cuentos y relatos de antaño

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REMBERTO GANDARILLA SUÁREZ

CUENTOS

Y

RELATOS

DE

ANTAÑO

Autores Cruceños

Este libro se encuentra a la venta en librerías

FAMILIA GANDARILLA

Santa Cruz de la Sierra

2011

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Presentación

Nino Gandarilla Guardia

Prólogo

Orlando Arauz Aguilera

Ilustraciones

Carlos Cirbián

D. L. No. 8-1-1463-10

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A Dora Suárez Jiménez

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PRESENTACIÓN

Entre los archivos de Remberto Gandarilla Suárez, 20 años después de

su muerte, encontramos un folleto cuidadosamente encuadernado por

sus propias manos, cuyo contenido decidimos editar.

El original no tiene fecha, pero por sus características se deduce que

fue elaborado en los años ’60, seguramente con la intención de hacer

una publicación, que no logró hacerse realidad por diversas razones,

pues en esos tiempos era aún más difícil promover la literatura.

El título original es “Cuentos y relatos. Autores Cruceños”. Por el

tiempo transcurrido, nosotros le agregamos “de antaño”.

Gracias a la lectura de folletos y libros que hoy ya no se encuentran,

Remberto Gandarilla seleccionó 16 cuentos escritos con la maestría de

aquellos escritores cruceños que se inspiraron, por los años 1924-

1959, en las cosas de la Santa Cruz que vivieron apasionadamente y

que escucharon describir de sus abuelos.

Gandarilla Suárez, nacido en aquella ciudad amable y legendaria,

lector consuetudinario y ardiente defensor de la cultura camba, fue

impresionado por estos relatos que personalmente seleccionó,

transcribió y juntó para transmitirlos, sirviendo de conducto histórico,

entre sus autores admirados y las nuevas generaciones.

Con la lectura de estos cuentos, de diversos estilos, uno se transporta,

como en una película maravillosa, a la Santa Cruz de antaño. Los

relatos describen la cultura cotidiana, los paisajes, la ciudad antigua,

los personajes y sus vivencias, con un lenguaje maravilloso que sólo

los maestros podrían narrar. Prácticamente logran transportar al lector

hacia esos tiempos amados, cuando lo simple y lo bello se confundía

también con lo curioso.

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La obra también tiene un especial aporte en el aspecto histórico, pues

describe valiosísimos datos de hechos que antes se habían registrado

en las crónicas especializadas, pero aquí se encuentran desde la

vivencia del pueblo que miraba y participaba de las mismas historias.

Admirable el lenguaje, la destreza y la fluidez de estos autores. El uso

apropiado del idioma, junto a la riqueza del lenguaje y el habla

cruceña, redactados por aquellos gigantes de las letras, son un

verdadero patrimonio cruceño. Estas raíces, dignas de conservar,

fueron transcritas respetando la escritura original de la época.

Sólo ellos, los privilegiados, inspirados e inspiradores del alma, son

capaces de hacer con el idioma frases, cosas y escenas tan bellas y tan

conmovedoras. Ellos construyen montañas y ríos, con un par de líneas

dibujadas desde la sangre. Ellos provocan una carcajada y al minuto

tienen la magia de hacer brotar agua de nuestros cuerpos, con el sólo

poder de las palabras.

Ellos hacen latir nuestros corazones a la velocidad que les dé la

gana… y son capaces de provocar al músculo de nuestros pulmones,

dibujando un colorido panorama, con un simple blanco y negro que

penetra suavemente por nuestros ojos y va fluyendo hasta nuestros

nervios. Son verdaderos comunicadores de la vida que, a través de

ellos y desde sus profundidades, nos avisa sobre su mítica existencia.

Presento esta obra como homenaje a mi señor padre y como tributo a

aquel pueblo antiguo que apenas logré conocer en mi niñez, al menos

en algunos rincones, pero que se quedó para siempre en mi alma.

Pueblo y ciudad querida por mi familia… hasta los tuétanos.

Santa Cruz de la Sierra, mayo de 2010

Nino Gandarilla Guardia

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PRÓLOGO

Conocí al Dr. Remberto Gandarilla Suárez, fue mi buen amigo.

Inicialmente lo consideraba algo introvertido, pues a mi parecer era

reservado para comunicar ciertos pensamientos mientras no tenía

confianza plena con las personas. Luego cultivamos una profunda

amistad.

En aquel tiempo me expresó su admiración por Presidente del Comité

de Obras Públicas, el ingeniero Omar Chávez Ortiz, quien era su jefe

porque en 1963 Remberto renunció a la Secretaría General de la

Prefectura a fin de ejercer funciones como Secretario del CC.OO.PP.

La inquietud principal de Gandarilla la comprobé cuando me hizo una

confidencia, que cabe recordarla al momento que presentamos este

libro sobre relatos de antaño. Resulta que se presentó a la Prefectura el

hijo del doctor Víctor Paz Estenssoro, llamado Ramiro Paz Cerruto, y

al saludar al Prefecto le dijo: “Me envía mi papá para que me

entregue usted el servicio de luz eléctrica de la ciudad de Santa Cruz

de la Sierra”, entonces, delante de su Secretario el Ing. Chávez

contestó: ”El alumbrado de la ciudad no es mío y no puedo hacer

entrega de las cosas que no me pertenecen”. Entonces el joven

Ramiro le dijo: “Yo tomo la empresa y nombro el administrador”, a lo

que contestó Chávez: “Usted puede cumplir el mandato de su padre a

lo cual yo no me puedo oponer, pero yo no intervengo ni avalo nada”.

Con ello se terminó el asunto, aunque después se impuso el lema: “Al

que manda todo le está permitido”.

Por varias charlas que sostuvimos y esta confidencia que me contó

con tanto orgullo y a la vez preocupación, deduje que el Dr.

Gandarilla era un hombre completamente cruceño y cruceñista, quería

a su pueblo y era el principal tema de sus preocupaciones. Todo esto

quedó afirmado hoy cuando tuve en mis manos el presente libro, que

dejó de memoria de su vida, pues guardó con celo los trabajos

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literarios de su época que, publicado, será de admiración de los que

logren leerlo.

El libro contiene trabajos maravillosos y de gran importancia en la

vida de Santa Cruz de la Sierra, que en aquella época era un pueblito

sin servicios básicos y aislado del mundo. Su característica era la

pobreza infinita que nos sometió la ignorancia gubernativa y la total

irresponsabilidad administrativa de todos los gobiernos; sobre todo la

Revolución Federal de 1898, del general Pando, que fue un verdadero

sofisma o “blef”. La vida para el pueblo cruceño en esos tiempos fue

penosa por el abandono del Estado. Tenía un sistema de educación

muy limitado, recuerdo que había un sólo colegio fiscal, el No 1,

dirigido por el argentino Don Bernabé Sosa, que se lo contrató para

ello.

Todas las carencias tenían que ser paliadas por los propios habitantes,

que en medio de la escasez de recursos se multiplicaba para la

subsistencia de nuestro centenario y hospitalario pueblo.

La vida económica de Santa Cruz era fundamentalmente campestre,

allá estaba la producción de azúcar en hormas, maíz, yuca, plátano,

arroz, etc. y esa producción llegaba a un mercado tan pobre como era

el de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra. Sólo el azúcar se podía

enviar al interior en condiciones precarias de transporte.

Pero en contraste, había en la capital intelectuales de gran valor como

el Dr. Placido Molina Mostajo, Rómulo Gómez, Enrique Finot,

Benjamín Burela, Mamerto Oyola, Manfredo Kempff, Raúl Otero

Reiche, Aurelio Araúz Monasterio, Cástulo Chávez Egüez y tantos

más. Era un pueblo honrado y hospitalario, con un cristianismo

sumamente asentado entra las familias cruceñas que se arrodillaban a

la hora de “la oración” (hora en que se esconde el sol en el poniente)

y todas las noches rezaban el rosario a las diversas imágenes del

cristianismo romano.

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Quienes vivimos esas épocas éramos orgullosos de nuestros mayores

por su compromiso con Santa Cruz, teníamos el prelado más ilustre

como lo fue Mons. José Belisario Santistevan Seoane y filántropos

como José Mercado Aguado. Había hombres progresistas como Don

Peregrín Ortiz Antelo, que instaló la empresa de Luz y Fuerza con sus

propios recursos.

Gandarilla Suárez, lector empedernido, tuvo la feliz idea de

seleccionar y compilar con pericia una serie de relatos y cuentos que

describen ese pueblo en el que yo nací y crecí. Su alma de buen

cruceño lo inspiró en su tiempo y varios años después se publica esta

obra, que incluye también la prosa del propio Remberto. Era un

pueblo extraordinario, que amamos por su singularidad y merece ser

reconocido por las nuevas generaciones para que sepan de dónde

venimos y con qué esfuerzo se construyó lo que hoy tenemos.

En medio de la selva y la soledad del pueblo, era costumbre del

cruceño juntarse para contar cuentos de fenómenos naturales o de las

fieras de la campiña. Los mayores a su vez contaban las historias de

hechos políticos y de las guerras que este pueblo tuvo que enfrentar

por diversas agresiones. Largas y emocionantes horas dedicaban a

ello. Y así está plasmado en el presente libro que usted va a leer,

gracias a una edición póstuma que el hijo del autor nos está

ofreciendo.

Lo invito a introducirse en la Santa Cruz de antaño a través de los

relatos y cuentos de nuestros grandes escritores del pasado cruceño.

Santa Cruz de la sierra, mayo del 2010.

Orlando Arauz Aguilera

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TRADICIÓN Y ESPÍRITU

Hay en sus ansias y siempre renovados anhelos, la oculta severidad del pasado; en sus expresiones la paciencia del jardinero, andando bajo el sol sin preocuparse del cansancio del tiempo. Hay en sus hijos el apego a la tierra de donde nacieron y donde irán todos un día; el techo y hogar de los antepasados se lo quiere como una imposición a la tradición de la sangre y la estirpe; la escuela del trabajo que vuelca sobre el mundo sus dones, siguiendo el rastro que deja la luz de las antorchas.

La lucha sobre los surcos es tonificante, y aunque simulando su pobreza, la casa es generosa, porque aún se puede coser el pan negro de las abnegaciones.

No es el maná que un día sintieron beber los que

alcanzaron el monte Sinaí, sino el maná de la sabia fecunda que brinda el trabajo y lo derrama como fresca vendimia en el mantel sin mancha de la sinceridad.

Tienen sus hijos una moral misteriosa, porque afirmarse

sobre la tierra en una posesión de siglos, es de místicos franquear el umbral de la verdad y del misterio.

Sus manos no temblaron nunca ante la mirada

sentenciosa de la distancia y la montaña, y por encima de las leyes desconocidas, brilló la estrella del amor, invariable y justa.

Una verde alegría la brindan hoy los surcos, acotan

bulliciosos sus hijos en actitud presente, para cantar alegres una vida rebosante de luz, con la promesa de una vida oculta, radiante de polen y de auroras.

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Es que se han roto las cadenas para mirar el sueño de las espigas de oro, y el alba milagrosa llegue hasta donde el amor muere.

Embriaguez de equilibrio, como el divino sol, viviendo en

nuestros labios. “La eternidad sencilla sobre la tierra en aire de palabra”.

RECADOS DEL TIEMPO IDO Miguel Antelo Parada

1959

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SULLO

Nació debilucho, flaco, y pudo haber sido objeto de estudios de un proceso evolutivo embrionario y ésta la razón por la que se lo llamara “Sullito”.

No hay duda que fue un mal parto como hay muchos en

el cotidiano acontecer de los días. Humilde hasta no más el personaje en paralelo al

escudero del Quijote, hizo y escribió su propia filosofía; por sus propias impulsiones sexuales, se alejaba de la gazmoñería ambiente, con un rostro de silbo o de tintinear de monedas.

Discutía su origen decente y para él, la pigmentación de

la piel era mala señal. Jugaba como los niños con conchillas y como el patito feo de los cuentos de Calleja era un vecino ante los ojos de la noche.

Su pobreza como los libros viejos, nos enseñaba con su

sonrisa triste, el sacrificio de inocente existencia, como una limosna al oído de los poderosos.

Un día se echó a llorar, ¡drama!; sí, las piernas le

fallaron, un golpe mortal, de hachazo seco; no hubo hospital ni manos blancas, y sí renegando de las grandes desdichas, aquellas que quizá se escapan a los ojos de Dios.

RECADOS DEL TIEMPO IDO Miguel Antelo Parada

1959

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DE LA CRÍA RESPONDONA

–Buena noche, don José. –Hola, che -frunció los ojos para traspasar la oscurana y

fijar su mirada en el recién llegado-, y de dónde aparecej voj. Te habíamos dao por perdío. Bueno, puej, date contra el suelo.

El hombre se bajó del caballo y alcanzó su mano, abierta

al capataz, una mano gruesa, dura y callosa. –¡Como pa‟ pulseajla!

–Y qué veníj hacer pa‟cá. Oí, jau –miró para dentro de la

choza–, es Leocadio que vuelve, servijle café. –Sabe usté, don José, que me fui la otra vej de la

hacienda debiéndolej unoj realitoj. Ahora vengo, puej, a pagar la cuenta, con mi trabajo, pa‟ que no se diga que me jui haciendo jocha.

El aludido era un mocetón alto y fuerte, de un color

obscuro, bronceado por el sol. Al través de las chirapas de su camisa, asomaban sus músculos recios, duros y templados. Su mirada franca y atrevida a la vez, recordaba la inconfundible mirada del camba. De sonrisa sincera, siempre a flor de labio, pero también burlona y pronta a saltar en carcajada abierta, a la menor ocurrencia que la incitara. Ojos pequeños y rasgados, labios grandes y gruesos, cabello negro, hirsuto y tan enmarañado como el de la cola de su propia jaca.

–Voj sabej que el gringo no te quiere. –Lo sé, don José, pero puej, qué le vamoj a hacer. Al

final, yo no he venío en bujca de su cariño.

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–La última vej que le oí hablar de voj me dijo que si te vía de nuevo, te iba a dar pa‟ tu arrobita. Voj lo conocej, le gujta guajquear a loj cambaj.

El mozo se rió y mientras buscaba un toco para

sentarse, respondió pausadamente: –Ese mister ej un atrevido, porque no hubo un hombre

que le pare loj machoj a tiempo. En fin, don José, ya sabe ujté que aquí no hay matón que no se tope con la suela de suj zapatoj. Y hajta creo que ya dijo ujté alguna vej que a la guajca hay que contejtarla con la mijma cájcara de toro.

Don José, el viejo capataz, callaba, mientras se distraía

buscando en el cielo alguna estrella en que fijarse. Estaba echado en su hamaca, empujándose con el pie para mecerse.

–Bueno, dejencillá y acomodate por ahí pa‟ que pasej la

noche, ya mañana veremos lo que dice don Efraín. Este don Efraín era el gringo mencionado en la charla, y

el tal, era un judío austriaco, alto y macizo. Era rubio todo él, su tez, sus pestañas, sus cabellos; más parecía el pelecho de un chulupi. En la hacienda desempeñaba las funciones de administrador general, cargo que le daba carta blanca para ejercitar su carácter despótico, mandón; de pequeño tirano. En fin, todas sus dificultades siempre tenían la misma disculpa: “Estos cambas no sirven más que para ladrones. Son unos come de balde. Creen a la estancia es un hotel pa` ellos. Si no fuera la guasca, ya el patrón y nosotros nos hubiésemos muerto de hambre”.

A las seis de la mañana se oyó el toque de campana

llamando al trabajo. En el corral, junto a la casa de hacienda,

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se juntaba la peonada, formada en su mayoría por chiros y guarayos.

Don José, el capataz, llega también con Leocadio, el

mozo aquel que había llegado la noche anterior. No tardó en aparecer el gringo, con su inseparable

vergajo entre las manos. Sin su presencia e intervención, don José no podía hacer la distribución de la gente para las distintas faenas del trabajo. Cuando lo vio venir, don José se le adelantó, hizo el ademán de sacarse el sobrero de paja, mientras lo saludaba: –Buen día, patrón.

Por toda respuesta, el administrador miró a la gente

reunida, y fijándose en Leocadio se dirigió a él. –Vos ser camba ladrón. Yo tener que castigarte… La furia brilló en sus ojos zarcos. –Oiga mijter –trató de hablar Leocadio–: yo he venío

precisamente a… –Camba „e merda… –y se fue encima con el vergajo en

alto. Leocadio no dudó de sus intenciones, pero trató de

pararlo todavía: –Modérese, carajo, que le puede cojtar caro… –pero ya

el gringo estaba encima de él. El camba esquivó el primer golpe con admirable agilidad,

pero luego vio de nuevo la cara roja del gringo que le buscaba de muy cerca y ese fue el momento que aprovechó el camba

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para darle un terrible golpe de puño que cayó como martillazo brutal en pleno rostro del gringo, combazo que lo derribó exánime sobre la hierba húmeda.

–Ejperate aún –se oyó la voz ronca de Leocadio–, que te

falta la yapa pa‟ enseñarte a ser gente –y de un solo tirón, que dislocaba la muñeca del gringo, arrancó el rebenque de sus manos, y arremetió con él. Del primer vergazo el gringo se recuperó para exhalar un alarido de fiera herida. Con el segundo, se le tiñó el rostro de sangre…

Mientras el hombre, el mozo Leocadio, cabalgando en

su viejo caballo, se alejaba de la hacienda, la peonada con don José a la cabeza, comentaba riendo los incidentes del suceso.

–Qué tipo maj fregao, puej le había sacao el pellejo al

mister. –Y qué noj dice ujté, don José, parece nomás que el

mocito resultó de cájcara amarga. –Si –dijo don José, haciéndose el zonzo–, yo no

entiendo mucho de ejtaj cosaj, pero por ahí andan diciendo que para nuejtra comodidá, ej preferible que todoj seamoj también… ya se me olvidó, oí voj, ¿cómo se dice?

–Que seamoj –corrigió un tercero– de la cría rejpondona. Y sus palabras cayeron como un chiste que regocijó a

todos por igual.

TIERRA CAMBA Ignacio Callaú Barbery

1956

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CUENTA CANCELADA

El tigre olfateaba. Los venía siguiendo sin que ellos se percataran. Seguía tras la huella fresca que dejaban los cascos de mulas y caballos en el polvo del camino soleado.

Al fin llegaron a la pascana abandonada, que era un

campo raso y limpio de malezas y hierbajos. Algunos tizones a medio quemar, al pie de un bibosi de luenga y frondosa copa, era todo lo que quedaba como recuerdo y vestigio de los que habían pasado antes.

Ya la tarde se diluía en sombras. Había nomás que

pernoctar allí. La jornada estaba vencida. Como a cien metros de donde acamparon, se levantaba el bosque umbrío, la selva virgen enmarañada de ruidos y de misterios, especialmente a esa hora del crepúsculo en que el Sol desaparece montado en el lomo de la Tierra. Desde allí, desde sus grandes dominios, el tigre esperaba agazapado, espiaba a los hombres con su mirada de fuego, penetrante; los observaba conteniendo la agilidad bravía que le diera su contextura fibrosa, su musculatura hercúlea, listo ya para el salto y seguro de su triunfo.

Los mozos y peones hicieron la cama del patrón, y

encima le tendieron y atirantaron su mosquitero. Ellos, un poco alejados, como queriendo guardar la debida distancia que les separa y les impone el respeto al amo, se acomodaron, entre aparejos y caronas. Y muy pronto el sueño pesado y profundo en estos hombres rudos, barrió con el vigor de sus existencias.

Sólo el patrón, don Heriberto, no podía dormir. Se sentía

fatigado; acaso el viaje pesado y el calor intenso, aún lo tenían en vela. Este don Heriberto era un hombre de campo, ya propietario de una pequeña estancia, sin embargo de vivir

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todavía en la fuerza de sus años mozos. Ahora estaba de viaje a su establecimiento. Pero a esas horas, algo que no alcanzaba a comprender lo tenía nervioso. Y estaba insomne, revolcándose en la cama. –Es raro –se dijo–, en nada estoy pensando y no obstante no puedo dormir; es para…

No había terminado su pensamiento cuando fue

sintiendo, pero con ese sentido y la intuición que el camba tiene del peligro próximo, que algo extraño, un cuerpo, un bulto, le andaba rondando cerca del lecho. Sintió su aproximación hasta él; era como una sombra medrosa, elástica y que cautelosamente se llegaba. Él allí estaba inmóvil. –Será algún bicho –se dijo para sí. Luego nomás fue notando que la sombra comenzaba a dar vueltas alrededor de su cama en cuyas orillas acuñaba los extremos del mosquitero, para vitar el ingreso de la sabandija. Le siguió con la vista sus movimientos. El bicho seguía dando vueltas. Al rato se paraba como para olfatear algunos trechos de la toldeta o como si se tratara de espiar a su presa de adentro.

