reflexiones sobre lo que se ha venido endenominar “valores de la democracia”

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Reflexiones sobre lo que se ha venido en denominar “Valores de la Democracia”

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Reflexiones sobre lo que se ha venido endenominar “Valores de la Democracia”. Por: Pedro Trujillo Álvarez

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Reflexiones sobre lo que se ha venido en denominar “Valores de la Democracia”

Por: Pedro Trujillo Álvarez

Introducción

El término democracia se ha con-vertir en una palabra usual en la dialéctica social. Hablamos de democracia en no importa que contexto, incluso se utiliza para hacer referencia a actividades o actuaciones que deseamos sean entendidas como sinónimo de correcto, de legítimo, de pactado, de consensuado, etc. Aludimos a la democracia para buscar la complacencia del interlocutor que tenemos enfrente y hacer-le ver nuestra predisposición a actuar de buena fe y, en muchas ocasiones, incluso, se utiliza como contraposición a dictadura, autoritarismo o absolutismo.

Democracia, una palabra que semánticamente tiene un signi-ficado limitado aunque aspira-mos a que abarque demasiado y ciertamente se ha quedado corta para englobar los deseos político-sociales del individuo. Su signifi-cado se trastoca multidimensional porque obedece a quien la pronun-cia y su alcance no tiene horizonte definido porque imprecisa es su dimensión. Cualquiera la puede utilizar para sus propósitos sin que realmente quede claro a qué desea referirse ni el interlocutor lo recla-me. Se promueve con frecuencia una suerte de término empala-goso, contagioso y amoldable a necesidades personales previa-mente determinadas por el emisor.

La empleamos en prácticamente todos los discursos políticos e incluso es de uso frecuente en el dialogo cotidiano, pero si se pre-guntara a un determinado publico que entiende por tal, seguramente obtendríamos múltiples respues-ta diferentes. La democracia se ha convertido en una especia de sucedáneo, en un placebo utili-zado para autoconvencernos de

que finalmente encontramos el remedio para todos los problemas sociales que agobian el diario acontecer, como la encontramos el remedio para todos los proble-mas sociales que agobian el diario acontecer como la desigualdad, la pobreza, la convivencia, la solu-ción de conflictos sociales y otros.

No hay discurso de altura que no la cite, político en el mundo que no se autodenomine demócrata -independientemente de cómo hagas las cosas- ni propuesta que no incluya la democracia cómo mágica fórmula para legitimar el poder o para solucionar los problemas de naciones en las que hay serios cuestionamientos de sus regímenes políticos. La “diosa” democracia se ha conver-tido en protagonista de debates, de análisis, de discusiones, de firmas y ratificaciones de acuer-dos, convenios y declaraciones, a pesar de no ser capaces de entenderla de idéntica forma.

¿Cómo podemos comunicarnos eficientemente si entendemos el término de diferente forma? ¿Qué es finalmente la democracia? ¿Qué persigue? ¿Cuáles son sus efectos reales o acciones asocia-das? ¿Es un fin o un medio? ¿Cuál es el alcance?, son algunas de las preguntas por contestar que gene-ralmente obviamos en el diario debate y pareciera que nos resis-timos a abordar en profundidad.

Entonces, ¿qué es la democracia?

De su complejidad a la hora de definirla dan cuenta numerosos autores. El propio diccionario de la Lengua Española tiene actual-mente el concepto en revisión y ha enmendado su redacción., lo que es un indicar de que la palabra está “viva”, cambiando. Sustancialmente hace referencia a la intervención del pueblo, de la ciudadanía, en el gobierno. Esto

es, un procedimiento por el que los ciudadanos de un país eligen, sustenta, controlan y hasta depo-nen (en algunos casos) a sus admi-nistradores públicos. No hay otras prerrogativas asociadas a la demo-cracia desde una perspectiva pura-mente conceptual si bien desde la hermenéutica se le asocian valo-res, conceptos, tradiciones, dere-chos y otras condiciones producto de la ideología, de la costumbre, del momento e incluso del lugar del planeta de que se trate.

Pero pareciera que no nos con-formamos con esa simpleza terminológica. Da la sensación que necesitamos contar con un único término que englobe todos los anhelos del ser humano en sus relaciones políticas y socia-les, y nos resistimos a emplear otra palabra otorgándole un valor superior, incluso supre-mo, al concepto “democracia”.

