profesiones de antaÑo

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Descripcion de profesiones de nuestra infancia

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Desde la calle contigua se filtra un vago eco seguido de una imperceptible cantinela que, poco apoco, va tomando cuerpo.

¡El laaa-terooooo! ¡S estañan ooollaaas y baaños, se

laaañan lebriiiilloos, se arreglan los paraguas!

- Niño coge la lata de leche condensada y dile al latero que te vaya haciendo un jarrillo, que ahora salgo yo para pagarle.

El niño, sintiéndose un personaje, se coloca delante y observa con gran curiosidad cómo el latero, sentado sobre el bordillo de la acera, prepara su anafe aventando el carbón con un soplillo de palma, antes de introducir en él una especie de martillo de cobre terminado en punta de hacha.

Mientras se calienta, desprende la tapa de la latilla, hace con ella un asa, y repasa los bordes con un pequeñísimo martillo de cabeza curva del que el niño queda absolutamente prendado.

Luego saca una barrita plateada, la acerca el hacha de cobre, ya muy caliente, y ¡paff!, la barrita se derrite como por ensalmo, extendiéndose por la punta de la herramienta. A continuación, extiende el plateado líquido por los extremos del asa y ésta quedaba pegada a la lata. Después de repasar la soldadura, el jarro quedaba terminado.

Tras recibir sus cincuenta céntimos (dos reales de agujero) Por aquél trabajo, el latero

continuaba su ruta con todo su taller a cuestas, mientras el niño quedaba mirando fijamente al suelo con ojos de asombro.

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Sobre un viejo burro o a pie tirando de él, las angarillas repletas de uno de los frutos más significativos, casi exclusivos del verano en nuestra tierra, aparecía cada mañana con la fresquita, lanzando al aire su aflamencado pregón, que decía sin aparente esfuerzo:

Blanquillos como el caramelo, malagueños coloraos

ko_ b[ ff_a[^i _f ^_ fim “dcaim” con so \ollcni ][hm[i”

¡¡¡¡ Fl_mkocnim y ^olm______m…. Gü_him dcaim y_\i, aü_him dcaiiiiiim”!!!!!!

Al escuchar el pregón, acude una señora con un plato sopero de porcelana, decorado con numerosos desconchados, y se dirige al vendedor.

- A cómo son. - “Z_c [ f[ j_z_n[” - ¿Y mch “j_fá”? - “Zch j_fá, caoá, El j_f[i _m ]iln_zí[ ^_ f[ ][z[”. - Hijo, cada día los trae usté más caros. - “Pilko_ [ ]á ^í[ n_hai gám joy[m ]f[pám _h gc ]o_lji” - “Go_hi, jim hi ncl_ omné gám joy[m y ^_g_ omné ]o[nli j_m_n[m \c_h

^_mj[]bá” El hombre, echándose hacia detrás el sombrero de ala ancha con los

[f_lih_m [fai ]olp[^im “j[ ^[lf_ oh jikocffi ^_ al[mc[” ^_d[ [f descubierto una morenísima cara que contrasta fuertemente con la blanquísima frente. Entre la línea de ambos colores, unos hermosos ojos verdes desnudan a la mujer cada vez que ésta no los mira. Colocándose de nuevo un sombrero, que en su día fue gris y hoy es todo menos eso, en cuyo negro fajín, que brilla de puro sucio, destaca la punta de varios mondadientes que quedan aparcados para nuevos usos, echa manos a la faja y saca una navaja de muelles que abre entre crujidos pocos amigables. Cogiendo los higos con una suavidad impropia de sus curtidas manos, va desollándolos con tres certeros cortes, para ofrecer luego el fruto, como si de una rosa se tratase, con delicadeza de enamorado.

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- Ea, señora, ahí tiene usté: dos de propina, pa que vaya contenta.

Guardando su navaja y después de poner orden en las angarillas de su

borrico, se marcha dejando en el suelo un montón de cáscaras que, poco más tarde, servirán de alimento al ganado del cabrero. ¡Fl_mkocnim y ^olm_____m… aü_him dcaim “y_pim”, aü____him dcaiiiim!!

