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L O S C I E N D Í A S

J O S E P H R O T H

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L O S C I E N D Í A S

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LIBRO PRIMERO

EL REGRESO DEL EMPERADOR

I

Un sol de sangre, minúsculo y macilento, surgió de laneblina por unos instantes y volvió a desaparecer en el fríoglacial de la madrugada. Amanecía melancólicamente elveinte de marzo; a pesar de que sólo faltaba un día para lainiciación de la primavera, no se advertía su anuncio enninguna parte.

Por la noche, la tormenta y la lluvia habían arreciado enParís. Hacia el amanecer, los pájaros callaron de prontodespués de un breve canto matinal. La niebla se elevaba delos intersticios del empedrado en cintas sutiles y frías,tornaba a humedecer las piedras que el viento aurora,acababa de secar, se quedaba flotando entre los sauces y

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castaños y entre las arboledas de las avenidas, hacía tiritar losbrotes diminutos, provocaba escalofríos en los lomoshúmedos de los tranquilos caballos de tiro y comprimíacontra la tierra al humo que de trecho en trecho intentabaelevarse de algunas chimeneas madrugadoras. El aire olía aalgo quemado, a niebla, a lluvia, a trajes húmedos, a granizoy nubes de nieve en acecho, a viento destemplado yemanaciones de canales putrefactos.

A pesar de todos estos inconvenientes, los habitantes deParís no permanecían en sus casas; desde las primeras horasde la mañana se apretujaban en las calles, formandoanimados grupos frente a las paredes en las que se exhibíanhojas de diarios. Contenían las palabras de despedida del reyde Francia. Eran páginas indescifrable, parecía que hubieranllorado, pues la lluvia nocturna había diluido casi porcompleto los caracteres aún frescos de tinta y la goma quelos mantenía pegados a los muros. De vez en cuando elvendaval arrancaba violentamente una que otra hoja y laarrojaba al lodo negruzco del arroyo. De esta manera laspalabras de despedida del rey eran destruidasignominiosamente entre el barro de la calle, las ruedas de loscoches, las herraduras de los caballos y los pasos de lospeatones.

Algunos que aún permanecían fieles al rey seguían eldestino de estos diarios hollados por la muchedumbre, conmiradas melancólicas y resignadas. Hasta el ciclo parecíaestar en contra del rey; la tormenta y la lluvia se empeñabanen destruir sus palabras de despedida. En la noche tuvo queabandonar su palacio desafiando al viento y a la lluvia. «¡No

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me laceren el corazón, hijos!», había dicho, cuando lepidieron de rodillas que se quedara. El, no podía quedarse, yhasta el ciclo le era adverso... era evidente.

Era un buen rey. En el país sólo pocos lo amaban, peromuchos sentían simpatía por él. No tenía buen corazón,pero sí un corazón leal. Era viejo, muy corpulento y pesado,de temperamento pacífico y carácter orgulloso. Conocía decerca las vicisitudes del exilio, pues había envejecido,sufriendo sus rigores. Como toda persona desdichadadesconfiaba de los hombres; amaba; la tranquilidad, lamoderación, y la paz. Vivía solitario y alejado de loshombres, pues los verdaderos reyes son lejanos y solitarios.Era pobre y viejo, corpulento y pesado, digno, discreto einfeliz. Pocos le amaban, pero muchos en el país sentíansimpatía por él.

El anciano rey huía ante una sombra enorme, la sombraarrebatada del emperador Napoleón, que desde veinte díasatrás se aproximaba a la capital del reino. El Emperadorproyectaba su sombra y era una sombra tan pesada que nosólo oprimía al país sino también al mundo entero. Sudignidad era diferente de la de los reyes: poseía la dignidadde la violencia.

No heredó su corona sino que la conquistó. Descendíade una estirpe desconocida y confería la fama a susantepasados anónimos en vez de recibirla de ellos comoemperadores y reyes de nacimiento.

A la par que se elevaba, ennobleciéndose ycoronándose, elevaba desconocidos y por eso era amado porla gente plebeya.

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Durante mucho tiempo tuvo amedrentados y vencidos alos señores más poderosos de la tierra, por eso los pequeñosle consideraban su vengador y le reconocían potestad demando.

Le amaban porque lo consideraban su igual... y sinembargo él era más grande que ellos. Les daba ejemplo, y losservía de estimulo.

En todo el mundo era conocido el nombre delEmperador, pero poco sabían de él. Pues, lo mismo que unverdadero rey, él también era un solitario; amado y odiado,temido y venerado, rara vez comprendido. Como si fuera undios, únicamente se le podía odiar o amar, temer o adorar. Ysin embargo, era un hombre.

El también tenia sus odios, sus amores, sus miedos yveneraciones. Era fuerte y débil, audaz y temeroso, fiel ytraidor, apasionado é indiferente, soberbio y sencillo,orgulloso y vulgar, poderoso y pobre, confiado y astuto.

Prometió libertad y dignidad a los hombres... pero elque entraba a su servicio perdía la libertad y se le entregabapor completo. Tenla en poco a su pueblo como a los demás;no obstante, se empeñaba en conseguir su favor.Despreciaba a las dinastías reinantes, pero buscaba suamistad y reconocimiento. No creía en Dios y sin embargo letemía. La muerte !c era familiar y no deseaba morir; menospreciaba la vida y la quería gozar; no daba! importancia alamor y ambicionaba poseer a las mujeres; no creía en lafidelidad y en la amistad y trataba incansablemente deganarse amigos. Apreciaba poco a este mundo y se proponíaconquistarlo; no confiaba en los hombres a no ser que

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estuvieran dispuestos a ofrecerle su vida; por eso hizo deellos soldados. Para asegurarse su amor les enseñó aobedecerle. Para confiar en ellos, tenían que morir por él.Quiso hacer feliz al mundo y le causó miserias. También sele amaba por su debilidad pues cuando se mostraba débil loshombres veían que era su semejante y se sentían afines a él.Cuando se mostraba dominante, le amaban por ello y porqueno parecía ser su igual. Y quien no le amaba le odiaba o letemía. Era fuerte e inconstante, fiel y traidor, denodado ytemeroso, noble y vulgar.

Ahora se encontraba ante las puertas de la ciudad deParís.

Unos por miedo, otros por júbilo, arrojaban las insigniasque había establecido el rey. El color de la casa reinante erael blanco; y sus partidarios llevaban cintas de ese color en lachaqueta.

Pero hoy, como por casualidad, centenares de hombresperdían sus cintas blancas; éstas yacían ahora profanadas,como mariposas albas arrojadas en el lodo negruzco delarroyo.

La flor de la casa real era la lis virginal e inaccesible.Ahora centenares de lises de tela y de seda se marchitabanabandonadas y sucias entre el barro negro de la calle.

Los colores del Emperador eran: azul, banco y rojo; azulcomo el ciclo y la lejanía; blanco como la nieve y la muerte;rojo como la sangre y la libertad. Ahora se veían en la ciudadmiles de hombres con Cintas tricolores en las chaquetas y enlos sombreros; y en ver. de la casta y orgullosa flor de lis,llevaban la más modesta de todas las llores, la violeta.

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Esta es un flor modesta y valiente. Posee las virtudes delpueblo que permanece en la sombra. Florece, casidesconocida, en la umbrosidad de los grandes árboles y conuna audacia modesta y digna saluda, la primera entre todaslas flores, a la primavera. Su color azul oscuro recuerda alvaho matutino antes de la salida del solo a los vaporesvespertinos del anochecer. Era la flor del emperador. Poreso se la llamaba «el padre de la violeta».

Ahora, miles de hombres del pueblo y de los suburbiosde París, se acercaban al centro de la ciudad, en dirección alpalacio, todos ellos engalanados con violetas. Faltaba un díapara el comienzo de la primavera, era un día desagradable.¡Qué melancólicamente se anunciaba la primavera! Pero sinembargo la violeta, la más valiente de todas las flores, seabría ya en los bosques, junto a las puertas de la ciudad.Daba la impresión de que el pueblo de los suburbios llevarala vibrante y vital primavera a la ciudad de piedra; al palaciode mármol. Los frescos ramilletes de violetas se veían ondearazules en la punta de los bastones, alzados como banderaspor los hombres, entre los tibios y abultados senos de lasmujeres, en los sombreros y gorros agitados en alto, en lasmanos de los obreros y artesanos que saludaban, en lasespadas de los oficiales, en los tambores y en las trompetas.Al frente de algunos grupos marchaban los tambores delantiguo ejército imperial. Tamborileaban las antiguascanciones de combate sobre los vicios cueros de ternera,hacían revolotear los palillos en el aire, como esbeltospajaritos, y volvían a recibirlos en las manos paternalmenteabiertas. Al frente de otro grupo o confundidos en él;

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marchaban los viejos trompeteros del antiguo ejército y devoz en cuando embocaban las trompetas y soplaban losviejos gritos de guerra imperiales, los melancólicos ysencillos gritos de la muerte y de la victoria, que recordabana cada soldado su juramento de morir por el Emperador ytambién el último suspiro de la mujer amada en el momentode la despedida. En medio de la muchedumbre y llevados enhombros pasaban los viejos oficiales del Imperio. Ondeabanpor encima del oleaje de cabezas, como banderas humanas.Habían desenvainado sus espadas y en set punta agitaban.sus sombreros como pequeñas banderas negras; adornadoscon escarapelas tricolores. De cuando en cuando, como si élgrito tantas veces repetido no oprimiera ya los pechos,mujeres y hombres, clamaban: «¡Viva Francia! ¡Viva elEmperador! ¡Viva el pueblo! ¡Viva el padre de la violeta!¡Viva la libertad! ¡Viva el Emperador!» Y una vez más: «¡Vivael Emperador!... A veces en medio de un grupo, algúnentusiasta empezaba a Cantar. Cantaban las antiguascanciones de los veteranos, canciones de viejas batallas queensalzaban la muerte heroica; era la confesión del soldadoque no tiene tiempo para la última absolución; su amor a lavida y a la muerte, canciones en las que resonaban el paso delos regimientos y el chisporroteo de los fusiles. De repentealguien entonó el himno mucho tiempo silenciado, seelevaron los compases de la Marsellesa y millares de voces locorearon. Era el canto de la libertad y de la obediencia. Erala canción de la patria y del mundo. El grito de guerra delEmperador, como la violeta era su flor, como el águila suemblema, corto el blanco, azul y rojo sus colores.

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Ennoblecía la victoria y confería gloria incluso a las batallasperdidas. Anunciaba el triunfo y también a su hermana, lamuerte. Llevaba la desesperación y la confianza. Quienmodula la Marsellesa se siente el compañero y amigo de lasmuchedumbres a quienes pertenece este himno. Y quien laentona en común con la multitud siente su eterna soledad,no obstante estar rodeado por aquélla. Pues la Marsellesaproclama el triunfo y la caída, la comunidad con el mundo yel abandono de cada ser, el poder falaz del hombre y suimpotencia; es el canto de la vida y de la muerte. Es la vozdel pueblo de Francia.

¡Cómo se cantaba el día del retorno de Napoleón!

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II

Algunos de sus antiguos amigos acudieron a suencuentro para alcanzarlo en el camino. Otros se preparabanpara recibirlo en la ciudad. De la Torre del Ayuntamientohabía desaparecido la bandera blanca del rey de Francia y yael viento agitaba la tricolor imperial. En los muros en los quepor la mañana aún apare cían pegadas las palabras dedespedida del rey, se veían ahora hojas nuevas, nomaltratadas por la lluvia, hojas nítidas, limpias y secas.Encima de ellas aleteaba con majestuoso aplomo el águilaimperial como si sus poderosas alas negras protegieran lososcuros y pulcros signos; parecía que los hubiera grabadoella misma, signo por signo; con su pico agresivo y peligroso.

Era la proclama del Emperador. De nuevo la gente seagolpaba ante los mismos muros, y en cada grupo alguienleía en voz alta sus palabras; eran de un tono muy distinto alde la melancólica despedida del, rey. Las palabras delEmperador eran tensas y fuertes, en ellas resonaba el

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redoblar de los tambores el imperioso resoplar de losañafiles, y la voz arrolladora de la Marsellesa.

Exaltaban como si la voz del que las leía se transformaraen la misma voz del, Emperador, que sin haber llegadotodavía, hablara ya al pueblo de París por miles demensajeros desconocidos.

Dominaba la impresión de que los diarios hablabandesde las paredes. Las palabras impresas se divulgaban solas.Las letras clamaban y por encima de ellas el águila poderosay tranquila parecía mover sus alas. El Emperador estabacerca, ya su voz resonaba desde todos los muros.

Los antiguos amigos, los dignatarios con sus mujeresacudían al palacio. Los generales y ministros se ataviabancon sus antiguos uniformes y sus condecoraciones. Y ahora,mientras se miraban al espejo antes de abandonar sus casas,tenían la evidencia de que no habían vivido durante laausencia del Emperador, sino de haber estado sumidos enun sueño letárgico, del que despertaban recién hoy ala vida.Más felices aún eran las damas de la Corte Imperial cuandovolvieron a vestir sus antiguas prendas.

Creyeron que su juventud estaba perdida, su bellezamarchitada, su esplendor apagado. Pero ahora que se volvíana poner sus vestidos, antiguos testigos de su juventud y desus triunfos, se daban cuenta de que el tiempo estuvodetenido desde la partida de Napoleón. Si, el tiempo; elenemigo de las mujeres, había quedado paralizado; en unsueño confuso sintieron pasar las horas, las lentas semanas;los meses aburridos y mortíferos. Los espejos no engañaban.Reflejaban verdaderamente las imágenes de la juventud. Y

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con pasos triunfales, sobre pies alados y dichosos, másligeros que si fuesen jóvenes, saltaban a sus coches y sedirigían al palacio, aclamadas por el pueblo, que allí esperabaagolpado.

La multitud aguardaba en los jardines, frente al palacio,se aglomeraba ante las puertas. En cada ministro y generalque llegaba, esperaba ver a un nuevo mensajero delEmperador.

Afluía también el personal inferior, los antiguoscocineros y cocheros, panaderos y lavanderas de la CorteImperial; los caballerizos y los mozos de cuadra, los sastres ylos zapateros, los albañiles y los tapiceros; los lacayos y loscriados. Se empezó el arreglo del palacio para que elEmperador lo encontrara igual como lo había dejado, y nadale recordara al rey que acababa de huir. En esta laborcooperaron las damas y señores de la nobleza y los máshumildes sirvientes. Las damas de la Corte Imperialdesplegaron aún más celo que éstos; despreocupadas de sudignidad, de sus vestidos delicados y de sus uñas cuidadas,ávidas de venganza y llenas de rabia, impaciencia yentusiasmo, empezaron a despegar, arrancar y rasgar de lasparedes los gobelinos y las blancas llores de lis. Bajo losgobelinos del rey, aparecían de nuevo las viejas y familiaresinsignias del Imperio, innumerables abejas doradas con alasdesplegadas, vítreas y delicadamente veteadas, con el cuerporayado de negro, eran los símbolos del trabajo fecundo, lasafanosas creadoras de la dulzura. Los veteranos del antiguoejército trajeron las águilas imperiales de metal dorado ybrillante y las colocaron en los cuatro ángulos de la

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habitación, para que el Emperador al llegar supiera quetambién le esperaban ellos, que no habían podidoacompañarlo en su retorno triunfal a la capital.

Mientras tanto, la noche avanzaba... y el Emperadortardaba en llegar. Le encendieron los faroles del palacio. Laslinternas llameaban en las calles, luchando contra la nieve, lahumedad y el viento.

Se esperaba pacientemente. Por fin se oyó el troteacompasado de herraduras de caballos: era el Regimientotrece de Dragones. Delante cabalgaba el coronel; su sablecentelleaba como un relámpago azulado en la oscuridad. Depronto el coronel gritó: «¡Paso al Emperador!» Se perfilabaen su caballo pardo, que apenas se distinguía en las tinieblas,con su blanco y ancho rostro, con sus bigotazos negros yretorcidos, visible por encima de la muchedumbre que seagolpaba, con la espada desenvainada en alto, repetía decuando en cuando: «¡Paso al Emperador! ¡Paso alEmperador! Iluminado por la llama trémula y amarillenta delas linternas se destacaba y desaparecía en la oscuridad, ya alos ojos del pueblo se le aparecía como su ángel protector einvencible guerrero, ligado a los designios del Emperador;pues diríase que éste, tenía, hoy, potestad de mando hastasobre los ángeles protectores. ,Escoltado por sus dragones,avanzaba su coche, cuyo rápido rodar era ahogado por elruido de las herraduras.

Se detuvieron ante el palacio.Cuando el Emperador descendió del coche, una

multitud de manos se tendió hacia él. En ese momento,fascinado por las manos implorante., sintió desfallecer su

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voluntad y nublar su conciencia. Aquellas manos febriles yamantes, tendidas hacia él, le parecían más terribles quemanos enemigas y armadas.

Cada una en como un rostro afectuoso y nostálgico. Suamor ascendía hacia el Emperador como una invocaciónpoderosa.

¡Qué pedían estas manos? ¡Qué era lo que querían de él?Ellas llamaban, exigían y ordenaban al mismo tiempo,

como brazos tendidos hacia los dioses.Cerró los ojos y sintió que lo levantaban en vilo y que,

cargado sobre hombres desconocidos, empezaba a subirtambaleando la escalera del palacio. Oyó la voz familiar de suamigo, el general Lavalletta que le decía: «¡Es usted! ¡Esusted... mí Emperador!» Por la dirección de la voz y delaliento comprendió que su amigo subía los peldaños, deespaldas, y de cara a él. El Emperador abrió los ojos... y violas manos tendidas de su amigo Lavallette y su rostroblanquecino. .

Se estremeció y cerró de nuevo sus ojos. .Como en undesvanecimiento, conducido, guiado, sostenido, alcanzó suantiguo despacho. Se sentó ante su escritorio: ¡qué terriblefelicidad le embargaba el corazón!

Vio a algunos de sus amigos como envueltos en un velode niebla. Desde la calle, a través de las ventanas cerradas,subía el clamor del pueblo, el relinchar de los caballos, elruido de las armas, el sonoro tintineo de las espuelas, y desdela antesala, detrás de la alta puerta blanca, llegaba el susurrode muchas voces; de vez en cuando creía reconocer alguna.Todo lo percibía vago y confuso, lejano y cercano y a la vez

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todo le hacía feliz y le aturdía. Le embarga la impresión deretornar por fin a su casa y de haber sido, al mismo tiempo,arrastrado muy lejos por una tormenta.

Poco a poco se esforzaba en concentrar su atención, yreunir su voluntad para devolver a sus ojos y a sus oídos susfunciones receptivas. Estaba sentado inmóvil ante elescritorio; las ovaciones que penetraban desde afuera estabandestinadas a él. Sus amigos se encontraban en la habitaciónesperándolo.

En la antesala, detrás de la puerta cerrada, susurrabanmuchas voces. De repente le pareció ver en toda Francia amiles de sus amigos esperándolo. Del mismo modo que acáen París lo aclamaban millares de hombres, en todo el país,millones de seres clamaban: «¡Viva el Emperador!» En todaslas casas se comentaba y se hablaba de él. Deseaba poderpermitirse todavía un poco de descanso; para reflexionarsobre sí mismo como si se tratara de un extraño: Pero desdeuna chimenea detrás, oyó el tictac de un reloj. El tiempocorría. De pronto el reloj comenzó a dar la hora con unSonido suave y melancólico.

Eran las once; faltaba una hora para la medianoche. ElEmperador se levantó. Se acercó a la ventana. Desde todaslas torres de la ciudad las campanas daban las once. Elamaba las campanas. Desde su infancia las había amado. Nole gustaban las iglesias, y se sentía perplejo y a vecestemeroso ante la cruz; sin embargo, amaba las campanas.Despertaban un eco en su corazón. Sus voces lo poníansolemne. Le parecía que no anunciaban únicamente las horasy los oficios divinos. Eran las lenguas del ciclo. ¡Quién

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entendía su lenguaje celeste? Daban fielmente las horas;. sóloellas podían saber cuál sería la decisiva. Se detuvo un rato enla ventana escuchando las vibraciones que se perdían en lalejanía. Lentamente se dirigió a la puerta y la abrió de ungolpe. Se paró en el umbral y con una rápida mirada abarcólos rostros de los allí reunidos. Estaban todos, les reconocía,jamás pudo olvidarlos, pues eran. personajes de su creación.El duque de Bassano y Combacéres, los duques de Padua, deRovigo, de Gacta, los Thibeaudeau,los Decres, Daru,Davout. Miró hacia la habitación: ahí estaban sus amigosCoulaincourt y Excimaus y el inocente joven Fleury deChaboulon. Todavía le quedaban amigos. Sin embargoalgunos le habían traicionado. ¡Acaso era él un Dios paracastigar y encolerizarse? Sólo era un hombre. Pero ellos leconsideraban un Dios. Y como de un Dios, exigían de élcólera y castigo, y esperaban el perdón. Pero él no teníatiempo para encolerizarse y castigar, y luego perdonar comoun Dios. Más nítidos que las ovaciones de la muchedumbredebajo de las ventanas y que los múltiples rumores de susdragones en los jardines y en la casa, percibía detrás de si, eldelicado pero inexorable tictac del reloj sobre la chimenea.Le faltaba tiempo para castigar. Lo tenía solamente paraperdonar y hacerse amar; para otorgar mercedes y gracias,títulos y cargos: todas las dádivas que un Emperador puedeconceder. La generosidad exige menos tiempo que la cólera;eligió la generosidad.

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III

Las campanas dieron las doce. El tiempo corría. ¡Elmisterio! ¡El gobierno! El Emperador debía tener ungobierno.

¿Acaso se puede gobernar sin ministros y sin amigos? ¡Ylos ministros encargados de vigilar a los funcionariossubalternos deben ser a su vez vigilados! Los amigos en losque se confía se tornan desconfiados y despiertandesconfianza. El pueblo que lo aclama allá debajo de lasventanas transformando la noche en día, voluble. El Dios enel que se confía es desconocido e invisible. Pero ya elEmperador tiene su ministerio. ¡Nombres ! ¡Nombres! ParaDecres el ministerio de Marina; para Coulaincourt el delExterior; Mollicu, secretario del Tesoro y Gaudin ministrode Finanzas; Carnot quizá será ministro del Interior, yCombacéres Primer Canciller. ¡Nombres!

Las campanas dieron la una; poco después las dos.¡Nombres!... y pronto surgirá el alba... ¿quién se hará cargode la Policía?

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El Emperador necesita una Policía; no basta un ángelprotector. Se acuerda de su antiguo ministro de Policía. Sellamaba Fouché. Podría ordenar que se arrestara a esehombre odiado y aún que se le matara, pues lo habíatraicionado. Pero conocía todos los secretos del país, lomismo que a todos los amigos y a todos los enemigos delEmperador. Podía traicionar y proteger... ambas cosas almismo tiempo. Todos los amigos en los que recién habíaconfiado, mencionaban su nombre. Es hábil y fiel alpoderoso... decían. ¡Acaso no era poderoso el Emperador?Podía dudar alguien de su poder y entrever su miedo?¿Existía un hombre en el país capaz de imponerle temor!

«¡Tráiganme a Fouché!», ordenó el Emperador, «ydéjenme solo».

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IV

Por primera vez dejó vagar su mirada por la habitación.Se detuvo ante el espejo, que reflejó su imagen. Frunció

el ceño, trató de sonreír, observó sus labios, abrió la boca ycontempló sus dientes, blancos y sanos. Se arregló con losdedos el mechón de cabellos negros de su frente, y sonrió asu imagen en el espejo. Estaba satisfecho de sí mismo.Retrocedió algunos pasos y volvió a contemplarse. Estabasolo, era. fuerte, joven y sano. No temía a ningún traidor.

Se paseó por la sala, y observó los gobelinos reciénarrrancados y las destrozadas flores de lis. Sonrió, levantó unáguila de metal, colocada en uno de los rincones, y por fin sedetuvo ante un pequeño altar. Era una pieza lisa de maderanegra.

Del cajón cerrado se desprendía un leve olor a inciensoy sobre el altar había un pequeño crucifijo de marfil. Elrostro del crucificado, demacrado y cubierto de barba, seelevaba, inmutable y eterno, en medio de la luz débil de lasbujías que alumbraban el cuarto. «Se han olvidado de llevarse

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el altar», pensó el Emperador. Aquí se arrodillaba todas lasmañanas el rey, y Ctistotto le escuchó. «¡Yo no lo necesito, yafuera con él!», exclamó, levantando al mismo tiempo lamano. En este momento sintió un impulso de arrodillarse, ysin embargo en ese mismo instante lo tomó del altar y loarrojó. Cayó con un golpe seco y duro sobre el estrecholistón del parquet desnudo. El Emperador se inclinó. La cruzestaba rota. El Salvador, cuyos delgados brazos de marfil,abiertos, habían perdido su sostén, yacía sobre el pico, con labarba blanca y la nariz aguda vueltas hacia el techo; y sólo laspiernas y los pies quedaron sujetos al tronco intacto de lapequeña cruz.

En ese momento llamaron a la puerta y fue anunciado elministro de Policía.

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V

El Emperador quedó parado en el mismo lugar. Su botaizquierda impedía ver los fragmentos blancos del crucifijo.

Cruzó los brazos como tenía por costumbre cuandoesperaba algo o en las ocasiones en que reflexionaba, osimulaba reflexionar. Ese era su modo de dominarse; sentíasu cuerpo entre sus propias manos y seguía con la manoderecha las pulsaciones de su corazón. Esa actitud suya eraamada y conocida. Centenares de veces la ensayó ante elespejo. Otras tanta, lo habían retratado en esta postura, yesos cuadros adornaban miles de casas, en Francia, en Rusia,en Egipto, y en todos los países del mundo. El conocía biena su ministro de Policía, al viejo y peligroso cínico eterno quejamás tuvo juventud ni fue nunca creyente. Como una arañalaboriosa había tejido y deshecho telas, tenaz, frío y paciente.El Emperador tenía ante sí al más ateo de todos loshombres, al cura perjuro; lo recibió en la actitud en queacostumbraban verlo millones de creyentes.

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Al cruzar los brazos no sólo sentía su propiaimportancia, sino que hacía sentir a ese hombre odiado la fede millones de creyentes, que lo veneraban y amaban en esaactitud suya de plena seguridad en si mismo, y la másapropiada para una estatua.

El ministro estaba ante con la cabeza inclinada. ElEmperador no se movió. El ministro no parecía inclinar lacabeza como se acostumbra ante los grandes, sino como sitratara de ocultar el rostro, o como si buscara algo en elsuelo. El Emperador se acordó del crucifijo roto que su botaizquierda impedía descubrir y hubiera logrado esconderlo acualquiera menos a la mirada aguda de este policía. Lepareció indigno abandonar el lugar donde se encontraba depie o esconder algo. «¡Míreme a la cara! » le ordenó`, dando asu voz el antiguó tono autoritario. El ministro levanta lacabeza. Su rostro estaba demacrado; sus ojos eran de uncolor indefinido entre claro y oscuro, y trataba en vano detenerlos completamente abiertos, pues los párpados volvíana cerrársele aunque simulaba esforzarse continuamente paraabrirlos. Su uniforme imperial era impecable; pero, comopara dejar constancia de la insólita hora nocturna en que sele habla obligado a presentarse, llevaba un botón del chalecosin abotonarse, como por casualidad. El Emperador tendríaque observar este descuido... Y lo notó.

-Majestad, soy su servidor -comenzó diciendo elministro.

-¡Por cierto, que un servidor fiel-! observó irónicamenteel Emperador.

-¡Uno de sus más fieles!- repitió el ministro.

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-No lo ha demostrado así en los últimos diez meses-contestó el Emperador, bajando la voz.

-Pero sí, en los dos últimos. He cooperado desde hacedos meses a la felicidad de volver a ver aquí a su Majestad.

El ministro hablaba despacio y bajo. No levantaba nibajaba la cabeza. De sus labios delgados la palabras surgíanpulidas y retóricas, con la fuerza suficiente para serescuchadas, pero en un tono cauto como para no ponerseala par con la voz del Emperador. Sus largas manos un pococerradas descansaban abandonadas y respetuosas sobre susmuslos. Parecía inclinarse hasta con las manos.

-He resuelto sepultar el pasado- dijo el Emperador¿Entiende, Fouché? El pasado no siempre es agradable.

-No es grato, Majestad.«Se torna demasiado familiar», pensó el Emperador.-Hay mucho que hacer, Fouché- dijo.-No hay que darles

tregua. Debemos adelantarnos. ¿Recibió noticias de Viena?-Malas noticias, Majestad. El ministro del Exterior, el

señor Talleyrand, lo ha echado a perder todo. Sirve a losenemigos como nunca sirvió a su Majestad. Recordará quenunca creí que fuera honesto. ¡Habrá mucho que hacer, escierto! Para solucionar todos estos problemas se necesitaráuna mano firme.

Fouché tenla las manos apoyadas en sus muslos y mediocerradas como si ocultara algo en ellas. Los encajesdemasiado largos de las mansas, parecían ocultarintencionalmente sus muñecas: sólo se veían sus largosdedos. «Dedos de traidor», pensó el Emperador. «Con ellosse pueden tejer pequeñas bajezas ante el escritorio. Esas

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manos no tienen músculos. ¡No le haré ministro delExterior!».

Mientras reflexionaba, movió involuntariamente el pie,poniendo a descubierto los fragmentos de la cruz. Queríaacercarse a la ventana; pero se dio cuenta que Fouché mirabala cruz con los ojos entreabiertos lo que le produjo unembarazoso sentimiento de modestia. Dio un paso adelante,echó el mentón hacia atrás y para poner término a laaudiencia, dijo con voz imperiosa:

-¡Le nombro mi ministro!El ministro quedó inmóvil. Sólo el párpado derecho se

alzó un poco por encima de la pupila, como si despertararecién.

Daba la impresión de que no escuchaba con los oídos,sino con el ojo.

El Emperador continuó en un tono que al ministro lepareció de una espontaneidad demasiado desdeñosa.

-Ocupará el ministerio de Policía que ha desempeñadotan meritoriamente.

En este momento el párpado curioso, cayó de nuevosobre la pupila, ocultando un pequeño destello verde.

El. ministro siguió inmóvil. «Está reflexionando», se dijoel Emperador, «reflexiona demasiado...» .

Por fin Fouché se inclinó. Sus palabras sonaronforzadas como si tuviera la garganta reseca:

-Me alegro sinceramente de poder servir otra vez a SuMajestad.

-Hasta la vista, Duque de Otranto- le dijo el Emperador.

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Fouché so, enderezó. Por. un momento quedó aúninmóvil y con los ojos, abiertos y asombrados observódetenidamente las botas imperiales entre las cuales relucíanlos fragmentos de marfil de la cruz. Luego salió de lahabitación.

Atravesó la antesala, saludando con una ligerainclinación de cabeza. Sus zapatos tan suaves como si fuerande lana no dejaron oír su paso silencioso; bajó los peldañosde piedra de. la escalera, pasando entre los dragones queroncaban tirados en el suelo. En el jardín relinchaban loscaballos golpeteando las herraduras; los cuartos estabaniluminados débilmente y las puertas aún permanecíanentreabiertas. Con gran cuidado evitaba tropezar con lassillas y las riendas que aquí y allá yacían en desorden. Alllegar a la reja se detuvo y silbó despacio. Su secretario se leacercó.

-¡Buenos días Gaillard!- le dijo-. Volveremos aencargarnos del ministerio de Policía. El, sólo sabe hacer laguerra, pero no entiende de política. ¡Dentro de tres mesestendré más influencia que él! -Y con el dedo señaló elpalacio, por encima del hombro.

-¡Parece un campamento militar!- dijo Gaillard.-¡Ya parece una guerra!- contestó el ministro.-¡Sí!- dijo Gaillard- Pero una guerra perdida.Los dos se alejaron por la calle, penetrando

tranquilamente en la neblina nocturna y desapareciendopronto en ella.

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VI

El tiempo volaba inexorablemente. El Emperador tuvola sensación de que nunca habla pasado antes con tantarapidez.

A veces le dominaba la impresión de que ya no leobedecía como en los días pasados. Realizaba mentalmentecomparaciones y cálculos y llegaba a la conclusión de quecomenzaba a divagar como un anciano. Antes, era él quiendeterminaba y dirigía el curso de las horas y también el queles daba medida y sentido; ellas anunciaban su poder y sunombre en muchísimas partes del mundo. Ahora, aún leobedecían los hombres, pero el tiempo se le escurría; se leesfumaba entre sus dedos cuando intentaba cogerlo. Podíaser que ni los hombres continuaran obedeciéndole. Loshabía dejado libres por algún tiempo. Por breves meses nohabían sentido su mirada dominadora y magnética, ni elcontacto firme y varonil de su mano, ni el tono amenazantey cordial, colérico y fascinador de su voz. Era verdad que nolo habían olvidado. ¿Acaso era posible olvidarle? Se habían

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acostumbrado a otra forma de vida; habían vivido sin él.Pero algunos, también contra él y en acuerdo con susenemigos monárquicos ¡sí se habían acostumbrado aprescindir de él!

Vivía solitario entre numerosos hombres y nuevosamigos.

Poco después llegaban sus hermanos, sus hermanas y sumadre.

El tiempo transcurría velozmente, el aire se hizotransparente y tibio, la primavera de París se iniciaba,vigorosa y magnífica, casi parecía verano. Los mirloscantaban en las Tullerías, las lilas exhalaban ya su perfumedenso y embriagador.

Cuando el Emperador se paseaba solo durante la nochepor el jardín, con las manos cruzadas a la espalda y la miradaperdida, solía, escuchar el trino del ruiseñor. Le anunciaba laprimavera. En esos momentos parecíale que durante toda suvida no había hecho más que observar el cambio de lasestaciones del mismo modo que la era habitual prever losacontecimientos; presentir las situaciones agradables odesagradables, percibir las ondas favorables o adversas de lanaturaleza. La tierra había sido para él un campo de batalla;el cielo un aliado o un enemigo; el cerro un punto deobservación ; el valle una guarida; el río un obstáculo; elmonte una defensa; el bosque una emboscada; la noche unatregua; la mañana un ataque; el día un combate; y elanochecer una victoria o una derrota.

-Antes todo fue tan sencillo...- decíase el Emperador.

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A su regreso, al entrar al palacio, quiso ver el retrato desu hijo; en estas horas tristes lo extrañaba más que a supropia madre. Extraordinario capricho de la naturaleza;también ella había trasmutado seis leyes y él ya no era hijo desu estirpe, sino más bien, el padre de sus antepasados; ellosvivían de su nombre. La naturaleza era vengativa... ¡Qué bienla conocía!

Si le había permitido conferir gloria a sus antepasados,se la negaría a sus descendientes. «Mi hijo», pensó elEmperador; recordaba a su vástago con la ternuramultiplicada de un padre, de una madre y de un hijo. «Niñodesgraciado» pensaba «es mi hijo... ¿llegará a ser miheredero? ¿será tan sabia la naturaleza para dar otro ser demi contextura? Yo lo he engendrado, ha nacido para mí:quiero verlo».

Se quedó contemplando el pequeño rostro mofletudodel rey de Roma: era un buen niño regordete, como habíamiles, sano e inocente. Sus ojos apacibles miraban consencillez hacia la vida desconocida y terrible, bella ypeligrosa. «¡Es de mi sangre! se dijo el Emperador», noconquistará nada pero al menos podrá conservar. ¡Cuántosbuenos consejos hubiera podido darle... y no puedoverlo!...»Retrocedió dos pasos para contemplarlo mejor y lassombras invadían el cuarto por las ventanas abiertas,envolviendo paulatinamente todas las cosas. El vestiditooscuro del niño fue esfumándose poco a poco y prontodesapareció. Sólo su dulce rostro pálido resplandecía aúnmuy lejano.

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VII

Sobre la mesa estaba el reloj de arena, de berilotransparente. Por su cuello estrecho caía el delicado hiloamarillento que llenaba sin interrupción el recipiente inferior.La arena parecía fluir despacio, pero el recipiente se llenabacon rapidez. Así el Emperador tenía siempre ante sus ojos asu enemigo: el tiempo. Aveces se divertía invirtiendo losrecipientes, antes de que el superior quedase vacío. Era unjuego infantil. Creía en el significado misterioso de lasfechas, de las horas, de los días: había regresado el veinte demarzo. En la misma fecha nació su hijo. En un veinte demarzo había hecho fusilar a un enemigo inocente, el duquede Enghien. Tenía buena memoria.

Los muertos la tenían también. ¿Cuánto tardaría envengarse el muerto?

El Emperador creía percibir el paso de las horasmientras hablaba con los ministros, amigos y consejeros, y elpueblo entusiasta le aclamaba bajo las ventanas. Más

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persistente que los gritos de la muchedumbre, era la vozsuave, regular y uniforme del reloj. La seguía con mayoransiedad que a la voz de la multitud. El pueblo era un amigovoluble, el tiempo un enemigo fiel y seguro. Todavíaresonaban en sus oídos los gritos de odio que habíaescuchado diez meses antes, cuando tuvo que abandonar elpaís, derrotado e impotente. Cada ovación de lamuchedumbre le recordaba los gritos dé odio de la otra.

Sin embargo debía alentar a los vacilantes, hacer creer alos mentirosos que no estaba enterado de sus mentiras yaparentar amor a quienes no amaba. Envidiaba a suenemigo, el viejo y corpulento rey que tuvo que huir. El reypudo gobernar en nombre de Dios y sostener la paz ennombre de sus antepasados.

Mientras, que él, para mantener su imperio, debía hacerla guerra. ¡Es que él sólo era general de sus soldados!

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VIII

Era una suave mañana de abril. El Emperador salió delpalacio. Atravesó la ciudad montado en su caballo blanco,con su capote de soldado, y sus botas guerreras de finacabritilla, en las que brillaban las espuelas de plata. Llevaba elsombrero negro sobre la cabeza inclinada, la que erguíainesperadamente, como si despertara de alguna profundacavilación.

Mantenía el caballo al paso. Las herraduras golpeteabanregular y suavemente el empedrado de las calles. Las gentesque lo veían pasar creían oír en el trote de su cabalgadura unllamado obsesionante del bélico tambor que convoca a laguerra. Se detenían y descubriéndose emocionados y untanto desconcertados por su aparición gritaban: «¡Viva elEmperador!»El espectáculo que acababan de presenciar ya loconocían por miles de reproducciones que colgaban en sushogares y en los de sus amigos; que decoraban el borde delos platos en que comían todos los días; las tazas en quebebían; los mangos metálicos de los cuchillos que cortaban

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el pan. Era el cuadro familiar íntimo del gran Emperadorque lo representaba montado en su caballo blanco, con sucapote de soldado, y su sombrero negro.

Se había adelantado a su séquito: generales y ministrosle seguían a respetuosa distancia.

Los rayos del sol se filtraban a través de las copas verdesy frescas de los árboles, en las avenidas y en los jardines deParís.

En un día como éste, los hombres no querían dar oídosa los sombríos rumores que llegaban desde todos los puntosdel país. Desde hacía días se hablaba de revueltasmonárquicas contra el Emperador. También se murmurabaque los poderosos del mundo habían decidido aniquilarlo aél, y de paso, a Francia. Armados y sañudos, los enemigosacechaban en todas las fronteras del país. La Emperatriz sehallaba en Viena, en casa de su padre, el emperadoraustríaco. No le permitían volver a Francia. También teníanprisionero en Viena al hijo del Emperador. En todas lasfronteras de Francia acechaba la muerte.

Sin embargo, los hombres en un día como éste,luminoso, olvidaban confiados los tristes presagios guerrerosy los rumores de las fronteras en las que acechaba la muerte.Estaban dispuestos a creer en las noticias optimistas quedifundían los diarios.

Ahora al ver al Emperador en este día de primavera,cabalgando por las calles de París y sabiéndolo poderoso yprudente, audaz y victorioso, les parcela muy natural que elCiclo les fuera favorable y se abandonaban ala laxitud

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consoladora de este día radiante y ala alegría que embargabasus corazones felices.

El Emperador se dirigía a Saint Germain: era el día deldesfile. Al llegar, se detuvo y se quitó el sombrero. Saludó alpueblo que estaba reunido, a los trabajadores y a lossoldados.

Sabía que la gente sencilla amaba sus cabellos negros ylisos, y el mechón caprichoso que caía sobre su frente.Cuando aparecía descubierto ante los humildes, se sentíamás pobre y más sencillo. El sol ya cerca del cenit lequemaba la cabeza. Quedó inmóvil: se imponía a sí mismo ya su animal esa inmovilidad estatuaria, cuya eficacia y poderconocía desde hacía años. De entre la masa del pueblo enmedio de la cual centenares de mujeres lucían pañuelosrojos, emanaba el conocido olor agrio a sudor, el olordesagradable de los pobres que celebraban sus fiestas, elhálito de su alegría exaltada. La emoción embargó el corazóndel Emperador. Quedó inmóvil en la misma actitud, elsombrero en la mano. No amaba al pueblo, desconfiaba desus ovaciones, de su entusiasmo y de sus olores. Sinembargo era el favorito de este pueblo, y sonreía inmóvilsobre su caballo blanco, con gesto a la vez imperial yescultórico.

Formados en rígidos cuadros lo esperaban los soldados,sus viejos y heroicos soldados. Cómo se parecían entre sítodos; los sargentos mayores, los caporales, los voluntarios.Todos aquellos a quienes la muerte había respetado,permitiéndoles regresar a su habitual y gris pobreza. En lamemoria del Emperador surgía un nombre después de otro.

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Los recordaba exactamente y hubiera podido llamarlos porsus nombres. Sin embargo, no despertaban ningún eco en sucorazón. Sabía que era amado y sentía vergüenza de inspirartal sentimiento, él, que sólo podía sentir compasión por losque le amaban. Cabalgaba en su caballo blanco, iluminadopor el sol, con la cabeza descubierta y envuelto por lasovaciones como en un huracán. En los cuadros de los viejossoldados redoblaron los tambores. ¡Menos mal queempezaban! Agitó el sombrero, luego soltó un poco lasriendas y suavizó la presión de los muslos: el caballocomprendió y empezó a danzar y el emperador elevó la vozpara hablar... A los hombres del pueblo les parecía que lostambores que acababan de redoblar, hablaran ahora con vozhumana e imperiosa.

-¡Camaradas!- comenzó diciendo. -Compañeros debatalla y de victorias; testigos de mi suerte y de mi desdicha...

El caballo blanco paró las orejas mientras marcaba conla pata delantera el ritmo de las palabras imperiales.

El sol habla llegado al cenit y calentaba con juvenilsuavidad.

El emperador se puso el sombrero y se apeó del caballo.

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IX

Se acercó a la multitud y se sintió envuelto en su cálidoaliento en el que percibía el amor que se reflejaba en susrostros; tan cálido y fuerte como el sol de aquel día, y depronto le pareció haber sido siempre uno de ellos. En estemomento tenía la visión de su propia imagen, tal como lavetan sus adoradores, en miles de retratos, en los platos, enlos cuchillos, en las paredes de los cuartos, como un mitoviviente.

Durante los meses de su exilio había sentido nostalgiade este pueblo. Era el pueblo de Francia, así lo conocía:inclinado a amar y a odiar fácilmente. Era solemne e irónico,fácil de entusiasmar, difícil de convencer, orgulloso en lamiseria, generoso en la felicidad, confiado y superficial en lavictoria, amargo y vengativo en la derrota, juguetón c infantilen la paz, inexorable e irresistible en la batalla, fácil dedesilusionar, confiado y a la vez desconfiado, olvidadizo ypronto a la reconciliación con una palabra oportuna,dispuesto, siempre al bullicio, pero aún más a la moderación.

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Este era el pueblo de los galos, el pueblo de Francia. Y eraasí cómo lo amaba el Emperador.

Ya no senté desconfianza alguna: la muchedumbre lorodeó, al grito de: «¡Viva el Emperador!» como si quisierademostrarle que aún teniéndolo en su seno, no olvidaba queera al mismo tiempo su hijo y su Emperador.

Abrazó a un suboficial de edad avanzada. El hombretenía un rostro sombrío, amarillento, lleno de audacia ydemacrado.

Llevaba un enorme bigote entrecano, cuidadosamentepeinado hacia abajo. Era bastante más alto que elEmperador y mientras se abrazaban, parecía que éste sehubiera colocado bajo la protección del suboficial. Elhombre inclinó la cabeza sintiéndose algo ridículo, molesto ytorpe por su elevada estatura comparada con la pequeñez delEmperador. Este le besó en la mejilla derecha y sintió el olorde la piel amarillenta, olor a vinagre fuerte que se habíapasado por sus mejillas recién afeitadas; a sudor quedestilaba su frente y también a tabaco que exhalaba su boca.Con este beso se aproximó a todo el pueble; se sintió depronto profundamente familiarizado con él.

Sí, aquél era el olor del pueblo que proporcionar lossoldados; los maravillosos soldados del suelo de Francia; elolor de la fidelidad misma. La fidelidad de los soldados huelea sudor, tabaco, sangre y vinagre. El Emperador, al besar auno de ellos, abrazaba y besaba a todo su gran ejército, a susmuertos y a sus sobrevivientes. El pueblo, al ver el pequeñocuerpo del Emperador estrechado por los largos brazos delenjuto suboficial, sentíase abrazado por aquél y al mismo

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tiempo tenía la impresión de que lo abrazaba. Las lágrimasenturbiaron los ojos de los espectadores, que con roncasvoces clamaron: «¡Viva el Emperador!», mientras unapoderosa emoción oprimía sus gargantas. El Emperadorsoltó sus brazos: el viejo soldado retrocedió tres pasos yquedó inmóvil. Sus ojillos negros, debajo de sus celasespesas y enormes, brillaban con devoción fanática.

-¿En qué batallas has combatido?- pregunto elEmperador.

-¡En Jena, Austerlitz, Evlau y Moscú, mi Emperador!-,contestó con voz ronca el suboficial.

-¿Cómo te llamas?--¡Pedro Antonio Lavernoile!--Le agradezco- gritó el Emperador en voz alta, para que

todos lo oyeran.- Le agradezco, teniente Pedro AntonioLarvernoile!

El nuevo teniente volvió a su posición rígida, retrocedióun paso más, levantó su mano delgada y morena, la agitó enel aire y gritó con voz ahogada « ¡Viva el Emperador!»Volvió a las filas de las que fuera llamado por el Emperador,diciendo a los camaradas que lo rodeaban:

Imagínense, me ha reconocido en seguida. Me dijo:¡Estuviste en Jena, Austerlitz, Eylau y Moscú, mi queridoLavernoile! ¿Todavía no recibiste ninguna recompensa.Ahora la tendrás. Te asciendo a teniente.

-Nos conoce a todos- dijo uno de los suboficiales.-No ha olvidado ni a uno solo de nosotros- dijo otro.-Lo ha reconocido- susurraban multitud de voces; ha

recordado su apellido, y no sólo eso sino también sus

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nombres de pila. Ha dicho: «Pedro Antonio Lavernoile, yo teconozco».

Entre tanto, el Emperador volvió a cabalgar. Lavernoilepensaba, ¡pobre y grande Lavernoile! ¡Dichoso Lavernoile!El Emperador se descubrió ante la multitud, erguido en losestribos y gritó con aquella voz que era escuchada ycomprendida en medio del rugir de los cañones:

-¡Pueblo de París! ¡Viva Francia! Hizo dar la vuelta a su caballo y todos se precipitaron

detrás de él... separándolo de su séquito; iba envuelto en sucapote gris.

Centenares de soldados y una muchedumbre dehombres y mujeres agitaban sus pañuelos rojos que brillabana la luz del sol.

