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Recopilación de textos inspirados en el movimiento cotidiano de la Plaza La 21.TRANSCRIPT
El sin sol de la Plaza La 21
July Bolívar
Farolas en titilo bordean los laberintos interminables de
la urbanidad, aquella aislada y con espasmos oculares en
la frigidez de las aceras. Los micrófonos y lentes
irrumpen en su pretensión de conocer el claustro
corpóreo de la madrugada en su rutina, pues es una
realidad deseosa de ser narrada. Tres y dieciséis
minutos, a pocas horas del amanecer, el contoneo de los
hombros fibrosos acogen la persignación en ceniza de los
tubérculos. El ronroneo de un felino, húmedo en su
pelaje, marca el helaje nasal de los hombres
descamisados cuyo vello abundante se confundía con la
textura de los alimentos. Su abrigo, un tanto
rudimentario por el entretejido de costales, no era
suficiente para combatir el florecer de una piel
emplumada.
En medio del cacareo el desfile de los frutos presos en el
plástico se asoma rimbombante y a velocidad. La
romería mecánica de los coteros es continua mientras
viejos con andrajos persiguen faldas, pantalones
ajustados o cualquier indicio de mujer. Bruscos
cumplidos van a la par del arrullo de gargantas toscas y
ásperas del mandamás de cada surtido. Bajo el beso de
las lámparas de la calle sobre la lluvia, reposan dos
individuos, cada uno en una carreta vacía: el uno
jugueteaba con un nudo de varias bolsas entre sus
polvorientas uñas, sentado sobre la madera y en sus
lados sostenido por las láminas plásticas de propaganda
comercial, en que unos tales de facciones extranjeras se
muestran sonrientes por sujetar una lata de gaseosa en
sus manos; el otro, escudriñaba entre los brazos su
cabeza alojada bajo las fibras de una gorra oscura,
meditabundo e inerte. Ambos se hallaban entre soplos
distintos a los de las especias y la fertilidad de la tierra,
en universos escondidos en la cruel muchedumbre que
profesa que “son tiempos difíciles para los soñadores”.
Un contraste entre movimiento y quietud desde los
carruajes rudimentarios. ¡Vaya, vaya! En este caso,
aquella alegría perlada de la industria no es acorde al
entorno.
Luego de un ingreso negado con sigilo por ciertos
vendedores, desde un balcón de la Bodega campesina de
la Plaza La 21, las retinas temblorosas de unas jóvenes
universitarias se asoman. Un grupo de adolescentes en
la planta baja las miran extrañados rodeando una
carretilla del Deportes Tolima con una curiosa esvástica
nazi en su pintura amarilla, que apuntaba con sus lados
cada riego de sudor sobre los cuerpos de temple indio. Un
rasgo disconforme pero a la vez muestra del engranaje
social envuelto en vacíos anónimos de diferencia.
Con las vistas perdidas en el levante de los costales al
hombro, las estudiantes desde las barandas son tocadas
por el roce de un trozo de yuca, zanahoria y tomate en
mal estado que aterriza en sus pies. Caluroso
recibimiento que les solicitaba de manera tajante el alto
de su contemplación escaza de hadas. Un incipiente
temor ya estaba flagrado por lo que como dráculas entre
costales de ajo se marchan hacia otro punto de las
conglomeradas vías, esto posterior a una espera de
alrededor de quince minutos para alivianar su aspecto
de intrusas en las afueras y hacer perder su olfato frágil
en aquel deleite de verduras. De nuevo, la travesía entre
exclamaciones poco afables adornaba el aire junto con
los animales de carga, bocas hablantes con escabrosos
bigotes, vehículos con canastas de mercancías y mujeres
masculinas que suman grutas del destino en las palmas
de sus manos por el quehacer diario del uso de cuchillos
para su sustento.
Ahora, los protagonistas eran los blancos delantales que
alojaban pinceladas espontáneas de los cerdos a cuestas.
El pigmento rojo contagiaba también el cielo roto sin
luna. Adentro, el aroma a guayabas pisadas con carne
fresca se impregnaba en los puestos de los comerciantes
como “Aidé”, figura femenina de sonrisa ahuecada y
esmalte berenjena en sus uñas que anudaba con destreza
los paquetes de especias y vegetales dispuestos para el
bolsillo de la clientela aún sin circular. Para algunos las
botellas de licor cortaban el frío, para otros el café con
comidas grasas. Finalmente, el sueño vence a la
juventud indagadora alrededor de las siete de la
mañana. El equilibro de sus pisadas se torna merodeante
entre las botas de un hombre de edad avanzada que iba
y volvía con unos largos estropajos en su dorso.