Por tanto, la moderna democracia -muy distinta, por ejemplo, de aquella que proponían los clási-cos griegos- termina acogiendo valores universales que no son producto de su original esencia, pero que se han globalizado y se sobrentiende que están (o deben de estar) ahí incluidos. La liber-tad, la observancia de los dere-chos humanos, el respeto a la vida y a la integridad personal, la con-vivencia pacífica, la toma de deci-siones por mayoría, la alternabili-dad en el poder, el voto universal y un largo etcétera son parte sus-tancial de esa definición ampliada que manejamos coloquialmente en nuestra relaciones interpersonales.

Aunque no siempre fue así y desde “el gobierno de los más”, en la Política de Aristóteles, -donde explica las diferentes clases de democracia- o el “gobierno de la multitud”, de la República de Platón donde la contrasta con la “isonomía” , muchos autores

han empleado el concepto desde perspectivas muy diferentes y contradictorias. Otros, se han encargado de adjetivarla inte-resadamente para sustentar, en cierta forma, valores asociados como los antes citados, apare-ciendo la democracia liberal, la socialdemocracia, la democra-cia indirecta, la participativa, la democracia multicultural, etc. Más recientemente otras clasifi-caciones se han posicionado en el imaginario social como la “demo-cracia islámica” o la “democra-cia cubana” por no incluir otros términos que pudieran general mayor discusión o polémica.

En resumen, nadie garantiza que dos interlocutores diferentes, aún empleando la misma palabra, perciban o comprendan de igual forma el concepto, aunque lo habitual es no formularse esa pre-gunta y continuar adelante con el debate o con el diálogo de manera satisfecha, dando por hecho que el otro entiende lo mismo que uno. El código parece importar menos que el mensaje transmitido. Presuponemos que avanzamos y sin hacer un necesario alto, nos introducimos en una dinámica demasiado rápida producto del mundo en el que vivimos, con poco tiempo para detenerse a analizar algo que todos deci-mos entender y que ciertamente empleamos con frecuencia.

Es ahí, en contra de esa rapidez globalizada, donde parece oportu-no detenerse y reflexionar porque sin ser lo urgente, es sumamente importante. Es preciso -imperio-so incluso- hacer un alto en esta acelerada forma de comunicarse y meditar sobre los puntos ante-riores, que serán los que a fin de cuentas sustentarán el marco político de la vida en sociedad. Reflexionar, pero también com-prometernos como ciudadanos libres y responsables con una

forma occidental de hacer las cosas, con un procedimiento de solucionar problemas, con una manera de convivir en paz, de aliarnos para alcanzar una meta que no siempre es común.

Meditando sobre el tér-mino: valores asocia-dos a la democracia

No obstante, de quedarnos exclu-sivamente en la puridad concep-tual que marca el diccionario, es preciso, para continuar debatien-do el entorno, agregar un plus que denominaremos, por ahora, “valores de la democracia”. Es decir, aspectos por añadir a la definición que van más allá del simple ejercicio racional, periódi-co, libre y voluntario de la elec-ción de mandatarios políticos.

1. El primero de los valores se refiere a la relación mayoría-minoría. Si bien las decisiones son tomadas por la mayoría (y eso es sustancialmente la democracia) no hay que escapar al análisis del papel de las minorías. Sin embargo no parece suficiente que el difuso y escueto “respeto a las

minorías”, donde la concesión es graciable -y por tanto arbitra-ria-, sea un argumento sustancial como valor agregado a la demo-cracia. Es necesario referirse a algo mucho más específico y concreto, más real y evaluable, menos manipulable y volátil. Es preciso, para hablar de valor, que la democracia se asocie al RESPETO INELUDIBLE A LOS DERECHOS INDIVIDUALES. La vida, la libertad, la propiedad, no pueden ser vulnerados por nadie, ni siquiera bajo la justifica-ción de una mayoría (el pueblo) que decida en tal o cual sentido y que en ocasiones pretende incidir en esos derechos fundamentales. No es banal la observación. Se afianzan en el hemisferio regíme-nes que se tildan de democráticos mientras hacen uso indiscrimi-nado de normas que estatizan propiedades, impiden que la ciu-dadanía tenga libre locomoción, limitan, anulan o controlan la libertad de expresión o coartan al ciudadano que observa a dia-rio como se reduce su espacio de libertad y se deterioran, cada vez mas, sus posibilidades de proyec-