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X

Regresaba avergonzado, fatigado y triste. Estabaobligado a abrazar a hombres desconocidos, a otorgarlestítulos y condecoraciones y a conquistar su favor; es decir, acomprarlos.

Ellos le amaban; pero él sólo sentía indiferencia y esto leavergonzaba. ¡Tenía que abrazar a otro Lavernoile! ¿Estetambién se llamaba Lavernoile? Había muchos miles desuboficiales en el gran ejército imperial; centenas de millaresde soldados. El gran Emperador de los pequeños Lavernoileestaba avergonzado.

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XI

El Emperador dispuso que en todas las ciudades delpaís se dispararan cien salvas de cañón. Este era su idioma.Así anunciaba al pueblo que había dominado a los rebeldes,a los simpatizantes del rey.

Y el eco de los cañones repercutió poderosamente entodos los ámbitos del país. Hacia mucho que los hombres nohabían oído el trueno del cañón. Ahora que lo oían seamedrentaron y un estremecimiento los conmovió alreconocer la voz del violento Emperador que habíaregresado. Acostumbraba anunciar también la paz con eltronar de su artillería.

Su hermano le dijo:-Hubiera sido mejor hacer sonar las campanas, en vez

de descargar los cañones.-Si- replicó el Emperador. Yo amo las campañas; tú lo

sabes. Me hubiera gustado oírlas. Pero las campanas...pueden esperar. Las haré sonar cuando haya vencido a losenemigos poderosos, a los verdaderos enemigos.

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-¿De qué enemigos hablas?- le preguntó el hermano.El Emperador en voz baja y solemne contestó:-¡Del mundo entero!-El hermano se levantó. En este momento temía a todo

el mundo que era enemigo del Emperador, pero tambiéntemía a este hermanó, al cual todo el mundo era hostil.Momentos antes de entrar en la habitación, sintiócompasión. Pero ahora en su presencia, sucumbía comodesde hacía años ante su mirada y su voz imperial. Ante él sesentía tan pequeño como uno de sus desconocidosgranaderos.

-Siéntatele- le dijo -Tengo que comunicarte cosas muygraves. A ti solo, puedo decírtelas: hubiera preferido hacerrepicar las campanas, pero he ordenado disparar los cañones;pues las campanas hubieran sido una mentira... Unamentira... y una promesa que no hubiera podido cumplir.¡Aún no hay paz, hermano mío! ¡Tengo que acostumbrar denuevo a los hombres a la voz del cañón! Desearía la paz,pero me obligan a ir a la guerra. Los embajadores de todoslos países hace ya mucho que hubieran abandonado París, simi caballerizo les entregara los caballos. Estaban acreditadosante el rey: no eran huéspedes del pueblo de Francia. Su odiopor mi es mayor que mi desprecio por ellos. En las fronterasdetienen a mis mensajeros; ni siquiera una de mis cartas llegahasta la Emperatriz. ¡Oh, hermano mío! Cuando sepertenece a nuestra esfera no se conoce exactamente al granmundo. Este es nuestro gran error, hermano mío, el error delos que han nacido pequeños. He humillado a los reyes, peroel ser humillado por mi, por uno de nosotros, no los

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empequeñece, los torna más vengativos de lo que son. Elmás humilde de mis granaderos, posee mayor nobleza dealma que ellos. Ha sido fácil vencer a los pobres revoltososen el país. Esto no merece aún el toque de las campanas.Además, todavía hay otros enemigos en el país; losdiputados. Ellos, no pertenecen al pueblo, aunque se llamansus representantes. ¡El Parlamento! Debo estar subordinadoa él. Sin embargo, solamente yo tengo derecho a imponer lalibertad; únicamente yo, porque soy lo bastante poderosopara conservarla. Soy el Emperador de los franceses, porquesoy su general.

-Entonces habrá guerra- contestó en voz baja elhermano.

-Guerra...- murmuró el Emperador, lentamente, comoen un sueño.

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XII

Necesitaba 300.000 fusiles nuevos. Ordenó fabricarlos ytodos los talleres del país empezaron a martillar, forjar,fundir y soldar. Necesitaba hombres para los trescientos milfusiles y todos los hombres jóvenes de Francia abandonaronsus novias, sus madres, sus mujeres y sus hijos. Necesitabaalimentos, y todos los panaderos del país empezaron conentusiasmo a hornear panes para almacenar y todos loscarniceros salaron la carne para podar conservarla durantemucho tiempo, y los productores de aguardiente a destilardiez veces más que lo acostumbrado. Era ésta la bebida delas batallas, la que transforma a los cobardes en valientes y alos valientes en audaces.Ordenaba aquí y allá. Gozaba con la obediencia de su puebloy de esta voluptuosidad de ser obedecido extraía fuerzas paraseguir ordenando.

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XIII

Llovía a cántaros cuando el Emperador se trasladó alpalacio del Elíseo, que estaba en las afueras de la ciudad. Lalluvia cala torrencialmente golpeando con violencia las copaspesadas de los arboles del parque. Su ruido, fuerte y regular,dominaba las voces de la ciudad, y acallaba las entusiastasovaciones del pueblo, que gritaba: «¡Viva el Emperador!» Erauna lluvia de verano,, tibia, precoz y benigna. El campo lanecesitaba, los campesinos la bendecían y la tierra agradecidala absorbía voluptuosamente. Pero el Emperador sólopensaba que la lluvia ablanda el terreno, tornándolo difícilpara el avance de las tropas. También empapa la ropa de lossoldados y en determinadas circunstancias, protege alenemigo, ocultándolo a la vista. Humedece el ambiente yenferma a los soldados.

Cuando se prepara una campaña militar se necesita sol.El sol torna a los hombres despreocupados y serenos. El solembriaga a los soldados y calará las cabezas de los generales.La lluvia favorece al enemigo que no ataca y se limita a

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esperar el ataque. Transforma el día en noche. Cuandollueve, los soldados que fueron campesinos se acuerdan desus campos, luego de sus niños, y de sus mujeres. La lluviaera un enemigo más para el Emperador.

Había transcurrido una hora desde que estaba de pieante la ventana abierta, escuchando indolentemente elcontinuó repiquetear de la lluvia. Le parecía. ver todo el paísdividido en campos, jardines y bosques, en pueblos yciudades. Veía miles de arados, escuchaba el pausadochirrido de las guadañas, y el zumbido más rápido y breve dela segadera. Veía los hombres en los graneros, en losestablos, en las pilas y en los molinos; veía a cada unodedicado, pacíficamente y con cariño, a su trabajo,esperando la sopa caliente de la noche y luego el sueñovoluptuoso en los brazos de su mujer. Sol y lluvia, viento ydía, noche y neblina, calor y frío, eran fenómenos familiaresa los campesinos, dones del ciclo, buenos o desagradables,pero siempre familiares. A veces invadía al Emperador unavieja nostalgia, oculta en las profundidades de su alma yjamás sentida en los confusos años de sus victorias yderrotas: la nostalgia de la tierra. ¡Sus antepasados tambiénhabían sido campesinos!

Seguía parado frente a la ventana, y pronto se sintióenvuelto por el crepúsculo. El perfume amargo de la tierra yde las hojas penetraba en el cuarto, mezclado con el dulceolor de los castaños y de las lilas y el vaho húmedo de lalluvia que huele a marchito y a lejanas algas marinas. Unsereno susurro llenaba el tranquilo atardecer: la lluvia, lanoche y el parque conversaban pacíficamente.

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Sin sombrero ni capote salió de la habitación. Quería iral parque y sentir sobre su cabeza la lluvia templada y suave.En el palacio ya estaban encendidas las bujías. Atravesó conpaso rápido la antesala profusamente iluminada, sin mirarsiquiera a los soldados que estaban de guardia. Al llegar alparque se puso a pasear, con las manos cruzadas en laespalda, yendo y viniendo por la breve y ancha arboleda,escuchando el monótono murmullo de la lluvia y del vientosobre las hojas.

De pronto. en el espeso follaje, entre los árboles, a suderecha oyó un ruido que le pareció extraño y sospechoso.Había hombres que lo querían matar, él lo sabía muy bien.Durante un momento pensó que sería un fin ridículo para unEmperador morir en un parque tranquilo, bajo aquella lluviasuave: un atentado miserable y una muerte más miserableaún. Se metió entre los árboles, pisando la tierra mojada, y sedirigió hacia el lugar de donde surgía el ruido. A pocospasos de él vio con estupor a una mujer: su descubrimientolo tranquilizó.

Su cofia blanca relucía en la oscuridad.-¡Venga aquí!- ordenó el Emperador-Venga aquí! -

ordenó de nuevo, pues la mujer no se movía. Por fin seaproximó lentamente hasta quedar a dos pasos de él. Sinduda era una mujer de su personal. «La habrá abandonadoun hombre- pensó el Emperador. Vieja historias» se dijo. Ledivertían las historias sencillas y vulgares.

-¿Por qué lloras? Indagó-.-¿Qué haces aquí?La mujer bajó la cabeza sin contestar.-Contesta- le ordenó -¡Acércate!La mujer se acercó un poco más.

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Entonces pudo observarla a su gusto. Es posible quefuera una de las muchachas de su personal.

La mujer cayó de rodillas sobre la tierra mojada. Habíabajado la cabeza y su cabello casi tocaba el borde de susbotas.

El se inclinó hacia ella y oyó que decía algo.-¡El Emperador!- decía, y luego: -¡Napoleón! ¡Mi

Emperador!--¡Levántate!- ordenó éste. -¡Cuéntame lo que te pasa!Ella notó cierta impaciencia en su voz. Se levantó.-¡Habla!- ordenó de nuevo el Emperador y la tomó del

brazo y la condujo ala arboleda. Se detuvo, la soltó y una vezmás le dijo:-¡Habla!

Ahora, a la luz que las ventanas reflejaban en el jardín,se dio cuenta de que la mujer era joven.

-¡Te haré castigar!- la amenazó él. Y al mismo tiempopasó la mano por el rostro húmedo de la mujer. -¿Quiéneres?

-Angelina Pietri- le contestó ella.-¿De Córcega?- preguntó el Emperador, pues el nombre

le resultaba familiar.-¡De Ajaccio!- murmuró la mujer.-¡Vete! ¡Rápido!- ordenó el Emperador.La mujer se volvió, levantó su falda con ambas manos, y

desapareció corriendo en un recodo del palacio.El Emperador continuó paseando despacio. «Ajaccio!»,

pensó. «Angelina Pietri de Ajaccio».Volvió a entrar en el palacio y se cambió de ropa: Tenía

qué ir a la ópera. Llegó a la mitad del segundo acto. Penetró

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en el palco y quedó de pie con el sombrero puesto. Porencima del antepecho de tercia lo rojo, se divisaba una partede su pantalón, blanquísimo. El público se levantó y dirigióla vista hacia el palco, mientras la orquesta rompía a tocar laMarsellesa. Un actor desde la escena gritó: «¡Viva elEmperador!»Todo el teatro contestó «¡Viva elEmperador!»Este saludó con una breve inclinación decabeza y pocos momentos después abandonó el palco. En laescalera se dirigió al ayudante y le dijo:

-Tome nota: Angelina Pietri, de Ajaccio.En seguida olvidó su nombre. En su recuerdo, sólo

quedó: Ajaccio.

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XIV

Necesitaba armas, soldados y un gran desfile.Quería presentarse como protector del país y de la

libertad ante los diputados elegidos por el pueblo, a los queél despreciaba profundamente, así como ante sus soldadosque tanto amaba; ante los sacerdotes de la fe que él noapreciaba y ante el pueblo de París, cuyo amor temía. Ese díadescansaron durante algunas horas todos los talleres en losque se preparaba la guerra. Dejaron de trabajar los herreros ylos cerrajeros.

Pero en cambio, los molinos, las panaderías, lascarnicerías y las fábricas donde se destilaba el aguardiente,trabajaron para la fiesta. Ese día se ordenó a los soldadosponerse los uniformes nuevos, que habían sidoconfeccionados para la guerra.

El maestro de ceremonias hizo el plan para una fiestagrandiosa y complicada.

Ella tuvo lugar el primero de junio. Este día fue uno delos más calurosos, desde que regresó el Emperador; fue unverdadero día de verano. Hacía un calor sofocante como

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jamás se había sentido en esta época del año. El verano seanunciaba adelantado, ya se desfloraban las lilas, habíandesaparecido los melocotones, y los castaños abrían susanchas hojas de tono verdeoscuro. En los bosques, las fresasya estaban maduras. Con frecuencia se desataban violentastormentas estivales. El sol abrasaba, y su resplandorenceguecía. Aún en los días más serenos, sin nubes, lasgolondrinas volaban muy bajo, a ras del empedrado de lascalles, como solía hacerlo solamente antes de la lluvia. Entodas partes se rumorea acerca de futuras desgracias. Losdiarios del país anunciaban la par.

Pero en todos los pueblos, y en la ciudades, se hacíannuevas levas, y se llamaba al servicio a los viejos soldados.No sin temor se escuchaba el continuo martillar de lasherrerías de armas y los pedidos del Estado a los carnicerosproducían malestar. En los campos militares se observaba lafebril actividad de las maniobras. Durante ese día de fiestalos hombres estaban animados de cierta curiosidad, pero sesentían al mismo tiempo desconcertados v cavilosos.

La ceremonia se inició en la gran plaza. Se veía a losrepresentantes de los regimientos; oficiales, suboficiales ysoldados. Doscientos hombres conducían la dorada águilaimperial. En un costado estaban los dignatarios de la Legiónde Honor y los secretarios de Estado; en otro, los profesoresde la Universidad, los jueces, comisarios de la ciudad,cardenales, obispos. la Guardia Imperial y Nacional.Centelleaban los sables y las bayonetas de cuarenta y cincomil hombres. Se dispararon cien salvas de cañón. Alrededor

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se agrupaba el pueblo c innumerables desconocidos vcuriosos llenos de fervor.

En la ancha plaza el sol quemaba cada vez con másfuerza.

De vez en cuando se escuchaba una enérgica voz demando, un breve redoble de tambor, el sonido agudo de unatrompeta, el seco golpeteo de los fusiles sobre el suelo. Lamultitud esperaba y el sol picaba cada ver con mayorcrueldad.

Por fin se percibió la llegada del Emperador. Venía enun coche dorado. arrastrado por ocho briosos caballos, queen sus cabezas agitaban penachos blancos.

A ambos lados del coche cabalgaban sus mariscales. Suspajes vestían uniformes verde, oro y rojo. Le seguíandragones y granaderos a caballo. El Emperador descendiódel coche envuelto en una capa gris perla, con pantalonesblancos y satinados y un sombrero de terciopelo negro conplumas blancas. La acompañaban sus hermanos y tambiénvestidos de blanco, y entre ellos apenas se lo podía distinguiry reconocer. Subió a la tribuna, que parecía un tronoexageradamente alto. A derecha e izquierda se sentaron sushermanos, y más abajo los cancilleres, ministros y senadores.

Todos vestían con exagerado atildamiento y se los podíareconocer con dificultad.

El Emperador se sentía más solitario que nunca.Comprendió que el pueblo no lo había reconocido. Estabade pie, sobre su alto trono bajo el ciclo azul y el solabrasador, muy lejos de la muchedumbre; sentía la impresión

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de estar suspendido entre el cielo lejano y enigmático y losespectadores igualmente enigmáticos y lejanos.

Comenzó a hablar, confiado en el poder magnético desu voz. Pero ahora, hasta su propia voz le parecía extraña.

Gritaba:«No queremos al rey que sostienen nuestros enemigos.Ante la alternativa de elegir entre la guerra y la deshonra

elegimos la guerra...»Cuando algunos días antes escribió esaspalabras le parecieron sencillas y naturales. Conocía a losfranceses: el honor era su dios, la deshonra su infierno. Eranlos mejores soldados del mundo, pues estaban bajo el mandodel dios del honor nacional, el más inexorable señor de losguerreros. Pero la qué dios obedecía él mismo?

Esta pregunta empezó a inquietarlo, mientras con vozpoderosa emitía su manifiesto. Por primera vez hablaba a losfranceses desde una tribuna demasiado alta y aparecía enpúblico con una capa gris perla, llevando un sombrero ralocon un penacho de plumas extrañas. Por primera vezexperimentaba el inexorable vacío de la soledad física. Noera ésta la soledad que le era conocida y familiar: la soledadde los poderosos. Tampoco era la de los traicionados, ni lade los exilados y humillados. Allí en lo alto de la tribunareinaba la soledad de los aislados físicamente. El granEmperador se sentía muy triste a pesar de encontrarse tanalto. No podía distinguir ni siquiera uno, de los muchosmiles de rostros. Y lejos, más allá de las gorras y de losbicornios entreveía los rostros esfumados de esamuchedumbre a la que llamaba «pueblo». Sus propiaspalabras, sonaban en sus oídos extrañas y sin sentido;

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solemnidad le parecía tan vacía como su soledad. Tenía laimpresión de hallarse sobre un aparato extraño y ridículo, ala vez que sobre un tronco o unos zancos. Su uniforme leparecía un disfraz, la gente allí reunida, un público decuriosos; los dignatarios y él mismo, los actores. Teníacostumbre de hablar en medio de sus tropas, vestido con suuniforme de diario; de sentir el aliento de los hombres, elolor familiar a sudor y tabaco que exhalaban los soldados, elfuerte olor del cuero y la agria pomada de las botas. Peroahora, estaba lejos de estos contactos, pobre y grande, vacíoy disfrazado, abandonado bajo el sol abrasador. Sentía llevaruna pesada carga; hasta las livianas plumas de su sombrero leparecían de plomo, algo inútil y estúpido. De repente sedescubrió echando a un lado el sombrero. Entonces todospudieron ver su cabello oscuro y reluciente. Luego sacudiócon vehemencia la rapa de sus hombros, apareciendo en suuniforme familiar, así como estaba reproducido en platos ycuchillos y en los miles de lienzos que adornaban las paredesde las casas y viviendas de muchos países. Entonces volvió ahablar con su antigua voz, magnética y querida. "Soldados,hermanos en la vida y ante la muerte, camaradas en lasvictorias...»Reinaba un profundo silencio. La voz delEmperador retumbaba en el aire caliente. Los diputados ylos dignatarios ya no escuchaban, anhelaban solamente unpoco de sombra.

Y el pueblo y los soldado estaban demasiado lejos: sólocomprendían una palabra de cada tres. Pero al menos lovelan en la actitud en lo que lo amaban, y por eso gritaban:«¡Viva el Emperador!» Terminó rápidamente su discurso y

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bajó apresurado los peldaños de piedra de la tribuna,precipitándose hacia las ovaciones de la muchedumbre. Enel ceremonial estaba previsto que debía descender conmajestuosa lentitud. Pero le acometió la impaciencia quesiente el hombre que regresa al hogar. Había permanecidodemasiado tiempo allí arriba, como en un exilio. Bajaba conpaso cada vez más acelerado y al llegar el último peldañosaltó al suelo, de igual modo que lo hubiera hecho cualquiersoldado.

Arriba yacía, arrugada, la capa gris perla, como unaprenda suntuosa que por equivocación hubiera tomado elEmperador. Un dignatario había levantado el sombrero deplumas blancas, y lo llevaba en ambas manos en actituddesconcertada y solemne. Pero el pueblo y los soldados seagolpaban ante los quioscos donde ya se comenzaba adistribuir aguardiente, morcilla y pan.

El sol había pasado el cenit, pero seguía arrojando rayosde fuego, insatisfecho, festivo y cruel.

El Emperador había asegurado la libertad. al pueblo deFrancia en esta forma solemne. Se hubiera podido pensarque no era el violento guerrero de antes. Pero en el país sólose ola el rumor de las armas; el canto de los viejos soldadosque regresaban a sus cuarteles después de largos meses deausencia y el de los jóvenes reclutas que iban por primeravez al servicio. Era indudable que el Emperador movilizabasu ejército. Ya no se daba fe a los diarios que aseguraban quetodas las potencias del mundo querían reconciliarse con elimperio.

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Las mentiras circulaban en las ciudades y los pueblos,como falsas palomas multicolores, que emprendían el vuelodesde los diarios o surgían de labios de los aduladores, de losespías, o de los charlatanes. Volaban en torno a los soldadosque desde todas las direcciones afluían a la capital, y de éstase difundían hacia el noroeste. Era evidente que las noticiasoptimistas eran falsas y que se estaba gestando una guerra: elpueblo de Francia conocía perfectamente todos los indiciosque la anunciaban. Una gran ola de horror invadió todo elpaís de la noche ala mañana. Las falaces palomas de la pazno aleteaban ya en el aire: habían perecido entre el espantoque dominaba al país, en el cruel silencio en que la verdad sehacia evidente; la gran verdad: la verdad de la próximaguerra. Por la noche se vela el resplandor de las fogatasencendidas por los soldados que hacían un alto en su marchahacia el noroeste. En la mañana sus tambores redoblaban através de todo el país. Marchaban por las calurosas y áridascarreteras, bordeadas por los fértiles campos, veían madurarel pan y se preguntaban si lograrían volver para comerlo.Quizás estarían muertos antes de que aquel grano llegara almolino; quizá formarían ya parte de la tierra, y serían elabono de huertos ajenos en países extraños. Los soldadosmás viejos, aquellos que habían participado en muchasguerras imperiales, pensaban en sus camaradas que cayeronen tierras extrañas y lejanas. Se conocían todos y sedistinguían de los más jóvenes porque conversaban en unaespecie de idioma propio, en la jerga que todos los soldadosdel mundo aprenden ante la presencia de la muerte. Teníancien mil recuerdos comunes: sus ojos ya no miraban como

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los de los jóvenes. Tormenta y calor, luna llena y nocheoscura, el mediodía y la mañana, una imagen sagrada y unafuente, una pila y un rebañe de ovejas: todas esas cosastenían para ellos un valor distinto.

-¿Te acuerdas aún- solíanse decir el uno al otro- deaquella fuente en Sajonia, donde los de la tercera compañíatuvimos que esperar dos estúpidos y malditos días?

-Sí, sí- contestaba el otro -ya me acuerdo; la fuenteestaba a tres millas de Dresde.

-¡La salchicha en Eylau tenía el mismo sabor de ésta!-decía

otro. ,Y el de alado contestaba:-¡Cierto,también esta salchicha proviene de un buenrocín!-¡Entonces era el caballo de un coronel!-¡Esta vez es solamente del .caballo de un capitán!-¿Dónde ha quedado el pequeño y necio Desgranges?-En el Beresina, creo. Era tan pequeño que se lo tragó

un viejo tiburón.-¿Y el caporal Dupuis?-En Austerlitz, ¡caramba! ¡,Acaso perdiste la memoria?¿Te has olvidado hasta del buen Dupuis?Los jóvenes reclutas no comprendían nada de estas

conversaciones. Solamente sabían que ellos también ibanhacia la muerte. Pensaban que para los viejos era fácilenfrentarse con ella, pues conocían al Emperador. Mientrasque para ellos era un extraño y se sentía más cercanos a lavida y a sus dulzuras. ¡,Por qué hacía la guerra el Emperador!¿Adónde y por qué debían marchar? Sin embargo

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marchaban, marchaban y marchaban hora tras hora. Y,cuando en París pasaban ante el palacio imperial, gritaban«¡Viva el Emperador!».

Pero el Emperador se sentía cada día más solitario.Pasaba el tiempo sentado ante los enormes y complicadosmapas multicolores cuya compañía le era preferida. Todo elmundo estaba defecado en cilios. La tierra no era más quecampos de batalla. ¡Qué fácil eta conquistar al mundo,examinando los mapas que lo reproducían! Cualquier río eraun obstáculo, el molino un punto de apoyo, el bosque unescondite, el cerro un punto de observación, la iglesia unobjetivo que había que conquistar, el torrente un aliado. Loscampos de todo el mundo, las praderas y las estepas eranmagníficos escenarios para estupendas batallas. ¡quéhermosos eran los mapas: ni los cuadros representaban latierra tan bien! ¡Qué pequeño era el mundo en ellos: podíaser conquistado tan rápidamente como lo exigía el tiempo,el tictac inexorable del reloj, la arena que fluíaininterrumpidamente!

El Emperador dibujaba cruces, estrellas y líneas,tranquila y prudentemente lo mismo que cuando jugaba alajedrez.

Los mapas estaban llenos de números: aquí estaban losmuertos, allí los sobrevivientes, aquí los cañones y allí lacaballería, por este lado el tren de artillería y por el otro elcuerpo de sanidad. Los números eran caballos y bolsas deharina, barriles de aguardiente, enemigos, hombres, caballos,más aguardiente, carneros y hombres, hombres, máshombres, siempre más hombres.

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A veces se levantaba, y abandonando la mesa y losmapas, abría la ventana y contemplaba la enorme plaza, en laque, cuando no era más que un pequeño y anónimo oficial,daba ya órdenes a muchos soldados desconocidos. Muchosmiles de pequeños soldados marchaban ahora hacia elnoroeste.

Ola sus canciones y sus tambores: eran todavía losviejos tambores. Escuchaba su paso rápido y firme, el pasomaravilloso y triunfante de los franceses. Escuchaba el ritmode los recios pies que habían marchado por las carreteras demedio mundo: eran los pies de los soldados imperiales másútiles y más necesarias aún que sus manos.

En tales momentos gozaba con voluptuosidad lasovacione del pueblo, que gritaba debajo de sus ventanas:«¡Viva el Emperador! > .

Volvía a sentarse más animado, y seguía anotando en losmapas números en tinta roja más roja que la sangre.Representaban aguardiente, caballos, carneros; carruajes,cañones, soldados... los soldados que en aquel instantepasaban frente al palacio, gritando: «¡Viva el Emperador!»

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XVI

Hacía bastante tiempo que el Emperador no veía a sumadre; no se había acordado mucho de la anciana. Peroantes de marchar a la guerra fue a despedirse de ella; no se loexigía sólo la costumbre sino también su corazón.

Su madre le esperaba, sentada con sencillez en el anchosillón. En la habitación reinaba la penumbra, pues amaba laluz crepuscular. Pesadas cortinas de seda roja colgaban de lasventanas cerradas, creando un silencio suave y protector. Eravieja y no podía soportar la fuerte luz solar del verano.

Cuando entró su hijo parecía llevar consigo algo delcalor luminoso que reinaba aquella mañana en la ciudad. Susblancos y apretados pantalones brillaban demasiado fuerteen la suave sombra roja que llenaba el cuarto. Había llegadoa caballo y el tintineo metálico de sus espuelas, sonabadesagradablemente en aquella habitación. Inclinó la cabezapara besar la mano de su madre y ella le besó en la raya desus cabellos negros. El Emperador quedó algunosmomentos en esta molesta posición, pues sus pantalones

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demasiado ajustados le impedían arrodillarse. Amboscallaban, mientras la madre acariciaba su cabeza con sumano suave.

-Siéntate; hijo- dijo por fin la anciana.El se levantó quedándose parado, ella no sabía si por

respeto o por impaciencia. Era igualmente respetuoso eimpaciente.

-Siéntate, hijo mío- repitió y él obedeció.Se sentó a fa derecha de su madre. El reflejo rojizo del

sol en la cortina iluminaba su rostro. Volvióse la madre haciaél y lo observó durante un rato. El Emperador se dejóexaminar por la madre mientras sus ojos claroscontemplaban su rostro, envejecido, su boca grande yhermosa, su frente lisa; todavía libre de arrugas, el mechónfuerte y la hermosa línea de la nariz. Era evidente que hablaheredado mucho de ella. Era una madre digna del granEmperador. Cuando la observaba encontraba confirmado supropio rostro y casi su destino.

Pero en aquel momento no tenía paciencia ni tiempopara contemplarla y movió despacio un pie: La madre notósu intranquilidad.

-Sé- dijo mientras su cabeza temblaba un poquito, convoz melancólica,- que no tienes tiempo. Jamás tuvistetiempo, hijo mío. Por tu impaciencia has alcanzado tan altasituación. Ojalá la impaciencia no te aniquile. Porimpaciencia has regresado a Francia, y no hubieras debidohacerlo...

-No podía- contestó el Emperador- mis enemigos meodian demasiado. Me hubieran desterrado a una isla lejana y

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desierta. Debía actuar con más rapidez que ellos: tenla quesorprenderlos.

-¡Sí, sorprenderlos!- dijo la madre. -Este es tu modo deser. Pero, esperar también tiene su mérito.

-¡He esperado ya demasiado!- gritó con vehemencia y selevantó. Sigue hablando muy fuerte... ya su voz parecía unablasfemia. -No puedo esperar más. Los enemigos invadiránel país, si sigo esperando...

-¡Ahora es demasiado tarde para esperar!- respondió lamadre suavemente.- Siéntate, hijo mío, quizá tenga algo másque decirte.

El Emperador volvió a sentarse.-Quizá tea ésta la última vez que te vea, ¡pobre hijo

mío!- dijo ella. -Hago votos para que me sobrevivas. Jamás omuy rara vez temblé por tu vida. Pero ahora tengo miedo. Yno puedo ayudarte: pues tú eres poderoso. No te puedoaconsejar: pues tú eres tan inteligente. Sólo puedo rezar porti.

El Emperador bajó la vista hacia la alfombra roja, teníaapoyado su codo sobre su pantalón blanco y el mentónsobre su mano cerrada.

-¡Si, madre, reza por mí!- dijo.-Si tu padre viviera- continuó ella -encontraría

seguramente una solución.-¡Mi padre no me hubiese comprendido!-. contestó él.-Calla- exclamó ella, casi gritando con su hermosa voz

metálica y profunda. -Tu padre era grande, inteligente,valiente y modesto. Tú le debes todo. Tú has heredado todas

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sus cualidades... excepto la modestia. El sí que teníapaciencia.

-¡Mi destino es otro, madre!- contestó el Emperador.-Sí, si- respondió la anciana. -Naturalmente tu destino es

distinto.Callaron un rato. Luego la madre comenzó de nuevo.-Me pareces envejecido, hijo mío, ¡cómo te sientes?¡-A veces me siento muy deprimido, madre!- dijo el

Emperador -y otras me invade cansancio repentino.-¿Y cuál es la causa?-No consulto a los médicos, pues si los llamo, en

seguida correría la voz de que estoy mortalmente enfermo.-¡Podrás soportar la campaña militar?-¡Los aniquilaré!Levantó la cabeza, mirando lejos hacia un horizonte,

que solamente sus ojos podían ver... un regreso triunfal.-Dios te bendiga -dijo la madre. -Yo rezaré por ti.- El

Emperador se levantó y se inclinó ante su anciana madre.Ella lo bendijo con el signo de la cruz y le tendió su blancamano suave, que él besó. Entonces ella pasó su brazoizquierdo alrededor de su nuca. Una melancolía profunda leinvadió cuando sintió el dulce calor materno, a través de laancha manga de seda negra del vestido de su madre. « Yotambién quisiera poder abrazar a mi hijo pensó. ¡Quédichosa es mi madre, pues puede abrazar a su hijo!... ¡Nadiese lo ha prohibido!» Sintió sobre su cabello una gota caliente,luego una segunda, una tercera y otras muchas. No se atrevíala levantar la, vista pues el brazo materno lo tenía sujetoimpidiéndole moverse. Cuando la presión se aflojó por fin y

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pudo levantarse, vio que su madre lloraba. Lloraba con elrostro inmóvil sin que se deformara ninguno de sus rasgos,mientras sus lágrimas fluían incansables de sus grande ojosabiertos.

-¡No llores, madre!- dijo desconcertado el Emperador.-Lloro por orgullo- contestó ella, con una voz

completamente natural, como si no estuviese llorando. Sugarganta, su boca, su voz eran independientes de suslágrimas.

Bendijo de nuevo a su hijo con el signo de la cruz,murmurando algo incomprensible, y exclamó:

-¡Ando, hijo mío! ¡Dios te bendiga, hijo! ¡Dios tebendiga, mi Emperador!

Se inclinó una vez más ante su madre y abandonó deprisa la habitación, con un ruido de espuelas, y con. susbotas de charol negro y sus brillantes pantalones blancos quecontrastaban con la penumbra rojiza del cuarto.

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XVII

Media hora después y por última vez antes de salir encampaña, se encontraba ya inspeccionando las tropas de laguarnición de París. Sentía aún sobre su cabello la humedadde las lágrimas de la anciana. Tenía la impresión de que haciamucho tiempo que había abandonado la habitación envueltaen el crepúsculo rosado.

Los soldados de la guarnición de París habían sidomejor pertrechados que los otros. Por eso los reclutas teníanrostros serenos en los que se notaba la buena alimentación.El Emperador miraba satisfecho losas vivaces v ardientes delos más jóvenes, que se enrolaban por primera ver, y los másfieles, devotos y expertos de sus viejos soldados. Examinabalas mochilas, los capotes y las botas, asegurándose que erande buena calidad. Dedicaba su atención, sobre todo, a lasbotas pues en las campañas militares que él podíaemprender, las halas y los pies de los hombres tenían tanta oquizá más importancia que las manos y, los fusiles. Quedósatisfecho de su examen: los cañones azulados de los fusiles

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recién engrasado., brillaban con destellos a la vez peligrososy protectores,.

Las afiladas puntas de las bayonetas centelleaban :a sol.El Emperador caminaba pensativo, más despacio que decostumbre, entre las filas inmóviles, y de cuando en cuandotiraba de algún botón, de alguna correa o tabalí, paraasegurarse de si. resistencia. Luego se acercó a las grandesollas de campaña, preguntó qué carne se cocinaba :¡que¡ día.y cuando supo que era carnero, ordenó que le sirvieran unpoco. Desde su última y desgraciada campaña no habíavuelto a comer carnero con porotos. Pidió a un sargento unacuchara de estaño; con la mano izquierda se llevó a la bocaun pedazo de pan y con la derecha la cuchara llena. Unainmensa felicidad invadió los corazones de los soldados, quele veían comer allí parado, con las piernas abiertas y tancerca de ellos. De orgullo y quizá también de hambrebrillaban sus ojos. Se sentían más conmovidos que en unamisa de campaña o en una iglesia, una devoción y ternurasolemne, infantil y paterna, al mismo tiempo, se habíaapoderado de ellos. Su gran Emperador era violento y sinembargo emocionaba lo mismo que un niño.

Ordenó que se acercara la tropa en formaciones decuadros y empezó a arengarlos como de costumbre...repitiendo una vez más las viejas palabras, cuyo efecto habíacomprobado tantas veces. Habló de los enemigos del país,de los aliados del rey traidor, de las antiguas victorias, de laságuilas y de los muertos y por fin de honor; del honor. Losoficiales desenvainaron sus espadas, mientras losregimientos, clamaban de nuevo: «¡Viva el Emperador! ¡Viva

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la libertad! ¡Viva el Emperador!». El, agitó su sombrero,gritando con voz ahogada: «¡Viva Francia!» sintiéndose mássinceramente conmovido que en el salón de su madre. Antesde irse quiso abrazar a alguno de su tropa y recorrió con lamirada las filas de los regimientos, buscando una personaapropiada. Había abrazado ya demasiadas veces a generales,coroneles, sargentos y soldados. Su mirada se detuvo sobreun pequeño tamboril, uno de aquellos muchachos imberbesde los chales había muchos en su gran ejército. Cuántos deellos habían sido engendrados quizá por sus padres antes deuna batalla y habían nacido en el carro de alguna cantinera enAlemania, en Italia, en España, en Rusia o en Egipto.

-¡Ven aquí, pequeño!- le dijo el Emperador.El muchacho salió de las filas, sin abandonar su tambor.Apenas tuvo tiempo de guardar los palillos, y ya estaba

ante el Emperador más rígido que un viejo soldado. ElEmperador lo tomó en sus brazos y lo levantó, con tambor ytodo, agitándolo un poco en alto, para que todos lo pudieranver. Luego lo besó en ambas mejillas y le preguntó:

-¿Cómo te llamas?--¡Pascual Pietri!- dijo el pequeño con una vocecita

sonora y clara, como si contestara a un maestro en la escuela.El .Emperador se acordó que había oído este nombre

unos días antes, pero no se acordaba en qué ocasión.-¡Vive tu padre?--¡Sí, Majestad!- contestó el muchacho, Es sargento en el

regimiento trece de dragones!-Anote, ¡Sargento Pietri!- dijo el Emperador a su

ayudante.

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-¡Perdón, Majestad!- interrumpió el chico. -¡Mi padre sellama Levadour, sargento Levadour!

El Emperador sonrió y todos los oficiales y soldadosque se encontraban cerca de él lo imitaron.

-¿Y tu Madre?--Mi madre, Majestad, es lavandera en la corte.Entonces el Emperador recordó.-¿Se llama Angelina? preguntó.-¡Sí, Angelina... Majestad!Y todos los oficiales y soldados próximos volvieron a

sonreír...El Emperador se dirigió de nuevo al ayudante:-Anote: la lavandera Angelina Pietri.Su inspección fue prolongada, pues no deseaba regresar

a palacio mientras tuviera vivo el recuerdo de la visita deaquella mañana y de los besos de su madre. Cuando llegó apalacio, anochecía. Estaba satisfecho de su jornada. Laconversación con su madre. sostenido aquella mismamañana, le parecía ya muy lejana.

Se acordó d Angelina Pietri, la mujercita del personalque había encontrado de noche en el parque.

Este recuerdo lo puso de buen humor: el nombre deAngelina, su pequeño hijo que tocaba el tambor en suarmada y la inocencia honesta del muchacho al rectificar elnombre de su padre, lo emocionaba un poco. ¡Así era supueblo! ¡Así eran sus soldados! Sumergióse en sus mapas,experimentando una confianza y tranquilidad. desconocidasdesde hacía muchos días. Pensó que los enemigos ya estabanen su poder y que los aniquilaba. El parlamento y el ministro

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de Policía podían resultarle peligrosos, como en otrasocasiones, pero él vencería a los generales y a los ejércitos. ¡Atodas luces era evidente que había tenido una magnificajornada!

-¿Qué día era hoy?- Le asaltó de nuevo su vieja maníasupersticiosa. Se levantó, abrió violentamente la puerta ygritó en la antesala:

-¿Qué día es hoy?-Viernes... ¡Majestad!- contestó su criado Marchandeau.Se estremeció durante un segundo: no le gustaban los

viernes. Había que neutralizar el viernes>.. hablando en ellenguaje de la magia; conocía el remedio infalible. ¡Cuántasveces no se lo habría repetido su mujer Josefina! Se acordódel nombre de la infalible cartomántica que solíaprofetizarles el porvenir a él y a la Emperatriz.

-¿Está todavía en la casa Verónica Casimir?- preguntó.-¡Sí, Majestad!- respondió el criado.-¡Tráela!- ordenó el Emperador.Lo pareció de buen augurio el hecho de que todavía se

encontrara entre el personal de la Corte. La difuntaemperatriz Josefina la había traído consigo a la Corte y comotodo lo que provenía de ella, la vieja Verónica Casimir erauna mujer buena. Recordaba exactamente a la corpulentaadivina y esperaba confiado.

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XVII

Verónica; Casimir había conservado una respetuosa yagradecida devoción por su dueña y señora la difuntaemperatriz Josefina; tanto que ésta a menudo se le aparecíaen sueños. Había sido una simple lavandera, pero desde sumás temprana juventud poseía un arte asombroso para echarlas cartas. Cuando el gran Emperador sólo era Cónsul,Verónica Casimir le había vaticinado la corona. Desdeentonces había sido objeto de muchos honores, que en suopinión valían mucho más que los conferidos a cualquiera delos dignatarios, ministros y mariscales. Se le permitía, decuando en cuando, predecir el futuro al Emperador. Ademásera la primera lavandera de la Corte Imperial. Tenía a sucuidado las camisas de seda azulada y los pañuelos bordadosde la primera emperatriz, y las camisas de seda blanca y lospañuelos de fina batista de la segunda. Adivinaba losdestinos de la casa imperial ¡en los naipes y a veces tambiénen la ropa que se le entregaba cada noche. Treinta y cuatrolavanderas y repasadoras estaban bajo sus severas órdenes.

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Amaba la obediencia militar, y, en sus largos años de serviciohabía aprendido a ser discreta, a pesar de su naturalezalocuaz y hasta un poco chismosa.

Todas las noches, después de distribuir la ropa entre loshombres y mujeres que estaban bajo sus órdenes, antes deacostarse se sentaba ante la gran mesa en el comedor común,y en él cual reinaba a aquella hora un silencio solemne.Necesitaba mucho espacio para sus naipes, pues trabajabadividiéndolos en varios grupos y según un sistemacomplicadísimo. A veces se reunían alrededor los sirvientes.La larga mesa de ébano con su superficie brillante semejabaun sombrío catafalco. Mientras Verónica Casimir echabapacientemente las cartas, las campanas anunciaban lamedianoche. Entonces se interrumpía y esperaba hasta quetodas silenciaran. Por fin reunía los grupos de naipes, losataba con un viejo y grasiento piolín, y se levantaba sinpronunciar una sola palabra.

Nadie le hacía preguntas, pues rara vez revelaba lossecretos del futuro, con el cual parecía estar en tan íntimocontacto.

Desde el regreso del Emperador había esperado,impaciente, ser llamada a su presencia. Ultimamente ya norecurría a los naipes para conocer el destino de aquél, siriopara saber el suyo y averiguar si el Emperador no la habíaolvidado durante su ausencia. Los naipes invariablemente lecontestaban que no.

Sin embargo le causó sorpresa y no poco susto cuandofue llamada a su despacho, pues era la hora en que solíareunir a sus subordinados para esperar los canastos de ropa

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que le traían los criados, y tenía en la mano una tarjeta en laque se anotaban los pedidos, órdenes, reproches, yamonestaciones.

Corrió en seguida a su cuarto. Subió apresuradamentelos peldaños de la pequeña escalera. Tanteando llegó alpequeño espejo oval que estaba apoyado sobre una mesitaentre dos candeleros, y encendió las velas. Cambió su gorroalmidonado por uno limpio y se empezó a empolvar con susdedos cortos el rostro amarillento y gordo. Roció su pechocon unas gotas de la preciosa lavanda regalo de la primeraemperatriz Josefina y se levantó satisfecha, perfumada yenvuelta en una ligera nube de polvo blanco. Su aspecto eraverdaderamente imponente. Entonces sacó del baúl suspequeños atados de naipes, con un gesto seguro y violento,casi guerrero, como un soldado que empuña las armascuando es llamado inesperadamente al fragor de la batalla.

Después de tantos meses se encontraba otra vez enpresencia del Emperador. El la esperaba sentado. ante unmontón de mapas multicolores, que ella había visto ya enotras ocasiones, cuando tuvo el honor de ser consultadarespecto alas grandes campañas militares. Quiso hacer lareverencia que había visto ejecutar a las damas de la Corte.Abrió con ambas manos su pollera, empujó un pie atrás y elotro hacía adelante, dio un paso en esta difícil posición ydobló un poco una rodilla. Luego volvió a enderezarse,convencida de haber realizado con mucha gracia todosaquellos movimientos, y esperó inmóvil, con la vistapúdicamente baja. Las ventanas estaban abiertas. La luzáurea y verdosa del tardío crepúsculo estival penetraba en la

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habitación rivalizando con las llamitas trémulas yamarillentas de las bujías. Solamente el ligero susurro delviento y el fuerte c ininterrumpido chirrido de los grillosalteraba el silencio nocturno.

-¡Acérquese!- ordenó el Emperador.La mujer se le acercó con un movimiento ondulante y

en actitud sumisa. ¡Cómo había anhelado esta hora! A pesardel respetuoso estremecimiento que la invadía en presenciadel Emperador y de los confusos mapas abiertos sobre suescritorio, la dominaba un sentimiento de temor ante supropia importancia, por el significado trascendental queconferían los naipes como instrumentos para entrever elfuturo. Se estremecía ante la idea de que sus cartas tuvierantanta o más importancia que las enormes cartas geográficasdel Emperador, y experimentaba miedo ante el hecho de queel más grande de todos los monarcas del mundo nocomprende el secreto de sus naipes del mismo modo que ellaignoraba el significado de sus mapas. Podría ser que en estosmomentos estuviera quizá destinada a decidir la suerte delmundo, lo mismo que el Emperador. Permanecía de pie,confusa, con los ojos bajos. Hubiera querido mirar al suelopor humildad y orgullo, pero su vista no podía llegar más alláde su seno abultado. A través de sus párpados sentía fija enella, la mirada irónica y sonriente de él. Tenla los brazosapoyados sobre sus caderas obesas en posición militar.Gustaba y necesitaba de mesas lisas y completamente libres ydeseaba pedirle que apartara sus mapas, pero no se atrevía.

-Bueno, ánimo- dijo el Emperador.

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La oscuridad aumentaba rápidamente. Las bujíasirradiaban una luz fúnebre que le infundía valor, reforzandosu fe en su misión profética. Entonces se atrevió a levantar lavista hacia el rostro lívido del Emperador, en el que sedibujaba una sonrisa pétrea y cadavérica. Confiada ydespreocupada comenzó a extender sus naipes grasientossobre los mapas coloreados. Trataba de olvidar que seencontraba en presencia del más poderoso de todos los reyesy se concentraba en la idea de que estaba allí al servicio delmás allá. Luego murmuro:

-Levante tres cartas, por favor, ¡Majestad!El Emperador obedeció. En los dorsos azulados de los

naipes se reflejaban las llamitas intranquilas de las bujías.«Lo que está ante murmuraba Verónica lo que vuela

ante mí, lo que me importa, lo que se me escapa, lo que meama y lo que me entristece». Barajaba rápidamente con susdedos regordetes cuya destreza había hecho maravillar amenudo al Emperador. .

-Por favor Majestad, seis cartas más dijo la mujer.El Emperador volvió a obedecer. Mientras tanto,

pensaba en su primera esposa, la difunta Josefina, y en lasnoches en que ella había echado también con sus largos yamados dedos, los naipes de Verónica para adivinar, a pesarde sus pocos conocimientos, el destino suyo, del país y delmundo. Dejó de pensar por completo en los naipes y seabandonó a sus dulces recuerdos. Sonreía sin escuchar queVerónica murmuraba:

«Pique ala derecha: tira al mal; trébol negro a laizquierda: significa caída; Karyó negro muy próximo: peligro;

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corazón rojo a distancia: clamor es más rápido que eltiempo; dama de trébol al otro lado: todo ha pasado, todoha pasado; ocho de trébol, ocho de ir ol...» Se interrumpiójuntando precipitadamente los naipes y miró al Emperador.La mirada de él, estaba ausente, parecía mirar más allá de lafigura corpulenta de Verónica, hacia el mundo y quizátambién hacia la tumba en que se disecaba y deshacía laamada emperatriz Josefina. Verónica callaba, mientras con lamano izquierda estrechaba convulsivamente los naipescontra el pocho.

Por fin el Emperador pareció despertar y posó en ellasus ojos irónicos y sonrientes.

-¿Entonces? -preguntó -¿Bueno o malo?-¡Bueno, Majestad!-, respondió ella rápidamente. -

¡Largos años esperan todavía a su Majestad, muy largosaños!-

El Emperador abrió un cajón en el que había pequeñaspilas de monedas de oro, torrecillas áureas y relucientes. Deuna de éstas separó diez. Y se las ofreció a la mujer:

-¡Toma, en recuerdo!- le dijo.Se abrió la puerta. Verónica se retiró precipitadamente,

caminando hacia atrás y luchando para dominar surespiración entre cortada. Cuando sintió a sus espaldas lapuerta abierta, salvadora, intentó realizar de nuevo suridícula reverencia, y volvió a repetirla afuera después que sehubo cerrado la puerta. Tambaleándose, con dignidad yprisa, bajó la escalera. Pero al llegar al penúltimo peldañotuvo que detenerse, pues por primera vez en su vida se sintiódesfallecer. Hubiera querido apoyarse en el pasamano pero

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éste pareció alejarse de ella y Verónica cayó al suelo con unruido sordo. Dos guardias la levantaron y la llevaron alparque.

