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carlos hugo asperilla Rosas blancas para Wolf PREMIO DE NOVELA 2007 prólogo José Miguel Carrillo de Albornoz

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c a r l o s h u g o as p e r i l l a

Rosas blancaspara Wolf

PREMIO DE NOVELA

2007

prólogo

José Miguel Carrillo de Albornoz

LIBRO ROSAS BLANCAS sergio 9/5/08 14:15 Página 5

Cuando Carlos Hugo Asperilla puso en mis manosel manuscrito Rosas blancas para Wolf, su prime-ra novela, me sorprendió el título. Me entraronganas de comprobar el resultado de su trabajo,aunque confieso que dudaba de que un tema tan

difícil como es el de la Segunda Guerra Mundial, tantas vecestratado, hubiera sido una buena elección para una primeranovela. Me equivoqué.

Nada más llegar a casa, comencé a leer el manuscritoy puedo decir que —para mi sorpresa— me atrapó inme-diatamente por su excelente cadencia, que lleva al lector aentrar de lleno, desde las primeras páginas, en aquellos añosde oscuridad en que Hitler y su nacionalsocialismo con-vencieron a los alemanes de que eran una raza superior,llamada a regir el mundo, y quisieron demostrarlo por lasarmas.

El texto, que acabé de leer en sólo dos días, posee muchascualidades: amenidad, facilidad de lectura y una inesperadaprofundidad, que permite vislumbrar las personalidades heri-das por convicciones terribles que llevaron a seres humanos

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Prólogo

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a convertirse en monstruos y a niños normales en clones des-personalizados, a los que llenaron de ideas y creencias absurdase inhumanas.

En esta novela, Carlos Hugo Asperilla ha conseguido, afuerza de talento, que el lector no pueda mantener su neu-tralidad y se vea envuelto por un texto que le obliga a decan-tarse y le hace ponerse del lado de la cordura que Alemaniaperdió durante más de una década, desde 1933, con el as-censo de Hitler al poder, a 1945, en que los esfuerzos alia-dos consiguen la derrota final del Reich y la muerte de suFührer.

La novela tiene como personajes principales: de unlado, a un antihéroe, Höss, el comandante del campo deconcentración de Auschwitz, que analiza en las páginas dellibro su trayectoria personal, de oscuridad creciente, queculminará con el desarrollo del método de exterminio masi-vo de judíos que iba a hacer temblar al mundo de horror trasla derrota nazi y la liberación de los escasos supervivientesde los campos de la muerte, de los que el suyo fue el mássiniestro y terrible. De otro lado, están dos jóvenes huérfa-nos de madre, de una buena familia alemana, y los que lesrodean, que, desde Berlín y Múnich, siguen caminos distin-tos y cuyos destinos van a entrecruzarse de modo trágico,mientras viven desde dentro los claroscuros del régimennazi.

Las cartas de la hermana, de gran calidad, son deste-llos de claridad que pretenden iluminar la oscuridad de lavida del niño y que provocarán en su interior una pugnaentre lo que le enseñan en las Juventudes Hitlerianas, queconstituye el núcleo de su vida, y lo que le dicta su co-razón.

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La novela nos hace reflexionar, nos recuerda algunos delos horrores del nazismo y está llamada a ocupar un más quedigno lugar entre las novelas históricas que se están publi-cando, con creciente éxito, en los últimos tiempos.

JOSÉ MIGUEL CARRILLO DE ALBORNOZ

Escritor

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MMiiéérrccoolleess,, 1133 ddee eenneerroo ddee 11994433

Podría estar horas contándote sobre las desgracias quetrae la guerra, pero eso haría que me desanimara aún más.No nos queda más remedio que esperar con la mayor tranqui-lidad posible el final de toda esta desgracia. Tanto los judíoscomo los cristianos están esperando, muchos están esperandola muerte.

ANA FRANK, 2-IV-1929 / 2-III-1945

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¡Apartaos a tiempo de todo lo relacionado con el na-cionalsocialismo! Después serán juzgados severamente, aun-que con absoluta justicia, todos los que no tomaron ningunadecisión.

