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Page 1: Cuatro Relatos, Por Joseph Roth

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Roth Cuatro relatos

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El dudoso honor del siglo XX / Aquiles Julián 3 El espejo ciego 4 Abril, historia de un amor 29 Jefe de estación Fallmerayer 42 El busto del emperador 56 Joseph Roth / Guillermo Cabrera Infante 69 En memoria de Joseph Roth / Jon Hughes 76 Joseph Roth / biografía 80

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Índice

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El dudoso honor del siglo XX

Por Aquiles Julián

“Sólo el siglo XX puede jactarse de haber creado la figura del escritor al que se le presta atención en todo el mundo, pero que para su patria está muerto”. Joseph Roth

De alguna manera, la vida de Joseph Roth prefigura las tensiones, los dilemas y las tragedias que el escritor vivió en el siglo XX y sigue afrontando en el siglo XXI.

Roth nace en Brody, imperio austro-húngaro a finales del siglo XIX. Vivió la caída del imperio, su tema mayor; la primera guerra mundial y los prolegómenos de la segunda. Vivió la era de las epidemias totalitarias, el colapso de la democracia, la sumisión y complicidad de los intelectuales con las bestias, pardas o rojas. Su origen, judío, le auguraba problemas. Sirve en el ejército durante la primera guerra mundial y ve el desmoronamiento del imperio austro-húngaro, que le impresiona profundamente. Se dedica al periodismo y se casa. Como corresponsal del Frankfurter Zeitung, viaja por toda Europa, incluyendo un viaje a la Unión Soviética en 1926 que le abre los ojos a la cruda realidad de aquella “patria del proletariado”, una cárcel horrenda y despiadada. Su mujer desarrolla esquizofrenia y Roth sufre las consecuencias, tanto emocionales como financieras. Desarrolla el hábito de embriagarse, se vuelve un alcohólico. En 1933, al imponerse el Partido Nacional-Socialista Alemán, nazi, tiene que irse de Berlín y se muda a Viena. Los nazis prohíben su obra y sus libros alimentan las fogatas. Ante la nazificación creciente de Europa central, Roth se ve obligado a mudarse de un lugar a otro, tratando en lo posible de pasar desapercibido. Junto a sus reportajes y artículos, va produciendo una obra narrativa de excepcional calidad, con una prosa de hallazgos verbales inusitados. Vivió en París, en Amsterdam. En otoño del 1938 padece un infarto. En la primavera del 1939 es internado por una afección pulmonar y muere en mayo del 1939. Joseph Roth tenía como autor, no sólo temas predilectos: la caída del imperio, la suerte del emperador Francisco José I, la disolución de la antigua sociedad jerárquica, la emergencia de una nueva sociedad caótica e irreverente… Y la suerte de los hombres y mujeres que se ven compelidos por los inhumanos engranajes de la vida social a ir en una u otra dirección, que terminan molidos por sus dientes de acero y que caen en los márgenes como desecho; también desarrolló habilidades narrativas destacables, al grado de figurar hoy honrosamente junto a Hermann Broch y Robert Musil como el trío de narradores centroeuropeos de mayor talento y relevancia, en la primera mitad del siglo XX. “Un idioma no consta sólo de palabras, sino que es también una estructura y un ritmo: Por eso escribo un alemán tan claro y sencillo como el yidish. Mis frases son cortas y exactas. Me disgustan las oraciones largas y ampulosas de Thomas Mann”. Así pensaba este judío testigo excepcional de los extravíos ideológicos y las aberraciones políticas del siglo XX.

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El espejo ciego Der Blinde Spiegel (1925)

I

La pequeña Fini se sentó en un banco en el Prater y la tibieza suave y acogedora de aquel día de abril la envolvió. De buena gana se dejó llevar por un dulce desfallecimiento, hasta entonces desconocido, extraño, como una melodía. La sangre, espesa y rápida, golpeaba contra la fina piel de sus muñecas y de sus sienes. El verde pálido de los árboles y de las praderas se desplegaba sobre los coches de bebé, las piedras y los bancos. Todo lo que se encontraba a la vista fluía entremezclado, como cuando uno contempla un mundo muy verde desde un tren muy rápido.

Fue un instante que duró una eternidad. Después las personas y los objetos a su alrededor recuperaron sus contornos, la figura y la vida que les eran propias, su paso y su porte, sus marcas características y el rostro que les era familiar. Pero la sensación de debilidad permaneció, cantando en la sangre, circulando con ella. Ocupaba las venas y todo el cuerpo, como una coral llena una iglesia. El vacío cantaba. Los miembros se habían vuelto pesados. La vida, en cambio, ligera, vaporosa. El corazón adquirió alas, como en la hora en la que nos vence la muerte. Los miedos, negros, revoloteaban a lo lejos, a poca altura. Ninguna oscuridad la amenazaba. Ni había poder alguno aguardando. Ningún temor cruzaba el horizonte amplio, dichoso, de un día espléndido. Fini podía escuchar el lento palpitar de su corazón. La proximidad inmediata de la propia vida, calurosa, resultaba reconfortante. Por primera vez y de manera sorprendente ella y su corazón se encontraban a solas. Y sus latidos eran como una respuesta a preguntas angustiosas, secretas, una respuesta que goteara lentamente, consoladora. Sentía el pecho ligero, como justo después de haberse desahogado de una pena, y cuidadosamente recostado en una melancolía bienhechora. Como cuando uno está a punto de llorar. Como si una dolorosa presión se deshiciera tras muchos años. Por fin... Por fin...

La pequeña Fini se levantó y estiró los brazos, como un polluelo que intenta volar. Y al dar el primer paso, volvieron las ideas. Habían estado agazapadas en una misteriosa proximidad. Llegaron como enjambres de moscas. Los pequeños miedos. Las preocupaciones ágiles, negras. Las dificultades, fieras, a toda velocidad. Las amenazas de mañana y las de pasado mañana. Las atroces imágenes de días atroces. Y el temor se arqueó como un basto yugo sobre la espalda temblorosa. Se había disipado la dulce música de la debilidad, el canto benéfico y amodorrado del olvido. Toda la radiante extensión del vacío que nada teme había palidecido. La envolvente calidez de aquel día primaveral se había entibiado. Fini tembló de frío en el atardecer de abril cuando se levantó para ir a llevar las cartas a la empresa Mendel & Co, a las Audiencias Provinciales números I y II, al bufete Wolf e Hijos, las cartas ajenas dentro del libro de tapas verdes, las cartas ajenas que hay que entregar en los recibidores ajenos, esa carga ligera, dolorosa, que ella reparte de cuatro a siete de la tarde para sacar un sobresueldo.

Avanzó por las calles anchas, perdida, insignificante, y sólo en el patio de entrada a una de las casas se dio cuenta de que la carta para la Audiencia Provincial número I no estaba allí. La importante carta. En la hilera movediza de firmas hechas a toda velocidad faltaba una. Había una línea vacía. Y si uno la observaba largo y tendido, se redondeaba hasta formar un horrible agujero atónito, un ojo hueco, en blanco. Un fuerte temblor acometió a la muchacha, pequeña, helada, y el frío que ya apenas era

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capaz de soportar aumentó en mitad de la templada noche de abril... La sentía, pero no calentaba. Fini quiso tirar del calor hacia abajo y ponérselo en torno a los frágiles hombros. Tal y como la noche envolvía la ciudad, así debía protegerla también a ella, perdida en mitad de aquella calle inmensa.

¡Ay! Cuando se es tan frágil e insignificante, le hace a uno bien poder guarecerse en algún sitio, en el estrepitoso desierto de la ciudad. Amenazadora, la vida se arquea inflexible sobre nuestra pequeña cabeza, y nos sentimos impotentes, perdidos, a merced del perro que ladra y del policía que hace señas, de la mirada ávida de un hombre y de la gruñona exclamación de una mujer dispuesta a entablar una guerra porque sin querer nos hemos interpuesto en su camino, a merced de cualquier poder que dé señales de vida en las plazas o que se encuentre apostado en cualquier esquina. En ese momento habría que saber de una casa en la que uno pudiera meterse, una casa protectora con un lujoso portal, que nos recibiera maternalmente y nos diera de comer y nos consolara y ahuyentara de nuestro corazón el miedo que sentimos, como hace el imponente portero con los intrusos no autorizados. En esos momentos, en los que uno ha sufrido la crueldad de la intemperie, una casa grande que nos diera cobijo nos vendría tan bien... Allí dentro no sentiríamos ninguna preocupación por la carta perdida, ni frente a la angustiosa mañana que nos espera.

Cuando llegó el hombre de la bata blanca y con su larga pértiga encendió una farola, un poco de calor recorrió rápidamente el cuerpo de la muchacha helada de frío. Y un pobre aunque agradable consuelo, porque entre hoy y mañana aún quedaba por delante una larga noche. Entre la desgracia y sus terribles consecuencias había diez o doce horas, una noche de sueño, quizás incluso un sueño reparador, y tiempo suficiente para un milagro, que alguna vez tiene que darse en nuestra vida. Tal vez, si no tenía ningún sueño y el milagro no se producía, aún podría hablar a primera hora de la mañana con el doctor Blum, el socio, que era más benévolo porque era más joven, y que llevaba flequillo, como si fuera un estudiante.

Si no fuera por el patio de la casa en el que hemos de entrar cada noche, el patio que huele a excremento de crías de gato, el patio en el que acecha la portera y que es peor que la calle, si no fuera por la escalera con la barandilla en mal estado, que parece una dentadura llena de huecos, ni por la madre amargada, con su eterna curiosidad y su oído increíblemente agudo... Si no fuera por todo eso, se podría dejar el día de mañana en manos de Dios, del buen Dios, y descansar hoy en la cama mullida, con un libro y unas postales sobre la colcha.

II

La madre aún no estaba en casa. Qué bien cuando nuestras madres no están, nuestras madres, con esos ojos increíblemente escrutadores, que están tristes y tienen que llorar, severas y terribles y sin embargo tristes, nuestras pobres madres, que no entienden nada y riñen y ante las cuales nos vemos obligadas a mentir. No tenemos que dar el parte a nadie, y no sentimos ningún miedo frente a los efectos del parte, ni frente a la necesidad de mentir y ninguno tampoco a ser descubiertos. Fini se desvistió despacio. Sintió que algo cálido y húmedo chorreaba por sus muslos. Debía de ser sangre. Se alarmó. Algo le había ocurrido, y exploró su desmemoriado cerebro en busca de algún pecado, uno que hubiera podido cometer en tiempos remotos.

Es hermoso poder desvestirse sola en la habitación, delante del espejo... Sola. La puerta está cerrada, como si uno tuviera una habitación propia, como Tilly, que ya es mayor... Y comprobar cómo crecen los pechos, blancos, firmes y coronados por cimas

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rosadas, a pesar de que aún no son tan grandes ni tan claramente visibles a través de la ropa como los de Tilly, que tiene un amigo al que puede besar.

Conmovida, como si acariciara a un pequeño animal desconocido, así tanteaba Fini su cuerpo, notaba la incipiente pujanza de las caderas y la rodilla redonda, fresca. Y vio que la sangre trazaba a lo largo de la pierna un fino reguero de color rojo.

Las muchachas muy jóvenes se asustan cuando ven la sangre, roja, y no saben de dónde viene. Están completamente solas, desnudas, sin la envoltura protectora del vestido, encerradas en una habitación con un espejo lleno de vida, y ven una sangre roja, desconocida, goteando por motivos desconocidos. Entonces su miedo es tres veces mayor. Los milagros tienen en sí mismos su origen y su existencia, y a nosotros nos aterra la proximidad del enigma, del que pensábamos que se producía en la distancia, lejos de nuestro cuerpo. Fini contuvo la respiración y de pronto escuchó el enorme vacío a su alrededor. Sintió la falta de vida de los objetos inanimados. Vio la lámpara brillar envuelta en niebla, una niebla blanca, que adquirió y conservó la forma de un rostro, un rostro fantasmagórico con un núcleo luminoso. Fini escuchó a una distancia inconmensurable, como desde un más allá presentido, las voces de la calle y el chirrido de un tranvía, la melodía incesante de un violín y el reconfortante murmullo del silencio, como surgido de una caracola enorme. Fresca y blanda, flotaba la calma infinita, un océano que se levantó a sus pies y se elevó... Ya le llegaba hasta las rodillas. Y la calma azul le cubrió las caderas y creció en torno a su corazón, oprimiéndolo.

Llegó la oscuridad, una agradable oscuridad, y la tapó. Se desmayó, hundiéndose en un manto mullido, desplegado, acogedor, de suave terciopelo.

III

Así la encontró su madre, la madre, siempre atareada, envejecida por las preocupaciones, la madre, que venía de Purkersdorf, de hacer uno de sus recorridos con el ferrocarril del oeste.

El sombrero, torcido, pues se le había chafado durante el viaje, el sombrero, indispensable para cobrar, lo arrojó sobre el sofá. Unos huevos se rompieron emitiendo un lamentable chasquido en el interior del bolso. Ya estaba abriendo la boca, temblorosa, para lanzar alguna maldición, una palabra fea le retorcía ya los labios, cuando se asustó, pensó en el suicidio y en la espantosa noticia que aparecería en el periódico, y se inclinó sobre Fini.

La chiquilla despertó y vio sobre ella el rostro ancho de la madre, la miró a los ojos afligidos y percibió en ellos una bondad desconocida, alivio y un sobresalto desacostumbrado. La madre la levantó rápidamente con sus fuertes brazos y la subió a la cama blanca, amplia y mullida. Le trajo leche fresca y le besó la frente, la boca y los ojos, como hacía mucho que no lo hacía. El roce de los labios maternos le resultó familiar. Lo había echado en falta durante tanto tiempo. Era una vuelta a la infancia medio olvidada.

—Mi querida hija —dijo la madre y repitió las palabras. Su voz estaba transformada. Era la voz de una vieja madre, una madre de otro

tiempo, perdida y recuperada. —Estás mala —dijo y añadió—. Ya eres una mujer. Y Fini comprendió lo que Tilly, que estaba más desarrollada que ella, siempre le

había estado preguntando: si ya estaba mala. En su interior ardió una silenciosa solemnidad, una fiesta secreta, como si llevara un traje blanco y la fueran a confirmar.

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—Quédate mañana en casa. No vayas a la oficina —dijo la madre. Blanda y cálida, como un viento ligero, bienhechor, su voz pasó por encima del

rostro de Fini. Hasta qué punto se había transformado todo: el hermano, que por lo general siempre andaba alborotando, guardaba silencio. La madre tarareaba en voz baja en la cocina. Y el viento de la noche jugaba en la habitación contigua con el gozne de una ventana, que sonaba suavemente. Silenciosa, blanca era la calma que reinaba en la cama y en el mundo, la placentera calidez de un hogar reencontrado, una patria sin fin, una bondad sin límites. Y a la madre la unía el hecho de ser una adulta, una mujer. Ya no era la madre reprensora, sino una madre fraternal.

Tarde, por la noche, aún llamó a la puerta la vecina. Venía a charlar. Su manojo de llaves tintineó. Se las oía parlotear. Fini prestó atención. La madre conversaba con aquella mujer sobre la guerra. Leyeron en el periódico de la noche la noticia acerca de la victoria de Sadowa y hablaron de los hombres que hacía mucho tiempo que no escribían. El aroma de las patatas en la sartén se paseaba por el cuarto. Las mujeres comieron, reprimiendo la risa. Ahora la madre le contaba lo de Fini. Y la risa ahogada de la vieja le pareció desagradable. Su cuchicheo llegaba desde la cocina como el silbido de una llama, ininteligible, inquietante.

La placidez de la cama blanca, como una patria, era demasiado hermosa, y agotadora aquella forma de escuchar llevada por la desconfianza. Sería mejor tumbarse y no pensar en nada más.

Pero de pronto la asaltó el pensamiento terrible de la carta perdida, y llamó a la madre y se lo contó. Pero ella no se asustó y no se puso a maldecir, sino que se volvió más afectuosa y tierna, le prometió consuelo y mediación y le alisó la manta con ambas manos. Cómo se había transformado el mundo. De miles de fuentes abiertas de golpe manaba la gratitud. De las profundidades de una infancia enterrada sacamos nuestras viejas, breves y piadosas oraciones y lloramos un poco porque Dios ha resucitado. Y nos dormimos.

IV

Ya hacia las ocho de la mañana les despertó el penetrante sonido del timbre. Anunciaba una tarjeta postal del padre desde el frente o un parte de defunción. Sólo podía ser una de esas dos cosas. Día tras día, hora tras hora, se esperaba la tarjeta postal, la esquela de defunción del regimiento, y uno temblaba con el breve y estridente sonido del timbre, por el que sentía nostalgia en cuanto cesaba. Fini escuchó el suspiro que su madre solía emitir al levantarse, el arrastrar de sus pantuflas hasta la entrada y de vuelta, el saludo del cartero y el matraqueo de las persianas de madera al subir. Duraba un par de minutos. Eran unos minutos de dulce y ansiosa incertidumbre, unos minutos que amamos, esos minutos de tensión en los que contenemos el aliento ante las grandes sorpresas que uno siempre añora, aun cuando sean horribles.

Desde la cocina resonó la alegre exclamación de la madre. Corrió hasta la cama, se sentó y anunció la llegada del padre, que ya estaba en camino, a salvo de la muerte, herido y tal vez devuelto a la casa para siempre.

Con dedos tiernos, temblorosos, arrugó la tarjeta de color rojo. Parecía como si la hubiera aplastado contra el pecho, y la pobre cabeza olvidó el bocadillo para Josef y las obligaciones de las horas matinales. Estaba sentada al borde de la cama con la fina trenza enrollada y maquinaba sueños, quería suspender algunos itinerarios, al menos los que resultaban inútiles, y comprarle al tío Arnold los más llevaderos, los que daban más beneficios, porque recorrían las comarcas de los trabajadores de las

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fábricas de munición, los que tenían un salario más seguro y como pagadores a plazos eran de fiar.

La vida manifestaba una singular indulgencia. Dios repartía mercedes. Transformaba a la madre, la que maldecía, la vengadora, la juez, en una mujer complaciente, alegre. Casi no se podía creer. Varias veces durante aquella mañana a Fini le entraron dudas acerca de si había despertado a la realidad del nuevo día o si aún estaba sumida en la continuación del sueño. Esta vez todo resultaba inverosímil, el sol y el gorrión picoteando en el alféizar de chapa de la ventana, la dorada columna de polvo en la esquina junto a la estufa, el regreso del padre y la calma en el corazón.

La madre despedía el aroma pesado de su cuerpo y el calor de la cama. Olía de un modo familiar, como a leche caliente, y en Fini despertaba el deseo de pasarle a la mujer los brazos en torno al cuello, para sentir la elástica blandura de los pechos maternos y llorar feliz. Si no fuera por el recuerdo de la carta que había perdido y de las consecuencias que traería consigo... Qué libre de preocupaciones y maravillosa sería la mañana si no fuera por el momento que le esperaba en el despacho frente al doctor Finkelstein.

—Iré y se lo explicaré —dijo la madre. Y Fini se acordó de los años en la escuela, de las intervenciones maternas, las

torpes excusas, los ridículos parlamentos entre la madre y el profesor, y decidió ir ella misma. Si Dios, que había retornado y al que ella volvía a implorar, estaba dispuesto a prestar auxilio, entonces ayudaría a la chiquilla en todos los asuntos difíciles. Y como siempre, cuando ya casi no imaginamos ninguna salida, lentamente se nos ocurre un pretexto y va tomando la forma de una exposición verosímil, en la que al final creemos hasta nosotros mismos. ¿No se podía acudir con la tarjeta postal llegada del frente y disculpar con emoción la pérdida de la carta, cuando un desmayo, un desmayo común y corriente, se acogía con una sonrisa? Desde ayer habían ocurrido muchas cosas maravillosas. El día de hoy era aún más portentoso... La pequeña Fini avanzó por las calles, frente a las que tanto había recelado ayer. Ya no se sentía insignificante y perdida, sino orgullosa y exultante, crecida y madura en medio del aire sofocante y preñado de lluvia de un día encapotado. Las nubes pendían a punto de descargar. La inmensidad de la atmósfera parecía menor y el mundo más próximo. Anhelante, el cielo se cernía sobre la tierra, dispuesto a abrazarla y a fructificaría.

V

Los milagros no acababan. La bondad de Dios se renovaba sin cesar. Un hombre acudió un cuarto de hora antes de que llegara el doctor Finkelstein y trajo a la oficina la carta, la carta perdida. Fini le dio el último dinero que le quedaba para pagar el tranvía. Observó al hombre con atención y en su memoria guardó fielmente su rostro, su ropa, su bigote. Años después supo que le crecieron mechones de pelo, grises, en el interior de las orejas. Y en el momento en que el hombre se marchaba entró el socio, Blum, alto, fuerte, perfumado y radiante, un dios para las mujeres. Circunspecto y paternal, cogió a Fini del brazo. En su voz, cuando la conminó a ser más cuidadosa en futuras ocasiones, vibraron la clemencia y el perdón. Al hacerlo, ella notó la suave presión de sus dedos en el antebrazo. Lo miró y vio el flequillo cuidadosamente revuelto sobre el ojo izquierdo y su boca sonriente.

Más tarde lo milagroso rebosó en la indolencia habitual de un enojoso día. Fini estaba sentada frente a la centralita marrón con las desconcertantes clavijas y los confusos cables, los orificios punteados de verde, los de estrías de color rojo, los azules y los que estaban libres, ante los cuales las misteriosas lengüetas por motivos

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igualmente misteriosos caían de pronto con un ligero golpe, como si fueran párpados secos, duros. El teléfono repiqueteó. La clara voz de trompeta de una mujer pidió hablar con el doctor Blum. Una clavija voló a un orificio cualquiera y Fini aguardó el resultado. Enseguida se dio cuenta de que se había equivocado al establecer la conexión y esperó atemorizada, como en la escuela, cuando en la pizarra resolvía mal un problema y a sus espaldas sentía el embarazoso silencio de toda la clase, y en los hombros la respiración de triunfo de la profesora. ¿Cómo acertar en aquel aparato lleno de clavijas si un milagro no venía en nuestra ayuda?

Pero, ay, el milagro no acudió. En su lugar, lo hizo el doctor Finkelstein. Voraz, el eterno voraz, siempre dispuesto a abalanzarse, belicoso, se precipitó allí dentro con una carpeta y los cristales de sus gafas lanzando fuertes destellos, porque había sonado en su despacho y no en el de su socio, y con él Su Excelencia Helena no tenía nada que hacer.

—Nada que hacer, le digo. La serpiente que a ellos dos aún habría de arruinarles. —Yo no me encargo de los procesos por causa criminal. Eso tendría usted que

saberlo. ¡Lleva usted aquí diez años! El ruido le anunciaba. Al doctor Finkelstein. Vivía en una nube de ruido. —¡Deje el teléfono, nunca lo va a entender! ¡Y siéntese a la máquina, que le voy a

dictar! Y en voz baja repitió para sí: —Ya lleva aquí diez años. Y de pronto una mirada voló por encima de Fini, rozó su rostro y despertó un

oscuro recuerdo de lo que había dicho el doctor Blum acerca de buscar a alguien nuevo, joven.

Cómo se agitaba el corazón cuando dictaba el doctor Finkelstein. Las palabras grandes y extrañas, jamás oídas, brotaban a borbotones. Torrentes de asombrosas frases compuestas. Sonidos magníficos, exóticos. Nombres en latín. Frases de construcción laberíntica con predicados artísticamente escondidos, que a veces se perdían de manera inexplicable. Mientras Fini tomaba nota, pasaba por alto alguna palabra, entendía mal un nombre, y el lápiz, forzado por la presión del índice, empezaba a revolotear indomable sobre el papel, que crujía. El sonido de una palabra generaba en la memoria otra similar. Amenazadora, al final del dictado, se alzaba la inevitable lectura en voz alta del texto, y en eso debía de estar pensando Fini mientras escribía. En la próxima media hora, en la que habría de comprobarse lo mal que había salido el dictado. En las frases malogradas con los nombres mutilados, los párrafos suprimidos y los predicados cambiados de sitio. Era como si para taquigrafiar uno tuviera una rueda loca, giratoria. Grandes ruedas de colores giraban, crecían en el papel ribeteadas de violeta y de rojo.

Después vendría forzosamente el aviso de que la despedían. La vuelta a casa con la cabeza baja. La búsqueda entre los pequeños anuncios del diario de la mañana. La espera en las antesalas y el cuidadoso caligrafiar de ofertas que sonaban todas idénticas.

—¡Punto final! —gritó el doctor Finkelstein—. ¡Léalo! ¡Rápido! Pero en aquel día milagroso de todas partes surgía la salvación, inesperada, que

era recibida con gratitud. En aquel momento alguien llamó a la puerta y entró Su Excelencia Helena. Su voz era aguda, como una trompeta victoriosa. Con un vestido de color claro y el sombrero de líneas atrevidas cubierto de juveniles centauras, pasó zumbando. Venía de un mundo extraño, el gran mundo. Pertenecía al mundo de la clientela noble. A su alrededor se hacía el vacío. Ninguna de las taquígrafas, ninguno de los ordenanzas, penetraba por medio de sus ropas o de sus cuerpos en el radio de acción de su mirada. Uno era de cristal. Un objeto transparente. La desenfrenada

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ferocidad del doctor Finkelstein había desaparecido. Balbuceaba cortesías y se decía su servidor, prometiéndole que avisaría al socio.

Había que buscar un documento. Un documento perdido. Su Excelencia Helena contra el cónyuge. Y se buscó por la H. Desesperada, Fini repasó rápidamente la letra H, cinco veces, hasta que el doctor Blum, impaciente, gritó:

—Tuschak, Su Excelencia Tuschak. El documento estaba archivado en la T. Entretanto Tilly seguía en su asiento diligentemente inclinada sobre papeles que

crujían. Sacó punta a los lápices. Ordenó las gomas. Cortó hojas de papel secante. Contó los sellos. En vano Fini buscó su mirada, la mirada de la amiga, una mirada que ofreciera alguna ayuda... Tilly era un mal bicho. Se hacía la atareada y abandonaba a los compañeros a su mala suerte. Aquello era muy molesto y dolía. La sangre acudió a sus mejillas. Fini notó cómo se le soltaba una liga. Pero llevarse la mano a la pierna para intentar rescatarla estaba prohibido. Habrían pensado que tenía comezón. La liga suelta y la media que se escurría la hicieron perder el último resto de compostura. Los papeles salieron volando.

A ello siguió una calma reparadora. No sonó ningún timbre. Fini miró por la ventana. Vio el lento reloj de la torre. En el parque, el convento de color rojo con el claustro para las monjas, que caminaban de un lado a otro, vestidas de negro y blanco, extrañas criaturas en el más allá tras los muros de color rojo, en el jardín, en el pórtico de la gloria eterna. El horror que sentía frente a las novias de Cristo se desvaneció. A Fini le pareció que en el jardín del convento se debía estar de maravilla. Las agujas doradas avanzaban despacio. Su Excelencia Helena se evaporó. El doctor Finkelstein aún se quedó un momento allí, con los cristales de sus gafas lanzando destellos. Después, con la carpeta negra y el ala del sombrero ondeando, se marchó haciendo mucho ruido.

Por las calles se veía la primavera. Había llovido y los adoquines despedían brillos rojos y azulados, como si en ellos se reflejara un arco iris. La hierba en los parterres estaba recién lavada. Los mirlos negros, en mitad de la calle. Fini, que hoy mismo se había puesto mala, se había convertido en adulta, en mujer, y avanzaba junto a Tilly arrastrando los pies.

—Tengo mal aspecto —dijo Fini—. ¿No lo ves? Me he puesto mala —añadió, como si fuera algo evidente. Y midió los pechos de Tilly, que temblaban bajo la fina blusa. Los hombres le sonreían. Los hombres jóvenes que, ávidos por pillar una presa, caminaban por las calles.

En Trillby llamaba la atención el helado amarillento coronado de suave barquillo en unos boles de cristal tallado. Las medias porciones y las porciones completas allí fuera, sobre las mesitas de mármol. Y los hondos sillones de paja. Se le fue la mitad del dinero de los recados, que tanto costaba ganar. La camarera recibió una propina. Y justo antes de que un niño de un año se dispusiera a llegar desde el último rincón hasta la mesa de las chicas, se pusieron en pie y, echando a andar con renovadas fuerzas y con el brillo del sol poniente ante ellas, sobre sus rostros, doblaron la esquina.

En casa huele a cosas dulces, preparadas para el padre, que regresa. El hermano, Josef, está dando voces. Y como si desde ayer hubieran transcurrido decenios, la gris severidad vuelve a llenar la casa, la escalera y también a la madre. La cálida sensación de ayer de que la cama era una patria ha desaparecido. La madre viene desde la cocina, inquisitiva. Quiere saber detalles de lo que ha ocurrido a lo largo del día, en todo momento. Los suspiros que lanza en su descontento producen unos cortes profundos en el alma. Llega la noche. Y la sórdida lámpara de petróleo con el cilindro

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de cristal se empaña de un azul grisáceo, lo que hace que la vecina pronostique lluvia para mañana.

VI

Llovió, en efecto, y vino el padre, con las sienes cubiertas de canas, misteriosamente empequeñecido, y cargando con el olor a yodoformo, a higiene, a Cruz Roja y a tren.

Gracias a Dios, una granada le había sepultado. Por fin estaba allí, tal vez para siempre, aunque desconcertado en medio de su saludable familia, aturdido por la llegada a su propia casa, apátrida en la patria y anómalo entre las personas normales, lanzando miradas inquisitivas, que siempre se escabullían y que parecían retornar a la distancia, una distancia abandonada, cuya silueta apenas podíamos barruntar, cuya realidad jamás pudimos reconocer.

Fini lo recordaba como el hombre grande y fuerte que la cogió en brazos cuando se marchó. Ahora era pequeño y estaba abatido, y era Fini la que lo abrazaba.

—Habla más fuerte —pedía y contaba que se había quedado medio sordo. Hablaba uno más fuerte, gritaba, y él seguía sin entender. Estaba sordo como una

tapia y a los dos días apareció con una trompetilla negra, que, rara y terrible con aquella amplia bocina, asomaba su largo cuello por el bolsillo superior de la chaqueta de su uniforme. Sin el instrumento estaba transformado, pero más aún cuando se lo acercaba al oído. Todos los días iba cojeando con su bastón hasta el hospital y traía a casa el olor a medicamentos y a veces una hogaza de pan grande, alargada, una hogaza que no se podía adquirir en la panadería. Los parientes acudieron para saludarle. Gritaron alegres y se regodearon con sus malentendidos, riendo a hurtadillas. El tío Arnold no quiso vender sus ventajosos recorridos, y se habló de buscar una nueva fuente de ingresos.

Después los ruidosos días de visita se disiparon, y en una ocasión se produjo una pelea por una caja de cerillas que el padre había olvidado en el hospital o en la taberna. ¿Quién podría saberlo? Bebía un poco. Entonces se volvía más taciturno de lo normal. Y a veces robaba pequeños objetos de la casa. La madre chillaba. Sólo a ella la entendía bien y no se quedaba sin responder. Pero si la madre hablaba en voz baja, entonces él no entendía nada y ella podía renegar. Las palabras que habría reprimido a toda costa, en el caso de que él no se hubiera quedado sordo, bailaban ahora tan frescas sobre sus labios y no le alcanzaban a él, de manera que podía sonreír cuando le llamaba canalla.

Por la noche, en cambio, cuando Fini se despertaba por casualidad, se la oía susurrar tiernamente en la cama. Pasada la medianoche el cuchicheo se escapaba del dormitorio. Allí es probable que el oído de su padre se animara, pues se trataba de asuntos amorosos. Resultaba curioso que pudieran olvidar su pelea cuando estaban acostados cuerpo con cuerpo. El cálido aroma a leche que exhalaba la madre le aplaca, pensó Fini.

Era una noche cálida y la cama despedía calor. Fini se levantó y se dirigió hacia la ventana abierta, mientras el padre y la madre en el dormitorio encendían una vela entre risas ahogadas, ardientes.

La ternura nos embarga en el aire transparente de la noche, cuando desde los espacios azules la nostalgia viene a nosotros y el silbido de una locomotora que pasa de largo se queda suspendido en la ventana. Por la acera de enfrente se arrastra una gata en celo, que desaparece por un tragaluz, tras el que aguarda el gato. Sobre nuestras cabezas el cielo es amplio y está lleno de estrellas, demasiado alto para ser

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indulgente, demasiado hermoso como para no contener un Dios. Las trivialidades próximas y la remota eternidad guardan alguna relación, aunque no sabemos cuál. Tal vez lo supiéramos si el amor llegara a nosotros. Tiene que ver con las estrellas y con el arrastrarse de la gata, con el silbido de la nostalgia y con la amplitud del cielo.

Dos personas se desvestían allá arriba, tras las persianas se veían sus sombras. Una mano apagó la vela esbozando un gesto en el aire, y hombre y mujer se fueron a dormir. Ahora cuchicheaban, como lo hacían los padres. Fini ya no sintió el aire transparente y fresco de la noche. Vio ante sí unos círculos de color rojo. Un repentino flujo de sangre le corrió por el muslo y las puntas de sus pechos crecieron, estirándose hacia fuera, hacia la locomotora, hacia el silbido, hacia las estrellas.

Despuntó el nuevo día. Tras las casas se elevó un blanco resplandor. Era domingo. Se desplegó la mañana. La habitación se iluminó rápidamente. Por la tarde iremos con Tilly al estudio. Experimentaremos cosas nuevas, maravillosas, en un mundo desconocido. Cosas nuevas, importantes, pequeña, pequeña Fini.

