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QUE LINDA ERA MI TIERRA ARQUIMEDES TOMÁS GINO CANESE PRECIOSO

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Page 1: Que linda era mi tierra

QUE LINDA ERA MI TIERRA ARQUIMEDES TOMÁS GINO CANESE PRECIOSO

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Recuerdos que comienzan a mediados de la década de los años 20, nostálgicos la mayoría de

ellos, nos traen a la memoria la vida placentera y armoniosa desarrollada en vivo contacto con la

naturaleza, que la generación de esa época pudo disfrutar. Menudean en el relato, pinceladas

anecdóticas que formaron parte del alma nacional, que plasmaron con toda su fuerza la notable

identidad que caracteriza a todos los habitantes de esta noble tierra.

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CAPITULO I

EL BARRIO COLON

Nuestra familia vivía en una casa antigua situada en la calle Colón, cerca de la avenida 15 de mayo1. Los

primeros recuerdos de mi niñez, los más alejados, datan de la época de las revoluciones de los años 1922-23,

cuando hacia la tardecita, sentado en los escalones de la puerta de mi casa, miraba fascinado el pasar de los

pesados carros que regresaban del centro de la ciudad de Asunción, los que venían arrastrando los caballos

muertos en las luchas que se libraban en esos días; las bestias colgaban atadas de las dos patas posteriores al

borde trasero del vehículo y su cuerpo se arrastraba lentamente sobre las desiguales piedras de la calle. Eso

hacía que la cabeza del inerte animal se golpeara en forma tan impresionante que me tenía embobado ante el

macabro espectáculo.

Esos carros eran los mismos que todas las mañanas, antes del amanecer, procedentes de la carrería

situada en la misma calle Colón cerca del cerro Tacumbú, pasaban frente a nuestra casa, en su viaje de ida al

centro de la ciudad, donde trabajaban transportando todo tipo de mercaderías; al atardecer, poco antes de

que cayera la noche, volvían de nuevo a pasar por el barrio. Tanto de ida como de vuelta, el monótono ruido

de sus enormes ruedas que saltaban sobre el irregular empedrado se escuchaba con toda nitidez hasta dos o

tres cuadras de distancia.

Como en esa época no sabía contar todavía, no podría decir cuantos eran los carros que pasaban frente

a mi casa pero, con mis escasos tres años, se me antojaba que eran muchísimos.

Poco a poco fui adquiriendo noción de las dimensiones y características del barrio en que vivía. Sus

únicas calles empedradas eran la calle Colón y la avenida 15 de mayo.

1Actualmente Avda. Carlos Antonio López.

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La calle Colón que estaba empedrada en todo su trayecto, comenzaba en el Puerto de Asunción y

terminaba en el cerro Tacumbú, el que recién empezaba a ser explotado, y de cuyas canteras se extraían las

piedras con las que se construían las calles de la ciudad. Este cerro era entonces muy lindo, con una rica

vegetación, donde lo más atractivo para todos nosotros era la enorme cantidad de plantas de arasa2 e

yvapurû3.

Al comienzo lo empecé a visitar con mis padres, luego con los compañeros de escuela en los

memorables paseos escolares y posteriormente, cuando ya tenía un poco más de ocho años, lo hacía cada vez

que mi madre me mandaba a buscar guayabas para hacer dulce con ellas. A mi se me antojaba que era una

distancia enorme la que había entre mi casa, o la escuela, y el cerro Tacumbú, ya que todo el camino de

acceso estaba bordeado de terrenos boscosos y malezas, baldíos en su mayoría, con muy pocas casas o

ranchos construidos, sin demarcación de las calles transversales, por lo que era muy difícil decir cuantas

cuadras había en ese trayecto.

La avenida 15 de mayo, empedrada en toda su extensión, tenía el mismo diseño que la actual avenida

Carlos Antonio López. Por ella circulaba la línea de tranvía número cuatro cada veinte minutos, la que por tener

una sola vía para la ida y la vuelta, necesitaba de la doble vía que existía en el sitio de la unión de la avenida

15 de mayo con la calle Colón, el que por su diseño era conocido con el nombre de "La Curva"; en este lugar

se realizaba el cruce entre los tranvías procedentes de la citada avenida y los del centro de la ciudad. La

citada avenida comenzaba en la calle Colón y terminaba frente al arsenal de la marina ubicado en la ribera

del río Paraguay, sitio conocido también con el nombre de Puerto Sajonia. En el trayecto de ida hacia Sajonia, a

unas tres cuadras de Colón, se pasaba frente al cementerio denominado Mangrullo que estaba situado a la

derecha, rodeado de extensos terrenos baldíos llenos de arbustos y malezas; hacia la izquierda, al lado de la2Guayabo.3Arbol de frutas negras comestibles pegadas al tronco.

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única casa que estaba en la esquina de la Curva, existía una laguna no permanente, formada por agua de

lluvia represada por un muro de contención construido cuando se empedró la avenida. Otra laguna mucho más

extensa y permanente estaba situada hacia la derecha, frente a la crucecita de Cirilo Duarte, sitio donde se

construyó luego la iglesia de la Santa Cruz. Muy pocas casas había en la avenida, así como tampoco existían

boca-calles bien diseñadas y mucho menos calles transversales empedradas.

El espacio geográfico comprendido entre la calle Colón y la avenida Carlos Antonio López tenía, como

ahora, la forma de un gran abanico, que se extendía hasta la orilla del río Paraguay. Se lo conocía con el

nombre de "Bañado". En su mayor parte estaba formado por terrenos boscosos y húmedos, llenos de arbustos

y árboles frutales nativos, poblados con una gran cantidad de animales silvestres como el tapiti4, el apere'a5,

el aguara6, el jaguarete'i7, el mykurê8, e incontables variedades de roedores, aves y serpientes de todo tipo.

Tanto la escuela como el Mangrullo estaban rodeados de terrenos baldíos, con vegetación muy variada,

parecida a la del Bañado, con grandes árboles como el guapoy9, el taruma10, el chivato de hermosas flores

rojas, el cocotero de tronco espinoso y frutos pequeños, el guayabo y muchos otros, hasta los pequeños

arbustos con frutas comestibles como el aratiku'i11 y malezas entre las que abundaban los temibles

karaguata12. En esta zona, también se observaba la presencia de la misma fauna que se encontraba en el

Bañado.

4 Liebre.5 Conejillo de Indias.6 Zorro.7 Gato montés o silvestre.8 Comadreja.9 Higuera silvestre.10 Olivo silvestre.11 Chirimoya silvestre.12 Bromeliácea de hojas espinosas.

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Completaba nuestro barrio Colón la escuela primaria José de Antequera y Castro; el almacén de

comestibles de don Juan B. con sus dulces de leche, dulces de maní y barquillos de azúcar quemada

(chupetines); la carnicería, verdulería y almacén de don Jacinto S.; el bar de bebidas, hielo, helados y churros

de don Jerónimo P.; la panadería "La Carioca" con sus ricos palitos y pan de mandioca y; la panadería

"Francesa" de los hermanos L. fabricantes de los mejores bollitos, facturas y medialunas.

CAPITULO II

JUEGOS INFANTILES

En un comienzo, mi participación en los juegos de los niños mayores, se reducía, casi siempre, a mirar

cuando ellos jugaban. Uno de los juegos más populares era el juego de las bolitas, que tenía dos modalidades,

una era la que denominábamos "al pique y la cuarta" y la otra era la de "la bolita hoyo".

El juego al pique y la cuarta, se hacía de preferencia en el empedrado de la calle, valiendo tanto el pique

de las bolitas, como la medición proximal entre ambas menor de una cuarta, un punto cada uno; el juego se

tornaba emocionante debido a las irregularidades del terreno, ocasionadas por los diversos tamaños y formas

de las piedras, que desviaban las bolitas, haciéndolas saltar en cualquier dirección. El juego en el medio de las

calles, no ofrecía mayormente riesgos, ya que los únicos vehículos que transitaban en esa época, eran los

lentos carros tirados por mulas o caballos, o las aún más lentas carretas propulsadas por el pachorriento andar

de sus bueyes; si daba la casualidad de que algún día pasaba un Ford-bigote saltando estrepitosamente sobre

el empedrado, o menos estruendosamente, subido sobre las vías del tranvía, todos corríamos gritando detrás

de él, siguiéndolo por una o dos cuadras, en cuyo trayecto los niños trataban de colgarse de cualquier

agarradero, pisando sobre los paragolpes traseros, para viajar gratis, aunque sea por unos pocos metros.

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Para el juego "bolita hoyo", debía fabricarse previamente un agujero en la tierra lisa, sin piedras, pastos

ni malezas, para lo cual se pisaba fuertemente una bolita, que al retirarla, dejaba un hoyo del tamaño

necesario. Partiendo desde una raya trazada en el suelo, los participantes trataban de ingresar al hoyito,

porque al lograrlo adquirían el derecho de picar y "matar" a las otras bolitas. Las bolitas que no habían podido

ingresar al hoyito, podían picar a las bolitas asesinas para alejarlas de su lado, pero carecían del poder para

matarla.

Nos divertíamos también jugando partidos de fútbol, en el que usábamos generalmente la pelota de

trapo fabricada con medias de mujer; excepcionalmente jugábamos con pelotas de cuero de vaca que tenían

dentro una vejiga de goma que debía ser inflada a mano con un pequeño inflador, después de lo cual debía

atarse perfectamente el pico de la vejiga, para que no perdiera aire, y posteriormente había que cerrar el ojal

abierto en el cuero, mediante un largo cordón de cuero de vaca que se hacía pasar, mediante una aguja

especial, a través de una hilera de agujeros que había en ambos bordes del citado ojal. Como estas pelotas de

cuero eran muy caras para nuestros padres, solamente las usábamos cuando los niños las sacaban en alguna

rifa del colegio o de la parroquia.

Otro juego era el de los trompos. Los trompos eran juguetes cónicos de madera, que tenían una púa de

hierro o clavo en la punta. Para hacer girar y bailar el trompo, se arrollaba fuertemente sobre el cono de

madera, empezando por la punta, una cuerda fina de aproximadamente un metro de largo, cuya extremo final

tenía un nudo corredizo que se ataba en el dedo medio de la mano derecha, de tal manera que al lanzarlo, la

cuerda se iba desenrrollando haciéndolo girar. Al caer al suelo el trompo seguía bailando en forma vertical

durante un cierto tiempo, hasta que al perder su velocidad de giro, como si fuera un borracho, comenzaba a

perder el equilibrio, se tambaleaba, y terminaba por caerse en el suelo.

El juego de los trompos se realizaba generalmente sobre tierra dura y lisa. La ceremonia de arranque

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comenzaba con un escupitajo en la tierra y el trazado, a cierta distancia de él, de una raya desde donde se

debía efectuar el lanzamiento de los trompos. Cuando todos los jugadores habían tirado sus trompos, se veía

cuál era el que quedaba más lejos de la marca del salivazo, correspondiéndole a este participante colocar su

trompo para que todos los demás jugadores lo agredieran con los suyos. Al trompo se le podía acertar en el

lanzamiento primario, o bien, levantándolo en la palma de la mano mientras giraba y, desde una altura

alrededor de un metro, dejarlo caer girando sobre el trompo-prenda para que lo clavara. El primer participante

que no conseguía clavarle al trompo que estaba en suelo, debía poner el suyo en reemplazo del mismo.

Un juego menos violento era el que consistía en hacer volar la pandorga13, hecha con palillos finos de

tacuara con los que se armaba el esqueleto, al que se le pegaba con engrudo un fino papel de seda y flecos y

se le agregaba una cola, más o menos larga según la necesidad, hecha con tiras de trapos atados.

Había además el juego del balero, el que servía para realizar interminables concursos para ver quién era

el que clavaba más veces, tanto en el lanzamiento inicial como en el que se realizaba con el balero clavado

que se volvía a tirar al aire (rekutu); no era raro observar que algunos podían hacerlo hasta más de un

centenar de veces, lo que impacientaba a los demás jugadores, quienes tenían que esperar que el competidor

errara la clavada, para que le tocara el turno de juego al siguiente participante, ya que estos concursos se

hacían con un solo balero, para que las normas fueran iguales para todos.

Las niñas, por lo general, no participaban en los juegos de los varones y tenían, por supuesto, los suyos

propios.

Uno de ellos era el juego de las chiquichuelas, que se realizaba con cinco piezas, aproximadamente

cúbicas, de unos dos centímetros de lado, hechas generalmente de mármol; las participantes de la

competición, se sentaban en el piso, habitualmente de baldosa, formando un círculo alrededor del área de

13Barrilete.

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juego, interviniendo por riguroso turno. El juego comenzaba tirando todas las piezas sobre el piso, se escogía

una de ellas y se la lanzaba al aire, lo suficientemente alto como para permitir que se tuviera tiempo de alzar

una de las piezas del suelo y a la vez recoger con la misma mano la que caía, operación que se repetía con

cada una de las tres piedras restantes. Terminada exitosamente la prueba de levantar las piezas una a una, se

procedía a lanzar de nuevo las piezas sobre el piso para levantarlas de dos a dos. Luego se arrojaba de nuevo

todas las piedras al piso y con el mismo procedimiento se levantaba tres de ellas juntas y una separada. Hasta

que al final, era la parte más difícil del juego, se tenía que levantar las cuatro piezas juntas y recoger con la

misma mano la pieza que se había tirado al aire. Llegando a este punto, la participante que lo había logrado

anotaba a su favor "un toro", lo que significaba que todo el proceso se había realizado correctamente, sin que

se cayera una sola pieza al suelo. La misma participante tenía el derecho de seguir jugando, hasta que se le

cayera alguna de las piezas de la mano, o no las pudiera levantar del piso. Habitualmente el juego ganaba la

persona que hiciera la mayor cantidad de "toros", después de diez a veinte rondas de juego.

Completaban el juego de las niñas: el descanso o rayuela, los saltos con la piola, las adivinanzas con sus

prendas y castigos, el pasará pasará y el último se quedará, y el de las rondas con sus diversos cantos.

CAPITULO III

LA LUZ ELECTRICA Y EL AGUA

Hacía muy poco tiempo que las casas, aunque no todas, disponían de energía eléctrica, la que era

bastante cara, motivo por el cual se ahorraba su consumo todo lo que se podía, usándola solamente para

tener luz mediante focos de apenas 25W por habitación, patio o corredores, ayudando en la mayoría de los

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casos con lámparas a querosén o velas. En ese tiempo no existían en nuestros hogares: heladeras, hornos,

motores, cocinas, ni ningún otro artefacto de uso doméstico que utilizara energía eléctrica.

La iluminación de las calles de nuestra capital se hacía mediante un solo farol, de unos 100W, en cada

bocacalle. En la diagonal de la calle Colón y la avenida 15 de mayo, se encontraba el último foco del

alumbrado público. La calle Colón, desde la esquina Sicilia hasta el cerro Tacumbú y la avenida 15 de mayo en

su totalidad, carecían de focos de alumbrado público. Las luces de Asunción, de lunes a viernes, se encendían

al oscurecer y se apagaban a la medianoche, pero los días sábados y domingos duraban hasta la una de la

madrugada del día siguiente. También a esas mismas horas dejaban de funcionar los tranvías eléctricos y,

toda la ciudad dormía feliz, libre de los pocos ruidos molestos que existían en aquel entonces. Prácticamente

no se hacían fiestas que terminaran tarde, además no existían todavía los molestos altavoces a todo volumen,

y el número de automotores era muy escaso; ni siquiera había gente bulliciosa que venía tardíamente de las

farras nocturnas o de los cinematógrafos, ya que toda actividad nocturna se suspendía, indefectiblemente,

cuando las luces de las calles se apagaban y los tranvías dejaban de circular.

El agua para el consumo familiar procedente de las lluvias se recogía en los aljibes, o bien, algunas

casas disponían de pozos de brocal abierto y, en ambos casos, lo común era que se la extrajera con baldes de

unos cinco litros o más, atados a una piola o cadena, que debían ser levantados a pulso o mediante una

rondana14. Las familias pobres que no poseían ninguno de estos dos medios, debían comprar el agua por

baldes de los que llamábamos aguateros. Las familias ricas, como la del vecino de nuestra casa, tenía un

imponente molino de viento, que bombeaba el agua del pozo hasta un tanque y que mediante cañerías,

proveía de agua a la cocina, el jardín y el baño.

Para mantener fresca el agua durante el día en los hogares, se la conservaba en grandes cántaros de

14Polea.

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cerámica, que tenían su propio sistema de refrigeración al "sudar" agua en su superficie externa, la que al

evaporarse, disminuía la temperatura dentro del recipiente. El agua recién extraída de los pozos y aljibes era

naturalmente fresca, debido a que la temperatura media en nuestro territorio es entre 21 y 22ºC. Para tomar

vino o cualquier otra bebida fresca, se le ataba al cuello de la botella una larga liña de pescar y se las que

sumergía en el agua del pozo o aljibe durante unas dos a tres horas antes de consumir la bebida que

contenía.

Las heladeras de la época eran simples conservadoras de hielo, el que se tenía que comprar de los

camiones de la única empresa vendedora que era la Cervecería Nacional, que lo vendía por barra entera,

media y cuarto de barra. En casa se compraba un cuarto de barra los domingos y, no más de dos veces al

mes, lo cual era una verdadera fiesta, que nos permitía a los niños chupar pedazos de hielo como si fueran

golosinas.

CAPITULO IV

COMPRA DE COMESTIBLES

La carne se compraba en la carnicería de don Jacinto S. Los artículos de almacén en el negocio de don

Juan B. Los panificados en la panadería Carioca.

En la puerta de nuestra casa comprábamos las verduras de las mujeres que traían enormes cantidades

de las mismas en grandes canastos planos que equilibraban majestuosamente sobre sus cabezas, además de

llevar un pesado canasto con mango en cada mano. También adquiríamos el carbón en bolsa de las carretas

del carbonero. Las burreras venían montadas sobre un asno con las alforjas cargadas de distintos tipos de

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comestibles. Las pescaderas con su infaltable latón lleno de pescados. El vendedor de baratijas, géneros y

artículos variados al que le llamábamos "turco", que siempre ofrecía sus mercaderías diciendo: "Vendu baratu,

bolvo, beine, beineta. Estos vendedores ambulantes eran los que casi todos los días golpeaban la puerta de mi

casa. Como la mayoría de ellos llamaba gritando la misma palabra "marchante", no se sabía quién era el que

golpeaba a la puerta.

Mi madre me enseñó a ayudarle en sus labores cotidianas, y por lo tanto, mis tareas iban aumentando

en la medida en que me iba haciendo más grande. Al comienzo la ayudaba en la cocina, abanicando con la

pantalla hecha de karanday15 la boca de la hornalla, para encender los carbones usando papel, trapo o

cáscaras secas de naranja, Después pelaba porotos, secaba los cubiertos y lavaba utensilios de la cocina.

Con el tiempo aprendí a barrer las hojas del patio, así como también atendía las personas que llamaban

al portón de nuestra casa. Me enseñaron a ir de compras a la carnicería y a los almacenes cercanos.

En los momentos de ocio, jugaba con los pocos juguetes que tenía, o correteaba con nuestro perro de

policía "Mur". También me gustaba mirar en el balcón o en la muralla de la calle y sentarme en los escalones

de nuestro portón de entrada.

Por las noches me gustaba escuchar cuando mi hermana mayor tocaba el piano, en el que luego yo

procuraba repetir, con un solo dedo, la melodía que se había grabado claramente en mi memoria. Nuestro

piano funcionaba también como pianola, y yo había aprendido a colocar los rollos de música en su sitio y sabía

pedalear para que funcionaran las teclas.

Otra cosa que me gustaba escuchar era el fonógrafo y, aunque poseíamos muy pocos discos, me

acuerdo todavía de la ópera I Pagliacci de Leoncavallo en la parte en que el tenor canta: "Ride pagliaccio",

mientras llora riendo.

15Hoja de palmera.

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En las noches, después de cenar, me ponía a observar en el balcón, los tranvías que pasaban frente a mi

casa, los infaltables murciélagos que volaban alrededor del farol del alumbrado público de la calle, los sapos

que venían a comer los bichos que eran atraídos por la luz y los numerosos zorritos que salían del yuyal

situado debajo del murallón, que había al otro lado de la avenida 15 de mayo, y que temerosamente cruzaban

la calle Colón, deteniéndose, a veces, para comer una que otra langosta saltarina, y luego se introducían en el

enorme patio baldío que había al lado de mi casa. Todo esto me parece, hoy en día, tan increíble y maravilloso,

cuando pienso que mi casa distaba solamente diez cuadras de la calle Palma, en pleno centro de Asunción y

que, sin embargo, podíamos gozar viendo esa rica fauna de nuestra tierra.

CAPITULO V

LA PRIMERA RADIO DEL BARRIO

Un cierto día, nuestra madre nos hizo vestir, un poco más elegantes que de costumbre, a toda la familia.

Nos dijo que iríamos a visitar a la Señora de M., que vivía sobre la calle Colón esquina Jejuí.

La dueña de la casa nos había invitado con el objeto de mostrarnos lo que para nosotros era toda una

maravillosa novedad: la radio a lámparas, con una bocina parlante similar a la del fonógrafo que teníamos en

casa.

La radio estaba sobre una mesa, mostrando por un lado el chasis metálico, en el que estaban fijados el

transformador, los condensadores electrolíticos, el condensador variable que servía para sintonizar las

estaciones transmisoras y las, no recuerdo bien, si cuatro o seis lámparas rectificadoras y amplificadoras, que

se encendieron inmediatamente en el momento cuando se introdujo el enchufe en el tomacorriente externo

situado en la pared.

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Después de esperar unos 15 a 20 segundos, que según la señora M. se necesitaban para que el circuito

se calentara, empezó a mover la perilla del condensador variable, con lo cual se produjeron varios silbidos que

iban marcando las estaciones transmisoras. Dentro de uno de esos silbidos sintonizados se oyó, de repente,

una voz en la trompeta que dijo:

-Aquí transmite LR8 Radio Stentor, Buenos Aires, República Argentina.

Aquello parecía una obra de magia. No queríamos creer, que desde mil doscientos quilómetros de

distancia alguien nos estaba hablando en ese mismo momento, sabiendo que se necesitaba tres días de viaje

en barco para llegar hasta esa ciudad. Esto ocurría, no estoy muy seguro de ello, en los años 1924 o 1925. Era

la primera radio instalada en nuestro barrio y, probablemente, no había ninguna otra en más de quinientos

metros a la redonda. Suponemos que debía valer un platal en esa época.

Así como vimos aparecer la primera radio a lámparas del barrio, también el vecino, Don Juan P, que

ocupaba toda la manzana que estaba cerca de nuestra casa, no queriendo ser menos, apareció un buen día,

mostrando a todo el vecindario un flamante auto Dodge, que también fue, no solamente el primer auto del

barrio sino quizás el único de la zona por casi una década.

En el tranquilo barrio Colón, en el que solamente cada veinte minutos se cruzaban los tranvías de la

línea 4, se tenía ahora para felicidad o desgracia, los nuevos gérmenes de contaminación: la radio con su

contaminación sonora y el auto con sus gases tóxicos. Entusiasmados con estos maravillosos inventos, no nos

dábamos cuenta real del gran poder destructivo que estaban adquiriendo estos inventos del hombre, sobre el

normal equilibrio que debe existir en la naturaleza, como base indispensable para la existencia de la vida en

nuestro planeta.

Page 15: Que linda era mi tierra

CAPITULO VI

EL DESAFIO DEL MURALLON

Para poder sostener la erosión en la avenida 15 de mayo que, en los días de lluvia, era provocada por los

torrentes de agua que arrastraban gran cantidad de tierra, se tuvo que construir, mucho antes de que yo

naciera, dos enormes muros con cimiento de piedra y doble hilera de grandes ladrillos encima, cuyo ancho era

mayor de sesenta centímetros.

El murallón más largo se construyó en el costado Norte de la avenida y, se lo hizo sobresalir unos treinta

a cuarenta centímetros sobre el nivel de la vereda; comenzaba en la calle Colón a unos cincuenta metros de la

avenida 15 de mayo y continuaba a lo largo de esta última hasta unos doscientos metros. Debajo de este

murallón quedaba un enorme zanjón de unos dos a cuatro metros de profundidad.

No sabemos cual fue la razón por la cual se construyó otro murallón del mismo espesor, que comenzaba

con un trazado perpendicular a la calle Colón, a unos veinte metros de su unión con la avenida 15 de mayo, el

que al alcanzar unos treinta metros giraba en ángulo obtuso hacia la izquierda, y luego de una distancia igual

o un poco mayor, conectaba con un murallón similar que tenía su salida perpendicular a la avenida citada, a

unos treinta metros de la esquina. El terreno comprendido por estos murallones tendría con toda seguridad

más de mil doscientos metros cuadrados. Daba la impresión de que en este lugar se pretendió construir un

edificio de gran envergadura, a juzgar por el extraordinario grosor de la pared. A pesar de que este murallón

interno comenzaba a nivel de la vereda y mantenía casi el mismo plano horizontal en todo su trayecto, llegaba

a medir en su parte más elevada unos cuatro metros de altura, debido al gran desnivel que presentaba el

terreno.

La longitud total de este murallón interno, que las malezas ocultaban casi en su totalidad, era de unos

Page 16: Que linda era mi tierra

cien metros de largo, longitud que a los ojos de cualquier niño, era enorme y, constituía un desafío

permanente el recorrerlo de punta a punta, para demostrar, de esta manera, tanto su valentía como su

madurez.

Existía otro murallón en la vereda Sur de la avenida 15 de mayo, que cerraba el paso al agua de lluvia,

que venía desde la calle Colón y Sicilia hacia la citada avenida. Por dicho motivo, el agua de lluvia se

acumulaba junto a este murallón, formando una laguna que podía llegar a alcanzar, algunas veces, hasta

veinte metros de largo, por diez metros de ancho y uno a dos metros de profundidad en el centro. Si bien la

laguna no tenía carácter permanente, se secaba muy pocas veces en el año, coincidiendo con las épocas de

sequía. Por supuesto, la laguna era el paraíso de todos los sapos del barrio, albergando miriadas de sus

rosados huevos flotantes en la superficie del agua, colonias de renacuajos de todos los tamaños, desde los

muy pequeños con largas colas, los más grandecitos que, además de las colas, tenían desarrolladas las patitas

traseras y, los minúsculos sapitos con sus cuatro patitas, que habían perdido recientemente sus colas y se

arriesgaban a salir fuera del agua. Los niños del barrio acostumbraban a cazarlos con recipientes de lata, sea

para divertirse jugando con ellos, o bien para asustar a las niñas.

Un día, poco después de cumplir los cinco años, me arriesgué a cruzar, por primera vez, el murallón

interno que comenzaba en la avenida 15 de mayo y terminaba en la calle Colón. Esta hazaña constituyó mi

bautismo de mayoría de edad entre los niños, ya que nadie era suficientemente macho si no lograba hacerlo.

Debo confesar que esta acción la hice con mucho temor.

Recuerdo que a medida que iba caminando sobre los escasos sesenta centímetros de ancho que tenía el

murallón, partiendo desde la parte más baja del mismo, en su inicio en la avenida 15 de mayo, donde apenas

tenía medio metro de alto y me dirigía hacia la parte en que alcanzaba, cuando menos, 4 metros de altura,

empezaba a sentir un cosquilleo cada vez más fuerte en el vientre, que me hacía imaginar que el murallón

Page 17: Que linda era mi tierra

oscilaba, moviéndose de un lado para el otro. Había caminado unos treinta metros para llegar a esa altura,

cuando vi, con gran desazón, que debía girar hacia la derecha, previo el descenso de tres escalones, punto

crítico muy difícil, si es que deseaba completar exitosamente la prueba. Darme vuelta para volver, no solo me

daba miedo por el giro que debía realizar a semejante altura, sino que sería confesar mi fracaso y cobardía

ante los chicos que fueron testigos de mi entrada en el famoso murallón. Decidí seguir adelante, recurriendo a

una trampita, deslizándome sentado sobre los tres peldaños y, parándome recién después de haber

traspasado el último escalón. Allí pude continuar a un nivel un poco más bajo, y luego de un nuevo giro hacia

la derecha ya se encontraba la parte recta final, cada vez menos elevada, que me conducía a la salida en la

calle Colón, donde salí muy ufano y satisfecho por la proeza realizada, siendo recibido por mis compañeritos

con gritos de alegría y aplausos.

Debajo del murallón había un terreno bajo, en el que se encontraba una rica vegetación llena de malezas

y plantas frutales tales como guayabos, aratiku'i y tunas, que lo visitábamos frecuentemente, a pesar de los

rasguños que nos provocaban las espinas de karaguata. Este monte contaba con innumerables especies de

aves y un buen lote de animalitos terrestres como los aguara, tejuguasu16 de hasta medio metro de largo,

apere'a, mykurê y tapiti.

Los indefinidos límites de este bosquecillo, llegaban hasta el cementerio, al que contorneaba,

extendiéndose por las lomas de San Antonio y su vecindad. Nuestras correrías, por lo general, no iban más allá

de la mohosa muralla que marcaba los límites del temido Mangrullo.·

16Lagarto.

Page 18: Que linda era mi tierra

CAPITULO VII

EL MANGRULLO

El cementerio, designado vulgarmente como el Mangrullo, ocupaba la cima de una pequeña loma.