EXTRACTO DE UNA OCTAVILLA DE LA ROSA BLANCA

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—Ich habe Ihnen doch gesagt, dass mein mannschon gestorben ist! (¡Le he dicho que mimarido está muerto!).

Ella, Frau Hedwing, presenciaba la esce-na de la que era protagonista con la sensación

de la irrealidad de los sueños, y creyó realmente que desper-taría de un momento a otro; que desaparecería de aquel fríoescenario, y regresaría en un abrir y cerrar de ojos a la tran-quilidad de Belsen. Pero, poco a poco, aquella intimidante pre-sencia que la observaba de manera extraña la estaba obligan-do a volver a una incómoda realidad.

Clarke apartó por un momento su mirada de la mujery descolgó el teléfono:

—¡Es la tercera vez que pido un intérprete! —gritó alauricular—. ¿Es tan difícil conseguir uno? —y colgó. Luegobufó, al tiempo que apoyaba las palmas de sus manos sobrela mesa y se colocaba de nuevo frente a la mujer. Su inten-ción, desde que había requerido su presencia, era precisamen-te esa; atemorizar a Frau Hedwing, y para ello estaba usandotodas las técnicas de las que se puede valer un especialista en

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Marzo de 1946

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información. Había interpretado unos exagerados aspavientos,golpes sobre la mesa al tiempo que formulaba su pregunta y,sobre todo, aquella mirada violenta y carente de la pacienciaque se requería en su cometido. Toda una coreografía perfec-tamente estudiada. Cada gesto, cada golpe sobre la mesa, eincluso la intermitencia de su respiración, todo en su justamedida, daba casi siempre el resultado esperado.

Hedwing sufría lo que los oficiales del cuerpo de inteli-gencia británica llamaban «la primera fase», cuando el inte-rrogado se predispone, colocándose en una actitud preventi-va, se hace cargo de la situación y valora las consecuencias desus posibles respuestas.

Llamaron a la puerta y un individuo se introdujo inme-diatamente en la sala. Parecía tener prisa. La mujer pensabaque todo el mundo se había vuelto loco una vez acabada laguerra; todos corrían de un lado para otro, todo se hacía rápi-do y todos se gritaban continuamente. Desde que fue arran-cada de su plácida vida en Belsen y conducida, junto a sus hijos,a aquel sitio, todo parecía haberse acelerado. El tiempo, la gen-te… y sus emociones por todo lo que le estaba pasando notenían freno.

—Ella es Frau Hedwing Höss —dijo Clarke en inglés,su idioma natal, al que supuso que sería su intérprete—. Porfavor, colóquese de pie detrás de ella. No debe verle, sólo escu-char su voz.

El hombre obedeció, tomando la posición indicada.—Pregúntele ahora por el paradero de su marido. —Clar-

ke los miró a ambos y se dijo si habría la suficiente químicaentre los tres, con el fin de llegar a un buen entendimiento.Tenía experiencias anteriores en las que los retrasos en lastraducciones y los atropellos de las palabras entre los entre-

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vistados habían terminado por dificultar las investigaciones.Pero la pericia le estaba enseñando poco a poco que, ademásde entrevistar a los detenidos, había de obrar como una espe-cie de maestro de ceremonias.

—¡Ya le he dicho que mi marido está muerto! —res-pondió ella. Sus palabras habían tornado a un tono cansino;era la cuarta o quinta vez que las formulaba ese día. Enella había nacido la esperanza de que aquel hombre, ahoraque podía entenderla, la creyera. Le imaginó diciendo:«Bien, en ese caso puede usted recoger a sus hijos y regresara su casa… Y, por favor, acepte mis más sinceras disculpas,y las del Departamento de Investigación de Crímenes deGuerra».

Pero nada más lejos de la realidad. Lo cierto era que dosde sus hijos estaban en otras habitaciones pasando por lo mis-mo, y nadie de la Sección del Grupo Veintiuno encargada dela investigación se andaría con remilgos sólo por tener queinterrogar a unos adolescentes.

