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- 2011 / 23 ISSN 19092865

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- 2011 / 23ISSN19092865 MaiIyn Castro Melissa Rangel dedicado a Armero En este número: que Armero les cambió la vida El maestro de escuela que predijo la catástrofe Yolanda no volvió a jugar parqués Le ganó la vida al nevado… ¿la perderá con la selva? Sergio Ocampo Madrid. Editor. 2 Oráculo 23 Revista Oráculo, es una publicación de los estudiantes del Énfasis de Periodismo Redacción:

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- 2011 / 23ISSN 19092865

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2 Oráculo 23

Editor: Sergio Ocampo Madrid.

Director gráfico: Orlando Valencia Sarmiento.

Impresión: Departamento de Publicaciones

Universidad Externado de Colombia, Bogotá D.C. 2010

Las opiniones expresadas por los autores no corresponden necesariamente a las de la Universidad.

En este número:

Revista Oráculo, es una publicación

de los estudiantes del Énfasis de Periodismo

Redacción:

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Le ganó la vida al nevado… ¿la perderá con la selva?3

6El maestro de escuela que predijo la catástrofe

10 Dos periodistas a los que Armero les cambió la vida

14Yolanda no volvió a jugar parqués

16 Un hombre dedicado a Armero

Hace 25 años, en agosto del 85, los habitantes de Ar-mero estaban viviendo una tremenda zozobra por cuenta del río Lagunilla. Una actividad sísmica re-

currente en los meses previos había producido un derrumbe, y el cauce llevaba represado varias semanas. Cuatro kilómetros hacia arriba el volcán nevado del Ruíz se estaba reactivando y los temblores de tierra leves y la presión del agua podían aflojar las piedras y reventar el dique. El pueblo quedaría anegado. Si eso hubiera sucedido, los muertos habrían sido decenas y parte del casco urbano y las fincas circundantes se habrían afectado.

Nada de eso ocurrió a la postre, pero a cambio la noche del 13 de noviembre el volcán hizo erupción, el calor produjo un deshielo, y una avalancha de lodo de 800 mil toneladas se vino con todo sobre la falda derecha de la cordillera central, hacia el Magdalena. Armero quedó borrado y los muertos fueron veinticinco mil.

Muchas heridas siguen abiertas aún, porque la mayoría de víctimas nunca pudo ser rescatada y los duelos se hicieron a medias; también porque las responsabilidades se fueron di-luyendo y nunca se asignaron claramente las culpas del Go-

bierno Nacional, ni del departamento del Tolima, ni del Alcalde (que murió sepultado bajo el deslave). Y un dolor que nunca cesa es el de los sobrevivien-tes que se quedaron sin una referencia de origen, de un sitio para los recuer-dos, del único lugar en el mundo don-de nunca se es forastero. Hoy viven desperdigados en Lérida, en Guayabal, en Ibagué, en Bogotá… Son gente sin pueblo.

Veinticinco años después queremos rescatar algo de todo eso, a través de cinco remembranzas de personas diversas: dos periodistas que cubrieron el hecho y eso les cambió la vida; una mujer que vive atrapada en las últimas 24 horas del pue-blo, un policía que se salvó de la avalancha pero no de las Farc y hoy lleva doce años secuestrado, un maestro de escuela que fue el primero en vaticinar la tragedia, y a quien nadie le creyó, y un profesional que está empecinado en que el Armero de su niñez no se muera del todo.

Sergio Ocampo Madrid.

Editor.

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Por: Laura Viviana Lesmes DíazFotos: archivo personal del autor.

Robinson Salcedo Guarín se salvó hace 25 años de la bom-bada que acabó con Armero el

13 de noviembre del 1985. Estuvo per-dido tres días de su familia, deambuló por entre el barro y los escombros, vio decenas de cadáveres, de amputados, de hombres y mujeres irreconocibles tras el lodo, pero finalmente se reencontró con su madre y un hermano llamado Juan Carlos, en la iglesia Evangélica del pueblo. Quedaban solo ellos tres. La avalancha se llevó a Óscar, Luz Marina y Evert, sus otros hermanos.

De lo que no se salvó Robinson, y lo que hoy constituye su gran tragedia, fue de las Farc. El 3 de agosto de 1998, la guerrilla tomó la base antinarcóticos de Miraflores, Guaviare, asesinó a nueve uniformados y secuestró a 75, entre ellos al sargento Salcedo Guarín, quien para entonces tenía 26 años. Hoy tiene 38 y lleva 12 años y dos meses como rehén de las Farc en la manigua colombiana.

Nadie lo sabrá nunca, pero doña Tri-nidad Salcedo, la madre del soldado, está segura de que si el volcán no hubie-ra arrasado el pueblo, su muchacho no se hubiera ido al Ejército, y hoy no sería uno de los ‘canjeables’. “Es que Armero

era un sitio lleno de empleo; había moli-nos de arroz, había sembrados de sorgo, de maní, de soya; había ganadería; había comercio. Había dónde trabajar”.

Dos noches nefastasHasta las 10 de la noche del 13 de

noviembre estuvieron Robinson y Juan Carlos viendo el partido de Millos y Cali, por televisión. Robinson tenía 16 años y acababa de graduarse de bachiller del colegio oficial de Armero. El resto de la familia ya estaba acostada. Antes

Le ganó la vida al nevado… ¿la perderá con la selva?

