la revancha - acción y coraje en la historia de mate cocido
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LA REVANCHA
Acción y coraje en la historia de Mate Cocido
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Conocía la historia. Ignoraba la verdad.
Carlos Fuentes
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Santiago Aguirre guarda una historia. Sus compañeros del ferrocarril conocen la
clave que lo mueve a compartirla. Alguno menciona el monte chaqueño, los años treinta,
los asaltos a los trenes. No bien terminan los comentarios, Santiago Aguirre comienza a
hablar.
Muy diferente fue esa tarde, cuando el joven llegó a la estación preguntando por el
jefe y, una vez en su oficina, se presentó y le pidió, sin vueltas, que le contara lo que sabía
sobre Mate Cocido. Miró al joven con desconfianza. Era poco común que alguien
anduviera averiguando sobre hechos ocurridos tanto tiempo atrás. Intrigado, accedió a
encontrarse con él después del horario de trabajo. No podía imaginar que ese encuentro,
cambiaría el final de su historia.
Sentados en el bar, Santiago Aguirre observa al visitante. No puede dejar de notar s
intensos ojos oscuros.
Lo invita.
¿Una cerveza? ¿Un café?
Hace una larga pausa y comienza.
Lo conocí en persona. Si tiene tiempo, le cuento.
La primera vez que escuché hablar de Mate Cocido fue por el año 36. Yo era una
criatura entonces. Me interesaba saber todo lo que decían de él, el ladrón de ricos que
repartía entre los pobres. Los periódicos ponían en tapa las noticias de sus asaltos. Hasta
una revista de Buenos Aires se ocupó del tema y publicó una carta que, supuestamente, el
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mismo Mate Cocido había escrito. Pero eso fue más adelante, cuando se aproximaba el
final.
En agosto de 1936, en Machagai…
Asalto a la Dreyfus
Ni el señor Garibaldi, gerente de la oficina de la Compañía Algodonera Dreyfus, ni
los empleados que han quedado después de hora para hacer la caja, ni el sereno que cuida
el galpón de la desmotadora de algodón sospechan lo que está por suceder. Todo transcurre
rutinariamente, en la localidad chaqueña de Machagai. Terminada la jornada, los hombres
pasan por el almacén a tomarse un trago mientras las mujeres preparan la cena de la
familia. Todo el pueblo se prepara para el silencio y el descanso cuando la oscuridad
temprana del invierno gana las calles.
Sin embargo, si alguien observara a los tres hombres que esperan en el vehículo
estacionado a unos cincuenta metros de la oficina, reconocería en este hecho algo
inhabitual. Están desde hace minutos, vigilantes, con los ojos puestos en la ventana de la
sucursal de la Dreyfus que, iluminada, expone a la vista exterior el trajinar de sus
empleados. El hombre que está al volante usa una boina negra. Lo acompañan un hombre
alto y rubio, que debe inclinar la cabeza para no rozar el techo del automóvil y otro
hombre, de campera azul, visiblemente nervioso, sentado en el asiento trasero.
De repente, el conductor del vehículo, el que usa la boina negra, se pone en
movimiento. Baja del auto y le hace una seña a sus compañeros para que lo sigan. Una viva
impaciencia se adueña del de campera azul que lleva una pistola en la mano. El de la boina,
que actúa como jefe, lo calma con un gesto y se acerca sigilosamente a la puerta de la
oficina. De un salto, la abre con fuerza de par en par y, ahora sí, con un arma en la mano,
da la orden a los empleados de levantar las manos, abriéndole paso a sus compañeros:
- Nadie saldrá lastimado si obedecen.
El rubio alto se acerca al gerente, le captura al brazo, se lo dobla detrás de la espalda
y lo obliga a acercarse a la caja fuerte empotrada en la pared.
- El dinero, rápido.
El gerente mira a los asaltantes y el manojo de llaves se delata en su bolsillo.
El hombre de la boina, con voz cortante de toda demora, exige:
- Los treinta mil pesos moneda nacional que trajo ayer el comisionista en el tren de
las once y los quince mil recaudados.
Sorprendido por la precisa información, comienza a abrir la caja fuerte con su mano
libre.
Los fajos de billetes quedan a la vista de todos. El hombre de la boina hace una señal
al de campera azul, que saca una bolsa de papel marrón y rápidamente comienza a guardar
el dinero. Al fondo asoma una caja de cartón con billetes usados, liados en pequeños rollos
con banditas de goma y un nombre en cada uno. Los empleados, con los brazos en alto, se
miran entre ellos. El hombre de la boina intercepta las miradas y detiene a su compañero
que había comenzado a pasar los rollitos a su bolsa.
- Esas migajas se las podemos dejar. Seguro que con eso les pagan los sueldos.
Cubre a sus compañeros y manda la retirada. Antes de salir, le dice al gerente que se
ha desplomado en una silla:
- Saludos a los de la Dreyfus. Contales que Mate Cocido se tomó la revancha.
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Con un gesto de despedida, hace un movimiento rápido y parece zambullirse en la
oscuridad de la noche.
Los empleados y el gerente oyen el ruido del motor que acelera y finalmente se aleja.
Cuando el silencio se hace total, los empleados bajan los brazos.
El joven lo escucha, atento. Santiago Aguirre apura el vaso de cerveza y después de
una larga pausa continúa:
Así eran los golpes de Mate Cocido. Rápidos y por sorpresa. Y tras cada golpe
venían las noticias en los diarios, los comentarios admirados de la gente y la furia de los
jefes de la política. Las compañías extranjeras, que manejaban prácticamente todo en el
Chaco, presionaban a las autoridades para que le pusieran fin a sus andanzas. Pero, no
era tan simple. O eran pocos los recursos o poca la convicción. Más de uno sospechaba
que parte de la información que manejaba Mate Cocido provenía de la misma policía.
Fue por eso que en la gobernación contrataron a un agente especial, un tal Gómez
venido de Buenos Aires, para que atrapara a Mate Cocido…
Atrapar a Mate Cosido
Gómez salió de la oficina que le habían asignado para cumplir sus funciones,
próxima al despacho del Gobernador. Esta cercanía daba prueba de la importancia que se
asignaba a su misión, atrapar a Mate Cocido, el bandido que desaparecía tras cada golpe
tragado por el monte, el fantasma que turbaba las noches del Gobernador Castells y que
tenía a mal traer a las compañías algodoneras del Chaco, el asaltante de caminos de la
frente cosida, el de la cicatriz testigo de sus enfrentamientos con las fuerzas del orden.
Dejó el edificio y caminó por la ciudad hasta llegar a la pensión donde se alojaba. Era
una casa antigua, tan gris y desagradable como el barrio en el que estaba ubicada.
Al ingresar al zaguán, lo recibió el olor a humedad.
La humedad y su hedor despertaban náuseas en él y un profundo deseo de volver a la
oficina, terminar de una buena vez con esa pesadilla y regresar al sur.
Con sus sillones raídos y sus flores de papel, la sala en penumbra, recibió sus pasos y
su orfandad. Le resultaba difícil hacer amigos nuevos para compartir un momento de
camaradería. Debía afrontar su transitorio desarraigo en el aislamiento de su cuarto aunque,
como decía la dueña de la pensión, no es bueno que el hombre esté solo. La doña repetía su
peculiar cita del Génesis una y otra vez. Viuda y recatada desde hacía doce años, bien
parecida, no cedía fácilmente a los requerimientos de los hombres pero Gómez la intrigaba,
la conmovía, la impelía a buscar remedio para la doble soledad. Él la miraba fijo sin
contestar una palabra ante sus insinuaciones. Esa actitud, en lugar de desalentar sus
avances, la desafiaba, incrédula ante un hombre que resistiera el ofrecido gozo.
Gómez procuró ocupar su tiempo y sus pensamientos dejando voluntariamente atrás a
la dueña de la pensión y sus intentos de seducción. Tenía que concentrarse y encontrar una
estrategia eficaz para cazar a Mate Cocido. La presentida dificultad de la tarea que debía
encarar lo empujó hasta la mesa cubierta de papeles.
Era necesario poner orden.
Los agentes de la policía local, torpes e ineficaces, abrumaban con notas e informes a la
Gobernación revelando tan sólo su inoperancia pueblerina.
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Inició el listado de los folios. Tomaba la referencia de las fechas para ubicarlos
cronológicamente en el legajo, notando que se superponían lugares diferentes para la
misma fecha y era difícil trasladar al espacio lo que pasaba en el tiempo. Si todos los datos
eran ciertos, Mate Cocido había estado en tres lugares al mismo tiempo con una distancia
de no menos de cien kilómetros entre ellos.
Agrupó los informes policiales, los artículos periodísticos y las declaraciones de los
informantes. Leer todo le tomaría noches enteras durante semanas. Debía leer
minuciosamente cada página para descubrir algo más allá de su contenido.
Adoptó un lápiz de tinta para señalar la información pertinente que aportaba cada
página. Sólo así estaría en condiciones, en un día no muy lejano, de tender la trampa, la
telaraña encargada de atrapar al enemigo.
Recorrió con su mirada los papeles desplegados sobre la mesa y tomó uno. Leyó.
Confidencial
Concepción del Bermejo, 17 de agosto de 1936.-
Sr. Gobernador del Territorio Nacional del Chaco
Dr. Don José C. Castells
Resistencia
De mi mayor respeto:
A fin de que se encuentre al corriente del resultado de la
comisión que Usted me confiara, me he propuesto dirigirle esta carta con carácter
confidencial, cuyo contenido, de más estaría expresar, requiere la más estricta reserva.
En los primeros días de nuestra estadía en este lugar, junto con los compañeros de
gestiones el sub-comisario Blanco y el encargado de la policía local señor Romero,
permanecimos en cierta expectativa para tratar de establecer algunos pormenores que se
reputaban necesarios. Así hemos podido hallar una de las residencias de las personas
buscadas. Esta casa se encontraba debidamente disimulada en el abra del monte ubicado en
el paraje denominado El Tordillo. Se trata de una verdadera fortaleza construida al parecer
de ex profeso para seguro refugio de estos malandrines. La construcción es, íntegramente,
de madera de primera calidad de puro corazón, colocada en palo a pique para formar las
paredes.
Las puertas, igualmente colocadas con toda precaución, de manera que con tres o
cuatro de ellos estarían en condiciones de combatir con éxito a cualquier comisión. En este
lugar han vivido mucho tiempo del año anterior y, posiblemente algún tiempo de este año.
Por indicaciones nuestras, se ha destruido todo hace tres días. Dichos sujetos, en su retirada
de éste habrían revisado la valija del señor Kossagovsky, sustraída en asalto al tren de
pasajeros Resistencia-Metán, dejando algunos papeles, documentos y objetos personales de
dicho señor por considerarlos sin valor. Incautados dichos objetos han sido reconocidos por
el interesado Existen otros detalles que informaré personalmente. Sólo debo adelantar que
resultan algo inconcebibles. De acuerdo al plan de trabajo trazado, podremos epilogar
nuestra tarea con éxito.”
Gómez volvió a colocar sobre la mesa la carta dirigida al Gobernador.
Torpes, pensó. Se engolosinan con migajas. Creen haber descubierto pistas y sólo
están recorriendo las huellas que Mate Cocido va dejando para ellos.
Le disgustaba la ineptitud de los mediocres.
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El disgusto le endureció la mirada.
La exaltación de su ánimo le impidió continuar trabajando esa noche.
Mientras Santiago Aguirre habla, la mente del joven se va poblando de imágenes y
de voces. Son voces lejanas que sin embargo resuenan como propias. Su pensamiento
desborda el pequeño espacio de la charla…
(Lejos están los días de la acción certera que golpe tras golpe jaqueaba al enemigo y
sembraba el desconcierto, de la vorágine del gesto rápido y la huida veloz para desaparecer
de un brinco ante las propias narices de las ahora víctimas, antes y después victimarios. No
había tiempo para la demora egoísta a la hora del reparto: el dinero entraba abundante y se
desparramaba generoso como un aluvión incesante capaz de demoler las defensas del
sistema. El dinero abría puertas, construía puentes, confundía al enemigo. Diez mil
compraban una tregua. El dinero compraba el poder. Definía dónde estaba el bien y dónde
estaba el mal. Decidía quien era el bueno y quien era el malo. ¿Qué es la ley sino la ley del
más fuerte? La fuerza era la ley y la verdad. Doblegaba el orgullo de los poderosos y
burlaba su vigilancia. Agudizaba las contradicciones entre los dueños del orden oficial.
Ellos se despedazaban entre sí. Como ciegos frenéticos querían encontrar un chivo
emisario a quien cargarle las culpas. Pedían cambios porque necesitaban que todo siguiera
igual. Los señores dueños de la ley temblaban. Caían los disfraces para dejar ver los
harapos. Los gigantes mostraban su endeblez. El poder arrebatado a la fuerza se usaba
como vara cimbreante para azotar los tobillos. No había tregua. Llovían los golpes
demoledores y el enemigo no atinaba a reaccionar. ¡Qué importaba un error si eran diez
los aciertos! Fueron los días del triunfo y la revancha!)
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Las mesas se van vaciando con el correr de las horas. Santiago Aguirre habla y su
voz se destaca sobre las demás. Pero los pocos parroquianos que quedan sólo parecen
interesados en escuchar su propia conversación o sus pensamientos. El dueño del bar sube
el volumen del televisor y se da media vuelta para ver el partido de fútbol que el relator
trasmite con entusiasmo. Eso les devuelve la intimidad a los dos hombres, al mayor que
habla, al más joven que escucha.
¿Le puedo preguntar por qué quiere conocer la historia de Mate Cocido?
Es interés personal, dice. Está bien.
¿Lo del asalto al tren? ¿Me va a creer si le digo que estuve ahí? De pura
casualidad, pero estuve. Yo vivía en Sáenz Peña con mis padres y me iba a visitar a mis
abuelos que habían quedado en Pampa Guanacos.
Era la primera vez que viajaba solo. Tengo cada detalle guardado en la memoria...
El asalto al tren de pasajeros
El tren de pasajeros avanzaba tragándose kilómetros de vías y cortando sombras. Un
hombre de traje y corbata, con su sombrero puesto, leía el periódico y apretaba entre las
piernas una valija de cuero marrón. Sentados frente a frente, en el siguiente
compartimiento, viajaban un viejito que fumaba en pipa y un niño de unos diez años que
se entretenía en observar reflejados en la ventanilla a los pasajeros de aquel vagón.
Cuando el tren se detuvo en Avia Terai subieron al coche tres nuevos pasajeros. Uno
de ellos se acerca al asiento vacío junto al niño. Es un hombre delgado, no muy alto y usa
una boina negra.
-Pibe, ¿me puedo sentar?
La mirada es oscura y penetrante. El niño no contesta pero se aprieta junto a la
ventanilla y le hace lugar. El de la boina saca un reloj del bolsillo del pantalón. Es de esos
relojes con cadena, con un grabado en la tapa, que se destraba al presionar un pequeño
botón. El niño se interesa por el reloj pero no alcanza a ver la imagen del grabado porque el
hombre lo guarda enseguida mientras les hace una inclinación de cabeza a los dos que
subieron en la misma estación, ubicados más adelante.
- Señor, ¿me puede decir la hora?
- Son las ocho y media, hora de cenar, para viajantes con hambre y dinero
- ¿Puedo mirar un ratito su reloj?
El hombre se lo ofrece y sonríe. Parece divertido.
El niño mira el grabado, una mujer envuelta en largos cabellos, y se entretiene en
descubrir el cuadrante abriendo y cerrando la tapa.
En el compartimiento de atrás, el del periódico, dobla “El Territorio” que venía
leyendo y lo guarda en la valija marrón que tiene un nombre pirograbado, en dos líneas:
Demetrio Kossagovsky – Anderson, Clayton y Cia. Se pone de pie y sin soltar la valija, se
dirige rumbo al coche comedor que se ubica en el vagón siguiente.
El hombre de la boina se levanta e ignora el gesto del niño que intenta devolverle el
reloj. Los otros dos lo imitan y se dirigen los tres al coche comedor.
El viejito sonríe al niño, apaga su pipa y sigue al resto de los hombres.
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El niño juega todavía con el reloj un momento. Las luces del tren bailotean en la
ventanilla pero ya no hay pasajeros para mirar. Guarda el reloj en el bolsillo y comienza a
caminar tomándose del respaldo de los asientos. Cuando abre la puerta intentando cruzar al
otro vagón, el aire frío lo golpea en la cara. El tren se sacude. Toma coraje y da un paso
grande. Antes de entrar al coche comedor mira a través del vidrio de la puerta. Todos los
pasajeros están de pie. El hombre de la boina y sus compañeros se han puesto pañuelos
sobre la cara, anudados en la nuca. Tienen armas. Gritan órdenes. El viejito de la pipa está
pálido. El señor de la valija marrón forcejea con dos de los hombres que se la quieren
quitar. Si te resistís te quemo, escucha o adivina escuchar. Es el hombre del reloj. Apunta
con un arma a la cabeza del hombre de la valija y éste la suelta. Alguien hace sonar la
alarma. El tren da un sacudón y comienza a frenar. Los hombres vienen hacia la puerta y la
abren de golpe. Lo aprietan detrás. Pasan uno tras otro y se lanzan del tren todavía en
marcha. Cuando pasa el dueño del reloj, lo ve ahí aplastado… Chau pibe, le dice, antes de
dar el salto que lo pone en tierra. El tren dando un último estertor se detiene.
Los tres hombres se pierden en las sombras del monte.
Los pasajeros del coche comedor, que habían quedado paralizados comienzan a
moverse y a gritar. Todos al mismo tiempo. Ladrones. Asaltantes, Bandidos. Una señora se
desmaya. Dos hombres se atropellan. Quieren salir juntos por la puerta. Hay que
detenerlos, tienen mi valija. Cuidado. Están armados.
Sale el guarda del tren. Se baja el maquinista. El mozo del coche comedor se asoma
por la ventanilla y señala el lugar por donde desaparecieron. Hormiguean los otros
vagones. Se asoman cabezas y preguntan. ¿Qué pasó? Un asalto. De todos los vagones
descienden los pasajeros. Se acercan a la puerta del coche comedor.
El monte está negro. La noche cerrada. Los hombres se aquietan, tratan de escuchar.
Sólo el rumor del viento y el silencio. Luego vuelven las voces, las expresiones indignadas.
Ladrones. Una banda. Forajidos. Hacemos la denuncia en el próximo puesto policial. Sí, la
policía. Señores vuelvan al tren. No se preocupe señora, ya pasó todo. El maquinista hace
sonar el silbato. Todos suben y lentamente vuelven a sus lugares. Todos cuentan lo que
vieron o creyeron ver. Eran dos. Eran cinco. Tenían armas. Una escopeta. Pistolas. Un
revolver de caño largo. El viejito de la pipa lo descubre ahí, todavía detrás de la puerta.
- Vení, vamos a sentarnos.
Se ubica al lado y palmea al niño a quien le pesa el reloj en el bolsillo.
Mientras el tren sigue su marcha, los tres hombres corren sorteando la primera línea
de malezas y se internan en la espesura donde serenan la marcha hasta llegar al
campamento. Allí los espera el resto que celebra con gritos su llegada.