Allí volvió en silencio y viendo a los soldados se levantóy dijo:

-Dios nos ayude a todos... y sobre todo a él.Con la respiración entrecortada corrió hacia el ala

opuesta del edificio, y entró en el comedor del personal. Eratarde y la comida ya estaba servida.

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XIX

La noche en que el Emperador abandonó su residenciapara dirigirse al frente, el cielo cóncavo, azul y estrellado,titilaba sobre la ciudad. Furiosos y entusiastas esperaban enla calle frente al palacio. El personal se encontraba reunido arespetuosa distancia, cerca del coche imperial. Con pasorápido salió el Emperador del palacio, antes de lo que estabaprevisto. Los lacayos todavía estaban ocupados en cargar enel coche sus papeles, mapas y prismáticos. Uno de ellosacudió precipitadamente con una antorcha encendida. Erauna noche bastante clara; la luna bañaba la tierra con unasuave luz plateada. La llama ardiente y rojiza de la antorchaparecía inútil, tenía algo de tétrica. Era solamente . unailuminación de fórmula impuesta por el reglamento, peroparecía querer interrumpir el estrellado silencio .nocturno.Los árboles susurraban en el parque. Algunos murciélagos,envueltos en el reflejo de la luz que llegaba desde lasventanas, revoloteaban suavemente. Reinaba un profundosilencio a pesar de los movimientos y de las voces apagadas

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de la gente y del sordo ruido que producían los caballos y loscoches. El silencio de aquella noche era más poderoso quecualquier otro ruido. Sólo se oía el chisporrotear de laantorcha, mientras el olor a resina quemada recordaba elpeligro. El Emperador parecía fatigado, pues tuvo quetrabajar hasta el último momento. Cuando apareció, todoslos sirvientes callaron y dirigieron sus miradas hacia él. A laazulada luz de aquella noche su rostro parecía más lívido quede costumbre. Además, todos pensaban en el desmayo deVerónica Casimir.

El Emperador se detuvo un momento en el últimopeldaño, observando detenidamente el ciclo, como sibuscara su estrella; entre las que brillaban en el firmamento.Sus albos pantalones resplandecían y su sombrero negrosemejaba una pequeña nube, la única que descubría bajoaquel ciclo sereno.

Estaba inmóvil como en uno de sus muchos retratos;solo, en el gran silencio de la noche estival, aunque detrás deél podía verse a los señores del séquito. Era un solitario quebuscaba su estrella.

Volviéndose a su ayudante le indicó que se acercara, y ledijo algunas palabras. Luego recorrió rápidamente los pocospasos que lo separaban del coche. Entonces los criadosgritaron: ¡Viva el Emperador!, agitando sus manosdesnudas.

La ovación le sorprendió y se detuvo con un pie en elestribo; adelantóse hacia el grupo de los sirvientes. Lasmujeres se arrodillaron y los hombres las imitaron vacilando.

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«¡Así solían despedirse del rey! pensó el Emperador. ¡Así searrodillaron el día de su fuga!».

-Levántese- ordenó, y todos cumplieron sus órdenes.Tenía que decir algo; obedecía al impulso teatral que lodominaba como él dominaba a su ejército. ¿Qué les podíadecir a los lacayos y criados?

-¡Viva la Libertad!- gritó.Y todos contestaron:-¡Viva el Emperador! ¡Victoria! ¡Victoria!Se dio vuelta y subió rápidamente al coche. La puerta se

cerró con más estrépito que el acostumbrado. El lacayo conla trémula antorcha alumbraba al cochero. Se oyó todavía elchasquido breve del látigo y algunas chispas azuladas sedesprendieron de las herraduras de los caballos que yavolaban fuera del parque.

Otro coche se adelantó y en él subieron ¡os queacompañaban al Emperador. Sus movimientos eran rápidose indiferentes. Antes que el coche se pusiera en movimiento,el lacayo restregó la antorcha contra la fría y húmeda tierra yluego pisoteó con el pie las brasas todavía llameantes. Y losque le miraban, pensaron verle enterrar una llama muchomás radiante.

La doncella Angelina Pietri, también se encontraba conlos sirvientes en él parque.

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LIBRO SEGUNDOLA VIDA DE ANGELINA PIETRI

I

En aquel tiempo Angelina Pietri formaba parte de laservidumbre de la Corte Imperial.

Descendía de una familia que en Córcega, su país natal,gozó de fama y de respeto. Pero el padre de Angelina habíasido un pobre pescador que murió cuando ella apenas teníaquince años. Mucha gente joven abandonaba en esa época laisla para dirigirse a Francia, donde reinaba el más grande detodos los corsos: el Emperador Napoleón.

En París vivía una tía de Angelina. Verónica Casimir.primera lavandera de la Corte Imperial, mujer sin hijos v debuen corazón, maestra en el arte de echar los naipes. EnAjaccio corría la voz de que ella era quien le vaticinaba todoal gran emperador, incluso hasta el resultado de sus batallas.

Un amigo, el viejo Bonito, llevó a Angelina en unminúsculo velero hasta Marsella. Le pagó la diligencia hasta

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París y acompañó a la pequeña hasta el coche. Se despidió deella con aire solemne y melancólico, hablando tan fuerte quetodos los otros pasajeros pudieron oírle decir:

Le darás cariñosos recuerdos de parte del viejo Bonito.Yo conocí bien a su difunto padre. Si te pregunta por

qué no voy en persona a París, le dirás que soy demasiadoviejo.

Si fuera más joven, hace mucho que estaría ya a su ladoluchando con él para conquistar el mundo, como mi hijo quees soldado en el X 26... ¡un gran regimiento! ¡Por cierto quelos dos se conocerán bien! ¡Bueno! Anda con Dios y no teolvides nada de todo lo que te he encomendado!

Este fue el recado del viejo Croce al Emperador.Angelina, naturalmente, no pudo cumplirlo. El

Emperador era inaccesible. Pero ella soñaba con elEmperador. Su retrato, el mismo que había visto en Córcega,también adornaba aquí todas las paredes. Representaba alEmperador sobre su caballo blanco contemplando a sustropas diezmadas después de una batalla victoriosa. Sucabello resplandecía, sus ojos relampagueaban. Con laderecha señalaba alguna meta inescrutable.

Era a la vez grandioso; lejano y cercano; bueno yterrible.

Angelina estaba bajo las órdenes de Verónica Casimir;pertenecía a la sección de las treinta y seis criadas y doncellasa las que incumbía el cuidado de la ropa de las damas yseñores y la limpieza de los baños.

Lavaba las camisas de seda celeste, rosa y blanca, lospañuelos de artista, los cuellos, los puños, las sábanas de

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delicado lino en las que dormían los señores y las mediasfinas que usaban. En la mañana desde muy temprano,Angelina estaba en pie entre el vapor grisáceo del lavadero,entre cubas y palanganas y retorcía la ropa blanca, lacepillaba, golpeaba la ropa mojada con fuerza sobre la bateade madera y la desenrrollaba y colgaba en las innumerablescuerdas tendidas como una red extraña, que semejaba unsegundo cielo y más delicado. Por la tarde la ropa yacía secasobre la ancha mesa, amontonada y arrugada, esperando suresurrección. Entonces Angelina se llenaba la boca con agua,como había aprendido en casa, y rociaba con ella la seda, ellino y la batista. Luego agitaba con su fuerte brazo laplancha, para que las brasas prendieran mejor. Antes deempezar a planchar verificaba el grado de calor tocando elhierro con el dedo humedecido, y se regocijaba cuando oía elchirrido peculiar. Entonces empezaba el trabajo: primeroplanchaba el lino más fuerte, luego la seda delicada, por fin labatista, y por último los cuellos y puños doblados. Y amedida que trabajaba le parecía que se aproximaba cada vezmás a las damas, a los señores y al mismo Emperador. Talvez la camisa que planchaba en aquel momento la usaría elEmperador, al día siguiente. Frotaba sus pantalonesinmaculados con una cera especial, grasienta e indisoluble ygracias a su celo refulgían como nieve recién caída.

Había días en los que Verónica Casimir aparecía fuerade hora y vestida han elegancia. Entonces todas laslavanderas interrumpían su tanto: sabían que Verónicaacababa de predecir el futuro de alguna alta personalidad.Llevaba un vestido de pesada seda negra y en su cuello

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colgaba una gruesa cadena de oro, con un amuleto dé jadeverde, que era un regalo de la emperatriz. Josefina. Lacorpulenta mujer envuelta en el vaho del lavadero, paradacon aire solemne ante las muchachas vestidas de blanco,parecía verdaderamente una grave sacerdotisa del granEmperador. ¿Qué grandioso acontecimiento acabaría deprofetizar! ¿A qué parte del mundo habita anunciado eldestino?

Angelina tenia orden de limpiar los baños dos veces porsemana. Empezaba por el cuarto de baño del Emperador.Vela en el suelo las huellas frescas de sus pies mojados.Sentía el olor de su cuerpo en las toallas húmedas yolvidando su deber se quedaba mucho tiempo inmóvil yabandonada a sus fantasías. A veces tomada el indeciblevalor de estrechar alguna toalla húmedas y olvidando sudeber se quedaba mucho tiempo inmóvil y abandonada a susfantasías. A veces tomada el indecible valor de estrecharalguna toalla contra su corazón, o de dar un beso furtivo yfugaz en la sábana de lino y se sonrojaba por ello a pesar deestar sola.

Amaba hasta las huellas más pequeñas del Emperador.Temía algún encuentro casual con él, y cuando salía por finde su cuarto de baño, sentía una amarga desilusión como siel Emperador hubiera faltado a una cita. Se sentía a la vezaterrada y dichosa.

Un día cayó en sus manos uno de los sencillos pañuelosmilitares confeccionados para los soldados del ejército y queel Emperador también solfa usar a veces. Era muy grande yde lino grueso. Tenla un ancho margen rojo que rodeaba un

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espacio celeste representando un mapa geográfico. Todoslos lugares en los que combatió el Emperador estabanseñalados con tinta roja. Era el mapa de los soldados delImperio.

Angelina lo contempló con devoción. Tenía huellasverdosas producidas por el polvo de tabaco que fumaba elEmperador. Ella creía verlo tal como estaba en los cuadros,montado en su caballo blanco, señalando con el brazoderecho una meta invisible.

Lo lavó con todo el amor de su ingenuo corazónapasionado. Se hizo la ilusión de ver en él un mensajeespecial del Emperador. Por la Boche, después de colocarlobien planchado sobre la mesa, lo acariciaba suavemente consus dedos colorados. Lo escondió sobre el seno, debajo de lablusa, y poco a poco, mientras lo sentía sobre su corazón,empezó a creer que le pertenecía. Entre la ropa imperial nose encontraban piezas tan comunes. Aquel pañuelo se habíaintroducido en los atados para poder llegar hasta ella comoun saludo y un mensaje.

Nadie se daría cuenta de que faltaba. Probablemente yaestaba arrugado sobre su seno y en un estado en que nopodría ser entregado. Lo entregaría mañana o pasado o mástarde, ¡o cualquier otro día! Sin embargo, la pequeñaAngelina sentía mucho miedo al pensar en el informe de lanoche. A las ocho en punto se encontraba alineadamilitarmente, junto con los demás sirvientes, esperando alasevera Verónica, con su ropa planchada en sus brazostendidos. Eran veintiséis piezas: faltaba una, que era la queescondía sobre su corazón Verónica Casimir empezó a

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contar: veintiuno, veintidós, veintitrés. En una manosostenía un largo y estrecho libro y en la otra unosimpertinentes de los que usaban las damas y los señores de laCorte.

Se dirigió a Angelina y le dijo:-¡Falta una pieza, Angelina!- repitió Verónica.Angelina tuvo la sensación de que la desvestían y la

revisaban, y que los lacayos tanteaban su cuerpo con manoscuriosas y encontraban el pañuelo, y luego la echabandesnuda, como estaba, del palacio, de la ciudad y del país.

Sin embargo, seguía callada.-¡Contesta, Angelina!- ordenó Verónica Casimir.En aquel momento, un valor sobrehumano animó a la

pequeña Angelina Pietri, y contestó con voz segura ytranquila:

-¡Eran veintiséis piezas!¡Por primera vez en su vida decía una mentira!En la noche, cuando se retiró al cuarto que compartía

con otras dos muchachas, Angelina esperó que apagaran laluz.

Entonces se desvistió y desplegó el pañuelo delEmperador sobre su almohada. Aquella noche, por primeravez en su breve vida, no durmió. Se entregó a una dichosavigilia, más dulce y serena que un buen sueño.

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II

Cada día y cada hora podía realizarse el milagro queesperaba Angelina de encontrarse con el Emperador.Aunque bien considerado no era un milagro, sino unacontecimiento natural, que tarde o temprano debía suceder.El domingo Angelina acompañaba a la tía Verónica a ver anumerosas amigas. Eran mujeres muy buenas, cuyos maridostenían pequeños empleos en la Corte o en el Estado: eran unsargento de la gendarmería, portero del palacio del Elíseo,guardabosques imperial, sabueso del ministro de policía,escribano del ayuntamiento, preboste de la cárcel militar,recaudador de impuestos. Aunque aquellas mujeresestuvieran convencidas de su importancia social, ninguna seatrevía a poner en duda la superioridad de Verónica Casimir,todo lo contrario, se sentían orgullosas de recibir a unaconfidente de los poderes terrenales y mágicos y Verónicarepartía consejos y profecías con magnífica generosidad. Losconsejos resultaban valiosos; la mayoría de las profecías se

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cumplían. Eso no tenía nada de extraño. ¿Acaso no conocíaella hasta el resultado de las batallas imperiales!

A veces echaba también las cartas para la pequeñaAngelina. Se reunían los viernes, entre las once y las doce dela noche, en el gran comedor del personal. Angelina sesentaba frente a su tía, apoyando sus delgados codos sobre laenorme mesa. Se sentía turbada c intranquila, pasaba susmanos rojas por su rostro ardiente, y se tizoneaba en sucorpiño negro y el delantal blanco, de su uniforme delavandera imperial. Horror y curiosidad llenaban su corazón.En las paredes y en el techo de la amplió sala, se reflejabanmisteriosamente las sombras de las dos bujías encendidas.Estaban colocadas a derecha e izquierda de los naipesesparcidos sobre la mesa y su trémula luz no disipaba, sinoreforzara aún más las sombras en las paredes. El inciensoque Verónica echaba ea las bujías, conforme a una secretaprescripción de la cábala, contribuía a aumentar lasolemnidad y el misterio del acto. La habitación ya no era elgran comedor familiar en que se comía diariamente, sino queestaba convertido en un amplio sepulcro en el que rondabanlas sombras de los muertos.

Los naipes le auguraban siempre lo mismo ala pequeñaAngelina: un hermoso hombre con uniforme y barba laadoraba. Aparecía un niño, en la neblina del futuro próximo.

Pero en la niebla menos transparente del porvenir lejanoesperaba la muerte en extraña e indudable relación con unaguerra sangrienta. Ni cerca ni lejos se veía dinero. Tampocose entreveía confusamente la gloria, pero ni el clarividenteojo de Verónica podía distinguirla con exactitud. En las

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torres sonaban las campanas de la medianoche. Afuera, eranrelevados los centinelas y se escuchaba la transmisión delsanto y seña en voz apagada y el sordo ruido de los fusiles alser presentados. Verónica se ponía de pie, ataba sus naipes,tomaba los dos candeleros y salta procedida por Angelina.

-¡Buenas noches, hija!- le decía, y Angelina hacía unareverencia, y la tía la besaba en la frente, sin soltar loscandeleros.

Los vaticinios inmutables de los naipes provocabanamarga desilusión en Angelina. Cada viernes esperaba algonuevo, intuía lo que deseaba pero no se atrevía aconfesárselo a si misma.

En los comentarios del personal corrían a menudociertos rumores que Angelina no comprendía del todo,adivinando, sin embargo, lo más importante. A veces oía aalgún lacayo o sirviente que decía:

-Mis congratulaciones, Pedro. ¡Tu Carolina ha estadoausente anoche! . ¡Buenos días, querido amigo! ¿La aceptasde nuevo o te bates en duelo con el pequeño?

Por la impúdica y misteriosa sonrisa de los hombres,comprendía queso trataba de noches de amor c intuía quehablaban de los amores del Emperador. Ella conocía aaquellas muchachas, Cata, Catalina, Babette o Arlette. Conqué aire orgulloso se movían ahora en medio del personal,tanto que parecían transformadas a pesar de que susuniformes de servicio eran idénticos. Angelina estabadesconcertada. ¿El poderoso Emperador se rebajaría acasoen ciertos momentos hasta desear a una doncella? ¡Peroacaso no era tan grande que le pertenecían las montañas, los

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valles y los ríos, los reyes, sus países, sus coronas, sus hijas,sus mujeres, los altos generales y los sencillos soldados. Lepertenecía todo; lo noble y lo vulgar, lo grande y lo sencillo.

Era una dicha ser su doncella, ser humillada oennoblecida por él. El pequeño corazón de Angelina latíatemeroso como el de un pajarito prisionero. Su sangre jovense despertaba con nostálgica vehemencia. Angelina no podíaresistir más el impulso maravilloso de contemplarse en todoslos espejos, que colgaban en los magníficos baños. Era unaverdadera manía. Estuvo poseída por una temerosadesconfianza hacia su propia hermosura, mientras reconocíasin reservas, la perfección de las otras muchachas. Seacostumbró a comparar su seno, su cuello, sus manos y piel,con los de las otras doncellas. Durante la noche contemplabalos cuerpos ajenos, primero con admiración y luego conenvidia. Un día- en la sencilla vida de Angelina Pietri esafecha adquirió un significado extraordinario- una de lasdamas de la Corte abandonó el baño más tarde que decostumbre. Angelina la vio desnuda: se estremeció anteaquella desnudez orgullosa e indiferente. hasta se olvidó dehacer una reverencia. Una intensa admiración la paralizó; lepareció que la dama no estaba desnuda, sino como envueltaen una capa de belleza completamente transparente. Sucuerpo, al mostrarse a los ojos de Angelina, parecía sinembargo muy lejano e inaccesible. Si se hubiera atrevido atocarlo probablemente habría tenido la sensación de tocaruna piedra. La dama sonrió amablemente y dijo:

-Puedes empezar, niña.

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Angelina se sonrojó y palideció ala vez. Sintió unaindignación jamás experimentada. Por primera vez creíarecibir una ofensa. La hermosa mujer se tomaba el derechode llamarla «niña». En ese momento aquella tierna palabra, lepareció despectiva y como si fuera una sentencia que lacondenara a una eterna condición insignificante.

En seguida llegó la doncella y envolvió la desnudez desu señora, en una salida de baño celeste. Angelina se quedósola.

Por primera vez aspiró con voluptuosidad y odio, almismo tiempo, el perfume embriagador que llenaba el cuartode baño.

Por primera vez se detuvo a observar los frascos decolores amarillo, verde y rojo rubí, llenos de perfumes, losjabones, las esponjas, la leche de almendras y los ungüentosindios.

Vació despacio el agua láctea de la bañadera, y empezóla limpieza con envidia y prolijidad. Sopló con violencia sualiento caliente contra el espejo, como si le echara unamaldición, y luego lo fregó con fuerza, como si quisieraquebrarlo. Su rostro juvenil le sonreía agradablemente desdela superficie pulida. Por primera vez se encontraba agraciada,y después de contemplarse un rato, le pareció que era hastahermosa. Era una muchacha pelirroja y pecosa. Por su frentealta a no ser por las pecas, se hubiera podido afirmar que eraorgullosa. Sus ojos eran demasiado pequeños y de color gris.Los labios llenos formaban una delicada curva arqueadahacia abajo. En el mentón anidaba un hoyuelo. Pero ellacreía que estaba desfigurado por una peca que lo hacía casi

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invisible. No pudo resistir al deseo de observar también sucuerpo.

Se desabrochó rápidamente el delantal y el vestido. Sucuello era delgado y firme, sus jóvenes y delicados hombrosle parecían redondos y perfectos, sus pechos demasiadopequeños. De todos modos, había medios para hacerdesaparecer las pecas.

Estaba decidida a ser hermosa. Le parecía que ya lo era.Desde aquel día memorable, observaba cotidianamente

el despertar de su cuerpo. De pie frente al espejo manteníaconversaciones mudas con su rostro, sus labios, sus ojos ysus cejas. Le aconsejaron un ungüento contra las pecas peroéstas ya no la preocupaban, pues sentía apego hasta por suspequeños defectos. Era creyente y devota y estaba seguraque cometía pecado y por eso tomó la resolución deconfesarse.

Un día sucumbió ante el espejo del cuarto de bañoimperial. Hasta entonces, el miedo y el respeto le habíanhecho resistir la tentación, a laque por fin se entregó porcompleto.

Se acercó con gesto decidido al espejo, se arrancó eldelantal y desabrochó el cuello del vestido. Las largas cintasblancas del delantal rozaban el suelo; en este momento oyóque se abría la puerta a sus espaldas; a través del espejo vioentrar al ayuda de cámara del Emperador. No tuvo ni tiempopara arreglarse el delantal v el vestido.

-¿Dónde está la tabaquera?- preguntó el sirviente. -¿ Noviste la tabaquera.- Y pasó rápidamente una mirada por elcuarto.

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Angelina se sintió paralizada y no pudo contestar, nivolverse. Se dio cuenta que el sirviente se le acercaba y que leordenó:

-¡Vuélvete!- ¡Ella cruzó las manos en su cuello desnudoy obedeció. Las cintas de su delantal estaban todavía sueltas.

-¿Qué hacías aquí? ¿Qué escondes?- pregunto.-¡Nada, nada!- susurró ella.Sus ojos miraban a derecha e izquierda, para evitar

fijarlos en el ancho rostro del robusto hombre.Entonces descubrió la pequeña tabaquera de plata,

sobre una mesita, al lado de la bañadera.-Allí está, allí está- dijo señalándola con el brazo.-¡Confiesa en seguida lo que estabas haciendo!- dijo el

hombre con tono brusco. -¡Confiesa inmediatamente,confiesa!- repetía en un susurro, mientras se aproximaba mása Angelina, caminando en puntas de pie. Su paso silenciosoparecía más peligroso aún que su voz susurrante.

Por fin estuvo completamente cerca de ella.Todavía está aquí el Emperador murmuró. -Lo estoy

afeitando. Silencio, silencio, ¡no grites! ¡Habla en seguida!Tendió el brazo hacia Angelina; ésta creyó que iba a

arrancarle el vestido del cuerpo.-No grites, no grites-le imponía.Pero ella dejó escapar un grito agudísimo. Al mismo

tiempo dio un salto hacia la cortina a la izquierda, queparecía ofrecerle un refugio. Perdió completamente lanoción de lo que hacía, y tropezó con la pequeña cómoda ylos vasos y botellas se estrellaron con estrépito sobre elsuelo.

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El sirviente retrocedió hacia la puerta por la que habíaentrado y desapareció detrás de ella. A través de la puertacerrada Angelina oyó una voz colérica y potente. No podíacomprender las palabras, pero reconoció que era la voz delEmperador. Luego volvió a reinar el silencio. Entrecortada larespiración y con el corazón latiéndole con violencia,Angelina logró dominarse, se agachó y empezó a recogerrápida y silenciosamente los fragmentos de los frascos.Luego esperó un rato inmóvil y al no oír ningún ruido sedirigió hacia la puerta que daba al pasillo de servicio, hizogirar cuidadosamente la manija blanca y salió del corredor.En aquel instante oyó un delicado tintineo de espuelas que lahizo estremecer, y el Emperador pasó delante de ella. Alverlo se quedó paralizada y como aturdida, con los vasos ylas botellas rotas, en el delantal recogido. Estaba tan turbadaque a pesar de tener los ojos muy abiertos ni siquiera vio alEmperador. Tuvo solamente conciencia de un resplandor ydel tintineo de plata que había durado un minuto eterno.Nada más quedó en su memoria. Su pequeña cabeza estabavacía y desierta.

Huyó y se perdió corriendo por los pasillos, hasta quepor fin encontró la escalera y casi volando alcanzó el parque.

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III

Nada se supo de su extravío y ella se considerabadichosa. Rezaba fervorosamente para que el ciclo leperdonara sus pecados. Besaba el crucifijo que colgaba sobrela cama, lo apretaba contra su corazón y dormíareconfortada. Pero antes de dormirse, sacaba el pañuelo quetenía escondido entre la almohada y la funda, y también loapretaba contra su seno. La cruz la tranquilizaba, pero elpañuelo la hacia sentirse dichosa.

Una noche, durante el informe, cuando las treintiséismuchachas se encontraban alineadas en sus uniformesimpecables, Verónica Casimir se dirigió a Angelina y le dijo:

-Angelina, entrega tú primero. ¡Ven aquí, Angelina! ¡Teesperan!

Un lacayo desconocido esperaba ante la puerta en elcorredor débilmente iluminado. Angelina no se acordabahaberlo visto jamás. Llevaba uniforme de paño azul, cuyocuello y mangas terminaban con un delgado galón dorado.Su aspecto era más delicado y elegante que el de los otroshombres del personal que ella conocía. En la penumbra del

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corredor parecía una solemne y oscura sombra azul conreflejos de oro.

-Tenga la bondad de seguirme, señorita- le dijo ellacayo.

Era la primera vez que alguien se dirigía a Angelina,hablándole en tercera persona y diciéndole «señorita». A cadapaso que daba disminuía su valor. En cada recodo delcorredor crecía su espanto. Salieron al jardín envuelto en lastinieblas y a un lucir desconocido para ella. Transcurrieronapenas unos minutos, pero Angelina tenía la sensación dehaber caminado ya muchas horas detrás del lacayo.Volvieron a entrar en el palacio por una puerta igualmentedesconocida. Nunca Angelina había visto aquella entrada, nila escalera por la que subieron luego. Se apoyaba en elpasamano, pisando solamente la estrecha raya de piedrablanca que dejaba libre la alfombra roja. Pues ésta le parecíapeligro mi y sólo la piedra le inspiraba confianza. Por finllegaron a una amplia habitación. Una pesada cortina de sedaverde se cerró sobre la puerta por la que habían entrado.Dos butacones estaban colocados ante una pequeña mesa,en la que había botellas y vasos, carne fría y queso, en platosdecorados con las insignias imperiales. El lacayo le ofrecióuna butaca, diciéndole:

-¡Siéntese , señorita!- y vertió en una copa de cristal eláureo vino contenido en una jarra.

Luego desapareció con gracia y elegancia detrás de lacortina.

Sus ondas verdes se cerraron pesadas y silenciosasdetrás de él.

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Angelina tomó asiento, derecha y erguida en la amplia ycómoda butaca, delante de la dorada copa de vino. Mirabacon ojos vacíos las anchas ventanas, los solemnes cuadros delas paredes que le parecían manchas multicolores, rodeadaspor marcos de oro, la gran araña de cristal que colgaba enmedio de la habitación, encima de la mesa. En los cuatrorincones estaban colocados otros tantos candeleros de plata.De las bujías encendidas se desprendía un olor a cera yMoletas. A su izquierda había una enorme cama, casiescondida por una cortina amarilla, con abejas doradas. Sesentía turbada y estupefacta y trataba de reflexionar en vano.

Todo le parecía a la vez conocido y desconocido. Quizáya habla visto todo aquello en un sueño o soñaba en aquelmomento. Quizá vendría alguien a matarla. Recordaba todoslos cuentos espeluznante que había escuchado en su patriacuando era niña. El calor que experimentaba, el perfume, elmiedo y la luz de las bujías la aturdían. Deseaba levantarsepara abrir una ventana y también apagar las bujías: suresplandor le resultaba demasiado fuerte. Angelina pensóque le hubiera gustado estar sentada allí, en medio de unaoscuridad completa como la que debía reinar en aquelmomento en su dormitorio. Sin embargo, no se atrevía amoverse.

Poco a poco empezó a sentirse cansada. Se reclinó haciaatrás, apoyándose en el respaldo, y en los brazos del sillón;su agradable suavidad le pareció un nuevo peligro. Volvió aerguirse y tomó la copa en. sus manos temblorosas. Bebióun poquito, volvió a apoyarse, y continuó sorbiendo el vino.Era más que vino, era un dulce, acerbo y peligroso elixir,

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lleno de promesas consoladoras. Era la bebida del pecado.Trató de enderezarse un poquito para dejar la copa en lamesa, pero no pudo. «Es demasiado tarde, demasiado tarde»,pensó, y siguió bebiendo.

Quedó con la copa vacía en la mano. Se sentía ya más agusto y la extraña habitación se tornaba más familiar. Por fintuvo la audacia de levantarse pues había decido examinar porlo menos una vez el cuadro. Se detuvo ante el primer cuadro:era un gran retrato del Emperador que llegaba hasta el suelo.Para ver su rostro había que levantar la cabeza. Lo primeroque se veía eran sus botas, luego sus pantalones y suchaqueta, y por fin muy alto como si estuviera en las nubes,su rostro.

La pequeña Angelina ya había visto bastante y volvió arefugiarse en la peligrosa suavidad del sillón. Sus manostemblaban y temía romper la copa que aún conservaba enuna de ellas, y por eso la colocó con mucho cuidado sobre lamesa.

La asaltó un maravilloso y terrible sentimiento. El vino,el retrato del Emperador, la cama y el perfume embriagadorde las bujías, despertaban en ella un presentimiento ardientey peligroso.

Minó hacia los pesados pliegues de la cortina verde enlos que creía ver a cada instante un movimiento. Aguaba eloído y creía oír voces. Creyó que la cortina se abría y entrabael Emperador, era tan alto como el retrato, su cabeza llegabahasta el techo, su estatura aumentaba cada vez más. Angelinallenó de nuevo su copa y se la acercó a los labios. Probó

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apenas el vino y en seguida volvió a dejarla con temor yrespeto sobre la mesa.

Por fin creyó saber por qué la habían conducido allí. Lainvadió un dulce temor al que ella se entregó con voluptuosoe infantil orgullo. Se apoyó en el respaldo, con la copa en susmanos enrojecidas. Su mirada vagaba de las paredes a lasbujías, y de éstas a las ventanas, volviendo siempre alacortina.

Notó que una de las bujías empezaba a doblarse aconsecuencia del calor, quiso levantarse para enderezarla,pero no se atrevió. Escuchaba asustada. consciente de sudeber de sirvienta, el suave v monótono gotear de la cerasobre la alfombra. Su orgullo infantil iba apagándose, suvoluptuoso temor era sustituido por otro muy común, elmiedo de una sirvienta ante un deber descuidado. Sinembargo, no lograba levantarse y cerró los ojos para no vermás la bujía.

Se durmió en seguida, con las manos apoyadas en lasrodillas inmóviles, sin soltar su copa. Confusas imágenesturbaban su sueño. Tenía entre abiertos los labios en los quese dibujaba una tímida sonrisa, y apenas respiraba: hasta ensueños no se atrevía a respirar.

La despertó el primer canto de los pájaros. Laresplandeciente luz de la mañana de junio, algo apagada porel verdor de los árboles, entraba por las anchas y altasventanas. La mirada de Angelina buscó en seguida la veladoblada. Solamente un encorvado trocito de cera habíaquedado en el candelabro; los míseros resto de la bujíayacían ahora pegados a la hermosa alfombra, formando un

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pequeño promontorio seco y amarillo. Aun se percibía en elaire el vaho azul y frío de las bujías, que debían haberseapagado muchas horas antes.

Angelina estaba desorientada y llena de turbación. Nopensaba ya en la cortina. Se creyó transportada a su casa deAjaccio, sentía nostalgia de sus queridas redes y de la playapedregosa, y le parecía aspirar el perfume de las algas y de loscaracoles. Dejó en la mesa la copa que había retenido hastaese momento en la mano y se levantó.

En ese instante oyó un ruido de pasos y voces. Vioabrirse una puerta y la cortina fue separada violentamente:tras ella apareció el Emperador. Su cabello estaba revuelto,algunos botones de su chaleco estaban abiertos. Su aspectotrasnochado lo hacía parecer en aquella clara luz matutina,más viejo y más pequeño de lo que era. Angelina cayó derodillas con un gesto ridículo y pesado, como si hubiera sidoempujada. Tenía la cabeza baja y veía solamente las botasimperiales sobre la alfombra roja.

Oyó que alguien entraba silenciosamente detrás delEmperador, vio un zapato azul y una hebilla dorada ycomprendió que era el lacayo de la noche anterior.

-¡Idiota!- dijo la voz del Emperador, -¡déjala salir!Cuando levantó la cabeza, el Emperador había

desaparecido. El elegante lacayo azul estaba parado ante lacortina verde.

-Venga, señorita- dijo.Al llegar al jardín la dejó: En el reloj de una torre dieron

las seis de la mañana. A las seis y media empezaba el trabajo.

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Avergonzada y aturdida, Angelina echó a correr por laancha arboleda. Ya vislumbraba el ala del edificio delpersonal.

Aquel día fue la primera en entrara] lavadero.Desde aquella noche memorable, Angelina se sintió

humillada. Trataba en vano de convencerse de que sólohabía sido un sueño. Los acontecimientos volvían a sumemoria siempre más inexorables, en toda la crueldad de suaspecto. Se negaban decididamente a ser considerados comosueños y sombras.

Aquella noche perseguía tenazmente a Angelina.Percibía aún el perfume caliente de la cera y de las violetas,paladeaba el sabor dulce y acerbo de aquel vino, ynuevamente volvía a sufrir la aguda herida de la humillación.Su sangre ansiosa y joven recién despierta tuvo la certeza deque había sido despreciada. Angelina empezó a alimentar unodio sordo contra todas las damas de la Corte que, a sujuicio, jamás habían sido despreciadas ni por el Emperadormismo. Su vanidad, apenas florecida, se apagó y marchitó enla vergüenza y en el cilio, como una breve y míseraprimavera. Ya no volvió a contemplar su rostro. Para ellatodos los espejos del mundo habían desaparecido. Por lanoche rezaba superficialmente y daba ala cruz un beso fugaz.El pañuelo del Emperador yacía escondido en el fondo de subaúl de madera.

Un domingo que salió como de costumbre con su tía,conoció en la casa del preboste al sobrino de éste, elimponente Sosthéne, sargento primero de caballería, cuyocorazón se inflamó súbitamente por Angelina.

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Nada tenía de particular que lo distinguiera de lamayoría de los sargentos de la caballería imperial. Eragrande, fuerte, valiente y había sido condecorado y heridovarias veces; se parecía en todo a la mayoría de suscamaradas. Angelina veía en él a todo un mundo aparte, unmundo de sables, espuelas, botas y galones trenzados, unmundo azul y rojo; hasta su rostro no era más que una partede su uniforme. Parecía no estar hecho, como todos, demiembros y partes del cuerpo, sino más bien de colores.Cuando hablaba a la pequeña Angelina, ésta, para contestar,tenía que dirigir la mirada como hacia una montaña enormey tardaba en descubrir, en la cima, un poderoso y brillantebigote negro, y sobre él, dos enormes y oscuras fosasnasales, que parecían dos cráteres.

Ella no le prestó mucha atención y cuando comenzó arelatar sus batallas, y habló de lejanos países en los que habíaluchado, vivido y amado, ella fingió un interés que no sentía.

El discurría con benevolencia no exenta de crítica de laestrategia del Emperador. Según él, poco había faltado paraque el Emperador hubiera perdido aquella batalla o hubieramuerto o por lo menos caído prisionero en aquella otra.Todos los presentes, decía él, incluso el preboste, conocíansolamente los desfiles del Emperador y por eso no teníanidea del papel que juega la casualidad y la suerte en lasbatallas. Quizá sólo por casualidad su coronel no habíallegado a Emperador.

-Esto, sólo Dios puede saberlo- dijo la mujer delpreboste.

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-¡Dios no existe!- contestó en tono seguro y decidido elsargento.

Con una tranquila, galante y ruidosa reverencia elgigante armado invitó a Angelina y a su tía a cenar con él.Las llevó a un restaurante elegante; comieron lenguado,carne de vaca con sal en grano, zanahorias dulces y deliciosascebollitas; era una verdadera cena militar. Cuando el sargentogolpeó tres veces el piso con el sable, le fue servido un vinoseco del Rin.

También sobre aquel río, el sargento había vencido a losalemanes, y cada sorbo de vino despertaba en éldeterminados recuerdos. Entonces la tía declaró que suservicio la reclamaba.

-¡Un momento!- dijo el sargento. La acompañaré,señora.

Se inclinó profundamente y la tía se estiró un poco; asíél pudo alcanzar su brazo y asirlo con su poderoso puño,para conducirla con sonoro tintineo de espuelas, hasta lapuerta.

Saludó militarmente y volvió a sentarse cerca deAngelina, como una roca resplandeciente.

Aquella noche aún le estaba reservado a Angelinaconocer un buen pedazo de mundo: un paseo en coche, unaferia en la que debido alas innumerables linternas, reinabauna claridad casi diurna, otro coñac y por fin un pequeñocuarto rojo, una botella de champaña y el amor sobre unestrecho sofá que no era más amplio que una cuna grande.La cabeza de Angelina colgaba revuelta y aturdida encima delrespaldo, que le oprimía dolorosamente la nuca. Le pareció

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que su cuerpo se componía de partes aisladas y en desorden,como estaba su vestido en aquella hora. Una montañamulticolor la abrazaba con toda su fuerza, casidestrozándola.

Ya afuera, bajo el grisáceo cielo matutino, volvió aencontrarse recién a sí misma. en el coche arregló suscabellos y sus vestidos y se convenció, poco a poco, que nofaltaba ninguna parte de su cuerpo.

Cuando llegaron ante el palacio tuvo que soportartodavía en el rostro y en la nuca el áspero contacto de labarba del sargento. Luego la dejó libre y le ordenó saludarcon la mano; ella obedeció y vio que él también agitaba lamano. Se deslizó hasta su cuarto por la pequeña y familiarescalera. Sus compañeras dormían. Aquel día, por primeravez en su vida, no rezó.

En seguida cayó en un sueño pesado, con la oscurasensación de que la vida era muy difícil c incomprensible;una carga peligrosa c inaudita.

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IV

Así se cumplió la profecía de Verónica Casimir: unhombre de uniforme y barbudo estaba enamorado deAngelina.

Cada noche la esperaba en la puerta de servicio, a lahora en que terminaba el trabajo del lavadero. Llegabasiempre puntualmente, su aspecto era siempre imponente ymulticolor.

Mucho antes de alcanzarlo, Angelina vislumbraba yaentre las rejas de la verja y el verde de los árboles, un destellode sus vívidos colores.

En el cielo sereno se encendían las primeras estrellas. Elreluciente casco de dragón con su gran punta encorvada y suenorme cola de caballo negra, parecía alcanzar casi elfirmamento. Angelina iba corriendo a su encuentro: no laempujaban el deseo y la ansiedad, sino la impaciencia y élmiedo.

El esperaba inmóvil como una roca hasta que ella seacercara. Ella no se atrevía a elevar la mirada hasta aquella

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cabeza que parecía, más bien, la cima resplandeciente de unaalta montaña. Su gorrita celeste alcanzaba hasta laempuñadura de su sable y el último botón de su chaleco. Ella levantaba con su fuerte brazo hasta la altura de su rostro.Mientras sus piernas se agitaban sin sostén en el aire, subigote pasaba como un cariñoso cepillo por su frente, porsus párpados cerrados y por sus mejillas pecosas. Tenía laimpresión de estar suspendida entre el ciclo y la tierra portoda una eternidad. Por fin, resbalaba tambaleando y sinaliento hasta el suelo. Caminaba a su derecha, mientras a suIzquierda arrastraba el sable.

Sus espuelas tintineaban peligrosamente y sus botasrechinaban.

Así se dirigían hacia los placeres de la noche.Su licencia parecía no tener fin; probablemente su deseo

por el amor de Angelina estaba muy lejos de estar satisfecho.Muchas veces insinuó que podía hacerse trasladar a unregimiento de caballería en París. Estos discursos causabansincero horror a Angelina, pero no se atrevía a preguntarcuándo pensaba partir. Siempre que el sargento volvía amencionar que podía hacer su servicio en París igual que enGrénoble o en Lyon, ella adivinaba muy bien que él esperabasu asentamiento y su estímulo. Ella lo aceptaba como seacepta el destino. Cada noche caía sobre ella como un aludmulticolor y ruidoso, y le parecía ya bastante poderlevantarse con el cuerpo intacto, aunque deshecha y cansada.Era evidente que este hombre le había sido destinado desdeel principio de la eternidad: También los naipes se lo habíanaugurado.

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El hablaba incansablemente, a tanta altura que ellaapenas lo entendía. Oía solamente unos ruidos sordos, comobreves truenos y cuando estornudaba era semejante a unaligera lluvia.

Cuando se sentaban a la mesa uno frente al otro, reciénempezaba ella a comprender el significado de sus discursos,aunque no siempre lograba tomar su sentido. Angelinaatraída del mismo modo que a veces se siente atracción poralgo odiado y feo, seguía con la mirada fascinada y no exentade odio, los movimientos bruscos de sus poderosas fauces,que daban la impresión más bien de masticar que de hablar.Veía solamente el labio inferior grueso y colorado, mientrassus bigotes se movían incansablemente en el vacío. Elsargento empleaba palabras forzadas y grandilocuentes, quele eran pesadas y aburridas. Sin embargo, no se atrevía adesviar la mirada de su rostro.

Sentía oscuramente que él había sido la causa de sumayor pecado; sin embargo, le parecía un pecado aún mayorresistirse y desobedecerle. Estaba completamentedesconcertda, tenía la penosa sensación de estar condenadapara toda su vida a no poder elegir jamás entre la virtud y elpecado y de verse oscilar siempre entre aquellas dos formasde pecado. Pensaba que desde que aquel hombre colosalhabía irrumpido en su vida, ella había dejado la consoladoracostumbre de visitar la iglesia, temiendo que su solapresencia desconcertada y contaminada pudiera ofender aDios. Sentía nostalgia por los días de su pureza infantildefinitivamente desaparecidos. Una noche, cuando estaban

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en el camino de regreso, y casi habían llegado, el sargentoalzó el dedo señalando al palacio y dijo:

-¡Tuvo suerte! ¡Quizá más suerte de la que se merecía!Era muy tarde y en la calle reinaba un silencio tan

profundo, que Angelina pudo oír exactamente las palabrasque retumbaron a mucha altura, por encima de su cabeza.En el primer momento no comprendió a quién se refería elsargento. Pero sintió inmediatamente repugnancia, y empezóa odiarlo antes de darse cuenta exactamente de lo que queríadecir.

-¿Quién ha tenido suerte?- preguntó con una vozdelgada y tímida.

-¡El, Buonaparte, naturalmente!No era costumbre designar con este nombre al

Emperador, y el odio de Angelina hacia el sargento aumentómás aún.

-¿El Emperador?- preguntó.-Si, por cierto- respondió el sargento.-Pero usted sirve en su ejército- le dijo Angelina, y su

voz temblaba un poco.-En «su» ejército- contestó el sargento acentuando con

odio el posesivo «su», -sirven muchos que no le quieren.Pero de esto tú no entiendes nada, pequeña.

Habían llegado ante las rejas del portón y Angelina tuvola sospecha -y era la primera sospecha en su joven vida- queel sargento había dejado de hablar del Emperador solamenteporque alguien podía escucharle.

La levantó lo mismo que las otras noches cuando sedespedía de ella, pero con sus dos brazos; pues los guardias

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no vigilaban y no valía la pena desperdiciar fuerzas, nohabiendo testigos. La besó ruidosamente en ambas mejillas,interrumpiendo el silencio de la noche, y la dejó en el suelocon un movimiento menos suave que al saludarla. Entoncesdijo:

-Mañana festejaremos la despedida. Mi licencia terminapasado mañana, definitiva c irrevocablemente, pues tengoque incorporarme temprano a mi regimiento. ¿Te quedarástriste?

-Sí, quedaré triste- murmuró Angelina.Por primera vez, desde que empezó su amistad con el

sargento, Angelina subió corriendo y alegre las escaleras, ypudo dormir sin sobresaltos, libre de visiones terroríficas. Ala mañana siguiente se despertó tan tranquila como se habíadormido. Había despuntado el último día de su tormentosoamor, y se sentía tan dichosa como la víspera de una fiestas,cuando era niña. En la noche, cuando el sargento apareciópuntual y brillante como siempre, Angelina corrió a suencuentro casi feliz. Por primera vez experimentaba unaespecie de gratitud hacia aquel coloso y se avergonzaba unpoco de su dicha. Por primera vez no le resultó repugnantesu barba que cariñosamente frotaba contra su rostro.

Pero más tarde, cuando entraron en el café «Al eternoplacer», desapareció su buen humor. El sargento Sosthénehabía invitado a su fiesta de despedida a varios camaradassuboficiales, dos prebostes y algunos empleados. Cuandollegó con Angelina, la mayoría ya se encontraba allí, agolpadacontra el mostrador enchapado en estaño. Detrás de éste, seapresuraba el tabernero, con su delantal verde y su camisa

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blanca, con el rostro encendido e hinchado y con su alegrebigote negro que tenia el mismo brillo que sus ojos. Todosse volvieron hacia los recién llegados como obedeciendo quna orden, y gritaron:

«¡Viva Sosthéne!» Este se detuvo, solemne y colosalcomo siempre, en el umbral de la puerta, que había dejadoabierta pues no le pareció digno de él cerrarla en aquelmomento con sus propias manos. Angelina estaba pegada asu izquierda más mísera que el sable que él llevaba entonces,a la derecha.

El soltó el brazo de Angelina para levantar la mano, y aella le pareció que la abandonaba definitivamente en la horade su triunfo. La poderosa voz de Sosthéne retumbó en ellocal:

-¡Aquí estoy, camaradas!-En aquel momento un acordeón ejecutó una de las

marchas conocidas en el ejército. Luego todos empezaron acomer apresuradamente, en reconcentrado silencio.Llevaban a la boca, con gran apetito, bocados enormes ybebían grandes copas de vino, mientras miraban sosegadossus platos. Angelina evitaba mirarlos, pero algo la obligaba ahacerlo, y cada vez que veía que uno de los huéspedes comíaun gran bocado, ella tomaba uno pequeño, cada vez máspequeño, más minúsculo.

Aquella noche de despedida le pareció eterna, y todosaquellos hombres alegres reunidos allí le parecían sus novios;por eso le era completamente indiferente que su sargentoSosthéne partiera o no al día siguiente. Ella se sentíaprostituta y entregada a todos sus amigos.

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Terminado su plato de carne, un caporal de artillería selevantó y haciendo sonar su copa comenzó a hablar.

Enumeró todas las acciones heroicas del sargentoSosthéne: de su discurso podía deducirse que hasta elEmperador debía casi todas sus victorias nada menos que alsargento Sosthéne.

Después del caporal se levantó el sargento y confirmócon palabras algo modificadas todo lo que había dicho elanterior.

Todos asintieron sus palabras, con grandes aplausos.Cuando olieron las campanadas de la medianoche, la

mayoría de los participantes a la fiesta estaban ebrios yhabían perdido el dominio de sus sentidos. Entonces laconversación recayó sobre el Emperador.

El sargento Sosthéne inició el tema.-Cada uno de los que estamos aquí sentados dijo

hubiera podido tener la misma buena suerte-. En realidad,pensaba que solamente él, el sargento Sosthéne Levadour ynadie más, hubiera podido ser el favorecido.

-Cada uno de nosotros...-dijo el caporal que había hechoel brindis al sargento.

-¡Ha nacido con su estrella!- dijo uno de los prebostes,que participaban en la fiesta, un hombre de cabello gris y derostro encogido.

-¡Es un astuto!- dijo otro.Es un fullero y un inconsciente...empezó un tercero.

