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1 POR UN NUEVO PARADIGMA DE RESOLUCION DE CONFLICTOS: EL CONSTITUCIONALISMO DEMOCRATICO JUDICIAL ¿Ser o no ser un Poder Judicial democrático? Esa es la cuestión. “Quiero repartir una de mis ignorancias a los demás: quiero publicar una volvedora indecisión de mi pensamiento, a ver si algún otro dubitador me ayuda a dudarla y si su media luz compartida se vuelve luz” Jorge Luis Borges (“Indagación de la palabra”) 1. EL FENOMENO: LA JUSTICIA COMO PODER DEL ESTADO DEMOCRATICO El centro del problema que se refleja en la necesidad de indagar acerca de la naturaleza democrática del Poder Judicial conduce a formular una pregunta que surge con notoria evidencia: ¿La Corte Suprema de Justicia de la Nación es democrática o no lo es? Se ha vuelto un lugar común el señalar que la Justicia es un Poder del Estado y que, como tal, se le confían, para su resolución, los conflictos de distinta naturaleza que se plantean continuamente en toda sociedad civilizada. De igual manera, se suele afirmar de modo recurrente una siempre renovada “confianza en la Justicia” en orden a patentizar la creencia de que se tiene la razón y, por lo tanto, así será decidido por los Tribunales. Empero, lo cierto es que esta confianza se quiebra tan pronto como la solución a la que llega la Justicia no es la esperada o pretendida. Surge en ese mismo instante la crítica a ese Poder del Estado en el que tanto se creyó antes de que su pronunciamiento se conociera; reproche que puede ser amplísimo, pues va desde un convencimiento de la venalidad de los jueces hasta achacarles su supina ignorancia del derecho, pasando por acusar su temor o dependencia de algún tipo de poder extraño al juicio dirimido, aunque no al conflicto que se quiere resolver. Desde luego que de allí a la amenaza de entablar juicio político a los jueces o de denunciarlos ante las más diversas instancias hay sólo un paso, con el razonable impacto que ello gana en el ánimo y la tranquilidad de quien tiene, mientras se sustancia el reclamo, que seguir resolviendo otros conflictos. Estas actitudes amenazantes, lejos de compadecerse con el más que justificado espíritu republicano de controlar los actos de los jueces se aproxima más a una exteriorización del deseo de subordinar a los magistrados a los designios de las partes del litigio bajo el manto de una extorsión apenas enmascarada.

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1

POR UN NUEVO PARADIGMA DE RESOLUCION DE CONFLICTOS:

EL CONSTITUCIONALISMO DEMOCRATICO JUDICIAL

¿Ser o no ser un Poder Judicial democrático? Esa es la cuestión.

“Quiero repartir una de mis ignorancias a los demás: quiero publicar una volvedora indecisión de mi pensamiento, a ver si algún otro dubitador

me ayuda a dudarla y si su media luz compartida se vuelve luz” Jorge Luis Borges (“Indagación de la palabra”)

1. EL FENOMENO: LA JUSTICIA COMO PODER DEL

ESTADO DEMOCRATICO

El centro del problema que se refleja en la necesidad de indagar acerca

de la naturaleza democrática del Poder Judicial conduce a formular una pregunta que

surge con notoria evidencia: ¿La Corte Suprema de Justicia de la Nación es democrática

o no lo es?

Se ha vuelto un lugar común el señalar que la Justicia es un Poder del

Estado y que, como tal, se le confían, para su resolución, los conflictos de distinta

naturaleza que se plantean continuamente en toda sociedad civilizada. De igual manera,

se suele afirmar de modo recurrente una siempre renovada “confianza en la Justicia” en

orden a patentizar la creencia de que se tiene la razón y, por lo tanto, así será decidido

por los Tribunales. Empero, lo cierto es que esta confianza se quiebra tan pronto como

la solución a la que llega la Justicia no es la esperada o pretendida. Surge en ese mismo

instante la crítica a ese Poder del Estado en el que tanto se creyó antes de que su

pronunciamiento se conociera; reproche que puede ser amplísimo, pues va desde un

convencimiento de la venalidad de los jueces hasta achacarles su supina ignorancia del

derecho, pasando por acusar su temor o dependencia de algún tipo de poder extraño al

juicio dirimido, aunque no al conflicto que se quiere resolver.

Desde luego que de allí a la amenaza de entablar juicio político a los

jueces o de denunciarlos ante las más diversas instancias hay sólo un paso, con el

razonable impacto que ello gana en el ánimo y la tranquilidad de quien tiene, mientras

se sustancia el reclamo, que seguir resolviendo otros conflictos. Estas actitudes

amenazantes, lejos de compadecerse con el más que justificado espíritu republicano de

controlar los actos de los jueces se aproxima más a una exteriorización del deseo de

subordinar a los magistrados a los designios de las partes del litigio bajo el manto de

una extorsión apenas enmascarada.

2

De este modo, se advierte, sin demasiada dificultad, que el Poder

Judicial en general, y los jueces que lo integran en particular, terminan siendo puestos

en tela de duda permanentemente, a causa del sentido de las decisiones que adoptan, sin

parar mientes en las importantes consecuencias que ello trae aparejado en una sociedad

ávida –y muchas veces, con sobrados motivos- de descreer de las instituciones. Con

mayor razón se verifica este fenómeno cuando quienes se encuentran involucrados en la

discusión son los restantes poderes del Estado, cuya natural pretensión de prevalecer por

encima de los demás coadyuva a robustecer el cuestionamiento del Poder Judicial si éste

no se aviene, a través de sus decisiones, a ratificar los criterios políticos con los que se

adoptan determinadas medidas, sean éstas legislativas o de acción.

Va de suyo que el calibre que adquiere la crítica en estos casos resulta

sensiblemente más importante, a la vez que más peligroso, no sólo por la naturaleza de

quien formula la queja sino también por la envergadura institucional que esta alcanza, al

punto de poner en crisis la credibilidad de uno de los poderes del Estado, con su notable

amplificación sobre la opinión general de los ciudadanos, atento al origen de la crítica.

En estos casos, en los que lo político se mezcla indefectiblemente con

lo jurídico, y sin que ello implique negar su íntima relación, habida cuenta que a nadie

medianamente avisado puede escapar que lo jurídico es el resultado de debates

esencialmente políticos, pues no otra cosa y no de otra manera se debate en el seno de

los otros dos poderes del Estado como lo son el Ejecutivo y el Legislativo, cabe, sin

embargo, profundizar el análisis. Ello deviene exigible porque las categorías con las que

debe valorar el problema planteado el Poder Judicial no son sólo políticas. Entiéndase

bien: la categoría con la que principalmente –aunque no únicamente- debe evaluar el

conflicto la Justicia es jurídica pero en un nivel supralegal, que es aquél en el que

generalmente se produce la controversia, esto es, en un nivel constitucional.

Contribuye a complejizar el asunto el hecho de que lo constitucional

también encierra aspectos políticos pues es sabido que la Constitución no es sólo una

norma jurídica sino que también contiene un programa político, a largo plazo, creado

para organizar y distribuir el poder así como para gobernar su funcionamiento por

encima de los designios del legislador común.

La Constitución, en sus normas, consagra un plexo axiológico

previamente seleccionado por un sector social que algunos identifican como

representativos de las mayorías populares y otros como referentes de una dirigencia

3

minoritaria. Lo importante es destacar que, en uno u otro supuesto, en su texto, se

cristalizan valores que orientan a todas las normas de jerarquía inferior.

Ese programa de naturaleza política implica el diseño de un verdadero

plan de acción que se estima vigente para un lapso más o menos prolongado pero que,

sobre todo, concreta la definición de rasgos de identidad de una nación que no pueden

ser soslayados so riesgo de extraviar su esencia como tal. De muy poco serviría una

simple y despojada descripción de los órganos en los que se distribuye el poder del

Estado si, coetáneamente, esto no permite conocer cómo se debe conducir, en la

realidad, cada uno de ellos, en la actuación concreta y eficaz de las atribuciones que se

les confieren y de las limitaciones dentro de las cuales cabe ejercitarlas, con ajuste a

criterios de permanencia a lo largo del tiempo.

Utilizando la nomenclatura de Bidart Campos1, es dable llamar a esta

perspectiva, constitución material, esto es, la constitución vigente y eficaz de un Estado,

aquí y ahora. Es material en cuanto tiene vigencia sociológica, actualidad y positividad,

equiparándose a la noción de régimen político o sistema político.

Analíticamente, la Carta Magna material, consiste en un orden real de

conductas de reparto que guarda ejemplaridad. Esta última nota implica que esas

conductas obran como modelo que origina seguimiento y que disponen de una

viabilidad de reiteración que las generaliza. A su vez, esas conductas tienen vigencia

sociológica actual y están dotadas de contenidos constitucionales, descriptos y captados

lógicamente como normas generales. Pueden o no estar formuladas expresamente, en

virtud de lo cual no carecen de la dimensión normológica y guardan pretensiones de

permanencia.

En principio, existe un nexo de coincidencias entre la constitución

formal y la material. Ello ocurre cuando la constitución formal goza de vigencia

sociológica, funciona y resulta plenamente aplicable, de lo que se deriva que las

conductas de reparto ejemplares se ajustan a la constitución formal.

Sin embargo, también puede ocurrir que la constitución material no

coincida con la formal, total o parcialmente, lo que acontece, evidentemente, cuando

la última no tiene vigencia sociológica, ni funciona, ni se aplica, bien sea que ello

1 Germán Bidart Campos, Tratado elemental de derecho constitucional argentino, EDIAR, t. I, El derecho constitucional de la libertad, p. 85.

4

ocurra desde la misma génesis de la norma o que la desvinculación haya sido

sobreviniente.

Cabe advertir que la constitución material es siempre más amplia

que la constitución formal, aún en los supuestos de coincidencia total pues la primera

excede a la segunda a tenor de la perenne presencia de contenidos incorporados al

margen y por fuera de la formal.

A guisa de colofón, corresponde señalar que mientras la

constitución normativa cristaliza un determinado estado de cosas en un tiempo dado,

el programa político que ella representa comporta un plan de acción política general

proyectado para tener vigencia en el futuro y cuya interpretación, a cargo del Poder

Judicial en su aplicación concreta a las singulares controversias planteadas, debe

compatibilizar la perspectiva del constituyente con la cambiante realidad en que el

principio o el valor consagrado en el mandato constitucional debe ser aplicado.

Esta es la razón por la cual cualquier conflicto impregnado de tintes

políticos, como lo son aquéllos en los que se debate la constitucionalidad de una ley,

pone a los jueces en el rol de decidir acerca de la legitimidad de una norma emanada de

la voluntad popular y, en caso de que ésta no supere el test al que lo somete la Carta

Magna, debe privar de efectos a la disposición de menor jerarquía, contradiciendo la

decisión mayoritaria. Una solución semejante expone a la Justicia a la crítica más

descarnada, cuestionando su legitimidad para adoptarla por la falta de acceso de los

jueces a sus cargos por vía de la elección popular y directa, a diferencia de los

representantes del pueblo, quienes en el Congreso alumbraron la norma invalidada.

Lo paradójico del conflicto que así se crea es que el Poder Judicial

también es un Poder del Estado, en paridad de condiciones que los dos restantes, con

idéntica génesis constitucional y, además, dotado por la Carta Magna de las atribuciones

cuyo ejercicio se pretende censurar por la vía de la crítica hacia el origen de las

designaciones de los jueces que lo integran.

Este es el difícil panorama ante el que habitualmente se encuentra el

Poder Judicial, que pone en crisis la existencia misma de este Poder del Estado, su

naturaleza y sus funciones, y es, por su complejidad, el tema que nos desafía a ser

abordado.

2. DOS CASOS EMBLEMATICOS.

5

Con pocos meses de diferencia el Tribunal Cimero de la Nación se

expidió en dos causas igualmente controversiales2, a saber, una en la que se cuestionó la

constitucionalidad de la ley que pretendió incorporar modificaciones a la forma de

integración del Consejo de la Magistratura y otra en la que el reproche constitucional se

dirigió en contra de la ley de regulación de medios de comunicación audiovisual.

Ambas leyes –se torna indispensable remarcarlo- fueron el resultado de amplios debates

en el seno de la sociedad argentina que, a la vez, repercutieron proporcionalmente en el

foro parlamentario pertinente. Otro de los rasgos relevantes que definieron a ambas

normativas consistió en que las dos leyes fueron presentadas por sus respectivos

proponentes como avances sobre sendos nucleamientos de poder, identificados como

corporativos, esto es, el judicial en el primer caso y el económico-mediático en el

segundo.

En lo que respecta a la primera de las leyes mencionadas, vinculada a

la reforma en la manera de integrar el Consejo de la Magistratura, que fue precedida por

una profunda discusión acerca del nivel de representatividad requerido en una sociedad

democrática para seleccionar y remover jueces, la Corte Suprema de Justicia de la

Nación se pronunció, por mayoría, por su inconstitucionalidad. En cambio, sobre la –así

llamada- ley de medios, el Más Alto Tribunal de la Nación se manifestó por su

constitucionalidad.

Respecto del primer caso, se criticó a la Corte lo que se calificó como

su defensa corporativa del agrupamiento del que, además, forma parte; mientras que en

el segundo caso se exaltó su sapiencia y altura republicana.

Estas circunstancias, sintéticamente expuestas y sólo a guisa de

mecanismo introductorio y, si se quiere también, provocador, conducen a formular una

pregunta sobre la que no hay duda que sólo admite una respuesta: ¿Es la Corte Suprema

de Justicia de la Nación un Tribunal democrático o no lo es?

Con ajuste a un viejo y sobradamente conocido principio lógico, nada

puede ser y no ser al mismo tiempo. Sin embargo, a juzgar por las críticas que

sucesivamente se levantaron ante ambos decisorios, parece que el Tribunal Cimero

2 Prefiero utilizar el vocablo “controversial” antes que el más difundido mediáticamente, “polémico”, porque entiendo que, en términos de litigio procesal aquél es más apropiado para calificar la naturaleza judicial de la disputa que se ventila. Por lo demás, tampoco puedo soslayar la circunstancia que, en general, constituye un artilugio excesivamente empleado, en orden a poner en tela de juicio cualquier cosa, aludir a su carácter “polémico”, sin determinar en qué consiste la polémica que desata o cuál es su causa. En cambio, lo controversial conlleva una nota descriptiva que, conforme se verá a lo largo de este estudio, busca aportar la necesaria neutralidad científica que debe primar en el tratamiento de la materia.

6

consiguió romper con esta limitación siendo, simultáneamente, democrático y

antidemocrático.

Admito que lo afirmado precedentemente no deja de ser un recurso

destinado a comenzar el tratamiento del tema que, por la jerarquía que tiene la Corte

Suprema de Justicia de la Nación, así como por la entidad que alcanzaron las materias

en conflicto, a la vez que la naturaleza legal de los instrumentos puestos en crisis, exige

un disparador lo suficientemente explícito y vigoroso para movilizar la discusión que,

anticipo, será ardua.

2.1. La ley de reforma del Consejo de la

Magistratura.

El primero de los casos enunciados como ejemplos a considerar en

este estudio consistió en la llamada “democratización del Poder Judicial” y fue decidido

el 18 de junio de 20133.

En la especie, la Corte Suprema de Justicia de la Nación dispuso, por

mayoría, declarar inconstitucional la norma sometida a su control. Para así decidir se

tuvo en cuenta la interpretación que se desprende de la literalidad del art. 114 de la

Constitución Nacional4, determinándose que la misma norma dispone que el Consejo de

la Magistratura está integrado por representantes de los poderes políticos del Estado,

esto es, con elección popular, y de los jueces y abogados de la matrícula federal. De este

modo, “las personas que integran el Consejo lo hacen en nombre y por mandato de cada

uno de los estamentos indicados, lo que supone inexorablemente su elección por los

integrantes de esos sectores. En consecuencia, el precepto no contempla la posibilidad

de que los consejeros puedan ser elegidos por el voto popular ya que, si así ocurriera,

dejarían de ser representantes del sector para convertirse en representantes del cuerpo

electoral”5. Por otra parte, interpretó la mayoría del tribunal que “en el precepto no se

dispone que esta composición deba ser igualitaria sino que se exige que mantenga un

equilibrio, término al que corresponde dar el significado que usualmente se le atribuye

de ‘contrapeso, contrarresto, armonía entre cosas diversas’ (Real Academia Española,

vigésima segunda edición, 2001)”.

3 En los anales jurisprudenciales de la Corte Suprema de Justicia de la Nación se identifica como “Rizzo, Jorge Gabriel (apoderado Lista 3 Gente de Derecho) s/ acción de amparo c/ Poder Ejecutivo Nacional, ley 26.855, medida cautelar (Expte. Nº 3034/13)”. 4 CSJN, “Rizzo”, considerando 17. 5 CSJN, “Rizzo”, considerando 18.

7

En el nudo medular de la argumentación esgrimida se aduce que “…

El segundo párrafo del artículo 114 debe interpretarse como parte de un sistema que

tiende, en palabras del Preámbulo, a afianzar la justicia y asegurar los beneficios de la

libertad. Para lograr esos fines nuestra Constitución Nacional garantiza la independencia

de los jueces en tanto constituye uno de los pilares básicos del Estado Constitucional.-

Por ello, el nuevo mecanismo institucional de designación de magistrados de tribunales

inferiores en grado a esta Corte, contemplado en la reforma de 1994, dejó de lado el

sistema de naturaleza exclusivamente político-partidario y de absoluta discrecionalidad

que estaba en cabeza del Poder Ejecutivo y del Senado de la Nación. Tal opción no

puede sino entenderse como un modo de fortalecer el principio de independencia

judicial, en tanto garantía prevista por la Constitución Federal.- En este sentido, no ha

dado lugar a controversias que la inserción del Consejo de la Magistratura como

autoridad de la Nación ha tenido por finalidad principal despolitizar parcialmente el

procedimiento vigente desde 1853 para la designación de los jueces, priorizando en el

proceso de selección una ponderación con el mayor grado de objetividad de la

idoneidad científica y profesional del candidato, por sobre la discrecionalidad absoluta

(Fallos: 329:1723, voto disidente del juez Fayt, considerando 12). Es evidente que con

estos fines se ha pretendido abandonar el sistema de selección exclusivamente político-

partidario. En palabras de Germán Bidart Campos, es inocultable la búsqueda del

constituyente de ‘amortiguar la gravitación político-partidaria en el proceso de

designación y enjuiciamiento de jueces’ (‘Tratado Elemental de Derecho

Constitucional’, 1997, T. VI, pág. 499)”.

Asimismo y en ese orden de ideas, se aduna que la Carta Magna fue

precisa al establecer la elección popular y directa para los integrantes de los poderes

políticos del Estado, reservando la elección indirecta –o por estamentos- para los

miembros del Consejo de la Magistratura6.

Ante la confrontación de la norma contenida en la ley 26.855 con esta

lectura del texto constitucional, la mayoría del Tribunal Cimero concluyó que aquella

disposición no se compadecía con ésta, inclinándose por tacharla de inconstitucional.

Sin perjuicio de la ardua discusión desatada con motivo de este

pronunciamiento, en base al alcance que cabe asignar a la voluntad del constituyente, y

sea que se compartan o no los argumentos empleados, no es menos cierto que se han

6 CSJN, “Rizzo”, considerando 28.

8

expuestos razones sólidas que se afincan en una interpretación gramatical, sistemática e

histórica de la letra del art. 114 de la Carta Magna, llenando con ello las exigencias

propias de la herramienta hermenéutica7.

Con ello quiero decir que no se advierte en este fallo la exteriorización

de un criterio arbitrario, esto es, carente de motivación o afincado en fundamentos

meramente caprichosos, para que el Tribunal se expidiera en el sentido en que lo hizo.

Por el contrario, emerge de él que se ha llevado a cabo la elaboración de un

razonamiento consistente con la letra y el espíritu constitucional.

2.2. La ley de medios de comunicación audiovisual.

En esta causa, el eje central de la discusión fue el reproche de

inconstitucionalidad dirigido por la parte actora –a la sazón, un conglomerado

empresario titular de un multimedios sumamente poderoso en el país- en contra de los

arts. 458 y 1619 de la ley 26.522.

7 Beuchot, Mauricio, Hermenéutica analógica y derecho, p. 14, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2008, señala que “la hermenéutica es la disciplina que nos enseña a interpretar textos”, entendiendo por “el interpretar como un proceso de comprensión que cala en profundidad, que no se queda en una intelección instantánea y fugaz”. En lo atinente al valor que asume la hermenéutica en la interpretación judicial, postula este autor que en la jurisprudencia “se cuenta con la hermenéutica como el elemento apropiado para lograr una comprensión adecuada de los textos jurídicos, sobre todo para captar la intención de su autores, es decir, la intencionalidad del legislador” (op. cit., p. 25). 8 Esta norma determina los límites cuantitativos para las licencias susceptibles de ser titularizadas por cada sujeto: Multiplicidad de licencias. A fin de garantizar los principios de diversidad, pluralidad y respeto por lo local se establecen limitaciones a la concentración de licencias. En tal sentido, una persona de existencia visible o ideal podrá ser titular o tener participación en sociedades titulares de licencias de servicios de radiodifusión, sujeto a los siguientes límites: 1. En el orden nacional: a) Una (1) licencia de servicios de comunicación audiovisual sobre soporte satelital. La titularidad de una licencia de servicios de comunicación audiovisual satelital por suscripción excluye la posibilidad de ser titular de cualquier otro tipo de licencias de servicios de comunicación audiovisual. b) Hasta diez (10) licencias de servicios de comunicación audiovisual más la titularidad del registro de una señal de contenidos, cuando se trate de servicios de radiodifusión sonora, de radiodifusión televisiva abierta y de radiodifusión televisiva por suscripción con uso de espectro radioeléctrico. c) Hasta veinticuatro (24) licencias, sin perjuicio de las obligaciones emergentes de cada licencia otorgada, cuando se trate de licencias para la explotación de servicios de radiodifusión por suscripción con vínculo físico en diferentes localizaciones. La autoridad de aplicación determinará los alcances territoriales y de población de las licencias. La multiplicidad de licencias –a nivel nacional y para todos los servicios– en ningún caso podrá implicar la posibilidad de prestar servicios a más del treinta y cinco por ciento (35%) del total nacional de habitantes o de abonados a los servicios referidos en este artículo, según corresponda. 2. En el orden local: a) Hasta una (1) licencia de radiodifusión sonora por modulación de amplitud (AM). b) Una (1) licencia de radiodifusión sonora por modulación de frecuencia (FM) o hasta dos (2) licencias cuando existan más de ocho (8) licencias en el área primaria de servicio. c) Hasta una (1) licencia de radiodifusión televisiva por suscripción, siempre que el solicitante no fuera titular de una licencia de televisión abierta. d) Hasta una (1) licencia de radiodifusión televisiva abierta siempre que el solicitante no fuera titular de una licencia de televisión por suscripción. En ningún caso la suma del total de licencias otorgadas en la misma área primaria de servicio o conjunto de ellas que se superpongan de modo mayoritario podrá exceder la cantidad de tres (3) licencias. 3. Señales: La titularidad de registros de señales deberá ajustarse a las siguientes reglas: a) Para los prestadores consignados en el apartado 1, subapartado “b”, se permitirá la titularidad del registro de una (1) señal de servicios audiovisuales. b) Los prestadores de servicios de televisión por suscripción no podrán ser titulares de registro de

9

Luego de ratificar que la norma impugnada no constituye un

menoscabo al derecho a la propiedad10 ni a la libertad de expresión11, el Más Alto

Tribunal de la Nación señaló, en lo que interesa al art. 45, que “la entidad de los

derechos objetivos que persigue la ley y la naturaleza de los derechos en juego, las

restricciones al derecho de propiedad de la actora –en tanto no ponen en riesgo su

sustentabilidad y sólo se traducen en eventuales pérdidas de rentabilidad- no se

manifiestan como injustificadas. Ello es así en la medida en que tales restricciones de

orden estrictamente patrimonial no son desproporcionadas frente al peso institucional

que posean los objetivos de la ley”12.

Respecto de la impugnación ensayada en contra del art. 161 aseveró la

Corte Suprema de Justicia de la Nación que la limitación en torno a la imposibilidad de

invocar derechos adquiridos debe ser interpretada “en el sentido de que el titular de una

licencia no tiene un derecho adquirido al mantenimiento de dicha titularidad frente a

normas generales que, en materia de desregulación, desmonopolización o defensa de la

competencia, modifiquen el régimen existente al tiempo de su otorgamiento”, en

consonancia con numerosos precedentes del mismo Tribunal, decididos en igual

sentido13.

Siendo ello así, el Tribunal Cimero juzgó que la norma cuestionada

era constitucional.

Una vez más, se podrá coincidir o no con la fundamentación

expresada por el Más Alto Tribunal de la Nación pero lo que no puede afirmarse es que

su pronunciamiento carezca de motivación y que, además, ésta se encuentre

desconectada de los términos y el sentido del que están impregnados en la Carta Magna.

2.3.

señales, con excepción de la señal de generación propia. Cuando el titular de un servicio solicite la adjudicación de otra licencia en la misma área o en un área adyacente con amplia superposición, no podrá otorgarse cuando el servicio solicitado utilice la única frecuencia disponible en dicha zona. 9 Esta disposición determina la frontera temporal que los sujetos interesados tienen en orden a adecuarse al nuevo régimen legal: “Adecuación. Los titulares de licencias de los servicios y registros regulados por esta ley, que a la fecha de su sanción no reúnan o no cumplan los requisitos previstos por la misma, o las personas jurídicas que al momento de entrada en vigencia de esta ley fueran titulares de una cantidad mayor de licencias, o con una composición societaria diferente a la permitida, deberán ajustarse a las disposiciones de la presente en un plazo no mayor a un (1) año desde que la autoridad de aplicación establezca los mecanismos de transición. Vencido dicho plazo serán aplicables las medidas que al incumplimiento –en cada caso– correspondiesen. “Al solo efecto de la adecuación prevista en este artículo, se permitirá la transferencia de licencias. “Será aplicable lo dispuesto por el último párrafo del artículo 41”. 10 CSJN, “Clarín”, considerando 34. 11 CSJN, “Clarín”, considerando 36. 12 CSJN, “Clarín”, considerando 49. 13 CSJN, “Clarín”, considerando 66.

10

Las disputas que pueden entablarse sobre lo acertado o desacertado de

ambas decisiones o bien de su corrección o incorreción ya se han librado tanto en el

terreno de la Justicia como en el de la doctrina y la academia, exponiéndose argumentos

tanto a favor de una como de otra postura. No es el objeto de este trabajo el examinar

este aspecto de las sentencias emitidas por la Corte Suprema de Justicia de la Nación

sino sólo partir de su exposición, en base a una selección de las motivaciones

esgrimidas en cada caso, en orden a patentizar, gracias a ellos, dos ejemplos ostensibles

de razonamiento de los jueces y su confrontación con la crítica levantada acerca de la

legitimidad que tiene –o no- el Poder Judicial para evaluar la constitucionalidad de una

norma dictada por la mayoría de los representantes del pueblo y, en su caso, tacharla por

no avenirse a los límites que marca la Carta Magna.

3. LA BÚSQUEDA DE UNA RESPUESTA: LA FUNCIÓN

ESENCIAL DEL PODER JUDICIAL.

El inicio de la búsqueda de una posible respuesta al importante

problema jurídico-institucional que representa la competencia del Poder Judicial –en el

caso, por boca de su cabeza, la Corte Suprema de Justicia de la Nación- para examinar

la constitucionalidad de una disposición legal debe iniciarse, debido a eminentes

razones metodológicas, por cierto, por el análisis de la función que cumple la Justicia en

un Estado de Derecho.

Para comprender cabalmente este punto, conviene recordar que

nuestro Poder Judicial fue forjado, desde una perspectiva institucional, como un

verdadero híbrido entre las concepciones norteamericana y continental –de raíz

francesa- de lo que debe ser la Justicia. Así lo explica Gelli14 al señalar que en la visión

del derecho continental codificado “el juez es percibido como la boca que pronuncia las

palabras de la ley y debe, en consecuencia, resolver conflictos de interés aplicando y,

sobre todo, interpretando las normas vigentes con particular deferencia a los motivos y

voluntad del legislador”. En cambio, en la tradición norteamericana, “el Judicial es

14 Gelli, María Angélica, Constitución de la Nación Argentina. Comentada y concordada, T. II, p. 443 y siguientes, ed. La Ley, cuarta edición ampliada y actualizada, Buenos Aires, 2011. En sentido semejante se manifiesta Jorge Vanossi al desarrollar el acápite titulado “¿Qué jueces queremos? El perfil de los juzgadores”, Teoría constitucional, T. II, p. 997 y siguientes, tercera edición, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2013. Dice allí que debe establecerse una diferenciación entre la Justicia como Poder del Estado y como órgano administrador de Justicia, lo que, a su vez, deriva en la correlativa distinción entre “función judicial” y “servicio de Justicia”, inclinándose por reconocer una mayor jerarquía a lo primero que a lo segundo. Comparto la necesidad de diferenciar una cosa de la otra, lo que, sin embargo, no me impide advertir que el ciudadano no está obligado a hacerlo y, en todo caso, percibe que lo que el Poder Judicial le brinda es un servicio que, como tal, debe ser suministrado con la mejor calidad y de la mejor manera posible, enderezado a obtener, a su vez, los mejores resultados para los protagonistas del conflicto.

11

designado y estructurado como uno de los poderes del Estado”. En el primer caso, el

juzgador no es más que un mero administrador, limitado a dispensar entre las partes en

conflicto la justicia ya contenida en las normas dadas por el legislador, en tanto titular

de la soberanía popular; mientras que en el segundo supuesto, titulariza un verdadero

papel político al ejercer el control de constitucionalidad.

A la luz de los antecedentes que inspiraron su configuración actual, el

Poder Judicial tiene asignada, como su principal tarea, desde el punto de vista

constitucional, el de actuar como el tercero imparcial al que se le encomienda la

resolución de los conflictos que se suscitan entre los ciudadanos y que para nada

excluye el control de constitucionalidad. Se trata de una función de intermediación que

“discurre por los cauces del derecho objetivo en una actuación que deriva de lo

dispuesto en la operación de otras agencias estatales; esa actuación, a su vez, tiene

incidencia restringida puntualmente a los casos sometidos a su decisión”15. A ello debe

agregarse que “la generalización, la cuantificación y la difusión del ‘poder’ aparecen

recortadas en el caso del Judicial, por la no espontaneidad inherente al ‘nemo procedat

iudex ex officio’; su poder no se dinamiza sino a partir del reclamo que excita la

jurisdicción en concreto”16.

Ninguna duda cabe de que, a pesar de que ésta es la faceta del

ejercicio del Poder Judicial con la que más familiarizada está la sociedad, no es la que

mayores fricciones institucionales provoca. Antes bien, la cuestión conflictiva emerge

con mayor intensidad en los casos en los que la materia a dirimir versa sobre decisiones

adoptadas por los restantes poderes del Estado y se advierten mejor aun cuando la tarea

a cumplir por los Tribunales radica en el control de constitucionalidad de las normas

emitidas por el Poder Legislativo.

4. DESPEJANDO INGENUIDADES E HIPOCRESIA: LA

DIMENSION POLÍTICA DEL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD

COMO FUNCION ESENCIAL DEL PODER JUDICIAL.

La función esencial del Poder Judicial, desde el punto de vista

institucional es la de marcar los límites constitucionales que deben observar las

decisiones de los otros poderes del Estado.