Recordando a Robinson Salcedo

de las 10 y 15, se oyeron golpes muy fuertes en la puerta y la voz de una veci-na bramó angustiada: “Trina, el volcán explotó y se nos vino encima”.

La madre alcanzó a reaccionar y se metió gritando a las alcobas del fondo donde dormían los otros hijos. En pan-taloneta y pijama salierontodos corrien-do, pero una bombada gigante se les vino encima y los arrojó hacia distintos lugares. Solo tres días después, la fami-lia tuvo la certeza de que habían muerto tres y sobrevivido tres.

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Vino entonces un tiempo muy duro, de hambre, de confusión y de falta de em-pleo, que los puso a deambular por Bo-gotá, Guaduas, hasta finalmente llegar a Ibagué, donde se establecieron. Ante las escasas perspectivas, Pitalúa (como le di-cen a Robinson en la casa) decidió pres-tar el servicio militar, y luego quedarse como soldado voluntario. Después hizo el curso en la escuela Inocencio Chincá y se graduó como suboficial.

La vida le tenía deparada otra no-che terrible unos años después. El 3 de agosto de 1998,también a las 10 de la noche, entre 500 y 800 guerrilleros ata-caron la base en Miraflores, en medio de la neblina densa de una tormenta que no le permitió a la Fuerza Aérea llegar con refuerzos. Las instalaciones quedaron parcialmente destruidas, y 75 uniformados entre soldados y policías, fueron secuestrados. La mayoría fue li-berada tres años después dentro de las

conversaciones de paz en el Caguán, y en el 2008, en la operación Jaque, se lo-gró rescatar a cinco. Para el 2010 queda-ban todavía tres en cautiverio, ente ellos Robinson.

“Cuando lo mandaron para Miraflores le dijimos que pidiera la baja. Tuvimos un presentimiento de lo que le iba a pa-sar”, dice Marta, una hermana media que vive en Bogotá. El hombre no escuchó los ruegos y ni siquiera la nueva paterni-dad lo persuadió de quedarse. Para cuan-do ocurrió la toma, su hijo Jonathan no cumplía el año y medio.

Entonces comenzó el martirio del sar-gento Salcedo, pero también de doña Trina y de los demás familiares. “Lo que viví la noche de Armero fue horrible –cuenta ella–, pero eso pasa con el tiem-po; esto es mucho más espantoso porque nunca termina. Todos los días pienso si estará encadenado, si estará enfermo, si aguantará hambre”. A los cinco meses lle-

gó la primera prueba de supervivencia. El 7 de enero de 1999, doña Trinidad vio llorosa a su hijo decir frente a la cámara: “Digno de admirar es aquel que habien-do tropezado la primera vez, se levanta y sigue adelante”.

Pasaron dos años más sin saber abso-lutamente nada de él, hasta que en 2003 los medios de comunicación volvieron a mostrar unos videos enviados por las Farc con mensajes de los rehenes. El dolor se le volvió a remover, pero esta vez vino con una tromba de sensaciones distintas, motivadas por las circunstan-cias y por lo que se observaba en lasimá-genes. Efectivamente, en la cinta se ve a Pitalúa encarar con rabia al ‘mono Jojoy’ y exigirle que lo juzgue o lo suelte, lue-go de que el jefe guerrillero asegura ante las cámaras: “Prepárense porque esto va para largo”.

La voz de Salcedo se deja oír antes de que la grabación lo enfoque, firme, de pie, mientras dice: “Personalmente, si he cometido un delito, júzgueme y yo miraré si la condena la puedo cumplir o tomaré mis medidas, porque usted nos está es sentenciando a permanecer aquí en la selva. Júzguenme y si me en-cuentran culpable, sumen los años que llevo aquí a ver cuántos me quedan por pagar… el comportamiento y la buena disciplina, eso bajan, me imagino”.

Aparte del orgullo ante el coraje, y el miedo por las represalias de Jojoy, reco-nocido por su brutalidad, doña Trina tuvo que enfrentar el sinsabor de que Jo-nathan, ahora de 7 años, se enterara del secuestro de su padre, del cual siempre le habían dicho que trabajaba muy lejos y al que le enviaba dibujos y cartas.

Un tipo especialHoy, 12 años después, Salcedo es co-

nocido como “El mechudo” entre el res-to de cautivos, debido a su decisión de no cortarse el pelo hasta el día que lo liberen”, pero curiosamente es el pelu-quero de los demás. Esto se sabe por-que lo refirió el ex gobernador del Meta,

Hoy, 12 años después, Salcedo es conocido como “El mechudo” entre el resto de cautivos debido a su decisión de no cortarse el pelo hasta el día que lo liberen”, pero curiosamente es el peluquero de los demás.

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Alan Jara, compañero de cautiverio por varios años. Jara cuenta que alguna vez en una clase de inglés en la selva, Pitalúa le contó su historia de supervivencia en Armero.

“A pesar de ser muy silencioso,es una persona con una mística y una convic-ción a prueba de todo –asegura el ex gobernador–; un día, de recortes de ca-misetas, armó una bandera nacional y la izó a las 6:00a.m. y a las 6:00 p.m., mientras los guerrilleros lo vigilaban. Es muy hábil con las manos para reparar cualquier cosa, hasta un radio viejo. Im-provisa una linterna, se inventa un mo-rral y casi nunca estos implementos son para él, sino para quien los necesita”.