VII

Aquella tarde que pasaron en el estudio conservó una singularidad luminosa incluso años después, cuando Fini ya vivía en otro mundo y había olvidado y enterrado la dulce ignorancia de los días de su juventud. Mezclada con las personas mayores e inteligentes se sentía aún más sola que en casa, más insignificante que caminando por las calles amplias y largas de la gran ciudad, cuando la vida se arqueaba inflexible sobre su pequeña cabeza. De todos los ámbitos del mundo maravilloso, desconocido y apenas barruntado surgían las ideas de las gentes, ideas hermosas, delicadas, incomprensibles, tiernas, la música de incontables instrumentos dispersos, ocultos. Ella no entendía ni la mitad y no sabía a quién preguntar, porque Tilly, la adulta, la experimentada, que, atrevida, se sentía como en casa dondequiera que fuese, era ahora inaccesible. Y desde el centro brillante que ocupaba y que le correspondía, lanzaba sonrisas de indiferencia al silencioso rincón de Fini y una fría mirada resplandeciente. Fini se dio cuenta de que no recibiría ninguna ayuda y le pareció como si, inexperta como era, la fueran a examinar de un momento a otro. La gente era orgullosa y atrevida. Sin duda salían de casas grandes, impersonales, vigiladas, y de ricas habitaciones en las que un espejo colgado en cada pared sometía los modales de sus propietarios a un control permanente, corrigiéndolos hasta alcanzar la perfección. Pero quien, como nosotras, sale de una casa estrecha y crece en una habitación en la que cuelga un espejo ciego, durante toda su vida sigue siendo una persona pusilánime e insignificante.

Los hombres ya se habían puesto a hablar. Tenían el rostro moreno y unos ojos descarados. Y habían estado en la guerra, como el padre. Pero no habían vuelto a casa pequeños y abatidos, ni sordos. Y en caso de que hubieran vuelto mutilados, de ellos emanaba cierto brillo. Los hombres pertenecen a un mundo totalmente distinto del nuestro, el de las chicas. Ellos son listos, fuertes y orgullosos. Aprenden mucho y saben mucho. Buscan el peligro y van por las calles con aire de conquistadores. Lo que desean, es suyo. Las casas, las aceras, las mujeres y toda la ciudad.

Un pintor llamado Ernst enseñó a Fini algunos bocetos. Un perro, una muchacha desnuda y unas golondrinas volando. Se veía que quería regalárselos porque Fini le daba pena.

—Pero diga algo —le rogó. Pero ella no tenía nada que decir. Todo lo que le hubiera podido decir a un pintor,

alguien que era capaz de dibujar golondrinas volando, un perro y una muchacha

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desnuda, y que de ese modo llevaba al papel lo que veía y le gustaba, habría resultado muy tonto. Habló él. Fini no escuchó todas y cada una de sus palabras porque pensó que ella también tendría que decir algo. Abrió la boca un par de veces, pero una palabra medio pensada se le quedó en la lengua. En tensión el cerebro montaba guardia, temiendo que se le escapara algún sonido ridículo. Tenía mucho calor en aquel rincón, pero no se atrevía a levantarse. Le hubiera gustado salir y alejarse, pero no pudo. Desamparada, como un pájaro con las plumas apelmazadas, se acurrucó en una silla redonda, pequeña, dando la espalda a la pared enlucida, en la que no podía apoyarse por culpa de su vestido azul oscuro. Escuchó a una enorme distancia la voz del dueño de la casa, que era músico, se llamaba Ludwig y llevaba una chaqueta de flores con botones de madreperla. Su voz sonaba como un oscuro violonchelo y Tilly podía tutearle. Así de cerca se sentía ella de la gente. Y así de feliz.

Uno de los bocetos de Ernst representaba a una mujer caminando por un angosto sendero entre amplias praderas y campos, y aunque no había ninguna relación evidente entre el camino de aquella mujer solitaria y Fini, retuvo el papel agradecida. Le pareció como si aquella mujer hermosa y delicada fuera ella misma y como si su estrecho sendero entre interminables praderas verdes fuera, a pesar de su feracidad, triste, con toda la melancolía de lo que florece en vano. Envolvió el dibujo en un papel de color marrón. Así estuvo durante tres días contra el forro de su pequeño bolso, hasta que en una ocasión en la que no había nadie en casa aquella lámina fue a parar al escondite secreto que nadie conocía, sobre el tablero desnudo de la mesa, bajo el hule fijado con chinchetas, donde también se extendía el papel de plata, hermoso y liso, un tesoro inestimable, que brillaba a escondidas.

VIII

Todos los pequeños secretos que durante meses de soportar un trato severo hemos ocultado frente a la brutal intromisión de unas manos indiferentes —los pequeños y queridos botones de madreperla y el papel de plata prensado, las postales artísticas y las tiras de seda de alegres colores—, todos los objetos que hemos guardado cuidadosamente como si se tratara de criaturas vivas y en los que pensamos a diario en la oficina —cuando nos dicta el doctor Finkelstein y cuando desconcertadas nos encontramos frente a la desconcertante centralita marrón, en la calle, cuando repartimos las cartas, las importantes cartas dentro del libro de tapas verdes—, nuestras criaturas vivas, nuestros consuelos y nuestros secretos, un buen día, en el que hacen limpieza en casa, son descubiertos y sacados de su seguro depósito, expuestos de manera escandalosa a la mirada desvergonzada de la madre y a su mano cruelmente destructora. Como si fueran pequeños pájaros a los que un poder despiadado sacudiera fuera del nido protector, nuestros preciosos objetos se pierden en el confuso desierto de los muebles apartados a un lado.

Una noche Fini volvió a casa y vio el tablero de la mesa desnudo, sin el hule. Las chinchetas brillaban formando un pequeño montón. Los últimos restos de postales artísticas y el boceto de la mujer caminando entre melancólicos campos en flor estaban hechos pedazos. Fue como volver a una patria devastada, en la que habitaba un enemigo. Todo un mundo construido con amoroso esfuerzo yacía hecho pedazos. De cada una de aquellas bagatelas perdidas pendía un trozo, y Fini lloró, aunque sabía que haría el ridículo frente a su hermano y frente al indulgente desdén de la madre. Nadie en el mundo entendía lo que había perdido: el magnífico boceto con la mujer paseando, un regalo recibido en un momento en el que se habían abierto las puertas de una vida nueva, extraña y maravillosa. Fini lloró y se avergonzó de tener

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que llorar por cosas de niños. Y al mismo tiempo lloró por tener que ocultar el valor de lo que había perdido.

Sólo había una persona que tal vez la entendiera. El padre, el sordo, que oía con los ojos, unos ojos llenos de sabiduría y de compasión. Y con los últimos restos de su anulada delicadeza se molestó en acallar al hermano y a la mujer que profería maldiciones. De pronto Fini notó su mano dura sobre el hombro. Le dijo unas palabras amables y se sentó con ella en el rincón, en el borde del baúl grande, con cierres metálicos. Los dos se sentían amargados, prisioneros en el mundo de la madre y del hermano rabioso. Desde aquel día Fini quiso a su padre.

El deseo nunca satisfecho renació. El deseo de tener una pequeña caja propia, secreta, un cálido hogar en aquella casa fría, un lugar que brindara un refugio, en el que poner a salvo lo más íntimo. Su padre le prometió una caja así. Su defecto era singular: su sordera desapareció y él escuchó los deseos más profundos con toda atención. Sus dedos encallecidos temblaron un poco y se posaron sobre los de Fini. Entonces le rogó:

—¡Vamos a dar un paseo! Y Fini se marchó con su padre por las calles ruidosas, que se fueron oscureciendo

poco a poco. Se mostró maternal, como si llevara a un niño, y dedicó al padre, que cojeaba, todo el amor que había dirigido al papel de plata, a las cintas de seda y a la mujer que caminaba entre praderas y campos. Dieron un paseo y se sintieron a salvo frente a la zarpa de hierro de la madre, que no se cansaba de hacer limpieza.

IX

Una vez, estando en la calle, entre la Audiencia Provincial número I y la empresa Marcus & Hijos, apareció Ernst, el pintor, y la saludó haciendo una profunda reverencia, como sólo se saluda a las grandes damas que pertenecen a la clientela noble del doctor Finkelstein. No pudo ocultar que llevaba el libro de tapas verdes y en su interior las importantes cartas, para ganarse el dinero de las entregas.

—Hago recados —aclaró y dejó que el pintor la esperara ante las casas en las que ella iba entrando.

Después él dirigió sus pasos a través del oscuro parque, por donde había parejas sentadas y florecía el amor, donde los cisnes blancos nadaban en el estanque azul, el parque en el que su madre le había prohibido entrar, teniendo presentes las buenas costumbres y el deber hacia una madre.

Por primera vez Fini caminaba de noche y con un hombre por el parque que sólo había atravesado a plena luz del día, cuando sobre los bancos los durmientes bebían el sol. Por la tarde únicamente se atrevía, conteniendo el paso de sus rápidos pies, a pasear por la gravilla de los caminos y contemplar con asombro la riqueza de los parterres de flores. Después, sobresaltada por la impetuosa cadencia de las campanadas del reloj de la torre, anestesiaba la martilleante inquietud que sentía por culpa de su negligente retraso dando unos pasos diez veces más rápidos.

El parque estaba distinto, más espeso y más oscuro, más cálido y amable. Lo que hubiera detrás de los árboles, Fini no lo veía. Ni lo que sucedía bajo la narcotizante claridad de las farolas, de aquellos rayos de plata que se habían quedado de pie y que sumían el camino hasta la siguiente luz en una noche más negra. Las melodías que venían de la terraza fluían amortiguadas entre los frondosos árboles y eran desviadas por el murmullo del viento nocturno, creciendo y decreciendo, en oleadas que oscilaban de una manera particular. Y el vigoroso ritmo de una conocida marcha se desplegaba en la oscura avenida, hasta parecer un vals.

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Junto a Fini caminaba el hombre, el sujeto victorioso con la voz de timbre profundo. Olía como un animal, de un modo extraño, como a una hierba amarga o una raíz del bosque. Y lo que decía no tenía importancia. Bajo el torrente monótono de sus palabras incomprensibles se avanzaba como bajo una lluvia bendita. Ella hundía la cabeza y acechaba en busca de una cara conocida en medio de aquella abundancia de rostros, un rostro que pudiera delatarla en casa.

En la terraza del restaurante subieron unos magníficos escalones de mármol que parecían conducir a un trono, hasta el helado de vainilla de color amarillento que se derretía en unos tazones ligeramente redondeados. Se sentaron en un rincón apartado, con las rodillas pegadas a la superficie de mármol de la mesa baja. Y el sonido de plata de una pequeña cucharilla que, tintineando, golpeaba contra el cristal, la aturdió por un segundo.

Entonces pudo ver a los silenciosos hombres de mármol, agazapados en el verde ennegrecido de los árboles susurrantes. Vio cómo las masas de miembros rígidos cobraban vida en el creciente silencio de la noche. Por primera vez Fini vio unos monumentos llenos de vida. Escuchó el latido de su propio corazón en los objetos inanimados, que habían cobrado vida, que habían resucitado, y sintió la circulación de su propia sangre en las piedras, en los bancos, en el césped y en el árbol, en el nenúfar que por la noche se cerraba sobre el murmullo imperceptible de la superficie del estanque y en las cañas que sobresalían, tétricas.

Abandonaron el parque por el puente blanco, coronado de luces, fueron por la silenciosa plaza del mercado, paseando en una dulce indecisión entre puestos en los que no había nadie, apretados el uno contra el otro a la sombra escasa de las bajas cubiertas y de los carruajes sin caballo, de las carretas y de los barriles apilados. Criaturas sin patria, caminaron en busca de un techo, de una casa para su amor. Recorrieron calles interminables y cuando pasaron por delante de un hotel se detuvieron los dos un momento y sin embargo siguieron su camino.

De pronto, asomando por una esquina, allí está el padre, descansando sobre la muleta, bajo la luz de una farola, con un camarada que tiene una sola pierna... Sin duda venían los dos del hospital. El padre alzó lentamente sus ojos expectantes y la saludó con la mano. Fini soltó a Ernst y dio la mano al viejo. El padre le acarició la mejilla y se la mostró a su camarada. No dijo una sola palabra. La envió de vuelta con una leve indicación de su dedo índice. Ella corrió hacia Ernst, que esperaba pacientemente, y empezó a hablar como si no lo hiciera con el hombre que, triunfador, olía a tierra y a raíces, sino con una amiga de confianza. Todo lo vertió en aquel oído atento, el deseo de tener hijos y el temor de sus días, las calamidades en la oficina y lo opresivo del ambiente allí en casa. Le habló del dibujo perdido y del nostálgico dolor que sentía por la mujer que caminaba por la estrecha vereda, entre campos que florecían tristes y estériles. De cómo le quitaban el aliento los dictados del doctor Finkelstein, aquel hombre terrible, con los fríos cristales de sus gafas siempre brillando, el eterno voraz, siempre dispuesto a arrollar, con el ala de su sombrero ondeante y su carpeta balanceándose amenazadora. De la centralita marrón con las confusas clavijas y los confusos cables, los de estrías verdes, los de estrías rojas, los azules. De las voces de las mujeres que se imponían penetrantes y pedían hablar con el doctor Blum, el socio. De las misteriosas lengüetas que por misteriosas razones caían emitiendo un ligero sonido de queja. De los inútiles viajes que la madre hacía con el ferrocarril del oeste a Purkersdorf, y de la traición de Tilly en la oficina, cuando, sacando punta a los lápices, pegando sellos, no contestó a la mirada que le dirigió en busca de ayuda. De documentos desordenados, que iban a parar bajo iniciales extrañas, imposibles de encontrar cuando uno los buscaba. De la

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sordera del padre que de repente desaparecía y de la necesidad de fundar una nueva existencia.

No volvieron a casa con el tranvía. Hicieron el largo camino a pie, atravesando las tumultuosas calles de la ciudad, en las que la vida se arquea inflexible, aunque ya no excesiva, sobre nuestras cabezas. Caminando junto a un hermano que nos protege y que comparte nuestros secretos ya no nos sentimos perdidas. Nuestro temor a volver a casa, nuestro temor frente al mundo, ha desaparecido. Han transcurrido años desde la última vez que volvimos a casa solas. Han transcurrido años desde ayer. Las pasadas semanas han quedado muy lejos. Legendariamente olvidado el tiempo de nuestra soledad temerosa. Estamos hambrientas y no sentimos hambre. Nuestros pies están cansados y nosotras podríamos arrastrarnos kilómetros y kilómetros. Ha refrescado en la tardía hora nocturna, pero no tenemos frío.

Ernst prometió nuevos bocetos y un encuentro en la plaza del mercado, donde se encontraban los barriles, apilados junto al puente coronado de luces. Un lugar discreto en el que nadie habría de encontrarla. Era tarde. La portera ya no acechaba maliciosa tras la barandilla. Sin embargo, el padre salió por la puerta de la taberna vecina, asustándola con su bienintencionado mutismo. Había esperado. Había esperado a Fini para salvarla y salvarse él mismo de las inquisitivas preguntas de la madre. Quería pretextar un paseo en común a última hora. Y la oportunidad de echar un buen trago de aguardiente le había seducido.

Subieron los dos las oscuras escaleras tropezando, estrechamente abrazados. Ambos pecadores conocían sus secretos. Envalentonados, entraron en la cocina, al encuentro de la madre.

X

La vida, aún ayer limitada a la estrechez de la calle, la ciudad y la casa, de las cuatro paredes empapeladas de la oficina, ¡cómo se extendía más allá de los muros, en los bosques! Se encontraban cada día a la escasa sombra de los barriles apilados por la noche. Avanzaban por entre las barracas de madera vacías, percibiendo el olor de los pescados que allí se vendían y el de las cáscaras de cebolla que habían quedado en el suelo, y sin embargo religiosamente pasaban de largo ante las mesas desiertas y los sacos fláccidos, cogidos de la mano, siempre dispuestos a montar un campamento amoroso en la divina indigencia de una barraca, estremeciéndose con el eco lejano de los pasos de un policía que hacía su ronda, con el ladrido de un perro, con el arrastrar de los pies de un mendigo.

Dejaban la ciudad con el tranvía, que pasaba volando entre ramas colgantes, acariciado por unas lilas de color azul oscuro, que daban sombra, por delante de la verde bendición de las granjas, de la maldición gris de los cuarteles, más allá, por la carretera que ascendía los cerros.

Se tendían sobre el musgo blando. Por los caminos en cuesta se mantenían abrazados. A menudo sus cuerpos estaban muy próximos el uno al otro y ante ellos se encontraba la unión definitiva, tan cerca como un día de fiesta lo está de la víspera. Fini sentía siempre la suave presión de una mano cariñosamente arqueada sobre su pequeño pecho, las puntas de unos dedos que se deslizaban veloces por la fresca redondez de su hombro y por el antebrazo. Siempre. Cuando estaba sola y en casa, en sueños y al despertar, en la oficina, donde el doctor Finkelstein súbitamente perdía su ferocidad y la centralita marrón dejaba de asustarla.

Escuchaban música, pegados el uno al otro en una estrecha fila, rodeados de gente y solos. Un repentino y silencioso canto los estremecía. Un escalofrío le recorría

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a uno la carne desnuda y esperaba que aquel tono dulce se repitiera. Provocaba una ola tumultuosa, que los cubría, como un silencio enorme puede arroparnos antes de que perdamos el sentido. Los arcos de los violines, tensos como la seda, se deslizaban hacia arriba y hacia abajo, y en el remoto rincón el hombre que tocaba el tambor, con una humilde y amorosa inclinación de la parte superior de su cuerpo, acarició el triángulo, que lanzó una sonrisa de plata. De la justa proporción de los movimientos surgía aquel cálido susurro, que no era comparable a ninguna voz de la naturaleza, a ningún canto salido de una garganta humana, animal. La aterciopelada corriente de la flauta y el grácil salto de una voz juvenil sobre las anchas espaldas del memorable murmullo de los acordes de fondo eran más hermosos que el canto de un pájaro. Pero más fuerte que el contrabajo y que aquel violonchelo de un violeta oscuro, más efusivo que el flujo aterciopelado de la joven flauta, más conmovedor que el vasto redoble del bombo y que el pequeño y travieso tambor, hechizando todo aquel hechizo, sobreponiéndose a los distintos sonidos, resplandeciendo por encima de los diferentes matices y reuniendo todos los instrumentos, se escuchaba al fondo la poderosa voz del órgano, el canto de Dios, Señor del mundo, el Creador, el Hacedor, el cruel, el buen, el gran Dios. El órgano daba nueva vida a todos los demás instrumentos, y en cada tono que surgía de él dormitaba el siguiente y el próximo, el que acababa de desvanecerse y el que resonaba largo y tendido, el eco lejano de los bosques ruidosamente generadores y regeneradores. En las ondas temblorosas del aire flotaban las palabras de una lengua jamás escuchada, enigmática, y en un suelo invisible se hundían profundas las fatigas de los días atroces. En los ruidos de la ciudad, que después volvían a pisar, se escuchaba eterna la melodía de la orquesta.

—La música —dijo Ernst— contiene todos los sonidos del mundo de los hombres, atrapados en una combinación conforme a unas leyes y elevados a la categoría de lo sobrehumano.

Pero aquello Fini no lo entendió. Volvió a casa, pero ya no se encogió asustada al atravesar la puerta que, oscura, se abría bostezando. No sintió ya ningún temor al pasar por delante de la portera siempre dispuesta a gruñir. Ya no subió triste las chasqueantes escaleras con la barandilla en mal estado, ni notó la peste de las crías de gato... Tampoco oyó la desagradable pregunta de la madre y la mentira le salió fácilmente. Nunca pudo mentir tan bien como cuando había escuchado música. Los tranvías habían tenido que quedarse parados durante horas, no podía por menos que producirse algún choque, la gente sufrir desmayos inverosímiles... Y cómo se enredan los complicados hilos de la narración cuando queremos. Sin ningún esfuerzo imaginamos a un jamelgo caído en el suelo, al que en plena calle han tenido que poner una inyección, a un demente que, desnudo, ha trepado por un andamio. Seguimos la invitación de un anuncio, nos presentamos y tenemos que esperar varias horas antes de que, entre otras muchas candidatas, nos llegue el turno. La respuesta la recibiremos por correo.

Por fin tenía la caja. El padre mantuvo su promesa: la hizo él mismo. El domingo la sacó del rincón. Una caja marrón, barnizada, con una brillante cerradura de níquel. Fini metió nuevos bocetos y otra mujer paseando por un solitario sendero entre melancólicos campos floridos. Apretando delicadamente con los dedos alisó un papel de plata impreso sobre el borde de la cama, por la noche, sin que nadie la viera. Metió también cintas y banderines de seda, botones de madreperla y un alfiler de corbata que había encontrado, una sombrilla japonesa de papel de colores y la blanda pluma de un gallo que acariciaba a menudo y que tenía reflejos pardo rojizos, como de herrumbre, y dorados. Era una patria en mitad del hogar, una patria secreta, que resguardaba y se hallaba a resguardo, amorosa y amada, cerrada y benévola. La caja estaba debajo de la cama. Fini aguardaba el momento solitario de antes de irse a

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dormir. La llave, que nunca fallaba, crujía dos veces en el reluciente y frío metal de la infalible cerradura. Y la tapa se movía con facilidad en los goznes, como si fueran articulaciones. Todo estaba bien resguardado frente a la intromisión de unos dedos que exploraran curiosos.

XI

Por esa época, Tilly cayó enferma. Durante semanas enteras faltó la oreja infatigable, el oído abierto, sediento. Las vivencias de tantos días se almacenaron, sin que pudiera expresarlas, en el interior de Fini.

No supo cuál era la enfermedad de la amiga. Frente a las preguntas solícitas en su casa no había más que evasivas y un sonriente recelo. Dos semanas después Fini acudió al sanatorio. Dudó mucho antes de tomar la decisión. No le gustaba la atmósfera de las clínicas, ni las ventanas con rejas.

En ella seguía vivo el recuerdo, jamás olvidado, imborrable, del hospital en el que estuvo ingresada a los seis años, con la escarlatina. La furtiva hermana de la caridad, vestida de negro, aquella monja barbuda que en la sala de noche se arrancaba pelos de la barbilla ante el espejo colocado sobre la mesilla. La enfermera con la verruga en el labio superior, un desagradable insecto. El médico aún caminaba por sus sueños con la bata blanca, las gafas subidas sobre la frente, un hombre con cuatro ojos y unas manos que tanteaban, amarillas, calientes, cubiertas de pelos. Aún se acordaba de las tardes de visita de tres a cinco, cuando venía la madre y dejaba un trozo de bizcocho que se comía la enfermera. Los corredores llenos de enfermos con la ropa a rayas azules y los rostros de pergamino. Y los enormes aseos con todas aquellas mujeres desnudas que tenían los dedos de los pies deformados y llenos de bultos.

El olor del alcanfor y del yodoformo, un mal presagio, acampaba sobre el césped verde del sanatorio y cortaba el paso. Fini aspiró el olor de las lilas que traía consigo. Tilly se encontraba en el tercer piso, sola, tumbada en la pequeña habitación, pálida, transformada y con los labios colgando. Ya no era la muchacha adulta, despierta, segura, admirada. Ya no era la amiga, la fuerte, la que daba consejo y consuelo, Tilly, la orgullosa, la ausente. Tilly estaba enferma, incurable. Ya no la amenazaba la muerte. Había muerto y estaba viva. Cambiada, era una extraña.

—Pequeña Fini —dijo Tilly—, si supieras... El hombre es un animal, cuando viene a nosotras y cuando nos abandona. Cuando cedemos a la presión férrea de sus muslos y cuando, cansado, se levanta y con torpes dedos nos cierra el vestido. Ningún médico te hará abortar. Y si tomas jabón, caerás enferma. Ahora ya ha pasado todo... No vino cuando le escribí, cuando estuve a punto de morirme. Tampoco viene ahora. No vendrá nunca. Me rogó de rodillas y me hizo beber un dulce licor de naranja. Pequeña Fini, si supieras...

¿Quién había sido? Ludwig. Fini le había olvidado, como se olvida un objeto viejo que descansa en el fondo de la caja, cuidadosamente guardado. Ludwig, el de la oscura voz de violonchelo, el violinista de la chaqueta de flores. Tilly le habló de su fuerza oculta, una fuerza frente a la que sucumbían las mujeres. Incluso las más listas. Cuando te tocaba de ese modo, no es posible describirlo, una flaqueaba y quedaba a su merced. Ludwig era un animal dañino, extraño. El hombre.

—A todas nos tiene que pasar. ¡Tú también lo sufrirás! —dijo Tilly, y se echó a llorar.

De pronto cayó la noche, que cogió al sol por sorpresa. En el jardín cantaba un mirlo. En el corredor se oyó una llamada y el paso ligero de una enfermera. Un timbre

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repiqueteaba. De las calles lejanas llegó el sonido de una bocina. Las lilas empezaron a oler muy fuerte, como cientos de jardines.

Fini se marchó sola por las calles. Ya no pasó por delante de la nocturna plaza del mercado, donde los barriles negros apilados proyectaban una escasa sombra, donde esperaba Ernst, el hombre, un animal cruel. Aun así sintió la suavidad del hueco de su mano sobre sus pequeños pechos, cuyas puntas se estiraron, duras, apretadas, hacia la noche, hacia la calle y hacia el hombre cruel. Huyó a casa, temerosamente encogida bajo la presión de la vida inflexible, rozada a menudo en el barullo de la ciudad por el brazo de un ser masculino. La pequeña Fini se apresuró hacia su casa, atravesó la oscura puerta de entrada, subió las desvencijadas escaleras. No había nadie en casa. Podía llorar sin que nadie la viera.

Tilly volvió al cabo de unas semanas, transformada, mayor, con un peinado nuevo, porque el cabello se le había quedado ralo. Parecía una extraña. Callada y bondadosa, cuando entraba el doctor Finkelstein ya no se inclinaba diligente sobre papeles que crujían, ni sacaba punta a los lápices, sino con el pecho caído y la nariz más larga, con los labios muy apretados. Ya no avanzaba sonriente por las calles, por las que caminaban juntas. Y sólo en una ocasión se mostró locuaz, con los ojos llenos de lágrimas, en la modesta pastelería, mientras llovía durante horas, la tarde entera. Todo lo que contaba Tilly era extraño, terrible. Sobre Ludwig, al que se sometían todas las chicas. Sobre los jóvenes médicos del hospital. Sobre la anestesia, en la que uno se hundía como en el mar del olvido. Sobre el despertar, cuando uno ha creído estar muerto. Sobre los tétricos anocheceres en casa y los eternos suspiros de la madre.

Llovía y Tilly contaba. Deprimidas, seguían sentadas en un oscuro rincón.

XII

Tilly buscó y encontró un nuevo puesto de trabajo para las dos en la oficina central, en la que los sueldos se actualizaban con regularidad y en la que trabajar resultaba divertido. Las instalaciones eran luminosas y amplias, con muchas ventanas, soleadas, ruidosas y estaban repletas de chicas y hombres.

Las chicas se sentaban frente a las máquinas de escribir, blancas, sonrientes. Florecían junto a las mesas como si fueran plantas blancas. Había muchos hombres, sonrientes y hoscos. Superiores a los que se temía y a los que era difícil ganarse. Y otros a los que uno se encontraba en el corredor, ante las puertas doblemente acolchadas del jefe.

Fini hizo nuevas amistades. Con Hede, la rubia, que recibía bombones y que compartía su cajón generosamente surtido.

A veces venía el joven barón, exento del servicio militar, campechano. A algunas de las chicas blancas las cogía por la barbilla. Y a ésta o a aquélla le regalaba flores.

Los oficiales que habían vuelto a casa o estaban de vacaciones, alegres, de muy buen humor, traían cosas maravillosas que uno no había vuelto a comer desde hacía dos años.

Fini ya no se sentaba con miedo ante la centralita marrón. Ya no se quedaba desconcertada ante los cables de estrías de colores.

El aire no temblaba ya con los gritos del doctor Finkelstein, con el destello terrible de los cristales de sus gafas.

Por la tarde, a última hora, bajo los inclinados rayos del sol, las chicas salían corriendo. Y a cada una de ellas la estaba esperando alguno.

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XIII

Un día Ludwig estaba fuera, esperando. Fini se había olvidado de él, como se olvida un objeto que descansa en el fondo de la caja, cuidadosamente guardado.

Hablaba de nuevo dulcemente, con voz velada, una voz que sonaba como un violonchelo. Llevaba la cabeza descubierta y su gorra enrollada en el bolsillo de la chaqueta.

Fini se asustó y con disimulo buscó una calle lateral por la que poder huir. No tenía experiencia y pensó cómo podría escapar de ser más ducha en el gran arte de la mentira y del subterfugio.

Aquél era Ludwig, el hombre. Su voz era tierna. Le gustaba oírla. En una ocasión miró de soslayo, para ver su rostro, y se encontró con su ojo, la ceja triangular, recortada de un modo extraño, la ceja estrecha, que se arqueaba hacia arriba. Y pensó en Tilly.

—Está usted pensando en Tilly —dijo Ludwig, inquietante. Ludwig, el hombre, un animal salvaje, frente al que no había salvación—. Tilly es una tonta —añadió y soltó una risa breve y profunda.

Fini no había escuchado nunca su risa. Sonaba como un pequeño y aterciopelado trueno.

—¿Está usted enamorada de Ernst, el pintor? —preguntó. —¡No! —Yo estoy enamorado de usted —dijo él y la llevó por una calle animada, por la

que tuvieron que avanzar muy pegados el uno al otro. —Tilly le ha contado a usted cosas malas de mí. Es verdad que no siempre me he

portado bien con ella. Pero a usted la quiero bien. Usted es joven, tímida y un tanto ingenua.

Su brazo despedía mucho calor. Fini lo notó a través del ligero vestido. —Vayamos al parque —dijo él. Le hubiera gustado decir que era muy tarde y que tenía que irse a casa. Sin

embargo, caminó al lado de Ludwig y pensó en Tilly. Atravesaron el parque y en todo momento Fini temió encontrarse con Ernst. —¡No tiene usted nada que temer! —dijo Ludwig—. ¡A Ernst hoy le han invitado! Todo lo leía en sus inocentes ojos. Su miedo fue en aumento, se desbordó. Ahora

Fini tembló ligeramente en la penumbra del parque. Notó el brazo de Ludwig y al mismo tiempo su mirada recayó sobre un banco

escondido. En él se hallaba sentada Tilly. Y, junto a ella, un hombre. Ludwig volvió a soltar una breve risa, como antes. Avanzaron por alamedas desconocidas, oscuras. Ya no se trataba del parque

familiar, benévolo, que daba sombra. Los acordes de la música estaban lejos. Llegaban de un mundo remoto. El parque se había vuelto extraño. Extraño también el estanque y los nenúfares que flotaban sobre él. Ludwig ya no apartó el brazo. Apretaba como una cadena y no hacía daño.

De pronto se encontraron ante una casa, subieron unas escaleras, después una segunda escalera, una tercera, y Fini se sintió fatigada. Se le nublaba la vista ante las escaleras que, retorcidas y con unos escalones de piedra desacostumbradamente altos, parecían no acabar nunca y llevar por el interior de una torre. Si miraba hacia abajo por entre los barrotes de la barandilla, veía un pequeño sector del portal, un agujero oscuro, desconocido, que la llamaba. A su lado por las escaleras avanzaba Ludwig, pegado a ella, despidiendo calor y... Fini se detuvo y esperó a que él se adelantara o se quedara atrás, pero no ocurrió eso, sino que se detuvo en el mismo escalón. Se dio cuenta de que estaba cansada y le rodeó el cuerpo con su brazo. No

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hablaron. No se encontraron con nadie. Allí no resonaba una sola voz. Y tras las puertas de las casas ante las que pasaban no se escuchaban señales de vida. Fini oía sólo su propia respiración y la de Ludwig, fuerte. No sabía adonde la llevaba y ya no tenía miedo. Había en ella un gran vacío y la sensación permaneció un rato. Era como si sobre ella se hubieran desplegado unos velos, tranquilizadores. Escuchó el chasquido ahogado de una puerta y, como si mirara en un espejo, se vio a sí misma entrando en la blanca claridad del estudio.

Vio partituras, dispersas, sobre las mesas y las sillas. Y un mundo confuso, frente al que sintió respeto. Ludwig vivía en un piso muy alto, bajo un techo de cristal. Y a Fini se le ocurrió pensar que debía de ser terrible, así de solo y de abandonado, presenciar una tormenta, los rayos y los truenos y el estrépito de la lluvia, separado de la cólera del cielo tan sólo por un cristal, sin protección alguna. Ahora se veía el sol a lo lejos, rojo, apagándose tras los tejados, y los objetos en el estudio adquirieron un tono cálido, dorado. Las notas sobre los grandes y duros pliegos de papel eran signos misteriosos. Sólo había unos pocos a medio escribir. Y las negras cabecillas de las notas se apoyaban sobre aquellas delgadas líneas como si fueran pájaros minúsculos sobre los hilos del telégrafo.

—¿Qué quiere que toque? —preguntó Ludwig, sujetando el violín con la barbilla. Con dedos increíblemente diestros rozó el delgado arco que lanzó unos brillos

blancos, como si afilara una espada con la que fuera a matar a Fini. Con gran embarazo, ella guardó silencio y, con esfuerzo, rebuscó en su pobre y olvidadiza cabeza la imagen de un programa de concierto en el que hubiera una canción que le gustara. Poco sabía la pequeña Fini de música. Y pensó que al fin y al cabo le daba igual lo que tocara.

De modo que él comenzó con unas notas profundas, de un violeta oscuro, que alumbraron la claridad. Audazmente arqueadas, se expandieron las curvas de la música. La música fluyó en oleadas de plata rizada que, suaves, se fueron elevando. Ludwig lo dejó a la mitad y puso el violín sobre la mesa. Se hizo un silencio repentino, intimidatorio, cuyo efecto fue como el de un ruido igualmente repentino.