15 Soler Miralles, Julio E., “Poder Judicial y Función Judicial”, publicado en El Poder Judicial, p. 103, AAVV, ed. Depalma, Buenos Aires, 1989. 16 Soler Miralles, Julio E., op. cit., p. 104.

12

En orden a comprender cabalmente el problema ante el que nos

enfrentamos, conviene tener en consideración que no cualquier conflicto llega a

conocimiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, mereciendo que se expida

al respecto, sino sólo aquél que por su entidad y gravedad, conectado a –u originado en-

cuestionamientos de índole constitucional, son susceptibles de provocar el

pronunciamiento del Más Alto Tribunal del País.

4.1. El rol (¿vergonzantemente?) político del

Poder Judicial.

Decía bien Sagüés que hasta “hace unas décadas, hablar del ‘perfil

político’, o de la ‘naturaleza política’, o de los ‘papeles políticos’ del Poder Judicial

sonaba a algo anómalo y hasta inmoral”, toda vez que los poderes políticos eran el

Legislativo y el Ejecutivo, limitando la labor de la judicatura a una actuación neutra,

profesionalizada y puramente jurídica17. No me es posible soslayar que esta visión del

asunto no deja de ser una mirada interesada, toda vez que su postulación implicaba, a la

vez, restar peso específico –que no puede ser otro que político- a la Justicia como Poder

del Estado y subordinarla a planos de decisión secundarios. En este orden de ideas,

conviene recordar lo enfatizado gráficamente por Alejandro Nieto, echando mano de

datos de la experiencia histórica española, al decir que “la politización del juez se

entendía como un rasgo negativo por sí mismo. De aquí la apología del apolítico tanto

en los regímenes democráticos como en los dictatoriales”. En los primeros por la

conveniencia de que “los representantes del Poder Judicial se hallen alejados del terreno

de la política activa, no tomando parte en sus ardientes luchas”, y en los segundos

porque la actividad política era “intrínsecamente prohibida o, al menos, muy

sospechosa, lo mismo para jueces que para ciudadanos, lo mismo dentro que fuera de la

función”18.

Sin embargo, esta manera de ver al Poder Judicial ya no resulta

adecuada al rol que efectivamente debe cumplir en la sociedad en los tiempos que

corren. Este aspecto se revela en toda su importancia, sobre todo, en lo atinente al

control de constitucionalidad19.

17 Sagüés, Néstor Pedro, El tercer poder. Notas sobre el perfil político del Poder Judicial, p. XIX, ed. LexisNexis, Buenos Aires, 2005. 18 Nieto, Alejandro, El desgobierno judicial, p. 253, ed. Trotta, Madrid, 2005. 19 Bercholc, Jorge O., comentario al art. 108 de la Constitución Nacional, en Constitución de la Nación Argentina y normas complementarias. Análisis doctrinal y jurisprudencial, AAVV, dirigida por Daniel Sabsay y coordinada por Pablo Manili, T. 4, p. 308, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2010.

13

En efecto, resulta obvio el papel político que desempeña el Poder

Judicial, habida cuenta del significado que encierra la posibilidad de bloquear las leyes

del Congreso, así como los decretos o resoluciones emitidas por el Poder Ejecutivo, en

la medida en que puedan ser tachados de inconstitucionales por los jueces. Lo mismo

ocurre cuando se advierte que la Corte Suprema de Justicia tiene a su cargo definir de

manera final las ambigüedades normativas eventualmente contenidas en la Carta Magna

o cubrir sus vacíos, lo que excede la mera facultad de interpretar, sino que conlleva

también la facultad de integrarla20.

Asimismo, afirma Sagüés, cuando los magistrados definen

incertidumbres interpretativas sobre disposiciones legales, especifican el significado de

las reglas jurídicas de carácter general, evidenciando, de tal suerte, su eminente poder

político.

Este extremo, sin embargo, también permite constatar la existencia de

distintas modalidades distorsivas sobre la interpretación del valor que adquiere el poder

político de la Justicia. En este orden de ideas, se pretende asumir que, en atención a ese

rol político, el Poder Judicial debe mostrarse no sólo afín, sino también subordinarse a

los otros poderes del Estado o, en el peor de los casos, a los designios del partido

mayoritario21. Deviene por demás interesante recordar, pues la discusión generada en

torno al tema fue idénticamente recreada en nuestro país, que la decisión a adoptar sobre

esta materia no fue pacífica. Rememora al respecto Kramer lo arduo del debate, ya

desde los albores del funcionamiento institucional de la democracia norteamericana,

suscitado entonces entre los llamados federalistas y los republicanos22. Con mayor

énfasis en la discusión puramente jurídica que provocó la cuestión, Ackerman

puntualiza la presencia de un patrón evolutivo que identifica como “movimiento,

partido, presidencia”, que es el que marca la línea de conflicto con la postura que

autoriza el control de constitucionalidad en cabeza del Poder Judicial23. Esta

20 Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 43. Agrega este autor un comentario interesante a esta situación: “en definitiva, y como es habitual oír decir en los Estados Unidos, ‘la Corte Suprema es una convención constituyente en sesión permanente’. Naturalmente, esto es más acentuado si en un país hay un Tribunal Constitucional, en lo que a éste hace. Y ello importa, por supuesto, contar con un innegable poder político”. 21 Explica Sagüés, op. cit., p. 43, que esta mirada sobre el Poder Judicial conduce a inferir que existe una forzosa consecuencia: “que quien ha triunfado en la última contienda electoral cuenta con el derecho de integrar los tribunales con jueces provenientes de (o próximos a) tal partido político; e incluso, a modificar en ese sentido los tribunales ya existentes, en particular a los supremos, que según la gráfica expresión de uno de los adscriptos a tal teoría, son ‘cotos de caza’ del victorioso en los comicios”. Es decir que lo “político” del papel que le toca desempeñar al Poder Judicial implica que “tendría que guardar correspondencia con la fuerza ‘política’ gobernante. Lo ‘político’ de la judicatura empalmaría de tal modo con lo ‘político’ de los otros poderes”. 22 Kramer, Larry D., Constitucionalismo popular y control de constitucionalidad, p. 123 y siguientes, ed. Marcial Pons, Madrid, 2011. 23 Ackerman, Bruce, La Constitución viviente, p. 44 y siguientes, ed. Marcial Pons, Madrid, 2011.

14

circunstancia obliga a pensar en que “en tanto los altos jueces de un país –del Tribunal

Supremo, del Tribunal Constitucional- dependan en su nombramiento de otros poderes

estatales controlados por los partidos políticos, la jurisdicción permanecerá politizada y

falta de independencia política”24. En este contexto institucional, “un partido político

voraz de poder, que cuando alcanza la mayoría parlamentaria dispone con libertad del

uso de los tres poderes del Estado, por sí mismo si alcanza mayoría parlamentaria

absoluta, o en coalición con otro u otros partidos, si tan sólo consigue mayoría

parlamentaria y forma Gobierno. El partido que gana las elecciones, por sí mismo o en

comandita, designa al Gobierno, a los legisladores que conformarán la mayoría

parlamentaria, y a los jueces más relevantes del país, que compondrán las magistraturas

más altas…”.

A la luz de la historia del problema institucional que representa para la

sana convivencia de los tres poderes del Estado democrático el origen del control que el

Poder Judicial ejerce sobre la constitucionalidad de las decisiones adoptadas por los

otros dos, bien podría afirmarse que se trató de una solución que por imperio de las

circunstancias y de una correcta lectura del texto de la Carta Magna, se tornó necesaria.

En efecto, recuerda Kramer que “para [James] Wilson, así como esos escritores

tempranos, el control judicial de constitucionalidad no era un rasgo conscientemente

elaborado de la Constitución sino más bien uno accidental, un afortunado subproducto

de su estatus como ley suprema. Los tribunales no habían sido especialmente investidos

con el deber de interpretar o hacer cumplir la Constitución, pero tampoco podían

ignorarlo. ‘La función y el diseño del poder judicial es administrar justicia según el

derecho aplicable’, y el derecho aplicable está necesariamente incluido en la

Constitución: ‘la ley suprema’ a la cual ‘debe subordinarse y ser inferior todo otro

Señala este autor, en orden a esclarecer el contenido de cada uno de los pasos de esa evolución, que “la característica que define al movimiento son sus activistas, un gran grupo de ciudadanos que están dispuestos a invertir una gran cantidad de tiempo y esfuerzo en la consecución de la nueva agenda constitucional”. En cuanto al llamado “movimiento-partido”, afirma que “la mayoría de los movimientos no despegan, y aquellos que lo hacen no forman un nuevo partido político o colonizan uno antiguo”, agregando que “los movimientos partidistas siempre se encuentran en una carrera contra el tiempo. Las motivaciones idealistas se desdibujan una vez que algunos problemas se resuelve, otros desaparecen y aparecen nuevos problemas que desafían la ideología del movimiento. El poder comienza a corromper a los políticos del movimiento, y el partido sirve cada vez más como un imán para oportunistas a quienes no les importan nada los ideales originarios. Inexorablemente, el gran movimiento popular para el cambio institucional cae en el olvido”. A esto se denomina “normalización de la política de los movimientos”. Finalmente, y merced a lo anterior, adviene la presidencia, respecto de lo cual, cabe advertir que “en virtud de su posición estratégica, el presidente miembro de un movimiento tiene los recursos organizativos para ganarle la carrera al tiempo movilizando una coalición ganadora en el Congreso en apoyo de una ley estandarte y logrando la confirmación de jueces simpatizantes del movimiento para ocupar puestos en el Tribunal Supremo”. 24 Soriano, Ramón, El silogismo de la incertidumbre jurídica institucional, publicado en Interpretación y argumentación jurídica, AAVV, coordinado por Carlos Alarcón Cabrera y Rodolfo Luis Vigo, p. 439, ed. Marcial Pons, Sociedad Española de Filosofía Jurídica y Política y Asociación Argentina de Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 2011.

15

poder’. Los tribunales se involucraron en la interpretación constitucional y su

exigibilidad no porque la Constitución fuera derecho ordinario dentro de su especial

competencia, sino porque los jueces estaban tan obligados como cualquier otra

institución o ciudadano a respetar los mandatos constitucionales”25. Este razonamiento,

hecho en el marco de los antecedentes del instituto del control de constitucionalidad en

los Estados Unidos es perfectamente aplicable a nuestro sistema nacional, habida cuenta

de lo innegable del vínculo que mediara entre las respectivas normas supremas y la

filosofía que las inspirara.

La distinción estriba en que, como lo advierte Sagüés, el Poder

Judicial es naturalmente político en tanto está previsto dentro de la Constitución como

un Poder del Estado, pero “su ‘politicidad’ es la de ser autónomo e imparcial frente a los

demás poderes”, pues “si la judicatura no fuese independiente no tendría razón

institucional para existir como tal: sus tareas podrán ser asumidas por la Administración

Pública ordinaria”26. Desde luego que esta visión política del Poder Judicial en general

y de los Superiores Tribunales o Cortes Supremas en especial sólo puede justificarse en

aquellos sistemas en los que la Justicia es reconocida como un Poder del Estado, al

mismo nivel que el Poder Ejecutivo o el Legislativo27.

Es que, tal como remarca Morello, sin perjuicio de resguardar las

formas de “apoliticidad” en la Justicia, tampoco puede perderse de vista que los Jueces

“son un poder del Estado y actúan con independencia absoluta, pero también guiados

por criterios políticos (de alta política), que excluye cualquier partidismo”. Para ello

cabe considerar lo que denomina “la creciente politización del juez”, lo que no equivale

“a que los altos órganos asuman, como integrantes del Gobierno, un papel de ‘élite

política’ y orienten la línea de sentido de las políticas de Estado, porque no son

fugitivos de la realidad ni indiferentes a las ideas de su tiempo”28.

A mérito de estas apreciaciones surge con prístina claridad el rol

político que debe cumplir el Poder Judicial, legitimado para ello por el mismo texto

25 Kramer, Larry D., op. cit., p. 131. 26 Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 44. En igual sentido, en cuanto hace a la génesis constitucional del Poder Judicial como dato revelador de su esencia política, se pronuncia Jorge Bercholc, op. cit., p. 309. Señala este autor que “la Corte Suprema encabeza uno de los tres poderes políticos del Estado, aunque sin las características propias del reclutamiento electoral típico de los otros poderes políticos en el marco de una democracia representativa, pero con una clara demanda normativa del art. 108 de la Const. Nacional para ejercer un rol institucional como tribunal de garantías constitucionales, que, luego de la reforma de 1994, se extienden inequívocamente a la protección del sistema político, en tanto democrático (art. 36, Const. Nacional)”. 27 Falcón, Enrique M., “La función política y los tribunales superiores”, publicado en El papel de los tribunales superiores, AAVV, Roberto Omar Berizonce, Juan Carlos Hitters y Eduardo David Oteiza (coords.), p. 23, ed. Rubonzal-Culzoni, Santa Fe, 2006. 28 Morello, Augusto Mario, El proceso justo, segunda edición, p. 8, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2005.

16

constitucional y sin que la cuestión deba confundirse con la naturaleza y el sentido

político que impregna a los otros dos Poderes del Estado. Proclamar, entonces, el

carácter político de la Justicia en modo alguno deviene censurable, sino que, en todo

caso, no hace más que reafirmar su carácter de Poder equilibrante de las pretensiones de

los demás Poderes frente a los ciudadanos y entre sí, así como garantizador de la

constitucionalidad de sus decisiones. De otro modo, fácil resulta descubrir que si no

existiera esa paridad entre los Poderes del Estado, la Justicia vería imposibilitada su

labor de contralor de la actividad de los otros dos y sus resoluciones serían meramente

líricas o declarativas, sin efectividad real para resituar la labor del Ejecutivo o del

Legislativo dentro de los carriles que marca la Carta Magna.

4.2. El control de constitucionalidad como

expresión concreta del rol político del Poder Judicial.

A la luz del contenido de las controversias desatadas alrededor de las

dos leyes mencionadas a título de ejemplo en este estudio, ninguna duda cabe que los

debates se centraron en los elementos constitucionales que se afirmaban desoídos a la

hora de emitirlas. El siguiente inconveniente a superar, entonces, estriba, como es

natural, en discernir las razones por las cuales un Tribunal, cuyos integrantes no

accedieron a él por obra del voto popular, pueden, sin embargo, juzgar la

constitucionalidad de una norma dictada por la mayoría de los representantes del pueblo

y, en su caso, emitir un pronunciamiento cuyos efectos son claramente derogatorios de

esa disposición legal. Gráficamente señalaba Sagüés el problema diciendo que “en un

Estado democrático no es sencillo digerir cómo un poder no electo popularmente, y

además vedado para casi todo el pueblo (dado que para desempeñarse como juez es

necesario ser abogado, lo que implica excluir al 99 % de la población), puede operar

como ‘poder moderador’ o como ‘árbitro del proceso político’ de los poderes que han

surgido de los comicios”29.

En rigor de verdad no son pocos los países, y entre ellos muchos de

tradiciones republicanas inquebrantables, que confían el control de constitucionalidad al

Poder Judicial, tal como se encarga de remarcarlo Linares, destacando que el control

judicial de las leyes reconoce su origen hace más de doscientos años en los Estados

29 Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 5.

17

Unidos30. Pero, acudir al argumento en función del cual una conducta generalizada, en

sí misma considerada, justifica la propia, no puede constituir una explicación racional

de un problema tan complejo, por lo que se torna indispensable, ahondar en el estudio

de la cuestión.

4.2.1. Una norma democrática ¿es siempre constitucional?

El nudo crítico del problema se produce porque “el constitucionalismo

encierra en su núcleo un doble compromiso difícil de mantener: un compromiso con la

idea de derechos (y por lo tanto, con una dimensión sustantiva de la legitimidad), y un

compromiso con la idea de democracia (esto es, con una dimensión procedimental de la

legitimidad). El primero de ellos se expresa en la adopción de una lista de derechos

incondicionales e inviolables. El segundo compromiso se expresa en la adopción de un

régimen de acceso al poder que tiene su eje, por un lado, en la elección periódica de

autoridades y, por el otro, en la toma de decisiones políticas legislativas a través de la

regla de la mayoría”31.

Lo interesante del fenómeno es que aparece vinculado a lo que se

conoce como la “tercera ola de democratización”. Es decir que, contrariamente a lo que

propone una versión débil del control judicial, esta función atribuida al Poder Judicial,

no es per se no democrática sino, precisamente, fruto del mecanismo democrático de

supervisión.

La importancia del mecanismo democrático como método de creación

de leyes es fundamental dentro del desenvolvimiento consustancial al Estado de

Derecho. Para enfatizar este aspecto deviene conveniente recordar la alta ponderación

que en el criterio de Carlos Nino representa la democracia, excediendo en su concepto y

alcance la sola significación de sistema de gobierno para internarse en el ámbito de la

legitimidad de las normas emanadas de ella. Decía este autor que la cuestión se vincula

“con la relación entre moral y derecho y con la relevancia que tiene para la validez

moral de las normas jurídicas el que ellas tengan o no un origen democrático”32. Sobre

este aspecto, destaca Aulis Aarnio que el principio de la democracia es importante

porque “se basa esencialmente en la idea de participación que, a su vez, presupone la

30 Linares, Sebastián, La (i)legitimidad democrática del control judicial de las leyes, p. 17, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y Derecho, Madrid, 2008. Puntualiza este autor, citando a Horowitz, que “hacia el año 2005, más de tres cuartos de los países del mundo consagraban alguna forma de control judicial de constitucionalidad o revisión judicial”. 31 Linares, Sebastián, op. cit., p. 45. 32 Nino, Carlos Santiago, Democracia y verdad moral, publicado en Los escritos de Carlos Santiago Nino, T. II, Derecho, moral y política, p. 189, ed. GEDISA, Buenos Aires, 2007.

18

aceptación de la exigencia de apertura. La participación significa la posibilidad de

controlar la toma de decisiones”. Aunque cabe distinguir: en la toma política de

decisiones, el control se realiza, por ejemplo, cambiando a los representantes. El

control, sin embargo, es también algo distinto y más. Supone también la supervisión del

contenido de las decisiones”33. Esta relación entre el acto generador de la decisión y el

acto de control no está exenta de tensiones que requieren ser constantemente

equilibradas, debiendo reconocerse que “el principio de la mayoría es, por otra parte,

elástico, y hace posible que haya una evolución dinámica de las ideas en la sociedad. La

base de valores de la sociedad puede cambiar, por lo que, en algunas situaciones, la

opinión de la minoría disidente podrá obtener el apoyo de la mayoría. Pero esto se debe

a cambios en los valores, de tal forma que la audiencia estará racionalmente convencida,

después de haber reconsiderado el problema, sobre lo poco razonable de su propia

opinión”. Es que “el principio de la mayoría es un modelo, un ideal. En una situación

social actual, la mayoría no necesariamente –quizás nunca- resuelve de forma racional.

La argumentación puede llevar consigo formas autoritarias y, de esta forma, persuasión,

aun cuando la argumentación pueda ser considerada racional”34.

Para dirimir el conflicto que crea la crítica relativa a la influencia de la

moral en el derecho positivo, Nino se mostraba convencido de que la mejor alternativa

“está dada por la posición que sostiene que no se accede a la verdad moral por un

proceso solitario, o sectario, de revelación, intuición o aun de reflexión o razonamiento

individual, sino por un proceso colectivo, abierto y público, de discusión libre y racional

entre todos los posibles interesados, de modo que el consenso que se obtuviera como

resultado de esa discusión gozaría de una fuerte presunción de que refleja aquella

verdad moral. Esto sólo puede ser así si la verdad en materia moral está dada por la

aceptabilidad hipotética de principios éticos por todos los afectados por ellos en el caso

de que fueran plenamente imparciales, racionales y conocedores de los hechos

relevantes. En la medida que en la discusión intentemos detectar los principios que

gozan de esa aceptabilidad hipotética y tratemos de reproducir al máximo las

condiciones de libertad, apertura a todos los interesados, racionalidad, etc., el consenso

que se obtenga al cabo de ella será un reflejo presuntamente fiel del consenso ideal que

es constitutivo de la verdad moral”. En consecuencia, “en la medida en que la

33 Aarnio, Aulis, ¿Una única respuesta correcta?, publicado en Bases teóricas de la interpretación jurídica, p. 32, AAVV, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2010. 34 Aarnio, Aulis, op. cit., p. 43.

19

democracia incorpora esencialmente la discusión, tanto en el origen de las autoridades

como en su ejercicio (cambiando sólo por razones de operatividad el consenso unánime

por su análogo más cercano que es el consenso mayoritario), la democracia es un

método apto de conocimiento ético, y sus conclusiones gozan de una presunción de

validez moral. La democracia tiene un valor epistemológico del que carecen otros

sistemas de decisión”.

He allí, entonces, la justificación de la marcada importancia que

guarda la ley como el producto del consenso democrático, con ajuste a sus propias

normas de procedimiento, estatuidas por la Carta Magna, y que la enfrenta, como

decisión mayoritaria y legítima que es, al escrutinio constitucional de los Tribunales.

Ello revela el verdadero nudo de la cuestión, a saber, la tensión que

media entre los derechos y los procedimientos democráticos. Este aspecto, como lo

expresa Linares, “se materializa en dos cuestiones distintas, aunque interrelacionadas”

que se manifiestan en dos interrogantes: “¿qué justifica que existan asuntos –los

derechos consignados en una ‘Carta de Derechos’- sobre las cuales las mayorías no

puedan decidir?”, traducido en lo que Garzón Valdés35 llama “el coto vedado” de

naturaleza constitucional; y ¿qué justifica que unos jueces que no son elegidos por el

pueblo tengan autoridad para invalidar las leyes del Congreso?

A la luz de tal postulación surgen con evidencia al menos dos

derivaciones relevantes: la primera de ellas consiste en admitir que el control judicial,

lejos de entrar en pugna con el sistema democrático, contribuye a afianzarlo al

garantizar la prevalencia de determinados derechos de los ciudadanos frente al

cambiante criterio de las coyunturas políticas de turno; la segunda, que la cuestión se

resuelve a nivel de la categoría de constitucionalidad de las disposiciones en crisis.

Esta nueva perspectiva de control se justifica hoy con mayor razón

aún pues el Estado no es sólo un Estado de Derecho sino que ahora es un Estado

Constitucional de Derecho.

En rigor, la solución que autoriza esta atribución no es más que la

natural consecuencia de la apreciable evolución conceptual que media desde el Estado

Legal de Derecho hasta el Estado Constitucional de Derecho36 y que repercute en la

35 Linares, Sebastián, op. cit., p. 46, citando a Garzón Valdés, 1989, agregando otras denominaciones como la propuesta por Ferrajoli, “esfera de lo indecidible”; por Prieto Sanchís, “derechos atrincherados” o por Dworkin, “cartas de triunfo”. 36 Vigo, Rodolfo Luis, Fuentes del derecho. En el estado de derecho y el neoconstitucionalismo, LL, 2012-A, 1012.

20

actividad judicial como el paso que conduce del Juez legal al Juez constitucional37,

privilegiando entre los deberes que se encuentran en cabeza de los Magistrados el de

controlar la constitucionalidad de los preceptos infraconstitucionales. Desde esta

perspectiva, el juez “legal” plantea y resuelve los conflictos sometidos a su

conocimiento a partir de preceptos infraconstitucionales, interpretando sus disposiciones

de manera aislada respecto de las directivas constitucionales, a las que acude sólo en

casos extremos y de manera supletoria38.

Ahora bien, la transición del juez legal al constitucional, como

resultado correlativo al paso del Estado legal de derecho al Estado constitucional de

derecho, implica afianzar la tesis de considerar a la Carta Magna como una norma

jurídica, así como reconocer el carácter directamente operativo de sus mandatos, los que

dependen para su actuación, de la interpretación y aplicación judicial. Asimismo, cabe

advertir la expansión de la idea de la supremacía constitucional, lo que conduce a la

necesidad de comprender que el derecho positivo infraconstitucional no es

independiente de la Constitución, sino subordinado a ella, a lo que debe adunarse la

superioridad no sólo normativa sino también ideológica de la Carta Magna39, aspecto

éste último que se convierte, como se verá más abajo, en un elemento importantísimo a

la hora de entender cabalmente el fenómeno de la interpretación judicial.

Esta circunstancia revela que “la ley ha dejado de ser la única,

suprema y racional fuente del Derecho que pretendió ser en otra época, y tal vez éste sea

el síntoma más visible de la crisis de la teoría del Derecho positivista, forjada en torno a

los dogmas de la estatalidad y de la legalidad del Derecho”40. Dicha perspectiva

obedece también a la necesidad de interpretar el ordenamiento jurídico como un sistema

coherente, “como una red integrada y compacta”41. Con prístina lucidez dice Nousiainen

que “la mayoría de los juristas, hoy en día, coincidirían en que el derecho moderno es un

sistema. La teoría jurídica moderna conceptualiza el derecho como un sistema. Más aún, el

derecho conceptualizado como un sistema y la ciencia jurídica dependen mutuamente. Ambos

37 Sagüés, Néstor Pedro, El tercer poder. Notas sobre el perfil político del Poder Judicial, p.33 y siguientes, ed. LexisNexis, Buenos Aires, 2005. 38 Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 30. 39 Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 33 y siguientes. 40 Prieto Sanchís, Luis, Neoconstitucionalismo y ponderación judicial, publicado en Neoconstitucionalismo(s), p. 131, AAVV, editado por Miguel Carbonell, ed. Trotta, Madrid, 2009. 41 Pérez Bermejo, Juan Manuel, Coherencia y sistema jurídico, p. 272, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y Derecho, Madrid, 2006.

21

son parte de la modernización del derecho”42

. Ello propone valorar a las normas jurídicas en

juego como una integralidad, es decir, como un conjunto al que de ninguna manera son ajenas

las disposiciones constitucionales que, en todo caso, se encuentran en la cúspide de ese

sistema y a las que el resto de las normas deben referenciarse. Por su parte, Carlos Alchourrón

y Eugenio Bulygin señalan en una definición ya clásica, que “un conjunto normativo es un

conjunto de enunciados tales que entre sus consecuencias hay enunciados que correlacionan

casos con soluciones”, agregando que “todo conjunto normativo que contiene todas sus

consecuencias es, pues, un sistema normativo”43

. A su vez, ese sistema debe satisfacer ciertas

propiedades formales como lo son la completitud, la independencia y la coherencia44

,

características a las que sin dudas aporta el plexo normativo constitucional en tanto guía e

inspirador del resto del ordenamiento jurídico inferior.

Ahora bien, “las normas aisladas pierden su carácter jurídico y, con ello, su

validez jurídica cuando son extremadamente injustas”, por lo que “la legalidad conforme al

ordenamiento es, dentro del marco de un sistema jurídico socialmente eficaz, el criterio

dominante de la validez de las normas aisladas, algo que es confirmado cotidianamente por la

práctica jurídica”45

. Por lo tanto la legalidad de la norma en crisis, cuya vigencia haya sido

puesta en cuestión, debe ser ponderada en el contexto del ordenamiento jurídico en su

conjunto, del que la Carta Magna forma parte esencial, pues de otro modo sólo cabe predicar

su inaplicabilidad por inconstitucional.

A la luz de esta perspectiva, queda claro que el sistema normativo no puede

aparecer, a los fines de su interpretación y consecuente aplicación, como incompleto o

imprevisor, a tenor de lo cual corresponde a los jueces buscar una solución que autorice a

establecer una regla de determinación que permita salvar la dificultad y que, sobre todo,

guarde plena identificación con las orientaciones, principios y valores consagrados en la

Constitución.

4.2.2. El objeto de interpretación constitucional: ¿normas históricas o

normas actuales?

Tampoco parece descabellado sostener que el gran desafío que

enfrenta la Justicia cada vez que debe acometer el examen de una cuestión

constitucional reside en la necesidad de desentrañar el sentido actual de disposiciones

42 Kevät Nousiainen, Las interacciones del derecho, p. 142, publicado en La normatividad del derecho, AAVV, Aulis Aarnio, Ernesto Garzón Valdés y Jyrki Uusitalo (comp.), ed. Gedisa, serie CLA-DE-MA Derecho/Filosofía, Barcelona, 1997. 43 Alchourrón, Carlos y Bulygin, Eugenio, Sistemas normativos, p. 82, ed. Astrea, colección mayor Filosofía y Derecho, Buenos Aires, segunda edición revisada, 2012. 44 Alchourrón y Bulygin, op. cit., p. 91. 45 Alexy, Robert, El concepto y la validez del derecho, p. 94, ed. Gedisa, serie CLA-DE-MA Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 1994.

22

que fueron emitidas en épocas pretéritas. Ello exige extremar los recaudos en orden a

que la interpretación de la norma constitucional histórica, a cuyos designios debe

subordinarse la norma legal actual, sea la correcta y adecuada conforme criterios de

justicia contemporáneamente compartidos en una sociedad dada.

Afirman Siegel y Post que “la legitimidad democrática de nuestro

derecho constitucional depende en gran parte de su sensibilidad a la opinión popular”.

Es que la legitimidad democrática “tiene su precio, porque el derecho constitucional

define su integridad precisamente en términos de su independencia de la influencia

política. Desde la perspectiva interna del derecho, la distinción entre el derecho y la

política es constitutiva de la legalidad. Es por ello que los tribunales con orgullo e

insistencia se proclaman a sí mismos como ‘meros instrumentos del derecho’”. Ello

muestra que “no es asunto sencillo para los tribunales encontrar formas de incorporar

las creencias populares en el ámbito de la legalidad y al mismo tiempo mantener la

fidelidad a las exigencias de la razón jurídica profesional. Este proceso podría

imaginarse como una serie de ‘conversaciones entre la Corte, el pueblo y sus

representantes’ (Bickel, 1970:91), pero el proceso rara vez es tan civilizado y ordenado

como una conversación. La Corte tiene que navegar en un complejo océano de intensos

desacuerdos para producir una versión del derecho constitucional que sea

democráticamente legítima y fiel a las normas del ejercicio profesional”46.

De otro lado, como lo propone Vigo, la verificación constitucional

puede apuntar a un doble objeto: “o bien se procura con ella fijar el sentido de una

norma constitucional; o bien interesa para fijar el sentido de una norma o de un

comportamiento en relación a la Constitución”47.

4.2.3. Acerca de la necesidad de interpretar la ley conforme a la

Constitución.

La respuesta debe estar dada a partir de la admisión de la necesidad de

coherencia que deben tener las directivas internacionales en materia de derechos

humanos entre sí y de las leyes para con la Constitución.

Si bien es cierto que, en general, los derechos compiten entre sí, no

todos lo hacen al punto de autorizar la supresión del otro. O, como lo dice Lorenzetti48,

46 Post, Robert y Siegel, Reva, Constitucionalismo democrático, p. 57, ed. Siglo Veintiuno, colección Derecho y Política, Buenos Aires, 2013. 47 Vigo, Rodolfo L., Interpretación constitucional, p. 83, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, segunda edición, Buenos Aires, 2004. 48 Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 258, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006.

