p. rupert mayer, sj: la iglesia frente al nazismorevista de espiritualidad 68 (2009), 283-306 p....

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REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 68 (2009), 283-306 P. Rupert Mayer, SJ: la Iglesia frente al nazismo EMILIO J. MARTÍNEZ GONZÁLEZ, OCD (Madrid) El P. Rupert Mayer, jesuita alemán (1876-1945), es una im- portante figura eclesial europea del siglo XX. Héroe en la Primera Guerra Mundial, donde sirvió en el ejército como capellán, apóstol infatigable del Evangelio en Munich y enfrentado abiertamente al nazismo en la misma ciudad, su figura en Alemania es apreciada y valorada como la de un gigante que encarna, entre otros valores, la oposición de la Iglesia católica a la tiranía nacional-socialista. Con- denado por ella a la reclusión primero carcelaria, luego en campos de concentración y finalmente en la abadía de Ettal, a su muerte en 1945 —ya liberado— su sepulcro en Pullach se convirtió en un lugar de peregrinación tan frecuentado, que sus restos fueron trasladados tres años después a la cripta de la Bürgersaalkirche, en pleno centro de la capital de Baviera, donde todavía hoy, veintidós años después de su beatificación, sigue siendo visitado por un sinnúmero de fieles que depositan en su tumba velas, flores y plegarias. Alrededor de su figura puede trazarse, de algún modo, la tra- gedia de la Alemania derrotada en la Gran Guerra y humillada en Versalles, empobrecida y enfrentada durante la época de Weimar, y entregada a Hitler, a quien se creyó restaurador del espíritu y valo- res de una nación doblegada y garante seguro frente al comunismo, hasta el nuevo desastre de la Segunda Guerra Mundial. En un tiem- po en el que el nacional-socialismo parecía la única esperanza se- gura de reconstrucción para los alemanes, la figura de Rupert Mayer

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REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 68 (2009), 283-306

P. Rupert Mayer, SJ:la Iglesia frente al nazismo

EMILIO J. MARTÍNEZ GONZÁLEZ, OCD

(Madrid)

El P. Rupert Mayer, jesuita alemán (1876-1945), es una im-portante figura eclesial europea del siglo XX. Héroe en la PrimeraGuerra Mundial, donde sirvió en el ejército como capellán, apóstolinfatigable del Evangelio en Munich y enfrentado abiertamente alnazismo en la misma ciudad, su figura en Alemania es apreciada yvalorada como la de un gigante que encarna, entre otros valores, laoposición de la Iglesia católica a la tiranía nacional-socialista. Con-denado por ella a la reclusión primero carcelaria, luego en campos deconcentración y finalmente en la abadía de Ettal, a su muerte en 1945—ya liberado— su sepulcro en Pullach se convirtió en un lugar deperegrinación tan frecuentado, que sus restos fueron trasladados tresaños después a la cripta de la Bürgersaalkirche, en pleno centro de lacapital de Baviera, donde todavía hoy, veintidós años después de subeatificación, sigue siendo visitado por un sinnúmero de fieles quedepositan en su tumba velas, flores y plegarias.

Alrededor de su figura puede trazarse, de algún modo, la tra-gedia de la Alemania derrotada en la Gran Guerra y humillada enVersalles, empobrecida y enfrentada durante la época de Weimar, yentregada a Hitler, a quien se creyó restaurador del espíritu y valo-res de una nación doblegada y garante seguro frente al comunismo,hasta el nuevo desastre de la Segunda Guerra Mundial. En un tiem-po en el que el nacional-socialismo parecía la única esperanza se-gura de reconstrucción para los alemanes, la figura de Rupert Mayer

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se eleva como la de un profeta que supo descubrir bien temprano lasemilla de inmoralidad que albergaba el régimen nazi. No es extra-ño que su pueblo haya fijado los ojos en aquél que, en nombre dela Iglesia y también en nombre de los auténticos valores patriosalemanes, alzó la voz —literalmente— contra Adolf Hitler, denun-ciando la corrupción intrínseca del régimen nacional-socialista, aunantes de instaurarse.

UN JOVEN IMPETUOSO

Rupert Mayer nació el 23 de enero de 1876 en Stuttgart, en elseno de una familia acomodada y profundamente católica. Es elsegundo de seis hermanos: Egon, Rupert, Germana, Inés, Hildegar-da y Valeria son los hijos del matrimonio Mayer, Rupert y Emilia.Prueba de la formación piadosa que reciben en su casa es que dosde ellos, Germana y el propio Rupert, abrazarán los hábitos religio-sos; Egon, por su parte, después de una intensa vida de caridad, seráenterrado con la túnica franciscana en su condición de terciario,mientras que las otras tres hermanas formaron fecundas familias.Rupert Mayer padre falleció en 1927, con setenta y ocho años; suesposa Emilia sobreviviría dos años al P. Rupert, muriendo a losnoventa y dos años de edad.

Desde niño podemos contemplar el temple sereno de Rupertque, sin embargo, esconde un ímpetu profundo y una fuerte clari-dad de ideas. Manifiesta pronto sus deseos de ser sacerdote, si bien,aclara, no quiere ser un párroco. A los catorce años, hecha su pri-mera comunión el 13 de abril de 1890, reitera su intención de entraren el seminario y a los dieciséis, después de acabar sus estudios enel Gymnasium (Instituto) de Ravensburg —antes había realizadocursos en el Everhard-Ludwig de Stuttgart, pero su delicada saludaconsejó a sus progenitores enviarle a este otro—, confiesa abier-tamente a su padre sus deseos de ser jesuita, alegando para justi-ficarlos el hecho de ser la Compañía de Jesús, a pesar de las per-secuciones pasadas y presentes, la Orden que mejor formaba a susmiembros. Rupert quería estar bien preparado para una vida que,intuía ya, sería constante lucha.

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No obstante la vehemencia de su argumentación, su padre auto-rizó su consagración, pero no como jesuita, sino como sacerdote;después de un año de ordenado, ya más maduro, Rupert padre con-sentiría en darle no sólo su autorización para entrar en la Compañía,sino también su bendición.

A pesar de que el P. Rupert intentó persuadir a su padre de quecambiara su decisión, sus tentativas fueron infructuosas, de modoque hubo de encaminarse primero a la Universidad Católica de Fri-burgo de Suiza, para comenzar sus estudios de filosofía. De allí,siguiendo una costumbre común en los estudiantes alemanes, pasó arealizar cursos en Munich y Tubinga. En 1894, al superar el examende madurez previo a la universidad, había realizado su primera tandade ejercicios con los jesuitas.

En Rottenburg terminaría los estudios de filosofía y teología,destacando entre sus compañeros de internado por su tenacidad enel estudio, su conducta intachable, su espíritu de camaradería y suafición al deporte (particularmente la natación), a pesar de su de-licado estado de salud. Era socio activo de la asociación católica«Teutonia» y sus compañeros le dieron el sobrenombre de Aníbal,en recuerdo del caudillo de Cartago, por su probado y continuotesón frente a cualquier obstáculo.

