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Salvaje

Cheryl Strayed

Traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla

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SALVAJECheryl Strayed

«Era un mundo en el que nunca había estado y que, sin embargo, como biensabía, siempre había existido; un mundo en el que había entrado a trompicones,afligida, confusa, temerosa y esperanzada. Un mundo que, según pensé, me con-vertiría en la mujer que yo sabía que podía llegar a ser y, a la vez, me permitiríavolver a ser la niña que había sido en otro tiempo.

Un mundo cuyas dimensiones eran medio metro de ancho y 4.285 kilómetros delargo.»

Con veintidós años, Cheryl Strayed creía que lo había perdido todo tras tomar ladecisión de separarse y acercarse demasiado al mundo de las drogas. Su familiase había dispersado tras la muerte de su madre cuatro años antes y ella se habíaquedado sin pilares sobre los que construir su vida. Así que toma la decisión másimpulsiva que hubiera tomado jamás: recorrer el Sendero del Macizo del Pacífico,una ruta que bordea toda la Costa Oeste de los Estados Unidos, desde el desier-to de Mojave en California y Oregón al estado de Washington. Y decide hacerlocompletamente sola. Sin ninguna experiencia en senderismo, y ni tan solo habien-do pasado jamás una noche al aire libre, para ella se trataba de «una idea, vaga,extravagante y prometedora». Pero esa promesa se convirtió en la necesidad devolver a juntar las piezas del rompecabezas en que se había convertido su exis-tencia. Narrada con suspense, estilo, sentido del humor y ternura, en Salvaje

Strayed consigue describir un viaje que dio forma a su vida contra toda expectati-va, un viaje que la volvió loca, que la fortaleció y que acabó por sanarla.

ACERCA DE LA AUTORACheryl Strayed nació en Pensilvania, es la mediana de tres hermanos y fue a lasuniversidades de St. Thomas y Minnesota, donde se licenció cum laude de dosespecialidades: literatura inglesa y estudios femeninos. Trabajó como camarera, encampañas políticas, administrativa y técnica sanitaria en una ambulancia. Ademásde Salvaje, Strayed ha publicado dos novelas, artículos en medios como The

Washington Post Magazine, The New York Times Magazine, Vogue y Allure entreotros, y una popular columna de consejos sentimentales sui generis llamada«Dear Sugar» en la web The Rumpus. Salvaje será publicado en Brasil, Finlandia,Alemania, China, Holanda, Corea del Sur, Suecia, Israel, Reino Unido, Australia,Nueva Zelanda, Taiwán, Dinamarca, Francia, Polonia, Noruega e Italia.

#salvaje

ACERCA DE LA OBRA«Espectacular… Te atrapa… Una aventura que te quita el aliento y una profun-da reflexión sobre la naturaleza del dolor y la supervivencia. Un triunfo a nivelliterario y personal.»NeW YoRk TiMeS Book ReVieW

«Uno de los libros americano más originales, enternecedores y hermosos queme he encontrado en años.»NATioNAl PuBlic RAdio

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Para Brian Lindstromy para nuestros hijos, Carver y Bobbi.

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Índice

Nota de la autora .................................................................... 11Mapa ....................................................................................... 12Prólogo ................................................................................... 13

PRIMERA PARTE. LAS DIEZ MIL COSAS1. Las diez mil cosas ................................................................ 192. Escindida en dos .................................................................. 413. Encorvada en una postura mínimamente erguida ............. 52

SEGUNDA PARTE. HUELLAS4. El Sendero del Macizo del Pacífico.

Volumen I: California ..................................................... 615. Huellas ................................................................................ 776. Un toro en ambas direcciones ............................................. 937. La única chica en el bosque ............................................... 123

TERCERA PARTE. CADENA DE LA LUZ8. Corvidología ..................................................................... 1419. Permanecer localizado ..................................................... 16110. Cadena de la Luz ............................................................. 173

CUARTA PARTE. SALVAJE11. Lou sin Lou ..................................................................... 20912. Hasta aquí ....................................................................... 22413. La acumulación de árboles .............................................. 24214. Salvaje ............................................................................. 260

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QUINTA PARTE. CAJA DE LLUVIA15. Caja de lluvia .................................................................. 27716. Mazama .......................................................................... 30517. En una marcha primaria ................................................. 31918. La reina del SMP ............................................................ 33519. El sueño de un lenguaje común ...................................... 348

Agradecimientos .................................................................. 361Libros quemados en el SMP ................................................. 365

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Nota de la autora

Para escribir este libro, me basé en mis diarios personales,investigué los datos cuando pude, consulté con varias de laspersonas que aparecen en sus páginas y recurrí a mis propiosrecuerdos de los sucesos referidos y de esa etapa de mi vida. Hecambiado los nombres de la mayoría de las personas —pero node todas— mencionadas en este libro y, en algún caso, tambiénhe modificado detalles que pudieran identificarlas, para salva-guardar el anonimato. No se incluyen en el libro personajes nisucesos que sean mitad ficción, mitad realidad. De vez encuando he omitido personas y sucesos, pero solo si dicha omi-sión no afectaba a la veracidad o el contenido del relato.

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Sendero del Macizo del Pacífico

KILÓMETROS

MILLAS

Ruta de Cheryl StrayedRodeo

desierto de Mojave

OCÉA

NO

PACÍFIC

O

CADEN

ADELA

SCASCADAS

SIERRA

NEVA

DA

EELL SSENDEROENDERO DELDEL MMACIZOACIZO DELDEL PPACÍFICOACÍFICO

Puente de los DiosesPuente de los Dioses

monte Hoodmonte Hood

Cascade Loeks

Belden Town

Timberline LodgeTimberline Lodge

Tres HermanasTres Hermanas

lago Odelllago Odell

lago de lago de OlallieOlallie

lago del Cráterlago del Cráter

lago Tahoelago Tahoe

Parque Parque Nacional deNacional de

YosemiteYosemite

ParqueParqueNacional deNacional deKings CanyonKings Canyon

ParqueParqueNacional Nacional

de Sequoiade Sequoia

valle de Seiadvalle de Seiad

monte Lassenmonte Lassen

paso del Senderopaso del Sendero

monte Whitneymonte Whitney

KennedyKennedyMeadowsMeadows

paso de Tehachapipaso de Tehachapi

monte Shastamonte Shasta

Parque ConmemorativoParque ConmemorativoEstatal de McArthur-Estatal de McArthur-Burney FallsBurney Falls

Parque Estatal de Parque Estatal de Castle CragsCastle Crags

monte Washingtonmonte Washington

monte Jeffersonmonte Jefferson

NN

EE

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Prólogo

Eran árboles altos, pero yo estaba en una posición aún más alta:por encima de ellos, en una escarpada ladera en el norte de Califor-nia. Momentos antes me había quitado las botas de montañismo, yla del pie izquierdo había caído entre esos árboles al volcarse sobreella la enorme mochila, salir catapultada por el aire, rodar hasta elotro lado del sendero pedregoso y despeñarse por el borde. Tras re-botar en un afloramiento rocoso a unos metros por debajo de mí, seperdió de vista entre la enramada del bosque, donde ya era imposi-ble recuperarla. Atónita, ahogué una exclamación, pese a que lle-vaba treinta y ocho días en medio de aquella agreste naturaleza y aesas alturas sabía ya que cualquier cosa podía ocurrir, y que ocurri-ría. Pero no por eso dejaba de asombrarme cuando por fin sucedía.

La bota había desaparecido. Había desaparecido de verdad.Estreché a su compañera contra mi pecho como si fuera un bebé.

Un gesto vano, por supuesto. ¿De qué sirve una bota sin la otra? Denada. Es un objeto inútil, huérfano para siempre, y no podía apia-darme de ella. Era un armatoste de bota, de lo más pesada, unaRaichle de cuero marrón con cordón rojo y presillas metálicas pla-teadas. Después de sostenerla en alto por un momento, la arrojé contodas mis fuerzas y la observé caer entre los exuberantes árboles ydesaparecer de mi vida.

Estaba sola. Estaba descalza. Tenía veintiséis años y también yoera huérfana. «Una verdadera extraviada», 1 había dicho un desco-nocido hacía un par de semanas cuando le di mi apellido y le habléde mis escasos lazos con el mundo. Mi padre abandonó mi vida

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1. Juego de palabras con el apellido de la autora, «Strayed», que entreotras cosas significa «extraviada». (N. de los T.)

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cuando tenía seis años. Mi madre murió cuando yo tenía veintidós.Después de su muerte, mi padrastro dejó de ser la persona a quienconsideraba mi padre para transformarse en un hombre al que yosolo reconocía de vez en cuando. Mis dos hermanos, en su dolor, sedistanciaron, pese a mis esfuerzos para que los tres nos mantuviéra-mos unidos, hasta que me rendí y también yo me distancié.