Estaba situado sobre la avenida 15 de mayo, en el lugar en que se encuentra actualmente el parque Carlos

Antonio López, exactamente en donde está construido uno de los tanques de agua de la ciudad, alrededor del

cual se ven hasta hoy restos de tumbas. Tenía una superficie de unas dos manzanas, comentándose que fue

habilitado como cementerio durante la ocupación de Asunción por las tropas brasileras, después del genocidio

de la nación paraguaya, perpetrado durante una injusta y desigual guerra, denominada guerra de la Triple

Alianza, llamada así porque el Paraguay combatió heroicamente durante 5 largos años contra la coalición

integrada por Argentina, Brasil y Uruguay, quienes mediante préstamos facilitados por el imperialismo

industrial inglés, fueron impulsados para aniquilar el mal ejemplo que era en el siglo pasado, la nación

paraguaya rica, próspera y autoabastecida sin que hubieran podido infiltrarse capitales extranjeros en el país.

Por dicho motivo, la mayoría de los paraguayos conscientes actuales, acostumbra a llamar a este episodio

guerrero que diezmó a su población: la guerra de la Cuádruple Alianza, para hacer notar, que a los tres países

sudamericanos se sumaba el poder económico del imperialismo inglés, que fue el que financió la contienda a

los aliados.

En el Mangrullo, en el año 1925, hacía rato que no se enterraba a nadie, debido a que no existía más

lugar para ello. Recuerdo que la capilla del mismo, ubicada en la parte Norte, estaba rodeada de hermosos

cipreses, que se derribaron al hacer el tanque de agua. Entre las tumbas existían ocho árboles de jazmín

mango con bellas flores de suave perfume, que todavía pueden observarse en el parque que hoy existe en

este lugar.

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La entrada principal del Mangrullo estaba en la parte Norte. Tenía un gran portón de hierro, casi siempre

cerrado, que estaba frente a la capilla. Alrededor de ésta se extendía el camposanto, que abarcaba las dos

terceras partes del terreno. En el tercio restante, hacia el Sur, estaban las tumbas del campo llamado "no

santo", en donde se enterraban los que morían en estado de pecado evidente, como ser los suicidas, los

amancebados y otros, es decir, allí estaban los supuestamente condenados al suplicio eterno.

La segunda entrada, que era la usada por todos los que visitaban el Mangrullo, estaba ubicada en la

muralla del lado Este.

Nuestra familia tenía en el cementerio una tumba en donde fueron enterrados mi abuelo materno y un

hermanito mío de un año de edad. Por dicho motivo, solíamos ir con mi mamá a visitarlos.

En el año 1926, se avisó a la población, que el cementerio se convertiría en un parque que llevaría el

nombre del primer presidente del país, don Carlos Antonio López, y que debido a ello, todos los que tuvieran

familiares enterrados, tenían que retirar sus restos en el plazo de un año.

Un tío mío, Angelo, se iba a encargar de excavar la tumba buscando los restos óseos de mis dos

parientes, y yo, sin saberlo, iba a ser el encargado de llevarle la vianda de la comida.

En el día fijado para ello, recuerdo bien que era un lunes, a eso del mediodía, mi madre me dijo:

-Ponete las sandalias, porque adonde vas a ir hay muchas espinas. Vas a llevarle la comida a tu tío

Angelo en el Mangrullo.

-¡Qué! -le contesté yo-. ¿Por qué tengo que ir yo? Soy muy chico todavía. ¿Acaso no puede ir el Ch...?

Mi hermano Ch... intervino diciendo:

-Lo que pasa es que sos un miedoso y no te animás a ir solo al cementerio.

-Bel tranvía pasaría recién a las doce y diez minutos. No tenía más remedio que seguir andando. En lo

Page 20: Que linda era mi tierra

alto de la loma se dibujaban los fantasmagóricos cipreses que, a medida que me acercaba al cementerio, iban

creciendo y adquirían formas increíblemente tenebrosas.

Cuando anduve tres cuadras en la avenida, me encontré de repente en frente del Mangrullo, y no tuve

más remedio que dirigirme hacia la puerta del lado Este. La muralla del cementerio no me permitía todavía ver

lo que pasaba en su intel tranvía pasaría recién a las doce y diez minutos. No tenía más remedio que seguir

andando. En lo alto de la loma se dibujaban los fantasmagóricos cipreses que, a medida que me acercaba al

cementerio, iban creciendo y adquirían formas increíblemente tenebrosas.

Cuando anduve tres cuadras en la avenida, me encontré de repente en frente del Mangrullo, y no tuve

más remedio que dirigirme hacia la puerta del lado Este. La muralla del cementerio no me permitía todavía ver

lo que pasaba en su interior. Estaba allí yo solo, parado frente a la puerta, mirando a mi alrededor la maleza

que me rodeaba. Busqué entonces algunas plantas de aratiku'i para comer sus frutos y darme así ánimos, pero

desafortunadamente no encontré ninguna. No tenía otra alternativa: definitivamente tenía que entrar.

Abrí el portoncito y miré el largo camino que debía recorrer, para poder llegar hasta donde estaba mi tío

Angelo. La tumba de mi abuelo y hermanito estaba en el extremo Noroeste del cementerio, y yo me

encontraba casi en el extremo Sureste, vale decir que tenía que recorrer unos doscientos o más metros entre

tumbas, para poder llegar hasta la capilla, y de allí a unos veinte metros, encontraría a mi tío Angelo

trabajando.

Empecé a caminar lentamente, mirando con temor para todos los lados, pasando en medio de las

silenciosas tumbas. Por más que caminaba sin parar, parecía que no avanzaba nada. La capilla que era mi

primera meta, se alejaba cada vez más con cada paso que daba, a la par que surgían nuevas y terroríficas

tumbas. Pensé echar a correr hacia atrás y volver a casa, pero era seguro que este acto de cobardía tendría

serios riesgos, cuando me enfrentara con mi madre. No quedaba entonces otra opción sino la de correr hacia

Page 21: Que linda era mi tierra

adelante. Intenté hacerlo, pero las piernas no me respondieron, parecían estar hechas de plomo, por lo que a

duras penas pude seguir caminando. En cualquier momento se me aparecerían las póras17 que habitaban en el

cementerio y yo no veía ningún ser humano terrenal que pudiera ayudarme. La única tabla de salvación era

llegar a la capilla, en donde había una gran cruz y varias imágenes de santos que no permitirían que se

acercaran a ese lugar las ánimas en pena.

Ya había hecho más de la mitad del camino hacia mi objetivo, debía seguir adelante. Entonces, cerré los

ojos y probé caminar a tientas, pero fue mucho peor, porque enseguida tropecé con una tumba que estaba

mal alineada. A pesar del fuerte calor del mediodía del verano, sentía un intenso escalofrío en todo el cuerpo,

que me hacía temblar y sudar a la vez.

A pocos metros de la capilla se acabaron las tumbas, y me sentí entonces mucho más tranquilo. Miré

hacia la izquierda, y vi salir de una fosa un señor que la estaba excavando. Del susto que me dio casi eché a

correr y, antes que pudiera hacerlo, el buen hombre, al verme tan temeroso, me dijo:

-Hace rato que tu tío Angelo te está esperando.

Al decir esto, me señaló el sitio donde estaba la tumba de mi abuelo, la cual estaba rota en pedazos. Mi

tío, que estaba dentro de la excavación que había hecho, seguía extrayendo tierra y huesos del "nono".

Me acerqué a él y le saludé:

-Hola tío Angelo. Aquí te traigo la comida.

-Muchas gracias Ch... Creo que ya saqué todos los huesos que había. Estos son los huesos de tu abuelo

-dijo mostrándome una caja de madera, con muchas piezas óseas, largas, cortas, planas y, sobre todo la más

impresionante de todas, la calavera del abuelo-. ¿Te acordás de él?

Yo había hecho, automáticamente, un gesto de temor, pero sin embargo le contesté:

17Fantasmas.

Page 22: Que linda era mi tierra

-Me da miedo tío. No quiero mirar esa calavera. Como mi abuelo murió tres años antes de que yo naciera

no lo pude conocer. Si bien yo pensaba mucho en él, no sé como era cuando vivía, porque nunca se sacó una

foto.

El tío terminó de comer, mientras yo jugaba con la tierra extraída de la fosa, en la que encontré un

verdadero tesoro: dos piezas de metal curvas algo herrumbradas y un pedazo de mármol. Entonces le

pregunté al tío:

-¿Puedo llevarme esto que encontré?

-Claro que sí -me contestó mi tío-. ¿Sabés lo que son?

-No sé.

-El pedazo de mármol, es parte de la lápida que rompí. Es un mármol muy bueno, es de Carrara, de

Italia. Las dos argollas de hierro, son parte de las seis manijas que tenía el cajón de tu abuelo, que se pudrió

totalmente.

Inmediatamente tiré al suelo las manijas, y le dije:

-Entonces no voy a llevar las manijas, pero sí el pedazo de mármol.

-¿Para qué querés el mármol?

-Para fabricar unas lindas chiquichuelas y así, darle envidia a mi hermana mayor, que nunca me quiere

prestar las suyas.

-Es bueno que te vayas ya a tu casa, porque o sino tu mamá se va a preocupar mucho. Gracias y saludos

a todos. Chau, pibe.

-Chau, tío.

Agarré la vianda vacía con una mano y el mármol con la otra. Eché a caminar rumbo a la capilla, y desde

ahí debía hacerlo hasta la salida del cementerio. Volví a sentir miedo nuevamente. Estaba otra vez solo en

Page 23: Que linda era mi tierra

medio de las tumbas, muchas de ellas abiertas y vacías, que debía atender bien, para no caerme adentro.

Aceleré el paso y sentí como si alguien me estuviera siguiendo. No me animé a mirar hacia atrás. Sin dudar un

instante, empecé a correr, al principio con ritmo lento, pero a medida que avanzaba, iba acelerando la

velocidad. Creo que nunca llegué a correr tan rápidamente en mi vida, como en esa oportunidad. Cuando vi el

portón de salida, prácticamente volé hasta él.

Al salir afuera del cementerio, todo me pareció muy lindo, sumamente hermoso y sobre todo

tranquilizador y ¿por qué no? hasta me sentí orgulloso de la hazaña que había realizado, al ir solito, sin que

nadie me acompañara al cementerio; los amigos no me creerían cuando se lo contara.

En menos que canta un gallo llegué a casa, donde mi madre, algo preocupada, me estaba esperando en

la balaustrada de la muralla de nuestra casa. Al llegar me preguntó:

-¿Que tal te fue? ¿No tuviste miedo?

-No, no tuve ni un poco de miedo -le contesté sin pestañear, porque quería aparecer ante todos los de mi

casa como un gran valiente y añadí-, al contrario, me divertí mucho jugando cuando el tío estaba comiendo.

Después él me mostró la calavera y todos los huesos del abuelo, pero me dijo que no encontró ningún huesito

de nuestro hermanito, seguramente porque los tenía muy tiernos. Traigo este pedazo de mármol que era parte

de la lápida, con el que voy a hacer mis propias chiquichuelas.

Y muy orondo, inflado como un pavo real, me senté a la mesa para almorzar con la familia.

Page 24: Que linda era mi tierra

CAPITULO VIII

LOS FANTASMAS DE LA NOCHE Y DE LA SIESTA

La noche del mismo día en que fui a llevar la comida a mi tío en el cementerio, luego de cenar, nos

reunimos, como siempre, los niños del barrio, sentados en el cordón de la vereda, a la luz del farol de la

esquina, para distraernos observando la destreza con que los sapos de la laguna, cazaban los bichos, que

cansados de tanto volar, caían en el suelo.

A los sapos les atraían tanto las mariposas nocturnas blandas y aparentemente fáciles de tragar, como

los grandes y espinosos cascarudos, los que, probablemente, debían rasparle atrozmente la garganta. Estos

batracios, que siempre andaban a los saltos de un lado para otro, cuando iban a comer caminaban

sigilosamente en puntas de pie levantando el vientre del suelo y, desde una distancia bastante lejana

proyectaban su enorme lengua, de un tamaño increíble, con la que agarraban la presa y se la engullían en un

tris. Solíamos elegir, mentalmente, un sapo diferente cada uno de nosotros, y apostábamos para ver cuál de

ellos sería el primero en comer los diez o veinte primeros bichos.

Como yo me creía casi un superhombre, por el hecho de haber ido solo al cementerio, me pidieron mis

compañeritos que les contara los detalles de la odisea.

-El asunto fue muy sencillo -comencé diciendo muy orgulloso-. Cuando mamá tenía listo el almuerzo

para el tío Angelo, nos preguntó a mi hermano mayor y a mí, si quién de nosotros iba a llevar la vianda al

cementerio. Mi hermano dijo que no quería ir por ser el mayor, aunque la realidad era que él tenía miedo de

hacerlo, entonces yo, inmediatamente, me ofrecí diciéndole a mi mamá: ¡Yo quiero ir mamá! ¡Me encantaría

hacerlo! Así fue que agarré la vianda y, sin pensarlo dos veces, me dirigí muy contento por la avenida y, al

llegar a la puerta del Mangrullo...

Page 25: Que linda era mi tierra

-¿Qué te pasó? dijo Juancito.

-Nada especial. Tranquilamente abrí el portón con una patada, porque tenía una mano ocupada con la

vianda y, en la otra tenía unos ricos aratiku'i que encontré en el camino.

-¿Y te animaste nomás a entrar solo? preguntó Antoñito.

-Claro que sí. Todo me pareció muy lindo. A medida que caminaba entre las tumbas, iba comiendo,

alegremente, mis aratiku'i, mirando la gran variedad de pajaritos que había dentro del cementerio: tortolas,

gorriones, cardenales y qué se yo cuántas clases más.

-¿Viste los huesos y la calavera de tu abuelo -acotó José, muy horrorizado.

-Claro que sí, era muy hermosa, parecía como si hubiera querido hablarme, porque como vos sabés, yo

soy su nieto y seguramente me hubiera querido mucho si todavía viviera.

Hubo un momento de silencio. Todos estaban asustados, tanto que al poco rato Juancito comentó:

-En mi casa, mis padres siempre me han contado casos de fantasmas, que me ponían los pelos de punta

y no me dejaban dormir por las noches. Según ellos, el cementerio está lleno de póras, que salen de las

tumbas durante la noche y la siesta para asustarte.

Antoñito agregó:

-Mi tía Lilí dice que durante la siesta sale a pasear el jasyjatere que es un mita'i18 rubio, de ojos azules,

que camina desnudo por el campo, llevando un bastoncito mágico en su mano, a quien le gusta beber la miel.

Puede raptar a los niños que se alejan de sus casas en las horas de la siesta.

José esperó que Antoñito terminara de contar lo que le había referido su tía Lilí y, para no ser menos,

refirió lo que él sabía, susurrando:

-Mi abuelo, que conoce mucho, me habló también de estas cosas. Me dijo que además del jasyjatere y

18 Niño.

Page 26: Que linda era mi tierra

de las póras, existen otras clases de fantasmas como el luisô19, que es el séptimo hijo varón, que se convierte

en un perro grande los viernes de noche cuando hay luna llena; y el pombero, que es un señor bajo y peludo

que silba por las noches, con el cual, uno puede hacerse amigo obsequiándole yerba mate, miel y cigarros.

Nadie tenía otras anécdotas que contar, por lo que yo les comenté:

-Yo no creo mucho en todas esas cosas. Me parece que son solamente cuentos de las personas mayores

para que los niños no vayamos a vagar por la siesta o por las noches. Por eso quiero proponerles una cosa:

¿Que tal si mañana, cuando se encienden las luces de la calle, nos vamos todos al cementerio para ver si

realmente existen las póras?

Ninguno quiso mostrar que tenía miedo, por lo que nos fuimos a nuestras casas a dormir, luego de que

aceptáramos todos reunirnos al atardecer del día siguiente, llevando algunas velas y fósforos, para alumbrar

los pasos de nuestra futura aventura.

Al día siguiente por la tarde, así como habíamos convenido, nos encontramos reunidos Juancito,

Antoñito, José y yo, debajo del último farol de la calle Colón y avenida 15 de mayo, esperando que se

encendieran las luces del alumbrado público. Todos habíamos conseguido traer una vela de sebo y fósforos.

Cuando ya era muy oscuro y se había encendido el farol de la esquina, empezamos a caminar por la

avenida 15 de mayo, que no tenía ninguna luz en todo su trayecto, en plena oscuridad, pero no encendimos

todavía las velas para ahorrar su consumo, y poder disponer de ellas por más tiempo en el cementerio. Todos

íbamos andando en una masa compacta tomados de la mano, para no separarnos unos de otros y, muy

probablemente, para infundirnos valor.

En la primera cuadra, pasamos delante del famoso y enorme árbol de guapoy, de raíces superficiales,

largas y rugosas, del cual se decía que sirvió para ahorcar a mucha gente en la época de la ocupación

19 Lobisón.

Page 27: Que linda era mi tierra

brasilera y que en las noches de tormentas eléctricas se veían balancear los cuerpos de los patriotas

ahorcados, colgados de sus ramas, que eran de tortuosa y caprichosa forma, que parecían querer abrazarnos.

No obstante, seguimos avanzando hacia nuestra meta, Al llegar frente al Mangrullo, salimos de la

avenida y encendimos nuestras respectivas velas para entrar en los yuyales, que teníamos que atravesar

antes de llegar al portoncito del cementerio. Cuando llegamos junto a él, vimos que tenía una cadena

enrollada sin candado. Para darle ánimo a los demás, me adelanté, saqué la cadena y entré primero. Los

demás no tuvieron otro remedio que seguirme.

Sigilosamente, fuimos recorriendo los primeros veinte a treinta metros entre las tumbas. Las

temblorosas luces de nuestras velas producían inimaginables sombras que, a medida que avanzábamos, se

movían tétricamente e iban carcomiendo nuestro disminuido valor. No obstante, caminamos otros veinte a

treinta metros más, cuando de repente, oímos el sonido de una voz ronca que parecía venir de ultratumba, a

la vez que vimos el resplandor de un farol sostenido por la borrosa figura de un gigante que se balanceaba y

que parecía como si en cualquier momento fuera a lanzarse sobre nosotros.

Sin pensarlo dos veces, me di vuelta, atravesé entre el grupo de mis amigos, que todavía no habían

reaccionado y, corriendo más veloz que el viento de un huracán llegué al portón de salida y seguí corriendo,

sin la vela que tiré porque se me había apagado, hasta llegar a la avenida. Cada uno de los demás integrantes

del grupo, al comprobar mi gran valentía, hizo lo mismo que yo.

En el momento que nos reunimos todos en la avenida, por suerte, venía el tranvía de Sajonia con todas

sus luces encendidas y, como su velocidad no era mucha, lo seguimos corriendo y nos colamos en su

paragolpes trasero, viajando así, ocultos del guarda, hasta llegar al farol de la curva de Colón.

Al llegar allí, bajamos del tranvía justo cuando el guarda nos estaba amenazando con la palanca de

cambio de vía. Nos despedimos apresuradamente unos de otros y nos fuimos a nuestras respectivas casas,

Page 28: Que linda era mi tierra

porque ya era la hora de cenar.

Después de la cena, nos reunimos nuevamente los cuatro bajo la luz del farol, y empezamos a comentar

nuestra experiencia. Todos estábamos convencidos de haber visto un enorme fantasma.

-Era un gigante negro grande -empezó diciendo Juancito.

-Echaba fuego por las nariz -agregó Antoñito.

-Tenía enormes garras y una cola puntiaguda -comentó José.

-Creo que salimos justo a tiempo, porque parecía un furioso ogro dispuesto a comernos -concluí yo.

En ese momento, vimos que venía caminando por la avenida don Tomás, el chofer que trabajaba en la

casa de don Juan P. Se acercó a nosotros y nos preguntó:

-¿Qué les pasa a ustedes, chicos, que les veo cara de asustados?

-¿Quiere saberlo, don Tomás? - le contesté yo.

-Claro que sí.

-Esta noche nos fuimos los cuatro al cementerio, porque queríamos saber si existían los fantasmas. Y

cuando estábamos allí, se nos apareció un gigante negro, con garras en vez de manos, con una cola

puntiaguda como el diablo, echando fuego por la nariz, que nos quiso comer a todos. Tuvimos suerte que

pudimos escapar corriendo.

-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -empezó riéndose don Tomás-. ¡Cómo inventan las cosas ustedes! ¡Qué imaginación tienen!

-Entonces, no nos cree don Tomás -se quejó Antoñito.

-Por supuesto que no les creo.

-¿Y por qué no nos cree? -le interrogó José.

-Es muy sencillo. Porque yo era el que estaba allí rezando al lado de la tumba de mi mamá y, cuando oí

voces de niños y vi que eran ustedes con sus luces, me levanté y me acerqué para preguntarles que hacían

Page 29: Que linda era mi tierra

allí, pero ustedes huyeron despavoridos, como almas en pena que se las lleva el diablo. Esto si que es

chistoso. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Quedamos todos mudos. Esta proeza, que pensábamos contársela a todo el mundo y luego a nuestros

hijos y, quizás a nuestros nietos, se deshizo como una nube de polvo agitada por el viento y disuelta

enseguida por la lluvia del chaparrón en un día de verano.

Page 30: Que linda era mi tierra

CAPITULO IX

LA LIMPIEZA DE LAS CAMARAS SEPTICAS

Asunción no tenía en esa época alcantarillado para recoger aguas servidas. Casi todas las casas tenían

letrinas precarias, sin asiento, con un orificio en el piso, que comunicaba con una cámara, cuyas paredes eran

de ladrillos no revocados, y su fondo era de tierra, de manera que pudiera absorber fácilmente los líquidos y

de esta manera tardara en llenarse. Estas letrinas disponían para la higiene anal hojas de periódicos cortadas,

enganchadas en un clavo largo en la pared, al alcance de la mano, o bien había para el mismo uso varias

ristras de avati'ygue20.

Las cámaras sépticas sin fondo, prácticamente no se llenaban nunca, en cambio, las cámaras sépticas

revocadas y con fondo de material se repletaban en poco tiempo dependiendo, por supuesto, del número de

usuarios que había en la casa. Para vaciar las cámaras de este tipo se debía recurrir al único empresario que

en Asunción se dedicaba a esta tarea. El trabajo de limpieza de las cámaras sépticas se realizaba

habitualmente durante las noches, a partir de las veintitrés horas y podía durar, según el caso, hasta el

amanecer.

Cuando en el barrio aparecía el conocido camión, con sus bordalesas de madera de doscientos litros de

capacidad, y el personal correspondiente para ejecutar el trabajo, la voz de alarma, como un reguero de

pólvora, corría por todo el vecindario.

-¡Chaque viene C.!

Inmediatamente todos corríamos a cerrar las puertas y las ventanas, aún cuando fuera el más caluroso

verano, para evitar oler las emanaciones del fuerte perfume, que envolvería en poco tiempo a todo el barrio.

20Espiga de maíz desgranada.

Page 31: Que linda era mi tierra

Un día, al volver papá de su trabajo, nos avisó que había hablado con el Sr. C., y que convinieron que

vendría esa misma noche para realizar su labor. Nos explicó que esa noche nadie podría dormir en nuestra

casa, porque los dormitorios estarían desarmados e inhabilitados, para que pudieran pasar por ellos las

bordalesas.

A la hora combinada, cual fantasmas nocturnos, cerca de la medianoche, apareció el Sr. C. acompañado

de cinco a seis empleados descalzos y sin camisas, que usaban unos cortos pantaloncitos de fútbol como

única ropa de trabajo.

El Sr. C. era un hombre simpático, agradable y locuaz, que nos explicó amablemente cómo desarrollarían

la tarea sus empleados: Los barriles de madera serían bajados del camión que los traía. Se usarían baldes

atados con piolas para extraer los desperdicios de la cámara, para lo cual abrirían la tapa de registro de la

misma que se encontraba delante de la letrina.

Acto seguido comenzó la operación, tal cual nos la había explicado. Una vez lleno cada barril, cuyo

número se computaba para calcular con exactitud el costo del trabajo, se le colocaba una tapa de madera y se

la clavaba para asegurar su hermeticidad, la que, a decir verdad, no era mucha, como veremos más adelante.

Hecho esto, se tumbaba el barril para poder hacerlo rodar, ya que era muy pesado para que pudieran

alzarlo entre dos personas. Entonces comenzaba el temido viaje del tonel, que iba a repetirse con cada uno de

ellos, hacia el camión que lo esperaba en la calle, parado frente a nuestro portón.

Debido a que la edificación de nuestra casa ocupaba todo el frente y el ancho del terreno y la letrina se

encontraba en el fondo del mismo, los barriles rodantes debían recorrer, indefectiblemente, un largo camino

antes de llegar hasta el vehículo que lo estaba esperando. Chorreando parte de su carga en el patio del fondo,

bajaban tres escalones antes de entrar en el comedor, rebotando con fuerza en cada uno de los peldaños, con

lo que se abrían un poco más las rendijas existentes entre las maderas de los costados, dejando escurrir todos

Page 32: Que linda era mi tierra

ellos cantidades cada vez mayores de sus preciosas cargas.

Del comedor pasaban a través de nuestro dormitorio, y de este, al dormitorio de mis padres, dejando un

reguero líquido cada vez más abundante. De esta pieza salían al patio anterior, desde donde tenían que

descender una escalera con ocho altos peldaños, tras lo cual alcanzaban el nivel de la calle. Por lo resbaladizo

que se habían puesto los barriles, los empleados que los venían empujando desde atrás, no podían detenerlos

cuando en las escaleras, la gravedad era más fuerte que ellos y, como nadie se animaba a ponerse delante

para atajarlos, este tremendo golpeteo final de los ocho escalones, terminaba por destartalar la mayoría de

ellos, de manera que, cuando los subían al camión, el peso de cada barril había bajado, con toda seguridad, a

la mitad.

El olor que había en la casa era espantoso, pero nada se podía hacer para remediarlo, mientras no

terminara la tarea.

A las dos de la madrugada ya habían sacado unos veinte barriles. El depósito dentro de la cámara había

descendido a la mitad como pude comprobarlo al mirar dentro de él. Yo estaba tan embobado mirando ese

asqueroso trabajo, que me parecía imposible que hombre alguno pudiera hacerlo, ya que yo no lo hubiera

hecho ni por todo el oro del mundo.

Me imaginé en ese momento lo que estarían odiándonos los vecinos del barrio, sobre todo los que se

encontraban hacia el lado Sur, ya que esa noche aumentó la velocidad del viento Norte, presagiando una

tormenta, soplando a veces arremolinadamente, e incluso variando de dirección, por lo que parecía que ni

siquiera los vecinos de la zona Norte se librarían del fuerte aroma cloacal emitido por las chorreantes

bordalesas que se cargaban en la puerta de nuestra casa.

A eso de las tres de la mañana, cuando los baldes manejados con la piola desde afuera, ya no podían

extraer suficiente cantidad de material de la cámara, porque había solamente unos diez centímetros de altura

Page 33: Que linda era mi tierra

de residuos dentro de ella, uno de los dos empleados que realizaban esta tarea, le propuso al otro decidir

quién sería el que entraría dentro de la cámara, para así poder terminar el trabajo cargando los baldes a

mano. Para el efecto jugaron a "pares y nones" con los dedos de la mano.

Decidido quien era el ganador, se puso una escalera de mano y por ella bajó refunfuñando el perdedor

que, increíblemente, era el que estaba un poco más limpio. Esta etapa final de la tarea de extracción de

residuos del depósito séptico era, en realidad, la más impactante y roñosa. El que estaba dentro del foso,

cargaba el balde con una latita de un litro de capacidad sin manija. Una vez lleno el balde, con su fétida carga

chorreando, el empleado que estaba dentro de la cámara debía pasarlo, con todo el riesgo que le chorreara

encima, al que estaba arriba, soportando, por supuesto, la peor parte el que había perdido la apuesta al decir

nones y salir pares.

Se llenó al fin el último barril a eso de las cuatro de la mañana. El camión, con toda su maloliente carga

dentro de los barriles, subió a todos los empleados y, desapareció en dirección al Sajonia. La descarga de los

toneles, se hacía un poco más al Sur del Deportivo Sajonia, lugar en el cual aprovechaban los empleados para

limpiar, mal que mal, los barriles, bañarse y lavar sus pantaloncitos.

La ciudad seguía todavía a oscuras. Empezaban a pasar algunas personas con farolitos que iban a la

primera misa de las cuatro y media de la mañana. Nos quedaba muy poco tiempo para asear lo mejor posible

la casa, con la poca cantidad de agua que teníamos en el aljibe.

Se procedió a limpiarla desde la letrina hasta la calle, baldeando el piso y echando el agua con escobas

hasta el empedrado de la calle. Más no se podía hacer. Ojalá hubiera llovido para completar la limpieza, pero

estuvimos sin que cayera una gota de lluvia durante casi una semana después. Recién entonces la casa

quedó, otra vez, sin olores repelentes, limpia y decente, que permitió que los vecinos volvieran a visitarnos de

nuevo, como si nada hubiera pasado.

Page 34: Que linda era mi tierra

CAPITULO X

LA ESCUELA

La escuela de nuestro barrio denominada José de Antequera y Castro, estaba situada en el mismo lugar

que está ahora, en la intersección de las calles Colón y Sicilia, a una cuadra de la avenida 15 demayo.

