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REFLEXIONES SOBRE

EL IMPRESO

Umberto Eco

La memoria y los libros. La revancha del escrito en la civilización de la imagen y el ordenador. La neurosis de la fotoco­pia. Y otras consideraciones sobre el fu-

turo del impreso.

En el Fedro de Platón, el dios Thot ( que des­pués tendrá por nombre Hermes, y Mercurio, el dios de la cultura y el dios de los ladrones y -entre otros- de los comerciantes) presenta alfaraón Tutmosis su última invención tecnológi­ca: la escritura. Es el principio del papel impre­so, es decir (entonces) del papel «rascado». Elfaraón le expone la famosa objeción: «Uno delos grandes bienes del hombre, puede que el re­sorte constitutivo de su interioridad, es la me­moria. Y tú me sometes ahora a un invento queconvertirá en obsoleta la memoria, porque la pa­labra será petrificada, confiada a un trazo y a unpapiro, por lo tanto tu invento es negativo y de­be ser rechazado». En el argumento del faraónhabía algo justo: el principio universal de que laprótesis debilita al órgano.

La prótesis exalta las propiedades del órgano, pero lo convierte perezoso. La rueda nos empu­ja a andar menos, el telescopio y la lupa debili­tan el ojo, en consecuencia, la escritura, en tan­to que instrumento destinado a producir memo­ria, puede disminuir la actividad de la memoria.

Lo que provoca la ambigüedad de este pasaje es que está escrito por Platón, quien atribuye el relato a Sócrates que no escribía ( ... ). Y detrás de la preocupación del faraón (y la ambigua e hi­pócrita de Platón), descubrimos en el fondo otro principio que no comparto, saber que la activi­dad espiritual es enteramente interna y que el momento de exteriorizarla es accesorio, tal co­mo lo pretendía Benedetto Croce.

lQué había de erróneo en la idea del faraón (que, por otra parte, jamás hasta entonces había visto páginas escritas y no estaba en disposición

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de prever el nacimiento del libro)? Es que el li­bro, y hablaremos del libro como el legítimo su­cesor de la página escrita, no es una petrifica­ción de la memoria, pero sí, una máquina desti­nada a producir interpretaciones. Por lo tanto, es una máquina destinada a producir interiori­dad: una máquina de producir memoria. Los li­bros constituyen una memoria que les es propia, ya que hablan entre ellos y, tal como nos lo repi­te, hasta los límites de la paradoja, Harold Bloom, todo libro no es otra cosa que la traición tardía de un libro precedente. Desde entonces, los libros producen libros y una multiplicación del saber. Por otra parte, la humanidad, desde el momento en que nace el libro, se enfrenta a otro problema: un incremento de la memoria. Hace falta crear un nuevo espacio en nuestras células y en nuestras neuronas para recordar to­do lo que los libros dicen. Frente a este nuevo problema, se produce un fenómeno extraño: el erudito se encuentra, en relación con el princi­pio que alega que la prótesis debilita al órgano, provisto de una memoria más débil que la del salvaje que se acuerda de cada olor, de cada co­lor del bosque, de todas las huellas de los ani­males, de cada una de las lluvias caídas en el curso de los años pasados. Pero es precisamente porque está atormentado por la nueva necesidad de almacenar nociones, producida por la máqui­na destinada a mineralizar la memoria, que ha buscado elaborar técnicas sutiles a fin de mante­nerla en ejercicio. Y ocurrió que los hombres del pasado, que debían acordarse de numerosos libros (pero infinitamente menos que aquellos de los que debemos acordarnos nosotros) elabo­raron una memoria muy poderosa. Cicerón, To­más de Aquino o Aristóteles poseían una me­moria más desarrollada que la nuestra para po­derse acordar de aquellos libros de los que dis­ponían y concebían técnicas para recordarlos.

Después de la invención de la imprenta, este esfuerzo para crear una memoria artificial que se mantendría de manera constante, siguió aún algún tiempo, después se agotó y la construc­ción de mnemotécnicas quedó como patrimonio de espíritus extravagantes del siglo XIX, que construyeron sistemas impracticables. Los libros se multiplican y cada vez es más difícil recordar­los, y ya no tenemos la valentía de ejercitar la

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memoria para recordarlos. La sociedad reaccio­na a través de maniobras incontroladas: por ejemplo obligando a los escolares a aprenderse de corrido los poetas, medio por el cual la hu­manidad ejercita su memoria ...