Seminarista en la misma ciudad desde 1898, será ordenado sacer-dote el 2 de mayo de 1899 por la imposición de manos del ObispoKepler, amigo de la familia Mayer desde sus tiempos de párrocoen Canstadt. En la iglesia de san Eberhard, de Stuttgart, celebraríaRupert su primera misa el 4 de mayo; el doctor Waal, que predicóen dicha misa, anunció proféticamente al misacantano que, comosacerdote, era enviado desde su ordenación a predicar, comunicar lagracia… y padecer, a imagen del Maestro: como me envió mi Padre,así os envío yo… Años más tarde, cumplidas en gran parte estas pa-labras, el P. Rupert confesará que sólo por amor a los hombres a imi-tación de Cristo había elegido él el sacerdocio y la vida religiosacomo jesuita.

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SACERDOTE Y JESUITA

Después de su ordenación, el 10 de junio de 1899, Rupert fuedestinado como vicario parroquial a Spaichingen, a las órdenes delP. Munz, con quien mantuvo desde el principio una excelente rela-ción, hasta el punto de que, más tarde, ya jesuita en Munich, viajaríaa Spaichingen para celebrar el 60.º aniversario del sacerdocio de suviejo párroco y más tarde, el 3 de febrero de 1931, para celebrar sufuneral.

La parroquia de Spaichingen, localidad del distrito de Tuttlin-gen, en Baden-Württenberg, contaba entonces con unas 2.400 al-mas. Para el P. Rupert este primer destino parroquial fue como unprimer amor; el tiempo de Spaichingen fue para él el más despreo-cupado de su vida. Se entrega con celo desde el primer día a la ac-tividad pastoral.

En construcción la iglesia de Spaichingen, el párroco atiendea los fieles en una sala cedida por el Ayuntamiento; mientras, elP. Rupert se encarga de la iglesia filial de Hofen por encargo delP. Munz, al tiempo que atiende a los pobres y visita a los ancianosde ambas sedes. Recorre con frecuencia las colinas para atender alos fieles que viven alejados del núcleo de la ciudad y, poco a poco,va ganándose su corazón. Ellos siempre guardarán en su memoriaun cariñoso recuerdo del P. Rupert, hasta el punto de peregrinar aMunich en más de una ocasión para visitar a su querido vicario.

A pesar de la fecundidad de la vida parroquial y de lo agradablede su desempeño, Mayer perseveraba en su vocación jesuítica. Así,al cumplirse el año de su ordenación, expone sus deseos firmes deingresar en el noviciado a su padre y a Kepler. El Obispo, en unprimer momento, le niega el permiso; pero cuando, durante unavisita a Spaichingen, el P. Rupert vuelve a insistir en la necesidadde responder a su vocación, Kepler le pregunta: «¿Quiere verdade-ramente marchar?» A lo que Mayer responde decidido: «Sí, lo quie-ro». El Obispo Kepler le contestó: «entonces, vaya y haga honor asu decisión». De nuevo una palabra profética era pronunciada sobrela vida del P. Rupert Mayer.

Como consecuencia de la persecución sufrida en Alemania, losjesuitas habían instaurado el noviciado en Austria, concretamente

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en Feldkirch. Allá se encamina Mayer abandonando todo lo másquerido por él: familia, reconfortantes empeños pastorales, hípica ynatación… Lleva consigo su violín —que solía tocar en Spaichin-gen—, pero un arrebato de piedad le hará pedir al maestro que lepermita devolverlo a su casa. Pero el P. Rupert no es un integrista:divierte a sus connovicios en los paseos contándoles sus aventurasy desventuras con el latín y, en una ocasión en la que su padre y unamigo le visitan en el noviciado haciendo el viaje a caballo, noresiste la tentación de subirse a uno de ellos y dar una espléndidagalopada, al término de la cual exclama: «¡Nadie me ha visto!»

Se había entregado a la Compañía declarando al maestro denovicios que se presentaba como un folio en blanco para que enél escribiese cuanto deseare. El P. Müller tomó la oferta al pie de laletra y Mayer la mantuvo hasta el punto de cobrar por el maestro—que le imponía enormemente— una sincera devoción. Le conside-ró guía y faro del completo jesuita tanto por la palabra como, sobretodo, por el ejemplo, fuente de sólida, amable y jugosa piedad.

Durante su segundo año de noviciado viajó a Valkenburg (Ho-landa) pasando por Stuttgart, donde visitó a su familia. El objetivode su permanencia en Holanda era repasar los estudios de teología;allí, a pesar del ardor con el que reanudó la vida intelectual, cons-tató su incapacidad para una vida seria de investigación y reflexión.Era y se sentía, sobre todo, apóstol. Pero no desaprovechó un tiem-po en el que, conviviendo con jesuitas de diversas nacionalidades enun ambiente de intenso estudio, su mente se ensanchó y su espíri-tu se hizo más eclesial, más católico en el sentido más fuerte deltérmino: universal.

El 2 de octubre de 1902 hizo sus votos en Valkenburg. El depobreza se tradujo en austeridad de vida que luego, según propiaconfesión, le sería de gran utilidad para asumir las privaciones dela cárcel y los campos de concentración; el de castidad hizo de él unhombre tan tierno y amable como íntegro y capaz de marcar distan-cias, a fin dejar ver el único amor que movía su corazón: el de Cristoy, por él, el de la humanidad; el de obediencia no se tradujo en unasimple adhesión ciega, sino en una profunda comunión con el espíri-tu de la Compañía de Jesús y un amor inmenso por la Iglesia lo que,en definitiva, se convirtió en el motivo último de su pasión.

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Trasladado a Wijnandsrade, también en Holanda, para la terceraprobación, participó en numerosas misiones populares bajo la direc-ción del P. Archembrener. Entre 1906 y 1908 volvió a Valkenburgy, desde ese año hasta 1911, fue destinado a la casa de ejercicios deTisis en Voralberg (Austria), desde donde viajó en numerosas oca-siones a diversos puntos de Westfalia y Baden por motivos apostó-licos. Para el P. Mayer, estos primeros años de apostolado fueron detensión y agitación por los constantes viajes y suplencias, las inter-minables tandas de ejercicios impartidas, etc. Todo ello le llevaríaa vivir su nuevo destino como una auténtica liberación.

MUNIQUÉS CON LOS MUNIQUESES, SOLDADO CON LOS SOLDADOS

En los primeros días de enero de 1912, Rupert Mayer recibióuna indicación del P. Provincial para que se dirigiera inmediatamen-te a Munich. El Cardenal Bettinger había pedido ayuda a la Com-pañía para la atención del número creciente de inmigrantes que,desde el campo, llegaban a la ciudad y necesitaban cuidados apos-tólicos. Mayer formó parte del equipo que los jesuitas formaroncomo respuesta a dicha requisitoria eclesial.