23

"la competencia entre derechos no lleva al extremo de derogar el contenido mínimo, que

hemos denominado ‘garantías’…". Para resolver el entuerto, propone que, "donde hay

competencia es necesario poner de acuerdo la ponderación, las curvas de optimalidad y

el antiguo juicio prudencial que se ha utilizado en el derecho". Precisa, en orden al

cumplimiento cabal de esta faena, que "ponderar es medir el peso de cada principio, lo

cual implica armonizar, y esto último requiere hacer distinciones, comparaciones tan

finas como sabias, lo cual ha sido la base del saber jurídico desde Roma hasta el

presente". Y en este punto descubrimos que se trata, entonces, de acudir a lo que la

prudencia aconseja, conforme lo sugiere Carlos Ignacio Massini Correas49 al señalar, en

relación a la prudencia jurídica que titularizan los jueces, que "el magistrado judicial

establece, frente a un caso concreto en que se controvierte cuál habría debido ser o

deberá ser la conducta jurídica, la medida exacta de su contenido; pero esta

determinación por él establecida no está ya sujeta a revisión o interpretación sino que,

para ese caso, su dictamen prudencial es el que configura lo justo concreto que habrá de

ponerse en la existencia". En otras palabras, de lo que se trata es de delimitar con la

mayor precisión posible en cuanto se trata de reglar conductas humanas y por lo tanto,

orientadas a esa misma naturaleza, la procedencia de las pretensiones de las partes y los

alcances que cabe asignar a cada una de ellas.

Veamos entonces de qué manera resolver el aparente conflicto

normativo y, por tratarse de disposiciones constitucionales y convencionales, también

de principios, conforme lo postula Gustavo Zagrebelsky50.

Si se ha dicho que el parámetro para medir la adecuación

constitucional de las leyes no puede ser otro que la Constitución y las Convenciones

internacionales a ella incorporadas51, queda remanente la pregunta acerca de la razón

por la cual los Tribunales deben seguir siendo los que interpreten la Constitución. O,

dicho en otras palabras, cuál es el motivo por el cual la Constitución debe ser

interpretada cuando se denuncia que una ley, correctamente votada por quienes están

autorizados por la Carta Magna para hacerlo, la pone en crisis.

49 Massini Correas, Carlos Ignacio, La prudencia jurídica. Introducción a la gnoseología del derecho, p. 46, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2006. 50 Zagrebelsky, Gustavo, El derecho dúctil, p. 110, ed. Trotta, Madrid, 2011. 51 Sobre este punto, conviene ver el interesante trabajo de Víctor Bazán, Control de convencionalidad, tribunales internos y protección de los derechos fundamentales, LL, 2014-A, 761; íd., Ibáñez Rivas, Juana María, Control de convencionalidad: precisiones para su aplicación desde la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, publicado en www.anuariocdh.uchile.cl, anuario 2012, p. 103 y siguientes.

24

En orden a aproximarnos a una respuesta, bien vale formular otra

pregunta, como la que postula Ackerman: “¿Es la Constitución una máquina o un

organismo?”52. Este autor pone de relieve la controversia suscitada entre ambas

posturas, hijas de la evolución del pensamiento jurídico norteamericano, y que denota la

distinta perspectiva asumida respecto de la Carta Magna.

Para comprender estos modos de mirar el texto constitucional, cabe

observar la síntesis de su debate, tal como se produjo entre los académicos

norteamericanos. Originalmente, destaca Ackerman, se pensaba que “nuestros ilustrados

constituyentes nos dieron la máquina que podría funcionar eternamente, sólo con seguir

las instrucciones del manual operativo. Pero este sueño fue destrozado por la Guerra

Civil y cuando los republicanos de la Reconstrucción cambiaron las instrucciones

operativas de la máquina, sus enmiendas constitucionales fueron rebasadas por las

realidades políticas y sociales que habían tratado de reconfigurar”. Por ello, había

llegado la hora de una reevaluación intelectual que despertó una interesante disputa

entre los académicos de las universidades más prestigiosas del momento.

Así, Woodrow Wilson, en su tesis doctoral en la Universidad John

Hopkins, inauguró su ataque a la visión mecanicista de la Constitución señalando que

“la gente seria debería abandonar su obsesión por la Constitución ‘literaria’ y centrarse

en la evolución orgánica de los patrones de autoridad en el mundo real”53.

En función de ello, aduce Ackerman, “para estos padres fundadores

del pensamiento constitucional moderno, el darwinismo, no la mecánica de Newton, era

la clave intelectual al universo; sus esfuerzos jurídicos no fueron sino una pequeña parte

del gran proyecto intelectual de colocar el desarrollo humano en su contexto

evolutivo”54. Más todavía: “la maquinaria del constituyente originario no sólo era

obsoleta, sino que estaba intencionadamente diseñada para frustrar las aspiraciones de

justicia social de una sociedad moderna democrática. La tarea de los abogados, jueces y

de todos los norteamericanos sensatos era clara: era el momento de dejar de adorar a los

ancestros y comenzar con el duro trabajo de adaptación de los arreglos constitucionales

antiguos a las necesidades de los tiempos modernos”55.

52 Ackerman, Bruce, op. cit., p. 89 y siguientes. 53 Ackerman, Bruce, op. cit., p. 90, citando a Woodrow Wilson. 54 Ackerman, Bruce, op. cit., p. 91. 55 Ackerman, Bruce, op. cit., p. 93.

25

Este enfrentamiento revela de manera acabada el gran interrogante de

cuya respuesta depende la asignación de facultades tan relevantes a los jueces como lo

es el control de constitucionalidad, a saber, la comprensión de las directivas consagradas

en la Carta Magna como un conjunto de disposiciones abiertas, flexibles y

comprensivas de situaciones cada vez más novedosas que, por eso mismo, jamás

pudieron ser contempladas por los constituyentes históricos y que, por idéntica razón,

exigen ser leídas e interpretadas a la luz de las nuevas condiciones que contextualizan la

vida social actual, en una suerte de adaptación racional de su sentido a las modernas

circunstancias en las que deben aplicarse. Ello demanda desechar la idea que sugiere ver

a la Constitución como una máquina, para adoptar aquella que propicia percibirla como

un programa flexible y adaptable a los nuevos desafíos que se le presentan, sin por ello

perder su identidad jurídica y política que la convierte en lo que es y que le proporciona

la alta jerarquía que ostenta.

4.3. Aspectos problemáticos.

A los puntos conflictivos ya reseñados, atinentes a las dificultades que

presenta la disyuntiva entre procedimientos constitucionales de formación de las leyes y

los derechos afectados o bien entre la interpretación histórica o actual de la Carta

Magna, se suman otros no menos complejos, pues estriban en la manera de encarar el

estudio de la deficiencia constitucional que se denuncia así como en las fronteras a las

que cabe circunscribir el examen que postula.

Ambos extremos, a su vez, conllevan implícita otra consecuencia, no

menos relevante, a saber, impedir que el Poder Judicial, en ejercicio de sus atribuciones

propias, termine sobrepasándolas e incurriendo, de tal suerte, en un exceso que lo lleve

a escamotear el ámbito de competencia de los otros poderes del Estado. Esto ha hecho

decir a Bianchi56 que tan peligroso para el Estado de Derecho es un Poder Judicial

acorralado, temeroso o complaciente como el gobierno de los jueces que se arrogan

funciones que no les competen.

4.3.1. Los límites al control judicial: los casos no judiciables.

Este entuerto generalmente ha sido identificado como el de las

cuestiones políticas no judiciables57. Se trata de decisiones que afectan, potencialmente

56 Bianchi, Alberto, Control de constitucionalidad, p. 382, ed. Abaco, Buenos Aires, 1992. 57 Kamada, Luis Ernesto, El Poder Judicial en la Constitución Nacional, p. 57 y siguientes, ed. Nova Tesis, Rosario, Santa Fe, 2008. A lo largo del desarrollo de esto sub apartados seguiré la línea argumental ya trazada originalmente en la obra de mi autoría, a las que se agregarán los elementos de juicio novedosos sobre la materia, aportados, entre otros, por Alejandro Nieto.

26

a toda la población, derivan de las atribuciones inherentes a las facultades discrecionales

conferidas a los Poderes políticos del Estado y no resultan susceptibles de ser llevadas

ante un órgano jurisdiccional por un ciudadano, de manera individual, dentro del

estrecho ámbito de un caso judicial, ya que éste no constituye el medio adecuado para

ello.

Así como es posible afirmar que hay leyes que reglan materias

sustancialmente políticas, y por ello mismo, en principio, exceden las potestades

jurisdiccionales, hay otras normas que, aún refiriéndose a los derechos políticos de los

ciudadanos, han sido declaradas justiciables. A los fines de justificar la no

justiciabilidad de una cuestión dada, se han esbozado diversas motivaciones, entre las

que encontramos la existencia de una zona de reserva de los poderes políticos del

Estado, la naturaleza discrecional de la decisión y la propia naturaleza de la función

judicial que no es compatible con el planteamiento de cuestiones de índole general.

A la hora de proponer una solución al problema que significa la

dilucidación de la judiciabilidad de un conflicto, se ha echado mano a tres criterios

básicos: el clásico, el prudencial y el funcional. El primero de ellos constituye un

criterio de interpretación de tinte objetivo, y consiste en la abstención del Tribunal de

conocer en una cuestión con fundamento en la letra de la Constitución. La segunda

perspectiva se asienta en la idea de que el órgano jurisdiccional goza de

discrecionalidad para inhibirse de intervenir declarando la inconstitucionalidad de una

norma cuando ello implica un compromiso para la Corte. Se trata de evitar, por parte de

la cabeza del Poder Judicial, un choque con los restantes poderes. Finalmente, desde la

óptica funcional, se entiende que las cuestiones políticas nacen como consecuencia de

que el poder judicial no puede resolver planteos que exceden los límites del caso

judicial. Su argumento central radica en el principio de división de poderes, evitando

que el Juez ingrese al conocimiento de asuntos que no pertenecen a su competencia.

En orden a caracterizar las llamadas cuestiones no justiciables, es

dable afirmar que, por lo general, consisten en la petición de decisiones a los Tribunales

que, interpuestas por una sola persona, exigen un pronunciamiento sobre una cuestión

de índole política que atañe a un grupo indeterminado de individuos, siendo susceptible

de alcanzar a toda la comunidad.

Cabe preguntarse la razón por la cual, los restantes poderes del

Estado, o bien sus integrantes, de manera individual, igual persisten en su actitud de

27

someter a la Justicia conflictos de índole eminentemente política a sabiendas de las

restricciones existentes.

La primera respuesta que aparece con claridad, autoriza a decir que

nos encontramos ante un fenómeno de transferencia. Cuando el debate político llega o

amenaza llegar a un punto en el que las partes saben, de antemano, que no podrá

evolucionar, sea por el juego de las mayorías como por otras razones de orden formal,

trasladan la cuestión al ámbito de la Justicia. Sin embargo, las razones que conducen a

una conducta semejante no se detienen en la mera traslación del entuerto, pues, a través

de una lectura más profunda del problema es posible advertir una serie de causas que

inspiran tal obrar.

En efecto, varios motivos emergen como posibles respuestas –aislada

o separadamente- para explicar este fenómeno: el primero, paradójicamente, porque el

Poder Judicial tiene una naturaleza no política partidaria, lo que, de frente a la opinión

pública, la posiciona en un lugar institucional más legítimo y menos contaminado de

intereses coyunturales para resolver conflictos esencialmente hijos de la discusión

política; segundo, porque los integrantes de los poderes políticos, a la sazón,

intervinientes en las instancias de designación de los Magistrados, buscan cobrar el

favor concedido con su pronunciamiento; tercero, porque los interesados pretenden

imprimir otros tiempos al conflicto, que son los más lentos y propios de los procesos

judiciales, con lo que escapan a la vorágine que impone el debate político58 y, por

último, la legitimidad jurídica con la que un decisorio judicial, por opinables que sean

los argumentos que le sirven de inspiración, impregna a una decisión política

cuestionada, contagiándole sus virtudes de motivación, andamiaje teórico y sustento

constitucional del que, en sus inicios pudo ésta carecer.

Lo cierto es que, una vez que se produce el planteo judicial, los jueces

no pueden apartarse ni, menos aún, abstenerse de emitir pronunciamiento, toda vez que

ello está prohibido expresamente –y de modo general- por la manda contenida en el art.

15 del Código Civil, y que además, aparece reproducida, con el matiz de la exigencia de

que la decisión que se adopte sea debidamente fundada, en el art. 3º del proyecto de

unificación de los Códigos Civil y Comercial.

58 Existe al respecto una decisiva expresión de uso común en nuestro país, enormemente identificado con las preferencias futbolísticas que le son connaturales: “tirar la pelota afuera”. Este giro grafica poderosamente la pretensión que se manifiesta en el acudir a la Justicia para que dirima entuertos que, por su naturaleza política, deberían ser resueltos en otras sedes.

28

En consecuencia, y para aventar cualquier duda acerca de lo que se

está diciendo: está claro que el Poder Judicial no está llamado a intervenir, en principio

y de oficio, en cuestiones de naturaleza política, en tanto ello le es ajeno a su órbita de

competencia; no obstante esto, cuando el conflicto se plantea en términos de reproche

constitucional, entra en juego la insoslayable obligación de fallar que pesa en cabeza de

los jueces y a la que no pueden sustraerse so riesgo de incurrir en incumplimiento de sus

deberes. Esta es la razón de fondo por la que los magistrados deben pronunciarse, en el

sentido que corresponda, desde luego, para dirimir este tipo de controversias, aun

cuando se sepa, de antemano, el contenido sustancialmente político de la disputa.

Atento a ello y por imperio del mandato constitucional, conforme ya

se viera, el Poder a quien se confía la decisión en esta materia es, inexorablemente, el

Poder Judicial.

Siguiendo a Vanossi59 sostengo que “[E]l aporte francés llevó a

resaltar la independencia del Poder Judicial, la inamovilidad de los magistrados y la

necesidad de preservarlo a la vez del poder popular y del ejecutivo, pero es mérito de

los americanos el robustecimiento de la autoridad judicial como árbitro de la división

del poder, tanto la división horizontal -por funciones- cuanto la vertical o territorial, el

decir, el federalismo. Es en U.S.A. donde el poder moderador, sin mencionarlo como

tal, terminará siendo arrebatado de las manos ejecutivas para reposar, finalmente, en la

Corte Suprema y en los jueces inferiores... no era necesario crear otro poder ni inventar

sucedáneos de una corona moderadora; bastó con conferir la plenitud jurisdiccional a

los jueces, para que éstos -y más particularmente su cabeza visible: la Corte Suprema-

ocuparan ese vacío de poder y se desempeñaran, entonces, no sólo como meros

dispensadores de justicia distributiva, sino a la vez que ello, como poder político,

entendiéndose por tal no necesariamente el poder de establecer (pouvoir d’etablir), más

bien el poder de impedir el avance de lo inconstitucionalmente establecido por los otros

dos poderes políticos: me refiero, como es natural, al pouvoir d’empêcher”.

4.3.1.1. Las cuestiones políticas.

En palabras de Vanossi60, “las cuestiones políticas, estrictamente

hablando, son aquellas sometidas a otros órganos del gobierno que no sean los

judiciales, no en términos de excluír el control judicial, sino con respecto a decisiones

59 “Teoría Constitucional”, Ed. Depalma, T. II, p. 60. 60 Op. cit., p. 169, con cita de Corwin.

29

tan distintivamente políticas en su carácter que los tribunales consideran impropio

procurar ejercer control, aunque en el ejercicio de la jurisdicción que le ha conferido la

Constitución, la Corte Suprema de los E.U puede considerarse llamada a determinar

decisiones tan delicadas como aquellas que evita juzgar”.

Sin embargo, el enervamiento de esa herramienta tan poderosa, que es

el control de constitucionalidad tiene lugar “cuando la Corte, por propia valoración y

por propio criterio, decide también excluir de su competencia el conocimiento de

determinadas cuestiones, que son las que vulgarmente son llamadas ‘political

questions’, es decir, las cuestiones políticas. La categoría de la no justiciabilidad de las

cuestiones políticas no está expresada normativamente en la Constitución ni en la ley,

sino que es un rubro creado por la propia Corte y, como tal, dosificado por ella, y

también como tal, dejado de lado en algunas circunstancias o retomados por la propia

Corte. El fundamento es la prudencia, prudencia política o importancia institucional”61.

Concretamente, las cuestiones políticas constituyen el “conjunto de

casos emergentes de la dilucidación de conflictos sobre derechos presuntamente

lesionados por la comisión de actos políticos o de actos ejecutados en función de

atribuciones políticas de los poderes ejecutivo y legislativo del Estado. La conditio sine

qua non para la procedencia de las causas judiciales basadas en el cartabón de las

cuestiones políticas es que en cada caso exista un derecho individual lesionado, cuya

invocación y defensa constituyan el objeto de la petitio; pues de lo contrario no puede

haber viabilidad alguna de la acción, no a causa de la naturaleza del caso, sino como

consecuencia de -precisamente- la falta de acción”62. Es cierto que “todo lo político está

fuera de la órbita de los tribunales, pero los actos jurídicos de derecho público, inclusive

los electorales, son susceptibles de juzgamiento, cuando la ley atribuye competencia a

los tribunales y debe atribuirla para que el acto no sea una mera declaración”63.

Ahora bien, en lo que respecta a la individualización de una cuestión

como política, debe destacarse que “Como han sido los propios jueces quienes han

ideado el standard de las cuestiones políticas, son ellos quienes determinan cuáles son

políticas y cuáles no lo son... En una palabra, la suerte de esta categoría de casos

depende del propio arbitrio judicial, que la ha creado y que puede ponerle fin si llega a

61 Cfr. Vanossi, op. cit., p. 113. 62 Cfr. Vanossi, op. cit., p. 183. 63 Cfr. Bielsa en LL, 4/3/60.

30

considerar que su mantenimiento significa una brecha disvaliosa para el sistema de

control del Estado de derecho”64.

A modo conclusivo, remarca Vanossi65 lo que él llama “puntos

básicos de la doctrina de las cuestiones políticas”:

1. Aparecen como un status de injusticiabilidad, destinado a amparar

con la no revisión a ciertas determinaciones originadas en los poderes Ejecutivo y

Legislativo, así como también a dar un bill de indemnidad a las consecuencias que

resulten de esas mismas determinaciones.

2. Constituyen en su conjunto una categoría o standard creado por los

propios jueces, que le fijan los alcances con un sentido empírico y de pura oportunidad.

3. Operan una concentración en favor de los poderes políticos, en

perjuicio de los derechos individuales que quedan desprotegidos por obra del

detraimiento de los controles.

4. Tienen como consecuencia privar de carácter operativo a ciertas

normas constitucionales.

5. Exhibe una supuesta virtud de prudencia política y oculta una razón

de imprudencia institucional que se traduce en el notable acrecentamiento de la esfera

del poder discrecional que sustrae de la órbita de las facultades regladas no sólo los

aspectos de oportunidad y conveniencia de los actos en cuestión, sino también el control

mismo de la legalidad en el ejercicio del poder.

6. Crea confusión de conceptos constitucionales.

7. Subsiste el temor de que poniendo fin a la autolimitación de los

jueces se marche hacia el predominio de las valoraciones y criterios ideológicos de los

jueces que no ostentan la representación directa del pueblo para ese cometido.

8. El simple hecho de que en el juicio se busque protección para un

derecho político no implica que él entrañe una cuestión política.

9. La justiciabilidad no pretende subvertir reglas básicas del control de

constitucionalidad, sino que exige nada más que la extensión de ese control en todos los

supuestos que aparecen bajo la forma de casos o causas judiciales, es decir cuando

median controversias o litigios que afectan derechos individuales.

64 Vanossi, op. cit., p. 186. 65 Op. cit., p. 192/196. También se encuentra idéntica referencia en la tercera edición de la misma obra, T, I, p. 811 a 814, ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2013.

31

10. Las funciones privativas de los departamentos políticos del Estado

no son susceptibles de un juicio ante los tribunales cuando el ejercicio de esas funciones

no han puesto la ley o el acto ejecutado en conflicto con la Constitución misma.

11. En aquellos casos en que la dilucidación judicial de las cuestiones

políticas puede devenir en un conflicto de poderes, es posible obtener satisfacción

dentro de ciertas reglas de juego que permitan la imposición de un criterio que salve la

unidad y el desborde de los poderes.

12. No es posible desconocer la función y la dimensión política del

Poder Judicial y, más concretamente, de su cabeza visible, la Corte Suprema.

4.3.1.2. El problema de las áreas de reserva.

El argumento central sobre el que los propugnadores de la exclusión

del control judicial afincan tal solución limitativa del control consiste en el respeto

debido al principio de división de poderes, en cuyo mérito, existen decisiones tomadas

por los Poderes Políticos del Estado que resultan irrevisables en razón de haber sido

dictadas en el marco de las facultades exclusivamente reservadas a ellos.

El encabalgamiento de la postura negativa, en un principio concebido

y vigente a los fines de delimitar áreas de actuación y responsabilidad dentro del Estado

aparece, a todas luces, como notoriamente insuficiente.

Según Vanossi66, “en nuestro país debe distinguirse entre facultades

privativas y cuestiones políticas, y que es menester tratar de ver qué es en realidad lo

privativo y qué es lo que está sujeto a un examen judicial. En rigor, la cuestión política

es una consecuencia de la facultad privativa. La cuestión política surge o se la llama así

con motivo de un caso judicial planteado como consecuencia de actos de ejecución de la

facultad privativa. Pero pareciera ser que una cosa es la facultad privativa en sí, el acto

declaratorio por el cual se pone en juego esa facultad, y otra cosa los actos de ejecución,

que llevan a la lesión de derechos individuales o de intereses legítimos y pueden

provocar el nacimiento de la causa judicial, es decir, de la acción reparatoria”. “En el

análisis de la jurisprudencia concerniente a las cuestiones políticas aparece como dato

constante la invocación del principio de la división de poderes, que se esgrime

ambivalentemente tanto para sostener la procedencia de la justiciabilidad de esos casos

cuanto para fundar la tesis de la abstención de los jueces. Y ello es así, por cierto, al

estar en juego la armonía y el desenvolvimiento de los poderes del Estado, cuyo

66 Op. cit., p. 114.

32

dimensionamiento institucional depende en gran medida de la función atribuida al Poder

Judicial”67. Sólo “aquellos sistemas que no tienen confianza ni en la división de los

poderes ni en la democracia representativa ni en los jueces, tienden natural y

espontáneamente a limitar la naturaleza y el alcance del Poder Judicial”68.

La afirmación de la vigencia del principio constitucional de división

de poderes y la consecuente génesis de determinadas áreas de reserva, en las que la

iniciativa es exclusiva y excluyente de cada uno de los poderes políticos que conforman

el Estado no significa la admisión de la existencia de áreas exentas del control judicial.

Ello así, toda vez que, sin perjuicio de la debida observancia de las áreas de actuación

inherente a cada departamento estatal, adquiere mayor obligatoriedad aún el deber que

tiene cada uno de los órganos emisores de los actos catalogados como políticos, de

acatar, ante todo, la preceptiva constitucional, ya que “no se trata de politizar al Poder

Judicial, en sentido peyorativo, sino de que se imprima juridicidad al gobierno todo y a

cada uno de sus actos”69.

No olvidemos que “los poderes políticos deben ejercer sus facultades

respectivas sin afectar los derechos y obligaciones establecidos por el ordenamiento

jurídico, porque lo contrario transformaría las facultades privativas en facultades sin

control de los jueces... una cosa significa la política en sí misma y otra es el derecho

político que regula jurídicamente la vida de aquella... Cuando las transgresiones de los

poderes políticos afecten la materia sometida a la competencia jurisdiccional de esta

Corte, se impone la sustanciación de las causas respectivas para decidir en

consecuencia, sin que esos poderes del Estado puedan legítimamente alegar que se trata

del ejercicio de facultades privativas”70. Tiene dicho la Corte que “sólo a las personas

en el orden privado es aplicable el principio de que nadie puede ser obligado a hacer lo

que la ley no manda, ni privado de hacer lo que la ley no prohíbe, pero a los poderes

públicos no se les puede reconocer la facultad de hacer lo que la Constitución no les

prohíbe expresamente, sin invertir los roles respectivos de mandante y mandatario y

atribuirles poderes ilimitados”71.

Por lo demás, ha sido constante orientación de nuestro más Alto

Tribunal Nacional que “la separación de los poderes no es incompatible, sino que, por

67 Op. cit., p. 177. 68 Op. cit., p. 94. 69 Op. cit., p. 164. 70 Disidencia del Sr. Ministro Boffi Boggero, Fallos, 248-61 y 518. 71 CSJN, Fallos, 32-120.

33

lo contrario, se robustece cuando la justicia decide revisar lo que se vincula con las

llamadas facultades privativas de un poder, desde lo que atañe a la real existencia de la

facultad respectiva hasta la manera de ejercerla cuando ésta ha lesionado un interés

legítimo...”72.

4.3.1.3. Un peligro siempre latente: la judicialización de la política y la

politización de la Justicia.

Es éste uno de los fenómenos más novedosos que se han producido en

los últimos tiempos de la vida institucional argentina, tratándose de una dudosamente

legítima modalidad de interrelación de los poderes políticos del Estado entre sí y con el

Poder Judicial. Consiste en la creciente tendencia, de parte de algunos actores políticos,

sea individual o colectivamente considerados que, en ejercicio de un alegado derecho de

acudir a la justicia, se autoimponen el rótulo de defensores de los intereses comunitarios

e instauran peticiones de naturaleza judicial persiguiendo objetivos políticos más o

menos disimulados.

Por su parte, Nieto habla de una politización de la justicia, a la que

conceptualiza como una de las “perversiones concretas de una correlativa

‘judicialización de la política’ en sentido amplio y que consiste en la renuncia de los

demás poderes constitucionales a resolver conflictos, que terminan trasladándose a una

sede jurisdiccional”. Precisa, además este autor, con la agudeza crítica que lo

caracteriza, que “para resolver técnicamente este cambio de foro se hace imprescindible,

por tanto, proceder a una mutación previa, transformando en jurídico lo originalmente

político, con lo cual se legitima formalmente al tribunal que va a intervenir; aunque

admitiendo que en rigor los jueces sólo podrán resolver los aspectos legales, que son

marginales, y dejarán intacto el fondo de la cuestión, que así cerrará en falso”73.

La confrontación por el poder representa una constante a lo largo de la

vida político-social e institucional de la humanidad. Así como en tiempos pretéritos, era

solamente la fuerza la que determinaba el liderazgo y facilitaba la distribución de las

cuotas de poder dentro de la organización de seres humanos, en la actualidad, y sin que

ello implique que se ha renunciado del todo a tan primitivo recurso, las modalidades

para obtener dicho poder y lograr el control de una porción dada del sistema

72 Op. cit.., p. 167, Fallos, 243-260; 243-504; 244-164; 248-61; 248-518; 252-54; 253-386; 254-116. 73 Nieto, Alejandro, El desgobierno judicial, p. 256, ed. Trotta, Madrid, 2005.

34

organizacional en el que le toca actuar a un hombre dado o a un grupo de hombres, se

han tornado más sutiles.

Diversos son los factores que influyen en la materia a efectos de

consagrar este cambio. Entre ellos cabe destacar la notable ampliación en el alcance de

los medios de comunicación social, lo que ha permitido a un sector mayoritario de la

comunidad acceder, en igualdad de condiciones, a información directa de sucesos que

tienen relación inmediata con el manejo del poder y que influyen, en mayor o menor

grado, en la toma de decisiones que pueden llegar a afectarlo.

En segundo lugar, deviene menester puntualizar los nuevos

mecanismos que imperan en la conformación de mayorías dentro del sistema

institucional general. Las agrupaciones que ostentan el dominio de una porción mayor

del poder, en algún nivel organizacional o departamento del Estado como el Ejecutivo o

en alguna de las Cámaras del Parlamento, debe, a su vez, asumir el rol minoritario en

otra de las divisiones en las que se encuentra compartimentada la estructura de

gobierno. Todo ello ha obligado a pergeñar una nueva modalidad de convivencia entre

las fuerzas en pugna, inspirada más en el consenso, el debate y la búsqueda de

compatibilizar ideas y proyectos que en la mera imposición numérica sobre el

contrincante de turno, tal como veremos que lo propone Waldron.

Sin embargo, no todos parecen haber comprendido el significado de

esta evolución, obstinándose en la concreción de su voluntad y de sus propias

aspiraciones sin mayor consideración a las motivaciones esgrimidas por sus ocasionales

oponentes. La estrategia en orden a obtener la superación del escollo, para aquellos que

estiman necesario imponer a todo trance su postura, así como para los que entienden

que ha sido -o puede ser- avasallado el derecho que su sector representa, ha radicado en

confiar sistemáticamente la resolución del conflicto a la Justicia.

En este orden, advierto que tanto el oficialismo de turno como la

oposición circunstancial acuden al Poder Judicial por igual, aunque, de hecho, los

argumentos que esgrimen uno y otra son evidentemente disímiles. Así, el primero,

impedido, a veces, de concretar las propuestas que le interesan a efectos de ejecutar

determinadas políticas de gobierno e imposibilitado de obtener las mayorías legislativas

imprescindibles a tal fin o bien, debido al escozor que produce un nutrido y firme

reproche social hacia tales iniciativas, ocurre por ante la Justicia para que un

pronunciamiento jurisdiccional legitime su pretensión, y le posibilite vencer una

voluntad que le es adversa.

35

En otros casos, es la oposición, en sus múltiples variantes, habida

cuenta que bien puede tratarse de la segunda minoría, de otros grupos minoritarios -con

o sin representación parlamentaria- o de una conjunción de ellos, la que, ante lo que

consideran como un avasallamiento potencial o actual de los derechos sectoriales que

representan, por parte del oficialismo mayoritario, acuden a la vía judicial en orden a

resistir la iniciativa tentada. Por cierto que idéntico fenómeno es susceptible de

producirse cuando, siendo los portadores de la pretensión originaria, a los mismos

grupos les resulta dificultoso o imposible vencer la inamovilidad a la que los somete la

mayoría74. Se trata, como se ve, de una confrontación imbuida de innegables objetivos

políticos, pero que, institucionalmente, es extraída del marco de su debate natural, a

saber, los foros parlamentarios o de discusión pública, para depositarla en el seno de un

poder estatal cuya existencia y objetivo primordial tiende a la resolución de

enfrentamientos de orden eminentemente jurídico, despojados, en principio, de

connotaciones extrañas a él.

Ciertamente que, por tratarse de un fenómeno de características

complejas, los factores causales que intervienen a lo largo de su proceso de formación y

desarrollo son múltiples y participan de la más variada naturaleza. Entre los más

destacados, a tenor del grado de incidencia que representan en el problema, se

encuentran los de índole política75, jurisdiccional y la opinión pública.