En consecuencia, esta tarea tendrá ventaja con respecto al juego, a los medios de comuni­cación. Los niños de antes se sabían al dedillo los equipos de fútbol; yo mismo que nunca fui un forofo, conocía todos los nombres. Hoy en día la sociedad, en la cual ya nadie se aprende de memoria las poesías, etc., reacciona. lPero, por qué medios? A través de los jeroglíficos, los jue­gos, que son la manera, más bien degenerada, por la cual la sociedad, frente a un flujo de infor­maciones, no sólo escrito, que no puede ser do­minado, busca recompensar al menos en los ni­veles deportivos estos atletas, que, como todos los atletas, hacen girar sus vidas en torno al de­sarrollo de un solo órgano, ya sea un músculo o cualquier otro apéndice, se sacrifican a fin de ofrecer por medio de un espectáculo una memo­ria a la obra.

Todos nos acordamos de la bella historia de Asimov escrita hace ya veinte años, de este mundo dominado por los ordenadores, y en la cual el Pentágono descubre un individuo, el úni­co que queda en el mundo, que se sabe de me­moria las tablas de multiplicar. Varias comisio­nes militares y científicas lo interrogan y, con­trolándolo con los ordenadores, le preguntan: «seis por seis» y él contesta: «treinta y seis». Ellos mirándolo dicen: «es absolutamente exac­to. Este hombre se convierte en un arma secreta muy poderosa porque, en caso de apagón gene­ral (*), es el único en disposición de realizar los cálculos en un centro militar y espacial».

Hoy los mass-medias tienden a mantener arti­ficialmente la memoria en ejercicio, lanzándose sobre evocaciones de mayo del 68, por miedo a que la memoria desaparezca. Las librerías están llenas de libros sobre mayo del 68. Cualquiera puede ir e informarse pero, por temor a que el acontecimiento se pierda, los mass-medias se agarran continuamente a celebrar un aniversa­rio, de una fecha cualquiera, para celebrar el 64.º

(*) Black out.

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aniversario de tal o cual acontecimiento. Todo esto para recordar enseguida que el debate entre Hermes y Tutmosis no era un debate insignifi­cante y que no era el efecto de una extravagan­cia del faraón. El nacimiento de la escritura, del papel escrito y después de la página impresa, nos emplaza en una relación ambigua y conflic­tiva con respecto a nuestra memoria y, en con­secuencia, con nuestra interioridad y asimismo con las condiciones de nuestra supervivencia pues, como saben, la noción de la supervivencia del alma se funda también sobre la memoria. Si me dijeran que iba a sobrevivir reencarnándome en una vaca o en un santón hindú, mi pregunta sería: «lpero me acordaré de lo que era antes?» «No». «Entonces lde qué me sirve?». El proble­ma reside siempre en la memoria. Esa relación ambigua del libro con la memoria continúa fas­cinándonos e intrigándonos.

Efectivamente, acusamos a las nuevas genera­ciones de cometer errores por ausencia de me­moria o porque no leen los suficientes libros. Ha surgido una polémica a propósito del crack de Wall Street y la razón por la que los yuppies han caído tan banalmente en la trampa: «pero, lcómo han podido ignorar que ya hubo un crack, que la bolsa tiene una dinámica, que no puede sobrepasar determinados límites?» Una de las respuestas sería: «No leen». Los yuppies manifiestan que no leen: pero, lno podían leer libros de economía e historia relativos al Jueves Negro de Wall Street de 1929? Simplemente no lo sabían, y será siempre así, ya que, como pre­tendía Hegel, las cosas se repiten dos veces en el curso de la historia: la primera en forma de tra­gedia y la segunda en forma de farsa.

De todos modos, mi pregunta es la siguiente: lEs cierto que los yuppies no lo sabían porque no leen? lPodemos estimar y confirmar todavía, que saber significa aprender a través de la lectu­ra? Intentemos preguntarnos un instante hasta qué punto es el libro importante y útil. Antes, un niño tenía que ir a la escuela y leer libros (in­cluso obras ilustradas que llamamos atlas) para saber cuál era la capital de tal país, dónde estaba el Nepal con relación a las Islas Filipinas, cuál era la extensión de la Unión Soviética, etc. Hoy en día un niño no tiene necesidad de aprenderse estas cosas, ni en el colegio ni en los libros. Por­que las oye nombrar. Los mapas aparecen en la

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pantalla de la televisión: conocemos el Oeste por la sencilla razón de que lo hemos visto en el cine y muy pocos por haber leído obras especia­lizadas en historia americana. Antes, aprendía­mos el inglés yendo a la escuela y estudiándolo en los manuales. Hoy en día, las nuevas genera­ciones lo han asimilado leyendo los envoltorios de chicles, las fundas de los discos, intentando descifrar las letras de las canciones, del mismo modo que las generaciones precedentes no aprendieron necesariamente la geografía y la et­nología en la escuela, sino a través de los libros de Salgari o de Julio Veme. Las generaciones nuevas aprenden infinidad de cosas por el ase­dio de multimedias que les asaltan por todas partes y que no les han dicho que los libros son rigurosamente necesarios.