Durante los años anteriores al momento en que arrojé mi botaal precipicio en esa montaña, yo misma estaba arrojándome a unprecipicio. Había deambulado, vagado y errado —de Minnesota aNueva York, de allí a Oregón, y luego por todo el oeste— hasta quepor fin, en el verano de 1995, me encontré allí, descalza, sintién-dome no ya sin lazos con el mundo, sino amarrada a él.

Era un mundo en el que nunca había estado y que, sin embargo,como bien sabía, siempre había existido; un mundo en el que habíaentrado a trompicones, afligida, confusa, temerosa y esperanzada.Un mundo que, según pensé, me convertiría en la mujer que yo sa-bía que podía llegar a ser y, a la vez, me permitiría volver a ser laniña que había sido en otro tiempo. Un mundo cuyas dimensioneseran medio metro de ancho y 4.285 kilómetros de largo.

Un mundo llamado Sendero del Macizo del Pacífico.Había oído hablar de él por primera vez solo siete meses antes,

cuando vivía en Minneapolis, triste, desesperada y a punto de divor-ciarme de un hombre a quien aún amaba. Mientras hacía cola enuna tienda de actividades al aire libre, esperando para pagar una palaplegable, cogí de una estantería cercana un libro titulado El Senderodel Macizo del Pacífico. Volumen I: California, y leí la contracu-bierta. El SMP, decía, es un sendero a través de la naturaleza que dis-curre ininterrumpidamente desde la frontera entre México y Cali-fornia hasta poco más allá de la frontera canadiense, pasando por lascimas de nueve cadenas montañosas: Laguna, San Jacinto, San Ber-nardino, San Gabriel, Liebre, Tehachapi, Sierra Nevada, Klamath ylas Cascadas. En línea recta equivale a una distancia de mil setecien-tos kilómetros, pero el sendero tiene una longitud de más del doble.Atravesando en su totalidad los estados de California, Oregón yWashington, el SMP cruza parques nacionales y reservas naturales,así como territorios federales y tribales y propiedades particulares;desiertos y montañas y bosques pluviales; ríos y carreteras. Di lavuelta al libro y contemplé la cubierta —un lago salpicado de pe-ñascos y rodeado de riscos que se recortaban contra el cielo azul—;volví a dejarlo en su sitio, pagué mi pala y me marché.

Pero pasados unos días regresé y compré el libro. Por entonces

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el Sendero del Macizo del Pacífico no era para mí un mundo; erauna simple idea, imprecisa y disparatada, prometedora y llena demisterio. Algo brotó dentro de mí mientras seguía con el dedo su lí-nea irregular en un mapa.

Recorrería esa línea, decidí; o al menos tanto de ella como pu-diera en unos cien días. Desmoralizada y confusa como nunca lo ha-bía estado en la vida, vivía sola en un estudio en Minneapolis, sepa-rada de mi marido, y trabajaba de camarera. Todos los días me sentíacomo si mirara hacia arriba desde el fondo de un profundo pozo.Pero desde dentro de ese pozo me propuse convertirme en unamontañera solitaria. ¿Y por qué no? Había sido ya muchas cosas.Afectuosa esposa y adúltera. Amada hija que ahora pasaba las vaca-ciones sola. Ambiciosa alumna aventajada y aspirante a escritoraque saltaba de un trabajo insignificante a otro mientras jugueteabapeligrosamente con las drogas y se acostaba con demasiados hom-bres. Era nieta de un minero del carbón de Pensilvania, hija de unobrero siderúrgico convertido en viajante de comercio. Al separarsemis padres, viví con mi madre, mi hermano y mi hermana en com-plejos de apartamentos habitados por madres solteras y sus hijos. Enla adolescencia, viví en plan «retorno a la naturaleza» en los bosquesseptentrionales de Minnesota, en una casa que no tenía retrete inte-rior ni electricidad ni agua corriente. A pesar de eso, llegué a ser ani-madora en el instituto y reina de la fiesta de inauguración del cursoescolar; luego me fui a la universidad y, en el campus, me convertíen feminista radical e izquierdista.

Pero ¿recorrer sola dos mil kilómetros por un entorno agreste?Nunca había hecho una cosa así ni remotamente. Pero no perdíanada por intentarlo.

Ahora, de pie y descalza en aquella montaña californiana, se meantojaba que habían pasado años, que en realidad había sido en otravida cuando había tomado la decisión, posiblemente insensata, dedarme un largo paseo sola por el SMP con el propósito de salvarme.Cuando creí que todo aquello que había sido antes me había prepa-rado para ese viaje. Pero nada me había preparado ni podía prepa-rarme para aquello. Cada día en el sendero era la única preparaciónposible para el día siguiente. Y a veces ni siquiera el día anterior mepreparaba para lo que vendría a continuación.

Por ejemplo, para el hecho de que mis botas se precipitaran irre-cuperablemente por un barranco.

La verdad es que lamenté perderlas de vista solo hasta ciertopunto. Durante las seis semanas que las calcé, atravesé desiertos

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y nieve, dejé atrás árboles y arbustos, y hierba y flores de todas lasformas, tamaños y colores, subí y bajé montañas, y recorrí campos yclaros, y porciones de tierra que me era imposible definir, salvo paradecir que había estado allí, había pasado por allí, las había cruzado. Ya lo largo del camino esas botas me levantaron ampollas en los piesy me los dejaron en carne viva; por su culpa, se me ennegrecieron lasuñas y cuatro de ellas se desprendieron dolorosamente de los dedos.Para cuando perdí las botas, ya no quería saber nada de ellas, y ellasno querían saber nada de mí, aunque también es verdad que las ado-raba. Para mí, ya no eran tanto objetos inanimados como prolonga-ciones de mi propia identidad, igual que casi todo aquello que llevé acuestas ese verano: la mochila, la tienda, el saco de dormir, el depura-dor de agua, el hornillo ultraligero y el pequeño silbato de color na-ranja que tenía en lugar de arma. Eran los objetos que yo conocía ycon los que podía contar, las cosas que me permitían seguir adelante.

Miré los árboles por debajo de mí, sus altas copas meciéndosesuavemente en la brisa tórrida. Podían quedarse con mis botas,pensé, recorriendo con la vista aquella vasta extensión verde. Habíadecidido descansar allí por el paisaje. Era un día de mediados de ju-lio, ya avanzada la tarde, y me hallaba a muchos kilómetros de la ci-vilización en todas direcciones, a muchos días de la solitaria oficinade correos donde había recogido mi última caja de reaprovisiona-miento. Cabía la posibilidad de que algún montañero apareciera porel sendero, pero eso rara vez ocurría. Por lo general, me pasaba díassin ver a nadie. En cualquier caso, daba igual si alguien venía o no.En esa aventura estaba sola.

Observé mis pies descalzos y maltrechos, con sus escasas uñasresiduales. Eran de un blanco espectral hasta la línea trazada a unoscentímetros por encima de mis tobillos, donde normalmente acaba-ban los calcetines de lana. Por encima, tenía las pantorrillas muscu-losas y doradas y velludas, cubiertas de polvo y una constelaciónde moretones y arañazos. Había empezado a caminar en el desierto deMojave y no pensaba detenerme hasta tocar con la mano un puenteque cruza el río Columbia en el límite entre Oregón y Washington,cuyo magnífico nombre es Puente de los Dioses.

Miré al norte, en dirección a él: la sola idea de ese puente erapara mí una almenara. Miré al sur, hacia donde había estado, haciala tierra agreste que me había aleccionado y abrasado, y me planteémis opciones. Solo tenía una, lo sabía. Desde el principio había te-nido solo una.

Seguiría adelante.

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PRIMERA PARTE

LAS DIEZ MIL COSAS

Una cosa tan grande al rompersedebería hacer un ruido mayor.

WILLIAM SHAKESPEARE, Antonio y Cleopatra

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Las diez mil cosas

Mi andadura en solitario de tres meses por el Sendero del Ma-cizo del Pacífico tuvo muchos comienzos. Estuvo la decisión ini-cial de hacerlo, espontánea, seguida de la segunda decisión, másseria, de hacerlo «realmente», y luego vino el largo tercer co-mienzo, consistente en semanas de compras y distribución en ca-jas y preparativos. Estuvo la renuncia a mi empleo de camarera, elfin de la tramitación del divorcio, la venta de casi todas mis perte-nencias, la despedida de mis amigos y la visita a la tumba de mimadre por última vez. Estuvo el viaje en furgoneta desde Min-neapolis hasta Portland, Oregón, y unos días después un vuelo aLos Ángeles, y el traslado en coche hasta el pueblo de Mojave y,desde allí, hasta el lugar donde el SMP cruzaba una carretera.