Clarke golpeó la mesa con fuerza y Hedwing y el intér-prete dieron un respingo:

—Frau Höss, no tengo todo el día —se giró sobre sí mis-mo y adoptó después una actitud paciente al mirar distraídopor la ventana. A través de ella se podía contemplar un fríoy austero patio interior. Luego la miró de nuevo:

—¿Sabe que tenemos otras maneras de hacerla hablar?Las miradas de los dos hombres se cruzaron por un

momento. El otro tradujo sus palabras al alemán.—Puede torturarme, si es ése su proceder habitual —dijo

ella—. Pero mi marido no volverá a la vida por ello. Herr Clar-ke… yo vi su cadáver. —Tragó saliva con dificultad, pero noapartó los ojos de su interlocutor.

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Alguien entró en el cuarto, avanzó despacio hacia Clar-ke, como si quisiera ser invisible, para no interrumpir lo queallí estuviera ocurriendo.

—Frau Hedwing —le confirmó Clarke al recién llegadotras hacerle un discreto gesto de asentimiento. Luego éste semarchó dejando la puerta entornada. En ningún momento ellahabía abandonado el desafío de mantener la mirada que des-de el comienzo le había propuesto.

Continuó:—Su hijo ha confesado… —Permítame que dude de sus palabras —respondió ella

en el mismo tono. Después exhibió una pequeña sonrisa, casiimperceptible—. Mi hijo les habrá dicho lo que ustedes quie-ren oír.

—Dice que su padre está vivo, pero que no sabe dón-de. También ha dicho que sólo usted sabe dónde se encuen-tra —concluyó en el tono monocorde que había elegido parael interrogatorio—. Así que dígame dónde y podrán mar-charse.

Fue entonces cuando se pudieron escuchar los sollozos deun niño. Ella se mostró impasible, aun sabiendo que se trata-ba de su hijo mayor. Clarke, una vez que corroboró que estohabía llegado a oídos de la mujer, se acercó a la puerta y laempujó con fuerza. Los cristales temblaron, incluso tintinearonlos dos vasos de agua que había sobre la mesa. Luego, paciente,paseó por la estancia, deteniéndose después de nuevo frente aella. La miró con más intensidad si cabe; sus ojos, ahora, pro-yectaban el deseo de rodearle su cuello con las manos y nomostrar piedad alguna; mentalmente, ejercía presión hasta con-seguir que la mujer escupiera el nombre falso y el paraderode Rudolf Höss.

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Aquella mujer no consideraba realmente que su maridofuera un asesino, o por lo menos veía injusto que todo el pesocayera sobre él. Se había planteado esta cuestión tantas vecescomo días había permanecido en Auschwitz, en su casa, en suhogar situado justo frente al campo. Algunas noches habíaafinado el oído y escuchado gritos y disparos; pero estaban enguerra, ésa era una disculpa para su conciencia. Esto para Hed-wing era algo normal, o eso prefería pensar. No tenía por quéalarmarse si alguno de los confinados recibía algún castigo,porque al fin y al cabo aquella gente era el enemigo de lanueva Alemania que Hitler quería construir para ellos. Perolo cierto era que desde 1942 hubiese querido marcharse deaquel horrible lugar, al confirmarse todas sus sospechas. Supolo que realmente estaba pasando cuando Brant, el administra-dor regional del partido para la Alta Silesia, le había confir-mado, con su indiscreción, el mar de conjeturas y suposicio-nes que hacía meses venía haciendo. Hasta entonces, siempreal margen, no había querido saber lo que ocurría más allá delos confines de su jardín. Tampoco llegaba a comprender porqué despertaba un temor desmedido en aquellas dos internas quetrabajaban ayudándola en los quehaceres diarios de la casa.Ellas nunca la miraban a la cara, y siempre que podían evitabanestar en la misma estancia que Hedwing; creía oírlas llorar yrezar a menudo, pero nunca hizo el mínimo comentario alrespecto, ni a su marido ni a nadie. Todo lo contrario, si hubie-ra podido ayudarlas de alguna manera para que hallaran unconsuelo, no habría dudado en ofrecérselo. Pero eran unas per-sonas muy diferentes a ella, y el desconocimiento sobre aque-llas prisioneras, que pertenecerían a la secta de los Testigos deJehová, limitaba su iniciativa. Hedwing nunca llegaría a enten-der cómo algunas personas podían abandonarse, tanto a una

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secta religiosa como a un partido político, de una manera tanintensa que sus personalidades quedaran anuladas. Pero éseno era su problema.