Por los ojos fosforescentes del animal, don Heriberto al

fin se dio cuenta de que era el tigre. –Si, no cabe duda, es él. –Este convencimiento tampoco lo inmutó; para qué, si él estaba siempre acostumbrado a defenderse.

–Así me hubiese dormido –pensó– y si este bicho no se

anima a brincarme es porque aún no sabe dónde está ubicada mi cabeza en la cama. Y yo que soy un roncador –terminó diciéndose.

Sin dilatarlo más, pero sin hacer el menor ruido, sacó de

debajo de su cabecera, su filoso puñal de viaje. Luego se sentó en la mitad del lecho a esperar el ataque del felino.

–Ahora veremos quién gana –casi lo dijo en voz alta.

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El animal se alejaba a ratos, para luego seguir en sus

vueltas y paseos. Don Heriberto era todo un hombre resuelto y por lo mismo, de los que no esperan mucho. Buscando una mejor posición se puso en cuclillas, casi arrodillado, topando con la cabeza el cielo del mosquitero.

–Si en ésta no me brinca, voy a tomar la ofensiva –se

dijo mentalmente. El tigre seguía en sus andadas, vueltas y olfateos. El

hombre fue desacuñando el mosquitero, y ya impaciente esperó a que volviese. Al fin se le puso al lado, a la misma altura. De un salto, con más agilidad que el propio tigre, el hombre estuvo encima del felino. Como el rayo, una mano poderosa, de acero, segura en el golpe, hundió, clavó en la nuca de la fiera, el puñal hasta el cabo. El tigre, casi sorprendido y muy malherido, huyó, desapareció velozmente.

–No creo que vaya muy lejos –se dijo don Heriberto–; él

se las buscó, pero está bien que sepa que sé yo sentarles la mano.

–Qué pasa, don Heriberto –habló uno de los mozos,

desde lejos, percatado de la ligera escaramuza. –Nada, hombre, que me soñé matando a un tigre. Después de unas risas, todo volvió a sumirse en la paz

de la noche estrellada, y el sueño reinó sobre todos los hombres de la pascana. Y durmieron tan pesadamente que pareció que al instante amanecía.

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–Oí jau –llamó don Heriberto a uno de sus mozos–, seguí el rastro de sangre que dejó el bicho y traeme mi puñal. Por aquí cerca nomás ha de estar.

Como a la hora volvió el mozo; traía en la mano el

cuchillo filoso del patrón, y sobre los hombros, el cuero del tigre. Por todo comentario el camba explicó:

–Y había sío de la pinta chica. Aquí cerquinga lo

encontré; el tío ejtaba ya templao y con la panza al sol. ………………………………………………………….. Esta hazaña a la que don Heriberto nunca le daba la

más mínima importancia, ya que la consideraba simple incidencia de su vida montaraz y cerril, y muchas otras que luego vinieron, le valieron el apodo del „mata tigre‟.

…………………………………………………………… Otra vez, campeando por las pampas de su estancia,

volvió a encontrarse de manos a boca con el tigre. Él iba montado en su caballo y sin ningún arma de fuego. Le echó primero a los perros y el tigre se vio acosado. De cada zarpazo, un perro caía fuera de combate, mientras así trataba de ganar la ceja del monte, sin prisa, don Heriberto esperó a que sus canes lo empalcaran en un árbol. Luego hundió las espuelas en los ijares de su caballo y de un salto lo colocó a la altura y alcance del gran gato pintado a manchas.

Con el lazo en la diestra, le cruzó de la primera lanzada

„brazo partido‟, y volviendo grupas partió al galope, con el tigre a rastras. Y así llegó hasta sus corrales, con la fiera moribunda de tanto golpe entre la sarteneja, revuelco y tirones.

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…………………………………………………………….. Y de esta suerte, cuando don Heriberto, `el mata tigre‟,

estaba en tren de chupa, sus primeras palabras de amenaza, que alardeaban de su valor, eran siempre las mismas:

–Yo no tengo miedo ni al tigre, carajo. Y el que sea

hombre… ……………………………………………………………... Y así el tiempo pasó y el hombre fue envejeciendo. El

tigre esperaba el día de su venganza. Y a la postre, no tuvo mucho que esperar.

Un día, como de costumbre, don Heriberto ensilló el

tordillo para salir de vaqueo. Entre sus hijos mocetones, Pedro era el más apegado a

él. Quería siempre acompañarlo en sus correrías por los campos, sin embargo de encontrar en el padre la misma resistencia.

Aquella vez, él también comenzó a ensillar su matusi, el

padre lo rechazó con amenazas: –Dónde venís, muchacho de porquería. Vaya con su

madre. Sólo servís pa‟ darme afanes. Pero aquel día, el muchacho estaba obstinado; espero a

que nomás esté un poco lejos el viejo, para emprender él a su vez la marcha siguiéndole. Por si acaso e imitando a su padre, amarró al apero el rifle cargado.

El camino dividía en dos mitades un islote de la pampa.

Allí esperaba el tigre. Vio venir a don Heriberto y se ocultó.

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Emboscado lo vio llegar hasta él y lo dejó pasar. Luego se le vino por detrás y de un salto arrancó de cuajo al jinete del caballo. No le dio tiempo para nada. El caballo disparó asustado con el rifle amarrado al apero. Don Heriberto se vio de repente bajo el tigre, sin más armas que sus manos callosas. El tigre no quiso matarlo de inmediato, se diría que, primero deseaba jugar con él. Le gruñía en la cara, pelándole sus dientes terribles. Se podía creer que el tigre ahora se reía de él, del famoso „mata tigre‟.

Pequeños zarpazos daba la fiera sobre el rostro del

hombre, arrancándole la piel y la carne a pedazos. Para defenderse, don Heriberto le oponía las manos y allí el tigre comenzaba a mascar, triturando huesos. Poco faltaba ya para que el hombre pierda el conocimiento, cuando oyó que una voz le decía:

–No se mueva, taita, que voy a disparar. En efecto, un tiro certero dejó al tigre tendido sobre el

cuerpo exánime del viejo estanciero. ……………………………………………………………… Allí está don Heriberto, el „mata tigre‟, con su cara

arrugada por mil cicatrices, y sus brazos con muñones disformes.

Cuando lo conocí, me dijo que tenía cancelada su

cuenta con los tigres.

TIERRA CAMBA Ignacio Callaú Barbery

1956

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EL TESORO DE URUGUAITO

El padre José llamó al cacique Sebastián, de su mayor confianza y le dijo: “Esta noche vienes con tus tres mulas para hacer un viaje en el que estaremos ausentes tres días”.

Fue puntual a la orden, penetró por la reja del Convento,

hasta la habitación del misionero. Sus tres mulas estaban listas, como había sido la orden. El misionero le indicó unos bultos que habían preparado, consistentes en cajas de metal pintado de negro. Coloca la carga en las mulas, bien compartidas de dos bultos en cada una, sumando un total de seis cajas. Eran de un tamaño pequeño pero sumamente pesadas, calculándose que cada una tenía cinco arrobas, es decir, en los seis bultos, se sumaban treinta arrobas.

El misionero hizo ensillar su caballo, que lo tenía a

pesebre para hacer sus incursiones en los centros de explotación del oro, y la comitiva saliendo del Convento, tomó la dirección que indicó el padre José. Anduvieron toda la noche llegando cinco horas después, a un lugar donde la misión tenía una de sus haciendas ganaderas. Es una región que forma una pampa, con sus ligeras arrugas por serranías bajas.

La estación era conocida con el nombre de Uruguaito,

que en lengua común quiere decir Pampa con Piedra. Allí detuvieron la marcha. Los indios que salieron al encuentro de su amo jesuita, recibieron orden de salir a campear y recoger vacas que estén con crías. Quedaron solos el misionero y el Cacique. Bajaron la carga de las tres mulas, retiraron de la casa que servía de morada a los indios vaqueros y el misionero ordenó llevar los bultos a doscientos metros de distancia donde había una noria hecha años antes para dar agua al ganado en época seca.

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Una vez la carga en el lugar indicado, el padre José haciéndose ayudar del Cacique comenzó la operación de arrojar a la noria las cajas de metal. Era época de sequía y la noria no tenía abundancia de agua. Una vez que las seis cajas estuvieron en el fondo del pozo, ordenó que recoja piedras y entre ambos comienzan el trabajo de cegar la noria arrojando pedruscos que abundan en esa zona.

Cuando llegaron los cuatro vaqueros, el fraile les dijo

que había que tapar la noria completamente por cuanto sus aguas estaban malditas por un brujo. Con esto ordenó continuar el trabajo de recoger piedras y los indígenas comenzaron la operación en toda la región. En tres días estuvo concluido el trabajo, y sin desfigurar la existencia del pozo, se pusieron más piedras en el contorno semejando a los cimientos de una habitación.

Regresó el misionero al pueblo y a su llegada invitó al

cacique Sebastián a pasar por su cuarto, donde le invitó un brebaje diciéndole que era una bebida espirituosa. Tomó el confiado indio y tres horas después moría con violentos dolores de intestino.

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Según la referencia jesuítica, el padre José de la A., uno

de los más abnegados misioneros que vinieron de España, fue el encargado de dirigir la entrega de las misiones a las autoridades españolas, cuando se originó la expulsión jesuítica.

La Cédula Real, por la cual Carlos III dispuso la

expulsión de los jesuitas de todos los dominios de España, fue dictada el 4 de septiembre de 1767, pero fue conocida seis meses después. Los misioneros habían recibido instrucciones de preparar esa expulsión y era natural que el Padre José,

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encargado de una de las más ricas misiones, como era Concepción, se ocupe de tomar sus medidas y prevenir los acontecimientos a fin de no entregar el fruto de su trabajo de tantos años.

Comprendía que no sería permitido hacer transporte de

riquezas que habían acumulado, entonces el camino más directo era la de ocultar los tesoros en forma que no puedan ser descubiertos y que algún día se pueda regresar a buscarlos.

Todas las misiones jesuíticas hicieron lo mismo con las

riquezas que tenían depositadas. Los indios habían trabajado sin ninguna noción del concepto de ganancia ni lo que almacenaban para los conversores. Enseñaban a éstos los sitios donde se encontraban minerales preciosos y ellos mismos explotaban las minas. La Chiquitania, como territorio y como raza, había superado para los jesuitas las mayores ilusiones sobre la existencia de El Dorado. Nada se conoce de esa nación autóctona que la posteridad la ha olvidado y hasta la califica como una simple tribu nómada y peligrosa.

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Cuando se trata del aspecto sociológico e histórico del

pueblo constituido por Ñuflo de Chaves, debe tomarse en cuenta la raza de los chiquitos o chiquitanos.

Se llama esta raza la Chiquitania, porque bien puede

recibir carácter de Nación, por su número, su conjunto, su unidad y sobre todo, el período de su cultura. Historiógrafos como Alcides D‟ Orbigny y Francisco Pi y Margall se han ocupado de hacer estudios sobre esta importante Nación, examinándola en sus factores de raza, lengua, estado de cultura y religión. Pero esos estudios han sido preteridos y aún

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negados con motivo de las erróneas apreciaciones de Gabriel René Moreno, principalmente en la recopilación de documentos hecha en su obra “Moxos y Chiquitos”.

René Moreno confundió dos cosas completamente

distintas: la raza nativa y la catequización jesuítica, que se estableció durante un siglo. Con la reunión de documentos que informan sobre tal administración, sin conocimiento de causa, pues no hizo viajes como D‟ Orbigny, ha creído encontrar la iniciación del proceso sociológico de las razas nativas, en la labor catequizadora, muy discutida, de los misioneros jesuitas.

Justamente en esa confusión han dependido los errores

y la desviación que posteriormente se ha hecho con todo intento de estudio racial en el Oriente boliviano; la palabra de Moreno ha sido acatada sin beneficio de inventario, no obstante que no ha podido resistir al más ligero examen, aún en el terreno de la supuesta bondad de tal administración religiosa–industrial. Basta que la ciencia histórica formule una pregunta que está dentro de sus postulados: ¿dónde está esa obra jesuítica tan probada? No se ha conocido sino por escombros que no perpetuaron ni siquiera una veintena de años.

Para estudiar a la Chiquitania como nación o siquiera

como raza, hay que independizarla de ese error admitido como científico de suponer que esa raza fue un apéndice de la misión jesuítica. Con ese error se ha tomado a las razas autóctonas como un conglomerado amorfo de la selva sin personalidad, sin nombre y aún sin figura humana.

La Nación de la Chiquitania ocupó la zona comprendida

en las últimas estribaciones de la Cordillera Brasilense que penetra al poniente del río Iténez. Son regiones que cuentan con bosques en su parte sud y campos abiertos con suelos

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pedregosos en el norte. Sus riberas están bañadas con vertientes cristalinas que llevan el curso sud a norte para formar la hoya hidrográfica del Amazonas. Las elevaciones montañosas son de poca altura y todas son de forma de cono volcado, teniendo en su cima planicies de panoramas subyugadores. Esto demuestra su formación anterior a la andina, que concluye en picos, revelando su formación más reciente. En la actualidad la zona que describimos constituye el territorio del Oriente boliviano y políticamente las provincias de Chiquitos, Ñuflo de Chaves, Velasco e Iténez.

En ese territorio que comprende mil kilómetros

cuadrados aproximadamente, se encontraba ubicada la Nación de los Chiquitos. Estaba dividida en multitud de especies o gran clan. D‟Orbigny determinó treinta y ocho de estas especies y un siglo después, que pasó el sabio francés (1936) sólo pudieron establecerse nueve de las indicadas, lo que quiere decir, que muchas de las tales especies habían desaparecido o confundido con otras.

Cada una de las especies era reconocida por el dialecto

que hablaba, todos con sus mismas raíces y sus idénticas derivaciones. Pero fuera década dialecto, existía una lengua denominada la común, que con pocas diferencias, es el dialecto que hablaban los paunecas. Hay muchas semejanzas en tales dialectos, diferenciándose sólo el napeca, que tiene una pronunciación gutural semejante al moxos, lo que se explica por su vinculación con esa gran variedad que pertenece a una especie muy distinta.

Estudiando la común, se establece que la Chiquitania

había pasado de su período de barbarie y hacia la iniciación a un período de la cultura. Tiene todas las características de una raza que está en la época que Spengler denomina primavera, es decir, en que lo rutinario, el terror cósmico, el conglomerado

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familiar, el simbolismo de la lengua, demuestra que la raza habrá salido de su estado primitivo de salvajismo o barbarie y daba los primeros pasos en su ingreso a la cultura.

También evidencia este período de la Chiquitania, la

unidad que caracterizaba teniendo concepto cabal de la familia bajo un régimen de patriarcado y la formación muy definida del clan, que se ejercitaba conforme hacen notar las referencias jesuíticas, de cómo se ensayaron los primeros avances de la catequización.

Lo religioso es otro signo inequívoco de un período de

miocidad cultural. Los chiquitanos adoraban a una trinidad, es decir, habían abandonado ya el totemismo que es característica en el período de barbarie. La Trinidad de la Chiquitania se formaba de Ome que turique, que era el dios de la Justicia; Urazozonso, su esposa, era diosa de la Tierra, y el hijo de ambos, que era Uropo, dios que velaba sobre los hombres. Reconocían otros dioses, como el del fuego, del agua, otro guardián del paraíso y hasta reconocían un infierno.

La similitud de esta idolatría con el cristianismo, fue un

campo propicio para los jesuitas de asimilarse a esa religión y presentar en el cristianismo una ampliación o complementación del paganismo chiquitano. Se hizo entonces una mezcla religiosa que perduró durante la administración jesuítica. Prueba de esa mezcla exótica, obra de la astucia jesuítica, es que en muchas de esas viejas iglesias se encontraron al lado de los Santos, bustos de otros dioses con caras horribles que correspondían a la idolatría chiquitana.

La Nación de la Chiquitania sufrió una fuerte invasión

guaraní o chiriguana, que se lanzó como olas desde el lado sudeste, saliendo de las selvas.

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Violentas batallas debieron sostenerse con los chiquitanos y aquellas tribus nómadas salvajes. La flecha corta y envenenada, signo de la tribu salvaje, se cruzó con la flecha larga y artística del chiquitano. En la selva el chiquitano fue derrotado, pero cuando los invasores llegaron al verdadero territorio de la Chiquitania, sufrieron encarnizadas derrotas. Estas luchas debieron ser en una época próxima a la llegada de los españoles a América.

Derrotado el guaraní en el campo abierto y montañoso,

buscó la protección en la selva y fue avanzando hacia el norte hasta tocar con el país de los moxos, donde también fue vencido. Se radicó en la zona selvática y constituyeron grandes tribus a lo largo de los ríos San Pablo, Blanco e Iténez. Así se explica que en el país de la Chiquitania se encuentran tribus que hablan guaraní, como los guarayos, sirionós y pausernas, que se mantuvieron enemigos de la catequización jesuítica.

Los guarayos se entregaron a la catequización a fines

de la Colonia (1822), como consecuencia de las batallas encarnizadas que les hacían los sirionós, sus implacables enemigos. Sacerdotes cruceños, como el Vicario Joaquín de Velasco, el cura Salvatierra, saliendo de Santa Cruz, llevaron a cabo la obra de reducción de esas tribus, después entregadas a la labor de misioneros franciscanos, que sepultaron los beneficios de esas reducciones en aras de una especulación avara y suicida de todo sentimiento humanista por los nativos.

Los sirionós se mantuvieron indomables y temibles

hasta que las incursiones de los hacendados de Baures han conseguido la reducción de los núcleos pequeños. Igualmente los choris, que son una de sus especies, se han amansado en los Cusis, debido a la paciente labor del industrial Mauro Ibáñez.

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Los pausernas se entregaron en la época de la

explotación gomera y es tribu que se está extinguiendo, habita a lo largo del río Paraguá.

Queda en la zona de la Chiquitania otra tribu chiriguana,

que es llamada de los yanaiguas. Es indomable y feroz y jamás ha dado señales de sometimiento. Hasta hoy, como hace un siglo, se mantiene como un peligro de los caminantes.

En esta forma la Nación de la Chiquitania se encontró

rodeada de tribus enemigas que amenazaban concluir con la raza. Tenían enemigos por todas direcciones de las selvas que circundaban su vasto territorio. Un día cualquiera podían caer y aniquilar toda esa cultura naciente. El sistema que empleaban de vivir en pequeños clanes favorecía una invasión porque no les daba apoyo para sostener una táctica defensiva.

Una circunstancia lo salva. Fue la entrada de los

expedicionarios españoles que penetraron a la cabeza del Capitán Ñuflo de Chaves y se establecieron en pleno territorio chiquitano, fundando un pueblo con el nombre de Santa Cruz de la Sierra. Pronto hicieron amistad con los recién llegados que los suponían seres sobrenaturales porque manejaban al rayo en pequeños instrumentos. La cólera de las tribus chiriguanas declaró guerra a muerte contra los aliados, origen de los innumerables ataques contra la población cruceña.

En esta forma casual, la Nación de la Chiquitania se

salvó de ser destruida por la barbarie chiriguana, pero había de perder su libertad, su nombre, su tradición con los colonizadores, los que habían de fundar con ellos un régimen de servidumbre bárbaro y del que jamás se podrían independizar.

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Un siglo después de la fundación de Santa Cruz de la Sierra, la corona de España entrega a la orden de los jesuitas la catequización de los nativos entregándose con mando omnímodo, el gobierno de esa zona, poblada de multitud de especies autóctonas.

La reducción de los chiquitanos no fue obra difícil porque

se encontraron con una nación en pleno período de nacimiento de su cultura, única dificultad, que fue salvada con paciente labor, fue la formación de núcleos, destruyendo el sistema de clan. Consistió esta labor en plantar la Cruz, con un gigantesco y tosco madero, generalmente en clan o núcleo más numeroso y allí ir atrayendo a los demás grupos hasta constituir misiones.

Esta labor embargó varios años a regirse por las fechas

que hay en los frontis de los templos en ruinas que demuestran ser construcción muy posterior a la fundación de las misiones. Quiere decir que sólo cuando se conseguía hacer la unificación de cada especie, se daba comienzo a levantar templos y moradas confortables para los misioneros y las grandes cosechas, fruto del trabajo de los nativos.