Fue en ese momento cuando, por fin, llegó el gran momento,seguido de la cruda toma de conciencia de lo que de verdad impli-caba aquella aventura, y después de la decisión de abandonar elplan, pues llevarlo a cabo era absurdo, carecía de sentido, resul-taba ridículamente difícil y superaba con mucho mis expectativas,y no estaba en absoluto preparada para algo así.

Y luego llegó el gran momento de verdad.Quedarse y hacerlo, a pesar de todo. A pesar de los osos y las

serpientes de cascabel y los excrementos de los pumas, aunquepumas propiamente dichos no llegué a ver; a pesar de las ampo-llas, las costras, los arañazos y las laceraciones; del agotamiento ylas privaciones; del frío y el calor; de la monotonía y el dolor; dela sed y el hambre; de la gloria y los fantasmas que me rondabanmientras recorría a pie los dos mil kilómetros que van desde eldesierto de Mojave hasta el estado de Washington, yo sola.

Y por último, después de haberlo hecho de verdad, de haber

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caminado tantos kilómetros durante tantos días, llegó la tomade conciencia de que lo que antes consideraba el comienzo noera, en realidad, el comienzo, ni mucho menos, de que mi anda-dura por el Sendero del Macizo del Pacífico no empezó, de he-cho, cuando tomé aquella decisión espontánea. Comenzó antesde lo que imaginaba, exactamente cuatro años, siete meses ytres días antes, cuando, en una pequeña habitación de la clínicaMayo de Rochester, en Minnesota, supe que a mi madre le que-daba poco tiempo de vida.

Yo iba vestida de verde. Pantalón verde, blusa verde y lazoverde en el pelo. Era un conjunto que me había confeccionado mimadre; me había hecho ropa toda la vida. Algunas prendas eranjusto lo que yo soñaba tener; otras no tanto. El conjunto verde nome chiflaba, pero me lo puse igualmente, a modo de penitencia, amodo de ofrenda, a modo de talismán.

A lo largo de todo ese día del conjunto verde, mientras acom-pañaba a mi madre y a mi padrastro, Eddie, de una planta a otrade la clínica Mayo, para que ella se sometiese a una prueba trasprueba, desfiló por mi cabeza una plegaria, si bien «plegaria» noes la palabra adecuada para describir ese desfile. Yo no era hu-milde ante Dios. Ni siquiera creía en Dios. Mi plegaria no era: «Telo ruego, Señor, ten piedad de nosotros».

No iba a pedir piedad. No me hacía falta. Mi madre tenía cua-renta y cinco años. Gozaba de buen aspecto. Durante muchosaños había sido básicamente vegetariana. Había plantado calén-dulas en su jardín para ahuyentar a los insectos en lugar de utili-zar pesticidas. A mis hermanos y a mí nos obligaba a tomar dien-tes de ajo crudos cuando nos resfriábamos. La gente como mimadre no tenía cáncer. Las pruebas en la clínica Mayo lo demos-trarían, refutarían el diagnóstico de los médicos de Duluth. Nome cabía la menor duda. Además, ¿quiénes eran esos médicos deDuluth? ¿Qué era Duluth? ¡Duluth! Duluth era un puebluchogélido donde unos médicos que no sabían lo que decían dictami-naban que no fumadores de cuarenta y cinco años, tirando a ve-getarianos, devoradores de ajo y que empleaban remedios natura-les padecían cáncer de pulmón en fase terminal; eso era Duluth.

Por mí, podían irse a la mierda.Esa era mi plegaria: alamierdaalamierdaalamierda.Y sin embargo, allí estaba mi madre, en la clínica Mayo, ago-

tándose si permanecía en pie más de tres minutos seguidos.

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—¿Quieres una silla de ruedas? —le preguntó Eddie cuandopasamos junto a una hilera de estas en un largo pasillo enmo-quetado.

—No necesita una silla de ruedas —tercié.—Solo un momento —dijo mi madre, casi desplomándose en

una, y cruzó una mirada conmigo antes de que Eddie se la llevaraen la silla hacia el ascensor.

Los seguí, sin permitirme pensar en nada. Por fin íbamos ca-mino de la consulta del último médico. El «médico de verdad», lollamábamos. El que reuniría todos los datos recogidos acerca demi madre y nos diría qué había de cierto. Mientras el ascensor su-bía, mi madre, alargando el brazo, dio un tironcito a mi pantalóny frotó la tela de algodón verde entre sus dedos con actitud depropietaria.

—Perfecto —dijo.Tenía veintidós años, la misma edad que ella cuando se quedó

embarazada de mí. Iba a abandonar mi vida en el mismo mo-mento en que yo había entrado en la suya, pensé. Por alguna ra-zón, esa frase se formó en mi cabeza justo en ese instante, y, porun momento, fue capaz de expulsar aquella plegaria, «a lamierda», de mi cabeza. Casi aullé de pena. Casi me asfixié por elpeso de lo que sabía antes de saberlo. Iba a vivir el resto de mi vidasin mi madre. Aparté esa realidad con todas mis fuerzas. En esemomento, allí, en aquel ascensor, no podía permitirme creerlo y ala vez seguir respirando, así que en lugar de eso me permití creerotras cosas, como, por ejemplo, que, si un médico pretendía anun-ciarte que te quedaba poco tiempo de vida, te harían pasar a undespacho con una mesa de madera lustrosa.

No fue así.Nos condujeron a una sala de reconocimiento donde una en-

fermera indicó a mi madre que se quitara la blusa y se pusierauna bata de algodón con cordones que colgaban a los lados. Mimadre obedeció y se subió a la mesa acolchada con una sábana depapel blanco encima. Cada vez que se movía, el papel se rasgaba yse arrugaba debajo de ella, y los crujidos resonaban en la sala. Yole veía la espalda desnuda, la pequeña curva de carne por debajode la cintura. No iba a morir. Su espalda desnuda parecía pruebade ello. Yo se la miraba fijamente cuando el «médico de verdad»entró en la sala y anunció a mi madre que, con suerte, viviría unaño. Explicó que no intentarían curarla, que su enfermedad era

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incurable. No podía hacerse nada, nos dijo. Descubrirlo tan tardeera habitual cuando se trataba de cáncer de pulmón.

—Pero si ella no fuma —contraataqué, como si pudiera di-suadirlo de su diagnóstico, como si el cáncer se atuviera a unaspautas racionales y negociables—. Solo fumó cuando era joven.Hace años que no toca el tabaco.

El médico cabeceó tristemente y siguió con lo suyo. Tenía untrabajo que hacer. Podían intentar aliviar el dolor en la espalda conradiaciones, propuso. Las radiaciones podían reducir el tamaño delos tumores que crecían a lo largo de su columna vertebral.

No lloré. Solo respiré. De forma horrible. Intencionadamente.Y luego me olvidé de respirar. Me había desmayado una sola vezen la vida: a los tres años, hecha una furia, contuve la respiraciónporque no quería salir de la bañera, pero era demasiado pequeñapara acordarme. «¿Y tú qué hiciste? ¿Y tú qué hiciste?», le habíapreguntado a mi madre durante toda mi infancia, obligándola acontarme la anécdota una y otra vez, asombrada y complacidaante el ímpetu de mi propia voluntad. Ella tendió las manos haciamí y se quedó observándome mientras yo me ponía azul, me con-testaba siempre mi madre. Esperó hasta que mi cabeza cayó en laspalmas de sus manos y respiré y volví a la vida.

«Respira.»—¿Puedo montar a caballo? —le preguntó mi madre al «mé-

dico de verdad». Estaba sentada, con las manos firmemente en-trelazadas y los tobillos cruzados, engrilletándose a sí misma.

En respuesta, el médico cogió un lápiz, lo colocó en posiciónvertical en el borde del lavamanos y lo golpeó con fuerza contrala superficie.

—Esta es su columna vertebral después de las radiaciones—dijo—. Una sacudida, y los huesos se le desmenuzarán comouna galleta seca.

Fuimos al lavabo de mujeres. Lloramos, cada una encerrada ensu cubículo. No cruzamos una sola palabra. No porque nos sintié-ramos solas en nuestro dolor, sino porque estábamos muy unidasen él, como si fuéramos un solo cuerpo, en lugar de dos. Percibí elpeso de mi madre apoyado en la puerta, golpeándola lentamentecon las palmas de las manos y haciendo temblar toda la estructurade los cubículos del baño. Después salimos para lavarnos las ma-

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nos y la cara, y nos observamos mutuamente a través del res-plandeciente espejo.