Tenía dos turnos de clases, uno por la mañana para las niñas y otro por la tarde para los niños. Los días

sábados habían turnos de 2 horas tanto para las niñas como para los niños.

Funcionaban en la escuela el primer grado inferior, el primer grado superior, el segundo grado, el tercer

grado y el cuarto grado. Los que terminaban este último grado, debían recurrir a las escuelas del centro, para

poder hacer el quinto grado y completar así el ciclo primario, que les daba derecho a ingresar en el primer año

del ciclo secundario.

Las aulas estaban dispuestas una al lado de la otra, teniendo un corredor-jere21. En el pequeño patio de

tierra había un frondoso árbol de yvapovô22, de ricas frutas amarillas comestibles de unos dos centímetros de

diámetro. En el mismo patio se encontraba un aljibe, un pequeño campanario para anunciar la hora de entrada

a clases, un cántaro con agua fresca, tapado con un plato de lata y su correspondiente jarrito atado con un

liña, para tomar agua y, una pequeña huerta de los alumnos.

Detrás de la escuela existían terrenos baldíos, llenos de yuyos, arbustos y árboles, que se extendían

hacia la avenida 15 de mayo y el Bañado de Sajonia. A unos cincuenta metros de la escuela, existía una

canchita con pasto, libre de malezas, en la que jugábamos al fútbol y hacíamos gimnasia.

Cuando ingresé en la escuela, la directora era la señora Enriqueta de T., que tenía a su cargo un selecto21Corredor alrededor de la casa.22Arbol de la Familia Sapindaceae.

Page 35: Que linda era mi tierra

plantel de maestras, que se dedicaban por entero a la enseñanza, manteniendo una férrea disciplina,

exigiendo a los alumnos un estricto cumplimiento de los horarios, una confección escrupulosa de los deberes

y, una conducta correcta durante las clases y los recreos.

Cualquier error en los deberes, significaba posteriormente, la confección de páginas y páginas de

formulación correcta del problema o de la perfecta ortografía y caligrafía. La mala conducta llevaba como pena

habitual, el quedarse en la escuela después de la hora de salida, castigo que se hacía inaguantable al ver que

los demás alumnos se retiraban y el colegio quedaba silencioso y vacío.

Una empleada, de características casi mitológicas era doña Ramona, cuyo apellido no recuerdo. Sus

funciones eran numerosas: Tocar la campana de entrada al colegio; tocar la campanilla de mano recorriendo el

corredor-jere en toda su extensión, para anunciar el comienzo y el fin de los recreos, así como la salida de la

escuela; encargarse de la limpieza de toda la escuela incluyendo las letrinas y el patio; abastecer de tizas y

borradores a todas las aulas; tener siempre lleno el cántaro de agua, etc. Silenciosa como si fuera muda, en

caso necesario, con ella podía conseguirse cualquier cosa.

Como era la escuela de un barrio pobre, los niños concurrían a clase generalmente descalzos, ya que los

zapatos, que venían casi todos del exterior, eran sumamente caros. Unos pocos, yo entre ellos, fuimos el

primer día de clase con sandalias. Cuando llegó la hora del recreo y los niños se pusieron a jugar fútbol, no me

dejaron participar porque estaba calzado. Ese mismo día en casa, después de mucho pedir, conseguí con mi

mamá que me dejara ir a la escuela, desde el día siguiente, sin sandalias.

El control del aseo de los niños que hacían las maestras, era minucioso y hasta cierto punto increíble. La

inspección empezaba por el guardapolvo blanco, que debía lucir impecablemente limpio. Mi madre y la

mayoría de las madres de todos los niños que iban a la escuela, exigían que el mismo guardapolvo se usase de

lunes a sábado, durante toda la semana, para recién entonces lavarlos y plancharlos. Y aunque parezca

Page 36: Que linda era mi tierra

imposible, nuestros guardapolvos estaban siempre presentables hasta el fin de la semana. En esa época, las

madres de familia, que tenían por lo general una media docena de hijos, debían ejecutar todas las tareas de la

casa sin la ayuda de planchas eléctricas, aspiradoras, lavarropas, lavaplatos, cocinas a gas o eléctricas, y

además debían coser las ropas, atender y disciplinar a los niños, tarea en la cual tenían argumentos

psicológicos muy buenos y contundentes que lograban que sus órdenes siempre se cumplieran sin chistar.

Luego venía la inspección de la higiene personal que comenzaba con la revisión de la cabeza, en donde

se determinaba la presencia o no de piojos; cabe acotar al respecto, aunque parezca mentira, que en esa

época casi no existían epidemias de pediculosis en las escuelas. Acto seguido la maestra buscaba si habían

manchas marrones de jare23 en la cara, las orejas, el cuello, la nariz, las manos, las uñas, y los pies, insistiendo

en éstos sobre la presencia de tû24 .

El niño con problemas de higiene, llevaba una nota de la maestra a los padres en su anotador, en donde

le informaba, que si el caso se repetía, la madre debía concurrir personalmente a la escuela.

Un día en el que llovía intensamente, la escuela no funcionó, debido a que los desperfectos del techo

permitían que lloviera más adentro que afuera. Aprovechando la oportunidad, varios niños fuimos a reunirnos

en la casa de Pedrito Z., un muchacho algo mayor, cuyo hermano estaba en la escuela en el mismo grado que

yo. Pedrito nos mostró lo que estaba haciendo: revisando los desechos que algunas casas comerciales tiraban

debajo del taruma detrás de su casa, pudo rescatar láminas viejas de latón, un soldador de cobre que se

calentaba sobre carbón encendido, trozos de estaño, algunos cables de cobre y pilas vencidas. Con todos ellos,

estaba terminando de construir un buque de guerra, un cañonero, de aproximadamente un metro de largo,

inspirándose en el modelo de los buques paraguayos Humaitá y Paraguay. Estaba ya en los detalles finales

tales como la chimenea, la torre de control, los cañones e incluso, un gran reflector cerca de la torre del vigía.23Suciedad.24Pique o nigua.

Page 37: Que linda era mi tierra

En medio de la conversación, Pedrito nos dijo:

-Vayan a ver si la laguna se llenó con esta lluvia, y si así es, vamos a probar el barco esta misma noche.

Nos fuimos todos juntos a mirar la altura del agua en la laguna y pudimos comprobar que su nivel había

sobrepasado nuestras expectativas.

-La laguna está repleta hasta el borde de la muralla -le contamos entre todos a Pedrito.

-Bueno, entonces vengan después de cenar, y nos iremos todos juntos, para hacer andar el cañonero

con una larga liña de pescar atada a la proa -nos invitó Pedrito.

Esa misma noche, cuando estuvimos de nuevo todos los niños en la casa de Pedrito, nos dirigimos con la

gran nave hasta la laguna, totalmente a oscuras, ya que no había ningún farol de alumbrado público cerca.

Al llegar al borde del agua, Pedrito, con mucha suavidad, puso el cañonero sobre la superficie del agua.

¡Que cosa increíble! Aquella obra naviera maestra flotaba sin ladearse a babor ni a estribor.

Pedrito, uniendo los extremos pelados de dos cables que estaban en la popa, encendió inmediatamente

las luces de la cubierta del cañonero y su poderoso reflector, ofreciendo un espectáculo grandioso y

emocionante.

-¡Que maravilloso es tu cañonero! -dije yo-. ¡Qué lindos son los reflejos de las luces en el agua! ¡Qué

lejos que alumbra el reflector! ¡Parece un cañonero de verdad!

Hasta los bochincheros sapos que solían aturdir el barrio con su estruendoso croar se callaron,

seguramente extasiados por el magnífico acontecimiento que estaban presenciando en ese momento.

Pedrito le ató enseguida la liña de pescar en la proa y, a medida que el cañonero era impulsado por el

viento Norte hacia el centro de la laguna, le iba dando piolín al barquito, hasta que fue a parar en la costa que

estaba enfrente de nosotros. El espectáculo que ofrecía entonces, parecía ser como un cuento de hadas.

Lentamente volvió a recoger la liña, entonces el barco giró con suavidad y se dirigió hacia nosotros, en donde

Page 38: Que linda era mi tierra

al atracar a nuestro lado, recibió el griterío de alegría de los niños presentes. El astillero infantil de Pedrito

había pasado, con todo éxito, su prueba de fuego.

CAPITULO XI

LAS RETRETAS DE LA PLAZA ITALIA

La plaza Italia que conocemos hoy, ya existía en los años de ni niñez. Estaba muy bien cuidada, tenía

gran cantidad de chivatos y lapachos, así como hermosos jardines con rosales de muy variados colores y

exquisitos perfumes.

En su glorieta actuaba, todos los martes, la banda de la Policía de la Capital, bajo la dirección del

inolvidable maestro Campanini, que ofrecía melodiosos conciertos musicales, en los cuales se ejecutaban

trozos de música clásica, óperas italianas, valses vieneses, pasos dobles españoles, música popular americana

y, finalmente, hermosas polcas paraguayas que constituían el broche de oro de despedida.

Las retretas, como se acostumbraban a llamar a estos eventos, comenzaban a las veintiuna horas en

verano y terminaban a las veintitrés, siendo mucho más concurridas en dicha época que en el invierno, cuando

los conciertos se hacían por la tarde. Era todo un acontecimiento social, que reunía a numerosas familias de

Asunción, especialmente a las de los barrios cercanos.

Las personas mayores, yendo antes de la hora fijada, procuraban conseguir asiento en los bancos, que

eran muchos y bien cuidados. Los niños, hasta los catorce años, se divertían en los intervalos musicales,

jugando a las bolitas, cerca de la glorieta. Cada vez que corría la voz del director, convocando a los músicos,

algo dispersos, para comenzar una nueva partitura, allí ya estábamos en primera fila los niños, para mirar

embobados a los músicos cuando tocaban sus diferentes instrumentos. Nos atraían especialmente los platillos,

Page 39: Que linda era mi tierra

los tambores, las cornetas y el trombón.

Las chicas mayores de quince años, se juntaban con sus amigas, en grupos de cuatro o cinco jóvenes,

quienes entrelazaban sus brazos y caminaban de brazalete25 por la vereda que circunvalaba la plaza. Los

varones jóvenes, de veinte años o más, se paraban en las esquinas, o bien, debajo de un farol y se dedicaban

a piropear a las chicas, empleando requiebros ingeniosos y poéticos. Los muchachos entre quince y veinte

años, no gozaban de aceptación en el grupo femenino, porque no eran "candidatos formales" para el

matrimonio.

En los años treinta, poco antes de la guerra del Chaco contra Bolivia, Asunción era una ciudad tranquila

y acogedora, con calles perfumadas de azahares en la época de floración de los naranjos y afortunadamente

con muy pocos automóviles. Los pocos que existían eran de familias muy pudientes, no siendo costumbre que

los jóvenes los manejaran.

Sin embargo había una excepción: existía en Asunción el petulante más vanidoso y engreído que uno

pudiera imaginarse. Era hijo único de la familia Z.Z.G.. Su nombre era nada menos que Asdrúbal. Su padre le

había comprado una vuaturete, auto deportivo que tenía una cabina pequeña para el conductor y un

acompañante; la parte trasera o cola tenía una portezuela o tapa que podía abrirse mediante una manija,

mostrando dentro de ella un asiento para dos personas. Asdrúbal acostumbraba a pasar los días martes por la

plaza Italia, manejando orgullosamente su auto, dando innumerables vueltas alrededor de ella, pavoneándose

con su vuaturete, buscando despertar envidia entre los muchachos y saludando especialmente a las chicas,

con frecuentes inclinaciones de cabeza al estilo japonés.

Es lógico suponer que las chicas lo adoraban como candidato matrimoniable y se morían por estar en

primera fila para verlo mejor, y sobre todo, para que él las viera. Así, por supuesto, es completamente

25Enganchadas de los brazos

Page 40: Que linda era mi tierra

razonable que ningún muchacho pudiera tragar al pesado Asdrúbal.

Ocurrió entonces que un cierto, dos estudiantes de medicina, J.H.J. y H.J.H., dicidieron darle su merecido

para quemarlo de por vida.

Para tal efecto, un día martes por la noche, fueron ambos a la casa de Asdrúbal, donde vieron su auto

estacionado frente a la puerta y, como ya conocieran sus movimientos, poco antes de que saliera el mismo

para ir a la Plaza Italia, abrieron la tapa trasera de la vuaturete, se metieron dentro y cerraron a medias la

portezuela, para poder abrirla cuando quisieran.

Llegaron a la Plaza Italia a la hora en que la retreta estaba en su apogeo. Asdrúbal, como era su

costumbre, empezó a girar con su auto alrededor de la misma, con su acostumbrada sonrisa de oreja a oreja y

su flexible cerviz moviéndose de arriba hacia abajo. Lentamente, sin hacer ruido, se abrió la portezuela del

asiento trasero y, poco a poco, fueron emergiendo dos tremendas nalgas, increíblemente peludas, sin saberse

quienes eran los dueños, porque sus cabezas estaban agachadas en el asiento.

La primera reacción del público fue de extrañeza, con algunos gritos de estupor de las chicas, pero

luego, poco a poco, empezaron las risotadas de los muchachos, después las de las chicas y al final las de los

niños y de las personas mayores, que fueron aumentando mientras la banda atacaba "molto vivace" el

"Guillermo Tell" de Rossini. Al instante se suspendió la música, porque los ejecutantes también querían

sumarse al público que se desternillaba de risa. Asdrúbal, que no entendía al comienzo, que era lo que estaba

pasando, viendo que los gritos y las risas lo tenían como blanco principal, empezó a sospechar que algo no

andaba bien, cosa que pudo comprobar enseguida, cuando volvió la cabeza hacia atrás. Quiso morirse, salió

despavorido del lugar, seguido por la chiquilinada que le iba gritando. El irregular empedrado no le permitía a

Asdrúbal aumentar la velocidad, por lo que los ocupantes del asiento posterior aprovecharon para ponerse los

pantalones y saltar del vehículo, sin que él pudiera identificarlos, preocupado como estaba por deshacerse de

Page 41: Que linda era mi tierra

los pibes que seguían corriendo y gritando detrás de él. Desde ese día, jamás volvió a circular la vuaturete con

Asdrúbal los días martes de noche alrededor de la plaza Italia.

CAPITULO XII

FUTBOL ESCOLAR

En la escuela cada grado tenía su equipo de fútbol, con los once jugadores reglamentarios, pero

también podían realizarse partidos, con cifras variables que iban desde tres hasta más de veinte jugadores en

cada lado.

Para integrar los equipos cada vez que se iba a jugar, se elegían, en primer lugar, los dos niños que

serían los capitanes de cada uno de los equipos. Luego se tiraba una moneda al aire, para decidir cuál de los

capitanes sería el que iba empezar a escoger primero. Enseguida, por riguroso turno alternativo, éstos iban

señalando los elegidos, quienes automáticamente se ponían al lado de su capitán. Al final, la cantidad de

jugadores debía ser igual en ambos equipos, salvo que se acoplara algún patadura que no había sido elegido

por nadie, para lo cual se decidía nuevamente a la suerte, con la moneda, de tal manera que el perdedor era

el que tenía que cargar con el pysâ26 que nadie quería.

Como yo era el más chico de la clase, solamente integraba alguno de los equipos en la categoría de

pysâ. Las más de las veces perdía la pelota, o bien pateaba para cualquier lado, sin ninguna dirección lógica.

Poco a poco logré entender que tenía que chutar la pelota hacia el arco contrario. Así las cosas, me fui

habituando a este rechazo y pensé que nunca sería un buen futbolista.

26Patadura.

Page 42: Que linda era mi tierra

Un buen día, en el que se jugaba un partido importante contra el segundo grado, que tenía niños algo

mayores que nosotros. Sucedió que uno de mis compañeros, integrante del equipo del primer grado superior,

no vino porque estaba engripado. El capitán de nuestro grado miró a su alrededor y, no sabiendo a quién

elegir entre los pysâ que estábamos allí, decidió echar la suerte entre noosotros diciendo: "pitipí - sembrá -

cutibá - bellá - mamadé - forté - bulibú - caché". Así, imprevistamente, me tocó a mí entrar a jugar por el

prestigio, el honor y la gloria del primer grado superior.

Lo primero que me dijo el capitán fue:

-Vos te vas a quedar siempre cerca de nuestro arco, como el útimo defensa del equipo. No se te ocurra

correr detrás de la pelota, porque vas a perjudicar al equipo. En la defensa, lo único que tenés que hacer, es

no molestar a nuestro arquero. Sólo podés ponerte enfrente de los delanteros contrarios, para taparles la línea

de tiro de la pelota, cuando van a patear al arco.

Empezó a jugarse el partido, con una hermosa pelota de trapo grande, fabricada con las medias rotas de

nuestras madres. Los niños de uno y otro equipo, se desplazaban en bloque detrás de la pelota, menos los

arqueros que no se movían de sus puestos y yo que también me mantenía quieto en el lugar que me habían

designado. Era incansable el ir y venir de los niños, corriendo afanosamente, en medio de sus gritos de:

pasáme a mí, chutále a fulanito, parála, etc. Cuando la acción se realizaba en los sitios donde había tierra

seca, como en las cercanías de los arcos, se levantaba una tremenda polvareda, dentro de la cual era

imposible divisar en donde estaba la pelota.

Al promediar al encuentro, el capitán de nuestro equipo logró eludir a tres jugadores contrarios, y solo

frente al arquero, lo fusiló con un tiro cruzado, marcando el primer tanto para nuestro equipo que festejamos

inmediatamente con la gritería de:

-¡Goooool!

Page 43: Que linda era mi tierra

Cuando faltaba solo un minuto para terminar el partido y era increíble que le estuviéramos ganando a

niños mayores que nosotros, vino un largo pase del puntero izquierdo del equipo contrario, que cayó a los pies

de su capitán, que estaba adelantado. Eludió con mucha habilidad a los dos últimos jugadores nuestros que

tenía delante suyo e inició una veloz carrera hacia nuestro arco. Yo estaba unos diez metros adelante del

arquero de nuestro equipo. Me quedé paralizado al verlo venir tan raudamente, pero era evidente que yo

estaba dispuesto a morir por el equipo si fuese necesario. Entonces, me adelanté y fui directo al encuentro del

capitán adversario, que me aventajaba casi medio metro de altura. Yo era el último obstáculo que tenía para

llegar al arco, en donde marcaría fácilmente el gol.

Amagó entrar por la izquierda, pero temiendo yo el encontrón que tendría con él, intenté escaparme por

la derecha. En realidad el giro del capitán contrario se hizo también hacia el mismo lado y, antes de que ya

fuera a chocar conmigo, chocó con una gruesa raíz que había en el suelo, perdiendo estabilidad y también la

pelota, cayéndose espectacularmente al suelo. Yo, ni corto ni perezoso chuté la pelota hacia adelante, lo más

lejos posible. En ese mismo instante, el pito del referee anunciaba la terminación del partido.

Todos los niños de nuestro grado vinieron a abrazarme, puesto que creían que había evitado el gol del

empate descalificando de paso al mejor jugador, nada menos que el capitán del equipo contrario, al despojarle

de la pelota. Por supuesto que no les dije nada a mis compañeros del tocón de la raíz, que había sido en

realidad mi tabla salvadora, aunque en el fondo de mi alma, tenía ganas de agacharme a besarlo.

En lo sucesivo ya no tuve problemas para integrar en forma permanente el equipo de fútbol de mi grado.

Page 44: Que linda era mi tierra

CAPITULO XIII

EL DEPORTIVO SAJONIA

Conocí el Club Deportivo Sajonia en los primeros años de mi niñez. Mis recuerdos más claros datan de

los años 26 al 30. El primer salón social tenía piso y paredes de madera, en donde había un piano, que servía

para amenizar las reuniones, que en un comienzo tenían un carácter más bien familiar, ya que el número de

sus socios era muy reducido.

Su propulsor más entusiasta fue, evidentemente, el Dr. Mario L.D.F., quién con mucho esfuerzo hizo

construir unas casillas de madera en la costa del río, en donde los socios podían cambiarse para ir a la playa.

La playa era arenosa y nos permitía a los niños jugar en ella. El agua, salvo los días de grandes lluvias,

era normalmente limpia y transparente, sin olores repulsivos, ni aceites de embarcaciones, llena de

pescaditos. Cabe señalar, que las cloacas de Asunción se construyeron recién a partir de la década del 60, vale

decir, que no existía el tubo de la red cloacal que actualmente desemboca en la calle que limita la parte Norte

del Deportivo Sajonia situado aguas arriba de sus playas. Tubos cloacales como éste, se encuentran hoy en día

diseminados a lo largo de toda la costa de nuestra capital, existiendo numerosos caños que derraman sus

desechos, en el trayecto que va desde la boca de la bahía hasta los arsenales de la marina. También en este

tramo, están anclados actualmente en el río, no menos de una veintena de barcos que, además de contaminar

el río con los desechos de sus baños y cocinas, arrojan constantemente el aceite quemado de sus motores, lo

que destruye la vida de los peces, ensucia las playas y las embarcaciones y es un inconveniente para la

población, que desea solazarse durante el verano bañándose en el río.

El único medio de locomoción para ir al club era el tranvía número cuatro, que circulaba desde las cinco

de la mañana hasta las doce de la noche. Su parada final frente a los arsenales de la marina en Puerto Sajonia,

Page 45: Que linda era mi tierra

distaba alrededor de unas cinco cuadras del Deportivo. En el camino final para llegar al club no estaban

demarcadas las calles y tampoco existía vivienda alguna en su trayecto.

En los primeros años, habitualmente, se hacían muy pocas fiestas bailables, siendo la más famosa de

ellas la fiesta del Año Nuevo que siempre solía atraer un gran número de socios y simpatizantes.

Para que las fiestas fueran exitosas, debía contratarse, previamente, con la C.A.L.T.27, para que un mayor

número de todas las líneas de los tranvías circularan por lo menos hasta las dos de la mañana siguiente, de tal

manera que la gente asistente al baile tuviera movilización asegurada. Las personas que no llegaban a tiempo

para tomar los últimos tranvías, debían irse a pie a sus casas, en plena oscuridad, ya que las luces del

alumbrado público se apagaban los sábados y domingos a la una de la mañana del día siguiente.

Asunción tenía en esa época muy pocas líneas de tranvía: la dos, la cuatro, la cinco, la seis, la siete, la

nueve y la diez. En realidad, eran pocos los privilegiados como nosotros, que tenían un tranvía que los dejaba

en la puerta de la casa, y así, aunque las luces de la calle se apagaran antes de que pararan los tranvías,

podían llegar a sus casas sin incovenientes.

Hasta los ocho años yo todavía no sabía nadar. En realidad, eran pocas las veces en que íbamos a

bañarnos en el Deportivo. Solíamos concurrir, cuando más, una o dos veces al mes.

Un domingo en que hacía mucho calor, nos fuimos por la tarde, deseosos de meternos en el agua toda la

familia. Mi mamá no entraba en el agua, primero porque no sabía nadar y segundo porque no se

acostumbraba que las señoras casadas estuvieran exhibiéndose en traje de baño en las playas.

Apenas nos pusimos los trajes de baño, dentro de la casilla de madera, nuestro padre nos apercibió:

-Quédense en la arena de la costa y no entren al agua hasta que yo los acompañe.

Enseguida salimos corriendo hacia el río que ya estaba lleno de bañistas.

27Companía Americana de Luz y Tracción.

Page 46: Que linda era mi tierra

Nos sentamos en la arena mojada y fresca e introdujimos nuestros pies en el agua, que estaba

realmente agradable. Probamos su sabor, igual que todos los bañistas lo hacían, bebiendo unos tragos y

comprobamos que era sabrosa.

Poco después vino mi papá, y se encontró con un amigo, el químico C., y después de un rato de charla,

se metieron en el río caminando hasta un lugar en el que el agua les llegaba a nivel del pecho, y allí siguieron

conversando igual que muchos bañistas.

El río estaba lleno de gentes mayores y de niños, el día era hermoso, el agua estaba estupenda. Papá

nos permitió sentarnos en el agua en la costa para que pudiéramos refrescarnos también nosotros.

Al lado de donde estaban parados mi papá con su amigo, había un pequeño muelle de madera con

pendiente inclinada que entraba en el agua, que servía para bajar y subir los botes y lanchas de paseo. Me

atrajo la idea de subirme en él, pensando que si caminaba sobre la madera inclinada, en la parte que estaba

bajo agua, sería muy delicioso. Por supuesto, yo desconocía en absoluto la extensión que tenía el muelle en su

parte sumergida. Creí que podía caminar sin peligro alguno sobre la madera hasta que el agua me llegara a la

rodilla.

Subí al muelle y empecé a andar hacia el agua. Primero se me mojaron los pies. Era agradable esa

sensación del agua fresca, limpia y transparente, que con la fuerza de la corriente del río, rozaba mis

extremidades inferiores. Atraído por esta sensación, y con la inconsciencia de mi corta edad, no me di cuenta

del peligro que podría existir en ese momento. Seguí caminando con la intención de que el agua alcanzara a

mojarme ambas piernas hasta las rodillas.

Estaba con el agua a mitad de la pierna, cuando creyendo que podía todavía avanzar un poco más, di un

nuevo paso, pero no encontré la madera del muelle y me caí como si fuera dentro de un pozo, en donde ya no

pude hacer pie. Me asusté, quise gritar pero no pude hacerlo, ya que ni mi boca ni mi nariz salían fuera del

Page 47: Que linda era mi tierra

agua. Veía que mi papá y su amigo estaban a menos de dos metros de mi, pero vi con desesperación que la

corriente del río ya empezaba a separarme de ellos.

Manoteé y pataleé desesperadamente a la par que intentaba respirar, pero cada vez que pretendía

hacerlo, solo entraba gran cantidad de agua por mi nariz y por mi boca, a la vez que mi epiglotis se cerraba

involuntariamente, impidiendo el paso del agua hacia la laringe y los pulmones, y entonces, sin poder

remediarlo, la tragaba. Mi desesperación iba en aumento, el hambre de oxígeno se hacía cada vez más

imperioso y mis contracciones respiratorias no paraban en ningún momento. Fue la primera vez que sentí la

sensación de muerte inmediata. Empecé a oír un ruido parecido al de unas campanas que golpeaban cada vez

más fuerte en mis oídos, mientras seguía tragando agua sin parar. Cuando el agua empezó a entrar en mis

vías respiratorias y estaba todavía cerca de la superficie del agua, empecé a toser. Fue entonces cuando sentí

que alguien me tomó del brazo y me levantó. Me sacudió y me puso boca abajo en el muelle.

Sentí, en ese momento, la gran felicidad de respirar de nuevo. El químico C. fue el primero en darse

cuenta de lo que ocurría, sacándome enseguida del agua y salvándome la vida. No creo haber estado más de

un minuto y medio sumergido en el agua en ese difícil trance, pero fueron los noventa segundos más largos

que recuerdo hasta ahora en mi vida. Fue como si hubiera transcurrido más de un siglo en ese corto espacio

de tiempo.

Desde ese día, juré no volver a entrar en el río. mientras no hubiera aprendido a nadar perfectamente.

Tampoco mis padres, después de este gran susto, volvieron a frecuentar por mucho tiempo las playas del

Deportivo Sajonia.

Page 48: Que linda era mi tierra

CAPITULO XIV

UNA ODISEA EN EL BAÑADO

No había una delimitación precisa que señalara donde comenzaba la zona del Bañado de Sajonia, así

como tampoco se sabía en que lugar exactamente terminaba. Era una amplia extensión de terreno húmedo,

semiboscoso, que se extendía en el lado Sur de la avenida 15 de mayo, empezando desde los alrededores del

Estadio de Fútbol de Sajonia, hasta la costa del río Paraguay y extendiéndose hasta la vecindad del cerro

Lambaré.

Nuestra imaginación nos hacía creer que aquello era una selva impenetrable, llena de animales salvajes

y de peligros inimaginables. Se nos contaban leyendas y cuentos, sobre la existencia de monos gigantes y

tigres que atacaban a cuantos entraban en su territorio.

En realidad, mi papá que solía ir a cazar allí, solo conseguía traer algunas perdices y unos pocos patillos

silvestres, que ciertamente eran una delicia saborearlos.

Tanto era el metejón que teníamos de ir a conocer aquella jungla salvaje, que en una de las noches de

nuestras acostumbradas reuniones debajo del farol de la esquina, el tema central de nuestra conversación fue,

justamente, cómo programar una expedición al Bañado.

Pedrito, el mayor y el más razonable de todos los del grupo, caudillo natural, por ser el de más edad, nos

dijo:

-Yo creo que debemos ir a mirar y a recorrer el Bañado. Llevaremos honditas y bodoques28 para cazar

todo lo que encontremos. Podemos llevar además liñas de pescar, para armar las ñuhâ29 para las ynambû30

28Bolitas de arcilla seca.29Trampas con lazos corredizos.30Perdices.

Page 49: Que linda era mi tierra

que iremos poniendo de ida y a la vuelta pasaremos por cada una de ellas para revisarlas y desarmarlas antes

de venir.

Juancito enseguida le preguntó:

-Si encontramos algún mono grande, algún gato onza o, peor aún, algún jaguarete31. ¿Que vamos a

hacer?

