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CRÍTICA/POLÍTICA • PÉNDULO21/UNO/FEBRERO 2013 • L os debates contemporáneos sobre lo que muchos in- telectuales consideran el “ideal democrático” hacen resurgir una pregunta que tendría que responderse antes que cualquier otra cosa: ¿cómo puede ser organizada y dirigida hacia un rumbo políticamente estable una socie- dad conformada por pluralidades que se antojan incorregi- bles? Esta pregunta conduce a repensar una vieja cuestión expuesta por Immanuel Kant hace más de dos siglos y que él consideró como la que “más tardíamente resolvería la es- pecie humana”. Kant supuso que, para admitir las restriccio- nes propias de la vida comunitaria, todo hombre necesitaría siempre de un señor que le doblegara su caprichosa volun- tad y pusiera límite a su egoísta inclinación animal. Pero ¿entre quién y cómo elegir a este jefe supremo que, a pesar de ser un hombre, debería ser racional y justo? A lo largo del siglo xx, pensadores como Norberto Bobbio asumieron que la discusión del “entre quién” y so- bre el “cómo” se había polarizado después de la Revolución Rusa con el surgimiento del estalinismo o con la aparición del fascismo italianodebido a la pugna entre los defen- sores de las democracias y los admiradores de las dictadu- ras. Hay que añadir, por otra parte, que la ideología liberal decimonónica que enalteció los ideales de la Revolución Francesa (la famosa tríada: libertad, igualdad, fraternidad) y que posicionó como una de sus cartas fuertes el sufra- gio universal, tal como lo describe el sociólogo Immanuel Wallerstein en su libro Después del liberalismo, le suministró a toda forma de gobierno irrespetuosa con las mayorías su connotación negativa. O dicho en otras palabras: ¡Demo- cracia… sí! ¡Dictadura… no! Sin embargo, ¿qué bondades traía consigo la de- mocracia para volverla tan deseable? En su libro Principios y valores de la democracia, Luis Salazar y José Woldenberg realizan un seguimiento puntual de las fortalezas que hicie- ron históricamente a la democracia una forma de gobierno más solvente que la aristocracia o la monarquía. En un sis- tema democrático se parte de que el pueblo ha de erigirse como único soberano y se entiende a esa soberanía como un poder que emana del Estado y se ejerce para mantener la cohesión social, política o territorial, procurando así que nada ni nadie se encuentre por encima de las demandas del pueblo. Éste último, conformado por ciudadanos libres e iguales, tiene además el derecho para emitir su juicio so- bre la organización y la dirección que propone el gobierno en turno. Así, la participación del pueblo en los asuntos del Estado entroniza los dos principios fundamentales de la de- mocracia moderna: el principio de la mayoría y el principio de representación. Ambos principios, huelga decirlo, son el epicentro de alabanzas, pero también de las críticas más encarnizadas que se lanzan a los sistemas democráticos de nuestros días. Lo anterior se debe a que es la pluralidad quien demanda el principio de la mayoría, pues ahí donde es im- posible el acuerdo unánime entre posturas diversas se hace lógico y necesario que gane la decisión mayoritaria. El prin- cipio de representación, por su parte, es un requisito para la gobernabilidad, pues por él se delega en unas cuantas personas que se supone expertas en cuestiones políticas, la facultad de decidir en nombre de un gran número de ciuda- danos sobre temas que a todos conciernen. Los críticos del principio de la mayoría (incluyendo a Aristóteles, quien en su tiempo calificó a la democracia como una forma desviada de gobierno) aluden a lo frecuentemente que las voces ma- yoritarias se vuelven despóticas. Por otro lado, los críticos del principio de representación denuncian lo fácil que las se- sudas meritocracias constituidas por “demócratas de con- vicción y de carrera” (forjados, dicen, con el hierro templa- do del ideal democrático), bien pronto se corrompen ante el acoso o la seducción de fuerzas mezquinas, traicionando la confianza de sus representados. Todo esto podría sugerirnos que, sin importar lo emotivo que nos resulte defender la democracia en el dis- curso y alabar la bondad de sus instituciones, así como de las libertades que éstas salvaguardan, no debiéramos echar en saco roto la advertencia de Kant, quien también creyó que con una madera tan retorcida como la del hombre nada recto podría construirse, incluyendo, claro está, al enalte- cido ideal democrático. Propongo, finalmente, para conti- nuar el debate sobre las ventajas de nuestras democracias añadir a la pregunta con la que comenzó este escrito, otra más: ¿Se vive realmente en una mala democracia mucho me- jor que en la más racional de las dictaduras? Ramón López Rodríguez CONTENIDO: ¿DEMOCRACIAS... SÍ ¿DICTADURAS... NO? Ramón López Rodríguez • DIOS, CERDOS, EXILIO Y ESCLAVITUD. Iván Alejandro Sánchez Nájera • POLÍTICA, CIUDADANÍA Y SOCIEDAD. Clara Müller Maldonado La Jornada Aguascalientes/ Aguascalientes, México FEBRERO 2013/ Año 3 No. 72 ¿Democracias… sí? ¿Dictaduras… no?

