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REVISTA EUROPEA. NUM. 164 DE ABRIL DE 1877. AÑO IV. LOS POEMAS CABALLERESCOS LOS LIBROS DE CABALLERÍAS. VIL * No difiere, en mi opinión, lo maravilloso del poe- ma bizantino del maravilloso de los caballerescos oc- cidentales de los siglos XII y XIII, ni es distinto del que adoptan y vulgarizan los autores de los libros de Caballerías en Francia ó España en los siglos XIV y XV. La tesis se relaciona con muy delicadas cuestiones de estética é historia; pero entiendo que lo maravilloso de la poesía popular del Occidente durante los siglos medios, es el maravilloso greco- asiático de los siglos I al XII. ¿Por qué? Porque esen- cialmente es la misma la concepción popular de la vida y de sus leyes, en una y en otra edad, en una y otra región. La tradición poética indo-europea se perpetúa desde los siglos anteriores á Hornero y He- siodo hasta los días del Amadís de Gaula ó de las Sergas de Esplandian en una oleada no interrum- pida, sino constante, que por varias causas y acci- dentes históricos va rodando de civilización en ci- vilización, de raza en raza, de culto en culto hasta los tiempos novísimos, en los que aún no ha domi- nado y prevalecido la inspiración cristiana, á pesar de los veinte siglos de la admirable y portentosa historia del cristianismo greco-latino. No miro al escribir este juicio ni á la teología ni á la metafísica, ni siquiera á teorías sociales y polí- ticas; no se trata de la ciencia del filósofo ó juris- consulto, ni de los estudios de físicos ó naturalis- tas, en los que la concepción y las inspiraciones cristianas en el seno do las escuelas, de las univer- sidades y de los laboratorios, han conseguido esta ó aquella fortuna: me refiero sólo á la vida de la fantasía popular, de sus creaciones y de sus ideales, de sus temores ó esperanzas, enérgicamente repre- sentados por las bellezas características del arte épico popular de los quince primeros siglos de la era eristiana. No aludo ni discurro sobre loque San Agustín, San Anselmo, San Abelardo, San Bernardo, Alberto el Grande ó Tomás de Aquino enseñaron y extendieron en el campo de la ciencia, endoctri- nando á sacerdotes, filósofos ó legisladores; fijo la Véanse los números 161,162 y 163, págs. 353,385 y 422. TOMO IX. atención exclusivamente en la fantasía popular, foco y representación de lo imaginado, no de lo sa- bido ni creido sobre el mundo y sus leyes, y sobre eterno conflicto del bien y el mal en la vida uni- versal de los seres. Esta concepción de la fantasía, ajena á la cien- cia, excitada, contradicha ó rectificada por leccio- nes que descendían del pulpito, de la cátedra ó de la ley escrita, oscurecida y exaltada por las entu- siastas predicaciones de los fanatismos heréticos, religiosos, científicos ó literarios de los siglos me- dios, es, en su esencia, la tradición indo-europea, panteística y maniquea que desde la India y la Per-. sia se desborda en varias corrientes por la Europa desde los primeros siglos de la civilización griega, deteniendo unas veces, ahogando otras la inspira- ción cristiana. Siempre es necesario en estos estudios volver so- bre las diferencias del arte popular y del erudito, y nunca se agota el examen de las mutuas y recí- procas influencias de una en otra de estas dos lite- raturas. Separadas y hostiles en varios momentos de la historia, hermanadas en otros y siempre cau- sando y recibiendo influencias verdaderamente ar- tísticas y decisivas las más veces, la literatura po- pular trae á la erudita al campo de la realidad espi- ritual, que vive y palpita en la conciencia de la muchedumbre, como presta la erudita á la popular, tipos y representaciones tradicionales que el ins- tinto-poético do las razas trasforma, generaliza ó fecunda. Lo maravilloso en el arte popular no es lo sobre- natural, como j 7 a observaron estéticos eminentes. Lo natural se origina inmediatamente de la idea de Dios; lo maravilloso, no. Lo maravilloso no nace ex- clusivamente de una concepción popular cosmogó- nica, como han entendido muchos críticos; nace, en mi sentir, de una concepción de la fantasía, que bien puede llamarse metafísica por su asunto, de la concepción de las leyes que gobiernan al mundo, y por término principal de la teoría del bien y del mal. La conciencia popular mira con los ojos del sentido el mundo que le rodea, é imagina las leyes que lo gobiernan, y al encontrar la oposición, la contrariedad, las negaciones, el mal, en una pala- bra, que se infiltra en la naturaleza y la afea, en el alma y la corrompe, en la vida y la contraria, hi- riéndola con infortunios é inacabables desgracias, personifica cada uno de esos agentes y crea seres que 9

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REVISTA EUROPEA.NUM. 164 DE ABRIL DE 1877. AÑO IV.

LOS POEMAS CABALLERESCOS

LOS LIBROS DE CABALLERÍAS.

VIL *No difiere, en mi opinión, lo maravilloso del poe-

ma bizantino del maravilloso de los caballerescos oc-cidentales de los siglos XII y XIII, ni es distinto delque adoptan y vulgarizan los autores de los librosde Caballerías en Francia ó España en los siglosXIV y XV. La tesis se relaciona con muy delicadascuestiones de estética é historia; pero entiendo quelo maravilloso de la poesía popular del Occidentedurante los siglos medios, es el maravilloso greco-asiático de los siglos I al XII. ¿Por qué? Porque esen-cialmente es la misma la concepción popular de lavida y de sus leyes, en una y en otra edad, en una yotra región. La tradición poética indo-europea seperpetúa desde los siglos anteriores á Hornero y He-siodo hasta los días del Amadís de Gaula ó de lasSergas de Esplandian en una oleada no interrum-pida, sino constante, que por varias causas y acci-dentes históricos va rodando de civilización en ci-vilización, de raza en raza, de culto en culto hastalos tiempos novísimos, en los que aún no ha domi-nado y prevalecido la inspiración cristiana, á pesarde los veinte siglos de la admirable y portentosahistoria del cristianismo greco-latino.

No miro al escribir este juicio ni á la teología niá la metafísica, ni siquiera á teorías sociales y polí-ticas; no se trata de la ciencia del filósofo ó juris-consulto, ni de los estudios de físicos ó naturalis-tas, en los que la concepción y las inspiracionescristianas en el seno do las escuelas, de las univer-sidades y de los laboratorios, han conseguido estaó aquella fortuna: me refiero sólo á la vida de lafantasía popular, de sus creaciones y de sus ideales,de sus temores ó esperanzas, enérgicamente repre-sentados por las bellezas características del arteépico popular de los quince primeros siglos de laera eristiana. No aludo ni discurro sobre loque SanAgustín, San Anselmo, San Abelardo, San Bernardo,Alberto el Grande ó Tomás de Aquino enseñaron yextendieron en el campo de la ciencia, endoctri-nando á sacerdotes, filósofos ó legisladores; fijo la

Véanse los números 161,162 y 163, págs. 353,385 y 422.TOMO IX.

atención exclusivamente en la fantasía popular,foco y representación de lo imaginado, no de lo sa-bido ni creido sobre el mundo y sus leyes, y sobre

eterno conflicto del bien y el mal en la vida uni-versal de los seres.

Esta concepción de la fantasía, ajena á la cien-cia, excitada, contradicha ó rectificada por leccio-nes que descendían del pulpito, de la cátedra ó dela ley escrita, oscurecida y exaltada por las entu-siastas predicaciones de los fanatismos heréticos,religiosos, científicos ó literarios de los siglos me-dios, es, en su esencia, la tradición indo-europea,panteística y maniquea que desde la India y la Per-.sia se desborda en varias corrientes por la Europadesde los primeros siglos de la civilización griega,deteniendo unas veces, ahogando otras la inspira-ción cristiana.

Siempre es necesario en estos estudios volver so-bre las diferencias del arte popular y del erudito,y nunca se agota el examen de las mutuas y recí-procas influencias de una en otra de estas dos lite-raturas. Separadas y hostiles en varios momentosde la historia, hermanadas en otros y siempre cau-sando y recibiendo influencias verdaderamente ar-tísticas y decisivas las más veces, la literatura po-pular trae á la erudita al campo de la realidad espi-ritual, que vive y palpita en la conciencia de lamuchedumbre, como presta la erudita á la popular,tipos y representaciones tradicionales que el ins-tinto-poético do las razas trasforma, generaliza ófecunda.

Lo maravilloso en el arte popular no es lo sobre-natural, como j7a observaron estéticos eminentes.Lo natural se origina inmediatamente de la idea deDios; lo maravilloso, no. Lo maravilloso no nace ex-clusivamente de una concepción popular cosmogó-nica, como han entendido muchos críticos; nace, enmi sentir, de una concepción de la fantasía, quebien puede llamarse metafísica por su asunto, de laconcepción de las leyes que gobiernan al mundo, ypor término principal de la teoría del bien y delmal. La conciencia popular mira con los ojos delsentido el mundo que le rodea, é imagina las leyesque lo gobiernan, y al encontrar la oposición, lacontrariedad, las negaciones, el mal, en una pala-bra, que se infiltra en la naturaleza y la afea, en elalma y la corrompe, en la vida y la contraria, hi-riéndola con infortunios é inacabables desgracias,personifica cada uno de esos agentes y crea seres que

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sirvan al bien ó que procuren el triunfo del mal. Entodas las formas populares de las religiones anti-guas, como en las cosmogónicas legendarias de to-dos los pueblos, encontramos expresada la nativacreencia sobre el problema del mal y sus relacionescon el mundo y con Dios.

La triste experiencia cuotidiana impedía que lavida fuera estimada de otra manera que como unaincesante serie de combates, siempre renovados ynunca concluidos. Por eso, las creaciones que re-presentan de modo sensible las fuerzas favorablesy las adversas en el eterno luchar de la. vida huma-na, las concepciones del maniqueismo, diversamenteentendidas y explicadas, constituyen el fondo pe-renne de la concepción popular en la historia indo-europea.

No basta la mejor y más cumplida concepción dela Divinidad, que consiguen los pueblos de Occi-dente gracias & la predicaciones del cristianismo,para cortar la trama de las preocupación popularesque habían recibido por herencia de la cultura anti-gua y de la vida en común con otras razas. Las su-persticiones que se perpetúan, significan en una for-ma y manera vulgar lo mismo que expresa artística-mente lo maravilloso épico en la poesía épica delos siglos medios. El pueblo procede por singularessincretismos, y en ellos combina la noción del Diostrino del cristianismo y el amor á su ley, con creen-cias y explicaciones panteistas y maniqueas, quepueblan el universo mundo de entes quiméricos, yexplican con su acción lo que su falta do cienciateológica ó filosófica deja como inexplicable y os-curo.

El oficio y naturaleza de lo sobrenatural, se ori-gina de la creencia dominante explicada por el sa-cerdote y vista en el templo. Lo maravilloso queenvuelve y rodea á la vida humana ó influye bené-fica ó malignamente en los actos y empresas de loshombres, nace de ese fondo oscuro de credulidady de exaltación que las tradiciones, las leyendas,los portentos referidos de cosas y hombres engen-dra y mantiene, prestando alguna luz á lo que apa-rece como inexplicable á los ojos de la muchedum-bre. Campea con toda, libertad en esta esfera lafantasía popular, y suministra al arte de los juglaresy troveras los í.ipos y los rasgos artísticos con queestos embellecen las narraciones de sus poemas.Por estos hechos, existe el íntimo parentesco quehoy advierte la crítica entre las creaciones de unay otra edad. De la misma manera que al través delas mitologías y religiones, y al través de la historiade las lenguas, se descubre, no obstante, la diversi-dad, el tronco común, la noción generadora, la raízfecunda que donde quiera germina, dando así unidadsustancial á la historia indo-europea; de igual suerteen el estudio de la fantasía popular se advierte

igual parentesco y filiación, y sus mitos y sus símbo-los, sus personificaciones y sus entes imaginativosreproducen la demostración de la ley admirable quela filología y las religiones comparadas han demos-trado. Como este heredamiento se cumple por losbuenos oficios de la fantasía popular, ya en suesfera vulgar, ya en la esfera artística, es puntoque atañe á la ciencia de la literatura comparada.Pero no olvidemos que si la grandiosa culturahelénica no consiguió, después del admirable flore-cimiento do las escuelas y de sus cultos, iluminarcon la razón de sus filósofos y el dictado de sussacerdotes los oscuros senos de la fantasía de lamuchedumbre, en los que continuaron agitándosedivinidades sin nombre y fuerzas misteriosas y po-tentísimas que recorrían el cosmos; si la culturaromana no consiguió tampoco borrar de la fantasíade las plebes tradiciones pelásgicas y etruscas deigual carácter, que las más veces reaparecían en lascumbres de la sociedad, no consiguió mejor fortunael cristianismo en los siglos medios, por las mismasrazones y por otras que hicieron aún más lenta laeducación de la fantasía popular por los idealescristianos.

El cristianismo, pasado el heroico período de laspersecuciones en el que admiro á las gentes porsus virtudes, sostuvo la controversia con la cienciaantigua, con la escuela alejandrina, que en sus múlti-ples fases representaba la tradición greco-oriental.San Clemente y Orígenes refutan las tendencias delos neo-platónicos y el sincretismo erudito de losalejandrinos, pero quedan en su espíritu las huellasdel pensamiento -contrario; que nunca se cumpleestérilmente en lo humano, el contacto de uno conotro espíritu. Si la Iglesia latina dirigida por SanAgustín procura romper todo vínculo con la cienciagreco-latina; si secundan este movimiento los dis-cípulos del gran Obispo, en el terreno de la teodi-cea, de la liturgia y de la disciplina, el mundo eragreco-latino en sus usos, en sus costumbres, en susprácticas y en sus supersticiones. Los invasores delsiglo V no alteraron esta tradición popular, porquelas poblaciones hispano-romanas, galo-romanas éitalo-romanaseran superiores en número, en cienciay en riqueza, y en los siglos siguientes el espírituherético enseñó cómo se fundían en la concienciadel pueblo prácticas y tradiciones paganas con en-señanzas cristianas y doctrinas gnósticas y místicas.

Mr. Beugnot ha descrito con abundancia denoticias y curiosas observaciones la lucha de laIglesia con la tradición greco-latina para conseguirla extinción del paganismo en Occidente, y pasa unoy otro siglo sin que la victoria sea definitiva yquede acabada la tarea. Las más veces la Iglesiatransige y decora la práctica ó la costumbre paganacon un sentido místico y cristiano; pero el renací-

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miento literario que se gradúa y avalora de sigloen siglo, el prestigio de las artes y de la poesía,anula el empeño de la Iglesia latina, y limita, porúltimo, su influencia al campo de la ciencia y de lateología, hasta que el Renacimiento invade tambiéneste santuario en el siglo XV.

Esta es la marcha y ley natural de los sucesos,con tanto más motivo, cuanto que la creencia popu-lar no advertía una oposición real ni cruda nega-ción entre la fenomenología del cristianismo y elaspecto y visión del mundo y de la vida que se des-prendía de la cultura alejandrina y neo-platónica.No se opone en el pueblo la creencia más viva, nila fe más ardiente en los dogmas, ni la mayor exal-tación en las prácticas religiosas, á esa vida de lafantasía popular, ni á la explicación sencilla, pinto-rosca, supersticiosa del mundo y de sus fenómenosque la muchedumbre da, en los variados trances dela vida. El credo exaltadamente repetido no impideque en el inmensurable campo de la imaginaciónpredominen las tradiciones hermosamente misterio-sas que se recuerdan, y mucho más si. como aconte-cía en la edad inedia, encuentra la fantasía analogíasó correspondencias entre las creaciones de la tra-dición y las doctrinas religiosas. Descubrir las con-tradicciones y absurdos que entraña una creencialegendaria cotejada con las naturales consecuen-cias de un dogma, es un trabajo erudito y lógico,impropio de la cultura popular, y no se empeñabanen él los narradores y juglares de la edad media, niparaba mientes en semejante contradicción la mu-chedumbre que los escuchaba, enloquecida por elterror que la credulidad de las generaciones habíatrasmitido de una á otra centuria.

Recorriendo el libro famosísimo de Creuzer yGuigniaut, completado y corregido por los novísi-mos estudios de mitología comparada, la tesis reci-be una demostración cumplida, que no explano por-que es por demás hacedera acudiendo á las fuentescitadas. Pero si, en efecto, esto que llamo yo con-cepción de la fantasía popular del mundo y de lavida, originada y mantenida por la influencia suce-siva de las religiones indo-europeas hasta los sin-cretismos alejandrinos, constituye la médula de lahistoria hasta el siglo V, y esa sustancia no se pier-de en la historia de la edad media, porque la reno-vación religiosa, debida al cristianismo, no influye,aun hoy, sino en las esferas del sentimiento y en laaristocracia de la ciencia, de la Iglesia ó del Estado,dando sólo un credo puramente teológico á las ple-bes, lo maravilloso que se engendre en esa concep-ción en los siglos XII y XIII, será, con muy ligerasvariantes, el maravilloso de la vida y del arte greco-asiático.

No lo extrañemos. La influencia religiosa en lavida individual, en la inefable comunión del alma

con Dios, es súbita, rápida, rapidísima. El ejemploheroico, la virtud sublime, la abnegación, el amor,inflaman al senntimiento, que vence á la voluntad ysubyuga á la inteligencia de golpe, y se cumple unadorable misterio en el sagrado de la unidad delespíritu, con una rapidez inexplicable para el análi-sis; pero en el campo de la vida colectiva, la in-fluencia instructiva de la religión es lenta, muylenta, lentísima, como lo es siempre la influencia delas ideas en el mundo. Esta lentitud iba, de otrolado, acompañada de las incertidumbres de la Igle-sia respecto á su actitud con la historia pasada.Estima unas veces que continúa la vida antigua, yen este sentido piensa y predica la Iglesia orien-tal; cree en otros momentos que es una radicalnegación del mundo que cae al otro lado del Calva-rio; acepta en no pocas ocasiones las formas y re-presentaciones de la ciencia y del arte de la anti-güedad; y esta duda sobre su verdadero destino,hace aún más lento el triunfo de la ciencia y de lavida cristiana.

No es de olvidar tampoco la influencia de las here-jías, y muy especialmente de las doctrinas gnósticas,desde Basilides á Marco y Heraclon, que pesa conabrumadora pesadumbre en los | rimeros siglos de laera cristiana, tanto en Oriente como en Occidente;influencia que preocupa con razón, pintándola convivos colores, á su contradictor el infatigable SanIreneo. Esta influencia panteista, maniquea, idea-lista y quimérica de las múltiples sectas gnósticasen los primeros siglos del cristianismo, si se atenúano se pierde en los siglos Vil, VIII y IX, tomandolas más veces las apariencias del misticismo delfalso Dionisio el Areopagita, y revistiendo en otras,las maneras de la teurgia alejandrina ó de la magia

Cierto, muy cierto que la religión cristiana quisoen los dias do Alberto el Grande enseñar y decla-rar, á la luz de los dogmas, la teología, la filosofía,la física, la historia natural, la astronomía y la me-tereología, para mostrar en la vasta enciclopediadel saber humano la unidad del dogma, la verdadde la revelación; pero estas gigantescas empresasno se acometen sino en el siglo XIII, cuando ya lacivilización cristiana estaba saturada de la tradiciónantigua, y no triunfan, porque el renacimiento delo antiguo, eleternal atractivo de la belleza, de lasletras humanas, como decía San Bernardo, que viocon toda claridad el peligro, sirviéndose de la es-cultura, de la pintura y de la poesía épica ó lírica,resucitaba lo muerto, reanimaba lo moribundo,traía á la memoria lo olvidado, y el encanto artísticoborraba fácilmente la huella del silogismo del do-minico ó apagaba la resonancia del anatema de losconcilios ó del Pontífice.

No discuto ahora si el empeño excedía los lími-

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tes propios y naturales de la religión cristiana en laedad media; pero es un hecho que la constante fas-cinación que la antigüedad, con sus maravillas ar-tístieas y científicas, ejerció en la Europa cristiana,y aun en sus más afamados doctores, y la tarea in-cesante de copiar, traducir é imitar á lo antiguo,que nunca acaba y siempre es afanosa en las escue-las y en los claustros, impidió el predominio sobe-rano de la enseñanza cristiana en la ciencia y en lavida. El último esfuerzo, memorable y gigantesco,fue el de Alberto el Magno y su famoso discípulo.Pero ya era tarde: los trabajos de los siglos pasados'daban fruto, y el Renacimiento llegaba á tomar po-sesión déla historia.

Las tradiciones é influencias que he recordado,por su índole, por el medio en q.;e engendraban,que era la imaginación de la muchedumbre, pro-pendían á la representación plástica y mítica delas entidades, fuerzas, leyes y accidentes que in-tervenían el curso de la vida, y que con sus apari-ciones la embellecían ó afeaban causando goces óespantos. Los eones, el demiurgo, los genios, lasjerarquías de la angeología y la demonología, lasteorías de las tentaciones y persecuciones del es-piritu satánico, revistiendo mil formas, crecieronrápidamente en la fantasía del pueblo, cohonestan-do ó trásformando las creaciones análogas del pan-teísmo idealista ó naturalista de las religiones sirio-fenicias, medo-persas y greco-romanas.

A todas estas concepciones preside el dualismoreligioso y poético, representado por las antiguasdivininades, ó por las ideas contrarias del mani-queismo, ó por la oposición del Bien y el Mal, ó deDios y Satán, que por analogía entendía comoformas diversas de un solo concepto la fantasía delpueblo.

En este círculo, y bajo la influencia de pensa-miento dualista que estriba en dos dioses, dos le-yes, dos principios, dos fuerzas que se oponen ycontradicen y revelan su contradicción y su com-bate eterno en la vida de los seres naturales y en lavida humana, se desenvuelve y desarrolla la fanta-sía figurativa de la edad media, como se había des-arrollado y crecido la de los pueblos helénicos ylatinos, y de aquí que el elemento épico, la crea-ción plástica que ha de llenar los espacios pres-tándole cuerpo, movimiento y accidentes, y sem-brar la vida de peligros y peripecias, sea la mismaen la extensa edad que comprende más de treintasiglos.