El hombre de la boina los mira a todos y habla tranquilo. Fue un golpe importante a
la compañía inglesa. Seguramente vendrán las partidas policiales. Tienen que dejar el
lugar. El dinero de la valija marrón pasa a una bolsa y se suma al fondo común. Después
llegará el momento del reparto.
Nunca voy a olvidar ese primer encuentro con Mate Cocido…
Ese día lo conocí personalmente. Y al nombre, ya conocido, se agregó desde
entonces una cara, una mirada, una voz, un reloj.
Aún conservo el reloj. De niño lo mantenía escondido como un tesoro. Era mi
secreto. Ahora lo llevo siempre conmigo. ¿Quiere verlo?
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Santiago Aguirre saca lentamente el reloj y, antes de pasarlo, le da cuerda con
parsimonia. Es un reloj italiano, de plata, con una mujer joven, de largos cabellos
ondulados, envuelta en una túnica, en el grabado de la tapa.
El joven toma el reloj y lo abre con suavidad. Después se lo devuelve.
Santiago Aguirre sigue hablando como para sí y es como si ya no importara que
alguien escuche:
Creo que fue ese asalto al tren uno de los más comentados. La noticia salió en todos
los diarios y hasta los de Buenos Aires comenzaron a ocuparse de Mate Cocido.
Se transformó en la pesadilla del gobernador, de los gerentes, de los jefes de
policía…
Datos de identidad
Gómez abrió los ojos.
Era temprano y sus sueños se resistían a dejarlo. Podía demorarse entre las sábanas
porque había avisado al Gobernador que esa mañana no iría a la oficina.
Escuchó golpes en la puerta. Trató de ignorarlos y ocuparse de sus sueños.
Los golpes se repitieron, tímidos pero insistentes. Cuando golpearon por tercera vez,
se vistió brevemente y abrió.
La dueña de la pensión estaba allí parada, con un mate en la mano. Se hizo a un lado
y le franqueó el paso pero ella no entró. Sólo le deseó buen día tendiéndole el mate. Aceptó
a desgano y con un “gracias” seco cortó toda posibilidad de futuras incursiones matinales
por su cuarto.
Preparó por su cuenta una taza de té y se dispuso a trabajar.
Nuevos papeles se habían sumado a la mesa y necesitan orden.
Tomó el legajo y ubicó como carátula una hoja en blanco. Anotó.
Nombres usados por el delincuente:
Manuel Bertolatti, Segundo David Peralta, Jesús o Juan de la Cruz Soria, Julio
Oviedo, Julio Ramos, Julio Blanco, Julio Del Prado, Sixto Flores, Segundo Flores.
Alias: Mate Cocido.
Nacido en 1897 en Tucumán. Soltero, de oficio encuadernador.
Hijo de Rosa Díaz o Rosa Miranda y de Patricio o Manuel. Padre de nacionalidad
italiana.
Participó de actividades sindicales como dirigente de los obreros gráficos.
Se enfriaba el té en la taza- Le agregó azúcar en pancitos y revolvió haciendo
tintinear la cuchara. Los terrones se hicieron gránulos y los gránulos jarabe hasta
desaparecer.
Un dirigente sindical tucumano en el monte chaqueño. Inadmisible.
Bebió un sorbo de té y comprobó con disgusto que estaba demasiado dulce.
Había que eliminarlo.
Se puso de pie y volcó el contenido de la taza en el lavabo.
Volvió a los papeles. Un recorte de “La voz del Chaco” del día 6 de julio de 1934 se
deslizó al suelo. Seguramente se había traspapelado. Lo levantó y aprovechó para leerlo
una vez más antes de volverlo a su lugar:
“Un hecho vandálico ha ocurrido en Charata causando gran alarma a la población. Un
empleado de la firma Dreyfus, que acababa de llegar en el tren procedente de Resistencia
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llevando en calidad de pagador la suma de 20.000 pesos, mientras se trasladaba en
vehículo junto con el sereno de la firma y el chofer que había ido a esperarlo, fue
interceptado por un cable que cinco o seis sujetos allí apostados habían atado. Los sujetos
se aproximaron al vehículo portando armas. En presencia del asalto, los ocupantes del
automóvil hicieron fuego, manteniendo un nutrido tiroteo. El chofer, entretanto, consiguió
salvar el obstáculo. Los asaltantes, al ver frustrado el golpe se dieron a la fuga.
La policía que intervino en el acto y se dio a su persecución no logró darles alcance,
pero continúa con la investigación para identificarlos.”
Gómez pensó.
Las primeras acciones habían sido torpes, pero era evidente que con los años había
adquirido experiencia, porque dos años después había concretado el golpe a la Compañía
Dreyfus.
Copió los datos que le interesaban. Luego prosiguió con la identificación.
Cutis blanco.
Cabello lacio, castaño.
Frente cruzada en el lado derecho por una cicatriz.
Anquilosis en el dedo índice.
Actitud habitual: inclina la cabeza hacia el lado izquierdo.
Expresión del rostro: doliente.
3
Santiago Aguirre se recuesta en la silla y comenta:
Mi garganta me pide otra cerveza.
¿Usted invita? Gracias.
Si se le hace tarde, puedo conseguirle un cuarto para que duerma esta noche…
¿Todavía no? ¿Más tarde? Sigo.
Decían que tenía a su madre en Tucumán... A uno le cuesta imaginar una madre
para alguien como Mate Cocido. Pero como todos, en algún momento habrá nacido,
alguna vez habrá sido un niño… Vaya uno a saber cómo fue su infancia, pero es seguro
que tuvo una madre, que tuvo amigos, que tuvo sueños…
En el origen, Manuel
Rosa lava y piensa. Hunde sus brazos morenos en el agua espumosa y busca en el
fuentón de zinc, una tras otra, las sábanas que mañana entregará planchadas y almidonadas.
Toda vez que levanta la tela de hilo, pesada y chorreante, siente el dolor en la espalda. Ese
dolor la acompaña cada día desde que tiene memoria. Parece tan ligado a ella como sus
recuerdos o sus pensamientos. Rosa piensa en el hijo que está lejos y siente otro dolor.
Sabe muy poco desde hace meses. Le comentan lo que otros dicen que dicen los diarios.
Traen de tanto en tanto noticias de sus andanzas por el monte chaqueño. Rosa, que no ha
salido nunca de su Tucumán, imagina un lugar hostil habitado por indios bravos, víboras y
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yaguaretés, helechos gigantes y pájaros extraños. Ve a su hijo avanzar entre malezas
espinosas, perseguido por ejércitos de policías. Ella que le dio la vida quisiera estar a su
lado para protegérsela. No es un único hijo. Llegaron también Ramón, Pedro, Patricio,
Jesús María, Marcelino… Toda su familia dispersa. Todos sus hijos en lugares diferentes.
Uno en Simoca, otro en Santiago del Estero, los otros cosechando de aquí para allá… Pero
es Manuel, siempre en peligro con esa vida que lleva, quien la llena de preocupación.
Vuela la mente de Rosa y se ve joven, preparando las empanadas del domingo.
Escucha la voz de su padre:
- Rosa, ese hombre no te conviene. Es de otra tierra y otra raza.
Ella, que recién ha conocido al que será el padre de Manuel, espera verlo esta tarde y
sus manos parecen jugar con la masa, ligeras como su corazón.
- Te va a dejar un hijo con sangre extranjera. Sus ojos y sus cabellos serán como los
de los hombres que vienen de lejos y se van lejos.
Rosa no contesta pero sonríe. Qué importan los colores de ojos y cabellos si a ella le
gusta llevar las empanadas a la plaza sólo por verlo venir hacia ella y saludarla, con su
gorra en la mano y una ligera reverencia Nadie la había saludado así. Nunca le habían
pedido, con todo respeto, caminar a su lado mientras ella vende empanadas.
Rosa se ve ahora caminando junto a él por las calles empedradas, a la sombra de los
naranjales, mientras le habla de Italia, del Milán que ha dejado atrás, de la libertad, de la
igualdad entre los hombres, de los derechos de la mujer… Sonríe Rosa y lo escucha como
quien atiende los desvaríos de un niño. Entiende sin embargo que debe ser importante eso
que reúne a los hombres a la salida del taller para hablar, acordando o enemistándose sólo
por palabras. Rosa no cree que todos los hombres tengan los mismos derechos y mucho
menos las mujeres. ¿Cómo van a ser iguales Rosa y las señoritas que pasean por la plaza
con sus sombrillas, sus terciopelos y sus encajes? Ellas tienen en sus casas dos o tres
chinitas para ayudarlas a vestirse, cebarles mate, acompañarlas a misa con una silla en la
cabeza para que luego se sienten y con la alfombrita para arrodillarse. Rosa nació para
lavar ropa ajena, moler maíz en el mortero, llevar al mercado las batatas y las naranjas,
vender empanadas los domingos. ¿Qué importa que haya sido hermana de leche de alguna
señorita? No es suficiente la leche común para igualar la vida. Así piensa Rosa. Pero no lo
dice. Le gusta escuchar al hombre que camina a su lado porque su voz parece música, con
ese tonito extranjero, hablando de obreros y huelgas, de periódicos que Rosa nunca leerá
porque no sabe leer…
Los paseos con el padre de Manuel alegraron una etapa de su vida que terminó muy
pronto. Le hubiera extrañado, sí, que se quedara más tiempo. Cuando él regresó a algún
lugar del sur de donde había venido, Rosa no esperó volverlo a ver. Cuidó del pequeño
Manuel que creció sin problemas. Era un niño fuerte, sano, aunque menudito y algo más
bajo que los demás niños de su edad. Y del padre, sólo conservó el color de la piel porque
tenía sus ojos y su cabello…
Cuando cambió el siglo, Manuel cumplió los tres años. Rosa juntó sus ahorros, lo
vistió con sus mejores galas, peinó su cabello lacio, le calzó unas medias blancas caladas,
zapatos de charol y salió con él de paseo.
Rosa recuerda el temblor de su voz al formular con osadía:
- Quiero un retrato del niño.
El fotógrafo tenía gran prestigio y fama de hombre paciente. Una sala alfombrada
silenció los pasos de la madre y el niño.
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Una cortina, una baranda lustrada de madera y, al fondo, una gran biblioteca
formaban el inalterable marco para los retratos que se habían puesto de moda entre las
familias tradicionales de Tucumán. Manuel, quieto, miraba con desmesura los gestos del
fotógrafo. De pie, se veía más pequeño aún, al contrastar con la utilería montada para dar la
impresión de señorío, erudición y cierto toque “a la europea”.
Todavía conserva esa foto, tras casi cuarenta años, ajada. Quebrada, faltantes algunos
tramos del borde. La soledad del pequeño Manuel, la expresión azorada, la cabeza
ligeramente inclinada hacia la izquierda, las reencuentra Rosa en el Manuel que imagina
solo y asustado, amenazado por mil peligros de hombres y bestias.
El dolor por el hijo y el dolor en la espalda se funden en uno, inseparables.
Rosa retuerce las sábanas y las va arrojando al piletón de agua limpia. Allí las
sábanas parecen desentumecerse y se hinchan blanqueando el líquido antes transparente.
Seca sus manos en el delantal, levanta los cabellos que han escapado de la trenza arrollada
detrás de su cabeza y caen sobre su frente, se endereza y camina unos pasos para sentarse
bajo la higuera que sombrea el patio. Es sólo un momento que se toma para descansar.
El hijo que está lejos era un gran compañero, cuando era su niño, cuando todavía no
hablaban de él los diarios y la radio… Todos los días compartían el recorrido hasta la plaza
donde se separaban por unas horas: Manuel se iba al convento donde los padrecitos
enseñaban a los niños las letras, la doctrina, los números y los iniciaban en algún oficio;
Rosa seguía con su carga de ropa limpia para entregar en alguna de las casas elegantes del
centro y retirar la bolsa de sábanas usadas.
Manuel trabajó en la imprenta desde muy joven, apurado por dejar de ser niño. La
ayudaba a mantener la casa y a los pequeños que fueron llegando. Él era un torrente de
vida que hacía liviana toda carga.
Un día, Rosa comenzó a sentirlo extraño: la mirada se le llenó de sueños y la boca de
palabras que le recordaban otras palabras. Pensó en algún encuentro misterioso entre padre
e hijo. Sospechó de alguna carta recibida a sus espaldas. Pero el hijo nunca mencionaba al
padre que no había conocido. ¿O es que la sangre podía dictar los pensamientos? Rosa no
se limitó a escuchar esta vez. Intentó convencer, explicar cómo eran las cosas en la vida
aunque algunos libros dijeran lo contrario. Predicó, torpe, una resignación que había
escuchado en las misas de los domingos. Esto endureció a Manuel y lo fue alejando cada
vez más de ella y de José, su compañero de infancia.
Rosa tiende las sábanas y el viento cálido juega entre ellas. Prontito estarán secas.
Mañana podrá entregarlas y traer las usadas que ya la esperan.
Las palabras que el amigo no dijo
José extraña a Manuel, el amigo, el compañero. Cuando salían de la imprenta
tomaban un vinito por ahí y miraban pasar a las mujeres. Manuel era un muchacho
inteligente, trabajador, apreciado por todos. Hasta los patrones lo querían porque era bueno
en su oficio. Había ingresado a la imprenta cuando tenía trece años y a los veinte ya
enseñaba a encuadernar. El único defecto que tenía era la terquedad: no se movía un tranco
si creía estar en el lugar correcto. Duro para reconocer si se equivocaba. José piensa que
eso lo perdió. La terquedad y las ideas que le metió el Tano en la cabeza. El Tano era un
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compañero del taller que se creía que estaban por hacer una revolución como en Rusia.
Hablaba de los obreros y las huelgas, de los sindicatos y de las uniones de los trabajadores.
Manuel lo escuchaba como si fuera el padre que no había conocido, un maestro, se creía
sus historias de Europa y lo acompañaba cuando iba a hacer reclamos ante los patrones.
José escuchaba lo que el Tano le contaba de unos gremios que se organizaban en el sur, de
la defensa de los derechos de los trabajadores…
Cuando salían del trabajo caminaban y hablaban. Se paraban en las esquinas
entusiasmados con su plática y ni siquiera notaban que todos los miraban porque el Tano
levantaba la voz y discurseaba. José se fue alejando porque no estaba de acuerdo. Para mí
el patrón es el patrón, pensaba, y si tiene una imprenta la tiene porque la compró o porque
la heredó de su familia y no porque se la robó a los obreros. Cuando uno anda buscando
trabajo se arrima a una imprenta, a un ingenio o se va a hacer la zafra porque el que no
trabaja no come. A no ser que sea rico. Siempre fueron así las cosas en el único país que
José conocía.
Él presentía que iban a terminar mal y no se equivocó. Al Tano lo encontraron tirado,
un tiempo después, en un cañaveral con un balazo en la nuca. Y Manuel nunca volvió a
conseguir trabajo en Tucumán.
Pero eso fue después, porque antes tuvieron tiempo de hacer, juntos, muchas cosas.
Cuando los patrones no estaban, usaban la imprenta para sacar un boletín que se llamaba
“Unidos y Solidarios”. Lo repartían y organizaban reuniones a la noche. Parecía que les
gustaba todo eso. Ni soñaban los riesgos que corrían. José veía feliz a su amigo y notaba
que casi se le había borrado de la mirada esa tristeza tan propia que desde niño tenía.
Cuando comenzaron a perseguirlo de cerca, tenía ganas de hablarle. Si le hubiera
hablado, piensa, le habría dicho: alejate del Tano. Él es de afuera. Nosotros somos los de
aquí y sabemos cómo son las cosas. Injusticias hubo siempre, en todos los tiempos y en
todos los lugares. El rico tiene la fuerza y manda, el pobre trabaja y obedece. Cuando llega
la época de la política, el patrón te pone un voto en la mano y te lleva hasta la urna. ¡Qué
querés, es así la cosa! Todo eso tenía ganas de decirle. Pero no se animó. Se cansaron de
meterlo preso. Cuando llegó al Chaco era un hombre golpeado, endurecido a golpes, con
cicatrices por fuera y por dentro. Manuel terminó en la cárcel del Chaco donde armó su
banda con un vasco, un tal Zamacola y con otro al que le decían el Calabrés. Cuando
salieron se dedicaron a los asaltos. Los diarios comenzaron a hablar de las andanzas de un
tal Mate Cocido. ¡Cómo se iba a imaginar que se trataba de Manuel! Un día salió la
fotografía en La Gaceta. Estaba igualito, otra vez la tristeza en la mirada… Cada vez que
escucha hablar de él le vienen a la mente las palabras que le iba a decir y no le dijo.
Seamos amigos. Esa es nuestra riqueza. Mi casa es tu casa. Tu casa es mi casa. Seré tu
compadre y serás mi compadre por los hijos que van a venir. La vida será menos dura si
nos ayudamos…
No es cosa buena para un hombre pasarse la vida con la policía husmeando detrás de
sus huellas. Cómo le gustaría haberle hablado…
(Lejos están los días cuando el sol era sol y la tierra, tierra. La vida, una fruta madura
para conquistar a mordiscos y las palabras, fuertes y rotundas, abrían paso a las ideas para
cambiar el mundo. Cada palabra reducía a machetazos la injusticia, demolía a golpes la
miseria, cortaba a pedazos la opresión. Era la hora de la denuncia. Pero los señores del
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dinero vinieron con sus razones de fuerza. No se puede, no se debe, no podrán, así fueron
las cosas por los siglos de los siglos. Nadie evade la mano de la ley. Si protesta, va preso.
Si insiste, deja la provincia, el país, la vida… ¿Quiénes son ellos para decir que el bien está
de su lado? ¿Quiénes son ellos para arrebatar derechos? Lo bueno es bueno, lo negro es
negro. Si es la fuerza la que quita el poder a la verdad habrá que encender la llama.
Golpear donde duele. Pegar en el flanco. Hurgar en la herida. Robarle al ladrón. Hacer
justicia con las propias manos.)
El joven se va familiarizando con las imágenes, va reconociendo las voces
interiores y la del jefe de estación que lo conduce en un recorrido deseado desde hace
tiempo.
Santiago Aguirre busca respuesta en los ojos oscuros antes de seguir hablando:
Imagínese que cuando lo conocí en el asalto al tren yo tenía unos diez años. Mate
Cocido no llegaba a los cuarenta pero a mí me parecía un hombre muy mayor…
Veo que le interesa mucho la historia. Ni siquiera terminó su café y yo voy por otra
cervecita…
Un breve descanso
Gómez siguió anotando:
Se inició en la delincuencia en el año 1918. Hasta el año 26 registra 18 ingresos en la
policía, en las provincias de Tucumán, Córdoba y Corrientes, por averiguación de
antecedentes en seis oportunidades, las demás por hurto, vagancia, falsificación de
documentos…
Consignó el motivo, la fecha, el juez actuante y la resolución de cada una de las
intervenciones de la justicia.
Durante ocho años, dieciocho detenciones, pensó. La cárcel no había sido eficaz en
su misión correctiva para hacerlo desistir de sus malos hábitos. En anteriores ocasiones se
había planteado la duda: ¿era posible la reforma de un delincuente nato? ¿No es más eficaz
la pena de muerte para liberar a la sociedad de elementos degenerativos?