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CRÍTICA/POLÍTICA

• PÉNDULO21/UNO/FEBRERO 2013 •

Los debates contemporáneos sobre lo que muchos in-

telectuales consideran el “ideal democrático” hacen

resurgir una pregunta que tendría que responderse

antes que cualquier otra cosa: ¿cómo puede ser organizada

y dirigida hacia un rumbo políticamente estable una socie-

dad conformada por pluralidades que se antojan incorregi-

bles? Esta pregunta conduce a repensar una vieja cuestión

expuesta por Immanuel Kant hace más de dos siglos y que

él consideró como la que “más tardíamente resolvería la es-

pecie humana”. Kant supuso que, para admitir las restriccio-

nes propias de la vida comunitaria, todo hombre necesitaría

siempre de un señor que le doblegara su caprichosa volun-

tad y pusiera límite a su egoísta inclinación animal. Pero

¿entre quién y cómo elegir a este jefe supremo que, a pesar

de ser un hombre, debería ser racional y justo?

A lo largo del siglo xx, pensadores como Norberto

Bobbio asumieron que la discusión del “entre quién” y so-

bre el “cómo” se había polarizado después de la Revolución

Rusa ―con el surgimiento del estalinismo o con la aparición

del fascismo italiano― debido a la pugna entre los defen-

sores de las democracias y los admiradores de las dictadu-

ras. Hay que añadir, por otra parte, que la ideología liberal

decimonónica que enalteció los ideales de la Revolución

Francesa (la famosa tríada: libertad, igualdad, fraternidad)

y que posicionó como una de sus cartas fuertes el sufra-

gio universal, tal como lo describe el sociólogo Immanuel

Wallerstein en su libro Después del liberalismo, le suministró

a toda forma de gobierno irrespetuosa con las mayorías su

connotación negativa. O dicho en otras palabras: ¡Demo-

cracia… sí! ¡Dictadura… no!

Sin embargo, ¿qué bondades traía consigo la de-

mocracia para volverla tan deseable? En su libro Principios

y valores de la democracia, Luis Salazar y José Woldenberg

realizan un seguimiento puntual de las fortalezas que hicie-

ron históricamente a la democracia una forma de gobierno

más solvente que la aristocracia o la monarquía. En un sis-

tema democrático se parte de que el pueblo ha de erigirse

como único soberano y se entiende a esa soberanía como

un poder que emana del Estado y se ejerce para mantener

la cohesión social, política o territorial, procurando así que

nada ni nadie se encuentre por encima de las demandas del

pueblo. Éste último, conformado por ciudadanos libres e

iguales, tiene además el derecho para emitir su juicio so-

bre la organización y la dirección que propone el gobierno

en turno. Así, la participación del pueblo en los asuntos del

Estado entroniza los dos principios fundamentales de la de-

mocracia moderna: el principio de la mayoría y el principio

de representación. Ambos principios, huelga decirlo, son el

epicentro de alabanzas, pero también de las críticas más

encarnizadas que se lanzan a los sistemas democráticos de

nuestros días.