En buen hora que el teólogo y el filósofo dis-tingan entre la concepción zoroástrica y la neo-platónica, entre la gnóstica ó maniquea y la cristia-na, respecto al Mal en su posición y lucha con elBien: existen y son reales y verdaderas esas distin-ciones; pero á los ojos de la fantasía popular las

personificaciones épicas y grandiosas de Satán ydemás poderes infernales, se confundían con las me-tafísicas ó mitológicas de las civilizaciones antiguas.El arte popular no se inspira en las distinciones dePedro Lombardo, ni en las comentarios de Abelardo,sino en los entusiasmos y terrores de la fantasía co-lectiva, en las esperanzas y presentimientos de lamuchedumbre.

No queda sin voz ni representación en la esferadel arte de la edad media ninguno de los elemen-tos activos de aquella civilización. La divina espon-taneidad del arte y su santa libertad le lleva á ins-pirarse en cielo y tierra, en glorias y glorificaciones,como en terrores sin nombre. La teología cristianade dominicos y franciscanos consigue el soberanotriunfo de la Divina Comedia; pero continúa el ma-ravilloso de los poemas caballerescos recogiendo yexpresando las leyendas y supersticiones popularespropias do la fantasía de las razas greco-latinas,aumentadas por las influencias greco-asiáticas, quelas escuelas neo-platónicas, maniqueas y gnósticasdifundieron de uno al otro confín de la Europa, contal vida, que aun en las centurias posteriores, con-siguieron adulterar la elevación y el simbolismo delarte Dantesco.

Si las observaciones que preceden se ajustan contodo rigor á la verdad de los hechos, no cabe dudarque el poema caballeresco, forma segunda de lapoesía épica en la edad media, nace del consorciodel elemento histórico con el de la libertad de lafantasía popular. ¡Enlace admirable que coloca ála Odisea después de la Iliada, á las poesías delciclo bretón después de los cantos de gesta carto-vingios! En el espacio de veintidós siglos se repitela sucesión de los ciclos poéticos con una regulari-dad que acusa la existencia de una ley en la vida dela fantasía. Después de los cantos heroicos de laGrecia peleando bajo los muros de Troya, las aven-turas de Ulises; después de los cantos de gesta deCarlomagno, las aventuras de Lanceloto y Ginebra,Tristan é Iselda; después de los cantos de gesta deDigems, el poema de las aventuras y hazañososhechos de Akritas.

El caso no es fortuito ni de escasa importancia.La poesía heroica, el canto de gesta, oprimo á lafantasía, la trae al servicio de la tradición histórica;y es ley natural del arte la libertad creadora, por loque de continuo propende á gozarla. El poema deaventuras y empresas fabulosas ofrece mayor cam-po á esa libertad, ó, por mejor decir, es la forma quecrea la fantasía para narrar con toda libertad sinseguir el dictado de la tradición oral, de la consejaó de la crónica. Observó ya el eminente críticoL. Gautier que lo maravilloso, que apenas encuentraocasión y momento de aparecer en el cantar degesta, se infiltra en el poema de aventuras y crece

N.° 164 1. FASTENRATH. ALBERTO MAGNO. 453en el á medida que ol poeta se separa de la tradi-ción histórica. No se significa en el cantar de gesta;aparece en el poema cuando se adultera su carácterhistórico, como se indica claramente en los can-tos VII y VIII del Digenis; crece después en lospoemas del ciclo bretón y llega á la exuberanciay á la exageración en los libros de Caballerías;porque en cada uno do estos pasos se borra, y, porúltimo, se pierde la realidad objetiva que dio mate-ria á la creación del poema heroico.

¿Pero en qué consiste y cuáles son los rasgos ca-racterísticos de lo maravilloso caballeresco, consi-derado, ya en los poemas primitivos del ciclo bre-tón, ya en los eruditos, ya, por último, en los librosde Caballerías?

F. DE PAULA CANALEJAS.

ALBERTO MAGNO.

Se equivocan los que consideran á Alberto Magnocual creador del plan de la Catedral de Colonia, deeso modelo más cumplido del arte gótico, de esajoya del mundo, sagrario que encierra los restosmortales dejos Reyes Magos, haciendo de Coloniael imán de los creyentes, como los sepulcros delos Principes de los Apóstoles en la Ciudad Eterna,y la rival de la ciudad de San Marcos y do la deSantiago; pero tienen razón los que á ól mismo lellaman la catedral más sublime, la estatua más bella,el cuadro más brillante, y que encuentran en suvida la poesía más hermosa en honor del Altísimo,una música que encanta así al cielo como á la tier-ra. Como las catedrales de la Edad Media se ele-van en medio de un mar de edificios, descollandosobre todos, así también el beato Alberto, que me-reció el dictado de Magno como cristiano, comofraile, como obispo, como predicador, como escri-tor, como maestro, como naturalista, como filósofoy como teólogo, y á quien el mito popular se com-place en pintar^ no sólo cual Magno, sino cual mago,se levanta por cima de sus contemporáneos, lomismo que los otros héroes del siglo XIII, los To-más de Aquino y Buenaventura, Marco Polo, Wol-fran de Eschembach y Rogerio Bacon.

Muchos han escrito ya la vida de Alberto Magno,eso doctor universal, esa fuente de física y de teo-logía. Recordaré la obra que Pedro de Prusia publi-có en Colonia en 4486, la que salió á luz en lamisma ciudad en 1490, debiéndose á Rodolfo deNimega, y la que un español escribió en 1413 bajoel título de Ludovici de Valle Oleti (Hispani) bre-vis de vita el doctrina Alberti Magni. Una biografíade este gran maestro de la Edad Media la escribiótambién mi amigo Leonardo Ennen. Aprovechando

el libro en que ol profesor alemán Joaquín Sigharttrazó en 1857 la vida y ciencia del ilustre domi-nico, á quien llama el Godofredo de Bullón en lacruzada do las ideas de la Edad.Media que conquis-tó para la Iglesia la Jerusalen de la ciencia natu-ra], ocupada por los paganos, judíos y árabes, tra-taré yo de escribir para los que hablan la sonoralengua castellana la biografía del que citaba tantasveces los escritos de San Isidoro de Sevilla, y quelo mismo que los sabios árabes y judíos de Españaexplicaba la filosofía aristotélica, y la escribiré conamor tanto más grande, cuanto que mi patria, Colo-nia, donde Alberto moraba por espacio de tantosaños y donde descansan también sus restos morta-les, fue la cuna de su grandeza, de modo que Dan-te (1) le llama Alberto de Colonia.

Alberto Magno vio la luz del mundo en 1193 en laciudad de Lauringa, sobre el Danubio (Suabia), sien-do su padre ol rico y noble señor de bollstatt (2), quedebió su nombre á un castillo distante algunasleguasde Lauringa. Como la juventud cristiana de aquellaedad, penetraba Alberto al sagrario de los estudiosteológicos por el vestíbulo do las ciencias, ocupán-dose de los sabios escritores paganos Cicerón, Sé-neca, Virgilio, Ovidio y Juvenal; y para conquistarel vellocino de oro de la ciencia, el joven hidalgoalemán salió para los campos benditos de Lombar-día, estudiando por espacio de muchos años lasartes liberales en la ciudad de Pádua, donde la filo-sofía, y sobre todo los escritos del principe de losantiguos filósofos, Aristóteles, le cautivaban tantoque pudo formarse más tarde la siguiente tradición,que tiene mucha gracia: «Alberto, dice aquel mito,se esforzaba ente"nces en balde en cultivar los estu-dios: lo que hoy había aprendido, lo olvidaba al diasiguiente, y ya quería abandonar por siempre lasciencias cuando, de súbito, vio iluminado su cuarto,apareciéndoselo tres vírgenes de hermosura pere-grina, llamadas María, Bárbara y Catalina. Éstas leconsolaron, amonestándole que expresase sus deseosante su Señora la Reina del Cielo. A ésta acercóseel joven, y postrado de hinojos pidió le concedieseel conocimiento vastísimo de la filosofía.—Puesbien, contestó María Santísima, se cumplirá lo quequieres; no tendrás igual en la filosofía, y yo te am-pararé siempre para que no te desvíes del rectocamino de la fe. Pero á fin de quo conozcas quedebes tu ciencia, no al esfuerzo propio de tu espí-ritu, sino á mi gracia, te verás, antes de muerto, derepente privado de todos tus conocimientos, y mo-rirás con la inocencia y la fe candida de un niño.»

Alberto, cuyo espíritu era como el mármol, quesi difícilmente se le hace tomar figuras tanto más

(1) En el canto X del Paraíso, vers. 94 á 100.(2) Bollstatt, este era su apellido.

454 REVISTA EUROPEA.—15 DE ABRIL DE 1 8 7 7 . N.° 164las guarda después, dedicóse á la filosofía, porque«ésta, según dijo un contemporáneo suyo, el gene-ral de la Orden dominicana Humberto de Romanis,es necesaria para defender la fe, pues los paganosla emplean cual arma contra ella.» Y enotro párra-fo dice el mismo Humberto: «Los que desprecianlos estudios filosóficos se parecen á los que, segúndice el Libro de los Reyes, no querían que hubieseherreros en Israel para que los hebreos no apren-diesen á hacer espadas ni lanzas.»

Encendido por un sermón del beato Jordano, dis-cípulo de Santo Domingo y maestro del célebre es-pañol Raimundo de Peñafuerte, el joven Albertoabandonó el palacio de mármol en que había vividoen Pádua para tomar el hábito en 1223 en la á lasazón moderna Orden de Predicadores, que cualnuevo paraíso, florecía en el mundo corrompido, yque brillando en los albores de la juventud inma-culada y en el ardor del primer y santo amor, atraíacon fuerza irresistible á los corazones. Dedicóse áá los estudios teológicos en Boloña, así en la sole-dad de su celda como en el ruido del aula, y cuan-do había madurado ya haciéndose un árbol alto yperegrino, fue trasplantado á Colonia, para queallí encantase á la multitud por los ricos frutos desn sabiduría y de su virtud.

Ignórase el año en que fue mandado á la ciudaddel Rhin, metrópoli del imperio teutónico, donde laOrden de Predicadores se había establecido en 1221,y sabemos sólo que por muchos años ocupó la cá-tedra de la escuela del convento de dominicanosde Colonia, enseñando las ciencias naturales y sa-gradas, y que por la luz de su doctrina, por el pesode su sabiduría, por el aroma de su piedad, dabarealce á la Orden dominicana también en las ciuda-des de Hildesheim, Strasburgo, Friburgo y Ratisbo-na. Aún, muéstrase en la última ciudad, en el claus-tro del que fue convento dominicano, la sala llama-da Escuela del beato Alberto, y hasta la cátedradesde la cual, según dice la tradición, vertía lassemillas de la ciencia; pero los adornos de aquellacátedra se hicieron sin contradicción alguna en lossiglos siguiente,?, pues ostentan el nombre de SanVicente, del gran Vicente Ferrer.

Después de haber encendido por doquier nuevosfocos del conocimiento y del amor á Dios, Albertofue llamado en 1243 otra vez á Colonia para dirigirla Escuela de su Orden, y aunque entonces había eminentes maestros dominicanos en las Universidadesde Ñapóles, Paris, Salamanca y Boloña, él fue elegi-dlo para ofrecer en Colonia al angélico Tomás deAquino la copa de la sabiduría viva, y para comuni-carle su ciencia, como el sol presta su luz á la luna.Aquellos dos hombres tan grandes, el maestro ale-rnan y su discípulo el descendiente de los condes deAquino (Calabria), que ya llevaba en sí un reino ex-

tenso y misterioso de la inteligencia, vivieron en lamisma casa, situada en la Stolkgasse de Colonia. Yadmirando la ilustración del joven, á quien sus condiscípulos, á causa de su taciturnidad, habían llama-do un buey mudo, prorumpió Alberto en las palabrasproféticas: «Ha de levantar en la ciencia aún talmugido, que se le oirá en el mundo entero.»

En 1245 Alberto fue mandado á Paris para ocuparuna cátedra de la Universidad, llevando consigo áTomás de Aquino, y pronto acudieron á sus leccionespríncipes, prelados y condes, ricos y pobres, regu-lares y laicos. Hay quien dice que por no caber enningún edificio el número de los oyentes, el maes-tro había establecido su cátedra al aire libre, en laplaza llamada después en su obsequio Manbert (duMaítre Albert). Sobre todo, á su estancia en Paris,la metrópoli de la ciencia, deben aplicarse los ver-sos escritos en su honor:

Cunctis luxisti,Script'.s prasclarus fuisti,Mundo luxisti,O_uia totum scible scisti.

En el otoño de 1248, Alberto, que había alcanzadola dignidad de maestro de la teología, salió con To-más de Aquino otra vez para Colonia, volviendo áser la lumbrera de la Escuela teológica de esta po-blación, y según el testimonio de un discípulo suyo,oró cada dia después de terminadas sus leccionesen todos los salterios, siendo así, no sólo un gigan-te en las ciencias, sino también en el arte de orar.Mientras hablaba á los sabios de su tiempo, ofreciótambién á los pobres el pan de la doctrina cristianaen sus prédicas populares y sencillas; pero éstas noeran sino el gracioso adorno de su vida, el dulcedescanso de sus escritos filosóficos en que estribabasu gloria inmarcesible, su verdadera grandeza. Estosescritos son paráfrasis ó amplificaciones de las obrasde Aristóteles, que habia conocido en Paris graciasá las traducciones lati ñas, hechas las más según eltexto griego, las otras según las versiones árabesde Avicenna, Averróes, y otros sabios árabes deEspaña, que, atraídos por el brillo de los conoci-mientos físicos que ostenta el estagirita (1), se ha-bían dedicado á traducir sus obras al árabe, prece-diendo en eso á los judíos de España. Lo quenuestro Schelling anhelaba para la edad presente,lo cumplió ya Alberto Magno para su época, dandoá conocer al Occidente cristiano á Aristóteles cualrepresentante de la ciencia natural que está en ar-monía con la verdad cristiana. La serie de aquellasobras que contienen al Aristóteles amplificado ycristianizado, la inauguran los escritos lógicos, si-guen los números escritos referentes á las cienciasnaturales, llevando el título de Física, y á ellos se

(1) Aristóteles.

N.° 164 J . FASTENRATH.—ALBERTO MAGNO. 455asocian los libros relativos á la metafísica aristotéli-ca. Además explicó Alberto Magno los escritos delbeato Dionisio Areopagita, referentes á la jerarquíacelestial, á la jerarquía eclesiástica, á los nombres

divinos y á la teología, y ciencia místicas, escritosque, como complemento de la revelación bíblica,ejercieron una influencia poderosísima sobre la'EdadMedia, á causa del encanto de lo místico que tienen.Asombra una actividad tan grande en un hombreconsagrado también á la enseñanza y á la oración;y como prueba de que se parecía á un árbol que dafrutos céntuplos, citaremos también sus Comenta-rios de las sentencias de Pedro Lombardo, es decir,las explicaciones del libro en que el profesor de lateología, y después obispo de Paris, Pedro de No-vara (Lombardía), había resumido en el siglo XIIlas doctrinas de la Iglesia cristiana.

El nombre de Alberto Magno se hizo la tabla enque el pueblo escribía todo lo peregrino, todo lo ex-traordinario, todo lo misterioso. Arte Albertino sellamaba la arquitectura gótica, según dijo el señorHeideloff, y á Alberto le atribuyen un cuento deorigen bastante moderno, la gloria de. haber trazadola planta de la prodigiosa, de la incomparable Cate-dral de Colonia; pero no como fruto de su propiameditación, sino cual don de la Madre de Dios.«Siendo el arzobispo Conrado de Hochstaden, dicela Crónica coloniense, extremamente rico en oro,plata y pedrerías, empezó á edificar cosas grandesy preciosas y colocó la primera piedra á la fábricagrandiosa y eterna, la catedral.» Y, según añadeel mito, Alberto, encargado por el arzobispo de tra-zar el plan, estaba un dia solitario en su celdaorando para que le iluminase Dios á fin de que pu-diese llevar á cabo aquella obra destinada á la glo-ria del Eterno. De repente se vio rodeado de un es-plendor peregrino. Cuatro hombres se le acercaron,vistiendo trajes talares blancos y llevando sobre lascabezas coronas de oro, brillantes cual pedrerías. Elprimero, un anciano severo, ostentando una barbablanca que desmayaba sobre el pecho, llevaba en ladiestra un compás; el segundo, un tanto menor deedad, tenía una escuadra; el tercero, un hombrerobusto, de barba negra y crespa, ostentaba un bas-tón de medida, y el cuarto, un adolescente de abun-dantes rizos blondos, llevaba una balanza. Con pa-sos pausados y solemnes avanzaron aquellos hom-bres , siguiéndoles llena de hermosura celestialla Virgen Santísima, llevando en la diestra un tallode azucenas, adornado con blancas flores. Y loscuatro maestros empezaron, según les mandaba laVirgen, á trazar el plan de una fábrica majestuosa.Ya formaron las líneas brillantes en esplendor deestrellas un conjunto sublime, cuando la apariciónperegrina desapareció ante los pasmados ojos deAlberto; pero el cuadro de aquella fábrica trazada

por los cuatro maestros coronados, los patronos delos canteros, quedó grabado en su alma, y pudoofrecer una planta que coronó los deseos más atre-vidos del arzobispo (1).

Pero no añadamos á la diadema tan rica y pura denuestro maestro una perla que no es suya: la plantade la catedral.de Colonia no pudo hacerla sino un ar-quitecto que había examinado y comparado ias fábri-cas góticas entonces existentes en Francia, un maes-tro que so había ocupado exclusivamente del artegótico para poder sobrellevar aquellas fábricas. Si esmito, pues, aquella tradición, no lo es, hecha abstrac-ción de algunas exageraciones, la que se refiere á lavisita que el rey de Alemania, el joven Guillermo deHolanda, hizo á Alberto Magno en Colonia á princi-pios do 1249, visita de la cual habla ya un contem-poráneo del ilustre dominicano. Dice el cuento querefería primero Juan de Beka en 1346: «El dia de laEpifanía el rey Guillermo, acompañado de un séqui-quito espléndido de caballeros y empleados, entróen el modesto convento dominicano para visitar alPadre Alberto, cuya fama como gran filósofo y teó-logo se extendía por el mundo. Vio con asombro enla celda del sabio cantidad de aparatos que éste leexplicaba con elocuencia suma, y aumentóse suasombro cuando Alberto le invitó á tomar en aqueldia tan frió de Enero un relresco en el jardin delconvento, no pudiendo creer los que rodeaban alRey sino que el monje quisiese burlarse de él. Peroel Rey, ansioso de conocer el arte de Alberto, le si-guió al jardin, y los suyos hicieron lo mismo. ¡Quésorpresa tan grande! Al pisar los umbrales, olvi-dando las pálidas horas del invierno, respiraron derepente auras vernales y perfumes encantadores.Millares de plantas peregrinas estaban floreciendo,llenas de galas de Mayo; miles de flores desple-gaba# sus pintados cálices y exhalaban los aromasmás suaves. Los árboles se cubrían de las floresmás ricas y daban en breves minutos copia de ma-duros frutos. Numerosas aves luciendo su voz en ar-moniosos trinos, se mecían sobre las coronas de lasflores y saltaban por las ramas, dando al jardin lavida más fresca y lozana. Y mariposas brillantes,ora se cernían sobre las dulces flores, ora formabancaprichosos círculos. Risueñas cascadas derrama-ban sus rayos por el aire, y la refracción del sol pro-ducía un prodigioso juego de colores. Todo respi-raba una vida encantadora, y la naturaleza enterabrindaba todos sus atractivos en breves momentos.Alberto no dejó tiempo á sus huéspedes para que sa-liesen de su sorpresa, sino que los invitó á sentarse y

(1) Los patronos de los canteros se llaman Claudio,Castorio, Sinforiano y Vieostrato, y son conocidos con elnombre de los «cuatro mártires coronados.» Son cuatrocanteros que, cual mártires de su íe, murieron bajo Dio-eleciano.

456 REVISTA EUROPEA. 1 5 DE ABRIL DE 4 8 7 7 . N.° 164

contentarse con lo poco que les pudiese ofrecer sujardin. Pero ¡qué grande fue su asombro al hallar allíuna coñuda que era digna de la cocina de un rey!Niños hermosos sirvieron, sin que se hubiera vistode dónde llegasen aquellos manjares deliciosos.Pero apenas habían dado las gracias al Señor des-pués de terminada la comida, desapareció el risue-ño cuadro, y la asamblea se encontró otra vez en larealidad fria, en la naturaleza yerta del invierno.»

Explícase esta tradición por haber Alberto proba-blemente establecido en el jardin del convento do-minicano de Colonia un invernáculo y haber fabri-cado figuras mecánicas de pajaritos que podían pro-ducir algunos sonidos.

En cuanto á los aparatos que usaba Alberto Mag-no, dice otra tradición que creó un autómata quepronunciaba Ja palabra Salve, y efectivamente hablaen sus escritos de aquellos autómatas con exactitudtanta, que no podemos menos de creer que él mis-mo haya usado figuras semejantes para sus estudiosfísicos.

Sea eso como quiera, Alberto tuvo la satisfacciónde acompañar al rey Guillermo á Utrecht sobre elRhin, donde éste, agradeciendo la acogida hospita-laria que había hallado en Colonia, ofreció una her-mosa casa como convento á la Orden dominicana.Y Alberto, que brillaba cual estrella por la Iglesiaentera, y que puede considerarse cual otro SantoDomingo, cual segundo fundador de la Orden dePredicadores en Alemania, fue nombrado en 1254provincial de aquella Orden, y todos los viajes devisitación los hizo andando en el caballo de SanFrancisco, llevando el palo en la mano y mendigan-do para alcanzar el pan cuotidiano de puerta enpuerta cual amante de la pobreza evangélica. Obe-deciendo el mandamiento del Padre Santo, salió has-ta para la lejana Polonia para extirpar allí los últi-mos restos del paganismo, y él fue también el men-sajero de Dios, el ángel de paz en las guerras delarzobispo de Colonia contra los colonienses, logran-do por su elocuencia conjurar las borrascas políti-cas y extinguir la guerra civil en la ciudad sagradadel Rhin, donde en medio del estruendo de las ar-mas continuaba escribiendo en su celda. Cuando sedirigieron acusaciones, cuando se lanzaron cargoscontra la Orden de Santo Domingo, el gran Albertolos repelió con su elocuencia arrebatadora, comolo hizo en Anagni (Italia) en 1256 ante el papa Ale-jandro IV, que le encargó también explicar el Evan-gelio de San Juan ante la Asamblea más sublime delmundo, el mismo Papa y los Cardenales. El que noestimaba más la tiara y el báculo pastoral que elbastón del monje, fue levantado en 1260 por el papaAlejandro IV á la dignidad de obispo de Ratisbona,aquella ciudad que se vanagloriaba de San Em-meran.