Acuérdense, mis camaradas, acuérdense, con qué ligereza hatraicionado a! pueblo y a su libertad.

-Del pueblo de Francia...- interrumpió otro.

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-¡Ha traicionado la libertad del pueblo!- dijo el sargentoSosthéne.

-Sí, ese es lo que ha hecho. Debo confesarlo a pesar deser un soldado, un soldado de nuestro glorioso ejército!

-Por cierto que no nos falta gloria dijo el caporal deartillería. Es cierto que sin él no hubiéramos visto el mundoy éste no hubiera temblado ante nosotros. Sin embargo,debo confesar...

El preboste lo interrumpió, completando la frase:-Sin embargo, debo confesar que todo se lo debemos a

nuestro pequeño caporal.Nadie aplaudió ni asintió sus palabras. Al contrario,

después de estas palabras reinó un profundo silencio.Solamente el sargento Sosthéne, más ebrio que los demás,comenzó a decir con voz amargada y con lengua pastosa:

-En lo que concierne a mí y a tipos de mi clase,hubiéramos conquistado al mundo lo mismo sin él. ¿No esverdad, camaradas?

Miró alrededor suyo a los rostros de los otros; sus labiossonreían bajo su bigote encrespado y húmedo, en sus ojosnegros y en su cara encendida y reluciente se reflejaba elodio.

Nadie le contestó. Todos fingieron ocuparse en algo.Uno levantó su copa contra las bujías y la examinó como sibuscara en ella algunas partículas de polvo. Otro empezó alimpiar su tenedor en el mantel. Un tercero sonrió con airelejano, como si hubiera sido ajeno a la conversación. Uncuarto bebió con lentitud sorprendente el resto de su vino, yfingió paladear cada trago con la lengua. A pesar de su

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ebriedad, el sargento Sosthéne se dio cuenta que todo elcírculo lo había abandonado. Apoyó sus enormes puños enla mesa y se levantó como si se sostuviera más bien en susbrazos que en sus piernas. Y echando una mirada a Angelina,que estaba a su lado, dijo:

-Camaradas, ¿qué es un general sin nosotros? ¿Qué valeun Emperador sin soldados? ¿Quién es más grande?preguntó..

Pero nadie contestó.-Afirmo-continuó Sosthéne, que el ejército es más

grande. ¡Viva el ejército!Angelina había estado sentada todo ese tiempo en

silencio.Un terrible miedo y una vergüenza desconocida hasta

entonces paralizaban su corazón, lo mismo que dos tenazasde hierro. No comprendía qué era lo que temía y de dóndeprovenía la vergüenza. Se sentía contaminada por estacompañía y también culpable porque escuchaba todo eso sincontradecir siquiera. De repente la invadió un enorme odio ycólera contra todos los hombres sentados junto a aquellamesa, especialmente contra el sargento Sosthéne. Sentíadeseos de gritar. Con un esfuerzo sobrehumano, levantó delas rodillas su mano rojiza, pequeña e indefensa y cogió sucopa. Bebió un poquito de vino y en seguida se sintiótransportada a la gran sala, cerca de la pesada cortina verde,ante la jarra de cristal. Vio también en la pared en retrato delEmperador y x sintió libre, fuerte y audaz. Una fuerza íntimay maravillosa la obligó a levantarse. Un dichoso sentimiento

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de odio infundía valor a su corazón. Un espíritu de justicia leinspiraba palabras valientes.

-¡Debieran tener vergüenza- dijo- de blasfemar contra elEmperador! Ustedes no serían nada, absolutamente nada, sinél. No hubieran visto el mundo ni hubieran adelantado unasola milla más allá de vuestros pueblitos y aldeas. Sin elEmperador, no tendrían ustedes sables, casco, cordones, nidinero para pagar el vino que beben. Si han tomado parte enlas batallas, ha sido porque él los ha conducido. Si alguno deustedes demostró alguna vez valor, deben agradecérselo a élsolamente. Sólo él les infundió valor y luego les confiriócondecoraciones por méritos que no les pertenecían. Poreso les digo que deberían estar avergonzados.

Volvió a sentarse. Como en una lejana neblina vio queel sargento Sosthéne, que seguía sentado a su lado, volvía aescanciar en su copa el vino de la jarra. Vio sus manos queconocía tan bien, aquellas manos gordas y musculosas, dededos cortos y cubiertas de abundante vello. Aunque elsargento había cogido la jarra con una sola mano, ella velados, y se sintió avergonzada y estremecida en lo más íntimo,pensando que aquellas manos estaban acostumbradas a tocarsu carne, su pecho, sus brazos y sus muslos.

Todos empezaron a sentirse incómodos. Les parecíaque las bujías ardían apresuradamente; que la oscuridadinvadía poco a poco la habitación. Creyeron que lo mejor erano seguir hablando. Sin duda la fiesta estaba frustrada.Todos callaban.

En el momento en que los espíritus de los huéspedesiban a sumirse en la melancolía, se abrió de un golpe la

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puerta y Verónica Casimir irrumpió en el cuarto, junto con elfresco aire nocturno que hizo temblar la llama de las bujías.Llegaba ataviada de fiesta, con los hombros desnudos y elseno ondeante; llevaba puesto aquel vestido de seda grisperla, que decía, le había sido regalado por la emperatrizJosefina, vestido que sólo usaba en ocasiones muy especiales.Entre sus dos senos de blancura inmaculada, de los que sedesprendía una delicada nube de polvo blanco, descansaba laenorme y pesada piedra de Jade, rodeada de diamantes,regalo igualmente de la Emperatriz y que poseía, a nodudarlo, valiosas cualidades mágicas. La puerta quedótodavía abierta por un buen rato y la fresca corriente de airenocturno, seguía moviendo las llamitas doradas de las velas.El tabernero acudió solícito, y colocó una silla en la cabecerade la mesa. Y antes de que los presentes se dieran cuentaexacta del fastuoso acontecimiento, Verónica Casimir estabaya sentada en el extremo de la mesa.

-Veo- comenzó a decir con la voz segura de la videntede profesión, -que ustedes han reñido. ¡Pero entre ustedesdebe reinar la paz!

Sus dedos blancos y rechonchos se movían con extrañaelocuencia sobre el mantel blanco, cada dedo parecía unalengua silenciosa. Una suave nube de polvo blanco flotabaante su anchoa rostro. Detrás de esta nube, los huéspedesveían brillar sus ojos negros. Todos callaban. Verónica era lapitonisa de la casa imperial. Con sus naipes había profetizadobatallas, victorias y derrotas. Y también qué la confidente dela Emperatriz y, posiblemente, del Emperador.

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Ella comprendía muy bien los sentimientos de loshombres. Pero le importaba ante todo asegurar elmatrimonio de su sobrina con el sargento Sosthéne. Sabíaque Angelina no amaba al sargento Sosthéne, sino alEmperador... como todas las mujeres del país, pues enaquella época todas las mujeres de Francia, y quizá delmundo entero, no amaban a sus maridos sino al Emperador.Insultar a éste le parecía a Verónica tan falto de sentido einútil como rebelarse contra alguna ley de la naturaleza. Peroen aquel momento se trataba de la felicidad de Angelina. Apesar de ser el sargento Sosthéne un jacobino, algún día secasaría con Angelina.

También Verónica Casimir sufría cuando olía insultar alEmperador, lo que no era raro en aquella época, sinobastante común entre los sirvientes de la Corte y suboficialesdescontentos de algún regimiento. Antes, cuando elEmperador todavía se llamaba Bonaparte, también VerónicaCasimir, trabada en conversación íntima con su propiamujer, había sentido la tentación de emitir un juicio severoacerca del gran hombre.

Y ese recuerdo la hacía más inexorable hacia los que locriticaban ahora.

Pero en aquella hora decidió no traicionarse, sinoacordarse para otra ocasión de los nombres de los presentes.Sin embargo, notó que los hombres se comunicaban pormedio de ademanes impúdicos y mudos, que ellos quizásuponían que era un lenguaje incomprensible para los demás.Solamente el gigantesco sargento Sosthéne, sentado inmóvilcerca de la pequeña Angelina, parecía lejano y ajeno a la

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actitud de sus amigos. Le ofreció vino a Verónica Cásimir yella lo bebió despacio. No apoyaba todos los dedos en lacopa, sino que tenla levantado el dedo meñique en el que elbrillo de las bujías hacia centellear los anillos. Apenas siapoyaba la copa en sus labios y la alejaba a rada rato paraobservar con una comprensión llena de odio la conspiraciónde los hombres. Al mismo tiempo aguaba sus oídos.Entonces oyó que el caporal susurraba a su sargento:

-Se desmaya... en la cama cualquiera de nosotros esmejor...

Verónica Casimir comprendió en seguida a quién sereferían. Conocía demasiado bien los rumores secretos y lashistorias que circulaban acerca de la forma despreocupada yfugaz de los amores del Emperador. Doncellas y lavanderashabían experimentado este amor, igual que las damas de laCorte y la Emperatriz misma. Sin embargo, todas lasmujeres, las de rango elevado y las de condición inferior, leestaban agradecidas al Emperador por su breve abrazodistraído e indiferente.

Nunca olvidaban que era un dios y que es propio de losdioses amar de prisa y sin pasión. Era el tiempo en que lasmujeres podían pronunciar el nombre del Emperador,solamente con odio, miedo o amor. Parecía que las mujeresque se entregaban a su abrazo experimentasen, durante losbreves minutos que duraba su pasión, todos los sentimientosdel mundo; el odio, el miedo y el amor. Bien sabía VerónicaCasimir que había en las mujeres una pasión más poderosaaún que la física: la de la vanidad. Por eso ellas abandonabanla habitación imperial insatisfechas, pero ennoblecidas y

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orgullosas. El Emperador las despedía en seguida, se sustraíade inmediato a su deseo. Ellas lo abandonaban con un deseoinsatisfecho y con la nostalgia de volver a él. Pues él poseíatodas las cualidades de los dioses: era poderoso, terrible ensu ira y su gracia era efímera, pues los dioses son fugaces.

Verónica llevó rápidamente la copa a sus labios, y bebióel resto de un sedo trago, y dijo, con aquella voz dura ymilitar que usaba cuando impartía órdenes a su personal:

-¡Señores:- esta exclamación interrumpió el cuchicheoimpertinente de los hombres. Todos la miraron.

-¡Señores!- repitió. Estaba sentada pero su rostroreflejaba tanta majestad, que a todos les pareció como si sehubiera levantado de su asiento. -Parece que ustedes noestán acostumbrados a respetar la presencia de las señoras.Además no deben ignorar que pertenezco a la Corte lomismo que mi sobrina (dijo «Corte» y no «personal»). Laspalabras que murmuran ustedes, estarían quizá más en sulugar en el cuartel, aunque entiendo que tampoco allí debenrepetirse. ,¡Los dejo, señores! ¡Que se diviertan! ¡Y usted,sargento Levadour, tráigame temprano ala pequeña! ¡Yo laesperaré!

¡Pasarás por mi cuarto, cuando vuelvas!- le dijo aAngelina, y se levantó dando un serio «Buenas noches». Yantes de que se dieran cuenta, desapareció tan rápidamentecomo había llegado.

También ahora la puerta quedó abierta por un buen ratoy el viento levantó los bordes del mantel e hizo temblar lallama de las bujías.

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Todos callaban. Por algunos minutos tuvieron lasensación de haber sufrido la reprimenda de un superior. Suaspecto, a pesar de los deslumbrantes uniformes, era muydeplorable.

Angelina se sintió pobre, sola y traicionada. Pensaba connostalgia en las benignas costas de su patria, en la casapaterna de Córcega y en su pobre y apacible niñez. Depronto comprendió que había entregado a aquella rocagigante y extraña, algo que no le pertenecía. Le pareció quehasta aquel momento había vivido ajena a su propio cuerpoy que lo había regalado como un objeto cualquiera. Intuyó lagrande y severa ley que la naturaleza ha impuesto a lasmujeres y se dio cuenta de haberla infringido. Aquellahermosa, noble e inexorable ley ordenaba a las mujeresentregarse al hombre amado y resistirse al que no amaban.Pensó en la habitación provista de la pesada cortina verde yen el retrato del Emperador colgado en la pared. Y ya no seavergonzó más y le pareció que ya había expiado su granpecado. Comprendió que sólo podía amar al único queexistía para ella y que la posibilidad y capacidad de aquelamor, era algo tan grande que el pecado, el error y lavergüenza perdían ante él toda su importancia.

Alzó la vista y por primera vez su mirada se tornóorgullosa e indiferente. Entonces vio que la inmensa moleque estaba a su lado se mantenía rígida y muda sólo porquehabía perdido el dominio de sus facultades. Era una raraforma de ebriedad, más terrible que la ebriedad común yruidosa. El sargento estaba inmóvil y sus pequeños ojosnegros miraban abiertos al vacío. Parecía más petrificado que

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ebrio. La pequeña Angelina tocó tímidamente su manga azul.Sosthéne no se movió.

Entonces observó a los otros hombres: nadie seocupaba de ella. Algunos habían pasado a otra mesa yjugaban a los dados y a los naipes. Uno de los prebostes, elcaporal y dos sargentos se relataban cuchicheando algunoscuentos, estallando después de cada uno de ellos enobscenas carcajadas. Angelina se levantó y se alejó de lamesa con pasos suaves, sin decir palabra.

Ni siquiera el tabernero lo notó.Cuando estuvo fuera miró el ciclo. En la taberna había

olvidado de fijarse en el reloj. Debía ser mucho más demedianoche y levantó los ojos hacia las estrellas en unrepentino y dulce recuerdo de las noches de su lejana niñez.cuando acompañaba a su padre a la pesca y el viejo miraba alciclo para saber la hora. Pero aquella noche había pocasestrellas y éstas resplandecían como pequeños destellos entrelas negras y pesadas nubes que se perseguían en el cielo conuna velocidad fantástica. El viento soplaba con violenciadesde todas direcciones. Las calles estaban vacías y latrémula llama de las últimas linternas tenía un aspecto míseroy abandonado. Por encima de las casas, vislumbró el brevereflejo de un lejano relámpago, al que siguió el sordo ruidode un trueno distante.

La pequeña Angelina se estremeció y se envolvió conmás temor en su mantilla. Decidió proseguir su caminoaunque no sabía exactamente qué dirección debía elegir.Cuando llegó por él a una esquina desde la cual pudodistinguir la viva iluminación de una gran calle; empezaron a

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caer las primeras gotas de agua, y en seguida un relámpagomuy vivo y cercano rasgó las nubes. Angelina caminaba cadavez más rápidamente. Llegó a una calle amplia y muyiluminada; ya la lluvia caía con violencia. Se detuvo en elportal de una casa enorme, cuyas ventanas reflejaban luzsobre los torrentes de agua, tiñéndolos de oro. Frente a ellaesperaban algunos coches señoriales. La permanencia leresultó agradable. En realidad, todo lo que le sucedió aqueldía, le pareció agradable: la lluvia, los relámpagos, los coches,la casa distinguida y elegante, el portal hospitalario ybenigno. Estaba dominada por una gran serenidad, que seextendía a todas las cosas que la rodeaban: al relámpago, altrueno y ala lluvia.

Debía ser muy tarde. Un suizo con librea bajó lasescaleras, abrió de par en par la enorme puerta y echó unasevera mirada a Angelina. Todos los cocheros se despertaroninmediatamente, como si los hubieran llamado, salieron delinterior de los coches y se detuvieron al lado de laportezuela. Entonces Angelina se alejó contenta, hacia lameta que le indicaba su corazón. Caminaba con pasomoderado a pesar de que su mantilla, su vestido y suszapatos estaban empapados de agua.

La lluvia comenzó a disminuir cuando estuvo a la vistadel palacio y la luz del alba aumentaba su resplandor. Elcentinela dormitaba en su casilla y no vio a Angelina; porprimera vez desde que servía en París, pasó sin angustia porla estrecha puerta de rejillas, que se abría suave y silenciosa,casi atrayente. Subió con tranquilidad las escaleras. Reinabael silencio y la paz. En los rellenos de la escalera la luz de la

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húmeda mañana brillaba a través de las altas y estrechasventanas y llegaba de lejos el tímido canto de los primerospájaros que empezaban a despertar.

Angelina sacó del baúl el pañuelo del Emperador, queno contemplaba desde hacía mucho tiempo; lo oprimiócontra su corazón y su mejilla, luego, ya tranquila, sedesvistió en seguida, mientras el precioso objeto multicolordescansaba debajo de su camisa, sobre su corazón alegre...

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V

En todos los lugares del país y del mundo, las mujeresamaban al Emperador. Pero Angelina creía que para amarle,se precisaba un arte especial y misterioso; se considerabacomo la prometida de él, del más noble señor de todos lostiempo.

El vivía eternamente en ella, a pesar de ser tanpoderoso, tenía suficiente lugar en su pequeño corazón: éstese había engrandecido para recibirlo en todo su majestuosoesplendor.

Pronto olvidó al sargento Sosthéne y solamente a vecessurgía en su memoria como la gigantesca sombra de unsueño.

Hacía semanas que no tenía noticias de él. No era deextrañar, pues el Emperador preparaba una nueva campañamilitar, y sus regimientos cambiaban cada semana deresidencia.

En aquellos días solamente algunos pocos escribían asus novias o a sus mujeres.

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Un día, sucedió a la pequeña Angelina, algo raro,terrible, peligroso y completamente incomprensible.Mientras agitaba con fuerza su plancha abierta para encenderlos carbones, ésta se le escapó de las manos como arrancadapor una fuerza oculta. Vio cómo se estrellaba la punta contrala pared y luego caía al suelo, con las brasas rojizasreluciendo en sus fauces abiertas. Después sintió que ellamisma caía en honda e insondable tinieblas.

Cuando volvió en sí, estaba en su casa. VerónicaCasimir la acompañaba sentada cerca de ella, buena yfamiliar como siempre. Se despertó con el recuerdo de laplancha y de la extraña fuerza que se la había arrancado delas manos. Oyó que Verónica Casimir decía:

-¡Ya está tan avanzado!Eran las primeras palabras que oía desde que había

vuelto en sí.Aquella frase la asustó.-¿Qué es lo que está tan avanzado?- indagó.Verónica Casimir contestó tranquilamente con voz

suave.-Vas a tener un niño, Angelina. Me encargaré de

hacérselo saber al señor Levadour. ¡No tengas miedo! ¡Ya locogeremos!-

repitió.-A quién cogeremos? preguntó Angelina.-Al sargento Sosthéne, naturalmente- repuso Verónica.-No necesito marido- dijo Angelina y pensó en los

asaltos que había sufrido todas las noches sobre el pequeño

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sofá de terciopelo rojo, mientras el respaldo le oprimíaduramente la nuca.

-Naturalmente que necesitas un marido- contestóVerónica. ¡Ante todo necesitas un hombre que sea padre detu hijo!

-¡Pero yo no quiero ningún hijo!- replicó Angelina.-¡No necesito ningún hijo, ni ningún hombre!-Necesitas las dos cosas- respondió en voz baja

Verónica Casimir.Angelina cerró los ojos como si de este modo evitara

ver el fantasma terrible que parecía provenir de la persona deVerónica que estaba sentada en la silla cerca de la cama. Perobajo los párpados cerrados lo veía mas grande y máscercano.

Asumía el tamaño colosal del sargento Sosthéne, que desombra se había convertido en una forma real a pesar deestar en alguna lejana guarnición y tanto mejor si estabadecidido a no preocuparse más de ella. Pero Loe qué leservía esto? Iba a tener un hijo y era hijo del sargentoSosthéne. El coloso estaba en ella misma, se movía en susentrañas. Con sus pocas fuerzas no podía expulsarlo de sudébil cuerpo. Decidió abrir de nuevo los ojos pues el peligroparecía agrandarse y aproximarse cada vez más. Pero lefaltaron fueras para llevar a cabo esta decisión.

Este estado sólo duró unos pocos minutos. Verónicamostraba ahora un rostro solemne que asustó aún más aAngelina. Le pareció como un domingo lleno de peligros y,sin embargo, exteriormente sereno. No entendía las palabrasde Verónica, pero eso sí, comprendía muy bien, que el

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consuelo que le anunciaba, era lo que más temor te causaba.Se sentía muy cansada y tuvo la sensación de que todo lo quele sucedió durante aquel día y en las últimas semanas,formaba ya parte de un lejano pasado perteneciente a unavida anterior.

Ahora le esperaba una vida totalmente nueva,desconocida y peligrosa. Cerró los ojos y esperó que la tía ladejara sola y que llegara el sueño. Pero éste no llegó: sólouna gran serenidad se apoderó de ella; una inmensacompasión consigo misma, hacia latía, y aún por el sargentoSosthéne. Soñaba con los ojos abiertos, contemplaba vastoscampos de batalla, una de las batallas del Emperador. Por elaire denso volaban balas rojizas, se oía el chisporroteo de lasarmas de fuego; por todas partes había destellos, relámpagosy truenos. No descubría al Emperador, pero la impulsaba eldeseo de encontrarlo. Lo llamaba por su nombre:

«¡Napoleón! ¡Napoleón!», gritaba.Pero su voz privada de fuerza y de timbre se apagaba en

la violenta pelea. Estaba lejos de los guerreros y sin embargole parecía estar en medio de ellos. De súbito vio al lado suyoal sargento Sosthéne que tambaleaba sobre su silla. Le viocaer del caballo.

Tendió los brazos hacia el ciclo y llamó:«¡Angelina!». Pero ella no le hizo caso. Solamente

comprendía que pronto iba a morir... y aunque seavergonzaba de este sentimiento, deseaba que se muriera,con toda su alma.

Despertó, se acordó de lo que acababa de soñar y seavergonzó todavía más. Pero al mismo tiempo la invadió una

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agradable sensación de dicha desconocida, que la reconfortóy tranquilizó: ya no experimentaba miedo.

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VI

Siete meses más tarde, en la casa de la partera BárbaraPocci, nacida en Córcega, y conocida de Verónica Casimir,dio a luz un varón. Angelina esperaba, dichosa y tranquila,en la ancha cama con grandes almohadas en la que desdehacía muchos años habían alumbrado numerosas madressolteras. Desde la cama podía observar algunos objetosfamiliares que le recordaban su niñez y Córcega. Sobre unamesita de patas largas había una pequeña imagen de SanCristóbal, tallada en madera de varios colores. En su casa deAjaccio recordaba haber dejado un santo igual que aquél.Sobre una cómoda, a su lado, brillaba una bote ¡la panzudadentro de la cual el hermano de la partera, un marinobonachón, había construido con mucha paciencia yminuciosidad, un minúsculo velero; era una de las obras dearte preferidas por la gente de mar.

En su casa de Ajaccio también había una cómoda igual yun velero como aquél en una botella. Ante la puerta nocolgaba una cortina, sino una de aquellas redes de tejido

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menudo, que usan los pescadores para la pesca menor. Detodos aquellos objetos, a pesar de haber transcurrido muchotiempo desde que abandonara su isla natal, emanaba todavíaun familiar olor agridulce, olor a mar y a algas marinas, acaracoles de madrépora y a oscuros erizos de mar y Angelinacreía ver las nubes negras anunciadoras de la tormenta,suspendidas sobre la agitadas olas del mar.

Un día Verónica Casimir le trajo papel, pluma y tinta allado de la cama y le dijo:

-¡Tengo su dirección!Angelina comprendió que se trataba del sargento

Sosthéne, pero intentó aún un último esfuerzo parasustraerse a lo inevitable y preguntó:

-¿La dirección de quién?-¡La dirección de Sosthéne!- contestó Verónica.- Tienes

que escribirle.-Pero es que no tengo nada que decirle- contestó

Angelina.-¡Debes! ¡Te lo ordeno!- respondió Verónica. -¡Aquí

tienes lo necesario, escribe!Puso el papel sobre la colcha, mojó la punta de la pluma

en el tintero, se acercó amenazante al borde de la cama, y sela alcanzó en forma tan perentoria a Angelina, que éstaobedeció y escribió.

«Señor, mi tía, la señorita Verónica Casimir, me ordenacomunicarle la noticia de que hace dos día he dado a luz unniño. Es varón. Le saludo. Angelina Pietri y Verónica tomóel papel, lo leyó, sacudió la cabeza y dijo;

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-¡Bueno, el resto se lo agregaré, éste sí que no se meescapará!

Había averiguado su dirección. El Emperador acababade ganar una gran batalla y las tropas estaban todavía enAustria. Verónica no conocía solamente la dirección delsargento Levadour, sino también a la mujer del coronel quecomandaba su regimiento. En efecto, dos semanas más tardeapareció el sargento Sosthéne Levadour. Había obtenido unalicencia extraordinaria y había decidido utilizarla en formapoco común. La victoria del Emperador y la circunstancia dehaber participado en un excepcional combate, que en suopinión había decidido el éxito, lo tornaban aún másorgulloso. Su figura colosal y pomposa resultaba imponenteen la pequeña habitación en que vivían Angelina y su niño.La saludó con una ternura fría y pedante y la levantó conambas manos. En aquel pequeño cuarto, Angelina se sentíasuspendida a regiones más elevadas que en las lejanas nochesde verano. El bigote de Sosthéne olía aún más fuerte, subarba era más áspera y sus movimientos más violentos.Luego la soltó, retrocedió un poco, y después estuvo en dospasos poderosos ante la cama en que yacía su hijo y seinclinó sobre él.

El pequeño gemía lamentablemente. Sosthéne alzó alatadito de pañales, que en su brazos resultaba ínfimo, ypreguntó:

-¿Cómo se llama? ¿Qué nombre le han puesto?-¡Pascual Antonio!- le contestó Angelina, . -Como mi

padre.

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-¡Me alegra, me alegra!- tronó la voz de Sosthéne. -¡Serásoldado, tiene sangre de soldado!

Y volvió a colocar el paquetito en la cama.Se arrellanó en la estrecha butaca de terciopelo rojo, y se

arrastró con ella un poco en la pieza, dándose cuenta de quele resultaba difícil libertar su enorme cuerpo de la tenaza delos dos brazos. La situación le resultaba molesta yembarazosa, pues tenía que decir algo muy importante. Seencolerizó y su rostro adquirió un color violáceo, quecomplementaba los brillantes colores de su uniforme.Durante un buen rato estuvo reflexionando acerca de laspalabras adecuadas. Se acordó de las cumplidas cartas, llenasde amenazas que le había escrito Verónica Casimir y pensóque, a causa de aquella mísera cosita que reposaba entre losalmohadones, se veía obligado a casarse con una muchachapelirroja y llena de pecas. Por un momento, una débilcomprensión acerca del destino, el pecado y la penitenciailuminó su cerebro pesado y confuso.

Pero ese débil llamado de su corazón, únicamente logróaumentar su ira. En aquel momento deseaba hasta creer enDios, solamente para indignarse contra él y tener algún seren quien poder descargar toda su rabia. Pero no creía enDios y su ira se estrellaba sobre los seres que estaban alalcance de sus ojos.

Pensó con amargura en las muchas mujeres que habíaposeído con fugar pasión de dragón y pensó que, en cuantoa hermosura, Angelina no podía ser comparada con ningunade ellas. El sargento Sosthéne se sentía cada ver más rabiosoy amargado. Solamente uno de los sargentos de su

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regimiento era casado, un cierto Renard, pero tenía mas decincuenta años y su estúpida acción se remontaba a épocasya muy lejanas, tan lejanas que no se la podía tildar deridícula. Pero él, el sargento Levadour aún podía hacermucha carrera y alcanzar el grado de coronel. Un hombrecomo él, debía tener dinero suficiente para vivir y parainvitar a todos sus amigos. Además había conocido enBohemia a una excelente molinera, atractiva y retraída,perseguida ardientemente por todos y que era sumisa a suamor como un perro, a pesar de ser ardiente como unabatalla. ¡Qué mujer! La comparó con Angelina que estabasentada frente a él sobre la cama con el niño al lado, con losojos bajos y con su pequeño y escuálido rostro, en el que laspecas eran aún más visibles que durante el verano. ¡Quédesgracia! ¡Qué enorme desgracia ha caído sobre ti, granSosthéne!

-¡Bueno, me casaré contigo!- articuló por fin.-¡Para qué casarse!- dijo Angelina sin alzar la vista y

como si hablara a algún ser invisible, acurrucado a sus pies.El sargento Sosthéne no comprendió en seguida. Sintió

confusamente que se estaba haciendo una ofensa a sugenerosidad y .que se coincidía al mismo tiempo con susdeseos. Lo interpretó vagamente como una injuria y unaliberación al mismo tiempo.

-¡No quiero casarme con usted!- dijo Angelina.El la miró petrificado: era incomprensible, peligroso y,

sin embargo, era su salvación. Un momento antes habíatenido todo el peso vergonzoso de este matrimonio, peroahora aquella negativa a casarse con él le resultaba un

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insulto. Un momento antes había pensado convoluptuosidad y nostalgia en la molinera de Bohemia, yahora Angelina le parecía deseable. Se extrañaba de estosdesconocidos cambios de su alma.

Una terrible sospecha surgió en él y como esta sospechale hería profundamente, sin embargo, se asía a ella con todassus fuerzas, pues por lo menos le ayudaba a explicar todo loextraño que le estaba ocurriendo.

-¡Entonces me has engañado? preguntó.-¡Sí, te he engañado!- mintió ella.- ¡No es tu hijo!Estas palabras sonaron de un modo extraño en los

oídos de Angelina, como si hubiera hablado otra mujer cercade ella.

-¡Con que, era eso!- dijo Sosthéne después de unsilencio bastante prolongado. Luego se apoyó con susfuertes puños en los brazos del sillón, que lo teníanaprisionado y se levanto con un violento esfuerzo. Tomó sucasco que yacía cerca de él en el suelo, semejante a unfabuloso y brillante animal, provisto de una ondeante colanegra, y se lo puso en su cabeza. Con él, llegaba y tocaba altecho. No sólo el orgullo sino también el desprecio,conferían ahora majestuosidad a su aspecto. Angelina quedósentada en el borde de la cama, en apariencia mísera yminúscula y, sin embargo, atrevida.

-Dime la verdad- rugió la voz de Sosthéne.-He dicho la verdad -contestó Angelina, y levantó los

ojos hacia él, demorándose en observarlo de pies a cabeza, yquedó con una sensación de fatiga como si el esfuerzo de sumirada hubiera sido transferido a sus pies. La idea de que la

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iba a levantar en sus brazos y besarla por última vez, la hacíasentirse dichosa.

Pero él se dio vuelta bruscamente y alcanzó la puertacon uno de sus enormes pasos, tratando de salir por ella,pero al ver que era demasiado baja, se agachó un poco y lacerró tras de sí con un golpe violento sin mirar hacia atrás.

Angelina oyó que hablaba afuera algunas frases con lapartera. Se inclinó sobre el niño que lloraba y empezó abalbucear palabras que ella misma no comprendía y que sinembargo la llenaban de felicidad.

-Eres mío...-decía -no eres de él, calla, eres mío, sólo amí me perteneces.

Durante mucho tiempo continuó hablando con ternuraa su hijo.

El sargento Sosthéne Levadour emprendió ese mismodía el viaje de regreso a su regimiento en Polonia, sin visitar asus amigos de París. Lo alcanzó en el camino, puesmarchaba ya de regreso a Francia. Relató a sus camaradasque le había nacido un espléndido hijo. Era un magníficomuchacho, que alas tres semanas de vida ya tenía todo elaspecto y la actitud de un soldado. Refirió ademes cómo,gracias a su astucia, no había desposado a la madre del niño.

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VII

Angelina pensaba continuamente en el Emperador. Eltambién, el único y poderoso, había dejado de ser el hombrevivo cuyo aliento, voz y mirada la inundaban de dicha ycuyas huellas sobre la baldosa del baño había contempladocon humilde inquietud. Ahora era realmente el granEmperador admirado en los cuadros; parecía una copia desus propios retratos, aún más distante que éstos. Estaba lejosde los pequeños hombres de su país. Corría del campo debatalla a las negociaciones y de éstas a las batallas. Y susnegociaciones eran tan incomprensibles como sus victorias.Desde hacía mucho tiempo había dejado de ser el héroe delos pobres. Nadie le entendía ya. Era como si la violenciaque emanaba de su persona lo envolviera en una bola dehielo transparente, y sin embargo, impenetrable. Despidió ala Emperatriz y desposó a la hija de un grande y lejanoEmperador extranjero, como si en el país faltaran mujeres.Una vez hizo venir al Papa desde Roma, del mismo modoque encargaba determinadas mercaderías en países que le

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debían pleitesía; hizo traer a la hija de un emperadorextranjero; e igual que ordenaba hacer salvas de cañón enmuchas partes del mundo, así dio orden para que en aquellaocasión se tocaran las campanas en la capital y en todo elpaís; del mismo modo que mandaba a los soldados acombatir en las batallas, también les ordenaba celebrar susfiestas; una ver había desafiado a Dios: ahora ordenó que sele elevaran plegarias. Los pequeños súbditos del Emperadorsufrían su violenta impaciencia y se daban cuenta de que susacciones, como las de ellos, eran grandes y bajas, necias einteligentes, buenas y malas. Pero sus virtudes y susdebilidades eran más violentas que las de ellos, por eso nolograban comprenderlo.

Solamente Angelina seguía amándole, aunque era entresus súbditos una de las más humildes. Le amaba tanto, que aveces acariciaba el estúpido deseo de verlo pequeño comoella, privado de la aureola de la gloria que él mismo renovabasiempre en sus retratos.

De acuerdo con el reglamento que regía la vida delpersonal de la Corte Imperial, Angelina volvió al servicio tresmeses después de su alumbramiento. La primavera florecíaen la ciudad, rejuveneciéndola; los brotes hinchados de loscastaños, resplandecían orgullosos en las avenidas. Angelinavio a muchas madres con sus hijos; las madres vestíanmiserablemente, y los niños, pálidos y enfermizos; sonreíandichosos. Cuando lo dejaba en la pieza, Angelina sentíadeseos de volver atrás, para ver un minuto más a su hijo.Cuando llegó ante la verja, donde apenas un año atrás laesperaba todas las noches el gigantesco sargento, con su

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ondeante penacho en el casco, se detuvo un momento comofrente a una dolorosa decisión. Aun podía regresar a casapara ver a su hijo y volver al trabajo un poco más tarde. Lostordos cantaban jubilosos en el jardín del palacio; el parque yel aire mismo, estaban cargados de perfumes embriagadores,parecía que el aroma de las acacias, las lilas y el oleandro,respondían al canto ensordecedor de los pájaros. Loschalecos blancos de los centinelas albeaban como domingosen fiesta y el verde de sus chaquetas recordaba a los camposde pasturaje. El centinela inmóvil fijó su mirada en ella. Lepareció reconocer al hombre y ser también, reconocida porél. En sus pupilas vítreas brilló una minúscula centella, comosi sonriera un vidrio. Angelina saludó con la cabeza. El fugazbrillo de los ojos del soldado le infundió valor, y se dirigiórápidamente hacia la reja como si temiera perderlo.

Trabajaba solamente en el lavadero. Ponía en su trabajoel mismo entusiasmo de antes. Agitaba la plancha con unmovimiento amplio, se llenaba la boca con agua y,contraídos los labios, rociaba la seda, el lino, y la batista;agitaba con mano experta el batidor de madera, planchabacon ternura las camisas, los cuellos y los puños plegados.Cuando pensaba en su hijo se sentía a la vez melancólica ydichosa. A mitad de la semana y aún desde el martes, el díadomingo le parecía tan cercano como la noche del mismo.Pero el lunes que seguía a su visita a casa de la Pocci, era elmás triste de la semana; y en cambio, el sábado, el más feliz.La noche del sábado, después del informe en la gran sala,empaquetaba todo: cosas útiles y superfluas. Llevabaungüentos y talco, pañales, leche, crema y pan, cadenitas de

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coral rosado contra el mal de ojo, raíz de ranúnculo contra latos convulsa, una yerba contra la escarlatina y otra que lehabían recomendado para prevenir la viruela. El domingosalía a las siete de la mañana. En el camino la asaltaba elmiedo de encontrar enfermo a su hijo. Se detenía comoparalizada, incapaz. de adelantar un paso y aterrada como sisu terrible suposición fuese ya una cruel realidad. Luego laconfianza volvía a dar alas a sus pies.

Cuando se encontraba, por fin, en la habitación de laPocci y se inclinaba sobre su hijo, empezaba a sollozar conviolencia. Sus lágrimas caían cálidas y desbordantes sobre elrostro del pequeñín. Lo levantaba en brazos, lo paseaba porla pieza y balbuceaba palabras sin sentido. Angelina notaba elcorrer inexorable de los años, solamente en la medida en quesu hijito se desarrollaba, se fortalecía y transformaba. Leparecía que antes hubiera vivido en la convicción de que eltiempo no adelantaba sino que describía un círculo.

Su deseo se cumplía: el pequeño no se asemejabaabsolutamente al sargento Sosthéne y más bien se parecía aella.

Tenía el cabello rojizo y el rostro sembrado de pecas;era delgado, fuerte y ágil. ¡Evidentemente era su hijo! Sinembargo, muy pronto empezó a rebelársele y de un domingoa otro lo sentía más distante de ella. Aveces parecíale quesoportaba sus cariños sólo por timidez infantil y que vendíacada beso por uno de sus regalos. Era su hijo, era pelirrojo ypecoso; cuando lo miraba creía verse a sí misma en el espejo.Sin embargo, a veces esta imagen le daba la impresión devolatizarse, y cambiar de súbito. Algunos domingos Angelina

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no encontraba al pequeño en casa.. Rondaba por barriosdesconocidos, con ciertos compañeros que ella odiaba; no leera fácil encontrarlo y si lo encontraba, en cuanto te eraposible se sustraía a sus cariños y cuidados.

Cuando el pequeño tuvo siete años le poseyó unapasión vehemente hacia todo lo militar; cosa muy comúnentre los niños de aquella choca. Rondaba alrededor de loscuarteles y entablaba amistad con los centinelas; jugaba a losejercicios militares con sus camaradas, robaba y coleccionabaestampas de batallas y del Emperador y pronto logróintroducirse en los patios de los cuarteles. Allí comía en lasescudillas de los soldados bondadosos y éstos le enseñaroncanciones militares, así como a soplar la corneta, tocar eltambor y hasta a manejar el fusil. Cuando vio un día uno deaquellos pequeños tambores de los cuales había muchos enel ejército imperial, decidió que también el sería tambor.Sabía que era el hijo de un soldado; escuchaba y comprendíatodo lo que su madre Angelina, Verónica Casimir y la parterasolían hablar entre ellas algunos domingos. Y de su padredesconocido se había forjado una imagen extraordinaria einsuperable.

Un día, el pequeño Pascual, apoyado en su propósitopor un sargento mayor algo ebrio y dispuesto a complacer almuchachito consiguió que se le permitiera pasar la noche enel cuartel del regimiento veintidós de infantería.Experimentó cierta clase de caricias que lo asustaron y que élcreyó que formaban parte de la vida de soldado. Fueencontrado por su madre recién dos semanas después,gracias a las investigaciones de la influyente Verónica

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Casimir. Desde entonces el pequeño quedó en el ejércitoimperial, y Angelina tuvo que buscarlo todos los domingosen el cuartel del regimiento veintidós de infantería.

La primera vez volvió asustada y escandalizada. Su hijo,aunque se parecía tanto a ella, le recordaba ahora al sargentoSosthéne. No había podido ver bien su pequeño rostropecoso, porque estaba oculto por la visera dura del Kepisdemasiado grande para él. La chaqueta de su uniforme muyancha, colgaba sobre sus débiles caderas; los pantalones eranlargos y las botas enormes, horriblemente grandes. Angelinacomprendió que había perdido a su hijo para siempre. Encasa, volvió a mirarse en el espejo, tratando de vislumbrarcomo una vez, hacía años, las huellas del tiempo y los rastrosde su belleza y juventud. Volvió a encontrar el eterno yúnico consuelo que la naturaleza ha concedido alas mujeres,y se decidió a esperar algún milagro.

El milagro se realizó en la tarde del domingo siguiente.Al salir del cuartel del veintidós, vio parado frente a ella

un hombre vestido con el uniforme de los empleados de laintendencia; aquel uniforme parecía cerrarle el camino.Cuando levantó la cabeza vio un rostro sonriente conbigotes rubios, que le resultó conocido y sin embargodesagradable. Ella sonrió perpleja. El hombre no se movió,la salud() y le dijo:

-Señorita Angelina.Lo reconoció en seguida por el timbre de su voz. Era el

galante caporal de artillería, uno de los imitados a la fiesta desu compromiso con el sargento Sosthéne.

-¿De dónde viene usted- preguntó él.

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-De hacer una visita a mi hijo- contestó Angelina.-Y su esposo, mi querido camarada, ¿qué hace?-.-No me he casado. El no es mi esposo. Sólo tengo a mi

hijo- repuso ella.-También yo...- empezó el antiguo caporal, como si su

destino tuviera cierto parecido con el de Angelina. -Tambiényo he sufrido muchos cambios...-indicó su uniforme.

-Ahora trabajo en la intendencia y estoy harto de suscampañas militares...- Al decir «sus» señaló con el pulgar porsobre su hombro, como si el Emperador estuviera enpersona, detrás de él. Tengo una grave herida en las piernas;nos ha acarreado únicamente desgracias! ¡Nada más quedesgracias! Yo me he salvado a tiempo. Ahora estoytranquilamente a la espera de los acontecimientos. ¡Aun meacuerdo de su indignación en la fiesta de compromiso!¡Ahora debe usted admitir que no tenía del todo la razón!¡No puede usted ignorar lo que está pasando!

-¡No sé lo que sucede!- murmuró Angelina.- Sésolamente que los restos de este regimiento están a la espera,listos para ser llamados y señaló el cuartel. tengo miedo pormi hijo agregó.

-¡Y con razón!...- respondió el empleado de laintendencia. -Estamos derrotados. Dentro de dos días losenemigos estarán en París. El Emperador llegará mañana. Amí no me interesa. Le he servido fielmente durante muchosaños.

Ahora espero la decisión de los grandes. ¡Soy unfilósofo. señorita!

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Aunque la voz, la sonrisa y las palabras del ex caporal leresultaban desagradables, Angelina asentía con la cabezadespués de cada frase, sin saber por qué. Aquel encuentro laentristecía y le causaba placer. Sentía a través de suspárpados bajos la mirada benévola y cariñosa del hombre.Todo lo que él le estaba diciendo, que era un filósofo, y quetenía una herida, que el Emperador llegaba mañana, queFrancia estaba derrotada, que los enemigos estarían en dosdías en París, que «los grandes» tomarían alguna decisión:todo esto la intranquilizaba menos que su mirada amable yturbadora.

Le propuso ir a «alguna parte». Esta proposición no leextrañó; la esperaba y hasta quizá la deseaba. Pues le hubieraresultado imposible volver al palacio, a la habitación quecompartía con sus compañeras. Sin preguntar a dónde laquería conducir, empezó a caminar. Después de unos pasosél la tomó del brazo. De sus músculos fuertes fluía unpequeño estremecimiento, espantoso y agradable. Era untemblor perentorio y masculino, ella lo sentía en el brazo yen todo el cuerpo, la ofendía y la consolaba, halagándola almismo tiempo. Parecíale que había en ella dos seres, dosAngelinas: una orgullosa y llena de reticencias y de asco haciael hombre que iba a su lado, y la otra desamparada yagradecida por cualquier forma de ayuda que le ofreciera.Callaba, mientras él seguía hablando. Se ocupaba de política,del mundo, de las dificultades y de los errores delEmperador. A ella le pareció que habían caminado muchotiempo a través de la ciudad. Otro ser, pensaba por ella, otrohabía decidido su meta. Era vergonzoso, pero agradable. ¡Se

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sentía tan sola y tan abandonada! El hombre era un extraño,pero prometía algún refugio. No tenía que ir a casa. Se sentíacansada, pero era un cansancio grato. Era un fresco día deotoño; unas nubes malévolas y violáceas se perseguíanrápidamente por encima de los techos; en la intersección delas calles el viento soplaba desde todas direcciones a la vez.A veces su pie pisaba alguna hoja dura y amarilla, que llegabaarrastrada desde algún jardín. Bajo su pisada, se quebrabacon un sonido seco y muerto que recordaba el crujido de loshuesos. Oscureció pronto. El empleado de la intendenciacallaba.

Se detuvieron en una casa de Vanves, llena de luces,acordeones, suboficiales y sirvientas. Hacía mucho queAngelina no había bebido tanto y tan de prisa. Se sentó cercadel hombre, en un suave asiento de terciopelo rojo. Elasiento era blando, pero el respaldo, del mismo tono, eraduro y engañador, pues estaba hecho de una vulgar tablatapizada en rojo. El empleado de la intendencia extendió subrazo derecho y lo posó por detrás de la nuca de Angelina,como para protegerla de aquel resplandor traidor. Con laizquierda escanció mas vino en las copas. Ella sintió que se,acercaba, como envuelto en un sutil vaho azulado. Teníavergüenza y sin embargo no se resistió. Besó el dulce y suavebigote. El beso le pareció durar una eternidad. Abrió losojos: se acordó que no conocía ni el nombre de su amigo.Entonces le preguntó:

-¿Cómo te llamas?- como si al conocer su nombre, todofuera normal y justificado ante Dios y los hombres.

-¡Carlos!- le contestó el ex caporal.

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-¡Así está bien!- dijo Angelina y le pareció que todoestaba en orden.

Pasó aquella noche con el empleado de la intendencia,Carlos Rouffic. Comprobó con cierto temor que éste tenía lafacultad de transformarse de hora en hora, y hasta en lapsosmás cortos aún. Al quitarse la chaqueta apareció como unsegundo Carlos, un Carlos en chaleco y mangas de camisa;cuando se sacó el chaleco fue un tercer hombre aún másextraño que el anterior y al inclinarse sobre ella paraacariciarla, creyó que era un tercero, terriblemente extraño.La despertó después de algunas horas, fresco y alegre, con elbigote cepillado y untado con pomada. Su rostro semejabauna nubecita matutina rosada y áurea y atravesada por el sol.Estaba ya vestido y la espada colgaba fiel a su lado, como sijamás se hubiera alejado de él. Era un cuarto hombre, másextraño aún que los anteriores.

Durante el día lo olvidaba y cuando, a veces, contra suvoluntad, se acordaba de él, conseguía ahuyentar sindificultad su imagen. Tenía vergüenza porque era un extraño,y sin embargo lo necesitaba; pero eso de necesitar a unextraño le avergonzaba aún más. A pesar de eso le prometióvolver a encontrarse con él. Entonces él se acercaba, ella lodistinguía cada vez mejor, se le volvía más familiar y por finrealmente vivo.

Esto acaecía` días antes del gran trastorno en que se ibaa ver envuelto el país. Quizá la confusión en que se hallabaAngelina era la consecuencia de aquel terror general, que secernía sobre Francia, como nubes malignas de tormenta.Antes que la ciudad de París pudiera escuchar el trueno de

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los cañones enemigos, todo el mundo creía oír ya susmensajes. Antes que se supiera que el Emperador estabaderrotado y en marcha hacia la capital con los restos de suejército, todos tenían ya el presentimiento de que estabavencido y en plena fuga. Y aquella intuición era más terribleaún que la certeza de algunos días después. Los presagiosaturden ,los corazones sencillos de los hombres; en cambiola certidumbre irremediable los debilita y entristece, Angelinaobedecía a estas leyes. Vivía aturdida, atemorizada entre laconfusión reinante y el terror general.

Un día, Carlos, el empleado de la intendencia,desapareció. Durante algunos días su presencia fiel en elmismo lugar y a la misma hora, había sido un mísero, peroseguro refugio para Argelina. Aquel día ella lo esperó envano, sentada en la pequeña taberna. Se sentía turbada porlas notas del acordeón, y acechada por las miradas de lostaberneros que la conocían y parecían esperar también ellos,al empleado de la intendencia, Carlos Rouffic. En torno aella se hablaba ya de la desgracia del Emperador y del país.Por fin Angelina se levantó y se fue.