Lo anterior se debe a que es la pluralidad quien

demanda el principio de la mayoría, pues ahí donde es im-

posible el acuerdo unánime entre posturas diversas se hace

lógico y necesario que gane la decisión mayoritaria. El prin-

cipio de representación, por su parte, es un requisito para

la gobernabilidad, pues por él se delega en unas cuantas

personas que se supone expertas en cuestiones políticas, la

facultad de decidir en nombre de un gran número de ciuda-

danos sobre temas que a todos conciernen. Los críticos del

principio de la mayoría (incluyendo a Aristóteles, quien en

su tiempo calificó a la democracia como una forma desviada

de gobierno) aluden a lo frecuentemente que las voces ma-

yoritarias se vuelven despóticas. Por otro lado, los críticos

del principio de representación denuncian lo fácil que las se-

sudas meritocracias constituidas por “demócratas de con-

vicción y de carrera” (forjados, dicen, con el hierro templa-

do del ideal democrático), bien pronto se corrompen ante

el acoso o la seducción de fuerzas mezquinas, traicionando

la confianza de sus representados.

Todo esto podría sugerirnos que, sin importar lo

emotivo que nos resulte defender la democracia en el dis-

curso y alabar la bondad de sus instituciones, así como de

las libertades que éstas salvaguardan, no debiéramos echar

en saco roto la advertencia de Kant, quien también creyó

que con una madera tan retorcida como la del hombre nada

recto podría construirse, incluyendo, claro está, al enalte-

cido ideal democrático. Propongo, finalmente, para conti-

nuar el debate sobre las ventajas de nuestras democracias

añadir a la pregunta con la que comenzó este escrito, otra

más: ¿Se vive realmente en una mala democracia mucho me-

jor que en la más racional de las dictaduras?

Ramón López Rodríguez

CONTENIDO: ¿DEMOCRACIAS... SÍ ¿DICTADURAS... NO? Ramón López Rodríguez • DIOS, CERDOS, EXILIO Y ESCLAVITUD. Iván Alejandro Sánchez Nájera

• POLÍTICA, CIUDADANÍA Y SOCIEDAD. Clara Müller Maldonado

La Jornada Aguascalientes/ Aguascalientes, Mé xico OCTUBRE 2010/ Añ o 2 N o. 20La Jornada Aguascalientes/ Aguascalientes, México FEBRERO 2013/ Año 3 No. 72

¿Democracias… sí? ¿Dictaduras… no?

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• PÉNDULO21/DOS/FEBRERO 2013 •

Iván Alejandro Sánchez Nájera

Dios, cerdos, exilio y esclavitud.

En un célebre pasaje, que alumnos de filosofía

repiten con orgullo y frenesí, Platón sentenció

que no habrá tregua para los males que aquejan

a las ciudades mientras los reyes y soberanos no sean

filósofos1, lo cual bien podría ser la venganza literaria

para aquel que lo vendió como esclavo, o para aquellos

que decretaron la muerte de Sócrates, o para la socie-

dad en general, desinteresada de la filosofía y con su

morada en el mundo de las sombras. Con un sistema

educativo diseñado e implementado por el estado en

su totalidad, Platón pretende asegurar un gobierno

monárquico incorruptible, que garantice justicia y

eficiencia, y que, al ser formado en la Verdad y al pres-

cindir de bienes materiales, resulte incorruptible.