Alberto depuso el hábito monacal, sí; pero no sussencillas costumbres. Se le veía en sus viajes devisitación ir á pié, mientras una bestia de carga lle-vaba sus ropas y sus libros. Se desvelaba para en-cender y aumentar la vida eclesiástica de sus dio-cesanos y para aliviar la suerte de los pobres, queson como la familia de Jesús, el séquito del Señor.Y tan brillantes eran los resultados económicos desu gobierno, que dicen los biógrafos: «Alberto rea-lizó lo que dijo Cicerón acerca de Thnles y Plinio,acerca de Dernócrito: un filósofo, cuando quiere,puede hacer también oro.»

Para evadirse al estruendo de la ciudad se refugióá menudo en,el solitario castillo de Donaustauf, cu-yas ruinas se encuentran enfrente de la Wal-halla, que ostenta el busto de Alberto como elde uno de sus varones más gloriosos. El que sabíaasí tratar al Eterno como Moisés en el monte de lacontemplación, como gobernar al pueblo en los va-lles de la vida, escribió en la soledad de Dooaus-tanf, en 1261, su notable Comentario del Evangeliode San Lúeas. Pero el peregrino ministro del Señor,el venerable anciano que gobernaba la Iglesia deRatisbona con tanta sabiduría, no se libró hasta enla soledad de Donaustauf de las calumnias de los quele llamaron nigromante, diciendo que su cienciatoda emanaba de una fuente impura, del trato do es-píritus malos. Apuró con resignación evangélica elcáliz amargo de los calumniadores; pero la dignidadarzobispal, que le obligaba á llevar en una mano elbáculo pastoral y en otra la espada, cual príncipedel Imperio alemán, le parecía más y más un ascuaque ansiaba arrojar lo más pronto posible para vol-ver á las soledades recónditas y pobres de la Ordendominicana. Al fin el papa Urbano IV accedió á lasinstancias de Alberto, y éste, con la alegría del aveque después de largo cautiverio logra la libertad,bajó en 1262 de la sede de Ratisbona, volviendo á latan querida como humilde vida monacal. No le es-peraba la quietud, sino que pronto le vemos cualotro San Bernardo peregrinar de población en po-blacioncomo predicador de la Cruz. Descansó de susesfuerzos en 1264 en el templado clima de Würz-burgo.

Quizás entonces escribió su Comentario del Evan-gelio de San Marcos, y su libro La mujer fuerte,que es la Iglesia del Señor.

En 1269 regresó á su querida Colonia, siendo re-cibido con mani festaciones de júbilo por todas lasclases de la población, y otra vez sus huellas fue-ron huellas de paz en medio de un tiempo revueltopor las pasiones y las guerras coutinuas. Volvió ásu celda queridísima, que amaba cual una cámaranupcial, y continuó dando lecciones y escribiendo li-bros. Quizá entonces nacieron sus Comentarios delos salmos, de los Lamentos de Jeremías, de las

N.°464 F . FASTENRATH. ALBERTO MAGNO. 457Profecías de Daniel, de Baruch y de los Profetasmenores y del Apocalipsis, y al acercarse la ¿pocaen que desde el país de la fe había de pasar al de labienaventuranza, nacieron indudablemente sus es-critos referentes al asunto más sublime de la in-vestigación cristiana, es decir, el Sacramento de laEucaristía, en que Alberto, para usar la frase deun biógrafo suyo, se parece casi al discípulo queestando cerca del Señor escuchaba sus misterios.En aquellos preciosísimos escritos y prédicas rela-tivos á la Eucaristía, cita también el hermoso versode Virgilio:

«Omnia vincit amor et nos cadamus amori,»

y á veces él mismo expresa sus pensamientos enforma poética, por ejemplo, cuando dice:

«Rex sedet in ccena turba cinetus duodena,Se tenet in manibus, se cibat ipse cibus.»

El «nayor sabio de su tiempo se complació tam-bién en pasearse en el jardin del convento domini-cano de Colonia entonando himnos ala Virgen, quellama «la cámara del Verbo, el tálamo del Novio eter-no, el palacio del Hijo de Dios, el lecho de toda laSanta Trinidad y la fábrica del Creador del mundo.»A él se debe también un Marial, obra relativa al AveMaría, pareciéndose á una poesía escrita en prosaen obsequio de la Reina del Cielo, y además se le atri-buye una Biblia Marial, conteniendo una explica-ción de todos los párrafos de la Escritura Sagradaque pudieran referirse á María Santísima.

En aquel tiempo en que todas l;s ciudades rivali-zaron en erigir nuevas iglesias, el anciano Albertohabía de-abandonar con frecuencia su asilo de Co-lonia para consagrar templos en razón de su digni-dad arzobispal, y dice una inscripción en la iglesiade los regulares de Nimega:

«Albertus Magnus templum sacravit ut agnus.»

Como el rey David no descansaba antes de haberconstruido un templo digno del Señor, nuestro Al-berto cuando tenía ya setenta y ocho años de edad,edificó ásus expensas, según dijo en su testamen-to, el coro de la iglesia de los dominicos de Colo-nia, en cuyo centro encontró su última morada.

Entretanto, el 7 de Marzo de 1274 falleció Tomásde Aquino, el que por tantos años había bebido lauente do la ciencia al lado de Alberto, y éste der-ramó lágrimas abundantes, y siempre que oía pro-nunciar el nombre de su gran discípulo, que habíacasi eclipsado la gloria del maestro, lloraba pro-rumpiendo en las palabras: «¡Él fue la flor y eladorno del mundo!» Y cuando corría fama de quelos escritos de Tomás iban á ser impugnados, salió,á pesar de su senectud, para Paris á defenderlos,y subiendo á la cátedra de los dominicos, dijo:

«¿Q_uó lo importa al vivo ser alabado por los muer-tos?» Así al difunto Tomás le llamaba el único vivo,llamándose muerto, á sí propio.

Los antiguos biógrafos dicen también que Alberto,haciendo las veces do Tomás, asistió al Concilio deLyon de 1274, hablando en el Consistorio ante elpapa Gregorio-X en pro del nuevo Rey de Alemania,el noble Rodolfo de Habsburgo, a fin de que el Papamoviese á D. Alfonso de Castilla á que abdicase lacorona del país que jamás había visto, lo que efec-tivamente hizo el Papa.

Después de terminado el Concilio, escribió Al-berto en Colonia su gran obra teológica La sumade la teología, que se parece á una catedral gó-tica creada por aquel siglo glorioso. Además escri-bió un opúsculo De la manera como se lia de adheriri Dios, siendo este libro, en que el autor se deshacíado todo lo terreno para unirse sólo al Creador,la co-rona de sus obras, el último producto de su mágicapluma.

Hace casi treinta años, el profesor Schmeller tuvola fortuna de encontrar en la Biblioteca real de Mu-nich la copla del testamento que escribió AlbertoMagno en -1278. Dijo en aquel testamento que que-ría descansar cerca de los frailes del convento deColonia, y á éste lo legó su biblioteca, y su ornatoá la sacristía, y sus riquezas, oro, plata y pedreríaslas destinó para que de su importe se concluyeseel coro del convento, cuya planta él mismo trazó,según creyeron los escritores que escribieron dos-cientos años después de muerto el gran Alberto.

Este perdió do repente la memoria, tres años an-tes do su muerte, cuando hablaba, como solía, ensu cátedra del convento de Colonia, cumpliéndoseasí la profecía de la Virgen de que habla el mito:«Para que no vaciles en la fe, olvidarás en tus pos-trinierías toda ciencia filosófica.»

Después de aquel suceso en el convento de Colo-nia, dicen los escritores de esta ciudad que Albertose deshizo enteramente de todo lo terreno, y queun dia, cuando el arzobispo de Colonia, Sigfredo,llegaba á su celda para visitarle, y llegaba á la •puerta preguntando: «¿Alberto, estás aquí?» éste noabrió, sino que contestó: «Alberto no está, más aguí,sino que estuvo aquí.» Al oir eso el arzobispo, seechó á llorar, repetiendo á los suyos las palabras:a/Alberto no está más aquí/» Sí, Alberto, despuésde haberse esforzado en la tierra en enseñar, enpredicar, en escribir, en ejercer todas las virtudes,no quería contemplar más. que la patria eterna, yera ya como un habitante del Cielo. Cada dia visi-taba el sepulcro que se había elegido en su queridaColonia, y oraba en sufragio de su alma, como sihubiese ya muerto. Sentado en su celda y rodeadode los frailes, el fénix de los maestros devolvió sualma á Dios el 15 de Noviembre de 1280. Le coló-

458 REVISTA EUROPEA. 1 5 DE ABRIL DE 1 8 7 7 . N.° 164

carón en un féretro de madera y le enterraron en elcoro de la iglesia del convento dominicano de Co-lonia, á la sombra de la cruz.

En 1482 fue colocado en un sarcófago magnífico;pero la iglesia en que descansaba fue derribada áprincipios del siglo actual, siendo sustituida por uncuartel de artillería; y cuando abrieron el sarcófago,el cuerpo del que fue Alberto Magno se hizo polvo,mostrándose conservado sólo el ornato y una partedel báculo. Estas reliquias se trasladaron á la igle-sia de San Andrés de Colonia. Aún se muestran enla sacristía de esta iglesia la casulla, la estola y elmanípulo de Alberto. El arquitecto de la ciudad deColonia, Sr. Weyer, ofreció pov los años de 1860un féretro gótico para que en éi descansase el polvodel inolvidable maestro de Colonia, y las damas deesta población se dedicaron á decorar aquel féretro,donde ya descansa en la iglesia de San Andrés.

¡Qué de ciudades han rivalizado en celebrar ánuestro héroe! Su retrato se ve en una torre quese halla en la ciudad de Lauinga, y su busto lo os-tentan Pádua y el coro de la catedral de Orvieto, ysu imagen existe también en el claustro de San Mar-cos de Florencia; debiéndose aquella pintura alfresco, en que Alberto Magno de Alemania apareceal lado de Inocencio V, de San Raimundo de Peña-fuerte, de San Vicente Ferrer y de otros ilustresdominicos, al seráfico Fiésole.

Al que ya en vida fue llamado Magno y de quiendijo la Crónica belga:

«Albertus Magnus, magnus in magia, mayor in«fllosophia, maximus in theología,» le cantaron losvates y le celebraron los escritores, comparándoleel historiador bávaro Aventino con Varrón,el histo-riador universal, y e! gran Alejandro de Humboldtle dedicó frases llenas de admiración como al hom-bre ilustradísimo y á una figura magnífica de la EdadMedia.

Los mayores honores se los dispensó la Igle-sia, llamándole beato en 1622.

Para concluir, añadiré una palabra acerca de susescritos. Estos se publicaron por Pedro Jammy en1651, y se componen de 21 volúmenes de á folio,documentando a su autor cual escritor más univer-sal y fecundo di;l orbe. Él fue el primero que dioá los escritos de Aristóteles una forma accesiblepara el amante de los estudios, corrigiéndolos, ex-plicándolos y aprovechando para eso los escritoresulteriores, asi los cristianos como los árabes; peropor ser admirador del gran filósofo estagirita, no fuepor eso su mono, sino que no calló los errores deAristóteles. Llaman la atención también los si-guientes escritos de Alberto Magno: De natura lo-corum, que es un resumen de sus conocimientosgeográficos, conteniendo la geografía físico-políticadel siglo XIII; su Speculum astronomictm, y sobre

todo su obra De plantis, que le asegura un puestoprivilegiado en la historia de la botánica, pues an-tes de él no había ningún botánico que pudieracompararse con él, excepto Teofrasto, á quien Al-berto Magno no conocía. Asimismo en la zoologíatuvo conocimientos sorprendentes, según demues-tran sus 26 libros referentes á los animales, siendolos 19 primeros una paráfrasis de los escritos deAristóteles, y los siete últimos un complemento deestos hecho por el mismo Alberto, que al escribir-los aprovechaba también á los escritores árabes.Pero por grande que fuese el celo con que se su-mergía en las ciencias naturales, en las matemáti-cas, en la lógica y metafísica, en la política y ética,su espíritu moraba con predilección en los ámbitosinmensos y peregrinos de la teología, esa reina delas ciencias, y si peregrinaba tanto tiempo por lasesferas de las ciencias naturales, era sólo para de-fender y glorificar la ciencia sagrada, la teología.

JUAN FASTENRATM.Colonia 29 de Marzo de 1877.

LA COLONIZACIÓN EN LA HISTORIA

POR D. RAFAEL M. DE LABBA. (DOS TOMOS.)

I-Dice con sobra de razón un publicista contempo-

ráneo de la vecina Francia, que «uno de los fenó-menos más curiosos y menos estudiados de la vidade las sociedades modernas es la colonización.»Ningún otro acontecimiento social ó polítteo le su-pera en importancia, y, sin embargo, son muyescasos en número los espíritus investigadores quese consagran al estudio del origen y vicisitudes dela colonización: muy pocos los que dedican al exa-men de los múltiples problemas que se relacionancon la formac'on de nuevas sociedades, toda laatención que merecen.

En el orden social se distinguen las colonias porcierta originalidad en las costumbres, que nace dela lucha permanente con la naturaleza; en el ordenpolítico, y como resultado de las viriles cualidadesque despliegan los pueblos jóvenes, engrandecidosy dignificados por el trabajo, descuella por cima detodos los sentimientos y de todas las pasiones elamor á la libertad; en el orden económico estable-cen nuevas corrientes, abren nuevos cauces queatraen las riquezas del mundo entero, y, ensanchan-do el círculo de las relaciones comerciales, con-tribuyen poderosamente al rápido desenvolvi-miento de la industria y del comercio. Todos estosson efectos de la colonización, que se conviertenen causas de muy importantes y trascendentales

N.° 164 M. PEDREGAL. LA COLONIZACIÓN EN LA HISTORIA. 459fenómenos sociales, políticos y económicos, alreaccionar sobre los pueblos colonizadores. Y delchoque de las ideas, de la oposición de intereses,de la contradicción, que es fuente de todos los pro-gresos, arranca un período riquísimo en aconteci-mientos y esmaltado con todas las grandezas de laedad presente.

El Sr. Labra, infatigable campeón de la idea libe-ral, conociendo perfectamente el alcance de esosproblemas, que ha tratado en más de una ocasióncon alteza de miras y siempre con reconocidacompetencia, acaba de dar á la estampa un preciosolibro que lleva por título La colonización en la his-toria. Acaso el título no responde con exactitud alobjeto de la obra, pues algo más abarcan las dis-quisiciones del Sr. Labra que la historia de las di-versas fases que ofrece la colonización. Los capí-tulos ó lecciones que consagra al establecimientoy al desarrollo de la gran República norte-ame-ricana, se relacionan íntimamente con ci fin queel escritor se propone, pero van más allá de loque el título indica. Lo mismo podemos decir delos interesantes y extensos capítulos que dedica álas repúblicas del Sur y del Centro de América y alImperio del Brasil, que conservan el carácter denuestra raza y habrán de ocupar en dia no lejanoun lugar muy distinguido en el concierto de las na-ciones civilizadas.

Aunque la península ibérica no tuviera más títu-los á la gratitud universal que el descubrimiento deAmérica y los atrevidos viajes que hicieron las ca-rabelas de nuestros navegantes hasta doblar el cabode las Tormentas, con lo cual perdió ese terriblenombre, 'Cambiándolo por el de Buena-Esperanza;aunque no tuviéramos otras glorias que ostentar,ni más hechos de que envanecernos, que los incom-parables de haber trasformado el mundo con el des-cubrimiento de nuevos caminos á las Indias Orien-tales, y con la revelación de que en la soledad delos mares existían deliciosas islas y magníficos con-tinentes, en donde la vida y las riquezas se ofre-cían con exuberante prodigalidad, sería más que su-ficiente para reservar á esta gran nacionalidad iberauno de los primeros lugares en la historia de la ci-vilización. Verdad es que no hemos alcanzado lasventajas á que nos daban derecho el descubrimientoy la conquista de tan dilatados dominios. Otrospueblos, sin iguales títulos, y habiendo hecho me-nores sacrificios, obtuvieron más beneficiosos re-sultados. ¿Cuáles fueron las causas? ¿De dónde pro-cede esa que para algunos es una injusticia históri-ca, y que en realidad dimana de nuestros actos óde nuestras faltas, lomando el carácter de un se-vero castigo histórico? El estudio de esas causas,el análisis de las faltas cometidas, así como el fielrelato de los grandes merecimientos contraídos, no

tan sólo por nuestros atrevidos navegantes y pornuestros legendarios guerreros , sino por insignesgobernantes y administradores, pues registra nom-bres gloriosos en la esfera del gobierno nuestrahistoria colonial, constituyen parte muy principaldel libro del Sr. Labra.

Se remonta en sus investigaciones á los tiemposde Grecia y Roma. Señala en la colonización griegael rasgo característico de la iniciativa individual,que le dio tanta fuerza de expansión y convirtió lascolonias griegas en centros del saber y de la pros-peridad. Observa que la colonización romana vaimpregnada del espíritu de dominación que resaltaen todos los actos del pueblo-rey: y sin embargode que llevaba el colono romano inherentes á supersonalidad los más preciados derechos entre losque figuraban el connuoiitm, el commertium y lafaciio testamenli, nunca las colonias romanas llega-ron á tener la importancia de las colonias griegas.Todo lo que nace de la acción libre del individuoes fecundo en consecuencias y coopera muy eficaz-mente al progreso de la civilización. Las obras delEstado aparecen con mayores proporciones y conmayor grandeza en los primeros momentos, porquese concentra más la acción; pero las obras del in-dividuo, que difunden la vida por todas partes, queempiezan modestamente y se extienden en variedadde direcciones, que atienden á las lecciones de laexperiencia, y se adaptan á las exigencias de la na-turaleza, constituyen el tejido de los grandes pro-gresos de la humanidad. Por eso las colonias grie-gas fueron como la semilla de la civilización helé-nica esparcida con mano generosa, á diferencia delas colonias romanas que dominaron en los lugaresdonde llegaba el poder de sus armas; pero que no-desplegaron la fuerza creadora que anida en las ins-tituciones destinadas á infiltrar su espíritu en la so-ciedad.

La historia de la colonización, á partir del si-glo XVI, adquiere una importancia excepcional.Cuando el descubrimiento de la pólvora y el de laimprenta vinieron á introducir profundos cambiosen la manera de ser de los ejércitos y á comunicarvigoroso impulso al movimiento intelectual; cuandoel renacimiento, de una parte, y la reforma pro-testante, de otra, agitaban los espíritus, poníanen conmoción á los pueblos, encendían la guerray preparaban la humanidad á una de las más gran-diosas evoluciones, aparecióse en medio de losmares un nuevo mundo, y entre los seculares bos-ques , que recorrían pueblos salvajes, olvidadosde una civilización que dejó testimonios de suexistencia en aquellas grandes soledades, ó en cam-pos y riberas que causaban por su feracidad elasombro de los europeos, plantaron sus tiendas y notardaron en levantar magníficas ciudades los que

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por causa de religión, por amor á las aventura só en busca de la comodidad y de las riquezas, deja-ban el suelo patrio y atravesaban el Océano, desa-fiando todo linaje de peligros. La fundación de losnuevos pueblos quo se alimentaron con nuestra sa-via, y que, organizados al amparo de nuestras ins-tituciones, las trasformaron, dándoles mayor vitali-dad, obra es de las naciones que se regenerarondurante los siglos XVI, XVII y XVIII, según fueronentrando en la corriente de las ideas modernas, ódegeneraron á medida que se mostraban refracta-rias á su influjo. Y era necesario que se reflejara elcarácter de cada nacionalidad respectivamente enlas colonias, y que predominara en unas el espíritude iniciativa individual, mientras que en otras sehiciera sentir con mayor fuerza la acción del go-bierno.

Así vemos que las colonias de España y Portugalnacen y se desarrollan bajo la acción y con los re-cursos del Estado, y se distinguen desde el principiopor la unidad de pensamiento, por la subordinaciónjerárquica y por la absorción del poder metropoli-tico. Las colonias anglo-sajonas sobresalen por lalibertad de sus movimientos, por la espontaneidadde su acción, por la confianza que cada uno tieneen su propio esfuerzo, y por la tenacidad, que no especuliar de una raza ó de algunos pueblos, sinocualidad que se desarrolla con el ejercicio de la li-bertad, y merced á los hábitos que adquiere el hom-bre sujeto á la moralizadora ley de la responsabi-lidad.

Cuando los gobiernos toman por norma la pater-nal autoridad del jefe de una familia, y llevan, ó pre-tenden llevar á todas partes condiciones de prosperi-dad ó remedios que atajen los males de la comuni-dad,, se enerva la acción del individuo, que seconvierte en causa de perturbación, si para algo semueve, en vez de formar parte de armónicas com-binaciones. Y son más perniciosos que en ningunaotra sociedad los efectos de esa ley en el régimende las colonias, porque estas han de constituir pue-blos independientes, y el procedimiento único paraaprender á gobernar es la práctica, la dirección desus propios negocios, á condición de tocar siemprelos resultados orósperos ó adversos de cuantos ac-tos se ejecuten.