-Si -añadió José-. Quizás nos quiera comer. Yo tengo miedo, no solamente de los tigres, sino también de

los jacare32, que dicen que vienen desde la costa del río hasta dentro del Bañado.

-No sean mujercitas, o peor aún, gallinas. El que no quiere ir, pues no se va y se acabó la discusión

-sentenció Pedrito.

-¿Qué vamos a hacer si nos ataca algún tigre? -le dije yo.

-No se preocupen por eso. Yo iré abriendo el camino delante de ustedes y para que vean que estoy bien

preparado, voy a llevar este cortaplumas grande -nos explicó Pedrito, mostrándolo.

El cortaplumas tenía una enorme hoja, la más grande que habían visto cualquiera de nosotros hasta ese

entonces, lisa, brillante, filosa, con más de 4 dedos de largo, capaz, por lo tanto, de llegar hasta el corazón de

cualquier animal salvaje.

Las pocas películas de Tarzán que habíamos visto, nos demostraban cuan fácil era matar un león, un

tigre o un gorila, en una lucha cuerpo a cuerpo, con la sola ventaja de tener un cuchillo con hoja filosa de 4

dedos de largo en la mano.

Basado en ello, estuvimos de acuerdo todos los presentes en visitar el Bañado el sábado por la tarde,

porque era un horario en el que no teníamos clases y en el que además nuestros padres no se darían cuenta,

porque era habitual que estuviéramos jugando fútbol desde la siesta hasta la tardecita, en la canchita que31Tigre americano.32Caimán americano.

Page 50: Que linda era mi tierra

estaba detrás de la escuela.

En los días previos a nuestra expedición conseguimos lodo en la playa del Deportivo Sajonia y nos

pusimos a fabricar febrilmente centenares o quizás millares de bodoques, que pusimos a secar en el sol.

También arreglamos nuestras honditas poniéndoles gomas o cueros nuevos, y el que pudo se adueñó de

algunos metros de liña de pescar en la despensa de su casa.

Llegó el sábado y todos los integrantes de la futura odisea nos encontrábamos reunidos, durante el

único recreo del segundo turno de la mañana, alrededor del tronco del yvapovô comiendo sus dulces frutas y

chupando como caramelos sus semillas redondas, rodeadas de una suave y exquisita pulpa.

Pedrito, como siempre, inició la conversación diciendo:

-A la una de la siesta, después de comer, todos vamos a reunirnos debajo del tarumá que está detrás de

mi casa. Acuérdense de traer todo lo que dijimos. Alguien debe traer un jarrito para poder tomar agua en

cualquiera de los ykua33 que hay en el Bañado. Todos traigan galletas para la merienda. No se pongan

sandalias ni zapatos, porque los van a ensuciar y descomponer con el barro que allí abunda y entonces

nuestros padres se van a dar cuenta de que nos escapamos sin permiso de ellos.

-Convenido -dijimos casi al mismo tiempo, todos los que integrábamos el grupo expedicionario.

Antes de la hora fijada ya estaba reunida toda la tribu debajo del taruma. Pedrito pasó revista a los avíos

y pertrechos de caza de todos los presentes y se mostró conforme. Formábamos la expedición: Pedrito de 12

años, Antoñito de 10 años, José de 10 años, Juancito de 9 años y yo de 9 años.

A esa hora de la siesta no había un alma en la calle. Para evitar cruzarnos con gentes que pudieran

contarles a nuestros padres hacia donde íbamos, preferimos caminar en fila india por el tape poi34, que

comenzaba detrás de la escuela. Todo nuestro camino sería así, fino y angosto, teniendo a los costados33Fuente de agua.34Camino angosto para una sola persona.

Page 51: Que linda era mi tierra

arbustos de frutas silvestres, cocoteros, árboles de sombra, guayabos y una enorme variedad de yuyos con

vistosas flores de diversos colores, así como enredaderas con campanillas azules y otras con flores de

pasionaria como el mburukuja35.

A cada rato nos deteníamos por el camino para comer las frutas silvestres que íbamos encontrando:

coquitos, aratiku'i, guayabas, mburukuja u otras.

A medida que avanzábamos, el matorral se iba haciendo cada vez más tupido y húmedo. Los pocos

ranchos que habíamos visto al comienzo, fueron disminuyendo, poco a poco, en nuestra ruta.

Atravesamos un pequeño arroyuelo de aguas muy limpias y cristalinas, que enseguida nos invitó a

beber. ¡Qué sabrosa y fresca nos pareció al tomarla! Más aún teniendo en cuenta el calor que hacía y el

copioso sudor que nos iba empapando las camisas. Si bien el camino estaba libre de espinas, formado

evidentemente por el continuo trajinar de las personas, no sucedía lo mismo cuando nos arriesgábamos a

caminar dentro de los yuyales, atraídos por alguna apetitosa fruta. Teníamos que saber caminar en esos sitios,

pisando con cautela, removiendo suavemente el suelo con el pie antes de cargar todo el peso del cuerpo en él

y, sobre todo, mirar con mucho cuidado si existían plantas espinosas como los cactus, los cocoteros y los

karaguata. Si por casualidad, alguien recibía algún pinchazo, debía controlar si la punta de la espina se había

roto, la cual se extraía sin queja alguna, y la caminata continuaba normalmente.

Pasamos detrás del Estadio de Fútbol y seguimos andando unas diez cuadras más. Empezamos a armar

los ñuha, porque ya habíamos visto correr algunas perdices. Cada vez encontrábamos más cantidad y

variedad de pájaros, por lo que empezamos a usar nuestras honditas, lanzando bodoques solamente a las

tortolas y a las perdices.

Los demás pájaros, desde nuestro punto de vista, no eran cotizados como comestibles y, por lo tanto, no

35Género Passiflora.

Page 52: Que linda era mi tierra

gastábamos bodoques en ellos. Sin embargo nos gustaba oirlos cantar y verlos volar a nuestro alrededor a los

gorriones, agostitos36, ñandejara gallo37, pitogue38, guyraû39, saihovy40, piririta41, havía42 y muchos otros, que ni

siquiera sabíamos sus nombres. Todos gorjeaban magníficamente y era un verdadero placer escucharlos.

Se cruzaron varias veces en nuestro camino, los rapidísimos apere'a y tapiti, pero cuando

reaccionábamos tirándoles una lluvia de bodoques, hacía rato que ellos se habían escabullido.

En realidad era una excursión muy agradable, en contacto íntimo con la naturaleza, que nos hacía

olvidar los posibles riesgos que allí podían acecharnos.

Pedrito, que iba adelante de todos, se paró súbitamente, hizo señas de que nos calláramos y susurró:

-Shhh.....

Nos apretujamos todos, a unos tres pasos detrás de Pedrito.

-¿Qué sucede? -le preguntó Antoñito en voz baja.

-Oí un pequeño rugido hacia allí -dijo Pedrito, señalando un árbol que cerraba el paso del camino a unos

cinco metros delante nuestro-. Parece que algo se mueve y araña la tierra detrás del tronco de ese árbol.

Nos quedamos helados y temblando de miedo, sin que existiera nada visible todavía. Nuestra

imaginación nos hacía ver que un feroz yaguareté nos estaba acechando.

Pedrito, sin darse vuelta a mirarnos, sacó su cortaplumas, abrió la hoja grande de cuatro dedos de largo,

que era toda nuestra esperanza, y nos susurró:

36Canarios silvestres.37Cardenales.38Benteveo.39Mirlos. Tordos.40Familia Tanagridae.41Familia Cuculidae.42Zorzales.

Page 53: Que linda era mi tierra

-No se muevan, preparen sus honditas para lanzarle bodoques y déjenme a mí atacarlo.

Enseguida, no había ninguna duda, se oyó nítidamente el rugido de la bestia, que para nosotros fue

descomunal, y al instante asomó su cabeza un gato onza que a todos nos pareció un enorme tigre, hecho y

derecho.

No hizo falta que viéramos nada más. Mientras Pedrito, con el cortaplumas abierto en su mano derecha,

abría las piernas para balancearse mejor, como lo hacía Tarzán, y miraba fíjamente a los ojos del felino, todos

nosotros sentimos que nos nacían alas en los pies. Sin pensarlo dos veces, el resto de la tribu huimos volando,

sin tocar el suelo y sin parar.

Pedrito, que no se había dado cuenta de la huida nuestra, se dirigió hacia nosotros, que ya no estábamos

detrás de él, diciendo:

-Ahora, apunten y tírenle todos los bodoques que puedan.

Como no obtuvo ninguna respuesta, volvió a insistir:

-Rápido, dispárenle antes de que nos ataque.

Solo el silencio respondió a la arenga de nuestro valeroso conductor. Giró la cabeza hacia atrás. No vio ni

las sombras de su ejército de valientes. Entonces, también a él le crecieron las alas en los pies, corrió tan

rápido y con tanta energía que sólo lo sentimos pasar como un huracán a nuestro lado. Recién lo volvimos a

ver frente al primer rancho que encontró en su camino, a muy pocos pasos del Estadio de Fútbol, vale decir,

unas veinte cuadras del sitio donde se produjo la estampida de los audaces héroes de la calle Colón frente al

gato onza.

Así terminó nuestra excursión al Bañado de Sajonia. El campo de batalla, mejor dicho, de nuestra huida,

quedó sembrado de honditas y bodoques. También se perdió el hermoso cortaplumas de Pedrito. Una derrota

total de la que nos avergonzamos todos los intrépidos niños del barrio y de la cual nunca más quisimos volver

Page 54: Que linda era mi tierra

a hablar.

CAPITULO XV

LOS NARANJOS Y SUS FLORES

Todos los años, en la época de la primavera, los niños de todas las escuela de la capital salían a plantar

arbolitos de apepu43. Para el efecto, la Municipalidad de Asunción, preparaba los pozos en las veredas de toda

la ciudad, a cinco metros de distancia unos de otros.

Los niños teníamos que conseguir una pala para ese día. Acompañados de nuestras maestras, nos

dispersábamos por todas las calles vecinas de la escuela. Al poco tiempo de estar parados con la pala al lado

del pozo en el que teníamos que plantar el arbolito, llegaba el camión que repartía las plantitas de naranjo.

Mientras uno de los niños atajaba el naranjito en forma vertical dentro del pozo, el otro empezaba a echar

tierra dentro de él, para cubrir cuando antes las raíces. Al poco rato, toda la tierra extraída estaba de nuevo

dentro del pozo. Continuábamos la tarea pisoteando la tierra, cuidando de que la planta quedara bien firme y

también derecha. Finalmente le derramábamos un balde de agua, que los vecinos del lugar se encargaban de

suministrarnos para que pudiéramos regar la plantita.

El arbolito plantado tenía que ser cuidado por cada uno de nosotros. Debíamos darle agua todos los días

y, para que la atención fuera más fácil y funcional, cada niño, de ser posible, se encargaba del arbolito que

estaba en la vereda de su casa.

Era emocionante ver al arbolito echar los nuevos brotes, señal de que la planta había prendido y que se

estaba arraigando.

43Naranja agria y amarga.

Page 55: Que linda era mi tierra

De esta manera, toda la ciudad de Asunción, durante la intendencia del ingeniero B.G., se llenó en poco

tiempo de arbolitos de naranjo agrio, que además de ofrecer una reconfortante sombra en las duras épocas

del verano, saturaban el aire de la ciudad, con el suave y exquisito aroma de sus azahares durante los meses

de julio y agosto. Recuerdo que unos veinte años después, durante la visita de un eminente cancerólogo

argentino, el profesor R., un joven médico paraguayo quiso halagarlo y demostrarle a la vez que conocía

Buenos Aires, diciéndole que la metrópolis argentina era una bellísima ciudad, con sus admirables y altos

rascacielos y sus calles asfaltadas, llenas de numerosos vehículos.

Este gran investigador le respondió diciendo:

-¡Ojalá ustedes nunca lleguen a tener una capital tan ruidosa y llena de gases como la nuestra! No se

imaginan lo agradable que es respirar este olor a aire limpio. El aroma de los azahares de Asunción es lo más

lindo que tienen y quiera Dios que nunca lo pierdan.

Cuando me acuerdo de esta anécdota, ahora, en la década del noventa, y miro a mi alrededor

caminando por cualquiera de las calles de la ciudad, siento que todo es tan ruidoso que es necesario hablar a

los gritos para hacerse entender, y que en vez del celestial perfume de los azahares se tienen los dañinos y

desagradables malolores de los gases de aceites quemados por los vehículos. Con mucha pena veo que faltan

en las calles, no solamente los arbolitos de naranjo, sino que las mismas están peladas, sin árboles de ninguna

clase en sus veredas, y añoro los hermosos taji44 rosados y amarillos, las moreras, los yvapovô y otros, que

fueron cediendo paso a la "civilización" o a la "locura".

Actualmente resulta asfixiante caminar por la calle Colón, en la cual el olor de las flores de los naranjos

ha sido suplantado por una insalubre y asquerosa humareda, expelida por centenares y centenares de caños

de escape de toda clase de automotores, que con el motor acelerado para hacer frente a la subida, escupen

44Lapachos.

Page 56: Que linda era mi tierra

los deshechos de sus diesel, nafta y aceites, llenos de temibles sustancias cancerígenas que asfixian y hacen

toser a todo el mundo. Los nostálgios del comienzo de este siglo que conocimos la armoniosa tranquilidad del

ambiente, así como la atmósfera pura de las calles y avenidas de nuestra ciudad, no podemos sino exlamar:

- ¡Como has cambiado Asunción! ¿Dónde están los hermosos árboles de tus frondosas plazas y avenidas,

que no los vemos por ningún lado? ¿Dónde se ha ido el silencio apacible de tus calles que ahora no lo

escuchamos?

CAPITULO XVI

LOS PESEBRES

La llegada de la Navidad era toda una fiesta para los niños. En la década de los años veinte, las fiestas

no tenían nada que ver con las similares de los países nórdicos europeos, y aún menos, con las de la América

del Norte, en donde el intenso frío tenía como motivos navideños la nieve, los arbolitos de pino o abetos, el

superabrigado Papá Noel con sus extraños renos, o el siempre obeso Santa Claus, que increíblemente

penetraba con sus regalos para los niños y adultos, a través de estrechas chimeneas, por las que no hubiera

pasado ni siquiera un conejo.

En esa época, la tradición navideña en el Paraguay, estaba centrada en el tema del pesebre de Belén y

en la fiesta de la adoración de los Reyes Magos.

Prácticamente en todas y cada una de las casas de nuestro barrio, que es lo mismo que decir: en toda

Asunción y en todo el Paraguay, existía la tradición de armar el pesebre dos a tres días antes del 25 de

diciembre.

Page 57: Que linda era mi tierra

Si bien la base central del pesebre, estaba constituida por las infaltables estatuillas: el Niño Jesús, la

Virgen María, San José, algunos pastores con sus ovejas y los tres Reyes Magos con sus camellos, se

agregaban, según las posibilidades económicas y las costumbres heredadas de nuestros antepasados,

transmitida a través de nuestros padres, la variedad más inimaginable de juguetes, tanto acorde con la época

histórica del nacimiento del Niño Dios, como totalmente discordante con ella, dependiendo únicamente de la

cantidad de juguetes acumulados en la familia a través de varias generaciones, y que solo se usaban para

armar los pesebres.

En los pesebres se ponían habitualmente juguetes o estatuillas que representaban: ovejas, carneros,

cabras, caballos, vacas, perros, gatos, aves, muñecas, muñecos, payasos, globos brillantes, carros, bicicletas,

motocicletas, autos, trenes, aviones, barcos, etc., y además las infaltables frutas de la época como la uvas,

bananas, piñas, sandías, melones y las perfumadas flores de coco. El contenido de los pesebres iba desde los

dos o tres muñecos de trapo que se veían en los ranchos pobres, hasta los que mostraban centenares y hasta

millares de juguetes, que no eran precisamente las casas más pudientes, sino las que mantenían una larga

tradición familiar navideña, a través de muchas generaciones.

El pesebre de mayor tamaño del barrio era el de la familia R., situado en la calle Montevideo esquina

Piribeby, donde actualmente existe un cinematógrafo. Ocupaba tres piezas comunicantes que estaban una a

continuación de la otra y cuyas ventanas daban hacia un corredor, desde donde podía verse el arreglo

navideño que estaba dentro de cada una de las ellas.

Los más ingeniosos pesebres se esmeraban en mostrar: molinos de viento, estanques de agua con

patitos y cisnes, juguetes a cuerda que se movían y a veces, hermosas cascadas de agua.

Desde el 24 de diciembre, víspera de la Navidad, hasta el 6 de enero, fiesta de los Reyes Magos, los

niños teníamos permiso de nuestros padres para visitar pesebres. Era costumbre que el pesebre se armara en

Page 58: Que linda era mi tierra

casi todas las casas, lo cual representaba un mínimo de veinte arreglos navideños por manzana. Cada visita

consumía entre 5 y 15 minutos, de manera que podíamos ver un máximo de 15 a 30 pesebres cada tarde.

Para realizar las visitas nos juntábamos unos tres a cinco niños, y el rito que se usaba para entrar a ver

los pesebres, era siempre el mismo:

-Buenas tardes -decíamos, palmoteando las manos.

Cuando alguien salía a recibirnos, preguntábamos:

-¿Podemos entrar a ver la tu pesebre?

Enseguida nos contestaban:

-Pasen, niños.

Nos parábamos delante del pesebre y hacíamos nuestro comentario sobre el contenido en juguetes y

sobre todo, de las cosas raras que veíamos. A veces nos convidaban con galletitas, caramelos o frutas. Al salir

nos despedíamos siempre con la misma frase:

-Es muy lindo la tu pesebre.

Hoy en día la tradición del pesebre familiar y la visita de los mismos se ha perdido. Ya no existe sino en

muy contados hogares paraguayos. La invasión de las costumbres exóticas y el esnobismo contagioso de la

gente, impulsados por la propaganda avasallante de los medios de comunicación, nos han hecho creer que es

muy moderno y de gran categoría, el imitar las celebraciones de los países nórdicos que, con sus símbolos

exóticos y estrafalarios, tergiversan totalmente el espíritu cristiano de la Navidad, para transformarlo en una

simple y burda cuestión de negocios, donde los grandes empresarios, rindiendo adoración al único dios que

tienen, el dinero, obtienen diabólicamente sus pingües ganancias.

Page 59: Que linda era mi tierra

CAPITULO XVII

EL ARROYO JAEN

Al arroyo Jaen se lo conoce también con el nombre de arroyo Jardín. Cuando yo lo conocí, su naciente

estaba situada en una verdulería ubicada en la calle Manduvirá esquina 14 de mayo. Dentro de ese terreno

nacía un ykua yvu45, que brotaba dentro de un pequeño pozo. De él salía agua cristalina, burbujeante y

sabrosa, que desbordaba el brocal de ladrillo en que la habían encerrado, para recorrer las plantaciones de

verdura y salir como un pequeño arroyuelo a mitad de cuadra en la calle 14 de mayo. En su trayecto hacia el

río recorría las calles Piribeby, Convención46, Humaitá y Ayolas. A partir de la calle Ayolas, el arroyo tenía un

curso caprichoso, cruzando calles y terrenos privados en el centro de la ciudad, hasta su desembocadura en el

río.

El cruce del arroyo Jaen en la calle Colón se realizaba entre las calles Coronel Martínez47 y General Díaz,

teniendo un puente de madera encima de él, para el tránsito de vehículos y peatones. Al lado del puente,

existían unos escalones de ladrillo que permitían descender hasta el arroyo, el que siempre conservaba sus

aguas limpias y cristalinas, motivo por el cual era un lugar obligado para tomar agua fresca, para lavarse las

manos, pies o cara, así como también para limpiar recipientes de toda clase: cacharros, platos, jarros y hasta

cubiertos usados para comer.

En la Asunción de entonces, la reventa de botellas usadas de gaseosas, de vino o de otros contenidos,

era el oficio de muchas mujeres conocidas como las botelleras. Estas mujeres recorrían la ciudad comprando

botellas. Luego, las del barrio Colón, las lavaban en las aguas del arroyo Jaen debajo del puente y

45Pozo de agua surgente.46Actualmente O'Leary.47Actualmente E. Victor Haedo.

Page 60: Que linda era mi tierra

posteriormente las ofrecían en venta a las licorerías, las cuales las usaban para cargar productos tales como

licores, naranjín, vino, caña, etc. También las farmacias compraban los frascos de las botelleras, para cargar en

ellos los licores o jarabes que preparaban para los enfermos. Hay que recordar que en ese entonces no

existían remedios específicos que ya estaban preparados, excepto la cafiaspirina Bayer y la píldora del doctor

Ross. Cada farmacia era una pequeña fábrica de remedios, en la que un número grande de idóneos preparaba

diariamente, en pocas horas, el jarabe, la loción, la pomada, la tintura, las enormes e intragables obleas, etc.

Los ingredientes de cada remedio debían ser minuciosamente pesados en balanzas de precisión o medidos en

probetas o vasos calibrados, ajustándose a las indicacioness precisas de las recetas magistrales médicas.

El arroyo Jaen no recibía aguas cloacales o servidas en todo su trayecto y, conservaba el atractivo de los

arroyos campestres de aquella época, al igual que otros arroyos del área de la capital y sus alrededores, como

el arroyo Ferreira, el arroyo Mburicaó y la media docena o más de arroyuelos que existían en el camino a la

ciudad de Luque.

¿Qué ha pasado con el arroyo Jaen y los otros arroyos de Asunción y sus alrededores? Y si nos

proyectamos hacia el interior del país y observamos lo que pasa con estos cursos de agua, no solo cerca de la

Capital, sino en todo el territorio nacional nos preguntamos de nuevo: ¿Cómo es posible, que apenas en los

últimos dos o tres decenios, todas las aguas superficiales se han deteriorado, hasta el punto de volverlas

inusables, tanto para el hombre como para los animales y las plantas?

Ya no se forman, hoy en día, regueros de bosquecillos alrededor del curso de los arroyos, ya no se

encuentran pececillos en sus aguas frescas y cristalinas, tampoco albergan bactracios, no vienen los animales

a beber, ni las aves buscan alimentos en ellos, ya no se oyen las risas de los niños chapoteando y jugando en

sus orillas, así como tampoco se realizan los añorados paseos campestres del verano, para pasar una

agradable jornada dominguera, refrescándose en las atrayentes y limpias arenas de la costa de algún arroyo

Page 61: Que linda era mi tierra

limpio.

La polución de los cursos de agua con desechos cloacales, sustancias químicas nocivas, desechos de

fábricas, insecticidas de larga vida, aceites de petróleo quemados, bolsas y recipientes de plástico, tapitas de

gaseosas, botellas, latas y toda clase de basura, han alterado totalmente el ecosistema y lo han destruido.

¡Cómo se ha podido realizar esta catástrofe antinatural en tan poco tiempo!

¿Quiénes son los culpables? ¿Por qué no se los sanciona?

¿Se podrá recuperar alguna vez la naturaleza que hemos perdido?

CAPITULO XVIII

PASEO AL JARDIN BOTANICO

El Jardín Botánico, creado con este nombre, tenía como objetivo primario, almacenar la mayor cantidad

de especies vegetales, tanto nativas como extranjeras, en un amplio predio, en las cercanías de la capital.

El sabio suizo Moisés Santiago Bertoni, Director de la Escuela Nacional de Agricultura, fue el encargado

de poblar el Jardín Botánico con hermosas colecciones botánicas, transformándolo en ese momento,

probablemente, en el mejor Jardín Botánico sudamericano.

Los niños, sin embargo, admirábamos mucho menos la gran variedad de plantas que allí existían que los

pocos animales salvajes de nuestro país que, a modo de atracción, estaban en jaulas desperdigadas en su

vasto territorio.

Grande fue nuestra alegría cuando en la escuela nos anunciaron que tendríamos un paseo al Jardín

Botánico, el día sábado de la siguiente semana.

Page 62: Que linda era mi tierra

Para ese día debíamos traer a la escuela ropa de calle, el infantable guardapolvo blanco encima, algo de

comer, el dinero para el pasaje en el tren, zapatos o sandalias, el yoqui48 y alguna comida para los animales

como ser: maíz, pan duro o galleta para los patos y maní o carozos de coquitos para los monos y los

papagayos.

Llegó el tan ansiado día sábado después de una noche de insomnio. La emoción de la víspera hizo que

no pudiera conciliar el sueño sino de a puchitos, sueño plagado todo él de una lucha fantástica contra leones y

gorilas africanos, tigres de Bengala y cocodrilos del Nilo. En estas pesadillas no faltaba el Tarzán de las series

domingueras, de los matinés de las trece horas.

Esa mañana me levanté antes que nadie en mi casa y comencé a prepararme para ir a la escuela. Eran

apenas las seis horas y recién estaba amaneciendo, en lo que yo pensaba que sería el más hermoso día del

mes de abril.

Mi madre me preparó unas galleta-pe49 con queso. Me vestí lo más rápido que pude, tanto que oí a mis

padres, exclamar con gran asombro:

-¡Qué maravilla! Nunca te preparaste tan rápido y tan contento para ir a la escuela.

-Es que la maestra nos dijo que fuéramos puntuales -les contesté.

A las siete en punto de la mañana, que era la hora convenida, todos los niños de nuestro grado nos

encontrábamos en la escuela. Ese día no hizo falta para nosotros que doña Ramona tocara la campana de

entrada, porque todos los que teníamos que ir al paseo ya estábamos presentes antes de que ella lo hiciera.

Cuando sonó la campana de entrada, nuestro grado se reunió, debajo del yvapovô, en el patio. La

maestra comenzó, enseguida, a pasar la lista, a la par que nos revisaba la vestimenta, la limpieza corporal, la

merienda y el importe para el pasaje en el tren. Terminada la inspección general, nos habló:48Sombrero con visera.49Achatada.

Page 63: Que linda era mi tierra

-Les voy a explicar como va a ser nuestro paseo. Vamos a ir a la estación del ferrocarril que está frente a

la Plaza Uruguaya. Como no queda muy lejos de aquí, no nos avisó que eran exactamente veinticinco cuadras,

vamos a caminar hasta allí. Ahora, formen fila de a dos. Listo. Marquen el paso. Caminen, detrás mío, en orden

y sin salir de las filas.

Salimos por el portón de la calle Colón y nos encaminamos hacia el centro de la ciudad. Muchos de

nosotros no conocíamos todavía lo que era el centro de Asunción. Nuestros conocimientos de la ciudad, por lo

general, no iban más allá de la calle Humaitá por el Norte y de la Plaza Italia por el Este.

Doblamos en la calle Ygatimí, por la cual caminamos hasta llegar a la citada plaza, la cruzamos en

diagonal y seguimos por la calle 14 de mayo, yendo hacia el centro. Pasamos al costado de un edificio

espectacularmente alto, era el más elevado que jamás habíamos visto cualquiera de nosotros.

-Esta es la iglesia de la Encarnación -nos informó la maestra.

Todos los edificios de alrededor se veían minúsculos y chiquititos, al lado de la enorme cúpula de la

iglesia.

-Debe tener como doscientos metros de alto -dijo Roberto, que caminaba a mi lado.

-No -le dije yo-. Ha de medir casi quinientos metros.

-Yo digo que tiene más de mil metros -dijo otro.

-No -dijo un cuarto niño-. Esto parece casi infinito.

-Atiendan chicos -intervino la maestra-. Es cierto que es el edificio más alto de Asunción, pero no alcanza

a medir cincuenta metros. No exageren, por favor.

Seguimos caminando. Pocas cuadras después llegamos a la calle Palma, en la cual doblamos hacia la

derecha con rumbo hacia la Plaza Uruguaya.

La maestra volvió a llamarnos la atención diciendo:

Page 64: Que linda era mi tierra

-Estamos ahora en pleno centro de la ciudad ¿Qué les parece?

-Señorita -dijo María Liz-. Aquí no hay empedrado en esta cuadra. El piso está hecho con pedazos de

madera cortados en forma de ladrillos.

-Así es -contestó la maestra-. Solamente esta cuadra tiene madera. Ahora fíjense, este edificio que está

a la izquierda, es el almacén de Rius y Jorba.

Enseguida me acordé que mis padres compraban cada mes muchas y variadas mercaderías de esta casa

comercial, desde comestibles, artículos de ferretería, telas para ropas y un sin fin de cosas para el hogar. Por

fin pude conocer este famoso almacén.

Dos cuadras más adelante, pasamos frente a un edificio sin terminar, el Panteón de los Héroes,

comenzado a construir por el mariscal Francisco Solano López antes de empezar la guerra de la Triple Alianza.

Caminando unas pocas cuadras más, llegamos a la Plaza Uruguaya, a la que admiramos todos los niños.

-¡Qué lindas estatuas tiene -dijo alguien de nosotros.

-¡Qué lindos árboles y caminos! -dijo otro niño.

-Bueno -concluyó la maestra-. Ya hemos llegado frente a la estación del ferrocarril hecha por don Carlos

Antonio López. Ahora tengo que sacar los boletos de ustedes para ir al Jardín Botánico con el tren que sale a

las nueve. Por favor, tienen que darme el dinero de sus pasajes.

Inmediatamente cruzamos la calle Eligio Ayala y nos encontramos dentro del amplio corredor de la

estación, esperando que la maestra nos llamara después de comprar los boletos.

Pocos minutos después, vimos venir la maestra, con un paquete de boletos en su mano, la que nos

ordenó:

-Niños, formen fila de nuevo. Síganme hasta el último acoplado del tren. Allí tenemos que subir.