74 Cabe recordar sobre este particular, lo decidido por el voto mayoritario de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la causa “Rodríguez, Jorge en ‘Nieva y otros c/ Poder Ejecutivo Nacional’”, CSJN, 17/12/978, publicado en Rev. LL, nº 248 del 29 de diciembre de 1997, p. 1, en cuanto denegó legitimación a los legisladores nacionales para solicitar la revisión de un decreto emanado del Presidente de la Nación. Decidió la mayoría del Alto Tribunal que “otorgar legitimación a los diputados de la Nación para solicitar una medida cautelar a fin de suspender los efectos del decreto 842/97 (Adla, Bol. 23/97, p. 4) de privatización de los aeropuertos, significaría admitir que cada vez que su voto en el recinto no sea suficiente para alcanzar las mayorías requeridas por las respectivas reglamentaciones para convertir un proyecto en ley, puedan obtener por vía judicial un derecho que va más allá que el conferido por su propio cargo de legislador, esto es, paralizar las iniciativas que, en el mismo sentido, pueda tener el Ejecutivo Nacional”. 75 Sobre este punto, sólo me interesa destacar, en consonancia con lo que ya tuviera oportunidad de expresar en otro lado –Kamada, Luis Ernesto, Las audiencias públicas judiciales como manifestación republicana. El derecho a ser oído para ejercer el derecho a ser oído, LL NOA, año 16, nº 11, diciembre de 2012, p. 1161 y siguientes, con sus citas-, que “[N]o resulta novedoso afirmar que uno de los signos más característicos de los tiempos que corren es la crisis de representatividad política e institucional. Deviene apropiado señalar, para no caer en interpretaciones equívocas, que cuando mentamos ambos elementos en crisis, a saber, lo político y lo institucional, lo hacemos en el sentido más amplio y profundo que encierran ambos conceptos y que, naturalmente, involucran la política en todo su espectro de actuación (gubernativo, educativo, económico, social, sanitario, legislativo, judicial, etc.) y lo institucional como su modo de manifestación más ostensible y directo. No se nos escapa tampoco que la crisis de marras es la consecuencia de una forma de pensar que, privilegiando la coyuntura frente a la estructura, ha puesto el énfasis en diluir todo sentido de permanencia y seguridad para aportar soluciones casuísticas, inconexas, de corto plazo y, lo que es peor, que profundizan las injusticias ya existentes. Ello es así pues la Justicia como valor pertenece al orden de la estabilidad de un sistema preestablecido y a la confiabilidad recíproca de la conducta de sus actores, por lo que resulta absolutamente extraña a mecanismos que sólo buscan honrar la inestabilidad, predicando que ésta es la única característica estable de un mundo radicalmente cambiante. “Trasladados estos criterios al ámbito del proceso, conviene atender a Peyrano [Peyrano, Jorge W., Aprovechamiento del pensamiento contemporáneo por el Derecho Procesal Civil actual, La Ley On line, 10/8/2011], quien alerta acerca de que ‘el posmodernismo (…) se caracteriza, entre otras cosas, por descreer de las ideas rígidas y excluyentes y por la renuencia a aceptar explicaciones totalizadoras y rigurosamente racionales. Además, no expresa simpatía por un pensamiento

36

Los dos primeros no encierran problema alguno a efectos de su

conceptualización y comprensión, debiendo detenerme sucintamente en el último por

ser el más novedoso de todos.

La opinión pública, en cuanto modo de expresión de la sociedad o de

parte de ella, es uno de los ítems más importantes a ponderar desde dos puntos de vista

claramente distinguibles. El primero tiene que ver con la identificación que merece la

implacablemente sistemático sujeto a reglas que posean la virtud de tornar predecible todo acontecimiento relacionado con el sistema respectivo. Dicha despreocupación hacia lo sistemático explica su afición por lo particular o excepcional como complemento insoslayable de un ‘sistema’ entendido al modo posmodernista. Igualmente, identificatorio del posmodernismo es su predilección por la performatividad, vale decir, pro la eficiencia y el pragmatismo”. “Se dirá, entonces, que parece que todo tiene su raíz en una cuestión ideológica. La respuesta afirmativa se impone pues mal puede pretenderse ignorar lo que es una verdad a gritos: la ideología impregna todos y cada uno de los actos humanos e institucionales, orientando el sentido de las decisiones que se asumen en cada caso concreto. Sólo partiendo de ese reconocimiento podrá hablarse en términos de una honestidad intelectual responsable”. “Las pretensiones de los ciudadanos deben, en principio, ser legítimamente conducidas hacia el Estado, en su calidad de ejecutor organizado de estas aspiraciones, por los canales adecuados. Estos, a su vez, ponen de manifiesto las dificultades, si es que no la imposibilidad, de realizar la democracia directa, por lo que se torna indispensable acudir al escenario del sistema democrático representativo, cuya función consiste en contribuir a la formación de la voluntad estatal a través de órganos elegidos por el pueblo, sobre la base del sufragio amplio (universal, secreto, libre e igual), que decide de acuerdo con la mayoría. Ciertamente que ello demanda también admitir las limitaciones que debe enfrentar el sistema deliberativo, en el contexto de un estado de derecho, pues cabe recordar que, lejos de sus orígenes, ‘la sociedad que subyace en los gobiernos democráticos es pluralista, es decir, se aleja del pensamiento único y recepta multiplicidad de planes de vida’” [Gil Domínguez, Andrés, Los derechos humanos como límites a la democracia, publicado en Los derechos humanos del siglo XXI, AAVV, coordinado por Germán Bidart Campos y Guido Risso, ed. EDIAR, Buenos Aires, 2005, p. 102, citando a Norberto Bobbio, El futuro de la democracia]. “El valor del procedimiento democrático de participación amplia o deliberativo, no reside sólo en la determinación numérica de las aspiraciones de los ciudadanos o, como alguna vez se dijo, en la tiranía de la estadística [En contra de la consideración de la democracia como una forma de gobierno que sólo se limita a reflejar las decisiones de las mayorías, véase Amy Gutman, Democracia deliberativa y regla de la mayoría: una réplica a Waldron, publicado en Democracia Deliberativa y Derechos Humanos, AAVV, compilado por Harold Hongju y Ronald C. Slye, ed. Gedisa, Barcelona, 2004, p. 269 y siguientes], sino en que se convierte en un mecanismo de determinación de las razones profundas que inspiran las decisiones que se toman. Así lo reconoce Nino [Nino, Carlos Santiago, Los escritos de Carlos Santiago Nino. Derecho, moral y política II, ed. Gedisa, Buenos Aires, 2007, en especial su capítulo III, titulado Democracia Deliberativa, p. 191] al señalar que “el hecho de que a la verdad moral no se acceda en forma individual y solitaria, sino mediante el mismo difícil proceso intersubjetivo de deliberación, discusión y consenso que sirve también como técnica social de resolución pacífica de los conflictos, asegura que la democracia –que incluye también ese proceso- ofrezca la única garantía de un orden genuino y estable, frente al caos al que nos conducen las variadas formas de autoritarismo”. Afirma Juan Manuel Abal Medina (h) [La muerte y la resurrección de la representación política, p. 52, ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004], en directa referencia a la materia política partidaria, que la representación fue posible en la sociedad en tanto los individuos pueden reconocerse como pertenecientes a una parte de la sociedad y, por consiguiente, verse o sentirse representados por un partido. “Las tareas que, a su vez, les incumben a los representantes en las distintas áreas estatales exigen la distinción entre las atinentes a la producción y a la aplicación del Derecho, requieren ser delegadas por los ciudadanos a instituciones específicamente creadas para cumplir ese cometido. De allí, entonces, es que es posible calificar a un gobierno como representativo en tanto sus funciones sean el resultado de la legítima voluntad del universo de electores, asumiendo su responsabilidad ante éste por las decisiones adoptadas. Mas cuando ello no se produce de tal manera, es decir, cuando se produce una interrupción entre las pretensiones de los ciudadanos -tanto mayoritarias como minoritarias- y la conducta de sus representantes, debe hablarse de una crisis de representatividad que, naturalmente, hace perder vigor a las decisiones que se tomen en nombre de quienes, en rigor, no participan del proceso de su formación. Esta situación ha derivado, tal como dijera Raúl Gustavo Ferreyra [La Constitución vulnerable, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2003, en especial su capítulo V], en que ‘la ausencia de credibilidad necesaria y suficiente para un correcto y eficaz desempeño de las actividades gubernativas republicanas es uno de los cuestionamientos más oído actualmente’. Ello motiva que ‘se está formando una sociedad abierta de cuestionadores, donde también buena parte de los ciudadanos hace oír su queja, a veces bastante estentórea’”. “Este quiebre entre la voluntad delegada y la ejecutada significa el correlativo quiebre del sistema de representatividad y, por ende, la pérdida de legitimidad de los mandatarios frente a sus mandantes. Como respuesta a dicho fenómeno mucho debe reconocerse el valor que adquiere la actividad de los movimientos sociales, que ‘son factores poderosos en el desarrollo constitucional, debido a razones que son parcialmente reflejadas en los modelos político y judicial, pero que no son adecuadamente capturadas por ninguno de los dos modelos’”.

37

sociedad con la destinataria del obrar político y del judicial pues no puede soslayarse

que el accionar político puede acarrear efectos jurídicos y, recíprocamente, el jurídico,

consecuencias políticas. El segundo, en cambio, consiste en tener a la sociedad como la

generadora de voluntades y objetivos. Sin embargo, me inclino a pensar que la

permeabilidad hacia las iniciativas sociales impregna más fácilmente a los sectores

políticos que a los judiciales. La diferencia recepticia se torna razonable toda vez que es

distinta la incidencia de la sociedad y de su expresión -la opinión pública- en cada uno

de los ámbitos involucrados, el político y el judicial.

Con respecto al primero de los enunciados, cabe tener en cuenta que el

político se nutre de lo que la sociedad opina, de manera directa. Un político que se

divorcia de la realidad que le toca vivir, comete un verdadero suicidio y debe resignarse

a desaparecer como alternativa de poder dentro del marco institucional de decisión. Su

mayor o menor grado de flexibilidad y adaptación a los requerimientos sociales

constituye el mejor indicador de la eficacia de las respuestas y soluciones que brinde a

la sociedad en la que está inmerso. Por lo demás, la agilidad de las transformaciones

sociales exige un ágil y continuado análisis de situaciones cada vez más novedosas, a

los fines de proponer salidas específicas para cada una de ellas.

Del poder judicial, sin embargo, no puede predicarse idéntica

dinámica. Tampoco constituye un órgano refractario a las modificaciones de la

sociedad, pues de manera ineludible, está vinculado a ella y a sus vaivenes vitales. Lo

que ocurre es que éste, a diferencia del primero, ofrece soluciones más dilatadas en el

tiempo y que son el producto de una decantación racional más o menos prolongada y no

de las meras respuestas creadas por reflejo a los problemas sociales emergentes.

Asimismo, la sociedad se encuentra, generalmente, mejor predispuesta

a comprender las causas y los efectos de los actos políticos que de los judiciales, en

razón de la mayor inmediatez que representan los primeros respecto de los segundos. La

comunidad, por su parte, sólo atiende a los conflictos judiciales en la medida en que las

soluciones de tal naturaleza resuelvan cuestiones socialmente relevantes. Las demás,

sólo constituyen, a los ojos de la sociedad, noticias de orden estrictamente periodístico y

sin mayores alcances.

Cabe recordar, junto con Legón76, que “la opinión pública debe ser

opinión y debe ser pública. Para ser opinión no necesita tener ineludible y firme

76 Tratado de derecho político general, Ed. EDIAR T. II, p. 441.

38

basamento racional, ni siquiera brotar de auténticas certidumbres personales: basta,

acaso seguir el parecer de una autoridad que se presume mejor informada. No hay que

confundir deseos y opiniones: lo primero parece orientarse hacia el interés egoísta; lo

segundo, hacia el bien común. Para ser pública conviene que responda al

consentimiento generalizado acerca de los fines o propósitos y que consulte el requisito

de la intensidad, que no es lo mismo que el número. Esto de la intensidad interesa

mucho en las cuestiones morales. Cuando se obtiene, puede reconocerse en la opinión

pública la base del gobierno popular. No es necesaria la unanimidad; no basta la

mayoría: debe tener fuerza moral para someter a la minoría disconforme o disidente sin

ayuda de la violencia”.

Gran incidencia tienen en el presente apartado, los grupos de presión,

también llamados “factores de poder”, pues su acción “sobre la opinión pública es

condición indispensable para el éxito de la influencia que se pretende ejercer sobre el

gobierno: trátase de presentar como normal y conforme al interés general la campaña

que se realiza en favor de los intereses que defienden”77.

Ahora bien, median importantes diferencias entre el contenido del

debate político y el debate jurídico, lo que no implica negar sus similitudes.

Entre éstas últimas se cuenta el que la frontera que los separa se

caracteriza por su notorio dinamismo, no siendo posible olvidar la recíproca naturaleza

generadora que cada uno de ellos tiene respecto del otro, conforme se viera más arriba.

Además, tanto lo jurídico como lo político, participan del universo

axiológico. Así como el primero tiene a la cabeza de su escala a la Justicia, el segundo

sitúa, en el mismo lugar, al Bien Común. Se dirá, por cierto, que el último está integrado

también por el primero, a lo que debo responder que ambos mundos persiguen idénticos

valores, sólo que priorizan algunos por encima de otros encarando su consecución por la

vía de la satisfacción directa de alguno e indirecta de los demás. Mas tal circunstancia

no altera el contenido axiológico de los dos fenómenos y es lo que, en orden a subrayar

similitudes, debe ser rescatado.

En cuanto a las diferencias, cabe anotar que los puntos que distinguen

al fenómeno político del jurídico son más precisos y concretos.

a) La dinámica. Existencia de procedimientos:

77 Linares Quintana, “Tratado de la ciencia del derecho constitucional”, ed. Alfa, T. VII, p. 700.

39

Entre las múltiples diferencias que pueden establecerse entre el ámbito

de lo político y el de lo jurídico encontramos el de los distintos tiempos que se

imprimen a uno y otro fenómeno.

a.1. La dinámica de los intereses políticos empece a considerar su

articulado y conformación como un todo más o menos estable. Por el contrario, salvo la

permanencia de algunos principios generales basados, mayormente, en la preservación

del sistema democrático de gobierno, así como en la defensa de las instituciones

republicanas que lo integran y permiten su desenvolvimiento conforme a derecho, el

resto del espectro de debate se encuentra sometido a una notable amplitud en lo que

respecta a las reglas que rigen su vida cotidiana.

Los términos temporales en los que discurren los enfrentamientos

políticos no están sujetos a códigos o leyes que establezcan lapsos perentorios, pues, en

realidad, el transcurso de una etapa a otra del debate está dado por el plazo que lleva

generar convicciones y plantear propuestas alternativas para discutir en cada caso

concreto. El avance se debe producir sobre bases debidamente consensuadas, aunque

más no sea mayoritariamente, sin ajuste a la observancia de períodos estrictamente

reglados.

a.2. Distinto es el caso dentro la órbita de la Justicia, en la que priman

procedimientos preestablecidos, algunos de los cuales son tenidos por el común de los

ciudadanos como engorrosos, lentos, meramente rituales y, a veces, hasta superfluos. La

nota particular del caso es que quienes así opinan, desde los poderes políticos, son,

precisamente, quienes desde su labor legislativa han creado tales procedimientos. Se

reclama celeridad a un poder que tiene como tarea esencial la ponderación de conductas

humanas, debiendo hacerlo observando y haciendo observar el respeto de todas las

garantías para las partes en litigio y cuidando de no vulnerar los derechos involucrados

en el conflicto. Para eso existe el procedimiento, el que no constituye la mera

acumulación de formalidades creadas en orden a rendir pleitesía al juez, sino para

proveer a la preservación del derecho de defensa, las que, si no son mínimamente

acatadas, resultan susceptibles de autorizar el reproche de arbitrariedad a la conducta del

magistrado y, por ende, a lo que haya resuelto.

b) La entidad del debate.

b.1. En el debate político, los decibeles de la discusión son

susceptibles de alcanzar niveles elevados de acaloramiento, sin que ello menoscabe las

instituciones republicanas, pues, en definitiva, las decisiones políticas nacen al abrigo

40

que proporciona el ardor de la discusión. El enfrentamiento se produce entre pares, y

goza de la mayor amplitud en la formulación de los temas sobre los que habrá de versar

la disquisición, así como en la flexibilidad del debate. No escapará a la consideración

del lector que, tras el cruce de mutuas y durísimas recriminaciones, los dirigentes

políticos pueden arribar a satisfactorios entendimientos.

b.2. En sede jurisdiccional, en tanto, y habida cuenta que no es un

igual el que decide, sino un tercero dotado de la investidura, independencia,

imparcialidad, idoneidad y conocimientos necesarios para juzgar a sus semejantes, los

márgenes de debate, aún siendo generosos, deben conducirse con arreglo a mecanismos

en los que primen el respeto y la probidad, como deberes de conducta de observancia

obligatoria y se observe el derecho a la defensa en juicio y la garantía del debido

proceso.

c) Objetivos.

c.1. La política propende a la consagración del bien común. Pero bajo

tal denominación, agrupa a todo un conjunto de finalidades que se caracterizan por su

enorme generosidad temática, con contenidos de diverso orden, así como con diferentes

alcances.

c.2. Si bien es cierto que resulta imposible pensar en el Poder Judicial

sin relacionar sus decisiones con la necesidad de satisfacer un fin comunitario, cual es el

de proveer a la paz social, no es menos cierto que a ello se accede solamente a través de

un procedimiento y con ajuste a la consagración de un valor que se tiene por supremo,

como lo es la Justicia.

Va de suyo que la actividad del órgano jurisdiccional no queda

totalmente despojada de cierto contenido político que no puede ser desconocido. Sin

embargo, éste no deja de ser una respuesta específicamente jurídica, con eventual

trascendencia política -es cierto- pero cuyos alcances en tal sentido se encuentran

impregnados de mediatez.

d) Resultados:

d.1. Las conclusiones emergentes de la disquisición política gozan de

una notoria flexibilidad y amplitud. Digo ello tanto en lo atinente al alcance material,

siempre sujeto a interpretación, como al temporal, habida cuenta que es susceptible de

ser trocado, con posterioridad, por una solución total o parcialmente distinta que

restrinja o extienda sus alcances.

41

d.2. Por el otro lado, las soluciones consagradas por la Justicia

revisten calidades propias que las distinguen manifiestamente de las precedentes. Son

firmes desde un punto de vista temporal, acotadas en cuanto sólo atañen al caso

sometido a conocimiento de la Judicatura, estrictas en razón de que, por constituir una

interpretación de hechos y de normas no pueden, a su vez, estar sujetas a nueva

interpretación, debiendo ser ejecutadas conforme la letra del mismo pronunciamiento.

e) Alcances:

e.1. En lo atinente al alcance temporal que pueden tener las respuestas

de naturaleza política, se advierte que gozan de un mayor grado de inestabilidad. A

excepción de aquellas soluciones específicamente aportadas para satisfacer

requerimientos de orden estructural, la mayoría de las respuestas se circunscriben a

superar exigencias meramente coyunturales. Si bien es cierto, resulta posible conectar el

tema con lo que hace a la dinámica del fenómeno político, no es menos cierto que lo que

reviste mayor relevancia en el caso, es la notoria movilidad de la que está dotada la

resolución emanada de este orden.

Así como la realidad con la que se identifica la decisión política es

cambiante, con arreglo a las continuas modificaciones que experimenta la vida misma,

bajo el influjo constante de elementos heterogéneos y extraños, la contestación política,

debe ser igualmente flexible para adaptarse a ella. Por ello, la extensión temporal de

dichas soluciones es finita y estrechamente relacionada con la duración del problema

que se pretende resolver.

Lo mismo cabe afirmar desde una perspectiva espacial, pues las

distintas características susceptibles de ser encontradas en las diversas geografías sobre

las que habrá de reinar la solución propuesta requieren, a su vez, su adaptación a tales

diferencias, so riesgo de caer en una completa inoperancia y consecuente desuetudo.

e.2. El pronunciamiento judicial, en tanto constituye una respuesta

específica, dada al caso concreto, tiene visos de mayor estabilidad. Asimismo, debe

tenerse en cuenta que la jurisprudencia, entendida como la reiteración de decisiones

judiciales, que versan sobre casos similares, y que se orientan en un idéntico sentido, es

el resultado de un proceso que lleva años afianzar. En el mismo, las modificaciones se

introducen paulatinamente, afinando el criterio inicial que se va completando y

perfeccionando con los sucesivos pronunciamientos de distintos órganos

jurisdiccionales.

42

Todas éstas son sensibles diferencias que ponen la relación entre la

disputa política y la judicial en dos planos también distintos que, por sus objetivos,

contenido y alcances, inclinan la preferencia en la solución de los problemas emergentes

hacia la primera y no hacia la segunda, en orden a no distorsionar los efectos buscados.

4.3.1.4. Los límites del control: ¿Qué se controla?

Una de las discusiones más significativas en la materia es aquella que

versa sobre los límites que cabe imponer al juzgador a la hora de verificar los extremos

que autorizan a predicar la constitucionalidad de una determinada norma en sentido

material. Algunos pretenden imponer a dicha atribución la valla de la oportunidad y la

conveniencia, señalando la imposibilidad de que sea soslayada por el juez. Otros, ponen

el acento en el concepto de las facultades privativas que asisten a los departamentos

políticos del Estado. También están los que se oponen tenazmente a la posibilidad de

que el juez revise de oficio y declare la inconstitucionalidad de un precepto dado,

exigiendo, a guisa de requisito sine qua non, la expresa y puntual petición en ese sentido

por alguna de las partes en pugna. Por último, hay quienes se atrincheran en la idea de

mantener un coto inexpugnable por naturaleza, a las aspiraciones de control del Poder

Judicial, bajo el rótulo de actos institucionales.

¿Es que tal vez el sentenciante debe circunscribir su análisis a cotejar

técnicamente una norma con la Constitución y relegar la constatación de otros factores

de colisión que se identifiquen con una controversia puramente externa? Estoy

convencido que la respuesta negativa se impone.

El contenido axiológico de la norma en exámen:

Bidart Campos se ocupa de remarcar que en el marco de nuestro

Derecho Constitucional es posible válidamente que los jueces declaren la

inconstitucionalidad de una norma legal si reputan que su inconstitucionalidad reside en

su injusticia intrínseca, y que hacerlo no conculca ningún axioma de la Constitución.

Por ende, un juez puede –sin evadirse de su estricta función judicial y sin dejar de ser

órgano de aplicación de la ley- juzgar que una ley es injusta, y por razón de esa

injusticia, declararla inconstitucional y no aplicarla. Con ese proceder ni se erige en

legislador ni trastorna la división de poderes, sino únicamente ejerce control judicial de

constitucionalidad. Otra cosa es que valorativamente, cada cual comparta el criterio de

injusticia e inconstitucionalidad de la norma desaplicada por el juez. De ahí que

filosóficamente y constitucionalmente no respaldemos el aforismo de que el juez

resuelve siempre según la ley y no puede juzgar su valor o equidad, lo que significaría

43

que no puede juzgar su injusticia, y tampoco su inconstitucionalidad. Antes que juzgar

según la ley, debe juzgar según la Constitución a la que toda ley, para valer como tal,

debe subordinarse. Y si un juez razona y argumenta con el debido fundamento requerido

por toda sentencia que una norma legal es intrínsecamente injusta, y que esa injusticia

viola la Constitución (cuyo preámbulo exige afianzar la justicia), está habilitado para

declarar la inconstitucionalidad de la norma injusta y para no aplicarla. Esta postura

aparece constitucionalmente legitimada en virtud de responder a un defecto dikelógico

de la norma, conforme el contexto que brinda el trialismo de Goldschmidt.

La naturaleza del acto inconstitucional:

El escollo fundado en la presunta discrecionalidad de la atribución que

permite el dictado de la norma cuestionada no es ni tan amplio ni tan limitativo como

sus mentores pretenden hacerlo aparecer.

Sabido es que la discrecionalidad juega un papel importante en las

decisiones de la Administración. Según Barra es un caso típico de remisión legal, donde

el administrador ejecuta la voluntad de la ley a través de la apreciación de las

circunstancias; y siempre guardando una medida de proporcionalidad o razonabilidad

con el fin querido por la ley78. Esta es la razón por la cual hoy no es dable hablar de

actos discrecionales puros ni totalmente reglados. Sólo cabe predicar casos en los cuales

la actividad administrativa está más libre de normas de contenido y, por lo tanto, la

78 Abramovich, Víctor y Courtis, Christian, Los derechos sociales como derechos exigibles, p. 127, ed. Trotta. Madrid, 2004, bajo el título “La autorrestricción del Poder Judicial frente a cuestiones políticas y técnicas”, remarcan que “cuando la reparación de una violación de derechos económicos, sociales y culturales importa una acción positiva del Estado que pone en juego recursos presupuestarios, o afecta de alguna manera el diseño o ejecución de políticas públicas, o implica tomar una decisión acerca de que grupos o sectores sociales serán prioritariamente auxiliados o tutelados por el Estado, los jueces suelen considerar tales cuestiones como propias de la competencia de los órganos políticos del sistema”. A ello, agregan ambos autores que “el margen de discrecionalidad de la administración es mayor –y por lo tanto, es menor la voluntad de contralor judicial- cuando el acto administrativo se adopta sobre la base de un conocimiento pericia técnica que se presume propio de la administración y ajeno a la idoneidad del órgano jurisdiccional”. Es verdad que la materia no es el eje central de este trabajo, apenas circunscripto a dilucidar la razón esencial por la que los jueces pueden abordar el control de constitucionalidad de leyes aprobadas por las mayorías parlamentarias, pero no es menos cierto que habiendo despertado tantas controversias la judiciabilidad de las decisiones adoptadas por los Poder Administrador y Legislativo, bien vale recordar lo dicho por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el paradigmático caso “Verbitsky” (3/5/2005, considerando 27): “Que a diferencia de la evaluación de políticas, cuestión claramente no judiciable, corresponde sin duda alguna al Poder Judicial de la Nación garantizar la eficacia de los derechos, y evitar que éstos sean vulnerados, como objetivo fundamental y rector a la hora de administrar justicia y decidir las controversias.- Ambas materias se superponen parcialmente cuando una política es lesiva de derechos, por lo cual siempre se argumenta en contra de la jurisdicción, alegando que en tales supuestos media una injerencia indebida del Poder Judicial en la política, cuando en realidad, lo único que hace el Poder Judicial, en su respectivo ámbito de competencia y con la prudencia debida en cada caso, es tutelar los derechos e invalidar esa política sólo en la medida en que los lesiona. Las políticas tienen un marco constitucional que no pueden exceder, que son las garantías que señala la Constitución y que amparan a todos los habitantes de la Nación; es verdad que los jueces limitan y valoran la política, pero sólo en la medida en que excede ese marco y como parte del deber específico del Poder Judicial. Desconocer esta premisa sería equivalente a neutralizar cualquier eficacia del control de constitucionalidad.- No se trata de evaluar qué política sería más conveniente para la mejor realización de ciertos derechos, sino evitar las consecuencias de las que clara y decididamente ponen en peligro o lesionan bienes jurídicos fundamentales tutelados por la Constitución, y, en el presente caso, se trata nada menos que del derecho a la vida y a la integridad física de las personas”.

44

discrecionalidad es mayor siendo supervisada por reglas orientadoras y limitada por la

unicidad del ordenamiento jurídico.

Barra, por su parte, propuso una nueva clasificación, en actos

exigibles o inexigibles por parte de terceros. Lo discrecional se identifica con lo

inexigible. La distinción entre la actividad reglada y la discrecional, desde el punto de

vista del control judicial, es un problema, primero, de exigibilidad, y por tanto, de

legitimación, y luego, ya franqueada la puerta de entrada al proceso contencioso, de

grado, de intensidad del control judicial desde un máximo a un mínimo pero sin que

deje de ser control.

Este control es, a la vez, imprescindible pues el Estado de Derecho se

caracteriza por ser un estado controlable y controlado a los que no puede escapar la

actividad discrecional de la Administración.

Ya la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación tiene dicho que la

circunstancia de obrar “en ejercicio de facultades discrecionales en manera alguna

puede constituir un justificativo a su conducta arbitraria, pues es precisamente la

razonabilidad con que se ejercen tales facultades el principio que otorga validez a los

actos de los órganos del Estado y que permite a los jueces, ante planteos concretos de la

parte interesada, verificar el cumplimiento de dicho presupuesto”79.

Lo referido respecto del Poder Administrador es igualmente aplicable

al Legislativo.

4.3.1.5. El objeto de control.

Es el aspecto jurídico de los actos de contenido político que tiene su

génesis en los dos poderes políticos del Estado, legislativo o ejecutivo, o bien en

cualquiera de sus integrantes en alguno de sus niveles.

Las formas bajo las cuales pueden exteriorizarse tales actos son las

más diversas, a saber, leyes, decretos, ordenanzas o resoluciones. En definitiva, se trata

de cualquier tipo de pronunciamiento que conlleve la definición de cuestiones fácticas

con criterios políticos y sin importar si sus alcances son generales o particulares. La

variedad formal de la decisión no puede constituir obstáculo alguno a la ejecución del

control, ya que éste versa no sobre aspectos externos sino, antes bien, respecto de la

sustancia del acto.

79 Fallos, 306:400.

45

Deben hacerse dos fundamentales distinciones, a saber: el control del

procedimiento seguido para la emisión del referido pronunciamiento y lo atinente a los

aspectos estrictamente vinculados con el contenido de la decisión adoptada. Debe existir

un control total de los actos emanados del Estado, aunque la intensidad de la revisión

distinga entre los elementos reglados y discrecionales del acto, admitiendo el ámbito de

libertad de la administración, para elegir una entre varias alternativas posibles y

consecuentes con el ordenamiento jurídico, pero quedando como función del juez

controlar su correcto ejercicio. La misión del magistrado será controlar que la solución

dada al caso sea razonable, consecuente con el fin que pretende satisfacer; que no se dé

una desviación del poder otorgado, de conformidad no tan sólo con las normas, sino con

los principios y valores que inspiran el ordenamiento jurídico, y que respeten los

parámetros legales en sus aspectos reglados80. Ello deviene exigible en el marco de una

interpretación razonable de los derechos y las normas legales y constitucionales en

pugna en el caso concreto, no siendo posible olvidar que “razonabilidad es el moderno

nombre de justicia (…). Razonable es lo que tiene fundamento; lo que guarda relación y

proporción adecuada entre beneficios y perjuicios, lo que es legítimo, lo que siendo

técnicamente idóneo satisface simultáneamente standards éticos y jurídicos, lo que es

acorde a las exigencias de la realidad, lo que tiene una medida adecuada”81.

El alcance de la revisión de la así llamada “cuestión política”, pero

que, a efectos del presente trabajo, continuaremos identificando como “acto”, en

función de la amplitud que autoriza el concepto, puede extenderse sobre dos aspectos

fundamentales: por un lado, respecto de su período de gestación, esto es, el

procedimiento previo que lleva a la elaboración del acto y, por el otro, en lo atinente al

contenido del acto propiamente dicho.

Ambos resultan igualmente controlables, pues la vulneración a la

Carta Magna puede emerger de la evolución procesal de formación del acto, mediante la

omisión de formalidades que tengan por trascendente finalidad la de preservar el

derecho de defensa de los ciudadanos. Sin dudas que una deficiencia semejante autoriza,

por sí, a la revisión del proceso, a efectos de anular lo actuado o de sanear el yerro,

80 Ponencia titulada “ACCION DECLARATIVA DE INCONSTITUCIONALIDAD: LEGITIMACION Y ALCANCES DE LA SENTENCIA O EL PROBLEMA DE SUS LIMITES SUBJETIVOS Y OBJETIVOS”, presentada por los Dres. Ricardo Alberto Grisetti, Ignacio Martín Parera Gaviña, Constanza María López Iriarte, Alejandra María Luz Caballero, Amalia Inés Montes y Luis Ernesto Kamada en el XXI Congreso Nacional de Derecho Procesal, San Juan, 13 al 16 de Junio de 2001, publicada en el Tomo II del Libro de Ponencias, p. 862. 81 Santiago (h), Alfonso, En las fronteras entre el Derecho Constitucional y la Filosofía del Derecho, p. 63, ed. Marcial Pons Argentina, Buenos Aires, 2010.

46

según corresponda, pero siempre teniendo en vista la indemnidad del derecho

constitucionalmente previsto.