Con sentido imparcial, aunque marcadamentesimpático á la política colonial de España en la se-gunda mitad del siglo XVI, en todo el siglo XVII yen una pequeña parte del XVIII, sigue paso á pasoel Sr. Labra los brillantes acontecimientos de nues-tra historia en los dominios de Ultramar, que formavisible contraste con la decadencia rápida de lametrópoli en aquellos tiempos. Reinaba el hechi-zado ó el imbécil Carlos II, cuando se publicó lacelebrada recopilación de las Leyes de Indias. De

los tiempos de Carlos I eran las Leyes Nuevas, queprohibían la esclavitud de los indígenas, dando conesto principio á la serie de humanitarias disposicio-nes en favor de los indios, que tanto honor hacenal carácter español. Fueron entóneos al Nuevo Mun-do, pasado el grandioso á la par que turbulentoperíodo de la conquista, eminentes hombres de Es-tado como D. Pedro de la Gasea, I). Francisco deToledo, 1). Luis de Velasco, vireyes dotados de ex-traordinarias condiciones para el Gobierno, quienescon sus ordenanzas y muy principalmente desple-gando una política tan conciliadora como enérgica,prestaron servicios inapreciables al progreso de lacolonización. .

Uno de los aspectos que más cautivan al Sr. Labraen nuestra historia colonial, es el que ofrecen lasLeyes de Indias, á cuyo examen consagra muy ati-nadas reflexiones. Resalta en ellas un espíritu degenerosidad, que es digno de todo elogio. Es enverdad merecedora de singular encomio la legisla-ción de España en el Nuevo Mundo. La protecciónque se dispensa al indio, el cariño verdaderamentepaternal con que la ley española cuidaba de losintereses y de la felicidad de una raza inferior,sujeta al imperio de nuestras armas, dan clara ideade la elevación de sentimientos, de la verdaderagrandeza de este pueblo, tan maltratado por escri-tores que desconocen su historia. El libro del señorLabra es antes que todo una reivindicación de nues-tras pasadas glorias en Ultramar, ofrecidas comoejemplo á los propios y como defensa ante los ex-traños de ¡o que España fue como nación coloniza-dora. Para conocer el libro, para comprender lo quevale, es necesario leerlo. No es .posible apuntarsiquiera en una rápida reseña la variedad de cues-tiones que trata; no es posible penetrar en análisiscomo el que hace, por ejemplo, de los hechosy causas que determinaron la emancipación de lascolonias hispano-americanas. Ver cómo se prepara-ron y fueron desenvolviéndose los acontecimientos;de qué manera «la causa de aquel poderoso movi-miento fue una, esencialmente política,» como diceel Sr. Labra, interna, y no accidental ni depedientede la situación en que España se encontraba, esasunto de interés sumo para la historia y aun paradar solución á problemas que embargan el ánimo,y que allende los mares se plantearon con sañaincreíble. Así es que la publicación del libro delSr. Labra es de la mayor utilidad. Viene muy opor-tunamente á llamar la atención de los hombresilustrados, del público inteligente, sobre cuestionesy sobre acontecimientos que afectan hondamenteal porvenir de España, y que reclaman, más queenérgicos arranques, discreción, prudencia y sabi-duría. Es inútil cerrar los ojos cuando el peligroexiste. Ante el peligro, cabalmente, se ha de mirar

N.° 164 M. PEDREGAL. LA COLONIZACIÓN EN LA HISTORIA. 464

con atención el caso, para adoptar las resolucionesmás convenientes. Por eso el estudio de La Coloni-zación en la Historia es de innegable oportunidad.

II.

Entiende el Sr. Labra que la América del si-glo XVII será eternamente nuestro orgullo, nuestragloria. Es indudablemente el período de mayorbrillantez, el período en que mayor lustre alcanzanlos vireyes de España, aquel en que se recopilaronlas Leyes de Indias, tan notables por los levantadospropósitos, de que daban ostensible muestra. Peroaquellos tiempos fueron también los de mayoresrestricciones comerciales, y aunque era muy plau-sible en cierto modo el intento de equiparar lasIndias á los reinos de Castilla ó de León, dándolesleyes y estableciendo un orden de gobierno, lo másconformes y semejantes que ser pudieran á las le-yes y gobierno de España, es lo cierto que aquelsistema adolecía de un vicio trascendental, cual erael exceso de gobierno: el estar demasiado subor-dinadas las colonias á la dirección y administraciónde la metrópoli. Y mientras las colonias tuvieron suscabildos ó corporaciones municipales y ordenanzas,que respondían á las necesidades de cada locali-dad, el régimen colonial de España podía entrar enhonrosa comparación con los de otras naciones.Mas cuando se cercenó el régimen municipal en lascolonias y se cerró el período legislativo para lasIndias, quedando inmovilizado todo en países lla-mados á incesante renovación, empeoró visiblemen-te la situación política de las colonias, al mismotiempo que mejoraban económicamente, merced áotras circunstancias.

«Para el bien ó acrecentamiento de la goberna-ción, trauco ó comercio de las Indias,» habíanadoptado los Reyes Católicos muy importantes dis-posiciones, entre otras la de establecer en Sevillauna Casa de Contratación, que tenía el privilegiode registrar los cargamentos y despachar los buquesdestinados al Nuevo Mundo. Los Gobiernos de en-tonces temían que no hubiese comercio con las In-dias, ó que se hiciera en muy malas condicionessi no tomaban de su cuenta operaciones de tamañointerés para el establecimiento y progreso de lasnuevas sociedades.

La Casa de Contratación con sus privilegios setrasladó á Cádiz en 4720, y desde Cádiz, con pos-terioridad á este año, como antes desde Sevilla,partieron anualmente dos expediciones marítimas,una á Vera-Cruz y otra á Puerto-Bello. De esta ma-nera se hacía el comercio, que proporcionaba ex-traordinarias ganancias á muy reducido número depersonas, hasta que, terminada la guerra de suce-sión y por virtud del tratado de Utrech, adquirióInglaterra el derecho de enviar un buque de 500 ta-

neladas, cargado de mercancías á las ferias dePuerto-Bello. Esta concesión facilitó el contrabandosin límites, que desde entonces hicieron los ingle-ses, y fue tal el descenso del comercio español consus colonias, que el exiguo cargamento de 15.000toneladas que anualmente trasportaban los galeo-nes de España, se redujo á 2.000 toneladas. Se pro-puso nuestro Gobierno suprimir el contrabando,afrontando las dificultades que eran de prever conInglaterra; adoptó después una política más liberal,suprimiendo en 1748 las expediciones por medio delos galeones, y autorizando á los comerciantes es-pañoles para llevar directamente sus barcos por elCabo de Hornos á Chile y el Perú. Entonces se tratóde habilitar todos los puertos de la metrópoli paracomerciar con las Indias; pero Cádiz logró conser-var su monopolio, hasta que en los tiempos doCarlos 111 se rompió con el sistema de privilegiosen la contratación, que tan funesto había sido paraEspaña como para las colonias.

En 1765 se autorizó el comercio con la isla deCuba desde cualquier puerto de España, medianteel pago de un 6 por 100 del valor del cargamento,y entonces empezó Cuba á desarrollar sus fabulososmedios do riqueza y á prosperar de tal modo, que,siendo casi nulo el tráfico en 1765, pues bastabanpara los trasportes cinco ó seis barcos de no gran-des dimensiones, 13 años después ya necesitaba200, que sostenía en constante movimiento. En elbreve período de 10 años y con haber extendido alcomercio con las demás colonias la disposiciónadoptada respecto del comercio con Cuba, quintu-plicó el movimiento de importación y exportación,siendo mayor todavía el aumento proporcional delos rendimientos para el Tesoro. En 1778, mejoradala situación con las reformas liberales introducidasdesde 1765, importaba el comercio general de Es-paña con sus colonias 148.500.000 reales. En 1788se elevaba á la suma de 1.104.500.000 reales. Losrendimientos para el Erario habían ascendido desde6.500.000 á 55.000.000 reales.

Si, á la vez que mejoraban las relaciones econó-micas entro las colonias y la Metrópoli, hubieranmejorado las relaciones políticas, y se diera mayorexpansión á las legítimas aspiraciones de nuestroshermanos de Ultramar; si, menos recelosos, hubié-ramos dejado á las colonias mayor libertad en sudesenvolvimiento interior, ó cuando menos se ins-piraran los Vireyes en la conducta prudente de losGasea, de los Acuña y de los Mendoza, distinta ha-bría sido la suerte de nuestro imperio colonial.

Pero España se estancó, ó retrocedió, mientras losdemás pueblos se liberalizaban; y cuando los ejérci-tos de Napoleón atravesaron los Pirineos y se espar-cieron por todo el territorio de la Península Ibérica;cuando el rudo campesino se convertía en soldado

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de improviso, y desordenadamente se formabana'quellas legiones, que al principio se distinguieronpor su inexperiencia y acabaron por ser verdaderoshéroes, allende los mares se levantaban en actitudde rebelión nuestras colonias proclamando la liber-tad del trabajo, la libertad de comercio con Españay sus dependencias, la igualdad de derechos entrelos habitantes de la Metrópoli y los de las colonias,la abolición de los monopolios del Gobierno reem-plazando sus productos por medio de contribucio-nes, la libre facultad de explotar las minas de platay la distribución de los cargos públicos por igualentre españoles y americanos. Estas peticiones re-velaban un malestar profundo, ponían de manifies-to un antagonismo de fatales consecuencias, al cualhabía menester de poner remedio,' dando satisfac-ción inmediata á las quejas de nuestros hermanos,que nunca debieron de ser tratados como extraños,y menos como enemigos.

E! incomparable Jorge Washington, en una carta,notable como todas las suyas, dirigida al coronelHenry Lee, decía con motivo de los tumultos y re-belión del estado de Massachussets, apenas termi-nada la gloriosa guerra de la Independencia, «que»era necesario ante todo conocer las quejas de los«insurrectos, y en el caso de que se les hubieran«inferido verdaderos agravios, rectificarlos, siendo«posible, ó reconocer que se quejaban con justi-«cia, manifestándoles que la ocasión era inoportuna«para acceder á sus deseos. Si no tuviesen razón en«lo que hacen, es necesario emplear la fuerza del«gobierno contra ellos.» De esta manera se expre-saba Washington, y tan sabio consejo -es aplicableen todos tiempos y á todos los pueblos. La mejorpolítica es siempre aquella en que más resalta laprobidad, y no hay como suprimir las causas de des-contento, cuando existen, y son, por lo mismo,fundadas las quejas. Esa política da en todas oca-siones inesperados y brillantes resultados. Brillan-tísimos fueron los que obtuvo el inmortal fundadorde la gran República norte-americana en el desem-peño de los difíciles cuanto elevados cargos que sele confiaron; y de la misma manera habría superadoEspaña los inconmensurables obstáculos de su si-tuación, si en vez de cerrar los oidos á la súplica yá las justas reclamaciones que se formulaban en laarmoniosa lengua de Castilla más allá del Océano,se hubieran introducido en el régimen colonial lasreformas que exigían de consuno las circunstan-cias, el progreso de los tiempos y el derecho do los^españoles nacidos en América.

Las consecuencias fueron desastrosas para todos,y principalmente para las colonias, que rompieronsus lazos con España antes de tiempo, porque no es-taban preparadas para la emancipación. Ss lanzaroncon demasiada irreflexión en las temibles aventuras

de un movimiento insurreccional contra la madrepatria; mas no se disculpan las faltas cometidas enel gobierno de las colonias censurando la prematu-ra declaración de independencia. No hay cargomayor para un gobierno que el de no ser obedeci-do, porque esa situación procede, ó de que se ca-rece de condiciones para el mando, ó de que sonopresivas las leyes que se aplican y provocan la re-belión, ó inducen á la desobediencia. En uno y otrocaso, los gobiernos no corresponden á su elevadamisión. Pues España no era obedecida en sus colo-nias, según atestiguaba Burke en sus Cartas de1777 á los Sheriffs de Bristol. Concurrían multitudde circunstancias" á ese estado de cosas, y era laprincipal, entre todas las dificultades, el no darparticipación á los naturales del país en el gobiernoy administración de las colonias. Y como no inte-resa tanto el imperio político, tratándose de regio-nes tan apartadas, como las relaciones que nacende la unidad de origen, del idioma, de los hábitos yde los lazos sociales, fue tanto más sensible la se-paración, cuanto que, además de haberse realizadoviolentamente y con ei encono alimentado por lalucha, fueron tales y tantas las dificultades en quelas colonias emancipadas se vieron envueltas, queno fue posible comerciar con ellas, ni reportabaventajas el comercio, al revés de lo que sucedió áInglaterra, porque el estado de confusión y desor-den, en que por largo tiempo vivieron, lué causa deque no utilizarán los poderosos elementos de ri-queza que abundan en el suelo americano.

¡Qué diferencia entre nuestras antiguas colonias,entregadas á sus discordias intestinas y á su inha-bilidad política, y las de Nueva-Inglaterra, que cons-tituyeron la República de los Estados-Unidos! ¡Cómosupo la gran República dominar y dirigir los acon-tecimientos, y de qué manera en el Sur todo sederrumbó y fuó arrollado por los acontecimientos!Gravísimas dificultades surgieron ó asaltaron lomismo á los pueblos del Norte que á los del Sur. Nohubo más diferencia que la de haber tenido más sa-biduría unos que otros: la de haberse organizadolos del Norte con espíritu eminentemente liberal,entretanto que los del Sur no consentían que se lesgobernase ni acertaban á gobernarse.

Esta diferencia procedía de que las colonias in-glesas, en aparente desconcierto, habían cuidadode sus respectivos intereses, y ora dependieran dela Corona y fueran tenidas como provincias de In-glaterra, ora dependieran de un particular ó deuna compañía, ó tuvieran sus cartas, privilegio óconstituciones especiales, todas ellas tenían asam-bleaslegislativas, algunas, como las de Connecticut yRhode-Island, elegían sus gobernadores, y los ame-ricanos ejercían los mismos derechos, las mismaslibertades é inmunidades que los ingleses nacidos

N.°164 E. SERRANO. CONCEPTO DE LA FÍSICA FISIOLÓGICA. 463en la Gran Bretaña. Por eso los ciudadanos de losEstados-Unidos dieron muestras de estar adornadosde ese sentido político, que es la ciencia máxima delos pueblos, desde los primeros momentos; por esoante todo se preocuparon de que la razón estuvierade su parte, para que los medios de fuerza no apa-reciesen en primer término, sino como un auxiliardel derecho.

Ese buen sentido, esa ciencia vulgar, fue lo queecharon de menos nuestros hermanos de América.Habían estado en perpetua tutela, y tenían los hábi-tos del menor, que vive en conspiración eternacontra el guardador de su hacienda. El arte del go-bierno se aprende con la práctica, y las coloniasespañolas nunca se habían gobernado. Son dotes yprácticas las del gobierno, que no se improvisan:se adquieren con el ejercicio. Nuestras colonias,bajo un régimen idéntico al de las colonias ingle-sas, habrían sido tan prudentes y habrían prospera-do rápidamente como las de Nueva-Inglaterra. Lesfaltó esa educación, y España, que no había pensa-do en que se preparasen para el gobierno do símismas, expió la falta en que incurriera, viendoque, al romper las colonias sus lazos de dependen-cia, nada más dejábamos en pos de nuestra domina-eion que abundantísima cosecha de odios. Las ma-las pasiones crecían con la impericia, en donde lossentimientos de gratitud, de amistad ó de interesadabenevolencia, cuando menos, debieran germinar, ála par que las nuevas instituciones se arraigasen yaumentara la pública prosperidad.

Todo se explica fácilmente, si tenemos en cuentaque los anglo-americanos, al separarse de la madrepatria, se encontraron en posesión de las más am-plias libertades, sin monarquía, sin aristocracia ysin Iglesia privilegiada; eon profundo respeto, encambio, á las leyes que elaboraban, con muy altaidea de sí mismos, inclinados ante la ley moral deldeber y con elevado sentimiento religioso. Los his-pano-americanos no tenían idea clara del derechoy de la libertad, simulaban veneración á la autori-dad sin verdadero espíritu de obediencia, estabaninfatuados con la posesión de grandes mayorazgos,se alejaban del trabajo, que era para ellos una es-pecie de servidumbre, y el clero católico los teníaesclavizados, amarrados al potro del más degra-dante fanatismo. Faltaba la libertad; faltaban lasviriles costumbres que se depuran y ennobleceneon la práctica de la libertad. Abundaban los exten-sos dominios territoriales sin cultivo, que más ser-vían para alimentar la vanidad de sus poseedoresque para la producción de la riqueza. Eran, en su-ma, las colonias españolas un fiel remedo de la me-trópoli; grande por su exterioridad, decadente, em-pequeñecida por sus condiciones internas de go-bierno.

Cuando males de esa índole afligen á los pueblos,no hay más remedio que uno: la práctica de la li-bertad, el establecimiento de libres instituciones.Este es el camino en que entró España, y, aunquelentamente, se regenera. El mismo procedimientodará parecidos resultados en las colonias. Volva-mos los ojos al Canadá. Todas las perturbacionesdesaparecieron, terminó el malestar que se notaba,con la aplicación de un régimen ampliamente libe-ral. No desatendamos las lecciones de la historia, yabandonemos de una vez para siempre el error fu-nesto que convierte el don precioso de la libertaden privilegio de razas, determinadas. No: la libertadtiene el privilegio de engrandecer á los pueblos,pero no es monopolio concedido por la naturalezaá pueblo alguno. Redime á cuantos le rinden fervo-roso culto.

Pongo aquí término, enviando el parabién, quevale poco por ser mió, pero que al menos tiene elmérito de ser sincero, á mi buen amigo el señorLabra.

MANUEL PEDREGAL Y CAÑEDO.Madrid, ?0 de Marzo de 1877.

CONCEPTO DE LA FÍSICA FISIOLÓGICA.

(Continuación.) •

Sobre los procesos particulares y diversas formasde creaciones que nosotros podemos contemplar enla Naturaleza, se halla ante todo el proceso orgánico,mediante el cual crea sus variadísimos seres, y lesda el impulso de desenvolvimiento que estos des-pliegan realizando su vida y sus funciones, y esta-bleciendo los múltiples enlaces que los relacionancon lásdemas. Esta verdad, consecuencia necesariadel concepto y condiciones de la Naturaleza, es almismo tiempo la concepción más alta á que ha lle-gado la Física moderna, no existiendo más diferen-cia entre una y otra creación que la marcada necesa-riamente por el diferente camino que se ha seguidoen cada una de las investigaciones. Principiandopor la consideración de la Naturaleza misma, la ac-tividad se ve, como es realmente, ante lodo una, ydeterminándose luego sobre esta unidad primera entoda la variedad do sus distintos procesos: partien-do, por el contrario, del examen de los últimos da-tos y de la extrema diferenciación, no puede lógica-mente llegarse á la unidad real, sino á la abstracta,ya fuerza de reunir notas comunes y ver trasfor-maciones entre los diversos agentes, sentar que talacción es esencialmente semejante á tal otra, y afir-mar únicamente, no que son posiciones particulares

Véase el número anterior, pág\ 434,

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de algo más general, sino que en ellas se da porejemplo el movimiento, porque este es el cambioque se juzga más fácilmente observable y al que secree conveniente reducir todos los demás.

Examinando, aunque sea ligeramente, las condi-ciones de los que se llaman agentes físico-químicos,nos será muy fácil apercibirnos de su real proce-dencia orgánica, que es una brillante confirmaciónde lo que acabamos de decir.

Son aquellos la gravitación, en su sentido máslato, el calor, la luz, la electricidad, el magnetismoy la afinidad química.

Pero la gravitación se nos muestra de astro á as-tro, y en los seres en éstos contenidos en depen-dencia con ellos; el calor y la luz proceden de loscuerpos celestes, de los animales ó plantas, de lasacciones mecánicas ó de la afinidad; la electricidady el magnetismo, que se resuelven en último tér-mino en una misma y sola cosa, se ofrecen, ó comouna acción de este planeta que habitamos, ó proce-diendo de todas las demás formas de actividad queacabamos de enumerar; y la energía mecánica sedesarrolla ó por el calor, ó por la gravitación, ó porlas tracciones musculares (1). Así, en último resul-tado, nos hallamos con que pudiéndose engendrartodo por las acciones mecánicas y la afinidad, y nosiendo la fuente de las primeras más que las trac-ciones musculares ó la gravitación, esta gravita-ción, el calor, la luz, la electricidad, el magnetis-mo, las acciones musculares y la afinidad químicaquedan reducidas únicamente á energías propias delos astros, las plantas y los animales, y á afinidadquímica; y como esta última se halla completamentesubordinada al desenvolvimiento de los individuosdel reino sidéreo, hecho de que nos da testimonioel presentarse en cada edad de un astro asociados,como decimos, determinados principios y disocia-dos otros (2), cambiando con los distintos estadosde aquel el número de los primeros y segundos (3),

(1) Estas consideraciones pueden verse algo más des-envueltas en nuestro folleto Una lección de Física general.

('¿) Las palabras asociados y disociados llevan efectiva-mente en sí el supuesto de que aun después de reunirsedos elementos químicos siguen marcándose on el com-puesto con una cierta independencia: véase, a propósito deesto, lo que dice el eminente químico Mills, profesor deGlasgow, en sus dos trabajos The First Principies of Che-mislry y On Slatical and Dynamical Ideas in Chémistry,donde establece sobre sólidas razones la unidad de lassustancias, y muestra, respectivamente, las llamadas des-composición y recomposición de un cuerpo compuestocualquiera, como una diferenciación de formas ó regresoá la unidad, mediante las acciones de la energía, sentando,como acabamos de decir, que cada combinación es unaverdadera unidad en sí, y no una reunión de cosas enla-zadas por eslabones más ó menos fuertes, y en mayor ómenor grado difíciles de romper.

(3) Esto, que decimos aquí, es una consecuencia necesa-ria de la existencia de los calores de combinación y diso-

vemos, en fin, que la misma observación nos enseñaque las energías estudiadas como excitadoras de lamateria bruta, son una necesaria consecuencia delcontinuo desarrollo de los astros, las plantas y losanimales.