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VIII

Durante el otoño francés del año 1814, muchoshombres vivieron intensos y dolorosos días. Los enemigosllegaban. Se acercaban como enemigos, con todo el diabólicoséquito del vencedor: la sed de venganza, la arbitrariedad y lavoluptuosa satisfacción de causar daños inútiles. Losenemigos de Francia eran muchos y muy numerosos. Ibanallegar dentro de poco, llevando el terror, la aflicción y ladesdicha por todas partes. La confusión que reinaba en laCorte era aún mayor que la que imperaba en todo el país yen la capital; era más grande entre el personal inferior queentre la nobleza. Pues siempre son los, sencillos y lospequeños los que sienten acercarse el peligro. Son losprimeros en temblar frente a él, a pesar de ser inocentes delos errores y pecados cometidos por los grandes. Y sinembargo, participan más de los destinos de los grandes quela gente de renombre. Las tormentas destruyen las chozasdébiles y miserables pero respetan las poderosas casas depiedra.

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Los pequeños empezaron a abandonar al Emperadordos días antes que éste huyera de la ciudad y del país. Sussencillos corazones no alentaban otra cosa que lapreocupación por su vida; estaban aterrorizados ante elpeligro sin rostro y por ello más terrible. Huyeron todos, sinrumbo, dirigiéndose a distintos lugares. Los hombres y lasmujeres del personal se refugiaron en la casa de sus amigos,que también eran sirvientes del Emperador pero en otrospalacios, como si aquellos que no habían vivido bajo elmismo techo con él, estuvieran más seguros. Era como si laconvivencia diaria con el gran Emperador fuera una enormeculpa llena de peligro. Pronto los sirvientes de los otrospalacios se alejaron también desorientados y sin rumbo fijo;Verónica Casimir, imitándoles, también se fue. Ella siempretan ostentosa, huyó entonces cargada de equipajes, en unamplio coche, en el que hasta su figura, de la que antesemanaba tanta dignidad, parecía haberse achicado conmotivo del desastre.

Angelina se despidió de ella con tristeza; quedó sola enel palacio hostil. Vinieron nuevos y desconocidos simientescon extra, ñas libreas reales. Todos los días esperaba algunanoticia de su hijo. Ya no había trabajo, ni una plancha queagitar, ni camisas de batista y de seda. Sólo se veían rostrosnuevos y huraños. Quizá su hijo habría muerto; pensaba enla hora en que lo trajo al mundo, hacía ya tanto tiempo.Aquel día los copos de nieve golpeaban con suavidad ybenevolencia en las ventanas cerradas. Se acordó de suprimer balbuceo, de su primera sonrisa y del dichosodomingo en que comprobó que ya caminaba sin ayuda... y de

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aquel otro terrible domingo, años más tarde, cuando porprimera vez lo sintió extraño, al observar que era igual a supadre. Aquel niño que ella trajo al mundo y amamantó, habíamuerto hacía mucho tiempo. El pequeño tambor le era aúnmás extraño que el rudo sargento Sosthéne.

Tres días después de la llegada del insensible y amablerey, una nueva jefa, la sucesora de Verónica Casimir, sepresentó ante el personal de la Corte. Era dura, de rostrodemacrado y feo, parecía de témpano. Por las blancas lisesque llevaba en el cabello, en el pecho y en la cintura,semejaba un catafalco.

Aquella mujer le comunicó a Angelina que no podíapermancer en el palacio real.

Angelina se dirigió ala casa de la única mujer queconocía, la partera Pocci. Su miserable baúl de mimbre, conel que había llegado a París un día dichoso del pasado, se lehacía cada vez más pesado. Pronto empezó a arrastrar elpaso hasta que dejó caer su carga en el borde de la acera y sesentó. Creía que toda su pena y su abandono eran causadospor el cansancio de sus pies. Pero después de estar sentadaalgunos minutos, sintió un cansancio aún mayor que sudebilidad. Le parecía que peligros extraños la amenazabanacechándola desde la esquina cercana. Levantó la vista ycontempló cómo se perseguían en el ciclo unas nubes bajasde aspecto amenazante.

Desde una calle vecina llegaban hasta ella los gritosconfusos del pueblo que aclamaba al nuevo rey y maldecía alderrotado emperador. La muchedumbre se acercaba, yapodía oír claramente los gritos de "¡Viva el rey!". Sus ojos se

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llenaron de lágrimas. Tuvo miedo de que la vieran llorar,pues ello podría resultarle peligroso. Poco a poco el ruido sefue alejando.

Angelina comenzó a caminar prudentemente con pasolento. Estaba sola, abatida y derrotada, lo mismo que elEmperador, pensó para sí. Esta idea mitigó un poco susordo dolor. Tenía la impresión de que caminaba por lascalles abandonadas por el Emperador. El, también recorría,invisible para ella, el más terrible de todos los caminos.Quién sabe si, a lo mejor, no era verdad que lo habíandeportado: podría ser que viviera aún en la capital,disfrazado por ejemplo, de soldado y que lo encontrara encualquier momento para decirle muchas cosas.

Cuando llegó a la casa, ya anochecía. Miró las ventanasfamiliares: estaban oscuras. Quizá la partera Pocci tambiénhubiera huido. Angelina esperó un rato, temiendo abrigardemasiado pronto esa terrible convicción y con la tímidaesperanza de que alguien le abriera la puerta de la casa parahacerla entrar. Pero al mismo tiempo, temía que sóloestuviera el zapatero polaco, que trabajaba durante el día enel oscuro zaguán, sentado en la puerta. Desde el primermomento le había producido un sentimiento de profundarepulsión. Su pierna de madera que provocaba un ruidotremendo al caminar sobre las baldosas del zaguán o losadoquines de la calles, su enorme mostacho gris degranadero de la legión polaca, su extraña y durapronunciación que machacaba las palabras en vez depronunciarlas, su mirada ceñuda de guerrero aparentementepeligroso, sus manos ennegrecidas por el cuero, todas esas

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cosas le infundían a Angelina un terror extraño. Nunca podíaacordarse de su nombre, le parecía tan extranjero que hastatenía escrúpulos de pronunciarlo. Por esto el zapatero leresultaba todavía más temible.

Sin embargo se engañaba: ni su nombre era difícil depronunciar, pues el zapatero se llamaba Juan Wokurka,nombre que estaba grabado claramente en esmalte rojosobre una chapita negra clavada en la puerta... ni su carácterera sombrío, peligroso o temible. En él todo era suave ysilencioso, solamente su pierna de madera hacía ruido. Comosoldado voluntario había participado en la última ydesgraciada campaña del Emperador, y después le haber sidoherido, se instaló en París, donde tenía asegurada su pensión,y podía ejercer su antiguo oficio con más probabilidad deganancia que en su pueblo natal. En efecto, recibía lapensión y obtuvo las ganancias esperadas. Pero sentíanostalgia de su patria. Estaba solo, pero le gustaba conversarcon todos los vecinos larga y detalladamente, aunque enforma incomprensible para muchos de ellos. Comprendía loque la gente hablaba y por eso estaba seguro que también leentendían a él. Pero apenas quedaba solo, comprobabasiempre, con amargura, que no había sido comprendido. Ydespués de cada conversación, el silencio a su alrededor eramás grande y también aumentaba su soledad y su nostalgia.La cadera izquierda le dolía más que antes, y aún su piernaamputada, que quedó en algún lugar a orillas del Oder, lehacía sufrir, igual que si no la hubiera perdido.

Por eso estaba decidido a ahorrar algún dinero yregresar a Polonia. Solamente esperaba reunir una "suma

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redonda", como decía él. Pero apenas se había "redondeado"esa suma se arrepentía y postergaba el viaje. A esto seagregaba que a pesar de su mutilación, deseaba encontraruna mujer que le amara y aunque era tímido antes de quedarmutilado, ahora se había tornado completamente huraño.Deseaba a las mujeres con mayor vehemencia. No dejaba decepillar su barba audaz y de imprimir un fulgor guerrero asus ojos claros y apacibles, así que se enamoró rápida ysinceramente de Angelina. Le gustaba porque tenia un rostroesquivo y modales tímidos. Pero a Angelina, sólo le causabamiedo. En aquel momento, mientras esperaba de pie,desconcertada y abandonada, mirando hacia la ventana,temía más al zapatero que la noche que se aproximaba. Enlas habitaciones de la partera Pocci no se encendía ningunaluz. Sin embargo, Angelina cruzó la calle y entró en la casa.El zapatero martillaba contento como de costumbre. Ladivisó en seguida. Al ver su canasto se levantó; su pierna demadera avanzó extrañamente y estuvo cerca de ella conincreíble rapidez y le tomó el baúl para ayudarla aintroducirlo. La luz amplia de su linterna de tres bujías,irradiaba a través de la hola de cristal ondeante y fantástica,iluminando el vestíbulo oscuro, a la par que su rostro. Bajócojeando los tres escalones que mediaban hasta su cuarto,soltó el baúl y volvió al vestíbulo con asombrosa rapidez.Fue en vano que Angelina extendiera su mano hacia el baúl,él la asió y le dijo vivamente con más claridad que decostumbre:

- Todos se han marchado, la señora Pocci ha partidoesta mañana. Anoche estaba aún aquí la señora Casimir.

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Todos tienen miedo; yo soy el único que no temo nada.¡Venga señorita!- Le soltó la mano, pero la tomó del brazo yla condujo dentro de la habitación. Angelina bajó. Le parecíahaber llegado al lugar en que estaba su baúl.

Inmediatamente se hundió en el único y estrecho sillón,colocado frente ala mesa. El zapatero Wokurka lo empujóun poquito ala izquierda y luego ala derecha, después haciaadelante, como si con ello lograse hacerlo más cómodo.Cuando creyó haber lo conseguido, se acercó al ligónsoplando las brasas y empezó a calentar vino tinto con agua.Mientras efectuaba, esto, se volvía de cuando en cuandohacia Angelina.

Cuando creyó que se había adormecido, se sintióinvadido por una alegría repentina y sopló convoluptuosidad el fogón encendido.

Pero los ojos„de Angelina no estaban cerrados: alcontrario, observaba los movimientos del zapatero y todoslos objetos que había en el cuarto. La gran bola de cristal semovía suavemente delante de la extraña linterna querecordaba una. jaula de vidrio, por sus adornos de cobre, enla que revoloteaban tres llamitas prisioneras. Una cortinaverde oscura detrás de la cual se adivinaba la alcoba deWokurka, despertó en Angelina el lejano recuerdo de aquellafantástica noche de diez años atrás... y le parecía que desdeentonces hubieran transcurrido cien años. Pensó en lospesados pliegues de la cortina imperial y croando el zapaterole sirvió una tara con vino caliente y fragante se acordótambién de la jarra de aquella ocasión.

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En la taza se veía el retrato del Emperador, rodeado poruna verde corona de laurel, era su conocido retrato deexpresión orgullosa, que le evocó a Angelina el enormecuadro mural de la sala misteriosa. Tenía la impresión de quetodo era irreal como entonces. Todo lo que veía allí, lasmelancólicas bujías prisioneras, la miserable cortina, el vino,la miniatura policromada del Emperador, parecían tener unparentesco con los objetos preciosos que contemplara en lahabitación imperial. Quizá fueran los mismos objetos, queen el curso de los largos años y por la desgracia que habíacaído sobre su dueño y señor se hubieran estropeado ydesmerecido llegando a parar a aquel lugar.

El zapatero Wokurka esperaba en pie frente a ella. Seapoyaba con una mano en el borde de la mesa y la miraba sindecir una palabra. Su abundante cabello rubio gris, peinadohacia atrás, casi tocaba la bola que se balanceaba dulcementeenvolviéndole con su fantástica luz en un reflejo irreal.

-¡Beba!-le dijo por fin Wokurka.La tierna insistencia de su voz y el caliente y seductor

aroma que subía de la laza, la hicieron inclinarse haciaadelante y sorber un poco de su contenido. Una agradablesensación de calor inundó su corazón, levantó la miradahacia los grandes ojos grises del zapatero. Erancompletamente distintos a los que había visto hastaentonces. No vio en ellos deseo alguno, sino por el contrarioun brillo sonriente. La enorme barba ya no era tan terrible,sólo parecía proteger la boca invisible del hombre. -¡Bebanomás!- dijo aquella boca invisible.- le va a hacer bien.

Ella bebió con agradable presteza y volvió a apoyarse.

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El zapatero Wokurka dio media vuelta, descorrió lacortina verde tras la cual apareció una cama. Se sentó en ella,su pierna de madera sobresalía tocando casi el ángulo de lamesa, pero tampoco la pierna de madera asustaba ya aAngelina.

- Sí- comenzó Wokurka,- todos han huido ante el rey,como ante la peste. No comprendo por qué le tienen tantomiedo, pero sé demasiado bien lo que puede el terror.Ofusca la razón de las personas cuerdas. La señora Pocci,por ejemplo, era una mujer consentido común. ¡Quién sabe adónde se habrá ido! La conozco muy bien, echaba las cartaspara la gente elevada. Podía adivinar el futuro pero no elpresente.

Y usted ha quedado sola, querida señorita.Esperó un rato y como Angelina no contestara

prosiguió:-Temo que usted no me comprenda bien. Sé que no

hablo en forma muy comprensible.Pero esta vez Angelina lo había comprendido

perfectamente y le dijo:-¡Cómo no, si le entiendo muy bien!-Puesto que está usted tan sola, querida señorita-

continuó- le ruego que provisionalmente se quede aquí. Yono la molestar. Puede esperar tranquila, señorita. El mundocambia de prisa, hoy en día. ¡Quién hubiera previsto estohace medio año? El Emperador era poderoso y yo era susoldado; yo también lo he amado. Pero vea, nosotros lospequeños, pagamos caro nuestro amor por los grandes.

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Mientras hablaba, se le ocurrió una analogía que creyóacertada y agregó:

-Así, por ejemplo, yo he perdido una pierna y usted suempleo. Son sacrificios inútiles. Nosotros los pequeños nodebiéramos permitir que los grandes determinen nuestrasvidas. Cuando vencen, sufrimos, y cuando son derrotadossufrimos aún más. ¿No es verdad, señorita?

-¡Sí!- le contestó.- ¡Tiene usted mucha razón!El zapatero tomó la botella de vino, que estaba sobre un

pequeño estante de madera, encima de la cabecera de lacama, bebió un buen trago, la volvió a poner en su lugar yesperó un rato. Tal vez confiaba en que el vinoenvalentonara su corazón. En efecto, pronto lo sintió ymientras su espeso bigote se movía extrañamente,traicionando una sonrisa de su boca invisible, dijo conaudacia:

- La conozco desde hace mucho, señorita Angelina, yconozco también su vida-. Hizo una breve pausa, tomóaliento y continuó despacio: -Conozco también al padre desu hijo, el señor Levadour. Y le dije a su tía que usted tuvorazón en no querer casarse con él.

-¿Sabe usted si mi hijo vive todavía y dónde está?-preguntó Angelina.

-¡No lo sé!- le contestó Wokurka, pero mañanatemprano me pondré en averiguación y lo buscaré. Tengobuenos amigos en casi todos los cuarteles de París. Mentía yse regocijaba de que ella confiara en él.

-Se lo agradezco- le respondió Angelina y una inmensagratitud invadió su corazón.

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Le pareció que después de muchos caminos erradoshubiera hallado por fin la casa paterna. Sus ojos se cerraron yse durmió allí sentada. Wokurka la levantó suavemente delsillón, la colocó en la cama, corrió la cortina y él ocupó a suvez el estrecho mueble. Por primera vez desde que perdió supierna, la nostalgia empezó a atormentar su alma, y se sentíadichoso.

Las bujías de la linterna se fueron apagando una despuésde otra con pequeñas y tranquilas llamaradas. Desde laslejanas calles llegaban los gritos de los partidarios del rey, quevitoreaban a éste y maldecían al derrotado Emperador. Peroel zapatero Wokurka se encontraba en una isla feliz, aisladode los volubles sucesos del mundo. ¿Qué le importaba elEmperador? ¿Qué le importaba el regreso del rey? ¿Que leimportaba el pueblo que vociferaba afuera? Pensaba quepronto regresaría a su patria con la mujer que dormía ahídetrás de la cortina. No se trataba ya " de una sumaredonda". Toda suma era redonda. Escuchaba la sirenarespiración de Angelina detrás de la cortina. ¡Había venido aél y por sí sola! Se durmió sentado, así como estaba, feliz ydecidido a buscar al día siguiente al hijo de Angelina.

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IX

Dos semanas más tarde, Wokurka logró encontrar alpequeño. Durante ese tiempo rengueó todos los días algunashoras a través de la ciudad, visitando cuantos cuarteles podía.

Cuando encontró regresó a su casa rápidamente, pues leparecía que también su pierna de madera tuviera alas.

-¡Mañana podremos verlo!- dijo y bajó los ojos, porquetenía vergüenza de ver la felicidad de Angelina. Pasaronalgunos minutos antes de que ella contestara. Cuando lohizo, ya había oscurecido y se podía suponer que seavergonzaba de hablar a la clara luz diurna.

-¿Dónde y cuándo lo veremos?A las siete de la noche, después del informe. El

suboficial de servicio es amigo mío.La noche siguiente Angelina fue a ver a su hijo. Su

regimiento diezmado, vencido y humillado, residía en otrocuartel, y aún se lo veía en el mimo estado en que regresó dela derrota. Quedaban todavía dos antiguos suboficiales quereconocieron a Angelina; a ella le pareció encontrarse con

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dos espectros queridos y familiares. Ya no llevaban el águiladel Imperio, la habían substituido por las lides reales. Ya noeran los soldados del Emperador, sino los súbditos del rey.También el pequeño Pascual le pareció embargado por unavergüenza sombría. El muchachón extendió los brazos en unprimer impulso, pero en seguida los dejó caer. Y cuandoAngelina comenzó a llorar, le tomó la mano y se la besó.Mientras llevaba puesto su kepis era de su estatura. Perocuando se descubrió en un pronto acceso de ternura, lellegaba solamente hasta el hombro. Ella contempló suespeso y abundante cabello rojizo y pensó que le habíaquerido demostrar que era su hijo, únicamente su hijo.Angelina lloró todavía más. Pensaba en. su ¡copia niñez; ensu cuerpo entregado necia e inútilmente al repugnanteSosthéne; en el fortuito y fugar caporal; en la humillantenoche transcurrida en la fantástica habitación de la cortinaverde de pesados pliegues; en la muerte prematura de supadre; en sus impúdicas exhibiciones infantiles frente aespejos extraños... y todo, todo le parceló no sóloinfinitamente triste, sino aún más, infinitamentedesconsolador y sombrío. Comprendió de pronto y en todasu amplitud que la totalidad de las cosas necias y carentes desentido que le ocurrieran, se habían desarrollado ala sombradel gran Emperador; su aureola había dado un falso tintedorado a todo su inútil destino; ahora que el faltaba, reciénse daba cuenta que lo necio se volvía necio, y la desgracia setornaba vulgar. No lloraba ya por la emoción de habervuelto a encontrarse con su hijo, sino por todo un mundomuerto, en cuya duración eterna había tenido fe. El mundo

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dejó de existir para ella desde que partió el Emperador. Enaquel momento se dio cuenta de que su amor por él era másgrande y mas poderoso que un amor vulgar. No lloraba porel destino de su hijo, sino por la rabia que le causaban laslides reales, la bandera blanca de los Borbones que ondeabaen la puerta del cuartel y pena por la derrota del Emperador.Mientras tanto, seguía escuchando lo que le refería elpequeño: su padre, el sargento Sosthéne Levadour, delregimiento trece de dragones, había venido a buscar a suhijo. Preguntó también por la madre, y prometió volverpronto a visitarla. Pero aquello no le interesaba mayormentea Angelina y por eso se limitó a decirle:

-Sí, es tu padre, pero yo no lo quiero ¡Te quiero sólo a ti,hijo mío! Volveré pronto y se despidió besándole sus rojizoscabellos, sus pecosas mejillas y sus ojitos azulados.

Cuando estuvo en la calle, se prendió del brazo delzapatero Wokurka mientras continuaba llorando. Seesforzaba en caminar con el mismo paso que el cojo, casi seavergonzaba de poseer las dos piernas sanas y que el otrotuviera una sola.

Sin embargo, la poseía el sentimiento de que ella, consus piernas intactas e incólumes, era más débil y estaba másnecesitada de protección que el otro tuviera una sola.

Sin embargo, la poseía el sentimiento de que ella, consus piernas intactas e incólumes, era más débil y estaba másnecesitada de protección que el hombre que caminaba a sulodo con una sola. Y por eso se apoyó en su brazo pirasostenerse.

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Durante un buen rato caminaron de esta manera por lascalles. Ambos callaban. Al llegar frente ala puerta ella reciénse dio cuenta que Cl quería decirle algo, pues le apretó confuerza el brazo. Entonces volvió sus ojos hacia el rostropreocupado y hundido de Wokurka, iluminado por la luzmiserable de la única linterna que alumbraba la estrechacalleja.

Lo vio bajo un aspecto completamente diferente, comosi la melancólica y trémula llama de la linterna hubieracambiado sus rasgos y descubrió la honda pena que reflejabasu rostro.

Comprendió en ese momento que va hacía tiempo noera para ella un extraño temible, sino un silencioso y fielcompañero que la amaba como nadie le había amado ypasaba largas noches de vigilia sentado en su estrecho sillón,con la pierna de madera tendida en cómoda postura.Angelina volvió a inclinar la cabeza y Wokurka comenzó envoz baja y tímida:

-Quiero decirle algo...-se detuvo y esperó, pero ella nocontestó nada. Entonces él inquirió. -¿Quiere ustedescucharme? Angelina hizo un gesto afirmativo con lacabeza. –Bueno- continuó Wokurka, -bueno, he pensadoque podía preguntarle... preguntarle ... si quiere ustedquedarse conmigo.

-¡Sí!- le contestó, con una voz tan clara y tan segura quele causó sorpresa a tila misma.

-Quizá usted no me ha comprendido- empezó de nuevoWokurka, le he preguntado si quiere usted quedarseconmigo.

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-¡Sí!- le repitió ella, con la misma voz sonora y tranquilade antes.

Entraron en la casa; por primera vez desde que vivíacon Wokurka fue ella la que encendió las velas de la linterna.Luego se acercó al fogón y. se ocupó de. las ollas. Sentíasobre sí la mirada inmóvil del hombre y evitaba mirarle.Pensaba con temor en la noche que se acercaba y en el amorque traería y súbitamente sintió repulsión por la pierna demadera, como si en aquel momento recién se diera cuentaque no era una parte natural de su cuerpo.

Como todas las noches anteriores, comieron en silenciola sopa de leche con papa;, que tanto le gustaba a Wokurka,pues apaciguaba un poco su nostalgia. Ambos estabanturbados.

Cuando empezaron a beber el vino. Angelina observóque Wokurka no lo vertía de la botella de siempre, sino deuna jarra panzuda de cristal que tenía un óvulo pequeño yliso debajo dei pico encorvado; en él se veía un Napoleónvítreo en uniforme de diario, al que. coloreaba el vino rojo,como si lo irrigara de sangre; era un Napoleón de vidrio, conapariencia de piedra sanguínea. A medida que la jarra sevaciaba el Emperador palidecía y se esfumaba cada vez más;Angelina creía verlo morir poco a poco: primero la cabeza,luego los hombros, el tórax, los muslos y por fin las botas.Tenia los ojos fijos en aquel óvalo y se estremeció cuandovio la jarra vacía.

-¿Tiene más vino?- le preguntó y agregó -¡Qué hermosajarra!

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-Sí, es muy bonita- contestó Wokurka. -Es un regalo delconde Chojnicki, cuando nos equipó a los legionarios.

Vivíamos en su palacio y nos ejercitábamos juntos en elmanejo de las armas. El Emperador lo conocía mucho. Cayóel día en que yo perdí mi pierna. Sí, tengo más vino. Uso estajarra solamente en ocasiones extraordinarias. El día de hoy,lo es para mí, ¿verdad, Angelina?

Estaba jovial y ágil, se levantó rápidamente, volvió allenar la jarra y escanció vino en las copas. Sus mejillasestaban encendidas, sus ojos brillaban y su bigote parecíatornarse cada vez más rubio, como si le brotaran nuevospelos, más claros y encrespados, disimulando los que estabanencanecidos prematuramente. Se volvió locuaz y comenzó ahablar de batallas y de camaradas, se mofó la pierna quehabía perdido, afirmando que nunca fue tan buena como laactual, pero en ese instante sintió un agudo dolor en lacadera izquierda y en el muslo mutilado y tuvo que callarsede golpe. No recordaba exactamente todo lo que acababa dedecir; no. sabía si Angelina le había contestado o al menosescuchado. cuando la miró sólo experimentó un deseoirresistible que no apaciguaba en lo más mínimo el dolor,sino que al contrario lo acrecentaba. Se había sentado comosiempre en el borde de la cama y Angelina frente a él. Selevantó inesperadamente, se apoyó en la mesa y se puso enmovimiento; también Angelina se levantó y lo esperóestremecida. Sabía exactamente lo que sucedería, era loinevitable; entonces deseó que todo pasara muy pronto y fuea su encuentro. Su cálido aliento olía a vino, pero en sus ojosclaros no brillaba solamente el deseo, sino también una

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infinita bondad; su barba se encrespó y su presencia leinspiró miedo, un poco de repugnancia, al mismo tiempoque compasión. Pronto estuvo acostada y cerró los ojos.Percibió como se quitaba la pierna artificial, el liviano ruidode las cintas de cuero al ser desabrochadas y el delicadotintineo de las hebillas de metal.

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X

Insensiblemente se acostumbró a las noches, a los días yal hombre. Cuando llegó el invierno ya se había familiarizadocon él y se sentía casi feliz. A medida que los días seacortaban, crecía la nostalgia de Wokurka. Hablaba cada vezcon más frecuencia de casarse y regresar a Polonia, paraolvidar todas las penas y empezar un¡ nueva vida. Allí en sutierra, en su Gora Lisa, una espesa capa de nieve seca y sanacubría ya la tierra; se comían grandes panes redondos decorteza morena, y la gente se preparaba para festejar laNavidad. En cambio aquí llovía también en diciembre,soplaba un viento húmedo y maligno; el viento, el rey, losenemigos de Francia y de Polonia eran aliados; el granEmperador, el único que hubiera podido curar su nostalgia,estaba en el exilio, y probablemente sufría una nostalgiatodavía mayor que la del zapatero Wokurka. Los diariosultrajaban todos los días al Emperador y se referían al grancongreso de Viena, alabando al traidor Talleyrand y al buenrey, que no pagaba su pensión a Wokurka. ¿Qué hacía allí el

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zapatero de Gora Lisa? A veces lo visitaban algunos exlegionarios polacos, que no tenían oficio, y que sin pensión,sin pan y sin techo estaban más mutilados que Wokurka, apesar de sus miembros sanos. Vagaban mendigando por laciudad. Algunos esperaban reunir el dinero necesario parapoder llegar hasta el Emperador prisionero, pues cada unoestaba profundamente convencido que sólo él estaba enposibilidad de sugerirle al Emperador los medios paraconquistar nuevamente a Francia, vencer al mundo yresucitar a Polonia. Pero hasta el simple Juan Wokurkacomprendía que no eran más que ingenuas fantasías: dl teníaun oficio modesto y su trabajo le hacía prudente, paciente yjuicioso, y su invalidez lo alejaba de esos sueños efímeros. Sepreparaba para partir: Angelina debía acompañarlo. Eraverdad que ella dejaba a su hijo, pero ¿era todavía su hijo?¿Acaso no lo encontraban mas extraño cada vez que lovisitaban? Y así era en realidad.

El pequeño, antes que nada, era soldado; había estadobajo el fuego de la metralla v el ejército era su madre. El reyde Francia vivía en paz con todo el mundo; en el cuartelhabía bastante lugar para un pequeño Pascual Pietri yprobabilidades de un pacífico porvenir.

De este modo, Wokurka trataba de convencer aAngelina. Esta tenía treinta años y le parecía. que estabaprematuramente envejecida, por el sufrimiento y laconfusión que imperaron en sus pasados años. Se sentíaaturdida, fatigada, y apenas Wokurka empezaba a hablar desu patria, ella también pensaba que aquel lejano paísalbergaba la paz y quedaba aislado de todas las desgracias y

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desvaríos. Que era suave como la nieve que lo cubría y queaislado ten una apacible desdicha, vivía en un eterno dueloblanco por el perdido Emperador. Angelina se lo imaginabacomo una suave viuda envuelta en blancos velos, llorando alEmperador. Poco a poco despertaba también en ella unaagradable nostalgia hacia aquel extraño país, mientras suternura maternal iba debilitándose. Poco a poco se adaptabaal mundo de Wokurka. Cuando llegó la Navidad, Wokurka lafestejó de acuerdo con la costumbres de su patria. Trajo unenorme abeto que llenaba todo el cuarto. Quitó todas lasherramientas, el banquito, sobre el que se sentaba agachadoen el zaguán, y la bola que le recordaba sus duros días detrabajo.

Le regaló un echarpe de seda, aros de cristal de Bohemiay pantuflas de gamuza blanca que había confeccionado élmismo.

Angelina comenzó a sentirse tranquila y feliz. Wokurkala abrazó solemnemente, con cariño y agradecimiento. Surostro olía a jabón, pipa y aguardiente. Tambaleó un poquito,pues, cosa extraña, parecía sostenerse solamente sobre supierna de madera. Su cara rosada relucía, sus ojos tenían unbrillo de fiesta. Se sentaron ala mesa, muy apretados por lasramas y velitas del abeto.

-¿Encontraste a tu hijo?- preguntó Wokurka.-No- le contestó ella. Ya había salido del cuartel.-¡Qué lástima! ¡Qué lástima! -repuso él. -Hubiera sido

tan hermoso tenerlo aquí con nosotros.

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Sin embargo, lo decía sólo para agradar a Angelina, puespensaba en su patria y en el viaje que iban a emprenderjuntos.

Sirvió los manjares que había cocinado él mismo: eranlos platos tradicionales de su patria y de su juventud.Exhalaban el perfume de su .país natal, olíanverdaderamente a Gora Lisa; sopa de remolachas con natas,tocino con arvejas y queso blanco. Había conseguidotambién aguardiente: en Gora Lisa no se bebía vino. Cantócon voz tímida y ronca las canciones de Navidad de supatria. Sus ojos brillantes y felices se llenaron de lágrimas, ytuvo que interrumpirse y comenzar nuevamente.

Cuando hubo terminado de cantar, dijo:-Esta es la última Navidad que festejo en París. Antes de

que pase un año estaremos en casa.Y dio, satisfecho, una palmada sobre la cápsula de cuero

de su pierna.¡Al oír estas palabras Angelina sintió un agudo dolor;

aunque hacía mucho tiempo que estaba decidida aemprender aquel viaje, nunca había tenido el valor suficientepara pensar en la semana, día u hora en que se llevarla a caboesa decisión. Era sencillo, agradable y hermoso acompañar aWokurka a su patria en un tiempo indeterminado, cuya fechasería fijada por alguna circunstancia inesperada. Al oír queera Wokurka el que decidía el momento, se sintió invadidaPor un terror hacia todo lo nuevo que la esperaba en eldistante y extraño país y un agudo dolor por lo que tendríaque dejar. Empezó a sollozar desesperadamente y tuvo queabandonar la copa que había querido llevarse a los labios

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para beber por "un feliz viaje sin regreso", como él habladicho. "Sin regreso". Esta expresión despertó en ella unaserie de rápidas y angustiosas imágenes: jamás volvería a vera su hijo, ni la ciudad en que lo trajo al mundo, ni el palacioen que había vivido joven e ingenua, dichosa y feliz, serena yaturdida. No teniendo una noción exacta de las distanciasque median entre Francia y la patria de Wokurka, se larepresentaba a ésta, como perdida en una desierta einaccesible lejanía. Cruzó los brazos sobre la mesa, apoyó lacabeza en ellos y lloró con desconsolada amargura.

El perfume de las velitas que iban apagándose en lasramas del árbol, el aguardiente que acababa de beber, elrecuerdo de su inútil viaje hasta el cuartel en busca de suhijo, la repentina preocupación y ternura por el pequeño, elremordimiento por haberse comprometido sin vacilar, aseguir a ese hombre para turbarlo ahora con su dolor ydesilusionarle con su temor: todo esto la aturdía, la aterraba yaniquilaba a la vez. Wokurka acariciaba sus cabellos rebeldesy rojizos. Intuía los sentimientos contradictorios queluchaban en su interior y comprendía que su desesperaciónla tornaba insensible a cualquier consuelo y promesa, y seresignó al mudo diálogo de sus manos cariñosas con loscabellos rojizos de ella. Después de un momento, Angelinalevantó hacia él su pálido rostro humedecido.

-Comprendo; Angelina- le dijo Wokurka. -Pasará,créeme, pasará. Todo pasa.

Ella le sonrió, con una sonrisa obediente que infundíamás tristeza a su rostro. Era una sonrisa acusadora y devota,de agradecimiento y de reproche, que confería a su

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semblante el brillo noble y doloroso que irradia. la mirada delos débiles que renuncian.

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XI

Habla renunciado a todo. Con la tranquilidad propia delos que se entregan definitivamente, comenzaba a hacer lospreparativos del viaje. Habían decidido casarse en enero ypartir un mes después, así que faltaban todavía largassemanas.

Angelina creía que la decisión de Wokurka infringía lasleyes del tiempo y deseaba apurar el viaje para noarrepentirse de su resolución.

Se preguntaba qué podría dejar a su hijo, pues estabasegura de que no volvería a ver nunca a su pequeño Pascual.

Sólo podía regalarle la cruz de madera que haba traídoconsigo desde su patria y el pañuelo que substrajo, inducidapor su ingenuo amor hacia el Emperador. Preparabacuidadosamente las palabras que iba a decirle: eran cosas sinvalor, pero muy importantes para ella, su madre, y se las diríapara que se acordara siempre de ella. De ella y delEmperador.

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Sacó el pañuelo del baúl, desclavó la cruz que habíacolgado sobre la cama de Wokurka y se dirigió al cuartel.

Wokurka la acompañó. Este había hecho un par debotas para el hijo de Angelina, muy fuertes y buenas, comoconvenía a un tambor. Encontraron al pequeño en el cuartely fueron con él a la cantina. El niño se dejó abrazar por sumadre y estrechar la mano por Wokurka; aceptó los regalos,demostró alegría por el pañuelo y las botas, y rechazó lacruz, diciéndole:

-Esto no lo necesito, madre. ¡En nuestro regimiento nose precisa dé esto!- y devolviéndolo a su madre, agregó: Creoque lo necesitarás más que yo.

En aquel momento el timbre de su voz parecía colérico,como el de su padre, el sargento Sosthéne.

La cantina estaba repleta de soldados bulliciosos. Detrásdel mostrador, encima del estante cargado de botellas devarios colores, estaba colgada el águila imperial, cubierta porun velo transparente, y más arriba, muy grande y a la vista detodos, el retrato del rey. Su rostro bonachón e indiferente,sus mejillas rechonchas y caídas, sus párpados entrecerradosparecían más lejanos y esfumados que la velada águila demetal brillante, como si el retrato del rey hubiera estadooculto entre velos, mientras que los que cubrían el emblemaimperial no fueran más que una nube pasajera y faz.

En todas las mesas, los soldados, los sobrios y los queya estaban un poco alegres, hablaban del Emperador; losebrios, hasta se atrevían a gritar de vez en cuando: "i Viva elEmperador!”

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El pequeño Pascual desplegó el pañuelo sobre la mesa ydijo con una voz deliberadamente ronca y profunda:

-¡Todos dicen que el Emperador regresará! ¡Nosotrosnos reímos de los Borbones!

Y señaló con su pequeño dedo el retrato del rey.-¡No regresará!- le contestó el zapatero Wokurka. -De

paso quiero decirte que si deseas, puedes venir con nosotros,con tu madre y conmigo, a mi patria.

-¿Para qué?- replicó el pequeño. -El Emperadorregresará pronto, ¡todos lo dicen!

Angelina callaba. Escuchaba los discursos de lossoldados: El Emperador no estaba muerto y olvidado, sinoque vivía en sus corazones. Lo esperaban de un día paraotro. Solamente ella ya no lo esperaba; no podía esperarlemás.

Se dio cuenta de que apenas pensaba en el Emperador,el hombre y hasta su hijo se volvían extraños para ella, y quese sentía cercana a su hijo, únicamente porque habíamencionado con cariño al Emperador.

Temiendo traicionar su turbación y desistir de supropósito de seguir a Wokurka, se levantó y dijo:

-¡Vamos!-Besó a su hijo en las mejillas, en la frente y en sus

cabellos rojizos, y se dirigió a la puerta, antes que Wokurkatuviera tiempo de levantarse.

En el camino le habló suavemente y con cierto temor eintranquilidad. Le dijo que los soldados estaban en un error,pues no conocían el mundo de la política internacional, y poreso creían que el Emperador podría regresar. Pero aún

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admitiendo que los soldados no se equivocaban y que elEmperador volvería a Francia, éstos no eran motivos paraque ellos no empezaran una nueva vida en su país, lejos detodos los desórdenes que los poderosos provocan en estemundo, para sufrimiento de los humildes.

-Sí, sí- le contestó ella, pero ya no creía en todo esto.Al llegar a la casa, encontraron a los inquilinos reunidos

frente a la puerta: los pequeños artesanos, cocheros ylacayos.

Sucedía algo extraordinario: la partera Bárbara Pocci yVerónica Casimir habían regresado. Ambas rehusaron darexplicaciones, pidiendo solamente noticias de Angelina, yanunciando vaga y solemnemente que habían vuelto "porquesurgía una nueva época".

Las dos mujeres no habían cambiado en absoluto ynadie se atrevió a preguntarles dónde habían estado durantetanto tiempo. Sólo se comprobaba que seguían igual queantes: la partera Pocci delgada, enjuta, amenazadora ybonachona; la señorita Casimir, como siempre, abundante,oronda y ágil.

-No hará la tontería de irse- le dijo al zapatero Wokurka.-Si sé va y el Emperador regresa, pierde usted todos susderechos a la pensión. Y como yo me llamo VerónicaCasimir, como es verdad lo que todo el mundo sabe, que heprofetizado batallas, victorias y derrotas al Emperador, séque ahora regresará y que nada ni nadie podrá evitarlo.

Verónica Casimir demostraba también sus afirmacionesen presencia de todos los inquilinos de la casa y de losvecinos del barrio, que habían sido llamados o habían

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acudido espontáneamente junto con muchos extraños; sereunían llenos de fe y esperanza en el cuarto de Wokurka,llenando también el pasillo y esperando a veces hasta en lacalle. Todas las noches echaba las cartas y repetía:

-El Emperador prepara su viaje. Cien mil hombresarmados le acompañarán. Muchísimos peligros le esperan,pero se disiparán frente a él: se le abren todas las puertas. Elpueblo lo aclama. ¡Triunfa! ¡Triunfa!

-¿Y después? preguntaba a veces el zapatero Wokurka.-¡,Qué sucederá después!-Eso no lo veo- le contestaba invariablemente Verónica

Casimir.Ataba los paquetitos de naipes y se escabullía entre las

apretadas filas de los respetuosos oyentes.

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XII

La primavera, que ya se anunciaba, había sido desalojadapor un nuevo invierno implacable. Una noche Angelina oyóel ruido. Y más apresurado y violento de la muleta deWokurka sobre el empedrado.

Cuando entró, tenía la respiración entrecortada. Sushombros estaban cubiertos de granizo y el agua que corría desu única bota, formaba un gran charco negro en el piso.Parado en el umbral, sin quitarse la gorra, gritó a Angelina:

-¡Ya está aquí! ¡Llega mañana! ¡El rey se apresta a lafuga!

Ella se levantó. Estaba sentada en el banquito pelandopapas, las que dejó caer al suelo con un ruido sordo.

¿Llega?- Preguntó-. ¿Llega mañana? ¿El rey huye?-Sí, viene-. repitió Wokurka, y a pesar de que se daba

cuenta que perdería a Angelina, dijo por tercera vez con vozexaltada y el rostro en que brillaba la felicidad:

-¡Viene! ¡No hay duda!

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Aquella noche Verónica Casimir no regresó a casa. Losinquilinos, los vecinos y los extraños preguntaron en vanopor ella. También la puerta de la partera Pocci permaneciócerrada.

-¿Es verdad que viene mañana?- volvió a preguntarAngelina.

-¡Mañana llega! ¡Es seguro que llega mañana!- lecontestó Wokurka.

Cenaron en silencio; se sentían a la vez felices ydesdichados, aliviados y atormentados. Pero no hubieranpodido decir por qué. Se acostaron, pero ninguno de los dosdurmió; cada uno pasó despierto la noche, con la esperanzade dormir la siguiente.

Cuando comenzó a amanecer, Angelina se levantódespacio para no despertar a Wokurka. Pero éste no estabadormido. Sintió que Angelina se vestía rápidamente. Seacercó a la cama y lo besó. El presintió que era el últimobeso, pero no se movió. A través de sus párpadosentreabiertos vio que se iba y comprendió que ya noregresaría nunca.

Siguió inmóvil. Sentíase morir. En una ocasión habíaperdido una pierna por el Emperador: ahora perdía tambiéna su mujer por él.

Seis semanas más tarde supo por la partera Pocci queAngelina estaba de nuevo en la Corte. Inmediatamente sepuso en camino para verla. La encontró, y la esperó ante laverja. Ella vine a su encuentro y le dijo con sencillez:

-Buenos días. Es mucha amabilidad de tu parte quehayas querido volverme a ver.

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Llevaba el uniforme del personal de la Corte Imperial: elvestido azul oscuro, el delantal blanco y la cofia azul. Lepareció i hermosa y lejana.

-Angelina, vine para preguntarte si quieres venirconmigo- le contestó Wokurka.

-¡No!- respondió ella, como si nunca le hubiera dicho"¡Sí, quiero!”

Habló con. la misma tranquilidad con que le había dichoentonces, que quería quedarse con él. Wokurka no seextrañó: así era Angelina. Jamás se resignó a ser se mujer;había pertenecido siempre al Emperador.

Empezó a llover suavemente y luego cada vez con másfuerza. Era una lluvia caliente y benigna, casi estival.Observó que la lluvia aumentaba en intensidad y empapabalos vestidos de Angelina, que seguía parada junto a él, conexpresión de desconcierto y embarazo. Se dio cuenta que yano tenían nada que decirse.

-Adiós, Angelina- le dijo. Por si acaso otra vez menecesitas ...yo no partiré; te esperaré hasta que me necesitesnuevamente.

Se dieron la mano: ambas estaban mojadas por la lluviay completamente frías. Luego Angelina lo siguió con lamirada, mientras rengueaba con prudencia y dificultad, hastaque lo vio desaparecer bajo la lluvia.

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XIII

El país entero estaba intranquilo y agitado, pero laagitación e intranquilidad que reinaba en el palacio entre lasdamas y señores y entre el personal de la Corte era aúnmayor y de índole muy distinta. Todos los grandes cambiosque se realizaban en el mundo en aquella época y los másimportantes que se preparaban, hablan sido provocados porel Emperador Napoleón. El era poderoso y de súbitasdecisiones, pero el mundo prefería continuar su vidatranquila e indolente. Los sirvientes del Emperadorignoraban el miedo y el horror que él provocaba en elmundo. Conocían, únicamente, el sobresalto que solíadifundir en el palacio.

Naturalmente que los sirvientes eran más pequeños quelos reyes, enemigos del Emperador; pero aquéllos vivíancerca de él, todos los demás escuchaban su voz, recibían sumirada amable o amenazadora, una observación cariñosa ouna maldición malhumorada; por eso su mirada, su buenhumor y su ira eran los acontecimientos más importantes

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para ellos. El mundo se preparaba para la guerra, temiendoser sorprendido por el poderoso Emperador. Pero elpersonal de la Corte se preparaba para el traslado delEmperador al palacio del Elíseo. Que él hubiera decididodejar las Tullerías, era para la servidumbre un acontecimientomucho más importante que la guerra que todos los países delmundo preparaban contra su poder. Si Verónica Casimir,ahora restablecida en su antiguo cargo, no hubieraprofetizado la guerra, los sirvientes del Emperador no sehubieran preocupado en ningún momento del mundo, delpeligro, de la muerte y de la vida. Y con todo, a pesar de lasprofecías de Verónica y aunque la desgracia habíadesplegado ya sus alas sobre la casa imperial, ellos no lasentían venir, y sus preocupaciones seguían siendo lasalternativas del carácter del Emperador. Prepararon lamudanza con diligente escrupulosidad, aduciendodisparatados motivos acerca de tal resolución. La últimanoche se reunieron todos en la gran sala para un informegeneral, presididos por Verónica Casimir. Doce coches, parael personal y el equipaje, esperaban abajo; el Emperador setrasladaría recién a la mañana siguiente. Cenaron por últimavez en la enorme sala, sin intuir que realmente lo hacían porúltima vez. Comentaban acerca de los motivos de esamudanza. Uno decía que el Emperador había resueltocambiar de residencia porque al día siguiente llegaba laEmperatriz y no se sentía suficientemente seguro en lasTullerías; otro replicaba que tal cosa no era exacta y que elEmperador solamente simularía trasladarse para despistar alos sabuesos del falso ministro de policía; un tercero

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afirmaba haber sido informado por el ayuda de cámara, queno iba a vivir ni en ese ni en aquel palacio, sino que por elcontrario, quería retirarse definitivamente a la Malmaisonpara entregarse a los recuerdos de su primera mujer. Los tresfueron refutados. Verónica Casimir, sentada a la cabecera deha larga mesa, impuso silencio y dijo que no dijeransandeces; que no sabía en quiénes se podía confiar y enquiénes no, pues los sabuesos de Fouché acechaban portodas partes.

En efecto, ésa era la situación: desde hacía muchotiempo, ya no era la misma i que el primer día de primavera,cuando el Emperador volvió a reinar sobre el país y confiaren las gentes de su palacio y en sus criados. Una semanadespués aparecieron hombres desconocidos, criados yartesanos, lavanderos y barberos, con todas las característicasde los espías: rostro amable y mirada falsa.. Por eso cundíanlas desavenencias, la desconfianza, las mentiras y laduplicidad. Llegaban a desconfiarse mutuamente hasta losque se conocían desde hacía mucho tiempo, y hasta losviejos amigos se vigilaban. La situación en el palacio era igualque en todo el país.

En aquella época eran muy pocos los criados delEmperador que fueran sinceros y valerosos; Angelina erauna de ellos.

Ella callaba; en realidad ¿qué hubiera podido decir?Vivía más aislada que antes, separada hasta de su tía por elrecuerdo de los meses en los que había desaparecido.Angelina se tornó dura y callada. Su hijo ya no le pertenecía;resolvió abandonar al zapatero Wokurka y amar únicamente

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al Emperador; se había perdido a si misma y graves pecadospesaban sobre su conciencia; vivió en el extravío y fue débily condescendiente al entregarse tan necia y fácilmente. Suvida estaba perdida y gastada, no pertenecía más que al granEmperador, pero él no sabía nada de ella. Era pequeña y sinimportancia, valía menos que una de las diminutas moscasque zumbaban en sus habitaciones, inadvertidas y molestas.Ella también era inadvertida y quizá molesta, pero decualquier modo amaba al Emperador. Su corazón ardía aúnlleno de ternura juvenil.

A veces, mientras contemplaba con devoción alguno desus retratos, se sentía como una de aquellas minúsculasmoscas que trepaban tranquilas, mezquinas y repugnantes,por uno de los lienzos del Emperador.