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Los yuppies no hubiesen podido aprender es­tas cosas a través de la televisión (habitualmente no la ven, ya que está situada en la cocina para la criada y los niños) pero, las podrían haber aprendido en el cine o a través de diversos inter­mediarios. lPor qué no aprendieron esta lec­ción? Porque hay límites en la historiografía de la comunicación, televisiva o cinematográfica. No se puede contar una historia a través de una bella película en tecnicolor. lPor qué todas las películas sobre historia romana realizadas en Hollywood son mentirosas, pomposas, retóricas y no cuentan de manera veraz cómo sucedieron las cosas? Porque estas películas cuentan las mismas cosas de las que se ocuparon Tácito y Gibbon pero, en el mundo de los mass-medias americanos, sólo algunos de la Cadena 13, han leído realmente a Gibbon.

Detrás de algunos medios visuales podemos descubrir una carencia de lectura. Han existido otras civilizaciones que han educado a través de instrumentos visuales y no necesariamente a través de la palabra escrita. El caso típico es aquel de la Catedral medieval que explicaba pro­blemas de teología, de geografía y de historia mucho mejor que algunos manuales (algo espe­sos y fantasiosos, tales como las obras de Hono­rius o de Barthelemy el Inglés). Pero los directo­res de la televisión-Catedral eran personas que habían hecho excelentes lecturas: el éxito de los medios visuales medievales era debido a que sus promotores leían libros interesantísimos.

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Volemos, entonces, a ese nudo curioso por el que, sin libros, hoy es posible aprender cierta cantidad de cosas, y que no es posible enseñar de manera satisfactoria saltándose los libros. To­memos el ejemplo más típico de esta situación: recientemente he observado que una caracterís­tica de los medios de comunicación es la de pro­veer la noticia siempre en el momento en el que se producía y el comentario con veinte años de retraso. La noticia del reciente descubrimiento astronómico, los medios la dan inmediatamen­te, pero la manera de interpretarla dependerá de las lecturas que los hombres de los medios hi­cieron veinte años antes.

Lo que separa todavía el mundo de las inves­tigaciones del de los medios es un trecho de veinte años durante los cuales las opiniones se forman y se desarrollan. Uno de los ejemplos típicos de este desfase entre la noticia y la opi­nión es el siguiente: nunca como durante estos últimos años, los periódicos, la prensa y los inte­lectuales (que no se mueven más que a este ni­vel) nos han repetido que desde ahora estamos en la civilización de la imagen, hacia el declive de la escritura. Esta última idea, que la comuni­cología académica ha actualizado, hace ya una treintena de años, no se ha hecho popular hasta ahora, que ya no es cierta. Y a no vivimos en la época de la imagen: hemos regresado a la época de la escritura, la época del ordenador, del vi­deotexto, de la conferencia televisada, en la que las informaciones son transmitidas por media­ción de la pantalla: una época de nueva alfabeti­zación acelerada. Pero eso no es todo: la mayor parte de lo que nos llevará más tiempo a estar delante de la pantalla en los próximos años será la palabra escrita más que la imagen; una pala­bra que deberemos leer a una velocidad consi­derable. Esas escuelas que existían en Estados Unidos para el quick reading (lectura diagonal), ya no son necesarias ya que todo niño es capaz de leer un texto en vídeo más rápidamente que un profesor de universidad alrededor de los se­senta o cuarenta años. Como consecuencia esta­mos volviendo a una época de alfabetización to­tal y de lectura rápida.

lQué pasa en este momento? Para aprender a realizar un programa de ordenador, de manera que podamos leer a continuación a una gran ve­locidad lo que el ordenador nos diga, hay que