Los manasicas, hospitalarios, buenos y vivaces,

cualidades que fueron reconocidas por D‟ Orbigny, vivían en las pequeñas colinas que circundaban esas zonas. Con ellos se creó la misión de San Javier, al pie de una quebrada que sedimentaba abundante cantidad de oro. El templo y las construcciones que se levantaron con barro crudo, se concluyeron en 1740.

Los paunecas vivían también en comunidades, sobre el

río Sapocó, y fue más difícil agruparlos, pero una vez logrado se fundó la misión de Nuestra Señora de la Concepción. El macizo madero que sirvió de frontis y que aún se conserva,

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contiene la inscripción en alto relieve de 1753, fecha en que se construyó ese edificio colonial.

A orillas del Paraguá, se agruparon los paiconecas y se

fundó la misión de San Ignacio; ellos tomaron el nombre de ignacianos. En el frontis de la vieja iglesia, que fue modificada y en gran parte destruida por los frailes alemanes de la tristemente célebre misión de Francisco Bertoldo Buelth, existía la fecha de 1762.

Con los quitemocas se constituyó la misión de San

Miguel, y desde entonces se les cambió su primitivo nombre por el de migueleños. Hay la inscripción en la iglesia jesuítica de 1765.

Y así, en nuestro recorrido de turismo histórico, llegamos

a la capital de la Chiquitania, donde vivían los valientes napecas, vanguardia que eran de los ataques chiriguanos. Allí concentraron todas sus actividades los jesuitas, fundando la misión de San José. Como era la comunidad más numerosa y la región inmensamente rica en minerales y pastos naturales, así como en salinas que podían abastecer a todos los dominios jesuíticos, levantaron grandes construcciones de piedra y mampostería. Lo primero en construirse fue el templo, en cuyo frontis estaba grabado el año 1750. Una vez concluido siguió a levantarse una sólida edificación con gruesos murallones que tardó ocho años, habiéndose inaugurado, según la inscripción en el frontis del portal, en 1758.

En lo social y educativo, los jesuitas iniciaron a los

chiquitanos en varias industrias, especialmente en la labor de tallar madera bajo el estilo barroco, pero en grandes inclinaciones al plateresco, seguramente por ser esas innovaciones las que estaban de moda en la España conquistadora.

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Como una conveniencia a los planes de explotación,

mataron el concepto del yo, que estaba naciendo en el cerebro chiquitano. Hicieron de él un esclavo sin personalidad y sin más concepto de voluntad que la del misionero. Se estableció una especie de régimen comunista para el trabajo, ya que en el reparto de la producción no existía sino racionamiento para mantener el hogar.

El severo régimen de patriarcado y matrimonio

monógamo que tenían los chiquitanos, fue sustituido por los matrimonios de imposición, pues estas ceremonias se verificaban en las solemnidades católicas y en conjunto, colocando a los varones a un lado y a las mozas a otro, haciendo los matrimonios como se iban tomando según las formaciones.

El azote fue cuando tuvo su mayor reinado, no

habiéndose presentado en la tradición que pase un día en el siglo de dominio jesuítico, que no se propine de cien azotes hasta mil en cada misión.

En cien años de administración jesuítica, la raza de los

chiquitanos había destruido sus inclinaciones de personalidad naciente, para convertirse en esclavos o siervos, por lo que, al ser expulsados éstos, la administración civil encontró una raza dócil y muy resignada para el trabajo lucrativo en beneficio del patrón. Se había dado una preciosa herencia humana que nada costaba en su sostenimiento y grandes rendimientos daba con su trabajo. Por esto es que el régimen de servidumbre de los jesuitas fue mantenido por los criollos de la Colonia y aún extremado, porque el indio del gobierno teocrático pasó a una forma de feudalismo ejercitado por cada patrón y que sólo acabaría con la extinción de toda esa raza noble y generosa.

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Quien visite las provincias que forman la antigua

Chiquitania: Ñuflo de Chaves, Velasco y Chiquitos, podrá constatar la evidencia de nuestras afirmaciones, que las hacemos con el tono quejumbroso que brota cuando se observa a una raza nativa destrozada por un régimen expoliador que debe concluir antes que concluya la raza digna de estímulo, amparo y educación.

***

Con los indios vaqueros, que por suerte eran pocos, se

hizo igual procedimiento que con el Cacique Sebastián Paunuca. El santo padre José se constituyó la semana siguiente de su muerte, cuando lo enterró con todas las solemnidades y anunció que había sido víctima de un ataque de dolor de estómago. Hizo tomar igual brebaje a los confiados neófitos, sus mujeres e hijos y todos murieron. Así quedó sepultado el secreto hasta con los indios que nada sabían, pero que podían indicar el lugar de la noria. El contenido de las seis cajas se perdió para siempre, sin dejar más huellas que un hacinamiento de piedras que también fue encargándose de esparcirlos.

Como el oro se obtenía de las minas y una gran cantidad

de ornamentación de las iglesias, se perdió, se supone que el contenido de esas cajas eran treinta arrobas de oro y plata.

Fue corriendo el tiempo y precipitándose los

acontecimientos. Del régimen colonial se pasó a la república. Sólo para la raza de los chiquitos todo fue noche, la noche eterna de la servidumbre. Concepción fue transformada en un pueblo, las actividades industriales se extendieron y Uruguaito tuvo dueño, siendo un establecimiento agrícola y ganadero. Un

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siglo y medio después, la antigua misión jesuítica era un centro de importantes transacciones gumíferas.

Allá por el año 1910, encontrándose la iglesia de

Concepción encargada de un sacerdote orureño, por casualidad se encuentra con un descolorido pergamino, que se hallaba en uno de los voluminosos misales. Llama a dos de los vecinos más honorables y entendidos en la materia, pues el sacerdote era corto de vista y sus anteojos apenas le servían para ver las letras en latín de celebrar misa.

El manuscrito es leído con cuidado y he aquí lo que

decía textualmente: “Del Uruguaito va e iba un camino hacia el norte y

poniente, poco más o menos como unas dieciséis cuadras de andar este camino, a unas cincuenta varas se ve un totaitú; es donde están esos cuadros como que hubiesen sido para cimientos de casas, y, yendo más adelante, eran viviendas de un cacique Sebastián Paunuca y casas de otros naturales, quienes al salir bárbaros, que mataron grandes y chicos, luego se mudaron con sus familias y haciendas todos estos”. Firma: Padre José.

Causó entusiasmo el viejo pergamino y hasta se

organizó una expedición que encontró vestigio de haberse acumulado piedra. Se hicieron algunas excavaciones pero sin entusiasmo, pronto se abandonaron. El lugar se conoce con el nombre de “El Corral de Piedra”.

LA FAMILIA ÑUFLEÑA Sixto Montero Hoyos

1943

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EL RINCÓN DE CLARA

Las regiones suburbanas que se extienden al norte y naciente de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, son pampas sin fin, donde la vista podría descubrir la línea del horizonte sino fuesen las arboledas y las palmeras que dan a esas pampas la impresión de lagos con multitud de islotes.

Los primeros españoles que llegaron con Ñuflo de

Chaves, ocuparon esas pampas y aún cuenta la tradición que una de esas arboledas, denominada la isla del Sirari, fue el primer refugio de las familias mientras los varones se ocupaban de desalojar a la fuerza a los Guelgorigotá que ocupaban las bandas del rio Piraí.

Cuando la ciudad tuvo estabilidad, esos terrenos fueron

distribuidos en lotes para los españoles. La familia Mendoza, descendiente de la esposa de Nuflo de Chaves, se posesionó en la parte noreste y a una distancia de quince kilómetros de la población.

Bautizó ese terreno con el nombre de “El Rincón”, por el

aspecto de tratarse de un ángulo de la inmensa planicie, ángulo formado por pequeñas lomas que lo circundaban. Con el correr del tiempo, el puesto agrícola y ganadero se conoció con el nombre de “El Rincón de los Mendoza”.

Fueron corriendo los años de la Colonia. Los Mendoza

se sucedían de generación en generación, mezclándose con la raza nativa, de donde salían ejemplares de varones y mujeres que competían en belleza y apostura. Hubo un momento que eran los más guapos mozos y las más atrayentes doncellas. El Rincón de los Mendoza llego a tener fama por sus hermosos ejemplares. Muchos de esos descendientes, fueron bravos

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soldados de Warnes y después de la derrota del Pari, regresaron ocultos y no salieron más de su entrañable rincón.

Uno de esos Mendoza, que tenía su posesión más

cercana a la parte del lomerío, vendió a Don Fernando Saucedo, alcalde de primera elección, su casa y chacarismo, con lo que los Mendoza no quedaron como únicos dueños, sino que tuvieron con quién compartir la inmensa pampa; si bien Don Fernando no era hombre de campo, se concretó a tener su “estancita” para recibir leche y quesillos.

Posesionado ya Francisco Javier de Aguilera, del

gobierno de Santa Cruz, visitó con su escolta “El Rincón de los Mendoza”. Esa visita fue ocasional. Ocurrió que se le denunció encontrarse oculto en esos parajes y sostenido por Jacinto Mendoza, uno de los dueños de “El Rincón”, el infatigable Cañoto. Seguro como estaba, le daría caza; monta su escolta de los „tablas‟ y sale con esa dirección.

Cada una de las familias Mendoza, tenía su puesto

ganadero y agrícola, que consistía en las casas de techo de motacú, corral y el cerco que separaban los cultivos. En el primer puesto que llega, hace circundar la casa y se baja del caballo seguro de encontrar o tomar datos del indeseable patria Cañoto. Lo recibe una moza alta, bien formada, de unos veinte años aproximadamente, que ofrecía todo el encanto de la naturaleza y una robusta salud. Como de costumbre, llevaba los pies desnudos y el vestido blanco semejando un camisón.

La humildad, la franqueza, los modales distinguidos

llamaron la atención del Brigadier. Se sintió desarmado ante los encantos sencillos de la campesina y no se hizo rogar la invitación muy cortes de esta para que “pase a tomar un café”.

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La hermosa campesina se llamaba Clara. Su padre era Antonio Mendoza, y su madre, Nicanora Pino. Pronto llegaron los padres y otros hermanos de la moza que estaban en el trabajo de sembrar arroz y les llamó la atención la presencia de soldados. Sabían de la ferocidad de Aguilera y temieron por sus sobrinos prófugos, la presencia del tirano sea causa de grandes desgracias en la familia.

Pero el Brigadier estuvo amable con los campesinos; se

concretó en sus investigaciones a preguntar si había aparecido por esos lados Cañoto, y ya se sabe que la respuesta fue negativa, por más que se hubiese sabido, pues el rebelde patriota era querido por todos los ranchos. No hizo más pregunta y se dedicó a ofrecer sus servicios, a colmarlos de promesas y de prometerles visitas frecuentes.

Volvió el Brigadier ya entrada la tarde y la gente de la

ciudad comprendió que, una vez más, Cañoto se había escapado de sus terribles garras.

Desde aquel día el Brigadier se hizo asiduo visitante de

El Rincón, pero se cuidaba muy bien de hacer su visita solo. El pretexto de perseguir a Cañoto era el más cómodo para ordenar de tarde en tarde que se prepare el escuadrón y personalmente él, se ponía a la cabeza. La dirección era la misma: el norte.

Pronto llegó a saberse que una Dulcinea era la causa de

los patrullajes realistas. Y las murmuraciones llegaron a tener su comprobación cuando vieron que se obtuvo una casita donde llegaba a alojarse la familia Mendoza, humildes campesinos, pero de mucha influencia ante el Brigadier.

Conquistar a la hermosa Clara no fue cuestión difícil ni

de mucho tiempo. Sea por habérsele despertado irresistible

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amor en el ingenuo corazón de la campesina, sea por miedo o por un instintivo orgullo femenino, la hija del rincón fue la amante del Brigadier. Fruto de ese amor oculto, fue una hija que bautizaron con el nombre del abuelo. Se llamó Antonia Aguilera Mendoza.

Siempre los lances de amor de los poderosos dan

nacimiento a alguna leyenda que la posteridad conserva y recuerda por más que no se descubra su origen. Los amores del Brigadier, hicieron cambiar el nombre del rancho de los Mendoza. Le llamaron El Rincón de Clara y después simplemente Clara, como una inocente broma de esa aventura ilícita. Aguilera por otra parte, con una docena de pesos de plata que entregó a su amante, obtuvo que sus padres le hagan un reconocimiento de transferencia de su posesión.

En esta forma, El Rincón fue perdiendo su primitivo

nombre y se transformo en Clara. Como las posesiones fueron creciendo, por efecto de sucesivas compras a los primitivos dueños, fueron existiendo Claras de distintos apellidos. Clara de los Mendoza, Clara de los Justiniano, Clara de los Serrano y Clara de Saucedo.

Como todo amargo destino de los hijos ilegítimos y de

las madres seducidas y repudiadas, Clara Mendoza, que había dado su nombre a un panorámico lugar, no lo tuvo para la sociedad. Vivió como toda la gente campesina. Crió y educó a su hija en el mismo afán, de cuidar a las vacas y de cultivar la tierra. A su muerte, que fue en 1838, quedó en posesión de la parcela su hija Antonia, quien se trasladó a la ciudad, donde una unión ilícita la hizo madre, perdiéndose en el anonimato. Vendió su propiedad, a su tío Antonio Mendoza Pino, venta realizada en 5 de marzo de 1840.

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Mendoza conservó la propiedad hasta el 10 de enero de 1871, que vendió a Nicanor Coímbra, por la suma de catorce pesos, una parte de ella y conservó para su hijo Félix otra parcela, que éste vendió a Mariano Barroso, en la escritura de 8 de octubre de 1886, quien la conservó hasta su muerte. Sus herederos, esposa Avelina Suárez e hija Bella Barroso, hicieron un convenio, en mérito del cual ésta adquirió de su madre la propiedad íntegra, que más tarde vendió a Agustín Hurtado, por la escritura notarial de 3 de febrero de 1896. Por algún tiempo conservó éste la propiedad y la traspasó a Hortensia Rivas en la escritura de 3 de febrero de 1906. Por algún tiempo conservó éste la propiedad y la traspasó a Hortensia Rivas en la escritura de 3 de febrero de 1906 y éste a Ramón Saucedo, constante esta venta en la escritura de 15 de noviembre de 1908.

Dijimos al comienzo de esta narración, que don

Fernando Saucedo Alcalde de Primera Elección, había adquirido en compra de uno de los Mendoza la parcela, donde situó una estancia pequeña de ganado. Casado con doña María Petrona Justiniano, este matrimonio tuvo un hijo llamado José Mariano Saucedo, que casó en primeras nupcias con doña María Manuela Ribera, y en segundas con doña Rosalía Ortiz.

En su primer matrimonio, don José Mariano tuvo ocho

hijos que fueron los siguientes: Mariano, Benjamín, Sinforosa, Delfina, José, Catalina, Toribia y Peregrina. La pequeña estancia El Rincón, que ya se llamaba Clara de Saucedo, y que le dejó su madre al morir, pues su padre, don Fernando, murió primero, la incrementó construyendo casas de tejas y aumentando la cría de ganado. A su muerte la transfirió en lo proindiviso entre todos sus hijos, todo lo que está contenido en su testamento de 5 de junio de 1873, extendido ante el notario Antonio Moreno.

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Los ocho hermanos nunca se ocuparon en unir sus

energías para mantener la explotación de su patrimonio, cada uno fue vendiendo su parte alícuota del terreno. José vendió su parte a Teodoro Ribera, Delfina al Dr. Manuel José Parada; Sinforosa al canónigo Ignacio María Ribera; Mariano no quiso tener injerencias en el terreno, pero muchos años después esos derechos sucesorios, sus hijos Félix, María y Bernardo vendieron a Ricardo Franco. Sólo Toribia, casada con Ricardo Franco Gil, se radicó en el lugar y, a su muerte, sus hijos siguieron poseyendo. El que más había acaparado acciones fue don Ramón Saucedo, hijo de José y en unión con sus primos, los Franco Saucedo, corrieron con los trámites de adjudicación, consiguiendo que se le fuera hecha por Resolución Suprema de 27 de marzo de 1920, con el nombre de Clara el Carmen, con lo que quedó consagrado el nombre de Clara.

Una última referencia declara sobre el antiguo Rincón.

La separación de tierras fiscales y municipales, comprendió a ese lugar que fue separado por los linderos municipales, estando una mitad dentro de lo municipal y otra mitad en terreno de procedencia fiscal.

Clara o El Rincón es un símbolo dentro del proceso

sociológico y del espíritu del cruceño. No puede encontrarse un caso que mejor retrate lo que significa la individualidad del oriental, en cuanto a la forma de apreciar un derecho sucesorio. Si se examinan los títulos de una propiedad lo primero que se advierte es esa tendencia de que el hijo en posesión de la herencia del padre, aspira únicamente a huir de ese patrimonio.

Se afirma que la familia ñufleña tiene un fuerte

porcentaje de sangre judaica y con sólo la referencia del

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derecho real sobre inmuebles, examinados en una veintena, es suficiente para convencer de lo contrario. El israelita es pegado a la cosa que constituye su patrimonio, no se separa de él por más destruido que estuviere, ama sus trapos como su casa ruinosa porque le pertenece; jamás destruye la tradición y procura transmitirla de generación en generación al través de centurias de años. El cruceño, por el contrario, procura destruir la tradición, verse libre de ella, tan luego sus mayores han cerrado sus ojos en el viaje eterno.

Un fenómeno aún más característico de la idiosincrasia

del cruceño, es su exclusivismo para la lucha por la vida. No concibe la unión para multiplicar las fuerzas, la reunión de energías para conservar y dar otro impulso al esfuerzo del progenitor, continuar la tradición de familia aumentando un patrimonio, que al ser dividido queda reducido a sumas insignificantes.

Si el cruceño tuviera alguna raíz judaica, distinta fuera su

manera de ser en el orden sucesorio. Con muy contadas excepciones, un patrimonio jamás se conserva en unión de familia, porque la gran mayoría, acude a la venta como forma de proclamar una libertad ilusoria que jamás se alcanza, porque el capital fragmentado, muy luego queda destruido.

Demasiado amargo es para un padre, que al sentir

aproximarse la conclusión de una vida de trabajo, sabe que ha de dejar su patrimonio que pasará a manos extrañas y muchas veces será el semillero de pleitos judiciales en que ese patrimonio se diluya sin ningún beneficio para las partes a la postre, concluye en la miseria.

Si se profundiza en el estudio de las causas que han

determinado el „estacionarismo‟ de un pueblo, como Santa Cruz, que tiene una existencia de cuatro siglos, se encontrará

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indiscutiblemente en el criterio de concebir la tradición familiar y económica. El trabajo, por más empeñoso que hubiese sido y los progresos alcanzados durante una vida, han de quedar aniquilados a la muerte del fundador, y la nueva generación ha de comenzar de nuevo para quedar sepultado con su muerte.

No hay incentivo de seguir la ruta comenzada ni el ideal

de conservar el patrimonio de los ascendientes. Lo primero que se procura borrar y destruir es el recuerdo de familia, es el afecto que se heredó y que hay una obligación imperiosa jurídica de conservar. Con razón es axiomático el adagio muy generalizado en la tierra oriental, que dice: “lo que no cuesta se hace fiesta”.

Justamente, lo que procuramos con la presentación de

estas referencias históricas, es prevenir a las generaciones del futuro, la secuela que debemos desterrar y el camino que debe seguirse para esquematizar un plan sociológico que trace una reacción saludable en la manera de concebir el bienestar y la responsabilidad histórica.

LA FAMILIA ÑUFLEÑA

Sixto Montero Hoyos 1943

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UN FINAL

Una carta de la amada. Cesar abrió la ventana, cerró la puerta interior con llave,

y se sumió en su lectura. Eran cuatro páginas escritas con letra menuda y bella. Poco a poco, la honda ternura de sus líneas, la caricia singular de tanto amor volcado en las palabras de ella, fue ganando su espíritu. Al volver las páginas su mano temblaba, y cuando hubo terminado de leer, luchó bravamente, ferozmente, con las ganas invencibles de doblegarse en una caricia de sumisión y humildad a las carillas que le trajeran tan dulce mensaje. Y una lágrima, más fuerte que toda resistencia, rubricó el gesto desesperado de los labios que se apretaban sobre el papel.

Volvieron las horas de amor loco, amor niño, lleno de

esos delicados arrebatos en que el alma florece como un capullo soberbio, imperioso de verdad.

