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Pensar la noche. Daniel Link

Buenas noches. Vuelvo, por segunda vez, a participar de este extraordinario encuentro

cuya convocatoria sigue sorprendiéndonos a todos. El año pasado no sabíamos muy bien

qué se esperaba de nosotros. Este año lo sospechamos y, tal vez por eso, nos estemos

equivocando. Quise proponerles pensar de noche y pensar la noche al mismo tiempo.

¿Acaso hay un instante más propicio para entregarse a los fantasmas y las figuras de un

pensamiento trasnochado? Los griegos inventaron la filosofía y la forma peripatética de

pensamiento. Esa forma peripatética del pensamiento que es pasear charlando y que

Heidegger llevó a senderos que no conducen a ninguna parte. Holzweg quiere decir eso,

senderos que no conducen a ninguna parte, y Heidegger llamó así a uno de sus libros.

Nosotros, en cambio, elegimos pensar de noche, cuando la máquina descansa.

En Esferas, Peter Sloterdijk parte de la leyenda que dice que Platón habría colocado, a la

entrada de su Academia, un letrero que decía “Manténgase alejado de este lugar quien no

sea geómetra”. La Academia fue la escuela filosófica fundada por Platón alrededor del

388 a.C. en los jardines Academos de Atenas. Severo Sarduy, por ejemplo, entre tantos

otros, dice que la filosofía platónica constituye una forma de terror. En todo caso,

volviendo a la leyenda, Sloterdijk deduce de esa leyenda la siguiente equivalencia:

Que la vida es una cuestión de forma es la tesis que conectamos con la vieja y venerable

expresión de filósofos y geómetras. Esferas. Tesis que sugiere que vivir, formar esferas (es

decir, comunidades) y pensar son expresiones diferentes para lo mismo. Hay que admitir

que esta es una configuración bastante extremada de teoría y vida. La hybris de este

planteamiento quizá se haga más soportable o comprensible, si se recuerda que sobre la Academia

había una segunda inscripción, de sentido oculto y humorístico, que decía “Se excluye de este lugar

a quien no esté dispuesto a implicarse en asuntos amorosos con otros visitantes del jardín de los

teóricos”. Ya se adivina: también esta divisa hay que aplicarla a la vida entera. Quien no

quiera saber nada de construir esferas tiene que mantenerse alejado, naturalmente, de

dramas amorosos; y quien elude el eros se excluye de los esfuerzos por buscar claridad

sobre la forma vital.

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Sloterdijk quiere salvar ese jardín de los infantes filosóficos de la insolencia del concepto

por la vía del erotismo o, lo que es lo mismo, piensa que la mejor hora para recorrer los

senderitos del jardín platónico es cuando cae la noche, hora mucho más propicia para

implicarse en asuntos amorosos que el clarísimo mediodía.

El más famoso de los alumnos de Platón fue Aristóteles, que luego abrió su propio centro

de enseñanza, el Liceo, de inclinación peripatética, en 335 a.C. La escuela peripatética

también tenía un jardín por el que el maestro paseaba con sus discípulos (peripatêin

significa pasear) y estaba ubicado al lado del templo de Apolo Licio, de allí su nombre. Los

discípulos de Aristóteles se inclinaron más hacia el naturalismo que hacia las

matemáticas. En todo caso, el pensamiento griego es diurno, solar, apolíneo, olímpico. De

allí las continuas sospechas sobre los poetas, adoradores de la luna, nocturnos, siempre

al borde de las herejías ctónicas, lo monstruoso que habita la tierra, que sale de la tierra y

devora a la persona. Piensen en el poeta asesinado, Federico García Lorca. Toda la

historia de la poesía de Lorca puede leerse como un combate con los monstruos ctónicos

y hay un compuesto indiscernible entre autoctonía, sexualidad, naturaleza y cultura, que

recorre toda su obra y es lo que podríamos reconocer como propiamente lorquiano

(“verde que te quiero verde, verdes vientos, verdes ramas, la luna sobre la mar....”). Lo

ctónico, el Golem, se oponen a lo olímpico como el inframundo se opone a lo celestial. La

lucha de los héroes griegos contra los monstruos ctónicos puede entenderse como el

esfuerzo por escapar de la autoctonía y la imposibilidad de lograrlo.

Lorca, poeta, abre la puerta de la fragua por donde entrará la omnipresente luz lunar (“la

luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos”1). Lorca saca a la luna de la tradición

tardoromántica y modernista, y la reintegra a la tradición celtíbera: el plenilunio de la

Turdetania, las comunidades imposibles, las sociedades secretas y los rituales

anticristianos de regeneración del mundo son los puntos irisados que organizan su

peculiar constelación de autoctonía y sexualidad.

La imagen diurna del pensamiento llega hasta Nietzsche, que la desbarata un poco pero,

como Heidegger, retoma la costumbre griega de pensar caminando a través del bosque.