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leer libros ( ... ). No se puede dejar de leer libros para aprender a utilizar un ordenador. No nece­sariamente libros impresos y encuadernados. Por ejemplo, cuando utilizo un nuevo programa, hay una famosa tecla «ayuda» que explica el programa (jamás se conforma uno con leer la pantalla, lo imprimimos aparte, después se ins­tala uno en su sillón con un cigarrillo y durante tres días lo leemos, a fin de volver a su pantalla y cometemos errores). Mientras tanto, si no existe una producción de gramática bajo la for­ma de libro, no llegamos a hacernos con la má­quina. He aquí que de nuevo ese nudo, como en el caso de los yuppies y de las catedrales, mues­tra su naturaleza urobica (de urdoros, la serpien­te que se muerde la cola). Aparecen nuevas for­mas de información que pueden sobrepasar y dejar en gran parte obsoleto al libro. La forma de integrarlos pasa siempre, no obstante, por una cultura del libro. Conviene reflexionar -por medio de un misterioso proceso no relacionado con el ordenador- que no se puede aprender a utilizar un ordenador si no se sabe utilizar un li­bro. Ha pasado lo mismo en la civilización de la imagen. En el momento en que empezó en el mundo ( ... ) la civilización de la imagen (o de la televisión) el número de libros, de periódicos, el número de lectores de periódicos y el de lecto­res de libros aumentó. Esto es consecuencia de que todas las fuerzas centrífugas en relación al libro son, a fin de cuentas, fuerzas centrípetas que producen una necesidad de nuevos impre­sos ( ... ).

Desde entonces conviene invertir la actitud del arcediano Frollo de Notre Dame de Paris de Víctor Hugo que, mostrando el libro enfrente de la catedral que era la cultura de la imagen de la época, exclamaba: «Esto matará a aquello» «es­to» (el libro) «matará a aquello». Creo que es posible decir que hoy -ignoro si con optimismo o con pesimismo, en cualquier caso, con sentidode la realidad- que toda nueva producción delos medios no puede suscitar más que, un nuevointerés para el libro. Naturalmente, la nueva al­fabetización del ordenador es una alfabetizacióndistraída. Leemos el texto en vídeo a fin de asi­milar informaciones que nos son útiles en el

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momento y que abandonamos enseguida. Todo ocurre como si el ordenador requiriese una consciencia alfabética encaminada únicamente hacia fines puramente referenciales. «Dime de qué se trata y no te volveré a leer». Esto me pa­rece un elemento importante. Creo que las nue­vas generaciones pasarán horas y horas ante un alfabeto fluorescente o ante los cristales líqui­dos de las pantallas electrónicas, y cada vez más sentirán la necesidad, en un momento determi­nado de parar y leer un bello poema.

Es por ello que creo que la nueva alfabetiza­ción del ordenador no juega solamente a favor del libro en la medida en la que estimula la pro­ducción de libros para comprender los ordena­dores: debe estimular la producción y la fre­cuencia de los libros como reacción contra el or­denador. Un poco como cuando bebemos de manera excesiva y fumamos del mismo modo: el alcohol conlleva una vasodilatación, el humo tiene un efecto vasoconstrictor y el organismo vuelve a su sitio. Creo que nacerá una dialéctica entre ese momento del contacto frenético, rápi­do, mecánico hacia el alfabeto y después la ne­cesidad de leer a Leopardi. Y justamente por parte de quienes, seguramente, no lo hubieran leído antes ( ... ). El nuevo alfabeto electrónico nos habitúa a conocer el mundo a través de fór­mulas sin alma: «Dir, help, error 29, disk, copy», etc. iQué horror frente a «dolce colore d'oriental zaffiro»! (Dante, Purgatorio, I, 13).

Yo me recreo en la búsqueda de libros anti­guos y una de las cosas más bellas de los libros antiguos son los frontispicios que tienen cada uno un ancho de 2.000 golpes como mínimo. Existe un programa de ordenador que posee una base de datos previsto para meter en fichas los libros antiguos. «Note book two» ( ... ) Se en­cuentra sólo en California por 180 dólares, pero gracias a un amigo que copia el disquet es posi­ble piratearlo.