La última prueba de supervivencia llegó el año pasado, tras ser decomisada en un operativo a dos guerrilleros de las Farc, en Bogotá. Efectivamente, tiene el pelo largo y en la mirada se le adivina que no han podido derrotarle el espíri-tu, ese espíritu que hace 25 años le ganó la vida al nevado, y que ahora sique fir-me en no dejársela ganar de la selva.

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Este hombre no es vulcanólogo ni estudió geología. Tampoco maneja conceptos de placas tec-

tónicas ni actividades sísmicas. Él es un licenciado en Historia y Geografía, que fue profesor por muchos años del Co-legio San Antonio María Claret, en Lí-bano, Tolima, y terminó Filosofía a dis-tancia con la Universidad Santo Tomás. Sin embargo, él pronosticó con varios meses de anticipación la tragedia que se venía sobre Armero. Y nadie le creyó.

Fernando Gallego hoy tiene 70 años, está pensionado y aún vive en el Líbano, un municipio a 25 kilómetros del sitio donde quedaba Armero. No hay un solo día que no piense y repiense qué cosas le faltó hacer para que le creyeran hace 25 años, que sus observaciones y cálculos eran ciertos, que el volcán iba a explo-tar y que Armero estaba en la ruta de la avalancha.

Desde 1975, Gallego empezó a es-tudiarla naturaleza en las veredas del Líbano. Le interesaba el cuidado de las cuencas y nacimientos hídricos y se

El maestro de escuela que predijo la catástrofe

A Fernando Gallego lo creyeron loco

Por Melissa Rangel Núñez

dedicó acatalogar la flora en el sector occidental del municipioen áreas como el bosque La Tigrera, el alto El Indio y La Gregorita. Con el paso del tiempo su interés y curiosidad confluyeron total-mente en esa montaña blanca queveía a lo lejos: el Nevado del Ruiz.

Desde 1981 comenzó a observarlo de modo sistemático utilizando su rigor de

filósofo. Así, ideó un cuadro estadístico y otro de registro en los que reportaba lo encontrado en cada visita, la cantidad de nieve en el nevado, la temperatura que imperaba, el tamaño y posición de las grietas. Lo primero que notóentre 1981 y 1982 fue que la cantidad de nie-ve variaba drásticamente,sin que la va-riación pudiera explicarse en el clima.

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El otro hallazgo importante en esos pri-meros años tenía que ver con las grietas: sobre los 4.700 metros encontró fisuras enormes que aflojaban el hielo cerca del cráter La olleta y del cráter Arenas. Empezó a recolectar rocas y a medirlas, a determinarles su composición en los siguientes cuatro años. Se entusiasmó con la teoría vulcanológica, la cual se fundamenta en los cambios térmicos para detectar si un volcán está en acti-vidad o está muerto. Después de cuatro años de investigación descubrió que el Nevado del Ruíz, que desde 1845 no estaba activo, se había reactivado.

Como era miembro del comité de emer-gencias del Líbano, Gallego reportó de inmediato su hallazgo. El Instituto Co-lombiano de Geología y Minería (Ingeo-minas)lo corroboró y envió al Líbanotres

geólogos que dieron dos charlas sobre el fenómeno, a finales de agosto de 1985. Según ellos, la actividad del volcán era normal y no había peligro inmediato. Al finalizar la segunda conferencia,Gallegose puso de pie yexpuso una tesis que iba en contravía de los expertos: “si el volcán ha-cía erupción, la avalancha llegaría al río Azufrado y luego al Lagunilla hasta des-embocar en Armero”. Los especialistas discreparon, y el pueblo se tranquilizó con esos conceptos.

En medio de su angustia, el profe-sor Gallegodecidió pedir una cita en Ingeominas y otra en Cortolima. A fi-nales de agosto fue recibido en ambas y en cada sitio lo hicieron sentir como un ignorante.“Usted es filósofo, no geó-logo”, le dijeron. Enla primera semana de septiembre volvió a insistir y en In-

geominas le repitieron que la actividad del volcán era normal. Una semana más tarde, hizo un tercer intento. Para él era claro que si no se tomaban medidas, Ar-mero desaparecería. “Ingeominas y Cor-tolima me desautorizaron públicamen-te, se burlaron de mí y pusieron en duda mis conocimientos y cordura”, asegura hoy desde su casa del Líbano. Para él, era evidente que si sus argumentos ha-cían carrera, las numerosas fincas en las faldas del volcán, que dan hacia Tolima y Caldas, se iban a desvalorizar.

Con las puertas cerradas en las insti-tuciones del Estado, optó entonces por hacer prevención por su cuenta. A me-diados de septiembre, esperó a la gente a la salida de misa en el Líbano, y logró que varios lo escucharan por unos mi-nutos en la plaza. “Les dije que el volcán iba a hacer erupción, que tocaba correr la voz para que los armeritas se entera-ran y pudiéramos actuar a tiempo, pero nadie me creyó”.

Empezó a tener fama de loco y la gen-te lo evitó en cada sitio donde lo veían. El alcalde del pueblo, Alberto Toro Nieto, le mandó una carta prohibiéndo-le hablar del tema y fue expulsado del Comité de Emergencias.

Desesperado, Fernando invirtió $100.000 de su dinero en diapositivas y en una maqueta del volcánpara hacer una simulación de lo que estaba a pun-to de pasar. A fines de septiembre, un equipo de fútbol de Armero fue a jugar un partido contra el Colegio San An-tonio María Claret, en Líbano. Como profesor que era,Gallegoaprovechó el encuentro para mostrarles la maqueta y hacer el simulacro de la erupción del Ruiz. “Esperé a que se acabara el partido y mientras los ‘pelaos’ tomaban agua me acerqué a exponerles lo que iba a pasar”, cuenta él y por primera vez parecieron escucharlo. Sin embargo, alguien corrió la voz de que el M-19 se estaba toman-do el poblado, y todo el mundo corrió a esconderse a sus casas, antes que de que el maestro lograra culminar su ejercicio.

