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i. adMinistradores eclesiásticos de PoBlaciones en los andes (siglos xVii-xix)

María José Vilalta

Un caso emblemático1

Corría el año 1631. En la vecindad del convento de Santo Domingo de la virreinal Lima, se imprimía con licencia el Ritual formulario, e institución de curas, para administrar a los naturales de este Reyno, los santos sacramentos.2 No era un libro cualquiera, uno más entre tantos otros destinado a reposar en los repletos anaqueles de clé-rigos preocupados (o no) por la correcta difusión doctrinal de los sacramentos del catolicismo en remotas tierras. Un tan abultado volumen se escribió, es obvio, a manera de compendio de materias de imprescindible consideración antes de administrar los sacramen-tos a los feligreses de un Nuevo Mundo que, en realidad, era Otro Mundo. No obstante —quizás sin proponérselo—, el impulso que

1. Una primera versión de este texto se presentó en el seminario internacional Hegemonía, dominación y administración de poblaciones en América Latina: miradas y debates desde la investigación celebrado en flacso, sede Ecuador (julio de 2014) y en el congreso De/Colonization in the Americas: Continuity and Change, Third Biennial Conference of the International Association of Inter-American Studies, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, Agosto de 2014.

2. El título completo es Ritual formulario, e institucion de curas, para admi-nistrar a los naturales de este reyno, los santos sacramentos del baptismo, confirmacion, eucaristia, y viatico, penitencia, extremauncion, y matrimonio: con aduertencias muy necessarias. Por el bachiller Juan Pérez Bocanegra, presbitero, en la lengua quechua general: examinador en ella y en la aymara, en este obispado. Beneficia-do propietario del pueblo de San Pedro de Antahuaylla la chica […]. Impreso en Lima por Gerónimo de Contreras, junto al convento de Santo Domingo año de 1631. Disponible completo en https://archive.org/details/ritualformulario00pr (consultado: enero, 2015)

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guiaba su redacción iba mucho más allá de los numerosos manuales al uso,3 de manera tal que hoy ofrece, mientras se revisa la forma y estilo de su planteamiento, hondas interpelaciones que invitan a reflexionar sobre las muy diversas magnitudes de la empresa colonial.

Fue escrito por Juan Pérez Bocanegra, clérigo, como tantos otros, de biografía incierta, es decir: escasamente documentada. Se ha escrito que nació a finales del siglo xVi en Castilla y viajó hacia América, en concreto al Perú —cuestión vital relevante— en fecha no establecida, destino este sin retorno donde murió a mediados del siglo xVii. Adquirió una formación académica de alto nivel. Obtuvo el grado de bachiller en teología y, además, se convirtió en especia-lista en las lenguas locales (la quechua y la aymara) y fue autor de la primera gramática y fonética hispano-quechua. Todo ello lo muestra como un individuo plenamente imbuido de uno de los intereses prioritarios del espíritu intelectual del humanismo renacentista: la preocupación por las lenguas de uso común y popular. Se dedicó a la vida eclesiástica secular, pero estrechamente relacionado con la orden franciscana —otra opción remarcable en su biografía—, y pasó por cometidos diversos: profesor de latín en la Universidad de San Marcos de Lima, cantor y corrector de libros corales en Santo Domingo de Cuzco —el Qorikancha incásico—, canónigo magistral de doctrina en la catedral de Cuzco y, en la etapa final de sus días, presbítero y beneficiado-propietario en el templo de San Pedro Apóstol del pueblo de Andahuaylillas, parroquia vinculada al marquesado de Santiago de Oropesa, con señorío en el Valle de Yucay, e incluida en los dominios del obispado de Cuzco.

Participó en debates decisivos para el avance de la conquista, que se dilucidaron en los tres concilios limenses, donde se polemizó sobre lengua y evangelización, especialmente en el tercero celebrado en 1582 (Tineo, 1990: 525-538). Se trataba de discernir si era me-jor educar y cristianizar en la lengua del Imperio (opción jesuítica) o fusionar la doctrina y práctica católica oficial a las tradiciones lingüísticas y culturales del mundo andino (opción franciscana). Pérez Bocanegra tuvo claro, de forma incluso transgresora, que el

3. Investigaciones recientes destacan la enorme proliferación de obra escrita de carácter doctrinal y moral relacionada con el auge de la imprenta y las necesidades del proceso de cristianización en América (Bouza, 2014: 29-48).

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punto de partida radicaba en la cultura local y, a sus cánones, debía volcarse el proyecto cristianizador. Así se materializaron tres de sus principales aportaciones. La primera se concretó en el acomodo de la administración de sacramentos a las formas de vida de los nuevos feligreses, antiguos tributarios del Tawantinsuyo, no solo como traducción, sino también como reformulación adaptada a la sensi-bilidad local. Si bautismo, matrimonio y defunción se insertaron en las comunidades con cierta facilidad por su estrecha correspondencia con ciclo de vida común, cabe considerar que sacramentos como la confirmación, la comunión y, sobre todo, la penitencia eran del todo ajenos a las culturas locales. Hacía falta entender los usos y costumbres de los receptores de la doctrina, a riesgo de fracasar estrepitosamente en la empresa de la conversión (real, no forzada). En este sentido, debe indicarse que, en las páginas del Ritual, sus orientaciones para el correcto desenvolvimiento del interrogatorio de la confesión merecerían en sí mismas, un estudio aparte.

La segunda propuesta se explicita en el majestuoso programa pictórico que encargó a Luís de Riaño, pintor de escuela cuzqueña, y que supervisó personalmente durante el proceso de ampliación y mejora del templo a su cargo (Kuon-Arce, 2011: 107-112). Para la parroquia de San Pedro Apóstol de Andahuaylillas, imaginó y pro-movió —prescindiendo de cualquier posible acusación de respaldar la idolatría— una compleja escenografía representada a través de una apropiación del lenguaje barroco del todo autóctona. Los frescos de encargo debían recubrir hasta el más minúsculo fragmento de muro creando una iconografía mestiza que permitiera tanto cumplir las exigencias de la inexcusable y necesaria pedagogía tridentina, como visibilizar y dignificar el legado inca ante los ojos atónitos de la feligresía (Cohen Suarez, 2013). El resultado excepcional es considerado como la Capilla Sixtina de América. No es una exagera-ción. Por último, la tercera empresa acometida fue la de incorporar la imprescindible sonoridad de acompañamiento y magnificación del espectáculo visual, aspecto trascendental tanto en las liturgias de Reforma y Contrarreforma, como en las escenografías barrocas en general. Para ello, hizo construir dos órganos en la iglesia y escribió —que se haya conservado, seguro que hubo más— un largo poema en quechua, no en español, para ser cantado como himno proce-sional en honor de la Virgen. Lo musicó con la novedosa polifonía

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en boga (discutida en su uso por un poder religioso atento todavía a los usos más austeros de la monodia gregoriana) y, así, nació algo tan hermoso como el Hanak pachap kusikuynin (‘Alegría del cielo’), incluido en las páginas finales del Ritual y que, aún hoy —con el correr de los siglos y editado en numerosas versiones discográficas—, sigue produciendo una extraña e inefable emoción, cuando se in-terpreta en sede y cuando se escucha en la lejanía.