Para llegar hasta el vagón que estaba al final de la cola del tren, tuvimos que pasar al lado de la

Page 65: Que linda era mi tierra

locomotora. Cuando estuvimos frente a ese monstruo, nos quedamos embobados mirándolo, mientras la

maestra seguía caminando creyendo que nosotros la estábamos siguiendo.

El fuerte ruido que producía el vapor de agua a presión que escapaba por varias partes de la

monumental máquina, era impresionante. Parecía un enorme animal resoplando enérgicamente antes de

comenzar su carrera sobre las vías. De tanto en tanto bufaba con más fuerza, emitiendo un agudo sonido que

nos atemorizaba. Nuestro embelesamiento nos tenía como petrificados, sin poder movernos de allí.

La maestra que había seguido avanzando no se fijó, segura de sí misma, si es que los niños seguían

detrás de ella, hasta que llegando al último vagón en donde debíamos entrar, se volvió para dirigirnos durante

el abordaje. Recién entonces se apercibió de que sus niños le habían desobedecido. Desde allí nos hizo señas

para que fuéramos junto a ella, pero ninguno de nosotros se dio cuenta de ello.

Por último, tuvo que venir a buscarnos. Cuando estuvo a nuestro lado, después de repartir,

cariñosamente, unos cuantos estirones de orejas, nos recriminó diciendo:

-Niños, no quiero que sean desobedientes. No deben apartarse de mi lado, porque les puede pasar algo

malo. La próxima vez, si es que sucede algo igual, tomaré cualquier palo que encuentre a mano, y les voy a

dar una buena tunda, uno por uno, para que aprendan a obedecerme. ¿Entendieron bien?

Como sabíamos que la maestra cumpliría, literal y minuciosamente, con su promesa de desempolvarnos

las asentaderas en caso de que nos portáramos mal, todos los niños nos apresuramos a responderle:

-Si, señorita.

Nos encaminamos hacia nuestro vagón y fuimos ascendiendo a él, a medida que la maestra leía nuestro

nombre en su lista.

Llenamos totalmente el coche del tren, incluso faltaron asientos para algunos alumnos, pero la maestra,

con gran habilidad, logró ubicarnos a todos juntos en el mismo vagón, y aunque tuvimos que viajar algo

Page 66: Que linda era mi tierra

apretados, eso hizo que el viaje fuera muy placentero para todos.

Al marcar el reloj de la estación exactamente la hora de salida, se oyó el estridente pito de la locomotora

y enseguida, el primer silbato del guarda.

La gente que iba a viajar, pero que todavía estaba en el andén de la estación, comenzó a subir

rápidamente a los vagones. El segundo pito del guarda sirvió para que subieran algunos pasajeros más, pero

los remolones recién ascendieron al tren después del tercer silbato y aún algunos seguían subiendo, cuando el

tren ya empezaba a moverse.

Nosotros sentíamos el enorme esfuerzo que hacía la locomotora, para arrastrar detrás de si la larga

hilera de vagones, con un ruido de cuatro soplos, fu-fu-fu-fu, que cada vez se repetía con mayor rapidez, a

medida que el convoy iba aumentando la velocidad.

Mientras avanzábamos, aún dentro de la ciudad, el doble pito del tren iba avisando su paso en cada

bocacalle con toda regularidad. Al mismo tiempo, la maestra nos iba informando lo que estábamos viendo por

las ventanillas, diciendo:

-Esta es la calle Sebastián Gaboto. A la izquierda está el Parque Caballero, que visitaremos también

alguna vez. Ahora estamos yendo por la avenida Artigas. El tren va a parar en la primera estación que es

Tablada.

Después de detenerse unos minutos la locomotora, volvió a salir de la estación de Tablada, con los

consabidos pitos del guarda del tren.

-La próxima es la estación de la Santísima Trinidad -nos volvió a recordar la maestra.

Nuestros ojos no paraban de mirar a uno y otro lado durante todo el camino, mientras íbamos

comentando:

-Mirá allá hay una escuelita.

Page 67: Que linda era mi tierra

-Mirá a este otro lado, hay muchas vacas.

-¡Que linda es aquella casa que tiene un molino!

-¡Qué ligero que camina el tren!

Paramos nuevamente en Trinidad, donde volvieron a bajar y a subir mucha gente. Al salir de allí, nos dijo

la maestra:

-Niños, deben prepararse porque la próxima estación de ferrocarril es la del Jardín Botánico.

Cuando la locomotora paró en ella, descendimos todos muy de prisa, siempre con la maestra que nos

controlaba, como si fuésemos sus polluelos. Formamos nuevamente la dos filas y entramos en el tan soñado

Jardín Botánico.

Después de recorrer un largo camino, que parecía no acabarse nunca y en donde no veíamos todavía

nada interesante, ya que solo había árboles y más árboles, apareció de repente la primera jaula de animales.

Viendo nuestra reacción, la maestra nos recordó:

-No corran chicos, hay tiempo suficiente para ver todos los animales que hay aquí. Así es que no se

apuren ni se separen del grupo.

Nos acercamos a la jaula. Era un gran espacio de terreno, cercado con tejido de alambre. En su interior

se veían los guasu50, así como los ñandu51.

La jaula siguiente tenía circunscrito un gran foso, en donde existían los jakare inmóviles, al parecer

durmiendo.

Poco después vimos un conjunto de jaulas separadas, con varios tipos de serpientes, desde la kuriju52,

50Venados,cérbidos.51Avestruces americanos.52Boa terrestre.

Page 68: Que linda era mi tierra

hasta la enorme mboijagua53, la que detenta el mayor tamaño de todas las serpientes del mundo. También

observamos una variedad de víboras no venenosas: ñakanina, mboihovy, mboipe sa'yju y otras. En un lugar

bien apartado estaban las temibles serpìentes venenosas, como la mboichini54, mboichumbe55, jarara,

jararaguasu, mboikuati'a y la kyryryo. La más impresionante entre todas las serpientes venenosas era la

víbora cascabel, la que cada vez que se sentía molesta, levantaba la cola que en su punta tenía el apéndice

córneo terminal o campanilla, el que al agitarlo producía un sonido seco y áspero característico que

amedrentaba a cuantos lo escuchaban.

Poco después llegamos a las jaulas en donde se encontraban los grandes felinos. En una de ellas vimos

dos grandes jaguarete y, en la al lado se veía tres cachorros de pumas, que jugaban bajo la atenta mirada de

su madre. En la tercera jaula estaba el señor puma macho, durmiendo plácidamente.

Averiguamos con un empleado que daba de comer a los animales, donde estaban las jaulas de los

monos, y acto seguido, nos dirigimos hacia ellas. Eran dos espaciosas jaulas: en una de ellas estaban varios

ejemplares de karaja56 y, en la otra distinguimos una media docena de pequeños ka'i57.

Los karaja, aparentemente, eran poco sociables y se limitaban a estar en los maderos de la parte más

alta de la jaula, emitiendo de vez en cuando fuertes aullidos, sin dignarse a bajar al suelo para acercarse a

tomar los maníes que les arrojábamos.

Los ka'i, en cambio, eran juguetones y audaces, que no solamente comían los maníes que les

arrojábamos, sino que con toda caradurez, sacaban sus manitas a través de los agujeros del tejido de alambre

de la jaula y las extendían abiertas, esperando que les diéramos los cacahuetes en sus palmas. Observamos53Boa acuática.54Serpiente cascabel.55Serpiente coral.56Mono aullador.57Cébidos.

Page 69: Que linda era mi tierra

además, que tenían dos piedras en el suelo, una de ellas plana y con un pequeño hoyuelo en el centro.

-¿Para qué quieren esas piedras los ka'i? -le preguntamos a la maestra.

Ella nos contestó:

-Es para que puedan romper la dura cáscara de los carozos de los coquitos. Prueben a darles los carozos

que trajeron, para ver como lo hacen.

Les tiramos una decena de coquitos dentro de la jaula. Muy pronto se bajaron varios monitos al suelo y

agarraron los carozos. Después de una breve pelea entre ellos, se decidió quién era el que se quedaba con la

mayoría de los coquitos. El ganador empezó a partirlos, poniendo uno a uno en el hoyuelo de la piedra más

grande y golpeándolos posteriormente con la piedra más chica sosteniéndola con ambas manos, la elevaba

por encima de su cabeza para luego bajarla con fuerza sobre el carozo. Cuando éste se rompía, suspendía los

golpes y buscaba la almendra entre los restos de la cáscara e inmediatamente se la comía sin convidar a los

demás monitos que miraban ansiosamente la acción. Solo cuando los coquitos se le acabaron, y el monito jefe

se subió a los palos de la jaula, los demás monitos pudieron recoger los nuevos carozos que les echábamos y

romperlos en la misma forma.

Al acabarse los coquitos y como algunos niños habían traído bananas, se nos ocurrió ofrecérselas para

ver como las pelaban. El mono que tomó la primera banana se la comió con cáscara, en su apuro por evitar

que se la sacaran los demás. En realidad no se la había tragado, sino que poco a poco iba escupiendo la

cáscara, que al parecer no le gustaba, pero teniendo el buen cuidado de no tirar el contenido de la fruta que

estaba adentro.

Bajó también el mono jefe, a quien todos los demás monitos le respetaban, le dimos una banana, subió

de nuevo para acomodarse en uno de los maderos y, sin temor de que se la arrebataran, la peló, tiró la

cáscara y tranquilamente se comió la banana. Habiendo terminado de comerla, bajó nuevamente para buscar

Page 70: Que linda era mi tierra

otra banana, espantando a los competidores a su paso. Entonces, el niño que le daba las bananas, no

queriendo dársela por ser un mono bravucón, se la puso en la palma de su mano y cuando el ka'i jefe la

agarró, el niño la estiró y se la sacó. Eso produjo un fuerte gruñido de irritación de parte del mono jefe, quién

subió inmediatamente a lo más alto de la jaula.

Se acercó otro monito más humilde y el niño de la banana, teniendo más simpatía por él, se la ofreció y

aquél la tomó. Lo que sucedió después, no nos dimos cuenta como fue, y lo entendimos recién cuando cada

uno de nosotros relató lo que vio. Apenas el monito había tomado su banana y se escapaba hacia uno de los

costados, el mono jefe, con la velocidad de un rayo, se lanzó desde arriba hasta donde estaba el niño de la

banana, pasó su mano dentro de uno de los agujeros del tejido de alambre de la jaula, le sacó el joqui que

tenía en la cabeza y lo tiró en el medio de la jaula. Todo sucedió tan rápidamente, que el niño no tuvo tiempo

de reaccionar y se puso a llorar, pensando en el castigo que sus padres le darían cuando retornara a su casa

sin el sombrero.

El gorro quedó tirado en el medio de la jaula y todos empezamos a discurrir, cuál sería la mejor manera

de sacarlo, aunque sin encontrarle solución alguna. Ya estábamos por ir a buscar a alguno de los empleados

del jardín, cuando se acercó a nuestro grupo un tahachi58, quien viendo lo que pasaba, fue en busca de un palo

largo y con él, pudo sacar muy fácilmente el sombrero, con lo que todos quedamos muy contentos.

Nos faltaba todavía mirar otras jaulas, pero la maestra, viendo que cerca de nosotros había un pozo, nos

dirigió hacia él para que pudiéramos beber un poco de agua y como ya era el mediodía, para que nos

sentáramos a comer nuestro almuerzo, a la sombra de los tupidos y hermosos árboles que había allí.

Luego de comer y descansar un rato, optamos por seguir recorriendo el jardín, buscando encontrar

nuevas jaulas. Así vimos la jaula de los tatu59: el más pequeño, el tatu bolita, que al esconderse dentro de su58Agente de policía.59Armadillos.

Page 71: Que linda era mi tierra

caparazón formaba una verdadera pelota y el tatu mulita de envergadura mayor aunque incapaz de

encerrarse en una bola como el anterior; El tatu guasu60 o tatu carreta, mucho más grande que los dos

anteriores parecía ser un animal prehistórico de la época de los dinosaurios.

A nuestro paso fuimos encontrando: la jaula de los simpáticos aguara; la del jurumi61, que con su

maravillosa y larga lengua comía, en un plato playo, un licuado de carne con leche; la de los kure ka'aguy62

con sus largos colmillos, la del kuati63 y la del mborevi64.

Después de mucho buscar, encontramos la jaula de las tu'i65, los chiripepe66 y de los vistosos gua'a67.

Todavía guardábamos para estos últimos un puñado de maníes y una veintena de carozos de coquitos.

Les arrojamos, primero los cacahuetes, que muy rápidamente, las dos parejas que había en jaula, dieron

buena cuenta de ellos.

-Ahora vamos a ver si los papagayos pueden partir los carozos de los coquitos -dijo Antoñito, mientras

les arrojaba unos cuantos de ellos para probar.

Se acercó, cautelosamente, el que parecía ser un macho, por ser muy cabezón y de colores más vivos.

Luego de mirar los objetos que le habíamos tirado, agarró uno de ellos con su patita y lo puso en su fuerte

pico, lo hizo dar vuelta varias veces en su boca, tratando de acomodarlo, seguramente para buscar la mejor

posición del mismo y, al instante, en forma casi increíble, se produjo el estallido del carozo. Con toda habilidad

dejó caer los trozos de cáscara y muy satisfecho de su trabajo de limpieza bucal, disfrutó comiendo la60Armadillo grande.61Oso hormiguero.62Jabalíes.63Coatí.64Tapir.65Cotorras.66Loros.67Papagayos.

Page 72: Que linda era mi tierra

almendra.

-Esto merece un aplauso -dijo la asombrada maestra.

Inmediatamente todos los niños le aplaudimos e inclusive le hicimos una hurra por su hazaña.

Habíamos visto ya todas las jaulas según nos dijo la maestra y estábamos algo cansados, sin embargo,

todavía nos sobraba bastante pólvora. Era las dos de la tarde y nos faltaba ver todavía el museo de animales

embalsamados, la casa donde vivió el Dictador Dr. Francia y la réplica de las ruinas de la iglesia de Humaitá,

que aun a escala reducida, era un impresionante y mudo testimonio de la injusta y cruel invasión de las tropas

aliadas durante la gran Guerra de la Triple Alianza contra nuestro país, que decían que venían a liberar a la

nación paraguaya de su tirano, cuando en realidad no hicieron otra cosa que intentar destruirla y apoderarse

de todos los bienes que poseía, y de gran parte de su territorio, privatizando la tierra que era estatal y estaba

al servicio de todo el pueblo.

La maestra nos aconsejó:

-Tenemos que elegir una de las tres cosas, porque debemos llegar a la estación del ferrocarril, para

tomar el tren que pasa a las tres y media de la tarde, o sino vamos a llegar muy de noche a nuestras casas.

Tras una breve consulta entre nosotros, Juancito le dijo a la maestra:

-Queremos ver las ruinas de la iglesia de Humaitá.

Así lo hicimos. Al llegar a ella, la maestra nos habló:

-Vean como las cañoneras brasileras bombardearon y destrozaron la hermosa iglesia que había allí.

Nos impresionó mucho. Nos imaginamos al instante, el temor de la gente que habitaba en el pueblo,

tratando de escapar de los cañonazos que llovían sobre todos ellos. Seguramente buscaron refugio en la

iglesia del lugar, la que estaba situada cerca de la barranca del río Paraguay, pensando que estando allí serían

respetados por ser la casa de Dios, pero que, sin embargo, fue atacada con impiedad y gran saña. Fue

Page 73: Que linda era mi tierra

destrozada casi toda la iglesia, menos el frente de la misma con su campanario, que todavía siguen en pie,

para denunciar a las futuras generaciones, como mudo testigo, la masacre de exterminio que desataron cuatro

enormes naciones, tres de ellas mucho más poderosas que el Paraguay, por el solo hecho de que nuestra

patria era una república autónoma, sin analfabetos, con tierras para que las trabajaran todos sus habitante y

sumamente próspera debido a que no habían podido entrar todavía hasta los años sesenta del siglo pasado,

los mercaderes del mundo industrializado para robar nuestras riquezas, como sucedía en todo el mundo y en

especial en el continente americano en esa época. Al terminar la Gran Guerra ya no quedaban en el país

hombres adultos, sino solamente ancianos inválidos, mujeres y niños, después de habérseles despojado

mediante la rapiña, de sus joyas, sus monedas de oro, sus muebles y sus propiedades, para someterlos

finalmente al patrón económico mundial. Esta visión de nuestro calvario histórico, recién se borró cuando la

maestra nos recordó:

-Niños, formen filas y vengan detrás mío, que ahora vamos hacia la estación para tomar el tren.

El regreso fue al parecer, mucho más rápido, probablemente por lo agotados que estábamos, pero aún

así, disfrutamos nuevamente del viaje en el tren, como lo habíamos hecho a la ida.

Llegamos a la estación de ferrocarril de Asunción a las cuatro de la tarde. Teníamos que caminar, eso lo

sabíamos muy bien, veinticinco cuadras, para llegar hasta el local de nuestra escuela. Durante todo el

trayecto, no hubieron cuchicheos, ni risas, ni curiosidad por lo veíamos. Más que caminar, arrastrábamos los

pies. Algunos pidieron permiso para sacarse los zapatos, porque ya empezaban a dolerle los pies debido a las

ampollas que se les habían formado en los talones. Nuestra columna de niños viniendo de un paseo, parecía

más bien un verdadero acompañamiento fúnebre.

Por fin, a las cinco de la tarde llegamos a la escuela. La maestra que, igual que nosotros, estaba más

muerta que viva, nos despidió diciendo:

Page 74: Que linda era mi tierra

-Ahora vayan a sus casas, báñense, y para el lunes traen como deber una buena composición, de por lo

menos cuatro páginas, sobre este paseo que hicimos al Jardín Botánico.

¿Qué les parece? Casi nos morimos todos al pensar en el trabajo que teníamos que hacer al día

siguiente, el domingo, en vez de ir a jugar pelota como era nuestro programa.

CAPITULO XIXLA GUERRA DEL CHACO

En el año 1932 tuve que decir adiós a la escuela Antequera y a mis compañeritos del cuarto grado. En

nuestra querida escuelita, en la que estuve asistiendo a clases durante cinco años, solo había enseñanza

primaria hasta el cuarto grado, pero faltaba el último grado, el quinto, para completar el ciclo de la educación

primaria.

Me inscribí en la escuela Brasil, situada en el mismo lugar en el que hoy está, en la calle General Díaz

esquina 14 de mayo. En ella utilizaban en la enseñanza el plan Dalton, basado principalmente en el

autoaprendizaje. Los alumnos del cuarto y quinto grado, entre los que yo estaba, teníamos la opción de entrar

en cualquiera de las dos secciones que tenían los grados cuarto y quinto. Las cuatro maestras de estos grados

atendían materias específicas cada una de ellas, tales como ciencias exactas, biología, etc. El alumno,

siguiendo las indicaciones de una guía de trabajo y utilizando varios textos de consulta, debía elaborar las

contestaciones correspondientes que formaban parte de sus carpetas en las distintas asignaturas, siempre

bajo el control y la asesoría de las diferentes maestras. Era un método novedoso y muy diferente del empleado

en las otras escuelas, que a los niños nos gustaba mucho.

Page 75: Que linda era mi tierra

Desafortunadamente solo asistí a clase durante tres meses, porque ese mismo año empezó la guerra del

Chaco contra la república hermana de Bolivia, donde nuevamente estuvieron en pugna, tanto el interés de las

empresas internacionales por los yacimientos de petróleo que existían en esa zona, como el de los grandes

terratenientes extranjeros que eran dueños de enormes extensiones de tierra en el territorio chaqueño, con

latifundios tanto o más grandes que países como Bélgica u Holanda, de donde extraían las grandes riquezas

forestales naturales, que hoy ya no existen por dicha causa en nuestro país, porque las han agotado.

El local de la escuela Brasil fue utilizado como hospital de recuperación para heridos y enfermos de la

guerra. La escuela se cerró a mediado del año y, como la mayoría de las escuelas de Asunción habían tenido el

mismo destino, los alumnos de la primera sección del quinto grado no pudimos encontrar lugar en ninguna de

las escuelas públicas.

En nuestro peregrinaje, buscando la escuela privada más barata, porque nuestros padres no podían

soportar las cuotas elevadas existentes, encontramos las mensualidades más bajas en la escuela Italiana, la

que aceptó nuestro traslado por razones de fuerza mayor. Allí terminé mis estudios de la primaria y recibí el

título correspondiente, con lo cual me encontraba en condiciones de seguir el ciclo del bachillerato.

Así llegó el año 1933. El único colegio de enseñanza secundaria estatal, era el Colegio Nacional de

Asunción, que ocupaba el edificio de la calle Iturbe esquina Eligio Ayala. También este colegio fue habilitado

como hospital de enfermos y heridos de la guerra. Solo restaban los colegios privados caros como el San José,

el Internacional y el Alemán, totalmente prohibitivos para el bolsillo de nuestros padres. Existían otros colegios

privados, mucho más modestos, tanto en sus instalaciones, como en el personal docente y que eran

económicamente más accesibles. Aún así, los compañeros que habíamos estudiado juntos en la escuela

Italiana, sabíamos que nuestros padres no iban a poder pagarlos.

Preocupados por este motivo, solíamos reunirnos para hablar del tema y buscar cómo resolver el

Page 76: Que linda era mi tierra

problema, Gregorio G., Raúl G. y yo. Un buen día apareció Raúl con la noticia de que en el Tribunal Grande de

la calle Chile y Manduvirá, se iban a seleccionar niños con más de doce años y estudios primarios completos,

para ocupar los cargos de auxiliares de secretaría. El concurso o examen de competencia se iba a hacer a

fines del mes de enero.

Al día siguiente, nos presentamos los tres compañeros y, nos inscribimos para el examen igual que otros

chicos. En total éramos unos treinta niños para el concurso y solo existían cargos para quince.

La prueba de selección se realizó el día veintiocho de enero y se basaba exclusivamente en un dictado,

en el cual se juzgaba tanto la caligrafía como la ortografía de los participantes.

Al entregar nuestros exámenes, el secretario de la Suprema Corte nos dijo:

-Vengan pasado mañana a las ocho horas, para saber quienes serán los aceptados.

En la fecha y hora señaladas, nos hicimos presentes todos los niños. Nuestra alegría fue muy grande al

saber que los tres compañeros habíamos sido aceptados. Raúl G. y Gregorio G. debían ir al Tribunal en lo

Criminal situado en la calle Palma entre Chile y Alberdi. A mi me destinaron al Tribunal en lo Civil del segundo

turno, cuyo Juez era el Doctor Aníbal Delmás, como Auxiliar de la Secretaría del Señor Marcelino Recalde.

Con el sueldo que nos pagaron, a pesar de cobrar con tres meses de atraso por causa de la guerra,

pudimos inscribirnos los tres amigos, en el colegio Natalicio Talavera, dirigido por el Sr. Federico C. y su señora

esposa, que si mal no recuerdo, se llamaba doña Catalina.

La guerra del Chaco duró tres largos años, empezó cuando yo tenía once años y, terminó cuando me

faltaban tres meses para cumplir quince.

El estadio de la Liga Paraguaya de Fútbol se convirtió en el principal centro de concentración y

entrenamiento de los hombres que se enrolaban como soldados. Los ciudadanos paraguayos se presentaban,

voluntariamente, por miles, en todo el país. Al comienzo de la guerra no existían personas que rehuían el

Page 77: Que linda era mi tierra

servicio de defensa de la patria.

Una vez que los reclutas habían sido entrenados, partían para el frente de operaciones. Para el efecto,

las tropas integradas en regimientos con sus respectivas compañías que salían del estadio, desfilaban por la

avenida 15 de mayo, y siguiendo la calle Colón llegaban al puerto de Asunción, donde se embarcaban, por lo

general, en alguna de las cañoneras: Humaitá o Paraguay. En el momento de partir uno de estos buques de

guerra, toda la ciudad escuchaba el característico sonido de la sirena que tenía, la que sonaba con acento

marcial que, sin embargo, parecían como aullidos de tristeza que lúgubremente nos envolvía a todos,

pensando que esos que se iban quizás no volverían jamás.

El paso de los soldados por la calle, cuando iban a embarcarse en el puerto, era precedido siempre por

una banda militar, la que con sus sones triunfales ayudaba a mitigar las escenas que nosotros veíamos con

frecuencia, donde la tropa que iba desfilando por el centro del empedrado de la calle, en medio de hurras,

cánticos, vítores y aplausos, era seguida en las aceras por una muchedumbre silencciosa de parientes llorosos

y tristes, padres, madres, esposas, niños y ancianos que trataban de estar junto a sus seres queridos hasta el

último momento, en el acto de despedida en el puerto.

Estos dos cuadros: el festivo entre los jóvenes soldados, y acongojado en el grupo familiar que lo

despedía, eran muy conmovedores y emocionaban hasta las lágrimas a todos los que los veíamos pasar frente

a nosotros.

A medida que pasaban los meses y los años y no se veía el fin inmediato de la guerra, tuvo que

recurrirse al reclutamiento forzado, ya que el número de voluntarios no cubría los claros que las bajas iban

produciendo. Fue entonces, cuando patrullas de la policía militar empezaron a controlar los documentos de los

varones en edad de servicio, tanto en las calles de las ciudades, como en los pueblos y compañías del interior

del país.

Page 78: Que linda era mi tierra

Si bien la edad de servicio para la guerra era al comienzo desde los dieciocho hasta los treinta y nueve

años, en el último año de la guerra se bajó la edad de comienzo a los diecisiete años. Personalmente tuve

frecuentes problemas con la policía militar, a pesar de que yo tenía solamente catorce años al terminar la

contienda. Como no aceptaban más la partida de nacimiento que llevaba como justificativo de la edad, ni el

carnet de empleado del tribunal en donde también figuraba mi edad, me vi obligado a sacar la cédula de

identidad, la que me evitó futuros problemas. Tan pocos eran los que tenían este documento en esa época,

que a mí me tocó el número veinte mil y tantos dentro de una población que oscilaba alrededor de un millón

de habitantes.

Los informes del Comandante en Jefe de nuestro ejército, sobre el curso de las alternativas que se

producían en la contienda bélica, eran suministrados a toda la población en forma de comunicados numerados

y fechados. Para anunciar los nuevos comunicados, los periódicos acostumbraban a lanzar bombas y a tocar

sirenas. Aprendimos a conocer la magnitud de la victoria obtenida por nuestras tropas contando el número de

bombas y midiendo la duración del ulular de las sirenas. Para conocer el contenido de los comunicados había

que ir hasta los locales de los periódicos o bien, los que tenían radio a galena o a válvulas, podían escuchar la

transmisión de la noticia.

En casa, al comienzo de la guerra, nos habíamos ingeniado para fabricar una radio a galena, la que con

una pequeña antena casera y un audífono biauricular, funcionaba aceptablemente bien. El material

imprescindible para esa radio era la piedra galena, sulfuro natural de plomo, de color gris metálico brillante,

que se podía comprar en trozos pequeños en el comercio. Las ondas de radio captadas por la antena, eran

recibidas generalmente por una bobina con 30 a 40 vueltas, siendo seleccionadas por un condensador

variable, para poder sintonizar las diferentes estaciones transmisoras de Asunción. La señal pasaba luego por

un pequeño receptáculo, donde se encontraba la piedra galena atornillada y, mediante una pequeña púa o un

Page 79: Que linda era mi tierra

alambre de punta muy fina se buscaba, en la superficie de la piedra galena, el sitio en donde se escuchaba

con mayor potencia la estación que se deseaba sintonizar. Para terminar, el circuito se cerraba con una

conección a tierra, que se conseguía fácilmente con un pedazo de hierro enterrado en el suelo.

Cualquier niño, mayor de diez años, podía construir su propia radio a galena que era muy económica

porque no utilizaba pilas ni electricidad. El sonido que se percibía era de baja intensidad, por lo que no

molestaba a nadie en la casa, y mucho menos aún en el vecindario.

Al final de la guerra, mi hermano mayor, que era un gran aficionado a la radio, comenzó a fabricar radios

a lámparas, la primera con dos válvulas, para ir luego aumentando hasta las que tenían cinco o más. Como al

comienzo no disponía de parlante, se seguía utilizando el antiguo audífono de la radio a galena, al que le

adaptaba la trompa del viejo fonógrafo familiar, con lo que producía un sonido más fuerte, si bien muy agudo y

chillón, pero que podía ser escuchado por todas las personas que estaban en una misma habitación.

Afortunadamente, la guerra terminó a los tres años, cuando se firmó la paz del Chaco entre los

contendientes el día 12 de junio de 1935.

CAPITULO XX

EL TRIBUNAL Y EL COLEGIO

El horario de mi trabajo como auxiliar de secretaría en el Tribunal en lo Civil era de 7 a 12 horas por las

mañanas. En pocas semanas me adapté al trabajo y al cabo de unos meses, ya no necesitaba asesoría para

mis tareas habituales.

El Juzgado en lo Civil del 2º turno estaba constituido así: S.S. el Sr. Juez Dr. Aníbal Delmás ; la primera

Page 80: Que linda era mi tierra

secretaría estaba a cargo del S. Marcelino Recalde, en la que trabajaba como Ujier el Sr. Benítez, cuyo nombre

no recuerdo y el Auxiliar que era yo; la otra secretaría del mismo turno estaba a cargo del Sr. Leonardo E. Un

año después de mi ingreso en el empleo se jubiló el señor Marcelino R. e ingresó como nuevo secretario un

señor muy alto, llamado Rogelio B.