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¿Camarones, cangrejos, bocas!, ¡gambas, cigalas, camarones!, ¡vamos a los camarooooooones! Con tan variada mercancía debí decir el marisquero, pero por lo general lo que más se vendía eran los camarones –pocos tenían dinero para más- y ]igi “_f ^_ fim ][g[lih_m” m_ f_m ]ihi]í[ jijof[lg_hn_. Afaohim ^_ ellos han llegado a hacerse famosos, como es el caso de Emilio el de Triana, que inmortalizara en una de sus obras el genial escultor bohemio trianero Paco Ceballos, y que fuera la primera piedra de una saga que daría a la g[yil ][^_h[ ^_ g[lcmko_lí[m m_pcff[h[: M[lcm]im Egcfci”. El que yo más conocí, puesto que vivía en mi barrio, ejercía su profesión en el Parque de María Luisa, pues cada uno de ellos tenía su zona ^_ ch`fo_h]c[: fim J[l^ch_m ^_ Molcffi, _f C_hnli, Tlc[h[… j_li ][mc ni^im estaban cortados por el mismo patrón. Con pulcrísima chaqueta blanca, la mercancía en un canasto de mimbre, cubierta siempre por un paño húmedo, recorría con enorme prestancia las terrazas y bares de su territorio, ya que por aquellos entonces, dada la escasez de medios y lo perecedero del producto, pocos eran los establecimientos que serían marisco, e incluso algunos de los que lo servían, tenían cedida una pequeña parcela de la barra a estos industriosos industriales. Desde la mesa, alguien levanta el brazo y grita: ¡camarones! (así se evitaba la extensa fras_: “ica[, _f ^_ fim ][g[lih_m, p_ha[ j[l[ []á, jil `[pil” ko_ y[ m_ m[\_ ko_ mc_gjl_ cgj_l[ f[ f_y ^_f gíhcgi _m`o_lzi. Af punto se acercaba el señor y después de colocar el canasto, descubría su rojiza y aromática mercancía.

- ¿Qué va a ser? - Un puñao de camarones y un par de cigalitas.

Colocando sobre la mesa un trozo de papel de estraza a modo de plato, depositaba en él, con esmerada delicadeza –así parecía que eran más- un puñado de camarones y el par de cigalas solicitadas, no sin antes hacer como que las pesaba con la mano.

- ¿Cuánto es? - ¿Cuatro pesetas? - ¿Cuántooooo? - Cuatro pesetas; una de los camarones y tres de las cigalas.

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- ¿A seis reales cada una? - ¿Pero usted ha visto lo que pesan?, responde con cara de indignación

mientras coge una y hace sopesar otra al cliente. En realidad me he equivocado, debería haberle cobrado un duro, pero lo dicho, dicho queda.

El cliente quedaba contento de haberse ahorrado una peseta, y el camaronero le daba la espalda esbozado una socarrona sonrisa, al tiempo que volvía a su pregón.

¡Camarones, vamos a los camarooooones!....

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¡El metal viejo, el plomo viejo, las camas viejas, el hierro viejo cooomprooo, hieerro viejooooooooooooo¡ Arrastrando la última tal como arrastraba su destartalado triciclo sin pedales ni cadena, producto de desgüace adquirido probablemente en una de sus transacciones chatarreriles con algún taller de velocípedos, avanzaba el chatarrero penosamente, sudoroso el cuerpo, la voz rota, y las manos corticheadas de trastear con los afilados materiales, haciendo largas paradas y caminando espacios más reducidos, cuanto mayor era la carga sobre su vehículo.

No pocas veces el exhausto vendedor se veía obligado a echar un sueñecito reparador, casi siempre a la sombra de las acacias y cerca de alguna tasca, para enjuagarse el gaznate y poder seguir tirando de su carromato. - ¿Cuánto me da usted por esta cama?

- Mira, hoy me has cogido generoso. Además, que casi no he comprado

nada y no quiero irme de vacío; te voy a dar cinco pesetas.