Es también multicitado y conocido el hecho

que tuvo la oportunidad de ser consejero del tirano

Dionisio en Siracusa y procurar que sus ideas se lle-

varan a la práctica, el resultado es ampliamente co-

nocido: Platón fue vendido como esclavo. Si bien el

postulado del filósofo rey es cuestionable por razones

intrínsecas a él (propone un sistema tiránico, está

basado en una organización de castas, descansa su

viabilidad en la creación de un complejo sistema edu-

cativo que se antoja irrealizable, posee una creencia

casi dogmática en que el conocimiento de la Verdad

conlleva al actuar Justo), proponemos el fracaso de

Siracusa –la esclavitud de Platón–, como la primera

coordenada para pensar el actuar filosófico en la po-

lítica, pues cuando el ilustre filósofo se ve superado

regresa a Atenas y funda la

Academia, un amparo filosófico

ante la abrumadora realidad,

institución que desde entonces

se ha convertido en el refugio

filosófico por excelencia.

Algunos podrían, con

cierta razón, argüir que Platón

teorizó una política utópica

–condenada por sí misma al

fracaso–, que su éxito radicaría

en ser guía de la organización

política y no en su cumplimien-

to puntual. En realidad esta interpretación postula la

imposibilidad del filósofo como titular de gobierno (su

lugar estaría en el diseño de utopías); más allá, no sólo

reclama la dimisión del filósofo rey, también le senten-

cia la imposibilidad de ser estratega o consejero para

condenarlo al confort de la academia.

Así, el ilustre filósofo rey dejaría su papel

de gobernante en la justicia para volverse guía, un

ícono político. Quizá el ejemplo más propio de ello

lo encontramos en Karl Marx, quien en su onceava

tesis sobre Feuerbach demandó a los filósofos dejar

de interpretar el mundo y comenzar a transformarlo.2

Marx como ícono generó desde el ámbito académico

movimientos revolucionarios que transformaron el

siglo xx. Juzgarlo por los resultados de los distintos go-

biernos comunistas sería inadecuado (el filósofo ya no

es el rey), sin embargo, juzgar el escaso cumplimiento

de los postulados marxistas en los gobiernos que se

erigieron bajo su bandera no sólo es válido, sino una

muestra de las limitaciones de la filosofía como ícono

político.

Para analizar dichos alcances, y como se-

gunda coordenada, tomaremos un ejemplo literario:

Rebelión en la granja de George Orwell. Una historia

fantástica inspirada en la revolución rusa y en el sub-

secuente régimen socialista, una rebelión que comien-

za con los postulados del cerdo Mayor –Marx–, ícono

de la revolución que no participa en la rebelión, pues

muere tras dictar su ideología:

Nuestras vidas son tristes, fatigosas y cortas. Na-

cemos, nos suministran la comida necesaria para

mantenernos y a aquellos de nosotros capaces de

Coordenadas para pensar la participación de la filosofía en la política

Tú quieres ir al mundo y vas con las manos vacías, con cierta promesa de libertad que los hombres, por su simplicidad y su depravada naturaleza, no pueden ni siquiera concebir, y que, además, temen con pavor, pues para el hombre y la sociedad humana no existe ni ha existido nunca nada más insoportable que la libertad.

Dostoievski, El gran inquisidor.

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• PÉNDULO21/TRES/FEBRERO 2013 •

