Le tomamos en los Éloges hsitoiques des évêques et archevêques deParis, depuis environ un siècle, etc., por Étienne Algay de Martignac: “Vicente de Paúl que fue luego superior general de las Misiones de San Lázaro, dice el autor en el capítulo que dedica al cardenal de Retz, Vicente de Paúl le instruyó en sus estudios, en los que hizo un maravilloso progreso. Podía decir con el Salmista, que sabía más que sus maestros, habiendo aprendido hasta siete idiomas con mucha facilidad, el hebreo, el griego, el latín, el italiano, el español, el

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alemán y el francés que hablaba con educación... Fue recibido doctor por la Sorbona con muchos aplausos”. En cuanto al francés, el elogio, se convendrá con nosotros, no tiene nada de exagerado. En cuanto a las otras lenguas, esto es cuanto se puede decir según otros testimonios: el italiano era para Retz una segunda lengua natural que no se había dejado de hablar en la familia; quedan de él varias cartas latinas, dignas de los cardenales Bembo y Sadolet; se sabía de tal manera el griego, que en el seno de la congregación dell’Indice, de la que formaba parte, traducía corrientemente un libro escrito en griego moderno, que se sospechaba tachado de herejía y en el que nada habían podido comprender los otros cardenales. Finalmente, hacia la última época de su vida, según el testimonio de su amiga Madame de Sévigné, leía su breviario en el texto hebreo. Pero no nos olvidemos de decir que, de todas estas lenguas, no debía a su primer instructor más que el conocimiento del latín y quizás un poco del griego. En cuanto a las lecciones de doctrina y moral cristiana que recibió de él, se sabe, según su propia confesión, el escaso provecho que sacó de ellas, sea en esta época, sea más tarde en sus demasiado famosos retiros en San Lázaro. ¿No sería ir en sentido contrario a la verdad querer hacer un cristiano a pesar suyo de este hombre que dijo de sí mismo “que tenía el alma menos eclesiástica del universo entero”? Esta alma estuvo siempre cerrada a las cosas de la religión, y nunca se sintió obsesionada ni perseguida más que por los intereses del mundo y por las ambiciones de la política. Nada, por lo demás, debe extrañarnos en semejante estado de espíritu. A consecuencia de las guerras de religión, el número de los incrédulos y de los indiferentes era más importante de lo que era de suponer. Es suficiente, para convencerse de esto, acordarse de los prodigiosos esfuerzos que se intentaron por los Bérulle, los Olier, por Vicente de Paúl y otros hombres apostólicos, para traer al redil a tantas almas descarriadas. El espíritu del joven Retz, abierto únicamente a temprana hora a las ambiciones de familia, fue sordo a las piadosas exhortaciones de su maestro. Ya, sin ninguna duda, se manifestaba en él este carácter altanero e intratable que explotó pronto más terrible en los bancos del colegio de Clermont, y que los Jesuitas fueron tan incapaces de domar como Vicente de Paúl. Vicente ni llegó a influir más en él de lo que lo hizo Savonarola sobre Maquiavelo. ¡Cuántas veces se vio sometido a rudas pruebas por la indisciplina de sus tres turbulentos alumnos! Vicente había nacido con un temperamento bilioso y pronto a las impaciencias. Se ha dicho de él “que era de natural triste y melancólico, y que necesitaba de todos los esfuerzos de la virtud para limar a sus rasgos un poco de dureza y aspereza”. Las extravagancias de los jóvenes Gondi no debían contribuir poco a avinagrarle la cara. Tenemos de él un curioso testimonio que dio durante su misma estancia en su familia: “Me dirigí a Nuestro Señor, escribía en 1621, pidiéndole insistentemente que me cambiara este humor seco y desagradable, y me diera un espíritu dulce y benigno. Y, por la gracia de Nuestro Señor, con un poco de atención que puse en reprimir los borbotones de la naturaleza, he dejado algo de mi humor negro”. Había encontrado el medio de corregirse, de dulcificarse, donde otros no habrían podido sino amargarse y exasperarse más y más. Existe un importante retrato de Vicente de Paúl, grabado por un célebre artista del siglo diecisiete, Van Schuppen, según el cuadro original de Simon François, y que ha sido reproducido muy hábilmente por heliograbado en la obra del sr Loth. Este retrato merece tanto más nuestra atención porque el original fue pintado ad vivum, y en estas circunstancias. Se sabe qué resistencia inflexible oponía Vicente a las peticiones de sus

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discípulos y de algunas piadosas mujeres del mundo cuando le pedían que se dejara pintar. A mí, miserable de mí, a mí, una nada!” exclamaba tapándose la cara con las dos manos, a cada propuesta que se le hacía de posar ante un artista. Los sacerdotes de San Lázaro, al no poder triunfar de sus negativas, usaron de un santo fraude. Hicieron entrar secretamente en su casa a Simon François y lo ocultaron mucho tiempo, de tal modo que, sin ser visto y contemplando a satisfacción a su modelo, pudo ejecutar una obra maestra. Cuando se examina el retrato grabado de Van Schuppen, que le reproduce de maravilla, a primera vista aparece un rostro de campesino, de rasgos groseros y rústicos, una nariz enorme que va ensanchándose por la base, una boca demasiado hendida, un mentón demasiado corto, oculto bajo una barba tupida y entrecana, orejas demasiado abiertas, en una palabra, la imagen de la fealdad más acusada. Pero, tras un examen más atento, se percibe una frente espaciosa e inteligente, ojos de una viveza y de una dulzura singulares, y sobre esta fisonomía afable y sonriente, una tan grande belleza moral, que os hace olvidar por completo la fealdad física. Hemos mostrado al preceptor en medio de sus alumnos, rincón del cuadro un tanto desdeñado por sus historiadores. Tratemos de pintarlo en sus relaciones con el sr y Sra. de Gondi, y preparando con ellos sus primeras obras. Comenzó por trazarse con ellos una regla de conducta excelente y que le gustaba recordar más tarde en sus conferencias de San Lázaro, para que pudiera servir de ejemplo a los sacerdotes colocados bajo su dirección. Por una ficción ingeniosa, y a fin de que todo fuera irreprochable en sus palabras y en sus actos, transformó en santuario el castillo de Montmirail; se propuso honrar a Jesucristo en la persona del sr de Gondi, a la Santísima Virgen en la de su mujer, “y a los discípulos del Salvador en la de sus hijos, de los oficiales y de los sirvientes”. Se trataba, según él, de no perder nunca de vista esta manera de considerar al prójimo, y así resultaba cómodo a todo cristiano cumplir los deberes más difíciles. Por discreción y modestia, no se presentaba nunca en casa del sr y de la sra de Gondi sin que le llamasen ellos, y no se mezclaba por propia iniciativa en nada que no estaba relacionado con su cargo de preceptor. “Fuera del tiempo dedicado a la educación de sus alumnos y obras de caridad, dice uno de sus antiguos biógrafos, no abandonaba su habitación: era para él una verdadera celda, y a pesar de los que iban y venían a la brillante residencia de Gondi, había sabido crear en ella una soledad profunda”. Sólo la caridad le sacaba de su retiro, para visitar y cuidar de los campesinos enfermos, para consolarlos, para arreglar amistosamente sus diferencias, para enseñarles la doctrina cristiana, por entonces muy oscurecida en el campo. A pesar del profundo respeto con que rodeaba al general de las galeras, no temía, si se presentaba el caso, darle sabios y firmes consejos, pero con todos los miramientos que le dictaba su benevolencia y caridad. Poco tiempo después de la entrada de Vicente en su casa, Felipe Manuel recibió una ofensa de un señor de la corte, y le citó a duelo. Pero antes de acudir, entró en la capilla de su palacete, oyó devotamente la misa, y con un rasgo de devoción bastante raro, encomendó a Dios el resultado de su duelo y la salvación de su alma. Vicente, quien decía la misa y estaba instruido de los planes del general dirigió una plegaria a Dios totalmente contraria y le suplicó que impidiera el duelo. En cuanto se vio solo en la capilla con el sr de Gondi, corrió a echarse a sus pies: “Permítame, Monseñor, que le diga una palabra con toda humildad. Yo sé por buena fuente que tenéis el plan de ir a batiros en duelo, pero yo os declaro de parte de mi Salvador, a quien os acabo de mostrar y vos acabáis de adorar, que si no os quitáis

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de la cabeza este plan malo, él ejercerá su justicia sobre vos y sobre toda vuestra posteridad”. El general de las galeras, cuyo valor no admitiría la sombra de una duda, se sintió tan impresionado, tan preocupado y quizás tan asustado por los suyos a causa de las palabras amenazadoras de Vicente, que se arrojó él mismo a sus pies, declarándole que dejaba a Dios el cuidado de su venganza. Más tarde, Vicente de Paúl sentía satisfacción al contar, en San Lázaro, en una conferencia en la que sólo se hallaban tres personas, la victoria que había conseguido entonces sobre el general de las galeras. Cuando llegó a ser uno de los hombres más importantes del clero, se sirvió de toda su influencia para que la Iglesia prestara todo su concurso a la autoridad real para la represión de los duelos. La noticia de este asunto no podía dejar de llegar a oídos de la sra. de Gondi, y el servicio que acababa de hacer a su marido y a su familia Vcente de Paúl debió aumentar singularmente la profunda estima que ella sentía por sus virtudes. Pensó a partir de entonces que no podría elegir a un director más santo, más prudente que él, y por miedo a que su humildad opusiera alguna resistencia, rogó al sr de Bérulle que le impusiera esta nueva tarea. Vicente, a una sola palabra del sr de Bérulle, a quien escuchaba como a un oráculo, se apresuró a obedecer. A partir de ese momento, entre la Sra. de Gondi y su nuevo director, fue como una emulación hacia el bien. Bajo la inspiración de Vicente, distribuía, sobre todo en sus dominios, abundantes limosnas; visitaba a los enfermos y consideraba una alegría y un honor servirles con sus propias manos. Con el fin de que se practicara escrupulosamente la justicia en sus tierras, se cuidaba, en ausencia de su marido, de no escoger más que a los oficiales de una probidad a toda prueba; se convirtió en el consuelo de las viudas, una segunda madre para los huérfanos. De salud débil y delicada, se encontró pronto sin fuerzas y cayó gravemente enferma en un pueblo, donde se vio obligada a guardar cama. Gracias a los prontos auxilios que le procuró el sr Vicente, pudo levantarse; pero a partir de esta época, ya no llevó sino una vida lánguida. Vicente la secundaba con tanta actividad en sus caminatas a pie, por los campos, que poco le faltó a él también para sucumbir bajo el peso de tantas fatigas. Fue atacado de una peligrosa enfermedad y no se libró de ella sino gracias a su robusta constitución. Pero sus piernas, tan cruelmente castigadas por su cautividad de Túnez, conservaron desde esta enfermedad una dolorosa hinchazón que, según su expresión, le sirvió de reloj hasta su último suspiro. CAPÍTULO V -Vicente de Paúl y la Sra. de Gondi en el castillo de Folleville. -Nacimiento de la obra de las Misiones, -Salida de Vicente de la casa de Gondi. -Vicente, párroco de Chatillon-lez-Dombes. A comienzos del año de 1617, la familia de Gondi se hallaba reunida en su castillo de Folleville, en la diócesis de Amiens, cuando el sr Vicente fue llamado a un pueblo de los alrededores, en Gannes, para oír la confesión de un campesino gravemente enfermo. Y aunque este campesino pasara en su pueblo por un hombre de bien, tenía en la conciencia ciertas malas acciones de las que nunca había querido hacer confesión en el tribunal de la penitencia, Vicente interroga al enfermo, sondea delicadamente sus

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heridas y le lleva a consentir en una confesión general. El culpable, libre del peso de sus remordimientos, no duda en proclamar en alta voz antes de su muerte el servicio que acaba de hacerle el sr Vicente. “Señora, dice en presencia de numerosos testigos a la condesa de Joigny, yo estaba condenado si no hubiera hecho una confesión general, a causa de varios pecados graves de los que yo no me había atrevido a confesarme”. Esta revelación fue un rayo de luz para el alma piadosa de la señora de Gondi. “Ah, señor, exclamó volviéndose hacia Vicente de Paúl, qué acabamos de oír! Cómo es de temer que pase esto a esta pobre gente! Ah! si este hombre, que pasaba por un hombre de bien, estaba en estado de condenación, ¿qué será de los demás que viven en peor estado? Ah1 señor Vicente, ¡cuántas almas se pierden! ¿Qué remedio para esto?”. Este remedio, la señora de Gondi lo descubrió bien pronto. Rogó a Vicente que predicara un sermón, en la iglesia de Folleville, sobre la confesión general, sobre su importancia, sobre los frutos que debe producir y, para esta predicación, se le ocurrió la idea ingeniosa de escoger el día 25 de enero, día de la conversión de san Pablo. El sermón tuvo tal éxito, que Vicente, mucho tiempo después, se complacía en recordarlo, y atribuía todo al honor a la inspiración de la señora de Gondi. ”Dios tuvo tanta consideración, decía él, a la confianza y a la buena fe de esta señora (ya que el gran número y la enormidad de mis pecados habrían impedido el fruto de esta acción), que dio la bendición a mi discurso. ”Entusiasmado por este primer paso, dio otras instrucciones a los habitantes de Folleville, y llegaron en tal cantidad, que el general de las galeras se vio obligado a llamar a dos Padres Jesuitas de Amiens, para que vinieran a ayudarle. “Y así fue, decía san Vicente al final de su relato, el primer sermón de la Misión y el éxito que Dios le dio el día de la Conversión de san Pablo: lo que Dios no hizo sin un plan ese día”. Tal fue la primera idea de esta obra, que no se fundó de manera estable y duradera hasta siete años después, por este mismo Vicente de Paúl y los Gondi, sus amigos y protectores. Con el tiempo, su humildad comenzaba a alarmarse por el respeto y la veneración de que era objeto cada día. Se le trataba como a un santo, a él que no se trataba más que de miserable. La Sra. de Gondi le tenía en tan grande afecto, que no podía ya pasarse sin él, tanto en la ciudad como en el campo. Con el alma inquieta y perturbada por continuos escrúpulos, por penas interiores, por el temor de la condenación, era al único médico a quien quería abrir su corazón enfermo, del único de quien esperaba la curación, el descanso y la confianza en su salvación. A Vicente le asustó ser así el objeto de un afecto exclusivo que le parecía una debilidad, y de un culto que creía merecer tan poco. Trató de sacar de sus terrores a la señora de Gondi y la forzó a dirigirse a otro confesor. Ella obedeció, pero no podía resignarse a otra dirección que la suya: había descubierto todo lo que había en él de santidad y se sentía atraída hacia él. Vicente creyó que el mejor servicio que le podía hacer era dejarla. Otros motivos le empujaron a marcharse, y sin duda en primer lugar la indocilidad y la incorregible turbulencia de sus tres alumnos. Había esperado, por otro lado, hallar la paz bajo el techo de los Gondi, y ardientes pasiones políticas habían hecho su invasión en la casa. Al principio de este año de 1617, el mariscal de Ancre acababa de ser asesinado, y pronto su mujer, Léonora Caligaï, debía, en la plaza Grève, expiar “el ascendiente de su espíritu superior sobre el alma débil de María de Médicis”. La Reina madre misma acababa de ser relegada a Blois, y los Gondi, como ella Florentinos de

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origen y un tanto sus aliados, le habían sido fieles hasta en su desgracia. Richelieu no les perdonó nunca estas simpatías que un alma menos olvidadiza y menos política que la suya se hubiera creído en el deber de compartir. Llegó incluso a tener por enemigos a todos aquellos que habían abrazado la causa de su antigua bienhechora. Si después, durante la Fronda, Vicente en cierta medida abrazó ciertas opiniones políticas de los Gondi, esta familia de la Fronda por raza y temperamento, si él mismo hubiera tenido el valor de dirigir a Mazarino nobles y firmes advertencias, verdad es decir también que no pensaba que fuera permitido ir más lejos y que en el fondo de su alma detestaba sinceramente las facciones y las sediciones. Por eso se apresuró a ir a buscar la paz a un asilo menos turbulento que la casa de los Gondi, a fin de poder entregarse allí con tranquilidad a sus proyectos de buenas obras. Sin embargo, como no había entrado en su casa sino por los consejos del sr de Bérulle, no quiso salir antes de consultarle. Sin entrar, por un sentimiento de discreción, en los secretos motivos de su plan, se contentó con decirle que se sentía interiormente obligado por una voz de arriba que se fuera al fondo de una provincia lejana para dedicarse allí a la instrucción y al servicio de la pobre gente del campo. El sr. de Bérulle, con plena confianza en la prudencia y el celo de su amigo, cedió a su petición, sin consultar a la familia de Gondi. Una parroquia, con una renta más modesta, y casi abandonada, estaba vacante en Châtillon-lez-Dombes, en la antigua Bresse, y los canónigos de Lyon, de quienes dependía, se habían dirigido al sr de Bérulle para que les enviara un sacerdote de su elección. Bérulle no podía hacer otra cosa mejor que ofrecerles a Vicente. Con el fin, sin duda, de sustraerse a las lágrimas y súplicas a las que no se hubiera sentido capaz de resistir, Vicente se separó de sus huéspedes pretextando un corto viaje, y dejó París para dirigirse a Châtillon. Era hacia finales de julio de 1617. El 1º de agosto siguiente, tomaba posesión de su parroquia. Apenas instalado escribió al general de las galeras, requerido a la sazón en Provenza por sus funciones, para rogarle que aceptara sus excusas sobre este retiro repentino, que él justificaba por su pretendida incapacidad de cumplir por más tiempo con fruto su cargo de preceptor. Se podrá juzgar por las cartas que siguen del profundo dolor que experimentaron el sr y la señora de Gondi por la salida de Vicente, y del profundo respeto que le guardaban en el fondo de su corazón. “Estoy desesperado, escribía a su mujer el general de las galeras, el mes de septiembre de ese mismo año, por una carta que me ha escrito el sr Vicente, y que os envío para ver si no hubiera aún algún remedio a la desgracia que significaría perderle. Estoy extremadamente extrañado de que no os haya dicho nada sobre su resolución, y que no hayáis tenido aviso ninguno. Os suplico que hagáis de manera, por todos los medios, para no perderlo. Pues aun cuando el motivo que da (su incapacidad pretendida) fuera verdadero, no me sería de ninguna consideración, no teniendo otra más fuerte que la de mi salvación y de mis hijos, para lo cual yo sé que podrá un día servir de mucho, y a las resoluciones que deseo más que nunca poder tomar, y de las que ya os he hablado en varias ocasiones. Todavía no le he contestado, y me quedaré esperando noticias vuestras. Juzgad si la mediación de mi hermana de Ragny, que no está lejos de él, servirá de algo; pero creo que no habrá nada más fuerte que el sr de Bérulle. Decidle que, aunque el mismo sr Vicente no tuviera el método de enseñar a la juventud, él puede tener a un hombre bajo su dirección; pero de todos modos yo deseo apasionadamente que vuelva a mi casa, donde vivirá como pueda, y yo, un día, como un hombre de bien, si este hombre está conmigo”.

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El sr de Gondi, como nos lo confirma su hijo el cardenal de Retz, vivió mucho tiempo como hombre de mundo, incluso muy indiferente. No dudamos de que el profundo cambio que se operó más tarde en su espíritu no haya tenido también por causa los ejemplos del sr Vicente como las singulares predicciones de Margarita Acarie, religiosa carmelita, amiga de su familia y de quien hablaremos después. Mucho mayor todavía fue la desolación de la sra de Gondi, cuando recibió la carta de su marido que incluía la del santo hombre. “Nunca lo habría imaginado, decía ella a una amiga en su profunda tristeza. El sr Vicente se había mostrado tan caritativo para con mi alma que yo no podía sospechar que debiera abandonarme de esa manera. Pero, Dios sea alabado, yo no le acuso de nada, ni mucho menos; creo que no ha hecho nada que no sea por una especial providencia de Dios y tocado por su santo amor. Pero, verdaderamente, su alejamiento es muy extraño y confieso no entender nada. Sabe la necesidad que tengo de su dirección y de los asuntos que tengo que comunicarle; las penas de espíritu y de cuerpo que he pasado, por falta de asistencia; el bien que deseo hacer en mis pueblos y que me es imposible emprender sin sus consejos. En una palabra, veo mi alma en un triste estado”. Y poniendo a los ojos de su amiga la carta de su marido, añadía: “Ya veis con qué resentimiento (pena) me ha escrito el sr general. Yo veo incluso que mis hijos se están perdiendo cada día; que el bien que hacía en mi casa y a siete u ocho mil almas que están en mis tierras ya no se hará. ¡Qué! ¿no están estas almas también rescatadas por la sangre preciosa de Nuestro Señor como las de Bresse? ¿No le son tan queridas? En verdad, no sé cómo lo entiende el sr Vicente; pero sé muy bien que me parece que no debo descuidar nada para retenerle. Sólo busca la mayor gloria de Dios, yo no lo deseo contra su santa voluntad; pero le suplico con todo mi corazón que me lo vuelva a dar; se lo pido a su santa madre y yo se lo pediría todavía con más fuerza si mi interés particular no estuviera mezclado con el del sr general, de mis hijos, mi familia y de mis súbditos”. Tal era la impresión profunda que había dejado en el alma de la Sra. de Gondi el recuerdo de las virtudes del sr Vicente. Durante varios días, inconsolable por su partida, siguió anonadada en su dolor, sin poder tomar alimento ni descanso. Se preguntaba con inquietud si, cediendo a su deseo de volver a traerlo bajo su techo, como había recibido la orden de su marido, no iría contra la voluntad del cielo. Rogó con fervor, pidió oraciones a las comunidades religiosas de París, luego se fue a confesar sus penas al P. de Bérulle y le suplicó que usara de toda su influencia para devolverle al sabio instructor de sus hijos, al santo director de quien sólo esperaba la salvación de su alma. El P. de Bérulle, conmovido por su desesperación y la justicia de su demanda, la consoló, la reafirmó y prometió intervenir ante su amigo. A continuación de esta entrevista, que le había devuelto un poco de calma, de confianza y de esperanza, la sra de Gondi envió al sr Vicente el escrito del general de las galeras y le escribió ella misma varias cartas que ella procuró mostrárselas antes al P. de Bérulle. Esta es una sobre todo que nos descubre lo que había de tierna piedad, de desolación, de elocuencia emotiva, de delicadeza conmovedora en esta alma cristiana: “Yo no hacía mal en temer perder vuestra ayuda, como os he testimoniado tantas veces, ya que en efecto la he perdido. La angustia en que me encuentro me resulta insoportable sin una gracia de Dios muy extraordinaria, que no merezco. Si no fuera más que por algún tiempo, no tendría tanta pena; pero cuando miro todas las ocasiones en que necesitaré ayuda, en dirección y en consejo, sea en la muerte, sea en la vida, mis dolores se renuevan. Juzgad pues si mi espíritu y mi cuerpo pueden

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soportar estas penas mucho tiempo. Me encuentro en estado de no buscar ni recibir ayuda de otra parte, porque sabéis bien que no tengo la libertad para las necesidades de mi alma con mucha gente. El sr de Bérulle me ha prometido escribiros, invoco a Dios y a la Santísima Virgen que os devuelvan a nuestra casa, para la salvación de toda nuestra familia y de muchos otros, por quienes podéis ejercer vuestra caridad. Os suplico una vez más, practicadla para con nosotros, por el amor que profesáis a Nuestro Señor, a la voluntad de quien me someto en esta ocasión, si bien con mucho miedo de no poder perseverar. Si, después de esto, me rechazáis, os haré responsable ante Dios de todo lo que me suceda y de todo el bien que yo deje de hacer, por falta de vuestra ayuda. Me pondréis en el peligro de encontrarme bien a menudo privada de sacramentos, por las graves tribulaciones que me vienen encima y la escasa gente capaz de ayudarme. Ya veis que el sr general tiene el mismo deseo que yo que sólo Dios se lo da por su misericordia. No os resistáis al bien que podéis hacer. Ayudando a salvarse, ya que es para ayudar un día a la salvación de los demás. Yo sé que mi vida, que no sirve sino para ofender a Dios, no es peligroso ponerla en riesgo; pero mi alma debe ser ayudada en la muerte. Recordad la aprehensión en que me visteis en mi última enfermedad, en un pueblo. Estoy a punto de entrar en un estado peor; y sólo el pensarlo me produciría tanto daño que no sé si, sin gran disposición anterior, sería causa de mi muerte”. Una carta así no podía dejar insensible el corazón de Vicente, ya que nadie sabía apreciar como él las eminentes cualidades y las virtudes de la señora de Gondi. Se dice que después de leerla, se puso de rodillas y pidió para defenderse contra el enternecimiento que le producía, y para pedir a Dios la fuerza de proseguir la tarea que había emprendido. Respondió a la generala dándole todos los consuelos que podía inspirarle su excelente corazón, y suplicándole que se resignara a las voluntades de la Providencia. CAPÍTULO VI Vicente de Paúl en Châtillon-lez-Dombes. -Primera fundación de una asociación de sirvientas para los pobres. -Vuelta de Vicente a la casa de los Gondi. -Misiones en sus dominios. -Vicente de Paúl capellán real de las galeras. Al llegar a Châtillon-lez-Dombes, Vicente de Paúl encontró el presbiterio en ruinas, la iglesia casi desierta del todo y a una población que se había hecho en su mitad calvinista. Se puso al punto a la obra, restableció el servicio religioso, los catecismos, las instrucciones; predicó con tanta unción y dulzura, que condujo al rebaño a una multitud de herejes, y también de católicos que vivían en el mayor desorden. El tema más habitual de sus sermones, es la caridad. Ante todo, enseñando y practicando la caridad es como emociona y arrastra a los corazones más endurecidos. A su voz se operan numerosas conversiones, no solamente en las filas del pueblo, sino entre la nobleza de la región. Dos mujeres de calidad bastante conocida en la región por el escándalo de sus galanterías, renuncian a su vida mundana para entregarse al servicio de los pobres; un gran señor vecino, el conde de Rougemont, tan renombrado por sus duelos como por la licencia de sus costumbres, rompe su espada, transforma su

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castillo en hospicio, se pone a la cabeza de sus empleados para servir a los enfermos con sus propias manos, y les lega todo lo que posee. Pasa lo mismo con un joven y rico protestante, el sr Beynier, en cuya casa, a falta de presbiterio, se alojaba Vicente. Llevado por el sublime ejemplo de su huésped, que se privaba hasta de lo necesario, se reduce a sí mismo a la mendicidad, a fuerza de repartir a los miserables. Fue durante su estancia en Châtillon cuando Vicente fundó el primer establecimiento de una asociación de sirvientas de los pobres, reclutadas entre las damas más celosas y más ricas, primer modelo de las confraternidades que se extendieron pronto por toda Francia, primer concepto del admirable instituto de las Hijas de la Caridad. Él les dio reglas que mandó aprobar por la autoridad diocesana, reglas que llevan el sello de este buen sentido práctico, de este carácter de vitalidad y de duración del que van marcadas todas sus obras. Más tarde, gracias a este primer ensayo, la pequeña ciudad de Châtillon pudo resistir a dos plagas sucesivas, el hambre y la peste. Le habían sido suficientes menos de seis meses al nuevo párroco para operar todos estos cambios, para regenerar esta región, para echar las bases de una obra imperecedera que iba pronto a extenderse a todo el reino. Durante ese tiempo, la señora de Gondi, lejos de desanimarse por las negativas de Vicente, no había cesado de suplicarle que volviera a su casa. Viendo que todas sus peticiones no eran escuchadas, intentó un último asalto, reuniendo todas sus fuerzas de que podía disponer. Obtuvo cartas del general de las galeras, de su cuñado Enrique de Gondi, obispo de París, del P. de Bérulle; ella se las dictaba a sus hijos, escribió una de su propia mano; pero en lugar de enviárselas por correo, escogió por mensajero al sr de Fresne, quien había introducido en otro tiempo a Vicente ante la reina Margarita, y a quien el propio Vicente, lleno de confianza en su saber y en su integridad había dado por secretario a los Gondi. Este hombre de espíritu, de corazón y de bien, llevó a cabo su misión con tanta delicadeza y prudencia, demostró tan bien al santo hombre todo el bien que podría hacer en la casa de los Gondi, que acabó por convencer a Vicente, y llevó de él dos cartas para el general y para su mujer. Pocos días después, el 15 de octubre, Vicente recibía del general de las galeras esta respuesta: “He recibido hace dos días la que me habéis escrito... por la que veo la resolución que habéis tomado de realizar un pequeño viaje a París a finales de noviembre, de lo que me alegro mucho, esperando veros allí por ese tiempo, y que os avendréis a mis peticiones, y a los consejos de todos vuestros buenos amigos, el bien que deseo de vos. No os diré más, pues habéis visto la carta que escribo a mi señora. Tan sólo os suplico que consideréis que me parece que Dios quiere que, por vuestro medio, el padre y los hijos sean gente de bien”. No hablaremos de la profunda tristeza de los habitantes de Châtillon cuando tuvieron que separarse de su párroco. Su desolación no fue comparable más que a la de los habitantes de Clichy. Ellos no hablaban de él “más que como de un santo”. El 23 de diciembre, día de su llegada a París, Vicente tuvo una entrevista con el sr. de Bérulle, su guía espiritual, y al día siguiente, día de Navidad, entraba en la casa de Gondi, para no dejarla hasta ocho años después, una vez fundada, gracias a ella, su gran obra de las Misiones y la de las galeras. Se puede medir el gozo que tuvo al volver a verle la familia de Gondi (sobre todo la generala) con la pena que había tenido al perderlo. Esta vez, la señora de Gondi, cuya salud delicada estaba tan fuertemente sometida a las pruebas y de que existían algunos presentimientos de su fin próximo,

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hizo prometer solemnemente al sr Vicente no abandonarla más y asistirla él mismo en su lecho de muerte. Veremos cómo siguió fiel a esta promesa. Varios de los historiadores de Vicente de Paúl han pretendido que, desde su regreso a casa de los Gondi, no estuvo más encargado de la educación de los hijos: pero en apoyo de esta opinión no dan ninguna prueba. La insistencia que pone el sr de Gondi en sus cartas a Vicente para que continúe este trabajo, para que de sus tres hijos haga “gentes de bien”, no permite admitir que haya sido sordo a esta petición. Quizás, para tener más tiempo y libertad para dedicarse a su obra de las Misiones, se preocupó de tomar por auxiliar en su función de preceptor a algún sacerdote selecto. Pero lo que nos parece fuera de duda es que no renunció nunca a la dirección de los estudios de sus alumnos, sobre todo a la de la enseñanza de la moral cristiana, a la que la familia atribuía tanta importancia. Pocos días después de su vuelta, es decir a principios del año de 1618, Vicente se puso a trabajar en la organización de nuevas misiones en los dominios de los Gondi, y también en otros lugares. Llevados por el calor de su celo y de sus exhortaciones, hombres de méritos, los Srs. Cocqueret, doctor del colegio de Navarre, Berger y Gontière, consejeros clérigos en el Parlamento de París, y varios otros sacerdotes eminentes, se pusieron bajo su dirección para ejercer este humilde ministerio. Vicente comenzó por Villepreux, burgo y tierra de los Gondi, a cinco leguas de París y, seguido por sus compañeros y por la generala, consiguió allí el mismo éxito que en sus precedentes misiones. Fundó la segunda asociación de caridad del reino, y le dio un reglamento semejante al de Chêtillon-lez-Dombes, reglamento que fue aprobado por Enrique de Gondi, cardenal de Retz, último obispo de París, el 23 de febrero de 1618. “A ejemplo de las santas mujeres que secundaban a los apóstoles, la sra de Gondi, esta mujer admirable, llevada por el ejemplo de su director, e inflamada de ardor por la salvación de las almas que creía le habían sido confiadas, porque habitaban sus tierras preparaba en todas partes los caminos a los nuevos sacerdotes, con sus limosnas y buenos ejemplos, y volvía a pasar por donde lo habían hecho ellos, para acabar su obra. A pesar de la debilidad de su salud y sus continuas enfermedades, iba de cabaña en cabaña, visitando a los enfermos, consolando a los afligidos, acabando los procesos, apaciguando las disensiones; instruía a los ignorantes, disponía a los pecadores a los sacramentos; en una palabra, de todos los colaboradores de Vicente, ninguno realizaba mejor el ideal del misionero”. La misión de Montmirail fue notable por la conversión de tres calvinistas de los alrededores. A fin de ahorrar a Vicente caminatas por el campo, la Sra. de Gondi los alojó en su castillo, les dio conferencias de dos horas al día, exponiendo con sencillez, y sin entrar en discusiones de escuela los dogmas de la Iglesia, escuchando sus objeciones, resolviéndolas con esa claridad y precisión que era el carácter de su raro buen sentido, y al cabo de una semana, dos de entre ellos abjuraron e hicieron entre sus manos profesión de la fe católica. En cuanto al tercero, el santo hombre, a pesar de toda la ciencia y la dulzura de su argumentación, no pudo vencer su resistencia. Había no obstante in punto sobre el que el protestante no parecía haberlo hecho todo mal, haciendo de la ignorancia de los pueblos en esta época y del poco celo de ciertos sacerdotes un argumento contra la Iglesia romana. Esta objeción fue para él como un rayo de luz y le hizo comprender hasta qué punto una tal reforma en el clero, una tal enseñanza en los campos. A esta crítica sólo había que darle una respuesta “efectiva y viva”, propagar la obra de las misiones, que Vicente meditaba hacía años. Redobla el

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celo, y al año siguiente, 1620, vuelve a Montmirail con algunos sacerdotes y algunos religiosos, dotados de un verdadero talento para la cátedra, y entre los que se puede citar al sr Féron, bachiller en teología, más tarde doctor de Sorbona, después archidiácono de Chartres, y al sr Duchesne, doctor de la misma Facultad y archidiácono de Beauvais. Vicente y sus compañeros consiguieron un éxito tal en Montmirail y en todas las parroquias vecinas, con sus instrucciones y su predicación, como con sus buenas obras que, esta vez, el testarudo calvinista acabó por rendirse y quiso abjurar entre las manos de Vicente. A partir de ese día, la misión ya estaba fundamentada en el alma del santo sacerdote”. Comprendió cada vez más la necesidad de crear una compañía especialmente dedicada al servicio de los habitantes del campo.”Señores, dice a sus compañeros, qué dicha para nuestros misioneros verificar la dirección del Espíritu Santo en su Iglesia, trabajando como lo hacemos nosotros en la instrucción y santificación de los pobres!” Otro campo se abrió enseguida a su infatigable caridad. El general de las galeras tenía bajo su dependencia y bajo su jurisdicción no solamente a los forzados atados a los bancos de sus navíos, sino también a los que, bajo el golpe de una condena, esperaban en la Conserjería y en otras prisiones la hora de salida. Un hombre como Vicente no podía dejar de informarse de la suerte del estado físico y moral de estos miserables. Quiso ver con sus propios ojos, y descendió a sus calabozos. Lo que vio allí sobrepasó todo lo que sus ojos habían contemplado hasta entonces en los hospitales de más horrendo entre las miserias humanas. En estrechos calabozos, profundos, infectos, tenebrosos, vio acurrucados en el fango, roídos de miseria, cubiertos de harapos, desdichados muriéndose de hambre, extenuados, abrumados bajo el peso de las cadenas enganchadas a su cintura y a la pared, abandonados de Dios y de los hombres, sin consuelo, sin asistencia espiritual, seres huraños sin otro sentimiento en el corazón que el odio y el deseo de la venganza. Al verlos, el corazón de Vicente, lejos de saltar de horror, se abrió a una inmensa piedad, y le saltaron las lágrimas. Al salir de la Conserjería, corre a casa del general de las galeras, le pinta en pocas palabras emocionadas y breves el espantoso estado de abandono en el que se encuentran los cuerpos y e ama de estos desdichados; le recuerda que están bajo su dependencia, que es cuestión de su caridad y deber suyo socorrerlos, y no dejarles por más tiempo sin socorro y consuelo. Al mismo tiempo le expone un plan muy práctico para poner remedio a tantos males. El sr. de Gondi, compartiendo su emoción, se apresura a adoptar este proyecto. Al punto Vicente alquila una vasta mansión en el arrabal de Saint-Honoré, cerca de la iglesia de Saint-Roch, la manda arreglar a toda marcha, y hace transportar a ella a todos los forzados dispersos por las prisiones del París. Pensando primero en lo más urgente, es decir en sus ropas y subsistencia, se dirige a Enrique de Gondi, obispo de París, para conseguir los primeros recursos. El prelado no pierde tiempo en tomar bajo su protección esta obra naciente y, por un mandato con fecha del 1º de junio de 1618, manda a los párrocos y a los predicadores de la ciudad que exhorten a los fieles a favorecer con todos sus esfuerzos esta grande y santa empresa. Muy pronto visitantes en gran número, entre los cuales gente y damas de calidad, acuden a la casa de los forzados dejando abundantes limosnas. No contento con colocar al abrigo de las primeras necesidades a sus pobres forzados, Vicente les hace frecuentes visitas, los consuela, les hace preguntas con mansedumbre, los instruye, los dispone a hacer confesiones generales, les administra los sacramentos. De vez en cuando, con el fin de estudiar mejor sus miserias, de

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hacerles más servicios, de darles más consuelos, llega hasta quedarse entre ellos. Olvidándose de sí mismo, de su propia conservación, se encierra con ellos, en el momento mismo en que reinan enfermedades contagiosas; se da por completo a ellos. Si se le requiere por sus ocupaciones con los Gondi o por sus misiones, hace que lo sustituyan con los forzados dos virtuosos eclesiásticos, sus dos lugartenientes, el sr Belin, capellán del castillo de los Gondi en Villepreux, y Antoine Portail, su primer discípulo, que se ha entregado a él hace varios años y permanecerá afecto a su persona hasta 1660, en que sólo la muerte del santo los podrá separar. Es fácil darse cuenta del imperio absoluto, del ascendiente supremo que alcanzó poco a poco Vicente sobre estas almas implacables. Por su paciencia, su mansedumbre, su caridad y sus exhortaciones paternales, realizó verdaderos milagros. Pronto la paciencia sustituyó al furor, la resignación a la desesperación; la oración a los juramentos; el arrepentimiento al deseo de venganza. El que los había sacado de su infierno se les presentaba ahora como un ángel de misericordia; y aquellos ojos que no habían llorado nunca regaban sus manos con sus lágrimas. Estos cambios prodigiosos realizados en tan poco tiempo por un humilde sacerdote, se convirtieron en pocas semanas en la conversación de la corte y de la ciudad. El nombre de este domador de tigres, desconocido el día anterior, corrió de boca en boca, y comenzaron a nacer las leyendas a su paso. Manuel de Gondi, más feliz que sorprendido por estos resultados, se apresuró a hablar de ello al Luis XIII, y le hizo un tal elogio de Vicente, de su celo y capacidad que este príncipe creó para él un cargo de capellán real y general de las galeras de Francia. Veamos en qué términos está elaborada la patente: “Hoy dieciocho de febrero de 1619, hallándose el Rey en París, por palabras que el conde de Joigny, general de las galeras de Francia, ha presentado a Su Majestad que sería necesario para bien y alivio de los forzados, estando y que estén en dichas galeras, hacer elección de alguna persona eclesiástica de probidad y suficiencia conocida para la provisión del cargo de capellán real , con categoría y superioridad sobre todos los demás capellanes de dichas galeras, La dicha Majestad, teniendo compasión de los dichos forzados, y deseando que obtengan provecho espiritual de sus penas corporales, ha otorgado y hecho don de dicho cargo de capellán real al sr Vicente de Paúl, sacerdote, bachiller en teología, sobre el testimonio que el dicho señor conde de Joigny de sus buenas costumbres, piedad e integridad de vida, para ostentar y ejercer dicho cargo con el precio de seiscientas libras por año, y con los mismos honores y derechos de los que gozan otros oficiales de la marina del Levante; siendo el deseo de Su Majestad que el dicho de Paúl, en la dicha calidad de capellán real tenga en adelante consideración y superioridad sobre los demás capellanes de dichas galeras y que en esta calidad sea alojado y empleado a cargo de sus galeras, en virtud del presente breve que ella ha querido firmar de su mano y contrafirmar por mí, consejero en su consejo de Estado y secretario de sus encomiendas. Firmado: LUIS, y más abajo: Philippeaux. “El 12 de febrero siguiente. El capellán en jefe prestaba juramento, en esta calidad, ante el Sr. conde de Joigny, lugarteniente general por Su Majestad e los mares del Levante”. CAPTULO VII. Viaje de Vicente de Paúl a Marsella. –La leyenda del forzado. -Hazañas del general de las galeras ante La Rochelle.

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-Muerte de su segundo hijo y de su hermano, Henry de Gondi, obispo de París. , Parecería natural creer que Vicente de Paúl, una vez investido de su nueva función de capellán general, partiera inmediatamente para Marsella y para Toulon, donde se estacionaban las galeras, con el fin de verlo todo con sus ojos e introducir enseguida reformas en el espantoso régimen en el que estaban sumidos los forzados. Sin embargo no fue hasta tres años después, según sus historiadores, cuando emprendió esta misión, que se vio sin duda retrasada, durante todo aquel tiempo, por la multiplicidad de sus ocupaciones de caridad. Para esta primera misión en Marsella, remontémonos a la fuente, preguntemos al primer historiador y amigo de Vicente, el sr. Fournier (bajo el nombre de Abelly), cuyo testimonio nos ofrece la mayor garantía. Llegado a este punto de nuestro relato, pedimos al lector permiso para citar textualmente a Abelly, lo que nos parece indispensable para resolver una cuestión muy controvertida, la del episodio del forzado a quien habría liberado Vicente de Paúl para colocarse en su lugar. “Este nuevo oficio (de capellán general de las galeras), dice, obligó al sr Vicente a hacer un viaje al Marsella, en el año de 1622, para visitar las galeras y conocer por sí mismo las necesidades e indigencias de los pobres forzados, para proveer a ellas y aliviarlas en cuanto le fuera posible. Llagado a este lugar, vio un espectáculo de lo más penoso que se pueda imaginar, a criminales doblemente miserables, más cargados por el peso insoportable de sus pecados que por lo pesado de sus cadenas, abrumados por las miserias y las penas que les quitaban el cuidado y el pensamiento de su salvación, y los llevaban de continuo a la blasfemia y a la desesperación. Era una verdadera imagen del infierno, donde no se oía hablar de Dios más que para renegar de él y deshonrarlo, y donde la mala disposición de estos miserables encadenados hacía todos sus sufrimientos y inútiles y sin fruto. Impresionado pues por un sentimiento de compasión hacia estos pobres forzados, se impuso el deber de consolarlos y asistirlos lo mejor que pudo: y sobre todo empleó todo cuanto su caridad le pudo sugerir para suavizar sus espíritus y hacerles, por este medio, susceptibles del bien que deseaba procurar a sus almas. Para ello, escuchaba sus quejas con gran paciencia, compadecía sus penas, los abrazaba, besaba sus cadenas, y empleaba, en lo que podía, por súplicas y advertencias a los cómitres y otros oficiales, a fin de que fuesen tratados más humanamente, insinuándose así en sus corazones para ganárselos más fácilmente a Dios... Bueno pues, fue el deseo de asistir y servir a estos pobres forzados, y procurar que fueran del número de esos pecadores penitentes que alegran el cielo, que le hizo aceptar este cargo de capellán real, para que teniendo jurisdicción sobre ellos y vista sobre los demás capellanes de las galeras, tuviera también más medios de llevar a cabo este plan piadoso, que era muy digno de la caridad muy ardiente que ardía en su corazón y que le hacía abrazar con tanto afecto todas las ocasiones de procurar, de cualquier manera que fuese, la salvación y la santificación de las almas, y en particular de las que veía más abandonadas. Después de algún tiempo en Marsella, se vio obligado a regresar a París...” Según la narración de Abelly, como se ve, Vicente de Paúl llega a Marsella, al parecer, en su calidad de capellán general de las galeras; visita a los forzados, y hace incluso

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advertencias a los cómitres y demás oficiales de a bordo, para que fueran tratados con más humanidad. Abelly no dice una palabra de la leyenda del forzado que Vicente habría liberado entonces para ponerse en su lugar, ya que ¿cómo admitir que los oficiales de la galera hubieran consentido en cargar de hierros al capellán general, o que éste asunto de un piadoso engaño para remplazar al galeote, no le hubieran reconocido? Solamente al final de su volumen cuenta Abelly por primera vez esta leyenda, y sin asignarle ningún lugar, ninguna fecha precisa. Así se explica él ”El sr Vicente, mucho antes de la institución de su congregación, hizo una acción de caridad muy parecida a la que se refiere de san Paulino, quien se entregó él mismo para rescatar al hijo de una pobre viuda, ya que habiendo encontrado un día en las galeras a un forzado que se había visto obligado por la desgracia a abandonar a su mujer y a sus hijos en extrema pobreza, quedó tan movido a compasión por el mísero estado al que se veían reducidos, que se resolvió a buscar y emplear todos los medios que pudiera para consolarlos y aliviarlos, y como no encontraba ninguno, se sintió interiormente empujado, por un movimiento extraordinario de caridad, a ponerse él mismo en el lugar de este pobre hombre, para darle medio, sacándole de esta cautividad, de ir a ayudar a su familia afligida. Lo hizo pues de tal forma, por los medios que su caridad le sugirió, que aceptaron este cambio aquellos de quienes dependía este asunto, y puesto voluntariamente en este estado de cautividad, fue atado con la misma cadena de aquel pobre hombre, cuya libertad había logrado; pero al cabo de algún tiempo, vista la virtud singular de este caritativo libertador en esta ruda prueba, le retiraron de allí. Muchos han pensado desde entonces, no sin apariencia de verdad, que la hinchazón de sus pies le había venido del peso y la incomodidad de esta cadena que se ata al pie de los forzados. Y un sacerdote de su congregación habiendo encontrado un día ocasión de preguntarle si lo que se decía de él era verdad, que se había puesto tiempos atrás en el lugar de un forzado, dio media vuelta al discurso sonriente, sin dar ninguna respuesta a la pregunta”. Pero, añade Abelly, arrojando él mismo algunas dudas sobre su propio relato, “aunque este acto de caridad sea muy admirable, podemos decir con todo, por testimonios más seguros todavía, que el sr Vicente hizo algo más ventajoso para la gloria de Dios, empleando su tiempo, sus cuidados, sus bienes y su vida, como lo hizo, para el servicio de todos los forzados, que haber comprometido su libertad por uno sólo, ya que conociendo por su propia experiencia sus miserias y sus necesidades, les ha procurado socorros temporales y espirituales, en salud y en enfermedad, para el presente y el porvenir, más grandes y mas amplios incomparablemente de lo que habría podido hacer, si se hubiera quedado para siempre atado a ellos”. Nótese todo cuanto hay de vago y de incierto en este relato. Abelly no cuenta ni en qué año ni en qué lugar ocurrió el hecho, si Vicente estaba o no en casa de los Gondi, si era o no todavía capellán general de las galeras. Que lo fuera o no, la gracia, la puesta en libertad de un forzado no dependía más que del Rey sólo, y Vicente, por su propia autoridad, ni siquiera con el consentimiento de los oficiales de la galera, no podía poner en libertad a ninguno de ella. Si tenía lugar una evasión, se cortaba la nariz y las orejas al condenado que era capturado, y el oficial o el guarda de chusma, culpable de connivencia, era colgado. Pues bien, entre una evasión y la sustitución de un hombre en lugar del forzado que se evadía, no había ninguna diferencia: el delito cometido era el mismo, puesto que, de una manera o de otra, era un culpable a quien se había

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sustraído al castigo. Los oficiales y los cómitres de las galeras bajo la orden de un alto funcionario, de un intendente de marina, quien de por sí ni tenía ningún derecho de liberar a un galeote antes de expirar su pena. Entre los deberes que Vicente imponía a los sacerdotes bajo su dirección exigía de ellos rigurosamente que no se desprendieran nunca de su sotana, ni siquiera de la sotanela. Así pues, ¿cómo suponer que un hombre íntegro como él se haya podido quitar su ropa de sacerdote para poder sustituir con la ayuda de un disfraz? Y si la hubiera conservado ¿cómo creer que los oficiales de a bordo se habrían atrevido a permitir a un eclesiástico remar entre los doscientos cincuenta forzados que formaban la tripulación de una sola galera, sin preocuparse de los insultos y de las blasfemias a los que le habrían expuesto? Acabamos de demostrar la primera forma dada a la leyenda por Abelly; estudiemos las principales transformaciones que ha sufrido después de él. Veamos cómo fue profundamente modificada por Collet, unos cien años después de la muerte de Vicente de Paúl. Collet, para darle más cuerpo y esquivar algunas de las dificultades que acabamos de detectar y que se presentaban de forma natural a su mente, supone sin apoyarse en la menor prueba, sin aportar el menor testimonio contemporáneo del hecho que adelanta, que el santo visitó las galeras en 1622, siendo capellán general, pero que tuvo cuidado de guardar el incógnito. Sobre este invento, del que él es el primer autor, construye él todo su relato, con el fin de darle más verosimilitud. No lo disimula, bien a pesar de que este hecho es rechazado por personas igualmente llenas de luces y de respeto por la memoria de san Vicente, que lo tienen por imposible (son sus propias expresiones), pero no se preocupa de presentarlo él mismo de una manera ingeniosa, para darle algo de crédito. Sobre las primeras líneas de su relato, en las que declara que el capellán general de las galeras llegó a Marsella de incógnito, Collet parece apoyarse en el testimonio de Abelly para probar esta circunstancia. Pues bien, como ya hemos visto, Abelly dice todo lo contrario, ya que declara que Vicente, llegado a Marsella, conservó su carácter oficial y actuó ostensiblemente en esta calidad. Collet no se apoya pues absolutamente sobre ninguna autoridad para establecer su sistema de incognito. Escuchemos su narración: “Parece que, por lo que vamos a decir, Vicente no quiso darse a conocer al llegar a Marsella. De esa forma, no sólo evitaba los honores unidos a su dignidad de capellán general, sino que tomaba también el medio más seguro de ponerse al corriente del estado de las cosas. También, tenía sus razones para guardar el incognito, y quizás que la Providencia tenía las suyas. En efecto, personas dignas de fe han depuesto que el santo sacerdote, yendo de una parte a otra, vio a un forzado que, afectado más que los demás por la desgracia de su condición, la sufría también con más impaciencia, y que sobre todo estaba inconsolable porque su ausencia reducía a su mujer y a sus hijos a la extrema miseria. Vicente se asustó del peligro al que estaba expuesto un hombre que sucumbía bajo el peso de su desgracia y que era tal vez más desgraciado que culpable. Examinó por algunos momentos cómo podría arreglárselas para endulzar la tristeza de su suerte. Su imaginación, con todo lo fecunda como era en soluciones, no le ofrecía ninguno que le contentara. De pronto, presa de y como en voluntad de un movimiento de la más ardiente caridad, conjuró al oficial que velaba en ese cantón que tuviese a bien que ocupara el lugar de aquel forzado. Dios permitió que el cambio fuera aceptado, y Vicente fue cargado con la misma cadena que llevaba aquél cuya libertad estaba logrando. Se añade, y la buena fe me compromete a advertir que esta

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circunstancia no es defendida no es defendida más que por el testimonio de un solo hombre; se añade, digo, que el santo, quien aparentemente había tomado sus precauciones para no ser reconocido, no lo fue en efecto hasta algunas semanas después, y que no lo hubiera sido tan pronto, si la condesa de Joigny, extrañada de no recibir noticias suyas, no hubiera mandado hacer pesquisas a las que le resultaba difícil escapar. Le descubrieron al fin, y todos de acuerdo que desde el tiempo de san Paulino, que se vendió a sí mismo para rescatar al hijo de una viuda, no se había visto ejemplo de una caridad más sorprendente y más heroica“. Collet añade más adelante: “La acción extraordinaria de que hablamos era tan conocida en la ciudad de Marsella, que el superior de los sacerdotes de la Misión que fueron fundados allí más de veinte años después, dan testimonio de haberlo oído de varias personas. Yo la encuentro también afirmada en un antiguo manuscrito por el señor Dominique Beyrie, pariente de nuestro santo, el cual, hallándose en Provenza algunos años después de que saliera Vicente, fue informado por un eclesiástico, quien le habló también de la esclavitud del servidor de Dios en Berbería, etc “. Así que el incognito es invención de Collet, de la que la mayor parte de sus imitadores han hecho uso para dar alguna verosimilitud a la piadosa leyenda. En cuanto a las “personas dignas de fe que han depuesto” para afirmar que la sustitución de Vicente al forzado había tenido lugar, no sólo no nos dice si se trata de testigos oculares, sino que no cita el nombre, ni la época ni el lugar, y por consiguiente sus testimonio no tiene ningún valor. Cuando Collet añade que Vicente examinó cómo podría habérselas para suavizar la suerte del forzado, y que su fecunda imaginación no descubrió ningún expediente, muestra demasiada confianza en la credibilidad de sus lectores. Se olvide de que Vicente es capellán general de las galeras, que es huésped y amigo del general de las galeras, que si el forzado es víctima de un error judicial, o solamente culpable de un pecadillo, nada más fácil a Vicente que decir una palabra, que escribir unas líneas a Manuel de Gondi, para obtener la gracia de este hombre. Supone que el espíritu ingenioso de Vicente no puede descubrir este medio bien sencillo de hacer desaparecer la dificultad. Vicente fue a Marsella para estudiar de cerca todas las miserias de los forzados, al menos en número de dos mil quinientos a tres mil, y en lugar de arreglarlo todo para socorrerlos, para introducir prontas y útiles reformas en el espantoso régimen al que están sometidos, con deliberado propósito, él, tan prudente y tan sabio, ¿él se reduce a la impotencia, se pone en la cadena, olvidándose de la suerte de todos los forzados, para no interesarse más que por uno? Y para que tenga lugar la sustitución, ¿cómo se las arregla? Propone a un oficial de la galera que viole las leyes, que cometa una acción doblemente culpable, que ponga a un inocente, a un sacerdote en el lugar de un hombre legalmente condenado, y que se exponga él mismo por esto a la horca. El oficial que sabe mejor que nadie a qué suplicio se le reserva si consiente en la evasión de un forzado que no ha sido perdonado, el oficial se presta complacientemente a esta sustitución(?). En cuanto al hecho de que Vicente no habría sido reconocido sino algunas semanas después, y cuando la señora de Gondi, inquieta por su desaparición, hubiera ordenado búsquedas, Collet, según lo hemos dicho, declara que esta circunstancia tan sólo descansa en el testimonio de un solo hombre, y todavía sin nombrarlo. Por eso mismo, nos da la medida del escaso fundamento que presenta, y nótese que después de cien años desde la muerte de Vicente, es el primero que da estos nuevos detalles.