Ninguna duda puede caber respecto a la posiblidad de controlar las

formas procesales seguidas para obtener el resultado o pronunciamiento final del poder

político. Las garantías procesales hacen a la preservación del derecho de defensa en

juicio, y plasma uno de los principios más característicos y preciados del régimen

constitucional consagrado por nuestro ordenamiento supremo, de lo que se deriva que,

soslayado el mentado derecho, se torna viable la reclamación en justicia de su estricta

observancia. Ello se justifica pues resulta inadmisible una decisión, por más contenido

político que represente, si es dictada en contradicción a las normas constitucionales que

establecen principios básicos insusceptibles de una aplicación morigerada.

De lo preapuntado se desprende que la entidad política y excluyente

con que se pretenda identificar la resolución adoptada no alcanza para liberarla del

correspondiente control de los jueces si una vulneración a principios básicos y

elementales de derecho constitucional es invocada.

Todo procedimiento implica la existencia de un orden preestablecido

de actos que no pueden ser obviados, so pena de abrir la esclusa de la nulificación de lo

obrado, en tanto resulte lesivo a las garantías constitucionales previstas.

Tampoco pueden albergarse dudas respecto de la imposibilidad de

supervivencia de un acto que, por su contenido, contravenga la Constitución. Es decir

que, no obstante la escrupulosidad con que se haya llevado adelante el procedimiento,

bien puede ocurrir que la conclusión obtenida resulte repulsiva a los principios fijados

en la Carta Fundamental. En este caso, la solución nulificatoria debe ser idéntica. El

fondo de la cuestión que se resuelva, no está exento del control pertinente. Digo ello a

poco que se avizore la imposibilidad de que subsista una resolución que, tras discurrir

por carriles procesales intachables, consagre una solución notoriamente

inconstitucional. Lo disvalioso de semejante respuesta vuelve improponible su

supervivencia.

Ni un proceso viciado puede dar como resultado una conclusión

constitucionalmente aceptable, ni un pronunciamiento deficiente puede ser saneado con

la invocación de un procedimiento intachable. Cada uno de los aspectos de marras debe

ser analizado separadamente, y sólo tras haber sido pasados rigurosamente por el

examen de constitucionalidad y superada dicha exigencia, podrá concluirse en su

vigencia o no.

47

4.3.1.6. El parámetro del control: la Constitución Nacional.

El juez debe verificar la adecuación del acto cuestionado al mandato

constitucional. La colisión entre ambas normativas no puede dar otro resultado que la

prevalencia de esta última, porque la eventual descalificación del pronunciamiento en

crisis debe provenir de su confrontación con el dispositivo constitucional y, por ende,

con los principios en él contenido.

La Constitución refleja una realidad bifronte, pues, así como por un

lado consagra una definida sustancia política, por el otro, otorga a las mismas una

correlativa preeminencia jurídica. Dicho en otras palabras: traduce objetivos políticos en

códigos jurídicos, sin que por ello, ninguno de ambos elementos, el político y el

jurídico, experimente confusión alguna respecto del otro pues se jerarquizan

recíprocamente.

Es por tal razón que la magistratura tiene sobre sí el deber primero de

constatar la indemnidad de los valores, principios, derechos y garantías plasmados en la

Constitución frente al acto cuestionado. Ante el mínimo menoscabo que aquellos fueran

susceptibles de sufrir por conducto de la aplicación de ésta, la respuesta jurisdiccional

debe ser una sola: su inaplicabilidad.

Conforme lo señala Oteiza82, citando las palabras del Juez Marshall en

el célebre caso “Marbury vs. Madison, “la pregunta acerca de si una ley contraria a la

Constitución puede convertirse en ley vigente del país es profundamente interesante.

Para decidir esta cuestión parece necesario tan sólo reconocer ciertos principios que se

suponen establecidos como resultado de una larga y serena elaboración. Todas las

instituciones fundamentales del país se basan en la creencia de que el pueblo tiene el

derecho preexistente de establecer para su gobierno futuro los principios que juzgue más

adecuados a su propia felicidad. El ejercicio de ese derecho supone un gran esfuerzo,

82 “La Corte Suprema”, ED. L.E.P., p. 19. Por su parte, Bickel (citado por Oteiza, op. cit., p. 20 y ssgtes.) remarca que “el argumento desarrollado por Marshall deja abierta una segunda cuestión aún más importante, que consiste en responder porqué debe ser la Corte la encargada de decidir la correspondencia entre un acto y la Constitución. La falta de representatividad directa de los ministros de la Corte trae aparejada la objeción fundada en su carácter contramayoritario, situación que les resta legitimidad para objetar el accionar de los otros dos poderes y que se encuentra balanceada tanto por la participación del Ejecutivo y del Legislativo en el nombramiento de los magistrados como por la posibilidad de que el Congreso destituya a los jueces a través de un juicio político”. Sin embargo, puntualiza Oteiza (op. cit., p. 22) que “la posición que cuestiona el carácter contramayoritario de la actuación del Poder Judicial al invalidar una ley o acto de otro poderes representante directo del electorado, recibe distintas rèplicas que la atenúan. En primer lugar, la democracia no es solamente el principio mayoritario, sino que también está caracterizada por el ejercicio responsable y limitado del poder de la mayoría, que debe reconocer la inviolabilidad de determinados derechos y el respeto de las minorías. Además la democracia entraña un proceso complejo en la toma de decisiones , en donde el Poder Judicial juega un papel decisivo para encontrar el equilibrio y lograr la eliminación de tensiones y la participación social. Su debilidad congénita, por ausencia de la bolsa y la espada, lo aleja del riesgo de convertirse en tirano y lo colocan en una muy buena posición para servir de moderador del sistema”.

48

que no puede ser repetido con mucha frecuencia. Los principios así establecidos son

considerados fundamentales. Y desde que la autoridad de la cual proceden es suprema,

y puede raramente manifestarse, están destinados a ser permanentes. Esta voluntad

originaria y suprema organiza el gobierno y asigna a los diversos poderes sus funciones

específicas. Puede hacer sólo esto, o bien fijar, además, límites que no podrán ser

traspuestos por tales poderes... Los poderes de la legislatura están definidos y limitados.

y para que esos límites no se fundan u olviden, la Constitución es escrita. ¿Con qué

objeto son limitados los poderes y a qué efectos se establece que tal limitación sea

escrita si ella puede, en cualquier momento, ser dejada de lado por los mismos que

resultan sujetos pasivos de la limitación? Si tales límites no restringen a quienes están

alcanzados por ellos y no hay diferencia entre actos prohibidos y actos permitidos, la

distinción entre gobierno limitado y gobierno ilimitado, queda abolida. hay sólo dos

alternativas demasiado claras para ser discutidas: o la Constitución controla cualquier

ley contraria a aquella o la Legislatura puede alterar la Constitución mediante una ley

ordinaria. Entre tales alternativas no hay términos medios: o la Constitución es la ley

Suprema, inalterable por medios ordinarios; o se encuentra al mismo nivel que las leyes

y de tal modo, como cualquiera de ellas, puede reformarse o dejarse sin efectos, siempre

que al Congreso le plazca. Si es cierta la primera alternativa, entonces, una ley contraria

a la Constitución no es ley; si en cambio es verdad la segunda, entonces, las

constituciones escritas son absurdos intentos para limitar un poder ilimitable’”. Por ello,

apunta el autor citado que “la tesis de Marshall determinó que la Corte Suprema se

autoatribuyera el poder de controlar al legislativo y al ejecutivo”.

4.3.1.7. Conclusiones.

• Nada queda excluido del control jurisdiccional.

Por imperio del principio republicano de gobierno, ha quedado

definitivamente consagrado, dentro de nuestro sistema institucional, el recíproco control

entre los distintos departamentos que componen el Estado. Así como distinta es la

naturaleza de los actos que cada uno de los citados poderes realiza, también es diferente

la índole del control que cada uno de ellos ejercita. Mientras los dos departamentos

esencialmente políticos del Estado, a saber, el legislativo y el ejecutivo, se movilizan

con arreglo a razones de orden político y actúan sus mecanismos de control respecto de

los restantes, el judicial hace lo propio aplicándose a su análisis desde una perspectiva

eminentemente jurídica.

49

La enunciación del principio no me permite eludir la posibilidad de la

existencia de excepciones, las que, sin embargo, no pueden ser sino ponderadas con un

criterio estrictísimo. Dos razones me conducen a formular la afirmación de marras: por

un lado, la necesidad de dejar sentada, más allá de toda duda, la regla general que debe

regir en la materia, con lo que excluyo, en principio, que puedan existir áreas de

actuación de los otros poderes, exentas de revisión; por el otro lado, tampoco es posible

determinar categorías estables de actos situados fuera del cono de control, habida cuenta

que la dinámica política obligaría a modificar periódicamente los parámetros para

identificar tal naturaleza de actos.

Lo verdaderamente necesario, en cada caso concreto, es acudir,

primero al principio que zanja la cuestión, esto es, el que consagra la vigencia del

control y, sólo por excepción aplicada con criterio estricto y debidamente fundada,

soslayar su revisión. Por cierto que no se me escapa que, a los fines de justificar tal

conducta excluyente de parte de los órganos jurisdiccionales, deberán invocarse razones

que apunten a señalar en el acto bajo exámen, un contenido identificado con la misma

supervivencia del Estado y dotado de valores tales que pueda predicarse de ellos su

equiparación, en el supuesto particular, con la justicia.

• Es requisito previo que los actores políticos agoten los

medios naturales de debate a su alcance.

Hago especial referencia a los actores políticos como los sujetos que

tienen a su cargo el deber de extremar los recaudos para agotar la discusión en una

ámbito previo al judicial pues son los principales responsables en este sentido.

Ciertamente que esta exigencia no se puede imponer al resto de los ciudadanos, quienes

no están obligados a transitar por todo el intrincado camino administrativo para, recién

entonces, acceder a una respuesta a sus reclamos. Si el ciudadano –individual o

colectivamente considerado- no dio motivo al acto o decisorio político que lo involucra

no se advierte la razón por la que deba subordinarse, con carácter previo a interponer el

reclamo judicial pertinente, a agotar vías que, por su complejidad o demora pueden

poner en riesgo efectivo algún bien jurídico de su pertenencia.

Los protagonistas políticos de la vida institucional del país tienen para

sí la titularidad y el ejercicio de la representación popular de la que están investidos a

los fines de participar activamente de la dinámica republicana. La leal práctica de ese

cometido debe conducirlos a promover las iniciativas propias o a oponerse a las ajenas

con estricta observancia de los requisitos legales y reglamentarios impuestos según sea

50

el foro de debate en el que deban intervenir, sin menoscabo del mismo derecho de los

demás. Ello exige también extremar los recaudos para asegurar la eficacia de su

participación dentro de los ámbitos naturales para ello, abdicando de cualquier

pretensión de extraer el debate de tal contexto con el embozado fin de superar los

obstáculos que normalmente se le oponen, llevando la discusión a terrenos que le son

absolutamente extraños para tal fin como lo es el debate judicial y sobre lo que –gracias

al aporte de Jeremy Waldron- profundizaré más adelante.

4.3.2. Un caso extremo: el control de constitucionalidad de oficio.

Sobre la difícil tarea que representa la declaración judicial de la

inconstitucionalidad de oficio, la Dra. Kemelmajer de Carlucci83 sistematizó los

argumentos esgrimidos en contra de esta posibilidad, a saber, la necesidad de preservar

el equilibrio de los poderes del Estado, la presunción de legitimidad de los actos del

Estado y el derecho de defensa en juicio.

Empero, la cuestión, luego de reconocerse que la declaración de

inconstitucionalidad ex officio es un acto de suma gravedad institucional84, puede ser

resuelta limitándosela a aquellos especiales supuestos en los que la disposición en crisis

no admita una interpretación que la adecue al ordenamiento constitucional y, además,

que esa confrontación emerja manifiesta. La mentada gravedad que reviste un

pronunciamiento judicial de inconstitucionalidad de un dispositivo legal ha conducido

tradicionalmente a formular el cuestionamiento acerca de su justificación pues “… los

jueces, que son una minoría, sustituyen a la mayoría y afectan la base de la

democracia”85. Sin embargo, como lo afirma Lorenzetti, “la justificación está sustentada

en la noción de democracia constitucional, puesto que interesa no sólo la regla de la

mayoría, sino la tutela de las minorías. En tal sentido, los jueces son custodios de la

Constitución, y por lo tanto de las instituciones y de los derechos individuales…”86.

La cuestión aparece definitivamente dilucidada por la Corte Suprema

de Justicia de la Nación en el precedente “Rodríguez Pereyra”87, en el que Tribunal

recordó que “la doctrina atinente al deber de los jueces de efectuar el examen

comparativo de las leyes con la Constitución Nacional fue aplicada por esta Corte desde

83 Kemelmajer de Carlucci, Aída, Reflexiones en torno de la declaración de inconstitucionalidad de oficio, publicado en El Poder Judicial, p. 235 y siguientes, AAVV, ed. Depalma, Buenos Aires, 1989. 84 CSJN, Fallos, 155:248; 311:2580. 85 Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 420, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006. 86 Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 420. 87 CSJN, 27/11/2012, LL, 30/11/2012, 5.

51

sus primeros pronunciamientos cuando -contando entre sus miembros con un

convencional constituyente de 1853, el Doctor José Benjamín Gorostiaga- delineó sus

facultades para ‘aplicar las leyes y reglamentos tales como son, con tal que emanen de

autoridad competente y no sean repugnantes a la Constitución’ (Fallos: 23:37)”.

Siendo ello así, “se expidió el Tribunal en 1888 respecto de la facultad

de los magistrados de examinar la compatibilidad entre las normas inferiores y la

Constitución Nacional con una fórmula que resulta hoy ya clásica en su jurisprudencia:

‘es elemental en nuestra organización constitucional, la atribución que tienen y el deber

en que se hallan los tribunales de justicia, de examinar las leyes en los casos concretos

que se traen a su decisión, comparándolas con el texto de la Constitución para averiguar

si guardan o no conformidad con ésta, y abstenerse de aplicarlas, si las encuentran en

oposición con ella, constituyendo esta atribución moderadora uno de los fines supremos

y fundamentales del Poder Judicial nacional y una de las mayores garantías con que se

ha entendido asegurar los derechos consignados en la Constitución, contra los abusos

posibles e involuntarios de los poderes públicos’”. Tal atribución "es un derivado

forzoso de la separación de los poderes constituyente y legislativo ordinario" (Fallos:

33:162).

Por otro lado anotó que “un año antes, en el caso ‘Sojo’, esta Corte ya

había citado la autoridad del célebre precedente ‘Marbury vs. Madison’ para establecer

que ‘una ley del congreso repugnante a la Constitución no es ley’ y para afirmar que

‘cuando la Constitución y una ley del Congreso están en conflicto, la Constitución debe

regir el caso a que ambas se refieren’ (Fallos: 32:120). Tal atribución encontró

fundamento en un principio fundacional del orden constitucional argentino que consiste

en reconocer la supremacía de la Constitución Nacional (art. 31), pues como expresaba

Sánchez Viamonte ‘no existe ningún argumento válido para que un juez deje de aplicar

en primer término la Constitución Nacional’ (Juicio de amparo, en Enciclopedia

Jurídica Omeba, t. XVII, pág. 197, citado en Fallos: 321:3620)”.

Asimismo, se tuvo en consideración que “el requisito de que ese

control fuera efectuado a petición de parte resulta un aditamento pretoriano que

estableció formalmente este Tribunal en 1941 en el caso ‘Ganadera Los Lagos’ (Fallos:

190:142). Tal requerimiento se fundó en la advertencia de que el control de

constitucionalidad sin pedido de parte implicarla que los jueces pueden fiscalizar por

propia iniciativa los actos legislativos o los decretos de la administración, y que tal

actividad afectarla el equilibrio de poderes. Sin embargo, frente a este argumento, se

52

afirmó posteriormente que si se acepta la atribución judicial de control constitucional,

carece de consistencia sostener que el avance sobre los dos poderes democráticos de la

Constitución no se produce cuando media petición de parte y sí cuando no la hay

(Fallos: 306:303, voto de los jueces Fayt y Belluscio; y 327:3117, considerando 4°)”.

Agregó el Tribunal que la declaración de inconstitucionalidad de

oficio tampoco "se opone a la presunción de validez de los actos administrativos o de

los actos estatales en general, ya que dicha presunción cede cuando se contraria una

norma de jerarquía superior, lo que ocurre cuando las leyes se oponen a la Constitución.

Ni (...) puede verse en ella menoscabo del derecho de defensa de las partes, pues si así

fuese, debería también descalificarse toda aplicación de oficio de cualquier norma legal

no invocada por ellas so pretexto de no haber podido los interesados expedirse sobre su

aplicación al caso" (Fallos: 327:3117, considerando 4° citado).

Ahora bien, expresó el Más Alto Tribunal del país en su

pronunciamiento en la referida causa “Rodríguez Pereyra” que, “sin perjuicio de estos

argumentos, cabe agregar que tras la reforma constitucional de 1994 deben tenerse en

cuenta las directivas que surgen del derecho internacional de los derechos humanos. En

el precedente ‘Mazzeo’ (Fallos: 330:3248), esta Corte enfatizó que ‘la interpretación de

la Convención Americana sobre Derechos Humanos debe guiarse por la jurisprudencia

de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)’ que importa ‘una

insoslayable pauta de interpretación para los poderes constituidos argentinos en el

ámbito de su competencia y, en consecuencia, también para la Corte Suprema de

Justicia de la Nación, a los efectos de resguardar las obligaciones asumidas por el

Estado argentino en el sistema interamericano de protección de los derechos humanos’

(considerando 20)”.

De igual manera, “[s]e advirtió también en ‘Mazzeo’ que la CIDH ‘ha

señalado que es consciente de que los jueces y tribunales internos están sujetos al

imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el

ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional

como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también

están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones

de la Convención no se vean mermados por la aplicación de leyes contrarias a su objeto

y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos’. Concluyó que ‘[e]n otras

palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de 'control de convencionalidad'

entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención

53

Americana sobre Derechos Humanos’ (caso ‘Almonacid’, del 26 de septiembre de

2006, parágrafo 124, considerando 21)”.

Por lo demás, “en diversas ocasiones posteriores la CIDH ha

profundizado el concepto fijado en el citado precedente ‘Almonacid’. En efecto, en el

caso ‘Trabajadores Cesados del Congreso’ precisó que los órganos del Poder Judicial

deben ejercer no sólo un control de constitucionalidad, sino también ‘de

convencionalidad’ ex officio entre las normas internas y la Convención Americana

[‘Caso Trabajadores Cesados del Congreso (Aguado Alfaro y otros) vs. Perú’, del 24 de

noviembre de 2006, parágrafo 128]. Tal criterio fue reiterado algunos años más tarde,

expresado en similares términos, en los casos ‘Ibsen Cárdenas e Ibsen Peña vs. Bolivia’

(del Io de septiembre de 2010, parágrafo 202); ‘Gomes Lund y otros ('Guerrilha do

Raguaia') vs. Brasil’ (del 24 de noviembre de 2010, parágrafo 176) y ‘Cabrera García y

Montiel Flores vs. México’ (del 26 de noviembre de 2010, parágrafo 225)”.

Destacó la Corte Suprema de Justicia de la Nación que

“[r]ecientemente, el citado Tribunal ha insistido respecto del control de

convencionalidad ex officio, añadiendo que en dicha tarea los jueces y órganos

vinculados con la administración de justicia deben tener en cuenta no solamente el

tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana

(conf. caso ‘Fontevecchia y D'Amico vs. Argentina’ del 29 de noviembre de 2011)”.

De este modo concluyó el Tribunal Cimero que “[l]a jurisprudencia

reseñada no deja lugar a dudas de que los órganos judiciales de los países que han

ratificado la Convención Americana sobre Derechos Humanos están obligados a ejercer,

de oficio, el control de convencionalidad, descalificando las normas internas que se

opongan a dicho tratado. Resultaría, pues, un contrasentido aceptar que la Constitución

Nacional que, por un lado, confiere rango constitucional a la mencionada Convención

(art. 75, inc. 22) , incorpora sus disposiciones al derecho interno y, por consiguiente,

habilita la aplicación de la regla interpretativa -formulada por su intérprete auténtico, es

decir, la Corte Interamericana de Derechos Humanos- que obliga a los tribunales

nacionales a ejercer de oficio el control de convencionalidad, impida, por otro lado, que

esos mismos tribunales ejerzan similar examen con el fin de salvaguardar su supremacía

frente a normas locales de menor rango”.

Por otra parte, y tal como lo remarca Ferrajoli, “la sujeción del juez a

la ley ya no es, como en el viejo paradigma positivista, sujeción a la letra de la ley,

cualquiera que fuere su significado, sino sujeción a la ley en cuanto válida, es decir,

54

coherente con la Constitución. Y en el modelo constitucional garantista la validez ya no

es un dogma asociado a la mera existencia formal de la ley, sino una cualidad

contingente de la misma ligada a la coherencia de sus significados con la Constitución,

coherencia más o menos opinable y siempre remitida a la valoración del juez”88. En

rigor, éste aspecto ya había sido agudamente advertido por Alexis de Tocqueville al

puntualizar que el motivo por el cual los jueces (norteamericanos) contaban con la

facultad de dictar la inconstitucionalidad de una ley emitida por la mayoría legislativa

“reside en este solo hecho: los americanos han reconocido a los jueces el derecho de

basar sus sentencias en la constitución más que en las leyes. En otros términos, les han

permitido no aplicar leyes que les parezcan inconstitucionales”89.

A mérito, entonces, de estas consideraciones, a las que adhiero y hago

propias, juzgo que si ya era considerado un deber ineludible de la Magistratura inspirar

sus decisiones, primordialmente, en la Constitución, hoy ello se ve también reforzado en

el deber no sólo de efectuar el control de constitucionalidad, sino también de

convencionalidad. Sólo si la norma legal supera dicho test es posible decir que la

disposición cuya aplicación al caso se predica debe gobernar el conflicto a dirimir, aun

cuando la cuestión no hubiera sido planteada por las partes de autos.

5. LA PREGUNTA DE FONDO: ¿EL PODER JUDICIAL

PUEDE CONTROLAR LA CONSTITUCIONALIDAD DE LAS LEYES

APROBADAS POR LAS MAYORIAS PARLAMENTARIAS?

En rigor, el punto central de la disquisición que se plantea con este

interrogante que, como se ve, es de naturaleza político-institucional y no jurídica, radica

en la necesidad de desentrañar la razón por la cual, dentro del contexto de un sistema

democrático de gobierno, un juez o Tribunal se encuentra habilitado para declarar la

invalidez constitucional de una norma dictada por los departamentos políticos del

Estado, que concentran en sí mismos las mayorías necesarias para adoptar las decisiones

que, a la larga, resultan reprochadas.

Desde luego que ya algo se ha dicho al respecto pero no es menos

cierto que ha llegado la hora de profundizar el estudio en orden a establecer si este

mecanismo de control, consagrado por la Carta Magna es, sin embargo, compatible con

88 Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, p. 26, ed. Trotta, Madrid, 2010. 89 De Tocqueville, Alexis, La democracia en América, p. 68, ed. Folio, Barcelona, 2001.

55

el régimen democrático, en el que imperan, en principio, las orientaciones que imponen

las mayorías electorales, reflejadas en las mayorías parlamentarias correspondientes.

5.1. EL PODER JUDICIAL ES UN PODER

CONTRAMAYORITARIO.

El valor de un Poder contramayoritario y su compatibilidad con la

democracia: el equilibrio de los poderes

En primer término, es posible señalar la creciente cuota de

protagonismo político que ha ido ganando el Poder Judicial, a través de sus

pronunciamientos. Para definir este fenómeno, afirma Alejandro Nieto que “la enorme

importancia que tiene hoy el Derecho Judicial se debe en buena parte a la notoria y

creciente judicialización de la vida moderna”, provocada por las siguientes

circunstancias: a) la judicialización es consecuencia necesaria del imparable aumento de

la juridificación de las relaciones sociales y políticas, b) en cuanto a las relaciones

políticas, su inesperada y sospechosa judicialización es consecuencia de la lucha de

partidos y c) los jueces son, en fin, quienes dicen la última palabra, los que ofrecen

seguridad y certidumbre90. Como resulta fácil advertir, estas apreciaciones no dejan de

guardar congruencia con lo que se viene diciendo hasta esta parte y surgen de modo

patente de la confrontación del par Constitución/Ley.

Desde el punto de vista de la teoría del Estado, ha quedado

sobradamente demostrado que el Poder Judicial es el departamento contramayoritario

del Estado. Esto, a su vez, en asociación con el deber de fundamentar las decisiones que

emita, ha resultado ser tanto el factor de relevancia en el que reside la fuerza de sus

decisiones como el motivo de reproche más frecuente a la hora de poner en tela de

juicio su legitimidad dentro de un sistema democrático de gobierno, tal como lo

demostraron las críticas y elogios levantados respecto de los fallos emitidos por la Corte

Suprema de Justicia de la Nación en los casos reseñados en el apartado 2 de este

estudio.

Es decir que lo que constituye su fuente de independencia es, a la vez,

el origen de las críticas que se le endilgan.

La cuestión conduce inexorablemente a preguntar acerca de la razón

por la que en un Estado democrático, en el que la regla que gobierna es la que, en

principio, impone la mayoría, sea tolerada la presencia, en calidad de cabeza de uno de

90 Nieto, Alejandro, Crítica de la razón jurídica, p. 154, ed. Trotta, Madrid, 2007.

56

los Poderes del Estado y que cuenta entre sus funciones con la de controlar la actividad

de los otros dos, de un Tribunal que no se compone de miembros elegidos por el voto

popular directo y que, para colmo de males, heredó una denominación más propia de un

régimen monárquico que republicano. O, dicho en palabras de Linares, “¿qué es lo que

justifica que unas personas que no son elegidas por el pueblo –y, por lo tanto, no

responden ante él- puedan declarar la invalidez de una ley, que es expresión de la

voluntad popular?”91.

5.2. ARGUMENTOS EN CONTRA.

Existen consideraciones decididamente relevantes que se muestran

opuestas a autorizar la revisión judicial de normas aprobadas por las mayorías

parlamentarias, ni siquiera a título de control de constitucionalidad. Linares recuerda,

entre estas posiciones críticas, la asumida por Waldron, quien arranca de la base de

admitir cuatro premisas, a saber, que existe una legislatura representativa que funciona

razonablemente bien, cuyos miembros son elegidos por el pueblo; que existe un

conjunto de instituciones judiciales razonablemente bien organizadas, cuyos miembros

no son elegidos por el pueblo; que existe un compromiso de la mayor parte de la

sociedad y de los funcionarios públicos con la idea de los derechos individuales y, por

último, que existe un desacuerdo persistente, sustancial y de buena fe entre los

miembros de la sociedad sobre el contenido, los límites y el alcance de los derechos.

Más todavía, la posición adoptada por Jeremy Waldron, crítica

respecto de la expresada por Dworkin, parte de la base de que “la tesis sobre la justicia

puede ser en definitiva imposible de verificar. E incluso si fuera cierta, aún conllevaría

un problemático trade-off entre la justicia y los ideales democráticos, a menos que la

tesis más ambiciosa de Freedom’s Law pudiera sostenerse. Puesto que Dworkin acepta

que la democracia sería erosionada si otorgáramos a un puñado de reyes-filósofos no

electos el poder de invalidar la legislación sólo sobre la base de que la consideran

injusta”92.

91 Linares, Sebastián, op. cit., p. 27. Vale aclarar en este punto que no es cierto que los jueces no respondan por sus faltas. Si bien no lo hacen ante el pueblo, en la latitud total del concepto, sí lo hacen ante sus representantes y de los más diversos modos, pues las responsabilidades que pesan sobre los magistrados son, simultáneamente, de naturaleza política, penal, civil y administrativa. Para abundar sobre la materia recomiendo la enjundiosa obra dirigida por Alfonso Santiago (h), La responsabilidad judicial y sus dimensiones, AAVV, dos tomos, ed. Abaco, Buenos Aires, 2006; íd., Hernández Marín, Rafael, Las obligaciones básicas de los jueces, ed. Marcial Pons, Madrid, 2005; íd., Malem Seña, Jorge F., El error judicial y la formación de los jueces, ed. Gedisa, Barcelona, 2008. Es decir que no es posible predicar que los jueces sean irresponsables ante la sociedad. 92 Waldron, Jeremy, Derecho y desacuerdos, p. 393, ed. Marcial Pons, Madrid, 2005.

57

Es por ello que este autor centraliza la cuestión del argumento de

Dworkin que pretende contestar en la necesidad de distinguir entre tomar una decisión

acerca de la democracia y tomar una decisión por medios democráticos93. En

consecuencia, concluye, “dentro de esta tradición de pensamiento político no llegaremos

muy lejos con ningún argumento que limite la capacidad del autogobierno popular sobre

cuestiones sustantivas y las detenga cerca del umbral del procedimiento político,

atribuyendo las cuestiones sobre las formas de gobierno a un órgano de otro tipo. La

democracia versa en parte sobre la democracia; uno de los primeros ámbitos sobre los

que la gente reclama tener voz y respecto de los que reivindica su competencia, es el

carácter procedimental de sus propios arreglos políticos”94.

La cuestión, para Waldron, parece resolverse mediante la enunciación

de distintos postulados que admiten ser resumidos en lo siguiente: cabe aceptar, en

coincidencia con Dworkin, que “existe una conexión importante entre los derechos y la

democracia”; que “algunos derechos individuales deben ser considerados condiciones

de la legitimidad de la decisión mayoritaria” y que “si la gente discrepa sobre las

condiciones de la democracia, apelando a la legitimidad de la decisión mayoritaria para

zanjar el desacuerdo puede incurrirse en petición de principio”.

Ahora bien, a lo expresado, añade –ahora en discrepancia con

Dworkin- que “si una apelación a la legitimidad de la decisión mayoritaria para zanjar

un desacuerdo sobre las condiciones de la democracia incurre en una petición de

principio, entonces una apelación a la legitimidad del control judicial de

constitucionalidad (o de cualquier otro procedimiento político) para zanjar dicho

desacuerdo incurre probablemente en petición de principio”; que “el hecho de que una

apelación a la legitimidad de la decisión mayoritaria para zanjar un desacuerdo acerca

de las condiciones de la democracia incurra en petición de principio no significa que

debamos usar, sin posibilidad de elección, un procedimiento de decisión seleccionado

según un test que atiende a los resultados” y, por último, que “en los casos en los que

una apelación a la legitimidad de la decisión mayoritaria para zanjar un desacuerdo

acerca de las condiciones de la democracia no incurre en petición de principio, no hay

ninguna razón para menospreciar la decisión mayoritaria sobre la base del nemo iudex

93 Waldron, Jeremy, op. ci., p. 397. Puntualiza a este respecto que “Dworkin parece sugerir que si una decisión política versa sobre la democracia, o sobre los derechos asociados a la democracia, entonces no hay ninguna cuestión relevante, o suficientemente distintiva, que plantear sobre el modo en que (…) se toma la decisión. Lo único que importa es que la decisión sea correcta, desde el punto de vista democrático”. 94 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 402.

58

in sua causa”95. Finalmente, y ya decididamente en contra de la posición esbozada por

Dworkin, sostiene Waldron que “siempre se produce un menoscabo para la democracia

cuando una concepción sobre las condiciones de la democracia se impone mediante una

institución no democrática, incluso cuando la concepción es correcta y su imposición

mejora la democracia”; que “no hay ninguna razón para pensar que el control judicial de

constitucionalidad mejora la calidad del debate político participativo en una sociedad”

y que “sigue estando abierta la cuestión de si el control judicial de constitucionalidad ha

hecho más justos a los Estados Unidos (o haría más justa a cualquier sociedad) de lo

que serían sin esta práctica”96.