Nos enviaron a la farmacia a esperar. Me senté entre mi ma-dre y Eddie con mi conjunto verde, el lazo verde prendido aúnmilagrosamente en mi pelo. Había allí un niño calvo, grandullón,sentado en el regazo de un anciano. Había una mujer cuyo brazotemblaba descontroladamente por debajo del codo; se lo sujetabacon fuerza usando la otra mano en un intento de aplacarlo. Ellaesperaba. Nosotros esperábamos. Había una hermosa mujer decabello oscuro en una silla de ruedas. Lucía un sombrero moradoy varios anillos de diamantes. No podíamos apartar la mirada deella. Hablaba en español con las personas reunidas alrededor, sufamilia y quizá su marido.

—¿Crees que tiene cáncer? —preguntó mi madre en un so-noro susurro.

Eddie estaba sentado a mi otro lado, pero yo no podía mirarlo.Si lo miraba, los dos nos desmenuzaríamos como galletas secas.Pensé en mi hermana mayor, Karen, y en mi hermano menor,Leif, así como en mi marido, Paul, y en los padres y en la hermanade mi madre, que vivían a más de mil kilómetros. Qué diríancuando se enteraran. Cuánto llorarían. Ahora mi plegaria eraotra: «Un año, un año, un año». Esas dos palabras palpitabancomo un corazón en mi pecho.

Ese era el tiempo de vida que le quedaba a mi madre.—¿En qué estás pensando? —le pregunté. Se oía una canción

por los altavoces de la sala de espera. Una canción sin letra, pero,de todos modos, mi madre conocía la letra y, en lugar de contestara mi pregunta, me la cantó en voz baja.

—«Rosas de papel, rosas de papel, qué reales parecían esas ro-sas» —cantó. Apoyó su mano en la mía y dijo—: Yo escuchaba esacanción de joven. Es curioso que pase eso ahora, que escuche lamisma canción ahora. ¿Quién lo habría dicho?

En ese momento llamaron a mi madre; los medicamentos quele habían recetado ya estaban listos.

—Ve a buscarlos tú por mí —me indicó—. Diles quién eres.Diles que eres mi hija.

Yo era su hija, pero también algo más. Era Karen, Cheryl, Leif.Karen Cheryl Leif. Karen-Cheryl-Leif. Nuestros nombres se ha-

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bían desdibujado y fundido en uno solo en la boca de mi madredurante toda mi vida. Ella los pronunciaba en susurros y a gritos,entre dientes y arrulladoramente. Éramos sus niños, sus camara-das, el final y el principio de ella. Nos turnábamos para ocupar elasiento del acompañante a su lado en el coche. «¿Os quiero untrozo así?», nos preguntaba, separando las manos unos treintacentímetros. «No», respondíamos con pícaras sonrisas. «¿Osquiero un trozo “así”?», volvía a preguntar, y lo repetía y repetía,separando las manos cada vez más. Pero nunca abarcaba ese amoren su totalidad, por más que extendiera los brazos. Su amor pornosotros era inabarcable. No podía cuantificarse ni contenerse.Era las diez mil cosas nombradas en el universo del Tao Te King yotras diez mil más. Era un amor expresado a voz en cuello, envol-vente, sin adornos. Cada día mi madre agotaba toda su reserva.

Hija de militar, se crio en la religión católica. Vivió en cincoestados distintos y en dos países antes de cumplir los quince.Adoraba los caballos y a Hank Williams, y su mejor amiga se lla-maba Babs. A los diecinueve años, embarazada, se casó con mi pa-dre. Al cabo de tres días, él la molió a palos. Ella se marchó y vol-vió. No estaba dispuesta a soportar aquello, pero lo aguantó. Él lerompió la nariz. Le rompió los platos. Le despellejó las rodillasuna vez que, a plena luz del día, la agarró del pelo y la arrastró porla acera. Pero no quebrantó su voluntad. A los veintiocho añosconsiguió abandonarlo definitivamente.

Estaba sola, y Karen-Cheryl-Leif se turnaban para ocupar elasiento del acompañante a su lado, en el coche.

Nos instalamos en un pueblo situado a una hora de Minnea-polis y vivimos en sucesivos complejos de apartamentos connombres engañosamente postineros: Mill Pond y Barbary Knoll,Tree Loft y Lake Grace Manor. Tuvo un empleo, luego otro. Sir-vió mesas en un establecimiento llamado Norseman y después enotro llamado Infinity, donde su uniforme era una camiseta negraen cuyo pecho se leía VE A POR ELLO en letras brillantes e irisadas.Hizo el turno de día en una fábrica de recipientes de plástico ca-paces de contener sustancias químicas en extremo corrosivas, ytraía a casa las piezas desechadas por alguna tara. Bandejas y ca-jas que se habían agrietado o mellado o desajustado en la má-quina. Las convertíamos en juguetes: camas para nuestras muñe-cas, rampas para nuestros coches. Ella trabajaba y trabajaba ytrabajaba, y, aun así, seguíamos siendo pobres. Recibíamos del es-

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tado queso y leche en polvo, vales para comida y tarjetas paraasistencia médica; y en Navidad, regalos de la beneficencia. Jugá-bamos a tocar y parar, y a pica pared y a las charadas junto a losbuzones del bloque de apartamentos, que tenían que abrirse conllave, mientras esperábamos la llegada de los cheques.

«No somos pobres —decía mi madre una y otra vez—. Por-que somos ricos en amor.» Mezclaba colorantes alimentarios conagua azucarada y hacía ver ante nosotros que era una bebida es-pecial. Zarzaparrilla o naranjada o limonada. «¿Le apetecería otracopa, señora?», preguntaba con un engolado acento británico quesiempre nos hacía reír. Extendía mucho los brazos y nos pregun-taba cuánto, y el juego no tenía fin. Nos quería más que todas lascosas nombradas en el mundo. Era optimista y serena, salvo al-guna que otra vez que perdió la paciencia y nos pegó con una cu-chara de madera. O cuando gritó JODER y rompió a llorar porqueno habíamos limpiado nuestra habitación. Era benévola y tole-rante, generosa e ingenua. Salía con hombres que tenían apodoscomo Killer (Asesino), Doobie (Porro) y Motorcycle Dan (Dan elde la Moto), y con un tal Victor, aficionado al esquí de descensocontra reloj. Esos hombres nos daban billetes de cinco dólarespara que nos fuéramos a la tienda a comprar caramelos y los de-járamos solos en el apartamento con nuestra madre.

—Mirad en las dos direcciones —nos advertía ella en vozalta cuando salíamos corriendo como una jauría de perros ham-brientos.

Cuando conoció a Eddie, ella no creyó que la relación cua-jara, porque él tenía ocho años menos, pero se enamoraron. Ka-ren, Leif y yo también nos enamoramos de él. Tenía veinticincoaños cuando lo conocimos; veintisiete cuando se casó con nues-tra madre y prometió ser nuestro padre; era carpintero, capaz deconstruir y reparar cualquier cosa. Abandonamos los complejosde apartamentos con nombres elegantes y nos fuimos a vivircon él a una ruinosa granja de alquiler que tenía el suelo de tie-rra en el sótano y pintura de cuatro colores distintos en las pa-redes exteriores. El invierno después de la boda con mi madre,Eddie se cayó de un tejado y se partió la espalda. Al cabo de unaño, mi madre y él, utilizando la indemnización de doce mil dó-lares que Eddie recibió, compraron dieciséis hectáreas de tierraen Aitkin County, situado a una hora y media al oeste de Du-luth, pagando a tocateja.

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No había casa. Nadie había tenido nunca una casa en esas tie-rras. Nuestras dieciséis hectáreas formaban un cuadrado perfectode árboles, arbustos y maleza, estanques pantanosos y ciénagasrepletas de aneas. Nada los diferenciaba de los árboles y arbustosy maleza y estanques y ciénagas que los rodeaban por los cuatrocostados en un radio de kilómetros. Durante esos primeros me-ses en nuestro papel de hacendados, recorrimos juntos el perí-metro muchas veces, y nos abrimos paso por la espesura en losdos lados que no colindaban con la carretera, como si, caminandoaisláramos esas tierras del resto del mundo, las hiciéramos nues-tras. Y poco a poco lo conseguimos. Árboles que al principio mehabían parecido iguales a cualesquiera otros pasaron a ser tan re-conocibles como las caras de viejos amigos entre la multitud, yrealizaban con sus ramas gestos que poseían un repentino signi-ficado, llamaban con sus hojas como si estas fueran manos iden-tificables. Los contornos de la ciénaga, ahora ya familiar, y lasmatas de hierba se convirtieron en mojones, en guías, indescifra-bles para todos excepto para nosotros.