En aquel momento el número de inmigrantes era de 25.000 ycreciente; después de la Gran Guerra se multiplicaría aún más. Jun-to a ellos inicia el P. Mayer su aventura en Munich, la que le con-vertirá, hasta nuestros días y, sin duda, más allá, en un auténticoPadre para la capital bávara.

Tan serio como afectivo, con incansable espíritu de trabajo, Ru-pert se entregó de todo corazón al apostolado que le había sidoencomendado: ante todo procuró ser uno de tantos, asumiendo lascostumbres de la ciudad, aprendiendo el dialecto de Baviera y par-ticipando de los gozos, las angustias y las esperanzas de los muni-queses y de los inmigrantes recién acogidos. Se integró en el entra-mado social de la ciudad y participó sin ridículos remilgos de sucarácter festivo.

La prudencia no le impedía compartir la alegría de sus ya con-ciudadanos en ocasiones como la Oktoberfest o las fiestas de losdiferentes barrios. Aprendió canciones populares bávaras —con las

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que animará más tarde a los soldados en el frente— y nunca de-sechó la compañía de los hombres y mujeres sencillos, sin mantenercon ellos una actitud distante, sino procurando acogerlos como unomás, desde su condición de sacerdote y apóstol.

Por la intensidad y claridad de sus sermones, pronto se convirtióen uno de los predicadores más apreciados de Munich. Pero fuemucho más apreciado por su entrega a la caridad —se conservanalgunas fotos en las que el P. Rupert aparece participando personal-mente, hucha en mano, en las cuestaciones benéficas— y por laatención que prestaba a quien acudía a su confesionario; el día desu detención, sus fieles lo llenaron de flores blancas. El trato con losfieles, hombres y mujeres de toda condición, a través del sacramen-to de la reconciliación, hizo de él, para muchos, un padre espiritualquerido y valorado.

De él partió la iniciativa de instituir una serie de misas a cele-brar en la madrugada del domingo en la Hauptbahnhof (estacióncentral) de Munich, para facilitar la asistencia a la eucaristía a losexcursionistas que aprovechaban la jornada de descanso para viajarpor Baviera. Él se reservó las que se celebraban a las 3:15 y a las4 de la mañana, lo que no le hurtaba del trabajo apostólico quedebía desarrollarse en la iglesia de los jesuitas de San Miguel du-rante toda la jornada dominical.

Organizó una Congregación mariana masculina a la que perte-necían hombres de todas las clases sociales y de distintas zonas dela ciudad. Dos veces por semana los reunía, les daba instrucción yprogramaba junto a ellos acciones de caridad, atendiendo a las ne-cesidades inmediatas de los pobres. Quería hacer de sus congregan-tes un auténtico equipo móvil de animación de la vida eclesial en lasdistintas parroquias muniquesas. Llegó a contar con 7.000 hombresdistribuidos en 53 grupos, levadura en la masa del catolicismo de laciudad.

En 1925 viajó con un buen número de sus congregantes y di-rectores de grupos a Roma, donde escuchó de boca de Pío XIestas palabras: «Entre los Directores de vuestra Congregación[…], veo a vuestro Director general, el P. Mayer […]. Ante voso-tros le agradezco lo que ha trabajado y sufrido por Dios y por laIglesia».

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No es extraño que, en 1945, recuperada la libertad, confesaradurante una predicación que en dos ocasiones, creyendo que jamásvolvería a Munich, se había despedido interiormente de la ciudad,de sus iglesias, de aquellos que consideraba con razón sus conciu-dadanos; en ambos momentos, les decía sin rubor, se le habían sal-tado las lágrimas.

Al estallar la Primera Guerra Mundial, muchos de sus paisanos,sus hombres y sus trabajadores, fueron llamados al frente por el Reyde Baviera para combatir al lado de sus hermanos alemanes. Mayer,exiliado por su condición de jesuita de Alemania, no dudó un instantede que su deber consistía en permanecer a su lado. No cabe cues-tionar sus sentimientos patrióticos al tomar tal decisión, su deseode luchar por Alemania —a pesar de haber sido exiliado de su país—de la única manera que podía hacerlo: como capellán. Hablamos deun hombre, no de un extraño que, fuera de su contexto epocal, pudie-ra hacerse planteamientos pacifistas que a nosotros ahora nos resultafácil concebir. Pero, además de ello, podemos asegurar que es lasolidaridad con el pueblo al que vive entregado lo que le lleva a de-cidir acompañarle hasta el lugar de la contienda.

En los campos de batalla de la guerra más brutal hasta entoncesconocida, Mayer comparte la vida de los soldados como sacerdote,asistiéndoles y animándoles, acompañándoles en el dolor y en elmomento de la muerte cuando le era posible. Pero va más allá;recorre las trincheras, a veces sale de ellas en medio del fragor delas balas y las bombas para tratar de rescatar algún herido.

Especialmente llamativo es el episodio acaecido en Mignone,Francia. Las tropas alemanas toman la población, rica en bodegas,gracias a un ataque sorpresa. El pelotón del P. Mayer hace correr elvino y festeja en las calles la rápida conquista; suena entonces undisparo, de un francotirador o de un paisano indignado por el sa-queo, y un soldado alemán cae herido. Como represalia, el oficialalemán al mando se dispone a diezmar a la población de la calle entanto no aparezca el autor del disparo.

Entonces el P. Rupert Mayer se adelanta para impedir la atro-cidad. El oficial amenaza con fusilarle a él también por traidor yMayer se encara valientemente con él solicitando entrevistarse conel comandante en jefe, que detiene la matanza.

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Durante el desempeño de su oficio como capellán militar, elP. Mayer atendió tanto a soldados católicos como protestantes, pre-ocupándose especialmente de los heridos más graves internados enlos hospitales de campaña; también tiene algún tiempo para dar con-ferencias a los soldados y sus oficiales en los momentos de reposo,sin ceder nunca en cuestiones de religión. Y aprovecha la situacióndel frente para recuperar en parte una de sus aficiones más queridas:la hípica. Como decíamos más arriba, Mayer va a la guerra como ale-mán y como patriota, sí, pero también como portador del Evangelio.

El 30 de diciembre de 1916, una granada hiere gravemente alP. Rupert Mayer. Disfrutando de un permiso poco antes, le habíaconfesado a un compañero jesuita que tenía la intuición de queno volvería del frente; retorna, sí, pero con una pierna, la derechaamputada. Y condecorado con la Cruz de Hierro de Primera clase,el máximo honor conferido por el ejército alemán.

LA CONVULSA REPÚBLICA DE WEIMAR

A su retorno del frente, mutilado, el P. Mayer se reincorporóa sus actividades apostólicas sin que la limitación impuesta por laamputación le llevara a un menoscabo excesivo de las mismas.Alemania, una vez finalizada la Gran Guerra, entra en uno de losperíodos más duros de su historia.

Al terminar la guerra franco-prusiana, Bismarck había procla-mado el nacimiento de la Gran Alemania en el salón de los espejosde Versalles, en 1871; impuso a los franceses unas condiciones depaz abusivas y brutales, que incluían el pago de una cuantiosa sumade dinero en oro, la ocupación de algunas poblaciones francesasmientras éste no se realizase y la pérdida de Alsacia y Lorena.