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En buena crítica, ¿qué vale también el testimonio de otros, no menos anónimos que, veinte años después de la época de 1622, asignada a la leyenda, atestiguan al superior de los sacerdotes de la Misión en Marsella que el hecho es auténtico? Collet no se atreve a afirmar que eran testigos oculares, ya que con qué cuidado, qué presteza no se hubieran dado a conocer sus nombres? Sucede lo mismo con el relato de Beyrie. No es de su pariente, del sr Vicente mismo de quien Beyrie tiene el dato, pues en tal caso no habría más que inclinarse. No se entera más que vatios años después, de un eclesiástico de quien no da el nombre. Collet, además, estaba tan poco convencido él mismo de la perfecta certeza de lo que trataba de probar que acabó por decir al final de su tesis: “Ruego al lector que perdone esta digresión, que le hará sentir que yo no daré absolutamente por cierto lo que me parezca que sufre dificultad”. Desde Collet, otras particularidades se han añadido aún a la leyenda. Así, por ejemplo, veo en una excelente historia del santo, que se lanzó a los grilletes del forzado, que los besó, los soltó y se los colocó a sí mismo en el pie, y el sabio biógrafo se olvida de que estos grilletes pesaban cincuenta kilos, que estaban remachados, y que por tanto no se soltaban tan fácilmente como jarreteras. Lo que prueba una vez más que este rasgo de caridad excesivo, atribuido al santo, no era más que un ruido popular, es el silencio absoluto que guarda Antoine de Ruffi, el analista de la ciudad de Marsella, que era contemporáneo de Vicente de Paúl, y que escribía en 1640. En su historia impresa de los generales de las galeras, donde entra en los más minuciosos detalles sobre el número de los Turcos, cautivos en las galeras, que se convierten al cristianismo, y sobre hechos de poca importancia, no solamente no dice una palabra del episodio del forzado que hubiera sido liberado por Vicente, sino que ni siquiera habla d los viajes del santo a Marsella, en 1622 y 1633, mientras que cuenta, sin olvidar una solo, todos los hechos y gestas de Manuel de Gondi. ¿Cómo Ruffi, hombre de sincera piedad, se habría podido descuidar en señalar una acción tan extraordinaria? Su silencio es pues una nueva prueba de la inverosimilitud de la anécdota. Añadamos que varios biógrafos de Vicente la han tenido por apócrifa dejándola pasar ellos mismos en silencio. Citaremos entre otros: a Dominique Acami, sacerdote del Oratorio de Roma, quien escribió en italiano una vida del santo según Abelly, y un resumen bastante extenso de esta misma historia, que apareció en 1729, y que por consiguiente precedió al libro de Collet. Al principio de nuestro siglo, el sr de Boulogne, obispo de Troyes, en un panegírico del santo, compuesto en 1789, y que no se pronunció por primera vez hasta 1800, cuando el restablecimiento de las Hijas de la Caridad, pronunciaba estas palabras: ”Nosotros no diremos aquí que Vicente haya llevado las cadenas de un forzado a quien quería devolver a su familia. ¿Por qué hechos dudosos en un discurso en que el orador sucumbe bajo el peso de las maravillas auténticas y en el que, para ser elocuente, sólo necesita ser verdadero?” y en una nota de su panegírico impreso: “El hecho que el abate Maury se ha complacido tanto en hacer valer, en su panegírico de san Vicente de Paúl, es más que inverosímil, es moralmente imposible, y en la suposición misma que el santo sacerdote hubiese querido llevar hasta ese punto una humanidad exagerada, no habría sido el dueño de ella, por muy capellán general de las galeras que fuera”. En apoyo de esta opinión, ha aparecido en Marsella, hace unos años, un estudio crítico muy concluyente en varios puntos de vista.

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Por fin, veamos lo que se lee en la bula de canonización, dada por Clemente XUU, el 16 de junio de 1737: “Se refiere que Vicente, a ejemplo de Raymond Nonné, se entregó a la cadena, que habiendo visto a uno de sus compañeros de esclavitud miserablemente abrumado bajo el peso pesado de sus grilletes, y no teniendo nada que dar para aliviar las angustias de aquel desgraciado, se entregó a sí mismo a las ataduras de la servidumbre para rescatarle de la cautividad, a expensas de su propio cuerpo”. Cinco sacerdotes y religiosos, con ocasión del proceso de canonización, hablaron del rasgo de entrega atribuido a Vicente de Paúl, pero fue en términos tan vagos, tan escasos en pruebas, que el Papa, con una sabia y prudente circunspección, no creyó deber darlo él mismo como auténtico, y se sirvió de una expresión dubitativa: se narra, se cuenta. Se verá además que el Papa no está en forma alguna de acuerdo con Collet y los biógrafos que sitúan el hecho buen en Marsella, bien en Toulon. ¿No se ve claramente que, según estas palabras de la bula: habiendo visto a uno de sus compañeros de esclavitud, sólo entiende hablar de la cautividad de Vicente en Túnez? Y aquí se presenta otra vez una dificultad sin solución. ¿Cómo, esclavo él mismo durante todo el tiempo en África, habría podido Vicente disponer de su persona para conceder la libertad a otro esclavo poniéndose en su lugar y puesto? Si el Papa admite que el hecho ha podido ocurrir en Berbería, es porque considera como imposible que haya podido tener lugar en las galeras de Francia, y por los términos de que se sirve excluye todas las suposiciones y las pretendidas pruebas alegadas en este punto. Esta leyenda de la vida del santo nos ha parecido demasiado interesante para no despertar toda nuestra atención y para que nos fuera permitido pasarla en silencio. El lector tendrá a bien perdonarnos la longitud de esta digresión, si hemos logrado demostrar que nunca ha existido más que en la imaginación de algunos historiadores demasiado crédulos o demasiado proclives a embellecer la verdad. Este viaje de Vicente de Paúl a Marsella que, durante esta año de 1622, no pudo tener lugar hasta antes del mes de agosto, nos lleva con toda naturalidad a hablar de las gloriosas expediciones marítimas del general de las galeras durante ese mismo año y durante los años precedentes. Notemos de paso que en 1600, había sido encargado por Enrique IV de mandar construir en ese puerto sus nuevas galeras, con el fin de poder proteger a nuestros navíos mercantes contra los corsarios berberiscos. De sus viajes por el Mediterráneo en esta época no ha quedado ningún rastro, y sólo veinte años después, nos enteramos por el Mercurio francés del importante papel que desempeñó a lo largo de las costas de Argelia. El 22 de junio de 1620, a la cabeza de siete galeras buen armadas y bien equipadas, partió de Marsella, el 22 de julio, avistando Orán, descubrió dos barcos de corsarios a los que mandó dar caza. Los mandó “cañonear con tanta furia, dice el Mercurio francés (del que damos algunos fragmentos dignos de citarse), que fueron capturados los dos. Eran dos navíos de Argel, de seis a siete mil quintales de alcance, cada uno llevando diecisiete piezas de cañón y bien armados en guerra”. Su tripulación se componía de ciento cincuenta Turcos y de cuarenta cristianos de diversas naciones encadenados a los bancos de las dos galeras. No hace falta decir que los cristianos fueron liberados, y que se aplicó a los Turcos la pena del talión, enviándolos a remar a las galeras de Marsella. Cumplida esta hazaña, el sr de Gondi se dirigió hacia Argel y capturó un bergantín. Sus galeras, “hechas de nuevo a la mar, descubrieron un gran navío de alcance de doce mil quintales y le

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persiguieron a vela y a remo. Se encontraba entro el famoso corsario de Argel Soliman Rais, con cuarenta cañones y doscientos soldados, el cual, viéndose atacado a las dos de la noche, y cañoneado furiosamente por las galeras francesas, se escapó de ellas a favor del viento; pero viéndose todavía por la mañana perseguido, fue a dar en tierra, y temiendo caer vivo entre las manos de los cristianos, salió de su navíos y todos los Turcos que estaban dentro, y luego pegó fuego a las municiones y le hizo saltar por los aires, de tal forma que no quedó más que el armazón en la orilla”. Otro barco de piratas al ver las galeras “que iban hacia Argel”, se lanzó a ganar la costa para salvar a su tripulación y sus objetos más preciosos; pero antes de que los piratas tuvieran tiempo de pegarle fuego, el sr de Gondi se apoderó de él, y tras retirar la artillería y las municiones, le hizo zozobrar. Habiendo obligado un fuerte viento a su flotilla a buscar un refugio en Mallorca, luego en Barcelona, cuando pudo saltar a la mar, descubrió un corsario turco que daba caza a dos barcas de Lisboa, y le persiguió tan vivamente a su vez, que el corsario fue a estrellarse contra las costas de Cataluña. Toda su tripulación fue capturada por los Catalanes, pero fue devuelta a los Franceses por el virrey, y el sr de Gondi se volvió a Marsella, con siete galeras y cuatro barcos argelinos, después de incendiar un quinto y hundir otro en el fondo. El sr de Gondi hizo varias expediciones más, pero la más memorable de todas fue contra los de La Rochelle en 1622. Habían puesto en pie de guerra una flota de cincuenta y seis embarcaciones que se había hecho dueña del Océano y que hacía todos los días capturas considerables. Estaba comandada por Guiton, alcalde de La Rochela, que había tomado el título de almirante, y por Jacques Zauneau, que se había improvisado el de vicealmirante. Luis XIII, por si parte, se formó una cuyo mando entregó al duque de Guisa. El sr de Gondi que debía combatir a sus órdenes, recibió orden de atravesar el estrecho d Gibraltar con una escuadra de diez galeras. Llegó a abordar en Burdeos y se dirigió hacia la embocadura del Loira, donde estaba fondeada la flota del Rey. Tomamos los detalles siguientes del Mercurio francés y sobre todo de una carta inédita de Guillaume de Montolieu, capitán de la galera patrona que escribía a su hijo, el caballero de Montolieu, el 4 de noviembre de 1622, después de la firma de la paz. Después de celebrar consejo en Nantes con el almirante, el general de las galeras partió del puerto de Morbihan y vino a fondear en la rada de Olonne, el 25 de octubre. El día siguiente 26, a la vista de la Isla de Ré, detectó la flota de los Rocheleses, “con un número de sesenta grandes barcos bien equipados d artillería y de hombres de guerra, dotados de cantidad de fuegos artificiales, aparte de otros tres barcos llamados dragones, hasta arriba de pez, alquitrán, azufre, que llevaban consigo con el propósito de pegarle fuego en lo más duro del combate y engancharlos a nuestro buque insignia (admirante: barco almirante) o al resto de nuestros galeones”. Como reinaba una gran calma, que no permitía a la flota del duque de Guisa, compuesta de veinticinco navíos a velas, sin contar la retaguardia de ocho navíos, adelantarse, el conde de Joigny recibió la orden de reconocer y de hostigar al enemigo. El 27, el almirante, impaciente por tomar parte en la acción, ascendió a la galera real, comandada por el general y, desde las diez de la mañana hasta las cuatro, cañonearon al enemigo y le entablaron “un ataque furioso”. Aprovechándose del desorden causado por nuestra artillería en la flota de los Rocheleses y del viento que se levantaba, el almirante se apresuró a unirse a su flota y, de pie en su bordo, dio la orden de entrar en una acción general. “Hacia las cinco de la tarde, el fuego comenzó de un lado y de otro más violento que antes

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hasta las siete. Los Rocheleses tuvieron entonces el viento a favor; se acercaron a nuestros navíos para pegarles fuego con sus dragones. El sr de Gondi se apercibió de que había alcanzado ya la popa de nuestra almirante, y mandó de inmediato dos galeras para socorrerle. Él entró en acción en la retaguardia de los enemigos la que presionó con toda la dureza de sus proas fulminantes. Hubo también un gran fuego de mosquetería. El sr duque de Guisa con su galeón se encontraba en todas partes donde le necesitaban con una prontitud increíble, y combatió como un león. Los Rocheleses se defendieron como gente valiente, pero fueron tan maltratados que, sin la noche que llegó para favorecer su retirada, no habría escapado un solo barco para ir a contar la noticia. Perdieron seis de los grandes, que fueron incendiados o hundidos, tuvieron dos mil hombres muertos, sin contar un número infinito de heridos, mientras que apenas hubo doscientos cincuenta hombres de pérdidas de nuestro lado. El campo de batalla fue nuestro toda la noche. El sr general dio testimonio de un valor muy varonil en esta ocasión, y pareció lleno de valor y de generosidad en medio de sus oficiales. El duque de Guisa se felicitó altamente por él y por sus galeras atribuyéndoles la mejor parte en el honor de esta victoria, y escribió al Rey en términos favorables”. Durante la noche, el enemigo se había refugiado en un largo canal, cerca de Saint-Martin (isla de Ré), colocando entre él y nuestra flota un banco de arena inabordable. Hacia las nueve de la mañana (28), el sr de Gondi fue de nuevo a atacarle haciendo llover sobre él una granizada de balas, esperando arrastrarle a una tercera acción; pero los Rocheleses le dejaron tirar sin abandonar el fuerte”. “Se lanzó entonces contra dos de sus grandes barcos (uno de los cuales era su vicealmirante) que halló apartados del grueso de la flota a la que iban a juntarse, y los acribilló de tal forma a cañonazos que no quedaron en uno más que diez hombres con vida de los trescientos que había, y que iban a irse a pique los dos a su vista”. “Finalmente, el 29, dice la narración inédita de Montolieu, el duque de Guisa, lleno de dolor porque la calma, que seguía, no le permitía avanzar con sus navíos, se subió por segunda vez a la real con el sr general para ir a ver los posibles del enemigo, lo que no dejó de incomodarlos una vez más durante dos horas con furiosas descargas, ni sin llegar a las manos por su parte, pues si se defendieron aguerridamente como un jabalí junto a un árbol, sin querer dejar su puesto. Se dispararon muy bien en esas tres o cuatro acciones más de seis mil cañonazos de un lado y de otro. . de forma que el brazo de mar que está entre Saint-Martin y la punta del Éguillon se quedó durante tres días cubierto de deshechos de mástiles, de cureñas, de cordajes, la mayor parte ensangrentados, que la marea de aquellas islas hacía flotar a la vista de los dos ejércitos “. Al día siguiente, 30 de octubre, se firmaba la paz entre los Rocheleses y el sr de Guisa, y Guiton, su almirante, deponía a sus pies su pabellón. Así acaba esta expedición, que daba tanto honor al general de las galeras y que le colocó en el rango de nuestros más intrépidos marinos. Los aduladores del conde de Guisa le habían atribuido todo el éxito; un documento inédito, cuya autenticidad y veracidad nos garantiza el Mercurio francés, nos permite nos permite restituir su mayor parte a Manuel de Gondi. El valor invencible de que dio prueba con tanto lucimiento es tanto más digno de elogio porque acababa de experimentar dos perdidas crueles. Su hermano Enrique de Gondi, el jefe del consejo, el obispo de París, acababa de sucumbir el mes de agosto de ese mismo año, y algunas semanas después, un trágico accidente se llevaba a su segundo hijo, el marqués de las Islas d’Or. Este joven, de grandes esperanzas, estaba destinado a la Iglesia, a ascender un día a la sede episcopal

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de París. Hemos visto antes cómo, desmontado en la caza, lo mató un caballo de una coz en la cabeza. Se puede formar una idea de la desolación de la señora de Gondi, de esta madre tan tierna para con sus hijos, y se debe creer que el excelente sr Vicente, que estaba entonces a su lado, lo puso todo por obra para hacerle soportar con resignación este espantoso golpe. Este suceso fatal tuvo terribles consecuencias para la Iglesia y para el Estado, pues fue el tercer hermano del difunto, el futuro cardenal de Retz, el llamado a sucederle en una carrera para la cual no había nacido y de la que era tan poco digno. El sr de Gondi pidió para este tercer hijo a la reina María de Médicis las dos abadías de las que el joven marqués había sido titular, y el mariscal de Schomberg, quien se había desposado en primeras nupcias con una hija de la señora de Maignelais, hermana del general de las galeras, apoyó con entusiasmo esta petición ante el cardenal de Richelieu. He aquí la carta que le escribió pocos días después tras el segundo y doloroso suceso que acababa de golpear a la familia de Gondi: “No dudo de que estéis impresionado cuando sepáis que como consecuencia de la primera aflicción del general de las galeras, Dios quiso, por el más extraño accidente del mundo, enviarle sin interrupción un segundo no menos sensible, quitándole a aquel de sus hijos por quien tuvisteis a bien emplearos ante la Reina madre para que tuviera las abadías de Buzay y de Quimperlé. Os suplico pues, con todo lo que queda de esta casa, que continuéis para uno de los otros hijos del sr general los mismos oficios que habíais tributado a éste”. Esta carta está fechada el 23 de septiembre de 1622, y esta fecha no deja de tener su precio, ya que nos enseña por primera vez, de una manera cierta, lo que se ignoraba hasta ahora, en qué época precisa fue condenado el futuro cardenal de Retz por sus padres a renunciar a la carrera de las armas, a la que se creía él llamado, para abrazar la vida eclesiástica, hacia la cual no sentía ninguna vocación. Tenía entonces nueve años cumplidos y, desde esta edad, con su espíritu despierto y precoz, sin duda que le fue doloroso y le produjo rechazo ver que le quitaban su pequeña espada de caballero de Malta para endosarle una sotana. A medida que avanzó en edad, se revolvió más y mas contra la violencia que se le imponía, contra esta vocación forzada, y en muchos pasajes de sus Memorias nos ha contado todos los escándalos, los expedientes y las travesuras que puso por obra para sustraerse a ello. Podrá parecer extraño que un padre tan bueno como lo era el sr de Gondi haya dispuesto así de la carrera de sus hijos. Esta es la explicación que da de su conducta este hijo que tuvo tanto que quejarse de ella: “No creo que haya habido en el mundo un corazón mejor que el de mi padre, y puedo decir que su temple era el de la virtud. Sin embargo mis duelos y mis galanterías no le impidieron hacer todos sus esfuerzos para unir a la Iglesia al alma menos eclesiástica que hubiera en el universo. La predilección por su hijo mayor y la vista del arzobispado de París que estaba en su casa produjeron aquel efecto. No se lo creyó ni lo sintió él mismo. Yo juraría que él mismo habría jurado en lo más íntimo de su corazón que no tenía en ello otro móvil que el que le había inspirado la aprehensión de los peligros a los que la profesión contraria hubiera expuesto a mi alma”. CAPÍTULO VIII -La marquesa de Maignelais, hermana de Manuel de Gondi. -Fundación de la obra de las Misiones por el general de las galeras y por su mujer.

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En esta familia de los Gondi donde, por un extraño contraste, se ven estallar todos los vicios y reinar las mayores virtudes, hay una noble y santa figura que no podemos pasar en silencio, la de Margarita de Gondi, marquesa de Maignelais, que consagró sesenta años de su vida “a las obras de la caridad más delicada y más heroica”. Debemos olvidarnos tanto menos cuanto que en una hora decisiva, ejerció una gran influencia sobre su hermano Manuel de Gondi, el general de las galeras, por ser una de las principales bienhechoras de Vicente de Paúl, y contribuir poderosamente, ella también, a fundar la obra de las Misiones. Hoy el nombre de la marquesa no nos es conocido más que por las Memorias de su sobrino el cardenal de Retz. En su tiempo no las había más célebres en los anales de la beneficencia. Su oración fúnebre fue pronunciada por el P. Senault, del Oratorio, y su historia fue publicada pocos años después de su muerte. Apenas salida de la infancia, fue dama de honor de Catalina de Médicis. A la edad de diecisiete años se caso (en 1588) con Florimond d’Halwin, marqués de Maignelais, gentilhombre de un mérito cumplido, a quien ella quería con la más viva ternura. El marqués era gobernador de la Fère por el partido de la Liga; pero como se sospechaba, no sin razón, de ser afecto a la causa de enrique de Navarra, el duque de Mayenne, por medo a que no le entregara la plaza, le hizo asesinar traidoramente. Se puede juzgar de la extrema desesperación de la Sra. de Maignelais, viuda a los tres años de matrimonio. Le quedaban dos hijos, un hijo y una hija. Cuando el pequeño marqués tuvo la edad de hablar, decía alguna vez a su madre: “buena mamá, cuando, cuando yo sea grande, sabré bien encontrar a los que han matado a buen papá y castigarlo como lo merecen”. Bien pronto una muerte tan repentina como la del padre se llevó al niño de junto a la marquesa. Loca de dolor, fue a echarse en los brazos de sus dos hermanas, Luisa de Gondi, priora del monasterio de Poissy, y Juana, religiosa en el mismo convento, quien debía suceder más tarde a su hermana mayor. Eran dos mujeres de una virtud y de una piedad profundas. En su monasterio únicamente abierto a jóvenes de calidad, que llevaban consigo todas las pasiones del mundo, se esforzaban, pero en vano, por introducir, a través de mil oposiciones y mil obstáculos, una severa reforma. La señora de Maignelais sacó de estos corazones piadosos, tiernos y entregados, la fuerza de no sucumbir a su dolor, y hasta una resignación perfecta a los decretos de la Providencia. A partir de este momento, abandonó el mundo y se entregó por entero al retiro y a obras de caridad. Esta joven mujer, hermosa, espiritual, encantadora, abandonó sus vestidos de seda y terciopelo, para no llevar más que vestidos de lana, de color gris o violeta; tomó “una cofia que le cubría la mayor parte de la cabeza, con un collarín bien sencillo”; “una cruz de San Francisco” reemplazó a su cruz de diamantes”. Desterró de su casa cuanto tenía de lujo, de delicado y de superfluo. “Se deshizo de todo ese gran equipo ordinario en las mujeres de condición”, que se componía de una multitud de gentilhombres, de pajes, de escuderos, de ayudas de cámara, de mulos, de caballos. Sólo se quedó con una carroza, que mandó cubrir de lana ordinaria; quiso incluso desprenderse de ella también, y no consintió en quedarse con él hasta que le hicieron comprender “se vería en la incapacidad de ir a visitar a los presos y enfermos del Hospital general”. Vendió “su vajilla de oro y de plata, sus anillos, sus pedrerías, todo lo que tenía de más precioso “; no se quedó ni siquiera con un espejo. Todo en su casa no respiró más humildad, sus muebles, su servicio, sus

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criados. Ella “no invitaba a su mesa más que a los pobres, que eran los primeros servidos y los más considerados”. No se oyó nunca salir de su boca ningún mandato, ni siquiera cuando se dirigía a sus criados. En todo escogía la última fila, en su mesa como en la iglesia donde, al comulgar, le gustaba confundirse con la gente del pueblo. Tenía una fortuna inmensa para la época, ciento cincuenta mil libras de renta. De sus ingresos, formaba tres partes: la primera para los religiosos y sacerdotes en necesidad; la segunda para los pobres; la tercera, la más modesta, para el mantenimiento de su casa. Se sentía encantada de privarse de lo necesario para dar un poco de bienestar a los desdichados. Consagraba una parte de su tiempo a visitar a los enfermos y a los presos. Sin miedo a las enfermedades contagiosas, recorría las salas del Hospital general, consolando a unos, exhortando a los otros a sufrir, y difundiendo a su alrededor abundantes limosnas. Si encontraba a jóvenes convalecientes, sin padres o abandonadas, por andrajosas y harapientas que estuvieran, la santa mujer, que no había guardado por todo lujo más que una extrema limpieza, se enfrentaba a todos los ascos, se las llevaba en su carroza, las cuidaba como a sus propios hijos, las mandaba vestir, instruirse, les enseñaba a ganarse la vida y, según su vocación, las casaba dándoles una dote, o las hacía entrar en algún convento. No pasaba semana que no bajara a las cárceles más oscuras y más infectas, para consolar a los mayores criminales “llevaban los grilletes en los pis y en las manos”. Les hablaba con dulzura, trataba de ganar su confianza, los invitaba a arrepentirse, a confiarse en la misericordia de Dios, y les daba algunas piezas de plata para aliviar su indigencia. Sucedía con frecuencia que varios de estos miserables, que no la conocían, la cubrían de injurias; pero ella, siempre dulce, humilde y paciente, no quería que se les impusiera silencio, ni que se les dijera quién era ella; redoblaba sus limosnas, y estos corazones endurecidos acababan por dejarse vencer, por acceder a sus peticiones, y por pedirle perdón. Por un sentimiento lleno de delicadeza, no se informaba nunca del crimen que habían cometido, y se compadecía de sus penas con una bondad tan impresionante, que difícilmente se separaba de ellos sin que hubieran dado pruebas de arrepentimiento. A menudo la reina María de Médicis enviaba a la marquesa fuertes sumas para liberar a los prisioneros de deudas, y ésta, al distribuirlas, no dejaba nunca de decirles a qué mano debían su liberación. Enrique IV tenía también en gran estima a la señora de Maignelais, aunque hubiera sido anteriormente de la liga una tarea mucho más penosa y dolorosa todavía que todas las demás: se trataba de asistir a los condenados a muerte. Resulta imposible leer sin enternecerse lo que nos cuenta de esta admirable mujer su biógrafo: “Después de exhortarlos a bien morir y rogarles humildemente por el amor de Jesucristo, a tomar la muerte con paciencia”, añadía: “Pues venga, mi querido amigo, para que vayáis a Dios con mayor tranquilidad, ¿tenéis algún pariente a quien yo pueda servir? Lo haré de mil amores”. -”Ellos le recomendaban, uno, a su pobre mujer; el otro, a sus pobres hijos; otro más, a su padre y a su madre. Tomaba los nombres por escrito, y el lugar de su residencia, y no dejaba de mandarles las visitas y de socorrerlos según sus necesidades”. “Se halló un día, entre los otros, un labrador condenado a muerte. Tenía como un cuarto de escudo que ocultaba en su mano liada; él se lo dio, rogándole que se dijera una misa de Nuestra Señora. Nuestra santa marquesa le dijo: -yo os haré decir de buena gana las que queráis, y las pagaré; pero, de vuestro dinero, yo se lo daré a

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vuestra pobre mujer, y tendré cuidado de ella mientras viva”. Por este solo detalle se puede ver la delicadeza y la bondad de su corazón. Sin contar sus frecuentes visitas en las prisiones y en el Hospital general, había tomado a su cargo a numerosos matrimonios en apuros, a viudas honradas en apuros, a ancianos fuera de la situación de trabajar. ”Les daba un ordinario reglado, que no faltaba nunca”; pagaba sus alquileres y, si se encontraban enfermos, les proporcionaba todos los medicamentos. Había abierto su casa a una multitud de gente de la baja nobleza y de la burguesía, a quienes la guerra había reducido a la mendicidad. Estros pobres vergonzantes, dice su biógrafo, “entraban en su casa por la puerta de la caridad, y su compasión las guardaba con tanta ternura como si hubiera sido su madre”. La marquesa “los trataba honradamente según su condición y el trabajo de cada uno, y los alimentaba en abundancia del servicio de su mesa, donde se mortificaba a menudo con lo necesario para beneficio de ellos. Se molestaba en instruirlos, en catequizarlos, y ni uno salía de su casa sino los que no querían vivir virtuosamente, o bien entrar en religión, entablar matrimonio; a quienes daba dotes y recompensas, de suerte que todos sus bienes se empleaban en los pobres”. Es fácil imaginarse hasta qué punto era querida y venerada la marquesa por todos los pobres vergonzantes que había en París, sin hablar de los mendigos de profesión. Se sabe cómo su sobrino, el futuro cardenal de Retz, que buscaba por todos los medios reclutar partidarios, en previsión del papel de tribuno que entendía desempeñar más tarde, abusó indignamente de la confianza y de la religión de la piadosa mujer, a fin de ponerse en contacto con todos estos venidos a menos, a sabiendas del partido que se puede sacar de ellos en tiempo de revolución. La página de sus Memorias en la que habla de su conducta con respecto a su tía es demasiado curiosa para que no la traigamos a los ojos del lector: “El sr conde (de Soissons), dice, me había hecho cobrar doce mil escudos por las manos de Duneau, uno de sus sirvientes, bajo no sé qué pretexto. Se los llevé a mi tía de Maignelais, diciéndole que era una restitución que me habían confiado por un amigo mío, a su muerte, con orden de emplearla yo mismo en alivio de los pobres que no mendigaban; que, como había hecho juramento de distribuir yo mismo esta suma, yo no sabía qué hacer, porque no conocía a la gente, y yo la suplicaba que tuviera a bien ocuparse de ello. Se quedó encantada; me dijo que lo haría con agrado, pero que, como había prometido hacer yo mismo esta distribución, quería absolutamente que yo me hallase presente, por ser fiel a mis palabras, y para acostumbrarme yo mismo a las obras de caridad. Era justamente lo que yo pedía, por tener la ocasión de darme a conocer a todos los necesitados de París. Me dejaba a diario como arrastrar por mi tía por arrabales y desvanes. Veía muy a menudo por su casa a gente bien vestida, y hasta conocidos a veces, que venían a la limosna secreta. La buena mujer casi nunca dejaba de decirles: Rogad mucho por mi sobrino; es él de quien ha querido servirse para esta buena obra”. Juzgad de la situación en que me veía entre la gente que es, sin comparación, más importantes que todos los demás en las emociones populares! Los ricos no llegar más que a la fuerza; los mendigos estorban más de lo que sirven, porque el miedo al pillaje hace que se lo piensen bien. Los que pueden más son aquellos que tienen bastante prisa en sus asuntos para desear cambio en los públicos, y cuya pobreza no pasa sin embargo hasta la mendicidad pública. Me di a conocer pues de esta clase de gente, durante tres o cuatro meses, con una dedicación muy particular. Y no había niño al calor del fuego a quien no diera siempre, de mi cosecha, alguna bagatela. Conocía a Nanon y a Babet. El velo de la sra de

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Maignelais, que no había hecho otra cosa, lo cubría todo. Yo me hacía hasta un poco el devoto, iba a las conferencias de San Lázaro (de Vicente de Paúl)”. Así fue cómo el joven abate de Gondi jugaba con las cosas más santas, y cómo también, con una habilidad que parece adelantarse a su tiempo, sabía cuáles son los mejores medios para preparar una revolución. Pero volvamos a la señora de Maignelais. Todo el tiempo que no empleaba en el servicio de los pobres y de los enfermos, lo consagraba a retiros espirituales, sea en el monasterio de Poissy, al lado de las dos hermanas, sea en el convento de las Capuchinas, o en las Carmelitas. En Poissy, se rebeló contra todas las delicadezas de la vida mundana que las religiosas de familias nobles habían introducido allí, ella acudió en ayuda de la priora, señora de Gondi, que hasta entonces se había declarado incapaz de llevar a sus religiosas a una vida más regular. La marquesa, mujer de resolución, removió cielo y tierra, la corte, París y Roma, y de tal forma que rompió todas las resistencias hasta que la reforma se impuso finalmente en el convento. Durante sus retiros, no existe clase de austeridad ni de actos de humildad a los que no se entregara. Cuando esta gran señora se hallaba en las Capuchinas, una de las órdenes más severas y de las más pobres, hacia la cual sentía una singular predilección, no quería hablar más que de rodillas a las religiosas, les prestaba los servicios más humildes, barría la casa, lavaba las escudillas, comía en sus vasijas de barro. Esta vida de humillaciones y de austeridades, este ayuna de cada día, este silencio perpetuo, todo ello la atraía invenciblemente; su mayor deseo habría sido tomar el velo en el convento de estas santas jóvenes. Pero su tío, el cardenal de Gondi, el sr de Bérulle, su confesor, y el papa Paulo V mismo, pensando con razón que ella podría hacer servicios mayores en el mundo con su inmensa fortuna, la obligaron a no dejarlo. Para fijarla en él sin vuelta atrás, el cardenal, su tío, quería incluso que se volviera a casar; le propuso las mas hermosas alianzas, pero se negó, declarándole que quería consagrarse únicamente a Dios. El Papa, por su parte, no de permitió ir a visitar a las Capuchinas sino sesenta veces al año. La marquesa obedeció sin rechistar, pero en adelante vivió en el mundo imponiéndose las prácticas más duras de la vida religiosa, cada vez que no se entregaba a sus buenas obras. Habitaba en la residencia de la Trémouille, calle Saint-Honoré, que se la donó a las Capuchinas, el 12 de mayo de 1623, pero reservándose el usufructo a su muerte. Allí se pasaba el tiempo, con algunas señoritas de condición, pero sin fortuna, vestidas con sencillez como ella, cosiendo las ropas de los pobres, orando durante largas horas sin ladrillo bajo las rodillas, en llevar al día una larga correspondencia en la que no se trataba de otra cosa que de los indigentes. Mientras llevaba una vida tan austera y tan santa, una nueva desgracia vino a ponerla a prueba. Ella había casado a su hija con el conde de Candale, hijo del duque de Épernon. Aunque la señorita de Maignelais era una persona de mérito y de costumbres irreprochables, el sr de Candale, que era celoso por demás, y que sospechaba de su virtud, resolvió relegarla en una de sus torres, lejos de los adoradores de la corte. Una noche la hizo secuestrar y conducir a Bourges, en una carroza escoltada por algunos pistoleros. Advertidos casi inmediatamente de este acto de violencia los Srs de Gondi, los tíos de la señora de Candale, se arman de pies a cabeza y ponen en pie a una tropa de gentilhombres, para correr sobre las pistas y liberarla. Pero antes de montar a caballo, creyeron un deber pedir a la marquesa su consentimiento. La Sra. de Maignelais, por miedo a que se derramara sangre, y con la esperanza de que Dios le

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devolvería a su hija sana y salva, respondió a sus hermanos con una negativa y éstos, echando pestes y refunfuñando, desembridaron sus caballos. La marquesa había cedido a una feliz inspiración. En el momento en que la sra de Candale. Llegada a Bourges, se apeaba de la carroza en el patio de una hospedería, para ser llevada a una habitación por sus secuestradores, fue reconocida por una señora quien, a la vista de esta gente armada y de aspecto sospechoso, se imaginó un secuestro y fue a llamar a la justicia. Todo se aclaró enseguida, gracias a las explicaciones de la Sra. de Candale, quien fue puesta en libertad al punto, mientras que sus guardianes fueron enviados a París bajo una buena escolta, y más tarde, ya viuda, se casó con Charles de Schomberg, par y mariscal de Francia. Murió sin hijos, en noviembre de 1641, diez años antes que su madre, y ésta creyó morir de pena. A parir de ese día, la Sra. de Maignelais, cuyos padres eran casi tan ricos como ella, dispuso con su asentimiento de toda su fortuna en favor de los pobres y de algunos establecimientos religiosos entre los que no se olvidó, como vamos a ver, de la obra de las Misiones de Vicente de Paúl. Uno de los primeros cuidados de la marquesa fue de fundar un asilo para las prostitutas arrepentidas, la casa de Santa-María-Magdalena. Colocó en ella a dieciséis religiosas, al frente de las cuales puso a cuatro hermanas de la Visitación, y les aseguró a todas, por testamento, pensiones a perpetuidad. Obtuvo del sr Vicente que sería el director de esta casa. Las religiosas enseñaban a sus encomendadas a ganarse la vida, y una vez que se habían enmendado lo suficiente, la marquesa se ocupaba en colocarlas. Ya hemos dicho que había elegido al sr de Bérulle como su confesor. Le profesó un afecto que no se desmintió nunca. Cuando es gran y santo hombre se vio obligado por sus amigos a fundar la célebre Orden que debía rendir tantos servicios a la Iglesia, poco confiado en sus fuerzas, mostró al principio muchas dudas. La Sra. Maignaelais se arrojó a sus pies para obtener su consentimiento y le ofreció todo el dinero necesario. Pero el sr de Bérulle dudaba demasiado de sí mismo para entregarse a sus instancias y a las de sus amigos. La marquesa, sin desanimarse, fue a encontrar a su hermano, Enrique de Gondi, el obispo de París, y le suplicó que usara de su autoridad para con el sr de Bérulle. “Es el único medio de someterle, le dijo; no debéis dudar en emplearla”. “El sr de Gondi, universalmente respetado por la pureza de sus costumbres y la sinceridad de su celo, había puesto sumo interés en hacer florecer la piedad en su diócesis”. Había favorecido, según hemos dicho, la fundación de varios monasterios; pero lo que deseaba por encima de todo era la reforma del clero secular. El sr de Bérulle creyó un deber exponer al prelado las razones que tenía para no emprender una tarea que le parecía muy por encima de sus fuerzas. Pero cuando el sr de Gondi, después de refutarlas, le hubo mandado en nombre de la obediencia canónica, que se sometiera, el sr de Bérulle, sin insistir más, se arrojó a las rodillas de sus superior, le pidió su bendición y declaró que estaba preparado para hacer cuanto él le mandaba. El sr de Bérulle le rogó tan sólo que tuviera a bien llamar al obispado a algunos doctores y a algunos religiosos, hombres de experiencia y de virtud, con el fin de estudiar con ellos los mejores medios de hacer fructificar la nueva obra. En esta reunión en que se encontraron, entre otros, el P. Coton y el doctor Duval, Enrique de Gondi, después de resaltar las grandes ventajas que sacarían la Iglesia y el Estado de la creación de la nueva Orden, añadió “que no conocía a nadie que fuera tan capaz como el sr de Bérulle de dirigirla según las reglas de la sabiduría y de la prudencia cristianas, ya que hacía mucho tiempo que la Iglesia de Francia no había

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producido una luz tan brillante, y sería deplorable dejarla por más tiempo debajo del celemín. Todos respondieron que al dar su parecer, el sr. de Gondi había expresado el de ellos. La Sra. de Maignelais, por una donación con fecha del 22 de agosto de 1629, y que fue confirmada por su testamento, legó a la casa del Oratorio del arrabal Saint-Jacques 32.000 libras, suma considerable para la época y, cuando su hermano Manuel de Gondi hubo entrado en la casa de Saint.Magloire, de la misma Orden, ella le legó la suma de 30.600 libras que, después de su muerte, debía volver a esta última casa. Veremos pronto lo que hizo para la obra de las Misiones, y en qué alta estima tenía a Vicente de Paúl, a quien veía con frecuencia en casa de su cuñada, la Sra. de Gondi. Entre estas dos mujeres, tan dignas una de la otra, no había otra rivalidad que la del bien. Mientras una favorecía el nacimiento del Oratorio, la otra, con su marido y el sr Vicente, fundaba la obra de las Misiones. Desde el año 1617, la Sra. de Gondi había ofrecido una suma de 16.000 libras a los Jesuitas, luego a los Oratorianos al cargo por ellos de dar de cinco en cinco años misiones en todas sus tierras. Pero los Padres de la Compañía de Jesús y los del Oratorio se habían excusado por el pequeño número de sus miembros o por las reglas fundamentales de su Orden. Desde esta época, la Sra. de Gondi se había dirigido a otras Órdenes religiosas sin más éxito. Por fin, en 1624, ella tuvo la idea de fundar una casa especial de misioneros, colocada bajo la dirección del sr Vicente e independiente de las otras Órdenes religiosas. Como estaba en relación con un gran número de doctores y de virtuosos eclesiásticos del clero secular, que habían cooperado con él, más de una vez, en las misiones de los campos, ella pensó que le sería fácil formar con ellos una comunidad. El general de las galeras encontró el proyecto excelente y pidió a su mujer que compartiera con él el título de fundador de la nueva Orden. Su hermano, arzobispo de París, Jean-François de Gondi, viendo de un vistazo el bien que podría hacer en la diócesis una fundación así, se apresuró a aprobarla. Hizo más: deseando cooperar por su parte en esta obra de familia, ofreció, para alojar a los nuevos misioneros, el colegio de los Bons-Enfants, situado cerca de la puerta de Saint-Víctor, y cuyo director, Louis de Tuyard, acababa de entregar su dimisión. El 1º de marzo, nombró para este cargo al sr Vicente, que tomó posesión de él por procurador, el 6 del mismo mes; pero como éste estaba obligado a no dejar la casa de los Gondi, escogió para reemplazarle a Antonio Portail, su primer discípulo. El arzobispo de París había provisto el cubierto; el general de las galeras y su mujer se encargaron de los víveres y del mantenimiento de los sacerdotes de la nueva comunidad. El 17 de abril de 1625, por un contrato pasado en su hotel, calle Pavée, parroquia de Saint-Sauveur, ellos donaron a Vicente de Paúl 45.000 libras, cuya renta debía servir en primer lugar a los gastos de seis eclesiásticos, de una piedad y de una capacidad reconocidas, y cuya elección le quedaba reservada. Los fundadores, considerando en el acta que las ciudades están suficientemente provistas de sacerdotes instruidos y de celosos religiosos, mientras que los habitantes de los campos se hallan casi por completo desprovistos de los auxilios espirituales, ordenan, en favor de éstos, que únicamente se han de dedicar los misioneros del sr Vicente a predicarles, a instruirlos, a confesarlos. Se les prohíbe predicar y administrar los sacramentos en todas las ciudades donde haya un arzobispado, un obispado o un tribunal de justicia, y ordenado cumplir gratuitamente todos los deberes de sus misiones en los pueblos, a expensas de la bolsa común, con prohibición expresa de recibir en ellas ninguna remuneración,

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ninguna suma de dinero, bajo cualquier pretexto que sea. Los misioneros no pueden entrar en la comunidad hasta después de renunciar a todos los beneficios, cargos y dignidades eclesiásticas, de haber hecho voto de consagrarse a la obra de las Misiones, al menos durante un cierto número de años. Por una cláusula especial del contrato, tenían también que ir cada cinco años por las tierras de los fundadores para cumplir todos los deberes de la Misión y se obligaban a prestar los mismos oficios a los forzados. El sr Vicente fue elegido su superior, y ellos debían “trabajar bajo su dirección, durante su vida”. La Sra. de Gondi, que no se había olvidado del dolor que le había hecho experimentar su partida imprevista para la Dombes, había tenido cuidado de mandar inscribir en el contrato el artículo siguiente: “No obstante la dicha dirección con todo, dichos señor y señora entienden que dicho señor de Paúl tenga su residencia continua y actual en su casa, para continuar en ellos y en su familia la asistencia espiritual, que les ha dado hace largos años...” Tales eran las principales cláusulas de este contrato que fue, por decirlo así, el acta de nacimiento de esta obra, que debía propagarse y extenderse poco a poco por el mundo entero. Tdas las reglas fundamentales del célebre instituto están contenidas en germen en él, y esta claro que no han podido ser dictadas o inspiradas más que por el espíritu tan práctico tan práctico como caritativo de Vicente de Paúl. Añádase que, por su testamento, la marquesa de Maignelais hacía un legado, considerable para la época, al venerable director de su hermana, señora de Gondi, al sr Vicente, a quien había visto tan a menudo en su casa y de tan cerca, y cuya santidad había sabido apreciar como ella en su totalidad: “Lego a los sacerdotes de la Misión la suma de 18.000 libras de capital, que hacen 1.000 libras al año, que me pertenecen por un contrato de constitución hecho a mi favor por el sr duque de Saint-Simon y el Sr Joly, secretario del Rey; dicho contrato pasado por Ogier y Laisné, notarios, el 19 de abril de 1639, para ser la dicha renta empleada en la alimentación de los Ordenandos, durante el tiempo que, para su instrucción, se retiren en las Cuatro Témporas del año, en casa de dichos sacerdotes de la Misión establecidos en San Lázaro, en el arrabal de Saint-Denis, y esto, siguiendo la orden establecida por el sr arzobispo de París”. Entre la marquesa y Vicente de Paúl, había una gran semejanza, salvo en algunos aspectos, en su modo sencillo de entender y de interpretar el espíritu del cristianismo. Espíritus juiciosos y sabios, dejaban a los místicos de su tiempo entregarse a los éxtasis, a las visiones, “a las iluminaciones internas”, “a las revelaciones de los misterios más secretos”, “a las elevaciones del espíritu extraordinarias”, “a la vida unitiva, eminente, sobre eminente”. Pero ellos, ellos cerraban la puerta a todas estas novedades “que dejaban a las lamas en la agitación y a los pobres en la indigencia”, y se entregaban en cuerpo y alma a la práctica de las buenas obras. Había un punto no obstante en el que diferían uno del otro; la señora de Maignelais, sin ser jansenista declarada, como la mayor parte de los miembros de su familia, tenía sin embargo una inclinación muy marcada por los jansenistas y prevenciones contra los Jesuitas. En una visita que hizo a Port-Royal (en 1628), en el séquito de la reina María de Médicis, apoyó con toda su fuerza ante esta princesa a la Madre Angélica, superiora del monasterio, que pedía, en favor de Port-Royal, el restablecimiento del derecho de elección de las abadesas. Vicente, por el contrario, como lo diremos en seguida, compartiendo la vida austera de las solitarias de Port-Royal, se elevó siempre con fuerza contra el espíritu sombrío y estrecho enfocaban al cristianismo.