ción personal. Ninguna norma que limite siquiera mínimamente los derechos de la persona debe permitirse en ese marco de valo-res asociados. Elegimos a los gobiernos para que administren el espacio político. Delegamos parcial y momentáneamente el poder a los designados única-mente para que ejecuten pero observando y respetando las normas de derecho público que delimita y restringe el espacio de actuación del gobernante, del cual no debe salirse sin grave sanción. Al administrador públi-co, aún amparada por la mayoría -por ese “pueblo” al que algunos aluden con simbolismo y fuerza coercitiva- no le está permitido incursionar en la esfera privada y personal del derecho individual. William Pitt lo resumió magis-tralmente allá por el siglo XVIII: “La necesidad es el pretexto para todos los atentados contra la liber-tad individual. Es el argumento de los tiranos. Es el credo de los esclavos”, aunque lo hizo mucho más tarde (lo que no le resta valor) que los clásicos griegos

que condenaron fórmulas como “el pueblo gobierna, no la ley” o “el voto mayoritario, no la ley, determina todo”. Recientemente otras sentencias, más burdamente expresadas se han consolidado, y con ello generado importante confusión, como la que dice: “En una democracia, lo correcto es lo que la mayoría juzga correcto”.

Una nítida y permanente clari-dad conceptual en torno a ello es precisa en un mundo en el que la razón y la ley han cedido espacio a la motivación y al positivismo de la norma, algo que desde hace mucho se viene intentado imponer y que ha generado innumerables debates, destacando el de James Harrington y Thomas Hobbes en torno a si el gobierno debe ser de leyes, tal como afirmaba el repu-blicano o de hombres, mantenido por el autor de El Leviatán.

2. Otro de los valores fundamen-tales en esa “democracia” de la que hablamos, es el Estado de Derecho (ED). Lejos de parecer-se o confundirse con el estado de legalidad -aquel que cuenta con leyes-, va más allá y abar-

ca sustanciales aspectos que lo caracterizan. En él, las leyes son generales, para todos, sin excep-ción de colectivos ni de perso-nas, algo plasmado por muchos autores entre ellos John Locke de quien se ha dicho que su teoría central se podría resumir en la siguiente frase: “…, la ley debe ser general. Debe brindar protec-ción para todos”. Y es justamente en ese ámbito de generalidad, donde Hayek reconoce, incluso, la existencia de “legislación ridí-cula y nociva, pero no es proba-ble que en tales condiciones se promulguen leyes opresivas”.

Es preciso reflexionar, en este momento, sobre el concepto de “igualdad social”. Si las leyes deben ser iguales para todos, sin distinción -aunque los individuos son desiguales,-únicamente cabría un marco normativo diferente para poder alcanzar la “igualdad” aspiracional, lo que se contrapone con la generalidad anteriormente indicada. Si la recompensa de cada uno está en los méritos y no en lo que produce -y al ofrecer a los demás adquiere un valor que le es asignado por otros- sería preciso buscar una manera, siem-pre subjetiva, de apreciar dichos méritos y si, finalmente, se desea que el Estado produzca un deter-minado efecto sobre los ciuda-danos, hay que dejar a un lado las reglas abstractas, para que la acción de aquel sobre los seres humanos tengan un determinado resultado particular y especifico en cada caso. En definitiva, cual-quiera de las soluciones anterio-res se separan del concepto de legislación general en el que se sustenta el Estado de Derecho, por lo que agrega Hayek: “Los gobiernos democráticos empeza-ron pronto a destruir la igualdad ante la ley”. Y es que desde la Revolución Francesa se ha priori-zado la igualdad material, frente

a la igualad formal ante la ley, algo ratificado -entre otros- por el jurista austriaco Anton Menger cuando afirmó: “Hoy se compren-de que no hay injusticia más gran-de que el trato igual para lo que de hecho es desigual”. La igual-dad de resultados se ha impuesto frente a la igualdad de derechos.

En el Estado de Derecho no hay interferencia, al menos que modi-fique o pueda modificar sustan-cialmente el libre ejercicio de la voluntad del individuo, porque simplemente destruye el principio anterior. Las leyes, iguales, deben cumplirse. La configuración de un sistema judicial que cumpla y haga cumplir las normas es sus-tancial en un modelo de demo-cracia ampliada con valores. La esencia de la ley no es su enuncia-do, su promulgación o su difusión sino el fondo, el cumplimiento y la observancia de la misma. La corrupción, el abandono de fun-ciones, incluso el miedo o la cos-tumbre, han hecho que una sustan-cial parte del ordenamiento jurí-dico de ciertos países (entre ellos los centroamericanos) se omita, se incumpla. Por consiguiente, debe prevalecer, para evitar las conno-taciones negativas antes señala-das, la observancia de la norma, incluso -si llegase el caso- por encima de la calidad de misma.