– ¡Ay, que te quiero, alma mía!... – ¡Chiquitito querido! Y así siempre. Dos años de ese cariño imposible. De

ese afecto hondo, entrañable, santo, que había de ocultarse a los ojos del mundo; porque el mundo tiene su moral de molde elástico que se hace rígido, estrechamente inflexible para unos, y lleno de concesiones y complacencias para otros. Esa es la justicia del mundo.

A menudo, César, dejando estallar su amargura, la

desesperación negra de su alma, rebelábase contra los sacrificios que imponía la calidad de su amor. ¡Y aquel era tan puro, tan límpido, como el horizonte del más santo ideal!

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–Edna, amor mío. Yo pienso que es imposible continuar así Yo te necesito, te quiero para mí solo, para adorarte a la luz mas blanca. Es que tú no comprendes cómo es en mí este afecto loco, imposible. Ni sabes de esta fiebre inmensa de anidarte para siempre en mi vida, de anularte, de confundirte en esta comunión de los espíritus que haga una sola de nuestras almas. Ni apuras día a día el dolor de ver como todo y todos en derredor tuyo tratan de apartare de mí, ¡de robarme tu corazón!...

Cuántas veces discutirían. Se herían con las puntas

aceradas de las frases, lamentablemente apenas dichas. Y mientras más rendida de amor estaba el alma, mientras más se querían con sangre y lágrimas, más crueles eran las palabras. ¡Pobres almas abrasadas en el fuego santo del cariño, y presas de la tortura imposible de los celos que no tienen razón!

– ¡Chiquitito querido! ¡Ay que eres malo!... Después, un abatirse, rendirse ciegamente a los pies de

la amada, hundir los dedos en las sortijas de seda de sus cabellos y secar con besos redentores sus lágrimas tremantes.

Imposible resistir a la ternura que apresa con sus brazos

invencibles, dulcemente poderosos. Inútil luchar por lo que el amor, dios omnipotente, amasó con el aliento de las almas y el blanco rocío de la esperanza.

Mas, luego, en la soledad de su vida, lejos de Edna,

volvía a analizar desesperadamente esa tortura de lo nunca definido, de lo siempre truncado por la mano invisible de la suerte. Entonces el loco, cruel afán de poner un final, le obsesionaba, dolía en su alma como una ponzoñosa impía. Eran tan breves las horas de dicha, y tan largo, tan eterno y cierto el dolor de lo negado, ¡lo imposible!...

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¡Morir! ¡Morir!

************

Era una fiesta cívica que reunía a tanta gente. Rumor de risas ahogadas, de charlas contenidas. Montón de personas y de ideas expresadas entre uno y otro canto patriótico y en las pausas de los oradores. Un cuadro de pueblo chico.

Y allí, ¡Edna! Al verla, César la saludó, recibiendo su sonrisa apenas

pronunciada, queriendo ocultarse, como había que esconderlo todo, todo. Siguió él mirándola con toda la fuerza de su cariño tan hondo. Con amargura infinita constataba que ella no le dirigía una sola mirada. ¡Había tanta gente!

¡Qué locura de matar y matarse! De rubricar con la

teatralidad barata de un final sangriento, una pública confesión de ese gran amor suyo. Él amaba a Edna en el más alto concepto de la devoción. En su sueño ella estaba por encima de todas las humanas debilidades. Era éste un convencimiento madurado en la observación y el análisis de las cualidades de su amada. Y ¡ay, era mujer! Su dolor enorme era verla a ella, tan buena, tan noble, tan grande en una palabra, doblegarse ante lo que él juzgaba pequeñas, viles consideraciones del eterno “qué dirán”. Ahora, al notar que ella no se atrevía a mirarle, una rabia terrible, más negra que el odio, quemo su ser. Había allí tanta gente insignificante; quizá la había miserable. Y ante esos se doblegaba, tímida, la voluntad de Edna. La revelación amarga lo llenó de negra sombra. ¡Dios!... Eso no podía soportarse.

Habló su alma:

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Edna, amor mío, ¡voy a salvarte! Pensó si ella lo odiaría sabiéndolo con intenciones de

matarla. Una gran piedad por sí mismo se hizo sitio en su alma. Y lentamente, dolorosamente, extrajo el revolver…

Desde la pequeña distancia, ella adivino el terrible

significado de su gesto. Lanzó un pequeño grito y fue hacia él…

Por un instante, la mano de César tembló. Su voluntad,

voluntad de niño, vaciló como el árbol joven, ante la ráfaga. Vivió las caricias inolvidables de Edna, recordó el acento dulce de sus palabras buenas. Vio su belleza esplendida que iba a convertirse en nada. Comprendió su gesto valiente que buscaba la muerte de sus manos… ¡Quede redentora paz para su alma!... Quizá iba a ganarle una vez más la dulzura de la mansedumbre…

– ¡Chiquitito querido! ¡Tan malo!... Bruscamente, se sustrajo. Vivir otra y otra vez las horas

de soledades, de dudas, de torturas y desvelos. ¡No!... ¡No!... Disparó una, dos, tres veces hacia ella. Luego, apretó el

cañón humeante sobre el corazón que tanto había sangrado… Un remolino de gente alelada, estúpidamente acorde en

su estupor y su miedo. Después, un clamor inmenso como una campana enloquecida.

Estaba escrito el final.

LUNARES EN EL ALBA Antonio Landívar Serrate

1937

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EL DOLOR DE ELEGIR

–Oye, Romelio: mañana nos vamos al campo… – ¡Al campo! –la voz de él se quebró en una vibración de

extraña dureza, cual si el dolor inesperado se cuajara en el latigazo de su acento. Hubiera querido tanto que sea una mentira de Laura; una broma de esas que ella le gastaba para verlo inquieto: deleite femenino de atormentar…

–Si, al campo. Mamá dice que ya he estudiado bastante;

que papá nos necesita mucho allá en el „establecimiento‟; en fin, que es necesario irse.

Él tuvo un súbito arranque de amargura ante la certeza

de su pena tan próxima. –Y tú, ¿te vas así nomás?, ¿lo aceptas todo como una

cosa lógica, sencilla, indiferente? Luego se interrumpió, nervioso: –No; no me diga nada. Ya sé que tú no te gobiernas; sé

que es una pena también para ti, pero no puedes oponerte a las órdenes de tus padres. Ya que no tiene remedio, pues, anda, Laura. Quisiera que te lleves la seguridad de que mi afecto no cambiará. Aun más: obligado a reconcentrarse en sí mismo por tu ausencia, se hará más profundo, más grande.

Atardecía. Llegaron hasta la equina próxima a la casa de

ella, y se despidieron apretándose las manos.

****************

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Fue a despedirla cuando tomaban, con la madre, el auto que había de dejarles a corta distancia de la hacienda. Doña Romualda nunca había simpatizado con Romelio, y éste tampoco se mostraba a gusto en su compañía; y ese desafecto mutuo ponía su sombra en el idilio de los jóvenes.

Laura sugirió: –¿Y si fueras a visitarme algunas veces al

„establecimiento‟? –Ciertamente –dijo él, no convencido. Y en ese momento se dio la señal de partida. Un abrazo

convencional ante los ojos hostiles de la madre. Un frío apretón de manos a esta. Y el auto partió, roncando, ahogándose en el polvo de las calles arenosas.

Era en setiembre. La mañana cálida apagaba, una a

una, las gotas de rocío que brillaban sobre las hojas. Y la ciudad hacía su vida bajo una modorra invencible. Calor y sueño. Mucho sueño.

****************

Cinco leguas no es una gran distancia ciertamente.

Cuando hace bien tiempo, se toma un auto que nos lleva en pocos minutos. En la época lluviosa, ya es diferente. Hay que hacer una cabalgata de tres horas, pesada para los que no están acostumbrados a ella; los caminos se convierten en fangales imposibles; y a veces, las tres horas del viaje se transforman en seis… Pero, ¿qué importa esto? Lo amargo es ser esclavo con el trabajo; tener que utilizar tan arduamente las horas en una labor que desespera y que da apenas para vivir.

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Romelio tenía la manía del periodismo. Escribía y escribía con afán único. Sus artículos, de contextura dudosa, abordaban temas nacionales y locales, y hasta se aventuraba en temas de índole superior, que nadie refutaba, porque en nuestro pueblo se cree que no vale la pena ni siquiera corregir al que yerra.

Al principio se contentaba con admirar sus escritos, en

letras de molde, perdidos entre los avisos de la cuarta plana de los periódicos. Ahora… ahora se creía consagrado, porque algún propietario de imprenta lo había hecho director de un interdiario. Tuvo que hacer la mar de renunciaciones. Aceptar una cantidad de cosas que no le parecían del todo rectas. Y… un sueldo de cien pesos al mes…

En Santa Cruz, antes, se podía vivir con cien pesos. Se

podía hasta ahorrar. La vida era fácil, casi ociosa; y la tierra prodiga nos daba de comer casi de balde. Ahora no cabría aquel consejo que oíamos cuando éramos niños: “Cásate en tiempos de naranjas”… La vida se ha hecho afanosa e ingrata. Nos civilizamos.

**************

A menudo, en las horas de su trabajo empeñoso, le

asaltaba el recuerdo dulce de la amada. Dejaba de escribir. Se tomaba la cabeza entre las manos, y escarbando en la maraña de sus cabellos, escarbaba también el recuerdo.

¡Se habían querido tanto! Un año antes la conoció. Ella

iba al Liceo. Se decidió a saludarla sonriéndole, y constato con emocionada sorpresa, que ella le correspondía en igual forma. Después… Permiso para acompañarla, que le fue concedido entre una y otra ola de delicioso rubor. Charlas casi monosilábicas, al principio. Luego, un poco más de soltura en

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él; de picardía en ella. Hablaban. Él, de sus ideales, de su tarea redentora, vigilante, ahíto de luz del porvenir. Ella, de su colegio: de las profesoras, siempre malas, siempre tiránicas e injustas…

Como Romelio era ya todo un hombre: un periodista; y

Laura, una señorita de cursos superiores, una tarde de domingo visitó la casa de su amada. Él no sabía cómo debería presentarse ni „qué diciendo‟ iba a llegar. Fue un momento harto difícil, y salió, después de dos horas, con un poco de dolor de cabeza y un sabor indefinible, que más se acentuaba hacia lo amargo, en el ánimo. Pero ya estaba dado el paso. Los días que siguieron fueron de alegrías y pesares, en esa móvil perpetuidad del cariño, que ríe y llora, que jura y niega, pero siempre vive. Se amaban.

Pequeña, vulgar historia de amor. Y ahora, se había

truncado, Mejor dicho: había querido truncarla, rencorosa la madre. ¿Podría?

*************

¡Verla! Se había cristalizado en esa expresión todo su deseo,

toda la fatiga de sus noches en vela. Toda su angustia. ¿Y si se la quitaran?...

Mañana es su cumpleaños. Romelio piensa que habrá

fiesta en la casa de ella, y ante el pensamiento atormentador, se desencadena la fiebre de sus celos recién despiertos. Durante todo el día se enferma el espíritu con una angustia imposible. ¡Sus reflexiones son tan amargas! Y, al fin, decide visitarla esa misma noche. Venciendo la antipatía que le inspira la madre de Laura, y exponiéndose a un desaire de parte del padre, a quien no conoce, irá a rogarles le permitan estar junto

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a su amada hasta que den las doce de la noche. ¡Qué idea! Con la última campanada del viejo reloj que hay en la sala, según le ha icho Laura, abrazarla y desearle toda la felicidad que sólo él quisiera darle. Después, regresar, ¿por qué no? Ya está resuelto. Irá.

En su mesa de trabajo, las cuartillas, intocadas, le miran

tristemente. Pesarosas de ser abandonadas, sacrificadas a otro terrenal afecto.

****************

Diciembre tenía días nubosos y tristes como ése. La

tarde, esfumándose en el horizonte, y la caricia húmeda de la lluvia menuda y constante. Una sensación de frío y de silencio se adentraba en el espíritu del viajero. El caballo, molestado por la llovizna, caminaba con la cabeza baja y esquivaba los charcos con despaciosa maña. Cinco leguas no son una gran distancia ciertamente. Pero cuando se lleva el alma suspendida de un anhelo y el corazón tiene tanta angustia secreta, el camino es una eternidad. Y la lluvia, un mal presagio. Y la sombra, un horrible cendal de misterio. Romelio pensaba y sufría. ¡Cuánto amaba!

Para ir a caballo a B…, uno deja la carretera y se interna

hacia la derecha. Media hora orillando fincas alegres, llenas de frutales, con sus casitas de paredes blancas y techos rojos. Luego hay una extensión boscosa, sombría y húmeda, hasta llegar al río que es necesario vadear. Pasado el río, la pampa, como una superficie de esmeralda gigante. En medio la llanura, está B…; de allí, viejos caminos conducen a los „establecimientos‟ agrícolas y ganaderos de la región.

La hacienda del padre de Laura estaba muy cerca del

pueblo. Romelio vio desde lejos, entre la bruma del anochecer

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lluvioso, como una mancha enorme, más oscura, de donde salían las pequeñas luces que alumbraban la casa. Un poco más, y había llegado. Los perros le ladraron.

**************

Él había querido irse en cuanto vio los preparativos del

baile. Le desagradaba tener que alternar con esa gente, campesina, llena de ingenua grosería, que se había reunido en casa de Laura para festejar la víspera del cumpleaños. Pero ella le rogó mimosa:

–Si me quieres, Romelio, te quedas. ¿Qué locura era

esa que pensabas, de venir a darme un abrazo e irte, a la medianoche, cuando está lloviendo?

Y se había quedado. Ahora estaba al lado de Laura, en

una tregua del baile. No; no se aburría. Estaba triste, dolorido, sin saber por qué. Las muchachas eran tontas. Y bebían. Y fumaban. Y los hombres eran tan ingeniosos a la manera campesina. Sus bromas, groseras e inconvenientes, lo ponían fuera de si. ¡Qué falta de respeto a Laura! Y a la madre. Y a don Jesús, su marido, que miraba, bonachonamente, la reunión, después de haberle martirizado a él con una ¡larga y engorrosa disertación sobre política…! También había un hermano de Laura. Se llamaba Redentor. Bello nombre.

El dueño de él parecía haber hecho acopio de rudeza e

ignorancia. Ahora se acercaba al grupo formado por Romelio y su amada.

–No me habías dicho que tenías un hermano, Laura…

Me parece, perdóname querida, un poco brusco, nervioso…

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–Es un bruto –replicó ella–. Pero, acéptale ese „tanto‟ que te está „obligando‟, y „págale‟.

Apogeo de la fiesta. Se baila poco. Se bebe mucho. Se

habla a gritos, quizá para llamar a la alegría. Porque todo esto no es alegría. Es necio deleite mercenario. Las risas las paga el alcohol. Y los chascarrillos y los epigramas, el deseo. ¡Fiesta!

**************

–¡Dios! –dijo él–. Es que ya no puedo, Laura, seguir en

este infierno que te empeñas en llamar fiesta. ¿Por qué tienes tú, por qué tengo yo que soportar todas estas necedades y groserías, y apurar tantos „tragos‟ como nos „obligan‟ tus invitados? ¡Qué importa que ellos lleven trajes decentes, y que ellas lleven vestidos de seda, si por dentro el espíritu lo tienen embadurnado de estupidez y de malicia!

–Tienes que soportarlos, Romelio, por educación; si no,

ellos se ofenderán y creerán que tú, por ser de la ciudad, te “corres” de ellos.

Cayó la frase con cierto acento de obligada lección por

parte de ella. Y en el espíritu del mozo quedó flotando, hecha de toda amargura, abrazando como un latigazo.

–Además –agregó Laura– no es necesario que tú tomes

las “cantidades” que me invitan a mí, porque no puedes consentir que yo tome esas bebidas, según me has dicho. Tienes que acostumbrarte a esto para que no encuentres inconvenientes.

–¡Oh! Creo que ahora podré –expresó Rogelio–. Y ella

no notó la enorme desilusión que había en su voz, ni adivinó el dolor sangriento de su corazón.

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Perdió todo control de sí mismo. Se apartó de ella, y

bebió. Bebió mucho, para ahogarse en una borrachera piadosa que anulara su desilusión. Y, luego, produjese el lance inesperado: El hermano de Laura, acompañado de un joven que a cada rato obligaba a beber a Romelio, provocólo. Por una cuestión de „no ha pagado‟, después de una de tantas invitaciones, se lanzaron sobre él. Redentor, luego de „armar la pelea‟, dejó a su compañero que tomara la acción. Ésta fue sucia, grotesca. Romelio, borracho, ni siquiera sintió los impactos sobre su ojo derecho, sobre la nariz y la oreja. Cayó. Y había algo poderosamente atractivo, muelle, que lo atraía hacia el sueño. Hacia un reposo que parecía definitivo; que era como el final de toda amargura, de toda negra maldad.

***********

Iba a dormirse. Al día siguiente, le contarían una fábula

sobre su lance, y tendría que pedir disculpas y huir lleno de vergüenza de la casa de Laura.

Oyó que ella lloraba, defendiéndole. Oyó los denuestos

de doña Romualda sobre „estos puebleros hechos los grandes, que son los más malcriados‟; y la voz chillona de don Jesús que lamentaba un escándalo semejante, nunca visto en su casa.

Entonces luchó. Clamó por su lucidez, por la fuerza de

su espíritu, que no lo abandonase en la hora de prueba. Y el alma le hizo su milagro. Se alzó, completamente lúcido. Casi sereno. El ojo magullado y la nariz sangrante le daban un aspecto desastroso. Pero esto no le importaba. Estaba de pie. Se llegó hasta Laura.

–Ya has visto lo que me ha hecho tu hermano, Laura.

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Ella se defendió: –Pero, si son cosas de borrachos, Romelio. No le hagas

caso… Tú también estás… –Estaba –corrigió con amarga dureza-. Estaba borracho.

Pero, ¿quién me obligó a caer en esta vergüenza? ¿Acaso no era necesario tener educación para no ofender a tus invitados?... Comprendo que esto ha terminado, Laura. ¿No es esa tu opinión?

–Si tú quieres ––dijo ella, toda llorosa–. Yo no creo

haberte dado motivo… ¡Oh!, siempre ella había de ganarle en el amor hasta

esta última batalla. Él tenía en sus manos la vida de su cariño. Si se iba, todo terminaba; si se doblegaba a las imposiciones de estas toscas y estúpidas modalidades…

Había que elegir… Y… eligió.

************ Salió al patio. La llovizna persistía, tenaz y el frio

castigaba con su áspero azote. Su caballo, atado a un pilar, filosofaba pacientemente sobre las flaquezas humanas. Romelio suspiró hondo. ¡Cuánto le dolía la prueba enorme! Aquella noche, todo había terminado en cruel desgarramiento de lo más querido. ¡La única luz de su vida!

Lentamente, arreglaba los arreos del caballo, listo ya

para regresar a la ciudad, cuando percibió la voz de su agresor, quien salía canturreando de la casa. Romelio sintió el

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invencible deseo de vengarse de éste siquiera. Avanzó hasta encontrarlo.

–¿Quieres pegarme otra vez, oye? –¡Ya! El mozo se le echó encima, como una tromba,

creyéndole todavía bajo los efectos del alcohol, recibiendo la áspera sorpresa de una formidable puñada en pleno oído, que le hizo rodar. Luego su adversario se lanzó a fondo, en una sucesión de sólidos puntapiés.

Despavorido, gritó: –¡Redentoooor!!! Y Romelio partió al trote de su caballo, que, más

prudente que nunca, esquivaba los charcos. Amanecía. Y el alba se descubrió ante su dolor…

LUNARES EN EL ALBA Antonio Landívar Serrate

1937

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UN ECLIPSE Oí sonar su nombre desde lejos. Aparición intempestiva; orto de astro que se alza cuando

es la hora; elevación de ave en una prueba triunfal de las alas robustas; revelación de artista.

“Jorge Valle es una promesa”, decían. Cuando lo conocí,

creí algo más: era ya un valor definitivo. Se mostró en el firmamento literario de su tierra con brillo propio, original, personalísimo. Y se comprendió en seguida que iba a colocarse entre los primeros, como un índice.

Lo hacía instintivamente. Cantaba porque había nacido

para eso. No iba a la coronación, sino al desahogo de su propia tormenta interior. Pero en el ingenuo decir de sus sentires había la música honda y purísima del verso, que cautiva a las multitudes, atentas sólo a la obra del artista. ¡Oh, si ellas comprendieran al hombre, si supieran del profundo desgarramiento de entrañas que encierra todo verso sincero! Si sospecharan la imposible tempestad del instante concepcional, en que la carne sufre y el espíritu se abrasa, hasta poder volcar un poquito de su pena y de su angustia inmensa en las cuartillas.