- ¿Un duro?, ¿pero qué dice hombre? Si más de un duro vale sólo el

hierro de las Guarderas, que hasta el moro paga a peseta el kilo de hierro si

está limpio, y las perindolas del cabecero solamente ya pesan casi otro tanto

y el metal está a ocho pesetas? Ande, ande, ya se puede usted marchar, que

hoy no hacemos negocio.

- Bueno, y si tan puesto estás en lo que vale cada cosa ¿porqué no se la

llevas al moro?

- Usted lo sabe igual que yo; porque su báscula es mágica. ¡Fíjese que

mi hermano pesa en ella nada más que 8 kilos, con lo hermosote que está!.

- Bueno, chaval, voy a darte por ella dos duros, pero ni una chica más.

¿Hace?

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- Hace… jilko_ hi n_hai ]ih koé ff_p[lfi b[mn[ S[h B_lh[l^i, ko_ mc

hi…

- Venga, échala al carro mientras cuento el dinero.

Cuatro calles más arriba, el chatarrero vuelve a parar y echa su

pregón. Una viejecita se acerca con un saco repleto de menudencias, y al ver una cama igualita a la que tuvo su abuela, se le cambia la cara. El vendedor, que la observa, disimula estibando la mercancía y estipulando el precio mientras espera la pregunta.

- Eh, oiga, ¿Cuánto quiere usted por esa cama de ahí?

- Bueno, es que en realidad no está a la venta. He pagado por ella un

ojo de la cara porque me la quiero llevar a casa. Hace mucho tiempo que

estaba esperando que me entrara algo así.

- ¡Ande usted!- No diga más tonterías para aumentarle el precio, que

conozco a los de su ralea. ¿Cuánto quiere?

- Qo_ hi, ko_ hi m_ñil[…. Qo_ gc god_l _mná [hnid[^[ jil oh[ ][g[

de éstas y como se entere que he tenido una en mis manos y la he vendido,

vamos a tenerla.

- ¡Venga ya! ¡Pero si es usted soltero, si no lleva alianza!

- Porque está la cosa muy mala y he tenido que empeñarla.

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- Si claro, y le han cogido también en el Monte la señal del dedo,

porque son compañeros inseparables.

- S_ñil[…., m_ñil[… ko_ m_ g_ _mná [][\[h^i f[ j[]c_h]c[. A p_l, koé

trae usted ahí.

- Uh[m ]o[hn[m gcho]c[m: oh j[l ^_ alc`im, oh[m no\_lí[m ^_ jfigi…

Algo para que me dé por todo cuatro o cinco pesetas. Pero acabemos de

una vez con lo otro. ¿Quiere usted por la cama veinte pesetas?

- ¿Pero qué dice usted, señora? ¿Tengo yo cara de rey mago? ¡Si he

pagado por ella cerca de ocho duros!. En menos de sesenta pesetas, ni

hablamos.

- Pues yo más de nueve duros no le doy, así que usted dirá.

- Bueno, para entendernos – y conste que pierdo dinero-, me da usted

los nueve duros y las cuatro cosillas del saco.

- Vale, pero habrá de subírmela a casa y montarla.

- Trato hecho.

Aquél día hubo parada y fonda en la tasca de la esquina, y tras la celebración, larga siesta y eses por un tubo con el carro casi vacío entre las manos. Menos mal que en esa época todavía no habían inventado el carnet por puntos.

Este oficio, tan abundante entonces que nada se desechaba si podía dejar aunque fuera unas perras, y hasta los chavales recorríamos campos y solares en busca de metales latas y botellas, y vendíamos para sacar unos cuartos con los que comprar estampas o chucherías, casi había desaparecido. Sin embargo, últimamente se ha visto incrementado el número de personas que se dedican a esta actividad, pues a causa de la droga y la marginación, vuelven a verse multitud de indigentes que recogen pequeña chatarra en carritos de hipermercados. También sigue existiendo el pequeño industrioso que, cambiando con los tiempos, ahora dispone de un pequeño camión o de una furgoneta. Lo que han cambiado son las formas. Ya no tienen necesidad de comprar, puesto que todo se tira. Sólo deben recorrer solares baldíos, contenedores y cubas para buscar en ellos el material. Sin embargo, también he visto últimamente, por el centro de Sevilla, a un chatarrero a caballo entre las dos épocas. Y digo a caballo

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porque, en su porte y su herramienta de trabajo (un viejo triciclo desvencijado con doble techo de somier) se corresponde con el de mi niñez, pero su pregón, casi idéntico al descrito al principio, lo hacía a través de un megáfono.