Parece que hay que esperar hasta Foucault, al menos, para encontrar una operación de

pensamiento radicalmente nueva: el pensamiento de la noche.

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Heidegger pensaba que la lengua griega y la lengua alemana eran congeniales, hipótesis de la que se

deriva la misión del pueblo alemán. En una entrevista famosa que le hicieron a Heidegger

para averiguar por qué había adherido al nazismo y si se arrepentía de ello, dice: “Pienso

en el particular e íntimo parentesco de la lengua alemana con la lengua de los griegos y

con su pensamiento. Esto me lo confirman hoy una y otra vez los franceses. Cuando

empiezan a pensar, hablan alemán, aseguran que no se las pueden arreglar con su

lengua”. Un terrible pensamiento: si eso fuera cierto, no podríamos leer ni a Foucault, ni a

Deleuze ni a Agamben, ni a María Moreno, Virginia Cano o Verónica Gago, ni estarían

ustedes acá escuchando a las personas que hablan castellano. El prensamiento

prescinde de estas arrogancias filosóficas.

El curso de Foucault Defender la sociedad comienza con una caracterización de los

saberes sometidos:

a) saberes históricos que estaban presentes y enmascarados dentro de los conjuntos

funcionales y sistemáticos.

b) series de saberes que estaban descalificados como no conceptuales, como

insuficientemente elaborados: saberes ingenuos, jerárquicamente inferiores, saberes por

debajo del nivel del conocimiento o de la cientificidad exigidos, saberes de abajo. Abajo

dice Foucault, donde está la tierra, que es también el sitio de la sexualidad, del erotismo.

Aunque Foucault no lo diga explícitamente, tal vez los saberes de abajo sean los saberes

de la noche. La noche crea conceptos, figuras de pensamiento, imágenes. En un texto

muy comentado, “El Dedo Gordo”, Bataille explica el bajo materialismo o materialismo de

la noche podríamos decir, pensando básicamente que hay que rescatar el materialismo de

toda forma de idealización, es decir de la huida hacia el cielo, hacia el Olimpo, hacia la luz

griega. Bataille dice que la cabeza humana es sede del pensamiento luminoso porque

apunta hacia el cielo, origen de lo bueno y lo bello. Bataille baja la mirada y encuentra los pies,

incluso los pies sucios, las uñas mal cortadas, que son el apoyo del cuerpo y la cabeza en la tierra.

El dedo gordo es la condición necesaria para buscar el cielo, como la noche es la condición

necesaria para el pensamiento. En todo caso, pensar es para Foucault –que ha leído bien

a Bataille- llevar al pensamiento a un lugar donde nunca había estado. Y Elías Canetti, en

ese extraordinario libro que es “Masa y poder”, precisa:

“Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido. Desea saber quién es el que lo

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agarra: quiere reconocerlo o, al menos, poder clasificarlo. El hombre elude siempre el contacto con

lo extraño. De noche o a oscuras, el terror ante un contacto inesperado puede llegar a convertirse en

pánico. Ni siquiera la ropa ofrece suficiente seguridad: qué fácil es desgarrarla, qué fácil penetrar

hasta la carne desnuda, tersa e indefensa del agredido”.

De modo que pensar la noche o pensar de noche es entregarse al terror, al miedo, a la

inseguridad, a lo desconocido. ¿Hay otro motor para el pensamiento que la entrega a lo

desconocido? Pensar es abrazar lo impensado, formalizar lo impensable, poner en

palabras lo que nunca fue pensado. La noche es lo que está afuera del pensamiento

lumínico del mediodía griego, de los jardines de la academia o del Liceo, y el dedo gordo

es lo que no puede ocultar la túnica del joven filósofo ni su sandalia heideggeriana de

paseo.

Pier Paolo Pasolini, que no fue solo un cineasta, un poeta extraordinario, un polemista

terrible y un teórico del cine sino sobre todo alguien que pensó su tiempo, señaló en un

célebre texto de 1975 publicado en Corriere della Sera: “A inicios de los años sesenta, a causa

de la contaminación del aire y sobre todo en el campo, a causa de la contaminación del agua (los

ríos azules y los arroyos transparentes) han empezado a desaparecer las luciérnagas. El fenómeno

ha sido rápido y fulminante. Después de unos pocos años las luciérnagas ya no estaban más. (Son

ahora un recuerdo bastante desgarrador del pasado: y un hombre mayor que tenga ese recuerdo no

puede reconocerse a sí mismo joven en los nuevos jóvenes, y por lo tanto, no puede proferir

aquellas lindas quejas de añoranza de otros tiempos).” ¿A quién me voy a quejar de la

desaparición de las luciérnagas si la gente ya no sabe lo que son las luciérnagas?