Las muchedumbres no saben de estas cosas. Lejos de

comprender al poeta, lo aplauden. Por eso, todo poeta es una resurrección de Pagliaccio.

**************

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Dijérase que las alturas sufren un estigma: deben su elevación y su estabilidad a lo bajo, en cuyo fondo se acurruca la debilidad avergonzada.

Los hombres, como los robles, necesitan ocultar sus

raíces en la tierra, para hundir la frente entre las nubes. El impulso inicial de los grandes espíritus arranca del

amor. Generalmente si ese anhelo de complementación, de armonía integral que posee a los fuertes, encuentra en correspondencia el amor instinto, o el instinto de la vanidad.

No importa. Los soñadores lo disfrazan de ideal, para

aceptarlo. Y luego, lo embrazan como un escudo para lanzarse a la lucha.

**************

Jorge Valle tenía un ansia infinita de amor. Él mismo era un ansia de amor infinita.

Buzo de su propio abismo, encontraba en él sugerencias

recónditas que lo llevaban a la suprema abstracción. Ser poeta no es moldear versos. Es, propiamente,

concebir la esencia universal de la Belleza; amarla a toda alma y toda vida; y concretarla, centrarla, en una existencia, siquiera sea irreal, pero de todos modos razón de obra y de existencia.

Esa norma estética encarnada en la vida, ha de ser

eternamente la mujer. Por eso no hay poeta sin amores humanos; ni amores de poeta sin dolores que se amansan, se humanizan; se enternecen y se aduermen, con las ternuras, las maldades, los desvíos y los arrepentimientos de la mujer querida. Ese motivo de goce y sufrimiento, es acaso el único nexo que une a los poetas con la realidad del vivir.

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De ahí las eternas e incomprendidas quejas de esa casa

de soñadores y sensitivos, que enamoran estrellas con las pupilas clavadas en lo alto, mientras abajo, la realidad los muerde en carne viva.

************

Una noche de bohemia, cuando ya éramos amigos, la confidencia vino. Valle estaba en lo más intenso de sus concepciones y su productividad.

–Es por ella –me dijo–. Ella, la viejita cansada y sufrida,

que sonríe con mis triunfos; y ella, la otra, la amada, tierna, comprensiva, cuyo camino quiero alfombrar de rosas. Lucho por ella. Y ella reviste esa doble personalidad, única explicación de mi lucha y de mi vida.

Lo miré; y vi en sus ojos profundos y negrísimos, la

expresión insondable de las horas por venir, plenas de laureles o de decepciones.

*************

Pasó mucho tiempo sin que Valle se me dejara ver. Tampoco volví a leer producciones suyas.

Lo busqué. A primera vista se lo notaba neurótico. No

hablaba; y contestaba a mis insistentes provocaciones de charla con monosílabos delatores de un absoluto desapego por todo.

Comprendí que el muchacho estaba enfermo. Según

propia confesión, ya no trabajaba. Ese dinamismo turbulento y múltiple, que a diario desgranaba versos optimistas y fuertes, se había cristalizado en un silencio de claudicación.

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Valle revelaba tendencias a esa triste delectación de los niños convalecientes, que se entretienen deshojando flores, o persiguiendo por el cielo, a través de la ventana abierta, las batallas, de los pájaros en disputa por su nido.

Esas blandas puerilidades diríase mecían la

somnolencia de un espíritu cansado y escéptico. Pero, ese cambio repentino, ¿por qué?...

************* Comprendí que Valle no iba a hablar, sino en un

momento provocado. Propicié una de esas noches bohemias en que,

enternecidos por el vino, la guitarra o el café, sufríamos juntos. Y lo arrastre a la confidencia.

Valle habló por fin. Y habló lánguidamente, a

intermitencias; con ese dificultoso desgano con que fluye un arroyo próximo a agotarse.

Era ella, la amada tierna y comprensiva de otros días.

Aquella cuya senda soñaba el alfombrar de rosas. Acaso creyó pasados los momentos triunfales en que los

laureles de él la envanecían. Había visto a otro hombre. Y con el miserable

pragmatismo que se generaliza en la hora, lo encontró mejor, y olvidó al poeta.

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–Mi carga de ilusiones –prosiguió Valle– abandonada en medio camino. ¡Y ella alejándose, como una encarnación de la insensibilidad y la ingratitud!

–¿No le hablaste? –Hice más. Historié la tragedia de mi vida; la tracé en

rimas de dolor y mansedumbre, de las que ella gustaba tanto. Reviví mis primeros poemas: cantos de resignación, plenos de la videncia de un futuro sombrío, que la contristaban. Porque yo siempre tuve la intuición de lo que ahora sucede; lo lloraba en mis versos; y ella reprochaba mi fatalismo, que inútilmente se empeñaba en desvanecer.

– ¿Llegó a conocer esos versos? –Aunque sin ninguna esperanza ya, los hice llegar a sus

manos. Con eso no pretendía reconquistar su cariño, porque en mis propias impresiones se había producido una quiebra dolorosa. Quería simplemente que sepa cómo sufro, por si alguna fibra noble vibrara todavía en su alma…

–¿Qué dijo? –Ah! ¡Fue demasiado cruel!... dijo, desaprensivamente,

que yo deje de gastar tiempo y lápiz. Que la olvide.

************* –Bueno, Jorge. En una noche análoga a ésta, tú me

hablaste de ella. Pero ella encarnaba una noble dualidad. Hoy ha muerto una forma, y hay que ser fuerte. Pero, piensa que vive la otra…, la superior, la santa: está tu madre y debes vivir y luchar por ella.

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–Mi madre… La pobrecita es ya nada más que una sombra de dolor, que viaja al sepulcro. La esperaré, para seguirla.

–¿Por qué no buscas alivio en el trabajo? Recuerda que

el trabajo conforta y redime. Es imposible que dejes de escribir. El arte es un refugio.

–¿El arte? No. El que hacemos, enfermos de debilidad y

cobardía, es la causa originaria de nuestros sufrimientos. Debiéramos amar la belleza inmaterial y eterna, con devoción panteísta; pero sin plasmarla, al calor de nuestro instinto, en la belleza carnal y perecedera de la mujer, de la hembra materialista e incomprensiva que en vano luchamos por ennoblecer e idealizar. Nuestro arte es una escuela de dolor; y nuestro dolor es puramente imaginativo. Entra en nuestros cerebros por propio querer, por propensión a un sibaritismo estoico y morboso; y luego, nos precipita en la desesperación, rotos todos los resortes del espíritu. ¿El arte?... ¡No! Mi carrera artística acabó. De un manotón rencoroso he arrancado las cuerdas de mi lira.

*****************

Su arrebato pasó. Lo miré en silencio. En la obscuridad

de sus ojeras enfermas, vi brillar dos lágrimas rabiosas que pugnaban por disimularse.

En la mortecina luz interior que irradiaban sus pupilas

negras, se insinuó la amarga expresión de las horas por venir, estériles y adversas.

Yo pensé en la brava ascensión de este muchacho, si él

quisiera comprender que por rencor también se brega y también se vence.

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LA RONDA

Rómulo Gómez 1926

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EL BUEY

Dos días antes había dejado atrás el último lugar habitado, dirigiéndome por las márgenes del Curiche Grande en busca de la frontera brasileña, en la dirección de San Matías.

Advertí en la lejanía algo como un punto opaco, en

medio de la cinta resplandeciente del camino, convertido en aquella época en un arroyo casi inmóvil.

Era marzo o abril. Las corrientes que se echaban en el

Curiche estaban enormemente hinchadas, hasta hacer posible una larga navegación de chatas, a través de los caminos de carretas.

Espoleé mi caballo que, con el agua a la paleta,

avanzaba dificultosamente. Y experimenté un gran alivio cuando, media hora

después, alcanzaba al correísta que, jinete en su buey-caballo y arreando al carguero de la valija, recorría lentamente la extensión infinita de la pampa inundada.

***********

Aquella noche ya tenía un compañero. Mi atonía mental, producto de dos días de soledad, se

aligeró en parte durante el trayecto, con la charla liviana del peón que me relataba pasajes de vaqueadas, viajes y cacerías.

“Fue en una de mis idas a Puerto Suarez. Me pasqué a

la oracioncita. Até mis bueyes, prendí fuego, y alumbrándome con un tizón me fui con mis taris a buscar agua. Mientras tanto

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ya había cerrado la noche; y por el caminito del paúro, los curucusíes aclaraban como si fuera la luna. De repente vi dos puntos relumbrantes; pero muy grandes para que sean luciérnagas. Cuando se me vino la idea, ni supe lo que me paso. De puro susto le tiré el timón; ¡y oí un berrido y ha salido disparando el tigre, señor!... Suerte que huyó porque mi rifle lo había dejado en la pascana”.

Un ciervo observándonos, inmóvil sobre el fondo

simétrico de los palmares, o una manada de vacas estacionadas en alguna altura, orientaban la conversación, provocando en mi interlocutor nuevos recuerdos.

Marchábamos a la par, abanicándonos con gajos, para

defendernos de los tábanos que emergían por millares del pantano. Pero todas las molestias para mí, habían disminuido, ahora que había quien las comparta.

Esa noche, previa contribución de mi alforja, ya habría

quien improvise un locro y cebe el mate sacramental; mientras yo, arrimado a una buena fogata, procuraría calentar mis pies, ateridos por una inmersión de doce horas.

Pernoctamos en una pequeña loma, donde sostuvimos

reñido combate con las hormigas, que se habían refugiado allí huyendo de la inundación.

La choza de la pascana había ardido cuando la quema

de los campos. En sus pilares chamuscados por el incendio amarramos las hamacas, tan luego que una fogata inquieta y alegre nos dio luz para instalarnos.

Cuando, después de comer y dar una última atizada a la

hoguera, nos acostamos, mi caballo y los dos bueyes fueron

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progresivamente ganando terreno, hasta ubicarse en medio de nuestras hamacas, ansiosos de descansar fuera del agua.

Los bueyes se tendieron de bruces bien cerca del fuego.

Mi caballo, un poco más lejos, se defendía de los mosquitos, azotándose los flancos con la cola.

La charla fue languideciendo. Bruscamente, con esa

rapidez de los campesinos para tomar el sueño, mi compañero calló. Estaba dormido.

Con la cabeza fuera del mosquitero yo trataba de

distraer mi vigilia. Bajo la bóveda traslúcida de una noche espléndida,

nuestra loma semejaba un minúsculo islote enclavado en el líquido horizonte, apenas manchado a trechos por la sombra de contados grupos de arboles.

El resplandor lácteo de miríadas estrellas extasiadas en

la altura, parecía repetirse en la fosforescencia de infinidad de luciérnagas que perlaban los pajonales. Y en una orquestación imposible, el bajo profundo y gutural de los sapos se mezclaba a los coros desconsolados de las ranas, zambullidas en la inmensidad de la charca.

Me dormí, mirando al buey-caballo que, de hinojos ante

la lumbre, rumiaba con impasibilidad desesperada.

***********

No sé si me dormí realmente, o si se acentuó solamente en mis centros nerviosos ese trance sonambúlico que precede al sueño.

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Yo seguí mirando al buey. Y el buey, con sus ojos enrojecidos por el reflejo de la llama, empezó también a mirarme. Continuaba moviendo rítmicamente su quijada y parpadeando a ratos con perezosa tristeza. Pero su mirada se hacía cada vez más persistente y expresiva, como si quisiera adentrárseme.

Esos ojos grandes y lánguidos, plenos de lumbre,

insistieron en mi mente hasta hacerme comprenderlos. Me dijeron unas cosas que yo percibí fácilmente, como si me fueran dichas con palabras. Era algo como un lenguaje imaginado que, por proyección física, concretaba en mis sentidos una repetición de conjuntos, de paisajes, seres y acciones que no se realizaban en aquella noche.

Y así vine a conocer la historia del pobre buey-caballo

que, al servicio de los hombres, cruzaba incesantemente los caminos carbonizados por la quema o reblandecidos por la inundación.

***********

Yo nací –me hizo percibir el buey- de una manada que

pastaba en la orillera del Curiche. El campo era bueno; unos pastizales floridos como

altares, y no había vaqueros. La manada vivía tranquila, bajo la vigilancia de los

tapacarés, que chillaban a la proximidad de los tigres. Y los toros hacían cerco, para proteger a las hembras y los terneros.

Pero, en una ocasión los hombres montados atacaron al

rebaño, que se dispersó despavorido. Entonces aprendí a huir de los hombres, porque la manada, rumbeando, volvió a

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reunirse y se remontó al bosque, de donde sólo salía, hostigada por el aguijón de los tábanos, en tiempos de sabandija.

Como en la persecución los machos bravos defendían

las vacadas esquivando el lazo y embistiendo los caballos, los hombres empezaron a cazarnos a bala; nos persiguieron con perros y diezmaron las tropas, que se alejaron de las estancias nuevas.

Pero los rodeadores nos siguieron grandes distancias y

lograron apoderarse de las vacas y sus crías, que crecieron en la servidumbre de las haciendas.

Inútilmente algunos toros cerreros asaltamos las

estancias por la noche y rompimos los corrales a cornadas; los rebaños mansos no tenían ya valor para huir; el miedo al lazo y al rebenque les había quitado su libertad para siempre.

A los orejones se nos persiguió sin tregua. Cierta vez, pastaba cerca de unos matorrales altos,

donde era fácil encontrar asilo seguro. De improviso estalló un tumulto de vaqueros y sentí el rebolear de un lazo que amenazaba mi cabeza. Rápidamente gané el bosque, donde era imposible manejar el lazo. Por desgracia el caballo que me seguía alargó su carrera, hasta que caímos en un encontrón formidable. El jinete, con una audacia increíble, se me descolgó encima, y, pasándome la cola por entre las piernas, tiró violentamente hacia atrás hasta ponerme de espaldas, inmóvil. Oí gritos: ¡Ya está uno!... Acudieron los otros vaqueros. Cuando me dejaron libre, tenía las orejas rotas y los cuernos inválidos; y fui a curar en el remonte la llaga de una quemadura horrible y la herida de mi sexo mutilado.

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Después, mucho tiempo después, intenté volver a los rebaños; pero los toros me apartaron a cornadas. Con una cobardía nueva e inexpugnable obedecía la voz del arreo. Fui a los corrales; y olvidé mi antigua vida de libertad y de coraje para llevar una existencia humillada y neutra.

Posteriormente, se me impidió salir del corral. Escarbé la

tierra, iracundo, aventando un nuevo peligro. Momentos después me sujetaron los lazos para que un hierro agudo me taladre la nariz. Sentí una presión extraordinaria de barras y correas en el vientre y en los lomos, y no quise aguantar más. Resolví morir o que me maten. Me alcé en corcovos enloquecidos, queriendo azotar el suelo con mi cuerpo. Pero mi rebeldía no duró una hora; el dolor de la argolla clavada en mi carne me obligó a aceptar el apero brutal y vergonzoso, y luego el peso y el castigo del amansador.

************

Desperté. El correísta aparejaba el carguero. Si Dios quiere y la Virgen, y los bueyes andan –me dijo–,

ahora dormimos en Curichón, y mañana, al alba estamos en el pueblo.

El buey-caballo ya estaba en pie, esperando

tranquilamente su apero. Volví a mirar sus ojazos lánguidos y vencidos. Y sentí

una pena infinita por este pobre animal, cuya historia es desgraciadamente la misma de muchos hombres y de algunos pueblos.

LA RONDA

Rómulo Gómez Vaca, 1926

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HURTADO

Con enérgico tirón de riendas sofrenó la tordilla, gorda y lustrosa como buen animal de estima. Llovía desde muy temprano. La gente refugiada en las casas, cerca al amable calor del fuego, se cobijaba bajo los ponchos obscuros que igual sirven para defenderse del agua, o para pelear con el sur que cala los huesos y atolondra la cabeza.

Una manada de gansos cruzó el potrero, graznando a

todo graznar. El jinete parecía indeciso. Desde adentro una voz

gangosa le invitó a bajarse. El hombre aseguró al animal amarrándolo al estacón de guayacán plantado junto al cerco y verificó la bondad de la mancorna en una yunta de caballos que venía arreando. Sin demostrar mucho apuro, sacudió el poncho, zapateo para tumbar el barro de las botas, bajo los asientos y se dirigió a las casas.

Junto a la puerta se detuvo un instante. –Pase amigo… entre nomás… No hay perro –le gritaron

del interior. Era un puesto de invierno en los palmares. Su dueño,

don Justo Suarez, había viajado al pueblo con una tropa destinada a la ramada. Con el marcharon casi todos los peones y sólo quedaba allí el capataz don Onofre Zeballos y dos muchachones para la atención indispensable. Aquella tarde lo acompañaba Hermógenes Parada, negociante del Beni, que había traído algunas cabezas de ganado para largarlas a los campos de la laguna.

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El hombre entró después de dejar su cabalgadura bajo el alero para proteger el ensillado. Apoyó cuidadosamente el wínchester junto a la pared, y se acomodó cerca del fuego. Era bajo, moreno, de mirada viva. Un gran sombrero alón le obscurecía la frente. Vestía con limpieza y tenía el aspecto de esos viajeros que se aventuran por el desierto tras las tropas de inverno.

Don Onofre empujó con el pie la puerta de tablones

bastos sin lograr cerrarla del todo. –¡Pucha que está apretando el sur… y el chilchi que no

manca! Así han de estar los caminos… „resfalosos‟ como enjabonaos…

El viajero sonrió haciendo un gesto afirmativo. –No se avanza cuasi nada… Y eso que vengo con

animales de remuda… También el río me atrasó un poco… –Debe estar lleno, ¿no? –No da vado. Siguieron hablando y pronto se estableció la confianza

como si se tratase de viejos amigos. El huésped había traído en las alforjas una botella de aguardiente que sirvió para desatar las lenguas y comunicar un poco de calor a los circunstantes. Él explicó que iba para “Las Abras”, un puesto cercano, donde tenía que arreglar unas cuentas con el patrón, don Luciano Toledo.

Mientras tanto, la noche se venía de golpe entre ráfagas

de viento helado. Los sapos, desde las charcas, taladraban el

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silencio con un canto acatarrado, llevando la cadencia del agua que caía con una regularidad desesperante.

El hombre se levantó y se dirigió a la puerta. Desde allí

miró al cielo. –Está negra la noche –exclamó entre dientes–. Mejor

será que no largue los animales; si no, a la madrugada, me va a costar pillarlos en el potrero…

–No se ofrece, don… Hay forraje cortao y también maíz,

si quiere -brindó gentilmente el capataz-. Bájele las caronas nomás y los asegura bien…

Metió el apero chapeado y las riendas con anillos de

plata colocándolas cuidadosamente sobre un extremo de la baca. Luego, como preocupado por una duda, interrogó:

Y los perros ¿no me irán a soltar las guascas? Don Onofre lo tranquilizó: –No tenga pena… Cuando se va el patrón hasta los

cucos lo siguen. No ha quedao aquí más que éste, que es cachorro y está bien comido…

o–o–o–o–o–o–o

Las libaciones arreciaron animando la tertulia. Don

Hermógenes, que había observado un silencio algo esquivo frente al desconocido, entró también a tallar sin reservas.

-Y ¿qué hay de nuevo por los pueblos, amigo? -inquirió

mientras trasegaba con fruición un „largo‟-. – Por fin, ¿quién ganó las elecciones?...

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El hombre respondió con calma devolviendo la copa que

le habían pasado, después de apurar un sorbo: –Hasta que yo me vine no se sabía nada… Dizque en

San Ignacio no hubo elección porque se robaron los libros. Parada removió el fuego y escupió sobre la llama. –Lo de siempre -murmuró, mientras se limpiaba la boca

con el revés de la mano curtida–. La farsa de siempre… Don Onofre asentía sin mayor entusiasmo. –Y de Hurtado ¿qué sabe? Parece que el bandido ese

sigue haciendo de las suyas, ¿no? Me contaba el compadre Agaparco que la otra semana pasó una comisión en su busca.

–En San Miguel me dijeron que lo habían visto pasar

hace unos días pa‟ estos laos -respondió el hombre con indiferencia, agachándose para pisar la colilla de un charuto-. Después nada se ha sabío de él… Quizá ande por los pueblos.