Todos los jueces, secretarios, ujieres, fiscales, defensores de menores, camaristas y miembros de la

Corte Suprema, eran personas que tenían mayor edad que la convocada para el servicio de guerra y, todos los

auxiliares que estábamos en ese entonces, éramos menores de 17 años, vale decir, que para el

funcionamiento de la justicia paraguaya, que entre paréntesis, lo hacía muy bien en esa época, se tuvo que

echar a mano, a lo que el país tenía como material humano, los hombres maduros y los niños jóvenes que

maduraron rápidamente frente a la responsabilidad que tenían que enfrentar.

A pesar de los inconvenientes, la maquinaria tribunalicia funcionaba como un reloj. Los juicios eran

despachados con toda regularidad y no existían expedientes llenos de polvo o que durmieran en los cajones,

como sucede actualmente. El buen andamiento de los tribunales se debió al gran esfuerzo hecho durante la

guerra por toda la población del país, que se puso a trabajar con ahinco para evitar que el caos se apoderara

de la administración de justicia y por ende de la nación.

El trabajo del auxiliar de secretaría consistía: en primer lugar, en el aseo y limpieza de los muebles con

plumero, de manera a retirar el polvo que con el tiempo los pudiera cubrir; en segundo lugar debía atender a

los abogados, procuradores y público en general, que concurrían para iniciar un juicio, pedir un expediente o

presentar nuevos escritos en un juicio ya existente,

En la presentación de cualquier escrito, los auxiliares debíamos escribir, de puño y letra, el día y la hora

de la presentación, y dejando una línea en blanco escribir otra vez: "Puesto en el despacho de S.S. el Sr Juez

de Primera Instancia en lo Civil del 2º Turno Dr. Aníbal Delmás". Estas dos anotaciones eran firmadas por el

Page 81: Que linda era mi tierra

secretario. Si el escrito presentado era el inicio de un nuevo juicio y se adjuntaban otros documentos, se debía

agregar en el párrafo de la presentación el número de folios (hojas) útiles entregados.

Cuando era un juicio que se iniciaba recién, teníamos que armar el expediente con broches de bronce y

una hoja de papel madera impresa que se llamaba carátula, en la que debíamos escribir con la mejor letra

posible el nombre que llevaría el juicio.

Una vez caratulado el expediente, se le asignaba el número de orden que le tocaba y se lo anotaba en el

libro de "juicios" que había en la secretaría.

Como tarea complementaria, corría a cargo de los auxiliares la movilización de los expedientes, cuando

había pedidos de informes o "vistas" al Sr Fiscal, al Defensor de Menores, a la Cámara de Apelación en lo Civil

o a cualquier otro lugar.

La Defensoría de Menores estaba situada en el tercer piso cuyo ascensor estaba siempre descompuesto.

La Fiscalía y la Cámara de Apelaciones en lo Civil estaban en el segundo piso de un edificio situado enfrente

del Tribunal que no tenía ascensor.

Llevar y traer los expedientes era una tarea que no terminaba nunca y que me tenía agotado al llegar el

mediodía. Cuando ya eran las doce y se cerraba nuestra oficina, salía corriendo para poder llegar a casa,

distante unas diez cuadras, para almorzar rápidamente, higienizarme un poco y salir de nuevo, a las

disparadas rumbo a mi colegio, que distaba de casa unas veinte cuadras, para llegar antes de la una y media

de la tarde, caminando o corriendo si hacía falta, pero nunca utilizando el tranvía, cuyo pasaje costaba dos

pesos en esa época y como yo debía costearlo con mi sueldo, amarreteaba todo lo posible para poder así

sacarle más provecho a mi salario.

La salida del colegio era a las cinco y media de la tarde. Si llegaba a casa para las seis, tenía unas dos

horas de tiempo para estudiar y completar mis tareas escolares. Nuestra cena era habitualmente a las ocho y,

Page 82: Que linda era mi tierra

como siempre, toda la familia debía estar reunida. Después de la cena, si no estaba muy cansado, disponía

aproximadamente de una hora para conversar con mis amigos y amigas del barrio. La pubertad ya había

provocado en mi el estirón en las vacaciones del 32-33 y, como el fenómeno se había producido también en

mis compañeros, nos gustaba recorrer con otros muchachos las casas en donde habían chicas, para conversar

con ellas, platicando sobre temas diversos.

Al cumplir catorce años, ya había alcanzado aproximadamente mi estatura de adulto, había cambiado

totalmente la voz y me había crecido una larga y tupida pelambre en las piernas, pero todavía seguía usando,

como era la moda, pantalones cortos por encima de las rodillas y medias larga hasta debajo de las mismas.

Por supuesto, que con esa pinta y facha, las niñas quinceañeras no nos daban bolilla, ya que soñaban con el

príncipe encantado que pudiera casarse con ellas, lo cual significaba que el mismo tenía que ser un candidato

que tuviera trabajo o profesión segura, casa y suficiente cantidad de dinero, como para poder mantener una

familia, vale decir, ser un hombre cuando menos de veintiocho a treinta años, o sea todo un lekaya68.

Este estudiar y trabajar al mismo tiempo para pagar el estudio, es probable que haya hecho madurar

más pronto a los niños de nuestra generación, ya que adquirimos la responsabilidad de pagar con nuestro

ingreso mensual, no solamente las cuotas del colegio, sino también los libros y útiles de estudio, las ropas y

zapatos que usábamos, el pasaje de los tranvías, el matiné de los cines y algunas pocas golosinas y helados.

Aprendimos a conocer el valor del dinero, el esfuerzo que se necesita para ganarlo y entendimos por qué se

dice que se lo gana con el sudor de la frente, a lo que le agregábamos que también necesita del sudor de todo

el cuerpo para que sea más eficaz.

Otra cosa importante que aprendimos, fue el saber administrar nuestros gastos, de tal manera que nos

alcanzara para cubrir todas nuestras obligaciones. Además los jóvenes sabíamos que con nuestro trabajo y

68Anciano.

Page 83: Que linda era mi tierra

nuestro estudio estábamos ayudando a la patria, al cubrir con responsabilidad los cargos dejados por los

adultos, y al capacitarnos para ser útiles en el futuro, usando para ello el fruto de nuestro trabajo, en vez de

invertirlo en necedades. Actualmente, la mayoría de los jóvenes de este mundo consumista despilfarran y

agotan todo lo que existe de bueno en el aire, en la tierra, debajo de la tierra y en los ríos y mares,

condenando de esta manera a las generaciones futuras a sufrir la escasez y falta de elementos

imprescindibles para el desarrollo y mantenimiento de la vida en nuestro planeta.

Esta responsabilidad y conciencia que se hizo carne en la juventud paraguaya durante la guerra del

Chaco, fue la misma que se extendió a todo el pueblo paraguayo que quedaba en la retaguardia: niños,

mujeres de todas las edades y hombres maduros, quienes con su trabajo y esfuerzo, mantuvieron la cohesión

necesaria para que la vida social y ciudadana prosiguiera su ritmo.

El fuerte apoyo de las mujeres y niños campesinos de todo el país, para soportar el enorme peso

económico de la guerra, demostró que el trabajo agrícola por ellos realizados se intensificó hasta tal punto,

que durante la contienda chaqueña el país produjo, paradójicamente, sus niveles más altos en varios rubros

agrícolas, como ocurrió con la gran superproducción de azúcar, que hizo que su precio bajara a límites

increíbles, cubriendo sobradamente, todas las necesidades alimenticias del país y permitiendo inclusive

exportar los excedentes, para conseguir así las divisas que eran tan necesarias, para solventar la defensa del

territorio patrio.

Page 84: Que linda era mi tierra

CAPITULO XXI

EL FANTASMA DEL ARBOL DE IVAPOVO

Apenas habían comenzado las clases del primer año del bachillerato, vino una tarde, el profesor de

gimnasia, para avisar a todos los alumnos del curso que las clases de educación física se harían en el Parque

Caballero, distante unas treinta cuadras de mi casa, los días lunes a las cinco de la madrugada.

El día lunes de la semana siguiente, sonó mi despertador a las cuatro de la mañana. Me senté con

mucha pereza en la cama y tardé algunos minutos para despabilarme. Empecé a vestirme, algo somnoliento, y

pensé en comer algo, pero lo único que existía en casa era una bolsa de galletas secas. En esa época todas las

familias, aún las ricas, no tenían heladeras eléctricas, para conservar los alimentos, y tampoco había forma de

cocinar algo rápidamente, ya que nuestra cocina era a carbón, y para encenderlo bien se necesitaba cuando

menos quince a veinte minutos. Por lo tanto agarré algunas galletas, me las puse en los bolsillos del pantalón

y, sin hacer ruido para evitar que mis padres se despertaran, salí con mucho cuidado a la calle cerrando

nuestro portón con la tranca secreta del palo de escoba, que no se veía desde la calle.

La ciudad estaba totalmente a oscuras y para más no había luna en el cielo. Para donde mirara, la

noche era tan negra como una boca de lobo. Sin embargo, tanto la calle Colón como la avenida 15 de mayo,

mostraban algunas lucecitas solitarias que se movían y oscilaban. Con curiosidad y algo de temor, viendo que

una de las luces se acercaba hacia mi, desplazándose en la misma acera de nuestra casa, esperé un

momento, dispuesto a entrar en mi casa en caso necesario, para lo cual, retirando el palo de escoba, entreabrí

de nuevo el portón, mientras sostenía la vara como si fuera un bastón en mi mano derecha, dispuesto a

defenderme lo mejor que pudiera.

Poco a poco, pude distinguir que se trataba de una mujer de cierta edad, que llevaba puesto un manto

Page 85: Que linda era mi tierra

negro y sostenía en su mano derecha un farolito que tenía una vela de sebo encendida, quien al pasar frente a

mi me saludó con amabilidad:

-Buen día. ¿Mba'eichapa?69

-Buen día -le contesté-. Iporante ¿ha nde?70.

-Iporante avei71.

Cerré de nuevo el portón y me fui caminando hacia el Parque Caballero. Al llegar frente a la iglesia de

Cristo Rey, vi que la señora con la cual tuve el encuentro, entraba allí. Enseguida observé otras mujeres que

lucían también mantos y portaban farolitos, procedentes de las calles vecinas, hacían lo mismo. Eran casi

todas personas mayores, algunas bastante ancianas, que estaban asistiendo a la primera misa de las cuatro y

media de la mañana, cuyas campanadas de llamada escuchaba al pasar frente a la iglesia.

Seguí caminando hasta la calle Jejuí, en la que giré hacia la derecha dirigiéndome hacia la calle

Montevideo. La cuadra estaba muy oscura debido a la gran cantidad de árboles altos y frondosos que tenía.

Solo se veían terrenos baldíos a ambos lados y no más de tres casas en el trayecto hasta la esquina siguiente.

No se divisaba un solo farolito que mostrara la existencia de algún ser viviente en la calle, para que me

tranquilizara. Empecé a caminar cautelosamente en la acera izquierda. A unos veinte metros de la esquina de

la calle Montevideo existía, en medio de un terreno baldío sin muralla, un enorme árbol de yvapovô, con ramas

tortuosas muy bajas, debajo de las cuales debía pasar, obligatoriamente, para seguir adelante.

Desafortunadamente era muy temprano para que pasara el primer tranvía de la línea cuatro que iba a Sajonia,

ya que hubiera sido muy reconfortante, ver sus luces encendidas iluminando la oscura esquina en que me

encontraba. Solamente observaba sobre la calle Jejuí un pequeño foco eléctrico encendido, a unas tres

69¿Cómo estás?70Bien ¿Y vos?71Bien también.

Page 86: Que linda era mi tierra

cuadras de distancia.

Alcancé el borde de las primeras ramas del yvapovô, tropezando varias veces con las gruesas raíces del

mismo, que emergían fuera de la tierra, las que no podía ver con nitidez debido a la oscuridad que me

envolvía. Al llegar frente a su grueso tronco, escuché con nitidez que algo se movía detrás de él, a la vez que

emitía un ronco sonido, que me puso inmediatamente los pelos de punta. Miré en esa dirección y apenas

avancé dos pasos, vi surgir en la oscuridad el impreciso bulto de un enorme animal, cuyos dos ojos de fuego

pude ver con toda claridad. Por suerte las piernas no se me paralizaron en esta oportunidad, al contrario, me

pareció que me crecían alas en los pies y, más que corriendo, me dirigí hacia el lugar en donde se veía el foco

encendido delante mío.

Llegué jadeando a una pequeña carnicería que había allí, y recién me tranquilicé cuando vi al carnicero

trabajando. Lo saludé y simulé atar los cordones de mi zapato.

Reconozco que mi mente estaba siempre llena de los cuentos sobre los pombero, póra, jasyjatere y luisô.

Lo que yo había visto debajo del yvapovô, tenía la forma de un animal que se asemejaba al luisó, pero que no

coincidía con la luna llena, puesto que casualmente era luna nueva y además no era día viernes, que es

cuando habitualmente el séptimo hijo varón se convierte en un enorme perro salvaje.

Pregunté la hora al carnicero y me informó que faltaban cinco minutos para las cuatro y media. Me di

cuenta de que el primer tranvía que llegaba a la curva de Colon y 15 de mayo estaba a punto de pasar por la

calle Montevideo en la esquina fatídica del yvapovô.

Mi curiosidad por saber qué era lo que había visto en esa esquina, fue más fuerte que mi cobardía y,

entonces pensé, hablando conmigo mismo:

-Si no aclaro qué es lo que vi debajo del yvapovô ahora mismo, ya no lo podré hacer nunca más y me

imagino que voy a tener que cambiar de itinerario para ir a las clases de gimnasia.

Page 87: Que linda era mi tierra

Volví de nuevo sobre mis pasos. Al llegar nuevamente a la calle Montevideo esquina Jejuí, todo estaba a

oscuras, y aún no se veía venir el tranvía, que era fácil distinguirlo cuando aparecía al doblar la calle Estrella.

Siguiendo la costumbre, apliqué mi oreja a la columna que sostenía el cable eléctrico del tranvía y pude

escuchar el característico ruido que me informaba que el tranvía, aunque todavía invisible, se estaba

acercando. En menos de un minuto lo vi venir a la altura de la calle General Díaz, por lo que calculé que no

tardaría sino uno o dos minutos en pasar frente a la esquina donde yo estaba.

Cuando el tranvía llegó frente a mi, la luminosidad proyectada por él alumbró perfectamente la fatídica

esquina. Entonces pude ver que el causante de mi gran susto, no era uno de los fantasmas mitológicos

conocidos, sino simplemente un pacífico burro que estaba dormitando en ese lugar.

Muy contento por haber comprobado que mi temor había sido totalmente infundado, salí corriendo para

poder recuperar el tiempo perdido y llegar a hora a la clase de gimnasia.

Cuando terminó la clase de gimnasia eran un poco más de las seis, por lo que tuve que batir de nuevo

todos los registros de velocidad para llegar a casa, desayunar, y volver a salir a las disparadas para alcanzar a

firmar mi entrada en el tribunal antes del plazo máximo de tolerancia de las siete y media horas.

A más de la gimnasia de treinta minutos, seguida de un trote rápido de otros treinta minutos, ese día

lunes tuve que caminar un total de más de setenta cuadras. Solo esperaba que mi trabajo de ese mañana, lo

pudiera hacer tranquilamente sentado y escribiendo en la secretaría del tribunal, pero parecía que todos los

expedientes necesitaban que se pasaran vista al Fiscal, o al Defensor de menores, o al Defensor de reos

pobres o a los Camaristas, o a los..... Tuve que subir y bajar los más de cuarenta escalones, cuántas veces se

le ocurrió al secretario que lo hiciera.

El siguiente lunes de gimnasia pasé, seguro de mi mismo, debajo del yvapovô de la calle Jejuí y

Montevideo y, sonriendo, me pegué el lujo de saludar al borrico diciéndole:

Page 88: Que linda era mi tierra

-Buen día, burrito ¿Mba'eichapa?.

CAPÍTULO XXII

VACACIONES EN PARAGUARI

Tuve la suerte de ir de vacaciones, por varios años consecutivos, a Paraguarí. La primera vez fue en el

año 1933, en casa de unos amigos que eran vecinos nuestros en el barrio Colón y, las veces siguientes, en

casas alquiladas por mis padres, o bien en casa de unos parientes políticos nuevos que vivían allí.

Para llegar a Paraguarí, se disponía casi exclusivamente del tren, que era el medio de transporte más

cómodo y rápido. El viaje duraba un promedio de tres horas. El tren de ida salía de Asunción por la mañana y

el de vuelta regresaba a la capital aproximadamente a las ocho de la noche.

Si se prefería ir en auto o en camiones de carga se tardaba, cuando menos, diez a doce horas para

llegar, dependiendo mucho del estado de los caminos, los que en realidad eran simples huellas de carretas,

llenas de baches, que las lluvias se encargaban de aumentar y de profundizarlos constantemente. Conspiraban

contra los viajes en auto, la ausencia de puentes, cuya falta se notaba sobre todo cuando los arroyos y otros

cursos de agua estaban crecidos.

En mi primera visita, todo fue nuevo para mi. Del viaje en tren, solo conocía el pequeño trayecto que iba

desde Asunción hasta el Jardín Botánico, que había hecho cuando estaba en la escuela y luego unas dos o tres

veces más yendo con mis padres. Ahora que viajaba solo, mis padres me recomendaron varias veces:

-Atendé bien lo que está escrito en los carteles de las estaciones en donde para el tren. Donde dice

Paraguarí, debés bajarte. Allí van a estar tus amigos esperándote.

-Si, papá, si, mamá -le contestaba yo-. Ya soy grande (tenía doce años), no me va a pasar nada malo.

Page 89: Que linda era mi tierra

Además me contaron que ese tren solo va hasta Sapucai y enseguida retorna a Asunción. En último caso, me

vuelvo a casa.

Subí al tren y con mucha atención, muy juiciosamente, me puse a mirar los letreros de las estaciones por

las que pasaba el tren. Así fueron apareciendo las ya conocidas leyendas de Tablada Nueva, Trinidad y Jardín

Botánico. Como niño prevenido, llevaba en mi bolsillo, por las dudas, una lista de las estaciones por las que

tenía que pasar el tren.

La primera estación después del Jardín Botánico, era la que tenía el cartel de Luque, llena de vendedoras

de chipa y de aloja, luego fueron sucediendo las de Yuquyry, Areguá, Patiño, Ypacarai, Pirayu, Cerro León y la

que marcaba el final de mi viaje: la estación de Paraguarí.

En el andén de la estación vi enseguida a mis amigos, quienes me estaban esperando. Apenas descendí

del tren, lo que primero me impresionó fue el hermoso paisaje circundante. Por el Norte se veían los

imponentes cerros de Santo Tomás, Jhû y Mbatovi y, por el Sur el pequeño cerro de Paraguarí, en cuya ladera

estaba el pueblo.

Como mis viajes a Paraguarí se repitieron muchas veces, me resulta difícil después de tantos años

recordar los hechos con sus fechas correspondientes.

Recuerdo que en mi primera estadía aprendí, no solamente, a montar a caballo sino también a ensillarlo,

ponerle las riendas, bañarlo en el arroyo, darle de tomar agua y después de un cierto tiempo hacerle comer

maíz, evitando que estas dos cosas se hicieran muy juntas, para impedir que el caballo tuviera problemas

estomacales al andar.

Con el Colorado, que así se llamaba el caballo que me prestaron, pude recorrer todos los interesantes y

bellos lugares, que existían en los alrededores del pueblo. Con mi amigo, que montaba en un magnífico petiso,

visitamos varias veces la gruta del cerro Santo Tomás, que está situada a pocos metros de la cima, dentro de

Page 90: Que linda era mi tierra

la cual surgía un pequeño arroyuelo que luego corría por la ladera del cerro, cuya agua muy limpia, fresca y

sabrosa nos deleitábamos bebiéndola, igual que nuestros caballos, saciando de esta manera la sed, durante

los calurosos días del mes de enero.

Se contaba, que la imagen del Santo había aparecido sorpresivamente en esa gruta, así como también

se decía que había un túnel que la conectaba con la iglesia y que era usado por los misioneros en tiempos de

la colonia. Nosotros no pudimos ver la boca de túnel dentro de la gruta. Además nos parecía imposible,

técnicamente hablando, que el tal túnel existiera, teniendo en cuenta que la distancia de la gruta hasta la

iglesia era superior a los dos quilómetros.

El pequeño cerro de Paraguarí era el que escalábamos con mayor frecuencia, en el que solíamos

subirnos hasta la punta, y desde allí podíamos mirar hacia todos los lados, gozando de una excelente visión

panorámica, a más de deleitarnos con sus deliciosas frutas silvestres.

Hacia el Oeste, yendo por el camino que iba a Cerro León, un poco antes de llegar a él, había un

pequeño cerrito, que tenía una excavación o gruta, hecha en la roca viva, de donde surgía agua transparente y

rica, que solíamos entrar a beberla cuando pasábamos por allí.

Frecuentemente visitábamos el arroyo más caudaloso de la zona, el Caañabé, de aguas muy limpias, con

una hermosa vegetación circundante así como espléndidas playas de arena suave y blanca. Allí podíamos

bañar a los caballos a la vez que nosotros nos dábamos también un buen remojón.

Cierta vez, me prestaron un brioso caballo blanco, de unos tres años de edad, con el cual fui de paseo

hasta el arroyo Caañabé. A la vuelta, cuando iniciamos nuestro retorno, el animal parecía tener alas en las

patas. Bastaba que se le aflojara un poco la rienda y que se le tocara con los talones, sin espuelas, los ijares,

para que saltara y corriera velozmente. Cuando entramos en el pueblo, se puso a correr con más bríos y,

prácticamente, no respondía a los estirones de la rienda. Al llegar a una bocacalle que yo pensaba cruzarla y

Page 91: Que linda era mi tierra

seguir derecho, el caballo tironeó con fuerza la rienda hacia la izquierda y por más que se la sujeté lo más

corta que pude, se desbocó y con la velocidad de un rayo corrió unas cuatro cuadras. Como no podía pararlo,

me afirmé en los estribos, y esperé para ver lo que iba a suceder. Al llegar a un gran patio, cuyo portón estaba

afortunadamente abierto, entró en forma precipitada, y luego, como por arte de magia, disminuyó la marcha y

se quedó quieto. Bajé del caballo, e iba a disculparme ante los dueños de la casa, cuando me di cuenta que

eran los propietarios del animal. Había sido que al reconocer el corcel el camino de su casa, no hizo otra cosa

que correr hasta ella.

Todos los sitios de paseo en Paraguarí, eran hermosamente naturales. La mano destructora del hombre

no había talado todavía los bosques, ni contaminado los arroyos o suelos. Todavía no se habían inventado las

bolsas, envases y recipientes de plástico desechables, que hoy todo lo ensucian y que además son

prácticamente indestructibles. Los insecticidas y herbicidas eran, gracias a Dios, desconocidos, por lo que las

verduras, las frutas y el agua podían consumirse sin peligro de intoxicarse. La pesca y la caza indiscriminada,

comercial y salvaje no existía, y la fauna terrestre o acuática se desarrollaba libre de toda persecución

criminal, que lo único que consigue actualmente es exterminar todos las especies de animales que existen

sobre nuestro planeta.

La segunda vacación que pasé en Paraguarí en el año siguiente, unos tres mil prisioneros de guerra

bolivianos fueron concentrados en las instalaciones del regimiento de artillería, situado cerca del cerro

Mbatoví. La mayoría de ellos eran indígenas aymarás, muy mansos y tranquilos, que trabajaban extrayendo

pedregullo del cerro de Paraguarí y construían con este material el camino de Paraguarí a Carapeguá. Los

prisioneros más capaces se encargaron de construir la gran piscina municipal destinada para uso de la

población local.

Guardo un grato recuerdo de esta pileta porque fue en ella donde aprendí a nadar, liberándome así del

Page 92: Que linda era mi tierra

complejo que tenía por no saber hacerlo.

Los prisioneros vestían uniformes amarillos, y se los veía por la calle, en todo el pueblo, igual que en

Asunción o en otras ciudades del país. Al comienzo de la guerra iban en grupo de diez o quince, acompañados

de una custodia armada, pero al poco tiempo, en vista de su buen comportamiento, circulaban solos o en

grupos por las calles, trabajando no solo en las tareas ya referidas, sino también en cualquier granja, negocio,

establecimiento, o casa de familia, con tal de que se los alimentara durante el día, ya que debían volver a la

noche al puesto militar en donde se los albergaba y controlaba.

Los prisioneros bolivianos se ganaban además algunos pesos haciendo ingeniosos juguetes de madera,

tales como carritos, aviones, molinetes, muñecos, títeres, etc., o bien anillos, collares y pulseras

confeccionadas con piedritas, carozos de coquitos, o metales diversos. Siempre los llevaban consigo por las

calles e iban ofreciéndolos a los transeúntes, especialmente tenían gran aceptación entre los niños y las

mujeres jóvenes.

Las noches paraguarienses del verano, eran generalmente frescas y agradables. Como era habitual que

soplara un fuerte viento fresco del Noreste, era delicioso sentarse en la vereda o concurrir a la plaza del

pueblo y, sobre todo, poder mirar el cielo estrellado, sin la molestia de las luces del alumbrado público. Los

pocos focos de alumbrado público, que existían solamente en la avenida principal y alrededor de la iglesia, se

apagaban, a más tardar, a las nueve de la noche.

El viaje de vuelta a Asunción, era también muy lindo. El tren pasaba a la tardecita por Paraguarí y

llegaba a la capital, aproximadamente, a las ocho de la noche. En todas las estaciones por las que pasaba el

tren, la hora de su llegada al pueblo constituía todo un acontecimiento social, al cual concurrían las chicas y

muchachos lugareños, para ver si pasaba alguna persona conocida, o bien, para flechar a alguno de los

pasajeros del tren, con la esperanza de algún amor a primera vista. No pocos noviazgos empezaron de esta

Page 93: Que linda era mi tierra

manera, con una guiñada, una sonrisa, o un piropo dicho al pasar desde una ventanilla del tren, por un

príncipe azul dirigido a una soñadora doncella, en una estación de ferrocarril de un olvidado pueblo del

interior:

-Hermosa morena, de trenzas primorosas, esa que tiene la pollera azul, eres más resplandeciente que el

lucero matutino. Pasaré otra vez con el tren del próximo sábado. Te voy a buscar ansiosamente. Vení por favor.

-Mirame rubia, la más alta del grupo, me gustan tus oyuelos cuando sonreís. Vení, por favor, a la

estación el domingo que viene.

-Quisiera oír de nuevo tu voz y tu risa celestial cuando pase el próximo jueves a la misma hora. Decíme

que si, encanto.

Este espectáculo festivo se repetía en cada una de las estaciones. A esto se le agregaba el delicioso olor

de las ricas chipas calientes, con las que me daba, generalmente, un atracón, sobre todo en la estación de

Pirayú, que tenía la fama de fabricar las chipas más ricas de todo el país.

CAPITULO XXIII

PASEOS EN BICICLETA

En la década de los treinta, al finalizar la guerra del Chaco, andar en bicicleta por las calles empedradas

de Asunción, no solo era un tormento, sino que se sufría el contratiempo de las múltiples pinchaduras de las

cámaras, debidas a espinas o a clavos que abundaban por doquier. Por ello nos habíamos habituado a circular

por las veredas, que tampoco eran muy buenas, por la colocación defectuosa de pedazos muy diferentes de

piedra losa.

Page 94: Que linda era mi tierra

Para andar sobre las veredas, habíamos aprendido a subir y bajar el alto cordón de las mismas, sin

apearnos de la bicicleta. De esta manera solíamos viajar por toda la ciudad, recibiendo en nuestro trayecto

protestas y retos de los transeúntes.

El único camino más o menos liso que tenía Asunción, que estaba hecho de pedregullo, era el que unía

nuestra ciudad con Luque. Este camino se conocía con el nombre de Manorá. Para llegar a él teníamos que

transitar por la avenida España, con la cual conectaba directamente.

Solía pasear en bicicleta con mis amigos Alberto M. y Gregorio G. Los tres teníamos viejas bicicletas

Peugeot, Hércules y Alcyon. Como prácticamente no había talleres que las arreglaran, todo el cuidado

mecánico y de reposición de neumáticos y cámaras, corría a cargo nuestro.

En ese tiempo estaba por comenzar la Segunda Guerra Mundial y era muy difícil conseguir repuestos en

general. Por esa razón las cámaras de nuestras bicicletas tenían parches sobre parches, cuyo número era

increíble. Las cubiertas supergastadas, eran cosidas unas con otras, lo que motivaba que la bicicleta

traqueteara todo el rato, aún en los caminos lisos. Sin embargo, todo eso no era un obstáculo valedero que

impidiera irnos a paseo por el camino de Manorá hasta Luque.

Nuestros paseos a Luque eran no solamente para ir a comer las sabrosas chipas del lugar, sino también

para ver y piropear a las hermosas chicas luqueñas.