De entre el confuso desorden del armario de cristal Ludwig sacó una esbelta botella de licor y dos delicadas copas que tintinearon suavemente, sin fin. Ella bebió licor, por primera vez. Tenía un sabor dulce, a cáscara de naranja, algo parecido a los bombones rellenos de otra época. Aquel licor sin embargo estaba desnudo, y no confortablemente acostado en una envoltura que lo mitigara. Dejaba a su paso un dulce entumecimiento y provocaba un tierno balanceo de ondas luminosas color violeta ante los ojos amodorrados.

Fini aún escuchaba el sonido del violín que había enmudecido de repente y vio el cielo nocturno, próximo, sobre el tejado de cristal del estudio. No oyó los silenciosos movimientos de Ludwig. Sólo supo que estaba allí encerrada con aquel hombre que era peligroso, pero que por ahora la dejaba en paz. Y disfrutó ese momento que le quedaba, como aprovecha un condenado el último espacio de tiempo que le separa de la ejecución.

Enseguida estuvo junto a ella y habló y la miró a los ojos. Y antes de que se diera cuenta, cayó de rodillas, hundió la cabeza en su vestido y lloró. Lloraba Ludwig, el hombre, el animal. Su cuerpo se estremecía. Sus anchos hombros temblaban. La pequeña Fini no entendía cómo había ocurrido. Su dolor le dolía.

Como somos tan pequeñas e insignificantes, nos duele el doble cuando un hombre importante, que vive en un piso muy alto, bajo el cielo, en la proximidad de Dios, y que toca armoniosas melodías, yace ante nosotras más pequeño y más insignificante que nosotras mismas... Y nosotras no podemos más que aliviarle. Así que fácilmente se nos caen los vestidos, la ajada, inútil envoltura. Los botones se

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aflojan y se abren ellos solos. En nuestro interior triunfa la sangre, roja. La cabeza se nos vuelve pesada. En la niebla, vemos el pecho del hombre, cubierto de vello. Percibimos el olor, extraño, animal. Vemos el rostro, extraño. Más extraño aún en la proximidad. Fini cerró los ojos, sintió su propio pecho en la cuenca cálida y envolvente de su mano, que al apretar, amorosa, le hizo daño. Notó la presión de sus dedos, excitados, en la gruta secreta de su rodilla. Ardiente, la fogosa respiración de él la recorrió, cubriéndola. Brusco, la mordió en los labios. Y como un júbilo enorme, turbador, doloroso, terrible, el hombre la penetró. Lo sintió en su interior, incandescente, fundiéndose con su cuerpo y extraño. Un forastero en su interior. Y en su interior, en casa. Poco a poco Fini regresó al mundo. Ludwig la besó extenuado, sin hacer ruido. A ella le pareció como si le chupara el rostro con una lengua ardiente, reseca. Ludwig, el hombre, un animal agradecido, sumiso.

XIV

Por la noche, a escondidas, Fini alisó en el borde de la cama el nuevo papel de plata que había reunido y, revolviendo entre los tesoros cuidadosamente guardados, sacó el dibujo, la mujer caminando entre campos que florecían melancólicos.

Ya no espió agitada el cuchicheo nocturno de los padres. Ni acechó los ardientes misterios de las casas vecinas. Los trenes seguían silbando a través de la noche, el cielo arqueándose sobre la calle dormida, los gatos deslizándose, pegados a las paredes. Pero ya nada resultaba admirable. El grito ansioso de las locomotoras ya no llamaba la atención. El secreto de los animales arrastrándose y de los manejos de los vecinos tras las cortinas pálidamente iluminadas había quedado al descubierto. Ante ella los días por venir estaban vacíos, sin temor, sin esperanza, como habitaciones sin amueblar. No podían ofrecer nada, tan sólo el eco miserable de unos pasos vacilantes. El ajetreo de la calle era indiferente. La vida ya no se extendía inflexible. Y Fini ya no caminaba temerosamente encogida bajo un yugo doloroso.

Ya no era aquella mujer paseando entre campos que florecían melancólicos. Y Ernst, que en vano esperó a la sombra mezquina de los toneles apilados por la noche, estaba lejos, perdido.

Al final de aquel día acechaba el mal que le había ocurrido a Tilly. Todavía estaba lejos, aunque a la vista.

Entretanto las horas de aventura en el estudio se sucedieron una tras otra, la conversación con Ludwig mientras tocaba el violín. No sacaba las tintineantes copas del armario, ni la esbelta botella de licor esmerilada. Se acostaban con una regularidad implacable. Y al levantarse les parecía insípido, como el final de toda alegría gozada con moderación. Cuando estaba en casa, relajado y sin luchar ya por la posesión conquistada, sin chaqueta, caminando de un lado a otro en zapatillas, Ludwig tenía un rostro distinto. Ya no olía de un modo extraño, como un animal o a raíces amargas. Ya no era un animal cruel, sino un hombre solitario, que se estaba haciendo mayor, miope y con poco pelo, humilde y suplicante, indolente y desmemoriado, atormentado por las mezquinas preocupaciones y las pequeñas deudas. Su voz perdió aquel tono cálido de violonchelo. Dejó de tocar. Era como un volcán apagado.

En una ocasión le contó que tenía que llevar gafas y se compró unas con la montura de concha, negra, y unos cristales muy gruesos. De pronto estaba cambiado, extraño, como el padre con la trompetilla. Y cuando se quitaba las gafas, con ojos desconcertados buscaba los objetos que tenía cerca y que sin embargo no era capaz de coger.

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A los alumnos, con los que se había ganado la vida, los mandaba a casa. Dejaba sin hacer trabajos que le habían encargado. A menudo subía las escaleras apurado, respirando con esfuerzo, y las volvía a bajar corriendo. Se olvidaba el sombrero y el paraguas. Lanzaba besos fugaces al cuello de Fini. Y cuando hablaba con ella, sus ojos recorrían impacientes la calle, la plaza, el jardín. En una ocasión trajo a casa un perro y al día siguiente el dueño vino a buscar al animal. Durante dos días Ludwig estuvo afligido a causa del perro. Se le reprodujo una vieja enfermedad de los riñones, porque había salido bajo la lluvia sin abrigo. Se quedó una semana entera en la cama. No se lavaba, tenía fiebre y su barba creció. Los cañamones grises rodeaban su rostro. Sus ojos de corte triangular se hundían en las cuencas. Su ropa estaba deshecha. La sábana sobre la que yacía acostado, remendada trabajosamente y amarilla. Ya no recibía visitas. A los amigos los mandaba a la calle. Suspendió un concierto. Al ama de llaves la acusó de robo, y ella no volvió. Al poco su cabello se quedó ralo. Le crecieron las uñas. Los cigarrillos ya no le sabían bien. Bebía café sólo para mantenerse despierto. Y tomaba bromo para dormir.

—Quiero casarme contigo —dijo. Y ella le llevó a su casa. El destino de Fini estaba decidido. Se acabó el ser joven, el

ser soltera, el ser una niña. Pasó a ser de su propiedad. Le era fiel y no tenía que aguardar el destino de Tilly. Ludwig se había convertido en un hombre enfermo, mayor, pobre y abandonado. Por la vida, por la música, por los amigos.

—Juntos volveremos a ser jóvenes —dijo él. Fini le llevó a su casa. Angustioso, el silencio se cernía sobre la habitación en la

que estaban sentados. La madre con una bata que se había echado por encima apresuradamente y el padre con la trompetilla colocada sobre la mesa, delante de él. Fini, en el centro, entre Ludwig y los padres, cabizbaja. Y la extrañeza creció en torno a ellos. Cada uno se encontraba en su asiento como encerrado en una bola de cristal, miraba a los otros y no los alcanzaba.

Por fin el padre rompió el silencio. Habló de la guerra. La madre intervino y supo decir algo sin importancia. Con cautelosas palabras sonsacaron a Ludwig alguna información. Edad, posición, origen y domicilio, nacimiento, padres. Y Ludwig contó, reanimado por una hora. Habló de los días de su infancia y de la madre, muerta hacía mucho tiempo, de las preocupaciones del trabajo y de planes de futuro. Quería montar una escuela de música, viajar a un país desconocido, rico, dos veces al año, y regresar cargado de dinero. Aún no era un viejo enfermo, no, envejecido, cansado únicamente de la vida de soltero. Con apetito y sus mandíbulas anchas, que todo lo trituraban, comió los platos preparados a toda prisa.

Se despidió tarde. Besó a Fini en los labios delante de la madre, que no paraba de llorar. El padre bajó con él las escaleras y le alumbró con una vela. La madre abrazó a Fini y volvió a besarla después de mucho tiempo.

Fini sacó de la caja los dibujos de Ernst y con la vela chisporroteando los quemó, uno por uno, dejando escapar un ligero sollozo.

XV

Aún no se hablaba de la boda, pero estaba muy próxima. A Fini se la consideraba una adulta. Una voz en la casa, una persona no sometida ya a las reprimendas, sino que exigía buen trato.

Y nada cambió. Los días estaban dominados por el ruido de las máquinas. Tilly encontró un amigo y no volvió a pensar en Ludwig, ni en la desgracia que

había sufrido.

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Fini ya no tenía a nadie con quien hablar. Le hubiera gustado contar cómo se veía ahora el mundo, un mundo sin misterio, sin temor, sin esperanza.

En otro tiempo, ¡cuan excitado estaba nuestro corazón palpitante! Y la calle por la que avanzábamos, llena de secretos. A la vuelta de cada esquina por la que teníamos que torcer aguardaba una aventura. Ahora nuestra esperanza se ha extinguido. Por los caminos que transitamos no hay más que un silencio sin límites, un paisaje sin colinas que oculten la lejanía. Lo conocemos todo. El principio y el final. La mezquindad masculina y el rostro amargo de nuestro propio futuro.

La dulce música de lo desconocido se había disipado. El sonido agradable, seductor, de la vida que despunta. La luminosa amplitud de los días que se extendían inagotables había palidecido. Y la acogedora calidez de la juventud se había enfriado.

Nuestro breve trayecto ha concluido. El hombre nos resulta extraño. Cada día se vuelve más extraño.

Fini observó, mientras él hablaba con otras personas, que había adoptado unos ademanes perezosos y que ya no escuchaba una sola respuesta. Tallaba cazoletas de pipa, acurrucado durante horas en un taburete bajo. Las reservas de chocolate, compradas previsoramente hacía tiempo, las ocultaba de la golosa mirada de Fini, muy arriba, entre tapas de cartón, sobre el armario cubierto de polvo. Tabletas pequeñas y grandes, algunas amarillas de tan viejas. Y amontonaba papel de plata en densas marañas, para adornar las cazoletas. Entre los atriles, esmaltados de blanco, acumulados en un rincón, guardaba tabaco y cigarros que jamás fumaba y que nunca ofrecía, vigilándolos celosamente con la aguda mirada de un perro. Almacenaba telas ordenadas por capas y envueltas en crujiente papel, apiladas en el armario, bajo los paquetes de partituras que amarilleaban.

No era un pecado robarle algo, se robaba uno a sí mismo. Y de vez en cuando, mientras él se encontraba agachado en aquel taburete bajo tallando una cazoleta, Fini hacía una ronda. Acaparando tesoros, se subía veloz a las sillas, que chasqueaban, y a los astillados estantes. Y si echaba una mirada temerosa hacia el rincón en el que Ludwig estaba atareado, veía que se le habían caído los párpados y que daba los últimos toques a alguna de sus cazoletas con el cuchillo que tallaba por su cuenta, mientras sus sentidos dormían, y le despertaba.

Entonces, despabilado de improviso, Ludwig volvía en sí, se recolocaba el chaleco y con los dedos estirados recogía las virutas y los recortes y empezaba a hablar de viajes a un país desconocido y de soles que brillaban eternamente. A veces caminaban uno al lado del otro durante toda una media jornada por calles interminables. En los escaparates de las pastelerías les atraía la masa rellena de merengue, dulce y con brillos tostados. Fini estaba hambrienta. Ansiaba un helado escurridizo, amarillento, derritiéndose en una delicada copa redonda. Hambrienta recorría la ciudad con Ludwig. Acosado por el asma, él tenía que sentarse, pero no lo hacía en las sillas verdes del parque en sombra, por las que había que pagar, sino fuera, en el banco lleno de polvo, bajo un sol despiadado. Esparrancado, mostraba los botones del pantalón abiertos y en las botas extendidas hacia delante un cordón atado con muchas vueltas. Fini lloraba mientras hablaba. Lloraba hacia dentro. Las lágrimas mojaban. Ríos de lágrimas no derramadas, acumuladas, la mojaban por dentro. Dolorida, ahogaba en la garganta la pena que iba acumulando. Cuando en ocasiones veía pasar por delante a otras mujeres que empujaban a hombres mutilados sobre carritos de tres ruedas, cada una de ellas tenía el rostro de Fini.

Una vez a la semana, o quizá dos, se acostaban juntos en el sofá del estudio. Se trataba de una entrega desoladora, silenciosa, acompañada de un llanto secreto, como la fiesta de cumpleaños de un moribundo celebrada entre espasmos.

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Por aquella época llegó una carta de Ernst. Quería volver a verla. Se citaron, como hacía semanas, en el mismo lugar, en la plaza del mercado, de noche. La presión de su mano resultaba extraña. Fini ya no caminó bajo la suave lluvia de sus amables palabras. Salieron de la ciudad, como en otro tiempo, con el tranvía, volando, bajo las ramas colgantes. Avanzaron en silencio por la carretera en cuesta y se tumbaron al borde del camino, sobre el rocío que cubría la hierba, rodeados por el canto de los grillos.

Se les hizo tarde. Entraron en una posada. Les dieron una habitación y un lecho de paja. Fini esperó la mañana con los ojos abiertos, pegada a la pared, sobre aquel haz crujiente.

XVI

Dulce y cálido pasó el verano. Y un otoño. Y un invierno. Las prímulas brotaron en los bosques que exhalaban vapor. La guerra había terminado. Ajena, Fini pasó los grandes acontecimientos por alto. Insignificante y ajena. Las preocupaciones del mundo son demasiado graves para nosotras.

En su decimonoveno cumpleaños en el mes de abril no tuvo más remedio que llorar, a pesar de que Ludwig le había comprado una rosa, una flor melancólica, que empezó a perder los pétalos de fuera como si fueran pesados ropajes.

Al padre se le presentaron algunas oportunidades. El tío murió de repente, llevado por un tifus tardío. Los recorridos que merecían la pena quedaron libres. El sentido auditivo mejoró. Poco a poco aquellos ojos distantes regresaron al presente. Y ya el oído pescaba alguna que otra vez el insulto no amortiguado de la madre.

Fini se iba al Prater y se sentía como alguien que en el último momento se recupera de una larga y agotadora enfermedad, después de la cual en modo alguno se puede volver a tener una vida plena. Comedido, tiene uno que conformarse con un corazón que palpita de manera insuficiente y con unos miembros que exigen consideración. Por delante de nosotras avanzan las chicas jóvenes, aún sin marcar por el amargo regusto. Ante ellas, los días venideros, brillantes, frescos, como un césped jamás hollado.

XVII

En una ocasión oyó hablar a Rabold, el orador, apretujada entre personas que escuchaban atentas, en una plaza amplia bajo la bóveda de un cielo azul. Unos hablaron antes que él. Otros, después. Y todas las voces se extinguieron en el espacio sin límites y quedaron ahogadas por los ruidos casuales de la calle. Sólo su voz, la voz de Rabold, audaz, cantarina, subyugó a la plaza, como si los cielos inalcanzables se hubieran aproximado para delimitar la calle y la hubieran aislado del barullo inusitado de los despreocupados vehículos. Todos los oradores hablaron sobre el techo del mismo automóvil. Rabold también. Pero en cuanto él se subió, se convirtió en un pedestal y en un trono, para sostener a un rey.

Apretada entre personas que escuchaban con atención, se encontraba la pequeña Fini. En ella resonaba la voz, clara y cantarina, como una campana que emitiera palabras de bronce. Permaneció mucho tiempo entre aquellas personas.

Se quedó incluso cuando se marcharon, tarde, esparcidas por el viento nocturno. Tenía que haber subido los incontables y estrechos escalones que conducían al estudio. Pero, como si alguien la empujara, torció por una calle lateral, por la que sólo

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caminaba un hombre, alto y rodeado por un círculo de pensamientos y de silencio, con la mirada dirigida hacia ella. Rabold.

El milagro se cruzó en su camino. Lo suficientemente tarde. Estaba lista, tras aquella juventud consumada de un modo amargo. Rabold se detuvo en el centro, esperando, hasta que ella se aproximó. Le pareció como si, para llegar hasta él, tuviera que taladrar el círculo de silenciosos pensamientos. Ya sólo la separaba de él un paso. Y se quedó quieta. Fue la palabra que él pronunció lo que la hizo acercarse. No supo cuál era. Creyó que había exclamado su nombre.

Fini lo adivinó todo. Que le perseguían y que vivía bajo un nombre ajeno, viajando de una ciudad a otra. Servidor de un poder riguroso y alejado del engranaje de esta vida.

Mañana seguiría su viaje, pero una hora era suficiente. Y supo que a partir de entonces él colmaría sus días, todos sus sueños.

Siempre había en su interior tiempo y espacio para el desconocido. De cuando en cuando él le escribía una carta a un apartado de correos. Ella se acercaba tres veces al día a la ventanilla. Una vez recibió una palabra fugaz en una postal. Por la noche se sentó en el borde de la cama y ocultó la postal en el fondo de su caja entre el papel de seda y la cajita con los botones de madreperla.

XVIII

En la oscuridad del atardecer, Fini se escurrió hasta la estación. Rabold no vivía lejos, a unas seis horas. En la sala de espera escribió un par de cartas. A casa y a Ludwig. La caja de cartón atada con varias vueltas la puso, temerosa, bajo sus pies.

Por la noche lo alcanzó y se hundió en su cama. La inquietud que la corroía había quedado aplacada. Todo deseo, sofocado. Fini, la infeliz, estaba muerta, felizmente resucitada en el mundo de Rabold.

Viajaron por ciudades pequeñas. Caminaron por callejones tortuosos. Volvió el verano, soleando los atardeceres y los caminos, muy intrincados, junto a edificios en ruinas.

Sus días, sus noches eran un sueño. Así creció la pequeña Fini. No sabía su nombre. Desconocido, vivía en ciudades desconocidas, perseguido

por los alguaciles, siempre huyendo, siempre pobre. Vivían en la miseria. En otoño, caían ya las primeras nieves, se marcharon a la gran ciudad y vivieron

un invierno seguro en una habitación caliente, arriba, en el barrio poco seguro de los pobres, las prostitutas y los asesinos. La torva maraña de tejados, fachadas torcidas y muros cimentados unos sobre otros, se arracimaba frente a la única ventana de su habitación. Hasta allí llegaba el aullido de las sirenas de las cercanas fábricas y el griterío incomprensible de un mundo vecino.

Acudieron amigos a verle. Hombres resueltos. Perseguidos, fugitivos. Otros, afortunados. En una ocasión Fini recibió una carta. Habían encontrado su escondite. Ponía algo acerca de las lágrimas de la madre e incluso de las del padre. El dolor sobre el que leyó era un dolor ajeno. No le importaban las lágrimas de la madre.

En ella vivía Rabold, al que conocía, cuyo nombre no sabía y para el que ella misma había inventado uno, Rabold, que dormía junto a ella, que vino a ella, ardiente y extraño, siempre nuevo bajo mil apariencias distintas, un dios para la mujer terrenal. Sentía su cuerpo antes de dormirse, su rodilla cansada en el sueño, el hombro amado, la cálida y peluda cavidad de su brazo que la abrazaba, en la que metía la cabeza. En la boca llevaba el beso nocturno de sus labios. El amoroso mordisco, en la carne turgente de su pecho. Junto a ella, en ella, en torno a ella vivía

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Rabold, su hombre. En la oscuridad de la noche veía el brillo de sus ojos. Y, sedienta, bebía las amables palabras que él escanciaba. Un día Rabold se marchó y Fini se quedó en casa. De cada rincón emanaba el vacío, un vacío infinito. No encendió la pequeña estufa de hierro y, envuelta en el abrigo de fino forro, con el cabello revuelto y los ojos enrojecidos, sin llorar, se acurrucó sentada sobre un cajón. No tenía ninguna imagen de él. Y le embargó el temor de que pudiera olvidar este o aquel rasgo del rostro amado, el arranque de su nariz, la ceja que se arqueaba sobre el ojo izquierdo, la ligera curvatura de su nuca y la forma que tenía de coger las cosas, con un movimiento leve de su mano y una calma total en su brazo y en el cuerpo. A cada instante cerraba los ojos doloridos —había en ellos un llanto no llorado— y veía su rostro. Se acostaba tarde. El lecho estaba frío. En el calor que tímidamente comenzaba, se dormía. Con las rodillas estiradas hacia delante caía de pronto en el vacío, se asustaba porque junto a ella no había nada, y se despertaba. ¡Está muerto!, pensaba de pronto. Con las rodillas temblando, se bajaba de la cama para encender la luz, sacaba del armario una postal que él le había enviado en una ocasión, la contemplaba largo y tendido y repasaba cada uno de los trazos de las letras pergeñadas a toda prisa, para estar segura al menos de que había vivido, junto a ella, con ella, un poco para ella. En alguna parte encontró su bufanda. Era suave y agradable, era de él. Aún olía a él, a su cuerpo, a su vida. No podía haber muerto, porque la bufanda aún estaba caliente. Se la llevaba a la cama, ponía la mejilla sobre ella y se dormía.

Por el día escuchaba los pasos de las personas allí fuera, esperando que se tratara del cartero. Deploraba los pasos que se apagaban como si fueran el eco de una felicidad que desaparecía. Vino un amigo y trajo noticias de Rabold. No había ninguna carta. Sólo enviaba dinero. Fini no necesitaba nada. Arrojó los billetes en el costurero y reflexionó, sin descanso. Seguro que estaba muerto y había encargado que le trajeran dinero. Ya no vivía, seguro. Si no, habría escrito. Ya no deseaba nada más que ver la amada redondez de su letra, escrita con tinta fresca, convincente. Llegó la noche, como ayer, helada y vacía. Los últimos pasos de la medianoche se extinguieron en la casa. Fini deseó morir. Morir aquella noche.

XIX

Pero se despertó, desvelada por el incansable gorjeo de un pájaro madrugador y por el canto del hielo derritiéndose sobre el alféizar metálico de la ventana. Festoneado por los tejados, el cielo allá arriba se veía azul. De las ventanas abiertas llegaba el alboroto de los niños vecinos. A primera hora un organillo se metió en el patio, cual mensajero que anunciara que la primavera había llegado a la ciudad. Parecía como si hoy fuera a llegar una noticia de Rabold o como si fuera a venir él mismo. Cuando los pasos del cartero se apagaron, desengañándola, Fini decidió salir, esperar a su hombre allí fuera. Quién sabe, tal vez encontrarlo en alguna calle. Se marchó, rodeada de personas apresuradas, saludada por el sol y por la atmósfera benéfica del sonriente día de marzo. Se fue al centro de la ciudad. Caminó con pasos enérgicos, frescos, por las anchas avenidas.

Abandonó la ciudad, llegó hasta el río y siguió su curso. El sol estaba alto, se fue hundiendo, fluyó desde el cielo hasta el río, de modo que ambos enrojecieron. Entonces Fini se sentó en la orilla. Un viejo pescador estaba de pie, a la espera. Se oían las notas de una flauta nocturna. En la hierba cantaban los grillos.

Fini seguía sentada, pero le pareció como si caminara lejos y arriba, más arriba, hacia el cielo, por nubes doradas, escarlatas, por escaleras de color púrpura. Llevaban

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hacia lo alto, hacia Rabold. Él se encontraba de pie y esperaba. Tenía los brazos abiertos para recibirla.

No sentía el hambre, pero la devoraba. Se hallaba en sus entrañas, le atenazaba el corazón. Y aun así no la sentía. No notaba el cansancio de sus pies. Estaba dulcemente acostada en la orilla y le parecía flotar. Unas escaleras hechas de nubes la llevaban. No necesitaba trepar hacia lo alto.

Como una sombra lejana vio al viejo pescador en la otra orilla. El viejo creció y se quedó de pie, como un sirviente respetuoso, esperando a la entrada. ¿Le habría enviado Rabold para que la recibiera?

Le hizo una seña con la cabeza. Quiso acariciarle. Entonces tocó la hierba húmeda, se hundió, se escurrió. Creyó que se había resbalado sobre una nube y quiso ponerse en pie, pero no pudo. Sólo ahora la embargó el cansancio. Nunca más alcanzaría a Rabold. ¿Por qué no venía a ayudarla?

Se cayó al agua, dio aún un ligero grito, se hundió y la corriente se la llevó, ocultándola a las miradas del mundo. Tres kilómetros más allá la encontraron, su cuerpo hinchado. Tenía nenúfares y plantas verdes en el cabello. La boca, entreabierta.

Apareció en el informe de la policía, que no supo determinar los motivos del suceso.

Su cuerpo yacía en la morgue, fue a parar a la sala de disección. Porque se necesitaban cadáveres. Se aceptaban también los hinchados. Nadie supo que quiso ir al cielo y se cayó al agua. Se estrelló contra las blandas escaleras de unas nubes doradas y de color púrpura.

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Abril, historia de un amor

April. Die Geschichte einer Liebe (1925)

La noche de abril en que llegué estaba nublada y lluviosa. Las plateadas siluetas del pueblo se extendían sutilmente por la niebla dispersa, audaces, casi como cantándole al cielo. Fina y sinuosa, despuntaba una arcada gótica entre las nubes. Los ventanales amarillentos del iluminado Ayuntamiento se suspendían en el aire como sostenidos por una cuerda invisible. En torno a la estación ferroviaria soplaba un viento dulce y seco, con aroma a carbón, a jazmín, a fragantes praderas.

El único carruaje del lugar aguardaba, polvoriento e indiferente, ante la Estación; debía ser un pueblo muy pequeño, pero que poseía, eso sí, una iglesia, un Ayuntamiento, una fuente de agua, un burgomaestre y un carruaje. El caballo era color pardo, chueco, con manchas medio rojizas en los cascos y desprovisto de anteojeras. Sus ojos saltones miraban afectuosamente la Plaza. Al relinchar, ladeaba la cabeza como alguien que se apresta a estornudar.

Monté en el vehículo y contemplé a los hombres en la calle, cargando baúles y revoloteando sombreros. Escuché lo que se decían unos a otros y pude presentir la pobreza de sus destinos, la pequeñez de sus existencias, la estrechez y la tenuidad de sus penurias. Por sobre los campos, a ambos lados de la calle, la niebla se acumulaba como plomo fundido, dando la sensación de un horizonte de mar e infinitud; de allí que los sombreros, los hombres, sus comentarios y el carruaje por igual resultarán tan risibles e insignificantes. Ese mar a ambas orillas me parecía real y su quietud de veras e intrigaba. Acaso está muerto, me decía. La chimenea de una fábrica, emergida súbitamente junto a una esquina de casas blancas, resultaba inquietante a pesar de su delgadez y semejaba un faro abandonado.

Unas eventuales personas acampaban a las lindes del camino: avanzadas de la ciudad. Mostrábanse tranquilas y confiadas, y yo hasta casi podía ver en su interior. Una madre bañaba a su hijo en un barril; el recipiente tenía un feroz y lustroso ceñidor de hojalata, que hacía chillar al niño. Un hombre sentado en una litera se hacía quitar una de sus botas por un joven de rostro enrojecido y tenso; la bota estaba embarradísima. Una vieja mujer barría con la escoba los tablones de las barracas, y pude adivinar su próxima tarea: recogería el mantel azul y rojo de la mesa, se acercaría a la ventana o a la puerta y sacudiría las migas en el pequeño jardincito.

Sentí entonces compasión por el niño en el tonel, por el muchacho que halaba de la bota, e incluso por las migas de la mesa. Las mujeres de cierta edad que limpian incluso de noche no han de ser buenas: mi abuela, que se parecía en todo a un perro, de noche pasaba siempre la escoba. Yo era muy chico y odiaba a mi abuela, odiaba la escoba, y me gustaba en cambio jugar con pedacitos de papel, colillas, y toda clase de desperdicios. Antes de que mi abuela barriese, juntaba todo lo que estaba tirado en el piso y me lo metía en el bolsillo. Lo que más me agradaba eran los palitos: de todas las cosas del mundo, eran las que prefería. A veces, cuando llovía, me asomaba por la ventana. Por las olas de los innúmeros torrentes pluviales un palito podía nadar, bailar, girar displicentemente, sin sospechar que más adelante lo esperaba el desagüe, listo a tragárselo. Yo solía correr alocadamente por las calles aun con las lluvias torrenciales y furiosas, que me azotaban la piel, en pos de rescatar un palito antes de que se sumergiera en la fosa.

*

Vi mucha gente aquella noche. O en este pueblo todos se iban a dormir muy tarde, o la sensación de espera que flotaba en aquella noche de abril los mantenía a todos

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muy despiertos. Cuantos se me cruzaban en el camino parecían tener un significado propio, cual si portaran un destino determinado, cual si fueran en sí mismos un destino: dichosos o desdichados, pero de ninguna forma indiferente u ocasionales; tal vez no eran más que borrachos, por cierto. En los pueblos pequeños la gente no sale porque sí a pasear de noche. Sólo los amantes, las mujerzuelas, los vigilantes, los locos y los poetas lo hacen; los indiferentes y los hijos del azar se sienten más seguros en su casa.

En el centro de la Plaza municipal se erige el fundador del pueblo, un obispo de piedra en actitud alerta. Luce tan central e importante... Creo que los lugareños lo dan por muerto y sepultado. Le pasan por adelante y no lo saludan; ni siquiera se abstienen de revelar secretos o cometer delitos en su presencia. ¿Para qué lo tienen ahí en lo alto, todavía?

De veras me daba lastima el pobre obispo, que tanto se habría preocupado al fundar ese pueblito. Tenía el rostro amargado propio de quien ha aprendido lo que es la ingratitud del mundo. Le prometía aquella noche recabar todos sus datos históricos, pero nunca lo hice, pues incluso en este lugar los vivos tenían sus propias historias, que me circundaban y me seducían. Y además era primavera, y la verdad es que en esta estación por lo general me tienen sin cuidado los obispos y los fundadores.

*

A la mañana siguiente ya me sabía un par de esas historias. Sabía que el cartero renqueaba desde pocos días atrás y que no era rengo de

nacimiento. El pobre bebía poco, tan sólo dos veces al año: en su cumpleaños, que era el quince de abril, y en el aniversario de la muerte de su hijo, que se había suicidado en la gran cuidad. La borrachera le duraba bastante y lo tenía a los tumbos durante tres días por los muros del pueblo, hasta que el pobre recuperaba la lucidez. Así que por tres días los lugareños no recibían correspondencia ninguna; las relaciones con el mundo exterior se suspendían temporariamente.

Una semana atrás, hacia el quince de abril, el cartero, borracho, se había tropezado y se había torcido un pie; por eso ahora renqueaba.

Y esa no era la única historia. En el hotel en el que me alojaba olía a naftalina, almizcle y flores viejas. El salón

comedor, ubicado tras el depósito, era por demás humilde, con techos abovedados y paredes recubiertas con planchas rectangulares y parduzcas que ostentaban refranes escritos. Anna, la encargada, reclinaba su brazo derecho en el marco de la ventana y cuidaba de que no se vaciaran las jarras de vino, las cuales, en efecto, jamás se vaciaban. Pues los clientes bebían muchísimo y empezaban a golpear los trastos si Anna los desatendía.

Anna tenía por entonces veintisiete años y usaba una rubia melena prolijamente alisada; de hecho, siempre lucía como si acabara de ponerse bajo un chorro de agua. Su rostro era tan blanco y terso, tan frescos y tersos se mostraban en su rubia humedad sus mechones de pelo, recogidos desde la frente misma... Tenía manos gráciles y vigorosas pero un poco temblequeantes, y siempre me dio la sensación de que se avergonzaba de ellas.

Era oriunda de Böhmen y amaba al ingeniero. Dicho ingeniero era a su vez el director de la fábrica en la que trabajaba el padre de Anna. Y Anna había tenido un hijo con el ingeniero.

El ingeniero se había casado y le había dado a Anna algún dinero para el niño y para los viajes, así que ella era ahora una mesera en este pueblito.

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Cierta vez entré accidentalmente en el cuarto de Anna y vi la fotografía de su hijo: un bello niñito, con los puños alzados al aire y devorándose el mundo con los ojos. Anna guardaba silencio y contaba su historia muy parcamente.

A mí no me gustaban los ingenieros de esa clase; en cambio, estaba enamorado de Anna.

—¿Todavía lo quiere? —le pregunté una vez. —¡Sí! —contestó ella. Lo dijo de un modo tan neutro y tan decidido que parecía

más bien una notificación oficial.

*

En el pueblo había un cine. El propietario era un judío comerciante en telas. Había puesto un cine porque era un sujeto muy hábil e industrioso y le dolía en el alma no tener nada que hacer los domingos, así que atendía su negocio los días de semana y los domingos, se dedicaba al cine.

A ese cine fui con Anna. En el pueblo había también una Biblioteca. El joven que tenía a su cargo atender a

los eventuales visitantes —así como limpiar cuando no había nadie— era muy pálido, románticamente pálido y delgado, casi como un poeta resucitado, y lucía un copete de pelo amarillento que le caía de forma ondulante desde la cabeza. Usaba siempre una escalera portátil con la que solía pasearse detrás del mostrador y que dominaba mejor que cualquier pintor de brocha gorda. Hubiérase dicho que sólo había aprendido a moverse con esa escalera. La Biblioteca contaba con ejemplares muy buenos y antiguos para otorgar en préstamo, y también a la Biblioteca fui con Anna.