Se hace necesaria la isonomía, es decir, la “igualdad de las leyes para todas las clases de perso-nas”, en palabras de John Florio. A modo de conclusión de esta reflexión, tomemos el concep-to claro y preciso de Estado de Derecho legado por Friedrich A. Hayek quien lo define como “un estado de leyes iguales y respon-sabilidad de los magistrados”.

3. Un tercer aspecto -más bien un conjunto de ellos- que engrande-ce el término democracia y que es indispensable para la misma,

incluye LA TOLERANCIA, LA ALTERNABILIDAD , EL PLURALISMO Y LA DIVISIÓN DE PODERES. Es posible obser-var en países autodenominados demócratas donde todas o algunas de las anteriores características están ausentes. La tolerancia se refiere a la pluralidad de ideas y al arreglo pacífico de contro-versias entre los ciudadanos. El diálogo, el consenso, la discusión y el intercambio de parecer son necesarios en una sociedad plural. La alternabilidad obedece a la necesidad de aceptar que el cam-bio periódico de gobierno y de autoridades oxigena y revitaliza el modelo, pero además es una necesidad que permite renovar y no agotar la ideas, reconducir el rumbo o simplemente darle continuidad a proyectos comunes o que tienen una preeminencia socialmente aceptada y aprobada. El pluralismo político pretende ofrecer un espacio a las distintas formas de pensar, a los diferen-tes valores sociales y a los varios programas que se traducen en distintas formas y estrategias para enfrentar los retos de cualquier sociedad moderna. La división de poderes, no es nada nuevo, y se sustenta en la necesidad de gene-rar un sistema de contrapesos que impida la concentración del poder.

Sin esos otros soportes (o valo-res), la democracia puede no ser más que un disfraz que camufla algunas dictaduras o regímenes con vocación autoritaria y que haberse quedado en el pasado comienzan a reverdecer en el pre-sente siglo, al igual que en ciertos países donde los partidos únicos monopolizan la vida nacional y no dan paso al pluralismo político, algo que sencillamente no tiene cabida porque pretende uniformar, limitar o impedir la expresión del ser humano y ello sólo es posible por medio de la coacción y de

la reducción de la libertad. Esa democracia de corte mayoritario y popular promueve y sustenta facciones y grupos de poder que termina, en su competencia, por generar anarquía o desorden, para más tarde pedir al gobierno orden y justicia y terminar por promover y justificar un gobierno autoritario o dictatorial. La historia corro-bora esa peligrosa tendencia.

Tampoco nos dejemos obnubilar por el poder de decisión del ciuda-dano en este proceso. Ni siquiera eso se hace cada cierto tiempo. Realmente no pasamos de elegir entre unos pocos partidos que son los que ponen a sus candidatos y reparten el poder entre sus elites. Hemos cedido, como ciudadanos, una sustancial parte del poder supremo que compartimos con los demás y ahora son los partidos políticos los que deciden quienes nos deben de representar o llegar a ocupar la mas alta magistratura de la nación. La democracia, en este caso “indirecta”, ha sustitui-do la decisión libre de la persona por la elección limitada entre una serie de opciones que se pre-sentan so pretexto de la dificulta de hacerlo directamente, como si los retos no hubiesen sido los que han marcado el progreso del ser humano en la historia.

Resumiendo

La democracia no es un fin, sim-plemente es un medio median-te el cual la ciudadanía toma decisiones, de forma pacífica, buscando la mayoría. En pala-bras del celebre primer ministro Winston Churchill: “De hecho, se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas de vez en cuando.”