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CAPÍTULO IX -Altercado del general de las galeras con el gobernador de Toulon. -Singular predicción de la hermana Margarita del Santísimo Sacramento, confirmada por el cardenal de Retz. -Muerte e la señora de Gondi. -Vicente de Paúl. -Dolor del general de las galeras. -Su entrada en el Oratorio. Poco tiempo después de fundar la obra de las Misiones, Manuel de Gondi, fue a Toulon donde le llamaban sus funciones de general de las galeras. A penas llegado, tuvo, con el gobernador de la ciudad, señor de Saint-Cannat, hijo del marqués de Soliers, de la familia de Forbin d’Oppède, un fastidioso altercado, que por muy poco no llegó a consecuencias muy graves. El Mercure français enmudece ante este asunto, que fue sin duda callado por orden de la corte; pero nosotros hemos descubierto un relato de ello con todo detalle en las Memorias inéditas del P. Batterel, del Oratorio, que él mismo lo había copiado de los manuscritos de un consejero en el Parlamento de Aix, el célebre Claude de Peiresc, Mecenas y amigo de la mayor parte de los sabios y literatos de su tiempo. El general, a su regreso de un paseo por mar que había dado a bordo de la galera real, escoltado de la Guisarde, se sorprendió mucho al no ser saludado, como de costumbre, por el cañón de la ciudad, y muy pronto supo que el gobernador, para impedir que este honor le fuera tributado, había puesto bajo llave las pólvoras y las municiones. En esto, el señor de Saint-Connat, fue a visitar al general de las galeras; pero, por miedo a alguna represalia, se hizo acompañar por tres o cuatro guardias, revestidos de casacas y armados de carabinas que le escoltaron hasta la puerta de la habitación del sr de Gondi. El general se quejó amargamente de este proceder al comendador de Forbin, padre del gobernador, pretendiendo que su hijo no sólo no tenía derecho de presentarse en su casa con una escolta en armas, pero todavía menos de pasar de estas maneras por delante del estandarte de la galera real. “Ellos respondieron a esta actitud, el padre con bastante frialdad, y el hijo de una manera bastante seca, diciendo que podría abstenerse si quería de ir más a su casa, ya que no quería proporcionarle los guardias, pero que de no mostrarse con ellos delante de la galera real, eso no lo haría. Y en efecto, hizo como que iba de paseo, y dijo luego, en una compañía de damas, delante del sr general, que acababa de dar una vuelta por el puerto y que allí hacía mucho calor. A lo cual, el sr de Gondi replicó bastante alto que si volvía a pasar al día siguiente, haría todavía más calor para él”. Como segunda respuesta a esta bravata, el general mandó apresar por la gente de sus galeras a un casaca que paseaba por la ciudad, le hizo despojarse de su casaca y dio orden de arrojarla al mar. El gobernador cruelmente herido por esta afrenta, “llamó a los cónsules y les ordenó que armaran los cuarteles para impedir, decía, que la autoridad del Rey fuera violada en su presencia y, por su parte, el sr de Gondi, sabiendo lo que se tramaba, dio orden a sus galeras que volvieran las proas contra la ciudad”con el fin de hacer fuego a la primera señal. Los cónsules aterrorizados por el cariz que iba tomando el asunto, acudieron en seguida al sr de Gondi, asegurándole que se habían negado a obedecer las órdenes del gobernador, a quien, según decían, habían

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declarado “que, si se trataba del servicio del Rey, no se detendrían a pensarlo, pero que, para vengar una querella particular entre dos personas que les eran igualmente respetables, ellos no querían acudir a las armas y poner a toda la ciudad en llamas. El sr. de Gondi mandó al punto devolver las proas a su posición ordinaria“. Poco después de este incidente, el gobernador se fue a su tierra de Soliers, a dos leguas de Toulon, y pocos días después dijo a un gentilhombre, que repitió estas palabras al sr de Gondi, “que se extrañaba de que se comportaran así en la ciudad mientras que se debía saber que él estaba en el campo”. El general, tomando estas palabras por un desafío, se dirigió secretamente hacia Soliers y encargó a un campesino del lugar que fuera a decirle de su parte al sr de Saint-Cannat “que había encontrado al sr de Gondi en la caza, y que si quería ser de la partida, él tendría su parte de placer en ello“. Entre tanto, algunos oficiales de las galeras, amigos del general, inquietos por su ausencia, y sospechando que había ido a provocar al sr de Saint-Connat, se fueron con toda prisa a Soliers y, a fuerza de insistencia y de ruegos le obligaron a volverse a Toulon. Llegado cerca de la ciudad, el sr de Gondi rogó a sus oficiales que no lo acompañaran más allá y se presentó solo seguido de uno de sus amigos y de algunos lacayos. A su vista, los soldados del cuerpo de guardia “saltan a las armas” y, la pica en mano, le esperan sin saludarle. El sr de Gondi, sospechando un cmplot y creyendo que su vida estaba en peligro, echa mano a la espada y se lanza sobre el primer soldado que está a tiro. El soldado responde con su pica, pero un gran lacayo que se precipitó entre ellos recibió el golpe en la mano. El general, furioso, golpea a otros dos soldados con su espada. De pronto, se cierran las puertas y las medialunas, y se acabó quizás para él y su escolta, si los cónsules, advertidos al punto por el ruido de “esta emoción”, no le hubiesen librado y puesto a salvo en las filas de la guardia burguesa. Ante la noticia de este encuentro, el sr de Saint-Cannat monta a caballo y, seguido de ciento veinte de sus vasallos y de sus servidores, armados a la buena de Dios, se dirige derecho a Toulon, “para aumentar el motín que ya era demasiado grande”. “Pero, ante los ruegos de los cónsules, su tío, el sr obispo, le salió enseguida al encuentro, y habiéndole hallado por el camino, se lo llevó a su castillo de Soliers, hasta que, por medio de personas de peso, se llegó a ver que había algún modo de arreglo, por vía amistosa, de esta diferencia”. La narración manuscrita de este altercado del sr de Gondi con el gobernador de Toulon habiéndose escrito antes de acabarse, se ignora cuál fue su resultado. Lo más probable es que Richelieu dio orden a los dos adversarios que enfundaran las espadas, bajo pena de muerte y, como se sabe, no se desobedecía impunemente al terrible cardenal. Cuando el ruido de esta querella llegó a los oídos de la marquesa de Maignelais la santa mujer, temiendo que todo acabara en duelo, corrió a consultar a una Hermana carmelita priora del convento de la calle Chapon, en quien había depositado toda su confianza. Se trataba de la hermana Margarita del Santísimo Sacramento. La Sra. de Maignelais le confió todas sus angustias. “La aflicción de la priora, dice el abate de Houssaye, fue extraordinaria. Desde aquel día hasta aquel en que supo que la diferencia se había apaciguado, no tuvo ya reposo. Ayunos, maceraciones, plegarias, vigilias prolongadas, no se perdonó nada. Se ofrecía como una víctima a la justicia de Dios para obtener la gracia y la salvación del general de las galeras. Una de sus hermanas la sorprendió derramando un torrente de lágrimas y exclamando presa del dolor más profundo:

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“Dios mío, tened piedad de esta pobre alma, no la perdáis; usad de vuestra misericordia. Perdonadle, Dios mío; ¡tocadle el corazón! Castigadme a mí, Dios mío, pues soy una miserable; golpeadme a mí y perdonadle!...” esta ardiente oración fue escuchada, y el sr de Gondi no se batió”. A este relato, el P. Batterel añade los curiosos detalles que siguen: “El sr de Gondi salió felizmente de este molesto asunto, y los designios de la misericordia de Dios sobre él comenzaron a cumplirse del modo y con todas las circunstancias que él le había predicho” En efecto, “y su conversión, y su retirada al Oratorio, y su sacerdocio, con el tiempo y la causa de todo ello, le habían sido revelados por la Hermana Margarita, incluso en vida de su mujer”, y apenas un año antes de su muerte. “Y no temo en absoluto, añade el P. Batterel, apoyándose en el cumplimiento de esta revelación, ser tenido por crédulo, al tener un garante tan poco sospechoso de credulidad como lo fue el cardenal de Retz en toda su vida. Bueno pues, en una memoria dad después de la muerte de su padre, para la Vie de Soeur Marguerite, cuenta la cosa en estos propios términos: “Creo, dice, que podría llenar un volumen, si quisiera exponer todo lo que he oído decir de la Hermana Margarita del Santísimo Sacramento, religiosa carmelita, a personas de una fe irreprochable. Me contentaré con referir en este lugar lo que yo encuentro en mi propia casa, y de una manera tan particular y tan convincente, que no puede haber, eso me parece, ningún lugar a dudar de ello. He oído decir varias veces a mi difunto padre, que algunos años de que entrara en la congregación del Oratorio, y por el tiempo que estaba todavía comprometido en las intrigas y en los placeres de la corte, mi difunta madre le insistió que fuera a ver a la Madre Margarita; que resistió mucho y que, habiéndose resuelto por fin y pura complacencia, encontró allí al difunto cardenal de Bérulle, que no era todavía más que superior del Oratorio, con quien no tenía familiaridad, y que la Madre Margarita le dijo abordándole estos propios términos: “Éste es, señor, el R. P. De Bérulle a quien no conocéis, pero lo conoceréis algún día. Será el instrumento más eficaz del que Dios se servirá para vuestra salvación. Os burláis de mí a la hora que es, pero conoceréis un día que os digo la verdad”. He oído hacer este relato a mi difunto padre una infinidad de veces desde que estuvo en el Oratorio; pero me acuerdo de habérselo oído contar incluso en mi infancia, mucho antes de tener el pensamiento de entrar”. “Las circunstancias de la conversión del sr de Gondi, prosigue el P. Batterel, confirman la verdad d estas predicciones, y se saben del sr Octave de Bellegarde, arzobispo de Sens, que se había retirado a Saint-Magloire”, en el apartamento mismo que había ocupado el P. de Gondi al dejar el mundo. De su propia boca las había escuchado. “Le había contado pues que habiendo estado varias veces a ver a la Hermana Margarita con su señora mujer y la marquesa de Maignelais, por puro compromiso para ellas, él continuó en lo sucesivo haciéndole algunas visitas por civilidad; que habiendo hablado esta santa joven de la necesidad de vivir cristianamente en medio del mundo, él había respondido como la gente que está comprometida en él en un rango elevado y grandes empleos, es decir de la dificultad de vivir como cristiano entre tantos obstáculos; que la buena Madre le urgió pero que con toda fortaleza a romper los lazos que conocía que eran tan peligrosos; que no pudiendo resolverse a ello, ella le dijo: “No os obstinéis más, Dios será el maestro; él actuará como soberano; él no os obligará, sino que os encantará dulcemente por los atractivos de su misericordia de manera que vuestra voluntad se someterá a sus inspiraciones; llamará a vuestra señora mujer de este

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mundo, en tal tiempo y, después de su muerte os hará entrar con los Padres del Oratorio; allí recibiréis las órdenes sagradas, seréis sacerdote; pensad en ello seriamente”. “Las disposiciones en que se encontraba entonces el sr de Gondi le hicieron oír todo aquello como visiones y mirar lo que le decían como algo fuera de toda paciencia. Se rió un poco y no volvió a pensar en ello; luego partió algunos meses después para Marsella donde le llamaba el desempeño de su cargo”. Esta triste predicción debía cumplirse demasiado pronto para el sr de Gondi y para sus hijos. Su piadosa y encantadora mujer, “la incomparable Françoise de Silly”, después de una breve enfermedad ocasionada “por todas las penas y fatigas que su celo y caridad le habían hecho emprender”, moría en París el 22 de junio de 1625, a la edad de 42 años, en el momento mismo en que la querella de su marido con el gobernador de Toulon estaba en todo su auge. La santa mujer, en su lecho de muerte, había visto cumplirse su deseo más querido: había sido asistida por quien ella había rogado que fuera en ese momento terrible su ángel consolador. Vicente había cumplido con su deber para con su bienhechora con toda la piedad, la unción, el tierno respeto y el profundo agradecimiento que le inspiraban su generoso corazón y y sus sentimientos cristianos. La gran señora, a aliada de los La Rocheguyon, de los Laval, de los Luxembourg, de los Montmorency, había elegido su sepultura en el monasterio de las humildes Carmelitas de la calle Chapon, a las que su cuñada, la marquesa de Maignelais, debía más tarde legar su corazón. Vicente quiso acompañarla hasta allí, presidir él mismo sus funerales y, después de derramar sobre su tumba las últimas lagrimas y las últimas oraciones, partió para Provenza, donde le quedaba por cumplir con un deber no menos doloroso. ¿Cómo anunciar esta cruel noticia al general de las galeras? Este intrépido marino que iba con tanta valentía al fuego y al abordaje, ¿cómo recibiría ahora este golpe tan terrible? No había conocido nunca más que un solo amor, más que a una sola mujer que poseyera a sus ojos todas las perfecciones. Amaba a la señora de Gondi con la más viva, con la más constante ternura. Vicente, el pobre campesino de la Landas, había recibido del cielo y de la naturaleza el don supremo de calmar y de curar las heridas del corazón. Disimuló primero la causa de su visita, preparó despacio al general para la triste noticia, y no se la comunicó más que después de miramientos infinitos. Esta muerte rompía todos los lazos que ataban al sr de Gondi al mundo Vicente compartió su extrema aflicción, mezcló sus lágrimas con las suyas, le contó con todos sus detalles la santa muerte de su mujer, le suplicó que se inclinara dócilmente bajo la mano que le golpeaba, y el general acabó por aceptar este doloroso sacrificio. Vicente, por la orden de la señora de Gondi, le remitió el testamento que ella había hecho pocos días antes de su muerte. En testimonio de su gratitud, ella hacía a Vicente un legado, acompañado de estas líneas: “Suplico al sr Vicente, por el amor de Nuestro Señor Jesucristo y de su santa Madre, que no quiera nunca dejar la casa del señor general de las galeras ni, después de su muerte, a nuestros hijos. Suplico también al señor general que quiera retener en su casa al sr Vicente y ordenarle, después de él, a nuestros hijos, rogándoles que se acuerden y sigan sus santas instrucciones, conociendo bien, si así lo hacen, la utilidad que de ellas recibirá su alma y la bendición que les llegará a ellos y a toda la familia”. Para obedecer a las últimas voluntades de su mujer, el sr de Gondi conjuró a Vicente que no le abandonara tampoco a sus dos hijos. Pero la profunda herida que había recibido en el corazón era de las que no se pueden

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curar ni cicatrizar más que en la soledad del claustro. Después de poner en orden sus asuntos, en el transcurso de ese mismo año, y proveer a la educación de sus hijos, de los que el más joven, el futuro cardenal de Retz, fue colocado en los jesuitas, en el colegio de Clermont, él dimitió de su cargo de general de las galeras, en favor del mayor y entró en el Oratorio. Por su parte, Vicente se retiró al colegio de los Bons-Enfants, libre en adelante para entregarse por entero a las buenas obras que meditaba hacía tiempo su genio caritativo. Al separarse, los dos amigos, que debían guardarse hasta el fin, uno al otro, un inmutable afecto, se prometieron mutuamente ayuda y asistencia en todas las necesidades y pruebas de la vida, y uno y otro se cumplieron la palabra. En efecto, de lejos o de cerca, los Gondi no cesaron de extender su poderosa protección sobre Vicente y, por su lado, Vicente no dejó nunca da darles, siempre que encontró ocasión, las pruebas más sentidas de su gratitud. CAPÍTULO X -Nuevas misiones en las tierras de los Gondi. -Vicente de Paúl, Retz y Bossuet en San Lázaro. Un año después de la entrada de Vicente de Paúl en los Bons-Enfants, el arzobispo de París, Juan Francisco de Gondi, aprobó la obra de las Misiones; el 24 de abril de 1626, ratificó todas las cláusulas y condiciones del contrato que la fundaba, sin añadir más que una cláusula nieva, en virtud de la cual los sacerdotes de la Misión tendrían la obligación de no ir sino a los lugares que les asignaría el arzobispo, y darle cuentas a su regreso, “de canto habrían hecho en dichas misiones”. Al año siguiente, en mayo de 1627, el acta de fundación quedó revestida del sello de la autoridad real. A petición del P. de Gondi, Luis XIII concedió cartas patentes para la erección de la Misión. “No teniendo nada tan en consideración, dice en ellas el Rey, como las obras de tal piedad y caridad, y debidamente informado de los grandes frutos que estos eclesiásticos han logrado ya en todos los lugares donde han estado de misión, tanto en la diócesis de París como en otros lados, etc., aprobamos el acta de fundación, permitimos a los Misioneros formarse en congregación para vivir en común y entregarse, con el consentimiento de los prelados, a las obras de caridad, con la condición de que rogarán a Dios por nosotros y por nuestros sucesores, a la vez que por la paz y la tranquilidad de la Iglesia y del Estado”. Luis XIII les autoriza a recibir todos los legados, limosnas y otros dones que les puedan ser hechos, con el fin, dice él, “que... se dediquen con tanta mayor facilidad a la instrucción gratuita de nuestros pobres súbditos”. Finalmente, mediante una bula, con fecha del 16 de enero de 1632, Urbano VIII, aprobando todo lo que había sido hecho hasta entonces erigió en congregación a la compañía naciente con el nombre de Sacerdotes de la Misión, y aprobó la elección de Vicente como superior. El 7 de enero de ese mismo año, los religiosos de San Lázaro habían renunciado a este priorato y lo habían anexionado a perpetuidad a la Misión. El P. de Gondi, del Oratorio, garantizaba a estos religiosos una pensión anual de quinientas libras y, al día siguiente de la cesión de San Lázaro a Vicente y a sus discípulos, el arzobispo de París, J. F. de Gondi otorgaba el decreto de unión de este priorato a la nueva confraternidad. “Uno de los principales deberes de nuestro cargo, decía en esta acta, es recorrer y

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evangelizar los pueblos, a ejemplo de los santos Apóstoles y de los discípulos de nuestro Señor. Pero, no siendo capaces por nosotros mismos, nada nos puede ser más querido que escoger a hombres eminentes en doctrina y en piedad, inflamados del celo de la gloria de Dios y de la salud de las almas, a quienes confiemos este trabajo laborioso y casi abandonado de todos. Pues Dios, por su gran misericordia, ha suscitado en nuestros días en este reino de Francia, al maestro Vicente de Paúl y a sus discípulos, hombres verdaderamente apostólicos, muy amantes de la humildad cristiana quienes, por una inspiración toda divina, dejando a los habitantes de las ciudades, -donde ven a un gran número de sacerdotes, tanto seculares como regulares, aplicados al servicio de las almas,- recorren los diversos pueblos de nuestra diócesis y allí, buscan tan sólo los intereses de Jesucristo... exhortan a la confesión general, recomiendan la comunión frecuente, instruyen a los ignorantes, corrigen y destruyen las malas costumbres, establecen, con nuestra autorización, la cofradía de la caridad en todas las parroquias”. No hablaremos del desarrollo prodigioso que tuvo a partir de esta época la nueva obra: sería salirnos de nuestro plan; debemos limitarnos a decir en pocas líneas, y según la correspondencia de Vicente de Paúl, cuáles fueron sus diversas misiones por tierras de los Gondi. Vicente, como ya lo hemos visto, se había comprometido a hacer en ellas cada cinco años una visita con sus misioneros. Cumplió más de lo prometido, pues se ve por su correspondencia de 1630 a 1640, en la que se ve mezclado con frecuencia el nombre del P. de Gondi, que dio al menos seis o siete misiones en sus dominios. Había elegido como a uno de sus preciosos auxiliares a Luisa de Marillac, hija de Luis de Marillac, hermano del guardasellos y del mariscal de este nombre; desde 1625, estaba viuda de Antonio Le Gras, secretario de los mandos de María de Médicis. Joven aún, ella había renunciado al mundo para entregarse del todo a las buenas obras. Pierre Camus, obispo de Belley, su director, la puso en manos de Vicente, quien encontró en ella tan nobles y tan generosas disposiciones, que le confió la dirección de varias de sus obras caritativas. Ella fue, con él la fundadora de las Hermanas de Caridad. Él la envió a visitar las cofradías que él había establecido en los campos para el alivio de los obres enfermos. Él la colocó luego a la cabeza de una comunidad de jóvenes que había reunido en la parroquia de Saint-Nicolas du Chardonnet, para el mismo destino. La Señorita Le Gras tuvo la idea de emplearlas en el servicio de los enfermos del Hospital General, donde ellas hicieron el mayor bien. Al frente de ellas, ella se entregaba a los servicios más viles, consolaba a los enfermos, exhortaba a los moribundos a morir con sentimientos religiosos. Pronto esta obra de las Hermanas de Caridad, de quienes tendremos que hablar más adelante con más extensión, abrazó a los niños expósitos, a los galeotes, a los alienados y hasta a los apestados. Las hijas de Vicente y de la señorita Le Gras se extendieron pronto por todas las parroquias de París, los Inválidos, los Incurables, en las cárceles, en todas partes donde había desdichados que socorrer. La señorita Le Gras, con un celo, una actividad, una caridad sin igual, daba abasto a todo, y empleaba sus rentas bastante modestas en alquilar casas para los diversos establecimientos que fundaba con el concurso de Vicente de Paúl. En la correspondencia del santo, que acaban de publicar para su uso los RR. PP. Lazaristas, encontramos un gran número de cartas inéditas por él dirigidas a esta admirable mujer, al igual que a otras personas, cartas que tienen por objeto las buenas

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obras por fundar o extender en las tierras de la casa de Gondi. “Sr, R. P. de Gondi, escribe Vicente al párroco de Bergier, habiendo visto el gran bien que hace la señorita Le Gras, en Montmirail y en Villepreux, por la instrucción de las jóvenes, ha deseado procurar el mismo bien a las de vuestra parroquia, y ha rogado a esta buena señora que os vaya a ver para eso, lo que su caridad ha concedido... Pues bien, con el fin de que vuestro pueblo esté informado de la intención de monseñor el R. P. de Gondi, tendréis a bien, si os place, decírselo en la homilía y animarlos a que envíen a sus hijas a la residencia de dicha dama, en las horas que ella os proponga; ella es muy entendida también en el asunto de la caridad. Os suplico, Señor, que le mostréis a las mujeres de su confraternidad, etc”. El mismo día, Vicente decía en una carta con la dirección de la Señorita Le Gras: “...escribo al P. de Gondi que me parece que es bueno que vayáis a comenzar en el Mesnil, y a medida que la cosa vaya a más, avisaremos a otro lugar; y si no os dirijo otras, el de Bergier me parece el más conveniente, luego Loisy. El sr Ferrat, bailío de las tierras, que reside en Vertus, os llevará por todas partes. Escribiré a dicho sr Ferrat y al sr párroco del Mesnil; recibiréis las cartas el viernes por la mañana, en Montmirail...” Él le decía en otra carta: “El R. P. de Gondi me ha escrito declarando el afecto con que os esperaba; confío en que quedéis satisfecha...” Pero antes de que la señorita Le Gras pusiera mano a la obra, Vicente le daba el consejo de comunicar a Henri de Fleury, obispo de Châlons, el objeto de su misión en Montmirail, y de obedecerle en todo y para todo, sea que tuviera a bien hacer algunos cambios en sus instrucciones, sea que le negara su autorización de seguir adelante. “Si Mons de Châlons, le decía él, os ha enviado a buscar y se encuentre cerca, me parece que harías bien en ir a verlo y decirle, con toda sencillez, con buena fe, porqué el R. P. de Gondi os ha pedido que os molestéis en ir a Champaña y así lo hacéis . Ofreceos a recortar lo que él diga sobre vuestro proceder, y a dejarlo todo, si es de su agrado; ese es el espíritu de Dios. Yo no encuentro otra bendición. Mons. de Châlons es un santo personaje; debéis verlo como intérprete de la voluntad de Dios en el asunto que se presenta; que ve bien que cambiéis algo en vuestra manera de hacer, hacedlo exactamente, por favor; si ve bien que os volváis, hacedlo tranquila y alegremente, puesto que hacéis la voluntad de Dios. Que está lejos y os deja hacer, continuad, por favor, enseñando a las jóvenes; que se encuentran mujeres, bienvenidas sean, pero no mandéis que se diga en el púlpito que lo hagan por favor, sino tan sólo que podréis avisar a las Hermanas de Caridad (la cofradía de la Caridad) que os vean todas juntas. Honrad en este proceder la humildad del Hijo de Dios en el suyo...” Mientras la señorita Le Gras se dedicaba a estas obras piadosas, su tío el mariscal de Marillac estaba en prisión, a la espera de poner su cabeza en el cadalso, y su mujer acababa de morir de dolor. Veamos en qué términos anunciaba Vicente a la señorita Le Gras esta triste noticia y compartía sus penas: “La señora mariscala de Marillac se ha ido a recibir al cielo la recompensa de sus trabajos. “Venga pues, esto os enternecerá; pero qué! Habiéndolo querido así Nuestro Señor, hemos de adorar su providencia y trabajar por conformarnos, en todo, a su santo querer... El hijo de Dios lloró al Lázaro...Pero ¿qué tal os va? ¿Este aire sutil no os incomoda?... ¿Cuándo iréis a Champaña?...” El ejercicio de la caridad era para el santo, en las mayores aflicciones, el remedio más seguro, y era el que aconsejaba a su amiga. “Bueno, ¿dónde os encontráis ahora? le escribía pocos días después. ¿Qué hace Nuestro Señor de vos? Me han contado que han visto al P. de Gondi de camina a Champaña. Pienso que vos ya estáis

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ahí también”. La señorita Le Gras se hallaba en efecto en el Mesnil, cerca de Montmirail; pero como el nombre de Marillac no estaba en olor de santidad ante Richelieu, el tímido obispo de Châlons, que temía sin duda atraer el rayo sobre su cabeza, negó a la sobrina del mariscal la autorización de instruir a las jóvenes en su diócesis. Esta es la carta que dirigió Vicente a la santa mujer para consolarla: “He mostrado vuestra carta al P. de Gondi, la de Mons. de Châlons a vos, y la vuestra a él. Pues bien, después de todo lo pasado y bien considerado, y con mucho dolor por su parte, es del parecer que obedezcáis a Mons. de Châlons, ya que le parece que así lo quiere Dios, pues es una orden de quien es el intérprete de su voluntad en el lugar en que estáis. Entonces, siendo ésa la voluntad de Dios, venid, por favor; no dejaréis de recibir la recompensa que tendríais si hubieseis instruido a todas las jóvenes de ese barrio. ¡Oh! qué feliz sois en pareceros al Hijo de Dios, por haberos visto obligada como él a retiraros de una provincia en la que, gracias a Dios, no hacíais ningún mal! El R. P. de Gondi os agradecerá aquí por la pena que habéis recibido, y os testimoniará el sentimiento que él tiene; y yo, os ruego que no os pongáis a pensar que esto ha sucedido por vuestra culpa. No, no es eso, sino una pura disposición de Dios para su mayor gloria y para el mayor bien de vuestra alma. Lo que más destacó en la vida de san Luis es l tranquilidad con la que regresó de Tierra santa, sin haber llegado a cumplir sus planes; y quizás no tengáis nunca ocasión en la que podáis dar más a Dios que en ésta. Usad de ella según la medida de la gracia que Nuestro Señor ha hecho aparecer siempre en vos...” Algunos años después, el sr de Châlons levantó su prohibición respecto de la señorita Le Gras; esto es lo que nos dice una carta de Vicente: “Señorita, el R. P. de Gondi me encarga que vaya a buscarla a Montmirail en diligencia; esto me impedirá tal vez tener el honor de verla, porque yo partiré mañana por la mañana. ¿Os ha dicho vuestro corazón que vengáis, señorita? Si así es, convendría que salierais el miércoles próximo por la diligencia de Châlons en Champaña, que se aloja en el Cardenal, en frente de Saint-Nicolas de los Campos, y así tendremos el placer de veros en Montmirail”. En 1633, Vicente anunciaba al lugarteniente de Ganes, en Picardía, el envío de seis misioneros que debían predicar en las tierras del sr de Gondi, y le pedía ayuda para ellos, en esta carta, no sin gran emoción, Vicente traía el recuerdo de la sra. de Gondi: “Señor, este es el tiempo en que estamos obligados a ir a trabajar en vuestras tierras de Picardía: el R. P. de Gondi ha visto bien que lo hayamos diferido hasta el presente. Son pues seis eclesiásticos de nuestra pequeña compañía que se van a trabajar; se los recomiendo y os suplico que les deis dinero si lo necesitan, y yo os lo devolveré y se lo entregaré a quien vos me encarguéis. Yo regresé anteayer por la noche de Villepreux adonde había ido a ver a la señora generala (de las galeras, mujer de Pierre, duque de Retz, hermano del cardenal de Retz), que es una de las más perfectas que he visto a su edad. Espero que siga los ejemplos de nuestra buena señora difunta (señora de Gondi, muerta en 1625). Me han asegurado que el sr duque de Chaulmes (hermano del condestable de Luynes y gobernador de Picardía) ha prometido al sr general que se mantenga firme para que sus tierras estén exentas de la gente de armas; la nueva calidad que va a tener el duque de Retz no será impedimento...” Un sacerdote de la Misión, sr de la Salle, hallándose en Mesnil, en champaña, había creído tener que rechazar una liberalidad del sr de Gondi. Vicente le quitó los escrúpulos, dándole al mismo tiempo instrucciones a propósito de las limosnas que los misioneros podían o no podían recibir en el ejercicio de sus trabajos. “Señor, no hay

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dificultad alguna en recibir la caridad de Mons. el R. P. de Gondi. Si ya lo habéis rechazado, id a excusaros al sr Ferrat. Es nuestro fundador; no tenemos el derecho de negarnos a lo que él nos da por amor de Dios, ni tampoco de cualquier otra cosa que no sea del lugar en que se diera la misión. San Pablo lo hacía así, y no tomaba nunca en el lugar en que trabajaba; pero tomaba de las otras Iglesias para trabajar en las nuevas, cuando la obra de sus manos no era suficiente”. Podríamos citar todavía muchas más cartas que tratan de las misiones de los sacerdotes de Vicente de Paúl en las tierras de Gondi. Pero las que hemos reproducido serán suficientes para indicar con que celo y diligencia se esforzaba en testimoniar su gratitud a sus bienhechores. Con todo hay una que no podemos omitir y que se refiere a una fundación muy útil hecha a San Lázaro a petición de su superior, por el arzobispo de París, Juan Francisco de Gondi. Queremos hablar de los retiros instituidos en San Lázaro para los sacerdotes que se preparaban a los diversos grados de las órdenes. “Señor, escribía Vicente, en 1632, a una persona anónima, Mons. el arzobispo de París, conforme a la práctica antigua en la Iglesia, por la que los obispos hacían instruir en sus casas durante varios días, a los que deseaban ser promovidos a las órdenes, ha ordenado que en adelante aquellos de su diócesis que tengan este deseo se retirarán, diez días antes de cada orden, en casa de los sacerdotes de la Misión, para hacer allí un retiro espiritual, ejercitarse en la meditación tan necesaria a los eclesiásticos, hacer una confesión general de toda su vida pasada, y hacer una repetición de la teología moral, y particularmente de la que se refiere al uso de los sacramentos; aprender a hacer bien las ceremonias de todas las funciones de las órdenes, y por fin instruirse en todas las demás cosas necesarias a los eclesiásticos. Están alojados y alimentados durante todo ese tiempo, y de ello resulta tal fruto por la gracia de Dios, que se ha visto que todos los que hacen estos ejercicios llevan luego una vida verdaderamente eclesiástica, e incluso la mayor parte de ellos se entregan de una manera muy particular a las obras de piedad, cosa que comienza a manifestarse al público”. Todo cuanto hubo de más eminente y más ilustre en el clero de Francia, durante cantidad de años, pasó por este piadoso santuario, y se hizo tuvo por gloria ser admitido al sacerdocio bajo los auspicios de su venerable superior. Allí fue donde Armand de Rancé, súbitamente convertido, como Pablo en el camino de Damasco, llegó, en 1648, buscando un refugio contra las amargas decepciones del mundo, antes de recibir las órdenes menores; allí donde al mayor orador sagrado de los tiempos modernos, donde llegó Bossuet a prepararse al sacerdocio bajo la dirección de Vicente, cuya sagacidad no se equivocó, anunciando sus altos destinos. Sería imposible decir lo que los ordenandos, en esta casa de San Lázaro, encontraban de bondad, de entrega, de solicitud en acogerlos, en servirlos, en salir al paso de todas sus necesidades. “A tantos sabios bachilleres que nos llegan o de Sorbona o de Navarra, nosotros no podríamos enseñarles nada, decía Vicente en un exceso de humildad; no pudiendo pues encontrase aquí con la ciencia, que encuentren al menos la virtud “. Allí la encontraban, y en el más alto grado que se haya encontrado nunca entre los hombres, y también la ciencia, dijera lo que dijera su modestia. Él tenía cuidado, efectivamente, de llamar, al aproximarse las ordenaciones, a San Lázaro a los sacerdotes más doctos, a los más piadosos, quienes “prodigaban a los ordenandos los inagotables tesoros de su fe, de su caridad, de su saber, de su experiencia”. Y estas instrucciones, ¿qué eran, junto a las charlas sólidas, afectuosas de Vicente, de sus patéticas alocuciones, de las que sus

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fieles discípulos han recogido, sin saberlo él, tan preciosos fragmentos, que nos conmueven todavía y nos enternecen sin que podamos evitarlo? Pensemos por ahí en el efecto que debía producir en los contemporáneos su palabra sencilla, ingenua, despojada de todo artificio, esta irresistible elocuencia del corazón, que hablaba únicamente al corazón. Bossuet, en el declinar de los años, recordaba todavía con emoción, con respeto, al venerable superior de San Lázaro y la influencia profunda que había ejercido en su carrera apostólica. Así pensaba de la elocuencia de Vicente quien fue la elocuencia misma: “Hemos tenido la suerte, -escribía a Clemente XI en el momento en que se preparaba la canonización,- de conocer a Vicente de Paúl desde nuestros más tiernos años. Sus piadosas charlas y sus sabios consejos no han contribuido poco a inspirarnos gusto por la verdadera y sólida piedad, y amor por la disciplina eclesiástica. En esta edad avanzada en que nos encontramos no podemos traer a la memoria el recuerdo sin un extremo gozo. Elevado al sacerdocio, tuvimos la gracia de ser asociado a esta compañía de virtuosos eclesiásticos que se reunían todas las semanas para conferenciar juntos de las cosas de Dios. Vicente era el autor de estas santas asambleas, y también el alma. Nunca hablaba en ellas que cada uno de nosotros no le escuchara con una insaciable avidez, y no sintiera en su corazón que Vicente era uno de esos hombres de quienes dijo el Apóstol: ‘Si alguno habla, que parezca que Dios habla por su boca...’ Nos ha sido dado gozar de él a nuestra satisfacción en el Señor, estudiar de cerca sus virtudes, sobre todo aquella caridad sincera y verdaderamente apostólica, aquella gravedad, aquella prudencia unida a una admirable sencillez, aquel celo ardiente por la recuperación de la disciplina eclesiástica y por la salvación de las almas, aquella fuerza y constancia invencible con la que se elevaba contra todo cuanto podía corromper, o la pureza de la fe, o la inocencia de las costumbres”. Fue también en San Lázaro donde Juan Francisco Pablo de Gondi, el célebre cardenal de Retz, vino a prepararse a la ordenación. ¡Pero qué contraste entre él y Bossuet! ¡qué profunda diferencia en su modo de comprender y de practicar las enseñanzas de tal maestro! ¡qué abismo entre estas dos almas bajo el punto de vista moral y religioso! Pero antes de entrar con Pablo de Gondi en este santo retiro, del que tan mal uso hizo, hablemos un poco, según nuevos documentos, de sus primeros pasos en la carrera eclesiástica. Desde la edad de catorce años y algunos meses, había sido recibido canónigo de Nuestra Señora de París, en el capítulo celebrado el 31 de diciembre de 1627. Ya desde años atrás, como consecuencia de la muerte trágica de su joven hermano, el marqués de las Islas d’Or, a quien se había destinado, como hemos visto a la sede de París, Juan Francisco Pablo había debido sucederle en esta carrera, y su padre, como ya lo hemos visto, había obtenido para él las abadías de Buzay y de Quimperlé, que habían pertenecido a su hermano difunto. Estas dos abadías valían unas dieciocho mil libras de renta. La de Buzay estaba situada cerca de Machecoul, en el país de Retz, perteneciente a la familia de Gondi, y formaba parte de la diócesis de Nantes. A partir de este momento, se dio al joven Retz el nombre de abate de Buzay, que conservó, al menos oficialmente en las actas públicas, hasta el día en que fue nombrado coadjutor de París. En el mundo, había tomado el nombre de abate de Retz. La historia de su entrada definitiva e irrevocable en la vida eclesiástica para que no digamos algunas palabras sobre ella. Hasta la edad de cerca de treinta años, el abata de Retz,a las espera de poder hallar alguna buena ocasión o algún honrado pretexto

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verse libre de esta profesión, para la cual sentía una invencible repugnancia, había evitado muy cuidadosamente entrar ni siquiera en las órdenes menores; hasta la víspera de ser nombrado coadjutor, a principios de 1643, no era subdiácono, como lo prueban los registros del capítulo de Nuestra Señora. Allí se ve, en efecto, que no se le designa más que como simple clérigo, y habrá que convenir, situándonos bajo este nuevo punto de vista, que sus duelos y sus aventuras galantes en esta época pierden singularmente alcance en lo escandaloso. Él mismo lo ha confesado que no había buscado todo ese ruido más que para cerrarse la carrera eclesiástica, y apartar a su padre de la inflexible resolución que había tomado de hacerle entraren ella. Había esperado también, a propósito de alguna revolución política ocasionada por el asesinato de Richelieu, poder desembarazarse de su sotana y volver al mundo. En esta visión y en esta esperanza había formado parte, así como su hermano el duque de Retz, de la conspiración constituida por el conde de Soissons contra la vida del cardenal, y en la que él mismo se había visto envuelto, como él mismo lo declara, a golpearle con su mano al pie del altar. Retz, en sus Memorias, entró en los detalles más circunstanciales sobre su participación en el complot, y a pesar de que su relato haya parecido sospechoso de varias críticas, una carta de Mazarino a la Reina no permite apenas poner en duda su complicidad. “La muerte del sr conde (de Soissons), dice Retz en sus Memorias, me fijó en mi profesión, porque creí que no había ya nada de importancia que hacer, y porque me creía demasiado mayor para salir del paso por algo que no fuera importante. Además, la salud del sr cardenal se debilitaba, y el arzobispado de París comenzaba a halagar mi ambición. Me resolví pues, ya no sólo a seguir, sino también a fijar mi profesión. Todo me llevaba allí...” Aquí Retz, con un dejad hacer sorprendente, nos refiere dos contrariedades que tuvo que aguantar en sus aventuras galantes, y que le confirmaron cada vez más en su resolución de entrar definitivamente en la carrera eclesiástica. “La verdad es, añade él, que me he vuelto más normalizado, al menos en apariencia. Viví muy retirado, no dejé nada problemático para la elección de mi profesión; estudié mucho, me acostumbré cuidadosamente con todo cuanto había de gente de ciencia y de piedad; hice casi de mi residencia una academia; comencé a tratar, sin afectación, a los canónigos y a los párrocos, que me parecía muy natural con mi tío. No me hacía el devoto, porque no podía asegurar que pudiese durar fingiendo; pero estimaba mucho a los devotos; y para ellos, es uno de los mayores puntos de la piedad. Acomodé incluso mis placeres con el resto de mi práctica. Por fin mi conducta me resultó hasta el unto que de verdad estuve muy a la moda entre la gente de mi profesión, y que los devotos mismos decían, después del sr Vicente, quien me había aplicado estas palabras del Evangelio: que yo no tenía suficiente piedad, y que no que no andaba lejos del reino de Dios”. Richelieu, que sabía bien a qué atenerse con el carácter faccioso del joven abate quien, al leer el manuscrito de su Conjuration de Fiesque, había exclamado: ¡“Este es un espíritu peligroso!”. Richelieu, que podía haber aprendido bien de la boca de Gastón, como Mazarino lo aprendió más tarde de este príncipe, que Pedro de Gondi, duque de Retz, hermano mayor del abate, se había implicado en el complot urdido contra su vida por el conde de Soissons, y que hasta tal vez no ignoraba que Juan Francisco Pablo era su cómplice, se había negado siempre a nombrar a éste coadjutor de París. Pero tras la muerte del terrible ministro y la del Rey, todo cambió de aspecto para el joven abate. El P. de Gondi, que había entrado en favor ante la Reina, dejó un día su retiro

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del Oratorio, y seguido de su hermana, la marquesa de Maignelais, se fue a la residencia de esta princesa, y obtuvo de ella sin mucho trabajo la coadjutoría para su hijo. El abate de Retz recibió sus bulas la víspera de Todos los Santos, y al día siguiente, en Saint-Germain en Grève, ascendió a la sede para comenzar las predicaciones sobre el Adviento. Una vez nombrado coadjutor de París, con designación al arzobispado cuando entrara en vacante, Retz no titubeó en entrar en el sacerdocio, y veamos de qué abominable manera, y por propia confesión, se preparó a él con su antiguo y venerable fundador, Vicente de Paúl. “Como estaba obligado, dice, a recibir las Órdenes, hice un retiro en San Lázaro, en el que mantuve exteriormente todas las apariencias ordinarias. La ocupación de mi interior fue una reflexión grande y profunda sobre la manera que debía adoptar como conducta. Era muy difícil. Encontraba el arzobispado de París degradado, con respecto al mundo, por las bajezas de mi tío, y desolado, con respecto a Dios, por si negligencia y por su incapacidad. Preveía oposiciones infinitas a su recuperación; y yo no estaba tan obcecado, como para que no conociese que la mayor y la más insuperable estaba en mí mismo. No ignoraba qué necesaria es la regla de las costumbres a un obispo... y sentía al mismo tiempo que no era capaz, y que todos los obstáculos de conciencia y de gloria que yo opondría al desorden no serían más que diques carentes de seguridad.. tomé, después de seis días de reflexión, el partido de hacer el mal por decreto, lo que es sin comparación lo más criminal, delante de Dios, pero que es sin duda lo más sabio delante del mundo: y porque, haciéndolo así, se ponen siempre en ello condiciones previas, que lo cubren en parte; y porque con ello se evita, por este medio, el ridículo más peligroso que se pueda encontrar en nuestra profesión, que es el de mezclar a destiempo el pecado con la devoción. Esta es la santa disposición con la que salí de San Lázaro. No fue sin embargo mala del todo; ya que tomé una resolución forma de cumplir exactamente todos los deberes de mi profesión, y de ser tan hombre de bien para la salvación de los demás como podría ser malo para mí mismo”. A primera vista, se queda uno boquiabierto por el cinismo de tales confesiones, por esta ausencia tan completa de sentido moral, por este prejuicio de hipocresía y de maldad negra, y sin quererlo se recuerdan las palabras de Satán en el Paraíso perdido: Hacer el mal será nuestro placer! Por parte de un sacerdote, que hubiera entrado por propia voluntad y sin la menor coacción en la vida sacerdotal, tan abominables resoluciones serían con toda seguridad inexcusables y no podrían condenarse con demasiada severidad; pero lo que atenúa singularmente su enormidad es, no lo olvidemos, que Retz había sido víctima de una vocación forzada, que había llegado a ser sacerdote bien a pesar suyo, y que el esmero que puso en ocultar sus desórdenes era en definitiva un último homenaje que él rendía a la virtud. El hábil demonio jugó primero tan bien su papel, que todo el mundo quedó como hechizado, incluidos los Señores de Port-Royal. ¡Noble y confiado por demás Vicente de Paúl! Él también cayó en el hechizo como los demás de los aires devotos del abate de Buzay. Éste es un fragmento de una carta inédita que escribía al P. de Gondi sobre este último retiro del abate y sobre su primera misa: “...el recluido está atormentado de un mal de muelas; pero no tiene nada que temer, a Dios gracias. El sr. Salomon está en esta ciudad; se dice que le han hecho venir para acompañar al sr de Buzet el cual ha celebrado la santa misa el día de Pascua, con gran devoción... me propongo ir a verlo a