Y este prolijo excurso, ¿a dónde conduce? ¿Por qué este caso singular sirve para introducir las reflexiones que siguen? Una mirada atenta indica que se trata de un individuo excepcional que, primero, emprendió un viaje exótico e incierto; segundo, optó por la vida eclesiástica secular, pero se aproximó al paradigma religioso de los franciscanos (en un ambiente de replanteamiento de las órdenes religiosas y de sus relaciones con el Estado moderno); tercero, que, como clérigo, deambuló por una variada trayectoria de plazas y ocupaciones al servicio de la institución que le acogía y a la que re-presentaba; y cuarto, frente al desconcierto de hallarse en un mundo nuevo y ajeno, optó por vertebrarse a él, trató de entenderlo y luchó por establecer puentes y mixturas entre culturas heterogéneas con la finalidad última de asentar un proyecto civilizatorio. En síntesis, una trayectoria que deviene emblema de humanismo renacentista en estado puro. Pero, ¿fue así para todos? El sacerdocio, regular o secular, como brazo indisoluble de la penetración colonial en las Américas, ¿pudo abordar por doquier una labor respetuosa con los receptores de tan poderoso desembarco? ¿Se puede circunscribir la interpretación de la intervención del clero tan solo al estricto marco de la pastoral católica y al empuje y colaboración en la conquista? ¿Quiénes eran los encargados de tan compleja tarea? ¿Cuáles fueron los límites de su acción? ¿Cómo superaron las dificultades de todo tipo en un mundo desconocido? ¿A qué retos y a qué personas se enfrentaron —como individuos y como miembros de una orden— para acometer la misión encomendada? En fin, como parafraseó George Lipsitz:4 «who tolled the bells?», ¿quién doblaba las campanas?

4. George Lipsitz en la conferencia inaugural «Race, Place and the Decolonial Imaginary» del congreso De/Colonization in the Americas: Continuity and Change, Third Biennial Conference of the International Association of Inter-American Studies, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 6 de Agosto de 2014.

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¿Quién habla en los documentos?El conjunto de la historiografía que ha tratado, desde cualquier perspectiva de análisis, la empresa de la conquista y la colonización de las Américas, de norte a sur, ha puesto de relieve, de forma per-manente, la importancia crucial de la participación del estamento eclesiástico. Sobre este asunto las referencias son infinitas, inabarca-bles. No obstante, lo que no es centro habitual de reflexión son las tareas de los hombres concretos que asumieron como expectativa vital la vocación de clérigo en el Nuevo Mundo. La prioridad del análisis siempre concede posición privilegiada a las acciones de las grandes instituciones —la Iglesia católica, en este caso— dejando en terreno oscuro los avatares vitales de los verdaderos agentes de tal acometida. No se trata de biografiar vidas particulares ad infini-tum, sino de reflexionar sobres los límites y los alcances que fueron comunes para aquellos que debían comprometerse con la gestión de los asuntos allí encomendados.

La posibilidad de inmiscuirse por esta extraña senda solo puede proporcionarla la documentación heredada como resultante de la gestión —local, comunal, parroquial— de los pequeños universos donde se desenvolvía la cotidianeidad en los tiempos de la colonia. Andrés Guerrero (2010: 169) formulaba la pregunta que encabeza este epígrafe en un ensayo complejo y profundo que cualquiera inmerso en la tarea de historiar debería tener presente al intentar iniciar una comunicación fluida y receptiva con la documentación del pasado y, derivado de ello, cuando se buscan vías para dejar que se exprese la voz de lo común, del drama minúsculo y del detalle sutil de la existencia en los estratos más bajos (Guha, 1987: 138). Las insinuaciones y las evidencias que sirven de base a este trabajo provienen del vaciado de la documentación elaborada en los mi-crouniversos parroquiales por los curas doctrineros, siguiendo el recto cumplimiento de las normas tridentinas. Aquí se imponen dos reflexiones de gran calado. La primera es que la Iglesia católica exhibió la grandeza de su programa de cristianización a través de la precisión con la que impuso modelos ordenados y sistemáticos de registro allí donde estableció cualquier forma de asentamiento. Comprobar cómo los eclesiásticos consignaban los acontecimientos vitales de las personas de forma idéntica e inamovible a través del

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tiempo (desde el concilio de Trento en adelante) y del espacio (en cualquier parroquia a uno y otro lado del Atlántico), resulta ab-solutamente impresionante. No obstante, la segunda observación significativa es que toda esta documentación serial que, en apariencia, resulta repetitiva, metódica y hasta inexpresiva, contiene, gracias a la intervención del factor humano materializado en la escritura más o menos empática de cada clérigo, lecturas secundarias que permiten escuchar otras voces que trascienden la exactitud del registro de los acontecimientos vitales, privados o comunitarios. De esta forma, más allá del dato conciso y veraz, la lectura atenta de los registros parroquiales de bautismos, matrimonios y entierros traslada a la consideración de otras realidades, otros problemas, que surgen de lo particular, pero obligan a replantear lo general. Y lo particular, para dotar aquí de rigor empírico al discurso, proviene de los regis-tros completos de la parroquia de San Antonio de Toacazo en los Andes del norte, actual provincia de Cotopaxi de la República del Ecuador y el período de observación se ciñe a los datos conservados desde la fundación de la parroquia a mediados del siglo xVii hasta 1857, fecha arbitraria, pero significativa porque marca un final (clasificatorio) para la ciudadanía local: el de la exigencia impositiva del tributo indígena.

Retomando el hilo de lo general, son diversos los asuntos que se desprenden de lo escrito en las fuentes de manera que permiten, por lo menos, introducir aspectos poco usuales a considerar al tratar el papel de los curas de parroquia en el vasto proceso de construcción de la América colonial. Dicho en breve, se resume en cuatro acciones: itinerar, intermediar, administrar y sobrevivir.

Itinerarios vitalesLa estructura administrativa estatal de la Monarquía Hispánica —expresión acuñada en 1960 por Jaume Vicens Vives (1974: 117 y ss.)— inventó fórmulas burocráticas concretas para asegurar la ocupación de las Indias Occidentales. El desempeño de los cargos de gobierno y de gestión precisó de personal de variada cualifica-ción, dispuesto a moverse a libre disposición de las exigencias del servicio a través de un territorio ignoto y no siempre acogedor. Eso fue tanto así para los cargos de la administración civil, como para los de la eclesiástica, ya que:

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[…] formaban parte de un sistema perfectamente organizado que requería de una instrucción, exámenes de ingreso, promociones periódicas, un cursus honorum y unas normas de conducta cuida-dosamente definidas con el fin de fomentar su profesionalismo y velar por los intereses reales… se desaconsejaban todo tipo de contactos con la sociedad local (Lockhart y Schwartz, 1992: 230).