Anna se ponía muy contenta. A menudo se me antojaba que Anna pudiera ser cariñosa conmigo. Amo las

mujeres cuyos favores vierten como de un manantial silencioso, infructuoso e infatigable a la vez, cuyo caudal nada siempre contra la corriente hasta que, a falta de otra vía de escape, se hunde cada vez más en las profundidades y llega a tocar fondo. Amaba a Anna. No podía huir de su influjo. Ella ni imaginaba cuán extraviada estaba llevando esa vida al revés, negándose a cada nuevo deseo en pos de añorar el pasado.

Aún no he hecho mención del Parque, en el cual florecían todos los amores del pueblo. Las “lluvias de oro” pululaban plácidamente por entre tilos y castaños. Los bancos no estaban diseminados a lo largo de los caminos, sino en medio de los espacios verdes. Se me ocurría que el mismísimo obispo había plantado esos bancos cuando todavía eran jóvenes, y a cada nuevo año que pasaba ellos crecían un poquito más. Sus patas habían echado raíces firmes en ese suelo esponjoso.

Los domingos después del cine, iba con Anna al Parque. Una vez vimos a una pareja besarse, y Anna se rió. —Anna no está bien reírse de los enamorados —le dije—. No me gustan las

personas que mienten así. Eso la hizo dejar de reír. Al volver a casa nos enteramos de que el dueño del Hotel la había estado

buscando, pues había llegado un nuevo huésped. Llevaba un maletín de cuero nuevo y crujiente, con costuras verdes y rojas. Tenía rulos negros y ojos ardientes, y podía con igual destreza tocar la mandolina y seducir a las muchachas. De haber podido echar una mirada en su cartera, yo habría visto seguramente una verdadera colección de bucles multicolores, mechones rubios y rosadas cartas de amor. Pero tal cosa no sucedió.

El recién llegado bebía cerveza en lo del dueño, pero le hubiera convenido tomar vino, ya que la cerveza parecía caerle no muy bien. Se hacía servir por Anna y era muy

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cortés. Hablaba en voz muy alta y con palabras ampulosas, por lo cual se me antojaba pensar que su habla acaso fuera igual a su probablemente retorcida firma.

Esa noche noté que mi lámpara fallaba. Abría la puerta y fui al cuarto de Anna. Ella estaba en camisón y lloriqueaba. Sentada en la cama, lloraba con tal persistencia que ni advirtió mi entrada.

Entonces dijo: —¡Se le parece en todo! El nuevo huésped, en efecto, se le parecía en todo al ingeniero. —¡Esto es horrible! —dijo Anna.

*

Desde esa ocasión en adelante, nos amamos ya sin ocultárnoslo. Anna podía ser muy cariñosa e incluso hasta celosa, mas lo cierto es que a mí ni me interesaban las otras mujeres de este pueblito.

Sólo en una determinada circunstancia me conmovían: en las doradas tardes de primavera, cuando se las podía ver con sus parejas, por los campos. Acudían allí para renovar el mundo. Crecían, se enamoraban y parían. Daban inicio a su labor maternal en la primavera y la contemplaban a lo largo del año. Parecíanme entonces como abejorros sobrevolando los bosques en enjambres, ebrias y aun deseosas de más embriaguez, candorosas y aun diligentes, tratando de cumplir con todos los preceptos religiosos.

Más tarde, a la noche, seguían ellas rodando por los pisos de las casas aferradas a los labios y los mostachos de sus hombres, sonriendo agradecidas hasta la sumisión por cada palabra tierna que pudieran albergar en su seno. ¡Qué bellas esas noches en las que grillos y mujeres canturreaban sin pausa!

Y qué bellos eran también los días de lluvia. Las muchachas se asomaban por las ventanas leyendo libros de la Biblioteca y

comiendo pan con manteca. Un paraguas se bamboleaba por una callejuela y protegía al elegante y delgado escribano del pueblo, que parecía una langosta haciendo equilibrio.

Los palitos bailaban, se arremolinaban, giraban y flotaban desprevenidamente hacia la perdición del desagüe. Yo ya no trataba de detenerlos, si bien no dejaba de sentirme obligado a hacerlo. Y es que la lluvia, los palitos indefensos, las canaletas y yo formábamos un todo homogéneo. Tal vez había que sumar ahora al pobre escribano... Los días de lluvia se pintaban de gris, los palitos se ahogaban, las canaletas se los tragaban, y el escribano buscaba refugio por las calles. La verdad es que yo debería haber acudido en ayuda de los palitos. Cada uno tiene una tarea en el mundo.

*

Acostumbraba levantarme muy temprano. Anna seguía durmiendo, así como el dueño y el recién llegado. Las botas de los huéspedes permanecían ante las puertas, aún sin lustrar, como vestigios del ayer. En el patio, el perro iba y venía, bostezando y buscando huesos debajo del viejo carruaje de la casa, que yacía con su pértigo inutilizado delante del cobertizo, cual un vehículo desenterrado. Jacob, el cochero, roncaba redondamente bajo el tinglado, fornido y apasionado como era, entonando un verdadero himno a la naturaleza y a la salud. Su ronquido no era en absoluto ridículo: resonaba poderoso y decidido, como un sonido natural, un trueno asordinado, una cornada de ciervos. Hacia las cinco, se oían de lejos y como salidas de una dimensión trascendental las sonoras bocinas de los molinos de vapor, y Jacob, el cochero, se despertaba. Debía dormir vestido, pues acudía al unísono con la última

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sirena ya enfundado en su chupa, con los pantalones y las botas puestos, sin gorro, con el rostro arrugado como un pergamino, y juntando agua con las manos en cuenco se enjuagaba la frente y los ojos. Atravesaba entonces el patio en dirección a la casa, grávido y cansino, como si cada pierna fuera un árbol que había que extraer de raíz para poder dar un solo paso.

En la esquina más cercana, Käthe habría su ventana y contemplaba la ciudad. Yo la saludaba siempre. Jamás había hablado nunca con ella, ni tenía tampoco nada de qué hablar, pero igual la saludaba, porque ella miraba por la ventana y porque a la mañana temprano el mundo no parecía ser el de siempre sino uno mucho más primordial, como el de los primeros días, quizás un par de años después de la Creación, cuando todos los hombres eran como veintiañeros que se amaban y eran por ende buenos unos con otros. Ya entrado el mediodía, en cambio, cuando volvía a casa, el mundo ya era como mil años más viejo y yo no saludaba más a Käthe, pues no estaba bien en un mundo tan avanzado saludar a una muchacha con la que ni se había hablado antes.

A través del Parque dejaba oírse el crepitar de una barriguda rociadora, que regaba la hierba y los espacios verdes. Un mirlo revoloteaba con ágiles piruetas en torno a la rociadora y golpeaba con el ala izquierda el chorro de riego. Las alondras, siempre de vacaciones, canturreaban invisibles por doquier. Alrededor de los bancos situados en medio del Parque, el pasto se dejaba ver un poco fatigado y maltrecho a causa de los amoríos nocturnos. Y frente a mí pasó, entonces, el oficial asistente ferroviario, rumbo a su trabajo.

Yo detestaba a ese dichosos asistente. Era pecoso e increíblemente alto. No bien lo veía me daban ganas de mandarle una carta al Ministro de Transportes. Quería proponer a ese desagradable empleado para que le otorgaran el manejo de un telégrafo perdido en algún punto remoto entre dos pueblitos. Pero el Ministro no me hubiera hecho jamás ese favor.

De veras no tenía ni idea de por qué odiaba tanto a ese empleado. Era extraordinariamente grande, pero yo no siento ningún desprecio fundado por lo extraordinario. Me daba la impresión de que tenía en mente unos designios demasiado altivos y eso me sacaba de quicio. Parecíame que desde su juventud no había hecho otra cosa que crecer y sacar pecas. Y además tenía el pelo rojo.

Usaba siempre su uniforme y una capa roja. Avanzaba dando pasitos cortos, aun cuando podía marchar a toda velocidad con sus largas piernas. Pero iba despacito, y seguía creciendo, y creciendo.

Todavía hoy no sé gran cosa sobre ese asistente. Pero ya entonces hubiera podido jurar que andaba metido en más de una insospechada bajeza.

Un hombre así bien podía hacer chocar a un tren en el que viajara alguno de sus enemigos y echarle luego la culpa al maquinista. Sin duda que era peligros tomar el tren con alguien semejante a cargo.

Un hombre así, pensaba yo, no sería capaz de sacarse la capa roja ni por una mujer. Al hacer el amor, debía apoyar cuidadosamente su capa con la abertura hacia arriba, sobre una silla. No olvidaría plegar prolijamente los pantalones, y claro que ni podía imaginar lo que era sentirse agradecido para con una mujer. De seguro podía sorprender a cualquiera de ellas con sus trampas. ¡Y hasta era celosos!

Apenas lo veía, se me ocurría mandarles una carta a todas las mujeres del orbe: "¡Señoras, cuidado con el oficial asistente del ferrocarril!”

A Anna tampoco le caía muy bien. Una vez me preguntó: —¿Por qué lo odio? Y como yo no sabía qué decirle, le conté la historia de mi amigo Abel y la mujer de

su vida.

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*

Abel, mi amigo, soñaba con Nueva York. Abel era pintor, caricaturista mejor dicho. Tal vez había empezado a hacer dibujos

antes de poder sostener una lapicera, siquiera. Apreciaba las bellezas modestas y le gustaban los lisiados y los deformes; era del todo incapaz de hacer una línea recta.

Apreciaba asimismo las pequeñeces de las mujeres. Los hombres suelen amar en la mujer una perfección que imaginan ver. Abel, en cambio, desaprobaba la perfección.

El mismo, de hecho, era muy feo, y por tanto las mujeres lo adoraban. Las mujeres intuyen la perfección o la grandeza tras la fealdad masculina.

Una vez había estado en Nueva York. En el barco había visto por primera vez en su vida una mujer hermosa.

Al desembarcar en el muelle, esa mujer le prodigó una mirada en los ojos. Y el se tomó el primer barco de vuelta a Europa.

Anna no comprendía la relación entre Abel, mi amigo, y el asistente. —¿Por qué me hablas de Abel?— me preguntaba. —Anna— le dije—, todas las historias están relacionadas, ya sea porque son

similares, ya porque se contraponen. Entre el asistente y mi amigo Abel hay una diferencia, muy banal: Abel, mi amigo, descansa bajo la tierra, y el asistente seguirá vivo y algún día será el Jefe de la Estación. Abel, mi amigo, tuvo un anhelo. El asistente no tendrá nunca jamás otro anhelo que no sea el de llegar a ser Jefe. Abel, mi amigo, se fue de Nueva York porque había mirado a los ojos a la mujer de su vida. El asistente jamás se irá de Nueva York por una mujer.

Di por sobreentendido que ahora Anna sí había comprendido esa íntima relación. Pero ella me abrazó y me preguntó:

—¿Te irías de Nueva York por mí?

*

Esa noche amé mucho a Anna, ya que sabía que jamás abandonaría Nueva York por ella. Temía confesárselo y por eso la amaba más todavía. Era muy cobarde y me comportaba muy virilmente. Pero al cabo Anna entendió todo y rompió a llorar. Ahora me parezco al ingeniero, pensé.

Me fui a la mañana siguiente, mientras ella dormía. Anna percibió que me estaba marchando y tanteó débilmente, aún entre sueños, a su alrededor ya vacío.

Llovía, así que me metí en la Cafetería. El camarero llevaba un frac lleno de arrugas y una pesadísima cartera de cuero a

la derecha de su cintura. Se llamaba Ignatz, y así le decían. No parecía tener otros nombres. Yo me limité a gritarle:

—¡Mozo! Ignatz atendía allí de noche y de día. Dormía tendido sobre un par de sillas, en la

cafetería, y de ahí lo estropeado de su traje. Nunca usaba los bolsillos laterales. Tenía los costados de su cuerpo algo achatados, como un pez. Sus brazos pendían como aletas dorsales camufladas, con las puntas flojas. Y además tenía ojos de pez, grandes y grisáceos, y unas manos frías y húmedas. No me agradaba el tal Ignatz, que no quería ser mozo. Leía todos los diarios y hablaba de política con los comensales. Quería ser un político de todo corazón. Pero seguía siendo un mozo y no estaba contento. Daba siempre la impresión de que le echaba la culpa de su frustrada carrera a los clientes. Recogía el dinero y agradecía fríamente.

Cierta vez entre al lugar con Anna e Ignatz exclamó: —¿Cómo le va, señorita Anna? —fregándose a la par la mano derecha en su

cartera para darle a Anna la mano seca.

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—¿Cómo le va, Ignatz? —lo saludó ella, dándole a su vez la mano. Y dado que él seguía con el apretón de manos, le grité: —¡Mozo! Recién entonces se consideró saludado y se alejó.

*

En una pared de la Cafetería colgaba un enorme calendario. Cada mañana, a las ocho, entraba allí el Director del Correo, un anciano de barba

blanca. Caminaba muy erguido y usaba unos pantalones muy largos con espuelas en las puntas de las botas, tal vez para proteger las botamangas. Era sabido que había servido en la Artillería.

El Director tenía los ojos de un azul ten increíblemente oscuro que yo me inclinaba a creer que se los había mandado hacer por un técnico óptico. También sus patillas eran de un blanco fantástico. Acaso se las empolvaba al levantarse, o antes de irse a la cama.

Cada mañana, el Director arrancaba una hoja del calendario de la Cafetería. De haber sido por Ignatz, hubiera estado siempre ante la vista el primero de enero, pero el Director se encargaba de que cada día de la semana tuviera su correspondiente nombre y fecha.

Me caía muy bien, el Director del Correo.

*

El Parque, en el que florecían los amores, no se hallaba en el centro exacto del pueblo, sino en un extremo, camino a las praderas. A la salida había una posada en la que yo solía cenar. Y enfrente estaba el Correo. Era un edificio bastante nuevo, de paredes blancas como la nieve, rematadas a la cal; en el frente pendía un escudo, y en el portal verde, de dos hojas, había un timbre. Era el único edificio del pueblo que tenía dos pisos de alto.

En el segundo piso vivía el Director. Una hoja de la ventana de ese piso siempre estaba abierta. Yo pensaba: la ventana

abierta muestra el lugar donde vive el Director. Debe mirar cada tanto al cielo para que sus ojos sigan siendo azules. El Director es como un niño, y tiene una esposa ya vieja, con el pelo encanecido. Conversaban sólo por las tardes, el Director del Correo y su mujer.

En aquella posada me sentaba siempre de forma tal que pudiera ver esa ventana abierta. Tenía la esperanza de que alguna vez el Director se asomará a contemplar el cielo. Pero no era su hábito. Cierto día se sentó en la ventana una mujer bellísima y miró al cielo.

Su belleza me estremeció a tal punto que no pude sino clavar mi mirada sobre ella, a través de la ventana de la Posada, y ella en seguida lo advirtió, y me miró a su vez. Absorto como estaba, la saludé. Ella me saludó. Desde entonces se asomó periódicamente a la ventana.

*

Siembro mis experiencias como si fueran una parra silvestre: me siento a verlas crecer. Soy haragán, la nada es mi pasión. Por eso, desde que había visto a la muchacha en la ventana vivía en un estado de excitación que sólo había sentido en mis mocedades. Me sentía aún parte activa del mundo, un palito flotando en el torrente de sucesos. Lloraba por la pérdida de cualquier insignificancia, por ejemplo, un cucurucho de papel. Ahora que soy viejo, en cambio, ya no lloro ni río: me he elevado por sobre el dolor y la alegría.

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Pero en aquel entonces si me conmovían el dolor y la alegría, y me dejaba arrastrar por las nimiedades.

La muchacha miraba por la ventana cada mañana, cuando yo pasaba. Y cada mañana saludábala yo. Al tercer día, se rió.

De esa risa aprendí que nada es fútil bajo el sol. Esa sonrisa del tercer día fue para mí un gran acontecimiento.

Su rostro era pálido y pequeño. Sus ojos negros relucían cual su estuvieran pulidos. Sus lisos cabellos caían hacia atrás. Sus hombros se encogían tímidamente.

Incluso cuando llovía se asomaba ella por la ventana abierta. Yo permanecía en la Posada, mirando a través del vidrio empañado por la lluvia. Cada tanto me veía obligado a limpiar el cristal. Y la muchacha se reía a cada nuevo desempañe. Una vez, dos hombres ocuparon la mesa de la ventana en la Posada y yo, en vez de sentarme a comer, salí y empecé a caminar de un lado a otro para hacer tiempo, asemejándome cómicamente a un vigilante. Tenía puesto el abrigo y caminaba despacio, dando grandes trancos. Por mis ropas se deslizaban las gotas. La gente se detenía en el portal del Correo o en la entrada de la Posada y esperaba a que la lluvia menguara un poco. Cuando tronaba, se apretujaban todos y dejaban de hablar. Muchas veces me miraban. Una joven campesina con sandalias y unos provocativos senos, que se hamacaban por el frío y la agitación dentro de la blusa mojada, me tiró de una mango y me señaló un lugar vacío. Pero yo me alejé más aún, y allá arriba se rió la muchacha.

Los hombres se asomaron a su vez por la ventana y se rieron. La joven también. Cuando observé a mí alrededor, comprendí que a lo mejor todos ellos estaban desconcertados conmigo y me tomaban por loco.

Pasó una semana de estos sucesos, y le conté a Anna sobre la muchacha. Anna se me rió en la cara.

—¿De qué te ríes? —le pregunté—. Amo a la muchacha de la ventana. —¿Por qué no vas a verla? —¡Quiero hacerlo! —Bueno, mejor no lo hagas —repuso Anna—. Quizás la amas de veras. Nunca olvidaré aquella vez en que el Director se paró junto a la muchacha de la

ventana. Lo saludé, y él me devolvió el saludo. Tan confiadamente como si yo fuera su mejor amigo.

Anna me contó que la muchacha era su sobrina. Decidí acudir al Director. Pero pasaron dos semanas, y aún no había ido. Quería presentarme y decirle:

“Estimado señor Director, respeto de buen grado sus ojos, sus espuelas e incluso sus larguísimos pantalones. Pero amo a esta muchacha. Creo que es la mujer de mi vida. No voy a abandonarla, como hizo mi amigo Abel.”

Y entonces le contaría la historia de mi amigo Abel. El Director se reiría y se pondría de pie, y sus espuelas tintinearían tenuemente,

como plateados platillos que recién están aprendiendo a percutir como es debido. La muchacha comprendería mis historias y no haría preguntas como Anna. La muchacha es del todo distinta. También sabía que decirle a la muchacha. Así que me fui a la gran ciudad, a fin de enviarme dinero a mí mismo, y escribí mi

apellido al revés y sólo la inicial de mi nombre de pila. Luego regresé y me puse a esperar a que me llegara el giro.

Vino el cartero, y estaba muy excitado, por cierto, pues hacía dos años que no le tocaba entregar dinero. Hacía mucho tiempo ya de eso, y ahora el pobre no cesaba de repetir el procedimiento a seguir y me pedía los documentos. Se dejaba el gorro puesto aun cuando estaba en mi cuarto, pues estaba de servicio.

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Me quería dar el dinero en cuestión, pero yo le objeté: —Mi apellido está escrito al revés. —No importa —dijo él. —¡Ah, no! —exclamé—. Lléveselo al Director y consulte con él si se me debe

entregar este dinero. Más tarde, debí esperar diez o quince minutos a que me atendiera el Director en

persona. Pero hablamos tan sólo del dinero, y él no tenía ninguna duda de que yo era el destinatario legal. En este pueblito no había otro que se llamara como yo o en forma parecida.

—Sí, es un pueblito de lo más tranquilo —observó el Director, intentando con ello hacerme un cumplido. Y luego agregó—: ¿Dónde cree que está? Nadie lleva por aquí un nombre tan bonito y sonoro como el suyo.

Sus espuelas tintineaban apenas, como platillos casi nuevos, y todo era tal como podía habérmelo imaginado. Sólo que ni se habló de la muchacha de la ventana.

Cuando salí, miré hacia la ventana: allí estaba el Director. Lo saludé una vez más, y me hizo un gesto. Pensé entonces que ese hubiera sido el momento propicio para volver y hablarle de la muchacha. Pero siempre que se me presenta la ocasión justa, no soy capaz de aprovecharla.

Todo en la vida envejecerá y se consumirá: las palabras y las situaciones. Todas las ocasiones oportunas ya han sucedido. Todas las palabras ya han sido dichas. No puedo repetir ni las palabras ni las situaciones. Es como si llevara siempre puesta una ropa ya pasada de moda.

Aquella tarde, la muchacha no se asomó a la ventana. Me irrité. Me fui al Hotel y empaqué. Anna llegó y me preguntó: —¿Cuánto tiempo estarás afuera? Jamás se le había ocurrido siquiera que yo me podía ir para siempre. —¡Dos días! —respondí, y no sentí ni un atisbo de remordimiento por decir

mentiras. ¿Qué era una mentira frente a Anna? La muchacha de la ventana ya no estaba allí, y en lo del Director se me había escabullido la ocasión oportuna.

—¿Estuviste en lo del Director del Correo? —me preguntó Anna. —Sí —contesté—. Pero a la mucha de la ventana hoy no la he visto. —Estará enferma —comentó Anna. —¿Enferma? ¿Por qué lo dices? —Está enferma, ¿no lo sabes? ¡Muy enferma! Tuberculosa y paralítica. Por eso no

sale nunca a la calle. ¡Pronto morirá! Anna dijo todas estas cosas muy rápido. Sus palabras parecieron dar piruetas en

el aire. Empero, pude oír cada sílaba, seca e incisiva. Y cada una de esas sílabas se hundió en mi mente como una pesada moneda en una fuente con cera derretida. Miré a Anna, con su pelo liso y recogido, lustroso como si acabara de mojárselo. Anna no se va a morir, pensé.

¡La muchacha de la ventana se va a morir, a morir, a morir! Yo no podía hablar jamás con ella. Por eso había desperdiciado la ocasión

indicada: no porque yo no sepa afrontarlas, sino porque ella estaba enferma. —Anna —dije—, ahora me voy definitivamente. —¿Porque ella está enferma? —preguntó, burlándose. —Sí. —¡Pero yo estoy sana! —exclamó. En ese instante, su rostro lucía triunfal, pálido y frío. —¡Te acompaño al tren! —dijo. Y Anna me acompañó hasta la Estación.

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Justo llegaba un tren, y quise ir enseguida a la boletería. Entonces apareció el viajero y me saludó. Llevaba su habitual maletín de cuero y olía a alguna pomada.

Anna se aferró a mi brazo y me detuve. —¡No te vayas! —exclamó. Ya no lucía tan triunfal como antes. Más bien parecía ahora un animalito

indefenso y asustado, acorralado contra un precipicio, como una ardilla acorralada en un páramo.

El viajero se me acercó y dijo: —¡A sus ordenes! —y— ¡buenas tardes! —y— ¿recién llega, o ya se marcha? —No —respondí—, acabo de llegar. —Y regresamos al pueblo. No dormí en toda la noche, de tanto pensar en la muchacha moribunda. Desde

que sabía que ella pronto moriría, me sentía con más derecho todavía a poseerla. Casi podía sentirla a mi lado, casi podía tocarle las manos. Ahora ella forma parte de mis propiedades.

Ni se me ocurría pensar en que ella ya estaba enferma desde antes, pues para mí, recién ahora lo estaba. Se va a morir, pensaba yo, y me sentía como alguien a quien en un rato le sería embargado un objeto preciado.

Pasé la mañana siguiente caminando delante del edificio del Correo. El Director se asomaba a cada hora y me miraba, seguramente asombrado. Hacia el mediodía se fue a su casa y lo saludé; me respondió y volvió a sorprenderse. Más tarde, alrededor de las tres, él regresó y me encontró aún yendo de aquí para allá. Iba y venía yo mecánicamente, como un reloj de péndulo propulsado por sus ignotos engranajes.

Al atardecer, me senté en la Posada y alcé la vista: la ventana se abrió, y ella se asomó.

Me pareció que me saludaba precipitadamente. Acaso había creído que hoy yo no me presentaría debido a que el día anterior ella había estado enferma. Mantuve mi vista en lo alto sólo por un momento, y en mis ojos se dibujaron miles de palabras.

Si hubiera hablado tres días seguidos, no podría haber dicho tanto. Estaba estúpida e infantilmente excitado. Ella había comprendido, al parecer, lo

que le había dicho. Entonces cerró la ventana, como si ya estuviera oscureciendo, y en su cuarto se encendió una intensa luz, tras lo cual las cortinas se cerraron. A través de las finas e iluminadas telas se dejó ver la enorme silueta de un hombre. No era la silueta del Director, pues de haberlo sido, hubiese tenido patillas. Se trataba de un hombre sin barba. Tal vez su hermano.

Di vueltas por el Parque durante una hora más. Las personas seguían amándose en los bancos y en la hierba. Me topé con innúmeras mujeres de pelo suelto y una chocante frivolidad, paseándose a la espera de sus hombres, ebrios y extraviados por ahí. Su andar resultaba excitante por lo titubeante de su rumbo. Se comportaban como trompos que habían sido puestos a girar por algún poder desconocido y que ahora, con la acción de esa extraña fuerza presta a agotarse, aún seguían oscilando como por arte de magia, dando sus últimos y trémulos giros cansinamente, en vana busca de un punto de apoyo del cual aferrarse o bien de un equilibrio permanente.

Todos estos seres, pensé, están sanos y no van a morir.

*

Encontré a Anna en su cuarto, sentada en camisón al borde de la cama y lloriqueando. Tenía las manos en una posición poco habitual para estar llorando. Daba la sensación de que su llanto infatigable y continuo no le surgía del alma sino como de algo exterior a ella, algo extraño, repentino, avasallante, contra lo cual era inútil luchar y que a la vez no tenía sentido ocultar.

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Esa noche amé a Anna como la primera vez, con todo el afecto y la dicha con que se desenvuelve un regalo recién recibido.

*

A la mañana siguiente presencié la última historia de este pueblito. Muy temprano, el viajero estaba ya en la cafetería, comiendo pastelitos. En vez de

comer con la mano usaba trabajosamente un cuchillo y una cucharita, dado que era muy fino y quería mantener sus buenos modales. Se demoraba mucho en comer esos pastelitos, claro está. Al cabo, se puso de pie, se dirigió al calendario que colgaba en la pared, y arrancó enérgicamente la hoja correspondiente al día de ayer, dejando ver el hoy, el nuevo día, cual un dios altivo y poderoso. Me estremecí ante la llegada del Director.

El Director del Correo se ocupaba desde hacía décadas de arrancar la hoja del calendario y descubrir así el nuevo día, cauta y mansamente, no como un dios sino más bien como un siervo de Dios. Pero hoy se horrorizaría al mirar el calendario y no alcanzaría a comprender ni los días, ni las fechas, ni el mundo en sí.

Así que resolví tomar el papel recién arrancado, lo alisé y lo coloqué lo mejor que pude en su sitio.

El viajero me miró y dijo: —Estimado señor, ¡hoy es 28 de mayo! Casi me asusté al escucharlo decir la fecha, y aunque era una cosa de los más

sencilla y ya sabida por todos, me dio la sensación de que me había revelado un profundo secreto con una grosería desfachatada.

¡El 28 de mayo! En ese instante las campanas batieron las ocho y media, el Director entró, sus

espuelas resonaron tenuemente y con cierta petulancia, como si dieran unas risotadas, y él procedió, imponente, a llegarse hasta el calendario y descubrir oficialmente el nuevo día. ¡Ahora sí podía decirse que era 28 de mayo!

Ese 28 de mayo sería uno de los días más importantes de mi vida. Tomé la determinación de partir.

¿Qué más tenía que hacer yo en ese pueblito? La muchacha de la ventana pronto había de morir, Anna me acongojaba, su sola mirada me hería, y no podía ayudarla. Me conocía de memoria al cartero y a las plateadas espuelas del Director. Käthe, pensaba, se asomará cada mañana a la misma hora y nada pasará si yo ya no estoy allí para decirle “buenos días”. Y ya era 28 de mayo.

Ya no podía quedarme más allá del 28 de mayo. Casi inadvertidas para mis ojos, las espigas de los campos volvían a levantarse. Si se hubieran apilado media docena de liebres, ni siquiera se habría divisado la punta de las orejas de la de más arriba. Se trataba de un año particularmente bendito, y las huertas estaban tan densas y tupidas con flores blancas que se hubiera podido caminar descalzo sobre el suelo sin que éste percibiera más que una sensación lejana.

También se veían nubes que no se alborotaban en el cielo impulsadas por su juventud o por la mera pasividad, sino que se acomodaban con prudente laboriosidad, o bien algunas cuyos vientres henchidos rodaban en pos de cumplir con su misión. El 28 de mayo ya se sabe lo que se quiere.

Es tan gracioso, pensaba, que me la pase esperando tarde tras tarde delante de la ventana de una muchacha que pronto se va a morir y a la que nunca podré besar. Ya no soy joven. Cada día es una tarea por delante, y cada hora que pasa es como una ofensa a la vida.

Una vez soñé con un puerto gigantesco. Escuché un intenso crujido como de veinte mil barcos y el bramido de los atareados marineros. Vi grúas gigantescas

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elevándose y desplomándose, firmes y decididas e infatigables, cual si no fueran operadas por meros hombres sino por la propia voluntad divina: no las convulsiones del hierro, sino la grácil soltura de las fuerzas naturales.

Otra vez soñé con una ciudad enorme, acaso Nueva York. Respiré el ritmo crepitante de su vida, sus calles largas, alocadas, anchas, incesantes, pobladas por personas, señales de tránsito, adoquines, faroles, anuncios, sin que yo supiera el dónde ni el por qué. La ciudad no estaba quieta sino que corría. Nada estaba quieto. Fábricas enormes humeaban a través de colosales chimeneas. Cerré los ojos unos segundos, para escuchar las melodías de todo este tráfago. Resultó ser una música atroz; sonaba como la tonada de un organillo frenético e infame, cuyos mecanismos parecían haberse desencajado. Pero esta música se apagó. Era fea, pero el ritmo no estaba desacertado. Durante un rato canturreé ese ritmo, y al final desperté.

Ya despierto, me sorprendí al descubrir que no era más parte de aquella ciudad sino totalmente ajeno a ella y que de pronto me había vuelto un cómico habitante de un cómico pueblito. ¿Qué cosa era, en realidad? El hombre bajo la ventana. Amigo, me dije, entierra a esta muchacha, a la que sólo le resta poca vida, y sigue tu camino en la vida. La vida es muy importante. Acaso sería más razonable (más razonable según las normas vigentes de la razón humana) acudir a la muchacha, sentarse en su cama, acompañarla hasta la ventana al atardecer, y compartir con ella un poco del mundanal ruido y de la abundante sangre roja que fluye por las venas del mundo.

Pero la vida es más importante. A la par que razonaba de modo tan cruel, intentaba sepultar el dolor. Y logré

sepultarlo tras una muralla de crueldad.

*

Me fui del pueblo en el mismo carruaje en el que había llegado. No le dije nada a Anna.

Ya era entrada la tarde. El sol refulgía en vastos hilos dorados. La estación yacía echada bajo el astro rey cual un gato rechoncho y amarillento. Las vías se adentraban en el centro del mundo, surcando férreamente la Tierra.

Cuando me senté en el tren y miré por la ventanilla, comprendí que los tormentos y las alegrías recién vividos ya me estaban alejando de ese pueblo y de todas esas últimas semanas.

Ahora, el cartero bien podía emborracharse, el Director de Correo bien podía hacer sonar sus platillos, el viajero bien podía oler a sus pomadas. El mozo Ignatz bien podía tener las manos flojas. Anna bien podía ser su amante.

¿Y la muchacha de la ventana? ¡Que se muera!, me dije, y no me avergonzaba admitir que por el bien de mi salud

me alegraban las actuales circunstancias. ¿Qué tipo de enfermedad me había atacado estas últimas semanas? ¿Qué clase de

sentimental era mi amigo Abel? Nunca, nunca jamás me iría de Nueva York por una mujer.

Pero ahora sí estoy decidido a irme a Nueva York. Norteamérica es un país glorioso. No ha sido fundado por un obispo de piedra.

Mientras pensaba tales cosas, el tren silbó y dio un estirón. En ese instante salió de la oficina en el andén el asistente, con su capa roja. La puerta permaneció abierta un poco más.

Y detrás de él, emergió una mujer hermosísima: ¡la muchacha de la ventana! —¡Quédate! —escuché que él decía—. ¡En seguida termino!

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Pero la muchacha no lo oyó. En cambio, me miró. Nos miramos. Se mantuvo rígida, toda vestida de blanco, muy saludable, y para nada lisiada o tuberculosa. Evidentemente era la novia o esposa del asistente.

Cuando el tren volvió a sacudirse y al cabo se echó a andar, miré a esa muchacha y le guiñé un ojo. He escrito toda esta historia sólo a raíz de esa mirada.

Se suponía que estaba obligado a llorar en esa situación, pero me reí, en cambio. Miré y vi a un campesino pegándole a su perro, un guardavías agitando sus señales, su esposa poniendo a secar la ropa recién lavada, y un carrito tambaleándose por un camino de tierra.

—¡La vida es muy importante! —dije, riéndome—, ¡muy importante! —y seguí viaje hacia Nueva York.

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Jefe de estación Fallmerayer

Stationschef Fallmerayer (1933)

I

El extraño destino del jefe de estación austriaco Adam Fallmerayer merece sin duda registrarse y preservarse. Perdió la vida —que, dicho sea de paso, nunca hubiera sido brillante y tal vez tampoco duraderamente satisfactoria— de un modo perturbador. De atenerse a cuanto los hombres pueden llegar a saber sobre los otros, habría sido imposible predecir en Fallmerayer un destino extraordinario. Pero éste lo alcanzó, lo capturó... y Fallmerayer mismo pareció entregarse a él con una cierta voluptuosidad.