A mi modo de ver, el fundamento sustancial de la tesis esgrimida por

Waldron es susceptible de ser resumida –con las limitaciones inherentes a mi propio

pensamiento, para nada achacables a Waldron, por cierto- en que debe mantenerse una

estricta confianza en el funcionamiento de los dispositivos, órganos y procedimientos

democráticos, en orden a tornar innecesaria la intervención judicial para resolver

conflictos que reconocen su génesis en las deficiencias de los resultados obtenidos. Por

otro lado, estos mismos elementos -orgánicos y procedimentales- deben extremar los

recaudos para que su funcionamiento pleno, en ejercicio de las responsabilidades

políticas que le son connaturales, garanticen la adopción de decisiones

democráticamente correctas y jurídicamente válidas.

En efecto, señala el autor seguido en este punto que “no hay nada

inapropiado lógicamente en invocar el derecho de participación para determinar

cuestiones sobre los derechos, incluyendo cuestiones sobre la participación misma”, en

cuyo mérito “la lógica no nos obliga a atribuir la decisión última sobre los arreglos

políticos y constitucionales a una institución no participativa”, en clara referencia al

Poder Judicial. Con mayor contundencia aun, indica que “nos puede parecer no

suficientemente democrática –e incluso desagradablemente condescendiente- una

constitución que transfiera a un pequeño grupo de jueces u otros funcionarios el poder

de vetar lo que el pueblo o sus representantes ha acordado en respuesta a las cuestiones

95 Aclara Waldron, op. cit., p. 402, esta objeción diciendo que “los que invocan el principio de nemo iudex in sua causa en este contexto afirman que éste requiere que la decisión última sobre los derechos no sea dejada en manos del pueblo, y que deba trasladarse en cambio a una institución independiente e imparcial como la Corte Suprema de los Estados Unidos”. Ello se tornaría explicable en razón de que si una ley es aprobada por una mayoría parlamentaria, representativa, a su vez, de una mayoría de ciudadanos, sería sumamente difícil que éstos advirtieran los defectos de constitucionalidad que la norma pudiera contener, por lo que resulta recomendable que la revisión sea confiada a un tercero, independiente e imparcial, como lo es el Poder Judicial, a través de los jueces que lo integran. Desde luego que Waldron no comparte esta idea. 96 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 408/409, bajo el sugestivo título “Summa contra Dworkin”.

59

controvertidas acerca de lo que conlleva la democracia”97. Por ende si, como afirma

Waldron, todo está al alcance de nuestra mano en una democracia, “todo lo que es

objeto de desacuerdo de buena fe está al alcance de nuestra mano. Ésta es la clave del

asunto, puesto que afirmar lo contrario sería imaginarnos a nosotros mismos, como una

comunidad, en posición de tomar parte en tal desacuerdo pero sin que lo parezca en

ningún momento”98.

Desde luego que, lejos de ser ingenuo, Waldron puntualiza los

problemas centrales que afronta su postulación: “tal vez la política es sólo un conflicto

de intereses (…) Pero si esto es así, deberíamos reconocer que no es sólo la reputación

del mayoritarismo popular lo que está en peligro. Si la política democrática es sólo una

lucha constante con los demás buscando sacar partido personal, entonces los hombres y

las mujeres no son las criaturas que los teóricos del derecho creían. Si pensamos en todo

caso que algunos de sus intereses requieren de una protección especial (contra las

mayorías y otros tipos de tiranías), tendremos que desarrollar una teoría de la justicia y

una teoría de la política que no asocie la petición de esta protección con el respeto

activo por la capacidad moral que la idea de los derechos ha implicado

tradicionalmente”99.

A su vez, expresa que “sabemos que si confiamos la protección de los

derechos al pueblo, se les confiará a hombres y mujeres que discrepan acerca de qué es

lo que implican tales derechos. Es tentador inferir del hecho de dicho desacuerdo y de

los procesos (como el voto) que serán necesarios para resolverlo que este tipo de

protección en política equivale a dejarlos desprotegidos. Es tentador pensar que la gente

que está preparada para conceder su voto en materias de derechos fundamentales y para

aceptar el punto de vista de la mayoría simplemente no se toma los derechos en serio”.

Pero, “seguramente, los magistrados de la Corte Suprema se toman en serio los

derechos si nadie más lo hace, pero dichos magistrados discrepan acerca de tales

derechos tanto como los demás, y también resuelven sus desacuerdos por un voto de

mayoría simple (…) Contamos manos alzadas en el tribunal, pedimos el nombramiento

de un magistrado conservador o uno liberal, hablamos de un magistrado concreto por el

ser el ‘voto oscilante’ en la Corte, y nada de esto nos parece zarandear nuestra confianza

de que los derechos están siendo protegidos de la única manera posible por individuos

97 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 409. 98 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 410. 99 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 411.

60

de pensamiento articulado y con opiniones fundadas. No podemos, por lo tanto, sostener

que los derechos no están siendo tomados en serio en un sistema político simplemente

por el hecho de que el sistema permite el voto mayoritario para zanjar los desacuerdos

sobre los derechos que debemos tener”100.

En virtud de tales razones, concluye Waldron reconociendo que

“discrepamos acerca de los derechos, y es comprensible que lo hagamos. No

deberíamos temer ni estar avergonzados de dichos desacuerdos, ni atenuarlos ni

llevarlos más allá de los foros en los que se toman importantes decisiones de principios

en nuestra sociedad”. De allí que juzga que “tomarse los derechos en serio tiene que ver

también con la forma en que respondemos cuando los demás nos contradicen, incluso

en una cuestión de derechos. Aunque todos consideramos razonablemente importantes

nuestros propios puntos de vista, debemos también (todos nosotros) respetar la

condición elemental de estar con otros, que es a la vez la esencia de la política y el

principio de reconocimiento que reside en el corazón de la idea de los derechos. Cuando

estamos ante un portador de derechos (rights-bearer), no estamos tratando sólo con una

persona a la que se la reconocido la libertad, el sustento o la protección. Sobre todo,

estamos ante una inteligencia particular –una mente y una conciencia distinta a la

nuestra, que no está bajo nuestro control intelectual, que tiene su propia visión del

mundo y su propia concepción de las bases adecuadas de las relaciones con los demás, a

quienes él también ve como otros-. Tomar los derechos en serio, entonces, es responder

respetuosamente a este aspecto de la otredad, y estar deseoso entonces de participar

dinámicamente, pero como un igual, en la determinación de cómo debemos vivir

conjuntamente en las circunstancias y en la sociedad que compartimos”101.

La lúcida descripción proporcionada por el autor seguido me permite

sostener que, sin perjuicio de la importancia del planteo desarrollado, su punto de vista

remite a un estadio jurídico-político anterior al del control judicial de

constitucionalidad, cual es el de formación de las decisiones que luego habrán de ser

revisadas. Ello permite entender contextualmente la crítica emprendida. En el fondo, la

cuestión de la asignación del deber de control constitucional a los jueces surge debatible

en el marco de una discusión incluso pre-constitucional. Ciertamente que esto no

invalida en nada la opinión de Waldron sino que, en todo caso, estimo necesario

100 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 413 y siguientes. 101 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 419.

61

remarcar este aspecto –atinente al eje hacia el cual se dirige- para permitirme examinar

las posturas que se inclinan a justificar el control judicial.

Otro argumento que me conduce a concluir como lo hago, consiste en

la valoración que me merece la recomendación formulada por el autor a los estamentos

políticos para emplear exhaustivamente todos los resortes de discusión a su alcance,

pero que, en la práctica, y contradiciendo abiertamente su perspectiva de confianza en

las instituciones democráticas, se manifiesta en el apresurado y, muchas veces,

injustificado llamado a intervenir al Poder Judicial por parte de quienes no sólo están

obligados a debatir sobre los derechos en crisis, sino también a acatar lealmente los

resultados parlamentarios obtenidos y no forzar una mudanza del ámbito de discusión.

No se trata de oponer al enjundioso análisis de Waldron la realidad de una práctica en

cuyos defectos coincido plenamente con el autor sino que, antes bien, considero

apropiado, para no perder el centro de este examen, ubicar adecuadamente su crítica en

el punto en el que verdaderamente pienso que debe ser situado, esto es, en la etapa de

formación y toma de las decisiones parlamentarias.

5.3. ARGUMENTOS A FAVOR.

La aparente contradicción que media entre afirmar, por un lado, la

vigencia del control de constitucionalidad en manos de los jueces y, por el otro, el

sistema democrático de formación de las leyes, encuentra su razón de ser en el sistema

de frenos y contrapesos que rige a la República, en el que ninguno de los Poderes del

Estado ostenta el dominio absoluto y en el que debe someterse al control de los restantes

departamentos que conforman el Estado. Se trata, a no dudarlo, de una derivación del

pensamiento liberal que, desde la Revolución Francesa impuso los límites que creyó

convenientes al poder absoluto, hasta entonces titularizado exclusivamente por el

monarca. Desde luego que influyó notoriamente en ello el cambio filosófico-teórico en

la concepción de la fuente del Poder Soberano, desde la Divinidad al Pueblo.

Dice Posner al respecto que “el hecho de que los jueces elegidos

mediante votación popular sean menos independientes desde el punto de vista político

que aquellos que han sido nombrados, especialmente los nombrados de forma vitalicia,

no es necesariamente algo negativo. Esto no se debe sólo al acicate que para el esfuerzo

supone que se niegue la seguridad del puesto de trabajo, sino también porque las

decisiones de los jueces que han sido elegidos por votación popular suelen ser más

predecibles que las de quienes han sido nombrados. Estas conclusiones concuerdan con

–incluso quizás derivan de- el hecho de que los jueces elegidos por votación popular

62

son menos independientes. Es más probable que el juez independiente tenga una forma

de cálculo más compleja para tomar decisiones porque no quiere dejarse guiar

simplemente por el rumbo marcado por la política. Y en la medida en que el elemento

populista presente en la resolución judicial de conflictos no llega hasta el punto de

condenar a personas que son inocentes por crímenes que nunca cometieron, o no tiene

lugar ningún otro tipo de distanciamiento enorme de la legalidad, conformar las

políticas judiciales a las preferencias democráticas puede verse como algo bueno en una

sociedad que se enorgullece de ser la democracia líder en el mundo”.

Concluye Posner, en referencia al sistema judicial norteamericano,

que “la independencia judicial es inversa a la responsabilidad judicial. Si (quizá un gran

sí) se considera que la existencia de una judicatura elegida por votación popular

significa una preferencia democrática legítima por acercar las actitudes judiciales y las

populares más de lo que es posible en un sistema en el que judicatura no resulta de una

elección por votación popular, entonces un juez que desafía a la opinión pública no sólo

es muy poco probable que sea reelegido, además, paradójicamente, podría afirmarse que

es un mal juez, incluso un usurpador. La otra cara de esta moneda, sin embargo, es que

cuanto más uniforme sea la opinión pública, más importante es la independencia

judicial para salvaguardar los derechos de las minorías”102.

El significado de lo contramayoritario implica la posibilidad de

resolver aun en contra de la voluntad de las mayorías legitimadas por el voto popular, lo

que conlleva poner en crisis el sistema democrático, tal como lo denuncia Waldron.

Pero también es cierto que en algún punto debe establecerse el control final acerca de la

constitucionalidad –pues a eso se circunscribe- de las decisiones adoptadas por las

mayorías y que éste poder de control debe ser ejercido por una agencia que no haya

estado involucrada en la generación de la decisión y que, por su naturaleza, tienda a

perdurar por encima de las coyunturas políticas que la favorecieron o, en su caso, se

opusieron a ella.

Otro elemento diferenciador se suma a lo ya señalado, en relación a la

índole del debate merced al cual alumbran las decisiones políticas, traducidas en leyes,

y las jurídicas, representadas en su valor político: “mientras que en las legislaturas

predomina el razonamiento basado en objetivos colectivos, la negociación de intereses y

102 Posner, Richard A., op. cit., p. 156.

63

la cruda votación, dice Dworkin, en la judicatura predomina el razonamiento basado en

principios”103.

Ello no es más que la consecuencia de las condiciones estructurales

que rodean e informan a la Justicia en tanto Poder del Estado, a saber, “a) los jueces

están obligados a confrontar todos los reclamos que se les plantean, b) los jueces tienen

la obligación de justificar sus decisiones tomando como base el texto constitucional, un

texto que, vale la pena destacar, incluye principios; y c) el cargo de juez goza de

numerosas garantías institucionales (mandato vitalicio, remoción por juicio político,

intangibilidad de los salarios, entre otros) que les vuelven menos vulnerables a múltiples

presiones o coacciones”104.

Quizás convenga, en aras de encontrar la razón nodal por la cual el

control judicial de constitucionalidad resulta tan cuestionado, recordar que dicha

supervisión no deja de tener un fuerte componente político –e ideológico- sin importar

la carga de juridicidad que se le pretenda inyectar a fin de mantener una aspiración de

asepsia en el análisis efectuado. En efecto, tal como apuntan Mendonca y Guibourg,

“sucede que el control de constitucionalidad es, sin lugar a dudas, un control político y,

cuando se impone frente a otros órganos del poder, contiene, en toda su plenitud, una

decisión política. Cuando los tribunales proclaman y ejercen semejante derecho de

control, dejan de ser meros órganos de ejecución de decisiones políticas y se convierten,

por derecho propio, en órganos de poder. Cuando el control judicial se aplica a

decisiones políticas (legislativas o ejecutivas), los tribunales adquieren la función de

órganos de control con poder político”105. Este fenómeno produce lo que se conoce,

según los mismos autores, como una anomalía democrática y que pone en evidencia la

crisis de legitimidad a la que es sometida la Judicatura cada vez que este poder de

control es ejercido.

Mirado desde otro punto de vista, no menos relevante, por cierto, y

dirigido a examinar el rol que tienen las Cortes y Superiores Tribunales en su doble

carácter de órganos judiciales y de cabezas de poder, “cuando se habla de función

política de los tribunales superiores nos tenemos que referir a aquellos tribunales que

forman en su conjunto un Poder del Estado al mismo nivel que el poder administrador o

103 Linares, Sebastián, op. cit., p. 65. 104 Linares, Sebastián, op. cit., p. 65. 105 Mendonca, Daniel y Guibourg, Ricardo A., La odisea constitucional, p. 149, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y Derecho, Madrid, 2004.

64

el Poder Legislativo”106. Ello conduce a la necesidad de recordar permanentemente que

“las Cortes como la argentina constituyen un poder del Estado y que la política es

inevitable para la dirección de la sociedad”, pero “la independencia, prudencia y

efectivo ejercicio de los poderes tienen demasiados vaivenes, a la vez que el poder

administrador, especialmente, presenta una tendencia casi constante a controlar el Poder

Judicial”107.

De otro lado, los Tribunales Supremos también se pronuncian

políticamente cuando resuelven los casos sometidos a su conocimiento y decisión y

éstos están dotados de fuertes contenidos constitucionales. Ilustra al respecto Posner

diciendo que “cuanto más preocupado se ve al Supremo con los casos constitucionales

polémicos, más parece un órgano político con una discrecionalidad de amplitud

comparable a la del legislativo. Como la Constitución federal es difícil de enmendar, el

Supremo ejerce, por lo general, más poder cuando se ocupa de resolver casos

constitucionales que cuando resuelve casos legislativos”108.

En este contexto, sostiene Posner que un Tribunal Supremo integrado

por jueces que no fueron elegidos merced a la participación popular directa, investidos

de cargos vitalicios y a quienes, además, se les confía la decisión sobre casos con alto

contenido emocional y político, orientados por una Constitución histórica, con

directivas vagas y de relativamente difícil modificación, “está destinado a ser un

poderoso órgano político, a menos que, a pesar de las oportunidades que se les

presentan a los magistrados, se las compongan para comportarse como lo hacen otros

jueces”. Afirma el autor seguido que “los asuntos políticos pueden ser resueltos sólo

mediante la fuerza o por medio de uno de sus sustitutos civilizados, el voto: aquí se

incluye también la votación por los jueces en aquellos casos en los que, muy

probablemente y dado que el texto de la Constitución no ofrece guía alguna en relación

con esa cuestión, sus preferencias políticas determinen el sentido de su voto”109.

106 Falcón, Enrique M., La función política y los tribunales superiores, publicado en El papel de los Tribunales Superiores, vol. 1, p. 23, Roberto Omar Berizonce, Juan Carlos Hitters y Eduardo David Oteiza (coords.), ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006. 107 Falcón, Enrique M., op. cit., p. 72. 108 Posner, Richard, A., Cómo deciden los jueces, p. 300, ed. Marcial Pons, Madrid, 2008. Agrega este autor que “una Constitución suele ocuparse de los asuntos fundamentales, asuntos que suscitan mayores pasiones que los asuntos legislativos, y la emoción puede llevar a los jueces a desviarse de un análisis técnico desapasionado. Y es que se trata de asuntos políticos: asuntos acerca del gobierno de la nación, de los valores políticos, de los derechos políticos y del poder político. Los artículos constitucionales tienden también a ser a un tiempo viejos y vagos: viejos porque no es frecuente que se introduzcan enmiendas (en parte porque introducirlas es algo difícil) y vagos porque, cuando la introducción de enmiendas es algo difícil, un artículo constitucional formulado en un lenguaje preciso suele convertirse en una fuente de problemas ya que no podría amoldarse con facilidad para ser ajustado a las circunstancias cambiantes, y las circunstancias claramente cambian más durante un intervalo largo de tiempo que durante uno corto”. 109 Posner, Richard, A., op. cit., p. 301.

65

No menos claro es Aguiló Regla cuando recuerda que “las normas

constitucionales son el producto de una decisión” que se traduce en reglas que, a su vez,

definen lo que este autor llama “un cierto momento 0”, al que se suma una vocación de

permanencia por “lo que se agudiza en el interior del constitucionalismo la tensión entre

el pasado y el futuro”. Ello “explica que siempre que hay una constitución formal pueda

plantearse un conflicto de poder entre constituyente (llamado a extinguirse) y soberano

(permanente)”110.

Desde otra perspectiva, ni siquiera la confirmación o desestimación

constitucional de una norma legal, mayoritariamente consagrada como tal, por parte de

un Tribunal Supremo tiene garantizada, por ese mismo hecho, la aquiescencia de la

ciudadanía, no obstante la idea reinante sobre la supremacía judicial. A partir del

reconocimiento de que, en definitiva, la integración del Poder Judicial sigue estando en

manos del control político, titularizado por los otros dos poderes del Estado, “ninguna

interpretación judicial de la Constitución puede soportar o resistir la oposición

movilizada, persistente y determinada del pueblo. Incluso el magistrado Antonin Scalia

admite que ‘el proceso de designación y confirmación’ asegurará la influencia última de

la opinión pública”111.

Con igual orientación aunque, evidentemente desde un punto de vista

sustancialmente distinto desde lo ideológico al de Posner, Taruffo recuerda la

afirmación de Ferrajoli al señalar la inconsistencia de la crítica sustentada en la ausencia

de legitimación de los jueces a través de su elección por el voto popular porque “la

elección directa de los jueces no puede llevarse a cabo (…) pues trae como resultado

desastres, corrupciones, condicionamientos políticos, publicidad, financiamiento de

elecciones, es decir, muchos elementos que operan en contra de la independencia y de la

imparcialidad del juez”. Agrega aquél autor que “el juez tiene una legitimación que

podría ser considerada diferente, que no le viene conferida por el hecho de haber sido

elegido por el pueblo, y en todo caso le deriva por el hecho de desempeñar

correctamente sus funciones. Para verlo de manera sencilla, se autolegitima día con día,

es decir, no viene legitimado desde el origen”112. Puntualiza, además, que en los

sistemas verdaderamente democráticos “el juez se autolegitima todos los días

110 Aguiló Regla, Josep, Sobre el constitucionalismo y la resistencia constitucional, publicado en Interpretación y argumentación jurídica, AAVV, coordinado por Carlos Alarcón Cabrera y Rodolfo Luis Vigo, p. 18, ed. Marcial Pons, Sociedad Española de Filosofía Jurídica y Política y Asociación Argentina de Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 2011. 111 Post, Robert y Siegel, Reva, op. cit., 123. 112 Taruffo, Michele, Proceso y decisión, p. 34, ed. Marcial Pons, Madrid, 2012.

66

haciéndose creíble con autoridad ante los ojos de un contexto social determinado, en la

medida que ejercita correctamente sus propias funciones, por lo que aquel juez que

realmente protege los derechos fundamentales de los ciudadanos se autolegitima en

cuanto defensor de los derechos de los ciudadanos. Estamos, pues, ante una

legitimación política esencial y no formal, que se adquiere no antes del nombramiento,

sino a través de su actividad”113.

Conviene, empero, acudir a las apreciaciones de Carlos Santiago

Nino, adecuadamente recogidas por Gosa114, en orden a encontrar argumentos que

abonan la tesis favorable al control judicial de constitucionalidad en un marco de plena

compatibilidad con el sistema democrático de formación de las leyes.

Señala Gosa que, para Nino, existen tres motivos esenciales para

justificar la reseñada posición, permisiva del contralor judicial, a saber, que los jueces se

presentan como controladores del proceso democrático; que los jueces no son los

custodios de los derechos individuales, sino que es el propio proceso democrático el que

debe ofrecer la protección final de estos derechos y, finalmente, que este control

representa la continuidad de la práctica constitucional.

La primera de las razones reseñadas indica “que los jueces están

obligados a determinar en cada caso las condiciones que fundamentan el valor

epistémico del proceso democrático, los jueces necesariamente deben ejercer un control

del procedimiento democrático. La revisión que los jueces hacen del procedimiento

democrático también tiene un sentido correctivo hacia el futuro, cuando los jueces

prescriben modificaciones en tal o cual procedimiento a los fines de maximizar su

calidad epistémica, esto tiene un sentido de promover una aproximación de un proceso

democrático concreta al ideal deliberativo que fundamenta su justificación”.

En lo que respecta a la segunda de las motivaciones señaladas, esto es,

la que determina que es el propio proceso democrático el que debe ofrecer la protección

final de los derechos individuales, se explica porque “[S]i se analiza cómo se constituye

el valor epistémico de la democracia, vemos que su valor está dado por su tendencia a la

imparcialidad, porque tiene un procedimiento de discusión amplio, con posibilidades de

participación igual sobre la justificación de los intereses en juego por diferentes

principios, y de decisión mayoritaria con injerencia igualitaria por todos los

113 Taruffo, Michele, op. cit., p. 35. 114 Gosa, Santiago M., Control judicial de constitucionalidad. Objeción contramayoritaria, LL, 11/3/2014, p. 1, AR/DOC/493/2014.

67

involucrados. En definitiva la imparcialidad es el criterio de validez de los principios”.

No obstante ello, cabe apuntar que “el criterio de que la imparcialidad es el parámetro

de corrección de principios morales, no se aplica respecto de los principios morales

autorreferentes. La validez de un ideal de excelencia humana no depende de que sea

aceptable para todos en condiciones de imparcialidad, ya que estos principios no hacen

un balance entre los intereses de distintas personas, a diferencia de lo que ocurre con los

principios intersubjetivos. De esta consideración surge la conclusión, que el valor

epistémico del proceso democrático no se aplica a las decisiones sobre ideales de

excelencia o virtud personal”. De allí, entonces, cabe inferir que “el juez no tiene

motivo para dejar de lado su juicio y el de los ciudadanos involucrados, para atenerse a

los resultados del proceso democrático, cuando ese proceso se ha inmiscuido en ideales

de excelencia humana, que afectan la autonomía de las personas”. He allí un límite claro

y justificado al principio de autorrestricción judicial en materia de control de

constitucionalidad de las leyes.

Por último, en lo atinente al significado de continuidad de la práctica

constitucional que reviste el control, se afirma que “[L]a concepción de la Constitución

como una práctica social implica considerarla como una regularidad de conductas y

actitudes, la conducta de los funcionarios, los jueces y de los ciudadanos, de identificar

a las normas que cumplen con ciertas condiciones positivas y negativas, procesales y

sustantivas como normas legítimas, las actitudes de criticar a quienes no observan o

aplican las normas y de avalar a quienes lo hacen”. Para cumplir este cometido “[E]l

juez no puede ignorar que si bien las decisiones democráticas, son un criterio válido

para determinar los principios valorativos que debe aplicar a la práctica, la continuidad

de esa práctica es condición para la operatividad del proceso democrático Por eso el

juez debe custodiar esa continuidad y puede llegar a considerarse obligado a invalidar

decisiones democráticas si considera que ponen en riesgo tal continuidad”.

Por tal motivo el juzgador debe valorar distintos elementos, como lo

son que el peligro de debilitamiento de la continuidad sea muy serio; que se trate de una

desviación de esta continuidad, tomando en cuenta los márgenes muy amplios que dejan

las convenciones interpretativas y que la necesidad de continuidad debe ponerse en

balance con la necesidad de su perfeccionamiento, según principios de moralidad social,

respecto de los cuales el proceso democrático tiene prioridad epistémica.

En su mérito, entonces, concluyo en la procedencia del control judicial

de constitucionalidad, no sólo por razones puramente formales como lo es la derivación

68

interpretativa que surge de la propia Carta Magna sino, antes bien, porque no existe otro

modo –institucionalmente considerado, desde luego- de resolver entuertos de esta

naturaleza. Alguien debe tener la última palabra en materia de controversias

constitucionales y ese alguien es el Poder Judicial. Como bien ilustra Hart, aunque

desde una perspectiva crítica en cuanto a la atribuciones de los jueces, “un tribunal

supremo tiene la última palabra al establecer qué es el derecho y, después que lo ha

establecido, la afirmación de que el tribunal se ‘equivocó’ carece de consecuencias

dentro del sistema; nadie ve modificados sus derechos o deberes. La decisión, claro está,

puede ser privada de efectos jurídicos por una ley, pero el hecho mismo de que sea

menester recurrir a ello demuestra que, en lo que al derecho atañe, el enunciado de que

el tribunal se equivocó era un enunciado vacío. La consideración de estos hechos hace

que parezca pedante distinguir, en el caso de decisiones de un tribunal supremo, entre su

definitividad y su infalibilidad. Esto conduce a otra forma de negar que los tribunales, al

decidir, están sometidos de algún modo a reglas: ‘El derecho (la constitución) es lo que

los tribunales dicen que es’”115.

Sé que no es una respuesta exclusivamente jurídica pues, al inicio de

este apartado (ver 5) ya advertí que no es eso lo que se pretendía desentrañar, sino que

la clave de la cuestión debe ser, necesariamente, a tenor de la índole del dilema,

político-institucional. Y es esto lo que hemos encontrado.

6. LA CUESTION IDEOLOGICA.

Con toda razón afirma el Ministro Zaffaroni en el voto que emitiera al

resolver el precedente “Rizzo”, que “no es posible obviar que es inevitable que cada

persona tenga una cosmovisión que la acerque o la aleje de una u otra de las corrientes

de pensamiento que en cada coyuntura disputan poder. No se concibe una persona sin

ideología, sin una visión del mundo”116. Sobre este particular punto, Bunge

conceptualiza a la ideología diciendo que es “un sistema de creencias compuesto por (a)

enunciados muy generales –verdaderos o falsos- (…); (b) juicios de valor bien fundados

115 Hart, H.L.A., El concepto de derecho, p. 176, ed. Abeledp-Perrot, Buenos Aires, 1998. Sólo me permito discrepar respecto de lo afirmado al final de esta cita pues no resulta totalmente ajustado a la realidad sostener que los magistrados no se hallen sujetos a reglas. Reconocer una facultad tal implicaría tanto como predicar la más absoluta discrecionalidad que, en los hechos, se reflejaría en una peligrosa posibilidad de arbitrariedad. Por el contrario, los jueces, más que ningún otro funcionario estatal, están subordinados a directivas inquebrantables so riesgo de tener que afrontar las críticas constitucionales –no mediáticas, lo aclaro- pertinentes. Entre éstas se cuentan, el deber de fundamentar las sentencias; de que sus pronunciamientos sean la derivación razonada del derecho vigente con arreglo a las circunstancias comprobadas en la causa; el principio de autoabastecimientos de los fallos judiciales, lo que no significa otra cosa que deben ser completos; que se encuentren conformes con la Constitución y los Tratados Internacionales a ella incorporados; que observen el sentido de los precedentes jurisprudenciales de los Tribunales Superiores, nacionales e internacionales, entre otras muchas exigencias. 116 CSJN, “Rizzo”, voto del Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni, considerando 16º.

69

o sin fundamento (…); (c) metas sociales alcanzables o inalcanzables (…) y (d) medios

sociales realistas o no realistas”117. Por su parte, y ya en el ámbito específico –y más

acotado, por cierto- de la filosofía del derecho, anota Atienza que “debe tenerse en

cuenta que la expresión ‘ideología’ es ambigua, se usa al menos con dos significados

diferentes. Por un lado, las ideologías son los sistemas de ideas, las concepciones del

mundo que funcionan como una guía para la acción en el campo de la política, del

Derecho o de la moral, así como la proyección que tales ideas tienen en la conciencia de

los individuos”118. Aduna este autor que en este supuesto estamos ante un uso neutral,

descriptivo de la expresión empleada. Sin embargo, también se habla de ideología para

hacer referencia “al conocimiento deformado de la realidad, a un fenómeno de falsa

conciencia”.

Desde esta última perspectiva, señala Atienza que “el conocimiento

que tenemos sobre las cosas, sobre el mundo, es, en mayor o menor medida, siempre

ideológico: ninguna ciencia puede darnos un conocimiento perfecto y absolutamente

objetivo de la realidad, sin embargo, parece también claro que el riesgo de distorsión es

mucho mayor en el ámbito de las ciencias humanas y sociales que en el de las naturales

y formales”119.

La cuestión ideológica, cuando de jueces se habla, busca entretejer

conceptos que contribuyan a deslegitimar la decisión que en definitiva se adopte y sin

que, en rigor, interese demasiado en qué sentido se expiden. Lo central del caso es

utilizar la calificación que proporciona la ideología, ubicada en cabeza de los

magistrados impregnada de un tinte peyorativo, para restarle objetividad o, más

precisamente, imparcialidad e independencia que son las garantías constitucionales

puestas en juego en cada litigio.

Ciertamente que a partir de su misma raíz etimológica, el vocablo

ideología se presenta íntimamente asociado a las ideas socialmente compartidas. En este

sentido, alerta van Dijk, cuyo trabajo seguiré en este apartado, que las ideologías

“adquirieron una connotación negativa como sistemas de ideas dominantes de la clase

gobernante. O se definieron como las falsas ideas de la clase trabajadora que era

erróneamente aconsejada respecto de las condiciones de su existencia. Como una

versión más sutil de esa ‘falsa conciencia’, las ideologías fueron descriptas

117 Bunge, Mario, Filosofía política, p. 205, ed. GEDISA, colección CLA-DE-MA, Filosofía, Barcelona, 2009. 118 Atienza, Manuel, El sentido del derecho, p. 145, ed. Ariel, Barcelona, 2012. 119 Atienza, Manuel, op. cit., p. 146.