Bajo este principio y esta necesidad, desembarcó en los nue-vos territorios un notable contingente de hombres dispuestos a emprender una tarea adornada con presumibles recompensas e innumerables riesgos, cuyo éxito potencial pasaba por cumplir con el requisito, entre otros, de una movilidad incesante como pilar para el ascenso jerárquico. Desde lo más alto del poder virreinal (Cardim-Palos, 2012) o arzobispal, al último de los cargos de los gobiernos locales y parroquiales, todos estaban sujetos a la práctica de un nomadismo de gran efectividad en la gestión, pero de incalculables repercusiones en la privacidad de cada quien. Este cursus honorum clerical (Gibaut, 2000) incentivó el despliegue, el asentamiento y la adaptación de viajeros de edades y formación muy diversa, desde la metrópoli hacia las Indias, de manera tal que se convirtieron en garante de la estabilidad de la iniciativa evangelizadora de la iglesia y, sobre todo, en fundamento de la fortaleza de su enraizamiento en el territorio. Hasta este punto, todo resulta bastante coherente dentro de la lógica de funcionamiento de un imperio en expansión, pero ¿qué supuso esta exigencia para la vida de las personas implicadas? ¿Cómo les afectó la ruptura del lazo que les unía a la tierra de sus antepasados? (Gruzinski, 2000: 83). En el inicio de este texto, se resumía la floreciente trayectoria de Juan Pérez Bocanegra en el seno del principesco obispado cuzqueño; pero, en parroquias pequeñas y alejadas y para clérigos con preparación desigual, ¿qué significaban estos vaivenes? Luís Ceballos y Francisco J. Dávila, curas propios de Toacazo a principios del siglo xix, se detienen al tomar posesión de su cargo y explican, cada uno en su momento, una sucinta idea de su complicado deambular parroquial a través de los dominios del obispado de Quito (arquidiócesis desde 1848). Dicen uno y otro así:

Libro de entierros que comienza desde el 8 de junio de 1850: año en que me posesioné de esta parroquia a los 33 años de mi edad y vine por oposición de mi gran Cusubamba, en donde per-

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manecí seis años y un mes, y a donde fui también por oposición de la matriz de Esmeraldas, habiendo hecho mi residencia en esta última por espacio de cinco años completos sin moberme un día, hasta que me vi obligado a salir en fuerza de una muy grave enfermedad que me acometió y consta de la Gaceta del Ecuador en uno de sus números del mes de febrero del año 1844, el mismo que me posesioné de Cusubamba conferido por el Ilustrísimo y Reverendísimo Sr Don Nicolás Joaquín de Arteta y Calixto, dig-nísimo obispo a la sazón de Quito, qui requiescat in pace. Amen.5

Hoy 24 del mes de setiembre del año del señor de 1857 me hice cargo desta parroquia de san Antonio de Toacazo a que fui promovido por Ilustrisimo Sor Arzobispo Dr. Francisco Javier de Garicoa después de haver servido en propiedad las parro-quias de Atacames en la costa del mar pacífico, san Francisco de Guaillabamba en las cinco Aguas de la capital de Quito y Angamarca en la capital de León y Salinas en la de Imbabura lo que tengo el honor de estamparlo ad perpetuam rei memoriam. El cura Francisco J. Davila6

Son solo dos ejemplos que sirven para comprobar, primero, la dependencia (por regla de obediencia) del poder superior que decidió los destinos de sus vidas; segundo, la lejanía-cercanía que implicaban todos los lugares por donde se transitaba en el ejercicio del magisterio y la mínima evidencia de ascenso que se puede intuir entre unos y otros, y, tercero, los breves lapsos de tiempo dedicados a cada uno de ellos. Si cualquiera de los avatares propios de una vida común en tiempos de ciclo demográfico antiguo (guerras, hambrunas, ciclos de enfermedades, catástrofes naturales…) se interponía en este periplo (como explica Luís Ceballos), el desequilibrio entre el tiempo empleado y las efectivas vías de promoción quedaba reducido a casi nada, al vacío. Para más abundamiento, la revisión completa de los movimientos de los curas en una pequeña parroquia provee a la observación de instructivas informaciones. Se puede inferir a partir de los datos recopilados en el cuadro 1.

5. aPt (Archivo Parroquial de Toacazo), Entierros (1850-1869), Libro IV, Reg. 3C51-94-83, cubierta interior.

6. aPt, Entierros (1850-1869), Libro IV, Reg. 3C51-94-83, p. 23d.

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Cuadro 1Curas propios en la parroquia de San Antonio de Toacazo (Ecuador).

Primer y último registro entre 1743 y 1857Inicio Fin Identificación Período Días D/P*22/07/1743 27/06/1754 Mariano de Echevarría 10 años, 11 meses y 5 días 3.993 3.99309/08/1754 09/09/1771 Joaquín de Ávila y Ortega 17 años y 1 mes 6.240 6.24022/12/1771 29/11/1778 Mariano Enríquez 6 años, 11 meses y 7 días 2.534 2.534 de Guzmán07/12/1778 22/06/1779 Buenaventura Franco 6 meses y 15 días 197 19707/08/1779 27/12/1796 Juan Gervasio 17 años, 4 meses y 20 días 6.352 6.352 de Mosquera10/01/1797 03/06/1798 Joaquín Roma Salvatierra 1 años, 4 meses y 22 días 509 50910/06/1798 26/07/1798 Pedro Correal 1 mes y 16 días 46 5820/08/1798 11/10/1798 Cayetano Veintemillas 1 mes y 20 días 52 91 Bravo22/10/1798 01/11/1798 Pedro Correal 12 días 12 -30/11/1798 08/01/1799 Cayetano Veintemillas 1 mes y 7 días 39 - Bravo11/01/1799 17/02/1800 Juan Cruz Velasco 1 años, 1 mes y 6 días 402 45623/04/1800 17/08/1802 Luís Salvador 2 años, 3 meses y 23 días 846 84624/08/1802 25/02/1803 José Armendáriz 6 meses y 1 día 185 18502/04/1803 31/12/1824 Juan Xacomé de Estrada 21 años, 8 meses y 29 días 7.944 7.94410/02/1825 20/01/1826 Tomás Lereña 11 meses y 11 días 345 34517/02/1826 03/06/1826 Mariano Suárez 3 meses y 15 días 106 12022/06/1826 15/03/1827 Pedro Moncayo 8 meses y 24 días 268 26826/03/1827 01/03/1828 Tomás Nieto 11 meses y 1 día 341 34102/03/1828 14/06/1828 Ramón de Andrade 3 meses y 12 días 104 108 y Maldonado18/06/1828 18/10/1837 Manuel Ceballos 9 años y 4 meses 3.409 3.40907/11/1837 08/08/1838 Manuel de Mora 9 meses y 1 día 274 2.66313/08/1838 19/12/1838 Francisco Cañas y García 4 meses y 6 días 128 12803/01/1839 30/09/1839 Manuel de Mora 8 meses y 27 días 270 -05/10/1839 09/10/1839 Ramón de Andrade 4 días 4 - y Maldonado14/10/1839 19/10/1839 Francisco de Lalanza 5 días 5 5 y Astorga19/10/1839 22/10/1839 Domingo de Mora 3 días 3 33724/10/1839 06/11/1839 Manuel de Mora 14 días 14 -09/11/1839 23/11/1839 Mariano Suárez 14 días 14 -24/11/1839 29/01/1840 Manuel de Mora 2 meses y 5 días 66 -01/02/1840 05/08/1840 Fermín de Cepeda 6 meses y 4 días 186 18609/08/1840 27/11/1840 Antonio Proaño 3 meses y 18 días 110 11018/12/1840 30/12/1845 Manuel de Mora 5 años y 12 días 1.838 -07/01/1846 28/04/1846 Bernardo Jacomé 3 meses y 21 días 111 11103/05/1846 20/11/1846 Manuel de Mora 6 meses y 17 días 201 -22/11/1846 22/10/1847 Domingo de Mora 11 meses 334 -03/11/1847 16/08/1849 José Mariano Alvarez 1 año, 9 meses y 13 días 652 75018/08/1849 13/09/1849 José de Suárez 26 días 26 2620/09/1849 08/10/1849 Juan Cruz Velasco 18 días 18 -16/10/1849 27/10/1849 José Mariano Álvarez 11 días 11 -

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Inicio Fin Identificación Período Días D/P*28/10/1849 03/12/1849 Juan Cruz Velasco 1 mes y 3 días 36 -08/12/1849 05/03/1850 José Mariano Álvarez 2 meses y 25 días 87 -10/03/1850 21/08/1857 Luís Ceballos y Calderón 7 años, 5 meses y 11 días 2.721 2.72131/08/1857 14/09/1857 Antonio Salazar 15 días 15 1526/09/1857 (…) Francisco J. Dávila (…)

*D/P: Días totales en la parroquia.Destacado en gris: Curas propios de la parroquia con mandatos discontinuosFuente: APT, Entierros (1743-1764), Libro I, Reg. 3C51-90-83; Entierros (1765-1799), Libro II, Reg. 3C51-91-83; Entierros (1800-1850), Libro III, Reg. 3C51-92-83; Entierros (1850-1869), Libro IV, Reg. 3C51-94-83.