La imagen de Mate Cocido en un zanjón, rematado con un tiro en la frente no le
disgustaba. Rápido y económico.
Llevaba horas trabajando. Se imponía un descanso.
Durmió.
Fueron largas las horas robadas al día porque despertó en tinieblas y aterido.
Golpes leves en la puerta delataron a su autora.
Abrió.
No le interesaban las excusas que simularían casual lo premeditado.
Necesitaba tibieza y la tendría.
Tomó la mano de la dueña de la pensión y la hizo entrar. La habitación estaba a
oscuras pero eso no le impidió notar el asombro que transformó a la cazadora en presa.
A tientas recorrió el cuerpo de la visitante. La bata ligera no le ofreció obstáculo. Su
propio cuerpo respondió sin que el cerebro ordenara.
Ella tembló.
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La condujo a su lecho. Los gestos mudos del sexo sin ternura terminaron pronto.
Después se levantó, encendió un cigarrillo y le alcanzó la ropa que había quedado en el
suelo, junto a la cama.
Ella se vistió y se fue.
El volvió a su trabajo.
Anotó:
“El 19 de agosto de 1926 fue condenado a seis años de prisión en la cárcel de
Resistencia. Los cargos…”
4
El partido de fútbol había terminado y el dueño del bar apaga el televisor con la
intención, tal vez, de que los únicos dos hombres que quedan en el local decidan irse.
Como no parecen darse por aludidos, se pone a levantar las sillas sobre las mesas y baja,
hasta la mitad, la persiana de chapa acanalada que protege el vidrio de la ventana. Luego
se prepara para cenar detrás del mostrador.
El joven aparta el pocillo de café, frío e intacto y mira al jefe de estación invitándolo
a continuar su relato.
Santiago Aguirre toma de un trago la cerveza que quedaba en el vaso y continúa:
No todos los que rodearon a Mate Cocido fueron de la misma calaña. De algunos se
dice que eran sanguinarios, como el Tata Miño o como Malatesta que mató a Cardocito.
Otros eran simples bandidos como El Calabrés. A Eusebio Zamacola, lo conoció en la
cárcel. Compartían ideas, hacían planes. Juntos armaron la banda y dieron los golpes
más comentados. Entre sus hombres y allegados, hubo de todo: leales, traidores, torpes,
informantes, delatores…
La perrera
Aplastar una cucaracha en la pared es un acto de satisfacción que debería reservarse
para celebrar los aniversarios de su estada en La Perrera piensa Antonio Rossi, a quien
todos conocen como el Calabrés. Podría marcar los años que lleva allí dentro con una
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mancha por año, hecha con el juguito marrón de la cucaracha reventada por el golpe de la
alpargata, eso sí, un golpe seco que la estampe sin vacilación para que no sufra el pobre
bicho que lo entretiene con sus escapadas tratando de eludirlo, como hacía él con la policía
antes de que lo cazaran, porque igual que las cucarachas él hacía sus cosas por la noche.
Aunque dicen el Vasco y el Tucumano que lo importante es aprender a hacerlas por
sorpresa, dedicarse a las compañías grandes y dejar para los ladrones de gallinas los pesos
guardados en el colchón de los colonos. Ellos se la pasan hablando como políticos, hablan
y hablan… Total, para que te agarren y te tiren en una celda, con los “patas blancas”
vigilando, a comer guiso guacho mañana y tarde, mejor pensarla bien y para eso hay
tiempo, atacar justito donde hay plata grande de los que le chupan la sangre al Chaco y
mandan a Londres lo que le exprimen al algodón o al quebracho. Tiene razón el
Tucumano, hay que ser inteligentes, cortando el nudo por lo más fino y sin dejar huellas
porque no tiene sentido estar rompiéndole el culo a los putos de ahí adentro cuando podrían
estar jodiendo con la francesa o la polaca en el quilombo de la madama Lulú o con la Sara
aunque más no sea, que lo viene a visitar cuando puede y lo mira triste y le dice cuándo vas
a salir Calabrés que te extraño y él le dice que cuando salga le va a comprar un vestido
colorado y ella se ríe, cómo le gusta cuando se ríe, le haría un hijo cuando se ríe, y la hija
de puta se va y él se queda amasando miga de pan para entretenerse mientras va
mascullando planes para cuando salga porque algún día va a salir, y van a ver cuando salga
del dos por dos, ya van a ver lo que están planeando con el Vasco y el Tucumano, que se
tiene que se va a tomar revancha por todo lo que le hicieron, pero con inteligencia dice,
con inteligencia, porque ya bastante pagamos por cosas chicas, ahora le vamos hacer las
grandes y que nos paguen a nosotros, basta de patadas en los huevos si no estás en la fila,
somos unos cuantos los que estamos por romper las filas pero hay que aguantar dice el
Tucumano, hay que aguantar porque está por conseguir la libertad condicional, hay que
hacer buena letra para salir, y después no los van a atajar, muertos los van a traer si
quieren que vuelvan, pero nunca vivos a La Perrera, nunca, prometió esperarlos el
Tucumano que se va a visitar a la madre y vuelve a esperarlos, lo prometió y le cree
porque es de palabra, si se la juró al morocho que hablaba mucho con el celador y le hizo
el vacío, tanto le hizo el vacío que el morocho no aguantó y se largó a llorar el muy
maricón y al final pidió que lo cambiaran de pabellón como si los de enfrente no tuvieran
cucarachas caminado por las paredes, tan cucarachas como las que esperan la noche para
recorrer las alpargatas, las migas de pan caídas en el piso, su almohada, sus manos, su cara,
quién dice que no le pase por su cara de calabrés, la muy hija de puta porque dormido no se
da cuenta pero esperá que me despierte hija de puta, le dice, y ya vas a ver como quedás,
chatita en la pared, bien chatita, para marcar otro año más, uno menos para salir, uno
menos…
… también había mujeres, compañeras de la banda como la Herminia y de las otras,
las pupilas de las casas de tolerancia, además de una esposa y un hijo en Córdoba.
Sí, afirma Santiago Aguirre, Mate Cocido tenía una familia en Córdoba. Cada tanto,
desaparecía del Chaco y se iba a visitarlos.
¿Si ellos sabían de sus andanzas? Eso no se lo puedo decir. Puede ser que el chico
no supiera nada pero la mujer algo tenía que saber…
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Julio del Prado es David Peralta
Gómez tenía, en la oficina, un gran mapa del Territorio del Chaco y allí señalados los
lugares donde Mate Cosido había actuado o había sido visto según informantes
rigurosamente compensados con dinero aportado por las compañías.
El trabajo comenzaba a dar sus frutos.
Domínguez, un hombre muy cercano a Mate Cosido, fue detenido en Rosario y
trasladado a Resistencia para su interrogatorio, hecho que él presenció personalmente.
Aportó datos valiosos aunque fragmentarios.
Los resultados llegaron después de trato duro.
Si ordenó que usaran la picana aplicada a partes sensibles fue para evitar que el
trámite se prolongara innecesariamente.
Domínguez, quebrado, habló.
Del análisis de sus declaraciones pudo deducir una conclusión importante: no se
registraban acciones de la banda durante los meses de verano porque Mate Cosido pasaba
ese tiempo en Córdoba, amedrentado tal vez por el calor ardiente del Chaco.
Toda información era importante.
“Pío Estanislao Domínguez, sin otro nombre, y con los apodos de Tanicho y el
Negro, declara ser argentino, de 30 años de edad, soltero, sin profesión, con instrucción y
domiciliado en la localidad de Simoca, de la provincia de Tucumán.- Preguntado acerca de
los hechos que se investiga contesta: que en el mes de octubre del año 1936, el declarante
se encontraba trabajando como repartidor de verduras con un italiano de nombre
Sebastián, en la villa Los Ralos , en Tucumán, cuando recibió la visita de una mujer joven
que se presentó como la querida de David Peralta, conocido con el apodo de Mate Cocido,
cuya mujer le hizo entrega de setecientos pesos en billetes de cien, haciéndole saber que
Mate Cocido quería que le compre un automóvil de segunda mano.- Que cumplió el
encargue, y le compró en el Ingenio Guzmán a un empleado de la fábrica, entre los días18
al 20 de octubre, por 600 nacionales, un auto Chevrolet, modelo 1929, doble faetón, color
borravino con la capota blanca de lona, con motor de cuatro cilindros.- Que se vinieron
hacia el Chaco con su concubina, Magdalena Gómez, guiándose por la indicaciones de
Herminia Cainero, pues él desconocía esos parajes hasta que llegaron al rancho del
santiagueño Ambrosio Mercado.- Que en la casa del tal Mercado estaba esperándolos
David Peralta.- Que el día siguiente del de la llegada, pegaron la vuelta hacia Tucumán,
yendo también el declarante, David Peralta y las mujeres Cainero y Gómez.- Que llegaron
a Tucumán, pueblo Los Ralos, cuatro días después, parando todos en el domicilio del
declarante y, como al día siguiente compra Mate Cocido el diario La Gaceta, por
intermedio del cual se enteró de que la policía estaba al tanto de su ida a Tucumán, y,
entonces, le dijo al dicente: Bueno, yo estoy mal acá, e hicieron viaje con rumbo a Córdoba
pero, en Simoca, dejaron a Herminia Cainero en casa de una prima del declarante, y, como
por las referencias que daban los diarios comprobaron que el automóvil era bien conocido
por la policía, lo dejaron también allí abandonado y siguieron viaje el declarante y Mate
Cocido hasta Frías, Provincia de Santiago del Estero, de a pie.- Que…”
… hicimos más de ciento cincuenta kilómetros caminando. Por la ruta 157. También
por las vías. Evitando a los milicos. Todo eso caminamos. ¿Tengo que hablar? ¿Me matan
a golpes para que hable? Está bien, hablo. Nosotros fuimos los que hablamos. Con Peralta
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hablamos. Y me contó muchas cosas que a nadie le había contado. Y yo lo escuchaba
mientras sudaba por el sol. Y casi me morí picado de víbora pero él me hizo un tajo y
chupó el veneno. Y dormimos al aire libre todas las noches. ¿Tengo que cantar todo? Está
bien. Les voy a contar. Era el mejor. Ni una vez se quejó del cansancio o del calor.
Caminaba un poquito adelante, siempre adelante, pero apenas un poco como para que uno
lo siga. Cada tanto se daba vuelta y si uno se había quedado atrás, como por casualidad, se
sentaba al costado del camino, en la primera sombrita que encontraba. Allí nomás, para que
se lo pueda alcanzar, y cuando uno llegaba sin resuello, se ponía a hablar. No era de
muchas palabras, pero en esos momentos no las mezquinaba. Me contaba: Negro, ¿has
oído hablar del Mesón, una piedra grandota, toda de hierro, que hace muchísimos años
cayó del cielo, cerquita de Otumpa? Los españoles se la pasaron buscándola hasta que
alguno debe haberla encontrado porque el Mesón no está más y quedan sólo el hueco que
hizo al caer y las miguitas. Y seguíamos caminando. Nos llevó tres días y tres noches.
Hicimos unas catorce leguas hasta entrar en Santiago, pasando por Atahona, Monteagudo,
La Madrid y Taco Ralo. Caminábamos más de noche que de día. Y si demoramos eso fue
por flojera mía. Porque cuando el sol apretaba yo le decía: Busquemos una sombrita.
Comíamos unas naranjas que traíamos o poníamos a refrescar unas tunas que
alcanzábamos con dos palitos largos, usándolos como pinzas, para no llenarnos de quiscas;
las pelábamos con un cuchillito filoso que yo llevaba y es el mismo con que me hizo el tajo
cuando me picó la víbora. En San Pedro, el tenía un amigo, Evaristo, y ahí paramos unas
horas porque el sol estaba demasiado fuerte. La mujer del Evaristo nos invitó con unas
empanaditas de dulce que reciencito había preparado.
Durmiendo yo la siesta en el patio del Evaristo tuve un sueño. Soñé que caminaba y
caminaba… Andaba perdido por las sierras cuando se me aparecía un hombre montado en
un caballo blanco. El jinete se acercaba y yo lo conocía; no era nadie que yo hubiera visto
en mi vida pero lo conocía. El hombre me saludaba con la mano y se iba. Cuando me
desperté y conté lo que había soñado el Evaristo me dijo que era un buen sueño, que nada
me iba a pasar. Pero el Evaristo debe haberse equivocado porque al día siguiente nomás me
picó la víbora. Llevábamos caminando la noche y parte de la mañana cuando nos sentamos
al costado del camino. Apenas me estiré sentí el pinchazo en el costado de la pierna. Me
paré de un salto y alcancé a ver el brillo del lomo de una yarará que se escabullía entre los
espinales. El se apuró, me hizo dos tajos en cruz y chupó la herida. Lo único que me salió
decirle fue: El Evaristo no sabe de sueños. Sí que sabe, me dijo. No te va a pasar nada. A
los sueños hay que darles una manito. Si no, ¿dónde nos queda la libertad? Me lavó la
herida, me habló como a un chico y me dejó descansando a la sombra de un algarrobo.
Desapareció por un rato y cuando volvió traía unos higos frescos y un trozo de queso de
cabra. Quedamos ahí hasta que el sol se puso. Después seguimos caminando y no paramos
hasta Frías…
“… en Frías tomaron el tren de pasajeros hasta Córdoba.- Que en la ciudad de
Córdoba fueron a parar a la casa de la señora Laudelina Vda. De López, en la calle Europa
número 137.- Que allí quedó Mate Cocido y se separó del dicente yéndose el declarante a
la casa quinta que poseía Mate Cocido bajo el nombre supuesto de Julio Del Prado, a unos
dos kilómetros de la localidad de Ferreyra, como a ocho kilómetros de la ciudad de
Córdoba, por el camino nacional y allí se dedicó a la reparación de la casa y trabajó en la
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quinta.- Que una vez que la casa estuvo en condiciones, Julio del Prado, o sea Mate
Cocido, se radicó en la misma en compañía del declarante y de su concubina Ramona
Romano, con la cual tenía un hijo que recién empezaba a caminar al cual le llaman
Mario…”
Mario o Marito, era un changuito así de alto, se desvivía por el padre y lo seguía por
todos lados, cayéndose a cada rato por no poderle seguir el tranco al hombre. Él era otro
ahí, con su hijo y su mujer. Parecía que se ablandaba, que se derretía, diría yo. Como si
nunca hubiera sido otra cosa que un padre de familia respetable, como si olvidara que, hace
unos días nomás, era Peralta y tenía otra mujer, y qué mujer la Herminia. Cuando la
Herminia vino a verme a Los Ralos se me presentó así: Soy la mujer de Peralta. Yo me
sorprendí porque nunca creí que tuviera una mujercita tan joven y buena moza. Al
principio me puse a dudar. Él quiere que le compre un auto usado y le manda setecientos
pesos, me dijo, pero con tanta autoridad que parecía orden, de esas que da gusto obedecer
por tan sólo complacer al que las da. Dejé de trabajar y me fui a conseguirle el auto que
quería. Tuve suerte y le conseguí el Chevrolet, bien cuidado, como nuevo, un lujo de auto.
Cuando nos fuimos con la Magdalena para el Chaco, la Herminia iba en el asiento de atrás
pero parecía que conducía ella porque no sacaba los ojos del camino y me iba dando
indicaciones. Doble a la derecha. Tenga cuidado con ese guadal. Entre por esa picada. No
es que yo no supiera manejar, si me crié sobre el camioncito de reparto, es que no conocía
esos caminos. Cuando llegamos al rancho de Mercado, al no verlo, la Herminia preguntó:
¿Dónde está Peralta? Y lo dijo bien fuerte por si lo estaban ocultando. Entonces él salió y
la saludó como quien saluda a otro hombre. Ella le informó de la compra y de todo lo
sucedido en el camino. Recién entonces se vino hasta donde yo estaba y me abrazó como
amigo. Yo no entiendo. La trata como milico a una mujercita así y se ablanda aquí por el
changuito. Está bien que el Marito es su hijo y la Ramona es su mujer pero a mí no me va
la cosa. La Ramona es una mujercita callada, tranquila, parece siempre resignada y como
queriéndolo mucho… Aún así, no es como la Herminia. Cuando termine de asegurar las
puertas me voy. Va a quedar como fortaleza la casa y como prisión el jardín. Aquí no entra
nadie que no sea bienvenido a no ser a cañonazos. Al frente y por dentro, dos planchas de
metal cubren toda la pared. Las puertas están revestidas y con tranca de hierro. Él, aquí,
descansa, con su mujer y su hijito, descansa es un decir porque duerme con un ojo y con el
otro vigila. Todos los días compra los diarios y se lo pasa estudiando las noticias. Cada
tanto viene una visita y se encierran a conversar. Y yo quedo fuera del asunto, como
cuando él juega con el Marito. Si, cuando termine me voy. Pruebo suerte en el sur y, si me
va bien, la mando llamar a la Magdalena...
“ … Que allí conoció el declarante a Eusebio Zamacola, apodado el Vasco, de quien
dijo que también tenía una propiedad por el lado de Los Filtros, pero sin ubicársela
exactamente.- Que Zamacola fue de visita y permaneció un solo día.- Que el día 7 u 8 de
abril de 1937 Julio del Prado o Julio Peralta o David Peralta, alias Mate Cocido, salió de
su casa quinta en Ferreyra y tomando el ómnibus de las cuatro de la mañana, se vino
rumbo al Chaco, solo. Que…”
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5
Santiago Aguirre se pone de pie y dice:
Me parece que ya no somos bien vistos aquí. El dueño quiere cerrar su local.
Si usted quiere, la seguimos en casa, eso si no tiene problemas en entrar a la casa de
un ferroviario.
La patrona duerme a esta hora. Si hablamos bajito no la vamos a molestar. Nos
tomamos unos mates en el patio.
Estoy desvelado de tanto hablar. Usted tampoco tiene sueño por lo que se ve.
Vivo cerca de la estación. Podemos ir caminando mientras le cuento.
Que por qué le decían Mace Cocido? Y yo creo que era por la cicatriz que tenía en la
frente. Como Cara Cortada, ¿vio? Usted dice que entonces habría que escribir el nombre
con la letra S? Tiene razón. Sería cosido de coser. El de la frente cosida. Pero creo que a
la gente que lo quería no le importaba mucho que tuviera esa cicatriz. Más bien lo
asociaban con el mate cocido, el alimento de los pobres. Le cuento, él ayudó a mucha
gente, sin ir muy lejos, a Francisco, un pariente mío…
Un carro para Francisco
Francisco Gauna contaba a quien quisiera escucharlo que Mate Cocido lo había
ayudado. Ni un segundo había demorado en darle los trescientos pesos que necesitaba para
pagar la deuda que tenía y comprarse un carro. Así pudo dejar el hacha y dedicarse al
acarreo que es un trabajo mucho más liviano. En ese momento, trescientos pesos era
mucha plata. Para darse una idea, los hacheros, metiéndole duro desde el amanecer hasta la
puesta de sol, hacían dos pesos por jornal. Si no era época de lluvias, en el mes podían
juntar cincuenta nacionales que nunca alcanzaban para pagarle al dueño del obraje, que
solía ser también dueño de la proveeduría… y si por casualidad, llegaba a sobrar algo, les
pagaba con un vale o con plata de La Forestal, que era la compañía dueña de buena parte
de los montes del gran chaco. Francisco había tenido problemas con la compañía en el 21,
cuando trabajaba en la taninera de Villa Guillermina. Fue cuando se armó la huelga y los
“cardenales” entraron a perseguir a los obreros que tuvieron que refugiarse en el monte. El
había estado escondido durante veinte días sin poder volver a su casa, comiendo lo que
podía y durmiendo a la intemperie. Después no lo volvieron a tomar en la fábrica y por eso
había trabajado desde entonces en el algodón los meses de cosecha y como hachero en el
obraje el resto del año. Hasta que una tarde se cruzó con Mate Cocido y compartieron un
breve descanso. Francisco le contó de sus sueños de tener un carro. Ahí nomás, como
chubasco que moja la tierra, le había regalado los trescientos pesos. Cuando un tiempo
después, ya en su nuevo oficio de carrero, la policía le preguntó si se había cruzado con
Mate Cocido les dijo que nunca en su vida lo había visto. ¿Cómo iba a denunciarlo, si
andaba en el carro que había comprado gracias a su ayuda?