Una tarde, personas de su propio barrio le saquearon la casa y le botaron sus rocas, sus mapas, sus papeles. Todo quedó tirado en la calle. Entonces, amedrentado, aceptó su derrota y optó por no volver a hablar del tema.

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Según Gallego, fue el propio alcalde quien transmitió la noticia de la guerri-lla para dispersar a la gente ese día.

“El pueblo se me vino encima”La intención del profesor Gallego con

sus advertencias tenía dos propósitos. Uno, que se diseñara un plan rápido y eficiente de evacuación de los poblado-res. Dos, que las instituciones estuvieran preparadas para afrontar la emergencia. En esto último, el diagnóstico que hizo el propio profesor era muy grave: en caso de un siniestro, Líbano tenía de 15 a 30 camas de hospital, Guayabal mane-jaba el mismo número e Ibagué tenía un promedio de 100.

Para entonces, su obsesión se había convertido en una gran molestia para la zona, no solo para el Líbano. “Yo me volví el loco del pueblo, me volví el ju-guete viejo, botado y dañado-relata con amargura-. Ya no podía salir a la calle porque me gritaban, me insultaban, me trataban mal…iba a la plaza y me tira-ban papayas y aguacates; la vida se me dañó.La última semana de septiembre estaba en La Galería que era un cafeci-to que me gustaba frecuentar; empecé a escuchar gritos diciendo que me iban a matar, que estaban cansados de mis mentiras y me tocó salir corriendo a encerrarme. Desde ahí le cogí miedo al pueblo”, dice Fernando.

Una tarde, personas de su propio ba-rrio le saquearon la casa y le botaron sus rocas, sus mapas, sus papeles. Todo quedó tirado en la calle. Entonces, ame-drentado, aceptó su derrota y optó por no volver a hablar del tema. Su mayor angustia era pensar que si el volcán ha-cía erupción, y se le avisaba a la gente de inmediato, todo Armero se podría evacuar en media hora. En su maqueta era claro que en la zona del cementerio y en el cerro cerca de la veredala Paz se podía acomodar mucha gente sin correr riesgos. Justo en esos sitios fue donde dos meses más tarde se acumularon los sobrevivientes.

Llegó la tragediaEl 13 de noviembre de 1985, cayendo

la tarde, empezó una lluvia de arena y ce-niza, y Fernando supo que había llegado el último tiempo para Armero. Se sintió agobiado y triste, pero aún queriendo hacer una última advertencia, se encon-tró con que la radio no funcionaba.

“El ruido que hizo la avalancha fue equivalente a 10 jets despegando en su momento más crucial”, recuerda. En la mañana del 14, en medio del caos que reinaba en el Líbano, él decidió disfra-zarse de pordiosero y estacionarse deba-jo de un árbol en el parque central, para enterarse de cualquier pormenor sin el riesgo de ser reconocido por un pueblo que lo había sometido al escarnio.

La avalancha se demoró una hora en descargar la furia de 700.000 toneladas de lodo sobre Armero, y unas 25 mil personas perdieron la vida. “No sé por qué me seguía sintiendo culpable y muy frustrado –afirma–; yo sabía lo que iba a pasar; yo lo grité en muchas partes. Me arrepentí de mi propio miedo y de

haberme encerrado en mi casa el último mes, en lugar de seguir insistiendo”.

Han pasado 25 años y Gallego siente todavía mucha pena, aunque ya se absol-vió a sí mismo de cualquier responsabili-dad. La historia le dio la razón, y aunque Ingeominas y Cortolima jamás se dis-culparon, los medios de comunicación lo volvieron un personaje. Ya nadie lo con-sidera un loquito en el Líbano, donde si-gue viviendo solo. El Tiempo le hizo una gran entrevista cuando se cumplieron 20 años de la tragedia, y el Canal Caracol emitió un reportaje especial sobre él el 6 de noviembre de 2010.

El viejo está en paz consigo mismo, pero sabe que nunca podrá olvidar lo que pasó, el secreto que descubrió y que nadie quiso escuchar. “Si pudiera devolver el tiempo, yo me haría matar, promulgaría a los cuatro vientos lo que sabía, a pesar delas consecuencias; ten-dría el coraje de enfrentarme a todo, y haría que la gente entendiera el peligro a como diera lugar”, concluye el ancia-no profesor.

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Ambos son reporteros de cora-zón, pero también de oficio, y han recorrido mucho mundo

en medio de la esquizofrenia que signi-fica tratar de llevarle el pulso al mundo. Francisco Tulande estuvo cubriendo la primera guerra del golfo, la que hizo Bush papá para quitarle Kuwait a Sa-ddam Hussein; también le tocó ver el horror de las masacres en Ruanda y las protestas violentas en el Buenos Aires de la crisis del 2000. Evaristo Canete se movió en la segunda guerra del golfo, la de Bush hijo buscando las existentes armas químicas de Hussein, también estuvo en la guerra de las Malvinas, los conflictos en el Líbano, Kosovo, Alba-nia Nicaragua y Uganda, y la ‘limpieza étnica’ en los Balcanes.