Al mismo tiempo, para llegar ya á nuestro asun-to, fijémonos en que dado el concepto de Física (1),el nombre de Física biológica no quiere decir másque estudio de la actividad que se muestra en lavida natural; y como la energía nos parece, y conalguna razón, propiedad exclusiva de los organis-mos, concepto, al que no le hace falta para que seaexacto, mas que concederle su legítima extensión átodos los seres que realmente gozan de esta cuali-dad, veremos en último resultado que la ciencia deuna de cuyas partes debemos hoy ocuparnos, vieneá tener como superior objeto el estudio de las acti-vidades que se muestran en los organismos. Peroacabamos de afirmar: 1.°, que en la Naturaleza nocaben las diferencias de Organismo á Mecanismo,y que todo en ella es esencialmente orgánico, por-que todo se halla en íntima dependencia, subordi-nación y solidaridad, y dominado al mismo tiempopor una unidad fundamental; y 2.°, que su activi-dad es también una, siendo su forma general y pri-mera el proceso orgánico; y así la asociación deestas dos premisas nos conduce necesariamente ála conclusión de que en la realidad se confundenlos objetos de la Física y de la Física biológica;que sólo puede separárseles por una diferencia deprocedimiento, y que esta ciencia debe buscar suprimera materia de estudio en las energías desen-vueltas en la evolución constante de los organis-mos, si quiere cimentar la ordenación de sus mate-riales sobre un positivo y sólido fundamento.

Las dificultades con que se tropezará en estas re-formas serán, sí, ciertamente inmensas. No se pidemenos que un modo de ver completamente distintodel hasta hoy reinante, y al exigirse esa uniformi-dad esencial entre las diferentes acciones, que nolleve, como ya hemos dicho, á considerarlas á todas

ciacion, del paso de los astros por estados en que su tem-peratura desciende desde una cifra extraordinariamenteelevada á otras no tan considerables. En tal marcha de en-friamiento tienen que formarse necesariamente cada vezlos compuestos químicos que el estado del astro permita,para no ser posible ya su disociación sino mediante untrabajo de la índole del que los vegetales realizan con elácido carbónico, y por lo tanto, como pudiéramos decir,procedente de las organizaciones. Es fácil ver en su vir-tud, aun solo mediante estas ligeras consideraciones, queel proceso químico es quizás el más inmediatamente su-bordinado al orgánico, puesto que el conjunto de talescompuestos en un período cualquiera parece ser una sim-ple manifestación del estado particular de energía en que elastro se encuentra.

(1) En los Apuntes para un programa de Física hemosdicho que la Física es la ciencia de la energía natural,

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ellas como producto de simples disposiciones mecá-nicas, sino antes bien como mani/eslociones distin-tas procedentes de la diferenciación de un procesoorgánico general, se intenta salir del campo de lastan conocidas abstracciones físicas, para penetrarpor medio de un esfuerzo grandioso en la realidadmisma y en la universal armonía de todos los seresy reinos naturales. La observación de las fuerzasbajo el aspecto puramente físico y químico es, enefecto, verdaderamente fácil con relación á ésta: irexaminando por separado cada cambio y prescin-dir de todos los demás; agrupar aquellos fenóme-nos que parecían más semejantes; y crear un agen-te como causa de cada una de las modificacionesque venían á producirse en los distintos sentidos óde las variaciones cuya realización se manifestabapor la disposición de diversos aparatos, no es em-presa que puede compararse á la de sorprender,como hoy se hace ya necesario, la generación deuna energía cualquiera en el cumplimiento de lasfunciones de un ser; seguir los desdoblamientos deella, dirigiendo la vista á la vez á las múltiples re-laciones que se establezcan en su desarrollo, y tra-tar de abarcar en una misma consideración, por víade ejemplo, la circulación de las aguas sobre el as-tro, y la de jugos en una célula; los movimientosmusculares, y simultáneamente la producción delrayo; la presentación de una aurora boreal y la seg-mentación de un vitellus, todo en armoniosa depen-dencia y todo en íntima solidaridad.

Esta es, sin embargo, realmente la tendencia hastainconsciente que se nota en tales ramos del saberhumano: así, desde Young mismo, la reducción átres de los siete colores del espectro solar se bus-caba en las condiciones de la retina (1), y hoy, enotro orden muy distinto de consideraciones, la teo-ría mecánica del calor trata corno puntos de losmás importantes el estudio del calor animal y lasaplicaciones de sus principios á la Astronomía y laFisiología: al mismo tiempo, esta última ciencia seacerca rápidamente á la primera, hasta el extremode que varios naturalistas, entre ellos Koliker, creandeber criticarle el que se hace completamente fí-sica; y, por último, deberemos recordar á la vezque esa misma doctrina dinámica del calor nació áconsecuencia de las profundas reflexiones que lesugerió á Mayer la observación de las fuerzas pues-tas en juego en el organismo animal (2), y que tuvodesde el primer instante en las obras de Helmholtz

(1) Véase á propósito de esta cuestión, ya algo cono-cida antes de ahora, el curioso trabajo publicado por Al-fredo M. Mayer, de New Jersey, con el título de Historia deldescubrimiento de la Teoría de los colores de Young, en elnúmero 2 del volumen 1," de la 5.a serie, correspondientea Febrero de 1816 del Philosophical Magazine.

(2) Mayer,—El movimiento orgánico y la nutrición (enalemán.)

TOMO IX.

el carácter de extensiva á todas las energías de laNaturaleza. Mas al mismo tiempo en todo ello sonota todavía el inconveniente de que no acaba deperder su carácter de abstracción el estudio físico,y que así más bien se marca en el citado movi-miento la tendencia, nada real, de mirarlo á todocomo un mecanismo, que la de presentar estas ac-ciones en sus vastas y grandiosas condiciones deorganización (i).

A la Física biológica ha de quedar hoy encargadoponer remedio á estos defectos y realizar tan im-portantísimo fin, marcando la subordinación de losprocesos tales como ellos se dan en la realidad yhaciendo resaltar el carácter que tienen las fuerzasfisico-quí.nicas de posiciones particulares del suso-dicho proceso orgánico.

Mas para lograr esto y para que posea aquellasu índole propia, la Física biológica no puede serúnicamente humana, ni aun sólo animal, ni epite-lúrica siquiera. El establecimiento de las relacionesse verifica entre todos los seres, desde los másdesemejantes reinos, y la circulación de la activi-dad estudiada entre uno ó dos de aquellos, no puededar sino una remota idea de las condiciones realesque esta posee. Así, por ejemplo, aun prescindiendoen una primera aproximación, como por desgraciase hace necesario efectuarlo, de muchas influenciasmúltiplos, siempre tendremos que la energía quedesplegan los seres que viven sobre la superficiede la Tierra es tomada á la vez de la de esto pla-neta y de la de las radiaciones solares, para ser de-vuelta después en último término á nuestra atmós-fera, y de aquí á los celestes espacios. Pero pormás que prescindamos en este momento de la cues-tión del verdadero carácter orgánico de los astros,,no es posible negar que en ellos se determina siem-pre lá*actividad de la Naturaleza, primeramente enel orden lógico para todos, y hasta anteriormenteen el cronológico en cada cuerpo sidéreo respectode los demás seres que en ellos habitan, y que deestos proceden después las energías que circulande una manera tan variada entre plantas y anima-les; y así los conocimientos de la Física biológicatendrían también la misma falta de realidad que an-tes hemos señalado para otros diversos, si en estano se ejecutara la investigación del desdoblamientode la actividad siguiendo en ella el mismo ordenque la Naturaleza conserva en la citada difei'encia-

(1) Claramente se comprende que este carácter de abs-tracción es una consecuencia de la forma en que se hanrealizado las investigaciones físicas. Se empezó anali-zando fenómeno por fenómeno, prescindiendo de loa queá él iban unidos, para darse cuenta de las leyes que go-bernaban la aparición de estos; pero se lia olvidado hastalos últimos años el reconstituirlos después sobre el fondode su unidad, mediante sus enlaces propios, y tales comose presentan en la realidad.

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cion. Tal procedimiento es el que exige el buendesarrollo de su plan para que este órgano de laciencia sea un reflejo fiel de la realidad que intentarepresentar.

De las anteriores nociones podemos deducir delmismo modo, siquiera sea ligeramente, las esferasinteriores que ha de contener la rama del conoci-miento de que nos estamos ocupando.

El estudio del proceso orgánico, primeramentecomo idéntico en todo tiempo y lugar, debe dar naci-miento á una parte general; el examen por separadode las formas diversas en que se presenta en astros,plantas y animales pide hallarse comprendido en laparte especial; y, por último, exigen la constituciónde una parte orgánica, primero, la investigación delas dependencias entre los astros y los seres epite-lúricos y las de las que existen entre las plantas ylos animales, y segundo, el conocimiento de lacirculación de la fuerza, unido á lo que pudiéramosllamar la porción teleológica del citado estudio.

El concepto general de la vida; el examen de laexistencia ó no de la fuerza vital y el de las fasesgenerales por que atraviesa todo sor vivo; la expo-sición de los círculos de desenvolvimiento, y laconsideración déla forma fundamental bajo la cualse ofrecen primeramente los individuos que gozande estas condiciones, son los principales puntoscuyo estudio debe comprender la primera parte an-tes indicada: resérvase, por el contrario, para la se-gunda el conocimiento particular de las energíasdesenvueltas en la formación, desdoblamiento ytérmino de los astros, así como en el nacimiento,desarrollo y muerte de los vegetales y animales,que en unión del estudio por separado de las queson consecuencia de las otras funciones que aque-llos realizan, ha de dar origen á tres subdivisionescorrespondientes una á una á cada uno de los tam-bién tres grandes reinos que la Naturaleza encierra;y por último el objeto y cuestiones que deben tra-tarse en la tercera sección, han quedado suficien-temente indicados con las breves palabras antesescritas.

Hoy por hoy, nosotros vamos solamente á ocupar-nos en particular de uno de los citados capítulos,6 sea del examen de la célula.

La célula es efectivamente el primer estado co-mún á todo organismo, y el elemento, por lo tanto,en cuya actividad ha de empezar el estudio de lasenergías que aquellos nos presentan, estribando enestola importancia de tal investigación.LaFisicabio-lógica, lo mismo que la Histología, Histoquímica yFisiología,han de hallar en ella su punto de partida,y sólo comprendiendo profundamente lo que contie-ne en sí la energía do tales corpúsculos, y de qué na-turaleza son las relaciones que entre todos estos seentablan, constituyendo la fundamental fuente de su

diferenciación , al mismo tiempo que las conse-cuencias de las funciones que realizan, escomopodrán elevarse poco á poco al conocimiento delos variadísimos fenómenos y fuerzas que desen-vuelven los seres vivos. Mas este fin que nuestraciencia ha de proponerse, se hace- más difícil decumplir que los de la Histología é Histoquímica:consisten respectivamente los segundos en un exa-men de las formas y de la composición química deaquellos elementos, en tanto que exige como desi-derátum el de la primera, que se alcancen á des-cubrir los principios sencillos que rigen alas accio-nes de las células, para que desde ellos, y por sim-ple deducción, puedan establecerse las leyes decuantos fenómenos se observan en los organismosepitelúricos, conforme se anuncian el movimiento ydemás condiciones mecánicas que debe poseer cadaesfera celeste, partiendo también desde los princi-pios que gobiernan las influencias de la gravitaciónuniversal.

Aquí, como en casi todos los ramos del saber, sedisputan el campo dos escuelas de sentido comple-tamente opuesto.

Para una, los elementos que constituyen al orga-nismo se asocian por yuxtaposición, viniendo á serla actividad de aquel como la resultante de las acti-vidades de sus diversas células: para la otra, esante todo uno el organismo de cada sor, y bajoesta unidad, primera y fundamental, se desenvuel-ve la variedad de sus distintos órganos y funciones.En el primer concepto, la doctrina celular corres-ponde completamente á la atómica; la unidad físicaque para cada cuerpo y ser resulta, es una unidad decomposición; las células están unidas por lazos másó menos fuertes, pero conservando siempre algo desu actividad propia en medio de las influencias quesobre ellas ejerce la resultante que entre todasforman; la continuidad orgánica desaparece, y asícomo en la doctrina de Dalton la Naturaleza semejaá una infinita trama formada por las actividades queparten de los,átomos, cada organismo parece enésta también como una inmensa red donde la roturade las mallas ha de determinar la muerte, abando-nando libremente á su vida propia á cada uno delos utrículos que contribuyen á formarlo. La coft-cepcion segunda restablece por el contrario la con-tinuidad natural y marca la unidad del organismocomo una unidad real y primera: el cuerpo enterode cada ser procede de una sola célula, y desdeallí, en serie no interrumpida, se engendran todossus órganos por segmentaciones de segmentacionessucesivas del fondo protoplásmico vitelino, dandoun elemento origen á muchos por divisiones y sub-divisiones, al paso que la masa primitivamente ho-mogénea en todos ellos crea posteriormente lasdiferencias que existen de membrana á contenido y

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de protoplasma á núcleo y nucléolo: las células, alprincipio idénticas entre sí, aceptan después formasdiversas en consonancia con los distintos órganosde que tienen que llegar á formar parte y las dife-rentes funciones que han de realizar. La unidad semarca así ante todo y fundamentalmente, y sobreella se crean la infinidad de oposiciones que se nosmuestran en cada uno de los seres, desde aquellosmás superiores hasta la mayor parte de los que sonúnicamente monocelulares.

Mas, ¿cuál de estas dos grandes concepciones esla que tiene en su apoyo la comprobación de loshechos?

Hoy creemos suficientemente demostrado que noexiste en el organismo formación de células libres.Los glóbulos de cada género so multiplican por su-cesivas divisiones, y los de unas especies suelentrasformarse en otras distintas. Todas las célulasque se hallan en los diversos órganos y tejidos sonoriginarias de las primitivamente formadas cuando laprimera segmentación del vitellus, y el organismose ve así como procediendo en serie no interrumpi-da desde el óvulo ó germen, y este hecho afirmala unidad física del ser, como corresponde á la se-gunda concepción.

Tales datos vienen á comprobar al mismo tiempouna vez más el carácter orgánico total de la Natura-leza y de sus creaciones: no existen, como por al-gunos se ha creído, á un lado unas fuerzas sinresidencia fija y á otro una masa plástica ó inerteque aguarda á ser moldeada por ellas: la primeramanifestación de la actividad natural es el procesode la formación de seres organizados, y este proce-so y'las relaciones que se entablan de unos á otroses todo lo que nosotros podemos contemplar, segúnhemos dicho ya diferentes veces, bajo la forma delos variadísimos, múltiples y complejos fenómenosque tanto nos impresionan. Allí donde una porciónde un ser es aislada, al menos en parte, desde laacción de su centro, parece engendrarse un nuevoindividuo: en cada una de las direcciones en queéste entabla una relación con cualquiera de los do-mas individuos naturales, se ven al mismo tiempoun nuevo -órgano y una función más. Formación dede nuevos seres, por separación desde los antiguos,y creación de oposiciones sobre la unidad funda-mental de cada uno de estos, como una consecuen-cia de los lazos que unen á aquél con todas las otrasformas que existen en la realidad y más ó menoscercanas á su centro de acción, es en síntesis todolo que nosotros sabemos y podemos decir acercadel susodicho proceso orgánico.

ENRIQUE SERRANO FATIGATICatedrático del Instituto de Ciudad-Real.

EL A R T E Y EL CRISTIANISMO

EN LOS DOS PRIMEROS SIGLOS.

El cristianismo primitivo no demostró nunca unaran enemistad contra el arte. No se le podía pedir

que se preocupara de una estética nueva, compro-metido como estaba en el trabajo inmenso de lasmisiones y en su lucha incesante contra el mundopagano; no se le podía exigir que formara artistas,entonces que necesitaba hacer y hacía santos ymártires. Y, sin embargo, el cristianismo renovólas fuentes del gran arte en el momento en queeste perecía por la estéril abundancia de innumera-bles obras. El arte, en aquella época, llevaba en sílos gérmenes de una irremediable decadencia.Desde luego había perdido el soplo inspirador; yano tenía ideal; la forma humana no representabaya para el arte esa grandeza moral, esa majestadtranquila que había aparecido á la vez en la trage-dia griega y-en la estatuaria del siglo de Pericles,ese divino humanizado que la Grecia no debía tras-pasar; las creencias que habían evocado este idealhabían desaparecido; la mitología no era más queuna historia galante. Si la religión tenía un ladomás serio, lo tomaba á los cultos extranjeros, sobretodo á los de Oriente; el arte perdía ya en ese cultosu carácter clásico, ese principio en la forma ligadoestrechamente al humanismo griego que impedía ¿lo divino perderse en un panteísmo colosal. En fin,desde que la vida pública había desaparecido, elarte no estaba ya consagrado á manifestar los gran-des sentimientos de la humanidad, á embellecer lareligión de la patria; se había hecho el cortesano delos poderes del dia, empezando por el emperadorcuya^imagen multiplicaba y cuyo palacio adornaba.Dedicóse especialmente el arte á adornar las casasde los particulares; estaba circunscrito á la orna-mentación, disponiendo de preciosos y abundantesmateriales; no se contentaba ya con el mármol dedonde habían salido los grandes dioses del pasado.La habilidad de la mano era maravillosa; existíantodavía los más perfectos modelos, y no faltabanada bajo el punto de vista del procedimiento; peroel alma del arte se iba retirando paso á paso de él;para que tomara un nuevo impulso se necesitabauna revolución moral, y solamente el cristianismopudo realizarla. Hizo más que prepararla por suinfluencia, por el puro ideal que hizo surgir, aun.en una época en que la proscripción le impedíamanifestarse por símbolos que hubieran sido unadenuncia y un peligro; desarrolló también ideasestéticas llenas de originalidad y que, más tarde,fueron la inspiración de gloriosos artistas.

Hubo sin duda sus iconoclastas intolerantes que,confundiendo el uso y el abuso, condenaron en

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conjunto toda la cultura del antiguo mundo, sin ha-cer excepción alguna en favor de las bollas letras;eneuéntranse las huellas en las Constituciones apos-tóUca-i. Esta estrechez de miras no fue general. Laapología cristiana estaba muy obligada á buscar suspuntos de apoyo y una parte de sus pruebas en laliteratura antigua, y no tenía escrúpulo alguno, se-gún San Pablo, en invocar el testimonio de los poe-tas. En tal lucha con el gnoticismo que identificabala naturaleza creada con el mal, y la maldecía comola obra ciega del demiurgo, la Iglesia tuvo queponer de manifiesto la belleza de la creación, re-conociendo en ella una manifestación del mundosuperior y divino que se reflejaba por medio delsimbolismo animado. El sol reaparece por la ma-ñana, después de haberse sumergido la noche an-terior en el Océano, como una brillante imagen dela resurrección (1); nada perece en el mundo sinoes para revivir; todo el orden de las cosas da testi-monio de la gran renovación; Dios se ha reveladopor sus obras antes de hablar por sus oráculos, yla naturaleza es una profetisa (2); ella forma porcompleto una sinfonía sublime de la cual el Verboes el Corego (3); ya no es necesario detenerse enlos grandes espectáculos estrellados de la tierra yde los cielos para reconocer su belleza; basta co-ger una flor y respirar el perfume de una rosa (4).Era sobre todo en la forma humana donde aparecíael sello de lo divino. La arcilla ha sido modeladapor un Fidias, tal como la Grecia no ha conocidosemejante, y ha engarzado en ella el alma como unaperla preciosa (5); la obra maestra de la creaciónes esa forma humana que debía revestir el Verbo yque no ha sido solamente la obra de Dios, sino tam-bién en algún modo la prenda de la encarna-ción (6); Dios mismo es el artista por excelenciaque hace penetrar en la forma el espíritu para ha-cerla inmortal.

Mucho tiempo debía pasar antes que el arte cris-tiano pudiera constituirse en medio de un mundoentregado á la idolatría; antes de realizar el tipo dela verdadera belleza necesitaba destruir el üe la be-lleza falsa, pérfida y peligrosa, quo era como laCirce de la humanidad pagana. Los grandes espíri-tus, que han hablado en nombre de la Iglesia, hansido implacables para el arte corruptor que intro-ducía la voluptuosidad en el alma por los encanta-dos ojos (7); y le condenan sin piedad, siquier tu-

(1) Tertuliano: De resurreci., c. 12.(3) Id., id.(3) Clem.: Potrept., I, 5. fCorego, nombre que daban los

griegos al director de un teatro.)(4) Tertuliano: Cont. Marc, I, 14.(5) Phidias íaníus, deus vivus. Tertuliano : De resur-

rect., 6.(6) Id., id.(T) Clem.: Prolrepl,, VI, 51

viese la seducción de la poesía de Hornero (1). «¡Oh,belleza, madre del adulterio!» exclama Clemente deAlejandría ante la belleza atrevida y provocadoraque arrastra al hombre á su pérdida (2). Y no es queClemente maldiga de la belleza en sí misma, puesha llegado hasta admirar lo que ha podido subsistir debello en las obras maestras del arte antiguo, siem-pre que se las separe de su destino idólatra (3); loque Clemente quiere ante todo es preservar la be-lleza en su flor do las abominaciones que la man-chan; ese don del cielo no se conserva sino por lapureza. «¡Oh, hombre, dice, no seas nunca el tiranode la belleza violentándola; conténtate con ser surey!» (4) ¿No es la forma humana la imagen sagra-da de la belleza soberana, de la cual todas las de-mas no son más que el reflejo? (5) Este reflejo esel que es preciso dejar brillar sobre la lorma huma-na, y por esto hay que quitarle todos esos adornosbajo los cuales está como envuelta. No se trata,pues, de destruirla, sino de respetarla, y el regresoá la naturaleza es la primera consecuencia de estaestética cristiana. Las criaturas hechas á imagen deDios no deben despreciar el tipo eterno y soberanode la belleza falsificándola; conservada por la tem-planza, brilla como una flor en la casa. Toma uncarácter más elevado y más conmovedor cuandoirradia la belleza interior del alma; el desorden mo-ral concluye siempre por revelarse en los rasgos dela fisonomía. El hombre que se entrega á la intem-perancia adquiere algo de bestial, y cae bien pron-to en una torpeza mortal que le hace parecerse áun árbol sin vida. La duplicidad le cubre de un es-peso velo que le quita su verdadera fisonomía. Elmal basta por sí solo para matar la belleza humanaantes de su otoño, poniendo en ella su sello; por elcontrario, cuando el hombre vive unido á Dios, par-ticipa de la belleza del Verbo, y se convierte de al-guna manera en Dios mismo (6).