Para arreglar los desperfectos que ocurrían a menudo en nuestras bicicletas, siempre íbamos provistos

de pinzas, diferentes tipos de llaves, palancas para sacar cubiertas, prensa para apretar cámaras recién

parchadas, parches de diferentes tamaños, cámaras cortadas en pedazos para parches, papel de lija para

raspar las emparchaduras, pomos de pegamento para parchar, gomitas tapaválvulas, inflador, toalla, dos

pequeños rectángulos de madera y, alguna cámara en buen estado que sirviera de repuesto.

El camino de ida a Luque solía ser siempre placentero, ya que eran pocas las veces que quedábamos en

Page 95: Que linda era mi tierra

llanta por el camino, pero era evidente que en los neumáticos de la bicicleta, iban penetrando, poco a poco,

elementos punzantes, durante todo el viaje. Por ello, al llegar a la estación del ferrocarril del pueblo que era

nuestra meta final, lo primero que hacíamos era revisar las cubiertas, extrayéndoles cuántas espinas,

tachuelas o clavos podían haber empezado a atravesarlas.

El viaje de retorno era siempre mucho más cansador y hasta si se quiere aburrido, en primer lugar por el

agobiante calor que sufríamos debido al fuerte sol del mediodía. La vuelta estaba jalonada de frecuentes

accidentes de ruedas pinchadas. En cada una de las muchas veces que ello ocurría, el primer trabajo era

ubicar uno de los arroyuelos más cercanos, que por suerte eran muy numerosos en todo el trayecto del

camino Manorá.

El proceso de emparchamiento rutinario consistía en sacar la rueda afectada, levantar la cubierta con

palancas, extraer la cámara pinchada, revisar la presencia de elementos punzantes en la parte interior de la

cubierta, inflar la cámara averiada y sumergirla en el arroyo, identificar el lugar pinchado por el burbujeo que

se producía debajo del agua, secarla con una toalla, limpiar bien con papel de lija la zona afectada por la

pinchadura, así como una de las caras del pedazo de goma que se iba a utilizar como parche, poner la

solución de pegamento sobre las dos superficies bien pulidas, prensar fuertemente el lugar emparchado entre

dos pedazos de madera, esperar mínimo diez minutos para que se endureciera el pegamento, inflar de nuevo

la cámara para controlar la pérdida de aire en el arroyuelo, una vez cerrado el orificio, secar la cámara,

ponerla dentro de la cubierta y la cubierta colocarla en su llanta, inflar la rueda, volver a montar la rueda en su

lugar, apretar bien las tuercas o mariposas de las ruedas y..... listo, hasta que se produjera otra nueva

pinchadura.

La vez que batimos todos nuestros record de pinchaduras, fue en uno de los viajes a Luque, en el que

tuvimos nada menos que once llantadas entre los tres compañeros, siendo el campeón del grupo Alberto con

Page 96: Que linda era mi tierra

un total de nueve emparchamientos.

Otro paseo en bicicleta predilecto, era el que realizábamos hacia la zona de los mandarinales en la ruta a

Lambaré. Era un camino muy arenoso en la zona central que habitualmente lo utilizaban las carretas. En el

pasto de los costados existían caminitos de tierra dura, hechos por los peatones o por los burritos conducidos

por las legendarias y sacrificadas burreritas, que eran las encargadas de traernos todas las mañanas, las frutas

y hortalizas a nuestras casas de Asunción. Nosotros, por supuesto, transitábamos con las bicicletas por los

senderos de los costados, en fila india uno tras otro, hasta que llegábamos al arroyo Ferreira. Allí nos

deteníamos para refrescarnos un rato, luego de lo cual montábamos nuevamente en nuestros biciclos y a las

pocas cuadras, nos encontrábamos frente al portón del gran mandarinal, situado a la derecha. Por la módica

suma de dos pesos, equivalente al precio de un pasaje en el tranvía, podíamos entrar a comer todas las

mandarinas que se nos antojara, también era factible llevar, al salir del mandarinal, la cantidad de frutas que

pudiéramos sostener en las manos. No se permitía a nadie cargar las mandarinas en bolsos, canastos, ni

recipientes de ninguna clase.

Generalmente solíamos comer las mandarinas hasta quedar completamente satisfechos, luego

elegíamos las ocho o diez mejores ramas de mandarina, que tuvieran la mayor cantidad de frutas cada una,

las atábamos con un piolín de manera que el manojo lo pudiéramos pasar por el portón, sin que nos dijeran

nada. Una vez que salíamos a la calle poníamos las mandarinas sobre el travesaño de la bicicleta que

habíamos dejado en la entrada junto al portón. Montados de nuevo en nuestros vehículos regresábamos a

nuestros hogares con un lindo ramo de frutas frescas para nuestros padres.

También nos gustaba visitar los domingos, las canchas donde se jugaban los partidos de fútbol. Con la

bicicleta apoyada contra la muralla de los estadios, podíamos ver cómoda y gratuitamente todos los partidos

que se jugaban en el barrio Obrero. Cuatro eran los campos de deportes que existían en esta zona: Cerro

Page 97: Que linda era mi tierra

Porteño, Sol de América, Atlántida y Nacional. Subidos en el travesaño de las bicicletas, disfrutábamos un poco

de cada uno de los partidos. Cuando oíamos el clamor del gol en otra cancha, que no era la que estábamos

mirando en ese momento, iba uno de nosotros a averiguar enseguida, cuál equipo era el que había marcado

el tanto y así, yendo y viniendo de una cancha a otra, nos enterábamos antes que nadie de los resultados, en

una época en que no se transmitían por radio los partidos de fútbol y no existían las radios portátiles. Mucha

gente, que ya nos conocía por esta habilidad, nos preguntaban a menudo los resultados de los otros partidos,

cuando veníamos de vuelta a nuestras casas.

Muy divertido era jugar carrera con los tranvías de la línea diez que iban a San Lorenzo. Al lado del

trayecto de las vías, había un camino relativamente pasable que permitía desplazarnos mas o menos bien con

las bicicletas. Por lo general solíamos ganar las carreras o, cuando menos, empatarlas, ya que

aprovechábamos las paradas de subida y bajada de los pasajeros, para adelantarnos lentamente, esperándolo

para proseguir con la competencia.

El motorman72 procuraba imprimirle al tranvía la máxima velocidad, pero el mal estado de las vías se lo

impedía y, nosotros nos divertíamos gritándole cuantos epítetos conocíamos, tanto en castellano como en

guaraní, casi todos ellos irreproducibles:

-Aruinado, t..bolo, bolí-kuña, pel.....

Por supuesto que tanto el conductor, como los pasajeros del tranvía, participaban en la algarabía y sus

vocabularios eran de mayores calibres que los nuestros.

El paseo habitual, que solíamos hacer al Jardín Botánico, nos mostraba el estado de abandono en que se

encontraba en ese período. Faltaban muchos animales nativos en su colección, la ausencia más sentida fue la

del viejo tatú carreta, que nunca más volvió a verse en las jaulas de este lugar. En ese momento no me di

72Conductor.

Page 98: Que linda era mi tierra

cuenta de que estaba asistiendo a la desaparición de una de las reliquias zoológicas, quizás la más importante

que tenía el Paraguay.

El Club Deportivo Sajonia, era especialmente atractivo para visitarlo en bicicleta durante el verano,

cuando no teníamos clases y podíamos dedicarnos a remar y a nadar. En el galpón de los botes existían unas

piraguas individuales, que se remaban utilizando un remo de dos palas. Con ellas cruzábamos el cauce del río

Paraguay frente al club, y nos internábamos por los riachos Paloma, Negro, Martínez y sus canales,

recorriéndolos durante dos horas o más, antes de volver al club. En esos riachos encontrábamos con mucha

frecuencia los jakare, de tamaño variable, que generalmente no pasaban de un metro y medio de largo. Eran

animales sumamente tímidos que, en los días algo frescos, acostumbraban a tomar el sol dormitando en las

arenas de las costas. Cuando sentían el más insignificante ruido, se deslizaban velozmente hacia el agua y se

sumergían de inmediato en ella. La gente, a veces los mataban por pura diversión, otras veces los cazaban

para comer su rica carne, o bien para vender su cotizada piel, que era usada para fabricar valijas, bolsones,

cintos y carteras.

Como queríamos verlos muy de cerca, nos acercábamos, sigilosamente, a los sitios donde conocíamos

que se los encontraba habitualmente. Para tal efecto, remábamos con mucha suavidad, procurando no golpear

la superficie del agua con los remos. A menudo conseguíamos acercarnos hasta unos dos o tres metros de

distancia, sobre todo cuando los sorprendíamos medio dormidos y quietos como estatuas.

A la vuelta, cuando volvíamos a cruzar el río, si teníamos sed, lo habitual era que la aplacáramos

bebiendo agua en el medio de la correntada, donde se decía que el agua era más limpia. Hay que recordar,

que en esa época las playas tenían arenas muy blancas libres de toda suciedad y de contaminación.

Los días que no conseguía la piragua, me dedicaba a nadar, ya sea solo o en compañía de otros

nadadores, como el joven Elvio D.F. y el Sr Nikita D., este último un ruso de unos cuarenta años que le gustaba

Page 99: Que linda era mi tierra

siempre acompañarnos. Hacíamos excursiones de natación de varias horas, yendo desde las playas del club,

subiendo la corriente, hasta los cañoneros amarrados en los arsenales, aguas arriba. Otras veces, bajábamos a

favor de la corriente, hasta alcanzar los edificios de las caleras en la parte Sur del club, y volvíamos a regresar,

nadando contra la corriente, hasta llegar nuevamente al Deportivo Sajonia, después de más de dos horas de

arduo bracear a pocos metros de la costa.

Cuando disponíamos de mucho tiempo, íbamos hasta el club Mbigua situado aguas arriba, hacia el

Norte. Para lograr esta pequeña odisea, cruzábamos el cauce del río Paraguay, desde las playas del club

Deportivo Sajonia, hasta la costa de enfrente, la que alcanzábamos a la altura del Rancho Trece. Desde allí

caminábamos por la orilla hacia el Norte hasta llegar al riacho Paloma, que lo atravesábamos nadando.

Volvíamos a caminar por la playa, siempre hacia el Norte, hasta el riacho Negro, que luego de cruzarlo a nado,

continuábamos andando por la misma orilla Oeste del río Paraguay, hasta pasar la boca de la bahía de

Asunción, que estaba en la costa de enfrente. Debíamos calcular exactamente donde teníamos que hacer el

nuevo cruce del río Paraguay, bastante ancho en esta parte, para que pudiéramos entrar directamente en la

boca de la bahía, sin que la corriente del río nos llevara de nuevo hacia el Sur, o sea, a nuestro punto de

partida. Una vez dentro de la bahía, podíamos nadar en sus quietas aguas, hasta alcanzar las playas del club

Mbigua, en donde nos solazábamos con los conocidos que allí teníamos. Este viaje de ida, nos llevaba siempre

más de dos horas.

La vuelta, en cambio, era mucho más fácil y se hacía en mucho menos de una hora. Nos largábamos a

nadar desde las mismas playas del club Mbigua, primero en las aguas muertas de la bahía y cuando

alcanzábamos la boca de conección con el río Paraguay, nos adentrábamos en el medio de la correntada y nos

dejábamos llevar por ella, hasta alcanzar la altura de la Usina eléctrica de Asunción, perteneciente a la

C.A.L.T., que se encontraba en el lindero Norte de los Arsenales. Allí empezábamos a bracear de nuevo para

Page 100: Que linda era mi tierra

acercarnos a la costa y, así poder poner los pies exactamente en las playas del Deportivo Sajonia. En total el

tiempo del paseo y un momento de charla con los amigos del Mbiguá, sumaban alrededor de unas 5 a 6 horas,

que gozábamos plenamente.

CAPÍTULO XXIV

VIAJE A SAN JUAN BAUTISTA DE LAS MISIONES

Al mediados del mes de febrero del año 1940, me invitaron para acompañar a una familia amiga, en su

viaje a San Juan Bautista de las Misiones. Eran unos vecinos que habían tenido la desgracia de sufrir la pérdida

del padre de la familia. Para el efecto habían contratado dos camiones, con el objeto de llevar al difunto a

enterrar en su pueblo natal. Uno de los camiones, el más pequeño, se encargaría de llevar el ataúd y dos

personas para atenderlo, y en el otro, algo más grande, viajarían la esposa, los hijos, las nueras, los yernos y

algunos nietos, en total unas veinte personas, incluyéndome a mí entre ellas.

Mi fuerte amistad con la familia hizo que fuera imposible rehuir la invitación. Además pensé que sería

una oportunidad para demostrarles mis cordiales sentimientos hacia todos ellos. Me aseguraron que el viaje de

ida y vuelta duraría solo unos 3 a 4 días, y que si salíamos temprano a la mañana del día siguiente, que era

lunes, yo podría estar de vuelta, a más tardar, para el miércoles a la noche, de tal manera que posiblemente

no perdería sino tres días de mis obligaciones universitarias. Salimos a las seis de la mañana, como

estaba previsto. El viaje dentro de Asunción no tuvo inconvenientes, salvo las molestias del continuo traqueteo

sobre el empedrado, en un vehículo, que si bien tenía elásticos, todavía carecía de amortiguadores, que

vendrían recién unos diez años más tarde. Cada golpe producido en las ruedas, se transmitía directamente a

Page 101: Que linda era mi tierra

los dos largos asientos de madera, que estaban a ambos lados de la carrocería, que no eran acolchados, en los

que íbamos sentados todos los pasajeros. Era un golpeteo continuo, irregular, que subía desde las nalgas,

corría por la columna vertebral, se transmitía a todo el abdomen, en especial al hígado y a los riñones y,

terminaba sacudiendo la masa encefálica dentro del cráneo.

Como los camiones carecían de silenciador, hecho habitual en esos modelos antiguos, la comunicación

entre los pasajeros era poco menos que imposible y se dialogaba a los gritos.

Al llegar a Dos Bocas, tomamos un camino en el que se veían, solamente, dos huellas en la tierra y que,

según dijo el chofer que conducía nuestro camión, tenía por destino el pueblo de San Lorenzo.

El camino que teníamos que recorrer para llegar a San Juan de las Misiones, era el mismo que el diseño

que tiene la actual ruta dos, vale decir que teníamos que pasar después de San Lorenzo por los pueblos de Itá,

Yaguarón, Paraguarí, Carapeguá, Roque González de Santa Cruz, Quiindy, Caapucú, Villa Florida y San Miquel

antes de alcanzar nuestra meta. Era un total de más de 200 quilómetros, de sendero de profundas huellas,

hecho para permitir el cansino andar de las carretas, pero que evidentemente no estaba en condiciones para

aceptar el tránsito de automotores de ninguna clase.

A las pocas horas de haber salido de Asunción, empezó a llover torrencialmente. En todo nuestro

trayecto, estaba programado que teníamos que atravesar, sin puente alguno, un número incalculable de

cursos de agua, que con la precipitación pluvial que caía, ya no eran tan fáciles de vadear, como fue al

comienzo.

Cada curso de agua, a veces enormemente crecido, debía ser especialmente estudiado, para lo cual los

choferes debían verificar en qué parte tenía fondo duro, y determinar también dónde estaba el sitio menos

profundo.

Una vez decidido cómo debía hacerse el cruce, todos los pasajeros se bajaban del camión, las mujeres

Page 102: Que linda era mi tierra

cruzaban el arroyo remangándose las polleras y los hombres, todos sin excepción, debíamos empujar el primer

camión, en el momento en que éste atropellaba el agua con el motor acelerado al máximo, para ayudarlo de

esta manera a alcanzar la otra orilla. Si el motor se ahogaba y paraba, lo que sucedía muy a menudo, había

que desarmar y secar las piezas del carburador y del distribuidor. Cuando el vehículo que pasó primero volvía

a arrancar de nuevo, se pasaba una larga piola a través del arroyo, la que se ataba a la parte trasera del

primer camión, y la otra punta se amarraba al paragolpes delantero del segundo camión, de tal manera que se

facilitaba enormemente el cruce del arroyo por este último vehículo, al ser arrastrado por el primero.

Oscureció antes de que pudiéramos alcanzar Paraguarí en el que se pensaba pernoctar. Viajar de noche,

bajo una persistente lluvia, por caminos de carreta, con arroyos desbordados, sin faroles de buena calidad,

evidentemente no era una tarea fácil. A pesar de todo ello, a las nueve de la noche pudimos entrar en

Paraguarí. En esta primera etapa habíamos hecho unos ochenta quilómetros en unas quince horas, a un

promedio de poco más de cinco quilómetros por hora: ¡Todo un record! Todos mis amigos fueron al único hotel

del pueblo que estaba cerca de la plaza, pero yo aproveché la ocasión para visitar, cenar y a la vez dormir en

la casa de mi hermana que vivía con su familia, en el gran caserón que sus suegros tenían frente a la plaza, a

pocos pasos del hotel.

Al día siguiente, cuando ya había dejado de llover, proseguimos nuestro viaje. Sería probablemente el

trayecto más difícil que teníamos que hacer, ya que además de las peripecias de los arroyos desbordados,

teníamos que atravesar dos importantes cursos de agua: el primero era el gran arroyo Caañabé entre

Paraguarí y Carapeguá, que ya conocía, y el segundo, un escollo mucho mayor que no conocía, el río

Tebicuary, antes de llegar a Florida.

Recorrimos el camino de pedregullo entre Paraguarí y Carapeguá, que trajo a mi memoria los gratos

recuerdos de mis vacaciones pasadas. Su estado de conservación era deficiente, lleno de profundos baches,

Page 103: Que linda era mi tierra

con las banquinas erosionadas y hasta yuyos creciendo encima del terraplén, pero aún así fue la mejor parte

de camino que tuvimos desde que salimos de Asunción.

Los camiones no se detuvieron hasta alcanzar la cabecera Norte del puente sobre el Caañabé. Las aguas

estaban muy crecidas y corrían impetuosas debajo de él, al que lo lamían al pasar. La inspección que hicieron

los choferes, mostró que le faltaban varios listones de madera, y que otros tantos estaban flojos y se movían.

Sin embargo, acomodando las tablas, había posibilidad de pasarlo. Todos los varones lo arreglamos lo mejor

que pudimos.

Al terminar la reparación alguien les preguntó a los choferes:

-¿Ikatúta piko jahasa hi'ári?73

-Ikatu74 -contestaron lacónicamente los choferes.

En primer lugar, y con mucho cuidado, los pasajeros pasamos lentamente, uno a uno. Cuando todos

estuvimos al otro lado del arroyo, comenzó a avanzar, con mucha prudencia, el primer vehículo. Las maderas

que estaban flojas golpeteaban ruidosamente el travesaño sobre el que se apoyaban, haciendo un fuerte

ruido, que impartía temor entre todos nosotros. Duró una eternidad el paso de cada uno de los dos camiones,

pero al final todo fue bien, por lo que enseguida que pasaron subimos a ellos y proseguimos el viaje.

Necesitábamos hacer noventa quilómetros y cruzar el río Tebicuary antes de que oscureciera, para poder

pasar la noche en Florida. Durante este tramo se fue repitiendo la rutina a la que ya nos estábamos

acostumbrando: estirar la piola o empujar los vehículos para desempantanarlos cuando quedaban atascados,

con una o más ruedas hundidas en el fango; atropellar los cursos de agua que, afortunadamente por haber

dejado de llover, eran menos elevados y peligrosos.

La velocidad, por momentos, era a paso de carreta y en algunos tramos buenos llegaba como máximo a73¿Podemos pasar por encima?74Si.

Page 104: Que linda era mi tierra

veinte quilómetros por hora. En todo el trayecto era llamativa la exuberante vegetación, en la cual se

distinguían toda clase de árboles nativos, así como también gran cantidad de diferentes clases de aves y una

variedad abundante de mamíferos silvestres. A cada instante se los veía cruzar el camino, para correr a

esconderse detrás de algunos yuyales o volar sobre los árboles. Pude ir identificando: venados, liebres,

avestruces, conejillos de India, tortolas, patillos, perdices, etc.

Todo era llamativamente natural, por ningún lado se veían desechos como los que se observan hoy en

día. Si bien es cierto que en esa época no había los recipientes de plástico, que hoy son la peste de la basura

en todas partes, existían ciertamente las botellas de vidrio, las cajas de madera, los estuches de cartón y las

bolsas de hilo, que a nadie se le ocurría arrojar por el camino, porque eran bastante más conscientes que los

homo sapiens(?) actuales y además porque la desgracia del consumismo no había entrado todavía a lavar los

cerebros, por lo que cualquier cosa se guardaba, para volver a usarla de nuevo.

A lo largo de la mayor parte de la ruta era una tentación para todos la gran cantidad de guayabas

maduras, que parecían estar invitando a que se las comiera.

Al respecto les comenté a mis compañeros de viaje:

-Deben estar ricas las guayabas que se ven en esta parte del camino.

-¿Te gustaría comerlas? -me contestó uno de ellos.

-Por supuesto que si.

-Bajate y andá a agarrarlas.

-¿Me van a esperar ustedes? No quisiera interrumpir el viaje.

-De ninguna manera vamos a interrumpir el viaje, y tampoco hace falta que te esperemos. Vos tenés

tiempo de sobra para llenar tus bolsillos, y luego, si hace falta, corré un poco para alcanzarnos. Nuestros

camiones en esta parte de la ruta no pueden tener más velocidad que la que vos tenés.

Page 105: Que linda era mi tierra

Salté del camión, y mientras lo seguía, paso a paso, iba recogiendo en el trayecto cuantas guayabas

quería, hasta que teniendo los bolsillos repletos, corrí unos pocos metros y subí de nuevo al camión, que

seguía con su ritmo sin variar, debido como siempre a las malas condiciones del terreno.

Dos horas antes de entrar el sol en el ocaso, llegamos a la orilla Norte del Tebicuary. El río mostraba una

ancha franja de barro de unos cien a ciento cincuenta metros de ancho, que lo bordeaba a todo lo largo de la

costa y que forzosamente debíamos atravesarla para alcanzar la orilla.

El peligro de empantanamiento en ese lugar era evidente. La tarea a realizar parecía imposible, pero

tampoco podía retrasarse el viaje que ya llevaba dos días y, con el cadáver no formolado que se transportaba,

pronto iba a ser imposible soportar el olor que despediría.

Cuando se les preguntó a los choferes, si iba a ser posible pasar al otro lado antes de que anocheciera,

volvieron a repetir la respuesta que siempre le oíamos decir en los pasos difíciles durante el viaje:

-Ikatu.

Las mujeres volvieron a descalzarse y se dirigieron, decididamente, hacia la orilla del río. El camión con

el féretro sería el primero en intentar pasar la zona barrosa. Para el efecto, se le ató la larga piola que

teníamos a su paragolpes delantero. Los ocho varones, también descalzos, nos ubicamos a lo largo de la piola,

sosteniéndola desde su punta libre y a unos dos metros de distancia unos de otros. Cuando el camión atropelló

el barro, nosotros corrimos delante de él, estirándolo con todas nuestras fuerzas. El camión avanzaba,

zigzagueando y coleando, pero sin detenerse, mientras nuestro esfuerzo conjunto lo iba aproximando a la

orilla del río. Al final, cuando conseguimos completar nuestra hazaña, lanzamos el consabido grito de alegría:

-¡Piii...puuu...!

El segundo camión, que tenía cubiertas muy anchas, pasó con más facilidad, seguramente porque el

segundo chofer tuvo el tino de acelerarlo no tan a fondo como el primero, lo que hizo que el vehículo se

Page 106: Que linda era mi tierra

desviara mucho menos de su trayecto, a pesar de ser bastante más pesado.

Nos faltaba todavía realizar el cruce del río. La tarea que se presentaba tenía el aspecto de ser bastante

peligrosa. Para el efecto se colocaron dos tablones de madera, sobre dos grandes y anchos botes, atándoselos

fuertemente a la borda de los mismos. Para subir sobre ellos, los camiones debían trepar, por una rampa de

tablones, manteniendo el vehículo en primera velocidad, y una vez encima de los botes cuidar de frenarlo

justo a tiempo, para que no se cayera al río del otro lado al terminarse el tablón. Tampoco existía mucho

margen de maniobrabilidad por los costados, debido a que los tablones no eran muy anchos, con lo que el

riesgo de que cualquiera de los camiones se precipitara al agua, era realmente grande.

El chofer del primer camión realizó la tarea del embarque con mucha calma, sangre fría y seguridad. Una

vez que se hubo terminado el abordaje, se aseguró la estabilidad del camión, atándolo a la borda de los botes.

Hecho esto, los boteros empezaban a remar, con lo que el primer camión, al parecer en un estado de equilibrio

inestable, flotando en forma increíble en el medio del río, subido en dos pequeños botes que no podíamos

imaginar que fueran capaces de sostenerlo, se alejaba de nosotros como por arte de magia, y muy pronto lo

vimos atracar en la otra orilla.

Acto seguido pasó el segundo camión y posteriormente lo hicimos los pasajeros, quienes al llegar a la

otra orilla, volvimos a gritar todos:

-¡Piii... puuu...!

Todavía se reflejaban en el río los últimos rayos crespusculares del sol, pero enseguida el astro rey se

escondió en el horizonte detrás del río, matizando con un hermoso color amarillo dorado las tranquilas aguas

del Tebicuary, salpicadas por el continuo saltar de los dorados y de otros peces. Ahora estábamos reunidos

todos en el pueblo de Florida. Pronto anochecería, y era menester llegar al hospedaje para que pudiéramos

pasar allí la noche.

Page 107: Que linda era mi tierra

Al amanecer del día siguiente, reanudamos nuestro viaje. El último trayecto sería mucho más corto,

asegurándonos los choferes que llegaríamos a San Juan, Dios mediante, antes del mediodía. Así sucedió

efectivamente, arribamos al pueblo, meta final de nuestro viaje, antes de las diez de la mañana.

Todos los habitantes esperaban la llegada del féretro, y a medida que entrábamos nos iba acompañando

una cantidad cada vez más grande de vecinos, tanto a pie como a caballo. Llegamos a la casa del finado, en

donde se lo velaría solamente por unas pocas horas, atendiendo a que el mismo llevaba ya tres días

completos después de su muerte, lo que hacía poco recomendable tenerlo por más tiempo sin enterrarlo.

El entierro finalizó esa misma tarde. Pedí una cama para reposar un rato antes de cenar. Averigüé

también que los camiones en los que habíamos venido a San Juan saldrían de vuelta para Asunción a la

mañana siguiente, en horas de la madrugada. Les avisé a los choferes que viajaría con ellos.

Por suerte a la vuelta tuvimos muy lindo tiempo, de tal manera que nuestro retorno se hizo con menos

inconvenientes. Junto conmigo volvía uno de los yernos, que vivía al lado de mi casa. Hubo pocos problemas

con los arroyos y todo fue mucho mejor, tanto es así que al término del segundo día de viaje, o sea el viernes

por la noche, ya pude dormir de nuevo en mi casa en Asunción.

Hoy, a más de medio siglo de aquella época, un viaje por la misma ruta número uno, llamada Mariscal

López, nos permite hacer este mismo viaje en menos de tres horas, yendo a promedios cautelosos de ochenta

quilómetros por hora, cómodamente sentados en automóviles u ómnibus con asientos reclinables, llenos de

almohadones y con amortiguadores de alta calidad, comprando chipas, galletitas u otros comestibles en bolsas

o cajas de plástico y, gaseosas o cervezas en latas de aluminio desechables. Una vez que se los ha

consumido, sus recipientes son arrojados a lo largo de las rutas del país, en los cursos de agua o en las playas

de los arroyos y ríos, sembrando de basura no reciclable cualquier lugar de acceso libre al público. Ya no hay

tiempo para mirar la naturaleza, la fauna y las flores. Desaparecieron los guayabos y los árboles nativos, no

Page 108: Que linda era mi tierra

hay perdices, liebres, conejillos de India, avestruces, garzas, venados, pájaros cantores. Además, aunque

existieran todas esas cosas tan bellas, a nadie les llamaría la atención hoy en día. Es un mundo consumista,

apurado, egoísta, en donde todos están muy ocupados en no hacer nada, pero que, sin embargo, corren

apresuradamente todas las horas de su existencia, para poder llegar a tiempo, al programa alienante de la

televisión, que cada día los tiene más embobados y frente al cual, durante horas y horas, días tras días y

meses tras meses, pierden los mejores años de sus vidas. Nunca tienen tiempo para sentarse a hablar con sus

propias familias, para conversar con los vecinos o para ver la naturaleza y así saber que sucede realmente en

el micromundo que les rodea.

CAPITULO XXV

PRIMER VIAJE AL RIO DE LA PLATA

A fines del año 1945 tuve la necesidad de viajar a las ciudades de Buenos Aires y Montevideo. Era la

primera vez que iba a salir fuera del país.

Los dos únicos medios de locomoción disponibles para ir a Buenos Aires eran el barco y el tren. El barco

empleaba tres días a la ida y cuatro a la vuelta, en tanto que el tren lo hacía en dos días, tanto a la ida como a

la vuelta, El pasaje para viajar en el barco era más caro, pero resultaba más confortable. Habiendo decidido

hacer el viaje en barco, tuve que dedicarme, un mes antes, a realizar todos los preparativos necesarios para

ello.