Desde 1908 era jefe de estación. Poco después de asumir el puesto en la estación L, en la vía del sur, a sólo dos horas de Viena, se casó con la hija ya no muy joven de un abogado de bufete proveniente de Brünn, honrada y un poco limitada. Fue un "matrimonio por amor", como se decía en ese tiempo en el cual los llamados "matrimonios por entendimiento" eran aún costumbre y tradición. Los padres de Fallmerayer ya habían muerto, y éste, al casarse, de todas formas siguió un impulso sumamente medido de su medido corazón y de ningún modo el dictado de su entendimiento. Tuvo dos vástagos... niñas y gemelas. Había esperado un varón. Su carácter lo hacía desear un hijo y lo hizo ver con una penosa sorpresa, si no es que como una maldad de Dios, el arribo simultaneó de dos niñas. Pero puesto que se hallaba seguro en el aspecto material y tenía derecho a una pensión, se acostumbró a la generosidad de la naturaleza cuando apenas habían transcurrido tres meses del nacimiento y empezó a amar a sus hijas. A amar: esto es: a atenderlas con el tradicional esmero burgués de un padre y de un honesto funcionario.

Como de costumbre, Adam Fallmerayer se encontraba sentado en su oficina un día de marzo de 1914. El telégrafo repiqueteaba sin reposo. Y afuera llovía. Se trataba de una lluvia prematura. Una semana antes aún habían tenido que retirar la nieve de los rieles, y los trenes llegaban y partían con espantosas demoras. Una noche, de pronto, comenzó la lluvia y desapareció la nieve. Y enfrente de la pequeña estación, donde la inalcanzable majestuosidad deslumbrante de la nieve de los Alpes parecía haber prometido el dominio perpetuo del invierno, flotaba desde días atrás bruma inefable, innominable, gris y azul: nubes, cielo, lluvia y montañas en uno.

Llovía, y el aire estaba tibio. El jefe de estación Fallmerayer no había visto jamás una primavera tan temprana. En su diminuta estación nunca acostumbraron detenerse los trenes expresos que viajaban al sur, a Merano, a Trieste, a Italia. Despiadados pasaban volando frente a Fallmerayer —quien dos veces al día salía a la plataforma y saludaba con una gorra roja reluciente— y casi degradaban al jefe de estación hasta convertirlo en vigía. Las caras de los pasajeros en las grandes ventanas se desvanecían en una pasta blanca y gris. El jefe de estación Fallmerayer sólo raras veces había podido ver la cara de un pasajero que viajara hacia el sur. Y el "sur" era para él mucho más que una simple referencia geográfica. El "sur" era el mar, un mar de sol, libertad y dicha.

Ciertamente, un pase para toda la familia en las vacaciones era uno de los derechos de cualquier funcionario de los trenes del sur. Cuando las gemelas cumplieron tres años, hicieron un viaje con ellas a Bolzano. Recorrieron una hora en el tren normal hasta la estación donde se detenían los orgullosos expresos. Entraron,

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bajaron, y aún estaba lejos el sur. Cuatro semanas duraron las vacaciones. Vieron a los hombres ricos de todo el mundo... y fue como si aquellos a los que veían en ese preciso momento fueran casualmente los más ricos. Los ricos no tenían vacaciones: su vida entera era una sola vacación. Y hasta donde se veía —a lo largo y a lo ancho— la gente más rica del mundo no tenía gemelos, y sobre todo no niñas. Y antes que nada: la gente rica era la que llevaba el sur al sur. Un empleado de los trenes del sur siempre vivía en pleno norte.

Por fin regresaron y volvieron a las labores. El aparato morse repiqueteaba sin descanso. Y la lluvia caía.

Fallmerayer levantó los ojos del escritorio. Eran las cinco de la tarde. Aunque el sol no se había puesto, el crepúsculo se anticipaba con la lluvia, que en el vidrio del techo del andén tamborileaba sin descanso, justo como el telégrafo solía repiquetear.

Y era un apacible e interminable diálogo de la técnica con la naturaleza. Los grandes y azulados sillares bajo el techo de cristal del andén estaban secos. Pero los rieles y, entre las parejas de rieles, los diminutos guijarros refulgían a pesar de la oscuridad en la húmeda magia de la lluvia.

Aunque el jefe de estación Fallmerayer no era ningún espíritu imaginativo, le pareció sin embargo que ese día era un día especialmente fatídico, y comenzó a temblar mientras miraba por la ventana. En 36 minutos debía llegar el tren rápido a Merano. En 36 minutos —así le pareció a Fallmerayer— la noche habría caído... una noche terrible. Arriba de su oficina, en el primer piso, alborotaban como siempre las gemelas; él oía sus pasitos cortos, infantiles y aun así un poco brutales. Abrió la ventana. Ya no hacía frío. La primavera venía por las montañas. Se escuchaba el habitual silbido de locomotoras haciendo maniobras y las voces de los ferrocarrileros y el sordo y traqueteante impacto de los vagones al ser acoplados. Sin embargo, Fallmerayer sentía que las locomotoras silbaban ahora de una forma especial. Era un hombre completamente ordinario, y nada le parecía más singular que el hecho de creer percibir la siniestra voz de un destino extraordinario en todos los ruidos habituales y nada sorprendentes de ese día. Pero, en efecto, fue ese día cuando tuvo lugar la siniestra catástrofe cuyas consecuencias habrían de transformar completamente la vida de Adam Fallmerayer.

II

Ya desde B, el expreso había reportado un ligero retraso. Dos minutos antes de que llegara a la estación L y a causa de una aguja mal colocada, chocó contra un tren de carga que esperaba. He ahí la catástrofe.

Con una linterna que empuñó rápidamente y que era del todo inútil, el jefe de estación Fallmerayer corrió por los rieles hasta salir al encuentro del escenario de la tragedia. Había sentido la necesidad de tomar cualquier objeto; le parecía imposible correr hacia el siniestro con las manos vacías, en cierto modo desarmadas. Corrió diez minutos sin abrigo, sintiendo el constante latigazo de la lluvia en la nuca y los hombros.

Cuando llegó al lugar del percance, ya se había iniciado el rescate de los cadáveres, de los heridos y de los atrapados. Comenzó a oscurecer aún más violentamente, como si la noche misma se apresurara a llegar a tiempo al horror y a engrandecerlo. Los bomberos de la pequeña ciudad llegaron con antorchas que chisporroteando y crepitando resistían denodadamente a la lluvia. Trece vagones yacían destrozados en los rieles. Al maquinista y al fogonero, ambos muertos, ya se los habían llevado. Ferrocarrileros y bomberos y pasajeros trabajaban con

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herramientas recogidas al azar entre los escombros. Los heridos se quejaban lastimeramente, la lluvia bramaba, las antorchas chisporroteaban. El jefe de estación tiritaba en la lluvia. Sus dientes castañeaban. Tenía la sensación de que, como los otros, debía hacer algo, y al mismo tiempo tenía miedo de que se le impidiera ayudar porque él mismo podría ser responsable de la tragedia. A este o a aquel entre los ferrocarrileros que lo reconocían y lo saludaban de prisa en medio del empeñoso esfuerzo, intentaba decirles cualquier cosa con una voz sin tono, algo que habría podido ser lo mismo una orden que una petición de que se le perdonara. Pero nadie lo oía. Nunca como entonces se había sentido tan superfluo en el mundo. Y ya empezaba a lamentar no haber estado él mismo entre las víctimas cuando su mirada errabunda se posó en una mujer a la que se acababa de colocar en una camilla. Ahí estaba, abandonada por los asistentes que la habían salvado, los grandes ojos fijos en las antorchas mas próximas, cubierta hasta la cadera con una piel gris plata y evidentemente incapaz de moverse. Sobre su ancho rostro grande y pálido caía la infatigable lluvia, al tiempo que titilaba el vacilante fuego de las antorchas. El rostro mismo alumbraba: un rostro plateado y húmedo en mágica alternancia de fuego y sombra. Las manos largas y blancas yacían sobre la piel, asimismo inmóviles, dos maravillosos cadáveres. Al administrador de la estación le pareció que esa mujer reposaba en la camilla como en una gran isla blanca de silencio, en medio de un mar ensordecedor de ruidos y rumores, y que incluso esparcía silencio. En realidad era como si todas las personas, rápidas y solícitas, quisiera esquivar la camilla. ¿Ya había muerto? ¿Ya no era necesario ocuparse de ella? El jefe de estación Fallmerayer se acercó lentamente a la camilla.

La mujer aún estaba viva. Había quedado ilesa. Cuando Fallmerayer se inclinó hacia ella, dijo sin esperar la pregunta del hombre —incluso como si tuviera un cierto miedo a sus preguntas— que no le faltaba nada y que creía poder levantarse. A lo sumo tenía que lamentar la pérdida de su equipaje. Por supuesto que podía levantarse. Y de inmediato se dispuso a hacerlo. Fallmerayer la ayudó. Tomó la piel con la izquierda, abrazó los hombros de la mujer con la derecha, esperó hasta que ella se levantó, puso la piel sobre sus hombros y después el brazo sobre la piel, y así, sin hablarse, caminaron juntos algunos pasos sobre rieles y escombros hacia la cercana caseta de un guardagujas, subieron los pocos escalones y llegaron a una calidez seca e iluminada.

—Siéntese aquí tranquila unos minutos —dijo Fallmerayer—. Tengo cosas que hacer allá afuera. No tardo.

En ese mismo momento supo que mentía y que lo hacía probablemente por primera vez en su vida. Sin embargo, la mentira le parecía perfectamente comprensible. Y aunque en esa hora no hubiera deseado nada más ansiosamente que permanecer junto a ella, aun así le habría resultado terrible aparecer ante sus ojos como un inútil que no tenía otra cosa que hacer mientras afuera había miles de manos salvando y ayudando. Por eso se apresuró a salir... y, para su propia sorpresa, encontró el ánimo y la fuerza para salvar, ayudar, dar aquí una orden y allá un consejo, y aunque todo el tiempo — mientras ayudaba, salvaba y trabajaba— tenía que pensar en la mujer, y aunque la idea de que después ya no iba a poder verla era cruel y aterradora, permaneció siempre activo en el escenario de la tragedia por miedo de que pudiera regresar demasiado pronto y mostrar de ese modo su inutilidad delante de la desconocida. Y como si lo persiguiera su mirada y lo enardeciera, adquirió muy pronto confianza en su palabra y en su inteligencia y se mostró como un ayudante diestro, inteligente y animoso.

Así trabajó unas dos horas pensando constantemente en la desconocida que esperaba. Después que los médicos y los enfermeros proporcionaron la asistencia

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necesaria a los heridos, se dispuso a volver a la caseta del guardagujas. Al doctor que conocía le dijo a toda prisa que allá había otra víctima de la catástrofe. Con algo de orgullo consideró sus manos arañadas y su uniforme sucio. Condujo al médico al refugio del guardagujas y saludó a la mujer —que no parecía haberse movido de su sitio— sonriendo con la alegría natural de quien vuelve a encontrarse con alguien a quien conoce desde hace tiempo.

—¡Revise a la dama! —le dijo al médico y se dirigió hacia la puerta. Esperó afuera unos minutos. Luego salió el medico y dijo: —Un pequeño shock, nada mejor. Lo mejor es que se quede aquí. ¿Tiene usted

sitio en su departamento? —¡Por supuesto! ¡Por supuesto! —respondió Fallmerayer. Y juntos llevaron a la

desconocida a la estación y, subiendo la escalera, la dejaron en el departamento del jefe de la misma.

—En dos o tres días estará completamente repuesta —dijo el médico. En ese momento Fallmerayer deseó que transcurrieran muchos más días.

III

Fallmerayer cedió su cuarto y su cama a la desconocida. La mujer del jefe de estación anduvo muy activa entre la enferma y las niñas. Dos veces al día se presentaba el propio Fallmerayer. A las gemelas se les exigió la más estricta calma.

Un día después se borraron los rastros de la tragedia, dio comienzo la investigación, se interrogó a Fallmerayer y se destituyó el guardagujas culpable. Como antes, dos veces al día pasaban volando los expresos frente al jefe de estación, que como siempre los saludaba.

La noche siguiente a la catástrofe Fallmerayer supo el nombre de la desconocida: era una condesa Walewska, rusa, de las cercanías de Kiev, de viaje entre Viena y Merano. Se encontró y se le entregó una parte de su equipaje: cafés y negras maletas de cuero que olían a piel de Rusia y a un perfume desconocido. Y así olía ahora todo el departamento de Fallmerayer.

Desde que se le dio su cama a la desconocida, él ya no dormía en su recámara, junto a la señora Fallmerayer, sino abajo, en su cuarto de servicio. Es decir: no dormía en absoluto. Permanecía despierto. En la mañana, como a las nueve, entraba en el cuarto donde descansaba la desconocida. Le preguntaba si había dormido y desayunado bien y se sentía a gusto. Venía con violetas frescas hacia el florero de la consola, donde las viejas se habían alzado el día anterior; retiraba las flores viejas, ponía las nuevas en agua limpia y luego se paraba al pie de la cama. Delante de él estaba la mujer, recostada en la almohada que era suya, bajo la cobija que era suya. Fallmerayer murmuraba algo incomprensible. Con grandes ojos oscuros, con un rostro fuerte y blanco, amplio como un paisaje distante y dulce, la mujer desconocida descansaba sobre la almohada y bajo la cobija del jefe de estación.

—Siéntese, por favor —le decía ella, dos veces al día. Hablaba el alemán duro y extraño de una rusa; tenia una voz profunda y extraña. Toda la magnificencia de la vastedad y de lo desconocido se hallaba en su garganta.

Fallmerayer no se sentaba: —Perdóneme, pero tengo mucho que hacer —decía, se daba vuelta y se alejaba. Así transcurrieron seis días. Al séptimo, el doctor aconsejó a la mujer continuar

su viaje. Su esposo la aguardaba en Merano. Por fin partió y dejó tras de sí un aroma inextinguible a piel de Rusia y a un perfume sin nombre.

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IV

Este extraño aroma permaneció en la casa, en la memoria, hasta podría decirse que en el corazón de Fallmerayer con una fuerza mucho mayor que la catástrofe. Y durante las semanas siguientes, en las cuales se investigaron detenidamente y de acuerdo a lo prescrito las causas más precisas y los sucesos más detallados del siniestro, y en las que Fallmerayer fue interrogado un par de veces, éste no cesó de pensar en la mujer y, como aturdido por el olor que ella había dejado en torno suyo y dentro de él, dio respuestas casi embrolladas a preguntas precisas. Si su trabajo no hubiera sido relativamente fácil y él mismo no se hubiera convertido desde años atrás en un componente casi mecánico del servicio, ya no habría podido ejercerlo con la conciencia limpia. Sigilosamente, esperaba en cada correo una noticia de la mujer. No dudaba de que ella escribiría, como era lo correcto, para agradecer la hospitalidad. Y, en efecto, un día llegó de Italia una gran carta azul oscuro. La Walewska escribía que había continuado con su esposo el viaje hacia el sur. En ese momento se encontraba en Roma. Ella y su esposo querían viajar hasta Sicilia. Para las gemelas llegó al otro día una linda canasta de frutas, y del esposo de la condesa Walewska para la esposa del jefe de estación un paquete de rosas pálidas y fragantes. Había tardado mucho —escribió la condesa— antes de encontrar tiempo para dar las gracias a sus bondadosos anfitriones, pero había seguido sintiéndose conmocionada hasta mucho tiempo después de su arribo a Merano y había requerido de reposo. Fallmerayer llevó de inmediato las frutas y las flores al departamento. Pero la carta, aunque había llegado un día antes, la retuvo un poco más. Frutas y rosas despedían un aroma muy fuerte del sur, sólo que a él le parecía como si la carta de la condesa tuviera un aroma más poderoso. Era una carta breve. Fallmerayer la sabía de memoria: conocía perfectamente el lugar de cada palabra. Escrita con tinta lila y con rasgos grandes y presurosos, las letras eran como una hermosa multitud de pájaros esbeltos, extraños, con raras plumas, que revoloteaban contra el fondo azul profundo. "Ania Walewska" decía la firma. Acerca del nombre de pila de la mujer, que nunca se atrevió a preguntarle, desde tiempo atrás sentía una gran curiosidad, como si ese nombre fuera uno de sus secretos encantos corporales. Ahora que lo conocía, era para él como si ella le hubiera regalado un dulce secreto. Y por celos, a fin de guardarlo sólo para él, se resolvió a mostrar la carta a su mujer sólo dos días más tarde. Desde que conocía el nombre de la Walewska, se dio cuenta de que el de su mujer (se llamaba Clara) no era hermoso. Cuando vio con qué manos tan indiferentes la señora Clara desdoblaba la carta de la desconocida, recordó también las manos de ésta... así, como si las viera por primera vez, sobre la piel, unas manos inertes, dos centelleantes y plateadas manos. Entonces hubiera debido besarlas —pensó por un momento.

—Una carta muy amable —dijo su mujer y la puso a un lado. Sus ojos eran azules como acero y mostraban conciencia del deber, no tristeza. La señora Clara Fallmerayer poseía la aptitud de valorar incluso las preocupaciones como deberes y de encontrar una satisfacción en la pesadumbre. Fallmerayer, a quien semejantes reflexiones y ocurrencias siempre le habían sido extrañas, creyó reconocer esto último de golpe. Y aquella noche pretextó una repentina obligación en el trabajo, evitó la recámara matrimonial, se acostó a dormir abajo, en el cuarto de servicio, e intentó convencerse de que arriba, encima de él, en su cama, aún dormía la desconocida.

Pasaron los días, los meses. De Sicilia llegaron todavía dos pintorescas tarjetas postales con rápidos saludos. Ahí estaba el verano, un verano caluroso. Cuando se aproximó el periodo de vacaciones, Fallmerayer decidió no salir a ninguna parte. Mandó a la mujer y a las niñas a veranear a Austria. Él se quedó y continuó en el

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servicio. Por primera vez desde el casamiento se separaba de su mujer. En silencio se había prometido demasiado de esta soledad: únicamente cuando se quedó solo empezó a notar que de ninguna manera había querido estar solo. Revolvió todos los cajones buscando la carta de la mujer. Pero ya no la encontró. Tal vez la señora Fallmerayer la había destruido mucho tiempo antes.

Regresaron la esposa y las niñas. Se acabó julio. Fue entonces cuando se produjo la movilización general.

V

Fallmerayer era alférez en la reserva del vigésimo primer batallón de caza. Como hacía un servicio relativamente importante, le hubiera sido posible, como a otros colegas, permanecer todavía un tiempo en la provincia. No obstante, Fallmerayer se puso el uniforme, empacó sus cosas, abrazó a sus hijas, besó a su mujer y viajó hacia el batallón. Dejó el servicio al asistente de la estación. La señora Fallmerayer lloró y las niñas se regocijaron porque veían a su padre con una ropa desacostumbrada. La señora Fallmerayer no dejó de sentirse orgullosa de su esposo... pero sólo en el momento de la partida. Reprimió las lágrimas. Sus ojos azules estaban llenos de una amarga conciencia del deber.

En cuanto al propio jefe de estación, sólo sintió la cruel decisión de esta hora cuando estuvo en un compartimiento con algunos compañeros. Sin embargo, creyó sentir que se diferenciaba de todos los oficiales presentes en el compartimiento por una indeterminada serenidad. Se trataba de oficiales de reserva. Todos habían dejado atrás una casa amada. Y todos eran en esa hora soldados entusiastas al mismo tiempo que padres desconsolados, hijos desconsolados. Fallmerayer era el único a quien le pareció que la guerra lo había liberado de una situación desesperada. Ciertamente, las gemelas le inspiraban compasión. También su mujer. Ciertamente, también su mujer. Pero mientras los compañeros —en cuanto empezaron a hablar de su terruño— reflejaban en los semblantes y en los gestos toda a ternura de la que eran capaces, para Fallmerayer —si quería igualarlos— era como si tuviera que poner en la mirada y en la voz una inquietud exagerada, si bien no falsa, tan pronto como comenzaba a hablar sobre los suyos. Y de hecho hubiera tenido más ganas de hablar con sus compañeros sobre la condesa Walewska que sobre su casa. Se obligó a guardar silencio. Y se dio cuenta de que mentía doblemente: primero, porque callaba aquello que lo movía íntimamente, y segundo porque de vez en cuando contaba algo acerca de su mujer y sus hijas... de las que en ese momento se sentía mucho más distante que de la condesa Walewska, una mujer de un país enemigo. Empezó a despreciarse un poco.

VI

Ingresó en el ejército, fue al campo de batalla, combatió. Fue un soldado valeroso. Escribió las habituales cartas de afecto desde el campo a la casa. Fue condecorado y ascendido a teniente. Fue herido y pasó al hospital. Tuvo derecho a vacaciones pero renunció a ellas y regresó a la lucha. Peleó en el Este. Durante el tiempo libre, entre escaramuzas, inspecciones y asaltos, empezó a estudiar ruso en libros descubiertos por azar. Y lo hizo casi con voluptuosidad. En medio del hedor de los gases, del olor de la sangre, de la lluvia, de las ciénagas, del fango, del sudor de los vivos y del olor de los cadáveres en descomposición, Fallmerayer perseguía el extraño aroma de la piel

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de Rusia y el innominado perfume de la mujer que alguna vez descansó en su cama, en su almohada, debajo de su cobija. Aprendió la lengua materna de esta mujer y se imaginó que hablaba con ella, en su idioma. Aprendió ternuras, discreciones, excelsas ternuras rusas. Hablaba con ella. Estaban separados por una gran guerra mundial y aun así habló con ella. Conversó con prisioneros de guerra rusos. Su oído extremadamente aguzado lo hizo captar las tonalidades más tiernas, y con una lengua fluida las repitió. Cada nuevo sonido de la lengua extranjera que aprendía lo acercaba más a la mujer extranjera. Ya nada supo aparte de lo último que había visto de ella: rápidos saludos y firma rápida en una tarjeta banal. Pero ella vivía para él; lo esperaba. Pronto debería hablar con ella.

Como sabía ruso, cuando a su batallón lo destinaron al frente del sur, él pasó a uno de los regimientos conocidos poco después como de ocupación. Pasó primero como intérprete al comando de división y de ahí al "puesto de noticias" y de "inteligencia". Finalmente llegó a las cercanías de Kiev.

VII

Había retenido muy bien el nombre Solowienki. Más que retenido: ese nombre se le había hecho íntimo y familiar.

Resultó fácil encontrar el nombre de la finca que pertenecía a la familia Walewski. Se llamaba Solowki y se hallaba a tres verstas al sur de Kiev. Fallmerayer cayó en una dulce agitación, opresiva y dolorosa. Sentía un agradecimiento infinito hacia el destino que lo había llevado a la guerra y a ese lugar, y simultáneamente experimentaba una angustia inefable ante todo aquello que apenas ahora lo esperaba. Guerra, asaltos, herida, proximidad de la muerte: todos eran acontecimientos sumamente pálidos comparados con aquel que ahora era inminente. Todo había sido sólo una preparación (quién sabe: tal vez insuficiente) para el encuentro con la mujer. ¿Realmente estaba preparado para todas las contingencias? ¿Ella se encontraba siquiera en casa? ¿La invasión enemiga no la habría forzado a buscar regiones más seguras? Y, si vivía en su casa, ¿no estaría con ella su esposo? De cualquier manera había que ir y ver.

Fallmerayer mandó enganchar los caballos y partió. Era una madrugada de mayo. Pasó en un carro de dos ruedas muy ligero frente a

prados florecidos y viajó por un camino arenoso y serpenteante a través de una región casi deshabitada. Había soldados marchando y haciendo sonar sus estoperoles y sus sables: se dirigían a hacer los ejercicios de siempre. Ocultas en la alta bóveda de un azul luminoso, trinaban las alondras. Densas y oscuras manchas de bosquecillos de abetos se alternaban con la clara y alegre plata de los abedules. Y el viento matutino trajo de la remota lejanía el canto intermitente de los soldados que se hallaban en distantes barracas. Fallmerayer pensó en su infancia, en la naturaleza de su terruño. Había nacido y crecido no lejos de la estación donde sirvió hasta el estallido de la guerra. También su padre había sido empleado de los ferrocarriles: un empleado menor, jefe de almacén. Toda la infancia de Fallmerayer, como su vida posterior, estuvo colmada por los ruidos y los olores del ferrocarril y también por los de la naturaleza. Las locomotoras silbaban y sostenían diálogos con el júbilo de las aves. La pesada bruma de la hulla se sobreponía a la fragancia de los campos florecientes. El humo gris de las máquinas se confundía con los nubarrones azules sobre las montañas, hasta formar una sola niebla de dulce melancolía y nostalgia. ¡Cuan diferente el mundo de aquí!, alegre y triste a la vez; ya nada de la bondad secreta en una pendiente suave y apacible: aquí había saúcos exiguos y ya nada de plenas

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umbelas atrás de las cercas cuidadosamente pintadas. Cabañas chaparras con techos de paja amplios y bajos como caperuzas; pueblos diminutos, perdidos en la vastedad y aun así como ocultos en aquella superficie fácil de abarcar con la vista. ¡Qué distintos eran los países! ¿Eran así también los corazones humanos? ¿Y ella me entenderá? —se preguntó. ¿Ella me entenderá? Y mientras más se acercaba a la finca de los Walewski, tanto más violentamente llameaba la pregunta en su corazón. Mientras más se aproximaba, tanto más seguro le parecía que la mujer se hallaba en la casa. Pronto ya no dudó de que sólo unos minutos lo separaban de ella. Sí, estaba en casa. Justo al principio de la avenida de ralos abedules que anunciaba el paulatino ascenso a la mansión, Fallmerayer saltó del carro y continuó el caminó a pie para que así durara un poco más. Un viejo jardinero le preguntó qué se le ofrecía. Quería ver a la condesa, dijo Fallmerayer. Voy a darle aviso, dijo el hombre; se alejó lentamente y volvió al poco tiempo. Sí, la señora condesa estaba y podía recibirlo.

Por supuesto, la Walewska no lo reconoció. Lo tomó por una de las muchas visitas militares que había tenido que recibir en los últimos tiempos. Le ofreció asiento. Su voz, profunda, oscura, extraña, lo asustó y a la vez le resultó grata y familiar: un estremecimiento íntimo, un susto bien conocido, recibido con cariño, ansiado desde hacía incontables años.

—Me llamo Fallmerayer —dijo. Ella por supuesto había olvidado el nombre. —Usted se acordará —comenzó él—. Soy el jefe de estación en L. Ella se le acercó y tomó sus manos. Y él volvió a respirarlo: a oler ese aroma que

durante tantos años lo había perseguido, circundado, alimentado, lastimado, consolado. Las manos de ella descansaron un momento en las suyas.

—¡Oh!, ¡cuente, cuente usted! —le pidió la Walewska, y él relató brevemente cómo le había ido—. ¿Y su mujer y sus hijas? —le preguntó.

—¡No he vuelto a verlas! —dijo Fallmerayer—. Nunca tomé vacaciones. Aquí se produjo un breve silencio. En la amplia y baja habitación encalada de

blanco y casi desnuda, el sol de la mañana reposaba dorado y satisfecho. Algunas moscas zumbaban en las ventanas. Fallmerayer miró sin decir palabra el

ancho y blanco rostro de la condesa. Tal vez ella lo entendió. Se levantó para cerrar la cortina de una de las tres ventanas, la del centro.

—¿Demasiada luz? —preguntó. —¡Mejor oscuro! —respondió Fallmerayer. Ella regresó a la mesita, de donde tomó una campanilla. Llegó el viejo sirviente;

ella le pidió té. No cedió el silencio entre los dos: por el contrario, iba creciendo hasta que les trajeron el té. Fallmerayer fumaba. Mientras ella le servía, él le preguntó de repente:

—¿Y dónde está su esposo? Ella esperó hasta llenar la taza, como si antes tuviera que pensar en una respuesta

cautelosa: —¡En el frente, por supuesto! —dijo después—. Desde hace tres meses no sé nada

de él. Por ahora no podemos dirigirnos cartas. —¿Esta usted muy preocupada? —preguntó Fallmerayer. —Claro que lo estoy —replicó ella—, como me imagino que lo estará su esposa por

usted. —Perdóneme. ¡Qué tonto soy! —dijo Fallmerayer y bajó la mirada hacia la taza de

té. La condesa le siguió contando que se había negado a abandonar la casa. Otros

habían huido. Ella no huía, ni de sus campesinos ni tampoco del enemigo. Aquí vivía con cuatro criados, dos caballos de silla y un perro. El dinero y las joyas los había

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enterrado. Durante un buen rato buscó una palabra: no sabía cómo se dice "enterrado" en alemán.

Fallmerayer dijo la palabra rusa. —¿Sabe usted ruso? —le preguntó ella. —Sí —respondió—. Lo estudié. Lo aprendí en la guerra —y continuó en ruso—, por

usted, para usted, para poder hablar alguna vez con usted fue por lo que aprendí ruso. Ella le confirmó que lo hablaba perfectamente, como si él hubiera dicho esa frase

tan llena de sentido sólo para probar su dominio de la lengua. De este modo la condesa transformó la confesión de Fallmerayer en un ejercicio de estilo carente de importancia. Pero justo esa respuesta le comprobó a él que ella lo había entendido perfectamente.

Ahora quiero retirarme —pensó él. Se puso de pie inmediatamente. Y sin esperar su invitación y sabiendo muy bien que ella interpretaría correctamente su descortesía, le dijo:

—¡Vendré nuevamente en los próximos días! Ella no contestó. Él besó su mano y partió.

VIII

Partió... ya no dudó de que su destino empezaba a cumplirse. Es una ley —se dijo—. Es imposible que un ser humano se sienta atraído tan irresistiblemente y que el otro permanezca cerrado. Ella siente lo que yo siento. Y si aún no me ama, pronto habrá de amarme.

Despachó sus obligaciones con la acostumbrada formalidad del funcionario y del oficial. Decidió tomar por lo pronto dos semanas de vacaciones, las primeras desde que lo habían llamado a filas. Su nombramiento como teniente tenía que producirse en unos días. Fallmerayer quiso todavía aguardarlo.

Dos días después volvió a ir a Solowki. Se le dijo que la condesa Walewska no estaba en casa y que no la esperaban para antes del mediodía.

—Bien —dijo él—. Entonces esperaré en el jardín. Y, como no se atrevieron a pedirle que se fuera, lo llevaron al jardín posterior de

la casa. Levantó la vista hacia los ventanales y conjeturó que la condesa se hallaba en casa

y se negaba a recibirlo. De hecho creyó ver el destello de un vestido claro detrás de este o de aquel ventanal. Esperó con paciencia y realmente tranquilo.

Regresó a la casa cuando sonaron las doce en la iglesia cercana. La señora Walewska ya estaba ahí y en ese momento bajaba por la escalera con un vestido negro, estrecho, cerrado hasta arriba, un delgado collar de perlas en el cuello y una pulsera de plata en la fina muñeca izquierda. A Fallmerayer le pareció que se había puesto esa armadura por causa suya... y fue como si al fuego que ardía eternamente en su corazón le hubiera brotado un pequeño fuego más, muy particular. El amor encendió nuevas luces. Fallmerayer sonrió.

—Tuve que esperar mucho —dijo—, pero lo hice con gusto, como usted sabe. En el jardín de atrás he mirado hacia los ventanales y he imaginado que tenía la dicha de verla. Así se me fue el tiempo.

La condesa le preguntó si quería comer, pues ya era la hora. Por supuesto, replicó él; tenía hambre.

Pero de los tres platillos que se sirvieron sólo tomó porciones muy insignificantes. La condesa contó sobre el estallido de la guerra, sobre cómo habían tenido que

volver a toda prisa a casa desde El Cairo, sobre el regimiento de guardia de su marido

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y los camaradas de éste, sobre su juventud y su padre y su madre y después sobre su infancia. Era como si buscara historias de un modo compulsivo e incluso estuviera dispuesta a inventar alguna sólo para impedir hablar a Fallmerayer, que de cualquier modo estaba callado, acariciándose el pequeño bigote rubio y escuchando al parecer atentamente. Pero escuchaba el aroma que irradiaba la mujer con mucha mayor intensidad que sus palabras. Incluso sus poros estaban atentos. Y, por lo demás: también las palabras de ellas, su lenguaje, olían. De cualquier manera, él adivinó todo lo que ella pudo contarle. Nada en ella era capaz de ocultársele. ¿Qué podía esconderle esa mujer? Aquel austero vestido no protegía su cuerpo de la mirada conocedora de Fallmerayer. Y él sintió el anhelo de sus manos hacia ella, la nostalgia de unas manos que deseaban llegar hasta la mujer. Cuando se levantaron le dijo que aún pensaba quedarse: hoy tenía día libre, pero en unos días iba a tomar vacaciones, tan pronto como fuera ascendido a teniente. ¿A dónde quería irse de viaje? —le preguntó la condesa.

—¡A ninguna parte! —respondió—. ¡Quiero quedarme con usted! Ella lo invitó a quedarse tanto como quisiera... hoy y después. Ahora se veía

obligada a dejarlo solo y a darse una vuelta por la casa. Si quería venir, había suficientes habitaciones en la casa, tantas que no tendrían necesidad de estorbarse el uno al otro.

Él se despidió. Puesto que ella no podía quedarse a su lado, dijo, entonces prefería volver a la ciudad.

Cuando subió al carro, ella esperó en el umbral de la casa, con su austero vestido negro, con su claro y amplio rostro. Y cuando él tomó el fuete, ella alzó lentamente la mano en un medio saludo forzadamente refrenado.