En junio de 1919, en el mismo Versalles, fue Alemania la hu-millada; el tratado que lleva el nombre de esta localidad francesa,por el que se firmaba el armisticio a la Primera Guerra Mundial,además de declarar culpable a Alemania del inicio de la contienda,la privaba en la práctica de su ejército y su armada, la desmembra-ba territorialmente y le arrebataba sus posesiones de ultramar, quecayeron en manos, sobre todo, francesas e inglesas.

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En 1940, Hitler obligó a los franceses a firmar la rendición,después de su rápida derrota en los inicios de la Segunda GuerraMundial, en el mismo vagón en el que los alemanes habían firmadola suya al término de la Primera, que Francia conservaba. Se consu-maba, simbólicamente, así uno de los tópicos favoritos de los nacio-nal-socialistas a la hora de justificar su política agresiva: Alemaniadebía recuperar el puesto que, en Versalles, le había sido arrebatadomediante un tratado injusto e inaceptable.

Dejando el juicio de los hechos a la ponderación de los histo-riadores, lo cierto es que el panorama apenas dibujado en las líneasprecedentes deja ver una cadena de revanchas que evoca aquel di-cho del Mahatma Gandhi: «Establezcamos la ley del ojo por ojo y,pronto, todos estaremos ciegos».

Independientemente de la validez del argumento, lo cierto esque el nacional-socialismo —y con él toda la derecha alemana—había usado la humillación de Versalles como uno de los elementosmás fuertes de su propaganda política. Junto a su presentación comoúnica fuerza política capaz de detener el auge del comunismo enAlemania, los nazis levantaron la bandera del herido orgullo alemáncomo uno de sus reclamos más populares. Y no cabe duda que si elTratado de Versalles, a mi modo de ver injusto, hubiera sido másequitativo, al menos no hubieran podido manejar ese argumento, nilas causas económicas y sociales que el Tratado provocó en Alema-nia, para su acceso al poder.

La República de Weimar, nacida de la desmembración del Im-perio Alemán, fue un régimen convulso en lo social y decadenteen lo político y lo económico. En este tiempo, el P. Mayer mul-tiplica su acción caritativa y estimula a los miembros de su Con-gregación mariana para que se esfuercen especialmente en ella, anteel creciente número de desempleados e inmigrantes que se refugianen las grandes ciudades para intentar paliar, infructuosamente, sucarestía.

A finales de la Primera Guerra Mundial, los movimientos deizquierda radical protagonizados por obreros y soldados que clama-ban por el fin de la contienda dibujaban un panorama similar al dela derrotada Rusia zarista, que devino en el nacimiento de la UniónSoviética. Es un tiempo de sucesivos amagos de golpes de Estado

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tanto de la ultraizquierda como de la ultraderecha, de profundosdesórdenes —que incluyen la aparición de bandas paramilitares quese ponen al servicio de los terratenientes y grandes empresarios paracombatir el comunismo—, atentados y una creciente bancarrota.

Hacia 1922, la economía alemana —con una balanza de pagosmuy adversa y un enorme gasto público—, entró en barrena al pro-ducirse un fenómeno de hiperinflación, que trajo consigo el hundi-miento de la clase media y un estado real de miseria, hambre y faltade atenciones sanitarias; curiosamente, como si de un refugio a unarealidad tan adversa se tratase, nació en este tiempo una poderosí-sima industria del ocio.

Aunque Gustav Strasseman logró, entre 1923 y 1929, frenarla inflación y la situación se estabilizó un tanto, los nacional-so-cialistas iban ganando popularidad gracias a sus propuestas reivin-dicativas basadas en la singularidad alemana, en la necesidad derecuperar el prestigio internacional perdido y las políticas socialesabandonadas por las sucesivas crisis económicas, haciendo frenteal mismo tiempo a la amenaza del comunismo. En todas las clasessociales encontraba su discurso algún tipo de eco, y los grandescapitales comienzan a inyectar un dinero imprescindible para laorganización del partido.

La Gran Depresión fue el mazazo final para la economía alema-na, con la vuelta al crecimiento del paro, el cierre de muchos peque-ños comercios y la caída de la producción. Así las cosas, el partidonazi veía cada vez más cerca la posibilidad de alcanzar el poder,que sólo lograría en 1933, a pesar de encontrarse en minoría en elparlamento, ante la imposibilidad de lograrse un pacto entre lasfuerzas restantes.

La Iglesia alemana se implicó activamente en la política de esteperíodo, desde el partido del Zentrum fundamentalmente, del queformaban parte muchos clérigos. También en los vivos debates que,sobre todo a partir de la década de los treinta, inundan las calles,plazas, parques y cervecerías alemanas. En Munich, Mayer será unode los protagonistas más activos de estos debates; en uno de ellosconocerá al joven Hitler.

La participación de la Iglesia y los católicos en este períodoofrece claroscuros. Participaban de la inquietud del centro-derecha

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alemán ante el comunismo y, al menos por un tiempo, vieron en losnazis una fuerza capaz de detenerlo. Cuando el 20 de enero de 1933Hindenburg nombra canciller a Hitler, el centrista católico VonPapen confiaba en que, apoyándole, sería también capaz de contro-larle. Pronto las circunstancias le habían desbordado.

LA IGLESIA FRENTE AL NACIONAL-SOCIALISMO

Los historiadores no coinciden a la hora de determinar el gradode influencia que la Iglesia y los católicos inmersos en la acciónpolítica tuvieron en el ascenso de Hitler al poder; tampoco a la horade juzgar la actitud de la Jerarquía católica, particularmente delpapado, antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Aquí no hare-mos un estudio crítico en profundidad, que sería imposible; sólodaremos una escueta reseña de algunos hechos y emitiremos unjuicio personal —que no es el del historiador profesional— a la luzde los testimonios y documentos consultados.

Conocemos exactamente, eso sí, lo que el P. Rupert Mayerpensaba del nazismo.

Convencido del sello anticlerical del NSDAP (Partido SocialistaObrero Alemán) y de sus fundamentos profundamente paganos ypor ello contrarios al ideal cristiano, el P. Mayer se presentó un díade la primavera de 1923 en la Bürgerbräu, famosa cervecería mu-niquesa, para participar en un debate con el título: ¿Puede un cató-lico ser nacional-socialista? En un momento particularmente en-cendido del debate, el P. Mayer pide la palabra; sobradamenteconocido en Munich, su presencia es acogida por un calurosísimoaplauso, que el Padre califica bien pronto de prematuro, a la vistade la gran desilusión que se propone dar a los presentes: se disponíaa demostrar que un católico no podía, en modo alguno, ser nacional-socialista. Inmediatamente se generó un gran escándalo y su alocu-ción fue interrumpida; una mujer, fuera de sí, comenzó a gritar queel P. Mayer era un amigo de los judíos. La rápida intervención dedos jóvenes de las SA evitó males mayores.