El amor es la suprema belleza (7); esta bellezaes laque brillaba sobre la frente de Cristo, aunqueno tuviese brillo por sí mismo, porque la verdaderabelleza del alma se comunica al cuerpo y lo tras-figura (8). Henos ya bien lejos de la majestad tran-quila, insensible, de la ataraxia de la estatuariagriega. La belleza tal como la concibe el cristianis-mo es una belleza completamente nueva, extrañaal arte antiguo; es la belleza de la expresión quedebía representar tan importante papel en la pin-

(1)(2)(3)(i)(5)(6)(7)(8)

Clem.: Prcedag., III,"ííxáAXouí [xoi^txoProtrepl., IV, 51.Protrept., IV, 49.Id., id.Clem.: Prcedag., III,Id . .§ 3.Id, id.

2,14.iO (Id., III, 2, 13.)

1, 2.

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tura cristiana. Después de una concepción seme-jante de la belleza, se tiene el derecho de decir queacababa de nacer un arte nuevo á la sombra de lacruz, depurando el platonismo que había inaugu-rado con tanto éxito el culto del ideal y dado tanrico desarrollo á la noción de lo bello. Esta estéticade la Iglesia de los mártires tenía que abrir unnuevo manantial de inspiración; faltábale amplitudpara producir obras numerosas; reconozcamos, sinembargo, que los cristianos no han tenido contra lareproducción de la forma humana y las artes plás-ticas las invencibles repugnancias del judaismo. Yahemos sabido por Clemente que se complacían engrabar piadosos símbolos sobre los modestos mue-bles que poseían; también es sabido con qué liber-tad pusieron los procedimientos del arte antiguo alservicio de sus creencias en las catacumbas, almismo tiempo que condenaban el arte pagano y todolo que con él se relacionase (d).

En lo que concierne á las letras, el cristianismoprimitivo siguió las mismas reglas (2). El estudiode las bellas letras no estaba prohibido, aunque sedesconfiase del influjo pernicioso que podían ejer-cer; también era mucho más rigoroso cuando elcristiano quería enseñarlas que cuando se limitabaá aprenderlas. Parecía difícil que conservase unafidelidad estricta al monoteísmo evangélico co-mentando los poetas del paganismo (3). En cuantoá cultivar la literatura como un arte, ningún escri-tor de los primeros siglos pensó en ello; conside-rábase como un testigo y un soldado de Cristo, yla preocupación propiamente literaria le parecíainconciliable con su misión. Se ha demostrado queprecisamente el desden del arte puro ha sido loque ha formado el carácter innovador de las letrascristianas. Las cartas paganas eran disertacionesde retórica que no tenían nervio ni brillo, no te-niendo causa á que servir ni lucha viril á que en-tregarse en la tribuna. La pasión sincera es lo queconstituye el verdadero fuego en los labios huma-nos; ella sola le arranca palabras fuertes y enérgi-cas; hacía mucho tiempo que no se aproximaba si-quiera á la boca de aquellos rectores helados éingeniosos que jugaban con las palabras brillantescomo un niño con sus juguetes. La elocuencia, sise puede aplicar esta palabra á lo que tan poco sele parecía, arrastraba, por la extensión de susdesarrollos y adornos, un largo manto de púrpura;la religión que decía á sus discípulos ciñeran susríñones en lo más fuerte de los combates, les obli-gaba á una palabra breve y ardiente. La elocuencia

(1) Tertuliano: De idolalr., 3.(2) Véase Geschichíe der chrisllich lateinischen Littera-

tur vonihrem Anlüngen, von Adolf Ebert, Leipzig1, 18^,pág. 93.

(3) Tertuliano: Be idolatr., 10.

cristiana fue frecuentemente ruda é incorrecta, perotuvo su brillo y su vigor. Las grandes apologíasdel segundo siglo inauguran un nuevo género deelocuencia, consagrándola á las más altas verdadesy al derecho más sagrado, con un orgullo viril quenada pedía al mundo. El cuidado de la forma nosiempre estaba ausente; Octavio de Minutáis Félixes un diálogo sobre el modelo antiguo. Cipriano yLactancio se acordaron de Cicerón. La originalidadfecunda se encuentra en Tertuliano, el rudo africa-no de imaginación sombría y caliente á la vez, tri-buna de las libertades cristianas y poeta inspirado,dramatizando siempre su palabra y arrojándola ar-diente sobre los velos apocalípticos; nadie fue me-nos artista por el cuidado de la forma; nadie ejer-ció una influencia tan grande sobre el espíritucristiano.

Los Padres griegos hablan una lengua más unida,más depurada; sin embargo, también emplearon lapoesía en su alegorismo bíblico, cuando este no esdemasiado ingenioso. La interpretación del Cantarde los Cantares por Orígenes, que forma el himnode los esponsales del alma humana con su divinoesposo, es todo un poema. El Pastor Hermas, poraustero que sea su primer pensamiento, es por mu-chos conceptos una obra de imaginación, por lasdescripciones frecuentemente graciosas de sus ale-gorías. Por poco valor que tenga la literatura apó-crifa bajo el punto de vista de la doctrina, revelaen las capas oscuras de la sociedad cristiana ciertavirtud poética; las Actas de Pilatos refieren, conuna belleza conmovedora que no carece de arte, eldescendimiento de Cristo en las regiones interme-dias; su encuentro con el viejo Adam y los grandesProfetas que le esperaban está descrito con paté-tica grandeza. El Testamento de Moisés pinta enrasgos admirables la muerte del primer hombre,, eldolor de Eva y el temblor de la tierra, que no quisorecibir el cadáver del hijo del cielo. Estas obrasanónimas revelan un trabajo secreto, latente, deimaginación cristiana, al cual sólo faltábala poten-cia plástica para revelar una poesía nueva. La con-cepción grandiosa y melancólica del gnotieismoque hacía do la Sofía, gimiendo en el infinito, lapersonificación y como el ángel de la tierra, devo-rada por el incurable sentimiento de haber perdidoel cielo, se ha producido por las mismas influeneiías.

El Apocalipsis, de Comodio, y el poema del P.he-nix, de autor desconocido, tuvieron que plegar sulengua incorrecta á las formas convenidas de lapoesía: estas obras tienen menos valor que las pro-ducciones defectuosas y sencillas de la imaginaciónpopular. La primera recuerda las siniestras predic-ciones de la Sibila judía, y sólo hace vibrar ya lacuerda usada de las cóleras santas, que no es porcierto la verdadera cuerda de la lira cristiana. Esta

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no había producido todavía cantos nuevos, como nofueran los himnos del culto; contentábase con hacervibrar á un soplo más puro esa arpa interior queestá ligada al corazón humano; germen de que ha-bía de salir, siglos después, una gran poesía desti-nada á enriquecer el lenguaje humano con formasnuevas para engrandecer su ideal. Lo que importaes que este ideal se forme y se depure. En la som-bra y el silencio de la vida privada se ven dibujarsetipos enteramente desconocidos del mundo antiguo,como el de la mujer cristiana, destinada á personi-ficar más tarde, en los lienzos de los maestros delRenacimiento, la más dulce y la más divina de lasvirtudes del Evangelio; el drama de la vida moralse hace más visible; sólo espera á los inmortalespintores que lo reproduzcan, vigorizando una lite-ratura rica y variada que la antigüedad sólo habíapodido presentir. Está abierta la mina de que sehan de sacar tantos tesoros; falta todavía la manode obra.

EDMUNDO DE PRESSENSÉ.(Revue Utteraire.)

LOS ORADORES DEL.ATENEO.

DON JUAN VALERA.

No es tarea tan fácil como á primera vista parece,trasladar al papel los rasgos salientes de un orador.Unos, como el Sr. Perier, están siempre traspuestosó adormecidos, y es fuerza copiar su semblante conla ausencia de vida que caracteriza al sueño. Otros,de espíritu agitado y sutil, como el Sr. Valera, seniegan á estarse quietos, y con sus desordenadosmovimientos hacen imposible el buen desempeñode la obra.

Siento aprensión inusitada al tocar con mis tor-pes dedos la delicada, la culta, la espiritual figuradel Sr. Valera. Inútilmente trataré de imitar, ha-ciendo su semblanza, al acreditado pintor que haenriquecido la galería del Ateneo con su retrato.Confieso humildemente que no me siento con fuer-zas para reproducir embellecida la imagen delilustre escritor. Harto haré si consigo no empañarsu mucho brillo.

Principio por suponer al Sr. Valera bastante sen-sato para no abrigar las pretensiones de oradorgrandilocuente. Corto es el número de los que venceñudas sus sienes con una corona legítimamentealcanzada; más corto aún el de los que pueden so-portar el peso de dos ó más. Y el renombre que elSr. Valera tiene adquirido como escritor, brilla conluz demasiado clara para no eclipsar el de otrosasiros de segunda magnitud que alguna vez se dejan

ver en el cielo de su gloria. El escritor y el oradorse confunden en el Sr. Valera, y como las condi-ciones exigidas para uno y otro son muy distintas,el escritor tiene sofocado bajo su gran pesadumbreal orador. En el Sr. Castelar encontramos un ejem-plo de lo contrario. El orador puede y debe serexuberante en la frase, armonioso hasta con detri-mento de la precisión, siempre rico, fácil y sonoro.El prosista debe proceder con cierto rigor en elempleo de las formas métricas, y huir con tacto delas asociaciones de palabras que tienen su verda-dero lugar en la oratoria. De.aquí la inferioridaddel Sr. Valera como orador. Posee todo el donaire,ingenio y flexibilidad de un consumado prosista,pero es necesario afirmar que no tiene la afluencia,ni la armonía, ni la fluidez que deben adornar alorador. Es un hablador delicioso á quien se escu-cha con más gusto en conversación familiar quesobre la tribuna. Es el rey de los pasillos. Discur-riendo en aquella atmósfera más ardiente y menoshipócrita que la de la cátedra, no tiene rival. Allívierte el Sr. Valera el manantial inagotable de sugracejo. Los jóvenes expresan ruidosamente sualborozo; los viejos hacen el sacrificio de su paseo;todos forman círculo en torno suyo y escuchan re-gocijados la palabra breve, incisiva y modulada porun acento andaluz que se escapa como aguda saetade los labios del ilustre novelista. Las exigencias dela tribuna le embarazan sobremanera: así que haoptado con buen acuerdo por no satisfacerlas yconvertir el discurso en sabrosa plática.

Entro á hablar ahora del espíritu del Sr. Valera,que como he indicado no tiene poco de inextrica-ble y enmarañado. Las puertas de este espíritu mecausan cierto temor supersticioso como las deun alcázar encantado. Tanto pienso que hay en élde misterioso y laberíntico. Desde fuera se escu-chan ruidos que unas veces semejan risas, otras la-mentos.

Después que oigo hablar al Sr. Valera, no mepreocupa tanto lo que ha dicho como lo que dejópor decir; de" suerte que cuando ha expresado unjuicio sobre alguna cuestión nunca dejo de pregun-tarme: ¿Qué pensará el Sr. Valera sobre esta cues-tión? ¡Quién puede saberlo!

El carácter del Sr. Valera no puede reconocerseen su manera de escribir ó de hablar, porque nopertenece al número de aquellos que siguen la ins-piración del momento, que obedecen á la palabra yno la gobiernan. Sólo los espíritus superficiales seabren sin inconveniente para que la mirada del ob-servador penetre en ellos. La multitud los com-prende y los aplaude; pero esta facilidad con queson comprendidos significa en último término quepagan tributo servil á la inspiración del momen-to, que carecen de esa plástica necesidad propia de

JSí.0 1 6 4 A. PALACIO.—LOS ORADORES DEL ATENEO. 471los grandes artistas. La multitud no puede medirjamás el horizonte en que se mueven los grandesespíritus. Considérese por qué el Sr. Valera jamásserá un escritor popular. El pueblo jamás verá átravés de las nieblas que flotan sobre su espíritu,jamás llegará á descifrar la charada de su carácter,jamás entenderá esos refinamientos ó tiquis miquis(como él los llamaría) psicológicos con que secomplace en amasar sus novelas. Son muy pocaslas mujeres que han podido dar fin á la lectura desu Pepita Jiménez. Pesada é incomprensible lesparece, ó cuando más, sólo advierten en ella losrasgos vulgares con que se disfraza el pensamiento.

Sin que yo trate de escudriñar lo que pasa en elcerebro del Sr. Valera, pienso que es un espírituengendrado por la civilización helénica más que unproducto del movimiento cristiano. Tiene una natu-raleza demasiado realista, y se entrega sobrada-mente á las alegrías y dulzuras de la vida, para quedeje de aborrecer las tendencias ascéticas, icono-clásticas y espiritualistas que caracterizan al cris-tiano. Ama y se penetra de todo lo que vale la exis-tencia, y goza con esa majestad propia del quetiene conciencia de su divinidad. Tengo entendi-do que nuestro orador no se macera como el pa-dre Sánchez, privándose del tabaco, del cafó yde otros productos ultramarinos. En cuanto áaquellos otros que el sol de Andalucía sazonay torna tan dulces, tampoco juzgo que sientademasiado horror por ellos, recordando el últimocapitulo de Pepita, Jiménez. Y no se me enoje elSr. Valera porque no le tenga por un San Antonio,que después de todo no tenía ni la mitad de sutalento, pues á tiempo está para serlo si le placeseguir sus huellas y desea ver, como la de aquel,su imagen de madera honestamente vestida conmuchos pliegues adornando bajo un fanal la celdade alguna devota y sirviendo de incentivo á suscastísimos arrobos. Nada más fácil que el Sr. Vale-ra enderece el dia menos pensado sus torcidos pen-samientos y los incline hacia el padre Sánchez, ypor el padre Sánchez consiga la bienaventuranza,desde donde tal vez un recuerdo de estas líneas medispense la merced de un milagro que estoy nece-sitando hace tiempo. ¡Lástima es que el Sr. Valerano crea en los milagros! Pero, ¿qué acabo de decir?Advierto que el insigne novelista se ha ruborizadohasta las orejas y me hace sefias para que calle.¡Si soy más torpe...! ¡Qué necesidad tenía de saberla elevada sociedad donde el Sr. Valera se agita,que no cree en la eficacia del agua de Lourdes nien la elocuencia de la burra de Balaan! El comerciocon una sociedad distinguida, culta y espiritual, eltrato íntimo con hermosas y aristocráticas damasque nos celebran y nos aplauden, que nos sonríenal vernos aparecer y nos estrechan dulcemente la

mano al partir, merece bien que alguna vez reser-vemos y hasta sacrifiquemos nuestra opinión. «¡Pa-rís bien vale una misa!»

Transijo, pues, con que el Sr. Valera sea unhombre de orden entre las damas, y después dedar á luz á B. Luis de Vargas vaya á rezar con ellasnovenas á San Luis Gonzaga, porque son cosas estasque nacen y mueren con el individuo; pero que tanesclarecido ingenio tenga el mal gusto do entonarloas á la Inquisición y al fanatismo religioso delsiglo XVI. en plena Academia Española, le digo áusted, Sr. D. Juan, que esto molía conturbado penosa-mente. Ustui y el Sr. Nuñez de Arce, á quien muyde veras aprecio, son dos sabios de primera fuerza,como diría La Correspondencia. Son ustedes taneruditos, tienen tanto talento y son tan liberales,que cuando de ustedes hablo, no puedo remediarlo,se me cae la baba como si les hubiera enseñadoalgo. ¡Imagínese usted ahora la rabieta que habrétenido al ver la dureza con que atacaba usted alSr. Nuñez de Arce, que es tan buena persona, paradefender al bribón de Torquemada! ¡Es mucho afánde llevar la contraria!

He dicho que transigía con la devoción aristocrá-tica del Sr. Valera porque me parece de todo puntoinofensiva. Yo no soy de los que excomulgan á undemócrata por haberle hallado besando la mano deuna dama encopetada. Goethe suponía que la manomás digna de ser besada el domingo, ora la quehabía cogido la escoba el sábado. Me adhiero contoda el alma á esta delicada lisonja que el granpoeta dedica á las hijas del pueblo; mas para quela verdad quede en su punto, es necesario hacerconstar que la escoba no tiene el privilegio de em-bellecer las manos, antes por el contrario las tornaduras y acrece sus dimensiones, por lo que no esgran^naravilla qué el Sr. Valera, y con él otrosmuchos, sean más dados á adorar manos aristocrá-ticas que plebeyas.-

Pero estos instintos que alejan á ciertos escrito-res y oradores demócratas de lo que ha dado enllamarse cuarto estado y los arrastra á las doradasmansiones de las nobles, responden además á unaverdadera y plausible disposición del espíritu, quedetesta lo vulgar y lo adocenado, que ama lo bri-llante y lo distinguido.

Ernesto Renán ha convertido en sistema lo queno pasaba de vergonzante inclinación, pretendiendosustituir á la aristocracia de la sangre, que ya notiene ninguna significación positiva en nuestra épo-ca, otra más verdadera y respetable; la del talento.

En efecto, ya estamos cansados de que por unpalo más ó menos oportuno y fecundo en conse-cuencias, aplicado en tiempo del rey que rabió,llamemos hoy todavía á un descendiente del ínclitoapaleador, «Marqués del Real-Trancazo.» ¿Cuánta

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mayor razón existe para expedir títulos de noblezaá los que han dado á la humanidad una obra impe-recedera? ¿Por quó no habría de titularse el señorCastelar «Principe de la Elocuencia,)' el Sr. Valera«Barón de Pepita Jiménez,» el Sr. Revilla «Marquésde las Dudas y Conde de las Tristezas?»

Lo dicho basta para comprender que, si bien elSr. Valera e3 un bravo campeón de la idea demo-crática, no se juzga obligado por esto a comer ca-llos y caracoles. Ama la atmósfera perfumada delos salones y se aleja del pueblo que no se lava conjabón de olor. 0 lo que es igual, algunos sienten alpueblo en el corazón; el Sr. Valera lo siente en lanariz.

Doy de mano al carácter del Sr. Valera, porqueme siento sin fuerzas para llevar adelante mi explo-ración. Temo llegar á ser indiscreto (si es que yano lo he sido), levantando un poco más la punta dela cortina. Veamos si para terminar logro dar mayorprecisión al género de su oratoria.

Es una elocuencia original la del Sr. Valera. Pro-cede en sus discursos con un tan ameno desorden,que nadie echa de menos la ausencia de proporcio-nes y la excesiva copia áe incisos y paréntesis. Esuna conversación que el Sr. Valera sostiene con elpúblico, sin que nadie le interrumpa. Dice todocuanto le viene bien; pero por un extraño caprichoquiere hacer pasar por pueriles indiscreciones lasmás acerbas de sus diatribas. Es regla generalque yo entrego á la delicada observación de mislectores: cuando el Sr. Valera hace una salvedad,es que nada deja á salvo; cuando vacila, es queestá muy decidido; cuando su intención era otra, nolo duden ustedes, érala misma.

Pero esto es llamarle embustero, me dirá alguno.Distingo, digo yo siguiendo el ejemplo del padreSánchez: cuando Moisés, por encargo divino, escri-bió las tablas de la ley, prohibió en absoluto lamentira, pero lo hizo sin contar con el Sr. Valera.Al lado de la regla debió consignar, á mi juicio, laexcepción, y conceder carta blanca á nuestro ora-dor para decir cuanto se le ocurriese, fuese verdadó no. Pues qué, ¿no valen más las mentiras delSr. Valera que ¡as verdades de todos los demás?¿Cuánto más chistoso es él Sr. Valera que Pero Gru-llo, con ser éste el hombre de más verdad que seha conocido? Además, nuestro orador sabe desen-terrar con mucha oportunidad verdades que yacenen el polvo injustamente olvidadas. Cuando algunode esos señores que pasan la vida sobando nianustcritos, echa sobre los tiempos pasados todo el co-lor rosa de su paleta, ¡con quó alegría veo al señorValera tomar el pincel y arrojar sobre el rosadocuadro unas docenas de manchas rojas ó negras!¿Sale de alguna sacristía un orador lamentándose dela inmoralidad del teatro moderno? pues ahí tienen

ustedes al Sr Valera demostrándole inmediatamenteque no sabe lo que se dice, porque nuestro teatrode los siglos XVI y XVII es bastante más inmoralque el presente, ¿Quiere algún otro ensalzar el fer-vor religioso de otras épocas? pues el Sr. Valerapone con presteza de relieve cuanto había de brutalé irrespetuoso en este fervor. Todo razonado contan graciosos y picantes ejemplos, que ordinaria-mente el inadvertido reaccionario vuelve á su gua-rida maltrecho y amoscado para no salir más de ella.

Doy fin á estos renglones, haciendo presente ámis lectores, que cuando sientan impulsos deahuyentar por algún tiempo sus pesares sin menos-cabo de la pureza del espíritu, dirijan sus pasos alAteneo de Madrid, y si el Sr. Valera está hablando,siéntense para escuchar humildemente la palabramás culta, más ingeniosa y más chispeante de nues-tra patria.

ARMANDO PALACIO VALDÉS.

LOS ANTEPASADOS.

INGO.

VIII. *

LA ÚLTIMA NOCHE.

Sobre las torres del burgo real librábase la eter-na lucha entre los malos espíritus del huracán y elDios bondadoso que protege todos los crecimientossobre la faz de la tierra. Las impías potestades ex-tendían gris manto de nubes entre la luz del soly el suelo, y sombríos pensamientos y afanosocuidado por la suerte de los que amaba oprimíanel ánimo de Ingo. El álito de la tempestad empujabaá través de las mal unidas tablas copos de nievehasta los lechos mismos de los Vándalos; aun el fe-liz poseedor de una velluda piel de oso sentía eldiente agudo del frió; apretábase de dia al rescoldodel hogar, y cantaba cabizbajo: «Tiempo de nieve,mal tiempo para el viajero; su mejor amigo es laleña de abeto.»