Compraba de todo, pero su objetivo, lejos de la chatarra, era la

cacharrería antigua y los viejos objetos de decoración de los que llevaba no pocos en el triciclo: lebrillos de gazpacho, botellas antiguas, sifones, fágj[l[m, g[]_n_lim, j_l]b_lim… _n]. Qo_ fo_ai p_h^_lá jil [hncaü_^[^_m _h “Ef Jo_p_m”, b[]c_h^i ]l__l ko_ jli]_^í[h ^_ j[f[]cim [\[h^ih[^im, y pidiendo por ellos una considerable suma, para rentabilizar sus largas horas y mom go]bim j[m_im \[di _f nóllc^i mif m_pcff[hi. Y _m ko_… _h _f `ih^i, tampoco han cambiado tanto las cosas.

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¡C[g\ci afiiii\im jil \in_____ff[[m…! Al mágico grito, salta de sus asientos la chiquillería, para pedir a sus madres (eternas presentes de aquella sociedad de presencias), una botella para cambiar. Mientras la madre trasvasa el poco vino que queda en la botella, el niño, impaciente, le dice, poniéndose de puntillas como para ayudarla a escanciar más deprisa: ¡corre, corre, mamá, que se va el hombre!

Al salir, cargado con su preciado tesoro de vidrio, contempla extasiado un árbol multicolor con hojas de todas las formas imaginables, prendidas sobre un tronco de juncos y elige, mientras camina hacia la ansiada meta, aquél que tiene forma de conejo y enormes orejas. Buenas tardes, maestro (entonces, para dirigirse a una persona mayor solo había maestros o señores).

- Buenas tardes, chaval (tampoco había enanos ni mocosos, que se respetaba pro los dos lados), le contesta

mientras recoge la botella y la coloca, tras haberla examinado detenidamente, sobre un rústico carro de mano construido con un viejo somier y dos abolladas ruedas de bicicleta.

- Quiero ése, el azul, el de las orejas.

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- No puede ser, chaval, ese cuesta dos botellas. El niño queda cariacontecido durante un solo instante; justo el tiempo

que tarda en decidirse de nuevo, para responder mientras se ilumina su cara: - Entonces aquél largo, el de los colorines, el que parece que

tiene aguas.

El niño se marcha observando los movimientos que va transmitiendo a su globo a través de la varilla de junco, mástil de sueños de aire, mientras el vendedor se aleja tirando de su carro, y lanza nuevamente su pregón.

¡C[g\ci afiiii\im jil \in_____ff[[m…!

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A lo lejos se divisa un carro de negra capota, tirado por un mulo blanco de gran alzada. A su lado, una negra figurilla lo arrea con una mano mientras echa su pregón con la otra apoyada sobre la cara. Conforme se acerca, se hacen más perceptibles los detalles de su negra estampa, y se percibe más claramente su pregón:

¡¡¡ El Carbo – nerooooooooooo!!!

El vocejón delata su presencia desde que viene entrando por el barrio. Bajo la negra capota, el carro viene repleto del mejor carbón de encina. Encima, varios capazos de pleita trenzada, con asas que un día fueron blancas y verdes y que hoy, por no desentonar, son tan negras como todo lo demás. En ellas viajaba el cisco picón para los braseros, que serían el corazón de las casas durante el húmedo

invierno, pues a su alrededor se organizaría la vida hogareña. En unas tablas colgadas con recias cadenas bajo la plataforma, sacos y más sacos de carbón y de tierra: polvo de carbón que se usaba para hacer durar más el cisco, impidiendo su combustión rápida. El enorme mulo, blanco con infinidad de churretes negros en las ancas, a causa de las palmadas recibidas, marcha con su andar garboso bajo unos arreos de cuero renegrido, pero de doradas chinchetas y hebillas relucientes, gracias a la monomanía del carbonero. El personaje central del relato, negro sobre negro, toda su ropa del mismo color y la piel teñida (como si se tratase del Baltasar de la cabalgata de la ilusión), sigue caminando a su lado con un mapa de rayitas blancas en el cuello y en las cuencas de los ojos, trazadas por el sudor del continuado esfuerzo. Su nariz y sus orejas, llenas de largos pelos que, recogiendo el polvillo, se habían vuelto más negros aún.