IX

Más o menos una semana después de esta visita, el recién nombrado teniente Adam Fallmerayer obtuvo sus vacaciones. A todos sus camaradas les dijo que iba a viajar a casa. Pero en realidad se dirigió a la mansión de los Walewski, tomó un cuarto en el piso bajo que se había dispuesto para él, comió todos los días con la señora de la casa, conversó con ella acerca de muchos temas indiferentes y lejanos, contó acerca del frente y nunca puso atención al contenido de sus palabras; se hizo contar cosas y no las escuchó. No durmió por las noches: durmió al igual que años antes en el edificio de la estación, durante los seis días durante los que la condesa había pernoctado encima de él, en su cuarto. También ahora imaginaba por las noches arriba suyo, arriba de su cabeza, de su corazón.

Una noche asfixiante en que caía una lluvia benigna, Fallmerayer se levantó, se vistió y salió de la casa. En la espaciosa escalera alumbraba una linterna amarilla de petróleo. Tranquila estaba la casa; tranquila, la noche; tranquila, la lluvia, cayendo como sobre delicada arena, y su canto monótono era la canción misma de la tranquilidad nocturna. De repente rechinó la escalera. Fallmerayer oyó el ruido aunque se hallaba ante el portón. Se volvió. Había dejado abierto el pesado portón y vio a la condesa Waleska bajar la escalera. Estaba perfectamente vestida, como durante el día. Él se inclinó sin decir una palabra. Ella se aproximó. Así permanecieron, mudos, algunos segundos. Fallmerayer oyó sus propios latidos. Le pareció que también el corazón de ella latía tan fuerte como el suyo. Y al mismo ritmo. El aire era ahora como más bochornoso; del portón abierto no llegaba ninguna brisa. Fallmerayer dijo:

—¡Caminemos por la lluvia! Voy por el abrigo.

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Y sin esperar un asentimiento se precipitó en su cuarto, regresó con el abrigo, lo puso en los hombros de ella igual que alguna vez le había puesto una piel: en aquel entonces, durante la inolvidable noche de la catástrofe, y luego puso el brazo encima del abrigo, Y así caminaron hacia la noche y hacia la lluvia.

Recorrieron la avenida; a pesar de la húmeda penumbra, los troncos esbeltos y ralos alumbraron como si fueran de plata, como si estuvieran iluminados por una luz encendida en el interior. Y, como si este fulgor plateado de los más tiernos árboles del mundo encendiera la ternura de su corazón, Fallmerayer apretó más el brazo contra el hombro de la mujer y notó a través del duro material empapado del abrigo la complaciente bondad del cuerpo; durante un rato le pareció que ella se estrechaba contra él, pero un momento después había de nuevo una distancia entre sus cuerpos. La mano soltó entonces el hombro, se alzó palpando hacia el pelo mojado de ella, pasó rozando la oreja mojada, tocó el rostro mojado. Y en el mismo momento los dos se detuvieron, se volvieron el uno hacia el otro, se abrazaron; el abrigo se deslizó de los hombros y cayó sordo y pesado en la tierra. Y así, en medio de la lluvia y de la noche, estuvieron cara a cara, boca a boca. Y se besaron largamente.

X

Cierta vez el teniente Fallmerayer iba a ser trasladado a Shmerinka, pero, con muchos esfuerzos, consiguió quedarse. Estaba completamente resuelto a quedarse. Cada mañana y cada noche bendecía la guerra y la ocupación. A nada le temía más que a una paz repentina. Para él, el conde Walewski estaba muerto desde hacía mucho, caído en el frente o asesinado por soldado comunistas sediciosos. Eternamente habría de durar la guerra, eternamente el servicio de Fallmerayer en ese sitio, en ese puesto.

Nunca más la paz sobre la tierra. Fallmerayer había caído en una despreocupación justo como les sucede a algunos

hombres, a quienes el exceso de su pasión les enceguece los sentidos, les roba el discernimiento, les trastorna el entendimiento. Le parecía que sólo él estaba sobre la tierra, él y la prenda de su amor. Pero, por supuesto, indiferente a su persona, el grande e intrincado destino del mundo continuó avanzando. Vino la Revolución. De ningún modo había contado con ella el teniente y amante Fallmerayer.

Sin embargo, como suele ocurrir en las horas de gran peligro, el violento golpe del momento extraordinario también sacudió su razón adormecida, y con redoblada cautela cayó rápidamente en la cuenta de que era indispensable salvar la vida de la mujer amada, la suya propia y sobre todo la convivencia de ambos. Y como en medio de la confusión provocada por los repentinos acontecimientos aún le quedaban, gracias a su grado militar y a algunos servicios especiales, recursos de auxilio e incluso de poder para lo más inmediato, se apresuró a aprovecharlos rápidamente. Y así, dentro de los primeros dos días —en los cuales se desplomó el ejército austriaco, el alemán salió de Ucrania, los rojos rusos iniciaron su invasión y los campesinos, de nuevo sublevados, se dirigieron contra las propiedades de sus antiguos señores, incendiándolas y saqueándolas—, logró poner a disposición de la condesa Walewska dos carros bien protegidos, media docena de hombres fieles con armas y municiones y víveres para aproximadamente una semana.

Una tarde (la condesa se resistía aún a abandonar su casa), apareció Fallmerayer con los carros y sus soldados y obligó a su amante con palabras duras y casi con violencia física a recoger las joyas que tenía enterradas en el jardín y a disponerse para el viaje. Esto duró una noche entera. Cuando vino clareando la mañana gris y

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húmeda del tardío otoño, estaban listos para emprender la huida. En el auto más amplio, con techo de lona, se encontraban los soldados. Un chofer militar dirigía el vehículo de pasajeros que seguía al primero y en el que iban la condesa y Fallmerayer. Habían resuelto no viajar en dirección oeste, como hacía entonces todo el mundo, sino hacia el sur. Podía suponerse, con seguridad, que todas las carreteras del país que conducían al oeste estarían congestionadas por tropas en reflujo. ¡Y quién sabe qué debía esperarse en las fronteras de los estados occidentales recién surgidos! De cualquier modo era posible —y, como se evidenció después, era ya incluso un hecho— que en las fronteras occidentales del reino ruso hubieran dado inicio nuevas guerras. Además, en Crimea y en el Cáucaso la condesa Walewska tenía parientes ricos y poderosos, de quienes de cualquier forma aún podía esperarse ayuda en estas circunstancias cambiantes, si es que se necesitara. Y lo más importante: un agudo instinto decía a los dos amantes que en un tiempo en que el caos absoluto reinaba en toda la tierra, el mar eterno tenía que ser la única libertad. Al mar querían llegar antes que a otra parte. A cada uno de los hombres que debían acompañarlos hasta el Cáucaso le prometieron una considerable suma de oro puro. Y, con buen ánimo, aunque con la natural excitación, emprendieron el camino. Como Fallmerayer había preparado muy bien todo y había previsto cualquier accidente probable o improbable, en un lapso muy breve (cuatro días en total) lograron llegar a Tiflis. Ahí despidieron a los acompañantes, les pagaron la recompensa acordada y conversaron exclusivamente al chofer hasta Bakú. También hacia el sur y hacia Crimea habían huido muchos rusos del estrato noble y del burgués pudiente. Aunque habían considerado encontrarse con parientes, evitaron ser vistos por conocidos. Antes bien, Fallmerayer se preocupó por hallar un barco que pudiera llevarlos a Bakú, al puerto más seguro. En esas circunstancias fue inevitable encontrarse con familias que conocían de cerca o de lejos a la condesa y que también buscaban un barco que los salvara. Y la condesa no pudo menos de dar información mendaz sobre la persona de Fallmerayer y sobre las relaciones entre ambos. Finalmente descubrieron que sólo en compañía de los otros sería posible llevar a cabo la fuga. Se pusieron de acuerdo con otros que querían abandonar Rusia por el mar, encontraron al fin un capitán confiable de un vapor de apariencia un poco frágil y viajaron primero a Constantinopla, de donde todavía salían regularmente barcos a Italia o a Francia.

Tres semanas después llegaron a Monte Carlo, donde los Walewski habían comprado una pequeña villa antes de la guerra. Y entonces Fallmerayer se creyó en el apogeo de su felicidad y de su vida. Lo amaba la mujer más bella del mundo. Ella estaba siempre junto a él, exactamente como su poderosa imagen había vivido a su lado por tanto tiempo. En ella vivía ahora él mismo. En sus ojos veía cada hora su propio reflejo, cuando se le acercaba... y apenas había una hora del día en la que no estuvieran en la mayor proximidad. Esta mujer, que poco tiempo antes aún hubiera sido demasiado orgullosa para obedecer el deseo de su corazón o de sus sentidos: esta mujer estaba ahora entregada sin propósito y sin voluntad a la pasión de Fallmerayer, un jefe de estación de las líneas austriacas del sur: ella era su hija, su amante, su mundo. Tan libre de aspiraciones como Fallmerayer vivía la condesa Walewska. La tormenta del amor que desde la noche fatídica de la catástrofe en la estación L comenzó a crecer en el corazón de Fallmerayer, arrastró a la mujer, la arrasó, la alejó miles de millas de su origen, de sus costumbres, de la realidad en la que había vivido. Fue raptada hacia un país completamente extraño, de sentimientos e ideas nuevos. Y este país se había convertido en su tierra. No les importaba todo lo que sucediera en el ancho y perturbado mundo. Los bienes que ella había traído consigo les aseguraban una vida libre de trabajo durante varios años. Tampoco se preocupaban por el futuro. Cuando visitaban las mesas de juego, lo hacían por efecto de una alegría

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desbordante. Podían darse el lujo de perder dinero... y realmente lo perdieron como para hacer justicia al refrán según el cual es afortunado en el amor quien es desafortunado en el juego. Los dos se sentían felices con cada pérdida, como si aún necesitaran de la superstición para estar seguros de su amor. Pero, como todos los felices, estaban propensos a poner a prueba su felicidad para acrecentar en lo posible si es que resistía.

XI

Aun teniendo la condesa Walewska a su Fallmerayer para ella sola, no era capaz (como sólo pueden serlo muy pocas mujeres) de amar por largo tiempo, sin temer la pérdida del amado (pues es a menudo el temor de las mujeres de perder al hombre lo que aumenta su pasión y su amor). Y así, aunque Fallmerayer no le había dado ningún motivo, empezó a exigirle que se separara de su mujer y renunciara a sus hijas y a su puesto. Fallmerayer escribió de inmediato a su primo Heinrich, quien ocupaba un alto puesto en el Ministerio de Educación en Viena, y le comunicó que había concluido definitivamente su vida anterior, y —como no quería ir a Viena— pidió, si esto era posible, que un buen abogado se encargara de formalizar el divorcio.

Un curioso azar —le contestó días después el primo Heinrich— había dispuesto que su nombre se encontrara desde dos años antes en la lista de los desaparecidos. Y como él mismo nunca había dado noticias de sí, su esposa y sus parientes ya lo contaban entre los muertos. Desde hacía mucho un nuevo jefe administraba la estación de L. Desde hacía mucho su esposa y las gemelas vivían en Brün con sus padres. Lo mejor sería seguir callando, bajo el supuesto de que Fallmerayer no tuviera ningún problema con las representaciones austriacas en el extranjero con respecto al pasaporte y esas cuestiones.

Fallmerayer dio las gracias a su primo y prometió escribirle en adelante sólo a él, ofreció ser discreto y mostró la correspondencia a su amante. Ella se tranquilizó. Ya no temblaba por Fallmerayer. Sin embargo, atacada una vez por aquella angustia misteriosa que la naturaleza siembra en la mujer profundamente enamorada (tal vez, quién sabe, para asegurar la existencia del mundo), la condesa Walewska exigió a su amante un hijo... y, desde el momento en que este deseo surgió en ella, comenzó a imaginarse las excelentes virtudes de ese hijo, comenzó a consagrarse en cierto modo al inconmovible fervor por el niño. Atrevida, irreflexiva, viva como era, vio en su amante (cuyo desmesurado amor había despertado en ella su hermosa y natural falta de juicio) el modelo de la superioridad razonable y mesurada. Y nada le pareció más importante que traer al mundo a un niño que habría de reunir sus propios méritos con los incomparables de su amado.

Se embarazó. Fallmerayer —agradecido, como todos los hombres enamorados, tanto con el destino como con la mujer que lo ayudó a realizarlo— no cabía en sí de felicidad. Su ternura ya no tuvo límites. Irrefutablemente confirmados veía su propia personalidad y su amor. La vida aún no daba inicio. Se esperaba a la criatura en seis meses. Sólo dentro de seis meses comenzaría la vida.

Mientras tanto, Fallmerayer había cumplido cuarenta y cinco años.

XII

Entonces, un día, en la villa de los Walewski apareció un desconocido, un caucasiano de nombre Kirdza-Schwili, y comunicó a la condesa que el conde

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Walewski —gracias a una feliz fortuna y salvado al parecer por una imagen sagrada de San Procopio, bendecida en el monasterio de Prokoschni— había eludido las iniquidades de la guerra y a los bolcheviques y se hallaba en camino hacia Monte Cario. Debía llegar en unos quince días. Él, el mensajero, el antiguo atamán de cosacos Kirdza-Schwili, iba rumbo a Belgrado en una misión de la contrarrevolución zarista. Ya había cumplido su encargo —dijo— y querría partir.

La condesa Walewska le presentó a Fallmerayer como fiel administrador de la casa. Mientras el caucasiano estuvo presente, Fallmerayer guardó silencio. Acompañó al huésped una parte del camino. Cuando regresó, sintió por primera vez en la vida una punzada aguda y repentina en el pecho.

Su amada leía en una silla junto a la venta. —¡No puedes recibirlo! —dijo Fallmerayer— ¡Huyamos! —Le diré toda la verdad —replicó ella—. ¡Nos quedamos aquí! —¡Vas a tener un hijo mío! —dijo Fallmerayer—. ¡Es una situación imposible! —¡Te quedas aquí hasta que venga! ¡Lo conozco! Entenderá todo —respondió la

mujer. A partir de ese momento ya no hablaron del conde. Esperaron. Esperaron hasta que un día llegó un despacho suyo. Arribó una tarde. Fueron

juntos a recogerlo a la estación. Dos conductores lo bajaron del vagón. Un maletero acercó una silla de ruedas. Lo

sentaron en la silla. Él levantó hacia la mujer la cara amarilla, huesuda, alargada. Ella se inclinó hacia él y lo besó.

Con las largas manos azules de frío y descarnadas él intentó, siempre infructuosamente, jalar dos cobijas cafés sobre las piernas. Fallmerayer lo ayudó.

Fallmerayer vio la cara del conde, una cara larga, amarilla, huesuda, con nariz afilada, ojos claros, boca delgada y un bigote negro y colgante. Transportaron al conde por el andén como a una parte más del equipaje. Su mujer caminó detrás de la silla de ruedas; Fallmerayer, por delante.

Fallmerayer y el chofer tuvieron que subirlo al auto. En el techo se acomodó la silla.

Tuvieron que cargarlo para meterlo en la villa. Fallmerayer sostuvo la cabeza y los hombros; el sirviente, los pies.

—Tengo hambre —dijo el conde. Cuando pusieron la mesa, resultó que no podía comer solo: su mujer tuvo que

darle. Y cuando, después de una comida cruelmente silenciosa, se acercó la hora de dormir, el conde dijo:

—Tengo sueño. Acuéstenme. La condesa Walewska, el sirviente y Fallmerayer cargaron al conde hasta su

cuarto en el primer piso, donde se le había dispuesto una cama. —¡Buenas noches! —dijo Fallmerayer. Alcanzó a ver cómo su amada ponía

correctamente las almohadas y se sentaba en la orilla de la cama.

XIII

Fallmerayer partió inmediatamente. Nunca más volvió a oírse hablar de él.

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El busto del emperador

I

Die Büste des Kaisers (1934)

En la antigua Galitzia Oriental, en la actual Polonia, muy lejos de la única línea ferroviaria que une Przemysl y Brody, queda el pueblo Lopatyny, de donde a continuación pretendo contar una historia curiosa.

El lector perdone, amistosamente, al narrador el que anticipe un comentario histórico-político a los hechos que tiene que participar. Los caprichos desnaturalizados que la historia del mundo ha mostrado en los últimos tiempos, lo obligan a ese comentario.

Los más jóvenes de sus lectores quizá necesitan saber que una parte del territorio del Este, que hoy pertenece a la República Polaca, fue una de las muchas provincias de la Corona de la antigua monarquía austro-húngara hasta el final de la gran guerra, a la que llaman Guerra Mundial.

En el pueblo Lopatyny vivía el descendiente de una antigua estirpe polaca, el Conde Franz Xaver Morstin —de una estirpe que, dicho sea de paso, provenía de Italia y había emigrado a Polonia en el siglo XVI—. El Conde Morstin había servido de joven en la Novena de Dragones. No se consideraba a sí mismo ni como polaco ni como italiano; ni como aristócrata polaco ni como aristócrata de origen italiano. No: como muchos de sus correligionarios de las otrora provincias de la Corona de la monarquía austro-húngara, era simplemente uno de los tipos más finos y nobles del austriaco; es decir, un hombre supranacional y, por lo tanto, un aristócrata auténtico. Si, por ejemplo, se le hubiera preguntado —pero ¿a quién se le hubiera ocurrido una pregunta tan sin sentido?— a qué nación o a qué pueblo se sentía pertenecer, el Conde se hubiera quedado sin entender lo suficiente y quizá se hubiera indignado. ¿De acuerdo a qué indicios hubiera tenido que determinar su pertenencia a esta o aquella nación? Hablaba bien casi todos los idiomas europeos, estaba como en su tierra natal en casi todos los países europeos, sus amigos y parientes vivían dispersos en el vasto mundo. La Monarquía Real e Imperial era precisamente una pequeña imagen del vasto mundo, y por eso era la única patria del Conde. Uno de sus cuñados era capitán del distrito en Sarajevo; otro, consejero de gobierno en Praga; uno de sus hermanos servía como teniente de artillería en Bosnia; uno de sus primos era consejero de la embajada en París; otro, terrateniente en el Banat húngaro; un tercero estaba en el servicio diplomático de Italia; un cuarto vivía desde hacía años en Pekín sólo por inclinación hacia el lejano Oriente. De tiempo en tiempo, Franz Xaver solía visitar a sus parientes, lógicamente con más frecuencia a aquellos que vivían dentro de la Monarquía. Eran, como decía él mismo, sus "viajes de inspección" privados. En ellos, no sólo estaban completados sus parientes, sino también sus amigos, algunos antiguos compañeros de la Academia Teresiana, que vivían en Viena. El Conde Morstin se detenía ahí dos veces al año (dos semanas y más). Cuando recorría a lo largo y a lo ancho y por el centro su patria múltiple, le agradaba sobre todo cada característica absolutamente específica, que se repetía en tipos eternamente iguales y, sin embargo, distintos, en todas las estaciones, en todos los quioscos, en todos los edificios públicos, escuelas e iglesias de todas las provincias de la Corona del Reino. En todas partes, los policías llevaban el mismo sombrero de pluma o el mismo casco rojizo con el pomo dorado y la reluciente águila bicéfala de los Habsburgo; en todas

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partes estaban las puertas de los reales e imperiales tabaqueros pintadas con las bandas diagonales negro y amarillo; en todas partes, los financieros llevaban el mismo portépées verde (casi floreciente) en los sables relumbrantes; en cada guarnición había las mismas camisas de uniforme y los pantalones de gala negros de los oficiales de infantería que deambulaban en el Corso, los mismos pantalones rojos de los soldados de caballería, las mismas guerreras cafés de la artillería; en todas partes de este reino grande y variado, cada tarde, cuando los relojes de las torres eclesiásticas daban las nueve, se tocaba, al mismo tiempo, la misma retreta, consistente en preguntas matizadamente vigorosas y respuestas melancólicas. En todas partes, había los mismo cafés con bóvedas difusas, nichos obscuros donde los jugadores de ajedrez se acurrucaban como pájaros raros, con los aparadores repletos de vasos resplandecientes y botellas de colores, administrados por cajeras de grandes tetas y un rubio dorado. Casi en todas partes, en todos los cafés del Imperio, el mesero patilludo caminaba sigilosamente, las rodillas algo temblorosas, los pies estirados hacia adelante, la servilleta en el brazo; una humilde imagen lejana de los viejos servidores de la Corona, todos los policías, todos los financieros, todos los tabaqueros, todas las barreras, todos los trenes, todos los pueblos. Y en cada tierra se cantaban otras canciones, y en cada lugar se hablaban varios idiomas distintos. Y, lo que entusiasmaba especialmente al Conde, era el negro-amarillo jovial y festivo, que brillaba cordialmente en medio de los distintos colores, que "contenía a Dios"; entre todas las canciones populares resonaba con peculiar color local el alemán de los austriacos, totalmente particular, nasal, negligente, suave, y que recordaba a un idioma medieval, que se hacía nuevamente audible en los idiomas y dialectos de los pueblos. Como cada austriaco de aquellos tiempos, Morstin amaba lo permanente en constante variabilidad, lo habitual en el cambio y lo familiar en medio de lo inusual. Así, lo extranjero se le hacía más íntimo sin perder su colorido y el terruño tenía el encanto eterno de lo extraño.

En su pueblo Lopatyny, el Conde era más que cualquier instancia oficial, a las cuales conocían y temían obreros y campesinos; más que el juez de la pequeña capital de distrito más cercana; más que el capitán de ese mismo distrito; más que los altos oficiales que cada año comandaban las tropas en las maniobras, hacían cabañas y casas para los cuarteles y, sobre todo, representaban aquel poder bélico especial de las maniobras, que es más imponente que el poder bélico de la guerra verdadera. A la gente de Lopatyny le parecía que el de "Conde" ni era sólo un título nobiliario, sino también un importante título oficial. La realidad no los desmentía pues debido a su evidente reputación, el Conde Morstin podía reducir impuestos; exentar del Servicio Militar a los hijos enfermizos de algunos judíos; promover el recurso de gracia; perdonar o disminuir el castigo de quienes habían sido juzgados duramente; conseguir descuentos en los ferrocarriles para los más pobres; castigar legalmente a gendarmes, policías y funcionarios públicos que abusaran de su poder; hacer que candidatos a magisterio que esperaban un puesto fueran nombrados suplentes del Gymnasium; de suboficiales retirados podía hacer comerciantes, carteros y telegrafistas; "becarios" de estudiantes hijos de campesinos pobres y judíos. ¡Con qué gusto llevaba a cabe todo esto! De hecho era una instancia no prevista por el Estado, sin duda más ocupada que la mayoría de las oficinas públicas, que él tenía que visitar para hacer diferentes gestiones. Para cumplir con sus obligaciones, utilizaba dos secretarios y tres escribanos. Además fiel a la tradición de su casa, ejercía "la caridad señorial", como se le llamaba en el pueblo. Desde hacía más de cien años, cada viernes, mendigos y vagabundos de los alrededores se reunían frente al balcón de la Casa Morstin para recibir de los lacayos monedas de cobre envueltas en papel. Normalmente, el Conde aparecía en el balcón y saludaba a los pobres. Y, cuando

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agradecía a los mendigos que le agradecían, era como si el benefactor y beneficiarios intercambiaran agradecimientos.

Dicho sea de paso: no era siempre la bondad del corazón lo que daba origen a esta caridad, sino una de aquellas leyes no escritas de esas familias nobles. Sus antepasados se preciaban de haber practicado la beneficencia, la ayuda y la protección por mero amor al pueblo. Sin embargo, durante la transformación de la estirpe esa bondad se había enfriado y petrificado paulatinamente como un deber y una tradición. Por lo demás, el vehemente altruismo del Conde Morstin era su única actividad y distracción. Le daba un gran señorío a su vida bastante ociosa, pues, a diferencia de sus vecinos e iguales, no le interesaba ni la cacería, ni una meta, ni un sentido, ni una benéfica confirmación permanente de su poder. Haberle conseguido una tabaquería a éste, a aquel una licencia, a un tercero un puesto, a un cuarto una audiencia, hacía que su conciencia se sintiera tan satisfecha como su orgullo. Pero si fracasaba alguna mediación para cualquiera de sus protegidos, se intranquilizaba su conciencia y su orgullo se sentía herido. Y no cedía, y apelaba a todas las instancias hasta imponer su voluntad; es decir, la de sus protegidos. Por eso, el pueblo lo amaba y lo honraba. Pues el pueblo no tiene una idea exacta de los motivos que mueven al hombre poderoso a ayudar a los pequeños e insignificantes. Simplemente quiere ver a un "buen Señor" —y es más noble en su confianza infantil en los poderosos que la de los fieles del magnánimo. El más preciado y profundo deseo del pueblo es saber a los poderosos justos y nobles. Sin embargo, se venga cruelmente cuando los Señores lo decepcionan— igual que un niño que, por ejemplo, destruye totalmente locomotora de juguete cuando ha fallado una vez. Por eso, se le dan al pueblo poderosos justos y juguetes estables, como a los niños.

Ciertamente, el Conde Morstin no pensaba semejantes consideraciones cuando ejercía la protección, la caridad y la justicia. Pero estas consideraciones, que quizá habían conducido a algunos sus antepasados a la práctica de la caridad, compasión y la justicia, influían vivamente en la sangre, —o, como se dice ahora, en el subconsciente— de su vástago.

Y así como se sentía obligado a ayudar a los débiles, de la misma forma sentía estima, respeto y obediencia ante aquellos que se encontraban en más alta posición que él. La persona de Su Real Imperial Majestad, a la cual había servido, era para él una aparición siempre extraordinaria. Le hubiese sido imposible, por ejemplo, ver al Emperador simplemente como un hombre. La fe en la jerarquía transmitida estaba asentada tan fuertemente en alma de Franz Xaver, que amaba al Emperador no a causa de sus características humanas, sino de las imperiales. Renunciaba a cualquier trato con amigos, conocidos y parientes, si en su presencia pronunciaban alguna palabra sobre el Emperador irrespetuosa a su parecer. Quizá ya entonces se sospechaba, mucho antes de la caída de la monarquía que los chistes ligeros pueden ser más letales que los atentados de los criminales y las conversaciones serias, renovadoras del mundo, más ambiciosas y rebeldes. Ciertamente, la historia le hubiera dado entonces la razón a las sospechas del Conde Morstin. La antigua monarquía austro-húngara no moría de ninguna manera en el pathos hueco de los revolucionarios, sino en la irónica incredulidad de los que hubieran debido ser su confiable sostén.

II

Un día cualquiera, un par de años antes de la guerra a la que llaman Guerra Mundial, le fue comunicado "confidencialmente" al Conde Morstin que las próximas

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maniobras imperiales tendrían lugar en Lopatyny y sus alrededores. El Emperador viviría en su casa un par de días, una semana o más. Morstin fue presa de un gran nerviosismo sincero: fue a ver al Capitán de Distrito; deliberó con las autoridades políticas y civiles y con las autoridades municipales de las pequeñas ciudades cercanas; hizo que se dotara de uniformes y sables nuevos a los policías y serenos de los alrededores; se confió al clero de las tres confesiones: al Padre católico griego y al católico romano y al rabino de los judíos; le escribió un discurso al alcalde ruteno de la ciudad, que no podía leerlo, pero que se lo aprendió de memoria con la ayuda del maestro; compró vestiditos blancos para las muchachitas del pueblo; alertó a los comandantes de los regimientos circunvecinos... y todo eso "confidencialmente", —de forma que ya a principios de la primavera, mucho antes de las maniobras, por toda la región se sabía que el Emperador mismo estaría presente en éstas. En aquel entonces el Conde ya no era joven. Enjuto y prematuramente encanecido, soltero, algo extraño a los ojos de sus robustos correligionarios, un poco "raro" y "como de otro mundo". Nadie en la región había visto una mujer cerca de él. Nunca había hecho el intento de casarse. Nunca se le había visto beber, nunca jugar, nunca amar. No tenía otra pasión visible que la de combatir la "cuestión de las nacionalidades". En aquel tiempo, esa "cuestión de nacionalidades" empezó a volverse violenta. Todos reconocían —queriendo o teniendo que fingir que querían— las distintas naciones que había en el territorio de la antigua monarquía. Como es sabido, en el siglo XIX se había descubierto que si un individuo quería ser reconocido realmente como tal debía pertenecer a una raza o nación determinada. "De la humanidad a la bestialidad a través de la nacionalidad", esa escuela elemental de la bestialidad que hoy padecemos. Credo nacional; por aquel tiempo, se veía claramente que daba origen y respondía a la naturaleza vulgar de todos aquellos que aspiraban a la posición vulgar de una nación moderna. Normalmente eran fotógrafos que eran además bomberos voluntarios de oficio; autodenominados pintores artísticos que por falta de talento no encontraban cobijo en la Academia de Artes Plásticas y, por lo tanto, se habían vuelto rotulistas o empapeladores; maestros de primaria descontentos, que hubieran sido felices maestros de secundaria; ayudantes de farmacia a los que les hubiera gustado ser doctores; dentistas que no podían llegar a odontólogos; oficinistas menores de correo o ferrocarriles; empleados de banco; guardabosques y, en general en cada nación austriaca, aquellos que reclamaban una reputación ilimitada dentro de la sociedad burguesa. Lentamente habían renunciado a las altas posiciones. Y todos aquellos que nunca habían sido sino austriacos en Tamopol, en Sarajevo, en Viena, en Brünn, en Praga, en Czernowitz, en Oderburgo, en Troppau, nunca nada más que austriacos, empezaban entonces, obedientes a la "exigencia de los tiempos", a reconocer a la "nación" polaca, checa, ucraniana, alemana, rumana, eslovena, croata, etcétera.

Por aquel tiempo aproximadamente, se introdujo en la monarquía el "voto directo, universal y secreto". El Conde Morstin lo odiaba tanto como el concepto moderno de "nación". Y solía decirle al tabernero judío Salomón Piniowsky, el único hombre de los alrededores a quien creía de alguna manera razonable: "¡Oye, Salomón! Ese imbécil de Darwin, que dice que el hombre desciende del mono, parece tener razón. ¡Al hombre ya no le basta con estar dividido en pueblos, no! Quiere pertenecer a determinadas naciones. Nacional —¡¿Lo oyes, Salomón?!—. A una idea como ésa no llegan los monos. La teoría de Darwin me parece incompleta. Quizá el mono descienda de los nacionalistas, pues el mono significa un progreso. Tú conoces la Biblia, Salomón, tú sabes lo que ahí está escrito, que al sexto día Dios creó al hombre, no al hombre nacional. ¿No es cierto, Salomón?"

"¡Absolutamente cierto, Señor Conde!", decía el judío Salomón.

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"Pero —continuaba el Conde— otra cosa: tenemos que esperar al Emperador este verano. Te daré dinero. Adornarás tu tienda e iluminarás la ventana, donde colocarás el retrato desempolvado del Emperador. Te regalaré una bandera negra y amarilla y la colgarás del techo. ¿Entendido?"

Sí, el judío Salomón Piniowsky lo entendía, como todos aquellos con quienes el Conde había hablado de la llegada del Emperador.

III

Las maniobras del Emperador tuvieron lugar en verano, y su Real, Imperial y Apostólica Majestad tomó residencia en el castillo del Conde Morstin. En la mañana, se veía al Emperador salir a caballo para hacer un reconocimiento de las prácticas, y los campesinos y los comerciantes judíos de los alrededores se congregaban para ver al anciano que los gobernaba. Y cuando aparecía en su comitiva, gritaban: viva y arriba y niech zyje —cada uno en su idioma.

Poco después de la partida del Emperador, se presentó ante el Conde Morstin el hijo de un campesino de la región, que quería ser escultor y había terminado un busto del Emperador en gres. Entusiasmado, el Conde Morstin prometió conseguirle una vacante en la Academia de Artes de Viena.

Hizo colocar el busto del Emperador delante de la entrada de su modesto castillo. Ahí permaneció durante años, hasta el estallido de la gran guerra, a la que llaman

Guerra Mundial. Antes de enrolarse voluntariamente, viejo, enjuto, calvo y demacrado, como se había vuelto con los años, el Conde Morstin hizo retirar el busto, empacarlo en paja y esconderlo en el sótano.

Ahí reposó hasta el final de la guerra y de la monarquía, el regreso del Conde Morstin y la instauración de la nueva República Polaca.

IV

El Conde Morstin estaba, por lo tanto, de regreso. Pero ¿se le podía llamar un regreso? Ciertamente, estaban los mismos campos, los

mismos bosques, las mismas casas y el mismo tipo de campesino —decimos el mismo tipo pues muchos de aquellos que había conocido el Conde, habían caído.

Era invierno y ya se sentía la Navidad. Como siempre, en ese tiempo, como alguna vez mucho antes de la guerra, helaba en Lopatyny, las cornejas se acurrucaban inmóviles en los castaños pelones, y en los campos, a los que daban las ventanas occidentales de la casa, soplaba el eterno viento silencioso del invierno oriental. Había (a consecuencia de la guerra) viudas y huérfanos en el pueblo: suficiente material para la bondad del Señor que volvía a su patria. Pero en lugar de saludar Lopatyny como una patria reencontrada, el Conde Morstin empezó a entregarse a meditaciones misteriosas y desusadas acerca del problema de su patria. Ahora, pensaba para sí, que este pueblo pertenece a Polonia y no a Austria ¿es todavía mi patria? ¿Qué es realmente patria? ¿No es determinado uniforme de policías y aduaneros que nos hemos topado en nuestra infancia, tan "patria" como el pino y el abeto, el pantano y el prado, las nubes y el arroyo? ¿No estaba en mi lugar de origen, en este lugar —seguía preguntándose el Conde— porque pertenecía a un Señor, al que también le pertenecían innumerables lugares de otro tipo que yo amaba? ¡Sin duda! Los caprichos forzados de la historia han destruido también mi alegría privada, a la que llamaba patria. Ahora, en todas partes se habla de la nueva patria. A sus ojos soy

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lo que se llama un apátrida. Siempre lo he sido. ¡Ay! Hubo una vez una patria auténtica, a saber, la única patria posible para los "apátridas". Era la antigua monarquía. Ahora soy un hombre sin lugar de origen, que ha perdido el verdadero terruño del eterno vagabundo.