Cuando aún vivíamos en el pueblo a una hora de Minneapo-lis, llamábamos a aquel lugar el «norte». Durante seis meses fui-mos al norte solo los fines de semana, y allí trabajábamos conahínco para domar una porción de la finca y construir en ella unachabola de cartón asfáltico de una sola habitación donde podía-mos dormir los cinco. A principios de junio, cuando yo tenía treceaños, nos instalamos en el norte definitivamente. O mejor dichonos instalamos allí mi madre, Leif, Karen y yo, junto con nuestrosdos caballos, nuestros gatos y nuestros perros, y una caja de diezpollos que regalaron a mi madre en la tienda de piensos por com-prar diez kilos de pienso para gallinas. Eddie siguió viniendo sololos fines de semana durante todo el verano y, hasta el otoño, no sequedó a vivir. Por fin se había recuperado de la espalda lo sufi-ciente para poder trabajar de nuevo, y había conseguido un em-pleo de carpintero durante la temporada de mayor actividad, untrabajo que era demasiado lucrativo para renunciar a él.

Karen-Cheryl-Leif estábamos otra vez solos con nuestra ma-dre, igual que durante sus años de soltera. Ese verano, ya fueradespiertos o después de acostarnos, apenas dejábamos de vernosunos a otros, y casi nunca veíamos a nadie más. Vivíamos atreinta kilómetros de dos pequeños pueblos en direcciones opues-tas: Moose Lake al este; McGregor al noroeste. En otoño iríamos

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al colegio en McGregor, la localidad más pequeña de las dos, quetenía cuatrocientos habitantes, pero pasamos todo el verano soloscon nuestra madre, salvo por alguna que otra visita de lejanos ve-cinos que se acercaban a presentarse. Nos peleamos, charlamos ynos inventamos chistes y entretenimientos para pasar el tiempo.

«¿Quién soy?», nos preguntábamos mutuamente una y otravez, jugando a un juego en el que la persona a la que le tocabatenía que pensar en alguien, famoso o no, y los demás debíanadivinar quién era basándose en un número infinito de pregun-tas a las que se respondía con un «sí» o un «no»: «¿Eres hom-bre?», «¿Eres americano?», «¿Estás muerto?», «¿Eres CharlesManson?».

Jugábamos a eso mientras atendíamos el huerto que nos abas-tecería durante el invierno, sembrado en una tierra que había sidosilvestre durante milenios, y mientras tanto progresábamos inin-terrumpidamente en la construcción de la casa, que estábamoslevantando al otro lado de la finca y esperábamos terminar a fi-nales de verano. Trabajábamos en medio de un enjambre de mos-quitos, pero mi madre nos prohibió usar DEET o cualquier otrasustancia nociva para el cerebro, contaminante para la tierra yperjudicial para nuestra progenie futura. En lugar de eso, nos in-dicaba que nos untáramos el cuerpo con menta poleo o aceite dementa. Por las noches, convertíamos en juego contar las picadu-ras en nuestros cuerpos a la luz de las velas. Las cifras eran se-tenta y nueve, ochenta y seis, ciento tres.

«Algún día me daréis las gracias por esto», decía siempre mimadre cuando mis hermanos y yo nos quejábamos de todo aque-llo que ya no teníamos. Nunca habíamos nadado en la abundan-cia, ni siquiera en los niveles de la clase media, pero sí habíamosvivido con las comodidades de los tiempos modernos. Siemprehabíamos tenido un televisor en casa, por no hablar ya del ino-doro con cadena y un grifo con el que llenarse un vaso de agua.En nuestra nueva vida de pioneros, incluso satisfacer las necesi-dades más elementales exigía con frecuencia una penosa sucesiónde tareas arduas y nimias. Nuestra cocina consistía en un horni-llo de camping Coleman, un anillo metálico para evitar la propa-gación del fuego, una heladera como las antiguas —construidapor Eddie— que requería hielo de verdad para mantener las cosasmedianamente frías, un fregadero independiente apoyado contrauna pared exterior de la chabola y un cubo de agua con tapa. Cada

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uno de estos elementos exigía solo un poco menos de lo que daba,por las atenciones y el mantenimiento que requerían: llenar y va-ciar, arrastrar y verter, bombear y cebar, avivar y supervisar.

Karen y yo compartíamos una cama sobre una plataformaelevada construida tan cerca del techo que apenas podíamos in-corporarnos. Leif dormía a unos pasos de nosotras en su propiaplataforma, más pequeña, y nuestra madre ocupaba una cama enel suelo, debajo de las nuestras, que compartía con Eddie los finesde semana. Todas las noches charlábamos hasta dormirnos, comocuando unas cuantas chicas se quedan a dormir en casa de unaamiga. Había una claraboya en el techo que se extendía por en-cima de la plataforma que yo ocupaba con Karen; el cristal trans-parente quedaba a solo unos palmos de nuestras caras. Cada no-che el cielo negro y las estrellas resplandecientes eran misasombrosos acompañantes; a veces veía su belleza y solemnidadtan claramente que comprendía con penetrante intensidad que mimadre tenía razón, que algún día sí se lo agradecería, y que de he-cho se lo agradecía ya, que sentía crecer algo dentro de mí que erafuerte y real.

Era eso que había crecido en mí lo que recordaría años des-pués, cuando mi vida empezó a ir a la deriva a causa del dolor. Eraeso lo que me llevaría a pensar que recorrer el Sendero del Ma-cizo del Pacífico era la manera de regresar a la persona que anteshabía sido.

La noche de Halloween nos instalamos en la casa que había-mos construido a base de troncos y madera de desecho. No teníaelectricidad, ni agua corriente, ni teléfono, ni retrete interior. Nohabía siquiera una sola habitación con puerta. Durante toda miadolescencia, Eddie y mi madre siguieron construyéndola, am-pliándola, mejorándola. Mi madre sembraba un huerto y enva-saba y encurtía y congelaba las hortalizas en otoño. Sangraba losárboles y preparaba sirope de arce; cocía el pan y cardaba la lana,y obtenía sus propios tintes para telas a partir de dientes de leóny hojas de brócoli.

Crecí y me fui a la universidad, un centro llamado Saint Tho-mas en las Ciudades Gemelas, pero no sin mi madre. En mi cartade aceptación se mencionaba que los padres de los alumnos po-dían asistir a clases gratuitamente en Saint Thomas. Por muchoque le gustase su vida de moderna pionera, mi madre siempre ha-bía deseado un título universitario. Las dos nos reímos de ello,

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pero luego reflexionamos en privado. Mi madre, con cuarentaaños ya cumplidos, era demasiado mayor para ir a la universidad,según había dicho ella misma al hablar del asunto. Y yo no pudedecir lo contrario. Además, Saint Thomas estaba a tres horas encoche. Seguimos charlando y charlando, hasta que por fin llega-mos a un acuerdo, dictado por mí: ella iría a Saint Thomas perollevaríamos vidas independientes. Yo viviría en la residencia yella iría y vendría en coche. Si nuestros caminos se cruzaban en elcampus, ella no reconocería mi presencia a menos que yo recono-ciese antes la suya.

«Probablemente todo esto no sirva para nada —dijo en cuantoconcebimos el plan—. De todos modos, seguro que suspenderé.»Para prepararse, me siguió de cerca durante los meses finales demi último año en secundaria, haciendo los deberes que me po-nían, afinando sus aptitudes. Reproducía mis hojas de ejercicios,escribía los mismos trabajos que yo tenía que entregar, leía todosy cada uno de los libros. Yo le ponía nota, orientándome a travésde las calificaciones de mis profesores. La consideré una estu-diante de rendimiento desigual en el mejor de los casos.

Fue a la universidad y sacó un sobresaliente tras otro.A veces yo le daba efusivos abrazos cuando la veía en el cam-

pus; otras veces pasaba de largo, como si no tuviera nada que verconmigo.

Las dos cursábamos el último año en la universidad cuandonos enteramos de que ella tenía cáncer. Para entonces ya no está-bamos en Saint Thomas. Las dos habíamos solicitado el traslado ala Universidad de Minnesota después del primer curso —ella alcampus de Duluth, yo al de Minneapolis— y, para diversión deambas, compartimos una especialidad. Sus dos especialidadeseran estudios sobre la mujer e historia; las mías eran estudios so-bre la mujer y literatura inglesa. Por la noche hablábamos du-rante una hora por teléfono. Para entonces yo estaba casada, conun buen hombre llamado Paul. Me había casado en el bosque denuestras tierras, con un traje blanco de raso y encaje confeccio-nado por mi madre.