Los encarnizados enemigos de la vids separantambién con espesa costra de hielo la límpida cor-riente del aire, y en vano la ninfa que habita la friaprofundidad golpea colérica el cristalino muro. Perolo que se agita bajo el helado témpano, lo que elpensamiento de Gisela esconde, no, nadie lo sabe;silenciosa permanece mientras disputan los hom-bres, é inalterable continúa su fria amistad al ex-

* Véanse los números 150, 151, 153, 154,156, 159, 160 y161; páginas' 16, 50, 109,146, 212,135. 339 y 373.

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tranjoro: sólo el Rey echa de ver menos altivez enlas palabras de la Reina.

Cuando el viento del Norte hacía oir su fúnebrecanto, ocurrióle á Bisino impacientarse contra sushuéspedes; pero pronto dominaba la benevolencia,y al primer rayo de sol que enrojecía el blancomanto de nieve oíasele decir:

—Pláceme este invierno, pues la conversaciónagradable me entretiene á la mesa y en la cámara.

Además de las expediciones venatorias, tuvo Ingoocasión de acompañar al Rey en una correría portierra de una tribu sajona; los Vándalos tomaronparte en ella, y cuando los héroes regresaron vic-toriosos y ricos del botin, el Rey alabó pública-mente el buen sable de Ingo: desde entonces lossoldados y extranjeros sentáronse fraternalmenteen las mismas mesas.

El sol de primavera derritió la nieve; verde ta-piz brotó del suelo, y en las almas de los hombresla esperanza de nueva vida y el deseo de abando-nar las tétricas moradas del invierno. Llegaron delSur las primeras bandadas de alados emigrantes, ycon ellos Volkmar el cantor: en la sala del Rey en-tonó trovas relatando pasados combates de diosesy héroes, pero al oído de Ingo cantó suavementelas querellas de un ave perdida entre los bosques.Contóle que la discordia reinaba en el antes pací-fico dominio, y turbaba el descanso de los ancia-nos. Theodulfo apenas convalecía; el favor de Sin-tram aumentaba; Answaldo mostrábase duro consus servidores, y el cantor había sido invitado á laboda, que se realizaría en el mes de Mayo. Tam-bién desde el burgo real partieron mensajes á losbosques; Wolf recibió una licencia para visitar elpaís; antes del viaje habló en secreto con su señory con Berthario; en el camino descansó en las ca-sas de Rothario y de Bero, y con éste, por excusa-dos senderos, pasó los bosques al Mediodía delMain: su vuelta aclaró más de un semblante en elalbergue de los desterrados.

Por fin, la corriente rompió su cerco de cristal, yansiosa de libertad desbordó sus ondas sobre la na-ciente yerba de las praderas; las aguas se hincha-ron con aterradora rapidez, y los hombres mirabancon espanto su indomable poder; pero el vendaballevantó su potente soplo, disipó en húmedo é im-palpable polvo las ondas furiosas, y secó los cam-pos hasta el borde de los cauces.

El halconero había adiestrado dos halcones pollosque ya se lanzaban sobre aves de poco tamaño;Herminio, el hijo del Rey, suplicó á su padre unamañana que le acompañara á probar la destreza delos alados cazadores; preparado estaba el caballodel Rey para la cetrería, cuando penetró en el patioun mensajero y comunicó al Monarca noticias quefruncieron sus cejas; mandó retirar el corcel y en-

comendó el muchacho á la Reina y á Ingo. El solcalentaba; Ingo cabalgaba por vez primera al ladode la Reina, sin acompañamiento y en rasa cam-paña. El halconero había soltado los halcones, y elPríncipe con Balda y sus servidores voceaban ycorrían en pos de los pájaros; pausadamente seguíala Reina. Con enardecido rostro hostigaba el briosocorcel y sonreía á su caballero, que miraba con gus-to la hermosa figura de la Pieiña, y solicito atendíaá los peligrosos saltos de la cabalgadura. Como éluna vez fuera en auxilio cogiendo las riendas, de-túvose la Reina y dijo:

—Aún recuerdo el dia en que hiciste á la niñael mismo servicio; juntos y muy lejos de aquí cor-ríamos sobre matizadas flores; entonces no estabatan segura sobre la silla, pero no quería que lo co-nocieras.

—Aquel dia,—contestó Ingo con alegre abando-no,—eran más redondas las mejillas de mi regiaprima, y también más cortos los rizos de su cabe-llera. Pero cuando te acercaste á mí al llegar á tupalacio, y al Rey hablaste del antiguo tiempo, á tra-vés de tu altivo semblante vi el rostro encantadorde la doncella y comprendí que á tí debería todo elbien que del Rey recibiera.

La Reina sonrió; de nuevo castigó al caballo, yasí prosiguieron hasta que los cazadores perdiéron-se de vista detrás de un altozano; paró entoncesGisela y habló así:

—Muéstrame tu agradecimiento, Ingo; gran pla-cer me causa escuchar que me aprecias. Lejosde nuestro país, los dos hemos suspirado en tierraextraña, desde que el odio de los nuestros nos se-paró; pero nunca te he olvidado, y por tí pregun-taba á cada viajero que por el Sur llegaba á mi cas-tillo. Hermano en la desgracia fuiste siempre paramí; .^on qué orgullo sabía la nobleza con que so-portabas tu pesada suerte! Y cuando al fin te acer-cabas á nosotros, ¡qué alegría la mia!

Diciendo esto, mirábale con cariño tal, que Ingo,bajo el encanto de a,quella mirada, asió la blancamano de la Reina, y ésta, con el marmóreo brazoextendido y los ojos clavados en su compañero, ca-balgó largo espacio; de pronto retiró su mano, denuevo castigó al caballo, y en vertiginosa carreravolvía el hermoso rostro para ver si Ingo la seguía;moderó otra vez el violento aire, y otra vez hablórisueña:

—Uno hay que cuenta hacer de tí su halcón decaza; pero el águila que cruza el aire, se busca ca-mino mirando siempre al sol. Tú, primo mió, nohas nacido para servir á otros, y el que trate de do-mesticarte cuide que tus garras no le hieran.

Desde el principio de la franca conversación ha-bía Ingo deseado decir á la Reina algo de su secre-to del bosque, siempre al enamorado espíritu pre-

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senté; pero ni las palabras ni los ojos de la Reinahabíanle hasta este punto ofrecido ocasión: ella fuela que, en brusco cambio de tono, dijo así:

—Y no obstante, tiempo hubo en que la noblereina de los aires vióse con las alas cortadas, pri-sionera en la granja de un labrador: ¡bien haya lalocura del padre que cortó el vergonzoso lazo! De-bes, primo mió, aspirar á más altos destinos. Sola-mente audaces empresas pueden ensalzarte sobrolas cabezas de los demás; acuérdate á todas horasde esto, Ingo. Y ahora, busquemos á mi hijo; rego-cíjame la inclinación que te muestra, y no podríabuscar mejor maestro para dirigir su educación.

Mientras corría, flotaba el amplio manto real ylos dorados rizos de su cabellera azotados por elviento; de vez en cuando arrojaba el ligero venablode que iba armada y volvía á recogerlo en su velozcarrera; pero esta vez Ingo se había quedado atrás,y sólo le alcanzó cuando se reunieron á los cazado-res en el momento en que el halcón descendía conuna polla de agua entre las aceradas garras.

Cuando la comitiva regresó al burgo real, obser-vábase insólito movimiento; jinetes iban y venían,cruzaban los aposentos del macizo palacio servido-res cargados de tapices y almohadones claramentedestinados á honrar la llegada de ilustre huésped, yen las antesalas del Rey resonaban armas, y en lascaballerizas el casco herrado de muchos corceles.

Cuando Ingo, acompañado del joven Príncipe, pe-netró en el dormitorio de los Vándalos, corrió ó élBerthario.

—Mientras en el bosque contemplabas los bui-tres, háse posado en esta regia mansión otra ave derapiña. El César ha enviado nueva embajada, ¿y sa-bes quién es el embajador? El más bárbaro caudillode las huestes romanas, el franco Harietto, á quienllaman destructor de ejércitos; el que una nochesorprendió á unos merodeadores sajones, cortóleslas cabezas á todos y las llevó á la ciudad como sifueran cogollos de col. Algo antes de su llegada, elRey paseaba sombrío por el patio; contestó brusca-mente á mi saludo, y sus soldados nos miraban dereojo y evitaban nuestra sociedad; á poco entró uncamarero en nuestra cuadra, y anunció balbuceandoque te serviría la comida en tu propio aposento,para que no te encontraras con el romano en lamesa regia.

—Si no es en la mesa, será en el patio,—contestóIngo;—no oculto mi rostro de nadie; si de su men-saje soy objeto, bueno es saberlo cuanto untes. Ven,primo,—dijo al niño;—veamos el porte de los ex-tranjeros y la acogida que les hace el Rey.

Y ambos se dirigieron á la gran plaza de armasdelante del pabellón real. Allí estaban los extran-jeros al pié de sus caballos mientras el Rey nom-braba al enviado romano los principales dignatarios

de la corte, y éste les saludaba con marcial gesto ysobrias palabras. El franco-romano levantaba casitoda la cabeza entre los Thuringios; parecía un gi-gante; sus hombros y miembros eran desconunales;sus brazos estaban adornados con brazaletes, y so-bre su cota de escamas brillaban doradas medallascon el busto imperial; bajo el yelmo aparecían suspobladas cejas, y su dura mirada destruía el efectode una imperceptible y cortés sonrisa.

Un movimiento del Rey y su huésped lo pusofrente á frente con Ingo, que saludó al Roy silen-cioso y entrególe el niño; Bisino cogió rápidamentela mano de éste y lo atrajo hacia si. La mirada delextranjero se clavó en el Vándalo, y un movimientode su mano hacia el puño de la espada pareció dará entender como si pensará degollar allí mismo alenemigo de su señor; no obstante, Ingo, le saludó,y aproximándose, dijo:

—La última vez que nos vimos, héroe Harietto,fue en empeñado trance; allí, tu sable levantadocontra mí, me parecías más digno que ahora queextraña voluntad detiene tu mano al ir á salu-darme.

—Quisiera poder decirte, héroe Ingo, que tu en-cuentro me es grato. Pero ahora no soy más que elcuñado del gran Romano, que no te muestra favo-rables sentimientos.

—Tampoco alabo comisión que á un bravo guer-rero le impide saludar en plena paz real al adversa-rio con quien ha medido sus armas.

—A ambos los coléricos dioses nos han arrojadode la patria á las filas de extranjeros ejércitos; am-bos estamos ligados por juramentos.

—Pero tú sigues la bandera de extranjeros, yo lade mis compatriotas.

—En el campamento de los Romanos resuenanlas mismas trovas que en el de los Alemanes,—con-testó el Franco.

—Las que yo aprendí en mi infancia me enseña-ron á odiar la dominación extranjera,—dijo Ingo.

—Cuando todos estemos bajo la bandera delCésar, nosotros seremos los Romanos.

—A ella llamas á todos los que aquí están menosá uno; no te irrite, pues, que rehuse doblar micerviz ante el yugo del César.

Los dos hicieron una reverencia y se separaron;las gentes del Rey que se habían acercado á oir laconversación, murmuraban y aprobaban las pala-bras de Harietto; pero tampoco á Ingo le faltaronpartidarios, y el Rey mismo, aunque en silencio,apoyó con sus gestos las últimas del Vándalo.

El enviado pasó con el Rey á la sala, donde losservidores del primero expusieron á la vista losregalos del César. Bisino pudo contemplar conregocijo copas y platos de oro, maravillosamenteadornados de pedrería incrustada, y apresuróse á

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manifestar al Franco que era gran amigo y partida-rio del César, siempre dispuesto á prestarle agrada-bles servicios. A esto contestó Harieto demandandosecreta conferencia, y apenas por orden del Reyquedó el aposento despejado, exigióle la entregade Ingo.

Bisino quedó aturdido, reflexionó largo rato, y alcabo contestó que la exigencia era muy dura yrequería tiempo dar la contestación; que entre tantoel Franco podía quedarse en su palacio como agra-dable huésped. Harietto apremió por decisión inme-diata, ofreció mejores regalos y por fin amenazó.Esto último exasperó el orgullo del Rey, que entrecoléricas voces contestó que lo que rehusaba ácorteses peticiones no lo concedía jamás á amena-zas. El extranjero salió del aposento, fuese con lossuyos á los que habitaban los soldados del Rey, yentre éstos repartió con largueza regalos y bebióamistosamente.

El Rey no sabía qué partido tomar; al fin se diri-gió á la cámara en que guardaba sus tesoros; ysentado en un taburete contempló con oprimidocorazón las nuevas adquisiciones y apreció mental-mente las sartas do dorados brazaletes, las grandesbandejas y las hermosas tazas y copas. Con trabajolevantó una enorme fuente de plata que al reflejarsu contrariado gesto hízole pensar así:

—Triste figura es la que veo. El Franco me hatraido soberbias cosas, aunque la mayor bandeja esplata sobredorada, regalo á la verdad no muy dignode un rey. Pero con disgusto renunciaría á todo loque me ha prometido y que no me dará si yo no ledoy á Ingo vivo ó muerto. Y también si echo sobremí tamaña alevosía voy á ser el escándalo de todoel pueblo, que verá en mí un vil satélite del extran-jero, capaz de vender á peso de oro la vida de suhuésped. Y yo mismo echaré de menos al hombreque ha sido un fiel camarada en la caza, en la mesay en el combate. Pero, por el contrario, que meempeñe en defenderlo, ya me ha caido obra larga;vendrá la guerra, la guerra eterna á roer mis teso-ros, á agotar las fuerzas de mi pueblo, á sacudir yacaso derribar mi trono.

Su vista, hasta entonces vaga, fijóse en una es-pada cuya empuñadura brillaba sobre el oscuromuro.

—Arma de rey, herencia de mi estirpe, en cantosalabada y por el pueblo temida, más de una muertehas hecho; un dios dice la tradición que templó tuacero, y hoy me maravilla que asi atraigas mis ojosen este momento.

Y suspirando prosiguió:—A su lado he bebido, cazado y combatido; debo

desearle un fin tan glorioso como el de su padre,á quien la vida fuésele en un momento por las an-chas heridas de su pecho. Pues que no puedo sal-

varle, al menos que tenga toda la honra que puedemerecer un rey.

Levantóse Bisino y empuñó el arma; entoncessintió su brazo suavemente detenido; estremeciósey blandió el acero; ante él vio á Gisela, que le com-templaba con burla.

—¿Sale el Rey á campaña con su vajilla, que asísable en mano le pasa muestra?

—¿Y en qué, si no en el tesoro, reposa mi poderreal?—preguntó el Rey de mal talante.—¿Cómo hede fijar los veleidosos ánimos y arrancarles un jura-mento de fidelidad mas que á fuerza de extranjerometal? Todos lo piden y en el país no lo hay; ¿dedónele he de sacarlo sino comprándolo á los ex-tranjeros?

—¿Conque el Rey va á vender el hombre á losRomanos?—exclamó la Reina, cuyos ojos despedíanfuego.

—¿Quién me lo impediría si quisiera hacerlo?—mur-muró el Rey.—El tal extranjero ha caido como unbuho sobre un árbol; todos los pájaros le rodean ychillan contra él. No ha de pasar mucho tiemposin que los reyes del Oder me pidan también sucuerpo.

—No me engañas,—gritó la Reina dando suelta ála cólera;—mira bien, Bisino, si después de tamañavileza podrás soportar la vida; yo no. Y al hombreperjuro que por un puñado de oro vende á extran-jeros el huésped sagrado, le niego para siempre mimesa y mi lecho.

Los ojos del Rey lanzaron siniestro brillo.—¡Oh! mi señora Gisela, muy lejos van tus pensa-

mientos; más allá de donde apuntan.—¿Quién más que la esposa se interesará por el

honor del Rey?—dijo la dama luchando para conte-ner su emoción.—Si no te crees con poder para de-fendei*o de los Romanos, despídele de tu corte; másvale aparecer débil que no desleal.

—Y la ofensa me proporcionará un enemigo mor-tal,—objetó el Rey.

—Lígalo con un juramento; es de los que jamáslos quebrantan.

—¿Quiere la Reina persuadirle á que jamás pienseen la venganza?—preguntó el señor con suspicacia.

—Quiero, si al Rey conviene,—contestó Giselacon sorda voz.

Y ambos quedaron contemplándose, con un in-fierno de malos pensamientos y silenciosos; por finhabló el Rey:

—A lances apurados conviene la rapidez; Gisela,por tu propio bien, llámale esta noche á tu aposen-to, y en la silenciosa torre, en secreta conferencia,haz lo que puedas para que esto acabe bien paratodos.

Los ojos de la Reina se clavaron en el suelo; surostro palideció, y contestó á su esposo;

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—Haré lo que me ordenas; le aconsejaré queparta.

Y volvió la espalda al Rey, que la siguió con som-bría mirada.

A la caida de la tarde, la Reina esperaba en elaposento de la torre; los pájaros nocturnos corona-ban ya los muros y presagiaban la desgracia queallá dentro esperaba á uno; las bocanadas de vientoque atravesaban la entreabierta ventana hacían os-cilar la llama de la antorcha, y la sombra de lahermosa dama corría trémula de un ángulo á otrodel aposento. Gisela estaba en el centro de éste, ensolemne traje, la roja diadema sobre la frente, in-clinado el pálido rostro y las manos crispadas.

—¡Marchar tú, Ingo! ¡Oh tormento para mí másinsoportable que la muerte!... Pero si te quedas, detres sobra uno.

Recogióse y escuchó; de la proíundidad subía unmurmullo y algo como ruido de armas. Entoncestomó la antorcha del candelero, sacóla fuera de laventana, y el humo y la llama asustaron á los buhosasomados á las almenas de la torre. Lejos se oyómuy pronto un grito de cazador; la Reina retiró laluz y corrió un pesado tapiz delante de la ventana.En las escaleras se oyeron pasos de hombre.

—Él es,—díjoso á sí misma.Pero al abrir la puerta retrocedió; estaba ante

ella el rey Bisino; su rostro estaba sombrío; cubríasu membrudo cuerpo una coraza y la cabeza unyelmo de acero; en la empuñadura del sable brilla-ba una piedra roja como sangre.

—La Reina está adornada como para una boda,—dijo con cólera.

—Tú lo has querido.—Y también quiero ser testigo invisible de vues-

tra conversación; y para que te animes á cumplirmi mandato, te hago una advertencia: abajo, al pióde la torre, acechan dos de mis vigorosos mucha-chos; si baja sin mí no pisará vivo el umbral.

—Cuerda previsión,—contestó Gisela.Y su mirada se fijó en el sable del Rey.—Sangrienta brilla esa piedra en la empuñadura

de tu sable, arma mortal de tus abuelos.Y dominando apenas su terror prosiguió:—Las armas de los hombres están desterradas de

los aposentos de las reinas; ¿por qué el Rey no aca-ta mi derecho?

—También esto es previsión, Gisela.Dirigióse al fondo de la cámara, abrió una disi-

mulada puerta y desapareció tras ella.La Reina quedó de nuevo sola, y la cólera de sus

pensamientos desató su furor.—Un crimen medita el Rey, y quiere que yo le

ayude en su villana empresa.Otra vez sonaron pasos y esta entró Ingo del todo

desarmado.

—Mucho te agradezco, prima Gisela,—comenzócordialmente,—que hoy me abras las puertas de tutorre.

Su vista recorrió el suntuoso aposento, los labra-dos tapices y caprichosos muebles.

—Desde que perdí á mi madre no he pisado el lu-joso gabinete de una Reina. Y tú misma, prima,¿por qué tan majestuosa? Perdóname si no acojo al-borozado el honor que dispensas a! pobre Ingo.

Y cogió su mano, que ella retiró con el rostroruborizado á pesar de la angustia; al hacerlo dljolecon voz imperceptible.

—Más fácil es subir hasta aquí, que volver á salirpor la puerta de la torre.

—Ya he visto en acecho soldados del Rey; nadame maravilla desde que sé que Harietto ha logradocambiaren daño mió los sentimientos del Rey; yote suplico que cuides en cuanto puedas que nadavergonzoso me resulte. Cansado estoy ya, Reina, demi terrenal destino; cargo soy para el más cariñosohuésped; á todas partes llevo mi miseria, y. como árabioso lobo me persiguen de asilo en asilo; despre-cio tal vida, pues de más altos destinos me creodigno; y estoy decidido á que las cadenas romanasno sujeten mis miembros en vida. Si mi suerte nopuedes cambiar, salva al menos, yo te lo suplico, ámis fieles camaradas, á ese errante enjambre, deuna muerte deshonrosa. Con gusto pelearán contracualquiera; sólo les aterra la traición que invisiblepuede anonadarlos, encerrados como están entrealtos muros.

Embargada contemplaba la Reina la disimuladapuerta; de pronto un grito se escapó de su gargan-ta; el Rey apareció y gritó:

—También tú estás encerrado y ha llegado tuúltima hora.

Y con el sable en alto avanzó contra Ingo; perocomo una leona Gisela corrió á su esposo, sujetóleel brazo y el arma resonó sobre el pavimento. Ingola recogió del suelo y blandiéndola sobre el Rey ledijo:

—En mis manos está tu vida, rey Bisino, y depoco te aprovechan'.i tu coraza, si quisiera obrarcontigo como conmigo pensaste hacerlo. Si en al-gún Dios confias, agradécele que el juramento dehospitalidad sea para mí más sagrado que lo espara tí.

Y arrojó el arma á los pies del Rey; un gemidotembló en el aposento.

El Rey miró confuso en torno suyo.—Hablas como un hombre; toma tu sable de la

escalera y combatamos.—Te he jurado paz,—contestó Ingo sin moverse.—Y yo á tí; pero el juramento está roto y eres

libre; ármate.—No quiero luchar contigo, por mi vida; tu cabe-

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za real me es sagrada á pesar de lo que has inten-tado en daño mió; no quiero tampoco ayudar á quela fama de tu mujer se empañe con la sangre de unode los dos, vertida delante de su lecho. Pues deboser sacrificado, no me quejaré siéndolo por tu mano;hiere y sabe que te agradezco el honor.