Después de la indiscreción de Brant, Hedwing había que-rido marcharse del campo. El administrador regional del parti-do llegó a la casa de los Höss para reunirse con el comandantede una manera informal. Ya en el salón, ella les servía unoscafés, cuando el invitado hizo referencia, y sin importarle quiénestuviera presente, al programa de exterminio que se estaballevando a cabo en Auschwitz. La mujer y su marido cruza-ron entonces una discreta mirada, que ella supo mantener,aunque ausente, porque sus pensamientos realmente se tras-ladaron muy lejos de allí. Aquella pieza del puzle que le aca-baban de entregar completaba de una manera consistente todoslos rumores que, hasta el momento, se había negado a admi-tir. En adelante, la estancia de la mujer en Auschwitz care-cería de la felicidad truncada aquella tarde. Hedwing quisorecuperar su bienestar, pero ese logro quedaría postergadotantas veces como negativas recibió de su marido cuando lesugería que solicitase otro destino, de otra naturaleza, a la Can-cillería. Höss ni tan siquiera se planteó abandonar su campo.Era impensable para él hacer las maletas y empezar de nuevoen otro lugar por propia iniciativa; ¿qué pensaría Himmlerentonces? «Capitán —imaginó que le decía—, el motivo demi dimisión es la incompatibilidad de mi trabajo con mi fami-lia». Pero el destino quiso que a los tres años de la inaugu-ración de Auschwitz, Höss fuese trasladado, como jefe desupervisión de los campos del Gobierno General, a las OficinasCentrales de Economía y Administración con sede en Oranien-burg. En un primer momento, su mujer vio el cielo abierto asu deseo de trasladarse, pero sólo sería su marido el que

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abandonase el lugar; Hedwing y sus hijos continuarían resi-diendo en la antesala del infierno. Allí, el comandante estaríauna larga temporada, hasta que Himmler le devolvió su anti-guo puesto.

A menudo Hedwing pensaba en el futuro, un futuro taninmediato que llegó casi sin que ella se diera cuenta. Poco des-pués de que escuchara, como por fin admitió, que el gruposur del Sexto Ejército se había rendido, la conclusión de la gue-rra llegó, y con la derrota de Alemania se vieron frutradostodos sus deseos. Había imaginado, en el peor de los casos, unlinchamiento, por parte del pueblo judío de sus familiares, aquienes podrían ver como objeto de venganza por ser los máxi-mos responsables de todo aquello. Esto le creaba un grado deansiedad difícil de soportar; tanto, que las consecuencias erancontinuas discusiones con su marido. Odiaba encontrarse irre-mediablemente implicada y estar al corriente, de manera inevi-table, de algunos asuntos… como la vez que llegaron dieciséistrenes al campo en un día y Höss enloqueció. En aquella oca-sión mandó llamar a Eichmann para que resolviera el asunto.Höss viajaba con frecuencia a Hungría para exigir menostransporte y un mejor equipamiento de los trenes. Ella que-ría marcharse, huir de aquella fábrica de muerte tan inmedia-ta a su hogar. Y aunque ni sabía ni quería saber la medida delo que realmente estaba ocurriendo allí, podía imaginarla porla cantidad de trenes que llegaban a Auschwitz diariamente.Estaba harta de escuchar las continuas protestas de su marido; sequejaba de las brigadas del campo, de que bebían demasia-do, enfermaban, no se presentaban en sus puestos, solicita-ban traslados…

—Por favor, Frau Höss, mi paciencia tiene un límite —dijoClarke, a través del intérprete, en un perfecto alemán con acen-

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to berlinés. Aquel hombre que estaba a su espalda le había dichoa ella ya varias veces, y por su propia iniciativa, que no se gira-ra, que con quien realmente estaba hablando era con Clarke.

Ella asentía y alegaba su confusión, pero lo cierto eraque le ponía realmente nerviosa que le hablaran tras de sí.