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usted, con ayuda de Dios. No puedo expresarle, Monseñor, cuánto se me retrasa esta bendita ocasión, etc.”. CAPÍTULO XI -El P. de Gondi en el Oratorio. -Carta inédita del cardenal Spada. -Fundaciones hechas en el Oratorio por el P. de Gondi y la Sra. de Maignelais. -El P. de Gondi y los Carmelitas. -El P. de Gondi, Vicente de Paúl y los Jansenistas. -El cardenal de Richelieu y los Gondi. -La Sra. de Fargis- -Carta inédita del Cardenal de Bérulle. Hemos dicho anteriormente cómo el general de las galeras, aconsejado por Vicente de Paúl del golpe irreparable que acababa de sucederle en la persona de su esposa, había tomado la resolución de consagrarse a Dios. “Su amor, dice el abate Houssaye en una página elocuente, era de los que no se juran dos veces. Darse a Jesucristo era mostrarse doblemente fiel a la compañera cuya muerte lloraba. Las palabras proféticas de la Madre Margarita del Santísimo Sacramento le volvieron a la memoria, y no pensó ya más que en realizarlas... Vino a presentarse al P. de Berulle, para obtener de él la gracia de entrar en el Oratorio. El prudente superior temiendo que una resolución tan grave, tomada bajo el golpe de un violento dolor, no hubiera sido suficientemente madurada, no se apresuró a abrir al sr de Gondi las puertas de la congregación. Le puso a prueba seria y largamente; pero al fin, habiendo reconocido por su sumisión y perseverancia que su vocación venía de Dios, le recibió, pero no sin advertirle “que Jesucristo le haría participar de su cruz y que tendría que superar grandes persecuciones antes de participar de su gloria”. El 6 de abril de 1627, el sr de Gondi tomó la sotana. Este suceso produjo mucho ruido en el mundo. El cardenal Bentivoglio, quien fue informado algunas semanas antes de la irrevocable resolución del sr de Gondi, escribió al punto al R. P. de Bérulle, superior del Oratorio: “Me regocijo con vos por la adquisición que acabáis de hacer en la persona del general de las galeras. Esto puede ser un gran triunfo para la congregación”. A la muerte del cardenal de Bérulle, ocurrida el 2 de octubre de 1629, si se había de creer el testimonio de uno de sus historiógrafos del Oratorio, se trató de darle al P. de Gondi por sucesor. Pero es pura suposición, pues el P. Batterel, quien tenía en sus manos los procesos verbales de esta elección, que en ellos no se hacía mención alguna del sr de Gondi. Lo que es más cierto es que Roma pensó bien seriamente hacer caer sobre su cabeza el capelo del sr de Bérulle. Se encuentra la prueba de ello en una carta inédita del cardenal Spada, todopoderoso a la sazón en la curia de Roma, carta escrita por él, el 11 de noviembre de 1629, al P. Bertin, del Oratorio: “En siento obligado a deciros, le comunicaba él, que desearía que se aplicara entre ustedes a cultivar la persona del P. de Gondi y a hacerla valer, pero sin afectación, en toda ocasión que se presente. Yo no dejaré, por mi parte, de que se tenga en cuenta ante el sr cardenal Barberin que se trata de una persona que elevar en algún tiempo a la dignidad que poseía el sr cardenal de Bérulle; y que ello sirva de aviso a Vuestra Reverencia para

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decirme, en este asunto, todo cuanto juzgue útil hacerme saber para que así sea”. Pero la distancia que tenía el cardenal de Richelieu con esta familia italiana que le hacía sombra, y más todavía la del P. de Gondi, por todos los honores, hicieron abortar este proyecto. En su nuevo retiro de Saint-Magloire, donde se había hecho construir un pequeño pabellón que llevaba todavía su nombre el siglo pasado, el sr de Gondi no aspiraba más que a ocultarse y vivir desconocido en la oscuridad más profunda. No podía aguantar que le hablaran de la alta posición que había ocupado en otro tiempo, ni de las dignidades que poseían todavía varios miembros de su familia. Indiferente a las noticias como a las máximas del mundo, viviendo en el más perfecto desprecio de los honores, huyendo de toda distinción, el primero en humillarse, no había en encontrado sosiego a su dolor más que en la oración y en las austeridades de la vida religiosa. “Caritativo con el prójimo, severo consigo mismo, era fiel a los menores usos, con una atención de novicio, ayunando rigurosamente dos o tres veces a la semana, llevando con frecuencia el cilicio y la camisa, ejercitando todos los días alguna mortificación en su cuerpo, en resumen llevando una vida que tenía más de cielo que de la tierra”. “Decía la misa con un recogimiento, una aire de piedad y de religión que embelesaban a todos los asistentes, y hacían que se sintiera cierto encanto en oír la suya,. Una de sus prácticas era que le sirviera un pobre que le escogían sus criados, y darle después, de regreso a la sacristía, una fuerte limosna”. ¿Quién no reconocería en este amor hacia los pobres la influencia de Vicente de Paúl? A pesar de todas estas austeridades, el ilustre penitente, lejos de adoptar un aire triste y amargado, había conservado toda su alegría y su amenidad de hombre de mundo. “Tenía el aire de un hombre de calidad, dice Cloiseault, y su contorno tenía algo de altivo y guerrero; pero cuando se le hablaba, se encontraba a un hombre lleno de humildad, de mansedumbre, de piedad y de caridad”. El Oratorio no tuvo que resentirse en su indigencia por mucho tiempo de las liberalidades del P. de Gondi y las de su hermana la sra de Maignelais. La marquesa, que durante su vida había dado a los pobres y a diversas fundaciones religiosas cuatrocientos mil escudos, es decir un millón doscientos mil francos, les legó más tarde, mediante testamento, una suma de cuatrocientas mil libras. Su hermano, cuyos consejos seguía dócilmente, tuvo una parte muy grande en estas prodigiosas larguezas. Apenas hubo entrado en Saint-Magloire, cuando prometió a los Oratorianos, por acta no legalizada, una suma de sesenta y cuatro mil libras para fundar una casa de institución, convertida en necesaria para el Oratorio. La renta d esta suma que, al tanto por ciento del interés de entonces, era de cuatro mil libras, fue destinada al mantenimiento de doce cohermanos y de un director. Decía él en esta acta que, “tocado de la gracia que Dios le había hecho de entrar en el Oratorio, y considerando que su hermano del cardenal de Retz, y su hermana, la marquesa de Maignelais, habían contribuido los que más a su fundación, uno por su crédito, y la otra con sus bienes, siendo la principal y primera fundadora, creía deber por su parte disponer de una parte de su fortuna al progreso y al incremento de esta congregación”. Veinte años después, la marquesa de Maignelais, quien había firmado esta donación de su hermano, remitió a los Oratorianos sesenta y seis mil libras, cifra que sobrepasaba la suma prometida. El P. de Gondi, en compañía de la marquesa su hermana, visitaba con frecuencia a sus vecinas las Carmelitas del arrabal Saint-Jacques, y sobre todo a la Madre Margarita del

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Santísimo Sacramento, que le había predicho su entrada en el Oratorio. Era una persona de nacimiento y de gran mérito, a quien los contemporáneos atribuían el don de profecía. Cual otra Débora había predicho al sr de Bérulle la toma de la Rochelle, en el momento mismo en que las extremas dificultades de la empresa parecían hacer imposible su éxito. El sr de Gondi tenía hacia ella la más tierna veneración. Antes de dejar el mundo, había mantenido con ella una correspondencia en la que ella no cesaba de exhortarle a convertirse. Cuando hubo entrado en el Oratorio, se renovó la correspondencia, y en medio de las crueles pruebas que tuvo que atravesar bajo Richelieu y Mazarino, como diremos enseguida, los sabios consejos y los consuelos que le dio le fueron de un alivio poderoso. La muerte de la santa Carmelita le causó una profunda pena. Ésta es la carta que escribió a la Reverenda Madre Luisa de la Trinidad, priora del convento de las Carmelitas, en respuesta a una carta en que ella le pedía detalles circunstanciales sobre ciertos actos sobrenaturales de la difunta, sobre las cualidades milagrosas de las que la creía dotada: “Dios sabe, decía el sr de Gondi a la priora, con qué dolor he sabido la mala noticia, que me confirmáis, de la mejor y más querida amiga que yo tuviera en la tierra. Y, si bien yo la creo poderosa en el cielo, no podría pensar en ella sin llorar, aunque quiera por otra parte conformarme a todo que sea del agrado de Dios. Es lo que os diré ahora, dándome tiempo para pensar mejor en lo que deseéis de mí sobre este asunto, lo que es bastante difícil, habiéndose esforzado tanto esta gran servidora de Dios en ocultar sus virtudes y sus gracias extraordinarias con acciones que podían velar la santidad, y particularmente de mí de quien se creía ser observada. No puedo creer que Dios no manifiesta ni exalte ahora su incomparable humildad, y que por sus oraciones no tengáis aumento de gracias y bendiciones en vuestra casa, etc”. El sr de Gondi, antes incluso de entrar en religión, y cuando vivía aún en la mayor despreocupación por las cosas del cielo, estaba tan profundamente convencido de la santidad de la Hermana Margarita, que un día hallándose en peligro durante una tempestad, él la invocó para que viniera en su auxilio. Escapándose de la muerte, como si fuera un milagro, el intrépido marino decía en voz alta que no dudaba de haber sido salvado por su intercesión. La priora insistió para que el sr de Gondi le diera algunas informaciones más precisas sobre este don de los milagros que atribuía a la Hermana Margarita. No atreviéndose a tomar sobre sí el satisfacerla, al menos por escrito, le dirigió la carta siguiente: “Yo no puedo olvidar el pequeño convento de las Carmelitas, y teniendo prendas demasiado preciosas para no recordarlo con toda devoción, el afecto y la obligación que debo. Procuraré siempre dar señales de ello por mis servicios muy humildes, cuando se me presenten las ocasiones. Os suplico que lo creáis y asegurar de mi parte a vuestra santa comunidad, a la que desearía volver a ver una vez más antes de morir para consolarnos todos a la vez por vernos privados de esta bienaventurada Madre, a quien siempre he honrado en la tierra y a quien ahora reverencio en el cielo con más razón de lo que pueda escribir; cosa que podría explicaros mejor de palabra, aunque ella haya tenido siempre cuidado, con una humildad sin igual, a mi parecer, de apartarme de todo lo deslumbrante. Por lo tanto, ahora habrá que esperar con paciencia que Dios tenga a bien manifestar más de lo que pueden decir los hombres. Las personas que han conocido mejor, que eran la Sra. abadesa de Jouarre y mi hermana de Maugnelais están ahora en el cielo con ella, testigos de su gloria, que pienso es muy eminente. Habiéndose consumado su extrema caridad, yo acudo a ella

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para pedirle su ayuda en todas mis necesidades, en las que tan gran parte tenía ella mientras estaba en este mundo. Os suplico que unáis vuestras oraciones y me creáis, etc”. Estas dos cartas, tan interesantes como características, nis muestran, mejor de lo que se podría decir, hasta qué punto podía llegar la piedad del sr de Gondi, y cómo se abría su alma a estas verdades en lo sobrenatural en las que el alma de su hijo, el cardenal de Retz estaba tan completamente cerrada. Hacía diez años que el sr de Gondi había perdido a su hermana, la marquesa de Maignelais. Cuatro años antes de su muerte, la santa mujer, ya ciega de improviso, lejos de afligirse por esta desgracia sin igual, le había servido de gozo y había dicho a los suyos sonriendo y que tendría menos distracciones en sus rezos. El único pesar de que había hablado era no poder ir ya a visitar a domicilio a sus pobres vergonzantes. Y es que no se entregaban a Dios a medias tales almas. El P. Batterel, en sus Memorias inéditas nos ofrece muy curiosos detalles, desconocidos para la mayor parte, sobre las relaciones del antiguo general de las galeras con los jansenistas. “El P. de Gondi, nos dice, hacía abiertamente profesión de ser un partidario celoso de los discípulos y de la doctrina de San Agustín, sin salir con todo de los términos de su estado. Su tierno apego y su prevención por lo que venía de su hijo, el coadjutor de París, uno de los grandes arbotantes del partido, y que se había puesto de algún modo al frente de ellos, podían muy bien haber contribuido a ello hasta cierto punto. De esta forma, sin cesar de ser amigo del sr Vicente, fue siempre afecto al sr abate de Saint-Cyran, y fue uno de los que soportaron con más impaciencia su detención en Vincennes”. “Instruido como estaba de su piedad y de su mérito, dice Lancelot en la Vida de este abate, tanto por sí mismo como por la estima que de él había visto hacer siempre al cardenal de Bérulle, él dijo en voz alta a todos los que le hablaron de su prisión, que no le reconocería por criminal hasta que le hubiera visto condenar por un concilio general, y aún y todo querría estar bien seguro de que este concilio hubiera sido libre”. Las Memorias del P. Batterel encierran sobre esta misma cuestión algunas particularidades interesantes cuya sustancia nos proponemos dar. Cuando en 1650, el sr Singlin, el severo director de las hijas de Port-Royal, predicó en ese monasterio el panegírico de san Agustín, su discurso como lo hemos dicho anteriormente, fue denunciado al arzobispo Juan Francisco de Gondi quien, sobre el informe que se le hizo, prohibió al predicador. El P. de Gondi, a quien se fue el sr Singglin a abrirle su corazón, sorprendido y apenado por la decisión un tanto precipitada de su hermano el arzobispo, aconsejó al sr Singlin escribir al prelado, que se hallaba por entonces en su abadía de Saint-Aubin, cerca de Angers, declarándole que él, “el P. de Gondi, que había estado entre sus oyentes, estaba pronto a rendir un buen testimonio de la sana doctrina y de las excelentes instrucciones que había escuchado”. Algunos meses después, el sr Singlin estaba repuesto en su dirección del monasterio. En una asamblea de los sacerdotes del Oratorio, celebrada en las Vertus, en 1651, se había extendido la noticia de que el P. Bourgoing, general de la Orden, para extirpar de su comunidad los primeros gérmenes del jansenismo, que comenzaban a nacer allí, había resuelto hacer prevalecer únicamente las doctrinas de santo Tomás sobre la gracia, con la exclusión de las de san Agustín. El sr de Gondi, que se hallaba entonces en una de sus tierras de los alrededores de París, avisado por algunos de sus cohermanos, partidarios de Jansenius, se dirigió a toda prisa a las Vertus, y habló con

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altura contra este proyecto. “Se le hizo observar, dice el P. Batterel, que se tenían demasiado serias obligaciones para con él y con su casa para no querer hacer nada que pudiera desagradarle. Se mantuvo la palabra, y no se determinó nada sobre este artículo de la doctrina. Pero como su carácter de espíritu prudente y moderado tenía un igual distanciamiento” para las medidas extremas y los actos de violencia, se opuso resueltamente “a algunas mentes revoltosas, que no hablaban de nada menos que de deponer al P. Bourgoing en esta asamblea”, y no les dejó seguir adelante. Este es el lugar de hablar de las relaciones de Vicente de Paúl con el abate de Saint-Cyran, que fue el primer apóstol del jansenismo en Francia, y de decir qué opinión se había formado del hombre y de su doctrina. Fue a través del sr de Bérulle por quien había tenido a acceso Vicente al austero y piadoso abate, y lo que está fuera de duda es que profesaba hacia su persona y su moral severa el mismo respeto que le tenían Francisco de Sales y la señora de Chantal. En cuanto a las ideas sombrías y terribles que se había formado Saint-Cyran del dogma cristiano, Vicente, lejos de compartirlas, se le mostró constantemente hostil. Sólo sentía simpatía por el moralista, por el solitario interior, pero repulsión por sus doctrinas sobre el dogma, tan estrechas como lo era su moral. Y hasta sobre el modo de practicar la moral y la vida cristiana, reinaban entre estas dos grandes almas profundas disidencias. Vicente, hombre de una caridad totalmente práctica y continuamente activa, expuso varias veces a Saint-Cyran la pena que experimentaba al verle vivir así solitario e inútil para los demás. A lo que Saint-Cyran le respondió, resumiendo en dos palabras su manera tan diferente de interpretar el cristianismo: “Que no le parecía que servir a Dios en secreto y adorar su verdad y su bondad en el silencio fuera llevar una vida inútil”. Vicente, siempre inflexible sobre el capítulo del dogma, estaba lleno de dulzura y de mansedumbre también para aquellos que no compartían sus opiniones; y, a propósito de los protestantes como de los jansenistas, no cesaba de declarar que las vías de rigor, para recuperarlos, eran tan deplorables como inútiles. Desde el momento en que Richelieu mandó encerrar en Vincennes a Saint-Cyran, como a un heresiarca peligroso, Vicente de Paúl se mostró diligente yendo a visitar al sr de Barcos, su sobrino, para testimoniarle todo el dolor que sentía. “No deis lugar a la cólera, le decía, y esperad humildemente la ayuda de Dios”. Vicente fue interrogado por el sr Laubardemont, por orden del implacable cardenal, sobre las opiniones religiosas de Saint-Cyran. Atenuando cuanto pudo todo lo que hubiera podido serle reprochado bajo el punto de vista del dogma, hizo valer todo cuanto había en él de méritos y de virtudes. Richelieu quiso interrogar en persona a Vicente de Paúl, y éste le dijo lo mismo que a Laubardemont. El cardenal lo dejó muy descontento, rascándose la oreja; y, durante varios años, dejó inacabada la construcción que había comenzado a mandar hacer en Richelieu para los sacerdotes de la Misión.y no es que Vicente mostrara debilidad por las doctrinas religiosas del prisionero. Lejos de eso, creyó deber, antes de ser detenido, dirigirle varios avisos muy firmes sobre este punto, lo que se ve, por varias respuestas acerbas de Saint-Cyran que ésta había llevado muy a mal sus consejos, lo que había supuesto cierta frialdad entre ellos. Cuando Saint-Cyran estuvo a punto de sufrir su primer interrogatorio, Vicente le hizo llegar el sabio y prudente consejo “de no contentarse con responder de viva voz y con dejar dictar sus respuestas por el comisario, sino dictarlas él mismo por temor de que se cambiaran sus términos y se oscureciera lo que podía servir para su justificación”. Cuando, tras la muerte de Richelieu, Luis XIII hubo aportado alguna suavidad a la rigurosa detención de Saint-

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Cyran, a la espera de que se le devolviera a la libertad, se permitió a Vicente de Paúl ir a visitarle a Vincennes y llevarle algún consuelo, no tuvo menos prisas en visitarle, algunos meses después, para felicitarle por su liberación; y cuando el piadoso abate murió pasado algún tiempo, Vicente quiso rendirle un último homenaje asistiendo a sus funerales. Por fin, en su calidad de miembro del consejo de conciencia, obtuvo para el sr de Barcos, sobrino del difunto, la abadía de Saint-Cyran, vacante por la muerte del tío. Tal fue la noble conducta de Vicente de Paúl con respecto al ilustre solitario, cuya moral admiraba mientras condenaba sus opiniones dogmáticas. No hay que confundirse, en efecto, sobre los sentimientos de Vicente en cuanto se refiere a los principios esenciales de la moral. Nadie fue ni se mostró más hostil a la licencia de ciertos casuistas, y nosotros tenemos en este punto el irrefragable testimonio de Abelly mismo: “No podía, dice, aprobar la moral relajada, como ha dado pruebas de ello abiertamente en diversas ocasiones, recomendando siempre a los suyos, estar unidos fuertemente a la moral verdaderamente cristiana que se enseña en el Evangelio y en los escritos de los santos Padres y Doctores, alabando sobre todo a los prelados y a la Sorbona que han condenado esta relajación”. Pocos años después de la muerte de Vicente de Paúl, se entabló una polémica de las más vivas entre Abelly, a propósito de la vida de Vicente en la que él había prestado su nombre, y el sr de Barcos, el sobrino de Saint-Cyran. Abelly, en su libro bien concienzudo, escrito en San Lázaro, según todos los documentos originales que se encontraban entonces, había sostenido con razón y pruebas en mano, que Vicente se había mostrado siempre adversario de las doctrinas jansenistas, y que no había podido por consiguiente aprobar la de Saint-Cyran. El sr de Barcos sostuvo lo contrario con una aspereza sin igual y sin apoyarse en ninguna prueba de algún valor. Abelly le respondió victoriosamente, oponiéndole los actos oficiales y la correspondencia misma de Vicente de Paúl. Explica de la misma manera que lo hemos hecho nosotros ya, las relaciones del superior de San Lázaro con Duvergier de Hauranne. En cuanto a la cuestión del jansenismo, su escrito no puede dejar ninguna duda en la mente del lector. Abelly cita enteras varias cartas de Vicente contra esta doctrina, entre otras una carta circular que fue encargado de dirigir, en su calidad de miembro del consejo de conciencia, a varios obispos disidentes, a fin de comprometerlos a reunirse con sus cohermanos para condenar con ellos los errores de Jansenius y de sus discípulos. Esta importante carta circular resuelve con gran fuerza y gran habilidad todas las objeciones que podrían presentar los obispos recalcitrantes, y nos descubre en Vicente un verdadero talento de polemista. Más tarde, fue Vicente quien urgió el envío a Roma de los diputados de la Sorbona, para pedir a Inocencio X la condena de las cinco proposiciones extraídas del Augustinus; y cuando el Papa hubo publicado contra ellas su célebre bula (1653), Vicente se movió de forma increíble para hacerla aceptar por todo el clero de Francia e incluso en Port-Royal, adonde se dirigió en persona. “Y se concibe muy bien, dice Saint-Beuve, que no hable de Vicente más que con un respeto lleno de emoción en su hermoso libro de Port-Royal, se concibe muy bien en el fondo que estas doctrinas agustinianas de Jansenius y del libro de la Frecuente Comunión no le fueran; chocaban de plano y consternaban su catolicismo bien accesible y clemente por otro lado (que el de Duvergier de Hauranne). Pudo decir, en efecto, un día, refiriéndose al pasado, a un sacerdote de su congregación a quien quería preservar del jansenismo: -Sabed, señor, que este nuevo error del jansenismo es uno de los más

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peligrosos que hayan perturbado jamás a la Iglesia; y yo me siento muy particularmente obligado a bendecir a Dios y darle gracias porque no ha permitido que los primeros y más importantes de entre los que profesan esta doctrina, que yo conocí de cerca, y que eran mis amigos, hayan podido persuadirme de sus sentimientos. No podría expresar la pena que les ha dado y las razones que me han propuesto para ello: pero yo les oponía, entre otras cosas, la autoridad del concilio de Trento, que les es manifiestamente contrario, y viendo que continuaban siempre, en lugar de responderles, yo recitaba por lo bajo mi Credo, y así es cómo he permanecido firme en la creencia católica”. Como Vicente de Paúl condenaba con tanta severidad las estrechas doctrinas de los jansenistas sobre el dogma de la Redención como la moral demasiado relajada de ciertos casuistas, unos y otros, por represalias, le han presentado más de una vez como a un hombre simple y poco versado en las materias teológicas. Pero esa es una acusación absolutamente carente de fundamento, ya que si Vicente no afinaba sobre estas cuestiones, nadie las enfocaba, ni las discutía y resolvía, en todos los puntos esenciales, con más justeza, penetración y en su verdadero sentido ortodoxo. Cuando se reflexiona en la condición particular en la que se encontraba Vicente con respecto a los Gondi, que favorecían más o menos, unos en su calidad de obispos, otros como gente de mundo, las nuevas doctrinas de los jansenistas, no so podría admirar demasiado la fuerza de alma que le hizo inaccesible a su influencia y sobre todo a la del general de las galeras, que para él debía ser todopoderosa. Pero volvamos sobre nuestros pasos para entrar en el oratorio, donde hemos dejado al P. de Gondi. Era una tradición constante entre los Oratorianos, hasta finales del siglo pasado, que el sr de Bérulle la había predicho que tendría que atravesar las más crueles pruebas. “No había entonces ninguna señal de la predicción, dice el P. Batterel. Sin embargo el acontecimiento la justificó bien pronto. Dios, que quería purificarle para hacer de él un santo, le suscitó diversos adversarios. El primero fue el cardenal de Richelieu, que no podía tolerar a la casa de Gondi y se propuso, con el más alto fervor, humillarle en toda ocasión, tal vez a causa de su adhesión inviolable a la Reina de quien tenían el honor de ser parientes, ya que una hija de Elena de Gondi fue madre de Cosme de Mádicis, primer duque de Toscana y abuelo de la infortunada María de Médicis”.La verdad es que Richelieu no tenía razón del todo en estar en guardia contra estos Italianos. Después de la muerte del conde de Soisssons, como ya hemos dicho, tuvo quizás la prueba de la complicidad de los dos hijos del general de las galeras en el complot urdido por este príncipe contra su vida. En una época anterior, no le habían faltado razones para quejarse de los manejos secretos dirigidos contra su poder por la hermana menor de la señora de Gondi, por esta señora del Fargis, tan conocida por sus locas aventuras. Por su nombre de hija, se llamaba Madeleine de Silly de la Rochepot. “Su padre, Antoine de Silly, llamado Tallemant des Réaux, habiéndose casado en segundas nupcias con la marquesa de Boisy, madre del marqués de Boisy (padre del duque de Boannez), tuvo más de una galantería con aquel joven, que estaba en el mismo alojamiento que ella. Aquello causó muchas habladurías: se vieron forzados a colocarla en casa de la señora de Saint-Paul, de la casa de Caumont, donde no se portó mejor”. Nuevas intrigas que tuvo, en Amiens, con el señor de Créqui y el conde de Cramail, fueron de tal escándalo que la señora de Saint-Paul no quiso tenerla por más tiempo y el general de las galeras se vio obligado a

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retirarla”. “Se pensará tal vez, añade Tallemant, que era una persona muy hermosa: no, estaba marcada de pequeñas viruelas; pero era muy agradable, viva, llena de gracia y la persona más galante del mundo. Se aburrió pronto con su hermana, quien era una devota, y como estaban en Montmirail, en Champaña, un buen día se fue al Charme”, priorato de señoras dependiente de Fontevrault. De allí se buscó un refugio en las Carmelitas del arrabal Saint-Jacques, y llegó a conocer al sr de Bérulle, y como “tenía el espíritu muy despierto”, como digna tía del cardenal de Retz que era”, desempeñó tan bien el papel de devota, que las Hermanas la tuvieron por una santa: la señora de Rambouillet se equivocó como las demás. Durante tres años, Madeleine de Silly tuvo la precaución de no hacer ningún voto, poniendo siempre por pretexto que no se hallaba en suficiente buen estado. Al cabo de este tiempo, su padre muere, dejándole y a su hermana también, la señora de Gondi, una inmensa fortuna, y ella inmediatamente a dejar el convento, pretendiendo que su salud no le permitía ya seguir la regla. “El señor del Fargis d’Angennes, primo hermano del marqués de Rambouillet, hombre de corazón, de espíritu y de saber, pero de una extraña ligereza, se casa con ella”. Es nombrado embajador en España, ella le sigue. Poco después es reemplazado por su primo, el sr de Rambouillet, y ella se vuelve a Francia. El cardenal de Bérulle y los Marillac hablan de ella a Richelieu quien, “por su buena reputación”, la hace dama de galas de la Reina. La señora del Fargis se insinuó con mucha habilidad en los favores de la señora d’Aiguillon, la sobrina querida del cardenal y, lo que es mejor, en los de las dos Reinas por entonces enemigas mortales una de otra. Se ganó tan bien su confianza, que consiguió reconciliarlas. Richelieu, cuya política era reinar por la división de las dos princesas, hizo un crimen capital a la señora del Fargis con este arreglo. Dijo en su Diario que el presidente del Bailleul la sorprendió sola en su cámara con Beringhen, primer escudero de la cuadra menor, y que era con él de la camarilla de Vautier, médico de la Reina madre, a quien acusaba de tratar una reconciliación entre ella y el Rey. “Su mayor crimen, dice Tallemant, fue que el cardenal creyó que él le había servido mal ante la Reina (Ana de Austria) en su amorcillo, y cuando la echó, publicó cartas, que están impresas, de ella al conde de Cramail. Hay más intrigas que amores en estas cartas, pero hay por el contrario honradamente, como amad a quien os adora; y tenían fecha, al menos una, del día de Pentecostés. La señora de Rambouillet ha visto los originales. Finalmente, cuando estuvo fuera de Francia, el cardenal le mandó cortar el cuello en efigie”. El sr del Fargis pertenecía del Señor, y le siguió. “El cardenal de Retz, por su parte, dijo en sus Memorias que su tía, la señora del Fargis, llevó a la Reina madre, María de Médicis, una carta de amor que él (el cardenal de Richelieu) había escrito a la Reina su nuera”. Añade más adelante que el sr del Fargis fue ingresado en la Bastille . A pesar de que el P. de Gondi, únicamente ocupado en rogar a Dios en el Oratorio, no se mezclara en absoluto en nada de las intrigas de sus hijos y de su cuñada, no estuvo al abrigo de los resentimientos del cardenal. Estas son algunas de la particularidades nuevas sobre los malos tratos que Richelieu le hizo pasar, como a su hijo mayor, Pedro, duque de Retz, y que nos son revelados en dos cartas inéditas, dirigidas al cardenal, una por el P. de Gondi, la otra por el sr de Bérulle. La asamblea del clero, que Luis XIII había transferido, en 1628, de Poitiers a Fontenay, se había negado por largo tiempo a otorgarle un subsidio tan fuerte como se lo pedía por el sitio de la Rochelle, espíritus malévolos imputaron estas dificultades al cardenal de Bérulle y al P. de Gondi, que estaban sin embargo bien lejos de Fontenay, e

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insinuaron “que inoculaban el veneno a la asamblea”, aquél por el arzobispo de Lyon, éste por el arzobispo de Sens, Octave de Bellegarde, presidente de esta asamblea. Como era totalmente falso que uno y otro se hubieran mezclado de ninguna forma en lo que allí se trataba, el P. de Gondi, por su parte, dirigió la carta siguiente al cardenal de Richelieu: “Monseñor, ha sido del agrado de Mons el cardenal de Bérulle hacerme saber los malos oficios que os han hecho escuchar contra mí, con motivo de la asamblea del clero, de los que me he quedado tan asombrado, visto que soy inocente, , que no puedo soportar sino muy duramente verme acusado de cosas muy contrarias al servicio del Rey, a mi profesión, al respeto y al afecto que yo os debo, no habiendo entrado, desde el retiro que Dios me ha hecho hacer, en ninguna conferencia, ni de palabras, ni por escrito, de los asuntos del mundo. Suplicándoos muy humildemente, Monseñor, que me otorguéis la gracia de querer aclarar hasta el final la verdad de esta calumnia; y luego, que tengáis a bien hacerme el honor de justificarme ante Su Majestad. Me quedo pensando y rogando por la prosperidad de sus asuntos y por vos, Monseñor, según las obligaciones muy particulares que en ello tengo, ruego a Dios que os conserve para el bien de la religión y del Estado. Es el deseo, Monseñor, de vuestro muy humilde y obediente servidor. “De Gondi, Del Oratorio de Jesús. “París, este 12 de abril de 1628”. Richelieu, con razón o sin ella, no estaba menos prevenido, por esa época, contra el duque de Retz, hijo mayor del P. de Gondi, a quien acusaba de negligencia en el ejercicio de su cargo de general de las galeras. Y sigue una carta inédita que escribía al sr cardenal de Bérulle, para justificarle: “Monseñor, decía él al ministro, no he podido negar al P. de Gondi el testimonio de una verdad que ha deseado de mí para con vos. Le han informado que estabais airado contra su hijo por la duración de su permanencia en París, y que vos lo imputabais a defecto de voluntad de servir. Es cierto, Monseñor, que ha hecho muy grandes y asiduas solicitudes para recibir sus asignaciones, y lo sé por haber tenido un poco de parte en esta importunidad. Se le concedieron muy tarde, y partió al punto para preparar el armamento de las galeras, dejando aquí a sus gentes prosiguiendo ciertas formalidades necesarias al viaje del Poniente. Esta verdad me ha sido muy asegurada, y ha querido que os la aclare. Es padre, y tiene sentimiento para todo lo que concierne a sus hijos. Teme también que se les atribuya esta mala voluntad que se atribuye a su hijo, y eso además de las calumnias y sospechas que se han hecho ya con respecto a la última asamblea del clero, en lo que nunca había pensado. Teme asimismo que los autores de esta calumnia no hayan imbuido el espíritu del Rey con esta falsedad, y quería ir a veros para justificarse a sí mismo y a su hijo; pero le he rogado que lo deje por ahora y que envíe tan sólo a alguno de los suyos en su lugar, para disipar esta mala impresión que han querido dar de él al Rey y a vos”. “Destruida esta prevención, añade el P. Batterel en sus Memorias inéditas, la aversión (del cardenal de Richelieu) formó tantas más, que en 1635 (el sr de Gondi), este tierno padre tuvo el dolor de ver despojar a su hijo (el duque de Retz) de su cargo de general de las galeras, sin indemnización ni recompensa de ningún otro empleo, obligado como fue por el cardenal a deshacerse de él en favor del marqués del Pont de Courlay, sobrino de su Eminencia. El P. de Gondi deseaba todavía con pasión ver a su hijo menor, Juan Francisco Pablo de Gondi, convertirse en coadjutor de París, y al sobrino, que tenía todos los talentos naturales y adquiridos para esta eminente prelatura, suceder a un tío enfermo. Él no lo pudo lograr nunca en vida del cardenal de Richelieu.

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Yo no sé si el despecho al verse tan maltratado en la persona de lo que más quería en el mundo no le hizo explicarse de una manera menos mesurada, ante esta Eminencia pero es verdad que éste le hizo exiliar a Lyon, y él estaba en nuestra casa de Lyon”. Se vio obligado a pasar un año allí y algunos meses, desde principios de 1641 hasta 1642. Tal era el terror que inspiraba Richelieu, que el último representante de la rama de los Gondi, Enrique, duque de Retz, temiendo no hallarse él mismo al abrigo del rayo, por apartado que se mantuviera, escribió al cardenal esta carta , hasta hoy inédita, y en la que su espanto se revela en cada línea: “Monseñor, “Habiendo conocido en estos momentos que el P. de Gondi, mi tío, ha recibido mandato de Su Majestad de salir de París para ir a Lyon y no moverse hasta nueva orden, me atrevo a esperar Monseñor, que vos, que os habéis dignado hacerme el honor de proteger mi afecto fiel y entera obediencia a todas las voluntades de Su Majestad, os dignaréis tener esta bondad conmigo, que soy absolutamente vuestro, garantizarme del contra golpe que podría recibir de la mala satisfacción que Su Majestad tiene de él, y que Vuestra Eminencia, en su crédito, me tendrá el honor de creerme absolutamente a su disposición, sin poder, por cualquier compromiso que pueda ser, ser apartado ni retenido de hacerle todos los más obedientes servicios que Ella se digne mandarme cumplir, protestando ante Ella que no puede jamás hacer este honor a nadie que lo reciba con tanta alegría, ni que, tan prontamente, ejecute sus mandatos; lo que haré toda mi vida para haceros saber, Monseñor, que con razón os suplico muy humildemente a Vuestra Eminencia que me crea absoluta y sinceramente, “Monseñor, “Vuestro muy humilde, muy obediente y muy fiel servidor. Retz. “De Belle-Îsle, este 8º de febrero de 1641”. El P. de Gondi no fue llamado de su destierro sino “a instancias de la marquesa de Aiguillon, la sobrina querida del cardenal que quería complacer a la marquesa de Maignelais su amiga”. “Doy por garantizado, añade el P. Batterel, una carta del P. de Gondi, del 30 de abril de 1642, al sr de Chavigni, el sr ministro para agradecerle por el permiso que le había dado de regresar a París, y otra de la duquesa al mismo señor para rogarle con insistencia que acelerase lo más que pudiera su regreso”. Muerto Richelieu, el P. de Gondi tuvo todavía más de qué quejarse de Mazarino, después de la Fronda. El ministro, más poderoso que nunca por la caída de sus enemigos, le hizo pagar cruel e injustamente con un largo exilio, según veremos después, todas las intrigas y las conspiraciones de las que su hijo el cardenal de Retz se había declarado el único culpable. No dejemos el reino de Luis XIII sin recordar al lector que este príncipe, lleno de admiración por Vicente de Paúl, quiso que fuera del pequeño número de los que debieron asistirle en sus últimos momentos y prepararle a la muerte. Vicente no dejó al Rey hasta su último suspiro. Por un instante, Luis XIII tuvo una luz de esperanza de volver a la vida: “¡Oh! señor Vicente, dijo volviendo hacia él la cabeza, si Dios me devuelve la salud, no nombraré a nadie para el obispado que no haya pasado tres años con vos”.

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CAPÍTULO XII --Vicente de Paúl y la Señorita Le Gras. - Hijas de la Caridad. -Niños Expósitos. -Hospital de los ancianos. -Hospital general. Las Hijas de la Caridad. -Hemos dicho cómo Vicente de Paúl, admirablemente secundado por la señorita le Gras, fundaba cofradías de la Caridad en todos los lugares donde se predicaba la misión. En 1629, le remitió instrucciones escritas de su propia mano para que le sirviesen de regla de conducta. La descendiente de los Marillac, seguida de algunas nobles y piadosas damas a quienes había asociado a su obra caritativa, caminaba con ellas en pobres diligencias, y se hospedaba y dormía en pésimas hostelerías “para hacerse más sensible a las miserias de los pobres”.Apenas llegada a un pueblo, reunía a las mujeres de la cofradía, animaba sus esfuerzos, les hacía partícipes de las instrucciones de Vicente, trataba de aumentar su número, colocaba en sus manos provisiones de ropas, de medicamentos, abundantes limosnas y, para predicar con el ejemplo, ella visitaba y cuidaba ella misma a los enfermos. Cumplidos los primeros deberes, enseñaba a las jóvenes los elementos de la fe cristiana, elegía a una maestra capaz de reemplazarla, y no se iba del pueblo hasta haber provisto todas las necesidades de los pobres y de los pequeños: la creación de estas primeras cofradías de Caridad en los dominios de los Gondi le sugirió la idea de fundar otras parecidas en varias parroquias de París, una entre otras, en 1630, en su propia parroquia, la de Saint-Nicolas du Chardonnet. La inauguró con un acto de heroísmo, visitando y cuidando con peligro de su vida a una joven alcanzada de la peste. Vicente, ante esta noticia, lejos de aconsejarla que tomara precauciones, y lleno, como ella, de santa audacia, la animó a perseverar, diciéndole que no tenía nada que temer: “Os confieso, Señorita, le escribía, que esto me ha enternecido tanto el corazón que, si no hubiera sido de noche, habría partido a la hora misma para ir a veros; pero la bondad de Dios sobre las personas que se entregan a él para el servicio de los pobres en la cofradía de Caridad, en la que nadie hasta ahora ha sido afectada por la peste, me hace ver una perfecta confianza en él que no tendréis ningún mal. ¿Creerías, Señorita, que no sólo visité al sr sub prior de San Lázaro, que murió de la peste, sino que hasta sentí su aliento? Y sin embargo, ni yo ni nuestra gente, que le asistieron hasta el último momento, hemos tenido ningún mal. No, Señorita, no tengáis miedo; Nuestro Señor quiere servirse de vos para cualquier cosa para su gloria y estimo que os conservará para ello”. La santa mujer tenía tan poco miedo y se cuidaba tan poco, que Vicente se vio obligado a moderar su celo: “Me parece que sois asesina de vos misma por el poco cuidado que tenéis de vuestra salud. Manteneos alegre, os lo suplico”. El amable santo hacía de la alegría una virtud esencial para sus discípulos, sobre todo al pie del lecho de los enfermos, para hacerles olvidar sus sufrimientos. La obra de las cofradías de Caridad, que se había implantado en un buen número de pueblos con grandes frutos, pareció, desde su nacimiento, afectada de esterilidad en las grandes ciudades y sobre todo en París. Es fácil de ver la causa de resultados tan

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diferentes. Las mujeres del campo, endurecidas, desde su juventud, en los trabajos más rudos, pueden con facilidad soportar las vigilias, y bien educadas, llegar a ser excelentes enfermeras. No es lo mismo con las mujeres del mundo, cuya salud más delicada y vida más fácil por el lujo y la ociosidad no podrían plegarse tan pronto a tales fatigas y cuidados tan repugnantes. También, la mayor parte de las mujeres de condición, que se habían enrolado un poco precipitadamente bajo la bandera de la señorita Le Gras, sintieron pronto que habían emprendido una tarea por encima de sus fuerzas. Unas temían llevar al seno de su familia alguna enfermedad contagiosa. Las otras no podían sobrellevar los ascos de la naturaleza a la vista de las plagas o del aspecto repulsivo de ciertos enfermos. Pronto aquellas no contribuyeron más que con sus ahorros a las cofradías de la Caridad, y el pequeño número de éstas que tuvieron el valor de resistir y de perseverar al no se suficiente, la obra nueva parecía condenada a perecer. Vicente y la señorita Le Gras comprendieron entonces que sobre todo era necesario reclutar a jóvenes del campo y a pobres viudas de una constitución robusta, de una capacidad igual a la virtud, y cuya única función sería la de prestar cuidados a los enfermos. Comprendieron también que era indispensable enseñarles de antemano esta tarea difícil, al mismo tiempo que los ejercicios de la vida espiritual, y unirlas a esta obra de entrega y de abnegación por unas reglas severas y por una fuerte disciplina. En 1633, Vicente eligió a tres o cuatro jóvenes que le parecían reunir las cualidades necesarias; él se las confió a la señorita Le Gras, para que les hiciera pasar un aprendizaje. Ésta las alojó en su casa de la parroquia de San Nicolás, las mantuvo, las formó poco a poco en ese gran arte de la caridad y, al cabo de algunos meses, las puso a trabajar. Otras jóvenes, en más grande número, vinieron a reemplazarlas y, al cabo de unos años, gracias a los esfuerzos infatigables de Vicente y a las hábiles lecciones de la señorita Le Gras, se las contó por centenares y por millares. Destinadas únicamente en un principio a prestar cuidados a domicilio a los enfermos “a quienes el exceso o la repugnancia cerraba la entrada de los hospitales”, “pronto, por derecho de conquista caritativa, se encargaron de los hospitales mismos; sirvieron de madres a los niños expósitos, de maestras a las jóvenes pobres, de ángeles consoladores a los forzados y a los prisioneros, de providencia en todas las miserias”. Solo al cabo de varios años de estudio y experiencias Vicente se decidió a pedir a Juan Francisco de Gondi, arzobispo de París, que las Hijas de la Caridad fuesen instituidas en cofradía, y les dio las reglas por escrito. En una memoria que dirigió al prelado en 1646, Vicente hacía un histórico de los más impresionantes de esta obra admirable que debía prestar tantos servicios no sólo en Francia, sino también en el mundo entero. El 20 de octubre del mismo año, el antiguo alumno de Vicente de Paúl, el coadjutor de París, el futuro cardenal de Retz, que realizaba entonces las funciones de arzobispo debido al estado enfermizo de su tío se prestó a conceder derecho a esta petición y aprobó el reglamento de las Hijas y viudas sirvientes de los pobres de la Caridad, aceptando la elección de Vicente como director de la obra nueva. El joven Rey quien, en concierto con la regente su madre y la duquesa de Aiguillon, había constituido en favor de la nueva cofradía una renta de dos mil libras, otorgó su erección por cartas patentes. Estas actas constituyentes habiéndose perdido por la negligencia de un miembro del Parlamento, que las tenía entre las manos, Vicente de Paúl dirigió, en 1655, al cardenal de Retz, entonces exiliado, y que se encontraba en Roma, una segunda petición para que aprobara de nuevo la cofradía, sus estatutos y reglamentos, y para que le diera

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poder, a él y sucesores, generales de la Misión, de dirigirla, bajo la autoridad del arzobispo de París. Veamos en qué términos el prelado que había conservado, en medio de todas sus conspiraciones y sus desórdenes, un inmutable respeto por su viejo fundador, le concedió una nueva aprobación. “Queriendo, dice, facilitar a las buenas damas de la caridad y a las pobres viudas y jóvenes sirvientas de los pobres enfermos el hacer una buena obra, que es para la gloria de Dios y edificación del pueblo, nos erigimos a las Hijas de la Caridad en cofradía, aprobamos sus reglamentos, a condición de que la cofradía sea y permanezca a perpetuidad bajo nuestra autoridad y dependencia y de nuestros sucesores, arzobispos de París”. “Y visto que, añade, Dios ha bendecido el cuidado y trabajo que nuestro querido y bien amado Vicente de Paúl se ha tonado para hacer llevar a cabo este piadoso plan, nos le hemos confiado de nuevo y encomendado, y por estas presentes confiamos y encomendamos la conducción y dirección de la susodicha sociedad y cofradía, durante su vida, y después de él a sus sucesores de dicha congregación de la Misión”. En el mes de noviembre de 1657, Luis XIV, por letras patentes, autorizó a la cofradía a extenderse por todos sus Estados; hacía de ella el más magnífico elogio y declaraba que la tomaba, a ella y sus bienes, bajo su salvaguarda y protección especial. Diez años después, el 8 de junio de 1668, la Santa Sede, por su parte, le daba su aprobación y su última consagración. Tal es, en resumen, el histórico de la formación de esta institución maravillosa que, desde hace más de dos siglos, sin cesar de ser animada del espíritu de su ilustre fundador, ha rendido tantos servicios a la humanidad. Pero este cuadro quedaría incompleto, si no dijéramos unas palabras de los admirables reglamentos de Vicente de Paúl que, por la profunda sabiduría y la experiencia consumada que encierran en sí, han llevado su obra a la perfección y le han asegurado para siempre la fecundidad y la perpetuidad. Comprendiendo mejor que nadie hasta qué punto los pobres y enfermos serían mal servidos por las Hijas de la Caridad, si ellas vinieran a tomar sus funciones con disgusto y a no ejercerlas sino de mala gana, tuvo cuidado de ordenar que no sólo no hicieran votos solemnes, pero ni siquiera votos simples y perpetuos. Sus votos sólo son anuales, y no los pronuncian la primera vez, sino tras cinco años de pruebas. Cada año, el 25 de marzo, día de la renovación de los votos, se levantan libres; si no se sienten con el ánimo y la fuerza de proseguir su obra, pueden dejar la toca. Pero es raro que no reanuden con entusiasmo su servidumbre voluntaria. “A los tres votos ordinarios de religión añaden un cuarto voto de estabilidad, es decir el voto de seguir en el servicio de los pobres”, en la cofradía a la que pertenecen. Vicente no cesó de declarar que sus Hijas de Caridad no son religiosas, sino “jóvenes unidas en compañía secular”. Debido principalmente a esta disposición tan sabia, a esta libertad que ha dejado a sus Hijas de dejar el yugo si lo encuentran demasiado pesado, ha dado él a su obra una existencia imperecedera, pues de todas las que la sufren, no hay una sola que no la acepte con entera decisión. Pero, si bien él no las considera como religiosas, entiende y ordena que practiquen, en medio del mundo, todos los deberes esenciales de la vida religiosa. “También, dice en una página de una elocuente sencillez, aunque no estén en una religión, este estado no siendo conveniente a los trabajos de su vocación, no obstante, como ellas están mucho más expuestas en