El primer día que tomé la resolución de viajar, se lo comuniqué a una vecina muy amiga de nuestra

familia, pidiéndole que no lo contara todavía a nadie. Eso fue un domingo por la noche. Al día siguiente, al salir

Page 109: Que linda era mi tierra

a la calle para ir a mi trabajo, el primer vecino con el que me topé en mi camino me dijo:

-Hola ingrato. Con que te vas, dentro de un mes, a Buenos Aires. ¿Por qué no me avisaste antes?

-¿Quién te lo dijo? -le contesté.

-Un pajarito -me respondió burlonamente-. ¡Feliz de vos que te vas a conocer el mundo!

Al mediodía de ese día lunes, no menos de veinte individuos, entre vecinos y no vecinos, ya estaban

enterados de mi futuro viaje, y eso que le había pedido a la primera vecina que no lo contara a nadie.

El vecindario, los parientes, los compañeros de trabajo, los de mi camada de graduación, y en fin, todos

los integrantes de mi pequeño mundo, se enteraron de mi viaje en menos de tres días. Tan importante noticia

estuvo en boca de todos y fue el tema obligado de conversación en cuanta reunión del barrio se hacía.

Aunque faltaban cuatro semanas para viajar, todos los círculos amistosos comenzaron a preparar los

festejos de la despedida que cada uno de los núcleos obligatoriamente me haría.

La semana antes de viajar tuve nada menos que siete despedidas, generalmente en forma de almuerzos

o cenas. En medio de los brindis y libaciones, me di cuenta de la importancia del gran paso que iba a dar. Por

supuesto que a la vuelta de mi viaje, estaría autorizado para opinar sobre los argentinos, el gran Buenos Aires,

sus avenidas 9 de julio y Corrientes, su fascinante calle Florida, su obelisco, sus parques, el Tigre, etc., así

como sobre el Uruguay, especialmente sobre Montevideo y las hermosas playas marinas uruguayas de

Carrasco, Malvin, Atlántida, Piriápolis y Punta del Este.

El sábado, día del viaje, me desperté muy temprano y no pude conciliar otra vez el sueño. En verdad, no

tenía que madrugar tanto, porque mis valijas ya estaban listas desde el viernes por la tarde. No tenía más que

tomarlas, e irme al puerto de Asunción.

En esta ocasión, por supuesto, me acompañaron mis padres. Llegamos hasta el muelle de embarque, en

donde estaba atracado el barco a vapor General Artigas de la compañía Mihanovich, cuya chimenea estaba

Page 110: Que linda era mi tierra

humeando, prueba de que estaba calentando su caldera. Esta nave tenía dos pisos: en el piso inferior, situado

casi a nivel de la línea de flotación del buque, estaban los camarotes para los pasajeros de segunda clase, los

depósitos de mercaderías y la sala de máquinas y; en el piso superior, se encontraban los camarotes

destinados a los pasajeros de primera clase y el comedor. En la proa, encima del piso superior estaba la casilla

del piloto que dirigía el barco. El navío tenía dos enormes ruedas, una en cada costado, con sus múltiples

paletas protegidas con grandes guardabarros que evitaban, cuando estaban girando, que los pasajeros fueran

salpicados o mojados.

Una hora antes de salir el barco vinieron los empleados encargados de controlar a los pasajeros, quienes

se ubicaron en la entrada de la pasarela que subía al mismo. Despaché mis valijas, mostré mi pasaje y

pasaporte al controlador, fui a mirar la ubicación del camarote que me tocaba ocupar y volví de nuevo al lado

de mis padres. Junto a ellos, me esperaban no menos de diez personas que había venido a despedirme.

Mientras les saludaba y charlaba con ellos iba llegando cada vez más cantidad de gente, engrosando tanto el

grupo de los que me despedían a mi, como los grupos de los que venían a despedir a otros pasajeros.

Cuando faltaban treinta minutos para salir, el vapor hizo la primera llamada para los pasajeros pitando

estrepitosamente con su grave sonido característico, que normalmente se lo podía escuchar en toda la ciudad.

Mientras tanto, menudeaban las recomendaciones que me hacían, por turno, cada uno de mis parientes

y amigos:

-Cuidate de los porteños en la calle, que si te ven cara de pueblero te van a querer estafar con cualquier

cuento del tío. Te van a ofrecer en venta tranvías, buzones, números de loterías premiados y hasta el mismo

obelisco.

-Cuando vas a subir en el subte o en el ómnibus no tenés que llevar mucha plata, prendé bien los

botones del saco y apretá disimuladamente tu cartera.

Page 111: Que linda era mi tierra

-No tenés que entrar en los boliches de mala muerte.

-No vayas a entrar a comprar en las casas que ofrecen artículos vistosos sin precio en las vidrieras,

porque te van a pedir un disparate por chucherías.

-No salgas solo de noche.

El barco pitó por segunda vez. Empecé a despedirme, en primer lugar, de todos mis amigos, luego de

mis vecinos y por último de mis padres y de mi novia. Muchos de los que me despedían estaban lloriqueando,

preocupados por la gran odisea que me tocaba vivir. Les alenté a todos diciéndoles:

-No se preocupen. No me voy al fin del mundo. Acuérdense que estaré de vuelta dentro de tres meses.

Subí al barco y me apoyé en la barandilla del piso superior, sobre el costado que daba al muelle, de

manera a poder seguir viéndolos a todos. Desde allí les saludé con mi pañuelo a los integrantes del grupo que

me despedía, quienes al ubicarme, corrieron a ponerse más cerca del sitio donde me encontraba. Todos los

grupos de gente del muelle se movían para hacer lo mismo. Ya no podía conversarse con nadie debido al

griterío que existía, solamente se oían frases cortas que decían:

-Buen viaje Cacho.

-Portate bien, Lulú.

-No seas cabezudo Juancho.

-Acordate de mi, Carlos.

-Volvé pronto, mi hijo.

El barco hizo su tercera y última llamada. Enseguida se retiró el andarivel de ascenso. Se desataron y

recogieron los dos cabos de amarres del barco y las ruedas empezaron a girar lentamente, con lo que el vapor

comenzó a moverse y a alejarse del puerto.

Todos, los del barco y los del muelle, agitaron sus pañuelos de despedida, extendiendo los brazos que los

Page 112: Que linda era mi tierra

sostenían por encima de sus cabezas. Recién cuando el barco atravesó la boca de la bahía y giró hacia el Sur,

siguiendo el curso de la corriente del río Paraguay, dejé de ver el muelle con la muchedumbre de amigos y

parientes y sus simbólicos pañuelos.

En ese instante sentí que, momentáneamente, algo se quebraba dentro de mi y me fui al camarote para

no mostrar a los demás las lágrimas que empezaban a derramarse desde mis ojos.

El calor fraternal de esta inolvidable despedida que experimenté en mi primer viaje, con el correr de los

años fue apagándose más y más. Cada vez se fueron haciendo menos despedidas para los que viajaban y en

menos de diez a quince años, los viajes en barco prácticamente se acabaron. El avión empezó a competir. El

viaje a Buenos Aires con el hidroavión Alfa se hacía en seis horas.

A partir de la década de los sesenta podía uno recorrer el mundo, visitar Europa, ver Roma, París,

Londres, Madrid, ir a Asia y Africa, darle la vuelta al mundo pasando por Japón y Estados Unidos en menos de

uno a dos meses, sin que nadie se maravillara por ello y sin que los parientes o vecinos se sintieran obligados

a organizar despedidas o a concurrir a los aeropuertos con el consabido pañuelito blanco, para poder agitarlo

y emocionarse cada vez que alguien de su entorno lo hiciera.

Si por acaso, después de un largo viaje por el exterior, uno se encontraba con algún amigo en la calle y

quería contarle algo de su costoso viaje de turismo, que todavía estaba pagando en dolorosas cuotas, por lo

general recibía la siguiente contestación:

-¡Ah! ¡Qué interesante!. Pero no puedo escucharte porque ahora mismo tengo un compromiso. Chau.

El viaje en el barco General Artigas por el río Paraguay, y posteriormente por el río Paraná, era relajante

y sumamente agradable. Estar sentado en la cubierta del mismo durante el día, era gozar de una visión

armoniosa y a la vez sedante. En ambas costas de los dos ríos, la vegetación era exuberante, elegantes

Page 113: Que linda era mi tierra

camalotes75 adornaban el paisaje con sus hermosas flores azules, mientras el buque, al andar, producía

grandes olas que invadían las costas espantando las bandadas de garzas blancas o rosadas, cuervos y

caranchos, que pululaban por doquier. Frecuentemente se veían grupos de lavanderas o de pescadores, que

saludaban con la mano el paso del barco.

Por las noches el vapor seguía navegando, era entretenido y curioso ver, desde la proa del mismo, como

éste giraba bruscamente, al parecer sin razón alguna y, en la penumbra de la noche, se podía ver como

pasaba casi rozando una costa de alta barranca que delataba, con sus aguas profundas arremolinadas, la

presencia del canal que el buque debía seguir estrictamente para no encallar en algún desconocido banco de

arena.

La tarea de conducir el barco de día y de noche, era la responsabilidad exclusiva de los llamados pilotos

prácticos, gente que conocía al dedillo, metro a metro, la ubicación exacta y actualizada del canal principal del

río, que en ciertas circunstancias podía cambiar de ubicación. Estos pilotos prácticos conocían determinados

tramos del río, que por lo general eran de unos pocos centenares de quilómetros, por lo que se cambiaban a

cada rato durante el viaje.

En ambas orillas del río se veían hermosas playas de arena, tanto a babor como a estribor, limpias, sin

desechos, sin el aceite usado de las máquinas de los barcos, sin basuras, con el agradable olor que despide el

agua fresca. La superficie del río, durante todo el viaje se la veía brillante, reflejando el color del cielo, sin

ninguna clase de residuos flotando sobre ella. En la popa, nos pasábamos horas y horas mirando la blanca

espuma que se formaba detrás del barco, sobre la que volaban las gaviotas, zambulléndose a cada rato para

pescar los aturdidos pececillos que se encontraban atontados por el golpeteo de las ruedas del buque.

Nunca imaginé que pocos años después, todo esto estaría sucio y contaminado, lleno de basuras, con

75Plantas acuáticas flotantes.

Page 114: Que linda era mi tierra

manchas negras de aceite quemado, ensuciando los camalotes y las playas de arenas del río.

Para desayunar, almorzar y cenar los pasajeros varones de la primera clase, debían concurrir vestidos

con traje y corbata, y las mujeres necesitaban lucir un vestido diferente para cada ocasión. Afortunadamente,

al ser suplantado el viaje en barco, por el del ómnibus y el del avión, desaparecieron estas normas elitistas

que, por suerte, hoy ya no se usan para viajar.

Cuando volví de retorno a Asunción, fueron los parientes y amigos a recibirme al puerto y, por supuesto,

muchos lloramos esta vez de alegría. Se repitieron de nuevo los agasajos y almuerzos, en los cuales no

cesaban de preguntarme cómo me había ido y qué es lo que había visto, diciéndome:

-¿Te gustó Buenos Aires?

-¿Fuiste al Teatro Colón?

-Qué tal te impresionó la cancha de River Plate en la inauguración del campeonato Sudamericano de

Fútbol?

-¿Paseaste por Palermo?

-¿Conociste el Tigre?

-¿Qué te pareció Montevideo?

-¿Cuál ciudad te pareció más linda: Buenos Aires o Montevideo?

-¿Quiénes con más simpáticos, los porteños o los uruguayos?

-¿Cuál fue la primera impresión que te causó el mar?

-¿Cuál playa te pareció mejor: Mar del Plata, Pinamar, Malvin, Carrasco, Atlántida, Piriápolis o Punta del

Este?

Estas y otras tantas preguntas me hacían sin parar, y apenas contestaba una de ellas me volvían a

formular otras nuevas.

Page 115: Que linda era mi tierra

Era muy lindo el nuevo mundo que había descubierto durante el viaje que hice, pero era mucho más

hermoso estar de nuevo entre los míos, para volver a sentir el verdadero cariño que me rodeaba y donde la

vida era tan alegre y feliz.

CAPITULO XXVI

VIAJE AL ALTO PARANA

Durante mi estadía en Buenos Aires y Montevideo, estuve trabajando en los laboratorios del Instituto

Malbran en Buenos Aires y del Instituto de Higiene en Montevideo. Admiré el alto nivel científico que habían

alcanzado los argentinos y los uruguayos, me impresionó sobre todo el Uruguay, país cuyas dimensiones

territoriales y población eran bastante similares a las nuestras y que sin embargo, poseía numerosos

investigadores de renombre universal, demostrando a la vez un elevado grado cultural de su ciudadanía.

Regresé al Paraguay en el mes de marzo de 1946 y reinicié mis actividades en el Instituto de Higiene del

Ministerio de Salud Pública, situado a dos cuadras del parque Carlos Antonio López.

A los pocos días de haber llegado, el Director del Instituto, señor Juan B. R., me comunicó que debía

concurrir en forma urgente al despacho del Ministro de Salud Pública, Dr. Gerardo B. Esa misma mañana fui a

verlo. Me manifestó que debía viajar en forma urgente al Alto Paraná, junto con el Dr. Carlos M. R., para

realizar investigaciones sobre un supuesto brote de fiebre amarilla en esa zona, que había motivado el cierre

de las fronteras por parte de la Argentina.

Me alisté lo más pronto que pude y esa misma tarde estuve con los equipos de laboratorio necesarios en

el aeropuerto de Ñu Guazú. Ya estaban preparados los dos aviones, en los que debíamos viajar el Dr. Carlos M.

Page 116: Que linda era mi tierra

R. y yo. Eran aviones militares de caza, usados para enseñanza y entrenamiento de pilotos, que tenían

solamente dos asientos, uno en la parte delantera para el aprendiz y otro en la parte trasera para el instructor.

Tanto el compartimiento delantero como el trasero, tenían tableros de instrumentos, volante y palancas

similares. En mi caso, era la primera vez que iba a viajar en un avión y, por supuesto, tenía cierto temor de

hacerlo.

Cautelosamente me acomodé en el asiento trasero, tratando de ver donde podía pisar, en medio de una

maraña de cables y varillas que estaban debajo mío. Por indicación del piloto me puse el casco, los anteojos y

el teléfono, luego, cerré la portezuela corrediza de la carlinga que estaba sobre mi cabeza, y de inmediato

sentí la voz de mi piloto que me informaba:

-Ahora voy a llevar el avión hacia la cabecera de la pista. El avión que maneja mi compañero, en el que

viaja el Dr. Carlos M. R., va a salir primero y detrás de ellos vamos a salir nosotros. Ajustate bien el cinturón.

Cualquier cosa que me querés decir o, que necesitás decirles a los tripulantes del otro avión, podés hacerlo

mediante el teléfono, ya que estamos intercomunicados entre nosotros, así como con la torre de control.

No bien levantó vuelo el avión que nos precedió, nuestro aeroplano hizo también lo mismo. En pocos

segundos estábamos volando los dos aviones juntos, a muy poca distancia uno del otro, tanto que si

hubiéramos abierto la parte superior de la cabina, podríamos habernos hecho señas con los brazos.

Después de haberme pasado la emoción del primer momento, empecé a disfrutar del viaje, mirando los

detalles del terreno sobre el cual volábamos.

El piloto me informó que nuestro viaje iba a durar un poco más de una hora. Frente a mis ojos se iban

dibujando los pequeños pueblos que había en el trayecto, enmarcados dentro de un contorno de intenso

verdor, dado por la frondosa vegetación que se extendía a todo nuestro alrededor. Las áreas del suelo que

estaban recién aradas iban matizando el panorama con el vivo tono de la tierra colorada.

Page 117: Que linda era mi tierra

Transcurrieron veinte minutos de viaje cuando divisamos la población de Coronel Oviedo, ubicada a más

de cien quilómetros de Asunción. Nos faltaban todavía alrededor de doscientos para llegar a nuestro destino. A

partir de este pueblo ya no existían zonas de cultivo, solamente se veía la tupida selva del Caaguazú, que sin

interrupción se iba a extender hasta el Alto Paraná, como un verdadero mar verde, impresionante, inacabable

por donde se lo mirara, en cualquiera de los cuatro puntos cardinales. Eran leguas y leguas de bosques, donde

el horizonte era tan igual adelante, como atrás y a los costados, inclusive se tenía la sensación de que el

avión, en vez de avanzar, estaba inmovilizado en el aire.

Después de volar unos veinte minutos sin observar cambio alguno, teniendo presente ante mi vista,

siempre el mismo panorama, empecé a preocuparme. Me dediqué a mirar los instrumentos que estaban en el

tablero, pudiendo reconocer una brújula, un marcador de la velocidad del viento, un altímetro, un señalador

de la posición espacial de la aeronave, un indicador de la velocidad de rotación de la hélice, pero no veía nada

que me informase sobre la ruta que debía seguir el piloto. Entonces le pregunté a él:

-Dígame usted. ¿Cómo sabe en qué lugar estamos y cuáles son los puntos de referencia para el vuelo

visual en este momento?

-Mire abajo -me contestó el piloto-. A nuestra izquierda está un surco de agua, es el río Acaray y a

nuestra derecha hay otro surco parecido, que es el río Monday. Esos son mis puntos de referencia geográficos.

Tengo que seguir volando entre los dos ríos, hasta llegar al río Paraná, en cuya costa, del lado argentino, está

el Puerto de Yguazú, en el cual vamos a descender.

Después de pensar un rato, le volví a decir:

-En esta zona boscosa, que tiene unos cuatrocientos quilómetros de Norte a Sur, por otros doscientos de

Este a Oeste. ¿Qué puede hacer un piloto que tiene que realizar un aterrizaje forzoso?

-La única alternativa que hay, es buscar algún claro, y si no existe, disminuir la velocidad, planear,

Page 118: Que linda era mi tierra

apagar el motor y, procurar capotar, con la panza del avión sobre las copas de los árboles o sobre la superficie

de alguno de los ríos.

La contestación del piloto, en vez de tranquilizarme, me preocupó aun más, por lo que guardé silencio.

Gracias a Dios, ya estabámos cerca de nuestra meta.

Llegamos a Puerto Yguazú, con toda felicidad, sin ningún contratiempo. Inmediatamente fuimos al hotel,

donde hicimos los preparativos para trasladarnos al poblado paraguayo ribereño llamado Domingo Martínez de

Irala y así poder dar inicio a nuestros trabajos. Para llegar a dicha localidad tuvimos que hacer un largo

trayecto, en un camión de carga, a través de la exuberante selva paranaense de la provincia Misiones de la

República Argentina.

Así llegamos a la localidad de Puerto Bemberg situada sobre el río Paraná, frente a la población

paraguaya donde existía el supuesto brote de fiebre amarilla. Las investigaciones realizadas pudieron

demostrar que se trataba de una epidemia de paludismo.

Recuerdo vivamente todavía, la impresión que me produjo, en toda la zona, el enorme tamaño de los

árboles cuyos elevados ramajes se entremezclaban entre si, ocultando totalmente la luz del sol.

Pensé en ese momento, en la grandiosa riqueza forestal que tenía mi país en sus extensas áreas

boscosas, que en esa época recién empezaban a ser tímidamente explotadas por grandes empresas

extranjeras, pagando una miseria por la concesión gubernamental, coima mediante, la que les daba el derecho

de expoliar estos bienes nacionales que la naturaleza nos había otorgado a los paraguayos y a toda la

humanidad, para beneficiar de unos pocos empresarios insaciables, despojando de esta manera al país y al

mundo de sus bienes ecológicos, indispensables para el desarrollo y mantenimiento de la vida en nuestro

planeta.

Hoy, a solo medio siglo de aquel viaje memorable, sigo pensando y haciéndome preguntas, para las que

Page 119: Que linda era mi tierra

no les encuentro ninguna contestación razonable:

-¿Cómo es posible, que este gran robo de nuestros bosques, que empezó en el siglo pasado, al terminar

la guerra de la Triple Alianza mediante la participación corrupta de quienes tenían en sus manos los destinos

de la nación, no ha podido frenarse en el transcurso de todo este siglo que ya está por fenecer?

-¿Por qué deben existir dueños de la tierra, cuando ella pertenece a todos los habitantes de la nación y

del mundo?

-¿Por qué se le otorga al dueño de la tierra, el derecho de destruir la naturaleza a su antojo y paladar?

-¿Por qué no se preserva de una vez para siempre toda la naturaleza, mediante leyes ecológicas

internacionales, que todas las naciones del mundo deberían estar obligadas a respetar?

-¿Por qué las autoridades nacionales, responsables de la tala actual de los bosques en nuestro país, no

asumen el deber patriótico de protegerlos o, en caso contrario, renunciar al cargo que ostentan, si es que se

sienten incapaces de defender el suelo patrio?

-¿Por qué, como siempre, todo queda impune?

Este latrocinio generalizado, organizado e institucionalizado, va despojando al país de todas sus riquezas

naturales. Da pena ver como el Paraguay se va quedando sin sus milenarios bosques, los que se transforman

estúpidamente en tierras de cultivo que enseguida se agotan, arrastrándonos irremisiblemente a un futuro

cercano en el que todo el territorio patrio se convertirá en un desolado desierto, similar al del Sahara en el

Africa.

A los que hemos conocido, con nuestros propios ojos, la belleza de nuestros imponentes y exuberantes

bosques, nos invade la angustia y la tristeza cada vez que viajamos en avión a San Pablo o a Río de Janeiro y

observamos a través de la ventanilla de la aeronave el triste espectáculo que ofrece la tierra desolada del Alto

Paraná, desnuda y colorada, desprovista de casi toda la vegetación, mientras almorzamos cómodamente

Page 120: Que linda era mi tierra

sentados en asientos pullman sin pensar en la gran tragedia que significó la horrible muerte de millones y

millones de seres vivos, tanto animales como vegetales, cuyo mudo testimonio se encuentra ante nuestra

vista en ese momento.

La destrucción de estas vidas, es parte de la destrucción total de las especies que se está desarrollando

en nuestra Tierra, ya que todos los seres vivos que habitamos en ella, somos eslabones de una sola cadena

vital, la que se irá fragmentando en mil pedazos, a medida que vayamos destruyendo cada uno de sus anillos.

Es triste y doloroso observar como la ambición y la codicia se apoderan, hoy en día, de casi todos los

corazones humanos. Cada vez hay más gente en este mundo que no hace otra cosa que pensar en cómo

enriquecerse lo más pronto posible, no importa que el medio para conseguirlo sea ilícito, agresivo, destructivo,

contaminante, devastador y que siembre desolación y muerte.

Lo único que les importa es que, mientras viven, no les afecten a ellos los efectos negativos inmediatos.

Lo que ocurra dentro de cincuenta o cien años, les resbala y les tiene sin cuidado.

La codicia, enfermedad que padecen los dueños del poder y del dinero hoy en día, se parece al virus VIH

del SIDA, que generalmente penetra en forma sigilosa e imperceptible en el organismo humano sin que se

note nada al comienzo, casi siempre usando atajos aparentemente placenteros. Una vez que el virus VIH ha

entrado en el cuerpo humano, al igual que el virus de la codicia, la sentencia de muerte prácticamente está

dictada. El virus del VIH termina por apropiarse de todo el organismo, provocando con su agresión la muerte

del ser que lo alimenta y mantiene, y con la muerte del hospedador, indefectiblemente el virus también

muere. En igual forma, el virus de la codicia destruye todo lo que toca. Especialmente destruye la vida

terrestre, cuando en su accionar no respeta la débil estructura de los muy sensibles ecosistemas y los

destroza. En su ambición descontrolada, el codicioso adora únicamente al dios dinero que le da poder y

riqueza. Al final, la devastación provocada termina aniquilando al codicioso junto con el entorno que destruyó,

Page 121: Que linda era mi tierra

creyendo que personalmente no le afectaría.

CAPITULO XXVII

LOS ULTIMOS CINCUENTA AÑOS

El Paraguay sufrió en este período una cruenta guerra fratricida, durante la cual el país se dividió en dos

sectores bien definidos, que lucharon durante seis meses provocando grandes pérdidas humanas y de bienes.

El resultado final de esta dolorosa tragedia se vio bruscamente alterado un día antes, cuando ya llegaba la

esperada victoria que ansiaba toda la población del país. El factor determinante fue el apoyo de una potencia

extranjera vecina, materializado a última hora, el 7 de agosto de 1946, a través del envío de una enorme

cantidad de armas y municiones, que barcos de guerra de ese país sureño, transportaron hasta nuestra

capital, para apuntalar a las derrotadas fuerzas del dictador que gobernaba en el país en ese entonces.

Desde esa época, la nación paraguaya vivió una larga y oscura noche de opresióm hasta ahora. A pesar

de la supuesta democracia que se implantó en el año 1989, mediante un golpe de estado, no se hizo otra

cosa que seguir con el mismo modelo continuista, diseñado desde afuera, en los altos centros del poder

mundial, a los que les permite así controlar, manejar y desvalijar al país, según el deseo de los intereses

empresariales foráneos, en connivencia con escasos grupos familiares corruptos nacionales, que de esta

manera logran amasar enormes fortunas, manejando sin riesgo alguno escandalosos negociados, que nunca

pueden ser investigados y menos aún penalizados, debido a la sordera, ceguera y mudez de todos los poderes

estatales como el ejecutivo, legislativo y judicial. A esto se le suma la omisión culpable, por no decir delictiva,

de quienes como las fuerzas armadas deben defender al país del latrocinio reinante o, de otros que, como los

Page 122: Que linda era mi tierra

medios de comunicación, no tienen la valentía suficiente para denunciar a la mafia que se enriquece cada vez

más a expensas del dolor, la miseria, las enfermedades y el hambre que sufre toda la nación.

En este nuevo largo calvario del pueblo paraguayo de medio siglo de duración, cualquier habitante del

país con más de setenta años, ha podido observar el grave deterioro, cada vez más acelerado que sufre la

nación. En el país se ha enseñoreado la codicia sin límites, la que ha creado nuevos potentados, de la noche a

la mañana, quienes destruyendo, malvendiendo y aniquilando todas las ricas reservas humanas y ecológicas

de nuestra patria, la han llevado a un estado de postración y miseria y, lo que es peor de todo, han

desquiciado y destruido lo mejor que tenía nuestra nacionalidad, sus invalorables recursos humanos.

El largo período de oscurantismo ha trastrocado los valores morales de tal forma, que ya nadie piensa

que el que roba y el que mata está haciendo algo punible que debe ser castigado. Así se ve, todos los días, el

enriquecimiento ilícito, la malversación de bienes públicos, la deforestación indiscriminada, el tráfico de

drogas, la contaminación del medio ambiente, el prebendarismo para los sumisos y la persecución, la tortura y

la muerte para el hombre honrado y valiente, que se anima a denunciar las injusticias y los delitos de la mafia

gobernante.

Al pueblo paraguayo, famoso antiguamente por su valentía y sobre todo por su honradez, los dueños del

poder lo han prostituido, convirtiéndolo en un esclavo de la mafia, mediante el obsequio de prebendas o el

empleo del garrote, con cuyas herramientas, los poderosos fueron modelando diabólicamente su espíritu.

Hoy en día, robar una radio portátil o un ventilador es un peligroso delito que merece la prisión, pero

robar al Estado deja de serlo, sobre todo si la cantidad arrebatada es multimillonaria. Los minicorruptos y aún

los que no cometieron ningún delito van a la cárcel, los megacorruptos van a sus estancias y a sus lujosas

casas en Miami o Punta del Este. Para los primeros una justicia rápida que los pone en prisiones sin dictar

juicios por décadas, para los segundos la impunidad total.

Page 123: Que linda era mi tierra

Siempre son los mismos personajes, los que están comprometidos y enlodados en los delitos de

corrupción, y nunca la población del país ha visto que se los haya sancionado a alguno de ellos.

Por eso la patria está moribunda, sangrando por todos los costados, sin la esperanza de que este caos

termine alguna vez. Probablemente la pérdida de la esperanza a la que se ha llegado, es el mayor delito que

estos corruptos insaciables han cometido, anulando lo más sagrado que existía en los corazones de los

habitantes de este sufrido pueblo paraguayo, que al perder su propia estimación, en base a reflejos

condicionados como se hace con cualquier animal, se han convertido en simples autómatas al servicio de

quienes los han programado.

Solo nos queda clamar en este momento apocalíptico:

¡Dios salve a nuestra Patria! ¡Dios salve al mundo!

Page 124: Que linda era mi tierra

INDICE DE CAPITULOS

I El Barrio Colón

II Juegos infantiles

III La luz eléctrica y el agua

IV Compra de comestibles

V La primera radio del barrio

VI El desafío del murallón

VII El Mangrullo.

VIII Los fantasmas de la noche y de la siesta

IX La limpieza de las cámaras sépticas

X La escuela

XI Las retretas de la Plaza Italia

XII Fútbol escolar

XIII El Deportivo Sajonia

XIV Una odisea en el Bañado

XV Los naranjos y sus flores

XVI Los pesebres

XVII El arroyo Jaen

XVIII Paseo al Jardín Botánico

XIX La guerra del Chaco

Page 125: Que linda era mi tierra

XX El Tribunal y el colegio

XXI El fantasma del árbol de yvapovô

XXII Vacación en Paraguarí

XXIII Paseos en bicicleta

XXIV Viaje a San Juan Bautista de las Misiones

XXV Primer viaje al Río de la Plata

XXVI Viaje al Alto Paraná

XXVII Los últimos cincuenta años