70

posteriormente en términos de las ideas hegemónicas, persuasivas, aceptadas por los

grupos dominados como parte del sentido común sobre la naturaleza de la sociedad y su

lugar en ella. Y finalmente, más allá de las limitaciones de un análisis de la lucha de

clases, se ha considerado a las ideologías de una manera más general como cualquier

sistema de ideas míticas que sirven a sus propios intereses o que son engañosas de

alguna otra manera, definidas en contraste con las ideas verdaderas de ‘nuestra’ ciencia,

historia, cultura, institución o partido”120. Con mayor precisión aún, expresa van Dijk

que “prácticamente ninguna definición breve de la ideología dejará de mencionar que

las ideologías sirven típicamente para legitimar el poder y la desigualdad. Igualmente,

se piensa que las ideologías ocultan o confunden la verdad, la realidad o las

‘condiciones objetivas, materiales, de la existencia’ o los intereses de las formaciones

sociales”121.

Los valores tienen asignado un rol central en la construcción de las

ideologías por lo que, junto con éstas, “son puntos de referencia de la evaluación social

y cultural”122. Su característica –dice el autor seguido- estriba en que gozan de una base

cultural más amplia, a tenor de lo cual, “cualesquiera que sean las diferencias

ideológicas entre grupos, poca gente en la misma cultura tiene sistemas de valores muy

diferentes: la verdad, la igualdad, la felicidad, etc., parecen ser generalmente, si no

universalmente, compartidas como criterios de acción y al menos como objetivos reales

por los que luchar”.

Puntualiza Bunge que “los cínicos tienden a subestimar la ideología

como mero epifenómeno o incluso escaparatismo”, lo que puede llegar a ser cierto en el

caso de los líderes moralistas, pero no en el de sus seguidores. A ello, añade este autor

que “ya sean verdaderas o falsas, políticas o apolíticas, interesadas o desinteresadas, las

creencias no son innatas. Emergen en cerebros, tanto de la experiencia (aprendizaje,

análisis, duda, reformulación) como de la interacción social (persuasión, discusión,

acción). De tal modo, mientras que el creer, el descreer y el dudar son personales, las

creencias se vuelven sociales en la medida en que se difunden”123. Ello conduce a

120 Van Dijk, Teun A., Ideología. Una aproximación multidisciplinaria, p. 31, ed. GEDISA, Serie CLA-DE-MA, Lingüística/Análisis del discurso, Sevilla, 2006. 121 Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 178. Más adelante, p. 181, en su mismo trabajo, expone que “cada grupo social o formación que ejerza una forma de poder o dominación sobre otros grupos podría asociarse con una ideología que funcionaría específicamente como un medio para legitimar o disimular tal poder. Antes se enfatizó que también los grupos que resisten tal dominación deberían tener una ideología para organizar sus prácticas sociales”. 122 Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 101. 123 Bunge, Mario, op. cit., 201.

71

compartir la afirmación de van Dijk en cuanto sostiene que “todos los enfoques

tradicionales concuerdan en que las ideologías son sociales, aunque sólo sea por sus

múltiples condiciones y funciones sociales”. Ello así incluso desde un punto de vista

cognitivo, pues “se ha enfatizado esta dimensión social: las ideologías no son solamente

conjuntos de creencias, sino creencias socialmente compartidas por grupos”, siendo

empleadas y modificadas en situaciones sociales, y sobre la base de los intereses

sociales de los grupos y las relaciones sociales entre grupos en estructuras sociales

complejas124. Pero también la ideología sirve para tener por constituido al grupo porque

“un conjunto de personas constituye un grupo si y sólo si, como colectividad, comparten

representaciones sociales. Para los miembros individuales del grupo esto significa que

parte de su identidad personal (sí mismo) está ahora asociada con una identidad social, o

sea, la autorrepresentación como miembros de un grupo social”125.

A su vez, la ideología se exterioriza y se reproduce a través de

diversos mecanismos o actos comunicativos, socialmente difundidos, entre los que gana

absoluta relevancia el discurso que, a su vez, se debe amoldar a los variados roles

profesionales que ejercen los participantes en tales eventos comunicativos, los que, por

lo demás, acceden a esos roles bien sea por asignación social o legal, como es el caso de

los legisladores y, desde luego, los jueces126.

Es en este preciso punto en el que se abre al estudioso preocupado por

la cuestión en examen, un panorama más complejo pero no por ello menos significativo,

en cuanto autoriza a visualizar la íntima relación que la ideología tiene con la formación

del Derecho vigente y con sus respectivas interpretaciones.

Se ha dicho, entonces, que la ideología implica un intento por

legitimar el poder y que el derecho es, sin dudas, una emanación del poder, el que, a su

vez, constituye una clara manifestación de la autoridad estatal. Afirma Atienza que “el

funcionamiento del aparato estatal sería incomprensible sin el fenómeno de la autoridad,

esto es, del poder que se tiene no –o no sólo- porque se dispone de la fuerza física, sino

en virtud de ciertas cualidades vinculadas con el saber, con el prestigio, con la posición

social”127. Este producto cultural que es el derecho128 se caracteriza, además, por gozar

124 Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 175. 125 Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 182. 126 Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 279. 127 Atienza, Manuel, El sentido del derecho, p. 142, ed. Ariel, Barcelona, 2012. 128 Acerca de esta calificación del derecho como producto cultural, sostiene Alejandro Nieto en Crítica de la razón jurídica, p. 73, ed. Trotta, Madrid, 2007, que merced al quiebre, a fines del siglo XIX del dogma de la única religión verdadera y de la moral universal “pudo considerarse al Derecho como dato cultural propio de cada pueblo y de cada momento…”, lo que explica que “un

72

de una cierta racionalidad formal, que “deriva fundamentalmente de la previsibildad que

genera al ordenar la conducta mediante normas generales y abstractas, dictadas por

órganos preestablecidos por el propio Derecho…”129.

En relación a ello, y accediendo a la comprensión del asunto en el

contexto de un estado de derecho, “el concepto de ideología permite entender mejor la

relación entre el Derecho y el consenso. Por un lado, el Derecho no necesita imponerse

siempre –ni, quizás, habitualmente- por la fuerza en la medida en que sus normas

reflejan ideologías vigentes socialmente. Por otro lado, el Derecho es también una

instancia segregadora de ideología y de consenso: lo jurídico aparece como algo que

asegura el orden, la paz, la justicia, algo que debe ser obedecido por el simple hecho de

existir”130.

Asimismo, tampoco puede dejarse de lado que el control de

constitucionalidad está vigorosamente inspirado en una selección de valores a partir de

una escala axiológica provista y consagrada en la Carta Magna, en el que la Justicia, a

través de la actuación de los jueces, ocupa un lugar de privilegio. Es por ello que

Atienza afirma que “el poder también se presta para expresar el ideal del Derecho: un

sistema jurídico es tanto más justo cuanto más contribuye a poner límites al poder como

dominación y a aumentar los espacios regidos por el poder del diálogo, de la persuasión

racional”131.

La orientación ideológica de los jueces –es verdad- puede presentarse

como problemática en, al menos, dos momentos distintos, a saber, a la hora de su

selección para ser incorporados a la judicatura y cuando deben resolver los conflictos

sometidos a su conocimiento.

6.1. La ideología a la hora de seleccionar jueces.

Hoy nadie se atrevería seriamente a poner en cuestión que los jueces

tienen ideología y que la expresan a través de la elección de las soluciones que

proporcionan a los casos sometidos a su conocimiento y decisión.

Destaca al respecto Hernández García que “Si partimos, como

difícilmente cabe cuestionar, que los jueces ya no son simples aplicadores de la norma y

que por la constitucionalización del derecho éste se nutre tanto de reglas de textura

Parlamento puede aprobar una ley en una semana; pero si esta ley no concuerda con las normas culturales del pueblo (en la conocida terminología de M.E. Mayer) encontrará una enorme resistencia a la hora de su aplicación práctica”. 129 Atienza, Manuel, op. cit., p. 143, citando a Max Weber. 130 Atienza, Manuel, op. cit., p. 147. 131 Atienza, Manuel, op. cit., p. 155.

73

cerrada como de principios de textura abierta cuya aplicación reclama comprometidas

operaciones de tipo ponderativo, utilizando escalas axiológicas móviles, resulta evidente

que tanto la ideología judicial como la forma en que ésta se proyecta en los procesos de

toma de decisión deben convertirse en un objetivo de análisis constitucional del primer

orden”132.

No es posible olvidar, a la hora de examinar este asunto, en

oportunidad de seleccionar a los aspirantes a llenar los cargos de la judicatura, que la

ideología es una cuestión privada, encerrada en la protección que le proporciona el

principio de reserva y, por ende, excluida del control del Estado. Ello conduce a que

nadie pueda ser discriminado en razón de su ideología ni excluido por esa misma razón

del proceso de designación de jueces.

Pero ello no empece a advertir que en función de la exigencia de

protección del derecho a un proceso justo y equitativo, la ideología que titularizan los

magistrados puede volverse un factor de exclusión del proceso por vía de recusación.

Una de las razones que justifica esta opción estriba en reconocer que “si bien la

dimensión interna de la libertad ideológica no puede ser objeto de control estatal, resulta

muy difícil identificar un supuesto, sobre todo cuando el titular del derecho es un agente

público, en el que la ideología hiberne en condiciones que la hagan invisible o

desapercibida en la esfera pública”133.

La otra razón consiste en valorar que, en el caso de los jueces, el

estándar de exclusión de funciones públicas por motivos ideológicos, debe también

nutrirse de los demás valores e intereses en conflicto que por su naturaleza social

exceden al derecho individual del magistrado, dando pábulo, de tal suerte, a soluciones

diferentes que autorizan la exclusión temprana del postulante.

6.2. La ideología dentro del proceso.

Por otra parte, todo lo atinente a la incidencia de la ideología del

proveyente en el proceso, “viene obligando al juez a reflexionar sobre el papel que

ocupa su ideología en la toma de decisiones y en la argumentación de las mismas”,

haciendo que la ideología judicial actúe como una suerte de precondición metodológica

en los procesos decisionales. Esta exigencia deviene de reconocer que “la fijación

132 Hernández García, Javier, “El derecho a la libertad ideológica de los jueces”, publicado en Los derechos fundamentales de los jueces, AAVV, Saiz Arnaiz, Alejandro (dir.), p. 68, ed. Marcial Pons, Centre d’Estudis Juridics i Formació Especialitzada, Generalitat de Catalunya, Barcelona, 2012. 133 Hernández García, Javier, op. cit., p. 77.

74

judicial de los hechos tiene que perseguir su objetivo –la formulación de aserciones

verdaderas- teniendo en cuenta, al mismo tiempo, la necesidad de preservar otros

valores. Estos valores son fundamentalmente de dos tipos. De un lado, un valor que

podríamos llamar práctico, por cuanto expresa una característica básica del proceso

judicial: la finalidad práctica, y no teorética, que lo anima. De otro lado, una serie de

valores que podríamos llamar, en sentido amplio, ideológicos”134.

Conforme lo refiere Piero Calamandrei135, “juzgar ha sido siempre la

función más ardua a que los hombres puedan ser llamados, quizá una función

demasiado onerosa para la fragilidad humana. Pero hoy a esta inevitable intromisión en

todo juicio de inconscientes elementos sentimentales de orden individual, se agregan (y

en esto sobre todo consiste la crisis actual) factores sentimentales de inspiración

colectiva y social, que tratan de conciliar las leyes de la lógica con las exigencias

irracionales de la política. El juez, como hombre que es, se encuentra inevitablemente

implicado en ciertos movimientos de carácter moral o religioso, en aspiraciones

colectivas hacia ciertas reformas políticas: y ni siquiera el juez puede sustraerse a lo que

los marxistas denominarían su ‘conciencia de clase’, que le deriva de sentirse partícipe

de una cierta categoría social, de un cierto círculo económico. El juez no sólo es juez; es

un ciudadano, es decir, un hombre asociado, que posee determinadas opiniones e

intereses comunes con otros hombres. No se halla solo, sino ligado por inconscientes

solidaridades y connivencias: es inquilino o dueño de casa; casado o célibe; hijo de

comerciantes o de agricultores; pertenece a una iglesia y quizá, aunque no lo diga, a un

partido. ¿Es posible que todas estas condiciones personales no repercutan de algún

modo sobre su justicia? ¿Es posible que en su razonamiento justicia y política jamás

entren en contacto? Cuando predicamos (y es una santa aspiración) que la justicia debe

ser independiente de la política, ¿decimos algo que sea prácticamente realizable, o

tratamos simplemente de ilusionarnos a fin de no perder la fe en la legalidad?”. A su

turno, y ya desde una mirada sociológica del mismo problema, tengo dicho en otro

lado136 que los pronunciamientos judiciales, como modo de expresión de la voluntad

134 Gascón Abellán, Marina, Los hechos en el derecho, p. 119, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y Derecho, Madrid, 2004. Precisa esta autora que en la persecución de la verdad los ordenamientos jurídicos tienen que preservar valores ideológicos que “no son consustanciales a la idea de acción judicial como actividad encaminada a poner fin a un conflicto, sino que forman más bien parte de una cierta ideología jurídica”. 135 “La crisis de la Justicia”, en “Crisis del Derecho”, AAVV, ed. E.J.E.A., Buenos Aires, 1961, p. 313. 136 Kamada, Luis Ernesto, Elogio de la independencia (la metagarantía de la justicia del siglo XXI), publicado en Proyectando la Justicia del Siglo XXI en el bicentenario de la Revolución de Mayo, p. 74, editado por el Poder Judicial de la Provincia de Córdoba, Centro de Perfeccionamiento Ricardo C. Núñez, Colección Premios y Homenajes, Córdoba, 2010.

75

estatal traslucen siempre la personalidad de su emisor, por lo que existirán perfiles y

rasgos que quedan como impronta en cada decisión que se dicte, elementos que, en

palabras de Bourdieu, constituyen su “habitus”137. Estas características son

consecuencia de construcciones subyacentes que se nutren en lo nuclear de la

personalidad del magistrado, con lo que resulta evidente que cada juez compromete su

integridad cuando resuelve un conflicto dado.

Se ha sostenido que los jueces no deben dejar trascender en sus

pronunciamientos una determinada orientación ideológica. Pero también es sabido que

el principal objetivo de la magistratura es administrar justicia, con su implicancia de

conocimientos técnicos, inspirados por contenidos ideológicos de los que el juez no

puede desligarse138. Desde lo simbólico, el juez es el garante de la aplicación del

derecho que hace a la convivencia en paz, bajo las premisas de legalidad y legitimidad.

El rol y la función de los magistrados se traducen como de participación dependiente, se

manifiesta por sus sentencias, como partes del sistema, e intenta realizar la justicia en el

caso concreto preservando los valores sociales y haciéndolos conjugar con sus valores

individuales139.

Señala Andruet (h) el rechazo que generan, “por ser una contradictio

in adjectus, los ensayos que afirman la existencia de una sentencia químicamente pura,

sin dichas penetraciones ideológicas”140. Más todavía, los aspectos ideológicos integran

la propia personalidad de los magistrados como los de cualquier persona, no obstante la

imposibilidad de señalar con precisión cuándo y cómo se han constituido, es posible

indicar con certeza que existen y que aparecerán en toda actividad humana, mostrándose

con mayor facilidad según la temática que le toque decidir al juez. En efecto, cuanto

mayor sea la complejidad o la gravedad del conflicto a dirimir, mayores serán las

posibilidades para que se exteriorice la impronta ideológica, en razón de que el sistema

normativo se hace menos constringente para el juzgador y, al hallar éste mayor libertad,

137 Pierre Bordieu, en El sentido social del gusto, p. 39, ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2010, señala que debe reconocerse que los individuos son también el producto de condiciones sociales, históricas, etc., “y que tienen disposiciones (maneras de ser permanentes, la mirada, categorías de percepción) y esquemas (estructuras de invención, modos de pensamiento, etc.) que están ligados a sus trayectorias (a su origen social, a sus trayectorias escolares, a los tipos de escuelas por los cuales han pasado)”. 138 Niño, Luis Fernando, Juez, institución e ideología, en La administración de justicia en los albores del tercer milenio , compilada por Messuti y Sampedro Arrubla, Ed. Universidad, p. 219, dice: “si una ideología es un conjunto de ideas fundamentales que caracterizan el pensamiento de una persona, colectividad, época, movimiento cultural, religioso o político, no sólo reconozco que tengo una ideología, sino que desconfío de quien argumente carecer de ella, porque ha de ser un impostor o un mentecato”. 139 Ghersi, Carlos Alberto, “El rol y la funciones del Poder Judicial, publicada en “Revista de contratos y obligaciones”, Ed. Abeledo-Perrot, p. 798/799. 140 Andruet (h), Armando S., La sentencia judicial. Diversas conceptualizaciones de ella, discurso de incorporación como Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba.

76

se siente menos condicionado para consagrar su propia orientación. Este proceso se

torna todavía más evidente en la medida en que se produzca una mayor juridización de

ámbitos otrora no comprendidos en la actividad jurisdiccional.

Este sentido revelador se encuentra en los llamados “casos difíciles”,

en los que no existe un criterio precedente que sirva de referencia para la decisión del

magistrado, a tenor de lo cual la respuesta jurisdiccional puede originarse a partir de una

ausencia jurídica que demanda una construcción definitoria por parte de aquel141.

Concluye Andruet (h) que no hay procedimiento alguno, conviniendo en una militancia

judicial coherente, que pueda erradicar las influencias ideológicas provenientes de las

cosmovisiones adquiridas por la propia especulación teórica, pues “constituyen la

misma naturaleza del magistrado”.

De igual manera, Perfecto Andrés Ibáñez dice que “la legitimación del

juez es legal, pero la forma necesariamente imperfecta en que se produce su sujeción a

la ley, tiñe de cierta inevitable ilegitimidad las decisiones judiciales (Ferrajoli), en la

medida en que el emisor pone en ellas siempre algo que excede del marco normativo y

que es de su propio bagaje. Y, por ello, muy directamente, de su exclusiva

responsabilidad”. En consecuencia, no es exagerado decir “que en el ejercicio de la

jurisdicción –como en el de otras funciones estatales sujetas a la ley- hay siempre un

componente fisiológico (en la medida que pertenece a la naturaleza de las cosas) de

poder personal”, por lo que “una última exigencia ética dirigida al juez de este modelo

constitucional es que debe ser muy consciente de ese dato, para ponerse en condiciones

de extremar el (auto)control de ese plus de potestad de decidir”, constituyendo “una

garantía cultural, no reclamada por ninguna ley escrita, pero cuyo fundamento, a tenor

de lo expuesto, está fuera de duda”142.

Por ello, se torna legítimo preguntarnos, junto con Augusto

Morello143, “¿Cómo, entonces, pretender que el Derecho, la Justicia y sus operadores

limiten su menester al de cómodos y distantes espectadores?”

141 Dworkin, Ronald, Los derechos en serio, p. 46, ed. Planeta-Agostini, Barcelona, 1993, caracteriza los casos difíciles, mentados por los positivistas, del siguiente modo: “cuando un determinado litigio no se puede subsumir claramente en una norma jurídica, establecida previamente por alguna institución, el juez –de acuerdo con esa teoría- tiene ‘discreción’ para decidir el caso en uno u otro sentido. Esta opinión supone, aparentemente, que una u otra de las partes tenía un derecho preexistente a ganar el proceso, pero tal idea no es más que una ficción. En realidad, el juez ha introducido nuevos derechos jurídicos que ha aplicado después, retroactivamente, al caso que tenía entre manos”. 142 Andrés Ibáñez, Perfecto, Etica de la función de juzgar, Reelaboración del texto de la ponencia expuesta en el seminario sobre “Ética de las profesiones jurídicas”, organizado por la Universidad de Comillas. Madrid, febrero de 2001, publicado en Jueces para la Democracia. Información y debate nº 40/2001. 143 “El Estado de Justicia”, ed. Librería Editora Platense, Buenos Aires, 2003, p. 178.

77

Por otra parte, el reconocimiento de la presencia insoslayable de

jueces dotados de ideología también debe permitir establecer algunos límites para su

manifestación, tanto dentro del proceso como fuera de él. Hacia adentro del litigio, el

magistrado debe conducirse con la mesura, equidistancia y prudencia adecuadas para

con las partes y para con todos aquellos que intervengan en el proceso bajo cualquier

título que sea. Hacia afuera del proceso, en cambio, su actitud debe ser de corrección y

decoro, incluyendo las posibles manifestaciones de sus naturales preferencias políticas e

ideológicas144.

Estos datos marcan la incidencia relevante que la necesaria ideología

de la que están dotados los juzgadores tiene en la decisión que adoptan a título de

pronunciamiento final que dirime el conflicto sometido a su conocimiento. Ello vuelve a

la ideología en un factor que no puede ser minusvalorado a la hora de explicar las

argumentaciones expuestas por el sentenciante en su fallo y, menos aun cuando la

cuestión ventilada consiste en un reproche constitucional de normas dictadas por las

mayorías parlamentarias.

7. UN PASO PREVIO POCO PONDERADO: ACEPTAR LAS REGLAS DEL

JUEGO IMPLICA ACEPTAR SU RESULTADO.

Es común que las partes, al inicio del conflicto judicial en cuyas

resultas afincan toda su confianza institucional, efectúen repetidas declaraciones de

apego a las normas constitucionales, legales y procesales a las que se subordinan para

dirimir la controversia. Sin embargo, ello es así mientras el pronunciamiento judicial no

es emitido y, además, en tanto éste no les resulte adverso.

Pero la perspectiva de las partes cambia diametralmente cuando sale a

la luz el decisorio tan esperado, resultando ser negativo para sus pretensiones. En tal

caso, la cuestión da pábulo a la crítica dirigida hacia el juzgador.

Deviene por demás ilustrativo sobre este tópico lo rememorado por

Kramer al señalar que “al protestar frente al deseo de algunos miembros de la Cámara

de Representantes de adoptar la petición cuáquera sobre la esclavitud, Abraham

Baldwin, el diputado de Georgia, declaró no temer que la Cámara pudiera interferir con

la peculiar institución del Sur dado que, incluso si dicho proyecto lograra la aprobación

del Senado y el Presidente, todavía necesitaría ‘la aprobación de la Corte Suprema de

144 Malem Seña, Jorge, La función judicial. Ética y democracia, p. 163 y siguientes, AAVV, Jorge Malem, Jesús Orozco y Rodolfo Vázquez, compiladores, ed. GEDISA e ITAM, Barcelona, 2003.

78

los Estados Unidos (…) posiblemente una de las Cortes más respetables sobre la

tierra”145. Es decir que aun ante la espinosa posibilidad de tener que dirimir un aspecto

íntimamente vinculado con la identidad institucional de un pueblo, por chocante que

este resulte a la perspectiva moral actual, siempre queda vigente –y así se expresa- la

confianza que se deposita en el criterio del Tribunal que habrá de resolver el conflicto,

con la expectativa que lo hará conforme los intereses que cada una de las partes

persigue, por lo que, por lo menos hasta allí, permanece también vigente la confianza en

la Justicia de su decisión. Ello se traduce en la aceptación de las reglas del juego

procesal, derivado –entre otras cosas- de los mandatos constitucionales que lo informan,

lo que debería desembocar en la correlativa aceptación de la decisión que, como

consecuencia de ese proceso, se produzca.

Sin embargo, la experiencia indica que ello no siempre ocurre de esa

manera, revelando un límite irracional, por contradecir lo previamente admitido, a la

comprensión del resultado final obtenido cuando lo que se decide por el Tribunal no se

compadece con lo esperado.

8. ¿QUIEN LE TEME AL PODER JUDICIAL?

A su vez, se torna indispensable tener en cuenta que ni siquiera las

decisiones contramayoritarias adoptadas por la Corte, emitidas en defensa de la

superioridad de la Constitución, son susceptibles de generar problemas de

gobernabilidad o de inestabilidad institucional pues “es necesario que las mismas tengan

cierto consenso en la comunidad para tener algún efecto, sea para impedir o al menos

demorar decisiones legislativas o de la administración. En definitiva, las decisiones de

los jueces constituyen un gran aporte a la democracia deliberativa, pero no la

sustituyen”146. En este sentido, Siegel y Post enfatizan que lo que está verdaderamente

en juego en esta discusión es el concepto de supremacía constitucional, del que debe

precisarse que ello “no significa que las cortes estén facultadas para determinar las

creencias de los ciudadanos acerca de la Constitución”147. De esto se deriva que aun los

pronunciamientos de los Tribunales Superiores están subordinados a una cierta cuota de

aquiescencia ciudadana, sin la cual carecen de legitimidad política, sin perjuicio de la

legitimidad jurídica de la que ineludiblemente debe estar dotado.

145 Kramer, Larry D., op. cit., p. 129. 146 Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 419, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006. 147 Siegel, Reva y Post, Robert, Constitucionalismo democrático, op. cit., p. 123.

79

Imagina Hart148 un ejemplo que demuestra la importancia de la

función del juez y ahuyenta los temores sobre su tiranía: “es posible, por supuesto, que

escudados en las reglas que dan a las decisiones judiciales autoridad definitiva, los

jueces se pongan de acuerdo para rechazar las reglas existentes, y dejen de considerar

que las leyes del Parlamento, aún las más claras, imponen límite alguno a sus

decisiones”. Aclara que “ninguna regla puede ser garantizada contra las transgresiones o

el repudio, porque nunca es psicológica o físicamente imposible que los seres humanos

las transgredan o repudien, y si un número suficiente de hombres lo hace durante un

tiempo suficientemente prolongado, la regla desaparecerá”. Finaliza admitiendo que “es

lógicamente posible que los seres humanos pudieran violar todas sus promesas,

sintiendo al principio, quizás, que eso es incorrecto, y más tarde sin experimentar tal

sentimiento. La regla que obliga a cumplir las promesas dejaría entonces de existir; pero

esto sería un magro fundamento para sostener que esa regla ya no existe y que las

promesas no son realmente obligatorias. El paralelo argumento referente a los jueces,

basado en la posibilidad de que maquinen la destrucción del sistema en vigor, no tiene

más fuerza”.

La temida tiranía de los jueces o una conspiración de la Magistratura

destinada entorpecer si es que no a colapsar directamente el sistema democrático de

gobierno, deviene de imposible realización. Ello así porque lo que habitualmente se

reprocha al Poder Judicial se vuelve, en este caso, un valor importante, a saber, la

independencia de criterios de los jueces en sus distintos fueros e instancias que, a la

larga, garantizan la ausencia de una pretensión, así llamada “corporativa”, en orden a

desequilibrar a los otros dos poderes del Estado.

Por ende, no existe peligro alguno al respecto.

9. LA GRAVEDAD DE LA CRITICA

INTERINSTITUCIONAL: LA ACUSACION DE SER UN TRIBUNAL

ANTIDEMOCRATICO.

Nadie duda, a esta altura de la vida institucional argentina, que la

crítica que se formula tanto a los funcionarios como a las instituciones resulta un

elemento enriquecedor para el debate público y la construcción de ideas y alternativas

de prácticas de gobierno más beneficiosas para la sociedad. La aceptación de este

mecanismo libre que tienen los ciudadanos para conectarse con la labor pública no está

148 Hart, Herbert L. A., El concepto de Derecho, p. 181 y siguientes, ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998.

80

exenta de dificultades pues es también cierto que no son pocos los casos de abuso en

estas atribuciones, los que, sin embargo, resultan preferibles a un silencio sumiso de los

gobernados.

El asunto se complica cuando la crítica ya no emana sólo de los

ciudadanos sino que proviene de los titulares o integrantes de los restantes Poderes del

Estado, con lo que el reproche excede el ámbito de la mera disconformidad, natural

entre quienes se sienten defraudados por la solución judicial emitida, para ingresar en el

del cuestionamiento institucional, que es más peligroso por los efectos destituyentes

susceptibles de producir. Con ello no pretendo afirmar que los funcionarios

involucrados no puedan pronunciarse críticamente respecto del decisorio emitido sino

que lo que sostengo es que el reproche que se formule debe ser mesurado, sin perder de

vista la jerarquía constitucional e institucional que tiene el Tribunal Cimero y sin que

pueda escudarse quien lo realice en su calidad de ciudadano que, para el caso, todos

portamos, incluyendo a los jueces, desde luego.

Bien vale proponer que se entienda la idea de lo expresado por medio

de ofrecer el ejemplo opuesto: ¿Cuántas veces la crítica emprendida en contra de los

actos de gobierno propios del Poder Ejecutivo o en contra de la acción –o inacción- del

Congreso fueron traducidos como destituyentes por la gravedad implícita que la

impregna? Lo mismo debe predicarse de los cuestionamientos dirigidos en contra de la

Corte Suprema de Justicia de la Nación que, en tanto cabeza del Poder Judicial

representa uno de los tres poderes del Estado y merece idéntico grado de respeto hacia

sus decisiones que el resto de los departamentos, lo que se justifica aún más cuando se

tiene en cuenta que sus pronunciamientos son definitivos y últimos.

Expresado con otros términos: la crítica no sólo es esperable sino

también necesaria, mas, cuando la llevan a cabo los titulares o integrantes de los otros

Poderes del Estado se torna indispensable que éstos observen las debidas formas,

evitando caer en reproches vacíos de fundamento, debiendo, en todo caso, efectuarlas

acudiendo a las razones que la moderación y el respeto por la investidura de quienes son

criticados merecen. Esta circunstancia deviene todavía más comprensible al valorar que

en todo conflicto judicial, lo que se le concede o reconoce a una de las partes, se le

deniega a la otra, sea esto total o parcialmente, con lo que siempre habrá un vencedor y

un vencido, cuya ponderación acerca de las bondades de la solución consagrada por la

Justicia será también diametralmente distinta. De su lado, Lorenzetti destaca la

importancia de lo que llama "regla de armonización". Reconoce que "es difícil lograr

81

que todos los derechos, reglas institucionales, principios y valores se realicen de ese

modo, ya que no hay posibilidad de atenderlos a todos en la máxima cantidad deseable

por cada individuo, por el carácter relacional de los derechos. Cada derecho concedido a

una parte es una quita al derecho de otro"149.

Esa distinta posición que asumen las partes, según cuál haya sido la

suerte seguida por sus respectivas pretensiones exige comprender, también, que la

cuestión de fondo, sobre todo en materia de control de constitucionalidad de normas

legales, es sumamente opinable, pues suele haber –e invocarse- argumentos para todos

los gustos. Lejos de ser ésta una afirmación cínica, no es más que el resultado mismo de

la práctica judicial, en el que deviene una cuestión común la esgrima argumental a que

están acostumbrados todos los operadores del derecho, a saber, jueces, fiscales,

abogados, etc.. Y, precisamente, en ese complejo ámbito, ocupado por la zona gris de la

discusión, es que los magistrados deben desplegar su sapiencia y su prudencia para

decidir la controversia, sabiendo de antemano que una de las partes quedará conforme y

la otra no pues resulta altamente improbable una solución que satisfaga

simultáneamente ambas pretensiones.

Por ello, si una de las partes es uno de los poderes del Estado que, en

el caso, se ha subordinado previamente a las reglas del juego procesal, admitiendo

también que, llegado el caso, deberá acatar lo que se decida, no puede incurrir luego –

cuando la sentencia le es adversa- en reproches que excedan los límites de la leal

observancia del deber de respeto hacia la investidura de otro poder del Estado y que, en

el caso, además, está obligado por la Constitución y la ley a emitir un fallo al que deberá

someterse. Una solución distinta, cuando la decisión final ya ha sido tomada y

debidamente publicitada, se vuelve, al menos, una sobreactuación innecesaria que

lesiona no ya la clásica “majestad de la Justicia”, sino la estabilidad institucional del

mismo Estado del que Poder Judicial es uno de sus departamentos, al igual que la parte

eventualmente vencida.