—Mi marido no era un asesino, Herr Clarke —dijo ellaen medio de un silencio que se estaba haciendo eterno.

—Éste no es un tema que debamos discutir nosotros —respondió él elevando su tono de voz—. Cumplía órdenes,¿no es cierto? —hizo un gesto para que estas palabras no fue-ran traducidas, pero el bilingüe no acertó a entender la señaly llegaron al entendimiento de la mujer, aunque no con el tonoirónico con las que habían sido pronunciadas inicialmente.

Bernard Clarke había perdido a gran parte de su fami-lia en campos de exterminio, si no en Auschwitz, en cualquierotro supervisado por Höss.

—Efectivamente —respondió Hedwing, no muy segurade entender lo que le había dicho el traductor—. Parece ser quenos vamos entendiendo. Ahora quisiera marcharme, estoy can-sada.

—Lo siento, pero eso no va a ser posible —el interlocu-tor usó un tono cordial, tal vez para compensar la licencia dehaberse dejado llevar por su condición de judío—. Podrá reco-ger a sus hijos e irse a Belsen después de revelarme el para-dero de su marido.

—¿Estoy detenida?—¡Está siendo interrogada! Y hasta que no nos diga lo

que queremos saber no podrá marcharse… Ni usted, ni sushijos.

—¡Le repito que Höss cumplía órdenes! Directamente dela Cancillería… Exactamente de Himmler.

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—¡Frau, ese argumento no nos vale! —gritó Clarke altiempo que propinaba otro golpe a la mesa—. Ni a mí, ni altribunal que juzgue a los asesinos alemanes, ¿sabe? No se hadado ni un solo caso de ningún miembro de las SS a quienprocesaran por negarse a tomar parte en los asesinatos.

Hedwing, entonces, enmudeció. No sólo le amedrentó eltono del hombre y el golpe en la mesa; pensó que podía tenerrazón. En ese caso había echado por tierra la única defensaque estaba procurando a su marido.

Ella, en 1942, estaba tan segura de que Höss era inca-paz de matar a nadie, que hubiera jurado, incluso por sushijos, que la autoría de la muerte sistemática en Auschwitzno era de su responsabilidad… A menudo, y más última-mente, recordaba el episodio en la vida de Höss en que estu-vo encarcelado por dar muerte, con la complicidad de trescamaradas más (uno de los cómplices era Martin Borman, elfuturo secretario personal de Hitler), a un tal Walter Kadow.Pero de eso hacía ya más de veinte años. Y, además, habíapagado por su delito: cinco años de los diez a los que fue sen-tenciado, gracias a una amnistía política por la que todos loscomunistas y miembros de grupos de derechas fueron puestosen libertad.

Sólo en una ocasión Höss habló a su mujer de Walter;fue en el 29, el año en que Rudolf y Hedwing contrajeronmatrimonio. Él le había contado que le habían apaleado has-ta darle muerte, pero que en ningún momento quisieron llegartan lejos. Aquel hombre había entregado a Leo Schlageter,uno de los líderes de la resistencia contra los franceses, a susoponentes. Hedwing creyó ver el arrepentimiento de estehecho en los ojos de su marido y nunca más se volvió a men-cionar aquel asunto. O por lo menos en su presencia. Aun-

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que fue considerado un crimen político, lo cierto era que ellinchamiento por los cuatro hombres fue a causa de una ven-ganza personal, un ajuste de cuentas. Walter era un joven pro-fesor desempleado que les había robado dinero. No supieronde él hasta que reapareció en Mecklemburgo, en la escuela deHöss, con la intención de conseguir gente que trabajara paralos franceses.

Pero la situación actual de su marido era bien diferente;no le acusaban de ajustar las cuentas a un individuo, repartien-do la culpa entre cuatro; eso había pasado hacía mucho tiem-po y ya nadie se acordaba de ello.