Otro aspecto fascinante de los libros, particu­larmente aquellos del siglo XVII, son las dedica­torias: a un emperador, a un archiduque, un margrave, etc. Existe verdaderamente una litera­tura que estudia los títulos y las dedicatorias de los libros del siglo XVII, que son extremada­mente pomposas, con una extensión de dos a

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tres páginas, acompañadas de elaboradas fórmu­las de cortesía. Indudablemente cualquiera que recibía una dedicatoria quedaba satisfecho así como reconocía que el autor le había pagado un justo tributo. Si observamos las dedicatorias de los libros contemporáneos, constatamos que no sobrepasan de una página y que adoptan una fórmula que consiste en un agradecimiento a los próximos y a la secretaria que le ha mecanogra­fiado el texto del manuscrito, de la fundación que le ha facilitado los medios necesarios para la investigación, de su maestro sin el que no hu­biese alcanzado este estado avanzado en su pen­samiento, etc. Leído por un hombre del siglo XVII, estas dedicatorias le parecerían extrema­damente frías, sintéticas y desagradables. Pero, no obstante, tienen su rol. El maestro que se ve agradecido está feliz, la fundación está dispuesta a conceder una nueva bolsa de estudios, etc. To­do esto para decir que la reducción de fórmulas no ha disminuido para nada el carácter funcio­nal de la operación ni el tipo de emoción que re­cibe el destinatario.

Puedo pensar en un futuro en el cual, ante ra­zones económicas y otras, hacer dedicatorias que no sobrepasen una línea, será posible em­pleando fórmulas tales como: Duke, Smith, Fer­guson, donde sabemos que Duke, Smith y Fer­guson significan agradecimientos a la secretaria, etc., Smith es la dama que ha facilitado el dinero y Ferguson el señor que ha leído el manuscrito. En el plano de la etiqueta, de la cortesía y de las mutuas felicitaciones al uso, la cosa cumpliría la misma función. Tengo en mi casa una deliciosa recopilación del siglo XVIII de cartas de com­promisos y amistades; hay una destinada a una jovencita donde se le requiere el amor, que tie­ne una extensión de unas diez páginas. Para pe­dir el amor de una jovencita, hacía falta consa­grar todas esas páginas. Hoy en día dos jóvenes pueden mirarse a los ojos en un bar y saludarse: se habrán comprendido perfectamente. No es la cantidad de líneas lo que intensifica la comuni­cación, sin que tratados de moral en ocho volú­menes fueran más convincentes que un pensa­miento de Pascal y enormes poemas humeantes más llenos de sentido que aquel «en fleur» que Mallarmé nos sugería, ya que sabía que una sola palabra, colocada en su lugar, puede bastar para evocar la esencia de todas las flores existentes.

Esto para combatir la afirmación de que la nueva alfabetización del ordenador, siendo una

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alfabetización de fórmulas, no conduce al enri­quecimiento del lenguaje. El lenguaje es una ex­traña máquina que, según las épocas y los mo­mentos, puede alcanzar el súmmum de la inten­sidad con el máximo de la concentración y es posible que la diferencia entre prosa y poesía ra­dique igualmente en este hecho. Sobre que aca­baría yo la parte optimista de mi relación. Esta­mos en la época de un nuevo alfabetismo, este alfabetismo no puede más que abonar en favor del universo de la palabra escrita e impresa en tanto que palabra de apoyo y por tanto que pala­bra alternativa. La imagen se retira de buen gra­do para dejar paso a la progresión victoriosa de la formulería alfabética conquistadora. ( ... ).

Pero conviene exponer algunas reflexiones particularmente pesimistas acerca de los enemi­gos del libro, de todos los enemigos internos. Los libros, tal como se ha dicho antes, están amenazados por los libros. El exceso de libertad de prensa coincide con la censura. El ciudadano peor informado del mundo es el lector del «New York Times». El «New York Times» es por defi­nición, el periódico que da todas las noticias, pe­ro da tantas y están distribuidas de tal modo y en tal cantidad de páginas, que 24 horas no son suficientes para leerse el ejemplar (y no me re­fiero al domingo, ya que la semana entera no se­ría suficiente). Como consecuencia la lectura del «New York Times» es casual: dejamos errar la vista sobre ciertas cosas, consultamos rápida­mente el sumario y leemos un artículo el tiempo que nos permite el trayecto en metro. El exceso de información reduce, por lo tanto, la informa­ción.

La información amenaza la información. El li­bro triunfa en nuestras librerías y, como todo ejército que avanza, lleva consigo los vivande­ros, los prestamistas y los bandidos. La progre­sión de los libros puede promover libros impor­tantes, bellos, interesantes, pero no puede más que aumentar, también, esos convoys de habi­tuallamiento y de esos depredadores que acom­pañan a todo ejército triunfante. lCómo salir de una situación como ésta? ( ... ) lCómo puede li­berarse el libro de lo que se ha llamado su pro­pia victoria (un destino que el libro, por otro la­do, comparte con la información en general)?