Con la engañosa esperanza de poder olvidar la situación de su país, el Conde decidió viajar cuanto antes. Sin embargo, para su sorpresa, supo que para ir a los países que había elegido en su itinerario, necesitaba un pasaporte y eso que llaman visa. Estaba ya lo suficientemente viejo para visas y pasaportes y todas esas formalidades, que eran las primeras leyes después de la guerra acerca del trato entre hombre y hombre, para poder cumplir sueños fantásticos e infantiles. Pero, por culpa del destino, tener que pasar el resto de su vida en un sueño desierto y, sin embargo, con la esperanza de encontrar afuera, en otros países, una parte de aquella antigua realidad en la que había vivido antes de la guerra... Se sometió por ello a las exigencias de ese mundo fantasmagórico, tomó un pasaporte, consiguió visas y viajó primero a Suiza, al único país donde creía poder encontrar la antigua paz, sólo porque no había participado en la guerra.

Conocía Zürich desde hacía mucho, aunque no la había visto en doce años. Creía que no le daría nada especial, ni bueno ni malo. Su parecer coincidía con la opinión del mundo caprichoso, no del todo infundada, acerca de las honorables ciudades de los honorables suizos. ¿Ya qué podía pasar en ellas? De cualquier forma: para un hombre que venía de la guerra y del oriente de la antigua monarquía austriaca, lo apacible de una ciudad que sólo los prófugos de guerra habían conocido, era ya algo parecido a una aventura. En los primeros días, Franz Xaver Morstin se dedicó al sosiego largamente añorado. Comió, bebió y durmió.

Un día, empero, sucedió aquel odioso incidente en un bar de Zürich, que obligó al Conde Morstin a abandonar el país inmediatamente.

En aquel tiempo, en los periódicos de todos los países, se habían publicado frecuentemente las declaraciones de un banquero, que había tomado como garantía de préstamo a la familia imperial austriaca no sólo una parte considerable de las joyas de la corona habsbúrguica, sino también la antigua corona de los Habsburgo. Sin duda, esa noticia provenía de las bocas y plumas de los frívolos que llaman periodistas, y de ser cierta la noticia de que parte de la fortuna imperial había caído en manos de un banquero inescrupuloso, desde luego no la antigua corona de los Habsburgo, como Franz Xaver Morstin creía saber.

Una noche logró entrar a uno de los pocos bares nocturnos, sólo accesibles a conocedores, de la decente ciudad de Zürich, en la cual, como es sabido, está prohibida la prostitución, la inmoralidad es mal vista y el pecado tan aburrido como costoso. ¡No lo que el Conde buscaba! No: la apacibilidad había empezado a aburrirlo y lo preparaba para noches insomnes, y había decidido pasarlas en cualquier parte.

Empezó a beber en uno de los pocos rincones tranquilos que había en el lugar. Realmente le molestaban las lamparitas rojas, última moda americana, el blanco higiénico del cantinero, que le recordaba a un cirujano, el rubio artificial de las mujeres, que le evocaba a la asociación de boticarios, pero ¿a qué no se había acostumbrado ya ese pobre viejo austriaco? De cualquier forma, la tranquilidad que había logrado crear trabajosamente en ese entorno, se vio intempestivamente interrumpida, cuando se oyó gritar con voz cascada: "¡Y aquí, damas y caballeros, está la corona de los Habsburgo!"

Franz Xaver se levantó. En medio del largo bar, vio a un grupo numeroso y animado. Su primera mirada le reveló que todos los tipos que odiaba, a pesar de no haber tenido a sus exponentes de cerca hasta ese momento, estaban representados en esa mesa: rubias teñidas, con faldas cortas y rodillas deshonestas (además de

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horribles); dóciles adolescentes flacos de tez aceitunada, sonriendo con dientes impecables como los bustos propagandísticos de algunos dentistas, maleables, cobardes, elegantes y al acecho, un tipo de barbero malicioso; señores más grandes con pancitas y calvas cuidadosa pero inútilmente disimuladas, bonachones, lascivos, joviales y con las piernas chuecas; en resumen: una minoría selecta de ese tipo de hombres que administraron provisionalmente la herencia del mundo decadente para devolverla con ganancias un par de años más tarde en una herencia más moderna y asesina.

En cada mesa se levantaba uno de los vejetes, la hacía girar con la mano, se la ponía en la calva, caminaba alrededor de la mesa, se dirigía al centro del bar, bailoteaba, balanceaba a cabeza como con la corona y cantaba según la melodía de una canción popular de moda en ese entonces: "¡Así se lleva la divina corona!"

Al principio, Franz Xaver no entendió el sentido de ese desagradable espectáculo. Sólo comprendió que la concurrencia estaba compuesta por ancianos indignos (trastornados por maniquís de faldas arremangadas): mujeres de covacha que celebran su día libre, que se repartían los ingresos para la champagne y el propio cuerpo con los meseros; dandys ineptos que comerciaban divisas y mujeres, llevaban anchos hombros acolchonados y pantalones revoleros que parecían faldas de mujer; repugnantes corredores que conseguían casas, tiendas, ciudadanías, pasaportes, concesiones, buenos partidos matrimoniales, fes de bautismo, profesiones de fe, títulos nobiliarios, adopciones, burdeles y cigarros de contrabando. Era la sociedad que en todas las capitales de mundo europeo, comúnmente vencido, había decidido irrevocablemente vivir de la bazofia, con hocicos satisfechos y, sin embargo, insaciables; calumniaban al pasado, explotaban el presente y anunciaban un futuro halagador. Ésos eran los dueños del mundo después de la guerra. El Conde Morstin se vio a sí mismo como su propio cadáver. Ahora todos ésos bailaban sobre su tumba. Para preparar la victoria de estos hombres, cientos de miles habían muerto torturados —¡Y cientos de moralistas absolutamente honorables habían dispuesto la caída de la antigua monarquía, anhelado su ruina y la liberación de las naciones! Pero ahora, ahí podía verse que sobre la tumba del viejo mundo y alrededor de la cuna de las nacientes naciones, bailaban los fantasmas del American-bar nocturno. Morstin se acercó para ver mejor. La rara naturaleza de esos fantasmas carnales y bien alimentados había despertado su curiosidad. Y sobre el cráneo calvo del hombre que bailaba con las piernas chuecas, reconoció la imagen —ciertamente era la imagen— de la Corona de San Esteban. El mesero, diligente, contaba a sus clientes los extraordinarios pormenores. Caminó hacia Franz Xaver y le dijo: "ése es el banquero Walakin, un ruso. Dice poseer la corona de todos los monarcas deshonrados. Cada noche viene con una distinta. Ayer fue la de los Zares; hoy es la de San Esteban".

El Conde Morstin sintió que se le paraba el corazón, sólo un segundo. Pero en ese único segundo —más tarde le pareció que había durado por lo menos una hora— sufrió una transformación total en su interior. Era como si dentro de él creciera un Morstin extraño, aterrador, desconocido para él, que crecía y aumentaba, se ensanchaba, se adueñaba del cuerpo del viejo y, más aún, de todo el espacio del American-bar. Nunca en su vida, desde su infancia, Franz Xaver Morstin había conocido la ira. Tenía un ánimo suave, y la seguridad que le garantizaba su posición, su prosperidad, el brillo de su nombre, su significado, lo habían apartado también de toda la cruzada de este mundo, de aquel encuentro con la bajeza. De lo contrario, seguramente hubiera conocido la ira mucho antes. Era como si él mismo sintiera en ese único segundo, en el que se consumó su transformación, que el mundo se había transformado ya desde hacía mucho delante de él. Era como si entonces comprendiera que su propia transformación era únicamente consecuencia necesaria

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de la transformación general. Más que la ira para él desconocida, que en ese momento aumentaba y crecía en él y desbordaba los límites de su personalidad, debió haber crecido la infamia, la infamia de este mundo, la bajeza, que se había agazapado y escondido en las faldas de la aduladora "lealtad" y de la sumisión esclavizadora. Era como si él, que había creído que todos los hombres, sin tener que probarlos, gozaban por principio del atributo natural de la decencia, en ese momento entendiera el error de su vida, el error de todo corazón noble: dar crédito sin límite. Y su reconocimiento repentino lo llenó de aquella vergüenza hechiza, que es fiel hermana de la ira hechiza. Frente a la bajeza, el noble se avergonzó doblemente: porque lo avergonzaba su existencia, y también porque comprendía que su corazón había sido trastornado. Se sintió engañado —y su orgullo se rebeló en contra del hecho de que su corazón hubiera podido ser defraudado.

No estaba ya en condiciones de sopesar y reflexionar. Le parecía que ningún tipo de violencia podría ser lo suficientemente brutal para vengar y castigar la bajeza de aquel hombre, que cada noche bailaba con una corona distinta sobre el cráneo calvo. Un gramófono vociferaba la canción de "Hans, que algo hace con la rodilla". Las mujeres del bar chillaban, los jóvenes aplaudían, el barman —su blanco totalmente quirúrgico— tintineaba con vasos, cucharas, botellas, vertía y mezclaba, preparaba pócimas en recipientes metálicos, la misteriosa poción mágica de los nuevos tiempos, tintineaba, hacía ruido y miraba de vez en vez con un ojo benevolente, que al mismo tiempo calculaba el consumo, el teatro del banquero. Las lamparillas rojas temblaban a cada paso firme del calvo. La luz, el gramófono, los ruidos del barman, el arrullo y los chillidos de las mujeres, hicieron caer al Conde Morstin en una rabia sorprendente. Y sucedió lo increíble: por una vez en su vida, se volvió infantil y risible. Se armó con una botella medio vacía de Sekt y con un sifón azul, caminó hacia los desconocidos y mientras con la izquierda rociaba de agua mineral a los comensales, como si tratara de apagar un incendio espantoso, con la derecha estrelló la botella en la cabeza del bailarín. El banquero se desplomó en el suelo. La corona se le cayó de la cabeza. Y mientras el Conde se inclinaba para recogerla, como si en eso contribuyera a salvar la verdadera Corona y todo lo que representaba, se arrojaron sobre él meseros, mujeres y dandys. Aturdido por le perfume de las mujeres, el Conde fue sacado finalmente a la calle. Ahí, frente a la puerta del American-bar, el diligente mesero le presentó la cuenta en bandeja de plata, bajo el cielo libre, por decirlo así, en la lejana presencia de todas las estrellas indiferentes, pues era una serena noche de invierno.

Al día siguiente, el Conde regresó a Lopatyny.

V

¿Por qué —se dijo en el camino— no regresar a Lopatyny? Como mi mundo parece definitivamente vencido, ya no tengo una patria completa. Y es mejor que busque aún los escombros de mi antigua patria.

Pensó en el busto del Emperador Francisco José, que reposaba en el sótano, y en el cadáver de su Emperador que desde hacía mucho yacía en la Cripta de los Capuchinos.

Siempre fui un excéntrico —siguió pensando— en mi pueblo y en la región. Seguiré siendo un excéntrico.

Le telegrafió al administrador de su casa el día de su llegada.

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Y cuando llegó, se le esperaba como siempre, como en los viejos tiempos, como si no hubiera habido guerra, ni disolución de la monarquía, ni una nueva república política.

Pues uno de los más grandes errores de los nuevos —o, como se hacen llamar gustosos: modernos— estadistas, es creer que el pueblo (la "nación") se interesa por la política mundial tan vivamente como ellos mismos.

El pueblo no vive para nada de la política mundial —y por eso se diferencia gratamente de los políticos. El pueblo vive de la tierra que labra, del comercio que ejerce, de la artesanía que domina. (Sin embargo, vota en las elecciones, muere en guerras, paga impuestos en las dependencias hacendarias.) Al menos, así pasaba en el pueblo del Conde Morstin, en el pueblo de Lopatyny. Y la Guerra Mundial y el cambio del mapa europeo no habían cambiado la manera de vivir de Lopatyny. ¿Cómo? ¿Por qué? El sano entendimiento humano de los taberneros judíos, de los campesinos rutenos y polacos se defendió de los inconcebibles caprichos de la historia, que son abstractos; las inclinaciones y aversiones del pueblo son, sin embargo, concretas. El pueblo Lopatyny, por ejemplo, conocía desde hacía años a los Condes Morstin, los defensores del Emperador y de la Casa Habsburgo. Llegaban nuevos gendarmes, pero un secuestrador es un secuestrador, y el Conde Morstin es el Conde Morstin. Bajo el dominio de los Habsburgo, los hombres de Lopatyny habían sido dichosos y desdichados —según la voluntad de Dios.

Independientemente de cualquier cambio de la historia, de república y de monarquía, de la llamada autosuficiencia nacional o del nacionalismo represivo, en la vida de un hombre siempre hay una buena o mala cosecha, fruta fresca y podrida, ganado fecundo y enfermizo, pastos abundantes y magros, lluvia a tiempo y a destiempo, sol fructífero y el que trae consigo la aridez y la desgracia; para los comerciantes judíos el mundo constaba de clientes buenos y malos; para los taberneros, de bebedores fuertes y abstemios; para los artesanos era importante si la gente necesitaba o no techos nuevos, botas nuevas, pantalones nuevos, estufas nuevas, chimeneas nuevas, recipientes nuevos. Por lo menos, como se ha dicho, así eran en Lopatyny. Y en lo concerniente a nuestra opinión, parece que el vasto mundo no se diferencia mayormente del pequeño pueblito Lopatyny, como pretenden los dirigentes populares y los políticos. Tras haber leído periódicos, escuchado discursos, elegido diputados, discutido con amigos los acontecimientos mundiales, los decentes campesinos, artesanos y vendedores —y en las grandes ciudades también los trabajadores— vuelven a sus casas y talleres. Y en su casa los espera pesar o dicha: niños enfermos o sanos, mujeres peleoneras o apacibles, clientes morosos o cumplidores, acreedores insistentes o pacientes, una buena comida o una mala, una cama limpia o una sucia. Sí, estamos convencidos de que los hombres simples no se preocupan en absoluto por la historia, aunque hablen de ella profusamente los domingos. Pero, según se ha dicho, eso de acuerdo con nuestro punto de vista. Aquí sólo hemos hablado del pueblo Lopatyny. Y ahí era como aquí lo hemos descrito.

Cuando el Conde Morstin estuvo de regreso en su tierra, inmediatamente fue a ver a Salomón Piniowsky, el inteligente judío en quien, como en ningún otro hombre de Lopatyny, la ingenuidad y la inteligencia convivían armoniosamente como si fueran hermanas. Y el conde le preguntó al judío: "Salomón ¿qué opinas de este lugar?" "Señor Conde", dijo Piniowsky, "ya no opino nada. El mundo ha decaído, no hay Emperador, se eligen presidentes, y así sucesivamente. Así como cuando tengo un proceso busco un abogado eficiente, así todo el pueblo elige un abogado que lo defienda, pero me pregunto, Señor conde, ¿ante qué tribunal? De nuevo, ante el tribunal de otros abogados. Y el pueblo mismo no tiene proceso alguno, y tampoco tiene necesidad de defenderse; como todos sabemos, la existencia de los abogados

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sólo nos crea procesos hasta el cuello. Y, por lo tanto, ahora habrá procesos continuamente. Tengo todavía el retrato del viejo Emperador. ¿Qué debo hacer? Leo periódicos, me preocupo un poco por el negocio, un poco por el mundo, Señor Conde. Sé que lo hacen por estupidez. Pero nuestros campesinos no tienen idea. Sencillamente creen que el viejo Emperador ha introducido uniformes nuevos y liberado Polonia, y que ya no vive en Viena sino en Varsovia". "Déjalo", dijo el Conde Morstin.

Y fue a su casa e hizo sacar el busto del Emperador y lo puso frente a la entrada de su casa.

Y a partir del día siguiente, como si no hubiera habido guerra, como si no hubiera una nueva república polaca, como si el viejo Emperador no descansara desde hace mucho en la Cripta de los Capuchinos, como si el pueblo Lopatyny todavía perteneciera al territorio de la antigua monarquía, cada campesino que pasaba por el sendero se quitaba el sombrero delante del busto del Emperador en gres, y cada judío que pasaba con sus paquetitos susurraba la oración que ha de decir el judío piadoso a la vista del Emperador. Y el discretísimo busto, hecho en gres barato por la torpe mano de un joven campesino, el busto del Emperador muerto, en vieja guerrera, con estrellas, condecoraciones, vellocino de oro, conservado en piedra, como lo habían visto y amado los ojos de los jóvenes, con el tiempo ganó también un especial valor artístico totalmente propio —a los ojos del mismo Conde Morstin. Era como si el sublime representado, conforme pasaba el tiempo, mejorara y ennobleciera la obra que lo representaba. Como con conciencia artística, viento y clima trabajaban en la piedra ingenua. Era como si veneración y recuerdo también trabajaran en ese gres, y cómo si cada saludo, cada oración de un judío creyente ennobleciera hasta la perfección artística la obra desamparada de la joven mano campesina.

Así estuvo la imagen durante años frente a la casa del Conde, el único monumento que había habido en el pueblo Lopatyny, y del cual, con razón, todos los habitantes estaban orgullosos.

Sin embargo, para el Conde, que nunca más abandonó el pueblo, ese monumento significaba todavía más: le daba, al salir de su casa, la sensación de que nada había cambiado. Poco a poco —pronto se volvió viejo— de tiempo en tiempo, se sorprendía con pensamiento completamente insensatos. Durante horas —aunque había participado en la más violenta de todas las guerras— se quedaba con la impresión de que se había tratado de un sueño desolado, y todos los cambios que le siguieron habían sido sueños todavía más desolados. Aunque cada semana se percataba de que las recomendaciones para sus protegidos ya no servían en las oficinas públicas y los juzgados, pues los nuevos funcionarios se burlaban de él, no se ofendía ni se espantaba. Ya era sabido por todos, en las ciudades aledañas como en los alrededores, que "el viejo Conde estaba medio loco". Se decía que en su casa portaba el viejo uniforme de Capitán de Dragones con todas las órdenes y condecoraciones antiguas. Un día, un propietario de la región —un tal Conde Waleski—le preguntó si francamente aquello era verdad.

"Hasta ahora todavía no", respondió Morstin, "pero me da una buena idea. Voy a ponerme el uniforme —y no sólo en casa; lo traeré también fuera".

Y entonces eso también sucedió. A partir de ese momento, se vio al Conde Morstin en uniforme de Capitán de

Dragones austriaco —y ello causaba admiración en los pobladores, no sorpresa. El Capitán salía de su casa, saludaba marcialmente delante del mayor de todos sus Generales, delante del busto del Emperador Francisco José, muerto ya, y luego tomaba el camino acostumbrado entre dos puntos, siguiendo todo el camino de tierra que llevaba hasta la pequeña ciudad más cercana. Los campesinos se encontraban

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con él, se quitaban el sombrero y decían: "alabado sea Jesucristo", y añadían el tratamiento: "Señor Conde" —como si creyeran que el señor Conde era una especie de Salvador y dos títulos fueran mejores que uno. ¡Ay! ¡Desde hacía mucho no podía ayudarlos como los había ayudado anteriormente! Los pequeños campesinos estaban todavía más desprotegidos. ¡Pero él, el señor Conde, ya no era poderoso! Y como todos los que alguna vez habían sido poderosos, ahora valía menos que los desprotegidos; a ojos de los funcionarios casi pertenecía a la casta de los ridículos. Pero el pueblo Lopatyny y sus alrededores todavía creían en él, como creían en el Emperador Francisco José, cuyo busto solían saludar. A los campesinos y judíos de Lopatyny y sus alrededores, el Conde Morstin no les parecía ridículo sino reverente. Se honraba a su magra figura, seca, su pelo cano, su decaído semblante ceniciento, sus ojos, que parecían mirar hacia una lejanía sin fronteras; miraban hacia el pasado. Un día, el voivoda de Lwow, antiguamente llamada Lemberg, emprendió un viaje de inspección y tuvo que quedarse en Lopatyny para un asunto cualquiera. Para ello se le designó la casa del Conde Morstin, de la cual dispuso inmediatamente. Para su sorpresa, delante de la casa del Conde descubrió el busto del Emperador Francisco José. Lo contempló largamente hasta que decidió entrar a la casa y preguntarle directamente al Conde por el sentido de ese monumento. Pero habría de sorprenderse todavía más. Sí, se aterró ante la presencia del Conde Morstin, que venía al encuentro de voivoda en uniforme de un Capitán de Dragones austriaco. El propio voivoda era un "pequeño polaco"; es decir, provenía de la antigua Galicia. Él mismo había servido en el ejército austriaco. El Conde Morstin le pareció como un fantasma de un capítulo de la historia caduco para él, el voivoda, desde hacía mucho tiempo.

El voivoda calló la decisión que había adoptado, y dijo sonriente y como de paso: "¿siempre trae el viejo uniforme?"

"Sí", respondió Morstin, "soy demasiado viejo para ponerme uno nuevo. De civil, sabe, no me siento del todo bien desde este cambio de circunstancias. Temo que se me pueda confundir con cualquiera. "A su salud", continuó el Conde, levantó el vaso y bebió en honor de su huésped.

El voivoda se quedó todavía un poco antes de dejar el Conde y al pueblo Lopatyny, para seguir su viaje de inspección, regresar a su residencia y dar instrucciones de retirar el busto del Emperador de la casa del Conde Morstin.

Tales instrucciones llegaron finalmente al alcalde (llamado wojt) del pueblo Lopatyny y, por lo tanto, directamente a rápido conocimiento del Conde Morstin.

El Conde se encontró por primera vez en abierto conflicto con el nuevo poder, cuya presencia hasta ahora apenas había tomado en cuenta. Entendió que era demasiado débil para revelarse contra él. Recordó la escena de American-bar de Zürich. ¡Ay! Ya no tenía sentido cerrar los ojos al mundo nuevo de las nuevas repúblicas, de los nuevos banqueros y portadores de coronas, de las nuevas damas y caballeros, de los nuevos monarcas del mundo. Había que sepultar al viejo mundo, pero había que sepultarlo dignamente.

Y el Conde Franz Xaver Morstin llamó a su casa a diez de los más viejos habitantes del pueblo Lopatyny. Entre ellos se encontraba el judío, inteligente al tiempo que ingenuo, Salomón Piniowsky. Vinieron además el Padre católico griego y el católico romano y el rabino.

Y cuando todos estuvieron reunidos, el Conde Morstin empezó la siguiente alocución:

"Mis queridos conciudadanos: "Todos ustedes han conocido la antigua monarquía, su antigua patria. Desde hace

años está muerta, y he comprendido (no tiene ningún sentido no comprenderlo) que

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está muerta. Quizá resucite alguna vez; nosotros los viejos apenas lo veremos. Nos han pedido que quitemos el busto de Su Alteza Serenísima, el Emperador Francisco José Primero.

"¡No queremos olvidarlo, mis amigos! "Si los viejos tiempos están muertos, queremos proceder con ellos como se

procede con los muertos: queremos sepultarlos. "Por lo tanto, mis queridos amigos, les pido que dentro de tres días, enterremos

en el cementerio al Emperador muerto; es decir, su busto, con toda la solemnidad y la veneración que corresponde a un Emperador muerto."

VI

El ebanista ucraniano Nikita Kolohin hizo un magnífico ataúd de madera de roble. Tres emperadores muertos hubieran encontrado lugar en él.

El herrero polaco Jardislaw Wojciechowski forjó una violenta águila bicéfala de latón, que fue incrustada en la tapa del ataúd.

El escritor de la torah judía Nuchim Kapturak escribió con su pluma de ganso, en un pequeño rollo de pergamino, la oración de todos los judíos creyentes deben repetir al ver una cabeza coronada, la envolvió en hojalata martillada y la colocó en el féretro.

Temprano en la mañana —era un domingo caluroso— innumerables alondras invisibles trinaban bajo el cielo e innumerables grillos les respondían cuchicheando desde los prados. Los habitantes de Lopatyny se reunieron alrededor del monumento a Francisco José Primero. El Conde Morstin y el alcalde acostaron el busto en el grandioso ataúd. En ese momento, las campanas de la iglesia empezaron a sonar en la colina. Los tres clérigos se pusieron al frente del cortejo. Cuatro campesinos viejos y robustos cargaron el féretro en sus hombros. Tras él, con su sable desenvainado, cubierto con el casco gris de campaña de los Dragones, iba el Conde Franz Xaver Morstin, el más cercano en ese pueblo al Emperador muerto, solo en aquella soledad que llamaba a duelo, y tras él, con capa negra redonda sobre la cabezas plateada, el judío Salomón Piniowski, el sombrero redondo de terciopelo a la izquierda, la gran bandera amarilla y negra con el águila bicéfala levantada en la mano derecha. Y detrás de él, todo el pueblo, los hombres y las mujeres.

Las campanas de la iglesia repicaban, las alondras trinaban, los grillos cuchicheaban interminablemente.

La tumba estaba preparada. Se bajó el ataúd con la bandera extendida sobre él —y Franz Xaver Morstin saludó con el sable al Emperador por última vez.

Un sollozo surgió de la multitud como si se hubiera sepultado al Emperador Francisco José por primera vez, a la antigua monarquía y a la vieja patria. Los tres clérigos rezaron.

De esta formas, el viejo Emperador fue enterrado por segunda vez en el pueblo de Lopatyny, en la Galicia de aquel entonces.

Un par de semanas más tarde, la noticia de este suceso llegó a los periódicos, que escribieron un par de palabras burlonas al respecto bajo la rúbrica "glosas".

VII

El Conde Morstin, sin embargo, abandonó el país. Actualmente vive en la Riviera, un hombre viejo, consumido, que juega a las cartas y ajedrez con viejos Generales rusos. Un par de horas al día, escribe sus memorias. Quizá no tengan valor literario,

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pues el Conde Morstin no tiene práctica literaria alguna, ni tampoco ambiciones. Pero como es un hombre de una gracia y un tipo especial, de vez en cuando ha logrado un par de frases memorables, como, por ejemplo, las que a continuación transcribo con su autorización.

"He comprobado", escribe el Conde, "que los inteligentes pueden volverse tontos; los sabios, estúpidos; los profetas auténticos, mentirosos; los amantes de la verdad, falsos. Ninguna virtud humana tiene permanencia en esta tierra fuera de una, única: la auténtica piedad. La fe no puede decepcionarnos, ya que no nos promete nada sobre la tierra. El verdadero creyente no nos decepciona porque no busca ventajas sobre la tierra. Aplicado a la vida de los pueblos, quiere decir que buscan inútilmente las llamadas virtudes nacionales, más dudosas que las individuales. Por eso odio naciones y Estados nacionales. Mi antigua patria, la monarquía, era una gran casa con muchas puertas y habitaciones para muchos tipos de hombres. Se ha dividido la casa, separado, demolido. No tengo ya nada que buscar ahí. Estoy acostumbrado a vivir en una casa, no en cabinas."

Así escribe el viejo Conde, triste y orgulloso. Serena, apaciblemente, espera la muerte. Quizá también tenga nostalgia de ella,

pues ha dispuesto en su testamento ser sepultado en el pueblo de Lopatyny —y no, por cierto, en la cripta familiar, sino junto a la tumba en que yace el Emperador Francisco José, el busto del Emperador.

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Joseph Roth

por Guillermo Cabrera Infante

No hay que confundir a Joseph Roth con el novelista Phillip Roth, ni con el escritor Henry Roth (también nacido en Austria-Hungría), ni con la estrella de cine Lillian Roth, que tuvo más de quince minutos de fama (de hecho fue una hora y media) con su biografía fílmica Lloraré mañana, en que Lillian se muestra más alcohólica que Joseph —si esto es posible. Roth tampoco es Grosz, el pintor de caricaturas de la sociedad alemana. Aunque hay una cierta verdad en la analogía negativa: Roth, el novelista, fue con su pluma (o con su máquina de escribir) un caricaturista de genio y una o dos frases le bastaban para revelar —o desvelar, en los dos sentidos de la palabra— a un personaje y no sólo su carácter, sino su entera biografía. El reino de Francisco José (o para decir su nombre varias veces real, Franz Joseph) se extendió en el tiempo desde 1848 hasta 1916, esa casi eternidad en que fue emperador de Austria y rey de Hungría. Dice el escritor J.M. Coetzee cuando habla de los cincuenta millones de súbditos del emperador: "Menos de un cuarto de ellos hablaba alemán como primera lengua. Aun dentro de Austria misma cada dos personas eran eslavos de una forma o de otra: checos, eslovacos, polacos, eslovenos, serbios, croatas y ucranianos". La Primera Guerra Mundial se originó, según los austriacos, por culpa de los bosnios y los herzegovinos, cuando el estudiante anarquista Gavrilo Princip, nacido en Serbia, asesinó al archiduque Francisco Fernando y a su consorte durante una visita que hacían, precisamente, a Sarajevo. La fecha, junio 28 de 1914, ha quedado grabada con fuego en la historia —de acuerdo con Borges, no sólo universal sino también infame. Cuando se firmó el armisticio (que hizo que un oscuro Adolf Hitler cambiara de pintor para escritor y escribiera su atroz Mein Kampf, donde hizo célebre la frase "La historia me absolverá"), en 1918, no sólo Adolfo sino Segismundo (Freud) lamentó la firma del Tratado de Versalles y sus consecuencias: "Austro-Hungría no existe ya más", exclamó Freud, "y no quiero vivir en ninguna otra parte del mundo". Para continuar diciendo: "Seguiré viviendo con el torso y me imaginaré que es el cuerpo completo". Otros, siguiendo a su cabeza, se escaparon del torso en un salto de la sartén conocida a otro fuego más querido y se mudaron de Viena a Berlín. Unos pocos aunque célebres siguieron viviendo en el torso mutilado cuando el imperio fue desmembrado: entre ellos estuvieron Freud y otro médico notorio, Arthur Schnitzler. Están además los que dieron el salto preferido al cine (Fritz Lang, Fred Zinnemman, Billy Wilder) y a la capital de la decadencia y las orgías perennes entre los tilos. Mientras, Freud acostaba otros torsos, casi siempre femeninos, en su sofá ubicuo para oír mejor los sueños como cuentos (y los cuentos como sueños: ese era su arte de la paciencia como método terapéutico) hasta que llegaron los nazis y lo mandaron prácticamente al otro mundo para un vienés —a Londres. Por otra parte, el poeta Stefan Zweig, convertido en rico biógrafo de las estrellas, fue enviado a la fama mundial y al suicidio —para probar que la nostalgia, como el exilio, mata. Roth, aunque también se había exiliado a Berlín, podía escribir: "Mi experiencia más inolvidable fue la guerra y el fin de mi patria, la única que tuve: la monarquía Austrohúngara" —que Roth escribía siempre con mayúsculas. Para continuar con su

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celebración melancólica: "Amaba esta patria mía", escribía en un prólogo a su novela más perfecta, La marcha Radetzky, "que me permitía ser a la vez un patriota y un ciudadano del mundo entre todos los pueblos de Austria y también un alemán". Poco sabía Roth que sería un despatriado en todas partes: un apátrida —y que moriría no en Viena ni en Berlín sino en París. Murió de la muerte natural de un alcohólico: el alcoholismo. Para dar una idea geográfica de los cambios históricos de esta zona del mundo (la que Roth llamaba "esta patria mía") no hay más que conocer sus diferentes nombres en más de tres idiomas. La antigua Breslavia se ha llamado en distintas épocas Bressau, Vratislavia, Wroctor, Vrestlav, Bresslau, Breßlaw, Vraclav y otros nombres en otras escrituras —entre ellas en hebreo y en ruso. Hoy se llama Wroclaw y forma parte de Polonia y está enclavada en la región de Silesia, también llamada en polaco Slask, en alemán Schlesien y en checo Slezko. No soy un experto (y además todos los expertos mienten) en historia de la Europa central y oriental, pero sí creo en la determinación del nombre de esta región donde han convivido tantos pueblos y tantas razas no siempre en paz, sino en muchas guerras locales, regionales y continentales —algunas llamadas incluso guerras mundiales. Fue otro novelista austriaco, Hermann Broch, por ser judío, es decir cosmopolita, y vienés, fallecido en su exilio de Nueva Jersey, quien dijo que el arte (refiriéndose a la literatura) "tiene una significación social pero a un nivel metafísico". Esta frase es, por supuesto, un axioma estético. Nacidos ambos en el imperio austrohúngaro, Broch y Roth son diametralmente opuestos. La única metafísica posible en Roth es el humor y la intrusión de la historia contemporánea en su felicidad de expresión. No como productora de incidentes no siempre históricos y sí productos de ese dios contrario a la Historia, considerada como diosa odiosa, que es el Azar. Moses Joseph Roth nació en 1894 en Brody, ciudad que queda "a unas pocas millas de la frontera rusa en la tierra de Galicia". (Que hay que escribir en español exótico Galitzia para que no confundan a los gallegos y los crean polacos.) "En los años noventa (del siglo XIX) dos tercios de la población eran judíos" y así Joseph Roth fue llamado Moisés. Roth, una vez en Viena, ocultó su Moisés y usó desde entonces su segundo nombre con la idea de que parecía menos judío. Además decía (hasta en sus papeles de identidad) que nació en la impronunciable ciudad de Schwabendorf, aunque Brody era el centro de la Haskala, la unión de la Ilustración judía. Joseph, nacido de nuevo pero sin cambiar de religión, inventó los más variados oficios que ejerció, fraudulentamente, su padre, mientras Roth hijo se consideró toda la vida lo que era: un escritor. Su padre padeció una enfermedad de carácter nervioso en extremo, mientras que su hijo se indujo el delirium tremens, la enfermedad mental que se hace terminal para los alcohólicos. Schwabendorf era una ciudad donde predominaban los alemanes, pero, curiosamente, es Brody la ciudad preferida por Roth para situar sus relatos. Joseph, entonces todavía Moses, fue educado por su madre en la casa de sus abuelos, "prósperos judíos asimilados". (Esta fue la gran culpa de los judíos que se asimilaban en Austria y Alemania y se consideraban alemanes hasta que llegó Hitler y los exterminó a todos como una raza extraña, convertidos, circuncidados o no, hablaran hebreo o yidish, en ungeziefer —es decir, alimañas no alemanas.) Roth estudió en un Gymnasium donde las clases se impartían todas en alemán. "La mitad de sus alumnos eran judíos: para los jóvenes estudiantes del Este, una educación alemana les abría las puertas del comercio y la cultura dominante." Roth siempre escribió en alemán pero al final de su éxodo en París intentó escribir en francés. Precisamente en el fatal año de 1914 Roth ingresó en la universidad de Viena, ciudad que "entonces tenía la más grande comunidad judía de Europa central: unas