Su oposición a los nazis llegó a ser tan manifiesta que estos leculpaban de su derrota en las elecciones de 1932, al punto de que,

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paseando unos días después por Munich, declara que nunca habíavisto tantas expresiones hostiles contra él por sus calles.

Volviendo a la relación de la Iglesia con el nazismo, es necesariohacer mención en este punto del concordato entre la Santa Sede y elgobierno alemán, firmado el 20 de julio de 1933. Roma había intenta-do infructuosamente firmar un concordato con la República de Wei-mar. Sorprendentemente, el 10 de abril de 1933, Von Papen —quehabía sido nombrado vicecanciller por Hitler—, ofreció al Vaticanola firma de un concordato con concesiones esenciales, particularmen-te para lo referente a la enseñanza. Es evidente que se trataba de unamaniobra política: Hitler esperaba que el concordato le daría un ciertoprestigio internacional y, sobre todo, le permitiría mejorar notable-mente su imagen entre los católicos alemanes, eludiendo así un posi-ble conflicto interno en esa hora de asentamiento de su régimen.

La Iglesia, por su parte, se debatía entre la opinión de que,efectivamente, Hitler podía ser un factor de defensa contra el comu-nismo y el rechazo a las bases ideológicas de su partido y su acciónpolítica. Por otra parte, Papen era un político católico con su pres-tigio, en aquel momento, intacto.

De esa manera, después de una negociación muy ardua segui-da muy de cerca por Pío XI, en la que, por parte de la Iglesia par-ticipó el episcopado alemán, el Secretario de Estado Pacelli (futuroPío XII) y el prelado alemán en Roma Ludwig Klaas (que habíasido miembro del Zentrum), se llegó a la firma del acuerdo.

Algunos autores lo han calificado de «legitimación pontificiadel nacional-socialismo» o instrumento que hundió «la capacidad deresistencia de los católicos alemanes contra un régimen criminal».Lo cierto es que la Iglesia logró gracias al concordato, al menosdurante un tiempo, mantener vivas las asociaciones católicas —nosin cortapisas y dificultades—, en un tiempo en el que el régimennazi estaba clausurando cualquier actividad política o social nocontrolada directamente por él. Garantizó relativamente la libertaddel clero —obligado, sin embargo a despolitizarse— y creó algunasbases jurídicas con las que la Iglesia pudo oponerse y se opuso dehecho al totalitarismo.

Preguntado sin embargo Pacelli si pensaba que Hitler respetaríael concordato, reconoció abiertamente que no; su única esperanza

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residía en que no incumpliese todas las cláusulas del mismo a la vez.Efectivamente, al comprobar que la firma del tratado no producía lasexpectativas que esperaba, Hitler comenzó a prescindir de él.

Con el concordato como base, la Iglesia esperaba garantizarla libre administración de los sacramentos y la predicación de la feen Alemania; pero el nacional-socialismo quería a la Iglesia dentrode las sacristías, reduciendo la fe al ámbito privado e impidiendoque los eclesiásticos se inmiscuyesen en los asuntos políticos, apli-cando a modo de sofisma el aserto según el cual política y religiónno deben mezclarse. Durante su juicio, Rupert Mayer protestarácontra esta manipulación presuntamente basada en razón: «No pue-de haber dos derechos, es decir, que unos puedan decir cuanto quie-ran y a la Iglesia no se le permita hablar ni defenderse de injustasacusaciones».

Ante los crecientes menoscabos de derechos que sufría la Igle-sia, Pacelli ponía, una y otra vez, frente a las autoridades alemanas,la contradicción entre el concordato y tantas acciones hostiles almismo. Denunció con frecuencia, asimismo, los fundamentos inmo-rales de la acción política nacional-socialista, si bien es verdad quelo hizo en el ámbito privado de la correspondencia diplomática que,sin embargo, hacía llegar a los obispos alemanes.

Algunos publicistas católicos que, hasta 1934, habían inten-tado tender puentes con los nazis, se dieron cuenta en ese año delo inútil de su intento. El régimen nacional-socialista se fue ra-dicalizando, acosando y prohibiendo las asociaciones políticas ycomenzando su política represiva contra la izquierda, algunas mi-norías y los judíos. El 30 de junio de 1934 —la noche de los cu-chillos largos—, muchos enemigos políticos de Hitler fueron asesi-nados; el propio Papen vio morir a su secretario y al autor de susdiscursos y él mismo fue encarcelado. Más tarde se le rehabilitó yfue embajador alemán en Austria y Turquía, donde evitó una depor-tación de judíos gracias a la intervención de Giuseppe Roncalli,futuro Juan XXIII, quien intercedió en su favor para que fuera ab-suelto en el juicio de Nüremberg.

En 1937, el 14 de marzo, cansado de los abusos de Hitler y conel acuerdo y estímulo del episcopado alemán, Pío XI publicó la en-cíclica Mit brenneder Sorge, con viva preocupación (MBS), leída en

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todas las iglesias de Alemania el domingo de ramos de ese año, lasemana siguiente. En ella reiteraba la incompatibilidad de la ideo-logía nazi —basada en los principios de raza, pueblo y estado—,con el pensamiento católico. El nacional-socialismo se asemejabaa un culto idolátrico, contrario a la fe pura en Dios, en Cristo y enel primado papal, contrario al hombre y perseguidor de la Iglesia.

Aunque la influencia de MBS fue relativa, despertó una fuertesolidaridad fuera de Alemania. Dentro del país, sus páginas lleva-ban a los católicos alemanes la solidaridad del Papa afirmando quela razón estaba de parte de ellos, los perseguidos, y que el sucesorde Pedro estaba a su lado. Los católicos de Alemania y del mundotenían clara, pues, cuál era la posición de la Iglesia al respecto delnazismo. Posición que sería recalcada fuertemente en una decla-ración de la Sagrada Congregación para los seminarios y univer-sidades católicas publicada el 13 de abril de 1938 que, sin hacermención explícita del nazismo, expresaba una durísima condena delas doctrinas racistas en particular y de los fundamentos del nacio-nal-socialismo en particular, que dejaba bien claro a los estudiantescatólicos lo que podía esperarse del régimen de Hitler y la opiniónque un creyente debía tener de él.

Las autoridades nazis reaccionaron desatando una fuerte perse-cución —de la que será víctima el P. Mayer—, ordenando detencio-nes y coartando la libertad de los sacerdotes en la predicación. Cabepreguntarse aquí si este tipo de reacciones de los nazis, que fueroncreciendo en dureza con los años, a cualquier género de protesta dela jerarquía eclesiástica —en Holanda, la protesta de 1942 provocóuna intensificación de la persecución a los judíos y varios católicosde esa raza, entre los que se contaba Edith Stein, fueron detenidosy enviados a los campos de concentración—, no condicionaron aPío XII hasta el punto de impedirle una declaración fuerte de con-dena a la persecución de los judíos, por miedo a sus consecuencias.No obstante, en sendos radiomensajes los años 42 y 43, hará, bienque algo veladas, alusiones condenatorias a la política de racismoexterminador de Hitler.