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el exterior que las religiosas, no teniendo de ordinario por monasterio más que las casas se los enfermos, por celda una habitación de alquiler, por capilla la iglesia de la parroquia, por claustro las calles de la ciudad o las salas de los hospitales, por clausura la obediencia, por verja el temor de Dios, y por velo la santa modestia, están obligadas, por esta consideración, a llevar, dentro y fuera, una vida tan virtuosa, tan pura, tan edificante, como verdaderas religiosas en su monasterio”. Y después de este breve y notable preámbulo, es traza las reglas que han de seguir y las virtudes que han de conquistar, sobre todo las que más convienen a su estado, la humildad, la sencillez, la caridad. Sirvientas de los pobres, vivirán como ellos en la pobreza; a ejemplo de los primeros cristianos, pondrán todas las cosas en común y no podrán disponer del bien de la comunidad y menos todavía del de los pobres, sin el permiso de sus superiores. Enfermas, deberán contentarse con el ordinario de los pobres, porque ¿por qué razón las sirvientas serían mejor tratadas que sus amos? Viviendo en el desprecio de sí mismas y de las máximas del mundo, no tendrán preferencias más que por los empleos bajos y repugnantes, por el último lugar; ellas se desprenderán de todos los afectos de familia, para consagrarse enteras a sus funciones caritativas. Soportarán con alegría de corazón todas las fatigas, todas las incomodidades, todas las contradicciones, todas las burlas y las calumnias. “Tendrán cuidado de guardar la uniformidad tanto como puedan, en el vivir, vestir, hablar servicio a los pobres y en particular en la cofia. Pondrán todos los medios para mantener su castidad al abrigo, no solamente de toda sorpresa, sino de toda sospecha, ya que la sola sorpresa, aunque mal fundada, sería más perjudicial a su compañía y a sus santos empleos, que todos los demás crímenes que les serían falsamente impuestos”. “... No harán ninguna visita, fuera de las de los enfermos, y no permitirán que se hagan en sus casas, en particular a los hombres... Caminando por las calles, andarán modestamente y con la vista baja, no se detendrán a hablar con nadie, particularmente de distinto sexo, si no hay gran necesidad, y aun así cortarán por lo sano y brevedad. No saldrán de casa sin permiso de la superiora..., y a la vuelta se presentarán a ella para darle cuenta del viaje...” “Su principal cuidado será servir a los pobres enfermos, tratándolos con compasión y cordialidad, y esforzándose por edificarlos, consolarlos y disponerles a la paciencia, ayudándoles a hacer una buena confesión general y sobre todo a recibir los sacramentos. Además de esto cuando sean llamadas a hacer otros empleos, como asistir a los pobres forzados, educar a los pequeños niños expósitos, instruir a las pobres jóvenes, se conducirán con un afecto y diligencia particular, pensando que al hacerlo, hacen servicio a nuestro Señor como niño, como enfermo, como pobre y prisionero. Y como sus empleos son en su mayor parte duros y los pobres a quienes sirven un poco difíciles..., se esforzarán, todo lo que puedan, en hacer buena provisión de paciencia, y pedirán todos los días a Nuestro Señor que se la dé en abundancia, y les dé parte de la que él ejercitó con los que le calumniaban, azotaban, flagelaban y crucificaban”. Vicente ponía por delante los cuidados de los enfermos y de los pobres, antes incluso que la oración; decía expresamente a las Hijas de la Caridad: “Se acordarán de que se ha de preferir siempre a sus prácticas de devoción el servicio de los pobres, cuando la necesidad o la obediencia lo requieran, pensando que al hacerlo así dejan a Dios por Dios”. Les ordenaba hasta no dar ningún cuidado a los ricos, a menos de en caso de

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necesidad absoluta, y entonces hacerlo de manera que los pobres sean servidos los primeros, si llegaran a fallecer, les imponía el deber de asistir a su entierro y rogarán por el descanso de su alma. En este reglamento tan sabio, nada se olvida de cuanto pueda contribuir a la mayor perfección de las sirvientas de los pobres, y a hacer de ellas seres aparte, únicamente dedicados a sus funciones con la entrega más absoluta y más tierna. Y para alcanzar esta meta ideal, esta perfección casi divina, ¿qué les aconseja? Pisotear todas las pasiones, sobre todo el orgullo y la impureza, y practicar con preferencia, entre las virtudes, la humildad y la caridad. Pero como Vicente sabe por experiencia que la naturaleza humana sería incapaz por sí misma de olvidarse hasta este punto para elevarse tan alto, compromete paternalmente a sus Hijas a tener “un cuidado particular de mantenerse siempre en estado de gracia, con la ayuda de Dios”. Para él, la virtud por excelencia es la caridad que les predica sin cesar, caridad hacia los pobres, caridad hacia el prójimo, caridad entre ellas. “Ellas se amarán y respetarán como hermanas a quienes Jesús ha unido por su amor...Recordarán que se llaman Hijas de la Caridad, es decir hijas que hacen profesión de amar a Dios y al prójimo...; que deben sobresalir en este amor del prójimo, en particular de sus compañeras..., huir de toda frialdad y aversión para con ellas, así como las amistades particulares y afectos a algunas de ellas, siendo estos dos extremos viciosos la fuente de la división y la ruina de una compañía...; y si sucede que se hayan dado motivos de mortificación una a otra, se pedirán perdón mutuamente lo más tarde por la noche antes de acostarse”. Sirvientas de los pobres, ellas no se olvidarán nunca “de considerarse en la baja estima de sí mismas”, de no sacar de sus acciones ninguna vanagloria, y de hacer llegar hasta Dios solo todo el honor, “ya que sólo él es el autor “. Tal es el espíritu fundamental del reglamento de las Hermanas de la Caridad, y se entienden todas las maravillas que, bajo el imperio de tales ideas, han podido realizar desde hace más de doscientos años. A pesar de tantos servicios tributados a la humanidad, su cofradía caritativa no podía encontrar gracia ante los niveladores (igualitarios) de 98 que, en su ciego furor, rompieron indistintamente todo lo que había de bueno y de malo en las instituciones civiles y religiosas del pasado. No sólo todas las órdenes religiosas, incluida la de los Benedictinos, que habían hecho tanto por nuestra historia nacional, fueron suprimidas, sino que también se cerraron y despojaron las iglesias, y se abolieron todas las instituciones de caridad. Mujeres del pueblo, sin religión, sin experiencia, sin disciplina y lo más frecuente sin piedad, reemplazaron en los hospitales a las Hijas de Vicente. Pronto no quedó ya para los pobres, cuyos bienes fueron entregados al pillaje por los filántropos de la Convención, más que la miseria y la desesperación. Así había procedido el elemento laico, bajo el pretexto de reformar los abusos del elemento clerical. El Primer Cónsul comprendió que había que acabar con eso lo antes posible, con esta extraña filantropía. Volvió los ojos hacia las Hijas de Vicente de Paúl y, con un decreto con fecha del 14 de octubre de 1801, las volvió a colocar en todos los hospitales de donde las había expulsado la Revolución. Los considerandos de este decreto son el homenaje más hermoso, el homenaje menos sospechoso de parcialidad, que se haya rendido nunca a esta admirable cofradía. Napoleón constata “que los auxilios concedidos a los enfermos no pueden ser prestados con asiduidad más que por personas dedicadas por estado al servicio de los hospicios y dirigidas por el entusiasmo de la caridad; que entre

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todos los hospicios de la República, aquéllos son administrados con mayores cuidados, inteligencia y economía, que han llamado a su seno a las antiguas alumnas de esta sublime institución, cuya última meta era formar en todos los actos de una caridad sin límites”. LOS NIÑOS EXPÓSITOS. -Una tarde, según las referencias del abate Maynard y del sr Arthur Loth, Vicente de Paúl, al volver de una de sus misiones, se encontró, al pie de los muros del recinto de París, a un pordiosero deformando los miembros de un niño, para que la pobre pequeña víctima le pudiera servir para excitar la compasión pública. A este horrible espectáculo, acude, y estallando de indignación: “Miserable, exclamó, me habíais engañado; de lejos, os había tomado por un hombre!” Al punto le arranca al niño de las manos, y se lo lleva en brazos, reúne a los paseantes, les comunica su indignación y su piedad y, seguido de la multitud, se dirige a la Cuna de la calle Saint-Landry, donde se amontonan los niños expósitos que descubren los comisarios del Chatelet cada noche en las calles y en los cruces. La Cuna es una pobre casa sin recursos, dirigida por una viuda y sus dos criadas. Allí, cada año, por referencias del lugarteniente de policía, son expuestos de tres a cuatrocientos niños abandonados por sus madres. La espantosa arpía encargada de recibirlos, quien no recibe ni del Estado ni de la caridad privada ninguna subvención para darles nodrizas, los deja morirse de hambre. Para acallar sus gritos que no la dejan dormir, los sumerge a base de narcóticos en un sopor a menudo sin despertar. De los que sobreviven hace un abominable tráfico. Los vende, bien a mujeres en cama que, para salvar su vida, les hacen mamar una leche corrompida y les inoculan enfermedades mortales; bien a familias que tienen interés en hacer supuestos hijos; bien a mendigos que les rompen brazos y piernas para hacer de ellos objetos de piedad; bien finalmente, como lo ha probado más de una vez la publicación de los archivos de la Bastilla, a los tenebrosos adeptos de la brujería, que hacen servir su corazón y entrañas para pretendidas operaciones mágicas. El pequeño número de estas desgraciadas criaturas que escapa a estos diversos géneros de muerte va a engrosar el ejército innumerable de los vagabundos y de las prostitutas de París. Cuando Vicente, con sus propios ojos, hubo constatado esta espantosa plaga social, su corazón se conmovió con la más profunda piedad. Lo que llegó al colmo fue cuando supo que estos pobres niños morían sin bautismo, y que no quedaban menos desheredados del cielo que de la tierra. Antes de tomar una decisión, quiso, según su prudente costumbre, informarse más a fondo del estado de las cosas, y encargó de ello a algunas de sus damas de caridad. Según su informe la suerte de estos niños era peor que la de los inocentes que habían sido masacrados por la orden de Herodes. ¡Qué no habría dado él para sacarlos a todos de aquel lugar de desolación, de aquel fúnebre vestíbulo del cementerio! Pero los recursos faltaban absolutamente. Y no pudo recibir más que a doce, doce que fueron sacados a suertes. Los bendijo y se los puso en las manos a la señorita Le Gras y a sus Hijas de la Caridad, no sin echar una mirada de ternura sobre los que se quedaban. Era en 1638. “Estos doce pequeños elegidos de la Providencia” fueron transportados a una casa vecina de la iglesia Saint-Landry, más tarde cerca de la puerta de Saint-Victor. Se intentó criarlos con leche de cabra y de vaca pero, al deteriorarse su salud, hubo que darles nodrizas. Poco a poco creció su número con los recursos; a cada don de la caridad, Vicente retiraba de la Cuna algunos huérfanos nuevos.

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Aquí debemos examinar una leyenda con la que algunos historiadores recientes han creído deber embellecer la vida de Vicente de Paúl. Se conocía desde finales del siglo diecisiete la leyenda del forzado liberado por el santo que le habría reemplazado en el banco de las galeras. Hemos visto en nuestros días renacer la leyenda de Vicente recorriendo por la noche las calles y encrucijadas de París para recoger en sus brazos a los niños abandonados. Escuchemos el relato de los dos últimos historiadores del santo que analizamos fielmente. Poco confiado, dicen, en la vigilancia de la policía, que con demasiada frecuencia dejaba perecer de hambre y de frío a los niños abandonados en la esquina de las aceras, Vicente, llevado por su ardiente caridad, y desafiando la lluvia y la nieve, en las noches de invierno, iba solo a descubierto por los arrabales más apartados, más pobres, más peligrosos, y pocas veces volvía al alojamiento sin traer en su abrigo a su piadoso botín. Se sabe que a principios del siglo diecisiete París no tenía faroles, y que al caer la noche los ladrones y asesinos se hacían dueños del pavés. Este es un elemento dramático de poderoso efecto. ¿Cómo resistir a las ganas de hacerse con él? Vicente era bien conocido de los bandidos, añaden sus últimos biógrafos, y como estaban seguros de que él no deseaba más su presa que lo estaban ellos de disputarle la suya, le dejaban pasar sano y salvo, hasta descubriéndose a veces, tanto imponía su sublime virtud a los corazones más endurecidos. Hay más, se nos asegura que, encontrado una noche por una panda de bandidos, en los que quedaba todavía un tenue resplandor de religión, éstos le pidieron su bendición arrodillándose a sus pies. ¿En qué libro, en qué documento digno de fe han recogido su relato estos historiadores? No han tenido la precaución de indicárnoslo. Lo que sí es cierto es que no existe ningún rastro de parecidos hechos en las dos más antiguas y las dos más importantes historias del santo, en Abelly ni en Collet. Las carreras nocturnas de Vicente de Paúl son puros inventos, y esta es la prueba. Él se había impuesto como regla presidir en persona, todas las tardes, en la oración de su comunidad, oración que acababa a las nueve, lo misma que la de la mañana, que comenzaba a las cuatro y media. En la época en que se sitúan estos pretendidos episodios, Vicente tenía de setenta y dos a setenta y cinco años; apenas podía tenerse en pie, doloridos y cubiertos de llagas como los tenía, y además estaba con las fiebres cuartanas, que le obligaban, para calmar sus accesos, a guardar la cama cada noche, para provocar el sudor. ¿Cómo conciliar estos hechos precisos con sus pretendidas carreras nocturnas? Un historiador de nuestro tiempo, Capefigue, ha ido más lejos aún, a fin de dar a esta leyenda y a sus circunstancias todas las apariencias de la verdad. “Tengo, dice él, a la vista un librito redactado por aquellas mujeres caritativas que se habían impuesto el noble deber de socorrer a los niños expósitos; es una especie de narración de las nobles peregrinaciones que san Vicente hacía por la ciudad de París para recoger a los niños abandonados; un verdadero diario del establecimiento compuesto por los cuidados de las damas del hospicio”. Luego el autor cita algunos fragmentos de este diario manuscrito, obra evidentemente apócrifa, que ha tenido tal vez entre las manos o que la ha fabricado él mismo por uno de aquellos píos fraudes que la crítica lo mismo que la conciencia no podrían admitir. Situemos de nuevo estos fragmentos a la vista del lector:

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“22 de enero (sin milésimos). -El sr Vicente llegó hacia las once de la noche; nos ha traído dos niños; uno puede tener seis días, el otro, más: ¡lloraban, los pobrecitos! La señora superiora se los ha confiado a unas nodrizas. 25 de enero. -Las calles están llenas de nieve; esperamos al sr Vicente; no ha venido esta noche. 26 de enero. -El pobre sr Vicente está transido de frío; nos viene con un niño, pero está ya destetado, ése: da compasión verlo; tiene pelo rubio, una señal en el brazo. Dios mío! Hace falta tener el corazón de piedra para abandonar así a una pobre criaturita! 1º de febrero. -El sr arzobispo ha venido a visitarnos; tenemos mucha necesidad de las caridades públicas; la obra va despacio: el sr Vicente no calcula nunca su ardiente amor para los pobres niños. 3 de febrero. -Algunos de nuestros pobres niños vuelven de nodriza: parece que tienen salud, la mayor de nuestras pequeñas tiene cinco años; la Hermana Victoria comienza a enseñarle el catecismo y a hacer algún trabajo de aguja. El mayor de nuestros pequeños, a quien llamamos Andrés, aprende de maravilla. 7 de febrero. -El aire es muy fresco: el sr Vicente ha venido a visitar a nuestra comunidad; este santo hombre está siempre de pie. La Superiora le ha ofrecido que descanse: se ha ido enseguida a sus pequeños niños. Es una maravilla oírle sus dulces palabras, sus hermosos consuelos; estas criaturitas le escuchan como a su padre. ¡Oh! ya lo creo que se lo merece, este buen sr Vicente. Hoy he visto correr sus lágrimas; uno de nuestros pequeños ha muerto. -¡Es un ángel! ha exclamado: pero es muy duro no volver a verlo!” Hemos dicho antes por qué motivos no podía Vicente abandonar San Lázaro a partir de las nueve de la noche. Añadamos, que desde la publicación del libro de Capefigue, nadie a vuelto a ver el manuscrito que pretende haber tenido en las manos. Este diario no existe ni en los archivos de la Misión, ni en ninguna de las diversas casas de las Hijas de la Caridad. A pesar de todos estos imposibles y de estas inverosimilitudes, Capefigue ha sido creído de palabra por los dos últimos historiadores de Vicente de Paúl. Lo que sin embargo, a primera vista, habría debido, según parece, ponerlos en guardia contra la autenticidad de este pretendido diario, son los matices de estilo que, en ciertos pasajes, lejos de parecerse en nada a la manera de escribir del siglo diecisiete, presentan todos los caracteres de una redacción de comienzos de nuestro siglo. A la cortesía del sabio sr Pémartin, secretario general de la congregación de la Misión, debo haber podido destacar estos errores. Séame permitido expresarle de nuevo toda mi respetuosa gratitud. Regresemos a un terreno más sólido. Vicente no tendrá que perder nada en él. Hasta el año 1640, la nueva obra no había podido asegurarse más que una renta de mil cuatrocientas libras, y así y todo, el número de los niños de adopción de Vicente aumentaba cada día, y todavía más el número de los que había que dejar. Durante dos años, estos últimos eran echados a suertes, y Vicente, quien había tolerado con una pena extrema esta cruel costumbre, resolvió abolirla por fin. Al comenzar 1640, convocó en asamblea general a sus damas de caridad, y les dedicó un discurso tan patético, que se dejaron llevar a adoptar sin excepción a todos los niños expósitos. Habían prometido más allá de sus fuerzas, pero Vicente vino en su ayuda imponiendo a sus misioneros las más rudas privaciones, y obteniendo de la piedad de Ana de Austria, quien había sido por entonces madre contra toda esperanza, una renta anual

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de cuatro mil libras, sobre el arriendo del señorío de Gonesse. Se constata en otras cartas patentes, dadas dos años después para confirmar las primeras, que la mayor parte de los niños expósitos han sido recogidos, que su número se leva a cuatro mil, y los recursos a veintiocho mil libras, suma a la que contribuye la caridad de los particulares hasta catorce mil libras, y Luis XIV, de nuevo, hasta ocho mil libras de renta anual que sacar de los cinco arrendamientos, sin contar la renta de cuatro mil libras constituida ya por el rey Luis XIII, su padre. Pues bien, los gastos se elevaban por encima de las cuarenta mil libras . Sobrevinieron las guerras civiles de la Fronda, que durante cinco años causaron una perturbación tan profunda en la fortuna pública y en la de los particulares. Las damas de la Caridad, viendo disminuir día a día todos los recursos, declararon a Vicente que este gasto estaba muy por encima de sus fuerzas, y que había que renunciar a él. Vicente, muy conmovido, acudió a la señorita Le Gras y a sus hijas, y éstas, condenándose a las más crueles privaciones, trataron, pero vanamente, de sostener tales cargas, sin perder los ánimos, él resolvió intentar un último esfuerzo. Convoca de nuevo en asamblea general a sus damas de caridad (1648), en primera línea a las más entregadas a su obra: las Miramion, las Marillac, y en un discurso de la más conmovedora elocuencia, las coloca en la alternativa de renunciar inmediatamente a su obra, o de asegurar su existencia para siempre. “Sois libres, Señoras, les dice. Por no haber contraído ningún compromiso, os podéis retirar desde hoy. Pero, antes de tomar una decisión, reflexionad lo que vais a hacer. Por vuestros cuidados caritativos, habéis conservado hasta ahora a un número muy grande de niños que, sin esta ayuda, la habrían perdido para el tiempo, y tal vez para la eternidad. Estos inocentes, al aprender a hablar, han aprendido a conocer y a servir a Dios. Algunos de ellos comienzan a trabajar y estar en situación de no depender ya de nadie. ¿Tan felices comienzos no presagian acaso una continuación más feliz todavía?” Y entonces Vicente, incapaz de contener la emoción que se desborda de su corazón, termina su discurso con esta célebre y sublime perorata: “Pues bueno, Señoras, la compasión y la caridad os hicieron adoptar a estas pequeñas criaturas como hijos vuestros. Habéis sido sus madres según la gracia, cuando sus madres según la naturaleza los abandonaron. Mirad ahora si queréis abandonarlos. Dejad de ser sus madres para convertiros ahora en sus jueces: su vida y su muerte están en vuestras manos. Voy ahora a recibir los votos y los sufragios: es tiempo de pronunciar su destino, y de saber si no tenéis ya misericordia para ellos. Vivirán si continuáis teniendo un cuidado caritativo de ellos y, por el contrario, morirán y perecerán sin remedio si los abandonáis: la experiencia no os permite dudar de ello”. Vicente había pronunciado estas últimas palabras con una voz tan penetrante, que las damas de caridad, compartiendo su emoción, “concluyeron por unanimidad que había que sostener, al precio que fuera, esta empresa de caridad y, para ello, deliberaron entre sí sobre los medios de hacerla subsistir”. Obtuvieron del Rey que el castillo de Bicêtre que, bajo Luis XIII, había servido de morada a los soldados inválidos, se convertiría en hospital para los niños abandonados. Allí se alojaron primero todos los que estaban destetados; pero como el aire demasiado vivo de Bicêtre les era perjudicial, los trasladaron a una casa grande del arrabal de San Lázaro, donde se encargaron diez o doce Hijas de la Caridad de cuidar de ellos, lo mismo que a otros pequeños de pecho. Varias nodrizas eran mantenidas en este hospital, para dar leche a los niños recién llegados, esperando que otras nodrizas de los campos vinieran a llevárselos. Los niños destetados se llevaban al hospicio, donde las Hermanas de

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Caridad les enseñaban a hablar, a rezar a Dios, y a trabajar para prepararles a ganarse la vida. Vicente vigilaba con tanta solicitud a estos queridos pequeños que, no contento con los auxilios que les daban a los que estaban en el hospicio de San Lázaro, enviaba a visitar con frecuencia, por medio de sus Hermanas de Caridad, a los que estaban en el campo con las nodrizas. En un discurso pronunciado por él, en 1657, en el seno de una asamblea general de las damas de caridad, él constataba los progresos de la obra y, mediante prudentes y juiciosas consideraciones, les hacían comprender cuánto más útil era para los niños expósitos que fueran criados en el hospicio que con sus padres. “Se ha notado, decía, que el número de los que se exponen cada año es casi siempre igual, y que se encuentran casi tantos como días en el año. Ved, por favor, qué orden en este desorden, y ¡qué gran bien hacéis, Señoras, al cuidar de estas pequeñas criaturas abandonadas de sus propias madres, y al hacerles educar, instruir y prepararse para ganarse la vida y salvarse!... Hasta entonces nadie había oído decir, en cincuenta años, que un solo niño expósito hubiera vivido; todos perecían de un modo o de otro. Es a vosotras. Señoras, a quienes Dios había reservado la gracia de hacerles vivir a muchos y vivir bien. Aprendiendo a hablar, aprenden a rezar a Dios y poco a poco se los prepara en la costumbre y capacidad de cada uno. Se los vigila, para educarlos bien según sus modos y corregirles temprano sus malas inclinaciones. Son felices por haber caído en vuestras manos, y serían desgraciados en las de sus padres quienes, de ordinario, son gente pobre y viciosa. No hay más que ver el empleo del día que hacen para conocer bien los frutos de esta buena obra, que es de tal importancia, que tenéis todas las razones del mundo, Señoras, para agradecer a Dios que os la haya confiado”. El informe de 1657 constataba que, durante el año, el número de los niños recibidos en el hospicio era de trescientos noventa y cinco, que los ingresos no habían subido más que hasta dieciséis mil doscientas cuarenta y cinco libras y los gastos eran de diecisiete mil doscientas veintiuna. ¿Cómo igualar este déficit? Vicente, sin dudarlo, desvió en provecho de estos niños todas las limosnas que se daban a la obra de la Misión, y hasta dedujo una parte de las rentas. Uno de sus sacerdotes no lo vio bien y se quejó de las apreturas que de habían impuesto de esta manera a San Lázaro, lo que dio lugar a Vicente a dirigirle una admirable respuesta, de la que éstas son algunas líneas: “Ya que el Salvador ha dicho a sus discípulos: ‘Dejad que los niños vengan a mí’, ¿podemos nosotros rechazarlos cuando vienen a nosotros, sin serle contrarios a él? ¿Qué ternura no demostró hacia los pequeños, hasta tomarlos en brazos y bendecirlos con sus manos? ¿No es acaso a propósito de ellos cuando nos dio una regla de salvación, mandándonos hacernos parecidos a los niños si queremos entrar en el reino de los cielos? Pues tener caridad para los nuños y cuidarlos es, de algún modo, hacerse niño; y proveer a las necesidades de los niños es ocupar el lugar de sus padres y de sus madres, o más bien el de Dios, quien dijo que, si la madre llegara a olvidarse de su hijo, él mismo cuidaría de él, y no le dejaría en el olvido. Si Nuestro Señor viviera todavía entre los hombres en la tierra, y viera a los niños abandonados, ¿pensaríamos que él quisiera abandonarlos también? Sería sin duda hacer injuria a su bondad infinita tener ese pensamiento. Y seríamos infieles a su gracia si, habiendo sido elegidos por su providencia para procurar la conservación corporal y el bien espiritual de estos pobres

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niños, llegáramos a cansarnos de ello y a abandonarlos a causa del trabajo que nos dan”. Vicente no era de los que se dejan desanimar por las dificultades y los obstáculos; mientras vivió, aseguró para siempre la existencia de su obra. Después de su muerte, los señores altos justicieros de París fueron condenados, en varias ocasiones, por el Parlamento a pagar a la obra de los Niños expósitos cánones anuales, que en 1667 se elevaban a quince mil libras. En 1669, Luis XIV les hizo construir un hospital, y en 1675, habiendo reunido en el Châtelet a todos los justicias señoriales de París, ordenó que se dedujera una suma de veinte mil libras al año para ellos del patrimonio real. En adelante la admirable institución de Vicente se extendió por todas las provincias y no cesó de prosperar hasta la Revolución. En su furor de destrucción, la Convención nacional no perdonó más a la obra de los Niños expósitos que a las otras instituciones caritativas. En el sistema de las rotaciones, velo discreto echado sobre las faltas cometidas, sustituyó la prima ofrecida a las jóvenes madres. Pero tal legislación dañaba profundamente el pudor público para que pudiera echar raíces. Napoleón la borró de nuestros códigos y, por un decreto con fecha del 1811, ratificó la obra de Vicente de Paúl, haciendo obligatorio para cada departamento el uso de las rotaciones. Desde 1830, algunos consejos generales creyeron deber suprimirlas y reemplazarlas del mismo modo que la Convención, ofreciendo ayudas a las jóvenes madres. Así colocaron a estas desgraciadas en la cruel alternativa o de sacrificar su honor a sus hijos o sus hijos a su honor, y el espantoso número de los infanticidios demostró demasiado que no se arranca impunemente al pudor sus últimos velos. El sistema de la Convención es tan asesino como brutalmente cínico. El de los tornos salva a la vez la vida de los niños y el pudor de las madres. “Ingenioso invento, ha dicho Lamartine, que tiene manos para recibir y que no tiene ojos para ver, ni boca para revelar”. Entre la obra de los sectarios de 93 y la de Vicente de Paúl, la humanidad y la civilización no podrían pues dudar. EL HOSPITAL DEL NOMBRE DE JESÚS PARA LOS ANCIANOS. -Después de arrancar a la muerte a tantos miles de niños abandonados, la gran alma de Vicente no podría quedar insensible a las miserias y a los sufrimientos de los artesanos ya viejos o enfermos. En 1653, un burgués de París que, por humildad, quiso guardar el anonimato, habiéndosele ofrecido una suma de cien mil libras, para hacer el empleo que creyera más útil, Vicente le propuso que fundara un hospicio para los ancianos de ambos sexos. Su plan fue adoptado y, el 29 de octubre del mismo año, se firmó el contrato a efectos de reglar el empleo de las cien mil libras. Se compró una casa en el arrabal de Saint-Martin, para instalar allí primero a cuarenta ancianos pobres, que debían ser alimentados y vestidos con las rentas de esta suma, y colocados bajo la dirección de Vicente durante su vida, y bajo la de un sacerdote de la Misión después de su muerte. El 15 de marzo de 1654, el contrato fue aprobado por los vicarios generales del cardenal de Retz, entonces preso de Mazarino y, en noviembre del mismo año, el Rey entregó, a favor del nuevo hospicio, cartas patentes para declararle bien inalienable, facilitarle, lo mismo que al Hospital General, todos los derechos sobre los géneros para su uso. La obra así fundada, el mismo burgués que había regalado a la fundación las

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cien mil libras la dotó con treinta mil más. El nuevo hospicio, que recibió el nombre de Jesús, fue dispuesto y amueblado con tal prontitud, que al acabar el año, pudo recibir a cuarenta ancianos de uno y otro sexo. Fueron alojados en dos cuerpos de edificio separados uno de otro, y Vicente puso a las Hermanas de la Caridad a su servicio. El reglamento que les dio llevaba, como todos los que redactaba para todas sus fundaciones, el sello de su profunda experiencia. Todo su tiempo debía estar repartido entre la piedad, el trabajo y honestas distracciones. Nadie sabía mejor que él toda la moralidad que había en el trabajo. Todos sus ancianos, sin excepción, estaban sometidos a él según sus fuerzas y su estado de salud. Les mandó comprar útiles variados según las diversas industrias a las que habían pertenecido. Los objetos fabricados por ellos eran vendidos, los dos tercios de los precios descontados para el hospicio, y el otro tercio se les entregaba para sus gastillos. Este asilo se parecía tanto a un taller, y el régimen al que estaba sometido era tan suave, que .los pobres, lejos de entrar con repulsa, solicitaban una plaza con mucha antelación. Desde la Revolución, este hospital se convirtió en el hospicio de los Incurables, situado en el arrabal Saint-Martin. Desde el tiempo de Luis XIV, sirvió de modelo al Hospital general, el más vasto establecimiento de caridad que se haya fundado en los tiempos modernos. HOSPITAL GENERAL. -El hospicio para los ancianos estaba tan hábilmente organizado, y tan hábilmente administrado, que Luis XIV tuvo la idea de crear un inmenso hospital general, donde serían alimentados y cuidados todos los pobres de la ciudad y de los arrabales de París. En 1653, con el concurso de la reina Ana de Austria, su madre, comenzó a ceder a Vicente el edificio de la Salpétrière, con los vastos terrenos que lo rodeaban, e hizo entrega al nuevo hospital de cincuenta mil libras y de tres mil libras de renta. En 1656, publicó un edicto por el que ordenaba que todos los mendigos de uno y otro sexo, válidos e inválidos, “serían encerrados en un hospital para ser empleados en labores, manufacturas y otros trabajos según su poder”. La Salpétrière no estaba todavía en estado de recibir un número considerable; los que no podían entrar eran llevados “a la Grande y a la Pequeña-Piedad, en Bicêtre y otras dependencias”. Por este mismo edicto. La mendicidad quedaba prohibida a los inválidos y a los válidos: no estaban exceptuados más que los pobres vergonzantes, asistidos a domicilio. Por reincidencia, los hombres eran condenados a las galeras, y las mujeres y jóvenes al destierro. La dirección del Hospital general estaba confiada a Vicente y a los sacerdotes de la Misión, bajo la autoridad del cardenal de Retz, arzobispo de París, y de sus sucesores. Se había asignado una dotación considerable en favor del nuevo establecimiento; el Rey se declaraba su protector y conservador, y le hacía “copropietario de todos los bienes de los hospitales que abrazaba en su circunscripción”. El edicto proveía a la vez a la educación religiosa de los pobres y a su instrucción profesional. Ordenaba en toda la extensión del Hospital y de sus dependencias la creación de manufacturas cuyos productos serían vendidos en favor de los pobres. Los mendicantes que no habían nacido en París, o en sus arrabales, debían ser conducidos y encerrados en los hospicios de su provincia; y si no existían, eran recibidos en el Hospital general. En cuanto a los vagabundos y a la gente sin informes, eran expulsados de París y alrededores, si eran válidos. Lo mismo que en el hospicio de los ancianos fundado por Vicente, la tercera parte del precio del trabajo era entregada, a partir de la edad de

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dieciséis años, a todos los pobres del Hospital general. Los trabajos de construcción habían avanzado tan rápidos, que a comienzos del año 1657, este vasto asilo estuvo en condiciones de recibir a una parte de los mendigos de París. Una disposición del Parlamento, con fecha del 7 de marzo del mismo año, les obligaba a reunirse, del 7 al 13 de mayo, en el patio de la Pitié. Sobre cuarenta mil de los que se componía este numeroso ejército, apenas cinco mil respondieron al primer toque de trompeta. El resto se escapó y se dispersó por las provincias. Nunca se vieron tantas curaciones repentinas, a tantos lisiados recobrar de repente el uso de sus miembros. Nunca se vio en París a tanta gente curada así decía graciosamente Loret, el gacetero poetastro. Pero pronto los mendigos se deslizaron de nuevo por la capital, y durante el año 1659, no hubieron hecho menos de ocho invasiones a mano armada, cuando hubo que reprimir por la fuerza. Hasta el siglo dieciocho no pudo París verse libre de esta plaga por la creación de depósitos de mendicidad, que Napoléon extendió más tarde a toda Francia. Se lee en una declaración del Parlamento, del mes de enero de 1663, que “más de sesenta mil pobres encontraron en el Hospital general alimentos, ropas, medicamentos; que, además a todos los matrimonios necesitados, se han distribuido porciones, esperando que se les pueda abrir la casa”. Podía contener como media a unos veinte mil pobres, y tal fue constantemente desde entonces la cifra de su población. Luis XIV, por la creación de tal establecimiento, rindió pues un inmenso servicio a París; pronto las principales ciudades del reino imitaron su ejemplo. Ilustres contemporáneos, Patru, Fléchier, Bossuet, celebraron la mano generosa que había hecho surgir del suelo este vasto y soberbio edificio. “Salid un poco de la ciudad, decía Bossuet, en un sermón que predicaba en la capilla del Hospital general, y ved esta nueva ciudad que se ha construido para los pobres, el asilo de todos los miserables, la banca del cielo, el medio común asegurado a todos de asegurar sus bienes y de multiplicarlos por una celestial usura. Nada iguala a esta ciudad; no, ni siquiera esta soberbia Babilonia, ni estas ciudades famosas que los conquistadores han edificado. Allá, se trata de robar a la pobreza toda la maldición que trae la holgazanería, de hacer pobres según el Evangelio. Los niños son educados, las parejas recogidas, los ignorantes instruidos reciben los sacramentos”. Fue también en este mismo Hospital, el 29 de junio de 1657, donde Bossuet predicó su panegírico de san Pablo, una de sus maravillas oratorias. Había un hombre que no aplaudía sin reserva, como lo hacía Bossuet, a todo lo que se había ordenado para el Hospital general, y este hombre era Vicente de Paúl. Enemigo de toda coacción, y menos preocupado por la policía de la ciudad que por la libertad de los pobres, había visto con verdadera repugnancia a unos encerrados por la fuerza, y rechazados a las provincias a los que no habían nacido en París. No había experimentado placer más grande sino cuando hacía distribuciones de pan a la puerta de San Lázaro, la orden de 1657 le conminaba a tenerla cerrada a sus queridos mendigos en adelante. Debió experimentar un cruel dolor, él que se inclinaba tanto por la limosna libremente dada y libremente aceptada, por esta forma tan fraterna de la caridad cristiana. “¿Qué será de esta pobre gente? decía él señalando a los pobres a quienes se expulsaba de París. Hacer un Hospital general, encerrar en él solamente a los pobres de París, y dejar allí a los de los campos, es algo que no puedo aprobar. París es la esponja de toda Francia y que atrae la mayor parte del oro y de la plata. Y si esta

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gente no tienen entrada, una vez más ¿que será de ellos? y en particular esa pobre gente de Champaña y de Picardía y de otras provincias arruinadas por la guerra?” CAPÍTULO XIII -El Consejo de conciencia y Vicente de Paúl. -La hoja de los beneficios. -Lucha de Vicente y de Mazarino. -El partido de los santos. -Desgracia de Vicente de Paúl. En una de sus últimas declaraciones, Luis XIII había ordenado a la Reina no tomar la decisión en asuntos eclesiásticos y conferir obispados y grandes beneficios “a personas de mérito y de piedad singular, que llevaran tres años en el sacerdocio”, sin haber consultado antes al cardenal Mazarino. Pero el deseo que había expresado más tarde el Rey en su lecho de muerte que Vicente de Paúl fuera asociado a estas elecciones estaba demasiado conforme con la piedad de Ana de Austria, para que ella no lo tuviera en cuenta. Estableció pues un consejo de conciencia en el que debían ser tratadas todas las cuestiones religiosas y discutidos todos los títulos de los candidatos a las principales dignidades de la Iglesia. Llamó a él, reservándose la presidencia, al cardenal Mazarino, al canciller Séguier, a dos prelados de alta virtud: Potier, obispo de Beauvais; Cospéan, obispo de Lisieux; a Charton, gran penitenciario de París, y estableció como cabeza de este consejo a Vicente de Paúl. Vicente, asustado de la enorme responsabilidad que iba a pesar sobre él, de todos los honores unidos a una dignidad que le convertirían, por decirlo así, en el árbitro de la Iglesia de Francia y que le impediría entregarse a su gusto a sus buenas obras, Vicente suplicó a la Reina que le ahorrara esta tarea. Pero esta princesa, sabiendo todo lo que podía esperar de su incorruptible virtud, que serviría constantemente de freno a la insaciable avidez de su favorito, le impuso el deber de la obediencia, y no le quedó ya otro remedio a Vicente que inclinarse. “No he sido nunca más digno de compasión, escribía él a Roma a uno de sus sacerdotes, ni nunca he tenido más necesidad de oraciones que ahora, en el nuevo empleo que tengo. Espero que no sea por largo tiempo. ¡Rogad a Dios por mí!” Varias veces hizo esfuerzos inútiles para verse exonerado de esta carga. La Reina no quiso nunca consentir en verse privada de sus servicios y, por su parte, el viejo cardenal de la Rochefoucauld le hizo un favor, en nombre de los intereses de la Iglesia de Francia, de no abandonar el consejo. Durante una de sus misiones, hacia finales de 1644, corrió el ruido de que había caído en desgracia, y cuando esta noticia llegó a sus oídos: “¡Quiera Dios, exclamó, que sea cierto! pero un miserable como yo no era digno de este favor”. Vicente se impuso en primer lugar hacer aplicar un reglamento severo que había presentado a la regente, con el fin de destruir los enormes abusos que se habían introducido en la colación de los obispados y otros beneficios. Sucedía a veces que importantes prioratos, abadías considerables, y hasta obispados, eran conferidos a hijos de grandes familias, cuya poca edad hacía la vocación todavía incierta, y que incluso, llegando a mayores, sin entrar en la vida eclesiástica, no dejaban de percibir sus rentas. Por otro abuso no menos escandaloso, se concedían a menudo pensiones sobre los beneficios a hombres de guerra, simples laicos, a quienes sus heridas

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condenaban al retiro. Vicente, fuertemente secundado por sus virtuosos cohermanos, los obispos de Beauvais y de Lisieux, hizo todos los esfuerzos que pudo para extirpar tales abusos. Cuando habían sido entregadas abadías en manos de profanos, que se contentaban con percibir los frutos, dejando caer en la ruina las edificaciones y las iglesias, no titubeaba en mandar apoderarse de lo temporal por vía de justicia con el fin de dedicarlo al mantenimiento y a las reparaciones urgentes. Mazarino no le disputó al principio la colación de los beneficios inferiores, que el santo hombre tuvo cuidado de distribuir con la más escrupulosa justicia a sacerdotes de mérito y de virtud, principalmente a los eclesiásticos de la casa del Rey y de la Reina y a los capellanes del ejército. No pasó lo mismo con los beneficios más importantes y con los obispados, de los que el todopoderoso ministro, por política como por avaricia, entendía disponer por sí y a su gusto. Vicente y los obispos de Beauvais y de Lisieux tuvieron que sostener contra él, en este capítulo, una lucha de las más ardorosas. Mazarino había hecho de la simonía un honor: nunca distribuía beneficios a los más dignos y más virtuosos, sino a los que más ofertaban o a los que se entregaban en cuerpo y alma a su política. “Tiemblo, decía a veces Vicente, consternado, que un tráfico tan condenable atraiga la maldición de Dios sobre este reino”. Y perseguía esta simonía implacable y resueltamente por todas partes donde podía descubrirla. Durante diez años se atrevió a enfrentarse a Mazarino, ante quien todo se doblegaba. Solo, siguió inflexible, a riesgo de perderse en el espíritu de la Reina, como se sintió varias veces amenazado. Si se le pedía consejo para la colación de los beneficios superiores o de las prelaturas, o si de creía imponerle elecciones, se negaba inexorablemente a admitir a sujetos indignos, con riesgo de atraerse el peligroso odio del favorito. Resistía a los ruegos de sus propios amigos y hasta los de la Reina, quien cedía a menudo a sus observaciones. En una ocasión, negó al tercer hijo del sr de Chavigny, que sólo tenía cinco años, una abadía vacante a la muerte de uno de sus hermanos, y este secretario de Estado, lejos de sentir resentimiento, le alabó por su firmeza. En otra ocasión, una duquesa, a quien había negado para su hijo la sede episcopal de Poitiers, se mostró de una compostura menos fácil: agarró un taburete y se lo lanzó a la cabeza. “¡No es cosa admirable, dijo Vicente, enjugándose con un pañuelo la sangre que le cubría la cara, ver hasta qué punto puede llegar la ternura de una madres por su hijo!” Y despidiéndose de la gran señora, prohibió que la molestaran. Todos los testimonios contemporáneos, los más humildes como los más ilustres, están de acuerdo en rendir homenaje a esta alta integridad de Vicente de Paúl. Con ocasión de su canonización, Fénelon escribía a Clemente XI: En el hombre de Dios brillaban un increíble discernimiento de los espíritus y una firmeza singular. Sin atender ni al favor ni al odio de los grandes, no consultó más que el interés de la Iglesia cuando, en el consejo de conciencia, por orden de la reina Ana de Austria, madre del Rey, daba su consejo para la elección de los obispos. Si los demás consejeros de la Reina se hubieran adherido con más constancia a este hombre, para quien el futuro parecía estar desvelado, se habría apartado muy lejos del cargo episcopal a ciertos hombres que luego causaron grandes disturbios. “Es la estima pública, escribía, por su parte, al mismo pontífice, el presidente Lamoignon, la que llevó a la Reina madre a llamarle a su consejo de conciencia; pero este honor no le impidió vivir como siempre había vivido. En las ocasiones difíciles, habló con una firmeza digna de los apóstoles; todas las consideraciones humanas no

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pudieron llevarle a disimular tan siquiera un poco la verdad, y no se sirvió nunca de la confianza de los grandes más que para inspirarles los sentimientos que debían tener”. Mazarino, no contento con disponer de los obispados y de las abadías más ricas a favor de sus criaturas y del mejor postor, había reunido sobre su cabeza, hacia el final de su vida, el obispado de Metz y más de treinta grandes beneficios de una renta considerable. Vicente, él nunca pensó una sola vez en desviar, en favor de sus establecimientos caritativos, las rentas del menor priorato. Durante el proceso de su canonización, el ministro Le Pelletier depuso que había oído al canciller de Francia, Michel Le Tellier, expresarse en estos términos sobre este admirable desinterés del santo hombre: “En calidad de secretario de Estado, estuve al alcance de tener un gran comercio con el sr Vicente. Hizo más obras buenas en Francia, por la religión y por la Iglesia, que nadie que yo haya conocido; pero advertí en particular que en el consejo de conciencia donde era el principal agente, nunca se trató ni de sus intereses, ni de los de su congregación, ni de los de las casas eclesiásticas que había fundado”. En esta misma declaración, Le Pelletier rendía la misma justicia a la humildad que no cesó de guardar Vicente en medio del fausto de la corte: “Era muy joven yo todavía, dice, cuando vi en el Louvre al siervo de Dios, y allí le vi muchas veces. Se presentaba con una modestia y una prudencia llenas de dignidad. Los cortesanos, los prelados, los eclesiásticos y otras personas le hacían objeto de grandes honores; y él los recibía con mucha humildad. Salido del consejo, donde había decidido de la suerte de cuanto había de más grande en el reino, era tan cómodo, tan familiar con el último de los hombres, como entre los esclavos de Túnez o en la banca de los forzados. Un virtuoso obispo que no le había visto desde su entrada en la corte, viéndole tan humilde, tan afable, tan dispuesto a prestar servicio como antes, no pudo por menos de decirle: el sr. Vicente es siempre el sr. Vicente”. Tal en efecto quiso ser hasta la muerte. Sin miedo a las habladurías de los cortesanos, se presentaba en el Louvre con la misma sotana que llevaba al visitar los hospitales, sotana de una lana grosera, toda raída y remendada, pero de una gran limpieza. Habría pensado cometer un robo para con los pobres y los niños expósitos, de quienes se había convertido en el padre, si se hubiera comprado una nueva antes que la otra hubiera cumplido su tiempo. El cardenal Mazarino, que llevaba en todo el lujo hasta el rebuscamiento, que se hacía arreglar el bigote a tijera y se inundaba de perfumes como un Griego del Bajo Imperio, lejos de comprender todo lo que había de sublime en esta sencillez y esta pobreza, sólo era para él objeto de burla. Un día, agarrando al santo hombre por su mal ceñidor y señalándoselo a la Reina: “Ved pues, señora, exclamó, ¡cómo viene el sr Vicente vestido a la corte y qué hermosa sotana trae! -Eso es verdad, monseñor, le respondió Vicente de Paúl sonriendo, pero está sin mancha y sin roto”. Vicente, por lo demás, disimulaba tan poco en sí mismo el singular contraste que debía producir en medio de esta corte tan brillante su rústica persona, tan miserable y ridículamente vestida, que al verse en los espejos del Louvre, no podía por menos de exclamar: “¡Oh, el gran patán!” Se puede comprender de qué espanto fue presa cuando la Reina quiso darle el capelo de cardenal, y cuál fue su respuesta. Mazarino, a fin de destruir la influencia de la corte de Roma que, mediante secretas negociaciones de sus nuncios, se esforzaba de continuo en incorporar a su política al clero de Francia y en oponerle a la suya, Mazarino no perdió ocasión de reconstruir una Iglesia únicamente galicana y que estuviera enfeudada a la monarquía francesa.

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No se imaginó nada mejor, para poner enteramente al alto clero bajo su dependencia, que constituirse en el único dispensador de las dignidades y de los grandes beneficios eclesiásticos. Poco a poco, hizo que se estableciera por regla en el gabinete, que el sr de la Vrillière, secretario de Estado de los asuntos del clero, no expidiera nombramiento de alguna importancia sin que él la hubiera aprobado y revestido con su firma. Mientras llenaba de atenciones a los obispos de Lisieux y de Beauvais, y sobre todo a Vicente de Paúl, mientras seguía sus consejos con deferencia en los asuntos menores, para todos los de alguna importancia y que afectaban a sus intereses, no tomaba ningún parecer más que de sí mismo. Pero al no poder, a pesar de todas sus astucias y sus precauciones, triunfar de su resistencia, se ocupó de no convocar el consejo sino a largos intervalos, hasta el momento que encontrara algún pretexto para suprimirlo. La Reina era española y devota, y no era fácil persuadirla de que la política debiera ir por delante de la religión. Mazarino se las arregló muy bien para engañarla sobre sus verdaderas intenciones y para ocultarle el propósito que perseguía. A ejemplo de Richelieu, apoyó a los Jesuitas, quienes no le gustaban nada, y proscribió a los jansenistas, a quienes detestaba y se lo devolvían muy bien. En París, cierto número de obispos no se dejaron dirigir más por el nuncio Sforza. Mazarino, prodigando los beneficios, se formó entre los galicanos un partido preparado para luchar contra el partido adicto a la Santa Sede. En Roma, bajo el reinado de Urbano VIII, quien se había mostrado totalmente favorable a Francia, logró equilibrar la influencia de los cardenales que le eran hostiles. Bajo Inocencio X, que era su enemigo personal y, también, gran partidario de España, Mazarino, para tenerle en jaque, hizo cada vez mayor tráfico con los bienes de la Iglesia. Los honestos prelados del consejo de conciencia, y Vicente a su cabeza, que no entendían nada de esta política profana y que no veían en todas estas distribuciones más que una abominable simonía, no cesaban de presentar sus quejas a la Reina. El cardenal, para destruir en el espíritu de la regente los escrúpulos que le producía el partido de los santos, se reunía con ella todas las noches para conversar en particular. Al dejarla, tomaba nota en sus libretas, que existen todavía en la Biblioteca nacional, todas sus conversaciones con esta princesa, las reflexiones que hacían nacer en él y las resoluciones que le parecía que se debían tomar contra sus piadosos adversarios. El obispo de Lisieux, orador de fama por entonces, amigo del P. de Bérulle, y de quien Richelieu mismo había respetado siempre “la virtud y la barba gris”, se declaró resueltamente, en público y en secreto, contra la política simoniaca del cardenal. Vicente le secundó lo mejor que pudo ante la Reina, y para dar más peso y autoridad a sus advertencias, comprometió a esta princesa para que consultara con el P. de Gondi, a quien ella había ofrecido, al principio de la regencia, el cargo de primer ministro, que éste se apresuró a rehusar para no abandonar su clausura. La Reina consintió en ver al ilustre Oratoriano, y como éste sin duda le dejó adivinar que había entregado toda su autoridad en las manos del cardenal, la reina exclamó con fuerza y le declaró que no creía dejarse gobernar, y que si alguna vez él pensaba que lo fuera, le rogaba que saliera de su celda y viniera a aconsejarla. Volvió, por supuesto, y fue para levantarse con más fuerza contra Mazarino. En el partido de los santos se hallaba una multitud de hombres y de mujeres tan distinguidas por su nacimiento como por su piedad, entre otras la marquesa de Maignelais, la señora de Liancourt, la señora de Loménie de Brienne, religiosos, el P.