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200,000 almas que vivían en lo que podía considerarse un gueto voluntario", escribe Coetzee. Mientras que Roth escribió: "Es ya bastante duro ser un Ostjude", un judío del Este, "pero no hay destino más duro que ser considerado un Ostjude fuera de la sociedad vienesa". Los Ostjuden "tenían que enfrentarse no sólo al antisemitismo sino también a la altanería de los judíos occidentales". Roth fue un excelente aunque desdeñoso alumno: una suerte de James Joyce en Viena. "Trabajó parte del tiempo como tutor de los hijos de una condesa." Y además "en el proceso copió tales modos y maneras de un dandy que besaba la mano de las señoras, usaba bastón y monóculo". (No tienen más que ver una fotografía contemporánea de Joyce para tener una imagen visual de su dandismo: sólo que Joyce en vez de monóculo usaba unos quevedos que él llamaba, afrancesado, pince-nez.) La carrera académica a que aspiraba Roth nunca tuvo lugar por el inicio de la guerra. Pacifista, sin embargo se alistó en 1916 —que fue el año en que tiró su Moisés por la borda de su vida asimilada. "Las tensiones étnicas", dice Coetzee, "eran bastantes en el ejército imperial para que lo transfirieran a una unidad en que no se hablara alemán", para parar en Galitzia —en un ejército en que ¡sólo se hablaba polaco! De estas contrariedades estuvo llena la vida del ahora llamado Joseph Roth. Pero después de la guerra se inventó unas historias fantásticas de que había sido oficial y puesto preso en un campo de prisioneros en Rusia. "Todavía años más tarde salpicaba su vocabulario con el dialecto particular de los oficiales del ejército austrohúngaro." Después de la guerra Roth empezó a escribir para, como dicen ahora los modernos, "los papeles" y se casó. Fue entonces que emigró a Berlín, Viena convertida en el torso sin cabeza que llenaba la vida vivida y las vívidas pesadillas del inventor del lenguaje terapéutico de los sueños. Ahora el imperialista Roth se hizo de izquierdas y firmaba sus artículos como Der rote Joseph —¡Roth el rojo! (En un reverso típico de Roth, su mujer se volvió loca y tuvo que internarla en un manicomio —de donde la sacaron los médicos nazis por el habitual expediente de la eutanasia, antes de que muriera el "autor cosmopolita", ahora convertido en activista de la vuelta de su patria como un imperio llamado la Gran Austria.) Fue también por ese entonces que publicó la primera de sus Zeitungromane —las novelas-periódico. Una de ellas, La telaraña, tenía como tema presciente "la amenaza espiritual y moral de la derecha fascista". Apareció tres días antes de lo que se conoce como el "putsch de la cervecería", el fracasado intento de Hitler de tomar el poder por primera vez. En 1925 Roth fue nombrado corresponsal en París del diario Frankfurter Zeitung y se convirtió "en el periodista mejor pagado de Alemania". Inmediatamente se hizo más francés que los franceses y amante inútil de las mujeres francesas, a las que consideraba sinuosas y suaves como la seda. Fue entonces que jugó no sólo con las francesas sino con la idea de convertirse en francés. Pero la felicidad de París no duró más que un año y, despedido y despechado, se fue a Rusia, aunque ya escribía de las "dudosas consecuencias de la revolución rusa". Sus reportajes rusos fueron un éxito enorme, aunque "continuaba escribiendo ficción para tomar distancia de un mero periodista". "Yo no escribo", escribió, "lo que se llaman comentarios ingeniosos. Yo dibujo las facciones (irregulares) de la época... Soy un periodista, no un reportero, soy un escritor, no un fabricante de editoriales". Pero el primer gran éxito no le vino a Roth como corresponsal, ni siquiera como editorialista: se lo debió, cosa curiosa, al cine. En 1930 publicó una novela, Job: la historia de un simple, que tiene uno de esos finales felices que tanto gustan en Hollywood. Es el cuento (mejor: la fábula) de un hombre fracasado que continúa su

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fracaso en un hijo bobo. Un día el Job de Roth se encuentra más fracasado que nunca, pero (siempre hay un pero: hasta para parar el infortunio) el hijo pródigo, para nada un prodigio, tiene un éxito tardío pero arrollador como violinista y rescata al padre que había padecido toda su vida una mala suerte peor que la muerte —exactamente como el Job bíblico. Roth encontró también su suerte como autor dos años más tarde: cuando publicó su obra maestra absoluta, La marcha Radetzky.

La marcha Radetzky, compuesta por Johann Strauss padre en 1848, tiene por nombre el apellido de un mariscal de campo austriaco y la marcha militar era considerada símbolo de la monarquía de los Habsburgo.

Que Roth usara la Radeztkymarsh como título tiene una doble significación: el ascenso y caída de una dinastía conferida por el Emperador, y el esplendor y la miseria (para Roth traída por la derrota del imperio en la Primera Guerra Mundial) y la muerte de Francisco José poco después del armisticio. Roth retrata a los tres personajes principales, ennoblecidos por el mismo Emperador, como falsos héroes y víctimas del incidente que originó su título hereditario (y su mediocridad). El primer Trotta fue hecho señor de la corte después de la famosa batalla de Solferino, librada en Italia en 1859. (Curiosamente solferino ha devenido el nombre de un tinte, color de vino tinto, géneros de calidad: era el color favorito de Fortuny.) La suerte del Trotta original está echada desde el primer párrafo de la primera parte y el primer párrafo de la novela. "Los hados lo habían elegido para un

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acontecimiento especial. Pero se aseguraron que tiempo más tarde se perdiera su memoria". (No la suya, por supuesto, sino la de su hazaña.) Ahora aparece el Káiser con dos oficiales de su guardia personal. Pero uno de sus escoltas le presta unos binoculares y el Emperador está a punto de echárselos a la cara, cuando interviene el teniente Trotta que sabía lo que ese gesto podía significar: "cualquiera que usara binoculares en el frente se marcaba como un blanco propicio". Trotta sabía bien lo que significaba esta presa epónima. "Su terror ante lo inconcebible, la inconmensurable catástrofe podría destruir a Trotta, al regimiento" —y al régimen. Sigue Roth con una de sus enumeraciones exhaustivas pero no exhaustas: "al ejército, al Estado, al mundo entero". Un escalofrío recorre el cuerpo de Trotta y el tímido teniente recurre al primer y último expediente y su gesto "estampó su nombre indeleble en la historia de su regimiento. Con sus dos manos alcanzó los hombros del monarca para tirarlo al suelo. Tal vez el teniente apretó demasiado y el Káiser cayó de inmediato". La bala dirigida al Emperador se incrusta en el cuerpo del teniente Trotta "destrozándole la clavícula izquierda bajo su paleta y le extrajeron el proyectil en presencia del Comandante Supremo". Cuando Trotta se recupera cuatro semanas más tarde "es poseedor del grado de capitán y de la más alta de las condecoraciones —la Orden de María Teresa— y lo ennoblecen. Ahora se llamaba el capitán Joseph Trotta von Sipolje". (Von Trotta había adoptado el nombre de su remota aldea como título nobiliario.) No sólo el Emperador, el regimiento y el ejército alaban su hazaña —nunca calculada—, sino que aparece su nombre y su proeza es recogida en un libro de texto para escolares. "En la batalla de Solferino nuestro Emperador y Rey Francisco José I estaba acosado por un gran peligro" y Trotta mismo aparece —pero totalmente transformado: "El monarca se había aventurado tan lejos en medio de la batalla que se encontró rodeado por una tropa enemiga. En ese momento de ansiedad suprema, un teniente de años mozos galopa a toda velocidad en su corcel bañado en sudor, blandiendo su sable. ¡Oh los mandobles que hizo llover sobre las cabezas y los cuellos de los jinetes enemigos!" Era, por supuesto, un texto falaz, pero lo que nadie podría suponer es que el antiguo teniente, ahora barón, Von Trotta iba a armar, como se dice, la tremolina. Insistiendo en todas partes que el escrito es un cuento infame en un libro de texto, consigue lo que Roth llama "el martirio del capitán Joseph Trotta von Sipolje, Caballero de la Verdad". (Hubiera sido peor si el parte sin arte hubiera dicho "el teniente Trotta trota". Pero, claro, esa es una interpolación de este traductor.) Trotta, ofendido en su honor, después de escribir al ministerio de Religión, Cultura y Educación (la respuesta le viene a su viejo coronel con una recomendación personal: "Déjelo estar"), pide por medio de los canales oficiales una audiencia con Su Majestad y "una semana más tarde estaba en palacio cara a cara con el Comandante en Jefe Supremo". "Oye, mi querido Trotta", susurra el Káiser, "todo este asunto es bastante raro. Pero ninguno de los dos sale tan mal parado. ¡Déjalo estar!" "Majestad, ¡todo es mentira!" Responde el Káiser desde su enorme majestad —que para Trotta es sabiduría: "Todo el mundo dice mentiras." Al responder el Emperador da por terminada la audiencia. Mientras tanto, la banda primera del ejército austriaco ensaya como si fuera la primera vez La marcha Radetzky. Mientras, el tercer Trotta piensa que "la mejor manera de morir sería oyendo música marcial y mejor que mejor La marcha Radetzky". Aunque poco después se siente ajeno al ejército: ajeno a todo. Pero la vida del Emperador la salvó un Trotta y "si eres un Trotta salvarías la vida del Emperador una y otra vez". Ahora, mientras el piano reverente irreverente toca La marcha Radetzky en un burdel, el joven Trotta manda a quitar el ubicuo retrato del

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Emperador de una de las paredes turbias de la casa de lenocinio. Todos, soldados y oficiales, "sentían que se había convocado a la muerte" después de un duelo que era un doble suicidio. "La muerte los sobrevolaba y no estaban familiarizados con tal sentimiento. Habían nacido en tiempos de paz y convertido en oficiales en marchas y maniobras pacíficas. No tenían ni idea de que años más tarde todos y cada uno de ellos, sin excepción, encontrarían la muerte." Y el teniente Trotta sentía, sentado entonces en el balcón de su padre, que "sería de veras una bagatela caer muerto". Pero también en una taberna de mala muerte "la pianola emitía un popurrí de marchas militares, entre las que se podía oír los golpes del tambor de La marcha Radetzky, que aunque distorsionada por roncos zumbidos mecánicos era todavía reconocible durante intervalos específicos". Pero el teniente, mientras muere, oye los disparos antes de que sean escuchados también los golpes de tambor de La marcha Radetzky. Sin embargo "el regimiento estaba estacionado en Moravia y sus tropas no eran checas, como se podía esperar: eran ucranianas y rumanas". Mientras, el anciano Emperador "estaba viejo y confuso y de su nariz pendía una perenne gota". (Evidentemente un moco líquido.) "Era el tiempo en que las bromas separaban a los nativos de los extranjeros." Escribe Roth: "Entonces, antes de la Gran Guerra, cuando ocurrieron los incidentes reportados en estas páginas, no era aún algo indiferente si una persona vivía o moría." Era cuando "los austriacos alemanes eran conocidos por bailar el vals y por ser borrachos cantores, los rutenios eran rusos traidores disfrazados, los húngaros apestaban, los checos lamían todas las botas, y a los croatas y a los eslovacos se les llamaba corbatas y esclavos, fabricantes de cepillos y asadores de castañas, y los polacos eran todos mujeriegos y fotógrafos de modas". El Emperador estaba por encima de todo y de todos. "También estaba un poco ido" pero permanecía todavía —aunque entre las brumas de la confusión inconfesa era capaz de decirle al segundo barón Trotta de su hijo: "Ese es el joven oficial que vi en las recientes maniobras". Para añadir fusión a la confusión: "Casi me salvó la vida. ¿O fue usted?" No era este Trotta tampoco, sino el teniente de infantería al que había ascendido inmediatamente a capitán y ennoblecido con el título de Von Trotta de Sipolje. Todavía en otra ocasión el Káiser confunde al propio teniente Trotta con el Héroe de Solferino, y corregían ¡al Emperador!, que no sabe aún si este es el hijo o el nieto. Pero no es la historia del Káiser la que cuenta Roth. La novela trata de los Trotta: los tres tristes Trotta. Los Trotta son el capitán original, epónimo que se hizo anónimo y se perdió en el olvido. El segundo barón era un mediocre que sin embargo consigue morir al mismo tiempo que el Emperador —pero en un espacio perdido. El último de los Trotta, el teniente Carl Joseph, es destinado a la caballería, primero, y luego enviado, mal jinete que es, casi de castigo a la infantería. Mal soldado que será, deserta (como el antihéroe de Adiós a las armas) para regresar enseguida a su ejército. Muere no en una batalla sino en una escaramuza cualquiera —y es un destino inútil. Va en busca de agua, pero encuentra la muerte. Varios soldados del teniente son baleados tratando de alcanzar un pozo y traer agua al regimiento, que no muere por el fuego enemigo sino de sed. Una bala hiere fatalmente al teniente. Así describe Roth la muerte del último de los Trotta: "El fin del nieto del Héroe de Solferino fue un fin mediocre, nada útil a los libros de texto en las escuelas primarias y secundarias de la Imperial y Real Austria. El teniente Trotta murió no con un arma en la mano sino cargando dos baldes de agua." Antes el teniente Trotta había recorrido las guarniciones del imperio y casi toda la novela creando catástrofes con su inocencia perpetua: ¡una versión masculina de la Justine de Sade! Hay, sin embargo, una escena de seducción del teniente Trotta, cuando era un muchacho de quince años, por

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una mujer mayor ya casada, que es un modelo de narración erótica contenida —aunque tal vez la discreción se deba a la censura. Ahora han aparecido en todas partes los cuentos de Joseph Roth, completos (aunque hay fragmentos de novelas y novellas, como la absolutamente maestra El jefe de estación Fallmerayer), que han sido recibidos por la crítica inglesa y americana con precioso y apreciado fervor y se le ha comparado con Kafka y con Chéjov. Es hacerle a Roth un mal servicio fúnebre. Kafka no se parece a nadie, ni siquiera un confesado epígono como Borges se parece a Kafka. En cuanto a Chéjov, no hay otro cuentista mayor en su tiempo: ni Maupassant ni Kipling pueden compararse con Chéjov. Sin embargo, Roth es un escritor de una evidente originalidad. No sólo en sus cuentos y en sus novelas sino en sus novellas. Todo está informado y formado por una ironía que no se podría llamar socrática y sí socarrona. La diferencia entre Roth y Malcolm Lowry, los dos grandes ebrios de la literatura del siglo XX, es que Lowry tenía una cultura clásica notable y podía citar a Marlowe y a Shakespeare sin sobresaltar al lector. Roth nunca cita nada y es que no leía más que los periódicos del día, y sí solía citar el axioma de Karl Krauss, otro escritor austriaco, muerto en Viena, que decía: "Un escritor que se pasa el tiempo leyendo (a otros autores) es como un camarero que emplea su tiempo comiendo." La marcha Radetzky fue publicada en 1932, cuando el autor tenía 38 años muy bien conservados en alcohol etílico. Roth es un original porque no tenía influencias, aunque estaba bajo la influencia del alcohol de 180 grados. Su novela mayor, Radetzkymarsh, puede compararse con otras novelas en que la guerra incide fatalmente en la vida de los personajes. No se puede comparar, por cierto, con Guerra y paz, porque la novela de Tolstoi es incomparable, impar. Pero sí con Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, publicada en el año de desgracia de 1929, escrita en alemán, y con Adiós a las armas, de Ernest Hemingway, publicada también en 1929. Las tres tienen la Primera Guerra Mundial como el tiempo feliz en la desgracia —y las dos últimas fueron grandes bestsellers. Sin novedad fue una novedad absoluta: se vendieron dos millones y medio de ejemplares, traducidos a 25 idiomas en ¡18 meses! Ninguna novela de Roth fue esa clase de bestseller. La marcha Radetzky es una novela melancólica y a ratos nostálgica —como su autor. La enumeración de las muchas bebidas compite con la alimentación de alimentos terrestres: exquisitos, innúmeros y siempre tan tendidos y dispuestos que convidan. Pero si Roth tenía, como aquel que dice, una cultura sólida, se hacía líquida en toda clase de bebidas. Roth llama al primer barón Von Trotta el Héroe de Solferino, con afectuosa ironía. Así su creador pudo decir: "Von Trotta soy yo", sin imitar la famosa declaración de Flaubert: "Madame Bovary c'est moi!" Estamos frente a una novela de arte mayor. Todos lo dicen. Yo también. Sin embargo prefiero Las mil y dos noches, publicada ahora en paperback con el más atractivo y adecuado título de El collar de perlas. Pero esa es, por supuesto, otra historia.

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En memoria de Joseph Roth Por Jon Hughes

«Las pequeñas cosas de la vida son lo único importante» Joseph Roth (1894-1939), de cuya temprana muerte se cumple el próximo mes de mayo el septuagésimo aniversario, fue un autor interesante y prolífico con una vida turbulenta y llena de atractivos contrastes. Mientras que su reputación literaria no deja de crecer, Roth se nos revela como una encarnación de las contracciones de la Modernidad y de las identidades europeas del siglo XX: un escritor judío que trató temas católicos, un escritor "austriaco" cuya carrera quedó marcada por el tiempo que pasó viviendo y trabajando en Alemania, un escritor "socialista" que, llegado el momento, adoptó tendencias conservadoras y monárquicas, un modernista cuya obra de mayor éxito se vuelve hacia el realismo del siglo XIX y los cuentos populares de la infancia del autor. Alimentados por el alcoholismo crónico que terminaría matándole, sus años de florecimiento no conocieron un momento de calma. Viviendo en alojamientos provisionales y en hoteles, Roth recorrió todos los caminos de Europa con la pluma en la mano, ocupado en beber, conversar, observar y escribir en los bares y cafés de las grandes ciudades. Las distintas etapas de su vida han quedado documentadas, y de modo muy vívido, en sus escritos: el "sthetl", tan de Europa Oriental, de su infancia en la Galizia; la Viena imperial y su esplendor que se desvanecía; la emoción del Berlín de la decada de 1920; el exilio, la ira y la desilusión en París y Ámsterdam en los años 30. "Radetzkymarsch", la novela más reputada de Roth ("La Marcha Radetzky", 1932, cuya última traducción al inglés se debe a Michael Hofmann, Ed. Granta, 2002), sigue siendo un excelente punto de partida para quien desee adentrarse en su obra. Escrita y publicada en una época de crisis económica y política, durante los años anteriores a la subida al poder de Hitler en Alemania, esta novela histórica es una elegía a un mundo desaparecido y a unos sueños incumplidos. Leerla es experimentar una inmersión: el relato, basado en meticulosas investigaciones, nos lleva de la mano a través de Austria-Hungría tal como fue una vez, una tierra de rituales extraños pero tranquilizantes, de tradiciones – y actitudes – de simplicidad rural y grandiosidad metropolitana, de una diversidad cultural y lingüística casi inconcebible y ligada por un frágil lazo: el Imperio. La novela cuenta la historia de tres generaciones de la familia Trotta, cuyo ascenso hasta la respetabilidad burguesa y su caída final aparecen misteriosamente entrelazados con la trayectoria refleja del Emperador Francisco José (1830-1916) en sus largos años de reinado. El título de la novela alude, por supuesto, a la famosa marcha de Strauss, himno oficioso del "ancien régime", aquí un recuerdo sentimental que acompaña al joven protagonista, Carl Joseph, un soldado con éxito pero inepto, sin abandonarle en ninguna de las etapas de una vida

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que, como los últimos años del imperio de los Habsburgo, se desarrolla bajo el signo de la caída, la decadencia y la muerte. La "Radetzkymarsch" fue la demostración definitiva a favor de la clasificación de Roth como escritor "austriaco", pero en los últimos años hemos visto abrirse paso una imagen más completa de su obra a medida que iban descubriendo el calado de su producción los lectores de los textos originales en alemán y del creciente número de traducciones a otros idiomas. Aunque debe su fama ante todo a sus novelas – otras obras relevantes son aquí "Hotel Savoy" (1924), "Flucht ohne Ende" ("Fuga sin fin", 1927) y "Hiob" ("Job", 1930) –, escribió también unos cuantos miles de artículos para diversas publicaciones de prensa. Y justamente en la tarea periodística, una forma de escritura notoriamente efímera y subestimada, fue donde Roth aprendió su oficio de escritor. Los lectores de Joseph Roth raramente pasan por alto la calidad de su prosa, caracterizada por cierto toque de ligereza y falsa simplicidad, algo en patente contraste con la pesantez y densidad gramatical de la prosa que para muchos, alemanes incluidos, son un rasgo típico de la literatura alemana. En su estilo se refleja su consumado dominio del artículo periodístico general, esa breve forma ensayística que se afiló hasta convertirse en un arte en manos de escritores alemanes y austriacos como Karl Kraus, Peter Altenberg y Alfred Polgar. El artículo periodístico no consiste tanto en contar "noticias", sino que es una forma de observación personal que, en la mayoría de los casos, gira alrededor de detalles o anécdotas tomados de la vida cotidiana. «Las pequeñas cosas de la vida son lo único importante», observaba Roth en un artículo temprano, que junto con algunos otros puede leerse ahora en traducción inglesa ("Ein Spaziergang" / "De paseo", en "What I Saw", página 24). Es característica del modo de escribir de Roth la capacidad de atraer la atención sobre detalles inesperados, de extraer lo general de lo particular y hacer que lo familiar parezca extraño. En ese mismo escrito, al describir un paseo en 1921 por las animadas calles del oeste de Berlín, presenta un vívido montaje de la vida callejera que se convierte casi en filosófico por el modo en que canta el momento fugaz: Lo que veo es la jornada en todo su absurdo y trivialidad. Un caballo enganchado a un coche, con la vista fija al frente y la cabeza gacha metida en su bolsa de forraje, ignorante de que los caballos vinieron al mundo sin coches; un niño pequeño que juega a las canicas en la acera: observa el resuelto bullir de los adultos que andan por todas partes, y – disfrutando él mismo en su interior todas las delicias de la desocupación– ni se imagina que en ese momento él es la cumbre de la creación, sino que anhela hacerse adulto. ("What I Saw" ["Lo que he visto"], página 23). Un estilo muy parecido es el que empleará en sus obras de ficción. Así ocurre, por ejemplo, en su novela de 1927 sobre la vida en la posguerra, "Fuga sin fin"; si en su época se la consideró como una obra de literatura supuestamente "objetiva" o "documental", ello se debió en parte a la distancia y la frialdad afectiva – podríamos decir incluso: la alienación – con que miran el mundo tanto el narrador como el protagonista. Hay algo de falso en la declaración de Roth en sus breves "Palabras

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preliminares": «No me he inventado nada, no he retocado nada» (página 5). Lo que quiere decir, antes bien, es que su afán fue dar al argumento de su invención una ambientación en ese mundo real que él había conocido en su trabajo literario y periodístico. La relación entre sus labores periodísticas y el punto de vista que aplica para las descripciones de su novela resulta evidente, por ejemplo, en el siguiente pasaje de "Fuga sin fin", en el que describe un viaje en tren con un estilo que recuerda el montaje cinematográfico: Tenía que hacer un trasbordo a otro tren en su viaje. No se paró en ningún lugar. De Alemania no vio más que las estaciones, los letreros indicadores, los carteles, las iglesias, los hoteles junto a la vía, las calles grises y silenciosas de los suburbios y los trenes metropolitanos, que parecían animales cansados saliendo de sus cuadras. (Página 67). Roth es un autor que desafía cualquier cómodo "etiquetado". Una y otra vez, su vida, actitudes y obra parecen resumirse en diversos tipos tipos de ambivalencia y en ambigüedad. Si, por un lado, el concepto de "fuga sin fin" refleja la condición apátrida de la Diáspora judía, por otro lado también podemos leer la novela simplemente como otro documento más de la generación "perdida" – así se la ha llamado – de los jóvenes incapaces de integrarse en la vida tras la guerra. Y por más que sea plausible defender que la identidad judía de Roth es una clave para entender su obra, muchos lectores seguirán considerándolo ante todo un escritor austriaco, a pesar incluso de que no residiera más que un tiempo relativamente breve en el estado austriaco de la postguerra.

La identidad ambivalente propia de Roth y los temas característicos que trata tienen su origen en su educación. Roth nació en 1894 de padres judíos en el pueblo de Brody, en la Galizia, que en aquella época era el extremo oriental del Impero Austro-Húngaro, cerca de la frontera con Rusia. Las peculiaridades religiosas, étnicas, culturales y lingüísticas de su ciudad natal dejaron una impresión duradera en el joven Roth. Creció en una comunidad dominada por judíos jasídicos que hablaban en yiddish, y cuyos rituales, vestidos y devoción religiosa le fascinaban. Ese es el mundo que luego habría de evocar de modo tan memorable en su reportaje de 1926 "Juden auf Wanderschaft" ("Los judíos errantes"), en "Job", en pasajes de la "Radetzkymarsch" y en relatos breves tardíos como "Der Leviathan" ("El Leviatán", primera edición en 1941). Pero sin duda se habituó igualmente a tratar con los funcionarios y soldados de habla alemana, además de con los numerosos granjeros eslavos y los comerciantes que hablaban polaco, ruso o ucraniano. Brody, que era en efecto un lugar de transición entre borrosas fronteras y límites, pasó a formar parte de Polonia en 1919 y de la URSS tras 1945, y hoy se encuentra en Ucrania. Esa diversidad que tanto amó Joseph Roth está hoy borrada del mapa, aunque en realidad empezó a desaparecer ya al concluir la I Guerra Mundial. Pese a que Roth, de adulto, no volvió a la Galizia más que contadas veces, sus experiencias de formación

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vital se habían desarrollado en un contexto en el que desempeñaban un papel de peso el multiculturalismo y la tolerancia de la diferencia. Más adelante, el escritor iba a tender, quizás, a exagerar el grado de esta tolerancia, y presentaría la zona y la época casi como una especie de utopía perdida; pero lo que sí es completamente real es que Joseph Roth dedicó su vida a sus sucesivos esfuerzos por recuperar algo del entorno de su juventud, cosa que creyó identificar en distintos sitios: en los principios socialistas, en la identidad judía, en la herencia cultural de Francia o en el catolicismo. Roth murió y fue sepultado en París, en mayo de 1939. El septuagésimo aniversario de su muerte verá establecerse una Sociedad Internacional Joseph Roth, obligación largo tiempo pendiente, así como una serie de eventos conmemorativos, entre ellos una exposición y dos congresos académicos. Por lo que parece, la recepción internacional de la literatura de Roth, tras el especial impulso recibido en los últimos años gracias a las finas traducciones inglesas de Michael Hofmann publicadas por Granta, va a continuar progresando a buen ritmo. Y es seguro que sería igualmente muy bienvenida la traducción al inglés de la magistral biografía de David Bronsen, aparecida en alemán en 1974 y compendiada en 1993. Joseph Roth, pues, parece tener un lugar asegurado dentro del grupo, relativamente pequeño, de escritores en alemán que disfrutan de un sólido renombre internacional.

Citas extraídas de:

Joseph Roth, "What I Saw: Reports from Berlin 1920-33", trad. Michael Hofmann (Granta, 2004);

Joseph Roth, "Flight Without End", trad. David Le Vay (Peter Owen, 2000)

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Joseph Roth / biografía

Moses Josep Roth (Brody, Imperio Austrohúngaro, 2 de septiembre de 1894 - París, 27 de mayo de 1939) fue un novelista y periodista austríaco de origen judío.

Escribió con técnicas narrativas tradicionales varias novelas de calidad como Fuga sin fin, La leyenda del santo bebedor o La rebelión. Su obra más conocida es La marcha Radetzky, que describe a una familia durante el ocaso del Imperio Austrohúngaro.

Está considerado, junto con Hermann Broch y Robert Musil, uno de los mayores escritores centroeuropeos del siglo XX. Formó parte de la literatura del exilio provocado por el nazismo. Vio su obra reconocida póstumamente.

En su biografía es difícil separar la realidad de ciertas versiones contradictorias que el propio Roth dio sobre su vida, en particular sobre su lugar de nacimiento, la identidad de su padre o su participación en la Primera Guerra Mundial. La biografía publicada por David Bronsen en 1974,

Joseph Roth. Eine Biographie, señala los datos hoy comúnmente aceptados.

Nació en Brody, en la región de Galitzia, por entonces dentro del Imperio Austrohúngaro, cerca de la frontera con la Rusia zarista. Hoy esta región se divide entre Polonia y Ucrania. Su familia era judía. Su madre, Maria Grübel, era hija de un comerciante; su padre, Nachum Roth, abandonó a la familia al año y medio de casarse, antes de nacer Joseph. Roth vivió por turnos con parientes maternos y paternos, a cargo, sobre todo, de su tío Siegmund Grübel, que posteriormente sería el modelo para Bloomfield, personaje de su novela Hotel Savoy.

No se conoce mucho de sus primeros años y sus propios relatos no son muy fiables. Estudió en el colegio de Brody (1901-1905) y en el Gymnasium del Príncipe Coronado Imperial-Real Rodolfo (1905-1913). Sus estudios universitarios, en literatura y filosofía, los inició en la Universidad de Lemberg (hoy Lviv, Ucrania) y los acabó en Viena (1914-1916).

Durante la Primera Guerra Mundial sirvió en el ejército austríaco en el regimiento de tiradores, aunque probablemente trabajara en un puesto de oficina. La guerra, y la caída del Imperio de los Habsburgo en 1918, tuvieron una gran influencia en su vida. Este período marcó el comienzo de un pronunciado sentido de “pérdida de la patria”, que aparece repetidamente en sus obras.

Después de la guerra, trabajó en Der Friede y Der Neue Tag, en Viena. Al quebrar Der Neue Tag en abril de 1920, se trasladó a Berlín, a trabajar en el Neue Berliner Zeitung. Se casó con Friederiche Reichler, judía de Galitzia a la que había conocido en 1919 y con la que se estableció en Berlín. Desde 1921 trabajó para el Berliner Börsen-Courier y el liberal Frankfurter Zeitung. Desde 1923 hasta 1932 Roth fue

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corresponsal para el Frankfurter Zeitung, viajando por toda Europa, incluida la Unión Soviética en 1926, un viaje que le hizo perder sus ilusiones socialistas anteriores.

Su mujer padecía esquizofrenia y fue confinada en sanatorios y otras instituciones desde 1929. Esto le sumió en una profunda crisis, tanto emocional como financiera. Pese a todas las dificultades (también económicas) se convirtió en uno de los más afamados escritores de la Europa de entreguerras. Sólo después de la publicación de Job (1930) y La marcha de Radetzky (1932) tuvo verdadero éxito como novelista.

En 1933, con la llegada del nazismo al poder en Alemania, dejó Berlín y regresó a Viena. Menos de un año después tuvo que exiliarse de nuevo, tras el asesinato del canciller federal Engelbert Dollfuss el 25 de julio de 1934, en un intento de golpe de Estado de los nazis austríacos. En la Alemania nazi, sus obras fueron quemadas. Roth se trasladó de una ciudad europea a otra, viviendo en hoteles y escribiendo en las mesas de los cafés. Residió principalmente en París, en el número 18 de la calle de Tournon. Allí su salud acabó de degradarse por su alcoholismo. También vivió una temporada en Ámsterdam. De 1936 hasta 1938 estuvo relacionado con la escritora en el exilio Irmgard Keun.

En los años 1930 siguió escribiendo artículos, ahora para Die Wahrheit (Praga), Pariser Tageblatt, Die christliche Ständestaat (Viena), Die Zukunft (París) y Pariser Tageszeitung, entre otros, pero sobrevivió principalmente de los derechos de autor, ya que se hicieron numerosas traducciones de sus obras. Durante esta época se convirtió al catolicismo. Su conversión se debió a su fidelidad hacia la monarquía austro-húngara.

En otoño de 1938 sufrió un infarto; en la primavera de 1939 fue internado en el Hospital Necker, aquejado de enfermedad pulmonar. Murió en París el 27 de mayo de 1939, al parecer consumido por el alcohol, sumido en el delírium tremens. Fue enterrado en el cementerio Thiais, en la zona sur de París, en una extraña ceremonia en la que, según los biógrafos D. Bronsen y H. Kesten, se mezclaron judíos y católicos, comunistas y monárquicos. En su tumba dice, simplemente, “écrivain autrichien mort à Paris” (escritor austríaco muerto en París).

Su familia desapareció en un campo de concentración. Su mujer fue asesinada en aplicación de las leyes eugenésicas y fue objeto de eutanasia legal, para eliminar enfermos mentales.

Tomado de Wikipedia

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1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak 2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov 3. Antología del cuento chino / varios autores 4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf 5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré 6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata 7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann 8. Dublineses / James Joyce 9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas 10. Caballería Roja / Isaak Babel 11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati 12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia 13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla 14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov 15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert 16. Yo, el supremo / Augusto Roa Bastos 17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier 18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry 19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo 20. Over / Ramón Marrero Aristy 21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever 22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson 23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe 24. Huasipungo / Jorge Icaza 25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado 26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias 27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián 28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá 29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch 30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés 31. Cuatro relatos / Joseph Roth

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