Volviendo a las consecuencias de MBS, el órgano de opinióndel partido nacional-socialista, el Volkischer beobachter, publicóuna primera respuesta negativa a la misma al poco de su publica-

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ción; más tarde Goebbels comprendió que este tipo de respuestas nohacían, en el fondo, sino propagar los contenidos de la encíclica ydecidió ignorarla por completo.

No contribuyó a suavizar las cosas una declaración del Cardenalde Chicago ante un grupo de sacerdotes, que fue por desgracia fil-trada a la prensa, en la que el prelado norteamericano se refería aHitler como un «empapelador austríaco y, además, malo». Alema-nia aprovechó esta coyuntura para retirar a su embajador de la SantaSede y exigir reparaciones.

Llama la atención que, a pesar de todas estas y otras circuns-tancias que revelan la hostilidad manifiesta de los nazis contrael catolicismo, el concordato no fuera nunca denunciado. Probable-mente Hitler estaba ocupado en problemas mucho más importantes,pero sus palabras y sus actos dejan ver qué hubiera sucedido con laIglesia católica en Alemania —y en el resto de Europa— si la Se-gunda Guerra Mundial no se hubiera resuelto con la derrota abso-luta del nazismo.

LA PASIÓN DEL P. RUPERT MAYER

Las autoridades alemanas seguían muy de cerca la actividad delP. Mayer. Ya en diciembre de 1921, el gobierno de la República deWeimar había recibido un informe sobre él, pero fueron los nazisquienes con más interés —y agresividad— siguieron sus pasos, so-bre todo después del incidente de la Bürgerbräu al que nos refería-mos más arriba.

Sus choques con los nazis no se restringieron al ámbito de laacción sociopolítica. En cierta ocasión, al ir a tomar un taxi —conlas dificultades que le imponía para ello su pierna ortopédica, unapata de palo en realidad—, estuvo a punto de ser arrollado por elcoche oficial del General de las SS Heydrich, incidente que casigenera un accidente más grave.

El taxista fue detenido y Mayer le acompañó a la comisaría endonde declaró que «la conducta y marcha a toda velocidad del Ge-neral Heydrich tenía todo menos la delicadeza necesaria para ganar-se la simpatía del público». Puede parecer insustancial, pero esta

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declaración se hacía contra Reinhard Heydrich, antiguo jefe de latemida Gestapo, que llegó a ser segundo al mando de las SS, brazoderecho del mismo Himmler y alma siniestra de la solución finalcontra los judíos, muerto en Praga a consecuencia de un atentado dela resistencia checa.

La persecución final contra el P. Mayer se desató con motivo dela polémica en torno a los incumplimientos del concordato y des-pués de la publicación de MBS, pero había tenido algunos antece-dentes inmediatos, como su protesta oficial —intentó comunicarseincluso con el ministro Wagner, que nunca se puso al teléfono—por el acoso al que se sometió a algunos jóvenes católicos que par-ticipaban en una cuestación de Cáritas, permitida por el régimen, enMunich en 1935, así como sus declaraciones contra los abusos delos nazis contra la enseñanza católica, en su empeño de instauraruna cada vez más fuerte escuela pública en 1936.

En ambos casos, las denuncias de Mayer se fundaban en la in-coherencia de los nacional-socialistas, quienes autorizaban actospara luego aplicar una violenta represión sobre ellos o firmaban unconcordato con el simple fin, al parecer, de poder violarlo: «da laimpresión —decía— de que el gobierno del Tercer Reich ha sus-crito el concordato con Roma para luego permitir que lo saboteentodos los subordinados del régimen. Esto es el terror y la victoriapor la fuerza, victoria que ciertamente no atrae ningún honor nigloria a los que tal victoria han logrado».

El tratamiento de los problemas nacionales por parte de losmedios de comunicación social también fue blanco de las críticasdel P. Rupert Mayer. Consideraba a la prensa nazi «una basura» ya la literatura recomendada por el régimen una basura todavía ma-yor. Afirma en un sermón de 1937: «no creáis nada de lo que dicela prensa en cuestiones ético-morales. No oigáis nada de lo queafirman sus propagandas. Tenemos pruebas que nos bastan paraquitarnos toda la fe en la actual prensa alemana. Se nos ha llegadoa decir: “Deberíais estar agradecidos al trato que se os da. En Es-paña os hubieran llevado ya al paredón”. Yo puedo contestar tran-quilamente. Cientos de veces me he enfrentado con la muerte y lahe tenido ante mis ojos. Estoy acostumbrado a ello. Y no es ningúnmal perder la vida por cumplir el propio deber. Pero que a un hom-

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bre se le mate espiritualmente, que se le aniquile ante todo el mun-do, esto es lo más terrible que yo me puedo imaginar».

Quien había sido amigo de confraternizar con el pueblo y par-ticipar de sus marchas y sus fiestas dejó de frecuentarlas cuando seconvirtieron en demostraciones nacional-socialistas y en ostentaciónexhibicionista del nuevo poder. Dejó de participar en los plebisci-tos cuando notó que eran siempre aprobados con un 100 por 100de los votos y abandonó su presencia en tertulias y mítines políticosen los que cualquier voz discordante era ahogada por una tempestadde gritos y una lluvia de golpes.

Cuando, publicada MBS, el nacional-socialismo intensifica suacoso a los católicos, el P. Mayer es detenido, el 5 de julio de 1937,y conducido ante el juez. Antes, en mayo de ese mismo año, se lehabía prohibido hablar en público por dos veces, haciendo menciónexpresa la segunda de que la prohibición incluía sus sermones.

Amparándose en los derechos que el concordato otorgaba a lossacerdotes, el P. Rupert Mayer no cumplió dicha orden. El juicio fuepoco más que una farsa, pues aunque Mayer contó con una encendidadefensa y a todos se les hizo evidente su inocencia, su suerte estabaechada antes de que comenzara el proceso. El ministerio fiscal llegóa declarar: «como hombres podemos respetar las convicciones delP. Mayer, pero aquello que no podemos permitir es que el Estado,por un falso sentimentalismo, tolerase estas cosas».

El doctor Warmuth, su defensor, afirmó que Mayer actuaba ex-clusivamente en función de sus convicciones acerca del derecho dela Iglesia. Como en la Gran Guerra había cargado con el cuerpo deun soldado herido al que nadie se atrevía a rescatar por temor alintenso fuego diciéndole: «antes me alcanzarán las balas a mí quea ti», ahora cargaba con el cuerpo herido de la Iglesia ofreciendo elsuyo al fuego de sus agresores. De nada valieron sus palabras.

Aplicados algunos eximentes, supuestamente a causa de losservicios prestados a la patria, fue condenado solamente a seis mesesde cárcel. En principio fue simplemente recluido, con buen trato,en Stadelheim y la orden de prisión se pospuso, usándola comochantaje a los superiores de la Compañía para que persuadieranal P. Mayer de no predicar más, al menos por el momento. No sinresistencia, pero obediente al cabo, Mayer aceptó el mandato de

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sus superiores y se sometió a la prohibición de predicar, no porsumisión a un Estado, que consideraba injusto, sino en cumplimien-to de su voto.