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Tras un carricoche fabricado con los restos de un cochecito portabebés

(de capota que le llamábamos) y un gran cajón de madera que lo excedía sobradamente por los cuatro puntos cardinales el área de las cuatro ruedas, venía un hombre alto, sucio, maloliente, con cabello de color rubio-ceniciento-rojizo, bastante largos para la época, amplias entradas y ojos tan pequeño que al mirarlos fijamente llegaban a dar miedo. A cada pequeño trecho detenía su cansino caminar y su enigmática y cascada voz lanzaba al aire – casi sin vocalizar- su pregón. Un pregón que, por su aspecto y las características de su voz, adquiría un tinto tenebroso.

¡ mantillooooooooooo, pa las macetas!

Se acercaban sus clientas y tras preguntar el precio –que siempre les

parecía excesivo pero que siempre terminaban pagando, pues era un pordiosero con palabra de rey- compraban el alimento para sus plantas.

Aquel hombre trataba con tal mimo su mantillo –el mejor que se haya

visto nunca- con un mimo que revelaba el tiempo y los cuidados que había dedicado a conseguir la perfección de aquél oscuro oro orgánico. Para despacharlo, tomaba con sus sucias manos –los dedos abiertos- un puñado de aquél bien cernido producto natural y casi acariciándolo, llenaba la medida: una lata de caballa en aceite de kilo y medio que primero colmaba y luego rasaba pasándole la palma de la mano.

Con el dinero obtenido se dirigía lo más rápidamente posible al bar

próximo, para celebrar la venta con un vaso de vino blanco peleón. Según se iba vaciando el carro, se iban enturbiando sus ojos y oscureciendo el pregón hasta convertirse en un oscuro e ininteligible:

¡Aillo aaa aaaaeta!

Que decía apoyado sobre el carro con esfuerzo sobrehumano y ladeando

cómicamente la boca. Todos los respetaban –Dios sabe qué problemas querría ocultar tras la

cortina de los vapores del vino- pues jamás dio más escándalo que pasear su impenitente borrachera por las calles.

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¡Af eiec!, ¡Af eiec, hcñim [f eiec! ¡Af lc]i eiec! ¿V[gim [f eieccccc…..? Con un pregón seco, casi militar y con un porte lleno de marcialidad, a lo que se prestaba su blanca chaquetilla entallada y su inmaculada gorra de rojo borlón legionario, aparecía cada tarde, después de la hora de salida del colegio, este simpático vendedor cargado con su sencillo puesto ambulante, que no era sino un panel de cartón piedra agujereado simétricamente, en hileras y columnas sobre las que florecía todo un ejército de kakis en perfecto orden de formación. El cartón, sostenido por un marco de recios listones, disponía de una traviesa que servía de agarradera para portear en alto la mercancía, evitando así roces destructivos, y de una larga cinta para colgar el establecimiento del cuello y poder descansar de ven en cuando los lazos. Era el koki un cucurucho de galleta relleno de clara montada y teñida de colorines –blanco, rojo, verde, rosa- cuya caprichosa forma, transmitida por la manga pastelera, el exotismo que le proporcionaban las minúsculas bolitas de anís que cubrían su superficie y la marcialidad conferida por las rectas cucharillas de palo clavadas a modo de banderillas sobre su blando lomo que hacía parecer a todo el conjunto, un ejército desfilando, atraía sin remisión las ávidas miradas de los chavales. El panel, sembrado de tan dulce arboleda, parecía un bosque _h][hn[^i. Uh [zo][l[^i \imko_ m[fc^i ^_f ]o_hni “L[ C[mcn[ ^_ Cbi]if[n_”, ^ih^_ f[ \lod[ del deseo encerraba las ilusiones de todos los infantes de la época. Aquel hombre, pulcro en extremo, cosechaba un enorme éxito con su mercancía de precio asequible y ganancia cierta por lo exiguo de los gastos del negocio. Tanto éxito tenía, que al poco de llegar, se volvía con su puesto casi vacío, aunque dicho triunfo se debiera más a la belleza del producto que a su exquisitez.