Hitler y Himmler se habían suicidado hacía ya más deun año y Eichmann había desaparecido sin dejar rastro. Losbritánicos habían escuchado el nombre de Rudolf Höss por pri-mera vez por boca de algunos supervivientes del campo de Bel-sen-Belsen que habían sido trasladados desde Auschwitzdurante la guerra. Si había algún representante vivo de lasatrocidades cometidas en los campos, ése era Höss. Aun así,Hedwing, no llegaba a entender el empeño del cuerpo de inte-ligencia británico por encontrar, juzgar y dar muerte a unmiembro tan insignificante como —creía ella— era su mari-do. Pensaba que él había sido un simple administrador y super-visor dentro de la gran organización nacionalsocialista, quehizo posible un exterminio de tal envergadura. Pero la reali-dad era que señalaban a Höss como el máximo responsablede asesinar a más de millón y medio de personas… Aquellacifra desorbitada llegaba más allá del entendimiento de lamujer, y lo que le costaba creer era que toda esa gente hubie-se muerto a su lado, a pocos metros de su casa. Por eso susituación estaba repleta de sensaciones contradictorias que lagolpeaban con fuerza en la conciencia.

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Pensaba, durante los silencios que Bernard Clarke leotorgaba, que su marido realmente no había matado a nadie,que con sinceridad no fuera culpable… Sólo le señalaban a élinjustamente, como un cabeza de turco. Por otro lado, Clarkeparecía tener razón; Höss se podría haber negado a participarde una manera tan implicatoria. Pero en ese caso Himmlerhabría puesto a otro en su lugar y aquellas muertes habríansucedido de igual manera.

—Herr Clarke… —empezó Frau Hedwing—, el único de-lito de mi marido ha sido estar en el sitio equivocado. —Hizoademán de levantarse de la silla, sentía un hormigueo en laspiernas que no podría hacer desaparecer si no se ponía en piepara restablecer su circulación.

—¡Siéntese! —le ordenó Clarke—. No soy un juez. Noestoy aquí para juzgar a nadie.

—Él está muerto, sería tarde.Clarke rodeó la mesa hasta situarse a la derecha de la

interrogada. Ésta se sintió más incomoda.—No, Frau Hedwing —dijo, ahora volviendo a su tono

irónico—. Usted sabe tan bien como yo que, por el momen-to, sus hijos no son huérfanos. Y no piense que no la compren-do… Todo lo contrario; su deber como esposa es proteger asu marido a toda costa. Pero trate de entenderme a mí… Mideber es otro.

Ella respiró profundamente, le hubiera gustado saborearuno de los cigarrillos que de vez en cuando fumaba, tal vezeso la habría tranquilizado. Ahora se sentía obligada a pensaren todo aquello que había aparcado en un rincón de su cabe-za durante tantos años, y no le estaba siendo nada fácil poneren orden todas aquellas ideas. Tras expulsar el aire de sus pul-mones, se abandonó de nuevo a algunos recuerdos junto a

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Höss; el día de su boda, precipitada, después de tres meses denoviazgo. Y cuando se vieron por primera vez, en la finca don-de ella trabajaba como miembro de un sindicato de jóvenes…¡Era tan inocente entonces! El cometido de esa organizaciónera el de preparar a los miembros, que querían trasladar suvida al campo, y enseñarles agricultura. Una vez convertidaen Frau Höss, recordaba saborear los éxitos de su marido. Yaunque nunca cumplieron su sueño de vivir alejados de la granurbe, se sentía igualmente complacida al ver el modo en queRudolf ascendía de una forma tan vertiginosa. Aunque a ellanunca le gustó la política —ni siquiera se afilió al PartidoNacionalsocialista—, veía cómo la situación podría abrir uncamino hacia ese sueño común. Comenzada la guerra, veríatruncadas sus expectativas; vería cómo Höss se entregaba alnacionalsocialismo de una manera obsesiva, y cómo dejaba enun segundo plano a ella, a sus hijos y su sueño. Sus ausenciasse fueron sucediendo, cada vez más intermitentes, al tiempoque su carácter se tornaba más agrio.