La lista de sacerdotes y el tiempo de ejercicio del ministerio en un lugar concreto entre finales del xViii y la primera mitad del xix ofrece un retrato muy interesante de cuestiones que resultan de difícil verificación cuando se interpreta la fase de madurez de la conquista y los impactos iniciales de la Independencia. Se pueden detallar dos evidencias. Por una parte, la tarea de encontrar un responsable estable y duradero siempre en manos de representantes del poder metropolitano (independientemente del lugar de nacimiento) no devino una empresa sencilla: de veintinueve curas documentados entre 1743 y 1857, solo ocho alcanzaron a ocupar la sede por más de cinco años. Por otra parte, este mismo hecho conllevó que la movilidad del resto era enorme, con idas y venidas, con mandatos brevísimos o discontinuos, que pusieron de manifiesto una enorme inestabilidad de la labor pastoral, supeditada siempre a avatares de muy diverso tipo: abandonos por incomprensión o distancia-miento, traslados para evitar enraizamiento, maniobras de ascenso, requerimientos pastorales en otras sedes prioritarias para quienes planifican las necesidades del servicio…, amén de cualquier otro azar imaginable en la trayectoria vital de cada individuo concreto, entre los que no se puede excluir la necesaria consideración de los perjuicios sobre la salud derivados de la dureza del medio natural.

La trayectoria del siglo xViii muestra la estabilidad con la que se ejerció todavía el control de los territorios americanos. Se puede resumir, con datos locales, en los cuatro largos mandatos de los tiempos de fundación y posterior consolidación de la parroquia, que quedaron en manos de presbíteros como Mariano de Echeva-rría, Joaquín de Ávila y Ortega, Mariano Enríquez de Guzmán y Juan Gervasio de Mosquera entre 1743 y 1796. Eran tiempos en

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los que no valían veleidades y resultaba imprescindible consolidar la continuidad del asentamiento y del proyecto que implicaba. No fue hasta el siglo xix que la titularidad la desempeñaron curas con apellidos de adscripción mestiza, en ningún caso indígena, cuestión que las clasificaciones de las personas en los registros parroquiales dejan bien establecida. La aparición de mestizos a partir del arran-que de las primeras fases de conflicto abierto con la metrópoli tuvo que ver con la ampliación progresiva de los derechos de ciudadanía que permitieron articular el grupo de los blanco-mestizos como fundamento tributario de las nuevas repúblicas (Guerrero, 2010). Y, en este punto, lo más interesante, casi asombroso, fue que, en pleno proceso de la lucha por la Independencia, se documenta que el sacerdote que ocupó de forma más duradera la parroquia de Toacazo, con notable diferencia respecto a todos los demás (21 años entre 1803 y 1824), fue un mestizo, probablemente de origen local, de nombre Juan Xacomé de Estrada (Xacomé o Jacomé era un apellido frecuente entre montañeses mestizos en aquellos tiempos). Sin duda, se trataba de una opción que reitera la importancia de disponer de una intermediación eficaz, a caballo entre los dos mun-dos, en períodos inestables de transformación (que no de cambio). Esta cuestión incide en destacar las modificaciones y adaptaciones que se efectuaron en la tarea de cristianización. A lo largo del pe-ríodo colonial, predominó la muy escasa posibilidad que tenían los integrantes de las poblaciones conquistadas de vertebrarse a los rangos diversos de gestión de lo público, hecho que ratifica que la garantía de consolidación del poder metropolitano en Indias estaba encomendada no tanto a quien pudiera entender la complejidad del lugar de destino (gentes del lugar), como a quien fuera susceptible de convertirse en un eficaz difusor de los ideales programados en el origen. Ésta es una constatación que ratifica una forma de actuar, en términos de Imperio, que garantizaba el mimetismo, pero difi-cultaba la hondura de la penetración real. Hacia finales del xViii, la magnitud de los cambios políticos impuso una nueva estrategia basada en una creciente y controlada permeabilidad, paralela a las aparentes rupturas de las clasificaciones étnicas de los tiempos co-loniales. Interesante reflexión en el momento de medir el alcance de la dominación, no tanto sobre los territorios, como sobre las personas que los ocuparon.

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Intermediación inevitableY actuar sobre las personas era el gran reto. Por doquier, el «impacto incierto» de la conquista —por usar la expresión de J. H. Elliott— se estableció como un diálogo complejo y en evolución en el que conquistadores y conquistados construyeron vías de entente entre «indios huérfanos de su mundo aniquilado y el proyecto reflejo de los españoles expulsados del suyo» (Echeverría, 2008: 86) que acabaron por entretejer una nueva y por completo diferente:

Para rescatar a la vida social de la amenaza de barbarie, y ante la imposibilidad de reconstruir sus mundos antiguos, tan com-plejos y tan frágiles, esa capa indígena derrotada emprendió en la práctica, espontáneamente, sin pregonar planes ni proyectos, la reconstrucción o recreación de la civilización europea —ibé-rica— en América. No solo dejó que los restos de su antiguo código civilizatorio fuesen devorados por el código civilizatorio vencedor de los europeos, sino que, asumiendo ella misma la sujetidad de este proceso, lo llevó a cabo de manera tal, que lo que esa reconstrucción reconstruyó resultó ser algo com-pletamente diferente del modelo a reconstruir, resultó ser una civilización occidental europea retrabajada en el núcleo de su código por los restos del código indígena que debió asimilar. Jugando a ser europeos, imitando a los europeos, poniendo en escena lo europeo, los indios asimilados montaron una repre-sentación de la que ya no pudieron salir, y que es aquella en la que incluso nosotros nos encontramos todavía. Una puesta en escena absoluta, barroca: la performance sin fin del mestizaje. (Echeverría, 2002: 9-10)

No obstante, el mestizaje estaba impregnado de obstáculos de difícil superación. Para la gran mayoría de los religiosos represen-tantes del Viejo Mundo, la cuestión lingüística estableció un abismo inmenso (Schwaller, 2011: 70), que dio lugar a la búsqueda de muy heterogéneas soluciones, incluso en forma de concilios, pero este no era el único frente abierto. Lo más importante radicaba en dos obstá-culos fundamentales: por una parte, las religiones locales nada tenían que ver con los referentes europeos y, por otra, explicar creencias y valores de un catolicismo en proceso de Reforma y Contrarreforma

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a los nativos americanos resultaba casi imposible (Schwaller, 2011: 32). Puestas así las cosas, el fracaso estaba servido… no obstante, la realidad demostró lo intrépido de las políticas de mediación y las numerosas vías, no siempre exitosas, con las que se intentó mixturar unas tradiciones con otras desde una perspectiva de dominación e imposición a través de aquello que Karen Spalding denominó como la «red desintegrante» (1974: 89-123).