La desaparición de las luciérnagas es para Pasolini correlativa a la mutación antropológica

que constituye su obsesión hasta su muerte. Pasolini pensaba que había habido una

mutación antropológica a efecto de la técnica que producía nuevas formas de fascismo,

formas democráticas de fascismo como la sociedad en la que nosotros vivimos, y que eso

había transformado radicalmente la noción de vida misma. De ahí que él lo llamara una

revolución antropológica y no meramente una revolución política o conservadora. Las

luciérnagas de Pasolini eran predicados de la noche, puntos luminosos que hasta podrían

postularse como condensación iridiscente del pensamiento. Y Pasolini es categórico: “yo, por

más multinacional que sea, daría toda la Montedison por una luciérnaga”. Montedison es una

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gran empresa multinacional italiana de las décadas del sesenta y sententa.

Pasolini era un gran lector de Dante y de hecho su último libro se llama La Divina

Mímesis. El tema es retomado por Didi-Huberman, que lee bien el antecedente dantesco

en las luciérnagas pasolinianas: son los gusanos de luz (lucciole) que Dante pone en el

Infierno y que se oponen a la luz (lume) gloriosa y terminante del Paraíso. Una vez más se

repite esa distinción que veíamos en relación con los griegos, ahora en Dante en relación

con la tradición católica. La luz cósmica y paradisíaca es como una luz de mediodía

griego. Las lucciole, en cambio, vagan en una bolsa sombría e impiden que la oscuridad

de la noche se hunda definitivamente en las tinieblas del infierno. En una carta de 1941,

Pasolini ya había atado la aparición de las luciérnagas (abbiamo visto una quantità

inmensa di lucciole) a una forma alegre de erotismo, una alegría inocente y poderosa

como alternativa a los tiempos demasiado oscuros o demasiado iluminados del fascismo

triunfante. Pasolini le cuenta en un carta a un amigo que salieron de noche y rondaban los

muchachos como si fueran luciérnagas. Saben que las luciérnagas producen una

luminiscencia que no es un mecanismo de defensa, como sí sucede con la luminiscnecia

que muchos microorganismos producen en las aguas. En el caso de las luciérnagas es un

brillo sexual, brillan para tener sexo. Las lucciole, como imagen del pensamiento, son una

luz menor y su condición de posibilidad es la noche. No la tinieblas sino la noche. Esa luz

menor, podría decirse, está afectada por una colectivización (no hay una luciérnaga, hay

siempre muchas luciérnagas), por eso mismo son una imagen del pueblo y de las

condiciones revolucionarias inmanentes a su propia marginalización o desaparición. De

eso habla Pasolini: la desaparición de las luciérnagas es la desaparición de las

esperanzas revolucionarias del pueblo.

Pensar de noche es entregarse a una forma de bioluminiscencia pero como decía recién,

una bioluminiscencia que no significa una forma de defensa sino un cortejo, una danza

sexual. Por eso hay que pensar de noche. Para poder, como nos recomendaba Sloterdijk,

construir esferas, es decir imaginar comunidades, sostener lo viviente, enhebrar

conceptos: “Quien no quiera saber nada de construir esferas tiene que mantenerse

alejado, naturalmente, de dramas amorosos, y quien elude el eros se excluye de los

esfuerzos por buscar claridad sobre la forma vital”.

La luz cegadora de la Aufklärung –del Iluminismo– no sirve para eso porque lo quema

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todo, hasta la esperanza política. El poder es luminoso. El contrapoder o la potencia,

como se prefiera, refulgen intermitentemente en la noche. Pensar de noche es darles una

forma a los terrores nocturnos de los que hablaba Canetti: ser tocado por una luz apenas

tibia, una idea, una imagen de una idea, una figura de pensamiento, acaso un monstruo.

Los monstruos victorianos, por ejemplo: Drácula, los hombres lobo, Penny Dreadful. Pero

que haya tacto, como lo había entre las luciérnagas italianas, cuando Pasolini gozaba de

su misma dicha.

El saber-luciérnaga es el saber de la noche, saber clandestino, jeroglífico lunar, saber de

las realidades constantemente sometidas a censura, saber de la desaparición, de los

pueblos en desaparición, saber de los seres de la noche, esos a los que nadie ama, a los

que todos temen. Esos son los saberes de la noche, ese es el pensamiento de la noche.

No vivimos en un mundo sino entre dos mundos al menos: el primero está inundado de

luz, la luz del conocimiento, de la sabiduría, de Dios, de la política, la luz del poder. El

segundo está atravesado de resplandores, intermitencias, cosas que brillan, cosas que

están a punto de desaparecer, cosas que sobreviven en la noche. Los pueblos-luciérnaga

de Pasolini se retiran en la noche, buscan como pueden su libertad de pensamiento,

huyen de los reflectores del poder y de la luz cegadora del pensamiento diurno. Las

luciérnagas no han desaparecido del todo y a veces nos rozan en la oscuridad. Algunas

se han ido lejos para volver a formar en otra parte su comunidad, su minoridad, su deseo

compartido. Nuestros pensamientos nocturnos son el débil resplandor que necesitamos

para rescatar las esferas, la vida y el erotismo del pesimismo diurno, del terror platónico y

del poder brillante.