La opinión pública, sin embargo, fue orientada en el sentido quelos nacional-socialistas querían dar al silencio del P. Mayer. Sentidoque hizo evidente una declaración del Jefe Regional de las SS deMunich: «así son todos los curas. Basta amenazarlos con la prisióno arresto o hacer ruido con las llaves del campo de concentracióny, al momento, son prudentes y se callan».

Eso era como desatar a un león encadenado. El carácter tem-peramental del P. Mayer, incapaz de soportar una humillaciónpública tal, se hubiera sometido a muy duras penas a continuar consu silencio si el juicio se hubiera referido sólo a él. Pero el Gau-letier nazi daba una opinión general sobre todos los sacerdotes quecorría, en un momento gravísimo, en perjuicio de toda la Iglesia; enfunción de ese razonamiento obtuvo de sus superiores el permisode predicar de nuevo. Y predicó. Y fue conducido a la prisión deLandsberg el 5 de enero de 1938.

En la misma cárcel en la que Adolf Hitler había escrito «MeinKampf», el P. Mayer no pudo siquiera disfrutar de un lapicero yalgo de papel. «A mí —afirmaba—, que en el frente llevé el San-tísimo a tantos heridos graves y moribundos, se me negó inclusorecibir a un sacerdote». Sufrió maltratos y no fue objeto de ningunadelicadeza: «que vaya arrastrando su gloriosa pierna y haga a piesus viajes», respondió un agente de la Gestapo a las quejas de lossuperiores.

Puesto en libertad por una amnistía general concedida con mo-tivo de la Anschluss de Austria, el 3 de mayo de 1938, su labor pas-toral posterior se limitó a la atención de grupos limitados en círculosreducidos, a los que daba charlas e instrucciones. A causa de su debi-lidad física —a lo largo de su vida tuvo numerosos episodios de ane-mia— y de los problemas derivados de la amputación de su pierna,los superiores no quisieron arriesgarse a una nueva detención y pri-sión del P. Mayer que pudiera costarle la vida.

Su valentía, sus méritos, su celo apostólico y su amor a la Com-pañía de Jesús y a la Iglesia le valieron el permiso de los superiorespara hacer su profesión solemne, el 15 de septiembre de 1938.

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Al inicio de la Segunda Guerra Mundial, el régimen nazi estrechóel cerco sobre los considerados enemigos del Reich, entre los quese contaba, evidentemente, el P. Rupert Mayer. Detenido de nuevoel 3 de noviembre de 1939, se le inquirió a revelar el nombre de todoslos monárquicos bávaros que conociese y las confidencias —inclu-so de conciencia— que hubieran podido hacerle. Lógicamente, elP. Mayer se negó tanto a lo uno como a lo otro, a consecuencia de locual fue de nuevo detenido. La policía nacional-socialista sabía quela exigencia planteada al P. Mayer era imposible de cumplir; se trata-ba simplemente de buscar un motivo para encerrar de nuevo a quienconsideraban muy peligroso por su capacidad de «remover la fanáti-ca fe de los creyentes», es decir, abandonando la terminología nazi,«sostener y alentar la fe de los que sufren».

Fue conducido al campo de concentración de Oraniemburg-Sachsenhausen, cerca de Berlín, el 23 de diciembre de 1939. Allí,en condiciones aún más duras que las de la cárcel de Landsberg, susalud empeoró notablemente. Los nacional-socialistas se encontra-ban ante un problema no pequeño: no querían hacer del P. Mayer unmártir que pudiera ser levantado como estandarte de oposición alrégimen en un momento en el que, derrotada Francia y acosada ycercada Inglaterra, el nazismo conocía su época de máximo esplen-dor, los problemas militares no aparecían en el horizonte y comen-zaba a tejerse la operación «Barbarroja», que se desataría un añodespués con la esperanza de acabar en dos meses con el poderíosoviético.

Ante ese panorama mundial, parece dar demasiada importan-cia a la figura del P. Mayer afirmar que su sola muerte pudieraprovocar el más mínimo quebradero de cabeza a las autoridades delReich. Lo cierto es que Rupert Mayer era una persona apreciadísi-ma, sobre todo en Baviera; de ello da fe suficiente, creo, el hechode que su tumba se convirtiese en un lugar de peregrinación cons-tante de bávaros y alemanes inmediatamente después de su falleci-miento y hasta ahora.

Entre nosotros, como fruto de unos juicios históricos demasiadogeneralistas, me permito decir, hay una percepción de absoluta su-misión —y hasta fanático acuerdo— con el régimen nazi de todoslos alemanes, casi sin excepción, durante la Segunda Guerra Mun-

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dial. El «asunto Mayer» aporta, a mi parecer, una luz diferentesobre este problema. No es posible pensar que a los nacional-socia-listas les moviera una mínima piedad con el jesuita, piedad que noaplicaron con ninguna figura opositora dentro o fuera de Alemaniay que no manifestaron ni en la persecución a la que sometieron alP. Mayer ni en el trato que le dieron en la prisión y en Oranienburg,donde sufrió acoso y frecuentes humillaciones.

Así pues, cabe pensar como única opción plausible que, cons-cientes de la existencia de una cierta resistencia —sobre todo en elámbito de Baviera— y con el fin de no proporcionarle a ésta ningúnargumento, y el de la muerte de Mayer en el campo de concentra-ción parece no hubiera sido pequeño, se confinó al preso a la abadíade Ettal, el 7 de agosto de 1940, donde permaneció incomunicado—a excepción de algunos contactos con su familia más cercana—hasta el 11 de mayo de 1945, fecha en la que fue liberado por lastropas norteamericanas para regresar a Munich.

La ciudad, arrasada por los bombardeos, luchaba por recuperar-se del horror de la Segunda Guerra Mundial en unas condicionesaún peores a las sufridas al fin de la Gran Guerra. Incansable, elapóstol de Munich volvió a entregarse, como entonces, a una inten-sa misión, derramando el aceite y el vino del apostolado y la caridadsobre sus conciudadanos heridos, de nuevo como buen samaritano.Pero la prisión y la reclusión habían herido mortalmente a Mayer,que contaba sesenta y nueve años de edad, y el 15 de noviembre de1945 sufrió una hemorragia cerebral predicando durante la celebra-ción de la misa, a consecuencia de la cual murió horas después. Susúltimas palabras, al decir de los testigos, fueron der Herr… derHerr… el Señor… el Señor…

LA VICTORIA ESPIRITUAL DEL P. MAYER

Como queda dicho, el sepulcro del P. Rupert Mayer en Pullach seconvirtió espontáneamente en un lugar de peregrinación. La Compa-ñía decidió trasladar sus restos a la cripta de la Bürgersaalkirche,adonde siguieron —y siguen— llegando innumerables fieles. El Car-denal Falulhaber —que conoció y trató intensamente a Mayer en

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Munich—, afirmaría: «el sepulcro del P. Mayer en la Bürgersaal sepuede comparar al del apóstol san Juan en Éfeso. Al acercar el oídoa la piedra sepulcral, se podían oír los amantes latidos del corazóndel apóstol». Quienes allí acuden lo hacen para volver a encontrar lacaridad, el consuelo y la paternal protección que, en vida, el P. Mayerhabía otorgado.