El proyecto civilizatorio de la conquista iba de la mano del proceso de cristianización y ambos solo podían desarrollarse bajo la tutela de los encargados de la colonización (Ramírez, 1989: 13) que, con frecuencia, trataron a la población local desde la más ro-tunda incomprensión hacia sus modos de vida, de manera tal que acabaron forjando un retrato de larga duración cargado de negati-vidad sobre la idiosincrasia indígena (Guerrero, 2010: 128-133). En este escenario, una de las tareas más complejas del proceso de «conquista, asentamiento y evangelización forzosa» (Hsia, 2010: 221-235) fue la de hacer comprensible una de las señas de identidad del catolicismo tridentino: la impartición de los sacramentos (Lutz, 1994; Jones, 2003). Los sacramentos supusieron la introducción de una forma de ritual que, en teoría, explicado correctamente a partir de claves locales, no hubiera debido plantear mayores conflictos en una sociedad tan amante de los ritos como es la andina (Guinea, 2004). Pero tal presuposición no se cumplió. Esta realidad se puede documentar con cifras.

La iglesia postridentina se ocupó con esmero de que bautismo, matrimonio y entierro, como hitos relevantes en la andadura vital de las personas tributarias (no puede olvidarse este último detalle), quedaran perfectamente registrados en los libros sacramentales. El análisis de su contenido provee de información demográfica y social compleja, pero también nos aproxima a otros datos. El bautismo y el matrimonio se podrían definir como datos absolutos. Estaban los que constan. No resulta fácil presuponer quienes de la comu-nidad quedaban excluidos o se autoexcluyeron del control. Por el contrario, el auxilio al morir y el posterior entierro dependieron en mayor medida de la voluntad (o no) de intervención del clero. Así, la administración del viático nos da una aproximación indirecta a un proceso de cristianización concreto. Si se analizan algunos datos derivados de la participación del sacerdote local en el momento en

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que los parroquianos adultos fallecieron en la parroquia de San An-tonio de Toacazo entre 1743 y 1857, se observa una proporción muy significativa que indica que más de la mitad de los adultos enterrados (55,7 %) no recibieron ninguna forma de auxilio espiritual al morir.

Cuadro 2Elprocesodecristianización(1)

AdministracióndelviáticoalosadultosenlaParroquiadeSanAntoniode Toacazo (Ecuador) (1743-1857)

Con Sacramentos % Sin Sacramentos %Hombres 948 43,2 % 1.244 56,8 %Mujeres 925 45,5 % 1.109 54,5 %Total 1.873 44,3 % 2.353 55,7 %

Fuente: APT, Entierros (1743-1764), Libro I, Reg. 3C51-90-83; Entierros (1765-1799), Libro II, Reg. 3C51-91-83; Entierros (1800-1850), Libro III, Reg. 3C51-92-83; Entierros (1850-1869), Libro IV, Reg. 3C51-94-83.

Entre los difuntos que sí recibieron alguna forma de unción sacramental (44,3 %) los datos son reveladores. Casi todos (99 %) fueron tan solo atendidos por medio de la confesión, acción que permitía al cura escenificar, en el momento de la muerte del feli-grés, el muy importante ritual del perdón, tal como se revalorizó en el marco de la liturgia postridentina. No parece fácil imaginar un interrogatorio confesional complejo al estilo del que se detalla en el Ritual de Bocanegra; por contra, se intuye la importancia de una presencia (¿extraña?, ¿foránea?, ¿sagrada?), que gestionaba el tránsito hacia la muerte concediendo ‘el perdón de los pecados y la vida eterna’ en el domicilio particular de cada cual o en el escenario accidentado de la defunción. Si así se considera, la dimensión de lo implicado, crece.

Mucho menos frecuente devenía la impartición de los otros dos sacramentos que conforman el viático: extremaunción (51 %) y comunión (52,3 %), ya que ambos exigían un tipo de cumplimien-to de las normas mucho más complejo que el que se derivaba del simple hecho de ser un bautizado de la parroquia. Resulta además significativo en todos estos indicadores que la diferencia de parti-cipación entre feligresía de uno y otro sexo se mostraba del todo irrelevante, aspecto que puede poner hasta cierto punto de manifiesto la uniformidad indiferenciada en la consideración que el grupo de los y las indígenas merecía por parte del sacerdote de la comunidad.

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Cuadro 3Elprocesodecristianización(2)

ComposicióndelviáticoparalosadultosenlaParroquiadeSanAntoniode Toacazo (Ecuador) (1743-1857)

Sin % Confesión* % Extremaunción % Comunión % datos*Hombres 9 0,9 % 939 99,1 % 471 49,7 % 493 52,0 %Mujeres 10 1,1 % 915 98,9 % 485 52,4 % 487 52,6 %Total 19 1 % 1.854 99 % 956 51 % 980 52,3 %

*Base: Total de 1.873 registros ‘con sacramentos’ en cuadro 2 (Sin datos + Confesión).Fuente: APT, Entierros (1743-1764), Libro I, Reg. 3C51-90-83; Entierros (1765-1799), Libro II, Reg. 3C51-91-83; Entierros (1800-1850), Libro III, Reg. 3C51-92-83; Entierros (1850-1869), Libro IV, Reg. 3C51-94-83.

Al mismo tiempo y más allá de lo estrictamente exigido en el ritual católico, la intermediación sacerdotal implicaba que el cura residía en la parroquia y compartía inevitablemente las vivencias cotidianas de la feligresía. Aquí hay varias situaciones que generan realidades diferentes. En primer lugar, no es comparable el número de almas a atender en espacios urbanos, respecto al mundo rural. En segundo lugar, en unos y otros ámbitos, la actitud de cada diferente tipo de clérigos difería. Para las altas jerarquías eclesiásticas y para los regulares compelidos a observancia conventual y apartamiento de las parroquias (a partir de la ordenanza de Patronazgo de 1574), predominó el distanciamiento como forma de acción aconsejable (Padden, 2000: 27-47). La imbricación más potente se dio gracias a los clérigos seculares en las parroquias rurales (Valpuesta Abajo, 2008), imbuidos de un espíritu más de burócratas disciplinados, que de frailes apostólicos (Céspedes del Castillo, 2009: 251). Y esto fue así en uno y otro lado del Atlántico, con el agravante de que, en Europa, para un cura, los parroquianos se percibían como congéneres en una identidad y cultura comunes, incluso, a veces, unidos por lazos de proximidad familiar (Vilalta, 2004: 291-308); mientras que, en América, formaban parte de una alteridad extraña, que se resistía a la sumisión por medio de sutiles formas de expresión de la diferencia:

[…] la esfera de lo religioso reflejó la división existente entre el mundo de los europeos y los indígenas, tan profunda como la división social y política que los dominadores impusieron sobre las llamadas «república de españoles» y «república de indios».

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Los pueblos indígenas jugaron, pues, con las mismas armas: si los blancos distinguían, ellos también (Garavaglia-Marchena, 2005: 238).

De lo que se desprende de los datos, se hace del todo evidente que el gobierno de la parroquia y el desarrollo de un programa que se ha definido reiteradamente como de subordinación y tutela no fue tarea fácil si se mira desde los microcosmos locales donde residía por doquier ‘un mar de indios’ —como grupo mayoritario (pese a las diversidades estadísticas) con formas de vida propias— conocedor antiguo del medio y habituado a desarrollar variadas estrategias de resistencia ante cualquier forma de intervención foránea (Powers, 2000: 121-146; Galgano, 2005).