Como le iba diciendo, prosiguió Santiago Aguirre, muchos lo querían porque era
generoso. Él se servía del dinero de los ricos como quien llega a una fiesta sin ser
convidado y después repartía. Algunos dicen que era porque le sobraba. Puede ser, pero
a muchos ricos les sobra y no son capaces de repartir.
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Así como había mucha gente agradecida a Mate Cocido, también había gente que
tomaba su dinero y después lo traicionaba…
La policía mata al delator
La casucha se hallaba alejada del caserío y eso era justamente lo que buscaban los
hombres que avanzaban decididos pese al viento y la llovizna cortantes. Necesitaban
refugio para pasar la noche. La distancia que los separaba del campamento no podía
recorrerse en esas condiciones. El lugar era conocido como Desvío de Paso del Indio,
cercano a la localidad de Las Breñas. La vivienda tenía una sola puerta y una ventana
pequeña, cerrada con tablas de madera clavadas. El interior, iluminado con un candil se
veía sin embargo amplio y cálido. Su único ocupante se sorprendió al verlos llegar tan a
deshora.
-Pedimos algo de comida y un lugar donde pasar la noche- dijo el hombre de la boina
que encabezaba el pequeño grupo.
-Mi rancho no vale gran cosa, pero hay lugar para que duerman- contestó el dueño de
casa, lo que no hay es comida.
El hombre de la boina sacó de su bolsillo unos billetes y se los extendió,
acompañando el gesto con una orden:
-Comprá algo para comer y quedate con el resto.
La respuesta fue una mirada extrañada. La desconfianza aleteaba en los ojos oscuros
hasta que un chispazo pareció disiparla. Entonces, sin que mediaran más palabras, buscó
un abrigo y salió rumbo al poblado.
El hombre de la boina se echó en el catre que había en el rincón del cuarto, mientras
sus dos acompañantes se sentaron en los únicos asientos que había junto a una mesa baja.
El viento había amainado y la noche, ya cerrada y negra, envolvía el lugar no
permitiendo ver más allá de la isla de luz que generaba el candil.
De repente, el hombre de la boina se irguió con un sobresalto:
-Algo no anda bien. Demora demasiado.
-Habrá mucha gente en el boliche- le contestó uno de sus compañeros.
Esperaron todavía...
Eran las nueve de la noche cuando el dueño de casa regresó con un paquete y lo abrió
sobre la mesa: una botella de vino, queso, pan y fiambre cortado en rodajas. Sin dar
explicación a su tardanza, se dispuso a preparar la improvisada cena. Buscó dos vasos de
vidrio y, al servir el vino en ellos, el temblor de su mano hizo que tintinearan
llamativamente. El hombre de la boina se paró y lo miró a los ojos:
-¿Dónde estuviste?
Aterrado silencio.
-¡Fuiste a la comisaría!
El hombre se puso a gimotear cuando los otros dos lo tomaron por atrás. Uno le habló
al oído:
-Nos vendiste, hijo de puta… ¿Por cuánto?
Revisaron sus bolsillos y encontraron, además de los billetes que el hombre de la
boina le había entregado, cinco billetes nuevos de cien pesos.
-¿A qué hora vienen?
-Ya están viniendo.
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Como un relámpago, el hombre de la boina se acercó a la puerta y ordenó a su gente:
-Ustedes a ese lado del camino y yo del otro. Les daremos una sorpresa.
Unos minutos después, un montón de sombras sigilosas rodearon la vivienda. Eran
ocho los integrantes de la partida. El oficial que comandaba, armado con un rifle, se apostó
a unos metros de la salida en posición de disparo y gritó:
-Salí Mate Cocido. Te tenemos rodeado.
El dueño de casa intentó advertirles y salió del rancho haciendo señas.
Un certero balazo lo recibió en medio del pecho. Desde los matorrales que
flanqueaban el camino, una lluvia de balas replicó al disparo. Los policías, sin saber de
dónde provenían, dirigían sus proyectiles a la oscuridad y para no ser fácil blanco de las
balas anónimas, se refugiaron en el rancho pasando sobre el cadáver del hombre.
Se escucharon todavía algunos tiros. Después el silencio se hizo total. Cuando al cabo
de un rato fueron saliendo, la noche no tenía fisuras.
Una vez más, el hombre de la boina había desaparecido.
En nombre del Calabrés
Una semana después, Mate Cocido había recibido, a través de uno de sus hombres,
información de la vendedora de empanadas que vive frente a la estación de ferrocarril de
Campo Largo.
El pagador de la Bunge y Born saldría de madrugada para Pampa del Infierno,
acompañado por el chofer de la compañía, llevando seis mil nacionales entre los bultos que
cargarían para disimular la misión del viaje: pagar a los colonos anticipos para garantizar la
entrega del algodón a la firma.
Muy temprano, no había aclarado aún, los hombres se instalan junto al camino.
Peralta y el Vasco dan las órdenes. Benito y el Indio obedecen.
Buscan en el monte un pesado tronco y lo atraviesan para interceptar el vehículo.
Esperan.
En el monte cantan las charatas con los primeros albores. Es otoño y la mañana
fresca.
A las siete y treinta escuchan el ruido de un automóvil que se acerca.
Enseguida divisan la nube de polvo y se esconden entre los arbustos. El auto frena
con brusquedad para evitar el choque con el tronco, sacudiendo a sus ocupantes.
Los cuatro hombres saltan al camino y se acercan a la carrera con sus armas en la
mano. Obligan a descender al pagador y al chofer, se montan al auto y se alejan a toda
velocidad. Dos leguas más adelante se detienen. Buscan en el baúl hasta encontrar entre los
paquetes un pequeño envoltorio de papel madera. Ahí están los seis mil pesos en billetes de
a cien.
-¡Qué macanudo!, dice el Vasco.
Abandonan el vehículo en un claro del monte y continúan a pie hasta Concepción del
Bermejo. Ahí reparten y se separan en dos grupos.
Benito y el Indio volverán al campamento.
Peralta y el Vasco irán a Resistencia.
Caminan en silencio uno al lado del otro.
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La sombra del Calabrés, caído en el asalto a Dámaso Martínez un tiempo atrás, los
acompaña. No se perdonan haber ignorado a la esposa del comerciante que salió de la casa
con una escopeta y disparó a quemarropa dejando al Calabrés tendido con su cuerpo
perforado por las municiones.
El Vasco decide cortar la melancolía y propone un festejo:
-En nombre del Calabrés.
Y programan una incursión a la casa regenteada por la madama Lulú en las afueras
de Resistencia. Pueden celebrar con la plata de la Bunge, mientras dejan que la policía los
busque en las cercanías del lugar del asalto. Siguen a pie hasta el rancho de Álvarez, donde
habían dejado la camioneta que utilizan por esos días. El cansancio aprieta pero apuran la
marcha. Compensan generosamente el favor de quien los alojó primero y cuidó del
vehículo después mientras ellos se alzaban con los billetes. Cuando salen, ya se piensan en
la sala iluminada con luces rojas, las paredes llenas de espejos y cortinas de terciopelo, el
perfume dulzón y espeso, las risas de la polaca y la francesa… El viaje se hace breve.
(Lejos están los días cuando las mujeres eran enaguas de satén y suspiro sin dueño
capaz de calmar la urgencia del deseo. Mujeres generosas para reparar las asperezas del
monte y el polvo del camino. Mujeres negadas al pedido del día después, te espero, te
quiero, te necesito, te extraño, reservado a las esposas y las amantes. Conocían los secretos
de la caricia y el quejido. Capaces de escuchar y callar o de dar información si querían,
información muy útil para sorprender por la retaguardia. Sabían de los deslices de los
hombres respetables, del lado oculto de los dueños de la moral y de la ley.
Y nosotros, los nuevos dueños, nos complacíamos con ellas y el amor comprado.
Pagábamos el sexo. Nos regalaban los datos. Se divertían con nuestras acciones de
justicieros del camino.
Eran los días de la euforia omnipotente. Temblaban los señores del orden. Nosotros
entonces éramos la ley.)
Una tregua de seis meses
Gómez había llegado temprano a la oficina.
Necesitaba hablar con el Gobernador antes de que comenzaran las audiencias.
Era urgente que la Gendarmería comenzara a actuar en el Territorio, porque la
policía, eficaz para la caza de electores y el robo de urnas, resultaba impotente con la
banda de Mate Cocido, que seguía actuando con impunidad.
La red de informantes que poseían las fuerzas del orden consumía altos montos de
dinero pero aportaba datos insuficientes y a destiempo.
El ordenanza trajo el té que había ordenado y le anunció la presencia de un caballero
que deseaba verlo.
Lo hizo pasar.
Era un hombrecito menudo, con una ligera joroba, que miraba por encima de unos
anteojos de marco dorado.
Usted dirá, fue su saludo y recepción.
El hombrecito se ubicó frente a él en el escritorio, sacó del portafolios que llevaba un
sobre y se lo extendió.
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Dudó antes de abrirlo.
El hombrecito lo alentó con una mirada insistente.
El sobre contenía una esquela con un mensaje breve:
“Si las investigaciones que Usted conduce se prolongan sin frutos, por un espacio de
seis meses, habrá una recompensa importante. Puede anotar el precio.”
Miró interrogativamente al hombrecito. Este se aclaró la garganta y dijo:
Hay gente interesada en la caída del Gobernador.
Pensó. Seis meses podía ser el tiempo que demorara el Gobernador para conseguir la
efectiva presencia de la Gendarmería en el Territorio. Nada se perdía con aceptar.
Tomó su lapicera y anotó en el reverso de la esquela: “Diez mil”
La reubicó en el sobre y se la devolvió al hombrecito que sonrió complacido.
En una semana tendrá la primera parte.
Dio por terminada la entrevista señalándole la puerta.
El hombrecito salió.
Esperó un momento y se levantó para llamar al ordenanza. Quería saber si el
Gobernador estaba ya en su despacho. Mientras lo esperaba se sentó a leer La Voz del
Chaco del día anterior, 5 de agosto de 1937.
QUITILIPI. ASALTO FRUSTRADO AL BANCO NACION (de nuestro
corresponsal)
“La población ha sido sacudida por un acontecimiento insólito. En las primeras horas
de la mañana de hoy, el sonido de la sirena de alarma lanzada por la desmotadora de los
hermanos Carrió hizo presumir que algo grave ocurría en el lugar y al instante se congregó
un numeroso público frente a dicho establecimiento para presenciar la huida de un auto
tripulado por cinco sujetos que, armas en mano, cubrían su retirada después de un
malogrado asalto a la corresponsalía del Banco de la Nación que está a cargo de la firma
referida. A estar por las informaciones recogidas, los asaltantes en número de seis hicieron
irrupción, pistola en mano, en las oficinas del Banco requiriendo las llaves de la caja que
estaban en poder del señor Francisco Carrió. Este pudo escurrirse hacia el interior para dar
la señal de alarma, interrumpiendo el silencio normal de la hora. Los asaltantes creyeron
que estaban copados y optaron por retirarse a toda carrera en el auto que los esperaba con
el motor en marcha sin haber logrado su intento pues no llevaron valores de ninguna clase.
Seguidamente una comisión policial y varios autos salieron en persecución de los
fugitivos, habiendo logrado darles alcance al dejar éstos abandonado el vehículo en lugar
distante unas tres leguas al sur de Quitilipi, pero como los maleantes se internaron en el
monte se hizo difícil su captura en el momento y se prosigue su persecución, habiendo
fundadas esperanzas de que serían hallados.
El automóvil utilizado pertenece a un viajante quien hacía su recorrido habitual por la
zona y fue asaltado minutos antes por la banda en cuestión en el camino que va de Sáenz
Peña a esa localidad.”
Gómez dobló el diario. Fundadas esperanzas, dijo para sí. ¿Cómo era posible? Seis
hombres asaltan el banco, huyen cinco y nadie se pregunta dónde quedó el sexto.
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6
Un perro los recibe con un gruñido.
Quieto Sultán, es un amigo, lo calma Santiago Aguirre.
En un momentito preparo unos mates. Siéntese acá, debajo de la galería. Por el
rocío, ¿sabe? Enseguida comienza a gotear de las chapas del techo.
El jefe de estación entra a la casa y sale al cabo de unos minutos con un termo
lumilagro en una mano y el mate preparado en la otra. Acerca una silla baja y se sienta.
Recién cuando ceba el primer amargo, retoma el relato:
¿Le mencioné que en la banda también había una mujer, la Herminia?...
La espera de Herminia
La chacra estaba ubicaba unos veinte kilómetros al sur de Machagai. El camino de
tierra cruzaba una isleta de monte y, después de la curva sombreada por un timbó, se abría
la picada que llegaba hasta la casa Don Remigio. Desde la galería de la casa, podía verse,
tras el patio y el piquete de los chivos, el algodonal. Toda la familia estaba cosechando. Era
necesario aprovechar los días buenos porque la semana anterior había llovido. Todavía
quedaban caminos intransitables con agua en las zonas bajas. Herminia caminaba por el
patio pensativa. Había enlazado con una cinta su pelo renegrido. El vestido claro reflejaba
la luz de la mañana.
Llegó hasta el cerco hecho con palos y espinales secos que marcaba el límite del
patio de tierra barrido. Desde allí podía ver, como manchas de colores, las espaldas gachas
de los cosecheros y como puntos negros las cabezas de los chicos. Venían todos los años
familias enteras desde Corrientes y Santiago pero, este año, el grupo más numeroso era el
que había llegado de la reducción aborigen de Napalpí. Ocupaban las viviendas que ellos
mismos habían construido con paredes y techo de paja de totora, mucho más retiradas que
las del resto de los cosecheros. Herminia podía distinguirlos porque siempre trabajaban en
grupo y apartados de los demás. Siguió caminando, ya sobre la gramilla, y comenzó a
bordear el algodonal. Llevaba un tiempo en la chacra. Ya otras veces se había alojado allí
con sus compañeros. Don Remigio era amigo de Peralta y le guardaba gratitud porque dos
años atrás lo había salvado de perder todo al levantarle la hipoteca que pesaba sobre su
campo. No preguntó de dónde venía el dinero en esa oportunidad. Tampoco preguntaba
cuando llegaban de noche y le pedían un lugar en el galpón o salían sin dar aviso después
de dos o tres días, ni cuando al entregar el algodón en la cooperativa se enteraba que la
banda de Mate Cocido había asaltado las oficinas de la Dreyfus y se había alzado con
cuarenta y cinco mil pesos… Y no preguntó el motivo cuando Peralta le mandó a decir que
alojara a la Herminia hasta que él regresara.
La familia le hizo lugar en la pieza de las hijas mujeres y en la mesa familiar. Podía
quedarse todo el tiempo que quisiera.
Herminia caminaba y sus pensamientos viajaban hasta la provincia de Córdoba.
Peralta había ido a visitar a Marito. Sabía que el hijo estaba primero. Ella venía después.
Así lo había conocido. Así se lo había acordado sin palabras. Era un dolor previsto y
calculado que no dejaba de punzarla cada vez que él viajaba a Ferreira para visitar a su
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hijo. Y a su mujer, por supuesto. Herminia era otra cosa: la compañera. Aquí o más allá.
Donde la necesitara. Llevando mensajes. Consiguiendo información de la ciudad.
Previendo el lugar resguardado para después de cada golpe, de los de suerte o los otros…
Ella, Herminia, leal hasta jugarse la vida, segunda, esperando para compartir un tramo de
vida, las penurias, tal vez la cárcel, tal vez la muerte. Usted es muy bonita, le había dicho
cuando la conoció en Sáenz Peña, en la casa de Álvarez. Y fue suficiente como declaración
de amor porque ella había dicho sí al escucharlo en el mismo idioma de sobreentendidos
que los comunicaba. Era raro que hablaran entre ellos. Intercambiaban datos que hacían al
accionar del grupo, a los planes futuros que ella nunca conocía en su totalidad porque nadie
los sabía. La tarea de Herminia era averiguar en qué fecha liquidarían el algodón a los
colonos, cómo viajaría el pagador, si tendría o no custodia policial… Le contaba
minuciosamente lo investigado. Se sentaba a su lado en las juntas con los compañeros y
mantenía allí un diálogo mudo hecho de contactos fugaces, de roces al pasarse las cosas
que iban encendiendo el deseo, la sed que tenían uno del otro. Eran pocos los momentos
que le dedicaba exclusivamente a ella: la noche compartida en el rincón de una habitación
prestada, en el galpón de una chacra como la de don Remigio, en el campamento, al aire
libre… Su cuerpo joven se tensaba al contacto del otro cuerpo. Podría ser su padre, le
decían. Ella sentía, por el contrario, que era la que maternizaba el sueño confiado del
hombre quien a su lado se abandonaba, abrazándola después del amor precipitado y voraz.
Él le tomaba la vida y ella, deseosa, se la brindaba. Le regalaba sus caricias, sus ansias
juveniles, sus esperas eternas. Ahora esperaba. Tenía la certeza de que llegaría en cualquier
momento, en unas horas, en unos días. La espera se nutría de idas y vueltas hacia el
algodonal o hacia el camino, hasta el timbó de la curva. De cualquier manera, la espera
tenía un único final posible: la llegada. ¿Y si algún día eso no sucedía? ¿Y si la policía
interceptaba el regreso? Que lo esperara, le había dicho y era suficiente. Herminia
caminaba sumergida en sus pensamientos y casi sin darse cuenta, se encontró llegando
hasta los quinchados de los indios. Un rítmico golpear de madera sobre madera la trajo de
vuelta a la realidad. Una mujer de largos cabellos canosos se inclinaba sobre un rústico
mortero, a la sombra rala de un ñandubay. Tal vez era demasiado vieja para cosechar. O se
había quedado cuidando un enfermo… Sí, eso debía ser, porque del coy que colgaba a la
sombra de uno de los quinchos surgían unos quejiditos que señalaban la presencia de un
niño. Tuvo la tentación de acercarse y hamacarlo pero permaneció lejos. De chica había
aprendido a recelar de los indios. Nunca miraban de frente. Bajaban la cabeza y parecían
sumisos. Pero ella recordaba las historias que su padre contaba del movimiento del año 24,
justamente en Napalpí, de donde venían éstos. La policía los había dispersado a balazos:
doscientos muertos, dijeron. Se habían puesto belicosos y atacaban a los colonos. El
espíritu de sus antepasados, muertos a manos de los blancos, iba a guiarlos para recuperar
sus tierras. Pero los blancos tenían rifles y pudieron más que los antiguos muertos.