En 1985 estuvieron muy cerca, pero nunca se conocieron. Fue en Armero, Colombia, o más exactamente en las ruinas que quedaron del pueblo luego de la erupción del volcán. Para ambos fue un momento crucial en sus carreras. ‘Pacho’, como le dicen a Tulande, fue el primer periodista en llegar a la zona del desastre, y anunciarlo al país por Radio

Dos periodistas a los que Armero les cambió la vida

Tulande y Canete conocieron a Omaira y a Esperanza

Sucesos RCN. Evaristo fue el hombre que inmortalizó la estampa más triste, que se convirtió en el símbolo de la tra-gedia y le dio la vuelta al mundo: la cara de Omaira Sánchez, con el agua hasta el cuello, los ojos oscurísimos y la sonrisa del que ruega que no lo dejen morir.

La multiplicación de los muertosDe Tulande todavía se ríen los amigos

al recordar el primer reporte que hizo sobre la avalancha. En RCN no había carros disponibles, entonces se metió en el auto de Alberto Uribe, fotógrafo de El Espacio, pero la condición era viajar en la cajuela, sobre la llanta de repuesto. Salieron a las 2 y media de la mañana, y llegaron al hospital de Mariquita casi a las 5 de la mañana del 14 de noviembre. Allí, en el afán del primer reporte, ‘Pa-cho’ lanzó al país la información de que había 22 muertos y 40 heridos. Menos de dos horas después, al arribar a Ar-mero, se dio cuenta de que esa cifra se multiplicaba por mil.

“Mi primer recuerdo es el olor –cuenta él–; era salubre, pesadísimo, insoporta-ble. Donde antes hubo una ciudad ahora se veía una playa inmensa de lodo; el sol

calentaba pero hacía frío. Se veían pilas de muertos en todas partes. Gente que salía cubierta de lodo, sin brazos, sin piernas. Aullidos, lamentos, un llanto que no para-ba y se repetía en cada metro cuadrado”.

Antes del mediodía cayó una segunda bombada, como un último reflujo del vol-cán, que se les vino encima y se llevó otro poco de gente. Tulande se salvó porque se aferró al esqueleto de un camión junto con Uribe. A los demás los tapó esa bur-buja enorme de fango.

Canete, quien llevaba tres años en Bo-gotá como corresponsal de la Televisión Española, llegó un día después, también por la ruta de Mariquita. A pesar de estar acostumbrado a ver muertos en cuatro continentes, esto le pareció aterrador. Dos noches antes se había enterado de que algo muy malo había ocurrido en el nor-te del Tolima. Lo supo en el intermedio de un concierto de Joan Manuel Serrat, en el Jorge Eliécer Gaitán. No pensó que fuera tan grande porque la lógica indica que a un mismo país no le suceden dos cosas desastrosas en menos de una sema-na, y Colombia no acababa de enterrar el centenar de muertos que dejó la toma y posterior retoma al Palacio de Justicia.

Por Mailyn Castro Peñuela

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La niñita que se hizo inmortalHabían transcurrido casi 28 horas de

la llegada de Tulande, pero todo seguía idéntico. Montañas de cuerpos sin vida, insepultos y diseminados en hospitales, colegios y plazas de cinco pueblos desde Honda hasta Lérida. Muchos cadáve-res seguían emergiendo del fango en su proceso de enfriamiento, y era inminen-te una epidemia, varias epidemias. Eran casi las 8 de la mañana, cuando Evaristo se encontró con Omaira Sánchez. Su instinto le ordenó prender su cáma-ra de inmediato y grabar, aun antes de pensar en que podía auxiliarla. Era una niña de unos 13 años, morenita, de pelo corto ensortijado, hundida en un charco de agua y barro que hacía un esfuerzo por mantener la barbilla levantada para que no se le mojara la cara. El resto del cuerpo estaba sumergido. Le preguntó

quién era y él y éste le contestó que la iban a ver en el mundo entero.

La historia era desesperada: Omaira estaba parada sobre el cadáver de una tía y de un primo menor que ella y para completar los escombros de su casa le aprisionaban las piernas. Unos socorris-tas habían intentado sacarla del agua, pero los gritos de dolor les demostraron que no podían seguir izándola.

Canete la grabó únicamente media hora, pero la acompañó casi cinco, la mayoría del tiempo tratando de colabo-rar en su rescate. “No es cierto que yo la grabé las 60 horas que duró su agonía –asegura él para responder las críticas que en Europa le hicieron por dejar el registro de la niña moribunda–. A mí me pagaban igual con o sin Omaira”.

Él mismo decidió buscar unos docto-res, y plantearles la posibilidad de am-

putarle las piernas para salvarla, pero esa opción se descartó por la dificultad de hacerlo bajo el agua. La hemorragia y la gangrena la hubieran matado. Se pidió una motobomba, que nunca llegó, pero igual de nada hubiera servido por-que implicaba drenar un espacio enor-me. En la tarde del 15, los socorristas dejaron ver su desconsuelo porque no había nada qué hacer. “No se pongan tristes –les dijo la niña con una sonrisa que mostró las dos hileras de sus dientes blancos– Yo voy a salir triunfante. Dios no me va a dejar morir aquí…”.