Su corazón la obligaba a vivir cerca de él, pequeña ydespreciada; pues era una felicidad permanecer bajo susombra dorada y protector, favor que únicamente él, entretodos los hombres, podía dispensar a los que le servían. Erafeliz al poder seguir, aunque inadvertida, con amorosadevoción, cada uno de sus movimientos. Su sombra brillabamás que la luz de todos los otros reyes. Ella lo servía sin queél lo supiera. Ser súbdito suyo era un honor.

En todas partes se hablaba con miedo de la guerra. ElEmperador siempre arrastraba consigo la guerra: era como sifuese demasiado grande para conservar la paz. No llegabacomo un hombre, sino que conmovía al país como untorbellino.

Comenzaba a ser odiado. En todos sus caminosparecían precederle espadas desenvainadas y sobre su cabeza

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revoloteaba el águila y el ronco trueno de sus cañones en susfiestas. ,Amándole a él amaba también la guerra. Susenemigos eran los suyos. Su poder debía hacerse cada vezmás grande. Sólo ella deseaba la guerra que todos temían. Yahacía mucho tiempo que había renunciado a su hijo. Cuandose despidió de él en el gran patio asoleado del cuartel,mezclada entre muchas mujeres y soldados, su corazónestuvo como petrificado. Sus ojos estaban secos y duros ymiraban a su pobre hijo como a través de una capatransparente de lágrimas heladas. Solamente lloró la nocheen que asistió a la partida del Emperador. Después que ellacayo hubo pisoteado la antorcha, le asaltó un repentinoterror que le oprimió su corazón ahogándola. Cayó derodillas y empezó a rezar.

Algunos días después, cuando las campanas anunciaronel primer triunfo del Emperador, volvió a entrar en unaiglesia por primera vez„ después de muchos y largos años.Fue a la pequeña capilla de San Julián, en la que fuebautizado su hijo.

Estaba sola. Nadie rezaba por el Emperador y por sussoldados; solamente las campanas decían su plegariaobligatoria allí arriba. Era ya de noche; estaba iluminada porel reflejo de oro de las velas de cera. ante la imagen sagradaenvuelta en el fuerte sonido de las campanas que hacíatemblar los bancos negros y el pequeño altar, luminoso yalegre. Estaba rodeada por la soledad palpitante del templo ypor su atmósfera viva y piadosa. Angelina empezó a rezar laspalabras casi olvidadas del "Padre Nuestro" y del "AveMaría". Prisionera de su gran amor, rezaba con fervor

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pecaminoso por la muerte de todos los enemigos delEmperador. Entreveía en su imaginación, con culpablevoluptuosidad, a millares de cuerpos destrozados: loscuerpos de los ingleses, prusianos y rusos. Imaginabasuntuosos uniformes agujereados, chorreando sangre,cráneos destrozados, sesos desparramados y ojos vítreos.Entre ese horror galopaba el Emperador, montado en sucaballo blanco y con la espada desenvainada; detrás de élvolaban como rayos, sobre sus caballos, los soldadosfranceses, firmes e invencibles, atravesando campos sin. fin,cubiertos por innumerables cadáveres del enemigo. Estasimágenes llenaban de felicidad a Angelina que rezaba concreciente fervor. En una oración especial pidió la másterrible de las muertes para la Emperatriz María Luisa, ytuvo la ilusión de ver cómo moría, rodeada de todos losmonstruos terroríficos del infierno, que se presentaron antesde que muriera, martirizada por los espectros queperturbaban su conciencia intranquila, maldecida por el hijode Napoleón, al que se lo imaginaba ante la cama de lamoribunda, embargado por la cólera y la sed de venganza.

Angelina se santiguó, agradeció fervorosamente al Señorpor todas las miserias que causaba a los enemigos delEmperador y salió ala calle. Todavía se oían los repiques delas campanas que anunciaban el triunfo. En las callesdescubría solamente rostros luminosos y felices. Unasnubecillas blancas y vaporosas volaban en el ciclo casioscuro, como alegres banderitas triunfales. Ya centelleabanlas primeras estrellas plateadas, eran las estrellas delEmperador; todas las que resplandecían hoy en el ciclo eran

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sus estrellas; suyos eran también los boletines que, pegadosen las paredes, todavía húmedos, anunciaban el triunfo delEmperador sobre todo el mundo.

Angelina caminaba apresurada en dirección al palacio.Había que andar un buen trecho desde la iglesia de SanJulián hasta el Elíseo, pero ella lo hizo rápidamente, con elcorazón henchido de alegría; parecíale que la calle iba a suencuentro.

El júbilo ruidoso de los grupos que se reunían frentealas hojas pegadas en los muros, vitoreando el triunfo delEmperador, daba alas a sus pies. Creíase transportada por lasaclamaciones del pueblo y avanzaba dichosa en la certeza deque su oración había ayudado al Emperador.

¡Ah! ella ignoraba que él, a aquella misma hora, vagabadesdichado y desconsolado, humillado y todavía grandeentre los restos de su último gran ejercito. Era la hora en queParís se regocijaba por la victoria. Pero en el campo debatalla de Waterloo, gemían los moribundos, aullaban losheridos y huían los derrotados.

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LIBRO TERCEROLA DERROTA

IEn esa misma hora, el Emperador comprendió que

había perdido la batalla de Waterloo. Unos minutos antes delocaso, el sol se escondió detrás de una maligna cortina denubes violáceas. Pero nadie se preocupaba del sol. Todos loshombres que se encontraban sobre el campo de batalla, losamigos y los enemigos, observaban únicamente losmovimientos de la guardia imperial. Los granaderos delEmperador avanzaban firmes y serenos, con un ritmosolemne, sobre el terreno ablandado por la lluvia, que a cadapaso se adhería más tenazmente a sus botas con ruido sordo.Los enemigos hacían fuego ininterrumpido desde el cerrohacia el cual avanzaban los granaderos. Estos caían; y conellos desaparecía el terror de los enemigos, los elegidos delpueblo de Francia, hermanos e hijos del Emperador.

Se parecían entre sí como hermanos.

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Quien los hubiera visto avanzar hubiera creído ver aveinte mil hermanos engendrados por un solo padre. Separecían como veinte mil espadas construidas en la mismaarmería.

Todos habían crecido en los mismos campos de batalla,bajo la sombra dorada y mortífera del gran Emperador. Peroel más poderoso de estos hermanos, el que había besado orozado cien veces a cada uno de aquellos veinte mil de a piéy cuatro mil de a caballo, no era el Emperador, sino alguienmás poderoso aún que Napoleón: la siniestra emperatriz, lamuerte.

Pero loa granaderos no le tenían miedo a sus ojoshuecos. Iban hacia sus brazos siempre listos para el abrazofatal con la serena confianza del hermano hacia la hermana.No amaban a la muerte menos que ella a ellos. Y era esteamor lo que los hacía iguales. Por esa semejanza, cuando caíauno daba la impresión de que se levantara inmediatamente,mientras que, en realidad, era un hermano igual a él quienocupaba su puesto.

Así, al principio de la batalla, pudo haberse creído queavanzaban siempre los mismos hombres. Era como si lossoldados enemigos hicieran fuego únicamente por el terrorque despertaba en ellos la avalancha inmutable de losmismos hombres.

Sin embargo, pronto se pudo observar que el enormecuadro ralcaba cada vez mas. Un nuevo y más terribleestremecimiento invadió por un instante el corazón de losenemigos, pues los granaderos del Emperador realizaban unprodigio mayor que el fácil milagro de los cuentos de hadas

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que consiste en la inmunidad ante la muerte: ellos estabanconsagrados a la muerte. Desde el momento que se dieroncuenta de su impotencia frente al enemigo más numeroso,no iban hacia él, sino hacia su familiar hermana, la muerte. Ypara demostrar a su poderoso hermano que lo amaban hastaen la hora suprema, gritaban con potentes voces quesuperaban al rugido de los cañones, pues era la fidelidadmisma la que gritaba por aquellas gargantas: ¡Viva elEmperador!". Y con más fuerza que los demás, gritabanaquellos que acababan de ser alcanzados por un proyectil. Lafidelidad y también la muerte gritaba en ellos: "¡Viva elEmperador!".

De esta manera, la misma muerte superaba al tronar delos cañones.

Cuando el Emperador oyó esas voces tuvo la evidenciade que sus veinte mil hombres de infantería y cuatro mil decaballería y aun los mismos caballos, eran sus hermanos enaquel momento; cuando vio que estaban perdidos se sintióinvadido por una irresistible atracción hacia la muerte, y semezcló entres sus hermanos, apareciendo ora al frente, a susflancos, luego a su retaguardia y otra vez al frente y porúltimo, confundido en la masa. Le dolía la espalda, su rostroestaba ceniciento, jadeaba y cuando oyó que su guardiagritaba "¡Viva el Emperador!", desenvainó su espada yseñalando hacia el ciclo, como un dedo de acero implorante,gritó con voz ronca, en medio del horroroso tumulto:"¡Muera el Emperador!" "¡Muera el Emperador!" Pero lamuerte no escuchaba la invocación de su espada, ni suspropias imprecaciones. Por primera ver en su vida orgullosa,.

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comenzó a rezar con voz afónica, la boca muy abierta y larespiración entrecortada, mientras seguía galopando en todasdirecciones. No se dirigía a Dios, porque lo desconocía, sinoa su hermana la muerte; pues entre todas las fuerzassupraterrenales vio solamente a ésta y con demasiadafrecuencia.

"-¡Oh muerte, dulce y buena muerte!- decía jadeante.-Te espero, ven a mí! Mi jornada ha terminado, igual que lade mis hermanos. ¡Ven pronto, mientras el sol siga en elhorizonte! Yo también he sido un astro en el mundo, y poreso no quiero que desaparezca antes que yo! ¡Perdona minecia vanidad! Tuve muchas vanidades; pero tampoco mefaltaron sabiduría y virtudes; pero tampoco me faltaronsabiduría y virtudes. Experimenté texto lo que un hombrepuede probar: el poder y hasta más que el poder, la virtud, labondad y el pecado, la arrogancia y el error. ¡Ya he vividotodo! Ven y llévame contigo antes que desaparezca mihermano el sol!”

Pero la muerte no se llevó al Emperador. Este viodesaparecer al sol mientras oía el estertor de sus soldadosmoribundos.

Los enemigos le habían concedido una breve tregua, eltiempo suficiente para vagar desconcertado y enfermo entrelos muertos y los heridos, mientras luchaba en su corazóncon la muerte infiel. Un soldado llevaba su caballo por lasbridas y su ayudante le seguía rengueando. No lograbaconvencerse aún de que todos habían perecido y que lohabía perdido todo, en tanto que, sólo él, seguía viviendo.Pocos días antes. lo había traicionado uno de sus generales;

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otro había actuado estúpidamente; un tercero había sidoirreflexivo. Pero el Emperador sólo guardaba rencor al máspoderoso de todos los generales: a la muerte, la más grandeentre todos sus hermanos. Gritaba a los soldados que huíana su alrededor como espectros aterrados, con una voz roncay extraña que alguna vez pudo ser la suya y que ahora leparecía no pertenecerle: "¡Paren! ¡Paren! ¡Deténganse¡Deténganse!" Pero ellos no le escuchaban, seguían huyendodespavoridos en medio de las tinieblas. Quizás ni le oían.Quizás él había pensado solamente que gritaba, y en realidadno había dicho nada.

Un soldado le precedía con una linterna; él le hacíavolver a cada momento a su lado, pues le parecía reconoceralgún muerto u otro herido a sus pies. Los conocía a todosmejor que sus soldados a él. Nuevamente le hizo al hombreuna seña para que se acercara con su linterna y se inclinósobre un soldado extraordinariamente joven. Era uno de lospequeños tambores del ejército imperial. La sangre todavía legoteaba de los ángulos de su boca infantil y se coagulabarápidamente.

El Emperador se inclinó y luego se puso de rodillas paraobservarle mejor; el soldado bajó la linterna para alumbrarlo.El tambor pendía aún del correaje sujeto a su cintura ydescansaba sobre el vientre del pequeño muerto. Su manoderecha cerrada en un espasmo, aún retenía uno de lospalillos, mientras el otro se le había caído. Su cuerpo yacíamedio hundido en el lodo negruzco y grasiento. Su uniformetenía salpicaduras de barro ya reseco y el kepis estaba

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inclinado a un lado de su cabeza. El rostro era pálido,delgado y pecoso.

Espesos cabellos rojizos y rizados coronaban como unapequeña llamarada su frente de niño. Sus pequeños ojosazules se mantenían abiertos y vítreos. No presentabaninguna herida en el cuerpo. Probablemente fue atropelladoy muerto por la herradura de un caballo. El Emperador locontempló con interés. Extrajo su pañuelo del bolsillo y secóla sangre que le seguía fluyendo, luego le desabrochó elchaleco: descubrió sobre el pecho del pequeño un pañueloazul y rojo doblado en cuatro. Lo desdobló; ¡inmediatamentelo reconoció! Era uno de aquellos cien mil pañuelos quehabía mandado confeccionar para sus soldados junto con loscuchillos y las tazas, cuando era aún el general Bonaparte,¡qué bien lo conocía! Sobre un fondo azul encuadrado derojo estaba estampado un mapa geográfico, en el cual,pequeños círculos azul, blancos y rojos designaban loslugares en que se habían librado las batallas.

De modo que ese muchacho que apenas si representabaunos catorce años, era seguramente hijo de uno de sus másviejos soldados. Extendió el pañuelo sobre sus rodillas:media Europa estaba representada en él, y además elMediterráneo y Egipto. ¡Cuántas batallas faltaban! "¡Lossoldados franceses -pensaba el Emperador- no volverán arecibir más pañuelos como éste! ¡Ya no podré marcar en élnuevas batallas! ¡Voy a inscribir la última!" Pidió tinta ypluma. Inmediatamente le presentaron; mojó la pluma en eltintero de plata, estiró el pañuelo sobre sus rodillas y tiró una

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línea hacia el norte hasta el borde rojo: allí dibujo una grandecruz negra.

Después lo extendió cuidadosamente sobre el tambordel pequeño. Volvió a contemplar su rostro y recordó unaluminosa mañana, en la que había hablado con esemuchacho y creyó escuchar nuevamente el timbre puro desu voz de niño, y ordenó le revisaran sus bolsillos.Encontraron una esquelita arrugada y al pie una firma: "Tumadre Angelina". Esta le recomendaba que la esperara eldomingo próximo a las cuatro en su cuartel. El Emperadordobló cuidadosamente el papel y lo entregó a su ayudante,diciéndole:

-Investigue e infórmeme cuando se presente la ocasión.Luego se puso de pie y ordenó:-¡Entierren al pequeño!Dos soldados cavaron con rapidez una fosa casi a ras

del suelo y colocaron en ella precipitadamente el cuerpo delmuchacho, pues volvía a oírse el eco de disparos perdidos cirregulares. El viento soplaba de vez en cuando conviolencia, haciendo temblar la llama de la linterna, ydisipando las nubes; surgió la luna iluminando la nocheserena, fría y cruel. Aunque el cadáver era muy pequeño, sinembargo no cabía en la fosa cavada con tanta prisa. ElEmperador observaba de pié, mudo y con el rostroceniciento, mientras su caballo blanco relinchabaangustiosamente detrás de él; relincho que repercutía casicomo un lamento o como una maldición humana. ElEmperador contemplaba inmóvil la inhumación delminúsculo cadáver y seguía atentamente el movimiento de

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las palas que echaban la tierra sobre él. Luego el soldadolevantó su linterna, presentándola como un fusil. A su vez, elEmperador desenvainó su espada y la inclinó hacia elsepulcro recién cubierto.

"¡Por todos! ¡Por todos!", le oyeron murmurar. Suayudante, que estaba a su espalda, no tenía arma quepresentar y sólo se descubrió. En aquel momento llegaronlos otros generales: Gouraud, Labédoyére, Drouat, que lohabían observado a distancia y se aproximaron llenos deconsternación y respeto.

-¡Mi caballo!- ordenó el Emperador.Cabalgaron en silencio, el Emperador en primer

término, hasta las cinco de la mañana, hora en que ordenóhacer alto.

La luz del alba había disipado ya las tinieblas y delicadascintas de neblina azulada se levantaban suavemente de losprados verde oscuros. El Emperador sentía frío y ordenóque hicieran una fogata. Encendieron en seguida unapequeña hoguera. Las llamitas se elevaban amarillentas ydébiles en el esplendor plateado de la madrugada. ElEmperador avivaba continuamente el fuego. Contemplabala retirada de sus soldados; eran cuadros deshechos deinfantería, artillería y caballería; llegaban desde todasdirecciones y retrocedían en franca huída frente a la pequeñahoguera. De vez en cuando el Emperador levantaba lacabeza y entonces algunos de ellos lo reconocían y losaludaban en silencio; ya no gritaban "¡Viva el Emperador!".

El fuego cobraba cada vez más fuera, la mañanaaclaraba por momentos, más radiante y triunfal. El silencio

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profundo que reinaba en torno al Emperador parecíaquemar más que el fuego. El sufría la ilusión de que lossoldados que huían trazaban círculos cada vez más ampliosen su contorno. Las tropas que le saludaban los oficiales lohacían con el sable y los soldados con una mirada fija, ya nole parecía un ejército viviente. Eran más bien un desfile desombras en desastre y por eso retrocedían mudos. Por esocarecían de voz.

U hoguera se apagó. El día se levantó plenamente. ElEmperador se sentó sobre una piedra al borde del camino.Le ofrecieron jamón y queso de cabra. Comió de prisa y conindiferencia, como era su costumbre. Mientras tanto, nocesaba el desfile de los soldados que huían. Luego se levantóy ordenó:

-¡Adelante!Montó en su caballo. Percibía a su espalda, a cierta

distancia, el galope de los caballos de sus generales.Escuchaba a veces el rodar de las ruedas de su coche, que leseguía. Cerró los ojos y se durmió en la silla.

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II

¡A París!" Era la única idea clara que le quedaba. Uno delos generales galopaba muy cerca de él. Aunque ya estabadecidido que regresarían a París, el Emperador repitió:

-¡A París, general!-¡A sus órdenes, Majestad!- contestó aquél.El Emperador trotó en silencio durante largos minutos.El día despuntaba magnífico. Desde el cielo azul llegaba

el canto sereno de, las invisibles alondras y a distanciaresonaba el eco apagado y débil de los soldados que huían.Al monótono ruido de las armas mezclábase el relincho delos caballos, el rumor de voces humanas, ora débiles, oramás fuertes y de vez en cuando un breve grito que surgíamás bien como una maldición. A derecha e izquierda de lacarretera, las tropas en desorden pisoteaban los prados ycampos cultivados. El tenía la mirada fija en las crinesondeantes de su caballo y en la cinta amarillenta del camino.Estaba abstraído en su contemplación; sin embargo,escuchaba a pesar suyo los tristes ruidos que lo envolvían ysonaban a sus oídos como gemidos y lamentos y clamores,

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como si las victoriosas armas de su ejército, ahora humilladasy derrotadas, llorasen.

Jamás, en el resto de su vida, aunque viviera cien años,olvidaría ese clamor de las armas y de los caballos, ni losgemidos y lamentos de los carruajes. Le era posible desviar lamirada de los soldados que desfilaban a su lado, pero el roceáspero de las arma, repercutía en su corazón. Para engañarsea sí mismo y hacer creer a los demás que aún le quedabanrecursos que pondría en juego, ordenó que se establecieranpuestos de centinelas para vigilar y detener a los desertores yque se arrestar y castigara a los que huían o se alejaban delcamino. Mientras impartía esas órdenes superfluas, él ya nopensaba en ellas. Pensaba en París, en su ministro de Policía,en los diputados, en todos sus verdaderos enemigos que aesas horas eran mas peligrosos aún que los mismosprusianos e ingleses.

Detuvo dos veces la marcha, pues había decidido llegarde noche. En Laon, una pequeña muchedumbre se hallabareunida frente al pequeño puesto de la diligencia; eranempleados y oficiales de la Guardia Nacional, y curiososhabitantes de la pequeña ciudad con sus afables rostros decampesinos. Reinaba un silencio profundo. El ciclo se ibaoscureciendo rápidamente; los caballos relinchaban sujetos alas estacas, satisfechos por la ración de avena que le habíandistribuido. A lo lejos, una manada de gansos corríagraznando hacia los establos; $e oía el pacífico mugido de lasvacas, el chasquido alegre del látigo de un pastor. El dulceperfume de lilas y castaños se difundía mezclado con el oloragrio del abono, del heno y de la bosta. La pequeña sala de

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espera de la estación estaba sumida en la penumbra grisáceadel crepúsculo. Fue encendida la única linterna de tres bujíasque había en la pica; el Emperador tuvo la sensación de quecon ello se aumentaba la oscuridad. Se aproximaron tambiéncuatro linternas con vidrios de protección contra el viento.Igual número de soldados se colocaron en los rincones, yquedaron allí inmóviles y rígidos, sosteniendo en sus manoslas cuatro luces. La enorme puerta estaba abierta de par enpar, y el Emperador tomó asiento frente a ella, sobre elbanco de madera lisa, destinado a los viajeros y a los queesperaban la próxima diligencia. Descansaba con las piernasestiradas y llevaba sus pantalones blancos ennegrecidos y susbotas con salpicaduras de barro. Quedóse abismado con lacabeza baja y las manos apoyadas en sus abultados muslos.Se hallaba frente a la puerta abierta y se destacaba iluminadoenteramente por las cuatro luces de los rincones y la linternadel centro, de modo que todos les habitantes de Laonreunidos afuera, lo contemplaban conturbados. Tenía lasensación de que afrontaba un terrible y mudo juicio sobresu actos y le parecía estar sentado en el banco de losacusados, en la espera de una sentencia que sería dictadadentro de pocos minutos; de una terrible sentencia muda,cuyos términos se consultaban entre sí. Durante muchotiempo no desvió la mirada del pequeño espacio que tenía asus pies, entre dos estrechas y sucias tablas que quedabandescubiertas entre sus botas. Pensó en París y en su ministrode Policía y se acordó de los fragmentos del crucifijo quearrojara contra el suelo, una vez en su palacio, y entonces lasdos tablas grisáceas y sucias se transformaron en los

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delgados listones del parquet claro de su habitación, y surecuerdo reprodujo fielmente aquella escena en la que fueanunciado el ministro Fouché, y en que con una de sus botastrataba de ocultar los fragmentos de la cruz de marfil. ElEmperador no pudo resistir más tiempo sentado; se levantóy comenzó a pasearse de un extremo a otro de la sofocantesala de espera. Ningún sonido le llegaba desde afuera, delgrupo de los hombres agolpados frente ala puerta abierta y,sin embargo, esperaba oír alguna voz humana. Aquel silencioera angustioso; esperaba una palabra, no una ovación, sinouna sola palabra humana. Pero no oyó nada. Seguíapaseando, con la simulada tranquilidad de no saber que eraobservado por la muchedumbre, y sin embargo, sufríaagudamente bajo su mirada. El silencio mortal que partía delos hombres, su inmovilidad, su incansable paciencia encontemplarlo, sus ojos tranquilos y su inconmensurablepena, le producían un terror desconocido. También susilencioso ayudante, el general cojo, que era su sombra, sehabía levantado y cojeaba detrás de él a tres pasos dedistancia. Con un movimiento inesperado el Emperador sevolvió hacia la puerta abierta y quedó inmóvil durante unbreve instante como si esperara el acostumbrado "¡Viva elEmperador!", el grito que sus oídos amaban tanto y quellenaba de ternura su corazón. Llegó hasta el umbral de lapuerta y se detuvo durante algunos instantes. Las luces delcuarto sólo iluminaban su espalda, por eso la gente queesperaba afuera no podía distinguir su rostro; veíaúnicamente el reflejo de la luz detrás de él. Sus rasgos seconfundían con la oscuridad azulada de la noche estival que

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se aproximaba con rapidez Tenía la impresión de que loshombres ya tan callados se tornaran aún más silenciosos. Enlos campos de los alrededores chirriaban con fuerza losgrillos nocturnos, y en el ciclo centelleaban las primerasestrellas. El Emperador seguía de pie, en la puerta abierta depar en par; esperaba. Esperaba alguna palabra. Estabahabituado a ser saludado por las ovaciones, por los gritos de` i Viva el Emperador!" Ahora llegaba hasta él sólo el fríomutismo de los hombres y de la noche.

Hasta las estrellas plateadas le parecían airadas yhostiles. Uno de los campesinos de la primera fila a pocospasos de él, con la cabeza descubierta y un rostro sencillo,iluminado por la claridad de la noche, dijo en voz alta a suvecino:

-¡Este no es el Emperador Napoleón! ¡Es Job! ¡No es elEmperador!

Este se volvió inmediatamente atrás y ordenó al generalGouraud:

-¡Vamos! ¡Adelante!Subió a su coche. "¡Es Job! ¡Es Job!", resonaba

continuamente en sus oídos."¡Es el Emperador Job!", rechinaban las ruedas.El emperador Job viajaba hacia París.

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III

Estaba solo en el coche. Le dolía terriblemente laespalda.

El coche corría por una carretera pavimentada,cortando la noche, cuyos dulces perfumes estivales de rocíoy de yerba entraban en oleadas sucesivas por las ventanillasabiertas. El Emperador había dejado muy atrás a sussoldados fugitivos.

No se oían ya los gemidos de las armas derrotadas. Seescuchaba únicamente el golpeteo regular de las herraduras yel sordo rodar de las ruedas sobre los guijarros, la tierra, y lospuentes de madera. De vez en cuando las ruedas parecíanrepetir: "¡Es Job! ¡Es Job!" Luego callaban como si sehubieran acordado de que sólo eran las ruedas de un cochey no tenían derecho a pensar como los hombres. ElEmperador se reclinó hacia atrás hundiéndose en losalmohadones, esperando aliviar el dolor de su espalda. Peroen seguida sintió un nuevo dolor agudísimo que parecióperforarle el corazón como un puñal y que sólo duró un

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minuto, transformándose en una especie de sierra delicadaque empezó a cortarle lenta y suavemente las entrañas.Volvió a enderezarse. Miraba a derecha y izquierda por lasventanillas de su coche. Esa noche estival era infinita: laciudad de París estaba más lejana que nunca.

A pesar de que iban a gran velocidad, creyó que loscaballos disminuían poco a poco su marcha y sacando lacabeza por la ventanilla, ordenó:

-¡Rápido! ¡Mas rápido!El chasquido del látigo, semejante a un disparo de fusil,

despertó un largo y solemne eco en el silencio de la noche.Las ruedas comenzaron nuevamente su vieja y airada

canción:"¡Es Job!" Y el dolor volvió a torturarle la espalda.Pensaba en el Job bíblico. No conservaba un recuerdo

exacto de las Sagradas Escrituras. Nunca había sentido eldeseo de representarse a uno de los servidores de Diosseñalados por los castigos divinos. Cuando eso sucedíaalguna vez, los veía en la figura c indumento de los curas. ¡Sí!¡De los curas!

Pero en aquel momento vio por primera vez al viejoJob, hasta se acordó de haberlo encontrado una vez, hacía deesto mucho tiempo. Le parecía que años interminables loseparaban de aquel momento. Años que eran como grandesy profundos océanos, rojos como la sangre. El Emperadorhabía visto una vez al viejo Job en persona. Era aquel débil yamable anciano que se llamaba "el Santo Padre", y que élhabía hecho venir desde la Ciudad Eterna para que loconsagrara Emperador.

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Volvió a reconstruir su imagen melancólica, y lo vio otravez sentado humildemente frente a él, como se habíasentado entonces, en un sillón en el palacio imperial. Susviejos y tranquilos ojos se fijaban en los suyos, audaces eimpacientes. Y a pesar de ser su mirada muy aguda yclarividente, sin embargo, sabía que el humilde e impotenteanciano podía ver mucho más lejos que él. "Sí, aquel viejoera Job..." pensó Napoleón. Esta idea lo consoló por unmomento, pero luego creyó escuchar que el ancianosusurraba algo, inclinándose hacia adelante para ser mejorentendido, y repetía: "¡Tú también eres Job! ¡Algún día,todos encarnamos a Job¡" "Sí, así es"... asintió el Emperador.

Las herraduras retumbaron con un ruido brusco sobreun puente de madera y el Emperador se despertó. Miróafuera y creyó ver ya el horizonte iluminado por las luces dela enorme ciudad cercana, de su ciudad, de París, en la queestaba su trono; se olvidó del viejo Job. También las ruedasparecían haberlo olvidado, pues ahora habían cambiado deestribillo, y repetían: "¡A París! ¡A París! ¡A París!".

"Ahora todo se arreglará -pensó el Emperador-.Desenmascararé a los traidores y a les ahogados, reuniré alos soldados y derrotaré a los enemigos. ¡Todavía soy elEmperador Napoleón! ¡Aún está en pie mi trono! ¡Todavíase cierne por los cielos mi águila.”

Pero unos minutos más tarde, cuando estaban cerca dela capital, las preocupaciones volvieron a asaltarlo. Creyó verque su águila volaba aún, pero que había sido alcanzada yrodeada por miles de cuervos negros que eran más rápidosque ella. Al fin y al cabo, ¿Qué era un trono? El, que había

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deshecho tantos y creado tantos otros, sabía muy bien queera un accidente pasajero y muy fácil de ser destruido por lacasualidad. ¡Qué era un trono. vacío, un trono sin sucesor?¡Ojalá su hijo estuviera allí! ¿Acaso no era por él que deseabadesenmascarar y castigar a los traidores y a los abogados,reunir a los soldados y derrotar a los enemigos? ¡Para quiénsino para ese hijo? Por cierto que no se preocupaba de susnecios y vanidosos hermanos. Ni de la modesta estirpe de lacual provenía y que en realidad era ella la que descendía deél, como si fuera su hechura y no hubiera sido él engendradopor ella. ¡Pensar acaso en los desleal y débiles amigos! ¿O enlas mujeres que se le había entregado, por `que eso erapropio de su naturaleza y que se hubieran abandonado conla misma facilidad a cualquiera de sus buenos y valientesgranaderos? ¡Iba a luchar acaso para los posibles vástagosque quizá pudo engendrar en sus transportes pasajeros eindiferentes? ¿O para el ejército? ¡Bueno, tal vez sólo para él!¡Pero hacía unas horas que lo había lanado hacia ladestrucción. Su ejército ya no existía. Su hijo y herederoestaba lejos y sometido a la impotencia. Sólo el tronoquedaba en pie en la ciudad de París, un trono vacío, unsillón de terciopelo y oro. Seguramente la polilla comenzabatambién a roer su madera y a construir el terciopelo. Quizássólo resistían sus chapas de oro, metal que tiene, entre todos,la mayor apariencia y solidez y que posee la fidelidad deldiablo.

En ese momento tuvo la sensación de que los caballoscorrían con excesiva velocidad y que las ruedas rodabanvertiginosamente y entonces quiso ordenar que

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disminuyeran el paso. Le asaltó un repentino y desconocidoterror frente a París, con el trono vacío y lleno de traidores yabogados. Hubiera deseado poder reflexionar durante unrato más, pero la ciudad se aproximaba cada vez con mayorrapidez, como si corriera a su encuentro para alcanzarlo en lamitad del camino, con su rostro lacrimoso y su tronoespectral. Quiso ordenar:

-¡Más despacio! ¡Más despacio!Pero ya habían penetrado en las primeras calles, estaban

cerca del barrio de Saint Honoró. Necesitaba saber qué horaera, pues se sentía intranquilo por la oscuridad que cubría laciudad; parecía ser ya más de medianoche. Sin embargo,según sus cálculos, debía ser más temprano. Todas lastiendas estaban cerradas. Las casas a oscuras, parecíanpetrificadas; en sus ventanas atisbaban las tinieblas comoojos vacíos. Miró por la ventanilla pero no pudo distinguirquién galopaba ahora al lado del coche. Había queridopreguntar qué hora era, pero se confundió y preguntó:

-¿Qué día es hoy?-Veinte de junio, Majestad- contestó el oficial.El Emperador se reclinó hacia atrás y el antiguo dolor

tornó a agudizarse. No estaba seguro si había preguntadomal o si el hombre, desde allí afuera, no le habíacomprendido bien. ¡Veinte de junio! Recordaba que el veintede marzo había llegado a la capital. Junto con el dolor leasaltó su vieja manía de supersticiones, no menos torturanteque aquél, pues le producía estremecimiento. ¡El veinte! ¡Quéfecha! El veinte había nacido su hijo; el veinte fue asesinadoen nombre suyo el príncipe d'Enghien; el veinte había

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regresado a París. Habían transcurrido tres meses, solamentetres meses. Entonces. A Cómo recordaba todo tanexactamente! ...Era una noche desagradable, caía una lloviznafría y maligna ...pero el pueblo de Francia, el pueblo delEmperador, había dado calor con su aliento a la gran ciudad.Gritaba "¡Viva el Emperador!" Las antorchas y las linternasparecían firmes y permanentes como las estrellas que el cicloocultaba obstinadamente, y la Marsellesa, cuyos compasessubían hasta él, le había parecido avasalladora como paradisipar las nubes del cielo. Miles de manos blancas ydesnudas se habían tendido hacía él, y cada mano le parecióun rostro y se sintió obligado a cerrar los ojos, turbado porla grandeza del triunfo, el deslumbramiento de tanta luz y elfervor de tanta fe. Pero ahora, hasta las ventanas en la ciudadde París estaban oscuras. La noche estival era agradable,clara y suave. Las acacias difundían un perfume denso yembriagador. Las estrellas brillaban con más fuerza porquefaltaban las luces en las calles. Era muy agradable la noche enque retornaba el Emperador derrotado. En cambio, se habíaensañado el día de su triunfo. ¡Qué cruel era ese Diosincomprensible y con qué desprecio y satisfaccióncontemplaba el desastre del Emperador Napoleón!

Cuando el coche se detuvo, no hubo gritos de júbilo.Alrededor suyo sólo se extendía una noche estival, terrible yhostilmente pacífica. El Emperador oyó el melancólico gritode la lechuza en las profundidades del parque del palacio. Ledolía tanto la espalda que creyó oír su propio gemido; yahabía bajado la escalerilla y abandonaba el coche cerca deallí. Vio a su viejo amigo el ministro Coulaincourt. El buen

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hombre le esperaba solo, parado en la blanca escalera depiedra, bajo el plateado centellear del cielo nocturno; detrásde él, veíase el reflejo de la luz que irradiaban las ventanasdel Elíseo. El Emperador lo reconoció en seguida. Loabrazó. Tuvo la impresión de que el ministro le hubieseaguardado durante toda una eternidad, de pie en aquellaescalera, como si únicamente él hubiera esperado al infelizEmperador derrotado. El amigo preparaba una frase deconsuelo con la que había decidido recibirlo. Quería decirle:

-Majestad, no está todo perdido.Pero cuando el Emperador descendió del coche, esa

frase tantas veces repetida, murió en sus labios. Y mientras elEmperador lo abrazaba, Coulaincourt empezó a llorar y suslágrimas caían con ligero ruido sobre la capa de polvo que sehabía acumulado durante muchos días sobre las hombrerasdel capote del Emperador. Este, se libró rápidamente de suabrazo, atravesó con precipitación la puerta de rejillas yempezó a subir la escalera. Y como para recompensar lafidelidad de ese ministro, que en aquel momento amaba másque a cualquiera de sus compañeros de batalla, le relatóbreve y humildemente por qué había perdido la batalla. Perocomprendió al punto que confería a su amigo una distincióndemasiado triste y desdichada ...y calló de golpe.

-¿Qué opina usted?- le preguntó, cuando estuvieron enla habitación.

-Majestad, yo digo...- le contestó el ministroesforzándose en dar un tono claro y firme a su voz, para queel Emperador no sintiera que las lágrimas ahogaban su

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garganta y se agolpaban ya en sus ojos, -digo que hubierasido mejor que no regresara-.

-¡No tengo soldados!- le repuso el Emperador. -¡Carezco de fusiles! He buscado la muerte en el campo debatalla; me ha despreciado.

Se había recostado en el sofá. De repente se enderezó yse sentó, acometido por una necia y falaz esperanza que se leaparecía como una salvación.

-¡Un baño!- ordenó.- ¡Un baño caliente!Estiró los brazos y repitió:-¡Un baño, en seguida!“¡Agua, agua caliente, hirviente!” pensó. No pensaba en

nada más, le parecía que el agua caliente e hirviente hubieraadquirido el repentino poder de resolver todos susproblemas, aclarar el cerebro y purificar el corazón. Cuandoentró en el cuarto de baño seguido por su ministroCoulaincourt vio primero a su fiel ayuda de cámara queestaba de pie, desconcertado, cerca de la bañadera humeantecomo si vigilara el falaz elemento, que quizá podría traicionaral Emperador, como lo habían traicionado un general y sumujer. En el mismo instante, vio salir a una de sus doncellaspor la segunda puerta que daba al pasillo de servicio. Creyótambién que era su deber decirle a esa sirvienta una palabrade saludo. Era probablemente una de las últimas que habíanquedado en la Corte, e indicó a su ayuda de cámara que lallamara. Ella se volvió y quedó parada frente a él; luego cayóde rodillas y empezó a sollozar con fuera, sin esconder elrostro, que tenía levantando hacia él. Las lágrimas loinundaban como un velo tibio y húmedo. El Emperador se

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inclinó un poco hacia ella y la reconoció. Al ver su delgadorostro lleno de pecas se acordó de haberla visto aquellanoche en el parque y al mismo tiempo volvió a ver el rostrode su hijo, el pequeño tambor.

-¡Levántate!- ordenó.Ella se levantó obediente. El pasó su mano fugaz y

suavemente por su cofia y le preguntó:-Tienes un hijito ¡verdad? ¿Dónde está?-Estaba con usted en el campo- le contestó Angelina.Lo miraba a través del velo de sus lágrimas, con ojos

serenos y tranquilos y también el timbre de su voz era claro yseguro.

-¡Ahora vete, hija mía!- le dijo el Emperador. Y comoella esperaba todavía, repitió:- ¡Vele, ahora! ¡Vete!

La tomó suavemente por los hombros y la hizo salir condelicadeza. Entonces ella salió.

-Le comunicarás que su hijo ha caído en el campo debatalla y que yo mismo lo enterró- dijo el Emperador -.Mañana se le entregarán cinco mil moneda de oro. ¡Lo harástú!- agregó, dirigiéndose a su ayudante.

En seguida se dejó desvestir y se dirigió al cuarto debaño. Había esperado poderse quedar solo en el aguacaliente que tanto le gustaba y en la cual se sentía en suelemento. Pero llegaron su hermano José y el ministro deguerra. Los hizo pasar al baño y les refirió el desarrollo de labatalla y entonces se apoderó de él una estúpida excitaciónque le parecía inútil, pero que no podía dominar y acusó almariscal Ney. Se sentía atormentado por el orgullo y lavergüenza, mientras yacía allí desnudo en el agua. A través

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del vapor veía los rostros sólo confusamente; agitó losbrazos desnudos, golpeó con la mano sobre el agua que saltófuera de la bañadera, salpicando y manchando los uniformesde los dos hombres parados cerca de él. Pero éstos no semovieron. Comprendió entonces que todo estaba perdido,su sobreexcitación se apagó, dejó de hablar, se reclinó haciaatrás, y a pesar de estar en el agua caliente fue asaltado porun escalofrío y para que no se dieran cuenta que se sentíadébil y desamparado y que pudiera confesarlo al mismotiempo, preguntó qué debía hacer.

Sin embargo, en aquel instante tuvo la evidencia de quetodo lo que hiciera no dependía de él ni de otros hombres,sino que ya estaba determinado desde mucho tiempo antes,por una terrible y desconocida ley sobrenatural. Habíaesperado que el baño le devolviera su habitual dominio yrestableciera sus fuerzas; pero por primera vez, no sucedióasí; al contrario, se sentía aun más deprimido. Aunque estabaterriblemente fatigado por la desgracia y por muchas nochesde vigilia, solo su desolación infinita mantenía abiertos susgrandes ojos claros; a pesar del vapor que llenaba el cuarto,distinguía claramente los rostros de su hermano y de susamigos y por primera vez observaba en ellos los rasgos de ladebilidad. "Lo que me puedan decir será insensato, puesúnicamente se puede aconsejar a un hombre con el que setiene cierta afinidad. Si obedecí a otras leyes cuando eragrande y poderoso, también ahora que soy desdichado yestoy derrotado tengo que obedecer a leyes distintas. ¿Quésaben ellos de mí? ¡No me conocen! No me conocen, lomismo que las estrellas no conocen al sol del cual viven y en

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torno al cual se mueven!"...El gran Emperadorexperimentaba cansancio por primera vez en su vida; y porprimera vez comprendía que con ojos abatidos y tristes sepodía ver más claramente y más lejos que con ojosoptimistas y tranquilos y volvió a pensar en el viejo Job, en elanciano Santo Padre y en los amigos que habían venido paraconsolarlo en su derrota. Salió del agua y se presentódesnudo ante sus amigos, lo mismo que Job. Estos locontemplaron por un instante: su vientre amarillento yarrugado, los muslos rechonchos, que en los níveospantalones parecían tan fuertes y musculosos, el cuello cortoy grueso, la espalda algo encorvada, los pequeños pies y susdelicados dedos. Pero en seguida llegó el ayuda de cámara yenvolvió su cuerpo regordete en una amplia franela blanca.Sus pies desnudos dejaban huellas mojadas a cada paso quedaba.

Algunos instantes más tarde, Angelina volvió, obligadapor su servicio. Vio las huellas imperiales y mientras sedisponía a limpiar el piso, pensó que las ofendía porque seveía obligada a destruirlas. El ayuda de cámara que en esemomento ordenaba los jabones, las botellas y las toallas, seacercó a ella y le dijo muy despacio:

-Tengo que darte una noticia muy mala. ¿Me oyes? Algomuy triste.

-¡Dímelo!- le contestó ella.-Tu hijo...-comenzó él.-Ha muerto- terminó ella, completamente tranquila.-Sí; y el Emperador lo enterró personalmente- agregó el

hombre.

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Angelina se apoyó en la pared. Calló durante uninstante, luego dijo:

-Era mi hijo. Amaba al Emperador como lo amo yo...-Recibirás cinco mil piezas de oro...le dijo el sirviente.-No las necesito. Puedes guardártelas- le replicó

Angelina-. Vete ahora –agregó- ¡No me molestes! ¡Tengoque trabajar!

Cuando quedó sola, cayó de rodillas, se santiguó con elsigno de la cruz, y trató de rezar, pero no pudo. Permaneciódurante mucho tiempo, arrodillada, con un cepillo en lamano. Tenía la actitud de limpiar el piso, pero se dirigía alCiclo, a su hijo muerto y al Emperador.

El dolor embargaba su corazón, pero sus ojospermanecían secos. Compadecía y ala vez envidiaba a suhijo. Estaba muerto, ¡muerto! Pero la mano del Emperadorlo había enterrado.

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VI

A la mañana siguiente a las diez los ministros sereunieron en el palacio imperial. Los generales y los grandesnobles del Imperio lo esperaban formando dos filasinmóviles en el corredor; tenían un aspecto a la vez fiel ytemeroso, triste y respetuoso; pero en realidad estabanpreocupados más por su propia suerte que por el destino delpaís y del Emperador, y la impaciencia e intranquilidad dealgunos de ellos, era más que nada curiosidad que dolor.Otros pensaban en la actividad que habían desarrolladodesde el regreso del Emperador y por la que creían haberconquistado notoriedad, por eso asumían un aire solemnecomo si ellos fueran los principales autores de los cambiosmás importantes. También Fouché esperaba: su rostroestaba más pálido y amarillento que de costumbre. Cuandoentró el Emperador, inclinó exageradamente su larga yenjuta cabeza. Pero el Emperador no miraba a nadie. Contodo, sentía la mirada velada y falsa de su ministro de Policíay la inexorable y franca del viejo Carnot. No necesitaba

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mirarlos, pues los conocía a todos desde hacía muchotiempo. Sabía por anticipado lo que pensaban y lo que diríacada uno.

Se sentó y comenzó con voz tranquila:.-Declaro abierta la sesión. He regresado- continúo- para

contrarrestar la desgracia que nos ha alcanzado. Peronecesito poderes absolutos durante un tiempo.

Todos bajaron los ojos. Unicamente Fouché, ron susojos claros no quitaba la mirada del Emperador. Mientrastanto, escribía sin cesar pequeñas esquelitas. El Emperadorlo veía: "¡Dios sabe a quién escribe!", pensó. El ministroescribía sin mirar el papel, pues no apartaba la vista delEmperador, como si su mano incansable tuviese ojos.

El Emperador se levantó.-Comprendo que lo que ustedes quieren es mi renuncia

-dijo.-¡Así es, Majestad- le contestó uno de los ministros.El Emperador lo sabía de antemano. Hacía preguntas

para obtener las respuestas que esperaba. Sin embargo,empezó a ha. larles...y al hacerlo le parecía que hablaba unextraño.

-El enemigo ha invadido el país. Pase lo que pase, yosoy el hombre que representa al pueblo y al ejército. Con unapalabra mía puedo aniquilar a todos los diputados. Puedoaun reunir ciento treinta mil hombres. Los ingleses y losprusianos están exhaustos. Han vencido, pero estánagotados. Los austríacos y los rusos están todavía lejos.

Los ministros callaban. Una vez más y quizás la última,sentían el terrible magnetismo de la voz imperial.

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Escuchaban solamente la voz, el sonido de las palabras y nosu sentido. El Emperador también, sabía que hablaba envano. Por eso se interrumpió repentinamente. Cualquiercosa que dijera era inútil. Además, ya no sentía deseos deluchar por su trono. Por primera vez en su vida, desde quellegó al poder, probó la felicidad del renunciamiento. Podríadecirse que recibió la gracia de la humildad. Aceptó lafatalidad de su derrota como una bendición, y al mismotiempo, lo asaltó la alegre certeza de tener en sus manos lapotestad de anular, hacer arrestar y hasta decapitar o fusilar alos ministros a quienes se dirigía y a los parlamentarios queesperaban hacerle caer. ¡Si el quisiera...!, pero no quería. Eraun sentimiento delicioso lo experimentaba por primera vezdisponer de poder discrecional y, sin embargo, no quererutilizarlo! En el curso de su vida infinitamente rica y plena,había querido y deseado mucho más de lo que en general esdable a un mortal. Ahora, por primera vez, y justamente enla hora de su humillación y de su derrota, llegaba a laconvicción de que no deseaba el poder casi ilimitado de quedisponía: lo embargaba un sentimiento maravilloso. Como situviera entre sus manos una espada muy, afilada que lo hacíadichoso, justamente porque no necesitaba usarla. El, quehabía opinado siempre que lo fundamental era atacar y conbuena puntería, dábase cuenta ahora de la felicidad queimplica la debilidad y la obediencia. Por primera vez en suorgullosa vida estaba predispuesto para comprender lafelicidad de los débiles, de los vencidos y de los querenuncian. Por primera vez. tuvo el deseo de ser un esclavo yno un señor. Y llegó a la certidumbre de que tenía mucho

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que expiar, pues había pecado demasiado. Pensó que para lasalvación de su alma debía abrir la mano que empuñaba lafilosa espada para que cayera impotente y humilde, como élmismo lo era en aquel momento.