Cuadro 4Blancos/IndiosenlaparroquiadeSanAntoniodeToacazo

(Ecuador) (1743-1857)

Año Blancos % Indios % Total

1778 251 15 1.427 85 1.678

1830 188 13,4 1.213 86,6 1.401

Fuente: 1778: Archivo Nacional del Ecuador, Formularo de Padrones, Jurisdicción de Tacunga, Provincia de Quito y 1830: APT, Bautismos (1800-1837), Libro VI, Registro 3C51-78-83, p. 194r.

Situado en el corazón de esta dualidad étnica, el cura propio emprendía su labor lidiando con trabas generadas tanto por las diferentes circunstancias e intereses de las personas que estaban bajo su cargo, como por la urgencia por obtener buenos resultados de gestión por medio de la difícil consecución de la obediencia a la doctrina impuesta y, lo más importante para el orden cotidiano, a los múltiples tributos que la acompañaban. ¿Cuáles eran estos frentes abiertos? Muchos y muy complejos. De esta enmarañada urdimbre de problemas, se pueden, por lo menos, delimitar dos aquí.

El primero tuvo relación con lo aparentemente prioritario: la cristianización de los indios. Del contacto con esas personas de vida tan diferente, la documentación deja traslucir, cuando menos, dos sentimientos diferenciados: desprecio y compasión. Así, una primera reacción, fruto de la incomprensión, fue el desprecio tanto ante la brutalidad y el salvajismo en las condiciones de vida y costumbres incomprensibles para una mirada foránea de «estos bribones que

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viven remontados como animales»;7 como, ante la dificultad de hacer entender e imponer el cumplimiento sacramental y asegurar la obtención ordenada —un enorme problema— de los pagos que este requería. También, ante la perdurable dificultad de controlar una cultura disímil en lo tocante a la ética de la vida y la muerte, a través de comportamientos discordantes con los modos del ritual litúrgico a imponer por lo que respecta al orden familiar y, sobre todo, a la práctica de rituales antiguos para parientes y compadres difuntos (Burga, 2005: 194, 203 y 211). En paralelo y por efecto contrario, la brutal realidad derivada de las evidentes condiciones de explotación se exteriorizó a través de una cierta compasión frente a la desgraciada vida de muchos de ellos:

[…] di sepultura en el cementerio al cadáber párvulo de Maria Juana, indígena (feliz porque murió y se libró de la esclavitud) fueron sus padres los desgraciados esclavos gañanes los indígenas Melchor Puchutagsi y Bonifacia Puruncasa de la estancia de Chizalo. Todo gratis porque son esclavos. Murió de fiebre… (9 de septiembre de 1851).

El segundo frente derivó de una lucha de poder compleja. Igle-sia y Corona fueron aliadas inseparables en la tarea de conquistar, pero, una vez asentadas en los territorios, los conflictos de intereses y de gestión se multiplicaron de forma exponencial. La parroquia, en el espacio católico, devino un eje principal de administración y control ciudadano. En su mismo ámbito de actuación, se entre-tejió una complicada maraña de poderes diversos (corregidores y alcaldes, encomenderos y hacendados, caciques y curacas…) que compitieron por la jurisdicción sobre las personas. Almas y tributos desencadenaron litigios en una muy variada preocupación por parte de los que ejercían el poder a fin de lograr el sometimiento a través de programas diferenciados de control sobre las personas (Salgado, 2011: 80-87) y esta voluntad de someter, ordenar y «numerar» sub-yace en el desencadenamiento de numerosas revueltas en la etapa

7. En adelante, todas las citas de registro en este apartado provienen de: aPt, Entierros (1800-1850), Libro III, Reg. 3C51-92-83 y Entierros (1850-1869), Libro IV, Reg. 3C51-94-83.

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final del régimen colonial (Moreno Yánez, 2014). De ahí que, con frecuencia, el doctrinero, preocupado de modo primordial por cual-quier mengua del alcance de su hegemonía, manifestara reproches y descontentos que revelaban un enfrentamiento directo, más o menos larvado, con el poder en la hacienda o de cualquier otra instancia. Y puestos en ello, en algunas contadas ocasiones, criticaron la tiranía,

[…] di sepultura al cadáver adulto de Indalecio Lema, indígena, pª su desgracia gañán, marido que fue de Manuela Asqui de esta parroquia, murió sin confesión ni otro auxilio por el descuido del mayordomo de Chizaló, el famoso Manuel Figueroa, quien abrevió la muerte de este infeliz, mandando estando enfermo a Agüillas, y haver maltratado fuertete a la mugr del dho Lema (13 de julio de 1829),

[... ] enterré el cadáver adulto de Dionisio Toctaguano, que fue cuchicama (porquero) de Cotopilaló hasta su vejez, murió sin confesión porque no me llamaron los alcaldes y sirvientes de la quinta Cotopilaló. Hice las exequias y dige la misa de limosna porque fue esclavo en vida y en muerte desamparado de la hu-manidad moderna de los amos (28 de octubre de 1833),

y condenaron los frecuentes y muy evidentes malos tratos y crueldad de los señores de la tierra y de sus embrutecidos y despóticos inter-mediarios, tanto mayordomos y capataces de hacienda, como otros cargos de la administración local (los alcaldes indígenas),

[…] di sepultura en el cementerio al cadáver adulto de Jacinta Alomoto, mujer que fue de Andrés Cocha, indígenas de Chizaló, murió sin confesión a causa del alcalde Pascual Toctaguano, quien llebo azotes, y lo firmo con el gobernador y el maestro de capilla quienes firmaràn en caso necesario (10 de septiembre de 1834),

[…] sepulté el cadáver maior del indígena Francisco Alaso, marido legítimo que fue de Marcela Vilcama, murió sin los sacramentos porque no me han llamado de modo que traté de castigar a los alcaldes de Chisaló que fue donde ha muerto, ale-garon que estuvo la víspera sano andando (1 de marzo de 1851).

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Se comprueba así que, en encargos de larga duración, tanto en tiempos de la colonia, como frente a la incertidumbre que pudieron generar los nuevos regímenes republicanos (Schwaller, 2011: 141), el cura supuso, por una parte, un garante de protección, apoyo y estabilidad social y, por otra,

[…] en razón de su profundo conocimiento del pueblo y de su población, se intentó hacer del cura un auxiliar de la ad-ministración tributaria, adecuando su salario al número de indios tributarios que vivían en su parroquia. La finalidad de esta medida era evitar, a un tiempo, que el cura ocultara indios a los funcionarios del Estado para emplearlos a su servicio y transformarlo en un auténtico defensor de la comunidad que se esmeraría en frenar los procesos de emigración y concertaje. (Morelli, 2005: 163)

Administradores de poblacionesAsí pues, el manejo y control de las personas de la comunidad fue, con diferencia, la más importante de las tareas bajo responsabilidad del clero parroquial. Esta realidad va mucho más allá de los entresijos del trato personal y de los límites exitosos o fallidos de la conversión. La Iglesia católica allá donde se expandía creaba documentación que, mientras reflejaba el avance del proceso de cristianización, servía para registrar los acontecimientos principales en el ciclo de vida de las personas. La elaboración sistemática de los registros parroquiales, idénticos en su estructura organizativa a uno y otro lado del Atlán-tico, devino un instrumento fundamental para el ejercicio del poder de la Corona al vigilar las poblaciones sujetas a tributo en Indias.