Nace una esperanzaCasi a la misma hora en que el repor-

tero de la televisión española observaba cómo se consumía lentamente Omaira, en otro punto de Armero, ‘Pacho’ Tu-lande le reportaba a Colombia cómo flo-

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recía la vida aun en estos parajes donde la muerte había arrasado con casi todo. Bajo una carpa de la Cruz Roja acaba-ba de ser alumbrado un bebé por parto natural. El advenimiento de esta niña, a la cual bautizaron como Esperanza, era un auspicio feliz de que la vida se impone aún sobre la destrucción. De todos mo-dos, no se podía olvidar que Esperanza nació sin pueblo.

Para ese momento, el hombre de RCN llevaba casi 36 horas sin comer nada, y solo probó una lata de atún, casi forza-do por su compañero Víctor J. Jiménez, quien le advirtió que se iba a enfermar. Pensando en cómo ser útiles, el equi-po de periodistas radiales empezaron a aglutinar a su alrededor a todo niño que se viera extraviado. Allí llegaron varias madres y padres a buscar a sus pequeños gracias a las señas que se daban al aire, y éstos solo se entregaban cuando se logra-ba confirmar que efectivamente se trata-ba de parientes cercanos. La consigna era evitar a toda costa el robo de niños.

Todos los periodistas que cubrieron el hecho recuerdan que además de hacer reportería y trabajar en el oficio, tuvieron que hacer tareas diversas de rescatistas y de mensajeros.

Las filas que se armaron frente al móvil de RCN para hablar por la radio y pa-sar recados con el fin de que familiares en todo el país tuvieran alguna razón de los sobrevivientes, llegaron a ser hasta de 300 metros de largo. Para agilizar la comunicación, ‘Pacho’ decidió tomar los datos de las personas y él mismo trans-mitirlos. Cada nota que escribía la echa-ba en una bolsa. Recuerda que alcanzó a llenar cinco con montones de papeles, y que terminaron llamándolas ‘los talegos de la vida’. Muchas noches siguió derecho hasta la madrugada leyendo esos mensa-jes en la radio.

Canete se enteró de la muerte de Omai-ra luego, por los demás medios de comu-nicación. Después de haber hecho lo que podía y de haber cumplido su trabajo, siguió reporteando en otros rincones

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del pueblo sumergido, y volvió a Bogotá esa misma noche. “Yo no la vi morir; eso es parte de la leyenda –asegura él–. Yo tenía que seguir laborando”.

De ahí en adelante, el mito de Omaira cobró vida propia hasta convertirse en un fenómeno mundial con ribetes má-gicos y espirituales que ya cumplió un cuarto de siglo y parece no languidecer con el tiempo. La niña es la única vícti-ma de Armero que tiene su propio altar en medio de la explanada en la que se convirtió el gran cementerio encima del antiguo pueblo. Allí hay romería todo el año de gentes que vienen a hacerle algún homenaje, pero también a pedir alguna gracia. Además de flores, decenas de ca-chivaches son dejados allí como ofren-das, desde muñecas carritos, fotos, ca-mándulas, hasta zapatos viejos. Cuando la pared original de su mausoleo se llenó

de placas de recordatorio, tuvo que ser levantado un segundo muro que ya está lleno también de inscripciones conme-morativas. Con ocasión del aniversario 25, el país volvió a escuchar sobre la causa de su canonización, para la cual se están investigando algunos milagros atribuidos a la morenita que resistió por cuatro días con el agua al cuello.

Canete sabe que muy buena parte de su prestigio como uno de los reporteros gráficos más importantes de Europa se lo debe a Omaira. Inclusive, ese año re-cibió el premio del Club Internacional de Prensa. “A mi me conocen porque fui el que sacó en Tv a Omaira; he estado 39 años con la cámara al hombro haciendo muchas cosas en todo el mundo, no sólo en desastres, sino también en guerras, pero la gente me reconoce es por mi tra-bajo en Armero”, confirma él. Por eso,

cada año llegando noviembre la revista Paris Match lo llama para que cuente su experiencia de nuevo, y siempre le hacen la misma pregunta: ¿qué tanto ayudó a sacar del lodo a Omaira, o si se su pre-ocupación fue solo filmarla? Evaristo siempre responde lo mismo: “Todos hi-cimos lo que debíamos hacer y lo que pudimos; en mi caso no porque yo sol-tara la cámara la niña se iba a salvar”.

Luego de que el español se devolvió a Bogotá, a Francisco Tulande le quedaban cinco días más en Armero. Estuvo una semana completa y admite que ese tra-bajo le cambió la vida. Al llegar a su casa quemó toda la ropa que utilizó mientras cubrió el hecho. Enfermó de fiebre y tuvo que ir al médico. Allí le informaron que debido a las condiciones insalubres en las que había estado, al rodearse de muertos tanto tiempo, le había dado tifoidea.

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Esa noche, Yolanda Machado no se acostó tranquila.Las palabras de su hijo Alfonso, de 17 años,

la habían dejado ansiosa: “Mamá,yo creo que es mejor que nos vamos de Armero. Aquí va a pasar algo”, le había dicho en la mañana de ese miércoles, 13 de noviembre.

En la última semana, casi de lo único que se hablaba en el colegio de Alfonso era de la avalancha o la inundación que se venía sobre el casco urbano de este municipio del norte del Tolima, próspe-ro y fiestero. Se hacían chistes, se arma-ban corrillos y hasta se volvió a recordar la maldición del cura que fue linchado frente a su parroquia 37 años atrás,y sus presagios fatídicos de que el pueblo se-ría borrado del mapa algún díapor la ira de Dios. Había miedo de verdad.