Al principio de los años sesenta, publiqué en

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la editorial Bompiani uno de los libros de los que me siento más satisfecho. Se trataba de una obra de Derek y de De Solla que se titulaba So­ciología de la creatividad científica. Con diagra­mas de una precisión absoluta, el libro mostraba cuál era el curso de la producción científica en tiempos de Galileo, después un siglo más tarde y así seguidamente. La información científica se hacía a través del oblicuo intercambio epistolar, y después por el intermedio de las Gacetas, de los periódicos científicos. En este libro se deter­minaba el momento crucial a partir del cual la información científica iba a convertirse en insig­nificante. Mientras que en tiempos de Galileo, estando atento, se podía saber todo lo que pasa­ba en el mundo.

Sacamos dos consecuencias: una es la hi­perespecialización, en función de lo que uno se limita a saber, sobreviviendo solamente en su propio ámbito, mientras que el descubrimiento científico es siempre el resultado de un salto in­terdisciplinario; la segunda es la producción de abstractos que representan la negación misma de la libertad de la investigación, por la sencilla razón de que leer un abstracto es leer una infor­mación que ya ha sido filtrada por otra persona que, quizás, siendo menos inteligente que yo, ha descuidado el elemento que me habría esti­mulado a vislumbrar la invención.

Este destino del libro es en nuestra sociedad paralelo al de la información. En este momento la edición de ensayos en el plano científico está en crisis, ya que cuando un libro sale, el investi­gador ya no tiene necesidad de él. Y todo ello porque el libro requiere tres o cuatro años de producción, y mientras tanto se editan prepubli­caciones, resúmenes; en este estadio interviene el verdadero intercambio de información que tiende a convertir el libro en obsoleto, en tanto que no sirve más que para los concursos acadé­micos y como testimonio en las bibliotecas ( ... ).

No conozco panaceas, carezco de propuestas para solucionarlo, no puedo más que relatar mi solución personal: diezmar. Es un hecho que la naturaleza humana posee una combinatoria muy vasta pero no infinita, de diez libros que

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traten del mismo tema, no recuerdo más que uno, tengo 95 probabilidades sobre cien de en­contrar cierta idea que, con retraso o con ade­lanto, funcione. El principio del diezmo que sostuvo toda la Segunda Guerra Mundial, puede sostener también nuestra actividad cultural.

Una tendencia doble se manifiesta a fin de no desanimar al lector y al consumidor frente a la abundancia de libros: una es técnico-comercial y la otra cultural. La primera posibilita el instant book, el libro inútil (que por principio ni siquie­ra deberíamos leer, pero que resulta divertido comprar y regalar), la segunda es el libro para ti­rar después de su consumo. Cualquiera que se pasee por los pasillos de los rascacielos america­nos puede observar que las papeleras están lle­nas de paper back. Compramos la edición de bolsillo, lo leemos y después lo tiramos. lQué significa esto para el universo del libro? Ignoro lo que esto anuncia. A primera vista, para aque­llos que aman los libros, produce una mala im­presión, ya que no sólo nos deshacemos de un libro policíaco, sino también de Guerra y Paz (no tendremos ningún problema, ya que al fin y al cabo, sólo ha costado un dólar noventa y cinco). Ya se ha leído y en el apartamento no sobra de­masiado espacio, por lo tanto, lo tiramos. A pri­mera vista, como dije antes, esto causa un ma­lestar, pero enseguida pensamos que puede ser un ensanchamiento en el marco del consumo del principio de la biblioteca de préstamo.

Den ustedes diez ejemplares de un libro: cien personas lo tendrán entre las manos durante dos días, para devolverlo enseguida. Den cien mil ejemplares de un libro: cien mil personas lo ten­drán entre las manos dos días, para tirarlo ense­guida (habrá que tener en cuenta el aspecto eco­lógico). Creo que la multiplicación del libro de desecho después del consumo es uno de los me­dios por el cual, inconscientemente, la industria del libro busca reaccionar frente al vértigo del exceso de información. «Lea y no se inquiete, de todos modos se desembarazará enseguida, nos estará usted sometiendo al chantaje de la presencia de esta multitud de objetos».