Y así fue como la Iglesia se convirtió en la garantía de la fijación de la diferencia étnica. Si se revisa la documentación colonial, tanto los censos de población (a partir de la segunda mitad del siglo xViii), como los registros parroquiales, recopilan de forma metódica infor-mación sobre sexo, grupos de edad, etnia y ocupación (Konetzke, 1979: 89). El marco jurídico de las Leyes de Indias evidenciaba la existencia de dos repúblicas diferenciadas en la conformación social de los virreinatos. Y, a lo largo de la época colonial, los mecanismos de control se reforzaron gracias al ritual de las visitas (de escenografía barroca) que unieron un acto tributario y un imperativo de control

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de poblaciones para dejar bien establecidos los fundamentos de un concreto orden social y el refuerzo del poder de la monarquía (Guevara Gil y Salomon, 1996: 30-32).

La cuestión cambió de forma radical después del proceso de Independencia. Entre 1850 y 1880, la Iglesia y el Estado liberal entraron en conflicto y tuvieron que reajustar sus relaciones (Lynch, 2003: 478-496). El planteamiento de una necesaria igualación ciu-dadana —en formas constitucionales tan diversas como la exclusión, el paternalismo, la igualdad o la asimilación (Castillo Vegas, 2013: 432-439)— implicó la omisión consciente del componente étnico en la documentación censal de los inicios republicanos y, solo a partir de la segunda mitad del siglo xx, reapareció con muy diversa intención política (Clark, 1998; Prieto, 2015).

Cuadro 5 CategoríasdeclasificaciónenelCensoantesydespués

delaIndependencia.DatosdeToacazo(Ecuador) 1778 1861

Hombres Eclesiásticos Curas Seculares 1 2 Curas Regulares 1 Casados Blanco 49 612 Indio 335 Libre otros colores Viudos 57 Solteros Blanco 70 390 Indio 371 Libre otros colores 3 Niños 479

Mujeres Casadas Blanca 49 599 India 335 Libre otros colores Viudas 137 Solteras Blanca 81 458 India 386 Libre otros colores 1 Niñas 484

Totales 1.682 3.218

Fuente: 1778: Archivo Nacional del Ecuador, Formulario de Padrones, Jurisdicción de Tacunga, provincia de Quito y 1861: Archivo Nacional del Ecuador, Censo de población de la parroquia de Toacazo.

La Iglesia mantuvo firmes sus criterios tradicionales y, como evi-dencia de la disparidad de intereses, sofisticó la consignación de las

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diferencias en los libros sacramentales. Es decir, mientras en tiempos de la colonia, se usaron categorías simples y básicas que no iban más allá de referencias clasificadas como blancos, indios y mestizos; a partir del gran cambio político derivado de la ruptura con la metrópoli, el perfil étnico de las personas se definió con mayor y mejor precisión, apareciendo tipos nuevos como españoles, blancos de primera, blancos de segunda, mestizos, montañeses, medio mestizos e indios. Se trató de lo que A. Guerrero definió como las paradojas del «proceso de iden-tificación» para cimentar la apariencia de renovación de la población tributaria (2010: 176-184), permitiendo trasvases y reclasificaciones de identidades en un escenario de estabilidad demográfica y social (Vilalta, 2015: 92-93). La importancia del registro de esta memoria es que, desde la documentación parroquial —y eso contando solo con la que se ha conservado hasta la actualidad—, se puede reconstruir de forma ininterrumpida la historia de la elaboración de categorías clasificatorias para administrar poblaciones y, a su vez, derivado del análisis de los datos conservados, la historia de la composición étnica de los países andinos. Esta perdurable y metódica tarea de recuento y clasificación hubo de posicionar necesariamente a los representantes del clero como incómodos agentes de control de personas, tanto en cualquier minúsculo ámbito del tejido local de las pequeñas rectorías rurales, como en las ciudades de mayores dimensiones donde cuajaron imparables las diversas categorías de segregación espacial por etnia o condición social.

Balances existencialesLa complejidad y repercusión social de las tareas y vivencias hasta aquí citadas implicaron poderosas afectaciones en la forma de encarar y asumir la vida privada para cada uno de los diferentes sacerdotes. Errantes, convertidos en distante autoridad espiritual y material de un grupo humano sometido a su vez a otras cadenas de mando (hacienda y, según la fecha, Corona o Estado republicano), foraste-ros y tan diferentes (lengua, vida cotidiana, costumbres…), ¿cómo asumieron el transcurso de su vida, en cada uno de los destinos que se les encomendaron, a fin de administrar el adoctrinamiento y garantizar una correcta gestión económica y social?

Una primera e inusual aproximación al entorno privado de un cura de parroquia nos la da un documento en apariencia tan frío

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como un censo de población. Allí se nos detalla la composición del grupo doméstico que, en 1861, habitó la casa parroquial. ¿De qué colectivo de personas se trató?

Cuadro 6 GrupodomésticodelacasaparroquialdeToacazo

(Ecuador, 1861) Apellido1 Apellido2 Nombre Edad Estado Ocupación Leer/Escribir1 Sánchez Rueda Don José 36 Párroco Cura de almas alfabeto2 Méndez Mena Don José 29 Sacerdote Capellán alfabeto3 Sánchez Rueda Carmen 23 Soltera Costurera alfabeta4 Dávila Mariana 26 Soltera Costurera alfabeta5 Rojas Trinidad 25 Soltera Cocinera analfabeta6 Caisapanta Javier 11 Soltero Sirviente alfabeto7 Quiroga Nicolás 33 Soltero Sirviente alfabeto8 Espín Alejo 11 Soltero Sirviente alfabeto9 Proaño María 6 Párvula Criada analfabeta10 Sánchez Rueda Juana 3 Párvula Criada analfabeta

Fuente: Archivo Nacional del Ecuador, Censo de población de la parroquia de Toacazo, 1861, p. 1

La tabla nos indica diversas evidencias. Primero, se censaron diez miembros de edades diversas, cosa que implica la residencia de un número significativo de habitantes en la casa parroquial. Segundo, quedó inscrito al frente del grupo un párroco, relativamente joven, responsable como ‘cura de almas’ de una parroquia dispersa entre el pueblo en el llano y las haciendas de altura, que contaba con la colaboración de un sacerdote en función de capellán más joven, ambos blancos. Tercero, les siguieron dos parientes: la hermana del responsable y la hermana del cura precedente (véase cuadro 1), am-bas jóvenes, blancas, costureras de oficio y con formación para leer y escribir. Cuarto, junto a ellas, se conformó un singular grupo de servicio, integrado por indios y mestizos, formado por una cocinera, tres varones de servicio a la casa y dos criadas párvulas, una de las cuales hermana pequeña del cura (o cualquier otra posible relación de parentesco familiar entre cualquiera de los dos adultos y la menor, sin entrar en mayores consideraciones). Si se busca a los empleados en el registro parroquial, se apercibe de inmediato que la casa del cura acogía a gentes del lugar, cosa que permite suponer que se trataba de personas que encontraron ocupación, no tanto por confianza o

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relación personal, sino porque facilitaban la intermediación entre un cura desubicado en un mundo raro, cuando no inhóspito, y una feligresía esquiva, escurridiza y difícil de controlar, de fiscalizar, de doblegar y, a la postre, de administrar.8