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Dans, el P. Lambert, de quienes Mazarino anota con cuidado los nombres en sus apuntes, para poder librarse de ellos de una manera o de otra. Poco escrupuloso por los medios, arruinó al P. Lambert en el espíritu de la Reina haciéndole pasar por jansenista y amigo de Antonio Arnauld, y se deshizo del P. Dans por medio de un canonicato que le ofreció en la Santa Capilla. En cuanto al P. de Gondi y a Vicente de Paúl, veremos pronto cómo se vengó del primero y cómo llegó a destruir en parte la influencia del segundo. De la ciudad la oposición del partido de los santos se había deslizado a los conventos y, por ese lado, se lo temía todo, pues la Reina muy piadosa, y como verdadera Española, no faltaba en acudir allí para hacer los retiros, sobre todo al acercarse las principales fiestas. Entre sus preferencias estaba el Val-de-Grâce, y este convento de religiosas era el principal hogar de la guerra santa contra el cardenal. Mazarino hizo todos los esfuerzos, usó de todos sus artificios para apartar a la Reina de estas visitas a los monasterios, de estas prácticas de devoción llevadas al exceso e irreconciliables, según él, con los deberes de una Reina: “Este fasto de piedad, de moda en España, no es apropiado en Francia, le decía él. Al veros acudir sin cesar a las iglesias y a los monasterios, de continuo rodeada de sacerdotes, de monjes y de religiosas, se os compara a Enrique III, quien estaba muy confitado en sus devociones, lo que no le impidió ser expulsado de París”. “Todos estos pretendidos siervos de Dios, escribía en sus apuntes (para ponerlos a la vista de la Reina), son en realidad de los enemigos del Estado. En tiempo de una regencia, y entre tantos planes malos del pueblo, de los grandes, de los parlamentos, cuando Francia tiene sobre sus hombros la mayor guerra que jamás haya sostenido, es necesario absolutamente un gobierno fuerte. Sin embargo la Reina vacila, titubea entre todos los partidos, escucha a todo el mundo, y mientras divulga a sus confidentes los consejos que le doy, no me dice nada a mí de los que le dan mis enemigos. Los conventos, los monjes, los sacerdotes, los devotos y las devotas, so pretexto de mantener el fervor de la Reina, no piensan en otra cosa que en hacerle pasar el tiempo en todas estas cosas, para que no lo tenga para los asuntos y hablar conmigo; y esperan lograr sus designios dando el último golpe, cuando todo esté listo, por la Maignelais, por Dans, por la superiora del Val-de-Grâce (Marie de Bourges) y por el P. Vicente. Todos las devotas están coligadas, y la Maignelais da continuamente citas a Houtefort y a Sénecé. La Reina subordina los asuntos públicos a los domésticos, y en particular a la devoción, cuando debería hacer todo lo contrario. Todo París murmura de sus continuas demostraciones, y se ríen de ella. Que Su Majestad se entere, y hallará que digo la verdad. Dios está en todas partes, y la Reina puede rezarle en su oratorio, en lugar de dar pie a tantas a tantas habladurías tan perjudiciales a su servicio”. Tales eran los comentarios tan políticos como poco devotos que el cardenal hacía de la Reina. Después de hacer fracasar al complot urdido contra su vida por los Importantes, mandando detener al duque de Beaufort y desterrar a la señora de Chevreuse, se aprovechó del estupor producido en el público por este golpe de fuerza para acabar con el partido de los santos. El obispo de Lisieux fue remitido a su diócesis, al P. de Gondi se le prohibió la entrada en la corte, y se obligó pronto a la señora de Hautefort, amiga de la Reina, a separarse de ella. Todas estas desgracias amargaron cada vez más la situación. El obispo de Beauvais, cabeza de los descontentos del clero, siguiendo con sus intrigas contra el favorito, éste hizo contraindicar bajo cuerda en Roma el capelo que se había solicitado para el prelado, después le invitó a seguir al obispo de Lisieux y

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retirarse a su diócesis. “Los obispos de Limoges, de Lisieux y de Beauvais, no encontrándose allí ya para agitar al clero, dice Victor Cousin, la oposición devota, que había dado tantas preocupaciones a Mazarino, se redujo poco a poco a impotentes murmullos, y el cardenal no tardó en salir ganando en este aspecto, con la ayuda de la hoja de los beneficios de los que acabó por disponer de un poder absoluto. El retiro del obispo de Beauvais y del obispo de Lisieux le entregó el consejo de conciencia, donde no encontró más resistencia a sus vistas que con el P. Vicente. Sus medios ordinarios no eran suficientes para dominar al santo hombre, Mazarino, no queriendo enfrentarse a un personaje así, dio la vuelta a la dificultad; suspendió por algún tiempo las sesiones del consejo de conciencia, y no reunió ya este consejo más que raras veces”. Como no era más fácil intimidar a Vicente que corromperle y desarraigarle, éste se atrevió a plantar cara hasta el final al favorito victorioso. La Reina continuó consultándole en secreto sobre la elección de obispos, y más de una vez tuvo bastante suerte para lograr apartar a los indignos protegidos del todopoderoso ministro. Veamos en qué términos la señora de Motteville, la fiel dama de honor de Ana de Austria, nos habla de la admirable conducta que tuvo él en este consejo así mutilado, incluso fuera de él: “Este consejo, dice ella, subsistió mientras que el ministro, viendo su autoridad traspasada, se mantuvo con moderación; pero una vez que se reafirmó, quiso disponer a su gusto y sin ninguna contradicción de los beneficios, como de todo lo demás, o que aquellos a quienes la Reina se los diera fueran de sus amigos, sin preocuparse demasiado que fueran buenos servidores de Dios, diciendo que él creía que lo eran todos. Este consejo no sirvió pues más que para excluir a los que ella no quería favorecer; y algunos años después fue abolido del todo, a causa de que el P. Vicente, que era su jefe, siendo hombre de palabra, que nunca había pensado en ganarse los favores de la gente de la corte cuyas maneras él no conocía, fue puesto fácilmente en ridículo, porque era casi imposible que la humildad, la penitencia y la sencillez evangélica estuvieran de acuerdo con la ambición, la vanidad y el interés que reinan en ella. La que le había nombrado habría deseado mantenerlo; por eso ella tenía algunas conversaciones con él sobre los escrúpulos que le habían quedado siempre; pero le faltó firmeza en esta ocasión, y dejó las cosas con frecuencia según el gusto de su ministro, al no creerse tan hábil como él en muchas cosas; lo que fue causa de que le resultara fácil persuadirla de todo cuanto él quería, hacerla volver, después de alguna resistencia, a lo que el había resuelto. Yo sé sin embargo que, en la elección de los obispos en particular, le costó mucho trabajo entregarse, y más todavía cuando se dio cuenta que había recibido sus consejos con demasiada facilidad sobre este importante capítulo; cosa que no hacía siempre sin consultar en particular al P. Vicente mientras vivió y a otra gente a quienes tenía por buenos; pues fue engañada a veces por la falsa virtud de los que pretendían la prelatura, y cuyos hombres de piedad, sobre quienes se fiaba en este examen, le respondían un poco a la ligera. Sin embargo, a pesar de la indiferencia que parecía tener su ministro en este asunto, Dios hizo la gracia a esta princesa de ver a la mayor parte de los que, durante su regencia, fueron elevados a esta dignidad, cumplir con sus deberes, y desempeñar su oficio con una santidad ejemplar”. Entre los hombres poco dignos que, por esta época, sorprendieron la religión de la Reina para colarse en el episcopado, el P. Rapin cita en primera línea, en sus Memorias, a Juan Francisco Pablo de Gondi, el futuro cardenal de Retz, nombrado coadjutor de su tío el arzobispo de París en 1643, y poco después arzobispo de Corinto.

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“Es verdad, añade el P. Rapin, que la Reina no podía resistir a una gran parte de las personas más importantes de la corte, es decir el duque de Retz, el general de las galeras, Felipe Manuel de Gondi, conde de Joigny, padre del joven abate, y sobre todo el duque de Longueville, la marquesa de Maignelais, el P. Vicente mismo, su antiguo institutor. Jugó tan bien su papel, que se le creyó en el camino hacia el reino de Dios. “Tan verdad es, dice él mismo a este propósito y no sin malicia, que no existe nada que esté tan sujeto a la ilusión como la piedad! Ella consagra toda clase de imaginaciones...” ¿No era en efecto una extraña ilusión que se le hubiera tomado por santo? CAPÍTULO XIV -Vicente de Paúl durante la Fronda. -El cardenal de Retz cabeza de los Frondistas. -Vicente diplomático y gran capellán de Francia.. -Plenos poderes que le da Luis XIV, lo mismo que a los sacerdotes de la Misión. -Vicente proclamado padre de la patria. -Sus negociaciones en favor de la paz. -Sus cartas al cardenal Mazarino. -Arresto del cardenal de Retz. Hasta la publicación del libro de Alfonso Feillet, la Miseria en el tiempo de la Fronda, se andaba lejos de suponer de qué terribles plagas fue presa Francia durante los cinco años que duró esta fatal guerra civil; y, por otra parte, no se conocía sino imperfectamente el grande y noble papel, a la vez totalmente pacífico y caritativo que, durante todo ese tiempo, no cesó de desempeñar Vicente de Paúl. Los autores de las Memorias contemporáneas, gentilhombres en su mayor parte, solo han hallado interés en el relato de las intrigas políticas y galantes de los grandes señores y de las grandes damas de su tiempo; en el espectáculo de la lucha de los príncipes, del cardenal de Retz y de sus frondistas contra la corte y Mazarino; en el cuadro de las tormentosas sesiones del Parlamento, en las que se ponía precio a la cabeza del cardenal ministro; en los brillantes combates que se libraban los dos mayores capitanes de su siglo, Condé y Turena. Bien por indiferencia, bien por cálculo, han echado un velo sobre el aspecto más sombrío, el más lamentable de este drama tragicómico; se olvidaron de decirnos que, en París y en varias provincias, la peste y el hambre que acompañaban a los ejércitos, segaron a miles de hombres de entre las clases pobres. En este capítulo, así como en la admirable entrega de Vicente de Paúl y en sus negociaciones en favor de la paz, el libro de Alphonse Feillet ha sido una verdadera revelación. Nosotros completaremos lo que hay de esencial en su relato por algunas cartas del santo sacadas de su correspondencia, que acaban de publicar, para su uso particular, los RR. PP. Lazaristas. ¡Qué contraste más extraño entre la conducta de Vicente durante la Fronda y la de su indigno alumno, el coadjutor de París! Mientras que Pablo de Gondi, para echar a Mazarino y conquistar el capelo y el ministerio, levanta barricadas, arma a un regimiento contra las tropas del Rey, transforma la cátedra sagrada en tribuna política, se convierte en el jefe de los frondistas y, durante más de cuatro años, con un poder

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de intriga sin igual, alimenta la guerra civil con sus panfletos, con sus emisarios, con sus manejos secretos entre el pueblo, en el parlamento, en la nobleza, en el clero y ante el duque de Orléans, lugarteniente general del reino, Vicente de Paúl, con una perseverancia infatigable, con el más noble patriotismo y la caridad más ardiente, se interpone entre los frondistas y la corte, se esfuerza por poner fin a esta lucha impía y llevar auxilios a todas las víctimas de la guerra y del hambre. Fue pocos días después de las jornadas de las Barricadas del 26 y 27 de agosto, cuando comenzó a jugar este papel de pacificador; pero se puede ver por la carta que vamos a reproducir que los espíritus estaban todavía demasiado recalentados para entregarse a sus exhortaciones. Mazarino se había mostrado hacia ellas tan sordo como el coadjutor, quien decía bien claro que el cardenal no le convencería a él con tanta facilidad como al sr Vicente. “Señorita, escribía Vicente a la señorita La Gras, que se encontraba por entonces en Liancourt, bendito sea Dios por la solicitud que Nuestro Señor os da hacia vuestras queridas hijas y hacia mí, en estas emociones populares. Aquí estamos todos, por la gracia de Dios, sin que Nuestro Señor nos haya hecho dignos de sufrir algo por él en estas circunstancias. Estad segura, por lo demás, que no hay nada que yo haya pensado deber decir que no haya dicho por la gracia de Dios; yo digo con respecto a todo. El mal es que Dios no ha bendecido mis palabras, aunque yo vea las que se dicen de la persona (Mazarino) de quien oís hablar. Es verdad que trato de decirlas de la manera que lo hacen los buenos ángeles, que proponen sin perturbarse, cuando no se hace uso de sus luces. Es la lección que me enseñó el bienaventurado cardenal de Bérulle; y tengo las pruebas de que no tengo gracia, sino que lo estropeo todo, cuando las uso de diferente manera...” Pero si bien Vicente no hizo causa común con los malos ángeles, es decir con los frondistas, como compartía la opinión de ellos sobre Mazarino, y nadie hubiera tenido nunca una libertad de hablar tan grande como él, creyó prestar un verdadero servicio al Rey y al Estado, aconsejándole que abandonara Francia. El cardenal, lejos de seguir este consejo, no le perdonó nunca, se dice, este exceso de franqueza. Durante el sitio de París, cuando la política a ultranza de la regente, demasiado bien servida por los implacables rigores de Condé, hubo hecho sentir a los Parisinos todos los horrores del hambre, un solo hombre se atrevió a hacerles escuchar la voz de la clemencia, es otra vez Vicente quien aboga en favor de los sitiados y quien, por su diplomacia llena de dulzura, se esfuerza, pero en vano, por calmar los sentimientos de venganza de Ana de Austria. Un papel de él a la Reina, descubierto por Alphonse Feillet, nos revela a la vez todo lo que él mostró en esta circunstancia de caridad y de firmeza en su lenguaje: “Señora, París se siente contento maravillosamente cuando ha sabido que la incomparable bondad del Rey y la de Vuestra Majestad querían que, sin impedimento, se trajera trigo; pero esta alegría se ve seguida en un poco de tristeza, porque la gente de guerra no permite dejar a las trops recoger los trigos, como yo lo he visto, sino que corren a los propietarios que se atreven a acercarse para hacer sus cosechas. Suplico muy humildemente a Vuestra Majestad que tenga a bien que le haga esta observación, porque Ella me ha hecho el honor de decirme que el Rey no ha prohibido que los que han sembrado las tierras recojan los frutos, y que yo sé que, si es del agrado de Su Majestad y de la Vuestra remediar el impedimento que se les hace, ello contribuirá

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grandemente a persuadir al pueblo que Ellas le son mejores de lo que se pueda pensar”. Después de esta carta, continuaron los estragos como antes. Pero este fracaso, lejos de desanimar el celo de Vicente, le dio un nuevo impulso. Movido a compasión ante la vista de todos los males que sufrían los parisinos, tuvo el valor de salir de San Lázaro, atravesar el campo infestado de bandas de saqueadores y presentarse en Saint-Germain, para suplicar a la regente que pusiera fin a los horrores del asedio. Había tenido la precaución antes de salir, de no ver a nadie de los frondistas, a fin de poder afirmar a la Reina con toda conciencia que, para intentar dar este paso, él no había tomado consejo más que de sí mismo, y que no había sido acordado con nadie. Escribía al primer presidente del Parlamento, Mathieu Molé, que su único propósito al acudir a Saint-Germain, ante la corte, era trabajar en la paz, y que si él no lo había visto antes de salir de París, era para no despertar ninguna sospecha en el espíritu de la Reina. Este viaje de Vicente no tuvo más éxito que su carta. Ana de Austria, entera en su venganza, no prestó esta vez ninguna atención a las súplicas del hombre de Dios. Mientras que él se agotaba en vanos esfuerzos para calmar los resentimientos de esta princesa, los panfletarios no la perdonaban más que ella en sus Mazarinades. La acusaban principalmente de haber prestado su ministerio a un pretendido matrimonio secreto entre la Reina y el cardenal Mazarino. Se puede leer en la Requête civile contre la conclusion de la paix: “Si es verdad, lo que se dice, que ellos (la regente y el cardenal) estén liados juntos por un matrimonio de conciencia, y que el P. Vicente, superior de la Misión, haya ratificado el contrato, ellos pueden todo lo que hacen, y más lo que nosotros no vemos”. En otro panfleto, de un cinismo más repugnante todavía, se halla una lista fantástica de los amantes supuestos de Ana de Austria: Montmorency, Buckingham, Leganez y Mazarino, con quien se la pretende siempre casada por el P. Vicente. Más tarde, después del regreso de Luis XIV a París, el populacho, presa de un furor bestial contra el santo hombre, a quien acusa de mazarinismo, se precipita sobre San Lázaro, donde cada día se le distribuye pan en abundancia, y lo habría saqueado, sin la intervención de los guardias de corps del joven Rey. Vicente, condenado a la impotencia entre el ejército real y el de los Parisinos, creyó no tener otra cosa que hacer que visitar en las provincias a las diversas casas de su Orden, que comenzaban a sufrir por los primeros desórdenes de la Fronda. Pero de lejos o de cerca, su vigilante caridad estaba siempre sobre aviso, y si bien su casa de San Lázaro y la granja de Orsigny, que dependía de ella, habían sufrido muchos saqueos, hizo todos sus esfuerzos, en la medida de sus débiles recursos, para venir en ayuda de los parisinos hambrientos. Hallándose en Mans, el 4 de marzo de 1649, escribía al sr Portail, uno de sus sacerdotes de la Misión, en Marsella: “... Usted sabe las pérdidas que sufrimos no sólo por los trigos que teníamos en Orsigny y en San Lázaro, sino por la privación de todas nuestras rentas (colocadas en gran parte sobre las diligencias), lo que nos ha obligado a descargar a San Lázaro y a los Bons-Enfants, donde ya no hay más que siete u ocho sacerdotes, dieciocho escolares y algunos hermanos. Los demás han sido enviados a Richelieu y otras partes; y todavía se verán obligados a salir cuando ya no haya nada. Del poco trigo que hay, se distribuyen todos los días tres o cuatro sextarios a los pobres, lo que nos sirve de un muy sensible consuelo en los extremos en que nos vemos, y que nos hace esperar de que Dios no nos abandonará”.

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No hay ninguna carta suya, durante su viaje por las provincias, que no se preocupe por la suerte de los pobres de París, y por mejores medios de socorrerlos. Pero, como consecuencia de la guerra civil, las rentas habían sufrido una baja considerable, todos los demás valores estaban más depreciados todavía, el dinero se había hecho extremadamente raro. San Lázaro, agotado por todas sus caridades, iba a tener falta de trigo también, cuando la paz fue firmada en Saint-Germain, lo que permitió a los misioneros, por medio de algunos empréstitos, hacer nuevas provisiones para atender a la angustia de los parisinos. Durante ese tiempo, Vicente, abrumado de asuntos y fatigas, había caído gravemente enfermo en Richelieu. No pudo regresar a París hasta mucho tiempo después de la paz de Saint-Germain, y esta larga ausencia nos explica porqué, durante el tiempo de la Fronda, no fue colocado hasta bastante después por el Rey a la cabeza de la asistencia pública. Según Abelly, su intervención no se manifestó de nuevo, sino de una manera más eficaz, hasta después del asedio de Guisa (2 de julio de 1650). Al retirarse, el ejército real y el de los españoles habían dejado abandonados por los caminos a un gran número de soldados heridos y enfermos que, por centenares, morían de hambre o por las heridas. Vicente, movido por la suerte de estos desdichados, y encontrando en una dama jansenista, la presidenta de Herse, una auxiliar caritativa, envió a los sitios a dos de sus sacerdotes de la Misión, con una suma de quinientas libras. Pero el número de las víctimas de la guerra era tan alto, ya en Picardía, ya en Champaña, que Vicente se vio obligado a hacer una llamada urgente a sus damas de caridad, y a rogar a Francisco de Gondi, arzobispo de París, que mandara a sus predicadores que movieran, desde lo alto de sus púlpitos, la caridad de los fieles en favor de estas dos provincias. Enseguida se volvieron a abrir todas las bolsas que había cerrado el terror causado por la guerra civil; y la reina de Polonia, María de Gonzaga, “esta hija de Port-Royal”, envió doce mil libras a la Madre Angélica, para las provincias angustiadas, pero diciéndole que se entendiera con el sr Vicente, para la repartición de esta suma. Vicente puso en pie dos cofradías admirables: a los Sacerdotes y a los Hermanos de la Misión, y a las Hijas de la Caridad, que ya habían prestado los mayores servicios en medio de los desastres de la Lorena. Manda salir inmediatamente para la Picardía y la Champaña a seis de sus misioneros y a cierto número de sus Hijas. En Guisa, en Ribemont, en Laon, en la Fère, en San Quintín, en Marle, etc., una espantosa mortandad había diezmado a la población, y el número de los enfermos, privados de todo socorro y muriéndose de hambre en la paja podrida, era espantoso. Vicente, a fin de darse cuenta de una parte del mal se trasladó en persona a Noyon y a Chauny. Jamás los desórdenes de las gentes de guerra habían llegado más lejos. No eran sólo los españoles quienes se entregaban a los últimos excesos, que devastaban los campos, que asaltaban las cosechas, que saqueaban los pueblos, eran también los soldados del ejército real. Nubes de campesinos, que huían de sus casitas incendiadas, andaban errantes a la aventura con sus mujeres y sus hijos para mendigar el pan. Después del combate, muertos y heridos quedaban abandonados, unos sin sepultura, otros sin auxilio. No se distinguían en nada las tropas del Rey de las del enemigo; no se encontraba ya disciplina, ni piedad, ni respeto por las cosas más santas. Los misioneros de Vicente habían sido detenidos por los bandidos del conde de Harcourt y de Turena, y todo lo que llevaban para los pobres y los heridos entregado al pillaje. Vicente protestó con toda fuerza contra esta abominable violación de los derechos de la guerra, y la regente y el Rey, para poner fin a tales excesos, publicaron una orden

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que daba plenos poderes a Vicente y a sus misioneros para reparar los males sin número de la guerra civil, que declaraba a sus personas inviolables y sagradas, y prohibía a los soldados, bajo pena de muerte, cometer el menor robo en su daño. Esta orden que lleva fecha del 14 de febrero de 1651, ha sido sacada de nuevo a la luz por Alphonse Feillet. Ella constituye un título demasiado glorioso para Vicente de Paúl para que no pongamos algunos fragmentos a los ojos del lector: “ Su Majestad habiéndose informado que los habitantes de la mayor parte de los pueblos de sus fronteras de Picardía y de Champaña se ven reducidos a la mendicidad y a una completa miseria, por estar expuestos al pillaje y hostilidades de los enemigos, y al paso y alojamiento de todos los ejércitos; que varias iglesias han sido saqueadas y despojadas de sus ornamentos, y que para sostener y alimentar a los pobres y reparar las iglesias, varias personas de su buena ciudad de París hacen grandes y abundantes limosnas, que se emplean muy útilmente por los sacerdotes de la Misión del sr Vicente y otras personas caritativas enviadas a los lugares donde ha habido más ruinas y más daños, de suerte que un gran número de esta pobre gente se han visto aliviados en la necesidad y en la enfermedad; pero que mientras se hacía esto, las gentes de la guerra, al pasar y alojarse en los lugares donde dichos misioneros se encontraban se han apoderado y salteado los ornamentos de iglesia y las provisiones de víveres, ropas y otras cosas que iban destinadas para los pobres, de manera que no tienen seguridad por parte de Su Majestad, les sería imposible continuar una obra tan caritativa y tan importante para gloria de Dios y alivio de los súbditos de Su Majestad; deseando contribuir en ello con todo cuanto pueda estar en su poder, Su Majestad, por consejo de la Reina regente, prohíbe muy expresamente a los gobernadores y lugartenientes generales en sus provincias y ejércitos, mariscales y maestres de campo, coroneles, capitanes, etc... franceses y extranjeros, alojarse ni permitir que se alojen ninguna gente de guerra en los pueblos de las dichas fronteras de Picardía y de Champaña, para las cuales los sacerdotes de la Misión les pidan salvaguarda para asistir a los pobres y a los enfermos, y realizar en ellas la distribución de las provisiones que lleven, para que estén en plena y entera libertad de ejercer su caridad en la manera y a aquellos a quienes les parezca. Prohíbe, asimismo, Su Majestad a todas las gentes de guerra que se apoderen de nada de los sacerdotes de la Misión ni de las personas empleadas con ellos o por ellos, con pena de vida, tomándolos bajo su protección y salvaguarda especial, imponiendo muy expresamente a todos los magistrados, senescales, jueces, prebostes de mariscales, etc. ... mano dura en la ejecución y publicación de la presente, y persecución de los contraventores, de suerte que el castigo les sirva de ejemplo, etc”. Esta ordenanza que, hasta Fillet, había escapado a la atención de los biógrafos de Vicente de Paúl, es uno de los monumentos que más honran su memoria: “Que se pesen todas las palabras: la confesión del daño al principio de la ordenanza, la barbarie de los soldados llevada hasta ese punto de no respetar ni a los que llegan a llevar auxilio a ellos y a sus víctimas... Esta acta atribuye a Vicente un papel público y oficial... Él es en adelante el Grand Aumonier de la France, en cuyas manos la realeza abdica voluntariamente lo que constituye su más noble privilegio, el poder de hacer el bien”. Lo que no puede el tesoro del Estado, medio agotado para sostener la guerra, lo encuentra Vicente en los inagotables recursos de su ingeniosa caridad, despierta siempre, siempre en acción. ¿Quién iba a creer que en las dos provincias más devastadas por la guerra, la Champaña y la Picardía, Vicente, el humilde campesino de las Landas, encuentra medio de distribuir al mes quince mil libras en limosnas, y esto

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durante casi un año! Nada es más cierto sin embargo, según lo prueba una de sus cartas, de fecha del 20 de mayo de 1651. Y estas sumas tan considerables para la época, y que habría que multiplicar hoy por ocho o por diez, ¿dónde se las encuentra? En la bolsa de sus damas de caridad. En cada página del libro de Feillet, se trata de los cuadros más horribles, a cual más dolorosos. “La miseria es tan grande, escribe a Vicente el gobernador de Saint-Quentin, que no quedan habitantes ya en los pueblos que tengan siquiera paja para acostarse, y los más calificados de la región no tienen de qué vivir... es lo que me obliga, en el rango en que estoy y el agradecimiento que siento a suplicaros que volváis a ser el Père de la Patrie, para conservar la vida a tantos moribundos y en extrema debilidad, a los que vuestros sacerdotes asisten, y lo hacen con toda dignidad”. Por doquier, al paso de sus misioneros, se eleva un concierto de bendiciones y gratitud. En todas las provincias que han sido presa de la guerra y del hambre, Vicente se preocupa de establecer almacenes de cebada y de trigo, para que se hagan distribuciones regulares a los necesitados. “Vos proveéis a las necesidades de los pobres con tanto orden y celo, le escribe el presidente y lugarteniente general de Rethel, por los sacerdotes de vuestra congregación a quienes empleáis en todos los lugares circunvecinos donde los pobres se ven reducidos al pasto de los animales, hasta comerse perros, como yo he visto a pobres. Ellos han salvado la vida a un número incalculable de personas y han consolado y asistido a los otros hasta la muerte”. Pronto las demás provincias, en particular la Normandía, la Provenza y la Borgoña, ofrecieron un espectáculo más lamentable que la Picardía y la Champaña. Como consecuencia del paso de los ejércitos, de las malas cosechas y del hambre, se declaró la peste por allí y allí hizo estragos con la más extrema violencia. En Rouen, se llevó a cuatro mil personas en quince días. En los hospitales de Normandía, se veían amontonados en el mismo lecho hasta ocho o diez enfermos; la peste irrumpió produciendo espantosos desastres; diecisiete mil personas perecieron allí. En los hospitales de París, donde entró el contagio en 1652, la mortandad no fue menos terrible. Veintidós médicos encontraron la muerte, cuidando a los apestados. En Borgoña, en Provenza, durante el año de 1651, los mismos desastres causados por la peste. ¿Qué podían hacer los misioneros de Vicente en medio de tantas calamidades? “Nuestra pobreza aumenta con las miserias públicas, escribía el 1º de marzo de 1652; las confusiones nos han quitado de una vez veintitrés mil libras de renta ya que, fuera de la privación de las ayudas (rentas sobre las bebidas), los coches no andan ya... Somos ahora treinta y cinco sacerdotes; ya podéis pensar cuáles son nuestras dificultades para subsistir”. El 21 de junio siguiente, escribía al sr Lagault, doctor en Sorbona, que había sido enviado a Roma, con François Hallier, otro doctor en Sorbona y síndico de la Facultad de teología, para combatir allí al partido jansenista: “Le diré, a propósito del descenso solemne del relicario de santa Genoveva y de las procesiones generales que se han hecho para pedir a Dios el cese de los sufrimientos públicos, por la intercesión de esta santa, que nunca se ha visto en París más concurso de gente, ni de devoción exterior. El efecto de esto ha sido que antes del octavo día, el duque de Lorena, que tenía su ejército a las puertas de París, y que estaba él mismo en la ciudad, ha levantado el campo para volverse a su región, habiendo tomado esta resolución en el momento que el ejército del Rey iba a caer sobre el suyo. Se continúa

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también desde entonces tratando de la paz con los príncipes, y se espera de la bondad de Dios que se haga, tanto más cuanto se esfuerzan por apaciguar su justicia por grandes bienes que se hacen en París, con relación a los pobres vergonzantes y con la pobre gente de los campos que se han refugiado aquí. Se da cada día potaje a catorce o quince mil que se morirían de hambre sin este socorro. Y también, se ha retirado a las jóvenes a casas particulares, en número de ocho o novecientas; y se va a enclaustrar a todas las religiosas refugiadas que se alojan por la ciudad... en un monasterio propuesto a este efecto, donde serán dirigidas por las Hijas de Santa María”. El 21 de junio, Vicente pintaba al sr Lambert, superior de la casa de Varsovia, un cuadro de los más penosos de la miseria de París. Pocos días después el 2 de julio, se libraba el famoso combate del arrabal de San Antonio, entre los dos mayores capitanes del siglo, Turena y Condé. El príncipe estaba ya a punto de entrar rodeado por el pequeño ejército del mariscal de la Ferté, que marchaba al socorro de Turena, cuando la Gran Señorita (Ane-Marie-Louise d’Orléans) mandó sacar el cañón de la Bastilla sobre las tropas del Rey y forzó a los Parisinos a abrir sus puertas a Condé. Dos días después, el 4 de julio, tenía lugar en el Ayuntamiento una asamblea de los más notables burgueses de París. Como se mostraban titubeantes en abrazar la causa de Condé contra la del Rey, una multitud inmensa y amenazadora, enteramente entregada al príncipe, y en la que se habían infiltrado gran número de sus soldados disfrazados, invadió de repente la plaza de Grève y conminó a la asamblea para que firmara un decreto de unión con Condé, para poner fin a sus vacilaciones, el populacho se precipita sobre el Ayuntamiento, le pega fuego, degüella a cierto número de burgueses, arranca a la asamblea aterrorizada el decreto de unión. Es lamentablemente cierto que los soldados del príncipe, apostados en las ventanas de las casas, hicieron fuego sobre el Ayuntamiento, y que fue debido a este abominable atentado que se rindiera Condé, pero tan sólo por algunos días, dueño de París y del Parlamento, él forzó a este último a renovar los decretos de proscripción contra Mazarino y a declarar al duque de Orléans lugarteniente general del reino. La corte se encontraba entonces en Saint-Denis, a donde había llegado a reunirse con ella el cardenal Mazarino. Nunca había ofrecido la guerra civil, desde el comienzo de la Fronda, un espectáculo más espantoso y más amenazador. Condé parecía resuelto a llevar las cosas al último extremo, si la corte se negaba a ceder a sus enormes pretensiones, y ella sabía todo lo que tenía que temer de él. Vicente de Paúl, con el fin de conjurar las nuevas desgracias que iban a caer sobre Francia, trató de ponerse por medio nuevamente entre los príncipes y la corte. Tuvo varias entrevistas con Condé, con la Reina, con Mazarino, y tuvo la audacia de aconsejar a éste último, para poner fin a los disturbios, que dejara otra vez Francia. Veamos una muy curiosa carta que le dirigía, poco después del incendio del Ayuntamiento, para darle cuenta de sus negociaciones y para comprometerle a volver al camino del exilio: “Suplico humildemente a Vuestra Eminencia que me perdone por haberme vuelto ayer por la tarde sin haber tenido el honor de recibir sus mandatos; me vi obligado a ello, por sentirme mal. El sr duque de Orléans acaba de notificarme que él me enviará hoy al sr d’Ornano (su notario de mandatos) para formularme respuesta, que ha deseado concertar con el Señor príncipe. Dije ayer a la Reina que había tenido el honor de celebrar una conversación con los dos por separado, que fue respetuosa y de gracias. Dije a Su Alteza Real que si se restableciera al Rey en su autoridad y se diera un

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decreto de justificación , Vuestra Eminencia daría la satisfacción que se desea (es decir su salida del reino); que difícilmente se podría arreglar este gran asunto por diputados, y que se necesitaban personas de recíproca confianza, que trataran las cosas de buenas a buenas. Él me testimonió, de palabra y gesto, que esto le agradaba, y me dijo que hablaría con su consejo. Mañana por la mañana espero estar en condiciones de llevarle esta respuesta a Vuestra Eminencia”. Pero la actitud de Condé y del Parlamento se había vuelto cada vez más hostil al favorito. El Rey, para romper la resistencia del Parlamento, le ordenó dirigirse a Pontoise, donde residía la corte entonces; pero la gran mayoría de sus miembros se negó a obedecerle. Desde el incendio y las masacres del ayuntamiento, París era presa de tal terror y de una miseria tan horrible, que la mayor parte de los que se habían mostrado hasta entonces los más ardientes frondistas no aspiraban ya más que a la paz y suspiraban por el regreso del Rey. Su antiguo jefe, el cardenal de Retz, que había recibido desde hacía algún tiempo la noticia de su promoción a la púrpura (19 de febrero de 1652), se mantenía prudentemente aparte, no se mezclaba más en intrigas, ostensiblemente al menos, y tan sólo esperaba la ocasión de hacer olvidar su pasado mediante un trámite deslumbrante en favor de la paz. Implacable enemigo de Condé, no pudiendo sacar nada en limpio del duque de Orléans, cuyo espíritu débil, irresoluto, sin cesar presa de terrores a menudo imaginarios, no le daba ninguna esperanza de continuar la lucha, Retz no pensaba ya, como él mismo lo dijo, más que en salir con honra del juego. El Parlamento, fiel hasta el final en su odio contra Mazarino, fulminaba contra él sus decretos de destierro y había puesto de nuevo precio a su cabeza. El cardenal, de acuerdo con la corte, había renovado la comedia que había representado ya varias veces; había fingido ceder a las amenazas del Parlamento, y se había retirado a Bouillon, muy resuelto con todo a regresar a Francia, cuando el cansancio de la gente hiciera posible su regreso. Aprovecharse de su ausencia para pedir la paz al Rey y su vuelta a París, pareció al cardenal de Retz un golpe maestro. Con ello, escapaba a toda sospecha de mazarinismo, y se colocaba el primero como negociador y árbitro de la paz, convertida en el deseo más ardiente de los Parisinos. Retz se abrió con este proyecto a la princesa Palatina, Anne de Gonzaga, cuyo genio político él conocía. La princesa le propuso precipitar las cosas y sorprender a la corte, para que Mazarino exiliado no tuviera tiempo de oponerse a un paso que podía asegurar a su rival la impunidad y hasta el favor real. Esta clara previsión de la princesa estaba tan bien fundada, que Mazarino, cada vez más inquieto por el silencio del hombre a quien más temía en París, escribía a uno de sus confidentes, en septiembre de 1652, esta carta característica, que hace ya prever la catástrofe final del antiguo jefe de la Fronda: “Os conjuro que os dediquéis a romper, por todos los medios posibles, los designios del cardenal de Retz, y tener como artículo de fe que, no obstante todas las cosas hermosas que haga y las protestas de su pasión al servicio de la Reina, y querer servirme sinceramente y empujar al sr príncipe, no tiene nada bueno en el alma, ni para el Estado, ni para la Reina, ni para mí. Conviene pues guardar bien las apariencias y evitar que se introduzca y que pueda jugar aparentemente, ni en la corte, ni en París, el personaje de servidor del Rey, bien intencionado, ya que es incapaz de serlo nunca. No os costará gran cosa con la Reina en esto, puesto que le conoce demasiado bien para fiarse nunca”.

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Antes de referir el viaje que hizo el cardenal de Retz a Compiègne, a la cabeza de su clero, para pedir la paz al Rey y su regreso a París, es indispensable recordar al lector las diversas tentativas que hizo Vicente con el mismo propósito, y que precedieron a este viaje. Hemos visto cómo, en varias ocasiones, bajo la antigua Fronda, había tratado, con miras a la paz, de poner a prueba su crédito ante la Reina y Mazarino, y qué mal le había salido. Durante la residencia de la corte en Saint-Denis, había intentado, no menos vanamente reconciliar al Rey y a los príncipes (julio de 1652). En el mes de agosto siguiente, había dirigido al papa Inocencio X una carta conmovedora para implorar sus plegarias y su intervención, “con el fin de reunir a la casa real y de apagar la guerra civil”. Pero el Papa, muy poco satisfecho de la política galicana de Mazarino, se había guardado mucho de ayudarle, echándole una mano a una reconciliación de los príncipes con la corte. Por una extraña coincidencia, que se podría creer a primera vista efecto de un acuerdo entre el cardenal de Retz y de Vicente de Paúl, éste, el 11 de septiembre de 1652, es decir la víspera misma del viaje de Retz a Compiègne, dirigió al cardenal Mazarino una carta de las más importantes sobre el estado de la gente en la capital, carta que nos revela al propio tiempo por su parte un notable talento diplomático. ¿Fue acaso inspirada esta carta a Vicente por su antiguo alumno? En un principio nos sentiríamos tentados a suponerlo, tan digna es del genio de Retz, por la extrema habilidad que en ella se descubre en cada línea; pero Vicente declara con toda seriedad a Mazarino que no se lo ha comunicado a nadie en el mundo, y la palabra de Vicente debe sernos suficiente. Esta es la carta, que nos muestra a Vicente bajo un aspecto totalmente nuevo de un negociador muy al corriente de las cuestiones más delicadas, y conocedor de las soluciones con tanta prudencia como destreza en las cuestiones más difíciles. En ella se verá sobre todo con qué arte y qué recursos aconseja al cardenal Mazarino que no vuelva a París con el Rey, lo que podría volver a prender el fuego de la sedición, pero que provoque él mismo el regreso del Rey, sobre quien ya se sabe que su influencia es grande, lo que le conciliará poco a poco los espíritus más hostiles y hará pronto fácil su propio regreso. “París, a 11 de septiembre de 1652. “Monseñor, “Me tomo la confianza de escribir a Vuestra Eminencia. Yo la suplico que la reciba con agrado y que le diga que veo ahora la ciudad de París recobrada del estado en que estaba, y pedir al Rey y a la Reina a voz en cuello; que no voy a ningún lugar y no veo a nadie que no me hable de lo mismo. No hay hasta las Damas de la Caridad, que son las primeras de París, que no me digan que si Sus Majestades se acercan, que irían un regimiento de Damas a recibirlas en triunfo. Y según eso, Monseñor, pienso que Vuestra Eminencia hará un acto digno de su bondad aconsejando al Rey y a la Reina que vuelvan a tomar posesión de su ciudad y de los corazones de París. Pero como hay muchas cosas que decir contra esto, estas son las dificultades más importantes y la respuesta que yo les doy y que yo suplico muy humildemente a Vuestra Eminencia que lea y considere. La primera es que habiendo todavía cantidad de almas buenas en París y de burgueses que están en los sentimientos que digo, hay sin embargo cantidad de otras que son de sentimiento contrario, al menos no conozco a nadie, y que los indiferentes, si los hay,

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serán arrastrados por la multitud y la fuerza de los que ponen calor en ello, que es la mayor parte de París, quizás aquellos que temerían la tocada (el castigo), si no esperaran la amnistía. “En segundo lugar que hay razón para temer que la presencia de los jefes del partido contrario haga repetir la jornada del Palais y la de la casa de la ciudad; a lo que respondo que uno de ellosestará encantado por esta ocasión para arreglarse con el Rey, y que el otro, viendo París devuelto a la obediencia del Rey, se someterá, de lo que no se ha de dudar, lo sé de buena tinta. “En tercer lugar, algunos irán tal vez a decir a Vuestra Eminencia que hay que castigar a París para que recobre la cordura; y yo pienso, Monseñor, que conviene que Vuestra Eminencia se acuerde de cómo se comportaron los reyes bajo los cuales se revolucionó París; hallará que procedieron con suavidad, y que Carlos VI, por haber castigado a un gran número de rebeldes, desarmado y quitado las cadenas de la ciudad, no hizo sino echar leña al fuego e incendiar lo demás, de manera que durante dieciséis años continuaron la sedición, contradijeron al Rey más que antes, y se coaligaron para ello con los enemigos del Estado, y por fin a Enrique III, ni el propio Rey, no les fue bien por bloquearlos. Decir que Vuestra Eminencia firmará la paz con España, y volverá triunfante a caer sobre París y ponerle en razón, yo respondo, Monseñor, que mucho menos se establezca mejor en los espíritus del reino por la paz con España; que por el contrario adquirirá más odio que nunca, en el supuesto que se devuelva al Español todo lo que tenemos suyo, como se dice que quiere hacer Vuestra Eminencia... “Que se piense que antes del regreso de Sus Majestades a esta ciudad, es mejor tratar con España y los señores príncipes, permitidme que os diga que en tal caso París se verá comprendido en los artículos de la paz y ganará con su amnistía de España y de dichos señores, y no del Rey, de quien recibirá un agradecimiento tal , que se declarará en su favor en la primera ocasión. “Algunos podrán decir a Su Eminencia que sus intereses particulares requieren que el Rey no reciba en gracia a este pueblo, y no vuelva a París sin Ella, pero que conviene embarullar los asuntos y mantener la guerra, para dar a entender que no es Vuestra Eminencia la que levanta la tempestad sino la malignidad de la gente que no quieren someterse a la voluntad de su príncipe. Respondo, Monseñor, que no importa tanto que el regreso de Vuestra Eminencia sea antes o después del Rey, mientras sea, y que el Rey restablecido en París, Su Majestad podrá mandar volver a Vuestra Eminencia cuando guste, y estoy seguro de ello. Además, si es que vuestra Eminencia, que tiene en consideración principalmente el bien del Rey, de la Reina y del Estado, contribuye a la reunión de la casa real y de París, y a la obediencia del Rey, con toda seguridad, Monseñor, volverá a ganarse las mentes, y en poco tiempo será llamada, afortunadamente, como ya he dicho; pero mientras que la gente se halle alborotada, es de temer que nunca podrá lograrse la paz en estas condiciones, por tratarse de la locura popular, y la experiencia nos enseña que los que están heridos de esta enfermedad no curan nunca por lo mismo que falseó las ruedas de su mente. Y si es verdad, como se dice, que vuestra Eminencia ha dado orden de que el Rey no escuche a los señores príncipes, que no les dé pasaportes para acudir a Sus Majestades, que no se escuche ninguna representación ni delegación, y que a este efecto Vuestra Eminencia ha colocado con el Rey y la Reina a extranjeros, sus criados, que cierran las entradas por todos los lados a fin de impedir que se hable con Sus Majestades, es mucho de temer que esto continúe, que la ocasión se pierda. Si Vuestra Eminencia aconseja al Rey

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que venga a recibir las aclamaciones de este pueblo, se ganará los corazones de aquellos del reino que saben bien de lo que es capaz ante el Rey y la Reina, y todos deberemos esta gracia a vuestra Eminencia. “Esto es, Monseñor, cuanto me atrevo a proponeros, en la confianza de que no lo veáis con malos ojos, sobre todo cuando sepáis que no se lo he dicho a nadie del mundo más que a un servidor de Vuestra Eminencia, a quien me doy el honor de escribirle, y que no estoy en comunicación con mis antiguos amigos, que tienen los sentimientos contrarios a la voluntad del Rey; que no he comunicado la presente a nadie, y que viviré y moriré en la obediencia a Vuestra Eminencia, a la que Nuestro Señor me ha dado de una manera particular. Por todo lo cual os aseguro, ser para siempre, Monseñor, vuestro muy humilde, obediente y muy fiel servidor. Vicente de Paúl.” Al día siguiente del día en que se escribió esta carta, el cardenal de Retz, sin sospechar de las instrucciones que había enviado Mazarino contra él a la corte, ponía en marcha el plan que había concertado con la princesa Palatina. Esperaba, desempeñando, al final de la Fronda, el papel de pacificador general, al que le llamaba bastante naturalmente su doble calidad de arzobispo de París y de cardenal, no sólo a entrar en gracia a la corte, sino también a ganarse quizá, en ausencia de Mazarino, el favor de la Reina. Tenía, además, un pretexto muy oportuno para dirigirse a Compiègne, y era ir a recibir de las manos del Rey, su capelo de cardenal, que hacía poco había llegado de Roma. El 12 de septiembre, se puso pues en camino con una larga fila de carrozas, llenas de canónigos del capítulo de Nuestra Señora y de los párrocos de París, escoltados por los guardas del duque de Orléans y por numerosos gentilhombres a caballo. El joven Rey y la Reina madre se reservaron hasta el punto de darle una buena acogida; Retz mismo, tan fino de ordinario, por un momento se vio engañado. Recibió en primer lugar, en gran ceremonia, de las manos de Luis XIV, el gorro de cardenal; luego, en presencia de toda la corte, “el hábil burlón” pronunció una arenga muy elocuente, llena de sentimientos elevados, y tal como era de esperar de un hombre capaz de representar todos los papeles. El Rey, con el fin de meditar su respuesta con tranquilidad, esperó hasta el día siguiente para transmitírsela por escrito. A través de las palabras de una aparente suavidad, hacía esperar su regreso próximo a París, con tal que, añadía señalando con medias palabras al jefe de la nueva Fronda, al príncipe de Condé y sus partidarios, con tal que los parisinos hicieran algo para apresurarlo, “no aguantando más el poder violento de los que querían hacer proseguir los disturbios, que habían expulsado a los enemigos extranjeros y domésticos, opresores de sus libertades, para recibir al rey Enrique el Grande en su ciudad”. Los parisinos, hacía algunos meses, habían asistido, efectivamente, a un espectáculo extraño: habían visto ondear en el Puente Nuevo las banderas y los estandartes de España., y cruzarse por sus calles, con toda libertad, las fajas amarillas de Lorena, amarillo pálido (isabelinas) de Condé y fajas azules del duque de Orléans. Solas, las fajas blancas del Rey estaban proscritas del escenario. La respuesta de Luis XIV distaba mucho de lo que había esperado el cardenal de Retz, había llegado a esperar concluir la paz en nombre del duque de Orléans y, al conseguir el regreso en gracia de este príncipe, ponerse él mismo a cubierto. Pero la corte tenía otros planes y Retz, en sus