Llegamos así a otro punto importante: las fo-

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tocopias. Cada vez a principios de año, me dan ganas de reírme, cuando recibo en la universi­dad circulares de editores que escriben: «tenga cuidado en su curso al recomendar a los estu­diantes fotocopiar los libros». El editor busca el modo de defender el derecho al libro. Ello me hace gracia ya que si diera los apuntes escritos a mano, no caería bajo ninguna ilegalidad jurídica. Me divertí mucho cuando uno de mis editores americanos me dijo: «He descubierto que en California han fotocopiado treinta ejemplares de tu libro y he puesto una demanda» (Mientras tanto, me sentí como un miserable y le escribí que, por favor, no hiciera nada, ya que en su lu­gar yo hubiera hecho lo mismo, pero más co­rrectamente).

Tuve una bella experiencia en Y ale cuando les dije a mis alumnos: «haced fotocopias de es­te libro». Se dirigieron a la Storning Library, la biblioteca principal, que dispone de una sección de fotocopiadoras; pidieron permiso para hacer las fotocopias, y les contestaron que la ley prohí­be hacer fotocopias, no les estaba permitido más que fotocopiar el extracto del libro. Entonces les recomendé: «que cada uno fotocopie un capítu­lo, los reunís y después hacéis treinta fotocopias de esas otras». El asunto fue de maravilla y los estudiantes tuvieron su libro.

lCómo resuelven este problema los editores? De una forma muy simple. Los libros más bara­tos que una fotocopia no son fotocopiables des­de el momento que queremos tener entre las manos un objeto leíble, novelas, etc. Es impro­bable que alguien fotocopie un Moravia para leerlo en la cama y que todas las páginas se le vayan cayendo de las manos. El sector noveles­co no corre demasiado riesgo. En cuanto al sec­tor del ensayo, la tendencia es desde ahora la si­guiente: se publican libros ( ... ) que cuestan 500 dólares, sólo tienen acceso las grandes bibliote­cas, el resto está destinado a fotocopiarlos. De ahí resulta la neurosis de la fotocopia. Antes el lector iba a la biblioteca leía la parte del libro que necesitaba y tomaba notas (y realizaba así, una operación doble de lectura y de resumen, que es lo máximo de lo que podemos denomi­nar como condición de aprendizaje). Hoy el lec­tor famélico que va a la biblioteca pasa las horas de que dispone fotocopiando todo el material posible a fin de llevárselo a su casa. Una vez en su casa, la conciencia de tener ese texto fotoco-

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piado le dispensa de leerlo, por la sencilla razón de que el número de fotocopias es tal, que todo un día, una semana o una vida no serían sufi­cientes.

Tengo mi casa llena de textos fotocopiados que jamás leeré (y no soy un caso excepcional). lPodemos tener ahora la casa llena de libros que no leeremos jamás? El libro posee una extraña cualidad. Creo que esa experiencia por la que todos hemos pasado: recibimos o compramos un libro que creemos interesante, lo guardamos en la estantería de nuestra biblioteca y no tene­mos la posibilidad de leerlo, pasan diez años y la angustia de no poderlo leer nos atenaza y, final­mente, al cabo de diez o quince años, lo coge­mos y lo leemos y uno se dice «iPero si todo es­to ya lo sabía!» lQué ha pasado? Por una parte, es cierto que hemos leído otros artículos, otros libros que se referían a este libro e indirecta­mente ha entrado en nuestra consciencia, pero se produce otro fenómeno que es del género del tacto y del olfato; no es cierto que ese libro se haya quedado ahí durante quince años: en el transcurso de estos años lo hemos cogido, lo he­mos desplazado, lo hemos desempolvado. En cada una de esas operaciones lo abríamos, la mi­rada se posaba en el sumario, en un título. En diez años el libro ha sido asimilado. Pero no la fotocopia, ya que es apilada en un rincón; pode­mos no leer un libro y conocerlo, pero no una fotocopia. Esto es un gran problema ( ... ) que forma parte de una revolución en el modo de considerar el impreso.

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Otro gran problema: ( ... ) no está muy lejos el tiempo en el que actuaremos con los libros co­mo con los alimentos, las latas de conservas y los medicamentos: consumir antes del 18 de mayo de 1991. Desde que pasamos de la fabrica­ción de papel reconvirtiendo el papel mojado en lugar de la fabricación a base de madera y de ce­lulosa, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, se dice que la duración de un libro es de una media de 70 años. Esto es pura fantasía: la duración media de un libro es sensiblemente in­ferior a 70 años. Los Gallimard de los años 50 se parecen al «pan sardo», el papel de música, im­posible de manipular. Se han propuesto varias alternativas a este drama ( excepto el papel re­convertido por razones puramente industriales). Ahora es posible imprimir libros en Acid Free

Page 8: REFLEXIONES SOBRE EL IMPRESO · EL IMPRESO Umberto Eco La memoria y los libros. La revancha del escrito en la civilización de la imagen y el ordenador. La neurosis de la fotoco pia

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Paper. Numerosas universidades ya lo utilizan, pero el coste es más elevado, es un papel parti­cular y no se sabe todavía si dentro de 70 u 80 años se convertirá en polvo de papel.