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Era el viejecito de las espadas, delgado como un alambre. Sus

hombros caían, vencidos de soportar el envite de la vida. Sus ojos, hundidos por el sufrimiento y enmarcados en multitud de arrugas nacidas de luchar denodadamente con el resol de las cales omnipresentes en las fachadas, obsequiaban con su eterna sonrisa a todos los niños, a quienes quería desde lo más profundo de su ser. Llegaba al barrio tirando de un carrito que había sido remolque de alguna bicicleta que tal vez tuviera algún día y que, por necesidad, o por no poder ya manejarla, habría tenido que vender. En aquel carrito transportaba su tienda, verdadera atracción para la chiquillería.

Las espadas, hechas con listones recuperados de armazones de piezas de tela que el buen hombre recogía en unos afamados almacenes donde trabajaba un conocido, tenían su hoja perfectamente pulida, su empuñadura pintada de negro, y su punta ensangrentada, para que ni heridos faltasen en la pelea. En otra esquina del carro estaban las cuadras. En ellas esperaban pacientemente una recua de briosos animales cuya cabeza, perfectamente dibujada sobre

un pliego de cartón del cuatro, había sido engastada en un largo palo, colocándole un cordón por brida. En la otra punta, una ruedecita de madera hacia las veces de patas de los veloces corceles. Algunos, incluso, disponían de auténticas crines de esparto que dejaban tras de sí un inequívoco rastro de bastas guedejas, que servían al enemigo para localizar al caballero. Completaban su mercadería –que vendía o cambiaba por botellas- algunas cimitarras y escudos con su media luna o su cruz bordadas sobre el cartón con papel estaño, que aún guardaban en su plateada intimidad la esencia del chocolate contenido hasta recientes fechas. Ni que decir tiene que todo buscábamos como podíamos las botellas precisas para disponer de tan sofisticado armamento. Sin embargo, el que no podía lograrlo, construía su cimitarra con la penca de una piña de dátiles y… [ f[ ao_ll[, jo_m domni _h _mim gig_hnim, ]ig_hz[\[h f[m ]loz[^[m _h _f barrio. Como todo juego violento, casi siempre terminaba en serio, pues siempre había alguien que se tomaba a pie juntillas las órdenes de defender su plaza hasta la muerte y, en el fragor de la lucha, se le escapaba algún que otro mandoble que provocaba una pequeña (y a veces no tan pequeña) herida, con la que terminaba la guerra por un tiempo, pues nuestras madres mantenían secuestradas las armas hasta que se les olvidaba el incidente.

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En una época en la que todo se hacía para que durarse, los muebles que eran uno de los bienes tangibles más costosos, se hacían con miras a perdurar varias generaciones. Las sillas, mecedoras, sillones y estrados, casi siempre de asientos de anea, en algunos casos de estopa tapizada y en contadísimas de muelles, dieron lugar a una particularísima profesión, que a su vez originó, como es natural en una época en que el transporte era escaso, su correspondiente profesional ambulante: el sillero Al sillero se le veía venir desde lejos, pues traía a sus espaldas un grueso mazo de aneas que doblaba en altura su cuerpo, terminado en un cono casi perfecto que le hacía parecer en la lejanía un nazareno gigante. Bajo su pesada carga andurreaba las calles, lanzando su pregón.

¡Ef mccc…ff_liiiii! ¡S_[ll_af[h \on[][m, g_]_^il[m, [mc_hnim ^_ l_dcff[, f[m sillas de neeeeaaa!

A pesar de ir tan cargado, era esta profesión de las más descansadas, puesto que entre sus herramienta siempre llevaba una silla, que usaba para desarrollar su actividad y cuando los pies estaban doloridos de tanto camino, bajo cuyo asiento llevaba multitud de palos, traviesas y espaldares,

para sustituir los averiados.