Lo digo de una manera definitiva y para que no queden dudas: no sólo

se puede sino que se debe criticar cuando el comportamiento de un Poder del Estado así

lo justifica, pues ello hace a la salud del sistema democrático; pero el reproche debe

guardar ciertos márgenes de decoro que lo tornen aceptable para el marco de

convivencia en el que todos estamos involucrados y en el que, sin dudas, habrá de

149 Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 256, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006.

82

seguir desenvolviéndose la relación dialéctica indispensable entre los poderes del

Estado.

10. EL CENTRO DE LA CUESTION: LA

INDEPENDENCIA DEL PODER JUDICIAL.

Va de suyo que para conseguir pronunciamientos jurídicamente

intachables, sin perjuicio de las insoslayables connotaciones políticas e ideológicas que

ya hemos visto que deben tener, se necesita de una garantía esencial. En efecto, ninguna

de las acciones interpretativas confiadas al Poder Judicial, en general, y a la Corte

Suprema de Justicia de la Nación, en particular, pueden ser satisfechas sin la debida e

imprescindible independencia de este departamento del Estado respecto de los otros dos,

de naturaleza eminentemente política y que gobiernan dos elementos esenciales del que

la Justicia carece pero necesita, a saber, la fuerza pública y el tesoro150. De su lado,

sostiene Owen Fiss que lo que denomina “aislamiento político” es esencial para

alcanzar la justicia, la cual “es un ideal objetivo que se diferencia del sentimiento

popular”. Continúa diciendo que “los tribunales deben decidir lo que es correcto y no lo

que es popular. Una definición de objetivos de esta clase (…) origina la doctrina de la

separación de poderes y permite que la judicatura actúe como contrapeso en el sistema

político y controle los abusos de poder en que incurran el legislativo y el ejecutivo”151.

Esta característica, que alcanza la jerarquía de una verdadera garantía

para los ciudadanos sometidos a su potestad, identificada específicamente como

jurisdicción, posibilita que los criterios constitucionales, comprensivos de los valores,

principios, ideología, directivas y preferencias contenidos en la Carta Magna

prevalezcan a lo largo del tiempo frente a los vaivenes de las coyunturas políticas,

determinando de tal suerte una continuidad jurídica que le da identidad al Estado y a la

sociedad.

150 No es posible iniciar un balance adecuado del problema de la independencia judicial si no se parte de la realidad que contienen las críticas dirigidas hacia el Poder Judicial. A su vez, cabe tener en consideración que esa ineficacia, como lo advierte Alejandro Nieto en El desgobierno judicial, p. 37 y siguientes, ed. Trotta, Madrid, 2005, no es más que el resultado de la confluencia de otras características que parecen informar, según la unánime coincidencia social, el accionar de este Poder del Estado, que se muestra como tardío, atascado, que resulta ser un servicio relativamente caro, proporciona soluciones desiguales y que es imprevisible. Entre nosotros, Néstor Pedro Sagüés, en El tercer poder. Notas sobre el perfil político del poder judicial, p. 3 y siguientes, ed. LexisNexis, Buenos Aires, 2005, ha expuesto la situación de la Justicia describiéndola como huérfana, confundida, débil, domesticada, acosada y dividida. De su lado, Owen Fiss en El derecho como razón pública, p. 99 y siguientes, ed. Marcial Pons, Madrid, 2007, no deja pasar la circunstancia de que reina, en materia de organización del poder judicial, una deficiencia a la que llama “burocracia judicial”, fenómeno que no deja de exhibir una serie de patologías que menoscaban la eficacia en el funcionamiento de este poder del Estado (op. cit., p. 105). 151 Fiss, Owen, op. cit., p. 91.

83

La identidad de una sociedad constituye un tema inescindiblemente

unido a la persistencia de determinadas características que le proporcionan continuidad

a lo largo del tiempo, permitiéndole, simultáneamente, seguir siendo lo que es,

diferenciándola del resto de las sociedades nacionales contemporáneas, y mantener su

cohesión interna, con el suficiente grado de flexibilidad que le permita adaptarse a las

modificaciones que la vida le requiere. Es decir que, a la vez que no experimenta

cambios apresurados, que le restarían su identificación con determinados factores como

valores y principios admitidos como imprescindibles para su existencia, autoriza una

dinámica que le permita absorber las modernas necesidades de sus integrantes,

asimilarlas y proveer a su satisfacción sin renegar de aquéllos elementos que la

informan ab initio.

Pero para ello, el Poder Judicial, en su rol de garante de la

supervivencia de tales valores y principios, debe poder conciliarlos razonablemente con

los nuevos requerimientos que se le presenten a la sociedad, sin debilitar la identidad

social que los cobija. A esos fines este departamento del Estado debe gozar de

independencia.

La independencia judicial se ejerce también aun en contra de las

mayorías, en cuyo mérito se ha dicho –conforme se viera más arriba- que la Justicia es

un poder contramayoritario. Ello es así pues el juez no sólo es custodio de la ley, en

cuanto expresión mayoritaria, sino que cuida los valores constitucionales, habida cuenta

que existe la necesidad de poner límites a cualquier poder, incluyendo el que se funda

en la soberanía popular152. De esta forma, el magistrado se vuelve guardián del pacto

social, y en una democracia constitucional su rol consiste en defender los derechos de la

persona, por encima de la voluntad de la mayoría, cuando ésta contraviene el programa

contenido en la Carta Magna153. Sobre este punto en particular, deviene menester

recordar que, como lo asevera Dworkin, “podríamos pensar que el gobierno por mayoría

152 Kemelmajer de Carlucci, Aída, El poder judicial hacia el siglo XXI, publicado en Derechos y garantías en el siglo XXI, AAVV, Aída Kemelmajer de Carlucci y Roberto López Cabana (Directores), ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 19 y siguientes. 153 Vanossi (1996:122) recuerda que Bartolomé Mitre, en oportunidad de su mensaje legislativo del 1º de mayo de 1863, “pudo declarar enfáticamente que el gobierno ‘se había penetrado de la necesidad de completar nuestro sistema político e instaló la Corte Suprema de Justicia Federal, que tan grande y benéfica influencia está destinada a ejecutar en el desenvolvimiento de las instituciones, como un poder moderador’”. Por su parte, del análisis que del concepto de soberanía hace Giorgio Agamben en Estado de excepción, p. 24 y siguientes, ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007, se desprende la tangible posibilidad de que las mayorías adopten decisiones lesivas a los derechos de las minorías. El ejemplo proporcionado por este autor, relativo al ascenso constitucionalmente legitimado de Hitler al poder en Alemania para, luego, incurrir en la distorsión ostensible de sus objetivos, resulta históricamente contundente a la hora de probar la necesidad de la existencia de un Poder independiente que, aún en contra de los designios mayoritarios, provea a la protección de los derechos de las minorías.

84

es la decisión más justa en política, pero sabemos que a veces la mayoría tomará

decisiones injustas acerca de los derechos de los individuos”154.

En orden a comprender esta dinámica, conviene tener presente que los

jueces se vinculan con la ciudadanía en una relación dialéctica distinta a la que

mantienen el legislador y el gobernante, pues no poseen otro medio de imposición que

el derivado del reconocimiento de la autoridad argumentativa y ética de sus decisiones y

el decoro de su actuación155. Conforme lo sostiene Martín Laclau, “se puede adjudicar

la expresión ‘Estado de derecho’ a aquella organización jurídica en la cual los poderes

públicos deben actuar dentro del ámbito fijado por las normas generales que regulan su

comportamiento. El poder legítimo sólo será aquel que actúe conforme a pautas

legales”156. En este punto es que se cumple con el ideal clásico de la preeminencia del

gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres, quedando descartado el

ejercicio arbitrario del poder157. Por otra parte, su invocación también importa el

reconocimiento de la existencia de derechos propios de los individuos contra los cuales

los órganos del gobierno no pueden avanzar.

El Estado de Derecho actúa como límite y como garantía. Lo primero,

en cuanto fija una frontera mínima que no se puede rebasar sin asumir los riesgos

154 Dworkin, Ronald, El imperio de la justicia, ed. GEDISA, Barcelona, 2005, p. 133. Sobre este mismo punto, expresa Tom Campbell en La justicia. Los principales debates contemporáneos, p. 92, ed. GEDISA, Barcelona, 2002, que “la protección de las minorías contra las pretensiones morales de las mayorías ha sido considerada durante mucho tiempo como una prueba fundamental de toda teoría de la justicia, ya que es debido a consideraciones de justicia que buscamos razones sobre las cuales limitar los derechos políticos de las mayorías”, señalando que “la cuestión que surge es si este principio mayoritario implica que no hay límites a lo que una mayoría de personas en una comunidad política pueda decidir imponer a minorías disidentes”. 155 Recuerda Kemelmajer de Carlucci, op. cit., p. 21, que “en este sentido, explica Dworkin que mientras los organismos políticos deben ocuparse de lidiar con los objetivos colectivos (esto es, los objetivos orientados a satisfacer las necesidades generales de la sociedad), los jueces tienen que custodiar los derechos individuales para impedir que se lleven a cabo políticas públicas que no respeten la autonomía de cada individuo en particular”. Por otra parte, el decoro en la actuación de los jueces, en mayor grado aún que al resto de los funcionarios del Estado, les resulta plenamente exigible incluso en su vida privada. Véanse al respecto las apreciaciones vertidas por Jorge Malem Seña en “La vida privada de los jueces”, publicado en La función judicial. Ética y democracia, p. 163 y siguientes, AAVV, Jorge Malem, Jesús Orozco y Rodolfo Vázquez (comp.), ed. Gedisa, Barcelona, 2003. 156 Laclau, Martín, Reflexiones sobre la noción de Estado de derecho: su origen y su papel en la actual problemática jurídica, publicado en Anuario de Filosofía Jurídica y Social de la Asociación Argentina de Derecho Comparado, Sección Teoría General, nº 24, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, p. 34. 157 La admisión de la posibilidad de que el poder mayoritario incurra en violaciones a los derechos de las minorías, exigiendo la intervención moderadora de los jueces, no implica –en modo alguno- desconocer la importancia primordial que, por principio, tiene el sistema democrático de toma de decisiones, aún cuando éste deba someterse al control constitucional. Sobre ello, Nino señala en Democracia y verdad moral, publicado en Los escritos de Carlos Santiago Nino. Derecho, moral y política II, p. 191, ed. GEDISA, Buenos Aires, 2007, que “en la medida que la democracia incorpora esencialmente la discusión, tanto en el origen de las autoridades como en su ejercicio (cambiando sólo por razones de operatividad el consenso unánime por su análogo más cercano que es el consenso mayoritario), la democracia es un método apto de conocimiento ético, y sus conclusiones gozan de una presunción de validez moral. La democracia tiene un valor epistemológico del que carecen otros sistemas de decisión”. Asimismo, anota Marcelo Alegre en Igualitarismo, democracia y activismo judicial, publicado en Los derechos fundamentales, p. 102. SELA 2001 y Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2003, que “la regla de mayoría que goza de primacía normativa como modo de tomar decisiones es un método idealizado, en el que todas las partes involucradas tienen igualdad de acceso a la información, son igualmente racionales y razonables, sus costos de participación son iguales, etc. Al pasar a la regla de mayoría como institución real, no idealizada, algo de peso normativo se pierde”.

85

señalados y lo segundo, en cuanto el respeto a las normas jurídicas es un postulado de

cultura que aleja la arbitrariedad y distingue al Estado moderno del Estado absoluto,

generando la convicción en el ciudadano de que vive en un ámbito de libertad158.

Existe tanto una dimensión formal como una material del Estado de

Derecho, cruciales a la hora de considerar las condiciones bajo las cuales es posible una

tarea de reforma del Poder Judicial y la función de juzgar. “Buen gobierno” es así el

Estado de derecho en función gubernativa, basada en el reconocimiento de la premisa

básica de que el derecho configura la forma más eminente de legitimación pública y

racional. De allí la garantía que sólo el derecho puede proporcionar como instrumento

de organización y limitación racional del poder a través de un equilibrio entre sus

diversas funciones y, paralelamente, la afirmación del principio democrático

precisamente en aquella función visualizada por la tradición como las más lejana a las

condiciones de la regla de la mayoría159.

La independencia del Poder Judicial debe ser afirmada en virtud de

que en un Estado democrático los jueces deben hallar los motivos para resolver las

causas sometidas a su conocimiento dentro del sistema de reglas. Se trata de una

garantía de la voluntad popular que elige sus representantes y a través de ellos discute la

formación de las leyes, en el convencimiento de que éstas sirvan como pauta para

resolver las causas judiciales. En consecuencia, cuando las presiones resultan efectivas,

los magistrados dirimen los conflictos por motivos ajenos al sistema de reglas

preestablecido, aun cuando procuren disimular la situación con fundamentos aparentes.

Señala Ernst que “si las autoridades electivas deciden presionar a la

judicatura para obtener decisiones favorables a una cierta política instrumentada en

leyes y los jueces carecen a un tiempo del control de constitucionalidad y de las

herramientas normativas que garantizan su independencia negativa, esa es una

jurisdicción débil y en situación de indefensión ante las presiones”160.

Desde luego que el juez no es ni puede convertirse en legislador. Ello

es así pues es evidente que la competencia del poder legislativo consiste en obrar con

158 Aída Kemelmajer de Carlucci, citando a Pablo Lucas Verdú en Emergencia y Seguridad Jurídica, publicado en Revista de Derecho Privado y Comunitario, T. 2002-I, p. 22. 159 Enrique Zuleta Puceiro, Poder judicial y función de juzgar en el nuevo contexto de la organización estatal, publicado en Anuario de Filosofía Jurídica y Social de la Asociación Argentina de Derecho Comparado, Sección Teoría General, nº 18, ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998, p. 322. 160 Ernst, Carlos, Independencia judicial y democracia, publicado en La función judicial. Etica y democracia, p. 242, AAVV, Jorge Malem, Jesús Orozco y Rodolfo Vázquez (compiladores), ed. GEDISA, Barcelona, 2003.

86

arreglo a argumentos políticos y adoptar programas que vengan generados por tales

argumentos, ámbito en el que no puede introducirse el juzgador161.

Ahora bien, la solución asoma a través de la afirmación de que “en las

democracias modernas, la actividad creadora de los jueces, que se desarrolla a partir de

la interpretación, es una actividad controlada por principios positivos de naturaleza

garantista que –en las sociedades actuales- se encuentran consagrados

constitucionalmente, y que muestra que ha habido un tránsito del Estado de derecho al

Estado constitucional, en el que tanto las leyes como los jueces se subordinan a tales

principios constitucionales”162.

En este orden de ideas, las denominadas garantías de la independencia

judicial, esto es, la inamovilidad, la intangibilidad salarial y el método de ingreso a la

carrera judicial, adquieren, según esta perspectiva, connotaciones negativas. Así, la

inamovilidad pasa a ser considerada una condición no democrática; el modo de ingreso

en la función y su carácter técnico, también, por no ser propios de un mandato

representativo; la intangibilidad pasa a ser entendida como un privilegio.

Empero, cuando se comprende cabalmente que la existencia de tales

garantías no se reconoce en beneficio del juez sino, antes bien, de los ciudadanos que

son llamados a comparecer por ante el Poder Judicial, es igualmente posible entender la

razón nodal por la que el Constituyente argentino ha establecido el régimen de control

de constitucionalidad que hoy se critica –cuando la decisión no es la esperada- pero que

se vuelve absolutamente indispensable a efectos de enervar el poder absoluto so capa de

decisión mayoritaria. Ello así por la incompatibilidad que media entre un poder de tan

inconmensurables dimensiones con el régimen democrático de gobierno.

11. DERECHO Y POLITICA: LA JUSTICIA.

Tradicionalmente se ha enfatizado la oposición que media entre el

derecho y la política, como herramientas necesarias para consagrar soluciones justas a

los conflictos que se suscitan en el seno de la sociedad. Sin embargo, a la luz de una

observación minuciosa de la realidad, concluyo que ello no es necesariamente así. En

161 Señala Dworkin, op. cit., p. 150, que “como los jueces, en su mayoría, no son electos, y como en la práctica no son responsables ante el electorado de la manera en que lo son los legisladores, el que los jueces legislen parece comprometer esa posición”. A ello debe agregarse que “la primera objeción, legislar debe ser misión de funcionarios electos y responsables, no parece admitir excepciones cuando pensamos en la legislación como política, es decir, como un compromiso entre objetivos y propósitos individuales en aras del bienestar de la comunidad como tal”. De allí que “el funcionamiento del sistema político de la democracia representativa es quizás apenas indiferente en este aspecto, pero es mejor que un sistema que permita que jueces no electivos, que no tienen contacto con el público ni están sometidos al control de grupos de presión, establezcan, a puertas cerradas, compromisos entre los intereses en juego”. 162 Arocena, Gustavo, Ensayo sobre la función judicial, ed. Mediterránea, Córdoba, 2006, p. 90.

87

rigor, tanto la política, como forma de manifestación programática ordenada de la

sociedad, enderezada tanto a la resolución de los problemas que aquejan a los

ciudadanos como a su evitación, como el derecho, en su calidad de exteriorización de

las decisiones políticas a título de mandatos generales, se orientan razonablemente a

conseguir estándares aceptables de Justicia. En efecto, nadie puede dudar acerca del

carácter eminentemente político que tiene el derecho “pues consagra en cualquier caso

una distribución adecuada de las cargas de cada uno de los sujetos sociales sostenida, en

último término, coercitivamente”163.

Ello, en modo alguno, puede significar desatender otro aspecto de la

realidad que también acecha en relación a la misma materia y que se traduce en lo que

se ha dado en llamar justicia política. Se entiende por tal, “en principio, al uso perverso

de los procesos jurisdiccionales realizado por quien detenta el poder, bien para reprimir

a la oposición o a una parte de ella, bien para afianzar su propio dominio ideológico

mediante la represión emplarizante de ciertos sujetos elegidos como víctimas

propiciatorias. Como dice Kirchheimer, la justicia política es la utilización del

procedimiento jurisdiccional para fines políticos”164.

Entre los métodos empleados por la justicia así entendida encontramos

un abanico extenso de normas de excepción165 que buscan permitir la elusión del

juzgamiento o disminuir la intensidad de la condena166 así como la existencia de

condicionamientos contextuales del procedimiento judicial que lo desnaturaliza, al

impregnar a la faena juzgadora criterios políticos de oportunidad.

Lo llamativo del asunto es que la justicia política no es privativa de

sistemas políticos autocráticos sino que también puede manifestarse en regímenes

democráticos y representativos.

Es importante, luego de haber repasado las múltiples posibilidades de

ejercicio de un accionar distorsivo sobre la Justicia, es aventar cualquier posibilidad de

instrumentación del Poder Judicial para cumplir pretensiones espurias, naturalmente

ajenas a los objetivos que deben orientar el buen obrar del Estado. Esta alternativa,

163 Capella, Juan Ramón, Elementos de análisis jurídico, p. 150, ed. Trotta, Madrid, 2008. 164 Capella, Juan Ramón, op. cit., p. 151, citando a Kircheimer en Political Justice, Princeton University Press, Princeton, 1961. 165 Para una comprensión adecuada de la historia y los diversos sentidos que encierra el giro “estado de excepción”, véase Agamben, Giorgio, Estado de excepción, tercera edición, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007. 166 Entre estos Capella, op. cit., p. 152, enuncia los siguientes: la sustitución de los tribunales de justicia ordinarios por otros especiales; la instauración de jurisdicciones especiales cuya naturaleza perversa se patentiza en que los jueces son designados por el poder político o seleccionados por métodos distintos a los ordinarios; la violación al principio de legalidad; autorización de procedimientos especiales; creación de un clima de opinión coactivo para los jueces, entre otros.

88

reñida con los mandatos constitucionales por buscar una utilización viciada de las

decisiones jurisdiccionales, debe ser desechada de todo programa de gobierno así como

del de los opositores para no evadir el ámbito de discusión propio de los diversos

proyectos políticos en pugna, agotando el debate allí donde en verdad debe producirse,

tal como lo predica Waldron.

12. CONCLUSIONES:

El análisis desarrollado en el presente trabajo, como se ha visto, no ha

versado centralmente sobre los contenidos, fundamentos y las decisiones adoptadas por

la Corte Suprema de Justicia de la Nación en los casos relativos a la constitucionalidad

de la ley de reforma al modo de integración del Consejo de la Magistratura y de la ley

de Servicios de Comunicación Audiovisual, sino que, en todo caso, estos han servido de

pretexto para ahondar en la revisión de las miradas que se posan sobre el Más Alto

Tribunal de la Nación según el resultado de sus sentencias.

En efecto, la preocupación que inspira este estudio no radica tanto en

el sentido de los pronunciamientos sino, antes bien, en la repercusión socio-política y

jurídica que tienen en la sociedad a la que van dirigidos y la consiguiente puesta en

crisis del modelo democrático frente a ellos. El peor de los equívocos en que se puede

incurrir a la hora de examinar este complejo problema es, sin dudas, el de la ingenuidad

al suponer que tanto las consecuencias como las críticas que despiertan los decisorios

emitidos por el Tribunal Cimero no son más que el resultado de análisis asépticos y de

factura e inspiración puramente académicas. Por el contrario, toda la discusión generada

antes, durante y después de estos actos de decisión de la Corte Suprema de Justicia de la

Nación está claramente afincada en razones ideológicas, políticas, sociales y

económicas que no pueden ser soslayadas so riesgo de despojar al estudio de sus

elementos de valoración más fuertes. Con ello no se pretende debilitar, en modo alguno,

el imprescindible componente jurídico que es el que termina definiendo la cuestión, sino

que se torna menester reconocer que éste tanto puede servir para encubrir y justificar

una decisión ya previamente adoptada, buscando presentarla como una solución

racional al asunto planteado, como también puede ser considerado un mero resultado de

la confrontación de aquellos elementos, a la sazón, tenidos como más relevantes por el

juzgador.

A mi modo de ver, el punto central a tener en cuenta estriba en la

necesaria consideración institucional que merece la Corte Suprema de Justicia de la

89

Nación, lo que para nada empece a la crítica que pueda dirigirse a sus pronunciamientos

sino que, en todo caso, exige un tratamiento respetuoso de su posición constitucional.

Es que, según creemos haberlo demostrado a lo largo de este estudio,

la circunstancia de que el control de constitucionalidad de las leyes, dictadas por el

poder legisferante y en ejercicio de su competencia constitucional, le haya sido confiada

a los Jueces, no designados por medio del voto popular, en nada desmerece el contenido

republicano de su decisión final como tampoco el sentido igualmente constitucional que

tiene su labor. Si bien es cierto que este aspecto de la tarea desarrollada por la

Magistratura tiende a ser peyorativamente menoscabado bajo el rótulo de

“contramayoritaria”, no es menos cierto que aun las decisiones políticas asumidas

democráticamente por las mayorías, traducibles en normas legales de carácter general,

también deben someterse al imperio constitucional pues ser el resultado de una voluntad

mayoritaria no las exime de esta exigencia.

Sobre este punto, indica Lorenzetti que “la democracia funciona en

base al respeto de las decisiones de la mayoría”, lo que obedece “a un fundamento de

sentido común, puesto que si se respeta habrá mayor cantidad de personas

satisfechas”167. Pero ello no puede hacer perder de vista que “las mayorías podrían

tomar decisiones inconstitucionales como por ejemplo apoyar el terrorismo de Estado, o

la pena de muerte, y en tales casos las mentadas decisiones encuentran su límite en la

norma constitucional”168. En consecuencia, la justificación del control judicial de

constitucional se asienta firmemente en la idea de democracia constitucional, con el alto

valor agregado, desde el punto de vista epistémico y moral que señala Carlos Nino, pero

en el que se debe saber congeniar no sólo la regla de la mayoría, sino también la tutela

de las minorías. De ello se deriva que “el límite es importante, porque la actuación no

debe estar encaminada a sustituir la voluntad de las mayorías o minorías, sino a asegurar

el procedimiento para que ambas se expresen. De tal modo, la actuación de los jueces

no debe ser, en este sentido, sustantiva, sino procedimental, garantizando los

instrumentos de una expresión diversificada y plural, antes que sustituirlas mediante

opiniones propias”169.

A su vez, también debe comprenderse que la Constitución Nacional

no es susceptible de ser interpretada sólo como un texto histórico pues, si así fuera, el

167 Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 417, citando a Jeremy Waldron. 168 Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 417. 169 Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 420.

90

resultado de esta faena resultaría materialmente incompatible con el gobierno de las

novedosas circunstancias vitales que informan la vida social actual y futura y que jamás

pudieron ser previstas por el constituyente, no obstante su presumible sabiduría. Dice

bien Zaffaroni en su solitario voto disidente en la causa “Rizzo”, que el constituyente,

una vez alumbrado el texto normativo, sólo alcanza a despedirlo, desprendiéndose de él.

Pero esta metáfora, con ser cierta históricamente, no es, sin embargo, jurídicamente

aceptable cuando de lo que se trata es de cumplir el riguroso mandato que pesa sobre los

jueces de interpretar compatibilizando la norma legal puesta en crisis con la Carta

Magna pues el mensaje constitucional profundo sigue subyacente en el texto de esta

última, sobre todo en sus pasajes más precisos, que menos quedan librados a la

imaginación o a la improvisación argumentativa.

Haciendo propia la afirmación de Ackerman, digo que la Constitución

es “viviente”; debe ser vista como un órgano y no como una máquina; sometible a

constante interpretación y reinterpretación, pero siempre única y suprema en los valores

y principios que alberga y consagra pues ellos son los que la convierten en el proyecto

político que proporciona identidad a una sociedad determinada a lo largo del tiempo y

frente a otros grupos sociales de los que debe diferenciarse y con los que debe convivir.

Ese carácter viviente exige a los jueces mantener permanente actualizados sus criterios

que, naturalmente, excederán los puramente jurídicos, para integrarse también con los

sociológicos, económicos, políticos y filosóficos, entre otros, a través de los cuales, la

interpretación actual que se obtenga de los textos constitucionales históricos será

también la de la sociedad, lo que es otra forma de decir que será una interpretación

democrática. Ello no implica afirmar que los jueces deban pronunciarse siempre según

los mandatos de la mayoría, o emitir pronunciamientos populares170 sino que sus

decisiones ganarán en contenido democrático cuanto mayor sea su apego a los mandatos

constitucionales con respecto a los cuales tienen el deber de confrontar cada decisión

cuyo cuestionamiento sea sometido a su conocimiento.

170 Sobre este particular afirmo sin hesitación que la mayoría de los fallos emitidos por los Jueces son tanto acordes a las aspiraciones de las mayorías como “populares”, pero como los que llegan a conocimiento de la sociedad -por imperio de la estimulación mediática- son aquéllos que los interesados en cuestionarlos tildan de “polémicos”, calificación que he abdicado de utilizar al inicio de este estudio por sus connotaciones poco rigurosas, se tiene la impresión que todos los pronunciamientos judiciales son contrarios al buen sentido y a las pretensiones de la ciudadanía. Esto no es así y basta para probarlo la sola mención a la enorme cantidad de decisorios que se dictan a diario y que no merecen la menor atención social o mediática, sólo por ser correctos y adecuados a las circunstancias del caso resuelto. Esto, traducido en términos constitucionales, se identifica con la labor de afianzamiento de la justicia y la consiguiente paz social que le encomienda la Carta Magna al Poder Judicial.

91

En suma, entonces, concluyo que formar parte de un Poder

contramayoritario y no ser designados por el voto popular no deslegitima a los

Magistrados para ejercer el más alto deber que la misma Constitución les confía cual es

el de controlar la constitucionalidad de los actos de los demás poderes del Estado. Esa

atribución, de las más elevada responsabilidad, por cierto, fue concebida como una

manera no sólo de hacer realidad el mecanismo de contrapesos necesario en toda

República que se precie de tal, sino también como un modo razonable de garantizar la

continuidad de los valores y principios plasmados en la Constitución así como también

de fijar un contexto de estabilidad frente a los avatares propios de las renovaciones

políticas que deben experimentar periódicamente los Poderes Legislativo y Ejecutivo.

He allí pues, la razón fundamental por la que un Juez, un Tribunal y,

con mayor razón todavía, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en tanto cabeza de

uno de los Poderes del Estado, no deja de ser democrática por el hecho de tachar de

inconstitucional una norma creada por la mayoría de los representantes del pueblo. Lo

he advertido antes: ser ingenuos no es una opción cuando se debate acerca de estos

temas tan sensibles –nada más y nada menos- como lo es la forma republicana de

gobierno y la alta valoración que merece la participación popular en un sistema

democrático. Es por esa misma razón que tampoco podemos ser indiferentes a la crítica

que, sobrepasando la legitimidad de su formulación, pone en riesgo la institucionalidad

que la Carta Magna le ha conferido al Tribunal Cimero.

Según se ha visto, la Corte, como nada en la vida ni en la lógica

formal, no puede ser y no ser democrática al mismo tiempo. En todo caso, será requisito

indispensable siempre, antes de sopesar el sentido de sus decisiones, examinar

pormenorizadamente sus motivos y, recién allí, si la materia lo justifica, reprocharlas

cabal y lealmente porque el sistema republicano también lo exige para seguir existiendo,

pero sin excesos que sólo atentan contra la saludable convivencia republicana y no

hacen más que facilitar las aspiraciones destituyentes de los interesados de siempre.

Quizás el nudo de este aporte no consista en otra cosa más que en

reconocer que la auténtica valía de un Poder Judicial, profundamente consustanciado

con el sistema democrático, estriba en el apuntalamiento que le presta a pesar de no ser

designados sus integrantes por el voto popular, pues una esto último no deslegitima lo

primero. El fruto de esta actividad es innegablemente provechoso para el buen

desarrollo de la vida en democracia así como para el fortalecimiento de los derechos de

los ciudadanos en ese contexto. En esto coincido plenamente con la opinión de Charles

92

Epp al señalar que “la revolución de los derechos siempre se ha desarrollado y ha

alcanzado su máxima cima mediante una interacción entre jueces inclinados a apoyarla

y la estructura de sostén necesaria para litigar a lo largo de todo el proceso judicial”171.

Sin dudas, no puedo permitirme dar por cerrado un debate que, en

rigor, apenas empieza y que, como lo dijera Borges en las palabras que inician este

estudio, no se trata más que de un despojado reparto de ignorancias que otros, con más

sabiduría, podrán alumbrar. La discusión quedará saludablemente abierta pues es más

que seguro que la Corte Suprema y los tribunales inferiores continuarán tomando

decisiones que estimularán nuevos intercambios, a la sazón, enriquecedores del sistema

republicano al que nos debemos. La buena convivencia social, institucional, política y

jurídica de nuestro País demanda madurez, lo que es tanto como decir, lealtad a la hora

de contradecir argumentos ajenos, sin abdicar del deber de observar el mayor de los

respetos por el ocasional contrincante. Esa conducta, tan simple a la vez que tan difícil

de conseguir, nos aleja definitivamente de la lógica del amigo/enemigo para permitirnos

ingresar en otra, más cordial, en la que todos habremos de vernos recíprocamente como

partícipes de un crecimiento democrático conjunto y unívoco, haciendo que tanta sangre

derramada y tanta tragedia sufrida en nuestra Patria a lo largo de su historia no haya

sido en vano.

LUIS ERNESTO KAMADA

SAN SALVADOR DE JUJUY, JUNIO DE 2014.

Publicado en Infojus, 20/8/2014, www.infojus.gov.ar, Id INFOJUS: DACF140558

171 Epp, Charles R., La revolución de los derechos: abogados, activistas y cortes supremas en perspectiva comparada, p. 293, ed. Siglo XXI, colección derecho y política, Buenos Aires, 2013.