Herminia era muy chica entonces y de aquello sólo tenía el relato pero sí podía recordar las
concentraciones que unos años atrás habían hecho en las cercanías de El Zapallar y Pampa
del Indio. No entendía muy bien porqué no se les permitía conservar sus cazaderos y vivir,
como siempre lo habían hecho, de la caza y de la pesca. Era cierto que había necesidad de
braceros para el algodón, pero se podían traer más correntinos, santiagueños, incluso
paraguayos…
Herminia se acercó a la india y vio que estaba preparando un macerado de hojas. Se
animó a preguntarle para qué lo hacía. La india musitó algo en su idioma y luego le
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contestó mascullando por lo bajo, sin levantar la cabeza: para el mal de ojo. Herminia
quedó de pie junto a ella por un momento. La mujer dejó de golpear y la miró. Fue una
mirada dura y sostenida que la hizo estremecer. En ese momento tuvo el presentimiento de
que algo malo sucedería. Giró rápidamente y comenzó a desandar su camino. El sol estaba
alto. Era el mes de abril pero todavía quemaba. Lo sentía arder en su espalda. Apuró el
paso hasta llegar al patio y allí lo vio. Había regresado. La esperaba de pie, a la sombra de
la galería.
Ella comenzó a correr y en tanto corría se iba desprendiendo de la larga espera, de los
malos presagios, de la soledad, acortaba el tiempo y la distancia hasta el punto de borrar
todo lo que no fuera el galope de su corazón y el deseo del abrazo fuerte que la sostuviera.
Y el abrazo llegó.
A Santiago Aguirre no se le escapa la sombra que nubla la mirada del joven por un
momento.
¿Un mate?, ofrece. Nada mejor que un mate para acompañar una noche de
desvelo. Es como en los velorios, vio? Uno piensa que la noche no va a terminar nunca,
que no va a poder vencer el sueño y cuando menos lo espera, amanece y se hace de nuevo
el día.
La sombra se ha disipado y los ojos invitan a seguir.
Peralta había llegado hasta la quinta de Don Remigio montado en un caballo con otro
de reserva para Herminia. Mientras él daba de beber agua a los caballos, ella alistó sus
cosas, las acomodó en un bolso de lona y estuvo lista para acompañarlo. Dejó sobre la
mesa de la cocina una nota dirigida al dueño de casa donde simplemente escribió
“Gracias”. Después, ambos montaron y salieron para tomar un camino que los llevaría a
Quitilipi, pasando por Napalpí.
Mientras marchaban, Peralta le contó que tenían que encontrarse con los demás en la
casa de Máxima Gauna. Allí pasarían la noche y seguirían el día siguiente hasta Sáenz
Peña en una camioneta que Ismael García había conseguido. Pero Herminia debía volver
hacia Resistencia porque allí le entregarían la información que necesitaba para preparar el
asalto al gerente de la compañía Quebrachales, una subsidiaria de La Forestal.
La tarde les hizo grata la cabalgata y sin apurar demasiado a los caballos, uno alazán
y el otro tordillo, llegaron antes de que cerrara la noche.
El apacible momento pasado se vio prontamente perturbado por un griterío que
percibieron al llegar a la casa de Gauna. Apuraron el galope presintiendo algo malo. El
tumulto venía del patio. Allí Ismael forcejeaba el el vano intento de separar a Malatesta y a
Cardocito que habían caído al suelo, trenzados en una pelea a golpes, patadas y mordiscos.
Peralta bajó de un salto del caballo, apartó a Ismael y con el rebenque azotó la
espalda de Malatesta, que estaba encima.
-Basta- gritó. Y volvió a descargar con toda su fuerza el rebenque desgarrándole la
camisa.
Los dos hombres enceguecidos por la furia tardaron unos segundos en reaccionar
pero finalmente se pusieron de pié, sacudiéndose la tierra de las ropas.
-Lo voy a matar- masculló Malatesta y le lanzó un escupitajo a Cardocito. Después se
sacó la camisa dejando al descubierto la espalda enrojecida por los lonjazos.
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Herminia, que había quedado montada mirando sorprendida bajó y se fue a
desensillar los caballos.
La dueña de casa salió de su cuarto tras cerciorarse que todo había terminado.
.-Empezaron a tomar temprano- dijo mientras retiraba las botellas y los vasos que
habían quedado en la galería.
Ismael explicó:
-Empezaron a discutir por el reparto de los pesos que se hicieron en Gancedo.
-Tenemos por delante algo grande y ustedes se pelean por monedas- los amonestó
Peralta con severidad -. Mañana salimos al amanecer para Sáenz Peña. Hay mucho por
hacer.
Era noche cerrada. Entraron a la casa.
Primeros éxitos
Gómez recibió los diarios de manos del ordenanza y leyó:
“La División de Investigaciones de Córdoba ha procedido a la detención de uno de
los delincuentes de más triste fama en el Chaco: Eusebio Zamacola (a) el Vasco.
Realizando las diligencias tendientes a establecer el paradero de varios mafiosos
complicados en los numerosos delitos atribuidos a las bandas de Chicho Grande y Chicho
Chico, se habría dado con este sujeto a quien se le atribuyeron asaltos y robos en distintas
partes de nuestro territorio. La detención de Zamacola producido por lo que bien podría
llamarse una feliz casualidad, determinará derivaciones insospechadas. Zamacola será
conducido a esta ciudad, a cuyo efecto se enviará en su busca dentro de breves días a un
contingente…”
Sonrió satisfecho.
Recuadró con rojo la noticia de El Territorio.
La hora de recortar y archivar vendría después del deleite de ver la noticia, todavía en
la página del diario, sostenida por sus propias manos.
Por una feliz casualidad que había ocupado a dos de sus hombres durante tres meses,
los de Córdoba se llevarían los laureles ante la opinión pública. Eso le convenía, por el
momento. Diez mil pesos era una suma que bien valía ese gesto. No era tiempo aún de
publicitar resultados.
La red con que cazaría a Mate Cocido comenzaba a hacerse consistente. La presa
caería a su hora.
Había que esperar y continuar con la tarea.
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7
Santiago Aguirre se siente a gusto compartiendo su historia con el joven que lo
escucha. Su memoria recupera los detalles, los matices, las sensaciones y va encontrando
las palabras que mantienen despierto el interés en los ojos oscuros.
Por esos días, dice, Mate Cocido era tema de conversación en los patios de las
chacras, en los almacenes de ramos generales de los poblados, en las peluquerías de los
hombres, en las cocinas de las mujeres, en las oficinas, en los bancos… Todos tenían algo
para contar a quien los quisiera escuchar. Se sentían dueños de agregar detalles de su
propia cosecha. Era propia la historia que contaban…
Triple asalto
El sol de las cuatro de la tarde calcinaba las paredes y las calles polvorientas. La
camioneta se detuvo frente a la comisaría del pueblo dando una sacudida. De la cabina
descendió un hombre rubio, con aspecto de curtido colono y una jovencita lloriqueante.
Desde la parte posterior, donde se apilaban grandes fardos de bolsas de arpillera, tres
hombres más saltaron al suelo. Uno, despeinado y visiblemente nervioso vestía un ajado
traje de lino color marfil con el cuello de la camisa desabrochado y la corbata floja. El
segundo llevaba uniforme de chofer. El tercero, muy atildado y prolijo en un elegante terno
gris y visiblemente molesto, sacudió con su mano las hilachas y el polvo que se le habían
adherido al saco.
Un policía, recostado contra el marco de la puerta, miró indolente al extraño grupo
que afanoso llegaba a la vereda subiendo por el estrecho puente de madera. El terreno de la
comisaría estaba sobreelevado y el policía los miraba desde arriba. Sólo cuando estuvieron
frente a la puerta se enderezó e hizo sonar sus tacos a manera de saludo. Con un gesto
desganado les abrió paso a la oficina de guardia. La muchacha llorosa ingresó tironeada del
brazo por el desaliñado hombre del traje color marfil. Un poquito más atrás entró el colono
que descubrió su cabeza al pasar por la puerta seguido del hombre prolijo y el chofer. El
policía, tras ellos.
La oficina era amplia, con muebles de madera oscura. Las paletas del ventilador de
techo removían el aire caliente chirriando en cada vuelta. Una puerta entreabierta permitía
ver, en la oficina contigua, al comisario tomando mate sentado ante un enorme escritorio.
A su lado un oficial escribía a máquina.
Antes de que la policía alcanzara a preguntar un borbollón de agitadas voces se
anticipó: radicar una denuncia… queremos ver al comisario… nos asaltaron
El hombre prolijo se impacientó:
- Dígale al Señor Comisario que el gerente de la Compañía Dreyfus quiere
hablar con él.
El policía se acercó a la puerta del despacho de comisario con intención de golpear
pero no alcanzó a hacerlo porque el jefe, que evidentemente había escuchado todo, la abrió
y saludó al grupo con aire marcial. Después dijo:
- Que pase a mi oficina.
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- Yo también quiero que me atienda. No seré gerente pero soy un honesto
viajante, señor comisario. A mí me asaltaron… ¡A mí! Mama mía, qué desgracia, vociferó
el hombre del ajado traje color marfil.
- Tranquilo, por favor.
El viajante seguía:
- Escuche comisario, ¡me robaron! ¡Todos los relojes que traía para vender. ¡Y
las cadenitas de oro! Hasta las medallas de la Virgen me robaron. Justo a mí me tenía que
pasar. Mire comisario…
Al comprobar que no podría dejarlo afuera, el comisario, resignado, terminó por
hacer entrar a todos. Se ubicó frente a su escritorio y le dictó al escribiente: “Siendo las 16
horas del día 7 de marzo de l938, comparecen ante la autoridad policial los ciudadanos…”
Hizo una pausa y preguntó:
-¿Quién me explica lo que pasó?
El gerente se hizo cargo de la situación y, con el coro de las exclamaciones del
viajante, relató lo sucedido.
A las diez de la mañana, en el camino a Campo Largo, dos hombres habían detenido
el auto de la compañía Dreyfus que trasladaba al gerente en su recorrido. Obligaron al
chofer a internar el vehículo en el monte hasta llegar a una limpiada. Allí despojaron al
gerente del dinero personal y del arma que llevaba para su protección y lo ataron a un árbol
junto al chofer. Cubrieron de ramas el automóvil. No era demasiado dinero porque la
compañía había ordenado al personal jerárquico de la empresa que, por seguridad, no
viajara con valores importantes.
En la oficina del comisario, el calor era agobiante y la máquina de escribir
ametrallaba la siesta chaqueña.
El joven chofer, que se había sacado la gorra, la usaba para espantar una mosca que
insistía en caminar por su frente transpirada.
La jovencita sacó un pañuelo con puntillas de su pequeña cartera negra y se sonó la
nariz. Estaba parada mirándose la punta de los zapatos, detrás del viajante, quien a su vez
sacó un gran pañuelo blanco del bolsillo superior de su saco y comenzó a secarse
agitadamente la frente, las mejillas y el cuello.
Cuando el tecleo del escribiente se detuvo, el gerente prosiguió con su relato. Los
bandidos habían detenido también a la camioneta y como el colono, al presentir el asalto,
intentara reanudar la marcha, lo disuadieron disparando unos cuantos tiros a corta distancia
de su cabeza.
-Traté de pasar pero una bala me silbó en la oreja y quedó incrustada en el techo de la
camioneta.
Los asaltantes ocultaron también al segundo vehículo y ataron a su ocupante con el
gerente y su chofer. Mientras uno de los asaltantes vigilaba el camino al asecho de posibles
nuevas víctimas el otro hacía guardia junto a los prisioneros. Con el paso del tiempo
parecían aburridos. En un momento, uno sacó un papel del bolsillo y con un lápiz escribió
“garaye” y lo colgó de una ramita cercana al lugar donde estaban ocultos los vehículos. Su
compañero festejó ruidosamente la ocurrencia.
-Y después nos asaltaron a nosotros. ¡Me sacaron todo! Y a esta pobre señorita…
-¿A usted también le robaron dinero, señorita?- preguntó con cortesía el comisario.
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-Dos pesos- contestó la jovencita y estalló en un ruidoso llanto. El viajante se dio
vuelta, le pasó un brazo por los hombros y trató de calmarla como a un bebé.
-¿Podrían reconocer a los hombres que los asaltaron?
-No creo. Pero con seguridad son hombres de Mate Cocido- dijo el gerente.
-Ya me lo sospechaba- murmuró el comisario.
Y comenzó a caminar por su despacho a grandes zancadas. Sentía que peligraba su
puesto. Por los robos que se habían producido en la zona, el Gobernador lo tenía en capilla
pese a su incondicional colaboración en tiempo de elecciones.
-¿Qué sucedió después?
Hasta pasado el mediodía los había mantenido atados. A excepción de la señorita,
con quien estuvieron muy amables y le permitieron que se sentara sobre un tronco.
Indudablemente esperaban que pasaran otros a quienes asaltar. Como la hora avanzaba y
eso no sucedía, huyeron en el coche de la compañía llevándose las llaves de los otros dos
vehículos. No bien se alejaron, la jovencita pudo desatar al resto. El dueño de la camioneta
logró hacerla arrancar con ayuda de un cable y así habían podido llegar a hacer la
denuncia.
-¿Recibieron malos tratos?
-Solamente de los tábanos y los mosquitos.
El comisario se recostó en su sillón giratorio y los miró uno a uno.
-Pero Comisario, ¿no va a salir a perseguirlos? No se los puede dejar ir con todas mis
cosas. ¡Tienen mi valija con la ropa, mis relojes para vender! ¡Haga algo, señor comisario!-
dijo efusivo el viajante.
-Se hará lo necesario.
Y con ademán enérgico ordenó a todos que pasaran a la sala de guardia. A través de
la puerta entreabierta escucharon que el comisario pedía por teléfono una comunicación
con Resistencia. Un momento después reportaba lo sucedido. Los hombres estaban
callados y la jovencita suspiraba de vez en cuanto. El ventilador chirriaba desde el techo.
El agente de policía, que había vuelto a su posición inicial, junto al marco de la puerta, se
dio vuelta para mirarlos y después siguió con la vista los movimientos de una lagartija que
cruzó por la vereda y se escondió en el pasto.
Cuando el comisario salió del despacho para encabezar la salida rumbo a la escena
del triple asalto, el viajante lo llamó a un costado y en voz baja le pidió:
-Por favor, no ponga en su informe el nombre de mi acompañante. Es una señorita de
buena familia y yo soy un hombre casado.
-Quédese tranquilo, mi amigo. Entiendo. Yo también soy casado.
Evitar la violencia
Mientras todo esto sucedía, en un caserío ubicado cerca de Sáenz Peña, Mate Cocido
se reorganizaba para nuevas acciones. Todos los días se enteraba de las últimas noticias,
escuchando la radio cuando podía, leyendo los periódicos locales y nacionales además de
recibir los datos que le suministraban sus amigos, aliados, protegidos, o simplemente
interesados en la suma de dinero con que generosamente recompensaba toda información
que diera cuenta de movimientos de las compañías, de las fuerzas policiales, de otras
bandas que actuaban en el Chaco.
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- Por cualquier asalto que se cometa en el Territorio me cuelgan el San Benito. Hasta
cuando se roban dos pesos o una cadenita…
-Consolate hermano- le replicó Ismael, que aceitaba un rifle a su lado. –Eso te hace
más famoso. Te respetan más o te tienen más miedo.
-¿Son tan torpes que no diferencian un charco de un río?
- Así, la policía no sabe por dónde salir a buscarte. ¡Si estás por todos lados! Además,
nadie nos quita los trece mil que llevaba el gerente de la Quebrachales.
Peralta salió de la galería, dejando a Ismael en la tarea de limpiar las armas. Tenía
que serenar su ánimo. Se enojaba cada vez que tenía noticias en las que le atribuían
acciones que no había dirigido. Justamente en esos días, que había planeado
cuidadosamente y ejecutado con éxito el asalto al gerente de la Quebrachales, camino a
Puerto Tirol, los diarios lo hacían aparecer como ocupándose de interceptar viajantes y
quedarse con chucherías. Él siempre había tratado de mantener una línea de conducta y la
defendía celosamente. Pegaba fuerte y duro donde le dolía a los poderosos: su caja de
caudales. Planeaba con tiempo y ejecutaba con rapidez y limpieza, sin violencias
innecesarias. Lo había escrito y alguna vez lo haría público:
“Yo llevo a la práctica dos normas de conducta: la primera, evitar la violencia todo lo
que pueda, dentro de mi realidad, para alejar todo posible homicidio o comentario
desfavorable desprestigiándome a mí y a los camaradas que me acompañan; la segunda,
extremar las energías en el combate forzoso cuando se trata de defender la libertad o de
eliminar algún delator. A veces, aparezco envuelto en hechos que distan mucho de
coincidir con mi manera de proceder.”
No siempre necesitaba recurrir a la violencia para librarse de los traidores. Le
bastaba con excluirlos del círculo de la hermandad, de la red solidaria que había ido
tejiendo a su alrededor. Despechados, se alejaban y así surgían las pequeñas bandas que
actuaban como falsas copias del original.
Peralta no podía olvidar la muerte del Calabrés y la reacción no prevista de la esposa
de Martínez. Esa primera baja dolorosa lo había llevado a optar por eludir los
enfrentamientos siempre que fuera posible y adoptar como norma el no matar. Si algo
salía mal, como el año anterior en Quitilipi con la sucursal del Banco Nación, era mejor
huir y dejarlo para otra oportunidad. Un golpe podía repetirse como de hecho lo hicieron,
pero la muerte era un nudo que nadie podía desatar.
Peralta conducía a su gente en soledad, después de la detención de Zamacola,
asumiéndose como único responsable de lo que sucediera. Exigía a cambio lealtad
incondicional. Por eso, dudaba ahora ante la posibilidad de asociarse con el Pampeano.
Vairoleto no era uno de “sus” hombres. Tenía su propio estilo y su historia. No podía
impedirle que actuara en el Chaco y comprendía también que la unión podía fortalecerlos.
Las contradicciones entre los poderosos lo favorecían por el momento pero él sabía bien
con qué fuerzas debía enfrentarse. La creación de un cuerpo de Gendarmería Nacional
destinada a actuar en los territorios nacionales era un hecho inminente y cuando eso
sucediera, sus fuerzas iban a ser insuficientes para enfrentar tropas con equipamiento
moderno y apoyo del gobierno nacional.
Regresó junto a Ismael que se ocupaba ahora de una escopeta de doble caño y le
ordenó:
-Hablá con Manuel Delgado y decile que arregle lo del encuentro con el Pampeano.
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Francisco Aguirre acaricia al perro que se ha echado sobre sus pies y evoca:
Todos hablaban de él… Todos hablaban pero el único que actuaba era Mate Cocido.
Se había transformado en una realidad presente en cada rincón del Chaco…
Jaque al Gobernador
Gómez sabía que el Gobernador estaba sentado sobre ascuas y su demora en producir
resultados había contribuido a crearlo esa situación.