Completaba su taller un gran bolsón que

contenía herramientas,

chinchetas, tachuelas, estopa, cola, y el resto de

materiales imprescindibles

para el desarrollo de su oficio.

Cuando alguien se acercaba con una silla desculada –el arreglo más corriente- tras el consiguiente regateo y la consabida recomendación del ama de casa, de que lo apretara bien para que no se venciesen con el peso, las manos de aquel hombre, hasta entonces pastoso y desmadejado, se convertían en verdaderas máquinas, completando en un santiamén el rompecabezas de geométricas hileras que terminaban en el centro mismo del asiento. ¡Qué habilidad para engarzar una anca con la siguiente sin que se vieran las uniones!; ¡qué perfección tan matemática en grosores de línea

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y en distribución de espacios en cada uno de los cuadrantes, para conseguir la terminación justamente en el centro... Los asientos de anea se perdieron prácticamente a favor de los de plástico, formica o madera. Sin embargo, los muebles de estilo sevillano siguen siendo una industria relativamente próspera gracias a las ferias, que la mayor parte de las casetas las incluyen en sus preferencias de mobiliario. Aunque ya nadie arregla una silla y los silleros dejaron de existir, me pregunto si los asientos seguirán fabricándose a mano, o existirá alguna máquina sillera. Estos esforzados profesionales sin embargo, parecen haber dejado descendencia en los tapiceros ambulantes que recorren nuestras calles con furgonetas provistas de megafonía, desde la que inundan nuestros hogares con un estridente pregón grabado en cinta magnetofónica. ¡El tapicero, señora! Se tapizan sillas, sillones, mecedoras, descalzadoras y todo lo que tenga en mal estado! Recogemos y entregamos en su propio domicilio. ¡Aproveche la oportunidad!; ¡ha llegado a esta localidad el tapicero! Y como la voz mecánica nunca se cansa, sigue sin fin el pregón.

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Un armonioso toque realizado desde una flauta múltiple denominado “P[h`fon_” []oh[\[ _h mo ^of]_ g_fi^í[ mientras se acercaba lentamente anunciando con sus notas la presencia del afilaor, para terminar en cada parada con un pregón seco y duro.

¡Ef [`cf[iiiiiiiió…! Comenzaba su especial habilidad por construir el instrumento que tocaban: unas delgadas cañas de carrizo cortadas en escalera unidas entre sí con cortezas de mimbre u hojas de palma, del que sacaban armoniosas notas. Con el tiempo este instrumento fue suplantado por otro de parecidas características, metálico y más fácil de tocar, que pronto tuvo su réplica en los kioscos, haciendo que las calles se llenaran de aprendices de afilaores, que llamaban al equívoco a algunas amas de casas. Era sin embargo el carro-taller, lo más curioso del afilaor, hecho con cuatro palos a modo de patas, dos de las cuales hacían además de asideros del vehículo, y los otros dos de soporte al eje de la rueda sobre la que se desplazaba y que, al mismo tiempo, servía de polea para hacer girar la muela, gracias a una correa transmisora de cuero desgastado y brillante del uso. Completaba el taller un pequeño cajón para las herramientas y un yunquecillo adosados al carro, junto a varios trapos que colgaban del mismo, para comprobar el buen corte del instrumental afilado y que bc]c_lih h[]_l _f ^c]bi jijof[l: “[h^[ ko_ nc_h_m más cortes que el trapo de

oh [`cf[ó”. Algo más tarde comenzaron a venir con su industria instalada sobre una bicicleta en la que, una vez puesto el reposapié, montaban del revés para afilar en la piedra que traían anclada en el trasportín, al tiempo que los pedales accionaban el motor de su industria.