Carmelo Hurtado era un bandido que había llegado a

imponerse en aquellos parajes por su coraje temerario y su puntería infalible. Se le adjudicaba más de treinta muertes y tenia en jaque a la policía de aquellas comarcas desiertas, cuyas comisiones no habían podido nunca echarle el guante. Hurtado era el tema de todas las conversaciones en ranchos y poblados. Días antes, en San Ignacio, había desbandado un piquete de cuarenta milicos que fue a capturarlo; y esta nueva hazaña del bandido, cuyo renombre en esos pagos alcanzaba las proporciones de lo fantástico, se comentaba también en las estancias del contorno.

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–No hay con Hurtado; no hay quien lo rinda -afirmaba don Onofre sin poder ocultar un gesto de admiración-. La que les ha hecho a los milicos ha sido buena… Le habían sitiado la casa mientras el dormía tranquilamente; cuando despertó salió ajuera, largó un tiro, cayó uno… y los treinta y nueve restantes fueron a pasar revista a Concepción… a cuarenta leguas del hombre… ¡Si no es pa‟ reírse!...

Don Onofre subrayó el breve relato con una carcajada

rotunda. A Parada, al parecer, no le hacía gracia el panegírico,

pues el jefe de la expedición fracasada había sido, casualmente, su cuñado; y él por este vinculo familiar se hacía participe de la afrenta inferida por Hurtado. No mentó sin embargo la circunstancia, pero no pudo disimular su despecho.

–No crea, don Onofre… Lo que pasa es que no se ha

topao con un hombre todavía… ¡Estos bandidos prosperan aquí porque todos ustedes son una punta de maulas…! Pucha, cuántas veces no he deseado yo enfrentarme con el indio ese pa‟ ver si es tan macho como dicen…

–Que no lo vayan a oír, compadre -le dijo el capataz en

tono de chanza–. Mire que por menos se lo limpió al gringo de la Compañía.

Hermógenes escupió al sesgo y el salivazo chisporroteó

en el fuego. –Si, ya sé que lo largó al gringo; pero ése era gringo,

amigo… Don Onofre, sonriente, balanceó la cabeza como

hombre que tiene argumentos de sobra para replicar:

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–Y también tiene unos cuantos del país con pasaporte

pa‟ la mansión de los calvos… No se acuerda de don Nemesio, del compadre Bonifacio, que era bien hombrecito, el pobre… y de otros cuantos… Es muy larga la lista, don Hermógenes… Hay quien cuenta, entre criollos y gringos, unos treinta y dos… y todavía está muy joven el mocito… Es mucho hombre… no hay que hacerle… ¿No le parece, amigo?

El desconocido escuchaba la conversación sin intervenir

en ella. La pregunta de don Onofre pareció causarle sorpresa pero, calmadamente, respondió: –Y así ha de ser nomás; desde que no hay quien lo ventee…

Hermógenes Parada, que había tomado algunos sorbos

demasiado largos, estaba acalorado por la parcialidad que su ponía a favor del bandido. Sin poder ocultar su irritación, barbotó algunas palabrotas, y replicó casi agresivamente:

–Claro, por eso es que hay bandidos aquí; porque todos

son como ustedes… ¡Si el mejor día les van a robar sus mujeres en su propio animal y van a seguir defendiéndolo…! ¡Son más mansos que buey puntero!...

–Bueno y usté, ¿qué haría, don Hermógenes? –le

preguntó don Onofre con ánimo de impacientar al energúmeno–. A ver, ¿qué haría si le sale Hurtado en el camino?

–Ya van a ver lo que hago yo, cuando llegue la

ocasión… le voy a dar guasca, como a camba que es… hasta que tumbe el cuero…

La noche se había enfriado y hasta los gallos se

enronquecieron. Los hombres se arrebujaban bien con las

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pilchas; y uno que otro cabeceo anunciaba que el sueño venía corriendo fuerte.

El viajero se puso de pie, disimulando un bostezo tras la

mano morena. –Bueno, señores, ustedes han de tener sueño y yo

tengo que albear… Quiero estar de madrugada en “Las Abras”; de suerte que será hasta la vista…

–Que le vaya bien, amigo -le respondieron a una don

Onofre y Hermógenes-. Ojalá no le llueva. –Se agradece el deseo. Recogió sus arreos de montar, tomó el arma y se dirigió

hacia el galpón de albergue, donde debía pasar la noche.

o–o–o–o–o–o–o

Muy temprano se oyó el chapalear de cascos sobre el barro blando… Un sargento y dos soldados, montados en caballos tan escuálidos como ellos, se apearon haciendo roncar las espuelas.

–¿Cómo va, don Onofre? –Bien, nomás, don Marcelino… ¿Qué vientos lo traen

por acá?... Don Marcelino, el sargento, era un viejo largo y seco,

más amarillo que un matico, y más flojo que tabaco aventado. –Vengo tras un individuo que se ha arreao dos caballos

del Subprefecto… Dos tordillos marcaos en forma de herradura

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–dijo el sargento diseñando la marca con un movimiento del dedo largo y huesudo–. La trilla viene p‟acá. ¡Debe ir bien montao el bellaco!...

Don Onofre no pudo reprimir un gesto de sorpresa. –Hombre, aquí durmió anoche uno que traía dos

caballos de ese pelo… pero ha madrugao… ¡No haberlo sabido!...

–Y ¿pa‟ donde dijo que iba?... –Pa‟ “Las Abras”… Pero con esos matusis ustedes no le

dan alcance… El sargento, algo incomodado, replicó: –Aun cuando revienten los avanzamos hoy… ¿Cómo

era el individuo? Don Onofre hizo como quien recorre la memoria, y por

fin dio la filiación: –Medio retacón… un poco chueco… –¿Descalzo? –No; bien calzado. El sargento meneó la cabeza con perplejidad. –No se me ocurre quién pueda ser. –Y, a lo mejor, si se apuran, todavía lo encuentran en

„Las Abras‟; ahora que me acuerdo dijo que tenia que arreglar

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no sé qué cuentas con el compadre Luciano; y de seguro que eso le llevará algún tiempito.

–Lo mismo da. Si no es ahí lo agarramos más

adelante… pa‟ eso es la trilla… El cachorro disparó como una flecha, a todo ladrar, hacia

las tranqueras. En ese momento llegaba al trote fuerte, un muchachón que se apeó sin esperar invitación. Se acercó a don Onofre y le entregó un papel mal doblado que éste se apresuró a leer. Era una misiva del dueño de „Las Abras‟, donde éste le comunicaba que, en la mañana, temprano, fue asaltado por Hurtado, quien después de herirlo se había llevado a su hija. Terminaba suplicando auxilio inmediato.

Cuando el capataz concluyó la lectura, un silencio

absoluto embargó a los circunstantes. El sargento blanqueó completamente. El muchacho narró, entonces, los pormenores del asalto.

Hurtado en la madrugada atacó al dueño de la estancia y acabó por herirlo, raptando a la hija, una linda muchacha de quince años.

Los mozos huyeron todos, sólo quedo él, al lado del

patrón. Había que ver cómo lloraba la niña -comentaba el

indiecito-. La montó en uno de los tordillos que llevaba… así enhorquetada nomás, sin más asiento que una carona…

Al sargento le cruzó una duda terrible por la cabeza

desmantelada.

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–Decime che, ¿los tordillos esos no tenían una marca en herradura?...

–Sí, señor, las marcas eran de esa laya. Un pronunciado temblor sacudió la escuálida

personalidad de los policías. –¿Entonces el que durmió aquí era Hurtado?...

¡Caracoles! –exclamó Hermógenes Parada. El negrito acabó de confirmar las sospechas,

expresando que oyó decir a Hurtado que había pasado la noche allí.

–Ah, y se me olvidaba –añadió–: me dio un encargo pa‟

usted, don Hermógenes… Me dijo: “¿Vos lo conocés a Hermógenes Parada?... Güeno, está parando en el puesto de Suárez… Decile que digo yo… que lo espero aquí cerquita nomás… en el Palmarito… pa‟ si tiene todavía ganas de darme guasca”.

Al escuchar esto Hermógenes dio un brinco y,

dirigiéndose a un peón, le ordenó: –A ver che; trae pronto mi „sillonero‟, ensillao… y no

perdás tiempo… Don Onofre se alarmó de veras. Consideraba temeridad

en su amigo aceptara el desafío del bandido y trató de disuadirlo a tiempo.

–Pero qué va hacer, don Hermógenes… no vaya; yo se

lo aconsejo… Es un desalmao el Hurtado ese…

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Entretanto el sargento había reaccionado de su primera impresión y dio la voz de mando:

–Péguenle pa‟ atrás, muchachos… ahorita mismo; si no,

dejamos el cuero en el camino… Y dirigiéndose a Hermógenes Parada, agregó: –Lo que es usté, si quiere vaya solo… yo no he venío

pa‟ perseguir a Hurtado… ¡Total, pa‟ lo que me pagan! Hermógenes subió a caballo de un salto, sin responder

al sargento. Don Onofre, sinceramente compungido, hizo la última

tentativa para reflexionar a su amigo: –Pero que v‟hacer, don Hermógenes? Soséguese,

hombre… No se vaya. –No, no, don Onofre, yo me voy… me voy p‟atrás, con el

sargento… Y todos volvieron grupas sobre la senda arenosa que el

sol tristón doraba blandamente.

DESIERTO VERDE Alfredo Flores

1933

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A COMENZAR DE NUEVO

El calor era infernal. El sol, desde la mitad del cielo, calcinaba la tierra floja y arenosa. Del monte, desteñido por la fuerza de la luz, se levantaba, espejeante, un vapor vidrioso que, a lo lejos, hacía temblequear las imágenes. Bajo el techo pajizo de las casas asfixiaba la sombra caliente y densa.

Un gallo cantó roncamente. –Va‟ llover… – ¿En qué conoces? –Y… ¡en el canto del gallo! –Será algún pollo trasnochao… Con este sol no hay

miras de que llueva… Los hombres se levantaron de sus asientos y salieron al

corredor de la casa. Desde allí observaron el cielo, ansiosamente.

– ¡Nada… ni una nube! Había un gesto de angustia en los ojos. La sequia, aquel año, era excepcional. Los campos

tristes, como abatidos, tenían ese color terroso que les da el pasto seco. En cuadras y cuadras, sobre la tierra agrietada, no se veía una mata verde. El flaco, azuzado por el hambre, se remontaba a los “rincones” en busca de subsistencia y allí se apiojaba, dejando el pellejo entre los zarzales. Las tibias, las calaveras y los costillares, pulidos por la voracidad de los suchas, blanqueaban a lo ancho de los palmares mustios.

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La laguna, casi seca, apenas conservaba un resto de

humedad en el fondo verdoso erizado de juncos, donde atascada la hacienda, enloquecía por la sed y atormentada por la sabandija. Un olor nauseabundo, de pescado en putrefacción, se levantaba de entre los fangos, llenando el aire de misma y pestilencia. A trechos, se veía las manchas negras de las quemas, sombreando, aún más, la expresión cansina del paisaje.

Los hombres estaban desesperados. Ambos eran

ganaderos y trabajaban, como socios, en el inverno de reses. Jóvenes, y animosos, sólo así pudieron vencer las penurias del comienzo, cuyas alternativas, allí en el desierto, acobardan al más templado. Su mayor capital fue un enorme optimismo y la voluntad inquebrantable que pusieron al servicio de aquel rudo trabajo. Al principio viajaron a Mojos llevando mercadería que, allí mismo, convertían en novillos como resultado de trueques ventajosos. Así lograron reunir la primera tropilla para más tarde, largarla a los campos pródigos de la laguna, donde los pastos fuertes y jugosos, redondeaban al animal en poco tiempo.

Al cabo de cinco años, el capitalito inicial había

aumentado considerablemente y los humildes comerciantes de ayer eran hoy propietarios de unas mil cabezas de ganado que pastaban en los extensos palmares, listas para ser arreadas a la Argentina. Ambos estaban de novios. Ellas eran hermanas, y los habían esperado ya cinco años. Y ahora que estaban a punto de formar sus hogares, con perspectivas de una vida tranquila, se presentaba contratiempo amenazando aquella ambición de felicidad que ellos consideraban justo premio a los esfuerzos realizados en aquel trabajo rudo y agobiador.

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–No sé qué vamos a hacer si no llueve –exclamó, preocupado, Leonardo Rojas–. La laguna está completamente seca y no hay esperanzas de que llegue agua… Así la novillada no va a resistir un mes más… Por suerte esta seca la pilló en buen estado…

Nuevamente el gallo lanzó su grito ronco. –Hombre, no sé por qué pero… este canto me suena a

buen agüero –insistió Sócrates Pereyra–. Éste, que era el más joven y, a la vez, el más animoso, rebozaba optimismo y simpatía. Había sido antes un mala-cabeza; pero un día de esos, la cruceñita pálida, de ojos tristones, logró enredarlo en su cariño que dio al traste con todas las juergas donjuanescas. Decidido a labrar una posición para poder casarse y vivir al abrigo de cualquier emergencia, marchó al desierto dispuesto a trabajar y luchar hasta lograr su empeño.

– ¡Ah!, y me olvidaba decirte –exclamó Rojas, después

de un breve silencio– que Cirilo regresó esta mañana sin encontrar la yunta de overos que se largo la semana pasada. Los ha estao campeando por todos los rincones… y nada… ¡no aparecen!...

–La seca, hermano… la seca que ya empieza también a

comer de lo nuestro– murmuró el otro con desaliento. –A lo mejor los suchas nos van a mostrar el rastro…

Rojas asintió en silencio, como si reflexionase. Al fin

respondió: –No quisiera ser mal pensao, pero no sé por qué me

parece que aquí alguien está metiendo una… –¿Por qué?...

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–Porque la seca esta eligiendo lo más gordo… Lo único

regular que queda… El otro día faltó un buey de don Ramón… después la vaquilla azuleja, regular de carnes… y así por el estilo.

–Hombre, no creo que sea eso –insinuó Pereyra. Rojas diseñó un gesto de amargura. –Y por último, aunque así sea… Lo mismo da, uno u

otro: los abigeos o la seca…

*********

Como a las cuatro, rompió a llover. El trueno bramaba con furia y los relámpagos cruzaban el cielo gris latigueando, implacables, el lomo de las nubes gruesas y panzonas. El agua formaba un chorro ancho que atronaba como un largo ronquido, y llenaba el monte corriendo por las cañadas bajo las palmas y los chaparrales. ¡El diluvio debió ser algo parecido!

Y siguió lloviendo durante quince días. Los caminos

resecos se tornaron fangos jabonosos, sobre los que resbalaban hombres y animales en porfía de la querencia. Por los campos cruzaba el ganado en largas filas pardas, buscando las alturas para acorralarse en ellas. Los bajíos comenzaban a juntar agua turbia que ondulaba sus escamas cubriendo el suelo atascoso y traicionero.

Llovió todavía durante un mes y un mes y medio. Los

animales talaron las alturas; y algunos flacos, con flacura de osamenta, bajaron a comer al campo y allí, atascados, dejaron el último signo de una vida que pelearon con tanto afán.

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El agua comenzó a llegar a la laguna y a subir en la llanura por el desborde; más tarde a entrar en las casas, a llevarse los corrales, a arrasarlo todo. El campo era un mar turbio donde sobrenadaban troncos de palma, animales muertos, bateas livianas y cuanta basura juntan el monte y el palmar.

Un día de esos, cuando ya todos se habían olvidado de

él, salió el sol y las aguas comenzaron a bajar. El campo quedó verde, bruñido y fresco. El cielo azul, limpio, sin una mancha, brillaba transparente. A lo lejos, sobre el festón de los palmares, una bandada de patos describía una línea larga y ondulante, como un fuetazo. Las bandurrias turbaban el silencio con su alegría histérica, interrumpiendo la beatifica inmovilidad de los batos que posaban su alba blancura sobre las charcas cristalinas. De trecho en trecho, un buen tristón y cachaciento comenzaba su convalecencia. Y junto a los chaparrales, entre los vinales y los cardos, bajo la sombra rala, se esparcían huesos blancos, calaveras descomunales, de guampas retorcidas y negras cuencas en los ojos, que parecían mirar con dolor, el reverdecimiento del campo.

o–o–o–o–o–o–o

Rojas y Pereyra estaban ensillando. Un mozo les

alcanza los arreos. –Y que no se me ocurra otra vez volver por estos

trechos malditos… ¡Cinco años… para nada!... ¡De peones nos hubiera ido mejor!

Pereyra escuchaba los lamentos de su amigo. Su vista

abarcaba toda la belleza del campo verde. Sentía, en el fondo, la tristeza de abandonar aquellos lugares donde habían surgido sus mejores esperanzas.

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–Mirá cómo está de lindo el campo, ahora… –Sí; ahora que no hay quién coma –asintió Rojas–. Dios

da muelas… En ese momento un jinete apareció junto a las

tranqueras.

–Es don Gumercindo… quizás nos traiga algo –insinuó Pereyra.

El correísta, un indio retacón y viejo, se acercó a las

casas oteando desde el macho huesudo y jadeante. –Esta carta es pa‟ don Sócrates… Pereyra rasgó el sobre con impaciencia. –Es de Clara y Asunta, para los dos. Leyó. –“Don Ángel nos entregó las cartas de ustedes que nos

traen la pena de saber que han perdido todo el trabajo y sacrificio de cinco años. Ustedes saben que nosotras teníamos la esperanza de realizar este año nuestro gran anhelo que, seguramente, se verá postergado por el contratiempo que han sufrido. No queremos que se desalienten. Nosotras los esperamos todo el tiempo que sea necesario. ¡Tengan fe en el trabajo que la suerte nos ayudará!...”

Los socios se interrogaron con la mirada.

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–Ahí está; las mujeres son de más corazón que nosotros.

Rojas asintió a regañadientes. –Así parece… Pereyra llamó a los mozos. –A ver muchachos; desensillen… y desde mañana se

ponen a plantar los horcones, para rehacer el potrero grande–y volviéndose hacia su amigo, agregó–: Y ahora… a comenzar de nuevo…

–Lo que yo siento –murmuró Rojas– es que Asunta me

va a hallar viejo… cuando llegue a hacer plata en estos campos…

DESIERTO VERDE Alfredo Flores

1933

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EL RAYO

Juan Silvestre. ¿Quién le apellidó Silvestre si era otro su apelativo paterno? Lo aceptó sin protestas porque no llevaba implícito un insulto y él se lo había ganado por su amor a los árboles, al medio natural circundante. Y es que él no era un peón como los demás del equipo. Había aceptado el empleo con otros fines. Ciertamente que un estudiante de agronomía tiene que hacer lo posible por armonizar su afecto por el mundo vegetal, con la investigación de los problemas de la industria explotadora. Su infancia había transcurrido entre los grandes bosques. Por eso se decidió por una profesión vocacional. Vuelto a su tierra después de dos años de estudio en San Juan, de la Argentina, nada mejor para su conocimiento que una observación personal de las condiciones y peculiaridades de aquel trabajo.

Con lo que lograse ahorrar reiniciaría su formación universitaria. Pero inadvertidamente la naturaleza lo fue identificando con el paisaje, se hizo parte y todo de su alma. Eso fue para ellos, que le miraban como distinto a la manera de sentir y actuar de los trabajadores del aserradero, y para él, un descubrimiento inusitado. Sabía que no podría seguir como un simple peón del labrantío, no podría seguir sufriendo aquel oficio de enterrador de la selva, con sus troncos aún palpitantes tras el último hachazo, él, que debía defender de la total destrucción aquella maravillosa riqueza del trópico en un país considerado como una de las reservas más ponderadas del Continente. De ahí su determinación final de irse. Había llegado al mismo corazón de la selva, ya se había producido el reencuentro del hombre con su origen ancestral. Una y otra advertencia respecto a sus frecuentes distracciones en sus labores, precipitaron su determinación. Después de todo, él era Juan, el estudiante y un proveedor de tablas para ataúdes, un anónimo colaborador de ebanistas de ultramar.

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No hubo diálogo, le pagaron y se fue. Para sus

compañeros de equipo esta fuga debía haberse producido inmediatamente de su llegada al aserradero. Ya no era cuestión de sentimientos disímiles o contradictorios. Y más de uno coincidió con Juan, porque lo apreciaban por sus conocimientos de la naturaleza en que vivían. No había sido un parásito entre ellos; se iba porque sí, como ellos hubiesen querido irse si no les hubiese atado el imperativo de la necesidad.