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Memorias, confiesa que su negociación no tuvo gran éxito. Le remitieron a Servien y a Le Tellier quienes, debidamente soplados por Mazarino, le pagaron con vanas palabras y se guardaron muy bien de concluir nada con él, “de manera que reemprendió el camino de París sin llevarse nada más que su capelo de cardenal”, y añadamos también la esperanza, un tanto quimérica, de su perdón: feliz todavía y contento por el escaso precio, ya que los ánimos violentos, tales como el abate Fouquet, habían agitado en el consejo de la Reina si había que detenerlo y matarlo; y no había escapado a la prisión o a la muerte más que por miedo a violar, por tal atentado, la fe pública. De regreso a París, Retz se enteró de estos detalles por su padre, a quien se los había revelado el P. Senault, del Oratorio, según órdenes del príncipe Thomas de Savoie, que había asistido a la deliberación, y se había opuesto con fuerza a este plan criminal. Poco después, el Rey entraba en París en medio de las aclamaciones de un pueblo inmenso. Condé no había esperado hasta entonces para salir de allí con las escasas tropas que le habían seguido fieles. El héroe de Rocroi y de Lens iba a desempeñar en el campo español el papel de condottiere (capitán de soldados aventureros). El Rey, en un lecho de justicia, le había declarado “criminal de lesa majestad y traidor a la patria”, lo mismo que al príncipe de Conti, la duquesa de Longueville, el duque de la Rochefoucauld, el príncipe de Tarento y demás afiliados. El duque de Orléans, el duque de Beaufort, el marqués de Châteauneuf y Broussel, este antiguo ídolo del pueblo, habían sido desterrados. Un único hombre tuvo la ilusión de creer que estaría al abrigo de los rigores del poder, y este hombre, el más culpable de todos, era el antiguo jefe de la vieja Fronda, el cardenal de Retz. Para ahorrarse una violencia contra la púrpura de la que estaba revestido, el Rey la había ofrecido la dirección de los asuntos de Francia en Roma, durante tres años, con el pago de sus deudas y un rico trato para producirse allí en gran figura. Con una imprudencia y una audacia sin igual, Retz no aceptó esta oferta más que a condición de que la corte hiciera justicia con antelación a las pretensiones de sus amigos las cuales, realmente, eran muy exageradas. A partir de entonces se decretó su perdición, y la corte, a fin de apoderarse de su persona, no descuidó nada para adormecer a su vigilancia. Por una palabra artificiosa de la Reina, que había dicho en público, para que corriera la voz, que el regreso del Rey era obra suya, este hombre, tan prudente de ordinario, tan penetrante, tan difícil de engañar, se dejó caer en la trampa como un novicio. Se puso con toda tranquilidad a predicar y a visitar a las señoras. Fiándose un tanto demasiado de la credulidad de sus oyentes y de su ausencia de memoria, tuvo la extraña audacia, en Saint-Germain l’Auxerrois, en la misma presencia de la corte, de pronunciar un sermón contra la ambición. El sermón tuvo por otra parte el mayor éxito. La Rochefoucauld encontró en él el tema tan agradable en la boca de Retz, que escribió a uno de sus amigos “que no se esperaba otra cosa contra los sediciosos”. Y en verdad, el nuevo cardenal era muy capaz de ello, él que, en su juventud, habría hecho uno contra la hipocresía. Llegó hasta tal punto su ceguera y audacia que se atrevió a desafiar a la corte, a pasear por París, con una numerosa escolta, “a ocupar el pavimento”, como él mismo decía, esperando que acabaría por capitular y suscribir todas sus exigencias en favor de sus amigos. Pero el tiempo de las bravatas se había pasado, y el joven Rey, alentado por Mazarino, quien le trasladó instrucciones secretas, resolvió acabar con este genio turbulento e incapaz de descansar. Dio orden a Pradelle, capitán de sus guardias, orden escrita y firmada de su propia mano, que aún existe, de detener al cardenal de Retz, muerto o vivo, en caso de resistencia por su parte. Se sabe cómo, el 19 de

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diciembre de 1652, lleno de una confianza ciega, a pesar de varios avisos secretos que le aconsejaban abstenerse, el prelado se dirigió al Louvre, y cómo fue detenido allí por el marqués de Villequier y de allí conducido al castillo de Vincennes. ¿Qué debió pensar Vicente de Paúl de la detención de su antiguo alumno? Sus sentimientos sobre este particular no podían ser dudosos, si bien, en los documentos de la época, no queda ningún rastro de esto. El antiguo jefe de la vieja Fronda era seguramente un gran culpable, pero quedaba a cubierto de la amnistía; príncipe de la Iglesia, arzobispo designado de la diócesis de París, revestido de un carácter sagrado, el poder civil no tenían ningún derecho a retenerle en prisión, sin haberle mandado juzgar de antemano por una corte eclesiástica, lo que nunca se llevó a cabo durante todo el tiempo de su detención. Vicente de Paúl no podía pues aprobar esta odiosa violencia de un cardenal contra otro cardenal y, a propósito de un hecho análogo, ya tendremos enseguida la prueba. CAPÍTULO XV -El cardenal de Retz e Inocencio X. -Muerte del arzobispo de París, Juan Francisco de Gondi, y toma de posesión del arzobispado por Retz. -Exilio del P. de Gondi en sus tierras de Villepreux. -Vana tentativa de Vicente de Paúl en su favor. - Retz revoca su dimisión. -Exilio del P. de Gondi en Clermont, Auvergne. -Elocuente protesta de Retz contra esta medida de rigor. -Préstamo de trescientos doblones por Vicente para ofrecérselos al cardenal de Retz. -Noble negativa de éste. -Benévola acogida que hace a Retz Inocencio X, dándole el capelo de cardenal. -Hospitalidad otorgada a Retz por los Padres de la Misión en Roma. -Muerte de Inocencio X. -Huges de Lionne. - Expulsión de Roma de los sacerdotes franceses de la Misión, por orden de Luis XIV, por haber dado asilo al cardenal de Retz. -Cartas inéditas de Luis XIV, de Brienne, de Lionne, y de Vicente de Paúl, sobre este asunto. -Sumisión pública de Vicente a las órdenes del Rey. A la noticia del arresto del cardenal de Retz, el papa Inocencio X, quien había perdido en él al hombre más capaz para oponerse a los planes de Mazarino contra la Santa Sede, se mostró irritado en un principio y dirigió a Luis XIV las más vivas protestas. El cardenal de Retz, con el fin de mantenerle en estas disposiciones favorables y de haber sido devuelto a la libertad por su protección, le envió a uno de sus más hábiles y más incondicionales agentes, al abate Charrier. Pero la fortuna, durante tanto tiempo contraria a Mazarino, se había aliado de nuevo con él para no traicionarla más hasta su muerte. La corte de Francia acababa de ganarse al Pontífice por las cinco proposiciones extraídas del Augustinus de Jansenio, y proseguía ante él su condena. Inocente, tomando a pecho detener el nuevo cisma en su nacimiento, tenía que tratar con consideración al cardenal Mazarino, para que la bula que preparaba contra las cinco

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proposiciones no fuera suprimida por sus órdenes. El cardenal, por su parte, para que el papa se mostrara menos urgente en reclamar la liberación de Retz, hizo insinuar por el cardenal Chigi y por los jesuitas que su prisionero era partidario de la nueva secta, aunque supiera a qué atenerse sobre el escaso fundamento de su acusación. A decir verdad, era cosa de pura política si el cardenal se había mostrado favorable a los solitarios de Port-Royal, cuyas doctrinas le eran totalmente indiferentes. “En el fondo, decía su confidente Guy Joly, él no fue ni jansenista ni molinista, y se mezclaba muy poco en las disputas del momento”. Otro contemporáneo, hablando de él, iba todavía más lejos y decía con toda justicia que “para ser jansenista, convenía ser antes cristiano”. Pero esta acusación de jansenismo, tan poco verosímil en realidad, lo único que perseguía era producir un gran efecto en el ánimo del Papa, y Mazarino no iba a perder la ocasión de utilizarla. Tras la condena de las cinco proposiciones (18 de agosto de 1653), Mazarino, cada vez más irritado por las demostraciones de los jansenistas en favor de su cautivo, acogió favorablemente y sin discusión la bula del Papa, y ordenó al punto su ejecución en todo el reino. Al propio tiempo, para que el Pontífice no hiciera una nueva tentativa en favor de la libertad de Retz, dio misión al doctor Hallier, que había sido enviado a Roma con el fin de proseguir la condena de las cinco proposiciones, de llevar contra él la acusación de jansenismo y acusarle además de haber recibido enormes sumas de dinero de los partidarios de esta secta. Hallier cumplió esta misión ante el Papa, en presencia del embajador de Francia, el abogado de Valençay, y pretendió incluso que Retz “había sido ayudado con más de setecientas mil libras por personas enharinadas de jansenismo”. Siete meses después, (el 21 de marzo de 1654) moría el arzobispo de París, Juan Francisco de Gondi. El cardenal de Retz, su coadjutor y sucesor designado, estaba todavía preso en Vincennes. En previsión de la muerte de su tío, había tenido la sabia precaución, antes de su prisión, de entregar a un miembro del capítulo de Nuestra Señora una procuración firmada de antemano, a fin de que pudiera tomar al punto en su nombre posesión del arzobispado. Esta formalidad tuvo lugar una hora después del fallecimiento de Francisco de Gondi, con la gran sorpresa y gran descontento de la corte y de Mazarino, que esperaban darle por sucesor a un hombre entera y ciegamente afecto a su causa, al sr de Marca, arzobispo de Toulouse. Vicente de Paúl, que veía con toda justicia en la persona del cardenal de Retz a su pastor legítimo y que no habría visto más que con extrema repugnancia ascender a la sede de París al sr de Marca, de quien Bossuet, en su Défense des libertés de l’Église gallicane, ha trazado un retrato de una verdad tan espantosa, Vicente de Paúl fue de los primeros en alegrarse por la hábil previsión de Juan Pablo de Gondi. Así se lo anunciaba al sr Ozenne, superior de la casa de Varsovia: “... Dios dispuso el último sábado de Mons. arzobispo de París y al mismo tiempo Mons cardenal de Retz tomó posesión de esta Iglesia por procurador y fue recibido por el capítulo, aunque siga en el bosque de Vincennes. La Providencia le había hecho preparar una procura a este fin, y nombrar a dos vicarios mayores unos días antes de ser arrestado a la vista del plan que tenía desde entonces de ir a hacer un viaje a Roma, y ello en caso de que Dios dispusiera del sr su tío durante su viaje; de suerte que sus vicarios mayores, que son dos canónigos de Nuestra Señora, hacen por ahora sus funciones, y tenemos ordenandos por orden suya. Todo el mundo admira esta previsión por haber tenido su realización tan acertada, o más bien la conducta de Dios que ni ha

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dejado a esta diócesis un solo día sin pastor, cuando se le quiere dar otro que el suyo”. Para vengarse de Mazarino, que había hecho condenar las cinco proposiciones, los hombres más movidos del jansenismo aconsejaron al cardenal cautivo lanzar el entredicho sobre su diócesis durante la semana santa. Esta medida extrema, en una época en que la religión tenía todavía tan profundas raíces en las almas, habría esparcido la mayor confusión en todas las parroquias; las iglesias se habrían cerrado, los sacramentos suspendidos, y el pueblo entero vuelto a su antiguo guía, cuya cautividad le daba la prueba de que nunca había sido de Mazarino, el pueblo habría llegado a los últimos extremos, habría levantado nuevas barricadas o expulsado otra vez más al favorito. Es cierto que el capítulo de París y que la mayor parte de los párrocos no esperaban más que la señal; el Papa, que no tenía ya que andarse con consideraciones con Mazarino, desde la publicación de su bula en Francia, habría aprobado el entredicho, como lo anunciaba desde Roma el abate Charrier; y Mazarino, en presencia de este levantamiento general, se habría visto forzado a abrir a su cautivo las puertas de Vincennes. Pero bien porque la prisión hubiera rebajado la audacia habitual de Retz, bien porque esperara ser devuelto a la libertad fingiendo entrar en negociaciones con la corte para tratar del cambio de su arzobispado, prestó oídos sordos a la propuesta de sus partidarios. Corrió la voz, y no sin motivo, de que había entrado ya en conversaciones para dimitir de su sede. Esta noticia llenó a los jansenistas de consternación, pues no era sin razón si temían el nombramiento del sr de Marca, arzobispo de Toulouse, ardiente enemigo de sus personas y de su doctrina. Con este miedo, enviaron al sr d’Andilly y a algunos más de sus partidarios al P. de Gondi, entonces exiliado por Mazarino en su tierra de Villepreux, para que le llevaran vivas quejas por los proyectos de dimisión de su hijo: “Lo que le presentaron en términos tan fuertes, dice el P. Rapin en sus Memorias, que él no podía ya hablar de ello sino con lágrimas en los ojos, y diciendo en voz alta que habría preferido abrazar a su hijo muerto que verle sin arzobispado“. El cardenal de Retz, con la firme intención de volverse atrás una vez que fuera libre, consintió verbalmente en entregar su dimisión de arzobispo a cambio de siete abadías de una renta de ciento veinte mil libras que le ofrecía Mazarino; y a la espera de que el Papa se pronunciara sobre la validez o nulidad de este acto, fue conducido al castillo de Nantes, bajo la guarda de su pariente, el mariscal de La Meilleraye. Como la dimisión del cardenal había tenido lugar durante su prisión y como el Papa temía al sucesor que la corte de Francia quería darle, no dudó en declarar que habiéndose visto obligada, era nula y no convenida. La cautividad de Retz amenazaba pues prolongarse indefinidamente, cuando, el 8 de agosto de 1654, esquivando la vigilancia de sus guardianes, logró evadirse del castillo de Nantes. Hemos dicho anteriormente que tras su arresto, Mazarino había relegado a su padre, Manuel de Gondi, a su tierra de Villepreux, si bien el anciano no sólo no se mezcló nunca, de ninguna forma, en las intrigas de su hijo durante la Fronda, sino que incluso las condenó en voz alta. Desde que éste estuvo en la cárcel, el P. de Gondi tuvo suficiente valor y firmeza para preferir que siguiera allí a sacarlo de ella por cualquier bajeza, aceptando partidos contrarios a su deber y a su honor”. En el momento que varios parientes del cardenal cautivo le habían aconsejado acomodarse a la corte y entregar su dimisión de arzobispo, “el P. de Gondi, como nos informa por su parte Guy de Joly en sus Memorias, era de opinión contraria, y hay que decir en su honor que no se le proponía nunca nada vigoroso a lo que él no se adelantara... Y estaba tan

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persuadido del daño que la prisión de su hijo hacía a la Iglesia, que no podía aceptar las razones contrarias, diciendo sin cesar que quería arriesgar toda la fortuna de su familia en una ocasión tan justa y tan santa”. Esta fue sin duda la causa de esta noble firmeza, y no porque Mazarino le creyera cómplice de las intrigas de su hijo durante la Fronda, por la que le desterró a su tierra de Villepreux (enero de 1653). El P. Batterel en sus Memorias inéditas, da los detalles más curiosos sobre la estancia del P. de Gondi en este lugar de destierro, y sobre un plan que intentó generosamente Vicente de Paúl ante la Reina y Mazarino, para que mitigasen sus rigores: “Allí, dice, el P. de Gondi, retirado con el único P. Jerôme Viguier, que le había seguido para consolarle y hacerle compañía en su retiro, elevaba con frecuencia las manos al cielo, para apaciguar la cólera de Dios; lloraba en la amargura de su corazón todos los males que causaba la guerra civil y, tocado por los del público más todavía que por los suyos propios, llevaba una vida más pesada que la muerte misma. El sr Vicente salió una mañana de París, no sin correr algún riesgo durante los grandes alborotos de esta ciudad, y se presentó en Saint-Germain para hablar en favor del P. de Gondi a la Reina madre, ante la cual había tenido algún acceso cuando era del consejo de conciencia. Pero nada pudo conseguir del ánimo de esta princesa ni del cardenal Mazarino; y cuando vino a Villepreux a dar cuenta al P. de Gondi del escaso éxito de su negociación, edificado por las santas disposiciones con las que vio que el santo sacerdote soportaba todas sus desgracias, admiró la conducta de Dios sobre su alma, y exclamó varias veces: “¡Oh, qué terribles y admirables son a la vez los caminos de Dios con sus elegidos!” Ya que, en efecto, añade el P. Batterel, no podemos hacer otra cosa que colocar el interesante relato a los ojos del lector, Dios, para hacer expiar al P. de Gondi la complacencia excesiva que podía haber sentido por las buenas cualidades de su hijo, y el placer demasiado humano que había sentido al verle elevado a los más altos honores, y para castigarle por lo que quizás había pecado. Dios permitió que este mismo hijo fuera para su corazón paternal una fuente de amarguras y agobio. Cada día, le preparaba un motivo nuevo, y apenas el tiempo había suavizado la amargura de una mala noticia, cuando sobrevenía otra peor, que ponía a prueba su virtud y su valor. Así, en 1654, al cabo de un año de estar allí, se enteró que su hijo se había escapado, de la manera que todo el mundo sabe, del castillo de Nantes, a donde había sido transferido, y la corte le había declarado proscrito, sus bienes confiscados y su cabeza puesta a precio. Y, para colmo de aflicciones, a él se lo llevaron y transportaron desterrado a Clermont, en el fondo de la Auvergne. El P. de Saint-Pé, yendo a Toulouse por aquel entonces, pasó por Clermont para verlo. Había pues llegado ya antes del mes de octubre o de noviembre del año 1654. “Esta violencia ejercida sobre un anciano tan respetable dio mucho que hablar al público contra el cardenal ministro, ya bastante desacreditado. Pues siendo notorio que en Villepreux el P. de Gondi no se ocupaba en otras cosas que en rezar a Dios, se encontraba extraño que ni su edad, ni su condición, ni su inocencia, hubieran podido preservarle de un exilio tan peligroso para sus días; y se decía públicamente del cardenal Mazarino que no debía gloriarse de no ser, como su predecesor Richelieu, hombre sanguinario, ya que, sin derramar la sangre, usaba de tales medios para hacer perder la vida a los hombres”. El cardenal de Retz, que se hallaba en Roma a finales de diciembre de 1654, y que acababa de saber los malos tratos de los que era objeto su padre por su culpa, no se

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olvidó de presentar una de sus mayores quejas contra Mazarino, en una carta de la más violenta elocuencia que dirigía en esta época a todos los arzobispos y obispos de Francia. Esta carta estaba pensada en términos tan fuertes, estigmatizaba con tanta indignación y verdad las violencias de Mazarino, que éste, asustado y consternado, obtuvo del Parlamento un decreto que la condenó a ser quemada por la mano del verdugo. Este es al bonito pasaje de esta carta en el que se trata del P. de Gondi y de su exilio en Auvergne: “Se ha condenado a mis criados, dice el cardenal de Retz, sin ninguna forma de proceso, a un riguroso exilio. Se ha perseguido a todos los que se cree que son mis amigos. Se ha proscrito a unos, se ha encarcelado a los otros. Se han expuesto a la discreción de la gente de guerra las casas y las tierras de mis parientes. Y se ha tenido suficiente inhumanidad para extender el odio que se me profesa hasta contra la persona de aquel de quien he recibido la vida, habiendo pensado mis enemigos que no podían hacerme una herida más profunda y más dolorosa, que hiriéndome en la parte más tierna y más sensible de mi corazón. Ni la ley e Dios, que prohíbe maltratar a los padres por causa de sus hijos; ni su extrema ancianidad, que hubiera podido mover a bárbaros a compasión; ni los servicios pasados que prestó a Francia, en uno de los más ilustres cargos del reino; ni su vida presente y retirada, y ocupada en los ejercicios de piedad, que no le hace tomar otra parte en la desgracia de su hijo que la de la ternura de un padre y la caridad de un sacerdote para encomendarle a Dios en sus sacrificios, no han podido detenerlos de añadir a su último exilio de París otro nuevo, de enviar con guardias, y al entrar el invierno, a un anciano de setenta y tres años a cien leguas de su casa, a una región de montañas y de nieves, para cumplir en él lo que el patriarca Jacob decía en otro tiempo de sí mismo en la desgraciada conspiración de la envidia que le había arrebatado a su hijo José: “Que se haría descender sus cabellos blancos con dolor y amargura a la tumba”. Mazarino, que tenía sus panfletarios a sueldo, tanto después como durante la Fronda, no se contentó con mandar condenar esta carta al fuego, la hizo también atacar por sus bravi de pluma en dos libelos, tan voluminosos como mal escritos, tan pesados como groseros e injuriosos, de los cuales ni un solo pasaje estaba a la altura de la elocuente carta de Retz. En un tercer libelo, intitulado: Deuxième Lettre d’un bon Français, etc, el panfletario anónimo de Mazarino, haciendo alusión a los malos tratos que había sufrido el P. de Gondi, añade cínicamente: “que no se ha hecho en todo esto sino lo que se practica ordinariamente”; “que el cardenal de Retz ha causado heridas más dolorosas en el alma de su padre con su mala conducta que la corte con sus tratos; que este sabio y virtuoso hombre (el P. de Gondi) ha sufrido con más paciencia su alejamiento de la corte que los libertinajes de un hijo que deshonraba su ministerio, y que llegaba con tanta frecuencia a perturbar la tranquilidad de su soledad; que las nieves y las montañas, que se supone que habita, no enfrían para nada su celo y no lo alejan del cielo; que no pensando, como así lo hace, más que en morir cristianamente, está tan cerca del cielo en Clermont como lo estaría en la vecindad de París o en Saint-Magloire y que, por otra parte, se espera que experimentará dentro de poco la clemencia de Su Majestad, una vez que sus asuntos le permitan usar de la dulzura de su natural”.

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Tales eran las perversas razones con las que Mazarino trataba de pagar al público, pero que no influían para nada en él, tanto había movido a compasión e indignación en toda Francia el cruel exilio del venerable P. de Gondi. Desde la huida del cardenal de Retz, que se había preocupado por revocar la dimisión del arzobispado de París, Mazarino, exasperado al verse tan vergonzosamente engañado por su mortal enemigo, persiguió con sus implacable rigores a todo el que, de lejos o de cerca, se interesaba por su causa o le prestaba ayuda. A la noticia de su evasión, había visto cubrirse París de fogatas, y el ruido de los Te Deum cantado en las iglesias había llegado a inquietarle hasta en el fondo del Louvre. Varios párrocos fueron desterrados y, por ordenanzas reales, se prohibió a todos los amigos y servidores del cardenal proscrito, bajo pena de cárcel o destierro, tener alguna relación con él. A pesar de estas órdenes despiadadas, ningún amigo de Retz le falló ni se negó a socorrerle. Todas las rentas del arzobispado y de sus abadías habían sido puestas bajo el embargo, y se hallaba reducido a la más profunda indigencia. La presidenta de Herse, desafiando los rayos de Mazarino, hizo entre los jansenistas una fructuosa colecta cuyo producto le fue enviado a Roma, donde había encontrado un refugio; y varios de sus íntimos amigos, jansenistas en su mayor parte, el sr y señora de Liancourt, sr de Luynes, el obispo de Châlons, los Srs. de Caumartin, de Bagnols y de la Houssaye, le prestaron una suma de doscientas sesenta mil libras. Vicente de Paúl, conmovido a piedad por la suerte de su antiguo alumno, de aquel a quien consideraba su legítimo pastor, pidió prestados, por su parte, trescientos doblones para ofrecérselos. Pero el cardenal de Retz, que no era hombre como para enriquecerse con los bienes de los pobres, rechazó la obra buena, no sin guardar hacia su venerable fundador un agradecimiento inmutable. El papa Inocencio X había dado al cardenal fugitivo el más acogedor de los recibimientos. Se apresuró a darle cuatro mil escudos de oro para subvenir a sus primeras necesidades, y le había otorgado la pensión que la Santa Sede daba a los cardenales pobres, y que era de cien escudos al mes. Con el fin de evitarle los gastos considerables que llevaba consigo la reposición solemne del capelo, se lo dio en consistorio secreto (el 4 de diciembre de 1654), teniendo cuidado de que le introdujeran por una habitación trasera. Los cardenales Bichi y d’Este, protectores de los asuntos eclesiásticos en Francia, a quienes el Papa había hecho creer que Retz, estando enfermo, no asistiría, se sintieron extremadamente sorprendidos por su presencia, y no tuvieron apenas el tiempo de escabullirse para no asistir a esta ceremonia. Inocencio X, no contento con todas estas señales de afecto dadas al ilustre proscrito, quiso incluso alojarle en el Vaticano; pero le hicieron abandonar este plan, dándole a entender hasta qué punto chocaría a Luis XIV. El cardenal de Retz, a la espera de poder hallar una habitación conveniente a su dignidad y a su sangre, se había instalado de forma provisional en la residencia de su amigo y servidor, el abate Charrier. Aquí debe caber el relato de un interesante episodio, que no se conocía hasta hoy más que de una manera imperfecta, de la que el cardenal de Retz mismo no dice ni palabra en sus Memorias, y cuya sustancia hemos extraído en documentos inéditos de los archivos de asuntos extranjeros. Los sacerdotes de la Misión poseían por entonces, cerca de la Trinité du Mont, una casa bastante importante donde residían doce de sus Padres, seis de los cuales Franceses y los otros Saboyanos, Loreneses e Italianos. El Papa, no pudiendo dar asilo

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en su palacio al cardenal de Retz, puso los ojos en esta casa. El superior, sr Berthe, fue llamado al Vaticano por Mons Scotti, mayordomo del palacio; y éste le ordenó en nombre del Papa tener que recibir en su casa al cardenal fugitivo. En vano trató el sr Berthe de revocar esta orden dando como pretextos la estrechez del alojamiento para recibir a tan gran señor, y lo que tendría que temer de la cólera del rey de Francia; Mons. Scotti le respondió que no había excusa alguna que oponer, “ya que el Papa lo quería así absolutamente”. El sr Berthe, en el compromiso más extremo, se fue en busca del cardenal de l’Este y Gueffier, agente diplomático de Francia en Roma, y encargado de la dirección de los asuntos en ausencia de los embajadores, y éstos le aconsejaron resistir a las órdenes del Papa o, si había que ceder a la coacción, abandonar la casa de la Misón con todos los Padres franceses, amenazándole con la cólera del Rey, si no adoptaba uno de estos dos partidos. El superior, con la esperanza de que el pontífice desistiría, una vez que conociera tales exigencias, fue a comunicárselo a Mons. Scotti; pero éste resistió y le declaró que el Santo Padre “quería ser obedecido”. Al volver a la casa de la Misión, el sr Barthe encontró a la gente del cardenal de Retz que habían traído ya parte del equipaje del cardenal a su vivienda y que comenzaban a tender tapicerías, lo que le obligó a ceder a esta violencia, sin poder hacer otra cosa sino dar aviso lo antes posible, al sr Vicente, su superior, para que se lo diera a conocer a la corte cómo había sucedido. Inocencio X se había pronunciado de una forma tan firme, para que sus órdenes fuesen ejecutadas inmediatamente, que el cardenal de Retz pudo instalarse en casa de los Padres de la Misión, sin encontrar ya resistencia por parte de los cardenales d’Este, Bichi y Antoine Barberini. Durante la huida del castillo de Nantes, Retz, al caerse del caballo, se había dislocado el hombro; se había puesto en las manos de cirujanos torpes, quienes no habían logrado hacer entrar el hueso en su cavidad, y sufría desde entonces dolores insoportables. Se aprovechó de su estancia en los Lazaristas, para someterse a una nueva operación. Nicolo, el cirujano más famoso de Roma, le dislocó el hombro por segunda vez, causándole atroces sufrimientos, sin conseguir volver a ponérselo al igual que sus colegas. Entre tanto (7 de enero de 1655), murió Inocencio X, cuya pérdida fue tanto más sentida al cardenal de Retz cuanto la creía, por su parte, muy justamente irreparable. Mazarino, en previsión de la muerte próxima de Inocencio y con la esperanza de darle un sucesor menos hostil a su política y a su persona, había enviado a Roma, con el fin de dirigir la facción francesa en el cónclave, a Hugues de Lionne, en calidad de embajador extraordinario ante los príncipes de Italia. Éste tenía otra misión que cumplir, era obtener del nuevo Papa el nombramiento de comisarios eclesiásticos para juzgar al cardenal de Retz. Lionne era portador de un acta de acusación formidable contra el antiguo jefe de la Fronda, acta en la cual estaban numerados no solamente todos los crímenes de lesa majestad, verdaderos o supuestos, que había cometido o pudo cometer durante la guerra civil, sino también todos los pecadillos de juventud, sus duelos y sus galanterías. Lionne había llegado a Romas pocos días después de la muerte de Inocencio X, y no había tardado en enterarse que el cardenal de Retz había encontrado un refugio en casa de los sacerdotes de la Misión. Luis XIV se había enterado, por su parte, de la noticia que el ilustre proscrito había recibido la hospitalidad en un convento francés, pero ignoraba aún en cuál, y envió a Lionne las instrucciones más rigurosas contra Retz y contra los que le hubieran dado asilo.

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Al cabo de unos días, el conde de Brienne, secretario de estado de los negocios extranjeros, escribía, por su parte, a Lionne: “todo el mundo ha ido en contra de los Padres de la Misión, que han recibido al cardenal (de Retz) en su casa. El P... (sin nombre) Jesuita, quien le ha visitado, ha sido tratado de arrebatado, y los Padres de la Sociedad han sido los primeros en acusarle de ello. Juzgad por ahí cuál puede ser la disposición de nuestra corte hacia el cardenal...” Provisto con tales instrucciones, Lionne las ejecutó con tanto más rigor por tener que hacer olvidar a Mazarino, por un exceso de celo sus pequeñas perfidias mientras que éste se había visto forzado a refugiarse a orillas del Rin. Esto es lo que escribió a Brienne, el 31 de enero: “Como todos los franceses me han hecho la gracia de venir a verme a mi llegada, supe por uno de los míos (el abate Charrier, servidor de Retz) que me esperaba en mi antecámara, de donde le mandé salir con energía como a los demás. Hice lo mismo con el superior de la Misión, quien había venido también e insistía en querer hablarme para, según decía, justificarse por la orden expresa que había recibido del Papa de alojar a dicho señor cardenal; pero le mandé a decir también que yo no podía verle, e hice acompañar a esta segunda respuesta de la más seca reprimenda que pude en semejante asunto”. Algunos días después, Lionne recibió la orden de Luis XIV de expulsar de Roma a los Padres franceses de la Misión, y así es cómo cuenta a Brienne que ha puesto esta orden en ejecución: “...Dejo los asuntos del cónclave para deciros que habiendo recibido vuestro comunicado del 9 (de enero), con la orden del Rey de mandar salir de Roma y remitir a Francia al superior de la Misión y a los demás Padres franceses que han alojado al sr cardenal de Retz, envié a buscar a dicho superior, a quien remití el original de la orden y mandé que me dieran un recibo. Hizo salir el mismo día a los demás Padres, que eran tres, y él, después de dar algunas órdenes para los papeles y los asuntos de la casa, en la que quedaron ocho sacerdotes italianos, salió también; pero comprendí, por su conversación conmigo, que podría muy bien esperar noticias del sr Vicente en el Estado de Florencia. Ello ha causado revuelo en esta corte, ventajoso al servicio del Rey ...” No contento con esta hermosa hazaña contra pobres sacerdotes sin defensa, Lionne prohibió a los franceses tener ningún comercio con el cardenal de Retz, y expulsó de Roma a todos sus amigos y servidores. En cuanto a Retz, gracias a la púrpura de que estaba revestido, pudo desafiar impunemente todas las cóleras y las amenazas del enviado de Mazarino, quien solicitó en vano su declaración de acusado ante el nuevo papa Alejandro VII. De esta manera contaba Vicente de Paúl al sr Ozenne, superior de la Misión en Varsovia, lo que había pasado a propósito de la hospitalidad que sus padres de Roma habían dado a Retz: “Es cierto que nuestra casa de Roma está en un estado de sufrimiento, como lo habéis sabido por la Gaceta de esa corte; es por haber recibido en ella a Monseñor el cardenal de Retz, por mandato del Papa, antes de conocer la prohibición que había hecho el Rey de comunicar con él, el cual habiendo encontrado malo este acto de obediencia hacia Su santidad y de agradecimiento hacia nuestro arzobispo y bienhechor, ha hecho saber al sr Berthe y a nuestros Padres franceses mandato de salir de Roma y regresar a Francia, lo que han hecho. De manera que el sr Berthe está ahora en Francia o a punto de llegar por pura obediencia”.

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Vicente de Paúl, antes de conocer las instrucciones del Rey, y cediendo a un primer movimiento de su gran corazón, había dado la orden al sr Berthe de recibir en su casa al ilustre proscrito. Podía pues por su parte aplaudirse por esta buena acción o por esta buena intención, que el sr Berthe, debido a las amenazas de los agentes de Luis XIV, no había podido cumplir sino a desgana. Vicente de Paúl, con el fin de hacer claramente acto de sumisión a las órdenes del Rey, pronunció estas palabras ante la comunidad, reunida en San Lázaro, el domingo 5 de abril (de 1655): “Tenemos razón para dar gracias a Dios por lo que ha sucedido con Mons. el cardenal de Retz, a quien ha recibido la Misión de Roma en su casa: 1º Por haber hecho en este caso un acto de agradecimiento, ordenando al superior de la Misión en Roma que debería recibir en la Misión a dicho señor cardenal; y finalmente, en segundo lugar, por haber puesto en práctica otro hermoso acto de obediencia, obedeciendo al mandato del Rey, el cual no sintiéndose satisfecho por las conductas de dicho monseñor cardenal de Retz ha visto mal que se le haya recibido en nuestra casa, en Roma, lo que le ha dado motivo de mandar al superior de dicha casa de la Misión de Roma y a todos los sacerdotes misioneros franceses que en ella había salir de Roma y regresar a Francia; y el superior ya está aquí”. CAPÍTULO XVI -Últimas obras de Vicente de Paúl. -Sus cartas de adiós al cardenal de Retz y al Padre de Gondi., -Sus últimos momentos, su muerte y sus funerales. El maravilloso impulso que Vicente de Paúl había impreso a la caridad pública se había aminorado singularmente durante los ocho años que siguieron al final de la Fronda, por lo cual experimentaba una gran tristeza, que nunca llegó hasta el desánimo. A pesar de su avanzada edad y sus enfermedades, sostenido sin cesar por su ardiente amor hacia los miserables, él que tanto había hecho por ellos en otro tiempo, se veía condenado a no ofrecerles sino limosnas insuficientes. Cantidad de sus cartas escritas hacia el final de su vida expresan el dolor que le produce su impotencia: “Estoy afligido, escribe a uno de sus misioneros de Sedan, el sr Coglée, por las miserias de vuestra frontera y por la cantidad de los pobres que os abruman, pero yo no puedo sino pedir a Dios por su alivio, ya que poder añadir algo a las cien libras que se os dan para ellos al mes, es algo impensable. Sedan es el único lugar en la frontera al que la caridad de París continúa sus limosnas. Ella se ha visto obligada a retirarlas por todas las demás partes para acudir a las extremas necesidades de esa diócesis, donde los ejércitos han pasado temporadas más largas. ¿Tiene suficiente con los cinco sacerdotes en este tiempo tan miserable?...” “Las bolsas están cerradas por esta parte, le escribe el 6 de octubre de 1655, y la caridad enfriada”. Me cuesta decíroslo, informa a otro de sus sacerdotes, al sr Cobel, la caridad se ha enfriado mucho en París, porque todo el mundo se resiente de las miserias públicas. No se sabe a quién dirigirse, de suerte que, en lugar de dieciséis mil libras que se enviaban antes a Picardía y a Champaña por mes, apenas tenemos mil libras para enviar”.

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La presencia de esta espantosa miseria, que invade de nuevo Francia y que, esta vez, los misioneros y las hijas de la Caridad se ven incapaces de combatir y aliviar, uno de los sacerdotes de Vicente piensa en apelar a la generosidad del Rey y pide consejo a su superior. Pero, ay, Vicente ha visto de demasiado cerca a la corte para exponerse por su cuenta y riesgo; sabe muy bien a qué atenerse por la implacable rapacidad de Mazarino, para creerle accesible a la menor piedad. Nada más triste, más doloroso que la respuesta del santo hombre: “Aunque el Rey permita esperar alguna limosna, nada tenemos sin embargo, porque los Reyes prometen con facilidad, pero se olvidan con mayor facilidad todavía de cumplir sus promesas, si no tienen a alguien a sus pies que se lo recuerde frecuentemente. Bueno pues, no tenemos aquí a quien tenga suficiente caridad para los pobres y libertad hacia Su Majestad para procurarles el bien. Hace algunos años que la señora duquesa de Aiguillon no se acerca a la Reina para hablarle de esto, y nosotros no sabemos a qué recurrir...” Vicente mismo, como ya lo hemos visto, no tenía más acceso ni al Consejo de conciencia, ni ante la Reina madres, tan celoso estaba Mazarino por ser el único dueño del espíritu de esta princesa. “El buen Dios, añadía, quiera guardarnos de escribir a Sus Majestades, para ninguna fundación de misioneros; sería suficiente para darles ocasión de reírse de vos y de nosotros. Estas obras no se realizan pidiéndoselas a los hombres, sino presentando a Dios las necesidades de los hombres, con el fin de que le sea agradable remediarlas...” Se vio reducido a hacer llamamiento a la caridad pública por carteles impresos, lamentables cuadros que nos quedan de las profundas miserias de la Francia de esa época. La correspondencia del santo, que acaban de publicar, para su propio uso, los RR. PP. Lazaristas, encierra varias cartas que dirigió, pocos años antes de su muerte, a sus dos principales bienhechores, el P. de Gondi y el cardenal de Retz, respiran los sentimientos de la más tierna gratitud hacia estos hombres tan distintos el uno del otro, pero que aún así no se habían cansado de proteger y favorecer con la más noble emulación las obras caritativas de Vicente. Las reglas de la Compañía de la Misión, confiadas a un miembro del Parlamento, se habían perdido por su incuria. Se trataba de obtener del cardenal de Retz, entonces exiliado, una nueva aprobación por un nuevo texto de estas reglas que Vicente, esta vez, destinaba a la impresión, con el fin de evitar que tuvieran la misma suerte que las primeras. Aquí tenemos la carta, llena de afecto, de gratitud y de una confianza abandonada, que dirigía sobre este asunto, a su antiguo alumno, bien seguro de antemano de que podía contar tan absolutamente con él desde el exilio como si hubiera estado en plena posesión de su sede arzobispal: “Monseñor “Tengo el honor de asegurar de nuevo a Vuestra Eminencia, mi obediencia perpetua con toda humildad y el afecto de que soy capaz; os suplico muy humildemente, Monseñor, que tengáis por agradable, como también la muy humilde petición que os hago de tener la bondad de aprobar de nuevo las Reglas de la compañía de la Misión, las cuales vuestra Eminencia ya aprobó una vez, y el difunto Mons. arzobispo otra. Nos hemos visto obligados a retocar algunas, ya por las faltas que se habían deslizado al transcribirlas, ya porque habíamos ordenado las cosas que la experiencia nos ha hecho

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ver que eran difíciles en la práctica. En tal caso, Monseñor, no hemos tocado lo esencial de las Reglas, ni en ninguna circunstancia importante; y de ello aseguro a Vuestra Eminencia delante de Dios, a quien debo ir a rendir cuentas de mi pobre e insignificante vida, hallándome en los ochenta y tres años de mi vida. La aprobación que os suplico, Monseñor, no es tanto asunto de esta pequeña congregación como el de Vuestra Eminencia, que es su fundador y único protector. No me dirijo a Monseñor vuestro padre para recabar su recomendación, ni a ningún poder de la tierra; es a su única bondad a la que recurro. Si yo conociera el lugar en que Vuestra Eminencia está ahora, me permitiría el honor de enviarle a uno de sus misioneros para presentarle esta humilde súplica; pero ignorándolo, pongo esta carta en las manos de la Providencia de Dios, a la que suplico la haga llegar a las vuestras, Monseñor, a quien pido la bendición, prosternado en espíritu a los pies de Vuestra Eminencia, etc.”. Sobra decir que el cardenal de Retz se esmeró por dar curso a la petición de su antiguo institutor. El P. de Gondi, con la asistencia de Vicente de Paúl, había fundado en la ciudad de Joigny, dependiente de su señorío, un hospital para los enfermos, que llevaban las Hermanas de la Caridad. Vicente, con fecha del 8 de junio de 1660, escribía al P. Chastellain, religioso y director de este hospital, la carta siguiente, en la que expresaba todo el dolor que le hacían experimentar las persecuciones que no cesaban de pesar sobre la familia de Gondi: “... Doy gracias a Dios, mi reverendo Padre, le decía, por los bienes que se hacen en su hospital, por el buen orden que habéis puesto en él y la dirección que lleváis. Ruego a la divina bondad que continúe bendiciendo a uno y otra, y que os conserve por mucho tiempo para alivio y salvación de los pobres. El consuelo que Mons. el R. P. de Gondi recibe por ello me consuela en gran manera, y admiro su dedicación continua a las obras de misericordia por las que santifica su alma cada vez más y merece que Dios derrame nuevas bendiciones sobre su familia afligida: a lo que pueden contribuir mucho vuestras oraciones...” Vicente de Paúl entraba en su año ochenta y cinco. Consumido por una fiebre lenta, abrumado de enfermedades y sucumbiendo bajo el peso de sus innumerables trabajos, sentía acercarse su fin. No quiso abandonar la vida sin decir un último adiós, sin cumplir con los últimos deberes de su profundo agradecimiento a los dos bienhechores que más habían contribuido a la fundación y desarrollo de sus grandes obras. “Monseñor, escribía al cardenal de Retz, apenas un mes antes de su muerte, tengo motivos para pensar que ésta es la última vez que tendré el honor de escribir a Vuestra Eminencia, a causa de mi edad y de una incomodidad que me ha sobrevenido, que tal vez me vayan a conducir al juicio de Dios. Con esta duda, Monseñor, suplico humildemente a Vuestra Eminencia que me perdone si alguna vez le he desagradado en algo. He sido bastante miserable para hacerlo sin querer, pero nunca lo hice a propósito. Me tomo también la confianza, Monseñor, de recomendar a Vuestra Eminencia a su pequeña Compañía de la Misión, que ella ha fundado, mantenido y favorecido y que, siendo la obra de sus manos, le está también muy sumisa y muy agradecida como a su padre y a su prelado; y mientras ella rogará a Dios por Vuestra Eminencia y por la casa de Retz, yo le recomendaré en el cielo una y otra, si su divina bondad me hace la gracia de recibirme allá, como lo espero de su misericordia y de vuestra bendición, Monseñor, que yo pido a Vuestra Eminencia, prosternado en espíritu

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a sus pies, siendo como soy, en la vida y en la muerte, en el amor de Nuestro Señor, etc.” El mismo día, dirigía esta carta no menos impresionante al R. P. de Gondi, todavía desterrado en Clermont de Auvergne: “Monseñor, “El estado caduco en que me encuentro, y una fiebrecilla que me ha entrado, me hace usar, en la duda del suceso, de esta precaución con vos, Monseñor, que es de prosternarme en espíritu a vuestros pies para pediros perdón por los descontentos que os he causado por mi rusticidad, y para agradeceros muy humildemente, como lo hago, por la ayuda caritativa que habéis mostrado hacia mí, y por los innumerables beneficios que vuestra Compañía y yo en particular hemos recibido de vuestra bondad. Estad seguro, Monseñor, de que si a Dios le place seguir concediéndome poderle rogar, yo lo emplearé en este mundo y en el otro en favor de vuestra querida persona y por las que os pertenecen, deseando ser en el tiempo y en la eternidad, etc.” La muerte de Vicente, así como la mayor parte de las acciones de su vida fue sencilla y conmovedora. Estos son algunos detalles, que tomamos del interesante relato que han hecho sus piadosos discípulos. Desde algún tiempo, el venerable anciano, privado de sueño durante la noche, era víctima de una gran debilidad y de frecuentes adormecimientos durante el día. Él consideraba esta somnolencia como la imagen y precursora de su fin próximo... y decía sonriendo:”El hermano llega esperando a su hermana”, llamando así al hermano de la muerte. El 26 de septiembre de 1660, se hizo llevar a la capilla de San Lázaro, donde oyó la misa y comulgó. De vuelta a su habitación y sentado en su sillón (del que no se atrevieron a transportarlo a su lecho, tanto temían que al menor movimiento, a causa de su extrema debilidad, rindiese el alma), dio su bendición a todos sus sacerdotes con su afabilidad ordinaria. Hacia la noche, al ver que se debilitaba cada vez más, y se acercaba a la agonía, le dieron la Extrema Unción. Pasó la noche en una dulce tranquilidad, repitiendo con frecuencia, hasta su última hora, estos versículos del Salmista: Deus, in adjutorium meum intende. Domine, ad adjuvandum me festina. Se apagó sin esfuerzo ni convulsión ninguna, “como una lámpara que se muere insensiblemente cuando el aceite llega a faltarle”. Su muerte fue tan pacífica “que se hubiera creído un dulce sueño”. “Expiró bien sentado y bien vestido, habiendo estado así las últimas veinticuatro horas de su vida... Tras el último suspiro, en nada cambió su cara; siguió en su dulzura y serenidad ordinarias, quedándose en su sillón en la misma postura como si dormitara”. Al día siguiente, su cuerpo descansó expuesto hasta el mediodía, luego en la iglesia de San Lázaro, donde se celebró con gran solemnidad el servicio divino. Ilustres personajes quisieron honrar con su presencia los funerales de este gran hombre de bien. Entre ellos se contaban el príncipe Conti, el nuncio del Papa Mons. Piccolomini, gran número de prelados, de grandes señores, de nobles damas, entre otras la duquesa de Aiguillon. Todas las órdenes religiosas estaban allí representadas, así como las iglesias de París. Todos lo pobres a quienes Vicente había socorrido afluían consternados a la nave demasiado estrecha, y a las plazas y calles de alrededor.