De ahí a profundizar en las consideraciones sobre los sentimien-tos personales de los encargados del proceso de cristianización basta un minúsculo proceso de empatía. Al inicio de este recorrido, la obra perdurable de un clérigo propuso algunas cuestiones para el análisis sobre la singularidad (o no) de algunos representantes del poder colonial eclesiástico encargados de la conquista y colonización de América. Llegados a la conclusión, al rastrear los diminutos indicios depositados en los documentos por curas anónimos, nos devuelve a una idéntica realidad. Y así se singulariza otro caso particular. Luís Ceballos y Calderón, cura de almas destinado a una parroquia rural andina en tiempos posteriores ya a la Independencia (1850-1857) siguió siendo lo que el poder eclesiástico metropolitano, con sede en el arzobispado de Quito, esperaba de él: un tenaz cristianizador (extirpador de idolatrías) y un eficiente administrador de pobla-ciones. Pero el mundo cambiante en el que residió, le sumió en el desasosiego y el absurdo. Así, dejó escrito, de memoria, en un libro de matrimonios,9 gracias a su honda formación letrada, un famoso poema conceptista del siglo xVii, el Soneto del tiempo y de

8. Baste un ejemplo. El joven indígena residente en la casa Javier Caisapanta de 11 años (sexto en el censo) era, probablemente, hijo o pariente de don Tadeo Caysapanta, indígena local en proceso de blanqueo a quien, el 13 de abril de 1856, el cura Luís Ceballos, cedió el imposible control de la recaudación del pago de los funerales y entierros. Y así cuenta el cura el conflicto (lo subrayado es textual): «[…]he entregado al maestro de Capilla don Tadeo Caysapanta el cobro de fábricas, tanto pr descanso de esta responsabilidad, tanto prq conmigo hay mucho gratis con perjuicio de la Iglesia: lo qe no sucederá siendo otro el recaudador de dichas fábricas… Sin embargo continuaré yo en llebando cuenta de este ramo pa saber en lo que se invierte y pa que así conste lo firmo en Toacazo». Las susceptibilidades y conflictos debían ser tan frecuentes que, a renglón seguido, añade: «Acerca de la advertencia de arriba digo: que me comprometo a no apercibir o a perdonar, más bien, los derechos que me pertenecen a fin qe la Iglesia no se perjudique o pierda a fuerza de tanto entierro gratis como acaba de suceder en los dos entierros anteriores de los que ninguno me ha pagado mis derechos, más la fábrica no se perdonó» En aPt, Entierros (1850-1869), Libro IV, Reg. 3C51-94-83, p. 16v.

9. aPt, Libro de Casamientos hecho pr su cura propio el maestro Luís Ceballos y Calderón (1851-1869), Libro V, Reg. 3C51-89-83, cubierta interior.

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la cuenta10 que le sirvió para proclamar un hondo penar existencial y al que añadió, por cuenta propia, una coda que escribió en tinta de color destacado:

¡Ay de mí que he perdido tanto tiempo!Tempus edax rerum est! El tiempo consume las cosas, el tiempo todo lo consume, todo lo traga.

¿Qué exteriorizaba este lamento individual? Pues, sin entrar en otras consideraciones, ponía de manifiesto el pesado lastre vital derivado de la persistente y áspera dureza de una tarea ingente e inabarcable cuyo fin básico era, en teoría, algo tan complejo como «asegurar y proteger» bienes y personas, pero también intereses y territorios (Domínguez Ortiz, 2010: 188). Para acometer esta empresa, se emplearon individuos —civiles y eclesásticos— de muy diversa condición moral e intelectual, en frecuente evolución a lo largo del viaje vital. No se puede fijar un único retrato omnipresente de los clérigos de parroquia y, cuando menos, cuatro perfiles, a veces entremezclados, definen a una masa sacerdotal imprescindible de recuerdo anónimo. Así, en primer lugar, unos se emplearon a fondo, usando los muy variados instrumentos coercitivos a su alcance, con el fin último de conseguir cotas de poder y riqueza, desatentos a cualquier forma de daño colateral; en segundo lugar, otros fueron inquietos transeuntes obedientes al obligado cumplimiento de las órdenes superiores de turno, sin mayor implicación que la búsqueda de la promoción y la consecución de honores; en tercer lugar, algunos más intentaron ejercer labor pastoral encomendada, cargados de buena

10. Se trata de un famoso soneto de atribución incierta, al parecer escrito en el Virreinato de Nueva España y editado en variadas versiones (véase Alatorre, 2011: 61-68). El texto literal transcrito en el libro de matrimonios es: «Pídeme de sí mismo, el tiempo cuenta/ Si a darlo voy, la cuenta pide tiempo./ Que quien gastó sin cuenta tanto tiempo/ ¿Cómo ha de dar sin tiempo tanta cuenta?/ Tomar no quiere el tiempo, tiempo en cuenta/ Por no haber hecho yo la cuenta en tiempo/ Que el tiempo tomaría cuenta al tiempo/ Si en la cuenta del tiempo hubiera cuenta/ ¿Qué cuenta ha de bastar a tanto tiempo?/ ¿Qué tiempo ha de bastar a tanta cuenta?/ ¡A quien sin cuenta vive, falta tiempo!/ Y yo estoy sin tener tiempo ni cuenta/ Sabiendo qe he de dar cuenta del tiempo/ Y que ha llegado el tiempo de la cuenta!!» Más en Palomo, 1987.

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intenciones, pero incapaces de superar las barreras de la alteridad, y, en cuarto lugar, mezclados junto a ellos, deambularon por los escenarios de la conquista, ya desde sus inicios, curas y frailes letrados con talante humanista y con aptitudes variadas como dibujantes de botánica y paisaje local,11 cronistas,12 científicos, lingüístas, poetas… que se cuestionaron, sin tregua y sin pausa, sobre el sentido práctico y trascendente de las acciones en el día a día, imbricados de profundis en la acción o sumidos en el desespero y el absurdo.

Conclusiones Se retorna así a la reflexión sobre los alcances de la construcción im-perial desde escenografías de lo privado y lo cotidiano. Los grandes referentes institucionales (Iglesia, Corona, Estado) y las diversas ca-tegorias de organización de las dos Repúblicas de la sociedad colonial y sus conflictos en el proceso histórico de conquista y colonización quedan en otro ámbito imprescindible de la investigación. Otra cosa es la microhistoria —y sus implicaciones en el éxito o fracaso de la empresa— de unos forasteros (y sus descendientes) que recalaron en mundos extraños y ejercieron un poder, en teoría, incontestable y omnímodo sobre lugareños que ni les esperaban, ni les necesitaban, y que se relacionaron con esos nuevos señores (sustitutos o superpuestos a otros anteriores), desde la construcción de mecanismos de adaptación —interesada o ingenua— o desde la articulación de formas variadas de resistencia —violenta o silenciosa—. Parece, en fin, que sin tomar en consideración las vicisitudes de unos y otros, es bien cierto que la historia de la administración de poblaciones en América Latina se podrá continuar reconstruyendo desde la prioritaria e imprescindible consideración de categorías, magnitudes y transformaciones, pero permanecerá la carencia inquietante, como ha recordado siempre Andrés Guerrero, de una escritura de la «historia de las poblaciones (y las personas) ‘ausentes’ del espacio público ciudadano».

11. Dibujos de plantas y flores locales, en aPt, Libro de Bautismos. Años 1720-1743. Libro I. Registro 3C51-73-83, páginas finales s/n. También dibujos de los volcanes en diferentes libros.

12. Una interesante anotación anual de hechos de las campañas bélicas locales en tiempos de la Independencia, en aPt, Libro de bautismos. Años 1800-1837. Libro VI. Registro 3C51-78-83.

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