Nadie, ni el capataz, se lo impidió. Se había cumplido un año de trabajo y no alegaba ninguna indemnización por retiro voluntario. La sorpresa provino de verlo llegar en un caballo tordillo, de finos remos y nerviosa estampa Las alforjas y demás implementos de viaje, revelaban los propósitos de Juan. Explicó el acontecimiento como mejor le vino en gana. Don Anastasio le había brindado el equipo, a cambio de ciertos trabajos realizados en su huerta.

Se despidió de todos los presentes y estos le desearon un buen camino. –¡Estás cogiendo pa' el norte! –le gritaron. –El caballo sabe adónde va –les replicó riendo.

Él no había llegado al aserradero como un muerto de hambre. Con la debida anticipación había comprado el caballo y preparado el avío para su próxima partida, que sería cualquier momento. El caballo tenía al hombre y el hombre tenía al caballo. Ninguna otra arma sino el machete en su funda de cuero. Los anzuelos y las „liñadas‟ en su lugar, y todo lo demás acondicionado para una pintoresca aventura. Después se dirigiría a la ciudad.

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Pero su previsión tenía, desde un principio, diferente finalidad. Sabía que de un momento a otro estallaría, rebasaría aquella obligación su capacidad sensible y entonces hubiese tenido que escapar a pie, sin posibilidades y siguiéndole la burla de sus compañeros. La hora llegó; si hubiesen escudriñado en su espíritu, habrían descubierto el máximo de tensión de su resistencia ante el fenómeno. Ni más ni menos que cuando se nos hace intolerable el progresivo exceso de luz, el ruido cada vez más creciente de la máquina sobreexcitaba sus nervios y lo enardecía hasta enloquecerlo.

Durante la primera jornada fue descubriendo los destrozos de las máquinas desbrozadoras. Aún se percibía, pero siempre más lejos, el acezar de los motores y el olor de la madera desgarrada. Pero ya eso pertenecía al recuerdo; una nueva experiencia de la vida selvática, del árbol abatido por la necesidad. Ya tenía suficientes datos para su tesis de postulante a perito agrónomo.

Recordó un poema que le martillaba la memoria desde el día de su ingreso al aserradero: "Ruedas, girantes ruedas, con sus dientes de acero devorando cadáveres del bosque".

Las leguas se sucedían unas tras otras, sin apresuramiento, dejando que el caballo cumpliese a su gusto la jornada. En el bosque tenía que hacer buena parte del camino a pie, llevando de las riendas al sillonero. Sin embargo, aún le parecía oír, a la distancia, el latido de la máquina golpeándole el corazón. Tal vez ya sólo era el pulso de su sangre poniéndole sobre aviso de algún peligro, pero en la placidez de la noche la percepción parecía evidente. Iba buscando un espacio donde nadie, ni nada, perturbase el silencio de la

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creación. Le torturaba la idea de haber sido entre miles de hombres, uno más que puso el hombro para empujar el tronco del árbol destinado a complacer la voracidad de las mandíbulas del monstruo. A veces se oía hablar solo, cuando se preguntaba, lleno de zozobra:

¿Dónde podré escaparme de la tortura de sus ecos atormentadores? ¿Cuándo dejaré de oír el grito de los árboles triturados? Finalmente un día se creyó en posesión de aquel ansiado silencio, pero es que se encontraba en una vasta llanura, inmensamente desolada, donde sólo existían algunas islas verdes alrededor de un espejo de lagunas. Allí finalizaba todo ruido del bosque devastado.

Sin embargo, esa noche, tendido en su hamaca, los recuerdos llegaron con más intensidad y las imágenes tenían el fuego vivo de una presencia real. Había llegado al convencimiento de que escapando no alcanzaría la paz. Si todos procedían como él, al término de algunos años, la destrucción de la selva sería completa. No era la forma adecuada, ni la postura de los hombres de su generación. Pero, ¿qué podría hacer una sola persona en el conglomerado y el tráfago industrial? La ley establecía que por cada árbol destruido debía plantarse otro. Hermoso como reponer un hijo desaparecido del hogar.

Él había visto morir un hombre electrocutado por la corriente eléctrica del servicio público, pero en la caída del gigante de la selva había algo de grandiosidad terrible. El árbol no estaba en una esquina de la ciudad en movimiento; él sostenía con sus poderosos hombros, su tallo y sus raíces, a otros seres nacidos para colaborarse mutuamente, defenderse de las horas incontroladas de los cuatro elementos y, movilizando sus ramajes, sensibles a toda necesidad, favorecerse en los momentos más difíciles de la exigencia

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vegetal. Porque los árboles son criaturas arraigadas con amor en la tierra. Pueden contar la historia de sus abuelos, recordar momentos prósperos y desgraciados que sufrieron por causa de las sequías o las inundaciones, las plagas o los incendios.

Pensándolo bien, su fuga del aserradero pudo tener un origen simplemente material, porque ya le pesaba el bosque sobre las espaldas, porque veía sometido a la férula del trabajo agobiante, sin término, igualitario; nacido para el goce de una libertad dirigida, había escapado también de las disciplinas universitarias que le exigían agobiadores trabajos circunstanciales para costearse los estudios. Pero no, su caso era profundamente humanista, con la influencia de una ética sentimental. Por eso en el aserradero sufría de una dentera constante y a veces había tenido impulsos de autoeliminación cuando se mareaba mirando girar vertiginosamente las poleas y la sierra circular, ni más ni menos que el servidor del trapiche que ya no pudo más y dejó que su mano se deslizara con la caña de azúcar hasta las mazas. ¿Se podía reposar con sueño plácido, sintiendo en lo más íntimo el dolor de la carne vegetal devorada por las implacables mandíbulas mejor armadas que las del cocodrilo? Recordaba el relato que se complacía en repetir el capataz del equipo, cuyos protagonistas fueron aquel temible saurio y un pobre vadero del Iténez. Por todo eso había escapado, por todo eso se alejaba cada vez más del aserradero.

****** Desde ese día no hizo más que andar y andar fatigando

a su cabalgadura, allá adonde el bosque encubría posibles amenazas. Quería llegar a las plantaciones de caña. Recordaría allí su infancia, cuando desde el amanecer arreaba el tronco de caballos uncidos al espequi. La representación del círculo trazado por el trapiche para el cumplimiento de la monótona tarea, llevó su imaginación a otros discernimientos,

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partiendo desde un punto cualquiera, como sucede en la espiral, y más cerrada aún la circunferencia; pero aquella es más libre y ésta vuelve en sí, inevitablemente. Por el hecho de ser más o menos redondo nuestro planeta, debemos describir un círculo completo en un recorrido total. Todas estas elucubraciones venían al caso, porque delante de una extensa llanura se objetiva la curva de la tierra pronunciada en el confín, pero no se propuso ninguna solución a sus planteamientos sino entregarse al rumbo, sin punto fijo en el espacio. Dejó la iniciativa a su caballo que siguió un sendero del boscaje. Iba cayendo la tarde y al aproximarse el crepúsculo se advertía el tránsito de la luz a la sombra. El suelo aparecía húmedo y las yerbas tenían un color verde-oscuro transparente, que hizo detenerse al caballo, pedir rienda y alcanzar algunos tiernos brotes de pasto. Finalmente dio con una aguada, término de sus fatigas aquel día.

Tendida la hamaca, tensado el mosquitero, sólo faltaba encender un fuego y poner sobre las brasas la caldera. Cenaría frugalmente y sobre la merienda un sorbo de café, nada más aquella noche. Sin embargo, se dio cuenta de que también por allí había habido corte de árboles. Un camino de carreta se abría paso hacia el norte, seguramente proveedor de pequeñas serrerías.

El nuevo día se presentó cubierto de nublados. Soplaba muy bajo el viento y las ramazones se reflejaban sobre el agua quieta festoneada de „taropes‟. Recordó la palabra batracial para designarles su ubicación a los tenorios del pantano. Hasta se permitió sonreír de su ocurrencia. Y es que no se hallaba desorientado. Lejos se quedó la selva inexplorada que apenas había rozado temeroso de su misterio. Ya estaba de vuelta al mundo civilizado, aunque no sabía hacia dónde se encaminaba. Por eso siguió el camino de carretas. Pediría

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posada en cualquier establecimiento agrícola que le saliera al paso. De pronto se levantó un viento frío y huracanado, viento del Sur que puso en conmoción a toda la selva. Comenzó por sacudir los árboles, retorcer sus gajos y a los más débiles descuajarlos, echándolos sobre el camino. Pero no cabía ninguna elección sino seguir adelante. El caballo se espantaba y encabritaba muchas veces. Ningún otro sonido sino el pavoroso de la borrasca. Finalmente se vio llegando al lindero de una planta industrial. En ese momento se produjo un cambio espectacular en la naturaleza. El último oleaje del viento se alzó en turbonadas de arena, dejando en el ambiente la sensación espantosa del vacío. Los cúmulos se arremolinaron en el espacio girando vertiginosamente en gigantescos círculos que se iban estrechando cada vez más en torno a una aureola central incandescente. La sofocación se tornó más intensa, el aire irrespirable; la luz metálica; el suelo abrasador. Uno y otro del retumbo lejano y luego solamente un rumor en los grandes tambores negros del trueno.

Juan había dejado al animal sujeto por las riendas, previendo disparada. De súbito el terrible y deslumbrador espectáculo. Del centro que había servido de aureola, saltó la chispa eléctrica, vivaz, zigzagueante, y tan rápido que no se podía seguir su trayectoria. Seguidamente un golpe profundo y seco, como de un tiro de fusil en el silencio.

Después la clamorosa repercusión de su estallido colmando la extensión selvática. Juan no sintió miedo sino angustia, como si se hubiese salvado de un peligro inminente. Y este sentimiento le acompañó hasta que ocupó su lugar otro más doloroso y torturante, el de su inestable destino.

Llevando al animal de la brida ingresó al patio del aserradero y paso a paso se fue acercando a la casa de

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máquinas. ¿No trabajaban aquel día? ¿Agotarían sus reservas? ¿Habrían viajado a la ciudad? Pero alguien debió de haberse quedado de casero.

Llamó a grandes voces. Nadie. Nada. Siguió caminando por los espacios libres de las pirámides de madera; llegó a las instalaciones, volvió a llamar sin obtener respuesta. Dedujo que no pudieron haber abandonado la producción sin una persona que cuidase de ella. Entonces recordó que en otras ocasiones habían trabajado en lugar abierto, bajo dos grandes higuerones. “Pues vamos allá”, se dijo. Y dejando asegurado el caballo, tomó aquella dirección. Sorteó nuevas pilastras de tablas y súbitamente sintió que un ramalazo de frío lo inmovilizaba. Ante sus ojos tenía un cuadro de horror y soledad indescriptibles. Aquel final de tragedia podía haber sucedido en el infierno. Los hierros retorcidos de la máquina, destrozados violentamente por una tenaza de fuego. ¡Y los hombres! El aserrador inclinado sobre el timón de la carrocería, en el preciso instante que su brazo había dado el máximo de velocidad a las poleas. Los cinco ayudantes en diferentes actitudes exigidas por el trabajo y el capataz de pie con las espaldas apoyadas sobre el tronco de un árbol. Pero todos carbonizados y todavía humeantes como quedan los tallos después de la quema de los chacarismos. Juan movió los labios para decir algo, pero solamente le salió la palabra cuando galopaba a campo traviesa, sin rumbo fijo, con la urgencia de poner tierra de por medio entre él y el aserradero. ¡El rayo!, por fin le salía el nombre de lo más hondo de su pecho, como si él lo hubiese manejado y lanzado sobre la maquinaria y sus servidores. ¡El rayo!, volvió a repetir y ya no pronunció ni una sola palabra más porque se había quedado mudo por efecto de la conmoción nerviosa.

CUENTOS Y RELATOS Raúl Otero Reiche

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NAVIDAD EN LA TRINCHERA

Sobre el último altozano se detuvieron un instante. El espectáculo de la ciudad dormida se proyectaba al infinito. Con la mirada se preguntaron y respondieron como dos sombras frente a sus despojos mortales. Todo había sido despedazado, derruido, removido hasta los cimientos. Ya ni estaban delante de una ciudad, aquello era una necrópolis.

Penetraron por los arrabales, orillando el río que antes reflejó en sus aguas huertos y jardines y el heráldico puente, monumento de una grandiosa antigüedad. Las aguas que arrullaron el sueño de torres y palacios, tenían un color de ciénaga verde-oscura y lacrimosa. Mezclados con las ramas y las flores, ¡piadosa naturaleza!, corrieron por esos murmuradores espejos centenares de cadáveres.

Antes de la catástrofe, desde cualquier atalaya de las catedrales, que las había esculpidas en piedras doradas, dominábase el conjunto de la urbe arcaica, prodigio del arte churrigueresco, con sus nobles fachadas, sus plazas espaciosas y clásicos soportales de mansiones solariegas que lucían sobre el dintel de la puerta el escudo de armas de la progenie. Se vivía tranquilamente a la sombra de los árboles de sus calles solitarias, rindiendo culto a las costumbres admiradas y veneradas.

Ahora crujían bajo sus pies los cromos de las vidrieras despedazadas; tropezaban, resbalaban en las baldosas sembradas de objetos familiares, preciosos antes en la vida del hogar noble o humilde. Desde el muslo de la escultura del prócer, hasta la testa de yeso o mármol del santo, por la urbe mirábanse diseminados, que todo era escombros, ruina, diabólica obra del espíritu del fuego.

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Bebieron en las aguas del río que besa como una guirnalda la cintura de la ciudad. Reconfortados a la vera de la corriente, con los pies descalzos, descansando en el remanso, a muchos kilómetros del incendio y de la muerte, por fin hablaron: –Fuerza es que lleguemos a cualquier parte. Algo debe haber habitado en esta sombra de ciudad. –Parece que sólo la muerte es el habitante –contestó el compañero.

Caminando iban nuevamente, pero como en el bosque, sólo la desolación, agrandada ahora por los recuerdos de una ciudad parecida, por la que antes habían pasado, henchidos de optimismo en plena orgía de patrióticos ideales. De pronto ambos se detuvieron. –La misma luz –murmuró el capitán sorprendido. El soldado sintióse también transfigurado.

Y se santiguaron tomando, en las pulpas de los dedos, agua del cristalino río. Al mismo tiempo sus ojos descubrían un vivo resplandor entre los intersticios de la alta mole de los cielos. Se encontraban delante de una iglesia, y en ella penetraron sigilosamente. Éste era un templo de pavimento granítico y de largas paredes con epitafios. En el huerto se erguía la cruz de piedra. En el interior la misma piedra embadurnada por innovadores modernistas; pero el altar en parte se había salvado de la destrucción.

Desenterrándose por sí solos surgieron los últimos habitantes de la ciudad, congregados en aquel sagrado recinto. El sacerdote elevaba la custodia resplandeciente, cuando ellos caían de rodillas abrazados de los pilares de las rumorosas naves.

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Esfumándose en las volutas de humo del incienso y el lagrimeo de la lámpara de aceite de amortiguado resplandor rojizo, moribunda a los pies de un Cristo pendiente de un solo brazo del madero, el espíritu de los guerreros parecía flotar en una atmósfera poblada de místicos susurros y penetrante olor de frescos derretidos. En esa penumbra fascinadora percibieron el altar mayor, un gran retablo medio derruido, donde superpuestas tablas historiaban la vida de Jesús, por fortuna intacto. A la derecha aún pendía de una viga encajada entre un pilar y el muro, un tríptico de la Virgen con el Niño. Sus ojos, ya acostumbrados a esa semioscuridad tremulante, descubrieron el madero de la Dolorosa que debió de haber sido hecho en materia policromada.

Pensativamente se incorporaron con ánimo de dejar el templo. Sentían necesidad de renovar sus perdidas energías en algún albergue de la ciudad; estaban casi exhaustos, en el estado sonambúlico del convaleciente, pero en ese instante el sacerdote que había permanecido orando ante el altar, volvió su rostro al auditorio y con un ademán impuso término a las oraciones y plegarias. El coro, sumergido hasta ese momento en la más profunda oscuridad, se iluminó extraordinariamente, bañado en plata y oro; todo lo demás se tornó en una noche profunda, no obstante las fosforescencias de los candelabros celestes que dejaban filtrar sus resplandores por las grietas de la alta bóveda. De pronto se inundó el templo de un armonioso revolar de alas invisibles, corolas del órgano abierto en armonías ultraterrestres, de una transparencia musical arrobadora y radiante. Como de una selva de cristal nacieron los villancicos, flores suspirantes en los labios de Andalucía: "La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va; nosotros también nos iremos, pero no volveremos más.

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Cuando la Virgen parió se encontró en el portal sola; lo primero que acudió fue un pastor y una pastora. Un pastor comiendo sopas en el aire divisó un ángel, que le decía: ya ha nacido el Redentor".

Sí, villancicos eran, surgiendo de un alma rósea diluida en celestial poesía, que así los entonaron cuando eran niños en la catedral andaluza, cuya puerta lucía labrado el Nacimiento. Allí permanecieron inmóviles, como petrificados, en extático gozo, persiguiendo hasta la lejanía el vuelo de esas bandadas de ángeles y serafines.

Se hizo la sombra en las naves y como se despereza un crepúsculo, fueron desapareciendo, sin despertar ruido, tal vez como habían llegado, los silenciosos fieles.

Sin darse cuenta los guerreros se hallaron otra vez orando, sumergidos en una seráfica plenitud bienhechora; sus almas se sentían flotando en serenísima corriente como las grandes flores de la selva palpitan bajo las aguas. De tal suerte que cuando, al sorprenderse solos, y como regresando de un sueño, instintivamente buscaron el fusil poniéndose en guardia, aún tenían los párpados pesarosamente cerrados y los dedos de las manos crispados, como arañando el terrón de tierra sanguinolenta. Pero otra vez el sopor se apoderó de ellos y se relajaron sus miembros entumeciéndose como lianas en torno del escurridizo cuerpo de un anfibio.

La selva es una catedral. Lo supieron entonces para jamás olvidarlo, el Niño Jesús nace allí donde el hombre se

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encomienda a Dios a un paso de la muerte. Casi sobre sus cabezas bufaban los motores de una columna móvil.

Los dos sobrevivientes fueron recibidos por sus salvadores, entre exclamaciones de alegría y dolor. –Anoche estuvimos en una misa de Nacimiento –les dijo el capitán. –No es verdad? –interrogó, volviéndose a su compañero. El soldado asintió con lágrimas en los ojos. El convoy prosiguió la marcha y tornaron a los labios los villancicos. Era la Navidad.

CUENTOS Y RELATOS

Raúl Otero Reiche

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SANTA CRUZ LA VIEJA

Al pie de la sierra de San José, descansan las ruinas de la que fue muy noble y valiente ciudad de Santa Cruz de la Sierra. Bajo un manto verde de hierba y monte yace la ciudad de los seis lustros que regara con su sangre las tierras chiquitanas en cien combates cruentos con el chiriguano indomable.

Llegamos allí al atardecer. Una brisa suave se colaba

por entre la arboleda y sacudía débilmente los arbustos, turbando el enorme silencio, silencio de muerte, que reinaba sobre el cadáver de la ciudad hidalga. Entramos apartando ramas y quebrando malezas. La luz palidecía al filtrarse entre las hojas y tomaba tintes verduzcos. Era un resplandor fantástico que imprimía aún más tristeza al paraje.

Avanzamos un poco. Allí estaban los montones de tierra

que hace siglos fueron casas. Allí estaban las hileras largas que en lejano tiempo fueron calles. Aquel montón grande fue quizás casa principal ante cuya ventana bordonearon las guitarras y se cantaron ardientes coplas. Allí vivió seguramente alguna bella andaluza, abuela nuestra, que en las noches de luna asomaba su rostro de sol para escuchar las cuitas de algún caballero enamorado y sacaba su mano blanca, larga y suave para darla a besar, con majestad de reina, al galán apasionado. Y aquellas hileras estrechas, quizás también formaron callejuelas tortuosas por donde los abuelos de nuestra raza hacían sus incursiones nocturnas en busca de rostros alabastrinos y cuerpos sensuales de criollas. Sin duda aquel ancho espacio cuadrangular, fue la plazoleta verde, donde en las tardes chiquitanas, calurosas y tranquilas, después de la merienda, paseaban el Gobernador, Dn. Diego de Mendoza, tramando intrigas con los Salazares; los canónigos robustos, rollizos; los curas satisfechos; los oficiales

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y los funcionarios de la real casa. Todos ellos muy nobles, muy hidalgos, ocupados en mestizar, en comer, en beber y en dormir. Aquel montón de base ancha, casi solitario sobre un gran solar, debió ser el templo. Aquel templo donde nuestros abuelos querían disculpar la placidez de sus vidas ante la severidad de Dios. Aquel templo donde se ventilaban cuestiones de preeminencia, según las crónicas, y donde la esposa del altivo Mendoza trabó gran disputa con la del no menos caballeresco Zurita, formando en el pueblo dos bandos encarnizados que mantuvieron la discordia por mucho tiempo.