Con la promesa de retorno se despiden las caminantes,
con el sello de una estadía fugaz pero colorida, esta vez
para escarbar en la quietud del reposo.
Relato en cuatro patas
July Bolívar
Hoy mi cartón está un poco más húmedo. Los
escupitajos del no sé donde se vuelven más frecuentes.
Mi piel no aguanta y debo hurgar entre papeles para
envolverme mientras hay de nuevo luz. Los gigantes me
marean con sus idas y venidas en el estruendo de sus
pasos, a veces descalzos. Las puertas cerradas me
impiden aprovecharme de un descuidado obeso y
arrebatarle un trozo de carne. Los tiempos
desventurados carecen de palmas secas que me rocen el
cuero. La ondulada de muslos rosa no se asoma, tal vez
nada entre los charcos con aquel que mordió mi cuello
hace unos días.
Por fin, el chillido de unas llantas me anuncia que se
avecina el roce de tibias. Murmullos y voces fuertes
hacen que me escabulla y sea sigiloso. El hambre me
venda la vista por lo que debo cuidarme de no parecer
testarudo. Insípidas masas verdes, rojas, moradas, que sé
yo, son un insulto a mis mandíbulas, y tras de eso las
suelas de unas botas y hasta pies desnudos se hunden en
mi estomago. Aún me arde el pelaje por la vieja de
faldas garabateadas que me roció combustible cuando le
lamía la mano a su hijo, creo que era su hijo porque
pellizcó sus nalgas bruscamente. Me harta comer papel y
no encontrar en las montañas multicolor de las esquinas
tan sólo un pico de gallina. Los carroñeros siempre
llevan la mejor parte; los condenados llegan y se dan un
festín mientras olfateo mis patas y persigo esos molestos
animalejos que me fastidian al igual que las moscas.
El mundo desde abajo me hace parecer un duende. No
me agrada renegar pues temo al tipo que nos patea en la
panadería. Siento mis caderas débiles y por ello prefiero
estar sentado esperando que alguien arroje un hueso o
una suerte de alimento. Me agota caminar sin hallar un
buen reguero. Quedo a la deriva y sin atreverme a
andar por las líneas pintadas de los monstruos de metal.
Ojalá que haya algo mejor mañana. Por ahora observo
con desdén la cucharilla que sujeta el anciano de las
frutas, siguiéndolo en su ir y venir de siempre.
CORTO Y FUERTE
Eileem Gutiérrez
En una ciudad en la que poco se mira al otro, en la que
en su cotidianidad lacera, corta alas, mutila esperanzas
y marchita el espíritu humano, con los primeros y
pequeños rayos que el sol acaricia, el frio de la realidad,
diminutos seres armados de corazas de hierro aprueba
de desgracia y cansancio; emergen de sus hogares, como
un valiente ejercito de hormigas. Tal vez con la mirada
llena de esperanza y resignación.
Para estos laboriosos seres su día comienza más
temprano que cualquier otro, a alrededor de las 4.00
A.M ya todo está dispuesto, una mujer que se abre paso
en la inmensa oscuridad del amanecer, trabaja de
manera incansable, y en un parpadear de ojos tiene: la
mercancía lista, las mesas y las sillas puestas en su sitio,
dentro de este edificio organizado alejado del barullo de
la calle; donde otro centenar de trabajadores le ponen el
hombro a todo lo que se posible cargar y que va
produciendo los próximos clientes. En definitiva, allí
Todo es más calmado.
Este reducido lugar arrendado por más de lo que
produce, se ameniza con música de carrilera tarareada
por sus habituales visitantes; que emana de unos bafles
sucios y polvorosos ajustados sobre algunas tablas, a un
equipo de sonido.
Poco a poco y con el trascurrir de la mañana, los
primeros clientes se acercan con sus cuerpos sudorosos
emanando el olor a trabajo, impregnado en su ropa pero
más aún en su alma,sin vacilar piden a aquella mujer
unos cortos pero fuertes tragos, para cortar así, de
alguna manera el frio aire de la realidad que se respira
afuera y les cristaliza los huesos: brandy, whisky y
guaro (aguardiente), los más solicitados en la mañana
por las hormiguitas alcohólicas.