Para salvar los libros de los últimos ciento cin­cuenta años o los microfilmamos todos (lo que convertiría en prohibitiva la consulta para el 80 ó 90 por cien de la población, ya que para poder leer un libro microfilmado hay que tener serias motivaciones), o bien salvamos los libros pulve­rizándoles por encima una sustancia química. Pero el procedimiento sería muy largo y muy costoso para una biblioteca de 8 millones de vo­lúmenes, por muchos millones que tenga a su disposición. O los reimprimimos. A fin de cuen­tas, el libro se salva por la reimpresión y confia­mos plenamente en el mercado libre. Pero uste­des saben que si la Divina Comedia hubiese lle­gado hasta nosotros siguiendo este proceso y si los ejemplares de la Divina Comedia hubieran tenido una media de 70 años de vida, desde el siglo XVIII nadie hubiese encontrado ejempla­res para publicar el poema, hubiésemos tenido serios problemas para conseguir un ejemplar. Hay más probabilidades de vida para Lo que elviento se llevó que para el Ulises de Joyce. Si la reedición es confiada al mercado, ésta no tiene ninguna garantía de supervivencia.

Sería todavía peor si la reedición o el salvar a los libros a través de un tratamiento químico, fuese confiado a un comité. Se corre el riesgo de que un juicio sobre la perennidad, sobre la cele­bridad futura, no sea puesto en manos de un co­mité limitado de personas en el mundo. Pers­pectiva que ni siquiera estaba prevista en 1984.

Otro problema que no resuelve la reimpre­sión: no puedo abrir mi ejemplar de la Filosofíaen la Edad Media, de Etienne Gilson, tampoco la Crítica de la razón pura. Entonces ustedes me sugerirán que compre la Crítica de la razón puratraducida por Colli que acaba de publicarse en las ediciones Adelphi. Pero no es lo mismo, por­que en mi viejo ejemplar están grabados los tra­zos que subrayé hace treinta años: Los trazos a lápiz datan de una decena de años, los de bolí­grafo de otra. Contiene la memoria de mi rela-

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ción con el libro. En el fondo lqué me importa poderlo encontrar en microfilm? lQué más me da encontrarlo en una nueva edición?

Me gustaría señalar otro aspecto que concier­ne al futuro del libro. He participado en reunio­nes internacionales del tipo «Ofrezcamos libros al Tercer Mundo». Estaba claro que estábamos por Nicaragua, estaba claro que Zambia no está en disposición de comprar muchos libros. Debe­mos regalárselos. lQuién abastece de libros al Tercer Mundo? lQuién los selecciona? Desde el momento en que la población del Tercer Mun­do pase al 100 % de la población mundial en los próximos 100 años. Dar libros al tercer mundo establecerá cuáles serán las tendencias cultura­les mundiales del siglo próximo. lQuién escoge estos libros? lQuién los paga? lRusia, América, Las Iglesias Protestantes, La Iglesia Católica, La Asociación de Editores? lQué editores? lQuién será el Presidente? Volviendo a la comisión que deberá establecer los libros a salvar: llas comi­siones que determinarán la donación de libros al Tercer Mundo serán aquellas que decidirán si, en el siglo próximo convendrá ser musulmán, católico o ateo? Creo que no se ha reflexionado lo suficiente sobre el asunto.

Para terminar: lcómo considerar la estructura de una librería cara a esta situación planetaria? ( ... ) Entre mis diversas utopías, sueño con una librería que llegará a explicar la historia del li­bro, de su evolución y de su conservación; que en la entrada mostrará las últimas novedades, sin prejuzgar su valor ( éstas son obras en las que los juicios no tienen valor); después sólo y a me­dida de mi progreso, me presentará las obras que han sobrevivido a los últimos cinco años, después las que han pasado el filo de los cin­cuenta años, y finalmente, en una pequeña sala en el fondo, para las que subsisten después de 2.000 años. Una librería que desde el instante en que la visito, me cuente la historia de los libros, de la memoria que está incrustada en su alrede­dor, del modo en que han vivido y subsistido. Lo que os propongo aquí no es sólo una � liArería, es también un viaje de inicia- ._ � CIOn. �