Pero ya llegaría la hora de actuar.
El arte del cazador incluye la paciencia.
Y eso le sobraba.
La nota editorial de El Territorio aumentaría el malestar del Gobernador.
EL TERRITORIO, Resistencia, Marzo 8, 1938
TRES NUEVOS ASALTOS SE REGISTRARON AYER A UNOS VEINTE
KILOMETROS DE PRESIDENTE ROQUE SAENZ PEÑA
“Entregadas las autoridades policiales a la ‘caza de lectores’, fácil le resulta a la
delincuencia actuar con entera libertad.
La misma banda que desde hace más de dos años ha cometido cerca de cincuenta
asaltos y robos en distintas zonas del interior del territorio, que actúa con sin igual descaro
–no cabe aquí la palabra audacia porque se ajusta más a la realidad aquel vocablo-, que por
la impunidad en que desenvuelve sus actividades delictuosas pareciera estar vinculada a la
propia policía, sino en un orden general cuando menos en un aspecto parcial, que ya se ha
adueñado de cerca de trescientos cincuenta mil pesos, amén de joyas y efectos de valor,
llevó a cabo en el día de ayer, tres atracos consecutivos.
SIN GARANTÍAS
No es un secreto para nadie que en este período de gobierno ejercido por el doctor
Castells, el Chaco ha carecido de garantías en todos los órdenes, pero, por encima de las
causas y circunstancias que marcan a fuego su desquiciadora actuación, corresponde
señalar estos nuevos hechos ocurridos ayer como demostración terminante o también
indestructible de que esa falta de garantías llega ya a extremos tales que se hace necesaria
la unificación de todas las voluntades para reclamar del Ejecutivo Nacional una
intervención urgente y capaz de devolver al territorio la tranquilidad de que hoy carece,
pues sin ella su evolución progresiva habrá de estancarse irremediablemente.
Los asaltos de ayer son la consecuencia directa de la utilización de los representantes
del orden para llenar las exigencias de esa baja politiquería a la que está entregado el
mandatario. Todos ellos, en efecto, fueron ocupados en la ‘caza’ de ciudadanos para surtir
de votantes a los oficialismos de Corrientes y Santa Fe en los comicios de anteayer.
Virtualmente abandonadas las dependencias policiales, convertidos los comisarios,
subcomisarios, oficiales y agentes en jefes de grupos, lógico resulta que la delincuencia
actúe libremente, sembrando el terror en el interior, por cuyos caminos ya son pocos los
que se atreven a transitar.
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RESERVA INJUSTIFICADA
Respecto de estos hechos la policía ha guardado una estricta reserva, que no se
justifica de ninguna manera. De ahí que se ignore si han tenido resultado alguno las
diligencias que se ha de suponer se habrán efectuado para dar con los delincuentes.”
8
Encontré a Mate Cocido por segunda vez en el año 38. Habían pasado dos años del
asalto al tren.
Fue una casualidad enorme, providencial diría yo aunque usted no lo crea, de esas
que llevan a que uno se pregunte si realmente existe, o no, el destino. Como le dije antes,
yo vivía en Sáenz Peña con mis padres. Era una casa pequeña, ubicada en las afueras.
Estaba enfermo y desde hacía unos días tenía fiebre muy alta. Mi padre, también
ferroviario, estaba de viaje y mi madre…
Un médico para el enfermo
La madre sentada junto al lecho del niño enfermo, preocupada, no atinaba a moverse
del lugar y dejaba hacer. Las vecinas habían buscado a una curandera para que lo alivie. La
médica había indicado cataplasmas con semillas de lino, y el olor del lino húmedo,
mezclado con el de las hierbas que bullían en la preparación de un brebaje, invadía el
cuarto. La médica rezaba en un rincón y cada tanto se acercaba y hacía cruces en la cabeza
del niño, en su pecho, en sus manos con una imagen envuelta en una cinta roja.
La casa estaba en penumbras porque había anochecido. Las sombras que el farol
proyectaba sobre la pared se agigantaban y danzaban amenazantes en la mirada febril. La
mano de la madre intentaba apartar los miedos retirando el pelo húmedo de la frente.
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Fue entonces cuando él llegó. Venía pidiendo refugio para pasar unas horas porque
una partida policial controlaba el camino. Lo acompañaba una muchacha de cabello negro,
muy bonita. Él llevaba, como aquella vez en el tren, su boina negra. Se la sacó al entrar al
cuarto donde lo condujeron las vecinas en busca de la dueña de casa. Informada la madre
de su pedido, sólo le contestó con un gesto señalando al niño. El hombre se acercó al lecho
del enfermo y le tocó la frente. Al agacharse, la cicatriz de su frente se hizo surco de
sombra por efecto de la luz del farol. Cuando el niño abrió los ojos al contacto de una
mano fresca, distinta de la tibia mano de la madre, reconoció esos ojos, recordó esa mirada.
-El reloj. Tengo que darle el reloj…- dijo el niño entre castañeteos de dientes.
Delira, pensó la madre. Es por la fiebre.
-El chico necesita un médico- dice el hombre y consuela a la madre.
La joven de los cabellos negros se acerca y se sienta con cuidado a los pies de la
cama del enfermo. El hombre pide que le coloquen paños mojados en la frente. Aparta al
grupo de vecinas que se asomaban y les pide que le consigan ropa oscura. Las vecinas se
sorprenden. Buscan en un arcón y sólo encuentran ropa negra de mujer. El hombre toma
las prendas: un vestido largo y un manto de paño. El hombre se transforma en la réplica de
alguna viuda lugareña. Las mujeres quedan un momento en silencio y murmuran entre
ellas.
La médica sigue con sus rezos; su voz entona una letanía incansable.
La jovencita ayuda a la madre a cambiar los paños en la frente del enfermo, sumerge
los trozos de tela en una palangana con agua fría, los estruja, los dobla con cuidado, se los
alcanza.
-El reloj, tengo que darle el reloj- repite el niño.
La madre intenta explicar a la jovencita que el abuelo tiene un reloj muy bonito y le
ha prometido dárselo como regalo cuando termine la escuela primaria. El niño sueña con
ese reloj.
Cuando la médica culmina su plegaria los sonidos de la noche se cuelan con el
chistido de la lechuza junto con el temor por la policía acechando en el camino el paso de
Mate Cocido. Se escucha llegar un carruaje tirado por caballos. Es el hombre de la boina,
libre de vestido y mantón; llega acompañado por el doctor del pueblo vecino.
La espera terminó.
El médico entra con su maletín negro. Revisa al niño. Cuando la madre quiere
agradecer al hombre de la boina advierte que él y la muchacha se han retirado.
El hijo sueña con el regreso del padre
A muchos kilómetros de allí, en la provincia de Córdoba, en la localidad de Ferreyra,
hay otra madre que espera.
Ramona cierra con cuidado la puerta del dormitorio. Marito duerme.
La noche se le ha hecho interminable.
Como todas las mañanas, a las ocho, se dirige a la cocina para alistar el desayuno.
Desde la ventana puede ver el jardín y allí el fresno amarilleando para anunciar el otoño. El
cerco de ligustrina necesita una poda. Ha crecido con las últimas lluvias. El cerco necesita
una poda y ella lo necesita a Julio. Detrás de la ligustrina, la verja; detrás de la verja, la
calle que lleva lejos, tan lejos como se lo lleva a Julio, cada vez que desaparece de Ferreyra
durante dos, tres, cuatro o cinco meses, y regresa sin previo aviso en medio de la noche
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anunciándose con sus tres llamados, dos largos y uno corto, para que destrabe las puertas y
le permita entrar. Quisiera que ya esté de regreso porque aquí nada les falta, nada que no
sea el padre del niño y el compañero que completa la casa con su presencia pero la deja
demasiado vacía cuando se va.
Ramona busca la leche, enciende la hornalla de la cocina y coloca el hervidor a
calentar. Saca la cafetera, la llena de agua. Baja el tarro de café del estante. El café estará
listo cuando despierte Marito, su tesoro. Lo cuida celosamente y está atenta a la menor de
sus necesidades pero no lo abruma con su amor. Sabe que no es bueno que un niño reciba
demasiados mimos aunque extrañe a su padre. Así la educaron. En el respeto y la distancia
a los mayores, en un hogar austero, pobre de muebles y vajilla, rico de afecto… Como el
que siente por Marito, los mismos ojos del padre, la ausencia del padre en los ojos, la
tristeza que pregunta sin palabras.
Baja la llama del quemador para evitar que se derrame la leche. El olor a café inunda
la cocina. Corta el pan para las tostadas. Busca la manteca y la mermelada de naranjas y las
dispone sobre la mesa. Dos platitos, dos tazas, dos cucharitas. El azúcar en la azucarera de
loza con flores azules que le compró Julio. Las tostadas doradas pero no negras. Como le
gustan a Julio cuando su lugar no está vacío, cuando son tres los cubiertos, cuando el hijo
tiene padre y la mujer esposo, cuando la casa tiene hombre y no hay noches sin sueño,
cuando no existe el miedo de que no vuelva, de que los diarios hablen de lo que no quiere
pensar, de lo que no quiere que pase.
-Mamá, quiero la leche.
Es Marito. Se ha levantado sin que ella lo note. Está parado junto a la puerta con su
pijama de ositos. Lo levanta en sus brazos y le da dos besos, uno en cada mejilla. Después
lo ubica en su lugar en la mesa.
-Pronto estará lista tu leche.
Trajina por un momento para completar su tarea. El desayuno está listo. La mesa
servida.
-Soñé que papá venía a quedarse con nosotros.
- Va a venir cuando termine su trabajo. Tomá toda tu leche. Después nos vamos al
centro. Ahí compramos papel, un sobre y le mandamos a papá una carta pidiéndole que se
apure. Le vamos a decir que lo estamos esperando, que lo queremos mucho.
(Lejos están los días del regreso al hogar… ¿Cómo mantener el cubil a salvo? ¿Cómo
defender la madriguera de garras ajenas? ¿Cómo eludir las consecuencias del camino
elegido? ¿Cómo esconder el nido? ¿Cómo proteger el cachorro? No basta el paquete que
deslumbra los ojos del niño con un tren de madera pintada, una pelota de cuero y los
soldaditos de plomo para compensar la ausencia. Es poco un verano. Demasiado poco.)
Lo veo emocionado con la historia. Mire, a mí también me emociona recordar todo
lo que pasó en esa época. Eran tiempos duros, hasta crueles diría yo. Estaban los que
querían verlo muerto. Los que lo defendían. Para mí Mate Cocido era como un ídolo,
como un goleador, como un justiciero…
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Informante calificado
Gómez había llegado temprano a su oficina. Pero no lo suficientemente temprano.
El Gobernador ya estaba en su despacho.
Con fastidio recibió, de labios del ordenanza, el pedido de que fuera a verlo no bien
llegara.
Eso implicaba el tiempo humillante de la antesala si seguía el trámite habitual de
hacerse anunciar.
Aún a riesgo de despertar la ira del Gobernador, golpeó la puerta y entró.
El Gobernador, sentado en su escritorio, leía una carta. Lucía preocupado y no se
molestó con la interrupción.
Inició el diálogo con un pedido: quería que acelerara la investigación porque
necesitaba dar pruebas de su control sobre el territorio. El mismísimo Presidente Ortiz se
había hecho eco de los reclamos de empresarios chaqueños que exigían seguridad para sus
operaciones comerciales. La carta era de Diógenes Taboada, el ministro del Interior, quien
le conminaba, en términos duros, a imponer el orden y la legalidad, costara lo que costase.
No le informaba, a cambio, de fecha cierta para el comienzo de la actuación de
Gendarmería Nacional en el territorio.
Prometió al Gobernador hacer lo posible y se retiró.
Había citado con anterioridad a quien podía ser buena fuente de informes: una mujer
que regenteaba la más conocida de las casas de tolerancia del Chaco y que estaba dispuesta
a cambiar confidencias por una mayor permisividad hacia sus negocios.
La vio, sentada, junto a la puerta de su oficina.
Percibió el perfume antes de distinguir los rasgos.
Llevaba vestido rojo brillante, con una boa de plumas al tono. Tenía, sobre el cabello
rubio platino, un casquito de color negro bordado con mostacillas.
Ella se paró al verlo llegar. Sus zapatos de tacones altos proyectaron hacia arriba y
adelante una figura audaz, que no había perdido atractivo con el paso de los años.
Evidentemente había conquistado su lugar a fuerza de trabajo y méritos propios.
-Señora…
-Madame Lulú.
La conversación fue breve. Cuando dos individuos saben lo que están dispuestos a
ceder a cambio de lo que necesitan no hay dificultades para el arreglo.
La mujer se retiró pero dejó tras ella un aroma penetrante que persistió en la oficina.
Deseó no haberla encontrado en ese lugar y se propuso otro escenario para la próxima
entrevista.
Eran las nueve de la mañana.
Los periódicos lo estaban esperando sobre su escritorio.
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9
Le conté de las dos veces que me crucé con Mate Cocido. Y hubo una tercera vez, de
esa no estoy muy seguro, pero de lo que sí estoy convencido es de que no murió en el
enfrentamiento con la Gendarmería en el año cuarenta. Ni que se fue a vivir al Paraguay.
Le podría jurar que, si salió del país, regresó no bien dejó de ser noticia en los diarios.
Pero eso se lo cuento después, todavía queda mucho hilo para desenredar. La fama
de Mate Cocido había crecido tanto que un renombrado bandido del sur, Vairoleto, quiso
conocerlo…
Dos bandidos se saludan
El encuentro entre Juan Bautista Vairoleto, conocido como el Pampeano, y Mate
Cocido fue precedida por el intercambio de mensajes llevados por emisarios de mucha
confianza y se concretó en el mes de diciembre de 1937, gracias a las gestiones de Manuel
Delgado, que tenía conocimiento de los dos hombres.
Peralta viajó a Buenos Aires y en un burdel de Barracas, tuvo una larga charla a solas
con el Pampeano. Los lugartenientes quedaron en los pasillos y se mezclaron con los
clientes que esperaban los favores de las pupilas de la casa.
Nadie pudo saber de qué hablaron pero estuvieron reunidos por espacio de varias
horas.
Los dos hombres se asemejaban en muchos aspectos. Regalaban a los pobres lo que
robaban a los dueños de la ley y de la tierra. Tenían más o menos la misma edad, apenas
unos años mayor el Pampeano. Actuaban en territorios con débil organización
institucional, a los que habían llegado desde otras provincias. El Pampeano había nacido en
Santa Fe. Desde muy jóvenes habían tenido desencuentros con la autoridad y tenían un
largo historial de arrestos por delitos menores. Ambos se habían nutrido de los ideales
libertarios del anarquismo que habían traído al país los inmigrantes europeos, italianos
sobre todo, y que animaron el surgimiento de las organizaciones entre los trabajadores.
Encontraban los dos refugio en el hogar de los humildes que los protegían con su silencio.
Seguramente transitaron, durante la conversación, el recuento de la vida, las
experiencias, las ideas y las esperanzas.
Y, a la luz de los hechos posteriores, es posible que en ese mismo encuentro
surgieran algunas diferencias.
El campamento de El Potrero
Peralta no quedó convencido después de la entrevista con el Pampeano. Por eso, no
había comprometido el accionar conjunto, aunque sí le ofreció su red de contactos y el
apoyo de los amigos. Esperaba que el tiempo disipara sus dudas. ¿Los motivos? Después
de conducir en soledad a sus hombres durante dos años, dudaba de poder volver a
compartir el mando. Siendo Vairoleto del sur, y por desconocimiento de la zona y su gente,
no iba a ser muy diestro en el Chaco y con la gendarmería actuando en el territorio,
cualquier equivocación podría ser letal. Las ideas de Vairoleto no eran muy diferentes de
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las que él mismo había sostenido en su juventud, o de las que habían compartido con El
Vasco en las largas charlas de la cárcel. Pero, con el paso del tiempo, sin renunciar a ellas,
Mate Cocido había endurecido la mirada y confiaba más en la fuerza de un golpe rápido y
certero para sorprender al enemigo que en la fuerza de las palabras. Y por último: un
temor. La lealtad de los hombres no es transferible.
Tras un accidentado viaje desde Buenos Aires a Resistencia, sospechado de
filtraciones infidentes, Vairoleto se alojó en la casa de Manuel Delgado en Cote Lai y
contó con el apoyo de los hombres de la banda que aceptaron participar con él en lo de La
Forestal.
Peralta no le retaceó el apoyo pero lo dejó hacer y no participó en las reuniones
previas ni en el desarrollo de la acción. Decidió retirarse por un tiempo con Ismael y el
Tata Miño al campamento de El Potrero, cerca de Sáenz Peña.
El campamento de El Potrero estaba en una limpiada, en medio del monte, como a
una legua del matadero de Sáenz Peña. Había que rodear largamente una zona
impenetrable del monte. Todo estaba construido con ramas, paja, madera y barro y los
colores eran los mismos del paisaje que lo rodeaba. Podían vivir allí, cómodos, hasta diez
hombres y quedarse el tiempo que fuera necesario. Sólo tenían que ser discretos para salir
al camino y para las compras de mercadería. Era difícil disimular una compra grande
porque llamaba la atención a la gente del lugar y, si surgían comentarios, la policía podía
entrar en averiguaciones. Por eso, mandaban a comprar a la ciudad y aumentaban sus
reservas con lo que podía cazar el Tata Miño que era un eximio cazador.
La disciplina en el campamento era estricta. Nadie podía estar ocioso. Peralta reunía
a sus hombres cada noche para organizar el trabajo futuro y para informarlos de cualquier
noticia importante. En el año 1938 ocuparon ese campamento por varios meses hasta el
allanamiento por lo de Garbarini. Se turnaban para las compras. El que iba a la ciudad,
traía los diarios y las noticias de los amigos. El Tata Miño salía de cacería con Ismael o
Chazarreta. Alguno quedaba siempre para hacer guardia en el mirador y detectar cualquier
visita inesperada. El mirador era una pequeña tarima que habían montado en lo alto de un
quebracho corpulento desde donde podían controlar el único acceso al campamento.
Los víveres se guardaban en un túnel cavado en un montículo de tierra que tenía la
boca tapada con una puerta de ramas y barro, capaz de aguantar una lluvia discreta.
Cuando el aguacero era muy fuerte, el túnel se inundaba y había que desagotarlo, abriendo
una zanja para que el agua corriera hasta una cárcava y, desde allí, al arroyo. Mantener los
campamentos en buenas condiciones era necesario para tenerlos disponibles en caso de
urgencia.
Peralta se ocupaba de poner en orden las armas y las herramientas con ayuda de
Ismael. Guardaba lejos de posibles remojones los mapas y recortes de diarios que le
interesaban. Lo que sobraba de los periódicos servia para aislar del frío y de la humedad
los lugares que usaban para dormir. Cuando salían, vestidos con ropa de ciudad, nadie
podría haber imaginado el lugar donde habían pasado la noche.
Partiendo desde el campamento, Peralta hizo un viaje a Córdoba y otro a Rosario.