Inclinábase el Rey para levantar el arma, cuandose apercibieron alaridos y gritos de guerra; Ingo seestremeció.

—Maldito de mí que en mi propia adversidad ol-vidé la de los mios; pero oigo el canto de mis ána-des y corro á ellos; guarda, Rey; ya tengo lo queha de domeñarte.

Y con la rapidez del huracán rompió por la puer-ta mientras el Rey le seguia con el sable enarboladoy gritando:

—Los que te esperan abajo no conocen la piedad.Pero Ingo bajó pocos escalones, cogió la espada

y penetró en una habitación donde dormía el tiernopríncipe junto al héroe Rolda. Tomó al niño del le-cho, apretóle á su pecho y murmuróle al oído:

—Ayúdame, Herminio; la muerte me amenaza;no te haré daño, si tu padre no se lo hace álos mios.

Y el niño, medio dormido en sus brazos, rodeandosu cuello, contestaba sin recelo:

—Sí, primo, yo te ayudaré.Antes que el anciano guardián se hubiese aper-

cibido, ya estaba Ingo á la puerta del gabinte de laf r Reina; el Rey dirigió contra él la espada, pero re-

trocedió estremecido al ver á su hijo bajo el cu-chillo del Vándalo.

—Delante, rey Bisino,—gritó Ingo con imperio;—ábrenos camino; la vida de tu hijo responde de lasde mis compañeros. Queda en paz, Gisela, y pide álos Dioses que no acabe esta noche la regia extirpede Thuringia.

Los dos hombres bajaron rápidamente; la Reinaescuchaba sin respirar los pasos que so atropella-ban sobre la escalera. ¿Quién volvería? ¿el que le ha-bía arrebatado el hijo? ¿el Rey? ¿acaso ninguno? Y lospensamientos se agolpaban en su imaginación; sen-tía odio contra el que había despreciado su socorro;sentía angustia por la vida del mismo, y angustiatambién de volver á verse en presencia de su espo-so. Asomóse á la ventana y escudriñó la tenebrosanoche; oyó un murmullo lejano, algunos gritos máscerca, después nada; vio un momento el resplandorde una llama y también se apagó; quedó la noche,negra é indescifrable como su propio destino.

En los últimos escalones se detuvo Ingo.—Bisino, retira tus perros; sus dientes alcanza-

rían á tu hijo.El Rey obedeció, y sus satélites desaparecieron.

Como un corzo perseguido corrió Ingo al alberguede sus gentes; tanto corría, que el Rey no pudo se-guirle.

Alrededor del pabellón estaban las gentes delRey, armados de escudo y pica, alguno con la teaen la mano. Delante de la escalera chisporroteabauna hoguera, y su vacilante luz, al penetrar en eloscuro aposento, iluminaba los feroces rostros delos Vándalos.

—¿Qué estáis ahí mirando, mochuelos? ¿os hacedaño la luz?—gritaba Bcrthario desde la escalera.—Maravilla seria que os avergonzara lo torpe de laacción, bergantes, acostumbrados á herir en la os-curidad. ¿0 es que teméis que mi espada os separedel cuerpo la antorcha y el brazo cobarde que lasostiene? Aquí, más cerca, malvados; que todo elmundo os maldiga como violadores de la paz jura-da; adelante, mis muchachos os dispondrán para elúltimo viaje.

—Palabras groseras son la moneda de mendigosvagabundos, — contestaba Hadubaldo:—bien hasaprendido á pagar con ella, comiendo siempre ácosta de otros. Sois gente inútil sobre la tierra, yya no volvereis á trastornar con vuestros gritos loshogares pacíficos.

Con estas invectivas se preparaban ambos ban-dos al combate; entonces atravesó Ingo la revueltatropa con el niño en los brazos; subió la escalera ydetúvose entre sus fieles compañeros. Las acla-maciones de los Vándalos atronaron la sala, é Ingo,vuelto á los agresores, gritó dominando el estré-pito:

—¡Atrás, héroes de Thuringia! Ved aquí vuestropríncipe que os impone tregua; si no queréis atraerla desgracia sobre su cabeza, que ninguno de mishombres sea herido. Rien venido el Rey á mi alber-gue,—dijo á Risino que se acercaba;—paz signifi-que su llegada. Pisa, Rey benévolo, el aposento detu huésped, y que las armas no decidan este con-flictofy tú, Herminio, primo mió, ayúdame á moverel ánimo de tu padre.

Entonces dejó al rapaz en tierra, amenazada suicabeza por el cuchillo; el niño cogió la mano de suipadre y quedó así entre ambos héroes.

—Encended las antorchas en la hoguera,—or-denó Ingo á los suyos;—que todo el mundo despe-je; guerreros Vándalos, custodiad desde la escalerael Consejo de reyes.

De mal talante hizo Bisino la señal para que lossuyos dejaran libre el paso, y después mandó á Ha-dubaldo ocupar la escalera con número de Thurin-gios igual al de Vándalos. Ingo acompañó al Reyal levantado estrado donde estaba su lecho, sen-tóse frente á aquél y mantuvo su brazo ceñido alcuello del joven príncipe; Bisino, ceñudo y vacilan-te, tomó asiento.

—Por la vida de mi hijo piensas obligarme á res-petar la tuya y la de tus cantaradas; pero entre am-bos se ha levantado el rencor, y poco ha de durar

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la reconciliación. Si hoy escapas á mi cólera, te al-canzará mañana ó cualquier dia; pues aunque lassúplicas de este niño abran hoy mis garras, biensabes cuan lejos alcanza el poder del rey, y mivenganza ha de perseguirte como rabiosa fiera.

—Acato tu poder, rey Bisino, y bien sé que mesería imposible atravesar tus puentes y trotar sobretus campos si tu cólera me siguiera los pasos; perotu honor te aconseja ser para mí tan leal como exi-gen nuestros juramentos. A singular combate mehas invitado; ofe-rta honrosa para el más preciadohéroe: ¿qué más gloria para mí que caer bajo tu es-pada, ó si lograba enviarte á las celestes salas, mo-rir con los mios al filo de la espada de los irritadosThuringios? Y á pesar de eso no he querido lucharcontigo, mi señor y mi huésped, pues me has mos-trado amistad, he recibido beneficios en tu corte,estimo á tu esposa y al hijo que ahora tengo en misbrazos, y de tu inclinación he esperado algo quehubiera sido la alegría de mi vida; por todo esto herenunciado al honor de medir mi espada con la tuya.

—Como siempre, tus palabras son cuerdas y tucomportamiento digno; pero á tu perdición me em-puja mi oficio de rey, que á nada atiende sino á loque exige el deber del que es cabeza de todo unpueblo. Pues sabe, hombre desgraciado, que el Cé-sar exige que te entregue á su embajador.

—Y el rey de un pueblo independiente, ¿obedeceá un Romano envidioso como el último vencido?

—Ese Romano azuza contra mí á los Rattos, quesiempre están demasiado dispuestos á buscarse es-clavos y ganados en mi pueblo; en defensa tuya de-berían los Thuringios entonar el canto de guerra.

—Ponme á la cabeza de tu ejército, y sólo volve-ré vencedor.

—¿Y crees que serías bien venido para mí con ellauro de la victoria? Peor qu,e casándote con aquellaheredera. En las batallas de los Thuringios no man-da nadie mas que el Rey.

Entonces Ingo, colocando su mano sobre la cabe-za del príncipe, dijo con tristeza:

—Como este niño crecí yo ufano al abrigo de unacorona real; é inocente como él era yo cuando fuiarrojado de mi patria. Piensa en esto, Rey; la suertede los hombres cambia por extraños modos, y nosabes la que á tu hijo está preparada. Los Dioses,que disponen de los destinos humanos, exigen queseamos fieles á nuestras promesas; cumple los jura-mentos que hiciste al mismo Ingo, para que las di-vinidades no tomen venganza en la cabeza de tuhijo.

—En la suerte de mi hijo, y en asegurar su futuragrandeza, pensé cuando me decidí á quebrantar lapaz jurada contigo.

—Pues bien, deslígate del juramento sin excitarla cólera divina,—dijo Ingo suplicante;—á mí y á los

mios despídenos de tu castillo y de tus dominios,sin daño ni ultraje; tu pueblo no te pedirá más, y elRomano no puede exigirte otra cosa sino menospre-ciando tu honra. Ayúdame, Herminio, y ruega á tupadre por mí.

Arrodillóse el niño, y abrazando las rodillas delRey, díjole:

—¡Padre mió, no hagas mal á mi primo Ingo!El Rey miró largo tiempo al muchacho, sobre cuya

cabeza estaba la mano armada de Ingo.—¡Qué sabes tú lo que pides!—dijo por fin.Y volviendo al Vándalo sus ojos compasivos, pro-

siguió:—Ingo, yo te permitiré salir incólume con teda

tu gente de mi burgo y de mi reino, si me juras notomar jamás venganza de esta noche, no intentarnada que dañe á mi hijo y no buscar alianza con losseñores del bosque.

—Por mi vida lo juraré si el Rey me jura por lasalud de su hijo recordar ciertas palabras que nohámucho tiempo me dirigió, y cerrar sus ojos á misacciones, siempre que á otra cosa no le impulse po-derosamente el clamoreo de su pueblo.

Iluminó el rostro del Rey sombría sonrisa.—Juraré si me confías tus intenciones.Ingo asintió con un gesto.—Acércate, pues, ydimetu secreto.Los dos reyes hablaban en voz baja, y el mucha-

cho, sentado entre ellos, abrazaba las rodillas deambos.

Sobre los escalones, separados y amparados desus escudos, estaban Vándalos y Thuringios; y alfrente de cada tropa, sentados en pequeños tabure-tes, Berthario y Hodubaldo. Este último empeñó laconversación, diciendo:

—Se me figura que la conferencia de los señorespromete un fin pacífico; si te parece, apaguemos lacólera con un buen trago; el aire de la noche es de-masiado fresco.

—Asesino, incendiario,—dijo Berthario por con-testación.

—Mal haces en reprochar al servidor lo que haceen provecho de su amo.

—Ladrón nocturno, ahora que crees imposiblehacerme pasar un trago amargo, me brindas con elde cerveza.

—El que se niega altivo á verter licor en la copade despedida, guárdese de no verter su sangre en laverde pradera.

—En la verde pradera, en el bosque sombrío, eneste maldito albergue, donde quiera, tienes seguroel último golpe en cuanto no te proteja la amistadde nuestros señores; estás advertido, y bastantehemos hablado.

La conferencia de los reyes duró largo rato; porfin exclamó Bisino:

N.° 164 LOS ÚLTIMOS INVENTOS PARA ESCRIBIR. 479

—Vengan copas, sumiller; bebamos por el amorantes de que nos abandone el héroe Ingo.

Los hombres que ocupaban los escalones abrie-ron paso apresurados; el sumiller corrió y volviócon un gran vaso de hidromiel, sobre el cual losreyes hicieron sus juramentos, que repitieron sobrela cabeza del niño.

—Y ahora, Ingo, separémonos,—dijo Bisino;—siento que en vez de un héroe errante no seas unseñor, deudo de mi casa; y ¡quién sabe! tal vez en-tonces me inspirarías más recelos.

—Consérvame tu amistad, señor,—contestó Ingoagradecido.

Y volviéndose al viejo, díjole con alegre rostro:—Prepara la marcha: nos vamos.—Con la luz del sol entramos,—contestó Bertha-

rio,—y mi señor y sus héroes no saldrán comoladrones nocturnos. Si quiere nuestro jefe querompamos antes que cante el gallo, tus soldados,rey Bisino, han de alumbrarnos con sus teas: bas-tantes han amontonado alrededor de nuestra casa,3in duda para que á nuestra despedida no falte laclaridad que el sol nos niega.

Un momento miró el Rey, colérico, al atrevido;pero se repuso y dijo:

—Sabes combatir por tu señor con lengua y es-pada. A caballo, orgullosos huéspedes, y vosotros,muchachos, encended las antorchas; el Roy acom-paña á sus huéspedes hasta la puerta.

Ya sobre el puente, se despidió Ingo del Roy y desu hijo, y todos pudieron ver con asombro que aúnel Rey corrió otra vez al Vándalo más allá del ta-blado del puente y le abrazó y besó con efusión.Berthario reía viendo los desconcertados semblan-tes de los hombres del Rey; al romper la marchadijo á los Vándalos:

—Al paso, no crean que tememos algún saludopor la espalda.

Y andado un buen trecho, exclamó:—A la cabeza, Wolf, y apretar los caballos; el

aire de la noche es fresco; no hemos salido mal dela ratonera.

Cuando la puerta se cerró tras los viajeros, elRey se volvió los suyos:

—Al que charle mañana ó cualquier dia algo delo que ha presenciado esta noche, ó al que bebien-do con los Romanos le acontezca murmurar comohoy se ha hecho, el Rey se encarga de atajarle lalengua para siempre.

Después tomó en sus brazos al niño, dormido, ylo llevó á su propio aposento; al pasar junto á latorre miró con torvo ceño hacia el camarín de laReina. Allí adentro estaba una mujer desolada, recli-nada la cabeza en el alféizar de la ventana, persi-guiendo el rumor de voces y de herraduras quesonaba á lo lejos. En tanto pensaba el Rey:

—Más nos convendría á los dos que su raza nofuera tan ilustre; el castigo la haría acaso volver ámi amor. Ha querido romper nuestros lazos y hadetenido mi espada; ¿si creerá que he de olvidarlonunca? Por lo que hace al Romano, estoy muy con-tento de no haberle dado gusto; la exigencia eraindigna, y el mensajero por demás altivo. Yo tam-bién le doy plata en vez del oro que codicia.

Y á la mañana siguiente llamó al asombrado Ha-rielto y le dijo:

—Por amor al César he hecho lo que mi honrame permitía y nada más. He retirado al huéspedsus derechos y le he hecho abandonar mis dominiossin acompañamiento; á estas horas corre sobre laspraderas muy lejos de aquí.

Cuando el Rey volvió a su guarda-joyas corrió ácontemplarse en la enorme vasija de plata y sus-piró:

—Un cuidado se ha ido y otros vienen; sólo unacosa me satisface, y es que el rostro que estoyviendo es un rostro honrado.

GUSTAVO FREYTAG.Trad. de la sexta edición alemana_

por QENAEO ALAS.

(Continuará.)

MISCELÁNEA.

Los últimos inventos para escribir.

Cuando, no hace mucho tiempo, publicamos enla REVISTA EUROPEA descripciones detalladas de lapluma eléctrica de Edisson y de la máquina de es-cribirde Remington, estábamos bien ajenos de creerque podríamos ver tan pronto en Madrid puestos enpráctica en la esfera particular los mencionadosinventos, que constituyen evidentes y reales pro-gresos. Ambos objetos están funcionando ya hacecuas en la Agencia telegráfica de I). Nilo Fabra,corresponsal de Havas y Reuter en Madrid y dipu-tado á Cortes, y por cierto que no dejan que desearel éxito y la precisión de sus resultados.

La pluma eléctrica de Edisson es como un pun-zón, con el cual se escribe ó se dibuja en blanco enun papel. Cierta trepidación interior en el puntal (yeste es el efecto eléctrico), hace que los trazos, le-tras ó dibujos que se van señalando aparezcan he-chos en el papel por una seno de agujeritos muyunidos, por los cuales entra la tinta y se verifica laimpresión en otros papeles cuando, después, se co-loca el primitivo papel en una frasqueta para tirarmuchos ejemplares.

La máquina de escribir de Remington es tan útily susceptible de tantas aplicaciones copio -desdeluego se comprende al leer la descripción deM. Gastón Tissandier que hemos publicado en unode los últimos números. Después de adquirir la su-ficiente elasticidad en los dedos para mover con ra-pidez las teclas que están colocadas de una manera

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bien combinada, se puede escribir con la rapidez dela lectura pausada; y solamente con este dato pue-de calcularse su inmensa utilidad. Un escribientepráctico, un traductor experto, un redactor de unperiódico, puede entregar á la imprenta cuartillasobre cuartilla, realizando en dos horas el trabajode seis ó siete. Son muchas las aplicaciones quepuede tener. Lo escrito, que puede llamarse im-preso, por medio de la máquina, no sólo puede co-piarse en el libro copiador por el procedimientoordinario, sino que es susceptible de hacer un re-porte en el acto, y tirar gran número de ejemplaresen una pequeña prensa litográfica. Para cualquieraplicación la escritura de la máquina tiene la in-mensa ventaja de que, en vez de producir una letracursiva, más ó menos legible, da unos caracteresclaros y sin perfiles, lo que en lenguaje tipográficose llaman versales de egipcia ó monumentales delseis.

También hemos tenido el gusto de ver otra má-quina de escribir en casa del ilustrado geólogo se-ñor Vilanova.

BOLETÍN DE LAS ASOCIACIONES CIENTÍFICAS.-

SOCIEDAD ESPAÑOLA DE HISTORIA NATURAL.

7 DE MARZO DE 1877.

El Sr. Bolívar lee una nota haciendo ver cómodel informe del señor barón de Selys de Long-champs, publicado en las actas de la Sociedad En-tomológica de Bélgica, resulta confirmada su opi-nión, anteriormente consignada, de que la langostaque en España constituye verdadera plaga de carác-ter general, corresponde al Stauronotus marocannusThunb.

El mismo señor lee el prólogo de un Catálogode reptiles y anfibios de España,' Portugal,é IslasBaleares, por D. Eduardo Boscá, cuyo trabajo pasóá la comisión de publicación.

El mismo señor lee una noticia, también de donEduardo Boscá, relativa á las costumbres del Reu-rodeles Waltli Mich, estudiadas en individuos co-gidos por él en las inmediaciones de Ciudad-Real.

—El Sr. Calderón presenta una nota adicionandoalgunas especies á su Catálogo de vertebrados fósi-les españoles, en vista de la última revisión verifi-cada por él en las colecciones de la Escuela de Mi-nas y de la Comisión del mapa geológico.

El mismo señor lee otra nota dando á conocerun articulo sobre Ld digestión vegetal, del profesor'Morren, de Lieja, publicada recientemente en Gante,enlacual cree ver confirmadas sus ideas emitidasen su trabajo «obre la alimentación de los vege-tales.

Por último, el mismo señor presenta una Brevereseña lopográflco-geológico-minera é industrial delvalle de Valdivieso (Burgos), por D. Ricardo JimenoBrun, cuyo trabajo pasa á la Comisión de publica-ción.

—El Sr. Martinez y Saez lee una nota rectificandoel aserto del señor barón de Chaudoir, que en lamonografía del género Pmcilus, publicada en el pe-riódico Z'Abeille; dice que el P. dimidiatus Oliv.•var. ceneus sólo habita parajes cálidos, siendo asíque de ella tiene ejemplares el Sr. Martinez, proce-dentes de las sierras de Gredos y Guadarrama.

—El Sr. Pérez Arcas presenta un trabajo inéditode D. Rafael Cisternas, titulado Ensayo descriptivode los peces de agua dulce que se hallan en la provin-cia de Valencia. La Sociedad acuerda que dichotrabajo pase á la Comisión de publicación.

—El Sr. Rodríguez de Cepeda muestra varias pre-paraciones para el microscopio de Trichina spiralisOwen, hallada en la carne de un cerdo, á la que seatribuye la muerte de cuatro personas y la enferme-dad de otras diez y nueve en Villar del Arzobispo(Valencia), á fines del pasado año.

—El secretario hace un extracto de un EstudioOrnitológico del Real Sitio de San Ildefonso y s%salrededores , por D. Joaquín María Castellarnau,cuyo trabajo pasa á la Comisión de publicación.

4 DE ABRIL.

—El Sr. Bolívar cnlrega por encargo del doctorStal, y con destino á la Biblioteca de la Sociedad,un ejemplar de cada una de las obras de dichoseñor.

—Se lee un extracto del catálogo de Plantas dela Plana de Vich, escrito por D. Ramón Masferrer, yuna nota de D. Emilio Ribera, de Almería, que con-tiene datos acerca del terreno plioceno de las inme-diaciones de esta ciudad.

—El Sr. Pérez Arcas presenta la última parte dela Enumeratio Piscium Cubensium, del Sr. Poey,que pasa á la Comisión de publicación.

—Por encargo de D. Salvador Calderón, ausente,lee el Sr. Quiroga una nota en que aquél resume ladiscusión habida en la Sociedad geológica de Lon-dres con motivo de su Catálogo de Vertebrados fó-siles españoles.

—Da cuenta el Sr. Martinez y Saez de la adquisi-ción por el Museo de Ciencias naturales de Madridde un pez(el PrionodongliphisMüll et Henle) cogidoen las costas de Alicante, de cuya especie sólo seconoce otro ejemplar que, de ignorada procedencia,existe en el Museo de Berlin.

—Para justificar el descubrimiento en la provin-cia de Santander de restos fósiles de Elephasprimi-genius Blum citados en el catálogo referido de donSalvador Calderón, presenta el Sr. González de Li-nares un molar de dicha especie y procedencia fo-silizado por la zinconisa. Muestra además un astrá-galo de ciervo ó buey, y por último diversos restosde ciervo y de antílope de la Cueva de Oreña, enla misma provincia.

—Propone el Sr. Vilanova el nombramiento dealgunos individuos que, unidos á los ya designadospor las Sociedades geográficas de Madrid y Antro-pológica Española, estudien la manera de organizarreuniones ó Congresos anuales que, celebrando se-siones en distintas localidades españolas, investi-guen y discutan lo que haya de interesante en cadauna de ellas, publicando el resultado de sus traba-jos, con lo cual se difundirá la afición á los estudioscientíficos y se llevará la luz á muchas cuestionesimportantes desconocidas y dudosas.

La Sociedad nombró para informar acerca de estaproposición una comisión compuesta de los seño-res presidente, Pérez Arcas, Vilanova, Martinez, yLinares.

—El señor presidente puso en conocimiente dela Sociedad la satisfactoria noticia de haber resul-tado ésta premiada en el certamen de Filadelfia.