Cuando enfermó, restringí mi vida. Advertí a Paul que nocontara conmigo. Tendría que ir y venir en función de las necesi-dades de mi madre. Quise dejar la universidad, pero mi madre meordenó que no lo hiciera, rogándome que, pasara lo que pasase,me licenciara. Ella misma se tomó un «descanso», como ella lo de-

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finió. Solo necesitaba aprobar un par de asignaturas para acabar lacarrera, y lo haría, me dijo. Se titularía aunque le costara la vida,añadió, y nos echamos a reír; luego cruzamos una lúgubre mi-rada. Haría sus tareas en la cama. Ella me diría qué debía meca-nografiar y yo lo mecanografiaría. Pronto se sentiría con fuerzaspara acometer esas dos últimas asignaturas, estaba convencida deello. Yo seguí en la universidad, aunque persuadí a mis profesorespara que me permitieran asistir a clase solo dos días por semana.En cuanto concluían esos dos días, volvía corriendo a casa con mimadre. A diferencia de Leif y Karen, quienes apenas aguantabanestar en presencia de nuestra madre a partir del momento en queenfermó, yo no soportaba separarme de ella. Además, me necesi-taba. Eddie estaba con ella cuando podía, pero tenía que trabajar.Alguien debía pagar las facturas.

Preparaba comida que mi madre rara vez podía comer pormás que lo intentara. Creía que tenía hambre y luego se quedabainmóvil como un preso con la mirada fija en su plato. «Tienebuena pinta —decía—, creo que podré comérmelo después.»

Fregué los suelos. Vacié los armarios y volví a forrarlos. Mimadre dormía y gemía y contaba las pastillas que después to-maba. Los días buenos se sentaba en una silla y me hablaba.

No había gran cosa que decir. Ella siempre se había mostradotan transparente y efusiva, y yo había manifestado tanta curiosi-dad que ya lo habíamos abarcado todo. Me constaba que su amorpor mí era mayor que las diez mil cosas sumadas a las otras diezmil cosas. Yo conocía los nombres de los caballos que ella habíaquerido de niña: Pal, Buddy y Bacchus. Sabía que había perdido lavirginidad a los diecisiete años con un chico llamado Mike. Sabíacómo había conocido a mi padre al año siguiente y la impresiónque él le había causado en sus primeras citas. Y que, al anunciar asus padres la noticia de su embarazo adolescente, aún soltera, a supadre se le había caído la cuchara de la mano. Sabía que detestabala confesión y también los pecados que había confesado. Sabíaque maldecía y faltaba al respeto a su madre, que se quejaba de te-ner que poner la mesa mientras su hermana, mucho menor, ju-gaba. Que salía de casa camino del colegio con un vestido y luegose cambiaba para ponerse un vaquero que llevaba escondido en lamochila. Durante toda mi infancia y adolescencia, yo había pre-guntado y preguntado, obligándola a describir esas escenas y mu-chas más, deseando saber quién dijo qué y cómo, qué había sen-

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tido ella en lo más hondo de sí mientras tal cosa ocurría, en quélugar exacto se encontraba fulano o mengano y qué hora del díaera. Y ella me lo había contado, con reticencia o placer, riéndose ypreguntando por qué demonios quería saberlo. Yo quería saberlo.No podía explicar por qué.

Pero ahora que se moría, ya lo sabía todo. Mi madre estabadentro de mí. No solo las partes de ella que yo conocía, sino tam-bién las partes de ella anteriores a mi existencia.

Al cabo de poco tiempo, tenía que ir y volver de Minneapolisa casa continuamente. Pasó poco más de un mes. La idea de quemi madre viviría un año se convirtió pronto en un triste sueño.Habíamos ido a la clínica Mayo el 12 de febrero. El 3 de marzotuvo que ir al hospital de Duluth, a ciento diez kilómetros, a causade un intenso dolor. Mientras se vestía para salir, descubrió queno podía ponerse los calcetines y me llamó a su habitación paraque la ayudara. Se sentó en la cama y me arrodillé ante ella.Nunca había puesto calcetines a otra persona, y fue más difícil delo que pensaba. No se deslizaban sobre su piel. Quedaban torci-dos. Me enfurecí con mi madre, como si ella, adrede, colocara elpie de tal modo que me impidiera ponérselo. Echándose haciaatrás, apoyó las manos en la cama y cerró los ojos. La oí respirarprofundamente, despacio.

—Maldita sea —dije—. ¡Ayúdame!Mi madre me miró y permaneció en silencio por un mo-

mento.—Cariño —dijo por fin, contemplándome, alargando el brazo

para acariciarme la cabeza. Esa era una palabra que ella había uti-lizado a menudo durante toda mi infancia, pronunciada en untono muy concreto. «No es así como yo quiero que sean las cosas,pero son así», expresaba esa única palabra, «cariño». Fue estamisma aceptación del sufrimiento lo que más me molestó en mimadre, su infinito optimismo y buen ánimo.

—Vamos —dije después de pugnar con sus zapatos.Con movimientos lentos y torpes, se puso el abrigo. Recorrió la

casa buscando apoyo en las paredes, seguida por sus dos queridosperros, que le tocaban las manos y los muslos con los hocicos. Vicomo les daba palmadas en la cabeza. Yo ya no tenía plegaria. Laspalabras «a la mierda» eran como comprimidos secos en mi boca.

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—Adiós, queridos —dijo a los perros—. Adiós, casa —dijo alsalir por la puerta detrás de mí.

No se me había ocurrido nunca la posibilidad de que mi ma-dre muriese. Hasta que estuvo muriéndose, la idea jamás se mehabía pasado por la cabeza. Era monolítica e inexpugnable, laguardiana de mi vida. Llegaría a vieja y seguiría trabajando en elhuerto. Yo llevaba esa imagen fija en la mente, como uno de losrecuerdos de su infancia que yo la había obligado a explicar mi-nuciosamente, tanto que ahora lo recordaba como si fuera míopropio. Sería vieja y hermosa como Georgia O’Keefe en la foto enblanco y negro que yo le había enviado en una ocasión. Me aferréa esa imagen durante las dos primeras semanas tras salir de la clí-nica Mayo, pero después, cuando ingresó en la sala de cuidadospaliativos del hospital de Duluth, esa imagen se diluyó, dio paso aotras, más modestas y reales. Imaginé a mi madre en octubre; es-cribí la escena en mi mente. Y luego la de mi madre en agosto, yotra en mayo. Cada día que pasaba, su esperanza de vida se recor-taba un mes.

En su primer día en el hospital una enfermera le ofreció mor-fina, pero ella la rechazó.

—La morfina es lo que dan a los moribundos —dijo—. Lamorfina significa que no hay esperanza.

Pero se resistió a tomarla solo un día. Se dormía y desper-taba, hablaba y se reía. Lloraba de dolor. Yo me instalaba allícon ella durante el día; Eddie se quedaba por las noches. Leif yKaren se mantuvieron al margen, con excusas que para mí eraninexplicables y que me enfurecían, aunque su ausencia no pa-reció molestar a mi madre. Lo único que le preocupaba eraerradicar su dolor, tarea imposible durante los espacios detiempo entre las dosis de morfina. Nunca conseguíamos po-nerle bien las almohadas. Una tarde, un médico al que yo nuncahabía visto entró en la habitación y explicó que mi madre «semoría activamente».

—Pero si solo ha pasado un mes —dije, indignada—. El otromédico nos dijo que viviría un año.

Él no contestó. Era joven, de unos treinta años. Con una manodelicada y velluda en el bolsillo, permaneció de pie junto a mi ma-dre, mirándola allí tendida en la cama.

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—A partir de ahora, nuestra única preocupación es que ellaesté cómoda.

Cómoda y, sin embargo, las enfermeras intentaban darle lamenor cantidad de morfina posible. También había un enfer-mero; le veía el pene perfilado a través del ajustado pantalónblanco. Deseaba con desesperación arrastrarlo al pequeñocuarto de baño más allá de los pies de la cama de mi madre yofrecerme a él, hacer cualquier cosa con tal de que nos ayudara.Y deseaba asimismo recibir placer de él, sentir el peso de sucuerpo sobre el mío, sentir su boca en mi pelo y oírlo pronun-ciar mi nombre una y otra vez, obligarlo a reconocer mi pre-sencia, conseguir que aquello le importara, insuflar en su cora-zón compasión por nosotras.