Fue al regresar de uno de esos viajes que se enteró de la detención de Herminia. La noticia
lo dejó mal. Para lo único que habló ese día fue para mandar un emisario que le hiciera
llegar a la joven todo lo que necesitara en la prisión. Ni siquiera cuando el enviado regresó
y le contó que la habían tratado bien, Peralta se alegró. Desde ahí, las reuniones se
espaciaron. Salía a caminar y parecía ausente. Ismael lo acompañaba pero callado. Los
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demás no sabían cómo tratarlo. Tal vez fue para levantarle el ánimo que el Tata Miño
planeó el asalto siguiente y se lo propuso. Se enteró que un estanciero de la zona iba a
viajar a Resistencia con una suma fuerte de dinero. Podían cortarle el paso a la altura de
Presidente La Plaza y después regresar al campamento por el monte, sin demasiado
riesgo…
(Y llegaron los días de la confusión y la duda. ¿Cuándo fue que las sombras nublaron
el rumbo? El miedo creció hasta ocultar el cielo. Tendió sus tentáculos al galope y la
polvareda tapó la luz del sol. La tierra se cubrió de frío y los pasos son sólo manotazos a
tientas. Las ideas caen mustias y las palabras se secan. No existe el bien. No existe el mal.
Olvidados están los signos para encontrarse en la multitud, el tronco firme para navegar en
la correntada. Ya no hay ley propia ni ajena. El padre es la ley. En nombre del padre y de la
ley. ¿Cómo se vive si el padre es una ausencia? El mundo oculta sus claves mágicas. Un
ojo castiga con sus rayos de luz. ¿Quién es el padre de los hijos sin padre? Una pregunta,
se hacía necesaria una pregunta. La que dé cuenta de la razón de ser, porque si apareciera
la pregunta, estaría la posibilidad de buscar la respuesta. No hay respuestas prestadas. Cada
uno debe encontrar la pregunta, la única pregunta para orientar la marcha.)
Mal sueño
Gómez se ponía taciturno al regresar a la pensión.
Más aún los días de lluvia.
Dormitó en su cuarto hasta el atardecer…
Tuvo un sueño. El nuevo Gobernador lo recriminaba, severo, En el mismo transcurso
del sueño él pensaba que eso era absurdo. ¿O no eran amigos del nuevo Gobernador
quienes le habían pagado para que no apurara el trabajo? Y él, habiendo avanzado, no hizo
públicos los resultados para complacerlo.
El nuevo Gobernador tenía la voz de su padre.
Se despertó inquieto.
Sus dientes castañeteaban.
Tomó las mantas y se envolvió en ellas.
Debió haberse dormido nuevamente porque volvió a soñar, aunque más parecía una
visión de vigilia.
La jovencita detenida esa mañana estaba ahí.
Los cabellos muy negros. El aspecto firme y la mirada desafiante. No había hablado
en el interrogatorio y tampoco lo hacía ahora.
Sólo lo miraba.
Sintió envidia por el hombre capaz de inspirar sus sentimientos de mujer, de encender
así sus ojos al defenderlo con su silencio obstinado.
Después despertó.
La oscuridad había ganado su cuarto y en tinieblas la soledad le crecía adentro hasta
hacerse dolorosa.
Se incorporó temblando.
Prendió la luz.
Con la definición del límite exacto de cada objeto, recuperó la calma.
Era mejor volver al trabajo, aún sin salir de su habitación.
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Había diarios por leer.
Algunos episodios ocurridos recientemente le resultaban confusos.
Dejaban dudas.
Abrió La Voz del Chaco y leyó:
“Al anochecer del día 10 de mayo se hallaban cenando en una de las habitaciones de
la estancia que posee La Forestal en el Km 23, del ramal forestal, el Administrador de la
misma, el mayordomo de apellido Miérez y un empleado. De pronto, irrumpieron en el
patio varios sujetos, dos de los cuales interceptaron a la esposa del Administrador y a la
sirvienta diciéndoles que no tuvieran temor porque no iba a ocurrir nada pero que
guardaran silencio. Otros cuatro sujetos se apostaron junto a la puerta de la habitación
donde cenaban los hombres. Fue ahí cuando el mayordomo Miérez tuvo la intuición de que
algo sucedía y se encaminó hasta el dormitorio regresando con un Winchester. Los
delincuentes al advertir el movimiento hicieron una descarga cerrada. Miérez fue tocado
por varios proyectiles, dejando de existir casi inmediatamente mientras que el
Administrador quedó gravemente herido y resultando ileso el tercer hombre por haberse
arrojado al piso al oir los disparos.”
La versión de El Territorio agregaba:
“No hubo en desarrollo del suceso la clásica orden de `Arriba las manos’. Los
delincuentes actuaron con cierta vacilación o temor, ya que no se presentaron ante sus
víctimas en la forma en que saben hacerlo los elementos más avezados, o sea por sorpresa,
anulando toda posibilidad de resistencia. De ahí que el suceso tuviera tan dolorosas y
trágicas consecuencias.”
Algo no encajaba.
No era el estilo de Mate Cocido.
Sin embargo, todos coincidían en atribuírselo.
Golpearon levemente a la puerta de su cuarto, interrumpiendo sus cavilaciones. La
soledad tendría un momentáneo paréntesis.
El tenue sonido de los golpes anticipó la entrada de la dueña de la pensión.
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10
Le estaba diciendo que todavía había para contar y es que, me acuerdo muy bien, en
el año treinta y nueve, se conocieron una serie de secuestros efectuados por Mate Cocido.
Fue un año muy agitado para todos. Cómo podía, con dos o tres días de retraso, yo me
hacía de los diarios para estar enterado de las noticias. Me interesaban más las noticias
de Mate Cocido que las de la guerra que se avecinaba…
Primer secuestro
Cuando escucharon el disparo del Tata Miño, salieron del monte al camino para
interceptar el vehículo. Era la señal convenida. El hombre de la boina y tres de sus
compañeros se instalaron en la zanja apuntando hacia la nube de polvo que levantaba el
coche, apenas visible. Una vez próximo, le hicieron señas al conductor para que se
detuviera.
Del coche descendió, con las manos en alto, un señor vestido de traje a quien
siguieron una señora rubia con un pequeño sombrero rojo y una niña de unos tres años de
edad. Verlos y comprender que no se trataba del estanciero que esperaban, que el Tata
Miño se había equivocado de auto, fue una misma cosa.
El hombre de la boina les ordenó subir de inmediato al asiento posterior y,
colocándose al volante, internó el coche por una picada hasta quedar fuera de la vista de
quienes pasaran por el camino.
Hasta allí se acercaron el resto de los hombres que venían corriendo.
Desorientado por la equivocación, Mate Cocido vaciló. Ordenó revisar el equipaje.
De la documentación surgió que se trataba de Luis Garbarini, su esposa y su pequeña hija,
miembros de una familia de muy buena posición en Resistencia.
-Vamos a pedir rescate- improvisó.
-El señor Garbarini se queda con nosotros hasta que llegue el dinero.
Obligó a Garbarini a que escribiera una carta a sus familiares pidiéndoles que
entregaran la suma de veinticinco mil pesos moneda nacional a cambio de su libertad.
Detallaba la forma en que debería ser entregado el dinero: tenían que arrojarlo, envuelto en
un paquete de papel blanco, desde una ventanilla del lado izquierdo del tren del próximo
martes por la noche, de la línea de Sáenz Peña a Pampa del Infierno, entre las estaciones de
Napenay y Avia Terai, cuando vieran una señal luminosa moviéndose en círculos en el
monte.
El hombre de la boina ordenó a uno de los suyos que condujera a la señora y a la niña
de regreso a Sáenz Peña para dejarlas a unos kilómetros de la población y que, tras
cerciorarse de que alguien las auxiliara, regresara al campamento.
Mientras tanto, los demás hombres y Mate Cocido escoltaron a Garbarini en una lenta
marcha a pie, internándose en el monte.
El martes siguiente, tal como se pedía en la carta, obtuvo el dinero del rescate y liberó
a Garbarini no bien amaneció.
El campamento de El Potrero ya no era un lugar seguro. Ese mismo día, tras repartir
el dinero decidió el retiro del lugar. Dos de sus hombres lo acompañaron. Los tres
restantes, Chazarreta entre ellos, optaron por permanecer allí un día más.
______________________MNP - 83
Instalado en la casa de un amigo en General Pinedo, se enteró por los diarios que la
policía había allanado el campamento y que en el enfrentamiento había muerto Chazarreta,
logrando huir los demás.
El hombre de la boina ordenó a sus compañeros tomar rumbos diferentes. Debían
separarse para mayor seguridad.
Él viajaría a Córdoba. Hacía mucho que no veía a Marito.
Nuevas autoridades en el Territorio Nacional del Chaco
Gómez tuvo su primera entrevista con el nuevo Gobernador.
La llegada de Gendarmería al Territorio constituía un logro político de importancia a
pocos días de su nombramiento. Contaban así con el respaldo de doscientos hombres
elegidos, conexión con jefes militares y aviones de apoyo, estaciones radiotelefónicas,
motociclistas, camiones, ametralladoras, lanzabombas luminosas y de gases, corazas y
todos los demás elementos que caracterizaban a un ejército de ocupación. El mundo estaba
convulsionado. Se hablaba de la guerra en Europa como cosa inminente. El militarismo era
contagioso.
Eufórico, el nuevo gobernador le había manifestado su confianza y lo había ratificado
en su cargo.
Gómez sabía, sin embargo, que ese arsenal resultaría ineficiente contra Mate Cocido
y sus métodos. Debía combatirlo imitando su estilo. Combinar la astucia con la sorpresa y
sumarle ahora la fuerza.
Dejó los despliegues armamentistas para lucimiento de los desfiles y trazó varios
operativos simultáneos que empleaban a equipos de tareas de seis o siete miembros
actuando en lugares claves. Unos serían supuestos compradores de tierras, otros, ingenieros
de caminos; los más se emplearían en chacras como braceros y se mezclarían en los bares
para recoger información…
Muy pronto tuvo a un gran número de hombres distribuidos en el Territorio.
Uno de los resultados tuvo pronta repercusión en la prensa.
“Ismael García, lugarteniente de Mate Cocido, huyó herido de un enfrentamiento con
Gendarmería. Los gendarmes actuaban vestidos de civil, haciendo supuestas mediciones de
caminos. Simularon un desperfecto en su vehículo y sorprendieron a Ismael García que se
detuvo a auxiliarlos. Tras el tiroteo, el hombre huyó y corre peligro de morir desangrado.
Está a merced de los animales del monte.”
La muerte de Ismael
Ismael había recorrido un buen trecho y, con la seguridad de que no habían podido
seguirlo, se detuvo casi sin aliento en un claro del monte. Se recostó contra el tronco de un
algarrobo, apretándose el costado herido. Notó que había perdido mucha sangre por la
mancha creciente que ganaba su pantalón y su camisa.
Estaba seguro que no lo encontrarían los gendarmes, por lo menos no ese día... Pero
tampoco podía esperar ayuda de los compañeros porque a ninguno le había contado de su
derrotero. Cuando se enteraran por lo diarios, dos o tres días después, saldrían a buscarlo…
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Lamentó haberse confiado. Se había detenido en el camino, confundiendo a los
gendarmes con paisanos en apuro y, al acercarse a la camioneta, cuando le preguntaron si
era mecánico, notó por el acento que no eran lugareños. Fue demasiado tarde. Quiso
regresar a su auto pero le cortaron el paso y, apuntándole con sus armas, gritaron:
-Entregate, matrero.
Ismael pasó de un salto la cuneta y cuando ya llegaba a los primeros matorrales,
sintió el primer disparo quemándole el hombro y luego un segundo disparo penetrando en
su costado izquierdo.
Sabía que ganar el monte era la única salvación posible.
Corrió sin pensar, sin dudar, sin percibir los arañones de las ramas y las espinas…
hasta que el cuerpo le pidió tregua.
Ismael siente ahora la sangre caliente sobrepasar la valla de sus dedos. Intenta
contenerla, comprimiendo la herida, pero la sangre fluye mansa, tenaz, caprichosa,
mientras va tiñendo de rojo la mano, las ropas, el suelo…
Resiste para no perder la conciencia, lucha por el control de los pensamientos, se bate
con la niebla que le oscurece la mirada… Desfilan ante sus ojos los últimos tiempos, los
compañeros, los amigos, su familia… El desmayo anticipa a la muerte que pudorosamente
le cubre los ojos para que no vea lo que sucederá después.
El cuerpo de Ismael queda allí mismo, donde se detuvo, recostado contra el
algarrobo.
Con las primeras sombras, se acercan los perros carroñeros atraídos por el olor de la
sangre. Desconfiados husmean y rondan en círculos, hasta que uno se acerca y da el primer
tarascón. Sin demoras, la jauría se arroja voraz desgarrando la carne, disputando las
vísceras, los huesos.
Al día siguiente, los caranchos y las hormigas limpian los restos.
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El canto de los gallos corta el momentáneo silencio que Santiago Aguirre ha hecho,
tomándose su tiempo para vaciar el mate. El joven se da vuelta y mirando hacia el Este
disfruta de los colores que tiñen el cielo del amanecer. Las sombras van cediendo pero
todavía no hay atisbos del disco del sol...
Regreso en soledad
El hombre camina por la picada que cruza el monte y lo lleva hasta el campamento
norte, el que mantenían en secreto para ocupar en caso de emergencias. Sólo el círculo de
los íntimos conocía su ubicación. Volvía de visitar a su mujer y su hijo en la casa de
Ferreyra. Había dejado atrás la ternura, la tibieza y las formas de la ciudad. Regresa ahora
al lugar donde un puñado de hombres espera sus órdenes. El día se estira en la siesta y el
calor zumba tensado por los tábanos que insisten en posarse en la espalda, en los brazos, en
las piernas. El hombre avanza y el monte se hace espeso. Reconoce las pequeñas señales,
para otros invisibles, que le marcan el camino. Está solo. En soledad ha armado el montaje
de la máquina. Cada hombre funciona como pieza de un engranaje. Los informes llegan.
Conoce los movimientos de los gendarmes en el territorio. Los amigos le abren puertas y le
ofrecen refugio cuando lo necesita. ¿Quedan amigos? Herminia, el Vasco y Domínguez
presos. La mujer y el hijo en la ciudad. Los hermanos, dispersos. El Calabrés, muerto.
Chazarreta muerto. Ismael, muerto. No puede apartar de su mente la muerte de Ismael,
solo en el monte, desangrándose, herido por las balas de los gendarmes. Pesa la muerte de
los amigos y el calor húmedo adhiere la camisa a la piel. Los tábanos. Los espinales. Se
saca la gorra para espantar una nube de polvorines. ¿Será posible abrir otro sendero? ¿O el
destino parido a golpes lo llevará al balazo en el pecho en un enfrentamiento o al balazo en
la espalda por una traición? ¿Hay tiempo para cambiar el rumbo? Las malezas se hacen
impenetrables. Se detiene y recupera el aliento. Hubo momentos mejores. Jaquearon al
Gobernador Castells. Desafiaron a la policía. Se tomaron el desquite por los años presos.
Logró burlar el cerco durante todo estos años y piensa que todavía puede hacerlo. Porque
los agentes del orden son lentos y tienen miedo. Porque con unos billetes puestos en las
manos adecuadas se corta la cadena de mando. Los poderosos mandan en el Territorio pero
él manda en los caminos, en los ramales de ferrocarril, en el monte. Siente la amenaza del
nuevo orden impuesto por los gendarmes. Son muchos. Pesa la diferencia. Una rama baja
le golpea la cabeza. Saca el machete y embiste a golpes abriéndose camino en la isleta de
monte hasta llegar al claro. Anticipa la visión de la limpiada del campamento a media hora
de marcha. Apura el paso y espanta a los mosquitos y a las dudas. Las dudas debilitan y
hacen el paso inseguro. Se propone andar más rápido. Sus hombres lo esperan. Es
necesario seguir adelante. Seguir y vencer. Un jadeo involuntario le revela el esfuerzo. El
calor le pesa. El monte parece empeñado en cerrarle el camino. Vuelve a arremeter con el
machete. Avanza lento. Avanza.
El joven quisiera hacer preguntas pero teme interrumpir la corriente de los
recuerdos. La interrupción llega de todas maneras. Del interior de la casa sale la mujer
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del jefe de estación y se sorprende al encontrarlos ahí sentados. Saluda con timidez y
vuelve a entrar en la casa.
Santiago Aguirre, ensimismado, ni siquiera contesta el saludo. Y continúa:
Cuando los gendarmes llegaron, el Chaco parecía un país ocupado…
Amador López paga el rescate
La acción de Gendarmería en todo el Territorio del Chaco hacía difícil el tránsito por
los caminos principales. Todo movimiento de dinero se hacía con protección blindada y se
montaba guardia frente a las oficinas y sucursales de bancos y empresas. Peralta optó por
mantenerse en los caminos secundarios con la intención de interceptar algún cargamento
valioso. El lugar era escogido con cuidado y preparado con anterioridad, permitiendo que
cualquier vehículo pudiera ser conducido por una picada, hasta un abra en el monte, fuera
de la vista de quien pasara por el camino. Y allí se organizaba un campamento provisorio.
Ese día, 20 de abril de 1939, los hombres de Mate Cocido, tras esconder los caballos
en el monte, se habían apostado en las cercanías de La Tigra. Las horas de la tarde
transcurrieron sin novedades hasta que, ya con el sol filtrándose entre las copas de los
árboles, escucharon el motor de un auto que venía del lado de Sáenz Peña. Tres hombres se
pararon en medio del camino moviendo sus brazos como aspas de molino para llamar la
atención del conductor y lograr que detuviera el vehículo. Tras la frenada, Peralta y el Tata
Miño se abalanzaron, uno de cada lado, sobre los ocupantes del asiento delantero que
resultaron ser Amador López, acopiador de algodón y dueño de un almacén de ramos
generales de Colonia Pozo Colorado, y su hija de 17 años.
-¡Bajen del auto!- gritó Peralta.
El hombre y la jovencita bajaron con temor y levantaron las manos, bajo la mirada
amenazante del Tata Miño que los apuntó con su carabina.
Los tres hombres del camino se acercaron corriendo. Uno se ellos se subió al Ford A
y lo condujo hasta el abra por la picada. El grupo lo siguió a pie.
Como las sombras iban ganando el lugar, Peralta ordenó encender el sol de noche del
campamento y, bajo esa luz, los bandidos comenzaron a revisar el asiento trasero y el baúl
del auto lleno de bolsas, cajas y tarros. Todo lo que encontraron fue seis paquetes de
fideos, una bolsa de harina, cinco kilos de yerba, diez kilos de azúcar, cinco latas de
extracto de tomate, un par de zapatos de mujer, dos pares de alpargatas, una pieza de tela,
una cajita de botones, una sierra, un martillo a bolita y una caja de clavos. Decepcionados
al no encontrar dinero o algo de valor que justificara el asalto, miraron al jefe esperando
instrucciones.
-Vamos a pedir rescate- dijo Peralta.
Y mirando a Amador López siguió:
-Nos quedamos con la chica. Vos nos conseguís quince mil pesos y te la devolvemos.
-Pero si no tengo ese dinero. Y no les voy a dejar mi hija. Hagan conmigo lo que
quieran pero a mi hija no la toquen- vociferó Amador López, intentando convencerlos.