Sin embargo, en él sobrevivía el otro, el antiguoEmperador Napoleón, y era éste, el que empezó a hablarotra vez a los ministros. Dijo que en dos semanas tendríalisto un nuevo ejército, con el que derrotaría a los enemigos.Pero mientras hablaba se dio cuenta que aunque lograraconvencer a los ministros, no podría modificar la opinión delos diputados. Odiaba a los ahogados y podía muy bienacabar con ellos, pero los despreciaba demasiado parainfligirles la violencia, y además, él, que siempre fue violento,no amaba ya la fuerza. La había aplicado demasiado. Queríaabdicar. No deseaba seguir siendo Emperador ...Creíaescuchar de vez en cuando y cada vez con mayor claridad elllamado fatal de la desgracia. Esta voz se tornaba más fuertey más clara que las ovaciones de la muchedumbre reunidafrente al palacio, que gritaba incansablemente debajo de susventanas: "¡Viva el Emperador!”

"¡Pobres amigos!", pensó. "Ellos me aman y yo tambiénlos amo, ellos murieron por mí y viven para mí, pero yo nopude morir por ellos. Me aman tanto que quisieran vermesiempre poderoso! Pero ahora amo la impotencia. Durantemucho tiempo he sido grande y desdichado... ¡Quiero ser,aunque sólo sea una vez, pequeño y feliz!...”

La multitud desde afuera gritaba con renovado brío:"¡Viva el Emperador!", como si presintiera los sentimientoque se agitaban en él, y quisiera demostrar adhesión a su

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Emperador y afirmar que debía seguir siéndolo. Esos gritospenetraban a veces hasta lo más profundo de su corazón;entonces comprobó que su antiguó orgullo vivía aún ocultoallí y aunque invisible, respondía apasionadamente a lasvoces de la muchedumbre: "¡Me llaman, todavía soy suEmperador?". Pero, pronto, otra voz le replicaba: "¡Soy másque un Emperador, soy un Emperador que renuncia! Tengoen la mano una espada y la abandono voluntariamente.Estoy sentado en un trono y ya percibo el roer de lacarcoma. Estoy en posesión del trono y me veo ya en elataúd. Poseo un cetro y anhelo una cruz...¡Sí, eso, unacruz!...”

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V

Aquella noche no durmió: el bochorno la hacía pesada ycalurosa. Sin embargo, en el cielo azulado resplandecíanmillares de estrellas; pero cuando el Emperador levantaba losojos hacia ellas le parecía que sólo eran pálidas y lejanasimágenes de estrellas reales. Aquella noche creyó descubrir lafalsa nobleza que encubría los designios de todo conductordel mundo. Aun no creía en Dios y ya estaba seguro depenetrarlo. Se lo representaba igual que un Emperador comoél, pero más inteligente y dotado de mayor prudencia y, porconsiguiente, más permanente. En cambio él, se dejó llevarpor una necia generosidad y estaba a punto de perderlo todo.También él, sin su generosidad, hubiera podido ser un dios,crear el cielo azul, regular el brillo y el curso de los astros,determinar el destino de los hombres y la dirección de losvientos, el paso de las nubes y el vuelo de los pájaros. Pero,fue más modesto que Dios, demostró negligencia por lanobleza de sus sueños y necedad al mostrarse generoso.Abrió de par en par los amplios ventanales: oyó el alegre y

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uniforme chirrido de los grillos en el parque. Aspiró elperfume suave y benigno de la noche estival: de las lilasembriagadoras y de las acacias demasiado dulces. Todo estodespertó en él una profunda melancolía.

Ya no quema trono, ni corona, ni palacio, ni cetro.Quería ser tan sencillo como uno de los miles de soldadosque murieron por él y por Francia. Despreciaba a los que undía u otro le obligarían a abdicar, pero al mismo tiempo lesestaba agradecido de que le obligaran a hacerlo. Odiaba supoder pero también su impotencia. Ya no quería serEmperador y sin embargo deseaba mantener todos suspoderes. En aquella misma hora, estaban decidiendo sudestino en el Parlamento.

Iba y venía intranquilo y desconcertado por la sala; sedetuvo un momento frente ala ventana abierta y luego sesentó ante el escritorio. Abrió el cajón secreto y empezó aclasificar sus papeles en tres grupos. Algunos no teníanimportancia y podían quedar allí; otros eran peligrosos ydebían ser destruidos; los restantes, quería conservarlos, y talvez, llevárselos consigo. Quemó algunas cartas en la llamadorada de las bujías de cera y dejó caer, sin notarlo, lascenizas por la mesa y la alfombra. De improviso, seinterrumpió y guardó en su sitio los papelescomprometedores y comenzó de nuevo a pasear por lahabitación. Se le ocurrió que quizás era demasiadoprematuro para destruir los documentos ...Le asaltó otra vezsu vieja manía supersticiosa y empezó a sentirse intranquilo,temiendo haber conjurado al destino, irreflexivamente,obligándolo a decidir su suerte. Esa idea lo deprimió y se

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recostó en el sofá; pero en seguida se sintió más abatido aún,como si las sombrías preocupaciones lo asaltaran igual quelos negros cuervos a un cadáver. No pudo resistir más y selevantó. Miró de nuevo el cielo, luego el reloj; aquella nocheparecía no tener fin: Por su mente desfilaban imágenesconfusas, cuadros sin correlación de tiempo ni sentido;surgían todos juntos, como si las celdillas del recuerdohubieran sido repentinamente abiertas. Se entregó a ellosdesfallecido, se sentó, con la cabeza apoyada en las manos, yen esa posición se quedó dormido.

El primer trino de un pájaro matutino lo volvió a larealidad. Alboreaba y un viento benigno movía suavementelas copas de los árboles, y los batientes de las ventanaschirriaban un poco sobre sus goznes, produciéndole un leveestremecimiento. Se dirigió a la puerta y salió de lahabitación. Su ayuda de cámara, que estaba acurrucado sobreuna silla, cerca de la puerta, se levantó sobresaltado y sedispuso a seguirle. El centinela apostado delante del portal,se habla dormido de pie, derecho y tieso con el fusil alhombro. El Emperador se detuvo frente a él. Era unmuchacho muy joven; sobre sus labios que se abrían ycerraban a cada inspiración, brotaba un delicado y suavebigotillo negro y sus orondas mejillas de campesino estabansonrosadas como si no durmiese parado y con el fusil alhombro, sino en la cama de su hogar, al lado de sucompañera. "¡Un día mi hijo se parecerá a él y no lo veré! -pensó el Emperador. -También le brotará un bigotillo comoéste, y podrá dormir parado, pero yo no viviré hastaentonces". Tendió la mano y le dio un tirón al lóbulo de la

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oreja del soldado; éste se despertó asustado y abrió los ojosclaros y redondos; parecía un corzo azorado, con uniforme.Recién después de algunos instantes reconoció al Emperadory presentó mecánicamente el fusil, todavía semidormido,pero ya temeroso e inquieto. El Emperador lo dejó allí yprosiguió su camino.

Todos los pájaros saludaban con sus trinos al nacientedía. El viento se había calmado, los árboles azulados ybrillantes estaban inmóviles y silenciosos como si hubieranechado raíces para toda la eternidad. "Es el último día de miimperio", pensó el Emperador. ¡Sí, su abdicación era ya másque segura! Hasta el alba se lo anunciaba y el canto de lospájaros le parecía de mal agüero. También el rostroanaranjado del sol que acechaba ya, detrás del espeso ytierno follaje verde, se le mostraba violento y hostil. Nosentía la paz de aquella mañana de estío, ni quería sentirla.Sin embargo, por momentos, cuando cerraba los ojosmientras caminaba, comprendía que Dios y su mundoestaban bien dispuestos hacia él, y que otros hombres a esamisma hora, ante el reflejo verde, azul y oro del naciente día,se sentirían agradecidos y felices. Pero tuvo la sensación deque el día se mofaba de él. El eterno sol de Dios surgíacomo siempre, desde tiempos inmemoriales como si nohubiera acontecido nada extraordinario, ni fuese justamenteel día en que declinaba su estrella. Lo lógico habría sido quereinase la tiniebla nocturna. Para no ver la creciente claridaddel día volvió a su habitación y corrió las cortinas: deseabaque la noche durara una horas más.

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Se quedó dormido sin desnudarse y con las botaspuestas. Había prohibido que lo despertaran y, sin embargo,tenían la audacia de hacerlo; su primer pensamiento aldespertar, fue que hasta sus lacayos ya no obedecían susórdenes: pero era su hermano Luis, el más joven y másquerido de sus hermanos. Estaba de pie cerca del sofá; ladorada luz del sol penetraba con intensidad a través de lascortinas cerradas, pero su hermano Luis tenía un aspectopálido, ceniciento y trasnochado, parecía un jirón de lanoche pasada.

-¡No quieren!- dijo simplemente cuando el Emperadorabrió los ojos.

-¡Lo sabía!- replicó él, y se levantó.Ya resonaban abajo, frente al palacio, las acostumbradas

ovaciones, familiares a sus oídos: el pueblo gritaba comosiempre: "¡Viva el Emperador!" Este se enderezó y dijo a suhermano.

-¿Oyes? El pueblo quiere que yo viva, pero susrepresentantes quieren mi muerte. No creo en la voz delpueblo, pero tampoco en la de sus. representantes; sólo hecreído en mi estrella y ésta ya ha declinado.

Luis bajó la cabeza, sin decir palabra. Era joven yparecía que la desgracia lo tornara más joven y más ingenuoy, sin embargo, creía que era su deber infundir ánimo alEmperador, para tratar de salvar al hermano que para él eracomo un padre. Por eso dijo tímidamente:

-¡Todavía eres Emperador! ¡Eres el Emperador! ¡Nodebes renunciar!

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-Renunciaré- le contestó Napoleón. -No estoy cansado,querido hermano: he cambiado. No creo ya en todo lo quehe creído siempre: en la violencia, en. el poder y en el éxito.Por eso renunciaré. Todavía no puedo creer en lo otro, en elpoder que no conocemos. Pero me encuentro comosuspendido entre estas dos fuerzas. No creo ya en loshombres, pero tampoco creo en Dios. Pero lo siento,empiezo ya a sentirlo.

Mientras le hablaba, sabía que su hermano no podríacomprenderle, y juzgaría que el Emperador estaba fatigado yque por eso deliraba.

Era bueno, valiente y fiel, y ajeno a los confusossentimientos de su hermano; no comprendía sus palabras ysu tristeza. El Emperador lo sabía demasiado bien. Perohablaba, porque estuvo callado durante toda una noche,infinitamente larga y también porque sabía que Luis, el másquerido e ingenuo de sus hermanos, no podría entenderle.

Luis seguía cabizbajo. En realidad estaba distante deldrama que torturaba al Emperador. Sólo tenía una idea claraque lo llenaba de horror: "¡Pronto llegarán! ¡Prontollegaran!", pensaba.

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VI

Llegaron a las diez de la mañana. Tenían rostrossolemnes, tristes y desesperados. El Emperador los observóatenta y cuidadosamente a uno después de otro: el viejoCoulaincourt, su hermano José, el querido Regnault. Losdemás esperaban en la sala del Consejo de ministros quequedaba al lado. En seguida fue anunciado Fouché, elministro de Policía.

-Que pase inmediatamente- dijo el Emperador.Entró: hizo una profunda reverencia y permaneció tanto

tiempo en esa actitud, que se hubiera podido creer quetropezaba realmente con alguna dificultad para volver aenderezar la espalda y levantar la cabeza. Llevaba en la manoderecha una cartera de cabritilla verde oscura y en laizquierda el sombrero ministerial. El Emperador examinó almás feo de sus ministros con mayor detenimiento que a losdemás, como si quisiese fijar en su memoria, para todo elresto de su vida, la figura de ese hombre en todos susdetalles, y lo hubiera hecho llamar expresamente con ese fin.Parecía deleitarse en su observación con el goce de un artista

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que ha encontrado un objeto perfecto. "Todavía me teme",pensó el Emperador. "Aun podría molestarlo y luegoaniquilarlo. En aquella cartera verde lleva mi sentencia demuerte, pero sólo yo puedo firmarla y él teme que me nieguea hacerlo. No me conoce, ¡ni lo conseguiría jamás! ¿Acaso eldiablo conoce al Señor! ¡Le haré esperar un rato más! ¡Quéejemplar más perfecto! ¡Qué armonía entre el rostro, lasmanos, la actitud y el alma! Yo lo dejé vivir y actuar, comoDios deja vivir y actuar al diablo. Ahora que ya no soy undios, vive de sus propios méritos y mañana vivirá de la graciade los ingleses, de los austríacos, de los prusianos y del rey".

-¡Míreme!- le ordenó el Emperador.Fouché levantó por fin la cabeza. Quiso decir algo, pero

no pudo articular palabra cuando sus ojos encontraron lamirada del Emperador. Muchas veces había temblado anteesa mirada, pero ahora, por primera vez, lo paralizaba. Sintióque sus labios estaban reseco, que se negaban a formular unapalabra y los humedeció instintivamente, con la pálida puntade su delgada lengua. "¡Qué armonía!", pensó el Emperador."No le faltan ni los más insignificantes movimientos quecaracterizan a las serpientes. ¡Cuánta verdad encierran lasleyendas vulgares!”

-Escriba a los señores que esperan, que pronto habréterminado. ¡Puede sentirse satisfecho!

Fouché se acercó a la mesa del Emperador. Colocó susombrero en una silla y sin soltar la cartera, tomódelicadamente con sus largos dedos una hoja en blanco entrelas muchas que había en la mesa, la apoyó sobre la cartera yempezó a escribir de pie.

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El Emperador no le observaba ya. Se dirigió a suhermano y le ordenó:

-¡Escribe!- y comenzó a dictar."Me ofrezco como una víctima del odio que los

enemigos de Francia sienten por mí. Ojalá que susdeclaraciones sean sinceras y sea verdad que persiguensolamente a mi persona... “Unidos todos por el bien comúna fin de conservar la independencia de la Nación...”

En torno a él estaban reunidos sus antiguos amigos ysirvientes. El calor estival penetraba en la habitación por lasventanas abiertas, en. oleadas violentas y sofocantes. No semovía nada. Los hombres y las cosas estaban paralizados,hasta las livianas cortinas de muselina amarillenta colgabanante las ventanas en pliegues inmóviles, como si estuviesenpetrificadas. Parecía también que afuera el mundo se hubieseparalizado, que París ya no respirara, bajo los efectos deldorado calor más denso que el plomo. Toda Francia estabaentregada al sopor; en medio del resplandor deslumbrante,dormía y esperaba. Las aldeas y las ciudades se adormecíanmientras los enemigos se aproximaban desde el norte; elpasto en los prados se marchitaba esperando ser pisoteado; ylas espigas en los campos presentían que su madurez erainútil; pues aquel año no habría grano molido ni panhorneado; ya se esperaba ver a los molinos diseminados entodo el país, inmóviles y muertos. Solamente las piedrasmudas, las calles y callejuelas respiraban todavía: perotambién su aliento no era sino calor inerte.„"...Unidos todospor el bien común a fin de conservar la independencia de laNación...”

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Estaba dictando esta frase, cuando la aguda voz de unamujer que desde la calle gritó: "¡Viva el Emperador!",penetró inesperadamente por las ventanas abiertas. Ese gritointerrumpió el pesado silencio estival, como una centella quecae entre arbustos áridos y resecos. Los hombres querodeaban al Emperador comenzaron a respirar con fuerza;sus ojos enteramente abiertos se volvieron vivamente haciaél. Alguien se movió con precaución como para cerciorarseque su inercia había terminado y otros le imitaron. Aunresonaba el eco del agudo grito de la mujer y le siguió lavibrante aclamación. de miles de voces masculinas, quegritaban: "¡Viva el Emperador!" Uno de los hombres que lorodeaban movió sus labios como para lanzar también el gritohabitual: el Emperador lo observó y sus ojos le impusieronsilencio con una expresión tan amenazadora que la boca delamigo quedó abierta durante un rato y casi todos creyeronver cómo la ovación moría entre sus labios. De cuando encuando se escuchaba otra vez el grito de: "¡Viva elEmperador!”

El interrumpió su dictado, pero no se volvió. Seencontraba sentado de espaldas a las ventanas, por las cualesllegaban las ovaciones, como a propósito. Pero, en realidad,no le inspiraban desagrado, sino solamente tristeza y orgullo.Pensaba en la última frase que acababa de dictar. "...Unidostodos por el bien común, a fin de conservar la independenciade la Nación". Esa frase la había pensado desde el díaanterior o la albergaba posiblemente desde hacía muchotiempo en su corazón. Ahora que la acababa de pronunciar ydarle vida, le pareció que la mujer y la multitud reunidos allí

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abajo, habían escuchado sus palabras. Ese era su pueblo,eran los hijos de su Francia amada. Siempre supo decirles lapalabra oportuna en el momento adecuado, y antes de queles hablara, ellos le adivinaban y le comprendían, también enaquél momento. Conocía a todos los que le aclamaban desdeafuera; era el pueblo de los suburbios, los oficiales y lossuboficiales de su ejército, las mujeres de pañuelos rojos,algunas engalanadas con violetas, eran todos los hijos de lapatria. Percibía claramente el dulce compás de la Marsellesaen medio del fragor de los timbales. De pronto, penetró porla ventana abierta, como un huésped bienvenido, una oleadadel olor amado y familiar: el olor de la pólvora y de lossoldados del pueblo, de la sopa de campamento, de ramitasencendidas y chisporroteantes, el olor de la tibia sangrehumana.

El Emperador fue asaltado por un impulso de orgullo,distinto del que solía experimentar después de una batallavictoriosa o de una entrevista con enemigos derrotados quele solicitan condiciones de paz: era un hermano noble ylejano de ese otro sentimiento que le era tan familiar. En lahora en que él mismo se empequeñecía y aniquilaba, elpueblo de Francia lo sostenía para colocarlo. en el sitioperdurable que le habían levantado en su corazón. Mientrasrenunciaba a la corona que él mismo se había ceñido sobrelas sienes, el pueblo le entregaba otra invisible, peroauténtica, que él siempre se había afanado en conquistar.Durante su largo reinado, todo ese pueblo de Francia lehabía parecido infiel y voluble. Ahora que abandonaba sucetro, era por en el verdadero Emperador de Francia. Las

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ovaciones no disminuían. Las personas que estaban en lahabitación revelaban una intranquilidad aun mayor que la delpueblo. Entonces el Emperador ordenó:

-¡Cierren las ventanas!- Pero los gritos, aunqueatenuados y lejanos, seguían penetrando en la sala.

En ese momento uno de los hombres dejó escapar unviolento sollozo, fue un repentino y vehemente desahogo,que pudo minar inmediatamente; sin embargo, tuvo elpoder suficiente para conmover a todos los demás, cuyosojos se llenaron de lágrimas.

-Me es imposible seguir escribiendo- dijo el hermanodel Emperador, en voz muy baja.

"¡Tampoco en este momento me comprenden!", pensóel Emperador con tristeza. "Yo me siento orgulloso eindiferente, pues conozco lo que es el dolor y la melancolíame hace bien, casi podría decir que soy feliz. ¡Y mis amigoslloran! El más insignificante de mis granaderos me hubieracomprendido..." Indignado ordenó:

-¡Fleury de Chaboulon, siéntese y escriba!"Ha terminado mi vida política. Nombro a mi hijo

Emperador de los franceses con el nombre de Napoleón ".Todos callaban. Sólo se oía el rasguear de la pluma al

correr sobre el papel. En ese momento el ruido de una gotaque caía sobre el papel interrumpió el profundo silencio: fueun sonido duro, como si fuera una gota de cera, pero era unalágrima viva, que había caído de los ojos del que escribía:éste secó fugazmente las que se le agolpaban con la manga.

El Emperador le arrancó el papel y firmó conapresuramiento, como era su costumbre. En el breve

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instante que tardó en hacerlo, brilló en sus ojos un nobledestello que nadie percibió, y sus labios se contrajeronlevemente: todos creyeron que sufría. Pero se equivocaban,pues sólo era un gesto de desprecio.

Se levantó, abrazó al que acababa de escribir y sedespidió de todos. Había firmado su abdicación y noobstante lo embargaba el sentimiento de que hubiera sidorecién coronado.

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VII

Quedó solo hasta el anochecer. Su ayuda de cámara, alque tanto amaba, entró llevándole un refrigerio de los quegustaban al Emperador, en sus momentos de soledad. Eraalgo liviano que se podía comer rápidamente. Los ojosapacibles del joven estaban velados y tenía los párpadoscaídos; su rostro, siempre rozagante y sano; estaba ahoraamarillento y su frente surcada por una infinidad de arrugas.Parecía haber llegado de un duro peregrinaje o despertado deuna terrible pesadilla.

-"¡No te vayas!- le dijo el Emperador.- Siéntate y tomaaquel libro y señaló con el dedo una mesita en la que yacíanamontonados sin orden ni concierto. -¡Léeme algo, delprincipio o de donde tú quieras; da lo mismo!”

El joven obedeció y tomó asiento. Era un libro quetrataba sobre América; empezó a leer desde la primerapágina, por respeto al libro y al Emperador. Leíaatentamente, con voz uniforme, como solía hacerlo en laescuela, cuando era muchacho; no se le escapaba nada: ni las

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particularidades del terreno, de las plantas o de los hombres;leyó muchas páginas sin atreverse a levantar los ojos, aunquese había levantado para acercarse a la ventana y tornó luego asentarse. Tenía la impresión de que el Emperador iba ahablarle, y empezó a sentirse intranquilo y a leer cada vezmás rápidamente.

-¡Basta!- le ordenó.- ¡Mírame!El joven se detuvo sin terminar la frase y miró al

Emperador.-¿También tú has llorado, hijo mío?- le preguntó.-¡Cómo no he de llorar, Majestad! -contestó el ayuda de

cámara y sintió que las lágrimas afluían otra vez a sus ojos.- ¡Mira!- comenzó el Emperador. Tú eres joven y

todavía no tienes una idea exacta del mundo y de las leyesque rigen la vida. Recuerda que te voy a decir, pero no lorepitas ante todos y tampoco lo escritas nunca. Pues algúndía, tú también querrás escribir tus memorias; todos los quehemos pasado por duras experiencias deseamos anotarlas.Bueno, guarda para ti lo que te digo: todo obedece a leyesincomprensibles, pero inmutables; las estrellas, los vientos,los pájaros, los soberanos, los soldados, todos los hombres,todas las plantas. La ley que rige mi vida se está cumpliendo.Ahora quiero tratar de vivir ¿me comprendes?

El joven asintió.-¡Dime!- le preguntó el Emperador.- ¿Lloras por mi

desgracia? ¿Crees que soy infeliz? El joven se levantó sin atinar a contestar. Por fin abrió

la boca y dijo tímidamente y en voz baja, mirando al suelo:- Majestad, yo sólo sé que me siento muy desgraciado.

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- Entonces vete- dijo-. ¡Quiero estar solo!Ahora en el silencio volvió a escuchar las ovaciones dé

la muchedumbre que seguía aclamándolo incansablementefrente al palacio. La noche se acercaba: pero, su pueblo, elpueblo de Francia, era perseverante en su amor. Sabía que yano era su Emperador y no obstante, sin tomar en cuenta surenuncia, no se cansaba de aclamarlo, igual que aquellanoche en la que regresó triunfante. Seguía gritando: "¡Viva elEmperador!", como si él no hubiese perdido la mayoría delas batallas y la vida de todos los soldados. Todos no ...se leocurrió de súbito. Y su mentalidad militar, comenzó a hacercálculos involuntariamente y quizá por centésima vez: lequedaban aún cinco mil trescientos granaderos, seis milinfantes, setecientos gendarmes, ocho compañías deveteranos, y el ejército del general Grouchi estaba aúnintacto. Olvidó los acontecimiento del día, su abdicación, susplanes; sólo escuchaba los gritos de: "¡Viva el Emperador!"las perseverantes ovaciones del pueblo y volvió a sentirse elEmperador Napoleón. Se dirigió con paso rápido y decididohacia la mesa, abrió los mapas. Su cerebro nunca había sidotan lúcido y seguro como ahora. Sus errores le parecíandesviaciones ridículas e infantiles; no lograba comprenderpor qué había sido tan ciego. Se sintió súbitamenteiluminado por una gracia. Imaginaba adivinar, conocer losplanes del enemigo, lo espiaba, para atraerlo a una trampa, loengañaba y enredaba, lo vencía y aniquilaba. Y veía al paíslibre de enemigos y a éstos rechazados más allá de lasfronteras en el Continente y a los ingleses huyendo en susbarcos hacia las seguras costas de su isla ...pero ¿por cuánto

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tiempo estarían a seguro de los ataques del Emperador?Algún día también atravesaría el mar, ese elemento que lehabía sido siempre hostil; llegaría el momento en quetambién éste le sería favorable ...y entonces se vengaría, ¡sevengaría! ¡sin duda!

La habitación estaba envuelta en tinieblas, pero elEmperador, absorto en sus mapas, ni siquiera lo notó, puesen realidad ya no leía en las cartas: veía ante sus ojos lospoblados y las aldeas, los cerros y el campo de batalla, todoslos campos de batalla posibles y futuros, muchos miles decampos de batalla. Inesperadamente, resucitaron tambiéntodos los queridos camaradas de los combates de sujuventud, todos los hermanos caídos: generales y granaderos;la muerte se los devolvía, no necesitaba ya a nadie, podíavencer con los muertos que habían regresado. Era la batallamás grande de toda su vida, la más extraordinaria, la quesuperaba todas las reglas del arte militar: el triunfo en todosu dramatismo, era casi un juego gracioso.

Un golpe en la puerta lo despertó de su ensueño. Fueanunciado el ministro Carnot. Trajeron dos candelabrosencendidos y también fueron encendidas las velas de laaraña. Cuando el ministro entró el Emperador le dijo:

-¡Me ha interrumpido usted!-¡Perdón, Majestad!- contestó aquél.-Le perdono. Pero me ha destruido la más bella de mis

batallas. Puedo vencer, puedo acosarlos hasta las fronteras.No necesito más soldados de los que dispongo. ¡Puedovencer!

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Es demasiado tarde, Majestad. Se le prohibirá lapermanencia aquí. Cuando lleguen los enemigos su vidacorrerá peligro. Los ministros no pueden garantizarle laseguridad. ¡Tiene que marcharse!

El Emperador sintió un calor insoportable, abrió una delas ventanas y de golpe llegaron hasta sus oídos lasrenovadas ovaciones de la muchedumbre, los fervorososgritos de: "¡Viva el Emperador!”

Quedó inmóvil, dando las espaldas al ministro, mientrassus oídos recibían las aclamaciones de su pueblo.

-¡Así que tengo que partir! ¡Al fin tengo que partir!-replicó el Emperador en voz muy baja.

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VIII

Aquel verano llegó caluroso y espléndido. Era como elpostrer y radioso homenaje que le tributaba el país, la tierra yel cielo de Francia. Parecía que el ciclo y la tierra quisierandecirle: ¡Emperador Napoleón! Ya no podrás contemplarotro verano francés. ¡Lleva contigo el recuerdo del máshermoso que te podemos ofrecer!

Ya no era un Emperador, era un prisionero en laMalmaison, residencia de su primera mujer, la difuntaEmperatriz Josefina. Ahora vivía allí Hortensia, la hija deella. A veces le recordaba a su madre cuyas gracias amabamás que nunca en aquel momento. La forma de inclinar elcuello y el modo de cortar las viandas o de reclinarse en elsillón, cierta sonrisa especial cuando escuchaba algo que nopodía o no quería comprender eran gestos que habíaheredado de su madre y por eso la quería el Emperador.

Sin embargo, experimentaba una especie de cóleraconsigo mismo: pues la Emperatriz Josefina, debía ser la

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única mujer que debió amar, como él había sido el únicoEmperador del pueblo de Francia.

No tenía nada de qué ocuparse y sólo le quedaba elconsuelo de sumergirse en los recuerdos del pasado, que laresidencia en que vivió su primera mujer despertabaconstantemente en él.

-Aquí paseaba con ella -decía, mientras caminaba con elministro Carnot, como si aquella arboleda hubiese sido elúnico sitio en que estuvo con ella. -¿Ve usted?- continuaba,sin darse cuenta de que mientras tanto ya había doblado porotro sendero aquí la visitó mi hijo. ¡Qué mujer!. No tuvoreparos en visitar al niño, al hijo de la otra, por la que enrealidad había dejado de ser Emperatriz, ¡sólo por asegurar lasuerte del niño! ¿Oye usted, Carnot?

-Sí, Majestad- contestó el ministro.Carnot era, desde hacía muchísimo tiempo, un enemigo

del Emperador. Lo llamaba traidor de la libertad. Secaracterizaba por su corazón duro e inflexible. Pero mientraspaseaba con el Emperador a la dorada luz del crepúsculo,escuchando sus palabras que velaban sentimentalmente laverdad y ponían a descubierto sus errores y sus penas,comenzó a reconocer, distintamente, que en el mundotambién había otras leyes, además de aquellas a las que élobedecía, leyes distintas de las convicciones inmutables, de laconciencia, de la fidelidad y la tradición.

-Majestad- díjole con la ruda sinceridad del viejojacobino- al escuchar sus palabras, me pregunto, por qué leconsideré durante tanto tiempo como un traidor. ¡Ahora,

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aunque demasiado tarde, creo que es usted el hombre másleal del mundo!

-Para eso nunca es demasiado tarde- contestó en vozbaja el Emperador.

Su ayuda de cámara les salió al encuentro anunciandoala condesa Walewska. Tenía la impresión de que hubieratranscurrido muchísimo tiempo desde la última vez que lavio.

Llevaba de la mano a su hijo, el hijo de él; estaba vestidade negro y tenía el rostro medio velado. el emperador seestremeció por espacio de un segundo y se detuvo inmóvil;pues te pareció que había venido a su entierro, y que él era yaun cadáver. Quizás ella percibió estos pensamientos, fue a suencuentro y se inclinó al darle la mano. El la tomó del brazoy la condujo a la habitación que fuera arreglada con elpropósito de consolar a la Emperatriz Josefina, haciéndolecreer que tenía la intención de pasar muchas horas a su lado.Dio la mano al muchacho, sonrió y esperó unos instantes,mudo, de pie, frente a la mujer. Un par de veces la invitó,con un movimiento de la mano, a sentarse en el sofá. Peroella no se movió.

-Quería verle, una vez más- díjole ella.Poco tiempo atrás su rostro era delgado y fino como

cuando la conoció. Ahora parecía árido, y demacrado. Conqué rapidez se marchita la belleza de las mujeres, cuandoaman y sufren. Una delicada peluca rubia cubría como unsuave musgo sus pálidas y finas mejillas; su boca parecía unabreve línea. Sus mejillas estaban desnudas, secas y hundidas.Los labios formaban estrecho y severo trazo.

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-Tengo que pedirle perdón, majestad - dijo aquella bocarecelosa.

-¡No! ¡No! de ningún modo- exclamó desconcertado elEmperador.

-¡Sí-! contestó la condesa por eso vine aquí; tengo quedecírselo, ¡Tengo que decírselo!- repitió con convicción.

-Bueno, ¡por favor!- contestó el Emperador, casi conimpaciencia.

El sabía muy bien lo que le quería decir.Ella callaba, temerosa por su impaciencia. En aquel

momento todas las palabras que había preparado, sedesvanecieron; y no pudo ni siquiera llorar.

El Emperador se adelantó y apoyó suavemente susmanos en los brazos de ella, acercando a su rostro susgrandes ojos claros y le dijo:

-Usted me quiere confesar que no me ha amadosiempre.

Hace ya mucho tiempo que lo sé. Usted ha amadosolamente a Polonia, su patria. Aceptó mi amor porlibertarla. Ya después aprendió a amar un poco alEmperador. ¿No es así! ¿Es eso lo que usted me quería decir!

-¡No es todo!- contestó ella.-.Hay algo más?- le preguntó él-¡Que hoy lo amo, Majestad!- replicó ella y levantó el

rostro casi con desafío. -Ahora amo solamente a usted; noamo ya a mi patria ni al Emperador. Yo quiero seguirle acualquier parte donde usted vaya.

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El Emperador retrocedió sorprendido. Calló un rato,luego habló con la voz dura y metálica en que solía dirigirse alos soldados:

-¡Váyase, condesa! No hay lugar a mi lado. ¡Váyase porfavor! Yo la amo todavía. ¡No la olvidaré nunca!

La contempló mientras salía orgullosa y erguida sobresus fuertes y esbeltas piernas que tanto amaba. Caminabacon aquel paso audaz que conmovía todo su cuerpo yconfería mayor vigor y elegancia real a sus débiles ydelicados hombros.

Pensó que había sido demasiado duro con ella. Pero erala única mujer de la que se sabía comprendido, que amabahasta su dureza, y que por cierto, comprendía también que élno hubiera podido seguir a su lado. Escuchó un rato:percibió sus sollozos y la voz de Hortensia que trataba deconsolarla.

Se sintió asaltado por una gran impaciencia: no queríapermanecer allí ni una hora más. Había cumplido su destinoy se sentía atraído por nuevos horizontes. Hizo venir a suhermano, a sus amigos Bassano, Flabaut y Lavallette.

-Quiero irme-les dijo con voz imperiosa, -¿Dóndeespera el barco? ¿Dónde están los pasaportes? ¿A dónde seme permite ir, por fin? ¡Quiero irme, quiero irme!

-Los enemigos están ya aquí- le contesto con absolutacalma el general Lavallette. -Los prusianos están en Bourget.

-¿Y los Ingleses?- preguntó el Emperador.-¡Todavía no han sido vistos!- respondió el general.El Emperador abandonó bruscamente la habitación.

Los cuatro hombres enmudecidos se miraron con sorpresa.

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Antes que alguien pudiera proferir una sola palabra, elEmperador volvió vestido con el uniforme de los cazadoresde la guardia, con la espada, las botas y las espuelas.

-¡Yo los rechazaré!- gritó tan fuerte que hizo tintinear laaraña de cristal. -¡Que ensillen los caballos! Yo los rechazaré.¡Yo lo puedo todo, porque los soldados franceses soncapaces de todo! Vayan a decir a los señores diputados quedeseo plenos poderes para contener a los prusianos. Nonecesito ninguna corona. No soy ya el Emperador ¡Necesitouna división! ¡Soy un divisionario!

Calló. Todos quedaron mudos y perplejos; solamente laaraña temblaba y tintineaba aún. En aquel momento resonóafuera el canto de los soldados en marcha. Se oyó conclaridad la orden de alto del oficial, y el golpe seco y fuertede las botas al reunirse. Los soldados hicieron frente ante elpalacio y gritaron: "¡Viva el Emperador!”

-¡Mañana saldremos a caballo!- ordeno el emperador.

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IX

¡No! No saldría mañana. Apenas los hombres hubieronabandonado la habitación, el Emperador comprendió que nole permitirían mandar ni una sola división Desabrochó suespada y la tiró sobre la mesó. Llamó a su ayuda de cámara yse hizo quitar las botas y el uniforme. Se sentía ridículo, suimpulso había sido infantil, pertenecía a sus viejos sueños;porque quien ha perdido una gran batalla como Emperador,no puede ganar una pequeña como coronel o general. Locomprendía, pero no dijo nada cuando se le comunicó que leestaba prohibido defender la ciudad. París esperaba ya a losenemigos; Cl lo sabía, aunque afuera siguieran gritando;"¡Viva. el Emperador!" París esperaba a los enemigos ya¡ reyy las ovaciones no tenían ya sentido actual sino histórico.Eran como las aclamaciones en la escena. No estabandestinadas al Napoleón viviente sino al muertoinmortalizado.

Solamente le quedaba despedirse y marcharse muy lejosa donde quisieran arrojarlo los malos o buenos vientos.

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Estaba resignado a dejarse llevar por cualquier corriente,hasta lo deseaba ya. Se despidió brevemente de sushermanos, de su hija, y de los amigos. Faltaba la despedidamás difícil: la de su madre.

Esperó a su madre en la habitación más oscura de lacasa: la biblioteca. Hacía mucho que sus ojos ibandebilitándose y se hacían susceptibles a la luz. Llegó vestidade negro y sin joyas, sostenida por dos damas de compañía;el ayuda de cámara del Emperador la seguía. Cuando entró,la sala pareció oscurecerse aún más. Tenía un aspecto tanmajestuoso y fuerte, a pesar de que caminaba apoyada, yparecía tan enérgica en contraste con su rostro, fino, pálido ydemacrado, que en seguida llenó la habitación con el alientosobrio de su melancólica dignidad. Proyectaba sombra, eracomo si no viniese a despedirse del hijo, sino a un entierro.Se iban desvaneciendo lentamente los delicados reflejos deoro y marrón de los lomos de los libros que cubrían lasparedes; la sala, ya de por sí oscura, por las pesadas cortinasverdes corridas delante de las ventanas, quedó en lastinieblas. Sólo veía confusamente el pálido rostro de sumadre y el brillo de sus grandes y débiles ojos negros. A unaseñal suya, el hombre se retiró y las mujeres lo siguieron, yentonces el Emperador sostuvo a su madre. Debíaconducirla apenas cinco pasos hasta el ancho sillón verdeoscuro, pero deseaba que aquel trecho se alargara cada vezmás, se detenía a cada paso, se sentía más débil aun que sumadre, le temblaban las rodillas y los brazos. Ella se apoyabaen su brazo derecho; y él le tomo su mano y la besaba a cadapaso. Era una mano grande y fuerte, con dedos largos y

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regordetes, con pequeñas arrugas en los nudillos y uñas deuna blancura asombrosa; estaba surcada por grandes venasazules y la muñeca era huesuda y musculosa. ¡Cuántas veceslo había castigado y también acariciado aquella mano!, peroaun en el castigo había sido como si lo acariciara. Volvía asentirse niño y quedaban borrados los agitados años de sugloria y de su omnipotencia; la contemplación de la manomaterna lo retornaba a su infancia y a su juventud y cada vezque volvía a llevar a sus labios la mano de su madre abdicabasu poderío. Mientras la acomodaba suavemente en el sillón,su codo rozó por un segundo su seno abultado y unsaludable estremecimiento recorrió su brazo, llegando hastasu corazón; era el voluptuoso temblor del niño ante el pechode la madre.

Ella era más alta que él, y esto lo hacía sentirse pequeño;empujó una silla cerca del sillón, pero hubiera deseadosentarse en un escabel, a sus pies. Se sentó frente a ella, susrodillas casi se tocaban; su aspecto era cada vez máspequeño, se agachaba casi, dejando caer su cabeza sobre elpecho.

-¡Mírame!- le dijo la madre con voz profunda y sonora yapoyó sus dedos en el mentón de su hijo para levantarlo.

el obedeció, levantó un instante la cabeza einmediatamente la volvió a inclinar, mientras unestremecimiento le hacía temblar los hombros. La madreabrió sus brazos y él cayó hacia adelante, ocultando el rostroen su regazo. Sus dedos empezaron a acariciarle los cabelloslisos, primero lentamente y luego, cada vez con más rapidez,casi con frenesí, sentía con voluptuosidad maternal cómo se

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erizaban y volvía a alisarlos, acarició la raya de su peinado, seinclinó y besó la cabeza de su hijo, mientras lo tenía sujetocon fuerza de los hombros, como si temiese que se leescapara. Pero él no lo deseaba, al contrario, hubiera queridopoder reposar eternamente de ese modo descansando en elsuave regazo de la madre, sobre su vestido negrísimo. Loscariñosos dedos maternos seguían acariciando su cabeza, suboca murmuraba algunas palabras en el antiguo dialecto desu patria; él no comprendió del todo su significado ni leinteresaba saberlo; le bastaba el acento familiar de su voz, elsonido del idioma materno. Pensó qué sería buenosdescansar más a menudo en el regazo de la madre. Se quedócompletamente inmóvil;«su madre se estremeció por uninstante y le dijo:

-Levántate, levántate, Nabulio- le dijo "Nabulio" comosolía llamarlo cuando era muchacho.

El obedeció en seguida, y en sus ojos secos resplandecíaun destello duro y cortante; parecían llenos de lágrimasheladas.

-Me voy... -le dijo a su madre.-No te abandonaré, hijo mío ¡Te seguiré a cualquier

lugar; a ti que eres el más hermoso y querido de todos mishijos!

-Debo partir solo, madre- le contestó él, con voz clara yfirme. Y temiendo haber sido demasiado duro, agregó: -¡Puedes estar segura que regresaré, madre! ¡Volveremos avernos!

Mentía, y ambos lo sabían muy bien.

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Ella se levantó y dirigióse hacia la puerta, pero luegoretrocedió y tomando con ambas manos la cabeza de su hijo,lo besó en la frente. Abrió la puerta y salió; el Emperador lasiguió hasta la escalera, pero desde el momento en que se leacercaron las damas de compañía, ella no volvió la miradahacia atrás. Mientras la contemplaba bajar con la espaldafirme y erguida, con los hombros armoniosos y el pasoseguro, gritó con fuerza:

-¡Adiós, madre!Ella se detuvo en el penúltimo peldaño, se volvió y

contestó:-¡Adiós, hijo mío!El Emperador retrocedió rápidamente y se dirigió a la

estancia de cielorraso celeste de la difunta emperatriz, y sequedó parado por un buen rato frente a la enorme cama. Eracasi tan grato como descansar en el regazo de su madre; soloexistían estas dos felicidad, el regazo de su madre; y el lechode la amada, y quizás otra, todavía desconocida; ya llegaría elmomento en que experimentaría el abrazo de la muerte, suvieja y querida hermana.

Alboreaba casi cuando el Emperador fue a su cuarto aquitarse el uniforme: vistió una chaqueta parda, a sombreroredondo, pantalones azules; se abrochó la espada a la cinturay abandonó el palacio por una puerta trasera. El puebloesperaba por el otro lado, frente a la puerta principal,gritando incansable e invariablemente: "¡Viva el Emperador!"Este se detuvo un momento para escuchar una vez más lasinsistentes ovaciones de su pueblo. Una carroza vacíaesperaba frente a la puerta principal, para hacer creer a la

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multitud que el Emperador tenía la intención de viajar enella. Los grillos nocturnos chirriaban débilmente, y el díadespuntaba glorioso y triunfante. Ya se oían los primerostrinos de los pájaros.

El Emperador subió precipitadamente en el coche,como si huyera del sol. No miró atrás. Corrió las cortinas delas ventanillas y con voz firme y tranquila ordenó:

-¡Adelante!Y el coche se puso en marcha.Las ruedas rechinaban suave y melancólicamente y los

ejes gemían como voces humanas.

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X

Pronto se quedó dormido. El sol surgió áureo yespléndido como siempre. Hacía tanto calor como almediodía. Los tres compañeros del Emperador callaban ycontemplaban su rostro dormido. Estaba pálido yamarillento, sus labios se entreabrían de vez en cuando,descubriendo sus dientes regulares, duros y brillantes, yvolvían a cerrarse dejando escapar un pequeño suspiro.Bajaron sin ruido los vidrios de la ventanillas, pues el caloren el coche se hacia intolerable. La corriente de aire frescodespertó al Embajador. Abrió sus grandes ojos claros, pasóla mano por su frente y durante un segundo miró conextrañeza a sus acompañantes, como si no los reconociese.Luego les sonrió como para excusarse de su recelo ypreguntó si había dormido mucho tiempo y dónde estaban.

-Cerca de Poitiers -le contestó el general Bakker.Poitiers...¡quedaba aún muy lejos de la costa! El

Emperador estaba impaciente, deseaba alcanzarla lo antesposible.

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-¡Apresurémonos, señores!- dijo dirigiéndose a suscompañeros. -Siento nostalgia por el mar. ¡Quiero ver elmar!

Ellos callaron extrañados y algo temerosos. Las palabrasimperiales les causaban estupor y cambiaron entre sí algunasmiradas intranquilas. El Emperador lo notó, sonrió y dijo:

No debe sorprenderles que sienta nostalgia por el mar.Ya estoy harto de la tierra. El destino tiene a veces

ocurrencias tan simples como las de un poeta ingenuo. Henacido en medio del mar y deseo volver a contemplarlo. Megustaría también ver otra vez Córcega, mas eso no me seráposible. Pero el mar, cualquier mar me recuerda a Córcega.

Ninguno de ellos entendía exactamente lo que él decía,pero todos revelaban rostros solemnes y atentos. El vio muybien que no le comprendían. "¡Qué lejos estoy ya de loshombres!-penso-. Hace una semana ellos interpretaban unaseñal de mi dedo, una mirada, cada movimiento de mislabios y ahora no entienden ni mis palabras más sencillas.Tengo que hablarles de cosas muy simples". Y poragradarles, pidió tabaco, aunque en aquel momento no lodeseaba.

Le fue ofrecida una tabaquera abierta; él se sirvió unapizca y la aspiró despacio, con aparente voluptuosidad, yluego cerró la tapa; su mirada se detuvo en ella en elmomento en que la iba a devolver. Tenía un retrato enminiatura de la Emperatriz Josefina, con el querido rostrosonriente, las anchas mejillas morenas, el grande y fino arcode la boca.

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Su cuello fuerte y esbelto relucía, sus pequeños ydelicados senos asomaban seductores y armoniosos por elescote. El Emperador contempló detenidamente la pequeñatabaquera, pasó la mano por la tapita y cerró los ojos; luegola llevó a los labios y dijo:

-General, ¡puedo quedarme con ella?El general asintió sin abrir .la boca. El Emperador se

quedó con la tabaquera en la mano y cerró los ojos. Pocodespués volvió a dormirse.

Al anochecer llegaron a Niort. El Emperador fuealojado en el hotel "A la bola de Oro" No fue reconocido alinstante.

El hotelero gordo salió silenciosamente a su encuentro.Parecía una bola de goma roja y se movía como si unjugador invisible lo empujara hacia sus objetos habituales.Hasta al subir las escaleras parecía rodar hacia arriba; abrió lapuerta de la habitación, y trató de hacer una reverencia quefracasó completamente; estaba desconcertado por lasuntuosidad de la carroza y la elegancia de los viajeros. Conun exaltado respeto se dirigió al Emperador.

-Excelencia, aquí está la habitación.-¡Este título podría darle al señor Talleyrand!- murmuró

el Emperador.Cuando el tabernero dio muestras de querer retirarse, lo

cogió por la chaqueta y le ordeno:-¡Quédense!Arrojó sobre la mesa el sombrero redondo; entonces el

tabernero vio su frente, el mechón de cabellos negros, losojos claros... quedó paralizado de estupefacción. Abajo, en

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su sala de huéspedes, colgaba el retrato del Emperador conla cabeza descubierta. Aquel rostro estaba pintado en todoslos platos y grabado en los mangos de todos los cuchillos yen los cerebros de los hombres, de tal modo que jamás lopodrían olvidar. Aquel señor se parecía al Emperador... Elhotelero retrocedió un paso atrás, hacia la puerta. Oscilódurante un rato entre el impulso de caer de rodillas y eltemor que le aconsejaba abandonar lo más pronto posible lahabitación. El Emperador notó su angustia, sonrió y repitió:

-¡Quédese! No tenga miedo.Entonces el hotelero estuvo seguro de que se

encontraba en presencia del gran Emperador. Quisoarrodillarse, pero su figura corpulenta se lo impidió y atinóúnicamente a tirarse al suelo, quedando en esta forma a suspies, balbuceando frases incomprensibles.

-¡Levántese!- le ordenó el Emperador, y el hombreobedeció con inesperada agilidad y quedó parado cerca de lapuerta, tocándola con su espalda redonda, mientras susgrandes ojos saltones rodaban desorbitados y llenos desorpresa en todas direcciones, dando también la impresiónde dos bolas.

En aquel momento llegó por la ventana el alegrerelinchar de los caballos, las fuertes voces y las roncasrisotadas de los hombres. Inmediatamente el Emperador seacercó a la ventana. En la plazoleta, frente a la posada, seagrupaban unos soldados; eran sus soldados junto a suscaballos. Por un instante se olvidó de todo: de su abdicacióny del mar, que hacía poco extrañaba tanto. Ahora veíasolamente a sus soldados.