trabajar nos obligan a hacerlo (…) Los seres humanos nos arre-

batan casi todo el fruto de nuestro trabajo. Ahí está, camaradas,

la respuesta a todos nuestros problemas (…) Eliminad tan solo al

hombre y el producto de nuestro trabajo nos pertenecerá.3

El discurso de Mayor incita a la rebelión, cohesiona a los

diversos animales y les dota de un objetivo en común: derrocar al

humano e instaurar un gobierno animal justo. Tras su triunfo, el

nuevo régimen dirigido por cerdos, instaura siete mandamientos rectores que sintetizan la ideología de Mayor, siendo el séptimo el más importante: todos los animales son iguales. Como es de esperarse el utópico gobierno degenera (existen divisiones internas, traiciones, escasez de alimentos, dictadura militar…), hasta que en el clímax de la novela los siete mandamientos se reducen a uno: todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros. El régimen tiránico con el que termina la granja animal pone en evidencia que la filosofía como ícono político está condenada al fracaso. Sería ingenuo asumir que se debió a la ausencia del cerdo Mayor en la instauración del gobierno, por el contrario, el nuevo sistema ocupa que el ideal filosófico se vuelva un ícono, una figura idílica a partir de la cual exista cohesión social, pero que se encuentre a una sana distancia para que no influya en las decisiones prácticas. Nuestra tercera coordenada ilustrará con mayor exactitud la condena de la sana distancia que se impone al ícono. “El gran inquisidor” (presente en la novela Los hermanos Karamazov de Fedor Dostoievski) relata a Jesús de Nazaret regresando a la tierra en el tiempo de la inquisición con la simple intención de visitar a sus hijos. Desciende en la misma forma humana en que vivió quince siglos antes. El día anterior, en esa misma plaza habían quemado cien herejes. La muchedumbre lo reconoce, le rodean. Él los bendice y le alaban. Un viejo ciego desde la niñez le pide que lo ayude, le hace brotar nuevos ojos. El pueblo llora, echan flores y gritan «Hosanna». Observa un pequeño féretro, una mujer se arroja a sus pies y clama «si eres Tú, resucita a mi hija», la niña se levanta y mira a su alrededor sonriendo. En ese momento el Gran Inquisidor cruza la plaza y lo hace arrestar. En el calabozo le cuestiona:

¿Por qué has venido a estorbarnos? Pues tú has venido a estorbarnos

y lo sabes. Pero, ¿sabes qué pasará mañana? No sé quién eres ni

quiero saberlo: si eres tú o sólo una semejanza suya; pero mañana

te condenaré y te haré quemar en la hoguera como al más vil de

los herejes; el mismo pueblo que hoy te ha besado los pies, mañana

mismo, a una señal mía, se lanzará a avivar las brasas de tu hoguera,

¿lo sabes? Sí, es posible que lo sepas.4

Sin un ícono, la sociedad se ve desarticulada y dividida, pues éste le otorga cohesión y un objetivo –condición de posibilidad de un gobierno–. Pero el ideólogo, el lugar que podría ocupar un filósofo al interior de la política, no está invitado a la participación real en el gobierno, su función está en ser un ícono, en ser el emblema que da legitimidad. Es por ello que el Gran Inquisidor hace un fuerte reclamo: “dales de comer y exígeles, entonces, virtud (…) Nosotros lo haremos, en nombre tuyo, mintiendo al decir que damos de comer en tu nombre”.5

Más allá de los predicamentos éticos, el reclamo del Gran Inquisidor está en que la ideología pensó en la libertad, pero no en el pan. Asimismo, podemos indicar que la filosofía como ícono político ha dejado a un lado los temas concretos, las decisiones prácticas. El ícono se vuelve la esencia, pero la política está en la forma. Por ello,

el filósofo se volverá necesario como ícono, como esencia, pero en

la práctica será prescindible. Siendo así, los caminos de la filosofía

en la política se cierran una vez postulado el ícono, y en el mejor de

los casos se podrá regresar a la academia.

Una cuarta coordenada nos ayudará a reflexionar en torno

a una participación más realista. Nicolás Maquiavelo se involucró

en las esferas más altas de la política y sus ideas cobraron forma

en acciones de gobierno, no como ícono, sino como consejero.

Sin embargo, podemos plantear dos dudas sobre la calidad de la

participación filosófica en la política que logró Maquiavelo.

La primera de ellas está en si la filosofía quedó supeditada

a la prebenda política. El príncipe, escrito en el exilio para ganar los

favores de Lorenzo de Medici, siembra la interrogante desde su

dedicatoria:

Los que quieren granjearse el favor de un Príncipe suelen presen-

tarse a él ofreciéndole lo mejor que tienen o lo que más le guste

(…) Deseoso, pues, de presentarme a Vuestra Magnificencia con

alguna prenda de mi adhesión, nada he hallado que fuera para mí

tan querido o que estimase yo más que el conocimiento de las

acciones de los grandes hombres.6

Con Maquiavelo la función de la filosofía como consejera

pareciera limitada al favor político, hecho que desmitificaría al ilustre

filósofo rey. Puede argumentarse la posibilidad de una consejería

alejada de la prebenda, sin embargo, el verdadero cuestionamiento

a la funcionalidad de la filosofía está en la imposibilidad de pensar

prácticamente, de tomar decisiones realistas. Sabemos de sobra que

Maquiavelo las tomó, pero sus consejos prácticos distan mucho de las

reflexiones filosóficas: ¿cómo aceptar como filosófico, por ejemplo,

que recomiende al nuevo príncipe exterminar la familia del anterior?

Dejemos a un lado el problema ético, la cuestión es que al centrarse

en la necesidad práctica de las decisiones políticas, el filósofo se verá

tan alejado de los primeros principios y las últimas causas que dejará

atrás a la filosofía.

Hemos comentado dos posibilidades por las cuales la filosofía

puede desempeñarse en la política. Como ícono puede contribuir en

la transformación de la realidad social, pero al filósofo se le excluirá

del ejercicio práctico y se le regresará a la academia. Como consejero,

el filósofo podrá desempeñarse en la práctica política, pero tendrá

siempre sobre si la duda de si actúa como filósofo o con un olfato

político en el que la filosofía se sumó únicamente como formadora

de habilidades.

En la dicotomía entre lo ideal y lo posible, pareciera que la

participación deseable está en contar con filósofos que encuentren

vínculos con la política, que formen nexos que le permitan superar

las barreras de la academia, para que su labor inquisitiva supere las

aulas, mas parecen insuperables los toriles que refugian a la filosofía

en la academia, quienes forman una barrera infranqueable hacia la

arena política.

1 Platón, La república, Alianza Editorial, Madrid, España, 1992, 473d.2 Vid. Marx, Karl. Tesis sobre Feuerbach y otros escritos filosóficos, Grijalbo, México, 1970.3 Orwell, George. Rebelión en la granja, Planeta, España, 2006, pp. 50-53.4 Dostoievski, Fedor. Los hermanos Karamazov. Barcelona, RBA Editores, España, p. 252.5 Ibid., p. 255.6 Maquiavelo, Nicolás. El príncipe. Colofón, México, 2007, p. 13.

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• PÉNDULO21/CUATRO/FEBRERO 2013 •

La  política, como lo señala desde su raíz etimológica

griega traducible como «ciudadano», «civil», «relativo

al ordenamiento de la ciudad», implica por tanto al ciu-

dadano individual como a la colectividad a la que pertenece

que por su intermediación busca acuerdos para alcanzar ob-

jetivos comunes; en sus orígenes clásicos griegos la política

era una actividad por la cual en las ciudades/estados como

Atenas y Esparta, los asuntos públicos más relevantes se de-

batían y definían por la asamblea de ciudadanos libres, con

lo cual toda decisión ahí alcanzada adquiría el carácter de

“cumplimiento obligatorio” para la sociedad en su conjunto,

al punto que el filosofo Solón señalaba que: “La ley permite

dar muerte al ciudadano que se mantenga neutral en medio

de las discordias civiles”.

Si bien en el caso de la Grecia antigua, la actividad

política implicaba formas de gobierno democráticas históri-

camente inéditas; incluso en civilizaciones anteriores como

fueron la egipcia y la asiria, que vivieron bajo gobiernos

autocráticos, debe considerarse que existía alguna variante

de actividad política pues el “gobernante” aun bajo la op-

ción de testa coronada y con todos los atributos derivados

de su origen “divino” debía tomar sus decisiones relevantes

considerando a los diversos actores sociales, económicos

y religiosos que interrelacionaban con él; de lo contrario

sus propuestas y decisiones podían llevarlo al fracaso pues

ningún autócrata gobernaba en el sentido estricto por “sí

mismo”. Un ejemplo relevante del papel de la política en los

regímenes autocráticos que prevalecieron hasta el Renaci-

miento lo demuestra el texto El Príncipe de Nicolás Maquia-

velo, clásico en el terreno de las ciencias políticas, donde el

autor da consejos al gobernante para el mejor desempeño

de sus labores de gobierno.