-Mirá, te aseguro que no le vamos a tocar ni un pelo. Tenés ocho días. De alguna
manera te las vas a ingeniar para conseguir la plata. Si avisás a la policía, no la encontrás
viva.
Como se hacía de noche, apuraron el trámite. Repusieron todo en el auto, lo subieron
al dueño y le dieron las instrucciones para que les hiciera llegar el dinero, usando el mismo
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método que había dado buenos resultados con el secuestro de Garbarini. Como el hombre
no quería irse sin su hija, el Tata Miño le apuntó con la carabina y luego disparó al aire.
Eso lo decidió. Arrancó dando sacudones y partió sin detenerse.
Esa noche, Mate Cocido, sus hombres y la jovencita secuestrada se quedaron
escondidos en el monte. Armaron, con una lona y frazadas, una cama para la señorita que
aterrada no pronunció una sola palabra. Ellos durmieron sobre los recados y monturas,
turnándose para hacer la guardia.
Al día siguiente, muy temprano, desarmaron el campamento y ensillaron los caballos.
Mandaron a dos hombres por delante. Salieron después el Tata Miño y Peralta con la joven
sentada atrás, en la grupa del caballo. El tercer hombre quedó para borrar los rastros y
cubrir después el camino de regreso.
Peralta mismo se encargó de alojar a la joven en la chacra de Don Remigio.
Cuando recibieron el dinero, según lo pactado, Peralta la llevó hasta la casa de una
familia conocida, en Sáenz Peña y le dio aviso a Amador López para que la fuera a buscar.
Ni Amador López ni su hija denunciaron el secuestro ante la policía. Tampoco
comentaron el hecho entre sus conocidos y cuando alguien, enterado por terceros, hacía
preguntas, ellos guardaban silencio.
Las dos guerras
Gómez sonrió complacido. El nuevo Gobernador le había hecho la deferencia de
invitarlo al agasajo que brindaba a las fuerzas vivas del Chaco.
Allí estaban los gerentes de las compañías y sus esposas, los representantes del Banco
Nación, autoridades policiales, eclesiásticas y militares, dirigentes políticos, empresarios
locales, algunos profesionales.
El poder tiene sus rostros, pensó.
Ellos son el sustento de mi trabajo.
El nuevo Gobernador estaba locuaz y circulaba entre los grupos distribuidos en el
salón. Gómez los miraba desde el sillón que había elegido, cercano a la mesa de vinos, veía
brillar las alhajas que adornaba los cuellos y los brazos de las mujeres, los trajes de los
hombres lucían impecables. El tema general era el hundimiento del Graf Spee y el suicidio
del Capitán Langsdorf.
La guerra había llegado al Río de la Plata.
Y al Chaco.
Se notaba en algunos la predilección por los aliados: sus intereses económicos
estaban ligados a los capitales ingleses.
Los militares no podían ocultar su admiración por el modelo prusiano.
Él pensó en otra guerra: su guerra personal con Mate Cocido.
Deseaba un pronto desenlace.
Cuando el Gobernador invitó a brindar por la prosperidad del Chaco, interiormente
acotó “y por la pronta derrota de nuestro enemigo”.
Presentía que el desenlace estaba próximo.
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12
El Final
Aguarde un momento. Mientras le pido a la patrona que arregle el mate, voy a
buscar algo. Santiago Aguirre entra a la casa y se demora hasta la impaciencia. Luego
sale con un par de anteojos y un cuaderno amarillento en sus manos. Es un viejo cuaderno
de escolar henchido de recortes de diario pegados. Retoma su lugar en la silla baja, se
coloca los lentes y abre el cuaderno. Entre las últimas páginas algunos recortes han
quedado sueltos. Los separa, los ordena mirando la fecha y se los alcanza al más joven.
Éste los lee en silencio.
Resistencia, 26 de diciembre de 1939
LA DESAPARICIÓN DEL MAYORDOMO DE UNA ESTANCIA Y UN MENOR
APARECE RODEADA DE CIRCUNSTANCIAS EXTRAÑAS
El automóvil en el cual viajaban fue hallado en jurisdicción de Villa Angela
semidestruido, a un costado del camino, pero no se encontraron rastros de sus ocupantes.
Se cree en un secuestro.
Berzón y el menor no llegaron a la estancia, pero el automóvil en el cual viajaban fue
encontrado a diez kilómetros del establecimiento. Se había salido de la huella del camino y
en su carrera provocó la muerte de una vaca, una ternera y un caballo.
Si bien Berzón no es hombre de dinero, la creencia está en que se trata de un
secuestro con el propósito de exigirle a su hermana, dueña de la estancia, una determinada
suma a cambio de su libertad.
Resistencia, 29 de diciembre de 1939
NO HAY NOTICIAS SOBRE EL MAYORDOMO BERZON Y EL MENOR.
VARIAS COMISIONES POLICIALES EN ACCION
Si se trata en verdad de un secuestro, no sería difícil que en la estancia, hasta donde
los delincuentes habrían hecho llegar sus exigencias se guardara absoluta reserva por temor
a las amenazas habituales. De ahí que la investigación encuentra serios tropiezos. Sin
embargo, han sido descartadas versiones trágicas. Este suceso ha creado en Villa Ángela
un ambiente de angustiosa expectativa.
Resistencia, 8 de enero de 1940
SANOS Y SALVOS SE ENCUENTRAN JACINTO BERZON Y EL MENOR
SAUCEDO QUE FUERAN SECUESTRADOS POR LA BANDA DE MATE COCIDO
Después de una inteligente pesquisa, los maleantes cayeron ayer en una emboscada
preparada por la Gendarmería, pero consiguieron fugarse y son perseguidos de cerca.
El domingo por la mañana, el señor Jacinto Berzón se presentó a la sub-comisaría de
Villa Berthet. Al hacer su presentación, manifestó haber logrado convencer a su custodio
para que lo dejara en libertad.
Acordados los términos de la entrega, el custodio cuyo nombre se mantiene en
reserva aportó los datos de cómo iba a ser obtenido el dinero. Es así como en el tren de
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ayer, se preparó un paquete con diarios recortados, que fue largado al ser advertida la
señal luminosa. Se hizo seguir al tren a prudente distancia por dos autovías cargadas con
tropas de Gendarmería, perfectamente armadas. Al caer el bulto que debía contener los
cincuenta mil pesos del rescate, tres o cuatro individuos se arrojaron sobre el mismo y, en
ese mismo instante, la tropa de Gendarmería hizo una descarga cerrada contra los sujetos.
Simultáneamente fue lanzada una bomba luminosa y pudo advertirse que los
secuestradores, con asombrosa agilidad y revelando un conocimiento amplio del terreno en
que actuaban, corrieron rápidamente hacia el monte, en el que se internaron en escasos
segundos, llevándose consigo el paquete. Se calcula que los individuos eran por lo menos
diez, uno de los cuales resultó herido.
Resistencia, 9 de enero de 1940
BERZON Y EL MENOR RECUESTRADOS POR MATE COCIDO Y EL TATA
MIÑO SE REINTEGRARON A SUS HOGARES
LA GENDARMERÍA TIENE RODEADO EL MONTE DONDE SE
ENCUENTRAN LOS DELINCUENTES
Un recio y prolongado tiroteo sostuvieron los gendarmes con súbditos de Mate
Cocido al acercarse éstos a buscar a los secuestrados con el propósito de eliminarlos, tras
recibir el falso paquete del rescate. Se estima que son varios los alcanzados por los
disparos.
En nuestra edición de mañana ampliaremos la información sobre las declaraciones de
Berzón y los motivos que tuvo el custodio Centurión para entregarse. Adelantamos que
gracias a las mismas fue posible tender una nueva emboscada a Mate Cocido y su banda.
La Gendarmería Nacional utiliza todos sus elementos bélicos en la persecución de
Mate Cocido. Pelotones de motociclistas y camiones blindados fueron ubicados a los
costados del monte para cortar toda retirada posible a los malhechores.
Resistencia, 10 de enero de 1940
EL MAYORDOMO BERZON TUVO MAS DE UNA OPORTUNIDAD PARA
ELIMINAR A LOS PISTOLEROS
MATE COCIDO Y TATA MIÑO LLEVAN UNA FUERTE SUMA DE DINERO.
CENTURION ESTABA CONDENADO A MORIR
Berzón relató que tras una semana de caminar de noche y descansar de día sus
secuestradores estuvieron a punto de ser vencidos por la fatiga. En varias ocasiones en que
se encontraban dormidos sintió el impulso de apoderarse de sus armas pero cada vez que
iba a cometer esa riesgosa acción sentía que una fuerza superior y extraña lo inmovilizaba.
Sorprendió que Centurión hubiera traicionado a sus jefes convencido por los
argumentos de Berzón. La realidad es que habría perdido el favor de los pistoleros y se
encontraría sentenciado a muerte.
El Tata Miño reemplaza a Ismael García, muerto hace unos meses por Gendarmería,
y es el segundo de Mate Cocido. Ambos llevan una fuerte suma de dinero que sería
producto de anteriores asaltos y secuestros.
Resistencia, 11 de enero de 1940
ESTÁ CERCADA POR LA GENDARMERIA LA BANDA DE DELINCUENTES
QUE CAPITANEA MATE COCIDO
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SU CAPTURA ES INMINENTE.
Gran concentración de efectivos de Gendarmería en el lote 13 de Villa Berthet
Se espera de un momento a otro la captura del bandido Mate Cocido y su
lugarteniente Tata Miño.
Resistencia, 12 de enero de 1940
TÉMESE QUE MATE COCIDO SE SUICIDE ANTES DE CAER EN MANOS DE
GENDARMERÍA
Las fuerzas continúan cercando el monte donde se refugiaron los asaltantes según
pudo comprobarlo nuestro corresponsal en la zona. Es excelente la organización de la
campaña que realiza la Gendarmería para dar caza a los asaltantes, como así la moral y
decisión de la tropa, la amplia dotación de elementos de comunicación y transporte y el
buen armamento de que se dispone.
También informó nuestro corresponsal que actúa en la zona personal de
investigaciones cuyos agentes operan disfrazados de trabajadores del monte, linyeras o
carpidores y que cumplen una misión de colaboración de gran valor para el resultado final
de la campaña.
Resistencia, 15 de enero de 1940
OFRECE GRAN DIFICULTAD LA ACCIÓN CONTRA MATE COCIDO
Debido a la naturaleza del terreno elegido para el escondite, existen grandes
dificultades para atrapar a Mate Cocido y los integrantes de su banda. Temen que éste y sus
compañeros puedan filtrase a través del cerco, dadas las características de esos bosques,
demasiado grandes y sucios, y además bien conocidos por los asaltantes.
Resistencia, 21 de enero de 1940
NO SE REGISTRARON NOVEDADES EN EL OPERATIVO PARA CAPTURAR
A MATE COCIDO
Los informes de nuestro corresponsal en Villa Ángela no reportan novedades sobre el
caso de Mate Cocido. Se habrían retirado de la zona parte de los contingentes de
Gendarmería
Después de la oscuridad
Corría.
Corría.
Llegar al campamento significaba vivir. Caer, la prisión o la muerte. Los escuchaba a
sus espaldas, siguiendo sus pasos, gritando su nombre. Había ganado el monte en dos o tres
saltos y eso le daba una oportunidad. Ellos se cuidarían de los espinales, de los brazos del
chañar, del tala, del algarrobo.
Los gendarmes se pierden en el monte, pensó.
Si no tuviera la herida en el brazo…
Buscó un espacio libre de malezas y se detuvo. Tras recuperar el aliento prestó
atención. No oía voces. Los que lo perseguían habían quedado atrás. Seguramente
volverían a la carga pero el tiempo de ventaja le daba un respiro.
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Trató de poner orden en sus ideas. ¡Gendarmes de mierda! Miró la herida. Está fea,
pensó. Duele.
Los demás compañeros habrán llegado. Ellos zafaron primero. Cuando empezaron
los tiros corrieron. Los vi. Centurión habló. Se cagó en las patas y habló. Nos vendió el
muy cretino. Hijo de puta. Todo había salido bien hasta ahora. Dinero de ricos para
repartir entre pobres. Traidor. Los demás se salvaron. Estoy seguro. Me buscarán hasta
encontrarme.
Sintió que su brazo pesaba. Plomo adentro. Todo de plomo. Tenía sueño, se dormía.
No importa. Es temprano. El sueño permite descansar. Llegar. Los compañeros lo
esperan… Lo buscan…
Se dio vueltas, recostándose sobre el hombro sano. La herida arde. Se le nubla la
vista. De repente, un perro grande y negro emerge de las sombras. Babea. De sus colmillos
enormes chorrea un líquido amarillo. El perro se acerca. Siente el corazón latiéndole en los
labios, en las encías, en la otra boca que el plomo del gendarme abrió en su carne.
Una voz, proveniente de su estómago dice: No te preocupes, Manuel, es el miedo.
Otra voz responde desde sus pies: ¿No ves que es una perra? Cuando tienen cría comen su
placenta y a sus hijos muertos.
Se retorció al sentir una espada de hielo penetrándole en el costado herido. Hilos
entrecruzados le aprisionan los ojos. No. No me quiero morir. Ni el demonio podrá
conmigo porque deseo vivir. Vale la pena. Hace bien. Hace bien. Duele la herida y las
balas queman adentro. Duele la traición. Te desprecio Centurión Judas. Buscaste comer de
mi mano, te dejé comer. Que te pudras en el infierno. Hormiguea el cuerpo. Millones de
hormigas. Me llevarán de a pedacitos. Doscientas llevarán mi ojo derecho. Trescientas
desmontarán mi oreja. Fuera. Caminan sobre mi cuerpo como si estuviera muerto. Fuera
de aquí. Ocúpense de sus hojas mordidas. Una mujer, quiero una mujer para vivir.
Herminia. Madre, te necesito. Padre, te necesito. Te lo pido. Te ordeno. José, vení. Vos
también Tano. Vengan conmigo. Necesito. A mi lado antes de que la perra me devore. No,
Marito, el pozo… El pozo. No. Marito, ¡salí de ahí! Ramona, cuidalo al chango, Ramona…
Allí en el pozo. Está oscuro. Estoy solo. Los necesito. Madre. Herminia. Marito, vení… Tu
padre. Soy tu padre. Padre, te necesito. Agua. Quiero agua. Amanece. Los compañeros. Ya
vienen. Es de día. Hay luz. Mucha luz. Los compañeros. Ahí vienen.
Como agua entre los dedos
Gómez planificó cuidadosamente la tarea de los gendarmes.
Dibujó círculos concéntricos en el mapa haciendo eje en el lugar del enfrentamiento y
tomando como radio la distancia que puede recorrer un hombre herido en el curso de una
noche.
Trazó todos los rumbos posibles.
Los gendarmes registraron el monte con perros entrenados durante dos semanas,
desde la periferia al centro.
El informe que le elevaron fue breve:
“Resultados de la búsqueda negativos.
En circunstancias desconocidas desapareció sin dejar rastros”.
Mate Cocido se le había esfumado. Tenía lastimado el orgullo y las manos vacías.
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Así termina la historia
El secuestro de Berzón fue el último de los actos que se le conocieron. Yo pude
conseguir un ejemplar de la revista “Ahora”, de marzo de 1940. Era una revista que se
publicaba en esa época. Ahí pareció una carta firmada por Manuel Bertolatti dirigida al
director. En la carta, Mate Cocido decía que él era un producto de las injusticias sociales,
que nunca había tomado parte en los casos donde se habían producido muertes y afirmaba
que se encontraba protegido entre sus amigos del Chaco. Lo cierto es que verdadera o
falsa, fue lo última noticia que se tuvo de él a los cuarenta y tres años de edad.
¿Por qué firmó la carta como Manuel Bertolatti? ¿Era ese el nombre verdadero?
¿Quería proteger a su familia en Córdoba donde actuaba como Julio del Prado?
¿Buscaba distanciarse de quienes lo conocían como Segundo David Peralta? Me lo
sigo preguntando.
Los servicios de seguridad mantuvieron vigilancia por mucho tiempo sobre su casa
en Ferreyra. También hicieron seguimiento de Herminia Cainero después que salió de
prisión. Ofrecieron una recompensa de dos mil pesos a quien aportara información
conducente a su captura. Todo fue inútil. Los rastros se perdieron.
Gómez persistió en su intento de atraparlo. Hizo nuevas búsquedas. Detuvo gente.
Pagó informantes. Todo sin resultado y con la falta de logros, perdió el respaldo de las
autoridades que lo regresaron al sur desde donde había venido.
De Mate Cocido, nadie más tuvo conocimiento. Florecieron las versiones. Algunas lo
hacían aparecer muerto, desangrado, después del enfrentamiento con la Gendarmería,
otras lo ubicaban en el Paraguay, otras lo hacían presente hoy aquí y mañana allá en
distintos lugares asociando su nombre a cualquier robo o secuestro. Se transformó en una
leyenda.
En el Chaco, en boca de cualquier paisano, pueden escucharse historias que cuentan
las andanzas del asaltante de trenes, el ladrón de caminos, el azote de las compañías
extranjeras y benefactor de pobres, todas llenas de actos de coraje, de audacia y de
generosidad.
Santiago Aguirre hace una larga pausa. Mira detenidamente al joven que se ha
puesto de pie, sosteniendo los recortes de diario en sus manos, y le cuenta:
Cuando Perón nacionalizó los trenes en el 47 ingresé a trabajar en el Ferrocarril
Belgrano como guarda hilos. En un viaje que tuve que hacer a Rosario por un tema de
trabajo, me encontré una tarde haciendo tiempo en un bar cercano a la estación de trenes
de Rosario Oeste. Estaba mirando por la ventana cuando lo vi pasar. Ese fue el tercer
encuentro. Estoy casi seguro de que era él. Muy elegante con un traje gris y sombrero de
paño también gris. Su mirada se cruzó con la mía y algo debió leer en mi expresión porque
se apuró. Salí corriendo del bar, pero él había desaparecido. Me llegué hasta la esquina
y… nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Eso me pasó en el año 1952, hace más
de veinte años.
Muchas veces me pregunto que habrá sido de él, de su familia, de su hijo. Será un
hombre ya. Han pasado tantos años…
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El joven lo mira fijo y le pregunta con un hilo de voz si es capaz de guardar un
secreto.
Santiago Aguirre jura que sí y escucha:
Mario Romano, el hijo de Mate Cocido, es mi padre.
La revelación lo conmueve.
Genoveva Romano, Ramona era un apodo, había logrado volver con su hijo al
Chaco a vivir con su familia en Sáenz Peña. Dándole su propio apellido pudo criarlo lejos
de las acechanzas de los gendarmes y fue pensando en el niño que rechazó al emisario
enviado por Mate Cocido para que se reunieran con él.
Santiago Aguirre se levanta y abraza al joven con fuerza. Lo aparta para mirarlo.
Sin soltarlo, dice:
Los mismos ojos.
Saca el reloj de su bolsillo, le da cuerda y se lo ofrece:
Guárdelo, es de su abuelo. Él estaría de acuerdo. Estoy seguro.
El joven no encuentra las palabras. Los cabellos de la mujer de plata ondulan en el
grabado. Es de día.
La larga charla había terminado.
Santiago Aguirre, un hombre de palabra, respetó su juramento.