Quizá por ello, en la mayoría de las constituciones de América Latina, la palabra “democracia” no aparece y en contadas ocasio-

nes el adjetivo democrático (o su femenino) se encuentra escasa-mente en el preámbulo o disperso por el articulado (VER ANEXO). Se alude, por el contrario y masi-vamente a la República (o al republicanismo), como sistema de gobierno y es precisamente el concepto republicano el que debería emplease más frecuente-mente cuando se habla o escribe. La República contiene, precisa-mente, todos los valores que se han comentado y es un fin en si misma, en tanto la democracia es un medio para alcanzarla. Sin embargo, se han trastocado los términos, se ha olvidado la esen-cia del modelo de organización política con valores (la República) y se ha simplificado el término hasta emplearlo en no importa que referencia y pensar que la demo-cracia es el fin de la organización política. Al final, esa democracia extendida termina proliferando e intenta reemplazar y desplazar a la República, tal y como lo demues-tran, al estudiar su contenido, las constituciones más recientemen-te aprobadas en América Latina (Bolivia, Ecuador y Venezuela).

Unas reflexiones finales

No quisiera finalizar estas reflexiones sin anotar, aunque sea brevemente, dos cuestiones que considero de interés y estimo per-miten meditar más profundamente sobre lo que se viene tratando. La primera de ellas se refiere a esa especie de interés desmedido, en voluntad impositiva occidental de “democratizar el mundo”. Toda una ola de pensamiento que con-sidera, sin el contundente análisis, que la democracia occidental es el mejor modelo y por ello debe ser exportado e incluso impuesto a otras formas de cultura. Profundas y serias dudas surgen sobre si es acertada la base de partida -mucho menos ciertas formas de implementarlo- y el tiempo dirá si

los resultados son los adecuados o como estima Huntington los cambios culturales forzados ter-minan revirtiéndose a su origen.

La segunda, mucho más prag-mática y real obedece al análisis de los modelos de organización política de muchos países euro-peos. Me refiero concretamente al destacado éxito del modelo de monarquías parlamentarias que se aúpan en las jefaturas de muchos estados del otro lado del Atlántico ¿Qué hace exitoso un modelo en el que nadie elige mediante el sufragio universal a su jefe de Estado? ¿Por qué estamos perma-nentemente enfrascados en una discusión sobre la democracia -tal cual coloquialmente la entende-mos- cuando otros modelos que ignoran, al menos parcialmente, tal forma de toma de decisiones resultan contar con altísimo índi-ce de aceptación? ¿Qué se puede aprender y adaptar de aquellos?

Pareciera -cada vez más- que nos conformamos con sal-vaguardar el término único “DEMOCRACIA”, cerrando los ojos a otras posibles formas de toma de decisiones y de organi-zación política sin darnos cuenta de que el medio ha terminado por ocupar el lugar del fin mismo, posiblemente porque para algunos es más cómodo -o flexible- vivir en un espacio donde no todo está perfectamente marcado y los derechos individuales no ocu-pan el lugar preeminente que la República les concede. Así la manipulación, el interpretación interesada de marcos normativos que limitan o privilegian, la propia ideología y otros factores termi-nan por conformar un constructo a la medida del régimen o grupo de interés que en ese momento cuen-te con el poder o aspire al mismo.

No hay forma de reconducir la marcha que no sea el empuje y la

implicación directa de la ciuda-danía que debe de comprender de qué se trata, de qué hay que hablar realmente y de las consecuen-cias de quedarnos con la parte en lugar de optar por el todo, para poder superar el uso de un térmi-no incompleto que requiere de toda un ingeniería de cambio. Es deseable ir adaptándose progresi-vamente al uso de la terminología que las ideas fundacionales de cada país recogen en sus cartas magnas: la República, que además lleva asociados todos los valores comentados que conforman el norte hacia donde se dirigen las sociedades modernas y en las que la gestión política no es mas que una pequeña parte del proyecto nacional y no el motor esencial.

Es un importante avance, una ala-bable preocupación y un gesto a resaltar que hablemos, analicemos e incluso debatamos sobre los “valores de la democracia”. Es un destacado paso porque indica que hay una preocupación sustancial por cuanto ello significa y encie-rra, pero ahora que pareciera que amanece mucho más despejado, es hora de retomar el camino y de dar un golpe de timón. Optemos por la República, a fin de cuentas el modelo político que está plas-mado en la Constitución y que pareciera olvidamos en beneficio de una especie de parasitación interesada de esa indetermina-da e imprecisa democracia de la que todos hablamos y pocos entendemos de igual forma.

¡Viva la República!, fue el grito de muchas revoluciones y de luchadores independentis-tas que nos precediendo, ¿Por qué ahogarlo con sutilezas -en ocasiones no bien o igualmen-te comprendidas- si costó tanta sangre a nuestros antepasados?

Veces que cada palabra aparece en la respectiva constitución