La actividad política se modifica y alcanza un nuevo

nivel de complejidad con los regímenes democráticos, cuyo

mejor precedente histórico se da en la Inglaterra del siglo

XIII a partir de la firma de la “Carta Magna” por el rey Juan I

ante la presión de los nobles, donde por primera vez se aco-

ta el poder absoluto del rey y se le sujeta al escrutinio de una

instancia exterior o Parlamento, en el que los representantes

de algunos estamentos sociales conforman un poder alter-

nativo. Esta representatividad, sin embargo, no abarcaba a

todas las capas sociales, pues excluía a los “burgueses”, ha-

bitantes de las ciudades o burgos, a los campesinos medios

y pobres y, en la más baja escala social, a los siervos de la

gleba, pues sólo la nobleza podía ser parte del Parlamento.

Debieron ocurrir profundos cambios sociales y

económicos y alguna que otra revolución para que la de-

mocracia se ampliara e incorporara en sus mecanismos de

decisión a todos los actores de una sociedad, empezando

por la revolución francesa en 1789 y que se continuó en el

siglo XIX con las guerras de independencia en América y las

revueltas sociales europeas. Como resultado de éstas, las

aristocracias y oligarquías gobernantes aceptaron paulati-

namente el reconocimiento de “ciudadanía” a otros grupos

sociales, aunque siempre con limitaciones: en Francia para

poder votar y ser votado se debía tener propiedades, en mu-

chos países se excluía del derecho al voto a los analfabetas,

prácticamente en todo el mundo la categoría de ciudadano

no aplicaba a las mujeres. Fue prácticamente producto de

siglo xx la universalización del derecho al voto junto con el

retroceso de regímenes autoritarios y coloniales, lo que nos

ha llevado a una normalización de la democracia como siste-

ma de gobierno generalizado y en consecuencia, a conside-

rar a la actividad política como importante para el desarrollo

de las sociedades y naciones.

Con todo, en las complejas sociedades modernas,

donde coexisten e interactúan múltiples actores sociales

con, en ocasiones, intereses contradictorios y enfrentados,

sólo a partir de una sana actividad política, que privilegie los

puntos en común, consensos y acuerdos, se hace posible una

propia gobernanza en las naciones. Aunque suene un tanto

a Perogrullo pero se puede postular que entre mayor con-

senso se obtiene al interior de una nación, mayores son las

oportunidades de construir objetivos comunes y alcanzarlos

a través del esfuerzo conjunto. La asamblea en el ágora grie-

ga, paradigma de la actividad política ciudadana, no puede

ser simplemente replicada en sociedades tan complejas y

donde el número de habitantes y extensión geográfica de

los territorios hacen inviable esta convocatoria; en su lugar

la única opción son las jornadas electorales, donde a partir

de unas reglas fijas y transparentes y con la participación

de los actores políticos organizados el conjunto de la ciu-

dadanía expresa sus acuerdos y desacuerdos y participa así,

en las decisiones comunes. Para concluir, no quiero deses-

timar todas las críticas que se han levantado a la naciente

democracia mexicana, pero si quiero recordar la palabras del

canciller de Inglaterra, Sir Winston Churchill que apuntaba

que “la democracia es el peor de todos los gobiernos, exclu-

yendo todos los demás”.

Clara Müller Maldonado

EDITOREnrique Luján Salazar

DISEÑOClaudia Macías Guerra

Política, ciudadanía y sociedad

La Jornada AguascalientesPÉNDULO 21

Publicación QuincenalFebrero 2013. Año 3, No. 72

COMITÉ EDITORIALIgnacio Ruelas OlveraJosé de Lira BautistaRaquel Mercado SalasRamón López Rodríguez

COLABORACIONESClara Müller Maldonado

Iván Alejandro Sánchez Nájera