El sol se va posicionando en el punto más alto, y ya no
solo los trabajadores incansables visitan el
establecimiento, uno que otro, transeúnte, que va de paso
y quiere refrescarse al son y sabor de la cebada fría, que
como propaganda publicitaria, por su cuerpo deja
deslizar sobre ella una gota de agua.
Todos en el lugar se sienten cómodos, todos están
familiarizados pues llevan años en el mismo lugar
repitiendo la misma rutina, y tomando el mismo tipo de
licor; con el caer de la noche, tal vez por la hostilidad del
sitio, las calles se van quedando desérticas, así que sin
nadie a quien embriagar, su trabajo y función ha
terminado por el día de hoy, cierra su negocio y parte
rumbo a su hogar para mañana poder repetir con un
poco de entusiasmo la misma historia, para lograr
subsistir en la ciudad de desempleo.
El reino sobre la mesa
July Bolívar
Sobre la planicie del juego se ciñe un mundo de
contrarios o complementos. El rey aunque ausente, es la
pulsión de la obediencia del esclavo y el esclavo no lo es
más por no hacer algo que por el desconocer de su
condición o si lo hace, sentir el placer de asumirla y
prolongarla. Un reino erigido desde la escasez y los
desvaríos de la conciencia, es reino por el poderío no
ajeno a su congregación. No hay suntuosidad ni alarde
en las ropas, tampoco en el habla recortada. El brillo no
nace en lentejuelas, está en la esencia de un cristal a
punto de quebrarse o re- unirse con sus cicatrices en las
manos de un pequeño. Los pantalones andan sin piernas
y los pechos con remiendos sin clamor. Los peones valen
menos que la nada pero son más: se les ve como una
cifra, ni siquiera como una ecuación, meramente un
objetivo en la conquista de ciertos intrusos en tiempos de
renovación del linaje.
Los cabezones se enfilan con la aurora y sonríen entre la
agonía y el miedo. En el bando más claro o en el más
turbio, algunos se ahogan en las cloacas que los
guardianes intentan secar para cubrir los fracasos de los
navíos, pero las permanentes filtraciones naturales
tornan lo suelos mohosos. Las torres no sostienen aquel
reino, ni los muros o columnas, lo hacen sus peones que
escudriñan sin saber un sistema lineal, por querer
adornar de optimismo su quehacer de supervivencia en
algún rincón de la jerarquía. ¿Cuándo el peón podrá
voltear y patear al inválido rey sabiendo que están
hechos de lo mismo? ¿Llegará un jaque mate?
Espadas y bolas de fuego son cotidianamente el elixir
fatigante de los guerreros. Los vastos jardines, aún con
su podredumbre, son abismo de vacilaciones que esperan
un rostro acallado o sonriente que los transforme en un
paraíso cromático y los sueñe así sea hasta la media
noche, claro dejando una que otra zapatilla desgastada
para un posible reencuentro en la reflexión. Una nariz
traviesa, entre otros designios, podría usarse para
descifrar la trama críptica de una puesta en escena sin
una obra definida, pero que con lo humano y lo sereno
hacen de la carne una macilla maleable.
En aquel reino, las damas son talladas por el magistral
Botero siendo tan pícaras que sus mejillas parecieran un
par de cerezas jugosas. Los caballeros, por su parte,
persiguen jovencillas y levantan faldas con eructos de
cebada amanecida mientras sus mujeres cuidan a los
críos.
Hay quienes no gustan de visitar los senderos “reales”
por el rechazo a la fijación de anónimos genios entre
sedas y sin medallones, que se aventuran a rastrear
monedas de oro para hacer sus varitas, sobrevolando las
cabezas calvas o pobladas de las gentes como balas en
telas bordadas por la calle, vaciando sacos de dagas,
dejando fumarolas en su ruta y escupiendo a los alfiles
por su exceso de imaginación e insensatez para liberar a
los presos de espíritu.
Sobre el tablero o cuadrilátero de sesenta y cuatro pasos
como máximo, el contracara es prominente, y mientras
la embestida de los corceles (esta vez de plástico) arrasa
con la calidez del desfile de cadáveres para el banquete,
la esperanza se hunde en el agua de innumerables cocos
dispuestos al trueque en una carreta anclada en la Plaza
de La 21 de Ibagué, que en medio del resfrío de los
camiones es sostenida por un maduro hombre bonachón
con sombrero de paja que frente a otro, lidia por ganar
una partida de ajedrez.