Muchos favores se le atribuyeron, hasta el punto de que algu-nos fieles, quizá algo exageradamente, afirmaron que su auxilio eraaún mayor «que la lluvia de rosas de santa Teresita». Lo cierto esque, seguidos los debidos procesos impulsados por este fervorpopular, se declararon las virtudes heroicas del P. Mayer el 14 demayo de 1983.

En una alocución a los jóvenes el 19 de noviembre de 1980,había afirmado Juan Pablo II: «Quisiera nombrar a un hombre quequizá algunos de vosotros o vuestros padres habréis conocido per-sonalmente: el padre jesuita Rupert Mayer, a cuya tumba, en elcentro de Munich, en la cripta de la Bürgersaal, todos los días mu-chos cientos de personas llegan para rezar una breve oración. Des-preocupado de las consecuencias de una grave herida que sufrió enel curso de la Primera Guerra Mundial, se batió abiertamente y congran coraje por los derechos de la Iglesia y por la libertad y, por estemotivo, sufrió las penas del campo de concentración y del exilio».

El mismo Siervo de Dios lo beatificó el 3 de mayo de 1987,domingo, en el Olympiastadion de Munich. En la homilía pronun-ciada ese día, además de hacer una reseña de la vida del nuevobeato, Juan Pablo II enmarcó su figura en dos citas bíblicas: «heaquí que yo os envío» (Mt 10,16) y «fortaleceos en el Señor y enel vigor de su potencia» (Ef 6,10). Fundado en ellas, el Santo Padremostró al P. Rupert enviado, como los discípulos, en medio de unambiente hostil; él escogió ser jesuita cuando todavía estos eranconsiderados «enemigos del Imperio alemán» y, revestido de la fuer-za de Cristo, de las armas de Dios, afrontó el combate espiritualhasta su muerte, mediante el ejercicio de la caridad, la predicación,el apostolado y la celebración de los sacramentos, en defensa de laIglesia y de los hombres frente al poder oscuro del nazismo.

No se avergonzó de su vida, lo declara explícitamente en unode los cuestionarios que responde a la Gestapo —recordaba Juan

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Pablo II—, porque estaba radicada en el Evangelio, en Cristo, sucentro. Resumida en aparente derrota, su existencia es, sin embargotoda una victoria espiritual contra las fuerzas de las tinieblas; comoPablo, Mayer, prisionero por Cristo —así se definió él ante el fiscalnazi durante el juicio—, fue presentado por el Santo Padre como«testigo esforzado de la verdad y apóstol del amor de Dios y delprójimo. A su memoria la Iglesia rinde hoy particular veneración, afin de que perdure de generación en generación».

El mismo día, durante el rezo del Regina Coeli después de laceremonia de beatificación, Juan Pablo II recordó la dimensiónmariana de la vida del P. Mayer —veinticuatro años presidente dela Congregación Mariana— y citó unas palabras suyas: «[María] fueportadora de Cristo; también nosotros lo somos después de la santacomunión. Desearía que muchos días rumiáramos en nuestros cora-zones la siguiente idea: deseo vivir el día también hoy como lovivió la Virgen, en íntima comunión vital con Cristo. No basta queCristo viniera un día a la tierra y que vaya a volver el día del juiciofinal. Es necesario que tome posesión de nuestro propio corazón».

Sin duda, a imagen del de María, el corazón del P. Mayer estabaposeído por Cristo. Por ello fue otro Cristo samaritano en todos losambientes en los que desarrolló su vida, por ello tuvo valor paraenfrentarse a las fuerzas del mal y de ello obtuvo energías paraportar su cruz y afrontar la persecución y la prisión. Unido a Cristo,su vida se entregó del todo a Dios convencido de que: «Tambiénhoy se debe dar a Dios lo que es de Dios. Sólo entonces se dará alhombre lo que es del hombre».

NOTA BIBLIOGRÁFICA

El P. Rupert Mayer no es, a mi parecer, suficientemente cono-cido en el ámbito hispano; de ahí la escasez de bibliografía sobre élen nuestro idioma. Su carácter de luchador contra el nazismo fue,quizá, un primer obstáculo para que su figura fuera difundida am-pliamente, al menos en España, en la primera hora posterior a sumuerte. Honrosa excepción la constituida por el P. Fermín Lator,SJ, un auténtico propagandista del apóstol de Munich mediante la

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difusión de algunos trabajos [cf. F. LATOR, «El P. Ruperto Mayer,S.I.», en Razón y Fe, 168 (1963), 331-334] y, particularmente, porla traducción de la biografía de Körbling (A. KÖRBLING, «P. RupertMayer, S.I. Sacerdote y defensor de la fe en nuestros tiempos. 1876-1945», en Hechos y Dichos, Zaragoza, 1959). Como estudiante je-suita de teología en Munich, convivió con el P. Mayer y presencióel proceso judicial al que fue sometido. Lator afirma haber sidoconsciente durante el juicio de «la guerra sin cuartel que el partidonacional-socialista hacía a la Iglesia».

La escasa bibliografía en castellano puede completarse conel artículo de P. RIESTERER, «Mayer, Rupert», en CH. E. O’NEILL -J. M. DOMÍNGUEZ, Diccionario histórico de la Compañía de Je-sús biográfico - temático, III, Universidad Pontificia Comillas,Madrid, 2001, 2586-2588, con bibliografía. La página web del Va-ticano (www.vatican.va) ofrece los materiales referentes a la beati-ficación del P. Rupert Mayer.

Para la historia de la época del P. Mayer existen numerosasmonografías históricas acerca de la Alemania de la Gran Guerra,la República de Weimar y el advenimiento del nazismo, así comomuchas referencias de garantía en la web. Una síntesis sencilla—es una historia completa de Alemania— la ofrece: H. SCHULZE,Breve historia de Alemania, Alianza Editorial, Madrid, 2001.

Para los conflictos de la Iglesia con el nacionalsocialismo, lopolémico del tema —sobre todo por la actitud de Pío XII, que unoscuestionan y otros defienden— ha disparado la producción biblio-gráfica en los últimos años. Por el carácter sintético y las preten-siones de este trabajo, me limito básicamente a seguir a Repgen en:H. JEDIN - K. REPGEN, Manual de Historia de la Iglesia, IX, Herder,Barcelona, 1984, 113-131. Aunque, evidentemente, su postura essimpatizante con la actitud eclesial, no deja de poner de relieve losproblemas existentes y cita abundante bibliografía en uno y otrosentido.