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Se olvidó también del hotelero, que seguía apoyado enla puerta como un autómata... Uno de los soldados levantó lacabeza hacia la ventana y reconoció al Emperador.Inmediatamente todo se agruparon debajo de la ventana,mirando con rostros anhelantes, mientras que de susgargantas brotaba el viejo y apasionado grito de: "¡Viva elEmperador! ¡Viva el Emperador!”

Este se dio vuelta hacia el hotelero, que seguía de pie,cerca de la puerta. También él gritaba: "¡Viva elEmperador!", chillando con tanta fuerza como si estuviese alaire libre y no a dos pasos de él. En ese momento alguienpidió permiso para entrar en la pieza y anunció que losenemigos estaban ya ante las puertas de París y que habíaempezado el fuego de artillería.

-¡Escriba en seguida a París!- ordenó el Emperador.El general se sentó y el Emperador comenzó a dictar:"Esperamos que París se defenderá y que los enemigos

puedan conceder una tregua, mientras duren lasnegociaciones que han entablado vuestros embajadores...Podéis disponer de vuestro Emperador como de un general,que sólo desea ser útil a su Patria...”

Pero apenas el general hubo salido de la habitaciónllevándose el mensaje, el Emperador se sintió otra vezagobiado por el malestar ya familiar, el dolor, el desaliento yel arrepentimiento por la carta que acababa de dictar. No eraya Emperador. Había abdicado. ¿Cómo había podido creerun solo instante que era todavía un general! El país no lonecesitaba. ¡Lo echaba hacia la costa desde la cual lo habíaconquistado! El lo sabía demasiado bien...

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XI

¡Por fin se encontraba a orillas del mar que tanto habíaanhelado! ¡A orillas del eterno mar! Estaba sentado en unapequeña pieza, en el primer piso de una casita en Ile d'Aix.

La cama, la mesa y el ropero, eran negros, semejabanataúdes de ébano. El Emperador se despertó varias vecesdurante la noche; el mar le impedía dormir. ¡Cuánto tiempohabía transcurrido desde aquella lejana época en que podíadormir tranquilamente, arrullado por el susurro del mar!Entonces era joven y además era la voz del mar de suterruño, el mar Córcega, mientras que este otro, hastacuando agitaba sus olas espumosas, parecía revelar en mediode su ira una especie de voluptuosidad amante y sus ondastormentosas semejaban más bien acariciar que asaltar lacosta. Así lo recordaba el Emperador aquella noche, cuandoal no poder dormir, abrió la ventana y se quedó escuchandoel bramido regular y borrascoso de las olas al romperse enlas rocas costeras. ¡Ah, qué bello era el mar de Córcega! Peroeste otro no era un mar de Francia, y sus olas parecían hablar

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inglés, el idioma del enemigo eterno. A unas dos millas dedistancia se podían contemplar, desde la ventana, las lucesdel barco británico, que esperaba: "Bellerophon", y el de sucapitán Maitland. "Estos nombres serán recordados en lahistoria únicamente por mí, pensó el Emperador aunque nolo merecen". "Bellerophon" y "Maitland". "Cuando pasenmuchos siglos se hablará de ellos,.. el barco yacerá en elfondo del mar o sus restos habrán servido para construirotro nuevo; el capitán ya estará descansando en el fondo delmar o en un cementerio inglés.

Yo también estaré muerto y enterrado probablementeen un ataúd más sólido. Pero la carcoma lo roerá lo mismoalgún día. Será un ataúd como el ropero de ébano de estecuarto, igual que esta cama negra en la que descanso y que yaparece un sarcófago. Pero sus nombres no parecerán,"Maitland" y "Bellerophon", "Bellerophon" y "Maitland"...

Llegó su hermano José. El Emperador lo esperabadesde hacía tiempo. Cuando entró, pensó: "Hubieras debidovenir antes". Pero sólo le dijo:

-Me alegra mucho verte- y se abrazaron fríamente.-¿Y qué hay?- preguntó el hermano, como si le exigiese

una explicación.-Sé a qué te refieres- contestó el Emperador. -Preguntas

si me he resuelto a huir de los ingleses. ¡No! He decididoentregarme a ellos.

-¿Lo has pensado bien?-No. No lo he considerado. Hace mucho tiempo que no

reflexiono, desde que he comprobado que mi cerebro falla.Me confío a mi corazón. Sé muy bien que me juzgarán

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ingrato, muy desagradecido. Algunos hombres muy noblesabrigan el proyecto de hacerme huir y probablemente tienenpoder para ello. Pero yo no lo quiero ¿oyes? ¡No quiero! Aveces, cuando duermo y es tan raro que pueda dormir veocadáveres y cadáveres; todos los cadáveres que yacen a lolargo de mi camino. Si se los amontonara, formarían unamontaña, hermano mío; si se los extendiera, su superficieigualaría a la inmensidad del mar. ¡No puedo! ¿Cuántoscañonazos han sido disparados por mi causa? ¿Puedes contarlos disparos o siquiera las piezas de artillería! No quiero quese dispare ni un solo tiro más por culpa mía. ¿Mecomprendes?

-Corres peligro- le replico su hermano. -Pueden matarteen cualquier momento.

-Entonces, sólo perderé otra vida más- le contestó elEmperador. -¡Ya he perdido tantas!

Se recostó en la cama negra entre los altos almohadonesy entornó los párpados; sobre una mesita de ébano queestaba al lado suyo, había un candelabro de tres brazos; lastrémulas llamas reflejaban en su rostro un maligno juego deluces y sombras. Su hermano tuvo la impresión de que elEmperador ya estuviera muerto y velándose en su capillaardiente.

"Mi hermano debería partir solo, llevándose el dineroque ha ganado y que ha podido salvar. ¿Qué desea aún demí!,

pensó el Emperador.

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-Déjenme todos!- dijo.- No se preocupen por mí, midestino se cumple. Márchate al Nuevo Mundo y comienzauna vida nueva.

Experimentó otra vez la vaga sospecha, que loatormentaba: todos le amaban y querían salvarle, pero comohasta su desgracia confería fama a sus nombres no queríansepararse de él, del mismo modo que antes se habíanacogido a su buena estrella.

-¡Déjenme por fin! tengo el mismo destino queTemístocies. El también estuvo solo. He resuelto entregarmea los enemigos. He escrito al príncipe regente de Inglaterra.Me confío a sus manos.

-Tengo que advertirte, una vez más, que te haránprisionero, te encerrarán en una jaula como a un animalpeligroso.

Mi información es de auténtica fuente. El capitánMaitland ha recibido una orden secreta del almirante parahacerte subir a bordo de su barco cueste lo que cueste,usando el engaño o la violencia- dijo el hermano.

-No necesitará recurrir a ninguno de los dos medios.Mañana o pasado, a más tardar, saldré voluntariamente a suencuentro.

-¡Entonces, no nos queda otra cosa que despedirnos!-dijo el hermano, con frialdad casi hostil, y se levantó.

El Emperador lo imitó y abrió sus brazos. Se besarondos veces, en la mejilla y en la frente.

-No volveremos a vernos más- le dijo el emperador.Esperó con ansiedad que el hermano le respondiera:

"¡Llévame contigo! ¡Yo no te abandonaré!

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Pero el hermano sólo le dijo:-Volverás. Nosotros lucharemos y trabajaremos por tu

regreso."Pobres luchadores!", murmuró el Emperador. Y agregó

con voz fuerte y dura:-¡Adiós!Se volvió hacia la ventana y siguió escuchando el ruido

regular y tormentoso de las olas, a las que habría deentregarse al día siguiente o subsiguiente. ¡Sí! Se entregaría aun barco enemigo y a las olas hurañas.

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XII

Se acostó muy temprano, sin desnudarse. El sol estival,grande y magnífico, desaparecía lentamente en el mar; su luzrojiza como una enorme fogata se reflejaba en los vidrios dela ventana y en la resplandeciente superficie de los muebles.las blancas almohadas en las que descansaba el Emperador,parecían bañadas en sangre dorada. El reflejo rojizo iluminódurante un largo rato su rostro dormido, dándole el aspectode máscara de cobre. A poca distancia de la cama estabasentado su ayuda de cámara, en una de las duras sillas negras.El Emperador le había ordenado que le despertara a la medianoche.

El reflejo rojizo palideció y una luz grisácea y plateadainundó la habitación; a la distancia, se encendía y apagaba elfaro; por los vidrios de la ventana penetraba su fugaz reflejo.Reinaba un silencio profundo, interrumpido solamente porla respiración apagada del Emperador que dormía y por lavoz airada del mar despierto eternamente. El sirviente no semovía. Oscureció, pero él no encendió ninguna luz. Decuando en cuando, miraba el pequeño reloj colocado sobrela chimenea. El tiempo transcurría lentamente, las horas no

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pasaban como de costumbre, a pesar de que el tic tac delreloj era como siempre regular. Desde la torre de la iglesia seoía el profundo clamor de las campanas. Pero entre uncampanazo y otro, parecían abrirse eternidades negrísimas,repletas de un silencio sombrío.

El muchacho se mantenía derecho, pues temíadormirse; por fin se levantó cuidadosamente y atravesó depuntillas la estancia; sin embargo, a pesar de la suavidad desus pasos, el Emperador despertó en seguida, se enderezó ypreguntó:

-¿Qué hora es?-Todavía no es medianoche, Majestad- le contestó el

ayuda de cámara.-¿Está todo preparado?--Hacia las once todo estará cargado, Majestad.-Muy bien- dijo el Emperador, y se quedó aún acostado

con los ojos abiertos.De pronto sintió que la puerta se abría súbitamente.

Quiso pedir ayuda pero no logró articular ninguna palabra.Sabía muy bien que estaba recostado allí, completamenteimpotente, pero al mismo tiempo veíase paseando con botasy espuelas por la gran sala roja de las Tullerías. La puertavolvió a cerrarse, pero no era ya la puerta del pequeño ymísero cuarto en el que yacía abandonado e impotente, sinola enorme puerta de dos postigos de las Tullerías, con susdinteles dorados. Entró un anciano con pasos temerosos,inclinándose continuamente; llevaba una larga vestidura roja,bajo la cual se veían sus lisos zapatos sujetos con hebillas. ElEmperador se levantó de la cama, se sentía ligero y joven, y

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atravesó la sala con botas y espuelas, para ir al encuentro delanciano; a cada paso que daba sus espuelas sonaban cada vezcon más fuerza, aunque la espesa alfombra debería atenuarsu ruido, y también su espada golpeaba demasiado fuertesobre el charol de las botas.

-Siéntate, Santo Padre- le dijo el Emperador, y acercó alanciano un ancho sillón de terciopelo rojo, extrañándose detratarle de "tú".

El anciano se sentó y arregló cuidadosamente sobre susrodillas los pliegues de su vestidura, mientras trataba deocultar con pudor sus zapatos con hebillas. Cruzó las manossobre el pecho y el Emperador notó que eran blancas ydelgadas, surcadas por innumerables venitas azules.

-Majestad- preguntó el anciano, mientras sus labiosvioláceos temblaban un poco, -¿para qué me ha hecho ustedvenir?

El Emperador se puso de pie frente al anciano y lecontestó:

-¡Porque soy el Emperador Napoleón! Necesito lacorona y la bendición del cielo. No soy de aquellos que vanen peregrinaje hasta Roma. También he doblegado al cielo.He traído el cielo a la tierra. ¿Qué es Roma comparada conel ciclo? Las estrellas son mis amigas. ¿Qué vale el trono deSan Pedro comparado con las estrellas? Quiero la coronaimperial y necesito que sea consagrada. Hasta las estrellasdivinas me han bendecido y para que los hombres lo crean tehice venir a ti, Santo Padre.

-Tú eres solamente un Emperador contestó el anciano.No comprendes a las estrellas. Conmigo has empleado la

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violencia. ¡Con todos utilizas la violencia! Todos teobedecen, pero la obediencia que poseen los violentos esdistinta de la que gozo yo. ¡Pues yo no soy un violento! Soyel único impotente que te obedece ...y esto será tu ruina.Hasta ahora doblegaste solamente a los poderosos.Unicamente yo, no tengo armas ni soldados y te obedezcoporque no puedo hacer otra cosa. Y nada es más peligrosopara los poderosos como la obediencia de los débiles, pueséstos vencerán a los fuertes.

-Haré grande y poderosa a la iglesia de Cristo dijo elEmperador.

-La grandeza y el poderío de la iglesia no pueden serasegurados por el Emperador Napoleón le replicó elanciano. La iglesia no necesita de ningún soberano arbitrario.Tú me llamaste, yo no te llamé a ti. La iglesia es eterna, elEmperador es mortal. -¡Yo soy eterno! gritó el Emperador.

-Tú eres perecedero y fugaz como los cometas. ¡Turesplandor es demasiado fuerte! Tu luz se consume a símisma mientras alumbra. ¡Has sido el fruto de una madremortal!

En aquel momento le pareció al Emperador que lafigura del anciano se transformaba en la de su madre. Cayóde rodillas y escondió su rostro en su regazo. Ella le decía:"¡Nabulio!" Llevaba la ondeante vestidura roja del SantoPadre y le decía:

-¡Te perdono todo! ¡Te perdono todo! Nabulio, el másquerido de mis hijos.

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Cuando se despertó bruscamente y se levantó, loscampanarios de la tranquila ciudad anunciaban lamedianoche.

La torre daba lentamente las doce campanadas de lamedia noche. La campanilla del pequeño reloj colocadosobre el dintel de la chimenea le contestó con su timbredelicado y suave.

-¡Luz!- pidió el Emperador.Se levantó rápidamente, se acercó al espejo, arregló sus

cabellos y gritó:-¡Mi uniforme! ¡Mi espada! ¡Mi sombrero!Su ayuda de cámara le cambió de ropa. Quedó frente al

espejo inmóvil, contemplando su rostro; levantó conindiferencia la pierna y observó cómo lo vestían. Suspantalones blancos, recién frotados con cera, relucían en laluna del espejo, y también sus botas brillaban como si fueranespejos negros. Igualmente la bufanda tenía reflejosbrillosos, y el puño de su espada resplandecía.

-¿Es azul mi chaqueta?- Preguntó. Nunca había podidodistinguir exactamente los colores, pero en aquel momentono pensaba ni en la chaqueta ni en su color, sino en que aveces le parecía que el rojo era del mismo tono que el verde.Un día, había visto no se acordaba exactamente cuándo nidónde, la sangre que fluía de las heridas de un muerto sobrela hierba verde de un prado, y tuvo la impresión de queadquiría el color de la hierba. Esto lo había impresionadomucho, pero hacia ya tiempo que había olvidado porcompleto aquel incidente; pero ahora, mientras se ponía lachaqueta, volvía con extraordinaria nitidez a su memoria.

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-¿Es azul?- preguntó de nuevo.-La chaqueta de su Majestad es verde- le contestó el

sirviente.El Emperador se observó con detención en el espejo.

Durante esos breves segundos tuvo la impresión de que novivía una vida real, sino que ahora y siempre sólo habíarepresentado un papel. Con frecuencia pudo observar que suamigo Talma solía mirarse de esa manera en el espejo, antesde sus grandes representaciones. El verdadero EmperadorNapoleón estaba oculto en el rincón más profundo de sucorazón, el verdadero Emperador no salía nunca alescenario. El mundo entero era un teatro incoherente, y élmismo, el Emperador, representaba en estos momentos elpapel del Emperador Napoleón que se entrega al enemigo:Con ese objeto, había cambiado el traje civil por el uniformemilitar, para entregarse al enemigo en la misma pose que` enlos miles de retratos diseminados por el mundo entero.

-Jamás pude distinguir exactamente el verde del azul-dijo, como si hablar a su propia imagen reflejada en elespejo.

El sirviente se estremeció: el Emperador nunca habíahablado de ese modo..

-Y en una ocasión- prosiguió me pareció que la sangrehumana no era roja.

-¿Sí, Majestad?- contestó el joven, perplejo eimpresionado.

Un ruido de voces subió desde la calle: cargaban en esemomento el equipaje del Emperador y de su séquito; aquél

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se acercó ala ventana para mirar hacia afuera y se quedó allí,inmóvil, Después de un largo rato dióse vuelta y dijo:

-Amigo mío, ésta es mi última noche en Francia.-Si es así, Majestad, también lo ha de ser para mí -

balbuceó el sirviente con emoción.-Aproxímate y contempla bien a tu querida Francia- le

contestó el Emperador. El ayuda de cámara se le acercó y losdos quedaron así durante largos minutos, el uno cerca delotro, inmóviles y mudos, parados frente ala ventana.

Comenzaba a clarear y un velo tenue y grisáceo flotabasobre el mar; poco después se levantó un leve viento y lasventanas comenzaron a golpear suavemente.

-¡Ya es hora! ¡Vamos!- dijo el Emperador.Se pusieron en camino. El Emperador iba adelante con

paso firme y la cabeza alta, con sus brillantes pantalonesblancos y sus pulidas y resplandecientes botas y ajada pasoque. daba, sus espuelas tintineaban tristemente como sigimieran. Los pescadores de la isla, que madrugaron esamañana, estaban parados en la puerta de sus cabañas con lacabeza descubierta. Los guijarros crujían bajo los pasos delEmperador y de los que le seguían. Sólo se escuchaban lospasos de los hombres, el crujido de los guijarros y de cuandoen cuando el grito agudo de alguna que otra gaviota. El boteesperaba, con las velas hinchadas y desplegadas al viento. ElEmperador pasó a su bordo sin volver atrás.

La brisa era débil y en la lejanía se recortaba el"Bellerophon".

Cuando la lancha enviada por el barco alcanzó al bote,ya desde el fondo dei mar, surgía el sol, y como una enorme

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bola roja y majestuosa ascendía lentamente en el horizontelímpido y tranquilo. Una bandada de gaviotas blancas selevantó de los muelles y comenzó a revolotea¡ sobre el bote,graznando con estridencia.

Sólo se oían los gritos de las gaviotas y el suave ruidodel agua al romperse en los flancos del bote. Entonces losmarineros gritaron: "¡Viva el Emperador!" Hicieron volar susgorras en el aire y repitieron: "¡Viva el Emperador!" Lasgaviotas asustadas se alejaron velozmente.

"Es la última vez que escucho este grito", pensó para síel Emperador. Hasta aquel momento había tenido la ilusiónde que estaba representado un papel como en la nocheanterior, frente al espejo y que no era el EmperadorNapoleón sino un artista que lo imitara. Pero los marinerosque gritaron: "¡Viva el Emperador!" no representabanningún papel. No reproducían ninguna comedia. El vivía,pues, la tremenda realidad de ser el Emperador y se alejabahacía la muerte y, sin embargo, los marineros seguíangritando con entusiasmo: "¡Viva el Emperador!”

Cuando subió a bordo del "Bellerophon", sintió que laslágrimas se agolpaban en sus ojos. Pero tenía que ocultarlas atoda costa. El Emperador Napoleón no podía llorar.

-¡Los catalejos!- grito.Inmediatamente le fueron entregados. ¡Qué bien los

conocía! ¡Cuántas batallas había observado a través de esosvidrios! ¡A cuántos enemigos pudo distinguir,descubriéndoles sus movimientos! Se los llevó rápidamente alos ojos. Sus tibias lágrimas rodaron en las negrasconcavidades y enturbiaron los lentes, pero él simulaba

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observar atentamente el mar. Se volvió a derecha y aizquierda y todos creyeron que miraba el mar o hacia lacosta. Pero él no vela nada, absolutamente nada; sólo sentíasus lágrimas calientes, cada una de las cuales le parecía tangrande como el mar. Oprimió con fuera los prismáticoscontra sus ojos y bajó la cabeza: la sombra de su sombreroocultó casi su rostro.

Con un esfuerzo sobrehumano logró contener laslágrimas. Entonces, dejando a un lado los catalejos,contempló la costa de Francia; le pareció fuerte y serena,agradable y llena de delicias. "¡Atrás!", murmuró, pero sabíamuy bien que no podía ya mandar a nadie. Sobre la tranquilasuperficie del mar, los rayos del sol brillaban en miríadas deminúsculas ondas. Con sus crestas, el mar era más ,grandeque todos los campos de batalla juntos. Más amplio aún queel campo de Waterloo. Sobre su espejo infinito desfilabantodos los enormes campos de batalla del Emperador. Creíaverlos en la amplia y brillante superficie del mar. Tambiénhabía una infinidad de muertos, de cuyas heridas abiertascorría la sangre. El mar era verde como un prado, y en élyacían muchísimos cadáveres, y entre ellos, muy cerca, unpequeño tambor, casi un niño, con el rostro cubierto por unpañuelo rojo y azul, como los que. el Emperador obsequióen una ocasión a los soldados de su ejército, donde estabanestampados todos sus campos de batalla.

El capitán del barco se acercó, saludó y se detuvo a trespasos del Emperador.

-Me pongo bajo la protección de vuestro príncipe y devuestras leyes.- le dijo Napoleón.

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Mientras pronunciaba esta frase, pensaba en otra quehabría estado más de acuerdo con la realidad:

-¡Me entrego, soy vuestro prisionero!

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XIII

Los marinos le presentaron armas. Lo hacían en unaforma distinta a la de los soldados franceses. ¡Los hombresde Francia! Estos eran soldados ingleses, habían vencido alEmperador, ¡pero no sabían presentar armas! Y de pronto,se despertó en él el deseo sencillo y casi infantil del soldado,de enseñar a esos hombres. En aquél momento, olvidó queera un poderoso y un vencido, que era el más grande detodos los emperadores derrotados; se sentía igual a unpequeño oficial de instrucción. Tomó uno de los fusilesimpecablemente alineados y enseñó al marinero cómo sepresentan armas en el ejército francés, acompañando suactitud con estas palabras:

-En esta forma, hijo mío! ¡Así se presenta el fusil entrenosotros!

Mientras ejecutaba el sencillo movimiento, pensaba entodos los desconocidos soldados de su gran ejército ysimultáneamente oía las notas inmortales de la Marsellesa,

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que su banda militar ejecutaba mientras se presentabanarmas.

Devolvió el fusil al marinero y se hizo conducir por elcapitán, al camarote que le había sido reservado. Cuandoentró dijo:

-Déjenme solo!- con tanta violencia y en tono tanenérgico, que todos se quedaron durante un momentoextrañados e inmóviles ...pero poco después se retiraron.

El Emperador observó su camarote: era amplio y teníados claraboyas. Parecía una estancia con dos ojos, como losde un centinela. "Durante muchos días, semanas, el marenemigo y hostil me vigilará por estos ojos pensó. Siemprefue mi enemigo! ¡Y qué enemigo! ¡No me enterrará, no meengullirá! ¡Me conducirá sencillamente a una costa todavíamás hostil que él mismo!”

En aquél momento, el pequeño reloj de la mesacomenzó a dar las ocho; apenas se perdió su ecomelancólico, cuando a través de su tapa brotaron las notasde una Marsellesa muy delicada y suave, casi trémula. Elpequeño reloj transformaba en llanto al más poderoso y virilde todos los himnos del mundo. La canción surgía tímida yfina, como si fuera un eco nostálgico. Pero el Emperadorcreía escuchar el canto todopoderoso de miles de gargantas ylos gritos entremezclados de: "¡Viva el Emperador!" Leparecían las ovaciones omnipotentes de miles de corazonesconfundidos con la canción del pueblo de Francia, lacanción de las batallas y de la libertad.

Cuando comenzaron los primeros compases a surgirdesde la caja del reloj, se sobresaltó y quedó inmóvil; luego

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se cubrió el rostro con las manos en un angustioso deseo dellorar, pero no pudo conseguirlo. Quedó así mucho tiempo,de pie en medio del camarote. Ya el reloj había enmudecidoy las dos claraboyas lo miraban fijamente como ojosmuertos. Llamó con voz ahogada a su ayuda de cámara, quesabia que esperaba frente a la puerta:

-¡Marchand!- gritó. -¡Para el reloj!- No puedo escucharmás La Marsellesa.

-¡Majestad!- le contestó el servidor, -no oigo LaMarsellesa!

-Pero yo la oigo- replicó en voz baja el Emperador. -¡Yola oigo! ¡Calla Marchand! ¡Escucha! ¡La oirás también!

Marchand fingió escuchar, aunque el reloj callaba desdehacía mucho rato, y únicamente se oía el suave chapoteo delas olas en los flancos del "Bellerophon"; después de unmomento, dijo:

-Sí, Majestad, se oye La Marsellesa.Se acercó al pequeño reloj, lo manipuló un poco y luego

anunció:-Majestad ¡ya no marcha!-En aquél momento una gaviota golpeó las alas contra el

vidrio de la ventana.-¡Abre!- ordenó el Emperador.Marchand abrió una de las claraboyas. El Emperador se

colocó frente a ella y miró afuera: sólo vio una estrecha líneade plata; era la costa de Francia.

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LIBRO CUARTO

EL FIN DE LA PEQUEÑA ANGELINA

I

Por aquellos días muchos hombres iban a visitar deAntonio Wokurka. Los legionarios polacos, sus antiguoscamaradas, traían siempre nuevos amigos, sin patria, quefueron soldados en el ejército imperial y que ante la nueva ytremenda desgracia del Emperador habían quedado en unestado de desesperación aún mayor que el que sufrieranantes. Hasta hace poco, sólo habían sido infelices; ahoraestaban perdidos. El suelo parecía hundirse bajo sus pies: nopodían comprenderlo.

¿No era acaso su tierra natal? ¿No era por ventura laciudad de París, la capital de su patria? Sin embargo, suspropios hijos no se sentían seguros en ella. Los soldados delejército enemigo caminaban armados por las calles de París.

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Sus orquestas tocaban marchas extrañas. Los viejos soldadosdel imperio tenían la impresión de que todos los ejércitos deEuropa se hubieran citado en la gran ciudad. Los soldadosenemigos se ejercitaban todas las mañanas, y por las tardesdeambulaban por las calles, bien alimentados, con uniformesimpecables; en cambio, los soldados del ejército imperial sedeslizaban por el borde de las veredas, hambrientos y enharapos. Parecían perros abandonados. ¡El Emperadorestaba lejos! Navegaba por mares remotos hacia un destinodesconocido, pero seguramente terrible.

Un nuevo rey, un anciano, corpulento y afable, ocupabael trono de Francia. No lo odiaban; pero junto con él habíanllegado los enemigos, las bien alimentadas huestes con lafanfarra enemiga, protegiendo la carroza que lo llevó porsegunda vez hasta su residencia y su trono; estaba precedidasegún decían los soldados, por cañones ingleses, caballeríaprusiana y húsares austríacos. Los hombres del pueblo teníanlos mismos sentimiento y pensaban: "Puesto que losenemigos han traído al rey, éste también es un enemigo".Pero ¿acaso él era realmente el soberano de Francia, porcuya capital desfilaban los soldados extranjeros? ¿Franciatenía aún un rey? ¿No era más bien ahora el botín de todo elmundo?

En una ocasión, el mundo entero había sido el botín delgran Emperador. Los soldados del ejército imperial sehabían sentido en cualquier país como en su propia casa.Pero ahora, se deslizaban como extranjeros y vagabundos enla capital de su patria. Por eso, al anochecer, cuando sesentían aún más tristes y desamparados, se reunían con el

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viejo amigo. También sentían hambre y deseaban con avidezuna pipa de tabaco y copa de vino. Para eso, había hombrescomo él zapatero Wokurka que eran hospitalarios.

Los días de aquel verano transcurrían serenos y sinnubes. Los viejos soldados tenían la impresión de que hastael cielo se burlaba de ellos; parecía querer demostrar suindiferencia por la desgracia de Francia y del Emperador.Contemplaba, sereno y azul, el dolor de esta tierra. El soliluminaba ajeno e impasible las odiadas banderas enemigas.¡Era el colmo! ¡Hasta el verano celebraba el triunfo de losenemigos!

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II

En uno de esos días calurosos el zapatero se dirigiónuevamente al palacio para buscar a Angelina. Había estadoya algunas veces allí. La amaba con todas las fuerzas de sualma ingenua. Y en aquellos terribles días, temblaba por ella;podía decir algo imprudente y exponerse al peligro, inclusiveala muerte. No lo había llamado, aunque sabía que él laesperaba; ahora, seguramente, lo necesitaba y, sin embargo,no se había dirigido a él. Por eso se puso en camino paraconquistarla de nuevo.

Salió alegre, desafiando el sol abrasador. El sudor corríapor su rostro y su bigote erizado estaba pegajoso, su camisahúmeda y el muñón de su pierna que descansaba sobre unalmohadoncito de cuero, le escocía como una herida abierta.Llegó al Elíseo poco después del mediodía. Preguntó porVerónica Casimir. Uno de los soldados de la guardia fue abuscarla. Transcurrieron largos minutos antes de que llegara.El sol ardía implacable y los guardias no permitieron aWokurka atravesar la reja para cobijarse en la sombra. Alverlo Verónica lo abrazó conmovida. Pero en su

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afectuosidad había un poco de simulación, pues lonecesitaba. ¡Qué milagrosa era su llega en aquel momento!Tenía una carretilla de mano en la que ella y Angelina habíanestado cargando sus efectos. Todo el personal del palaciotenía que prestar un nuevo juramento al rey, y quien serehusara a ello debía abandonar en el acto la residencia. Poreso, las dos se iban. Qué bien les venía la ayuda de unhombre, dijo ella, mirando de soslayo hacia la muleta deWokurka. El lo advirtió, y golpeó en ella con el nudillo delíndice, diciendo:

-¡Sirve muy bien, señorita Casimir! ¡Mejor que la otra!Lo dejó allí; tuvo que esperar media tarde, pero no se

sentía cansado a pesar del calor. Cojeaba incansable frente ala puerta de rejas, despertando la desconfianza de lossabuesos que rondaban en torno al palacio. El lo notó, perono les temía. Iba preparando una respuesta para el caso deque uno de ellos le hiciera alguna pregunta. Reflexionóatentamente y pensó contestarles más o menos así:

-Pregunten a vuestro ministro, el señor Fouché, quétiene que hacer ante el rey.

Le parecía una respuesta espiritual. inteligente y llena dedoble sentido y que no podía ser replicada.

Por fin llegaron Angelina y Verónica Casimir. Lassombras se hacían! cada vez más largas y en ese momento laguardia efectuaba el relevo. Empujaban una carretilla de dosruedas, de tamaño mediano, en la que yacían amontonadas yatadas con una cuerda todas sus cosas. Cada una empujabade una barra. A la salida tuvieron que detenerse. Verónicahabló con el centinela y luego con un policía vestido de civil,

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a quien mostró algunos papelitos y aseguró que volveríadentro de una hora.

Hacía mucho que Wokurka no había visto a Angelina,pero ahora le pareció que no había pasado ni un solo díadesde la última vez que había estado con ella; tan cercano yfamiliar le resultaba el rostro querido. El Emperador habíaregresado y huido; el rey había vuelto a ocupar el trono.Miles de hombres habían caído, entre ellos el hijo deAngelina, pero el zapatero Wokurka tenía la impresión deque lo había abandonado apenas el día anterior. Largasfueron las horas de la separación, pero ahora habíandesaparecido repentinamente. Tendió la mano a Angelina sinarticular palabra. Cogió con sus puños fuertes ambas barrasdel carrito y preguntó:

-¿Adónde vamos?- mientras la duda le hacía palpitar elcorazón.

-A la casa de la Pocci, naturalmente- contestó Verónica.Se pusieron en camino; él cojeaba entre las dos mujeres,

empujando el pesado carrito como si fuera un juguete.Estaba de buen humor y hablaba en voz alta para dominar elgolpeteo de su muleta y el ruido que provocaban las ruedassobre el empedrado irregular. ¿Qué le importaban en aquelmomento a Antonio Wokurka todas las miserias del mundo,del país y de la ciudad? "¡Que se derrumben más de cienpoderosos emperadores, y que regresen al trono cien viejos ycorpulentos reyes! ¿Qué me importa a mí? –pensaba-, ¿quéme importa?"..., y expresó en palabras su opinión:

-¿Ves, Angelina? ¡Yo te lo dije en qué forma se refleja ennosotros, los pequeños, el destino de los grandes! ¡Ojalá nos

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hubiéramos ido entonces a Polonia, mi patria! ¡Y estaríasacostumbrada a la vida de allí y habrías olvidado todo!

Aunque no pensó exactamente qué era todo lo queAngelina habría olvidado. Sin embargo, cuando dijo las dospalabras "olvidar todo", se sintió conmovido y asaltado poruna enorme compasión hacia Angelina, y continúo:

-Cuando se es pequeño y humilde como nosotros, nohay que entregar el corazón a los grandes y poderosos.Siempre desdichados amigos. ¡Ves, Angelina, ve usted,señorita Casimir! ¿Qué provecho he sacado yo de haberluchado por una gran causa y por un gran Emperador?Quise libertar a mi patria, ¿y qué pasó? Sigo siendo unzapatero como siempre, he perdido mi pierna, mi patria noes libre y el Emperador ha sido derrotado. ¡Que alguienvenga a predicarme que me interese por la historia delmundo! ¡Yo amo las historias pequeñas, las muy pequeñas!¡Me interesas únicamente tú, Angelina! Considerado todoesto, contéstame ahora: ¿quieres partir? ¿quieres venirconmigo?

-¡Te lo agradezco!- fue todo lo que ella respondió. Mástarde hablaremos de ello.

No hubiera podido explicar lo que sentía, pues le faltabael valor y las palabras para expresar sus ideas y también lahabilidad necesaria. Le parecía que no era inexacto lo queacababa de decir Wokurka, poro la gran causa a la que ellahabía entregado su corazón era justamente su pequeña causa,y al final era indiferente si le estaba destinado a uno amar aun gran Emperador o a cualquier otra persona. Las cosaspodían ser pequeñas y grandes al mismo tiempo; así pensaba

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ella. ¿Podría expresar estos pensamientos? Y aún en caso dehacerlo, era dudoso que la comprendieran. Pese a todos losextravíos, tormentos y humillaciones que había sufrido desdeque llegó a aquella ciudad, sabía muy bien que no hubo nadamás poderoso que su exaltado amor, que abarcaba todo: eldeseo y la nostalgia, el orgullo y la vergüenza, la pasión y lapena, la vida y la muerte. Ahora que el Emperador estabaperdido para siempre (¡oh, ella lo sabía demasiado bien, queesta vez no habría regreso posible!), recién comprendía quesu vida se alimentaba de él; vivió alejada y en otra esfera,pero se había alimentado de su existencia imperial. Su hijoestaba muerto y el Emperador cautivo. ¿Qué más podíaesperar? Wokurka era muy bueno con ella. Pero ¿acaso subondad sería lo suficientemente grande como para hacerrevivir su pequeño corazón muerto? "Si yo fuera hombre",pensó, y contra su voluntad lo expresó en alta voz.

-¡Si yo fuera hombre!-¿Qué harías?-¡No lo hubiera dejado partir, o me hubiera ido con él!-Los grandes acontecimientos del mundo tampoco

dependen de los hombres- le contestó -Wokurka. Eranecesario ser un hombre tan grande como él, para podercambiar algo. Pero cuando se es pequeño, es lo mismo serhombre o mujer.

Cuando llegaron, el taller de Wokurka estaba ya repleto,como todos los día a esa hora. Dejaba abierta su habitación,para que sus amigos pudieran entrar y salir según les vinieraen gana. Algunos estaban parados frente a la puerta yconversaban con los vecinos.

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Se acercaba la noche, tan temida por los abandonados ypor los derrotados. Todos ayudaron a subir el equipaje a lacasa de la Pocci. Todos le hicieron muchas preguntas aVerónica Casimir: cuál era la situación en el palacio y si habíavisto al rey. Uno inquirió si ellas sabían adónde sería llevadoel Emperador. Pero otro contestó que ya lo sabía: lo llevabana Londres, y allí, por cierto, lo fusilarían. Angelina seestremeció, como se le hubiera sido anunciada su propiasentencia de muerte.

-¿Quién lo dice? ¿Quién lo dice?- gritó en medio delconfuso vocerío.

-¡No hay nada que hacer!- dijo uno de los hombres .-Asílo han resuelto los grandes-.

El pequeño cuarto estaba lleno de gente. Como estabanapretados los unos a los otros, y algunos sentados sobrecajas, sillas y banquitos traídos de afuera, incluso sobre lacama de Wokurka, y como sus pipas habían llenado la piezade espesas nubes de humo azulado, todos tenían laimpresión de que en el cuarto había más gente de la que enrealidad se hallaba reunida. Todos los rostros parecíaniguales. Uno de los viejos legionarios polacos, con una cruzde la Legión de Honor en el uniforme desgarrado ymanchado, con una barba casi gris y mejillas encendidas,sacó del bolsillo de su chaqueta una botella, se la llevó a loslabios, sorbió un largo trago y luego dijo:

-¡Ah!- con un áspero tono de malhumor, como siexpresara descontento y cólera.

En realidad, así era: aquel trago había despertado eldescontento y la cólera que dormitaban en su corazón.

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Tomó otro sorbo más, pues se sentía predispuesto parahacer algo extraordinario; se lo exigía su sentido de honor.Era un viejo soldado de Poltava, bonachón y excitable.Wokurka lo conocía muy bien, pues habían marchado ypeleado juntos; bebieron y comieron en la misma escudilla yfumaron en una misma pipa. Aunque el humo diluía todoslos rostros en una neblina, desfigurándolos, Wokurkareconoció en los ojos de su amigo -se llamaba Juan Zyzuraky había sido herrero- la antigua trémula centella que en élrevelaba el grado máximo de la excitación. Wokurka se sintióintranquilo a causa de las mujeres: la partera Pocci, Angelinay Verónica Casimir, se encontraban sentadas en la cama quehabía sido despojada para ellas y callaban. Tenían muchomiedo sin saber por qué. Todos aquello, hombres, elaguardiente que bebían,- cada uno llevaba una botella en subolsillo desgarrado- , sus rostros desesperados, sus discursosdesconsolados, les infundían un miedo terrible. Sin embargo,no se atrevían a levantarse.

El herrero Zyzurak, después del segundo trago, ya veía alos presentes duplicados y centuplicados. Le parecía estar alaire libre, frente a una gran muchedumbre, y lo acometió elespíritu, el espíritu de su desdichada patria polaca y elespíritu del Emperador, y ambos le ordenaban que hablara,le parecía que estaba llamado a decir muchas cosas y muyimportantes. Levantó ambas manos como si rezara y ordenóenérgicamente silencio y exigió más luz.

-Ya es de noche- dijo,- y si debo deciros algo, tengo quever vuestros rostros.

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Alguien encendió las tres bujías de la linterna, pero elhumo azulado las ocultaba casi por completo, y la escasa luzno permitía al herrero distinguir ni aún a sus amigos; pero leparecía ver a miles de oyentes. Creía estar bajo el cieloestrellado, en la calurosa noche estival, le parecía que lasocho linternas alumbraban como ocho lunas.

-¡Pueblo de París!- comenzó. -¡Sí, pueblo de Francia! Eneste momento he sido informado secretamente que elEmperador Napoleón navega prisionero a Inglaterra, a lafortaleza del príncipe regente, es decir, a Londres. Ya estánafilando el hacha que lo decapitará. ¿No oyen ustedes cómola afilan? ¿Somos hombres o mujeres? El Emperador no haabandonado voluntariamente el país, como dicen los diarios.Las personas que él creía sus más fieles amigos, lo hantraicionado y arrastrado a un barco. Un general todosustedes lo conocen me avergüenzo de decir su nombre envuestra presencia, ha revelado los planes al enemigo treshoras antes de la batalla. Traición, traición; por todas partesha habido traición.

Se interrumpió durante un momento, y extendiósolemnemente el brazo. "¡Traición! -gritaron varios de lospresentes.- ¡Tiene razón! ¡Tiene razón!" El herrero Zyzuraksiguió hablando durante mucho tiempo, pero nadie leescuchaba ya. Era solamente un pequeño grupo de docehombres, pero cada uno de ellos había bebido mucho ycomido poco y vislumbraba a su vecino como doble ymúltiple y sintió resonar en su interior la frase: "¡Pueblo deParís!" y le parecía ser solamente él todo el pueblo deFrancia. No se dieron cuenta que su camarada, al

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interrumpirse de pronto en medio de una frase, había cesadode hablar. Todos tenían la impresión de que tenían que haceralgo, costara lo que costara. Uno de ellos, un suboficial delregimiento trece de cazadores, creyó que lo que venía al casoera el viejo grito, tantas veces repetido y gritó con todas susfuerzas: "¡Viva el Emperador!" Todos le hicieron coro con elmismo entusiasmo. Luego dejaron durante un momento suspipas y todos se llevaron las botellas a la boca. De prontoalguien entonó la vieja canción, con cuyas notas habíancrecido, haciéndose hombres y soldados. Cantaron LaMarsellesa con voces roncas y el corazón embriagado, lacanción del pueblo de Francia. La linterna se movía conviolencia sobre la cabeza de Zyzurak produciendo un ruidotrepidante al entrechocarse sus vidrios. Los que estabansentados, también se levantaron para cantar. Todosmarcaban el compás con los pies. Pisaban siempre en elmismo lugar, pero sentían la misma impresión que cuandomarchaban por las interminables carreteras del mundo, através de las cuales habían sido conducidos por elEmperador. Cuando terminaron, se miraron desconcertadosy perplejos. Había desaparecido el hechizo y se dieron cuentaque estaban en el cuarto de Wokurka; se habían desvanecidolas grandes carreteras por las que marcharon guiados por elEmperador.

Durante un momento prolongado reinó un silencioprofundo. Todos estaban de pie con los brazos caídos. Lasmujeres tenían los rostros arrebatados y confusos. Derepente, alguien interrumpió el silencio gritando:"¡Adelante!" Otros lo imitaron gritando: "Vamos”

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-¿A dónde quieren ir?- indagó Wokurka.-¡No le hagan caso!- gritó el cazador. -¡Yo os conduciré!

¿Qué vale nuestra vida! ¡Quién entre nosotros, tiene miedode perderla! Estaban enardecidos por el canto y por suspropias voces, descompuestos por el hambre que losatormentaba desde hacía muchos días, borrachos por elaguardiente, que era lo único que todavía los sostenía,ofuscados por el humo y aterrados por la desgracia. Loabsurdo les parecía sencillo y lo estúpido útil. Sin embargo,vacilaban todavía, temerosos e indecisos. De súbito Angelinagritó:

-¡Adelante!- pero no fue ella la que gritó, era una fueraoculta, independiente de su voluntad. Ella misma se asustódel grito agudo que había lanzado, escuchó un rato y miró asu alrededor como si preguntase quién había gritado. Luegose adelantó hasta la puerta, todos le abrieron paso, asustados;era como si su grito la precediera abriéndole el camino.Estaba con la cabeza al aire, sus cabellos rojos llameaban ysu pobre rostro pecoso parecía duro y viejo, lleno de odio yde amargura. Había perdido la conciencia de sus actos, sedetuvo un instante en el umbral, luego salió y los hombres lasiguieron. Iban por la calle formando un grupo miserablebajo el cielo azulado de la noche; avanzaban en silencio, yúnicamente se oía el golpeteo constante de la pierna deWokurka sobre el empedrado. De pronto el cazador entonóLa Marsellesa y todos le acompañaron. Sus roncas vocesllenaban la callejuela: la gente abría las ventanas y se asomabacon curiosidad. Algunos saludaban con la mano, otrosgritaban: ¡Viva el Emperador!" No se hallaban muy lejos del

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palacio real y en todas las cabezas surgió al mismo tiempo, eldeseo ridículo e irresistible de desfilar frente a la residenciadel rey. Formaban un grupo ridículo y pequeño, perogritaban con fuerza y muchos le contestaban desde lasventanas; por eso creían que eran cien o mil, que eran todoel pueblo de Francia. De pronto, desde las márgenes delSena hacia las cuales se dirigían, llegó la canción enemiga y elgrito que ahora salía realmente de miles de gargantas: "¡Vivael rey!”

El pequeño grupo se encontró con la imponentemanifestación de los realistas, se detuvo un momento, luegotodos se dieron la vuelta y se dispersaron. Sólo Wokurka,que era el último, trató de alcanzar a Angelina. Vio quetambién ella se detuvo al principio, pero en seguida corrióhacia la muchedumbre encarándose con ella. Sus cabellosrojizos parecían llamear como fuego encendido. Su vestidorevoloteaba y tenía los brazos en alto, parecía volaralumbrada por el incendio de sus cabellos. Se precipitócontra el espeso y compacto grupo con un grito agudísimo,que a Wokurka le pareció inhumano, salvaje, animal y ala vezsobrehumanamente poderoso.

-¡Viva el Emperador!- gritó y otra vez repitió -¡Viva elEmperador!

Wokurka vio que la atrapaba una parte de lamuchedumbre en marcha, que se detuvo, nada más que uninstante. Angelina revoloteaba ya por encima de las cabezas.Su vestido oscuro se hinchaba y muchas manos se tendieronpara recibirla. La lanzaron a lo alto una vez más; luego cayó

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en alguna parte y la inmensa muchedumbre siguió su marchainexorablemente.

En medio de la masa de los realistas, ondeaba muy enalto un ridículo muñeco hecho con miserables haraposmulticolores. Representaba la efigie del EmperadorNapoleón con uniforme, con el capote gris y el pequeñosombrero negro en la cabeza; era la misma vestimenta conque lo conocía y veneraba el pueblo de Francia.

Un pesado cartel blanco colgaba de una gruesa sogasobre el pecho del muñeco, llevando impresos en gruesasletras negras, visibles a mucha distancia, los primeros versosde La Marsellesa, la canción de los franceses: "Allons,enfants de la patrie!”

La miserable cabeza de trapo de la efigie delEmperador, colgaba floja y se tambaleaba de derecha aizquierda, ora caía hacia adelante o hacia atrás; era ya unEmperador decapitado aunque su cabeza seguía colgandoentre los humillantes harapos. El muñeco que representabaal Emperador Napoleón, ondulaba, oscilante entre lasinnumerables banderas del rey, los blancos estandartes de losBorbones; aquel muñeco era ya de por si mismo un escarnioy, sin embargo, se lo insultaba; era una afrenta y seguíaninjuriándolo.

Cuando los realistas vieron a la pequeña Angelina quemientras volaba en el aire como una pelota, intentaba cantarla Marsellesa, con la garganta oprimida y la angustia de lamuerte en el corazón, uno de los monárquicos arrojó detrásde ella el muñeco que representaba al Emperador Napoleón.Mientras Angelina revoloteaba en el aire, y era estrellada por

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fin, contra la pedregosa orilla del Sena, el muñeco cayó casiencima de su cuerpo destrozado. Pero ella, en aquelmomento, no vio en él un escarnio. No vio al Emperadorafrentado, sino vislumbró junto a su destrozado cuerpo eldel verdadero Emperador. Todavía pudo leer las palabras dela Marsellesa, el himno de los franceses.

"Allons, enfants de la patrie...Al leer las primeras palabras del gran himno, aquel

himno sagrado que tantas veces había escuchado, que nuncapuede escucharse demasiado, comenzó a cantarlo. Se durmiócon la canción en los labios, en su duro lecho, al lado delEmperador; un emperador de trapos y harapos, y ante susojos velados los primeros versos de la Marsellesa, y elpequeño sombrero negro de Napoleón, el sombrero imperialdesgarrado y ridiculizado.

Después que la demostración pasó a Wokurka le parecióuna eternidad, éste atravesó cojeando la calle. Encontró aAngelina en el talud. La sangre que salía despacio eininterrumpidamente de su boca teñía de rojo los guijarros.

Permaneció toda la noche sentado a su lado. No seatrevía a mirarla. Acariciaba sin cansarse sus cabellos, queaún crujían. El Seña fluía burbujeando y él miraba obstinado,ausente y aturdido el agua que corría, llevando el cielo que sereflejaba en ella y las estrellas plateadas.