Yolanda también lo sentía pero prefi-rió no hacerle caso. Para ella era claro que en su corazón ya lo había perdido todo desde un año atrás, cuando se se-paró de su marido. Desde entonces se mantenía casi exclusivamente de los ta-males que vendía a diario, famosos en Armero y que le daban para sostenerse en lo justo con el hijo adolescente. La

Yolanda no volvió a jugar parqués

Las últimas horas de un pueblo que se llevó la avalancha

Por Juan Pablo Salazar Gómez clave del éxito no solo estaba en la hoja de Biao en que los envolvía, sino en que las porciones eran generosas, con buen tocino y presa de gallina. Siempre los ofrecía con chocolate. Todo el combo apenas salía por 250 pesos.

En la mañana se había levantado a las 6,como era habitual, y luego del desayu-no de cacao y pan con mantequilla. En un raro silencio con el hijo, lo acompañó hasta la esquina para que tomara el bus que lo llevaba a la escuela. De regreso, cuando empezó a empacar los tamales en la bolsa, recibió una llamada de su her-mana, que vivía en Mariquita.“Ay, mija, eso está muy feo por allá; aquí se comen-ta que Armero va a tener su susto”.

Yolanda tampoco le hizo mucho caso, y salió con su bolsa de tamales dispues-ta a venderlos todos. Esa mañana cada cosa se veía distinta en las calles. Ar-mero era un municipio vigoroso, lleno de bulla, vibrante en un comercio que arrancaba antes de las 7 y del que se sur-tían doce pueblos a la redonda. Ahora, en cambio, se sentía la intranquilidad, la gente caminaba ansiosa, rápida, ha-bía poco movimiento, muchas puertas y ventanas cerradas. De los 20 tamales preparados apenas vendió dos, lo cual era muy grave.

Ese día, ni don Chepe, vecino del local, abrió su tienda, algo totalmente excep-cional. “El podía estar muriéndose, pero elalmacén abría porque abría”, recuerda hoy ya sin nostalgias.

Todos los miércoles a las 11 de la ma-ñana, luego de las mediasnueves,Yolanda se reunía con sus 3 mejores amigas, Cla-ra Inés, Alba Lucía y Rosa,para jugar parqués. En eso se les iba el día entero y siempre apostaban el almuerzo. Una buena partida podía alargarse media tarde, pero en promedio cada una se gas-taba unas dos horas, en parqués de cua-tro puestos, con figuras de la farándula en el cielo y en la cárcel, en tablero con vidrio y enmarcado. La competencia era feroz pues todas eran grandes jugadoras. Yolanda exigía siempre las fichas rojas porque le traían mucha suerte y ese era el color favorito de su hijo.

La comprobación fatal de que algo no andaba bien en Armero fue que Rosita y Alba Lucía nunca aparecieron por la casa de Clara Inés esa mañana. La vendedora de tamales recuerda hoy casi con puntos y comas la conversación que sostuvo con su amiga.

“Sabe que estoy asustada –dijo ella–. Hace un rato me llamóPatricia, de Ma-riquita. Allá dicen que es grave lo que se

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viene sobre Armero. “Déjese de pende-jadas, Yolandita, que yo estuve donde el cura y me aseguró que aquí no va a pasar nada. Cambiemos el tema mejor”, le con-testó la otra mujer.

Más que las palabras de Clarita, lo que realmente la mantenía tranquila era pensar que unas horas antes había visto a don Ariel, hermano del padre Osorio. Si realmente algo iba a suceder, el pri-mero en salir sería el hermano del cura.

Un parqués entre dos no tiene gracia, así que optaron por ponerse a escuchar la ra-dio, en Caracol. El tema del día era el par-tido Millonarios-Cali por el campeonato colombiano, que se jugaba esa noche. Jus-to, como recuerda Francisco Tulande 25 años después, ese partido sería el causante de que la alerta por la erupción del volcán

no fuera escuchada a una hora razonable. La orden del productor del partido era no interrumpir la transmisión.

Luego de almorzar arroz con pollo junto a Clara Inés, volvió a su casa con los 18 tamales que se quedaron sin ven-der. A las 2 de la tarde comenzó a ser-virle el almuerzo a su hijo que ya iba a llegar con hambre del colegio.

A las 3 empezó a caer ceniza y arena del cielo. Era una lluvia menuda y fatí-dica que en pocas horas tapizó las calles y los techos con una capa blanda de pa-vesas. Yolanda nunca había visto algo así en todos sus años, pero extrañamente el acontecimiento no fue tomado como un signo de catástrofe y la gente se encerró en sus casas otra vez.

Un par de horas más tarde, el teléfono

repicó de nuevo. Ahora era su hermano mayor que desde Bogotá le preguntó si todo estaba en orden. “Aquí se dice que las cosas están malucas por allá”, le dijo.

Luego de un reporte de que, a excep-ción de la ceniza, todo andaba normal, Yolanda colgó y se asombró un poco de ver que ya casi había oscurecido, aun-que no eran ni las 6, y que la tempera-tura estaba más baja que los 32 grados promedio que queman todo el año el plano tolimense.

Entrada la noche, a eso de las 8, a la casa de Yolanda llegó su médico siquiatra, el doctor Gaitán. Venía con su esposa, una mujer muy linda de origen alemán. Él había sido un apoyo enorme en el último año, tras la separación de su marido, pues la ruptura la tenía muy maltrecha.