Todos y cada uno de aquellos montones verdes, todas y

cada una de aquellas largas hileras cubiertas de maleza, tenían para nosotros un alto poder evocativo. Afirmaríamos que sobre los montones y a lo largo de las hileras, vagan aún los espíritus de los bizarros españoles, arrastrando sus espadas o pulsando sus guitarras y que bajo el verdor de la hierba se conservaba todavía el calor de aquellos corazones bizarros; no muertos, sino durmiendo en la gran soledad que hoy reina sobre lo que ayer fue almácigo de nuestra raza.

QUIETUD DE PUEBLO

Barón de Sauces* 1924

_____ *Seudónimo del escritor Alfredo Flores

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MI PUEBLO

Un cielo azul, gloriosamente azul. Una campiña fértil donde se yergue la verde espesura de los montes. Y, a lo lejos, en el fondo, la sierra plomiza ondulando suavemente en el horizonte.

Cerca a las orillas de un río largo, de anchas playas, y

sobre un tapiz de arena y grama, se asienta el pueblo como una bandada de palomas blancas.

Sus viviendas coloniales son todas vaciadas en el

mismo molde. Los frentes blanqueados de las casas, tienen corredores de alas anchas sostenidas por pilares gruesos, que enfilados, soportan como un largo toldo tendido de esquina a esquina. Sus amplios portales dejan entrever largos y umbrosos zaguanes; y sus ventanas enrejadas, tras las que asoman, de vez en cuando, rostros pálidos con ojos expresivos, evocan idilios y convidan a dulces confidencias.

Por las calles tortuosas, a la hora en que despierta el

pueblo, en las mañanas claras, únicas por su sol y por la limpieza del cielo, cuando las campanas llaman, se ve pasar a las devotas cubiertas por negros mantos, y tras ellas, las criaditas paliduchas llevando los reclinatorios. A esa hora las pesadas y crujientes carretas de madera, arrastradas por bueyes tristes, hunden sus ruedas toscas en la arena de las calles húmedas aun por el rocío.

Al atardecer, cuando llega la brisa suave trayendo un

vaho penetrante de los montes, se reúnen al abrigo de los largos corredores las comadres del barrio y las jóvenes emperifolladas; allí hablan de lo que sucede y de lo que no sucede, al par que observan el ir y venir de los peatones.

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Mientras anochece, suenan lentamente las campanas llenando el ambiente de melancolía.

Y en las noches estrelladas, cuando la luna llena

blanquea los tejados y pone sombras raras en las calles, se ven las torres altas de la catedral, erguidas cual dos mastines vigilantes, a cuyo derredor se agrupan las casas como manada de ovejas que descansan.

Las ciudades, como las personas, tienen alma. Hay algo

en ellas que vaga sobre sus casas y que se cuela a lo largo de sus calles empapándolo todo y poniendo su sello indeleble sobre las cosas y personas. Algo que da carácter al pueblo y que marca la primera impresión del forastero. Y así como hemos visto muchos pueblos anodinos, otros se nos han presentado tristes o cansados, alegres u optimistas.

Santa Cruz de la Sierra es un pueblo alegre con rasgos

de soñador. Su gente tiene esa alegría de las almas sencillas y esa ingenuidad soñadora de los hombres de tierra adentro. Allí, el más nimio acontecimiento familiar es pretexto suficiente para organizar el más bullicioso de los bailes. Y es rara, rarísima la noche en que no se escuche al pie de las ventanas el canto del galán apasionado entre el sonoro bajeo de las guitarras.

No conozco España, pero he oído contar mucho de ella.

Santa Cruz de la Sierra es para mí un jirón de la hermosura sevillana, Tiene, como la viaja Andalucía, un cielo azul de magistral pureza; un sol brillante que clarea las mañanas con una luz inconfundible; unas mujeres bellas de andar garboso, de tez pálida y de ojos rasgados, que ponen un tienen morisco a las ventanas enrejadas. Hay también allí costumbres añejas legadas por los abuelos españoles; y hasta las viejas beatas y los mendigos harapientos parecen figuras escapadas de los lienzos inmortales de Velásquez.

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Para los que vivimos lejos del terruño, en ciudades

bulliciosas y bajo cielos teñidos de humo, con calles interminables donde se enfilan fríos edificios modernos, los recuerdos del terruño, tienen un valor inapreciable. Añoramos la rústica belleza de nuestro pueblo y sentimos algo así como una pena, cuando pensamos que algún día podemos volver a él y encontrar que el progreso ha borrado de dos brochazos la clásica hermosura de su suelo, interrumpiendo la apacible quietud de su ambiente colonial.

QUIETUD DE PUEBLO Barón de Sauces

1924

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TRADICIÓN Y ESTIRPE

Yacía de costado sobre el fango. Tenía la cara cubierta

de lodo. Sentí una profunda pena al verlo. No cabía duda. Extraños llegados de otras latitudes, lo habían arrojado como cosa inútil. De seguro que él no articuló palabra. No pudo hablar. Nunca habló. Ni aun en sus mocedades floridas. Su naturaleza fue y es así.

Pero en cambio vio muchas cosas desde el sitio de su predestinación. Miradas de colegiales, año tras año, desde el otoño hasta la primavera acariciaron su rostro entre burlas y picardía. Tomó parte en nuestros alegres carnavales. Serpentinas, polvos multicolores y betún ornaron su bronca y austera fisonomía.

Presenció la interminable corriente de un río humano, con dirección a los cuatro puntos cardinales. Preocupados transeúntes, en el cotidiano quehacer, lo codearon amablemente.

En más de una ocasión contempló, con indescriptible mutismo, el paso tardo de un gentío envuelto en una nube de incienso, portando una imagen que pretensiosamente la creyó su semejante. Otras, era un tumulto en ruidosa algarabía que entre vítores y genuflexiones eufóricas, conducía en andas un ídolo profano...

No faltó, sin embargo, en su natural existencia de asceta, el episodio trágico. No todo es calma en el barrio de su nombre. Una turbulencia de pasiones en pugna, lo situaron entre dos fuegos. Odio inexplicable entre hermanos, como inexplicable resulta la inmolación de una vida a sus pies. Innecesario holocausto.

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Cuántas veces fue un noctámbulo compañero.

Confidente y buen compañero por lo discreto y leal. Su recia contextura también sirvió de apoyo a más de un bohemio somnoliento. Mientras en la balaustrada de una ventana, el bordonear de cuerdas, traducían el sentimiento hecho música de un amor becqueriano.

Firme ante la adversidad. Quizá cumpliendo alguna misión de atalaya, todo lo soportó. Surazos implacables, densas polvaredas arrastradas por huracanadas ráfagas del Norte. Insolación... Sin lágrimas ni quejas. Muchas décadas. Quizá siglos. Así permaneció.

Ahora ya no está en su puesto. No pudo haberlo abandonado. Lo arrancaron y lo echaron torpemente como a un mojon cualquiera. No es tal. Es el Mojón con Cara. Con tradición y de estirpe selvática. Es todo corazón y nobleza.

Así lo encontré aquel amanecer. Sin aliento. Entre el barro. Gracias a su fortaleza, se mantenía inalterable. Rígido y silencioso como siempre. En sus duras facciones, pude entrever un deseo que inútilmente trataba de reprimir. Quería erguirse, para vivir y morir como sus antepasados: de pie.

Remberto Gandarilla Suárez 1967

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NOBLEZA Y GENEROSIDAD

Mostrando el corazón al rojo vivo, todavía sangrante por las heridas que el hacha homicida abrió en su inofensiva corpulencia, yace quieto y convertido en un enorme muñón, el Gigante de la avenida Velarde.

Nació en el mismo lugar, donde la civilización trazó, bajo sus pies, la encrucijada Velarde-Irala.

Nadie conoce el origen de su remoto abolengo. Pero hay evidencias que probó su nobleza en el escenario de la vida. Vivió siempre amando, practicando la bondad universal. Brindando cuanto podía dar, sin reservas y sin discriminación de especies.

Fue testigo presencial de muchos episodios del acontecer cruceño y fiel aliado en las grandes causas. Ofreció al aborigen alimento y armas en su lucha contra los intrusos del Occidente. Cobijó bajo su fronda a los valientes defensores de la Republiqueta. Tendió un arco simbólico por donde pasaron y retornaron como héroes los actores de la contienda del Sur.

Sus enmarañadas barbas y apretadas rugosidades de su corpulenta vegetalidad, son las huellas que el tiempo dejó en su interminable carrera de centurias. Su madre Naturaleza sometió su temple a las más duras experiencias. Ni la furia del rayo, ni los surazos pertinaces, ni la despiadada canícula lograron doblegar su entereza. Sin embargo, parece que la maldad y la incomprensión humana, fueran más destructoras que toda la vorágine de los elementos coaligados.

Sentenciado sin ser oído, sufrió la pena de la mutilación sistemática de sus miembros. No hubo proceso, ni culpa, ni defensa; sólo testigos indiferentes frente a una condena

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basada en la arbitrariedad y en la supina ignorancia. No habían cargos contra él, jamás hizo daño a la humanidad ni a sus congéneres. No fue un estorbo ni usurpó derechos ajenos. Sobre el suelo y el subsuelo tenía derechos de propiedad y de posesión, otorgados solemnemente por la corona del más antiguo y más extenso de los reinos: el Reino Vegetal.

No se arrodilló ni en el postrer instante de su vida. Murió de pie y con los brazos abiertos al infinito, como implorando misericordia para sus verdugos. Ya exhaló la última bocanada del vital elemento humano. Luego los restos serán incinerados y el holocausto de sus últimas energías serán una prueba póstuma de su infinita generosidad. Sus cenizas serán esparcidas al viento y nadie hablará más de él, porque su recuerdo vivirá con gratitud en el corazón de aquellos que desde la niñez supimos de la nobleza y el cariño que nos brindó este gran Cupesí.

Remberto Gandarilla Suárez 1970

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EL CORREO DEL CARNAVAL

Transcurrían los últimos años de la década de los treinta. No podría precisar la fecha exacta, en la cual ocurrió lo que se relata. Lo cierto es que un domingo anterior al primer día de Carnestolendas, presencié la llegada del Correo del Carnaval.

Era una tarde diáfana, el calor del verano se había atenuado gracias a una agradable brisa que soplaba del Norte, el Sol poniente daba escasamente sobre la cúpula de la Catedral, las manecillas del reloj público señalaban la proximidad del crepúsculo.

La plaza "24 de Septiembre" se hallaba concurrida por decenas de personas que habían acudido a este centro social con el deseo de participar como espectadores, en la ceremonia que significaba la llegada del Correo del Carnaval.

Algún oficioso atalaya lanzó de repente la voz: "¡Ya viene el correo!" Entonces la gente, que se encontraba desparramada en la cuadrícula de cien varas por lado, comenzó a correr hacia un solo punto de convergencia.

Cabalgando un lerdo matusi de prominentes jitacuchises y de pura cepa criolla, hacía su ingreso a la plaza principal el correísta largamente esperado durante un año calendario.

Cubierto el rostro con una careta de alambre y vestido con un traje cuya edad era difícil de calcular, el cual pese a sus deformidades y a la pérdida de su color original, hacía suponer que en su confección habíase empleado alguna fina tela inglesa, de lo que no quedaba más que el membrete. Llevaba sobre su cabeza un sombrero de color cacaré y por delante de

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la pechera de su camisa, colgaba una corbata popís de color indefinible, pero cuidadosamente anudada a un cuello duro.

Así las cosas, todas la prendas hacían rigurosamente terno, hasta los botines que están próximos a convertirse en chancletas caseras.

Por los bártulos que colgaban de su silla, se infiere que el recién llegado había hecho un largo viaje. Llevaba una alforja palmareña con algún tapeque, un tacho de hojalata y una olleta tiznada por el uso, además un caneco y otros enseres necesarios para pernoctar en una pascana.

En esta circunstancia le acompaña un sujeto chirapudo, con una careta de opa. Toca una tambora templada con cuero de chivo, cuyos redobles son más rápidos que el paso del matusi.

Con poco esfuerzo el jinete detiene su caballejo en la esquina de la plaza, frente a la Prefectura. La tambora ha dejado de tocar y la gente, que se apeñusca alrededor de nuestro personaje, guarda silencio. En este instante el correísta extrae de un bolsillo interno de su saco, un papel amarillento que desenrolla delante de la concurrencia. Con potente voz comienza a dar lectura al Bando de Carnaval, cuyas normas deben acatarse en la celebración de dichas fiestas.

Para ilustrar mejor esta nota, insertamos parte de un bando de la época:

Atención, pueblo tababé, que con las tripas vacías he traído en jasayé las ordenanzas de este día.

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Yo, que con tanto empeño, he querido con razón a este pueblo cruceño alegrarle el corazón Yo, como dios de orgía y viejo mandatario, ordeno para estos días se cumpla este rosario. Considerando, primero: que con tanta carestía no se encuentra jurgunero ni cabeza pa' guatía. Considerando, segundo, el gran alboroto de ahora, los soplalatas cobrando tanta plata por hora. Considerando, tercero, que las viejas de urucú sin ponerse jetapú. Considerando, ya el cuarto, que hay mujeres tan hermosas que salen del tercer parto pasando por virtuosas. Acuerda en este sentido que aquel que sufra pobreza que se "aprete" la barriga y se rasque la cabeza. Art. 1º.- Que tantos aplanacalles,

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vagando y bailando zambas, no trabajan todo el año pues dicen que no son cambas. Art. 2º.- Con esta vida aguachenta, más de apenas que de a gatas, tantas opas nigüentas se pongan sus alpargatas. Art. 3º.- Que los carabineros y agentes, que se tienen por muy machos, sean más indulgentes; no pateen tantos borrachos. Art. 4º.- Que don Domínguez Benigno, aquel dientes pelados, como es hombre tan digno, convide su resacado. Art. 5º.- Providencia, Zeller Mozer, Casa Elsner y compañía; a ver, gringos cochinos, si rebajan su mercancía. Art. 6º.- Y así triste y plequecó, con los bolsillos horadao, veremos si Ramirito nos llena de majao. Art. 7.- Recoveros y mañazos, que tanto bailan ranchera, quiero que en esta semana se tiren la borrachera. Art. 8º.- Cojos, tucos y mudos,

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miopes y opas blandengues; en fin, idiotas y sordos, a bailar con todo su dengue. Art. 9º.- Que esta Municipalidad, que se las da de sapiente, con saña y brutalidad nos atarea de patentes. Es dado en el pagüichi real, entre pasmos y arrebatos, etc.

Terminada la lectura del bando, el jinete espoleaba su noble bruto y continuaba paso a paso al son de la tambora, hasta detenerse en la próxima esquina de la plaza, frente a la Catedral, donde es repetida la escena anterior. Así daba la vuelta a la plaza pregonando, en las cuatro esquinas, el Bando del Carnaval.

Remberto Gandarilla Suárez

1988

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Remberto Gandarilla Suárez

Nació en Santa Cruz de la Sierra.

Estudió en esta ciudad y en Europa.

Abogado, político, investigador,

catedrático y deportista. Experto en

Administración Municipal (España),

Diplomado en Administración

Presupuestaria Municipal (Alemania),

Miembro del Kodokan (Japón). Fundó

la primera Academia de Judo en Santa

Cruz; Presidente de la Asociación

Cruceña de Judo; Vicepresidente de la

Federación Boliviana de Judo y

Presidente del Centro de Bachilleres en

1944. Desempeñó las siguientes

funciones: Secretario de Vinculación

del Centro de Estudiantes de Secundaria; Secretario de Actas del

Centro de Estudiantes de Derecho. Director de C.P. 30 Radio

"Electra"; Secretario de Relaciones de la Federación Universitaria

Local; Corresponsal de "La Nación" y "Ultima Hora" de La Paz.

Oficial Mayor de la H. Alcaldía Municipal; H. Alcalde Municipal.

Catedrático de castellano de la Universidad "Gabriel René Moreno";

Juez Agrario; Jefe Departamental de Reforma Agraria; Jefe de Justicia

Campesina; Secretario General de la Prefectura; Secretario General

del Comité de Obras Públicas; Asesor Jurídico de la H.

Municipalidad; Jefe Departamental de Trabajo; Jefe del Departamento

Legal de Tierra Municipales; Secretario General de la H. Alcaldía

Municipal; Secretario General del Colegio de Abogados; Delegado

ante la Federación Departamental de Profesionales; Delegado ante el

Consejo Departamental de Desarrollo Social; Director de

Planificación de la H. Alcaldía Municipal y Delegado Asesor al XVII

Congreso de la O.I.C.I (Montevideo Uruguay).

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Falleció el 27 de agosto de 1988. El H. Concejo Municipal de Santa

Cruz de la Sierra, le honró en 1990 nominando una calle con su

nombre. La Resolución, sobre la "UV-49. Personalidades-

Intelectuales", señala lo siguiente: "Jurista y periodista, servidor

público de mediados del siglo XX; ejerció importantes funciones en la

ciudad de Santa Cruz, habiendo realizado viajes de estudios jurídicos

al exterior del país".

"Dr. Remberto Gandarilla S.- De Este a Oeste. Paralela a 'Aquino

Talavera' y 'Dr. Pedro Maillard P'. Entre 'Dr. Gabriel José Moreno' y

'Santos Dumont'. Manz. 34, 37, parque, 35 y 36".

Además de la presente obra tiene un libro póstumo titulado: “Santa

Cruz en los umbrales del desarrollo” (1995).

IMÁGENES DEL RECUERDO

CORPORACIÓN OFICIAL

(24-IX-1953)

Dr. Héctor Suárez Santistevan,

Presidente de la Corte Superior de

Justicia. Comandante de Brigada y

Jefe de Policía. Jefe de Región

Militar. Dr. Francisco Dabdoub

Yepes, Prefecto del Departamento.

Dr. Remberto Gandarilla

Suárez, Alcalde Municipal de

Santa Cruz de la Sierra.

Comandante de Regimiento.

1947. - Antigua casa donde nació

y vivió Remberto Gandarilla

Suárez. Calle Independencia

esquina Mercado.

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Doña Dora Suárez Jiménez (1954)

Madre de Remberto Gandarilla Suárez

FAMILIA (1962).- Dora Suárez junto a sus hijos: Remberto, Jorge, Ina y Adolfo

Gandarilla Suárez; Orlando, Hernán y Herman Cuéllar Suárez.

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN…………………………………… 5 Nino Gandarilla Guardia PRÓLOGO…………………………………………… 7 Orlando Arauz Aguilera TRADICIÓN Y ESPÍRITU…………………………... 10 Miguel Antelo Parada SULLO………………………………………………… 12 Miguel Antelo P. DE LA CRÍA RESPONDONA……………………… 14 Ignacio Callaú Barbery CUENTA CANCELADA………………… ……......... 19 Ignacio Callaú B. EL TESORO DE URUGUAITO……………………. 26 Sixto Montero Hoyos EL RINCÓN DE CLARA……………………………. 40 Sixto Montero H. UN FINAL……………………………………………… 49 Antonio Landívar Serrate EL DOLOR DE ELEGIR……………………………… 54 Antonio Landívar S. UN ECLIPSE………………………………………….. 65 Rómulo Gómez Vaca

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EL BUEY……………………………………………… 72 Rómulo Gómez HURTADO……………………………………………. 79 Alfredo Flores A COMENZAR DE NUEVO………………………… 91 Alfredo Flores EL RAYO……………………………………………… 99 Raúl Otero Reiche NAVIDAD EN LA TRINCHERA…………………….. 108 Raúl Otero Reiche SANTA CRUZ LA VIEJA……………………………. 114 Barón de Sauces MI PUEBLO…………………………………………… 117 Barón de Sauces TRADICIÓN Y ESTIRPE……………………………. 120 Remberto Gandarilla Suárez NOBLEZA Y GENEROSIDAD…………………. …. 123 Remberto Gandarilla Suárez EL CORREO DEL CARNAVAL……………………. 126 Remberto Gandarilla Suárez BIOGRAFÍA…………………………………………... 132 ÍNDICE…………………………………..……………. 135

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