Cuando mi madre le pedía más morfina, lo hacía como yonunca había oído pedir nada a nadie. Un perro rabioso. Cuando sela pedía, él consultaba su reloj en lugar de mirarla a ella. Siempremantenía la misma expresión en su rostro, fuera cual fuese la res-puesta. A veces se la administraba sin mediar palabra, y a veces senegaba con una voz tan floja como el pene bajo el pantalón. En-tonces mi madre suplicaba y gimoteaba. Lloraba y las lágrimascaían por donde no correspondía: no hacia abajo, por el resplandorde sus mejillas hasta las comisuras de sus labios, sino desde losángulos de los ojos hacia las orejas y la maraña de pelo en la cama.

No vivió un año. No vivió hasta octubre ni hasta agosto nihasta mayo. Vivió cuarenta y nueve días desde que el primer mé-dico de Duluth le anunció que tenía cáncer; treinta y cuatro desdeque se lo confirmó el de la clínica Mayo. Pero cada día fue unaeternidad, una eternidad encima de otra, una fría claridad dentrode una espesa bruma.

Leif no fue a visitarla. Karen fue una sola vez después de mu-cho insistirle yo en que debía hacerlo. Me sumí en una increduli-dad marcada por el desconsuelo y la rabia. «No me gusta verlaasí», me contestaba débilmente mi hermana cuando hablábamos,y luego rompía a llorar. No pude hablar con mi hermano: su pa-radero durante esas semanas fue un misterio para Eddie y paramí. Un amigo nos contó que se había instalado en casa de unachica llamada Sue en Saint Cloud. Otro lo vio pescar en el hielodel lago Sheriff. Yo no tenía tiempo para hacer gran cosa al res-

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pecto, desbordada como estaba a diario por los cuidados a mi ma-dre, sosteniéndole recipientes de plástico para que ella vomitara,arreglándole las insoportables almohadas una y otra vez, levan-tándola y acomodándola en el orinal que las enfermeras habíancolocado junto a su cama, engatusándola para que tomara un bo-cado de comida que vomitaría al cabo de diez minutos. Sobre todola veía dormir, y esa era la tarea más difícil: observarla en reposo, surostro contraído aún por el dolor. Cada vez que se movía, los tubosdel gotero intravenoso suspendidos en torno a ella oscilaban y seme aceleraba el corazón por temor a que se le desprendieran lasagujas que unían los tubos a sus muñecas y manos hinchadas.

—¿Cómo te encuentras? —susurraba, esperanzada, cuandodespertaba, tendiendo la mano a través de los tubos para peinarleel pelo aplastado.

—Ay, cariño. —Eso era lo único que podía decirme la mayo-ría de las veces. Luego desviaba la mirada.

Erraba por los pasillos del hospital mientras mi madre dor-mía, lanzando miradas a las habitaciones de otros pacientes al pa-sar ante las puertas abiertas, alcanzando a ver a ancianos con to-ses feas y piel amoratada, mujeres con vendas en torno a lasgruesas rodillas.

—¿Cómo va? —me preguntaban las enfermeras con tonomelancólico.

—Lo sobrellevamos —contestaba, como si yo fuera un no-sotros.

Pero era solo yo. Mi marido, Paul, hizo todo lo posible paraque me sintiera menos sola. Era aún el hombre amable y tiernode quien me había enamorado hacía unos años, el hombre conquien, para asombro de todos, me había casado antes de cumplirlos veinte de tan intenso como era mi amor por él; pero cuandomi madre empezó a morirse, también se murió algo dentrode mí en cuanto a mi relación con Paul, al margen de lo que éldijera o hiciera. Aun así, lo llamaba todos los días desde el telé-fono público del hospital durante aquellas interminables tardeso cuando volvía a casa de mi madre y Eddie por la noche. Soste-níamos largas conversaciones durante las que yo lloraba y se locontaba todo, y él lloraba conmigo e intentaba aligerar un pocomi carga, pero sus palabras me sonaban vacías. Era casi como si

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yo no pudiese siquiera oírlas. ¿Qué sabía él de la pérdida? Suspadres aún vivían y estaban felizmente casados. Mi vínculo conél y su vida extraordinariamente ilesa parecía servir solo paraaumentar mi dolor. La culpa no la tenía él. Estar con él me re-sultaba insoportable, pero eso mismo me pasaba con todo elmundo. La única persona con quien soportaba estar era la másinsoportable de todas: mi madre.

Por la mañana, me sentaba junto a su cama e intentabaleerle. Tenía dos libros: El despertar, de Kate Chopin, y La hijadel optimista, de Eudora Welty. Eran libros que habíamos leídoen la universidad, libros que nos encantaban. Así que empezabaa leer, pero no podía seguir. Cada palabra que pronunciaba se es-fumaba en el aire.

Lo mismo me ocurría cuando intentaba rezar. Rezaba con fer-vor, con rabia, a Dios, a cualquier dios, a un dios que yo no era ca-paz de identificar ni encontrar. Maldije a mi madre, que no mehabía dado la menor educación religiosa. En su resentimiento porla educación católica represiva que ella había padecido, jamás ha-bía pisado una iglesia en su vida adulta, y ahora ella moría y yo nisiquiera tenía a Dios. Recé a todo el amplio universo con la espe-ranza de que Dios estuviera en él, escuchándome. Recé y recé, ypor fin flaqueé. No porque no encontrase a Dios, sino porque depronto lo encontré claramente: Dios estaba allí, comprendí, yDios no tenía la menor intención de intervenir para que las cosasocurrieran o dejaran de ocurrir, para salvar la vida de mi madre.Dios no concedía deseos. Dios era un cabrón despiadado.

Durante el último par de días de su vida, mi madre, más quedelirar, estaba en otro mundo. Para entonces le administraban lamorfina en el gota a gota, una bolsa transparente de líquido quefluía lentamente por un tubo fijado con esparadrapo a su muñeca.Cuando despertaba, decía: «Ay, ay». O dejaba escapar una tristebocanada de aire. Me miraba, y a sus ojos asomaba un destello deamor. Otras veces volvía a sumirse en el sueño como si yo no es-tuviera allí. En ocasiones, cuando mi madre despertaba, no sabíadónde estaba. Pedía enchilada y luego puré de manzana. Creíaque todos los animales a los que había querido se hallaban en lahabitación con ella, y eran muchos. Decía: «Ese maldito caballocasi me pisa», y miraba alrededor buscándolo con expresión acu-

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sadora, o movía las manos para acariciar un gato invisible tendidoen su regazo. Durante ese tiempo quise que mi madre me dijeraque había sido la mejor hija del mundo. No deseaba desear eso,pero así era, inexplicablemente, como si tuviera mucha fiebre ysolo esas palabras pudieran bajarme la temperatura. Llegué alpunto de preguntárselo a las claras: «¿He sido la mejor hija delmundo?».

Ella contestó que sí, por supuesto.Pero eso no bastó. Deseaba que esas palabras se originaran en

la cabeza de mi madre y las expresara como nuevas.Estaba sedienta de amor.

La muerte de mi madre fue rápida, pero no repentina: unfuego en lenta combustión en el que las llamas se extinguieron yse disiparon en humo, y luego el humo en aire. No tuvo tiempopara adelgazar. Cuando murió estaba cambiada, pero no se habíaconsumido: el suyo era el cuerpo de una mujer todavía entre losvivos. También conservaba el pelo, castaño y erizado y quebradizodespués de varias semanas en la cama.

Desde la ventana de la habitación donde murió yo veía el in-menso lago Superior, el lago más grande del mundo, y también elmás frío. Verlo no era fácil. Tenía que apretar mucho la mejillacontra el cristal y así distinguía una porción del lago que se ex-tendía interminablemente hacia el horizonte.

—¡Una habitación con vistas! —exclamó mi madre, pese aque en su extrema debilidad no podía levantarse para ver el lagocon sus propios ojos. Luego, en voz más baja, añadió—: Me he pa-sado toda la vida esperando para tener una habitación con vistas.

Quería morir sentada, así que reuní todas las almohadas delas que pude echar mano y le construí un respaldo. Deseaba lle-vármela del hospital y dejarla reclinada en un campo de milen-rama para que muriese allí. La cubrí con un edredón que me ha-bía llevado de casa, uno hecho por ella con retazos de ropa viejanuestra.

—Saca eso de aquí —gruñó ferozmente, y pateó como unanadadora para apartarlo.

Observé a mi madre. Fuera, el sol se reflejaba en las aceras ylos contornos helados de la nieve. Era el día de San Patricio, y lasenfermeras le llevaron un bloque de gelatina verde, que se quedó

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tembloroso en la mesa junto a ella. Sería el último día completode su vida, y durante casi todo él mantuvo los ojos abiertos yquietos, ni dormida ni despierta, alternando estados de lucidezy alucinaciones.