El día que regresó Höss de uno de sus permisos con lanoticia de que su traslado a la Polonia invadida era inminen-te, se accionó en ella el resorte que podría salvar su matrimo-nio. Él no le habló mucho del nuevo trabajo en el campo quehabía de regentar, en cambio trató de deslumbrarla con la casaque el gobierno ponía a su disposición: diez habitaciones, sincontar los baños, y un jardín rodeando todo aquello. Aunqueno estaba totalmente terminada, en sólo unos días podríanocuparla. Antes había sido propiedad del administrador delcuartel de artillería polaco, pero Höss había omitido referir estedetalle, pues pensó que a su mujer no le gustaría saber queotras personas se habían quedado sin techo para que ellospudieran vivir allí. Luego la decoración consistió fundamen-

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talmente en muebles de madera natural; todo el domicilio teníaalgo que recordaba a la patria chica.

—De acuerdo, Frau Höss. Veo que se niega a colaborarcon nosotros —concluyó Clarke— y llevamos así tres días —elhombre tenía la capacidad de cambiar de ánimo de una mane-ra inmediata, cosa que aún la ponía más nerviosa de lo queya estaba—. Ha de saber que se me ha encomendado este inte-rrogatorio, y mis superiores no van a aceptar tan fácilmentela respuesta que usted me está dando. Son tanto o más incré-dulos que yo —tomó su posición inicial; se colocó frente aella, escrutándola, como si se encontrara delante de una cele-bridad—. Dígame, Frau, ¿tenía usted algún tipo de contactocon los presos de Auschwitz?

En un principio, negó con la cabeza como respuesta. Des-pués cambió de expresión. Ahora parecía más serena. Dibuja-ba, descuidada, círculos imaginarios con el dedo corazón sobrela mesa. Luego dijo:

—Nuestra casa en Auschwitz estaba rodeada por una cer-ca y ni yo ni mis hijos veíamos más allá… Había una tablarota…

—¿Se asomó alguna vez a través de ella?—Sí —afirmó, rotunda.—¿Y?—Era todo gris y sucio… Era horrible ese lugar y era

horrible lo que allí estaba pasando… Pero… —se encogió dehombros—. ¿Qué podía hacer yo?

Clarke cogió una silla que había bajo la ventana del cuar-to, y se sentó frente a ella:

—Continúe —dijo el hombre.—¿Y qué más quiere que le diga? ¿Acaso quiere acu-

sarme de complicidad?

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Él negó con la cabeza; luego dijo:—No podemos ajusticiar a todos los alemanes… —in-

mediatamente miró al intérprete, y éste enseguida supo queno debía traducir aquello. Se trataba de una opinión personalque no debía llegar a oídos de Hedwing.

La existencia de Auschwitz y de lo que allí estaba ocu-rriendo durante la guerra era de dominio público, pero la mag-nitud de las muertes era confusa —allí trabajaban unas milpersonas—. Incluso periódicos ingleses y americanos habíanhecho referencia a todo aquel complejo, y, por parte de losaliados, se barajó la posibilidad de bombardear el lugar o lasvías de acceso a él para que dejaran de llegar prisioneros. Perose desechó la idea; la iniciativa no estuvo nunca en los prime-ros puestos de las preferencias durante el conflicto.

—Vi entrar y salir un par de veces a algunos presos através de la tabla rota —dijo ella al fin—. Era evidente queaquellas personas no comían muy a menudo —esbozó unaleve mueca de angustia al rememorar aquello—. Los pobresdesgraciados cogían verduras del huerto… Por supuesto, nun-ca le dije nada de esto a mi marido.

—¿Por qué? ¿Supone acaso que los hubiera matado?Hedwing le dio como respuesta un gesto mudo de des-

precio.—Herr Clarke, no me gustan ni el tono de su voz ni sus

insinuaciones —titubeó y después continuó hablando—; mimarido cultivaba él mismo esas verduras. No le gustaba quenadie hurgara en su huerto, ni siquiera sus propios hijos. Nosé lo que hubiera hecho, la verdad.

Alguien abrió la puerta, sin llamar, y se introdujo en laestancia. Al otro lado se hallaban otras habitaciones de las queemergían los sonidos de ruidosas máquinas de escribir en fun-

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cionamiento. Clarke, Hedwing y el intérprete clavaron la mira-da en el hombre que acababa de entrar:

—¿Ha dicho algo? —preguntó este último en inglés.Clarke negó con la cabeza y continuó en silencio. El hombrepreguntó después al intérprete si tenían alguna dificultad conel idioma.