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Detrás del grito (era un grito más que un pregón), aparecía, majestuoso, un carro de cuadrada caja pintada de amarillo y con grandes letras azules en los costados componiendo la palabra HIELO. El carro iba tirado por un enorme mulo tordo conducido (mejor dicho, guiado) desde el altísimo pescante por un hombrecillo de pelo rizado, con un saco al hombro que parecía haber nacido con él. Bajando de un salto volvía a lanzar su grito –ausente por completo de musicalidad- y se dirigía a la puerta trasera del vehículo, soltando con gran estruendo la gruesa cruceta de hierro que aseguraba los portalones. Al abrirlos, el interior –gris y blanco, cinc y nieve- enviaba su fresca caricia a los congregados frente a él para realizar su gélida compra. Para trocear la mercancía, (grandes barras de más de un metro de largo, cuarenta centímetros de ancho y diez o doce de grosor), el señor del plegado saco al hombro echaba mano de su acerado punzón y las apuñalaba una y otra vez, hasta que se partían en dos. Durante la operación saltaban algunos trozos al suelo, sobre los que se abalanzaban los chiquillos y, quitándoles la tierra que se les había pegado, marchaban alegres y contentos chupando aquél insípido y furtivo helado con cierto sabor a amoníaco. Aquellos que no habían pillado trozo alguno, acompañaban al carro hasta la próxima parada donde tal vez hubiera más suerte.

Ésa era una de las tareas veraniegas de los infantes: esperar el carro,

comprar el hielo, y colocarlo en la nevera. Para ello había que volver a trocearlo, esta vez utilizando un destornillador o un cuchillo, momento en el que volvían a saltar nuevas esquirlas que se transformaba en improvisado polo. Luego era menester rellenar el depósito del agua provisto de serpentín y grifo exterior, para tenerla fresquita a la hora del almuerzo.

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Una continua corriente de pequeños carros de tres ruedas, (la delantera pequeñísima, pues solo tenía la función de servir de apoyo) inundaba las calles cada mañana antes del amanecer. Los carros eran enormes cajones de madera forrados de chapa que disponían de una amplia portezuela en la parte superior, provista de una pestillera con candado; y es que era tanta la necesidad y tan extendida la miseria, que el pan era un tesoro que había que custodiar. En la parte posterior, una barra niquelada (que a fuerza de uso había perdido su brillo en ambos extremos, mostraba de forma impúdica el amarillo de su ropa interior de latón) servía de asidero y dirección a tan elemental ingenio. Tras los baúles con ruedas, aquellos niños-hombres, recorrían su demarcación por los barrios sevillanos llevando a su clientela el exquisito manjar de harina en flor que, a falta de otro mejor, hacía las delicias de paladares mucho menos exigentes que los estómagos, a la vez que anunciaba desde el letrero impreso en los carros a las panificadoras que se los facilitaban: San Buenaventura, El Carmen, La Modelo, El horno de las Dih]_ff[m… Af llegar a cualquiera de sus paradas, tras calzar las ruedas de goma maciza y radios de hierro, el chaval abría el cofre y sacaba de su interior una cesta de palma que cargaba con el pan de los clientes de la zona, repartiéndolo luego puerta por puerta, no sin antes asegurar el candado del portón para evitar pérdidas en el negocio.

Estos chavales solían ir vestidos de calle, pero provistos de una potente correa, (así se llamaba a los cinturones) a la que llevaba engarzado un enorme monedero de cuero renegrido por el uso, con solapa y broche metálico, brillante por la misma causa, y una igualmente abultada y no menos manoseada libreta donde ir asentando los débitos. Al acercarse a cada portal, gritaba su estirado y explosivo

¡Pana----^_liiiiiiii…! del que desde las casas solo se escuchaba el ----_liiii….!

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que era en lo que ponía más énfasis.

- Buenos días, panadero. - Buenos días, ¿qué va a querer hoy, María? - Dame una Boba y una Panocha bien cociditas. - Y a la libreta, ¿no? - Sí, hijo, ya te pagaré la semana que vienen, que mi marido ha

empezado hoy por fin a trabajar. - Bien está, pero ya no puedo fiarte más ¡eh!, que en el horno me han

llamado la atención. Hasta mañana. - Hasta mañana, y descuida que no te fallo.

En esa época, los panaderos tenían algo de Reyes Magos, un poco de

Banco de España, una pizca de Cruz Roja, y otro poco de prestidigitadores, porque fueron los artífices de que, aunque comieran poco, a algunas familias no les faltara –al menos- un mendrugo que llevarse a la boca.