Esa noche, contra mi voluntad, me separé de ella. Las enfer-meras y los médicos nos habían dicho a Eddie y a mí que «aque-llo se acababa». Yo interpreté que moriría al cabo de un par de se-manas. Creía que en las personas con cáncer la agonía se alargaba.Karen y Paul viajarían juntos en coche desde Minneapolis a lamañana siguiente y los padres de mi madre llegarían de Alabamaal cabo de un par de días, pero Leif seguía en paradero descono-cido. Eddie y yo habíamos telefoneado a sus amigos y a los padresde estos, y habíamos dejado mensajes suplicantes, pidiéndole quellamara, pero no llamó. Decidí abandonar el hospital durante unanoche para buscarlo y llevarlo allí de una vez por todas.

—Volveré mañana por la mañana —le dije a mi madre. Miréa Eddie, medio recostado en el pequeño sofá de vinilo—. Regre-saré con Leif.

Cuando ella oyó su nombre, abrió los ojos: azules y de miradaintensa, como siempre habían sido. En medio de todo aquello, nohabían cambiado.

—¿Cómo es posible que no estés furiosa con él? —le pre-gunté con amargura quizá por décima vez.

«No se pueden pedir peras al olmo», solía contestar ella. O:«Cheryl, solo tiene dieciocho años.» Pero esta vez se limitó a mi-rarme y repetir:

—Cariño. —Lo dijo igual que cuando me enfadé al intentarponerle los calcetines. Igual que siempre lo decía cuando me veíasufrir porque yo quería que algo fuera distinto de como era y ellatrataba de convencerme con esa sola palabra de que debía aceptarlas cosas tal como eran.

—Mañana estaremos todos juntos —aseguré—. Y luego nosquedaremos todos aquí contigo, ¿de acuerdo? Ninguno de nosotrosse irá. —Tendí la mano entre los tubos que colgaban alrededor deella y le acaricié el hombro—. Te quiero —dije, agachándome paradarle un beso en la mejilla, pero ella me apartó, demasiado doloridapara soportar siquiera un beso.

—Quiero —susurró, sin fuerzas para decir «te»—. Quiero—repitió cuando salía de la habitación.

Bajé en ascensor, salí a la fría calle y recorrí la acera. Pasé ante

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un bar abarrotado de gente que vi a través de una amplia vidriera.Todos llevaban relucientes gorros verdes de papel y camisas ver-des y tirantes verdes y bebían cerveza verde. Dentro, un hombreme miró a los ojos y, ebrio, me señaló y a su rostro asomó unamuda risotada.

Fui a casa en coche y di de comer a los caballos y las gallinas.Luego me puse al teléfono mientras los perros, agradecidos, melamían las manos y el gato se abría paso hasta mi regazo. Llaméa todas las personas que podían saber dónde encontrar a mi her-mano. Estaba bebiendo mucho, dijeron algunos. Sí, era verdad,dijeron otros; había estado viéndose con una chica de SaintCloud, una tal Sue. A medianoche sonó el teléfono y le dije que«aquello se acababa».

Deseé gritarle cuando entró por la puerta al cabo de mediahora, sacudirlo y expresar mi rabia y acusarlo, pero al verlo solopude abrazarlo y llorar. Esa noche me pareció muy mayor, ytambién muy joven. Me di cuenta por primera vez de que ya eraun hombre y, sin embargo, comprendí asimismo que aún era unniño. Mi niño, el que yo había medio criado toda mi vida, sinmás opción que ayudar a mi madre siempre que ella se ausen-taba por trabajo. Karen y yo nos llevábamos tres años, pero noshabíamos criado casi como gemelas, las dos a cargo por igual deLeif cuando éramos niñas.

—No puedo —repetía él una y otra vez entre lágrimas—. Nopuedo vivir sin mamá. No puedo. No puedo. No puedo.

—No nos queda más remedio —respondí, aunque yomisma no daba crédito a mis palabras. Nos quedamos juntos enla cama individual de él, hablando y llorando, hasta altas horasde la madrugada, y por fin, tendidos uno al lado del otro, nosvenció el sueño.

Desperté al cabo de unas horas y, antes de llamar a Leif, di decomer a los animales y puse comida en unas bolsas para poder irtomando algún bocado mientras velábamos a nuestra madre en elhospital. A las ocho íbamos camino de Duluth en el coche denuestra madre. Conducía mi hermano, a una velocidad excesiva,mientras por los altavoces sonaba Joshua Tree, de U2, a todo vo-lumen. Escuchamos la música atentamente, en silencio, bajo el solresplandeciente, todavía muy oblicuo, que hendía la nieve a loslados de la carretera.

Cuando llegamos a la habitación de nuestra madre en el hos-

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pital, vimos un letrero en la puerta, que estaba cerrada, que nosindicaba que pasáramos por el puesto de enfermeras antes deentrar. Eso era nuevo, pero supuse que se trataba solo de unacuestión de procedimiento. Una enfermera se nos acercó en elpasillo cuando nos dirigíamos hacia el puesto, y antes de que yohablara, nos dijo:

—Le hemos puesto hielo en los ojos. Ella quería donar las cór-neas, así que es necesario mantener el hielo…

—¿Cómo? —dije con tal intensidad que ella se sobresaltó.No aguardé la respuesta. Entré corriendo en la habitación de

mi madre, seguida de cerca por mi hermano. Cuando abrí lapuerta, Eddie se puso en pie y vino hacia nosotros con los brazosextendidos, pero yo lo eludí y me abalancé en dirección a mi ma-dre. Tenía los brazos yertos a los lados, amarillos y blancos y ne-gros y azules, retirados ya los tubos y las agujas. Cubrían sus ojosdos guantes quirúrgicos llenos de hielo, con aquellos gruesos dedosgrotescamente sobre su cara. Cuando la agarré, los guantes resba-laron y, tras rebotar en la cama, cayeron al suelo.

Gemí y gemí y gemí, hundiendo la cara en su cuerpo como unanimal. Había muerto hacía una hora. Sus extremidades se ha-bían enfriado, pero su vientre seguía siendo una isla de calidez.Apreté la cara contra el calor y gemí un poco más.

Soñé con ella sin cesar. En los sueños siempre estaba a su ladocuando moría. Era yo quien la mataba. Una vez y otra y otra más.Ella me ordenaba que lo hiciera, y en cada ocasión yo me arrodi-llaba y lloraba, rogándole que no me exigiera una cosa así, peroella no cedía, y en cada ocasión yo, como buena hija, al final obe-decía. La ataba a un árbol en nuestro jardín y vertía gasolina so-bre su cabeza; luego le prendía fuego. La obligaba a alejarse co-rriendo por el camino de tierra contiguo a la casa que habíamosconstruido y luego la atropellaba con mi furgoneta. Su cuerpo sequedaba enganchado en los bajos a un saliente metálico de con-tornos desiguales, y yo la arrastraba con la furgoneta hasta que sedesprendía, y entonces echaba marcha atrás y volvía a atrope-llarla. Cogía un bate de béisbol en miniatura y la mataba a golpescon él, golpes lentos, fuertes, tristes. La obligaba a meterse en unhoyo que yo había cavado y, empujando tierra y piedras con lospies, la enterraba viva. Estos sueños no eran surrealistas. Se desa-

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rrollaban a plena luz del día. Eran los documentales de mi sub-consciente y me parecían tan reales como la vida misma. La fur-goneta era realmente mi furgoneta; el jardín era en efecto nues-tro jardín; el bate de béisbol en miniatura se hallaba en nuestroarmario entre los paraguas.

No me despertaba llorando de estos sueños. Me despertabagritando. Paul me cogía y me abrazaba hasta que callaba. Hu-medecía un paño con agua fría y me lo ponía en la cara. Peroesos paños húmedos no podían eliminar esos sueños en los queaparecía mi madre.

Nada los eliminó. Nada los eliminaría. Nada me devolveríajamás a mi madre ni me llevaría a aceptar que se había ido. Nadame permitiría encontrarme junto a ella en el momento de sumuerte. Aquello me destrozó. Me hizo pedazos. Me trastocó porcompleto.

Tardé años en volver a ocupar mi lugar entre las diez mil co-sas. En ser la mujer que mi madre crio. En recordar cómo decía«cariño» y representarme su peculiar mirada. Sufriría. Sufriría.Desearía que las cosas fueran distintas de cómo eran. Ese deseoera un paraje inhóspito y tenía que encontrar el camino para sa-lir del bosque. Tardé cuatro años, siete meses y tres días en conse-guirlo. No sabía adónde iba hasta que llegué allí.

Era un lugar llamado el Puente de los Dioses.

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