—No —dijo éste—. Frau Höss se niega a colaborar, esoes todo.

—Frau, mi nombre es William Cross —al principio se diri-gió al hombre que había de traducirle. Cuando éste comenzó ahablar en alemán, prosiguió mirándola a ella—. Soy el oficial almando de la Sección Noventa y Dos de Seguridad de Campo.¿Persiste, entonces, en decirnos que su marido está muerto?

Ella afirmó con la cabeza, tímidamente. Desde que Crosshabía entrado en el cuarto presintió una rápida conclusión delinterrogatorio. Hacía horas que se estaba preguntando cómoterminaría todo aquello, y hasta dónde llegaría la paciencia deaquellos hombres.

William Cross miró primero su reloj, después a los hom-bres y por último a la mujer:

—Su marido no está muerto, Frau —se aclaró la gar-ganta—. Rudolf Höss fue capturado por los aliados hace unosmeses, pero le soltaron inmediatamente, porque él supo men-tir muy bien. Mejor que usted. Sabemos que se oculta trasun nombre falso…

—Eso es imposible.––Tal vez ese hombre se nos escape y nunca pueda ser

juzgado. Pero las consecuencias serán nefastas para usted… Ypara sus hijos.

Después de que el intérprete tradujera estas palabras, elhombre chasqueó los dedos. El sonido fue eclipsado por un

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silbido de vapor que emergía de una locomotora. Parecía apunto de partir.

Cuando, días antes, Hedwing y sus hijos fueron arran-cados de un pequeño pueblo situado a pocos kilómetros de Bel-sen para ser interrogados, ella pudo ver que, muy cerca de lacelda donde pasaría tres noches, había un apeadero ferrovia-rio. Imaginó entonces que la vía estaba muerta. Y tal vez fue-ra así, pero ahora silbaba un tren, que, según William, teníaSiberia como destino inmediato.

—¡Tiene usted dos minutos para despedirse de sus hijos!—¡Es usted un miserable! —gritó ella.Los niños pasaron a la celda. La pequeña de dos años

estaba en brazos del de dieciséis. Vieron a su madre e inme-diatamente se abrazaron a ella. Hablaban todos a la vez y elintérprete captó sólo algunas palabras sueltas. Todas se refe-rían al mismo tema:

—¡Dicen que papá está vivo! —le dijo el mayor a sumadre, y dejó a su hermana de pie en el suelo. Después Clar-ke, ayudado por William y el traductor, los apartó de ella ylos situó a la izquierda de la mesa. Fue entonces cuandocomenzaron a llorar.

—Tiene un minuto, Frau Höss.—¡Díselo, mamá! —gritó entonces su hija mediana. Los

hombres tenían la sensación acuciante de que el truco podríatener éxito después de todo. La niña continuó gritando—. ¡Tevan a mandar a Siberia! ¡Y los rusos nos van a fusilar a todos!—y lloró con más fuerza, contagiando a sus hermanos.

William se aproximó despacio al intérprete, como si cual-quier paso en falso o cualquier ruido o palabra que pudieradecir y escucharan los niños o la madre, fuera a romper elengaño al que los estaba sometiendo. Le pidió la traducción

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al inglés de las palabras de la niña. Hablaron en voz baja, aloído, y después se colocó junto a Clarke.

La mujer, que dejó caer sus primeras lágrimas, habíaempezado a maldecir a los hombres con tal intensidad, que ter-minó ahogada en su propio llanto.

—¡Treinta segundos, Frau Hedwing! El chorro de vapor parecía más ensordecedor, más con-

tinuo, como si quisiera hacer más apremiante su situación. YWilliam puso sobre la mesa una cuartilla que quedó frente aella. Después, al lado del papel en blanco, su compañero depo-sitó un lapicero:

—El tiempo se acaba, Frau Hedwing —y cogió en brazosa la pequeña, apartándola de su madre con un gesto brusco.

Ella interrumpió su llanto, dirigió una mirada de odiohacia los dos hombres y escribió:

«Franz Lang. Gottruepel. Flensburgo».

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