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El corazón del santo hombre fue depositado “en un pequeño vaso de plata” que la duquesa de Aiguillon donó para este fin. Su cuerpo fue colocado en un féretro de plomo, recubierto de otro de madera, y le enterraron en medio del coro de la iglesia de San Lázaro. Más tarde, fue retirado para emplazarlo en un relicario de plata. En 1793, este tesoro excitó la avaricia de un pelotón de bandidos, que se lanzaron contra San Lázaro para saquearlo. Advertidos a tiempo, los misioneros abandonaron la arqueta a su rapacidad, pero sus manos piadosas habían podido, al menos, sustraer el cuerpo del santo a sus profanaciones y colocarlo en lugar seguro, esperando el fin de la tormenta revolucionaria. Hoy esta santa reliquia descansa en un relicario, detrás del altar mayor de la iglesia de los Padres de la Misión. Los eclesiásticos de la conferencia de San Lázaro, que Vicente había recogido y dirigido con tanta solicitud al cabo de un buen número de años, encargaron que se le celebrase un servicio solemne en la iglesia de Saint-Germain l’Auxerrois, donde Henri de Maupas du Tour, entonces obispo de Puy, quien sentía una veneración muy particular hacia Vicente, pronunció su oración fúnebre en medio de un inmenso concurso de personas pertenecientes a todos los rangos de la sociedad. Muchas iglesias catedrales y parroquiales de Francia se asociaron a esta manifestación, celebrando, por su parte, servicios solemnes en honor del santo sacerdote, cuya muerte se consideraba en todas partes como duelo público. CAPÍTULO XVII Testimonios presentados a la memoria de Vicente de Paúl por el primer presidente de Lamoignon, por Ana de Austria y por el P. de Gondi. -Virtudes y cualidades de Vicente de Paúl: su humildad, su caridad, su prudencia, su mansedumbre, su amor de la pobreza, sus austeridades. No fueron solamente los miserables quienes deploraron esta muerte que les era tan funesta; desde los más humildes hasta los más grandes, todo el mundo comprendió y sintió la extensión de esta calamidad. El primer presidente del Parlamento de París, el sr de Lamoignon quien, en su calidad de director de la Asistencia pública, había podido apreciar mejor que nadie, desde 1658, la admirable e inagotable caridad del santo hombre, escribía a propósito de la triste noticia: “Toda Francia ha perdido con la muerte del sr Vicente, y yo como particular tengo muchas razones de sentirme sensiblemente impresionado”. “Los pobres, decía por su parte Ana de Austria, acaban de sufrir una gran pérdida”. Este dolor general, del que se podrían citar otros cien testimonios, por ejemplo los del príncipe de Conti y de la Reina de Polonia, María de Gonzaga, “tenía su origen en el desánimo general que experimentaba toda la sociedad a la vista de este pauperismo persistente, endémico, y cada vez más invasor”. Pero entre todos estos testimonios, hay uno más precioso todavía, es el del mayor protector de Vicente, de uno de sus mejores amigos, que sabía tan bien a qué atenerse sobre la irreparable pérdida que acababa de sufrir Francia. “Lo que yo admiré más entre las virtudes de este querido difunto, escribía desde el fondo de su destierro el P. de Gondi, fue su humildad, su caridad y su gran prudencia en todo. Nunca advertí ni oí decir que hubiera cometido falta alguna contra estas virtudes, aunque haya

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permanecido diez o doce años conmigo. Nunca supe de ningún defecto; por eso le tuve siempre por santo”. Humildad, caridad, prudencia, ¿no son acaso, efectivamente, las tres virtudes por excelencia de Vicente de Paúl, las que mejor le caracterizan? ¿Quién supo nunca mejor que el vicio que más nos aleja de la práctica del bien es el orgullo, y que la virtud que más nos acerca es la humildad? En toda ocasión, decía: ”No soy más que un porquerizo y el hijo de un pobre campesino”. Era sobre todo a los pobres a quienes gustaba de divulgar su bajo origen, para que vieran siempre en él a un hermano “de su condición”. Aunque fuera licenciado en teología, no se tenía sin embargo más que por un pobre escolar de cuarto. En todas sus palabras y acciones no quería pasar sino por un inútil. Y esta humildad era tan natural, tan sincera, y estaba tan enraizada en el fondo de su corazón, que se leía en su frente, en sus ojos, en su porte, como en los menores actos de su vida. Había adoptado semejante costumbre de ocultarse al distribuir sus limosnas secretas que sus mismos hermanos ignoraban con frecuencia toda la extensión de sus buenas obras. Y no es que creyera que esta virtud fuera incompatible con la grandeza de alma y hasta con el heroísmo, aquello de lo cual él mismo dio tantas pruebas, aun con peligro de su vida. Como ejemplo, solía citar a san Luis, tan humilde y tan caritativo, cuando con sus propias manos vendaba a los enfermos en los hospitales, y a la vez tan intrépido en los campos de batalla. Él había sacado su inagotable caridad de las fuentes del Evangelio y al mismo tiempo de su propio corazón. Como consecuencia de las guerras de religión, que por todas partes en Francia no habían dejado más que ruinas en las almas como en los monumentos, el catolicismo estuvo a punto de sucumbir. Vicente fue de los primeros, entre los nuevos apóstoles, que más contribuyeron a sacarle del abismo. Comprendió que en adelante la vida ascética y solitaria sería incapaz de salvarle y que, en una sociedad entregada a la incredulidad y convertida en la víctima de todas las plagas y de todas las miserias, no podría renacer y regenerarse más que por la acción incesante de la caridad. En esto está el lado verdaderamente característico de la gran reforma operada por Vicente de Paúl, haber sabido hacer predominar, en el catolicismo de su tiempo, la acción bienhechora sobre la contemplación estéril del claustro. Vamos a citar algunos fragmentos de una de sus alocuciones en San Lázaro, que no podría dejar la menor duda sobre este punto: “Amemos a Dios, hermanos míos, decía a sus misioneros; pero que sea a expensas de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente. Pues, con mucha frecuencia, tantos actos de amor de Dios, de complacencia, de benevolencia, y otros afectos parecidos y prácticas interiores de un corazón tierno, aunque muy buenas y muy deseables, son no obstante sospechosas, cuando no se llega a la práctica del amor efectivo. En esto, dice Nuestro Señor, mi Padre es glorificado que produzcáis muchos frutos, y esto es en lo que debemos tener mucho cuidado, ya que hay muchos que, por tener el exterior bien compuesto y el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se detienen ahí, y cuando se trata de los hechos y se encuentran en ocasión de actuar, se quedan cortos. Se glorían de su imaginación encendida, se contentan con las dulces conversaciones que tienen con Dios en la oración; hablan en ella como ángeles; pero al salir de allí, ¿se trata de trabajar por Dios, de sufrir, de mortificarse, de instruir a los pobres, de ir a buscar la oveja perdida, de que les guste que les falte algo, de conformarse en las enfermedades, o cualquier otra desgracia? Ay, ya no hay nadie, les falta el valor. No, no, no nos engañemos: Totum opus nostrum in operatione consistit”. Y como si quedaran aún

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algunas dudas sobre una declaración tan formal y tan clara, los discípulos de Vicente, para disiparlas y dar a conocer más a fondo su pensamiento, tienen cuidado de añadir: “El sr Vicente repetía a menudo las palabras siguientes, que decía haber aprendido de un gran siervo de Dios, que se hallaba en su lecho de muerte. Como el sr Vicente le pidió algunas palabras de edificación, le respondió que veía con claridad en aquella hora que lo que algunas personas tenían por contemplación, arrebatos, éxtasis, y lo que llamaban movimientos anagógicos (místicos), uniones deíficas, no eran más que humo, y que procedía de una curiosidad engañosa o de los resortes naturales de un espíritu que tenía alguna inclinación y facilidad al bien; mientras que la acción buena y perfecta es el verdadero carácter del amor de Dios”. “Eso es de tal forma verdad, decía Vicente, que el santo apóstol nos declara que solamente nuestras obras nos acompañan en la otra vida... La Iglesia se compara a una gran cosecha que requiere obreros pero obreros que trabajen; no hay nada más conforme al Evangelio que reunir por una parte luces y fuerzas para su alma en la oración, en la lectura en soledad, y luego ir a compartir con los hombres este alimento espiritual. Es hacer como Nuestro Señor hizo y después de él sus apóstoles... Así es como debemos hacer nosotros, así es como debemos manifestar a Dios, por nuestras obras, que le amamos. Totum opus nostrum in operatione consistit”. Por una ficción, por una máxima muy cristiana y que, puesta incesantemente en práctica, no podía producir sino los más grandes, los más felices frutos, Vicente, para animar a su corazón a tributar todos los deberes de su caridad a sus semejantes, veía a Jesucristo siempre presente en sus personas. “Miraba a este divino Salvador, dice Abelly, como al pontífice y jefe de la Iglesia en nuestro Santo Padre el Papa, como obispo y príncipe de los pastores en los obispos, doctor en los doctores, sacerdote en los sacerdotes..., soberano en los reyes, juez y muy prudente político en los magistrados, gobernadores y otros oficiales..., obrero en los artesanos, pobre en los pobres, enfermo y agonizante en los enfermos y moribundos, y considerando así a Jesucristo en todos estos estados, y en cada estado viendo una imagen de este soberano Señor, que resplandecía en la persona de su prójimo, se animaba con esta vista a honrar, respetar, amar y servir a cada uno en Nuestro Señor, y a Nuestro Señor en cada uno; invitando a los suyos y a aquellos a quienes hablaba, a entrar en esta máxima y a servirse de ella para hacer su caridad más constante y más perfecta para con los demás”. Tal es el verdadero secreto de esta caridad sublime que durante toda su vida inflamó el corazón de Vicente, y la que tuvo buen cuidado de revelar y enseñar él mismo a sus discípulos. Había otras dos virtudes que Vicente sabía unir en sí en el más alto grado, la sencillez y la prudencia que, según las enseñanzas del Evangelio, deben ser inseparables. Sin la prudencia, en efecto, la sencillez no sería más que locura y engaño, lo mismo que, sin la sencillez de corazón, la prudencia no podría degenerar más que en finura y en astucia. Pues bien, si es indigno de todo cristiano y de todo hombre de bien usar de engaño, no les es menos útil estar en guardia contra los artificios y saber hacerlos fracasar. Vicente, que vivía en medio de un siglo muy corrompido y en el que el maquiavelismo había terminado por deslizarse hasta en las almas que más se jactaban de caballerosidad. Vicente, quien se había visto comprometido tan temprano en el comercio del mundo y entre los grandes de la corte, conservó siempre una inmutable rectitud y una perfecta sencillez de corazón. “Decía que la sencillez nos hace ir

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derechos a Dios y derechos a la verdad, sin fastos, sin rodeos ni disfraces, y sin ningún interés propio, ni respeto humano”. Hubiera podido añadir que esta virtud, cristiana por excelencia es la que mejor se gana la confianza y el afecto de los hombres, y que fue precisamente por ella como se aseguró el prodigioso éxito de sus caritativas empresas. Tampoco cesaba de recomendársela muy en particular a los suyos, en sus acciones, en sus ejercicios de piedad, en sus asuntos, en sus palabras, sin mezclar en ello nunca sombra alguna de hipocresía y de artificio. Y no es que les aconsejara descubrir todos sus pensamientos, ya que la sencillez sin la discreción y sin la prudencia cesaría de ser una virtud; mientras que, guiada por la prudencia, sabe discernir lo que conviene decir de lo que hay que callarse. Si Vicente era tenido por uno de los hombres más cándidos de su tiempo, también era reputado por uno de los más sesudos y prudentes. Sus consejos estaban impresos de una tal justeza, rectitud y luces, sobre las cuestiones más arduas de la teología y sobre los asuntos del mundo más espinosos, que se veían llegar a San Lázaro, para consultarle, a personas de todas las condiciones, prelados religiosos de todas las órdenes, miembros del clero secular, y hasta nuncios del Papa, Bagni y Piccolomini. “Es propio de esta virtud, decía a sus sacerdotes de San Lázaro en una instrucción sobre la prudencia, regular y conducir las conversaciones y las acciones; es la que hace hablar prudentemente y cuando es debido y que se converse con circunspección y juicio de las cosas buenas en su naturaleza y en sus circunstancias, y que lleva a suprimir y a guardarse en el silencio las que van contra Dios, o que dañan al prójimo, o que tienden a la propia alabanza o a algún otro fin malo. Esta misma virtud nos hace obrar con consideración, madurez y por un buen motivo, en todo lo que hacemos, no sólo en cuanto a la sustancia de la acción, sino también en cuanto a las circunstancias: de manera que el prudente actúa como hay que hacerlo, cuando conviene y con el fin que conviene; el imprudente, en cambio, no piensa en el modo, ni el momento, ni los motivos convenientes, y ése es su defecto, mientras que el prudente, obrando discretamente, lo hace todo con ponderación, número y medida. La prudencia y sencillez tienden a un mismo fin, que es hablar bien y hacer bien, con vistas a Dios; y como una no puede estar sin la otra, Nuestro Señor las ha recomendado las dos a la vez. Ya sé que se hallará diferencia entre estas dos virtudes, por distinción de razonamiento, pero en verdad tienen una gran unión, en cuanto a su sustancia y a su objeto... La prudencia y sencillez cristianas, que nos alejan de los bienes engañosos del mundo, nos hacen abrazar los bienes sólidos y perdurables... Son como dos buenas hermanas inseparables y de tal forma necesarias para nuestro adelanto espiritual, que quien pudiera servirse de ellas como se debe reuniría sin duda grandes tesoros de gracias y de méritos... No hablamos aquí de la prudencia política y mundana, la cual, no tendiendo más que a los éxitos temporales y a veces injustos, no se sirve tampoco más que de medios humanos muy dudosos y muy inciertos; sino que hablamos de esta santa prudencia que nuestro Señor aconseja en el Evangelio, que nos hace elegir los medios propios para llegar al fin que nos propone, la cual siendo toda divina, conviene que estos medios tengan relación y proporción con ella... La verdadera prudencia somete nuestro razonamiento a las máximas de Jesucristo y nos da como regla inviolable juzgar de todas las cosas como Nuestro Señor juzgó; de manera que, llegada la ocasión, nos preguntemos a nosotros mismos: ¿Cómo juzgó Nuestro Señor sobre tal y tal cosa? Cómo se comportó en tal y tal encuentro? ¿Qué dijo y qué hizo en tales y tales asuntos?

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Y que de este modo ajustemos toda nuestra conducta según sus máximas y sus ejemplos. Tomemos pues esta resolución, Señores, y caminemos con seguridad por este camino real en el que Jesucristo sea nuestro guía y nuestro conductor... La prudencia cristiana pues consiste en juzgar, hablar y obrar como la sabiduría eterna de Dios, revestida de vuestra débil carne, ha juzgado, hablado y obrado”. Por la pureza de la moral evangélica, como por la solidez y la dialéctica, es puro Bourdaloue, con más calor y unción. Esta prudencia que Vicente predicaba tan bien y en tan buenos términos, nadie la practicaba mejor que él, en sus acciones como en todas sus palabras. Hablaba poco y pausadamente, siempre en guardia contra toda expresión que habría podido ser causa de pena, de recelo o de desconfianza para sus interlocutores. No adelantaba nada sin meditarlo y digerirlo bien en su espíritu. Su prudencia era tan profunda, que “cuando le proponían un asunto que parecía bueno, útil, incluso de alguna manera necesario, su espíritu penetraba el futuro y preveía sus consecuencias y los inconvenientes... Allí donde los demás no veían ninguna dificultad, su prudencia le hacía prever varias, y juzgar por adelantado lo que era más conveniente hacer o no hacer. Cuando instituyó su gran obra de la Misión, dejó transcurrir treinta y tres años antes de darle reglas, con el fin de poder estudiarlas en toda madurez, después de largas experiencias, y asegurar de esta forma su estabilidad y duración. “No entraba a la ligera en el conocimiento de los asuntos, nos dicen sus piadosos discípulos; pero cuando se entregaba a ello con seriedad, los penetraba hasta la médula... No obstante, por temor a equivocarse, no se formaba juicio a la primera, no tenía prisas en hacerlo, y no determinaba nada sin haber sopesado las razones en pro y en contra, contento incluso con ponerse de acuerdo con los demás. Cuando tenía que dar su parecer, o tomar alguna resolución, presentaba la cuestión con tanto orden y claridad, que admiraba a los más expertos, sobre todo en las materias espirituales y eclesiásticas...”. El gran Condé, quien gustaba de estudiar las cuestiones de teología más arduas, y que aun en este punto era lo suficientemente sabio como para plantar cara a los Jesuitas y Jansenistas, sometió un día a Vicente una cuestión de controversia de las más difíciles, y se quedó maravillado de ver al santo hombre resolverla con tanta solidez como claridad. ¡Y qué se podría decir de las demás virtudes de Vicente que no estuviera también por debajo de la verdad! de su ardiente pasión por el bien; de su intrepidez en combatir el mal; de su perfecta sumisión a sus superiores eclesiásticos como a los poderes de la tierra; de su completo desinterés y desprendimiento de los bienes de este mundo; de su inmutable amor a la pobreza y a las austeridades. Hemos visto con qué firmeza y qué constancia inquebrantable, en el seno del consejo de conciencia, se oponía a las opciones de Mazarino y sabía desafiar las amenazas y las calumnias por no dejar entrar en los diversos ministerios y dignidades de la Iglesia más que a hombres cuya capacidad fuera igual a la virtud. Antes de dejar a este grande y santo hombre, abramos una vez más el libro al que Abelly ha dado su nombre, ya que a pesar de tantos estudios y descubrimientos realizados desde que fue publicado, es sobre todo en este libro, escrito por sus primeros discípulos, donde mejor vemos a este hombre divino, penetramos más adentro en el santuario, escuchamos de más cerca su voz y discursos, se nos presenta con más realismo en toda su sencillez y su santidad.

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“Su mirada era dulce, dice su amigo el sr Fournier, su vista penetrante, su oído sutil, su porte grave y si gravedad benigna, su aspecto sencillo e ingenuo, su acceso muy afable, y su natural sobre todo bueno y amable. Era de un temperamento bilioso y sanguíneo, y de una complexión bastante fuerte y robusta; lo que no le impedía ser por ello más sensible de lo que parecía, y además muy sujeto a los ataques de la fiebre... Tenía el corazón muy tierno, noble, generoso, liberal y fácil en concebir afecto a cuanto veía que era verdaderamente bueno y según Dios. Y con todo, poseía un dominio absoluto sobre todos sus movimientos, y tenía sus pasiones sometidas a la razón, que apenas se podía notar que las tuviera... Tenía tal dominio de sí siempre que nada le sorprendía, y tenía tan a la vista a Nuestro Señor Jesucristo que todo lo que tenía que decir o hacer lo moldeaba sobre este divino original...”. Su único defecto era hablar demasiado mal de sí mismo y demasiado bien del prójimo; pero hemos de convenir que este defecto en cualquier otro que no fuera él se hubiera podido tener por una virtud. Esta indulgencia, tal vez llevada hasta el exceso con las personas, estaba lejos de sentirla por todo lo que, sobre todo en materia de ortodoxia, le parecía nuevo, sospechoso y de mala ley. “Tenía por máxima, cuando las cosas están bien, de no cambiarlas bajo pretexto de mejorarlas, desconfiaba de toda clase de propuestas nuevas y extraordinarias, especulativas o de práctica, y se mantenía firme en las costumbres y en los sentimientos comunes, sobre todo en cosas de religión. Decía sobre esto que el espíritu humano está pronto y activo, que las mentes más vivas y las más esclarecidas no son las más moderadas, y que caminan con seguridad quienes no se apartan del camino por el que han pasado la mayor parte”. Había impreso en su alma tan fuertemente la imagen de Cristo, se había adueñado tan bien de su espíritu y de sus máximas, que parecía no pensar, ni hablar, ni obrar, ni portarse más que a imitación de este divino modelo. Había hecho del Evangelio la única regla de su vida. “Ahí estaba toda su moral y toda su política, según la cual se conducía él mismo y reglaba todos los asuntos que pasaban por sus manos”. Vicente, ya lo hemos dicho, había nacido con un temperamento bilioso, y por lo tanto muy inclinado a la cólera; pero había puesto tanta resolución y constancia en dominar esta pasión, que no sólo no se sorprendía ya en él el menor acceso, sino que había sabido incluso reemplazarla por una afabilidad maravillosa. Él que había comparado su carácter primitivo con un espino, no se mostraba ya desde hacía largos años más que con “un porte dulce, una apertura de corazón y con una sencillez encantadora”. Su relación con san Francisco de Sales no había contribuido poco a este cambio. A Vicente le gustaba recordar que “la primera vez que le vio, había reconocido en su porte, en la serenidad de su rostro, en su manera de conversar y de hablar, una imagen tan perfecta de Jesucristo, que le había ganado el corazón”. También tenía presente sin cesar en el pensamiento esta máxima del amable santo: “La caridad está en su perfección, cuando es no sólo paciente sino, además de eso, dulce y buena. Tenemos tanta mayor necesidad de afabilidad, decía un día Vicente a sus misioneros, por estar obligados por nuestra vocación a conversar a menudo juntos y con el prójimo... La virtud de la afabilidad es como el alma de una buena conversación; la hace no sólo útil, sino también agradable; hace que nos comportemos en nuestras conversaciones con decoro y condescendencia unos con otros; y como es la caridad la que nos une, al igual que los miembros de un mismo cuerpo, así la afabilidad perfecciona esta unión...” Sobre todo en las relaciones con la pobre gente del campo recomendaba a los suyos poner en práctica esta virtud, “porque, de otro modo, decía, se apartan y no se atreven

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a acercarse a nosotros, creyendo que somos demasiado severos y demasiado señores para ellos. Pero cuando se los trata afablemente y cordialmente conciben otros sentimientos de nosotros y están más dispuestos a sacar provecho del bien que queremos hacerles. Así pues, como Dios nos ha destinado para servirlos, debemos hacerlo de la manera que les es más provechosa, y por consiguiente tratarlos con suma afabilidad, y tomar este consejo del sabio como dicho a cada uno de nosotros en particular: Congregationi pauperum affabilem te facito. Mostraos afables con la asamblea de los pobres”. “Seamos afables, añadía él, pero nunca aduladores, ya que no existe nada tan vil ni tan indigno de un corazón cristiano como la adulación: un hombre virtuoso no siente nada tan horroroso como este vicio”. Decía que el espíritu del hombre tenía, lo mismo que el cuerpo, sus intemperies y sus enfermedades; que no había que irritar más a unas que a las otras, sino tratar de curarlas con dulzura y compasión. En consecuencia, quería que con los herejes no se usara más que de “amables advertencias”. “Cuando se disputa contra alguien, hacía observar con gran justeza, la discusión que se emplea para con él le hace ver que se quiere llevar la ventaja; por eso se prepara a resistir antes que reconocer la verdad, de suerte que, en ese debate, en lugar de practicar una apertura en su espíritu, se cierra de ordinario la puerta a su corazón, como al contrario la mansedumbre y la afabilidad se la abren... También os puedo decir que nunca he visto ni sabido de ningún hereje que se haya convertido por la sutilidad de los razonamientos, sino por la mansedumbre, tan verdad es que esta virtud tiene fuerza para ganar a los hombres a Dios...” “Los forzados incluso con quienes yo estuve, escribía a uno de sus misioneros, no se ganan de ninguna otra forma; y cuando me sucedió hablarles con sequedad, lo eché todo a perder; y, al contrario, cuando les ponderé su resignación, y me compadecí de sus sufrimientos, les dije que tenían la suerte de pasar su purgatorio en este mundo, besé sus cadenas, sentí con ellos sus dolores, fue entonces cuando me escucharon, dieron gloria a Dios, y se pusieron en estado de salvación...” Si tenía que dirigir alguna reprensión a algunos de los suyos, corregir sus defectos, ya se puede imaginar con qué dulzura, qué indulgencia trataba de atenuarlos y excusarlos, para destacar el valor de los culpables y ponerlos en el buen camino inspirándoles confianza en sus propias fuerzas. Que un misionero suyo enfermaba de cuerpo o de alma, no sólo no quería consentir que se la transportara fuera de San Lázaro, sino que redoblaba para con él ternuras y cuidados, diciendo que era una bendición del cielo para su casa poseer enfermos. En las más crueles pruebas, en sus enfermedades, presa de los más agudos sufrimientos, conservaba la misma igualdad de humor, la misma serenidad de su rostro, la misma dulzura en sus palabras. Afectado en lo que le era más querido, más sensible, es decir en las rentas que destinaba a sus limosnas, cuando, por ejemplo, la rapacidad de Mazarino recortaba un cuarto, dos cuartos y a veces todo un año de las rentas que Vicente había asignado sobre los diversos dominios del Rey, sobre las ayudas, sobre las diligencias, las carrozas, etc., este hombre admirable no sólo no elevaba ninguna queja contra las exacciones del favorito, sino que bendecía la mano de Dios que le golpeaba con esta plaga. Hemos visto cuál fue su profunda y constante gratitud hacia los Gondi y de qué entrega dio pruebas para con sus personas en las circunstancias que podían resultar muy peligrosas para él. Nunca hombre alguno se mostró más agradecido que él por los

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pequeños servicios o grandes que le habían hecho. Encontramos una admirable carta suya, con fecha de 1655, dirigida a un bienhechor de su congregación, a quien ofreció devolverle todo lo que le había dado por encontrarse en apuros: “Os suplico, decía él, usar de los bienes de nuestra compañía como si fueran vuestros; estamos preparados a vender todo lo que tenemos por vos, y hasta nuestros cálices, en lo que obraremos como los santos cánones ordenan, que es devolver a nuestro fundador lo que nos dio en su abundancia. Y lo que os digo, Señor, no es en absoluto por ceremonia, sino delante de Dios, y como lo siento en el fondo de mi corazón”. Este hombre que, durante la Fronda, había distribuido en limosnas mayores sumas de las que poseían los banqueros del tiempo, a este hombre que se mostraba tan santamente pródigo cuando se trataba de socorrer a los miserables no le gustaba vivir él mismo sino como vivían los pobres de solemnidad. Hasta la edad de ochenta años no quiso tener otro retiro en San Lázaro “que una pequeña habitación, sin revestimiento, sin alfombra, sin chimenea, sin otros muebles que una sencilla mesa de madera sin tapiz, con dos sillas de paja, y una pobre cama sin otra cosa que un jergón y una almohada”. Un día que tenía fiebre, se rodeó la cama “de un pequeño pabellón”. Una vez restablecido, le mandó quitar, así como un viejo tapiz que se había colocado delante de la puerta, por donde soplaba un viento glacial. Hasta los cuatro últimos años de su vida no lograron sus misioneros, a fuerza de súplicas y de insistir, que soportara fuego en su habitación. “Cuando necesitaba calentarse en invierno, cuenta su más querido discípulo, el sr Fournier, no quería que se echara sino muy poca leña al fuego, para hacer el menor gasto de leña de la casa, y decía que era el bien de Dios y el bien de los pobres, del que sólo éramos dispensadores y no señores y del que, por consiguiente, habría que dar cuenta exacta delante de Dios, como de todo lo demás; que convenía emplear lo necesario y nunca pasarse”. Iba a tomar cada día su refección con este mismo espíritu de pobreza, diciéndose a menudo: “Ah, miserable! no te has ganado el pan que comes”. No expresaba ningún gusto, ninguna preferencia por los platos servidos en la mesa, por otro lado muy frugal, del refectorio; apenas los tocaba, tan poco que le sucedía a veces por la noche caer desfallecido y entonces, para reponerse, se contentaba con un trozo de pan seco. Con frecuencia, encontrándose en el campo sin dinero, y extenuado de hambre y de fatiga, le encantaba entrar en alguna pobre cabaña para mendigar el pan por el amor de Dios. Este mismo amor de la pobreza no se hacía notar menos en sus ropas. Hemos dicho cómo, hasta en la corte, y sin preocuparse de las burlas de Mazarino, no llevaba nunca más que una sotana de pobre tejido, muy usada y hasta remendada, pero muy limpia. “Si alguien de la casa le indicaba que su cuello estaba muy roto y que debía ponerse otro, o bien que su sombrero era demasiado viejo, él hacía una broma diciendo: “Hermano mío, sólo el Rey puede tener un cuello que no esté roto, y llevar un sombrero nuevo”. Quería que todo en la iglesia de san Lázaro, hasta los ornamentos sacerdotales, a excepción de los días solemnes, ofreciera constantemente la imagen de la pobreza. Para el uso ordinario de los sacerdotes, se los mandaba hacer a un vendedor callejero. Esta virtud de pobreza, inseparable compañera de la caridad cristiana, y que Vicente apreciaba por encima de todo, y trataba con perseverancia de hacerla reinar sin cesar entre los suyos. “Debéis saber, señores, decía un día a sus misioneros, que esta virtud es el fundamento de esta congregación de la Misión. Esta lengua que os habla nunca

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ha pedido, por la gracia de Dios, cosa alguna de todas las que la Compañía posee ahora, y aunque sólo le costara dar un paso o pronunciar una sola palabra para hacer que la misma Compañía se estableciera en las provincias y en las más grandes ciudades, y se multiplicara en número y empleos considerables, yo no querría pronunciarla , espero que Nuestro Señor me haría la gracia de no decirla. Es la disposición en la que me encuentro y dejar obrar a la providencia de Dios”. Decía con tanta justeza como profundidad que la pobreza hace pensar en Dios, eleva nuestro corazón hacia él, mientras que los bienes de este mundo conducen a los que no saben hacer buen uso de ellos al olvido de Dios. Un día, espantado por el pensamiento que el amor de las riquezas podrá deslizarse en lo sucesivo en San Lázaro: “Ay, exclama, ¿que será de esta Compañía, si entra en ella el apego a los bienes del mundo? ¿Qué sucederá si da entrada a esta codicia de los bienes que el Apóstol dice que son la raíz de todos los males? Algunos grandes santos dijeron que la pobreza era el nudo de las religiones: no somos de verdad religiosos, si no se ve justificación de que lo seamos, y no somos dignos de serlo, aunque vivamos en común; pero no es menos verdad... que la pobreza es el nudo de las comunidades y particularmente de la nuestra; es el nudo que, desligándola de todas las cosas de la tierra, la une perfectamente a Dios...” Otra vez, llega hasta amenazar a los suyos con su maldición, si alguna vez dejan entrar la avaricia entre ellos: “Desgraciado, desgraciado, señores y hermanos míos, sí, desgraciado el misionero que quiera apegarse a los bienes perecederos de esta vida; ya que quedará sujeto a ellos, se verá punzado por estas espinas y preso en estos lazos. Y si esta desgracia sucediera a la Compañía, ¿qué se diría después? Y, ¿cómo se viviría? Se diría: Tenemos tantos miles de libras en rentas; conviene que ahora descansemos. ¿Por qué ir a los pueblos? ¿Por qué trabajar tanto? Dejemos allí a la pobre gente del campo, que sus párrocos se cuiden de ellos, si así les parece; vivamos tranquilamente sin buscar tantas molestias. Así es como la ociosidad seguirá al espíritu de avaricia; no habrá otra ocupación que la de conservar y aumentar sus bienes temporales, y la de buscar sus propias satisfacciones; y entonces se podrá decir adiós a todos los ejercicios de la Misión, y a la Misión misma, porque ya no existirá. No hay más que leer las historias y se encontrará una infinidad de ejemplos que nos harán ver que las riquezas y la abundancia de los bienes temporales han sido la causa de la pérdida no solamente de varias personas eclesiásticas, sino también de comunidades y de Órdenes enteras, por no haber sido fieles a su espíritu de pobreza”. Y Vicente, que sabe ante todo y por encima de todo que las palabras no son nada sin las obras, es el primero en dar el ejemplo a sus hermanos del desprecio de las riquezas; él se muestra constantemente como el hombre más desinteresado de su siglo. Hemos visto cómo en el seno del consejo de conciencia, cuando tenía en mano la hoja de los beneficios, no quiso nunca darles uno solo ni a su Compañía, ni a sus amigos, ni a sus próximos, aunque éstos se hallasen en la pobreza. Presionado un día por uno de sus misioneros a hacer algún bien a sus padres en necesidad: “¿Creéis, le respondió Vicente, que no los quiero? Experimento por ellos todos los sentimientos de ternura y afecto que cualquiera otro puede sentir por los suyos, y éste amor natural me empuja bastante a asistirlos; pero yo debo actuar según los movimientos de la gracia, y no de la naturaleza, y pensar en los pobres más abandonados, sin detenerme en los lazos de la amistad, ni del parentesco”.

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De acuerdo con las máximas del Evangelio en todo su rigor, consideraba el bien que se hace a los suyos como un robo cometido en perjuicio de todos los miserables. Pero este cruel sacrificio que se imponía tan duramente a sí mismo le desgarraba el corazón, y tenemos en este aspecto una página de un sentimiento profundo, que se halla en una instrucción que dirigía a sus misioneros. Contándoles un día una visita que había hecho en otro tiempo a su familia, con ocasión de una misión que había tenido que realizar en Burdeos cerca de los forzados: “Tuve miedo, dice, de apegarme a mis padres. Y, efectivamente, habiendo transcurrido ocho o diez días con ellos, informándoles de los medios para su salud, y alejándoles del deseo de tener bienes, hasta decirles que no esperasen nada de mí que, aunque tuviera cofres de oro y plata, no les daría nada, porque un eclesiástico que posee algo, se lo debe a Dios y a los pobres, el día que me marché, sentí tanto dolor por dejar a mis pobres padres, que no hice más que llorar durante todo el camino, y llorar casi sin cesar. A estas lágrimas sucedió el pensamiento de ayudarles a mejorar su estado, de dar a éste esto, a la otra aquello; mi espíritu enternecido les repartía así lo que yo tenía y lo que no tenía. Lo digo para mi confusión, y lo digo, porque quizás Dios lo permitió para darme a conocer mejor la importancia del consejo evangélico del que hablamos. Estuve tres meses con esta pasión importuna de adelantar a mis hermanos y hermanas; era el peso continuo de mi pobre espíritu. En medio de todo, cuando me encontraba un poco libre, pedía a Dios que tuviera a bien librarme de esta tentación, y se lo pedí tanto que por fin se apiadó de mí, y me quitó esta ternura para con mis padres, y aunque se hayan visto desde entonces viviendo casi de limosna y lo estén aún, me ha concedido la gracia de encomendarlos a su providencia, y de tenerlos por más felices que si hubieran estado bien colocados. Digo esto a la Compañía porque hay algo grande en esta práctica recomendada en el Evangelio, que excluye del número de los discípulos de Jesucristo a todos los que no odian a su padre y madre, hermanos y hermanas y que, según eso, nuestra regla nos exhorta a renunciar al afecto inmoderado de los padres. Roguemos a Dios por ellos, y si los podemos servir en caridad, hagámoslo; pero mantengámonos firmes contra la naturaleza que, teniendo siempre su inclinación hacia esto, nos apartará si puede de la escuela de Jesucristo. Estemos sobre aviso”. Como se puede deducir por estas palabras, de un sentimiento a la vez tan humano y tan cristiano, nunca un hombre tuvo un afecto más tierno hacia sus padres, ni realizó con mayor resolución el sacrificio de su corazón a Dios. No solamente no quiso Vicente dar nunca un solo paso para sacar a los suyos de su estado y de su pobreza, sino que hasta se opuso continuamente a todas las tentativas que, en este sentido, hicieron ante él algunos grandes señores. Habiendo querido varios prelados, por su consideración, hacer educar a algunos de sus sobrinos en los seminarios, para destinarlos al estado eclesiástico, Vicente les respondió “que se debía tener cuidado de no apartar de estos niños los designios que Dios tenía sobre ellos, y que según su parecer, era mejor dejarlos en la condición de sus padres, siendo la condición del labrador, entre todas, una de las más propias para salvarse”. Se comprenderá fácilmente hasta qué punto un hombre así era enemigo de toda clase de sensualidad y con qué rigor trataba a su espíritu, a su cuerpo y a sus sentidos. “La sensualidad, decía, está en todas partes, y no sólo en la búsqueda de la estima del mundo, de las riquezas y de los placeres, sino también en las devociones, en las acciones más santas, en los libros, en las imágenes; en una palabra, se oculta en todas partes... Oh Dios mío,... vos que sois el enemigo mortal de toda sensualidad, dadnos

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este espíritu de mortificación y la gracia de resistir siempre a este amor propio que es la raíz de todas las sensualidades...” Llegaba incluso a considerar como una pasión mala “el deseo inmoderado de conservar la salud y encontrase bien”. Mientras que en la práctica entendía que la vida de sus misioneros no fuera ni demasiado ancha ni demasiado estrecha, ni demasiado muelle ni demasiado rigurosa”, él, para sí, y en cuanto podía, en el mayor secreto, “se trataba muy ásperamente, haciendo sufrir a su cuerpo de diferentes maneras”, y mortificaba sin cesar su espíritu, para tenerlos a uno y otro perfectamente sometidos a la voluntad de Dios”. Aun en su extrema ancianidad, y a pesar de sus dolorosas enfermedades, no quería recortar nada de sus abstinencias, de sus vigilias, de las privaciones de toda clase que se había impuesto. Durante los más grandes rigores del invierno, exponía sus manos al frío, hasta tal punto que parecían “negruzcas”, y conservaba sus calzados y vestidos de verano. Aunque por dos veces al año se viera atacado por accesos de fiebre cuartana, él no se cuidaba y trabajaba como siempre, y aun teniendo con frecuencia las “piernas hinchadas extraordinariamente, no dejaba de ir a pie: lo que hizo hasta que la incapacidad le obligó a servirse de un caballo”. Si, durante el día, sentía que le dominaba el sueño, en lugar de tomar algún descanso, se ponía de pie para no dormirse. Último en acostarse, primero en levantarse, iba a la iglesia todas las mañanas, hasta en el rigor de los más duros inviernos, y pasaba allí muchas horas “sin permitir que le pusieran una estera para las rodillas”. Hemos dicho que hasta la edad de ochenta años, dormía en un jergón, “sin colchón, sin cortina ni y en una habitación sin fuego”. Y como si esto no fuera suficiente en cuanto a austeridades, el santo hombre ejercía sobre su propio cuerpo los mayores rigores, y en el más profundo secreto, “con el fin, según decía san Pablo, de reducirle a servidumbre”. Durante su última enfermedad, el hermano que le servía encontró en su habitación “cilicios, sacos, cadenillas y cinturones de cuero con puntas que tenía ocultos, y de los que se servía a menudo”. Todos los días al despertar se administraba “una ruda disciplina”; y como no era de los que se glorían de sus austeridades reales o fingidas, los misioneros de San Lázaro no se enteraron de este particular más que por uno de los suyos cuya habitación estaba separada de la suya sólo por un tabique de abeto. Tales acciones hablan demasiado alto para que puedan ser alabadas por palabras dignas de ellas. Así fue este hombre de una sencillez sublime, este cristiano de los primeros tiempos, este apóstol de la caridad, este bienhechor del género humano, el más grande de los tiempos modernos, cuyas instituciones caritativas vivirán tanto tiempo como el Evangelio que las inspiró; ya que, grabadas profundamente en los corazones de sus discípulos, quedarán siempre por encima de los más sabios cálculos y los más perfectos reglamentos de una sabiduría puramente humana. Si alguna vez las Hermanas de San Vicente de Paúl fueran expulsadas de los hospitales, ¿cómo esperar mujeres serviles para colocar en su lugar, su tierna entrega, su santa disciplina, y lo que Napoleón I llamaba con toda justicia el entusiasmo de la caridad? Ese día, ¡ay de los pobres que, al perder manos tan piadosas como desinteresadas, serían entregados sin piedad a manos mercenarias! CAPÍTULO XVIII

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EPÍLOGO -Regreso del cardenal de Retz a Commercy. -Su dimisión del arzobispado de París a cambio de la abadía de Saint-Denis. -El Señor de Marca, su sucesor. -Muerte del P. de Gondi. - Regreso a París del cardenal de Retz. Su hubiéramos tenido que consultar solamente las reglas del gusto y de la composición, habríamos debido terminar este estudio por el capítulo que precede. Pero como, en la mayoría de las obras históricas, es la cronología la que se impone ante todo y se pliega raramente a otras reglas que las suyas, nos vemos obligado, en lo que se refiere a este tema, a volver sobre nuestros pasos y contar brevemente al lector cuál fue el fin de los dos principales amigos y bienhechores de Vicente de Paúl, el P. de Gondi y el cardenal de Retz. Cuando el P. de Gondi conoció la muerte de Vicente, estaba todavía en el exilio de Clermont en Auvergne , en la casa de los Padres del Oratorio. En este piadoso retiro, el antiguo general de las galeras dividía su tiempo entre la oración y las buenas obras. “Soportaba esta triste situación, dice el P. Batterel, con una sumisión y una paciencia admirables, haciendo el bien a nuestra casa de Clermont como, en su primer exilio, lo había hecho a la de Lyon, las dos muy pobres, y buscando su consuelo en rezar mucho, en meditar la ley de Dios, en adorar sus juicios sobre él y los suyos”. En cuanto a su hijo el cardenal de Retz, hasta después de nueve años de prisión y de exilio, y un año después de la muerte de Mazarino, no recibió por fin la autorización de volver a su señorío de Commercy (14 de febrero de 1662). Se sabe con qué noble desinterés él dio de nuevo, y esta vez sin condición alguna, su dimisión de arzobispo de París, y cómo Luis XIV, que no quería quedar en deuda de generosidad con él, le ofreció en compensación la abadía de Saint-Denis, con una renta de ciento veinte mil libras, y un pequeño beneficio de dos mil libras en el ducado de Retz. Como había retirado anteriormente su dimisión después de fugarse del castillo de Nantes, la corte tomó las mayores precauciones para que un acto semejante no pudiera repetirse. Recibió la orden de no salir de Commercy antes de la instalación de su sucesor, el sr de Marca, antiguo presidente en el parlamento de Pau, arzobispo de Toulouse. ¿Quién era este prelado que había elegido la corte para ocupar la primera sede arzobispal de Francia? Bossuet ha trazado de él un retrato de una espantosa verdad y que deja adivinar más todavía: “Era, dice, un hombre de buen genio, de un espíritu flojo y variable, que tenía la desdichada facilidad de pasar de un sentimiento al otro, sirviéndose de algunos equívocos, y de tratar como riéndose las materias eclesiásticas... Para agradar los oídos delicados de los Romanos, dio una idea nueva de las libertades galicanas”. ¿Hasta dónde no podía llegar un hombre de este carácter? Con Richelieu, había sido del número de los comisarios que enviaron al cadalso a Cinq-Mars y a de Thou. Fue también, según sus consejos, el causante de que el terrible cardenal mandase deponer a varios obispos acusados de complicidad en el asunto del duque de Montmorency. El sabio Baluze, a quien el sr de Marca confió el cuidado de publicar sus obras póstumas, declara que entraba mucho cálculo en las opiniones de este prelado. Y nada por desgracia estaba más claro. Cuando Marca publicó su libro De concordia sacerdotii et

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imperii, el tratado más completo que haya aparecido sobre las libertades de la Iglesia galicana, antes de la célebre Défense de Bossuet, la curia de Roma se inquietó. Marca solicitaba entonces sus bulas por el obispado de Conserans, y como surgían dudas en expedírselas, firmó sin titubear una declaración en la que condenaba todo lo que, en su libro, era contrario a las doctrinas de la Iglesia de romana. Hacia el final de su vida, para añadir sin duda el capelo de cardenal a la mitra de arzobispo de París, escribía un tratado a favor de la infalibilidad del Papa. Por fin, durante las dificultades del cardenal de Retz con la corte, consultado por Mazarino sobre los mejores medios que poner en práctica para obligarle a dimitir de su sede, el sr de Marca, que aspiraba ardientemente a ser su sucesor, proporcionó al ministro, en numerosas memorias, todas las mejores armas que pudo encontrar en los antiguos procedimientos de los soberanos contra los obispos y los cardenales. Tales hechos dicen bastante para que haga falta comentarlos. Se puede juzgar del descontento que experimentó la curia de Roma al ver subir a la sede de París a un hombre tan fluctuante y poco seguro. Así que le hizo esperar sus bulas hasta el mes de junio de 1662, con el pretexto de verificar si la dimisión de su predecesor estaba o no mancillada por alguna nulidad. Por una extraña fatalidad, el nuevo arzobispo murió tres o cuatro días antes de la recepción de sus bulas, a la vista de la Tierra prometida y sin haber podido poner el pie en ella (29 de junio de 1662). El P. de Gondi había sido llamado de su exilio inmediatamente después del regreso del cardenal su hijo a Commercy: se le había permitido volver a París. “Pero, más asqueado que nunca del mundo, dice el P. Batterel en sus Memorias inéditas no pensó ya en otra cosa que en prepararse para la muerte, y se retiró a su tierra de Joigny. Existía un hermoso castillo, ante el cual se desplegaba una terraza que tiene vistas sobre una campiña vasta y agradable. Allí se pasaba con frecuencia horas enteras paseando solo, meditando las verdades eternas. Se le oía suspirar a menudo y, otras veces, con las manos y los ojos levantados al cielo, pronunciar algún versículo afectivo de los salmos que expresaban con toda viveza los sentimientos de su corazón. Hacía algunos años, se había formado una devoción de recitar cada día, aparte del oficio ordinario, el de los difuntos. A esto añadía las oraciones de la recomendación del alma y la recitación de cincuenta salmos de la penitencia, con el rostro en tierra, que se impuso como penitencia diaria. Hizo una confesión general de toda su vida... y limosnas más abundantes que de costumbre. Finalmente, prohibió que le hablaran nunca de la corte y de sus noticias, para no ocuparse más que de los juicios de Dios... Su avanzada edad y sus frecuentes indisposiciones eran para él un aviso continuo de que el Señor iba a llamar a su puerta”. Presa de una fiebre continua y no llevando más que una vida lánguida, vino a pasar el invierno de 1661a París, a la casa de los Oratorianos de Saint-Magloire. En la primavera, regresó a Joigny, donde bien pronto se le advirtió, en una recaída, de su fin próximo. Un día, encontrándole mejor su médico, le dijo que su enfermedad no traería consecuencias. “Me afligía, señor, le replicó el viejo marino, habituado desde hacía tiempo al espectáculo y al pensamiento de la muerte, pues me cuesta menos morir que vivir”. Al aumentar su mal, recibió los últimos sacramentos, añade el P. Batterel, después ordenó al Hermano que le servía que le leyera la muerte de nuestro muy honorable Padre (el cardenal de Bérulle), y la del P. de Condren, para ver las santas disposiciones con las que se sometieron a la voluntad de Dios y esforzarse por imitarlos.

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Así murió, a los ochenta y un años de edad, y los treinta y cinco de su entrada en el Oratorio, el digno amigo de Vicente de Paúl y el padre del célebre cardenal de Retz quien, de todas las virtudes, no heredó más que la intrepidez. El cardenal estaba aún relegado a Commercy, y la corte llevó la dureza hasta negarle ir a Joigny para cerrar los ojos de su anciano padre, y acudir a París para asistir a sus funerales, que tuvieron lugar en la iglesia de Saint-Magloire. Éste no fue sin duda el menos cruel de los castigos que tuvo que sufrir el antiguo jefe de la Fronda. Durante dos años todavía se vio solo frente a sí mismo en su viejo castillo de Commercy, y pudo meditar a sus anchas sobre sus culpas pasadas y sobre las vicisitudes de la fortuna. Por un encadenamiento inaudito de contratiempos, apenas hubo visto designar por sucesor del sr de Marca al sr Hardouin de Péréfixe, cuando se enteró del terrible diferendo que acababa de estallar entre la corte de Francia y la de Roma, a propósito del atentado cometido por la guardia corsa contra el duque de Créqui, diferendo que no se terminó hasta el 12 de abril de 1664, con la firma del tratado de Pisa. Hasta esta época, el desdichado cardenal debió seguir prisionero en sus tierras sin que le fuera permitido salir de ellas una sola vez. Hasta el 6 de junio del mismo año no le fue permitido abandonar su soledad y acudir a saludar al Rey en Fontainebleau. Luis XIV le invitó a pasar dos días a su lado, noble manera de ocultar el perdón con un favor; pero, mientras perdonaba, no se olvidó nunca de los atentados del antiguo jefe de la Fronda. Sabiendo a qué atenerse respecto de su genio diplomático, le confió varias misiones en Roma, misiones tan delicadas como difíciles, que Retz condujo con una destreza extraordinaria y totalmente satisfactoria para el Rey. Pero este príncipe, a la par que le abrumaba con testimonios de gratitud y hasta de admiración, no pudo jamás resolverse a darle el título de embajador, ni de enviado extraordinario, ni siquiera el de protector de los asuntos eclesiásticos de Francia ante la Santa Sede. No le envió nunca a Roma sino en calidad de simple cardenal francés. En vano fue que Retz realizara prodigios de habilidad en sus diversas misiones, en particular en la misión respecto de la infalibilidad del Papa y en la de la investidura del reino de Nápoles; en vano fue que hiciera triunfar a los candidatos de Francia en los cónclaves donde fueron elegidos los papas Clemente IX, Clemente X e Inocencio XI. Luis XIV, inexorablemente fiel a los consejos que le había dado Mazarino en su lecho de muerte, no quiso nunca investirle con ninguna función, con ningún título oficial. Esta dura expiación de su pasado la aceptó Retz con más dignidad que resignación. Impasible en apariencia, llevaba en el corazón esta profunda herida de las grandes ambiciones decepcionadas, que no se cierra nunca. Pero hagámosle justicia sin remilgos: incluso cuando hubo perdido toda esperanza de conquistar el favor del Rey y de entrar en sus consejos, no cesó de mostrarse el más dócil, el más dedicado de sus súbditos, y de poner a su servicio todo cuanto había en él de prudencia adquirida con la edad, de habilidad y de genio político. Retz trataba de consolarse por tantos desengaños y desgracias en la sociedad íntima de algunos amigos adictos, de algunas mujeres de elite (entre otras, de su prima por alianza, la señora de Sévigné), así como en la redacción secreta de sus admirables Memorias, a las que daba la última mano. No entra en nuestro asunto hablar de este libro sorprendente, cuyos relatos y retratos han sido juzgados dignos de Salustio y de Tácito, y cuyas reflexiones morales y sentencias políticas nada tienen que envidiar por su fineza y profundidad a las de Maquiavelo. Tampoco es éste el lugar de narrar cómo acabó este hombre extraordinario de entrar en los secretos motivos de su dimisión del capelo y de su conversión sincera o simulada, no más que el misterioso relato de sus

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últimos momentos. Hemos estudiado anteriormente estos problemas, y volveremos a ellos cualquier día. Que nos sea suficiente decir hoy que frente al hombre que ha hecho de sí mismo esta singular confesión: que tenía el alma menos eclesiástica que hubiera en el universo, es permitido al menos mantenerse en guardia. El espeso velo que Retz ha echado en sus Memorias sobre sus ambiciones y sus conspiraciones más secretas del tiempo de la Fronda, parece también haberlo tendido sobre sus disposiciones finales y sobre su muerte.