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Un aguacero violento, con rayos y true-nos, empezó a caer antes de que dieran las 9, minutos después de irse el doctor. Alfonso, el hijo, volvió a insistirleque se fueran para donde los primos de Ibagué. Entonces Yolanda Machado ya no aguan-tó más la sumatoria de malos agüeros con sus telefonazos preocupantes, la escasa venta de tamales por la ausencia de gentes en las calles, el juego fallido de parqués, y reaccionó ofuscada: “Está muy tarde, está diluviando y aquí no va a pasar nada. Más bien, a dormir ya, jovencito, que mañana tiene examen de matemáticas”.

La tempestad cesó,y Yolanda tuvo un extraño pálpito de estar cometiendo un error grave. Antes de acostarse sacó de su cartera una imagen de la virgen María y le rezó cinco oraciones. Era habitual que en la casa a las 10 de la noche todo estuviera apagado, pero esanoche la luz del cuarto de Yolanda seguía encendida. No podía conciliar el sueño, se revolvía en la cama, sudaba y cada diez minutos entraba ala-habitación de su hijo para constatar si es-taba bien. Faltando un cuarto para las 11, ya no pudo dominar la intranquilidad y lo despertó. “Mijo, no puedo dormir; por qué no viene y duerme conmigo”, le dijo.

El muchacho se paró a regañadientes en la somnolencia, y se acostó de mal humor junto a ella. Apagaron de nuevo la luz y casi de inmediato un ruido atro-nador los dejó sentados en la cama. Fue él quien se atrevió a abrir la puerta para luego gritar muy alterado: “Mamá,vístase que nos vamos”.

¿Cómo así mijo, qué fue lo que pasó?, respondió ella con un hilo de voz.

Que se vista, que nos vamos, repitió Alfonso.

Los Machado vivían en una casa de dos pisos. En el primero se encontraban la cocina, un baño y una salita, donde Yolanda tenía varias fotos de ella junto a su hijo; la más grande era una en la que posaban ambos al frente de la iglesia de Armero. En el segundo piso estaban los cuartos y un baño.

La luz se había ido y madre e hijo sa-lieron por la puerta, con una linterna. Las escaleras estaban destruidas y una capa de lodo espeso y agresivo invadía todos los espacios conocidos. La ventana de la pieza fue el sitio por donde tuvieron que salir para enfrentarse a un panorama desola-dor de neveras y lavadoras flotando sobre el lodo, autos con las llantas hacia arriba, lamentos de mujeres y de niños por todos lados, un extraño resplandor morado en el horizonte sobre el cielo renegrido, y un olor indescriptible a muerte y desolación.

Caminaron atontados patinando a ve-ces, hundiéndose en el fango, sin saber hacia dónde dirigirse. Las tres cuadras que anduvieron fueron un periplo ago-tador de hora y media. En un alto se

encontraron con decenas de ve-cinos, escaldados, cubiertos

de barro, con la ropa echa jirones, y en medio de la-mentos y de incertidum-

bres transcurrió el resto de la noche, la más larga, la

más nefasta de sus vidas.

“Está muy tarde, está diluviando y aquí no va a pasar nada. Más bien, a dormir ya jovencito que mañana tiene examen de matemáticas”.

El 14 de noviembre, bien temprano Yolanda y Alfonso fueron evacuados del lugar. De la casa, del barrio, de Armero casi todo, solo quedaban unas ruinas humeantes emergiendo sobre el mar de lodo que se metía cuadras y cuadras ha-cia adentro. El olor a muerte era brutal y el frío, sobrecogedor.

Hoy, un cuarto de siglo después, Yolan-da aún tiembla cuando recuerdaesa última noche y esa madrugada horrenda cuando-se arrepintió cada minuto de no haberle hecho caso a las peticiones de su hijo. El Estado le dio una casa en el barrio Los suizos, de Guayabal, Tolima, donde vive de lo que le manda Alfonso,empleado de una empresa de seguros en Bogotá. Ade-más de su pueblo, la erupción del Ruiz le quitó un hermano, y las ganas de volver a jugar parqués, porque a Clarita, su mejor amiga, también se la llevó la avalancha.`

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Por Juan Pablo Salazar Gómez

Aunque han pasado 25 años, Francisco González todavía se arrepiente del primer pen-

samiento que le cruzó la cabeza cuando escuchó ese 14 de noviembre de 1985 a un piloto de apellido Rivera contar en Caracol radio que Armero estaba se-pultado bajo una avalancha de lodo.

“Me la perdí –dijo para sí González, en su casa en Bogotá–. Me hubiera en-cantado remar por esa avalancha”. En efecto, los González tenían una balsa en su casa del norte de Armero y Francisco andaba afiebrado con el tema. Diez mi-nutos después, ese pensamiento inicial de niño rico se le convirtió en la noticia más grave de su vida.

Fue su tía la que lo llamó y le confirmó que el pueblo había sido borrado casi del todo, que había miles de muertos y que todo estaba perdido. Era absurdo: muchas de las personas que había vis-to en la calle, con las que había tomado cerveza o se había cruzado en el club, apenas tres días antes cuando fue a pa-

Un ‘hijo de papi’ que dejó todo por perseguir los recuerdos

Francisco González, director de Armando Armero

sar el fin de semana con los suyos, es-taban ahora muertas. Su papá, Alfonso González, y su hermano, Giovanni, de 8 años, cayeron también y sus cuerpos nunca se encontraron.

Francisco, quien tiene hace cinco años una fundación que se llama Armando Armero, ha hecho varias veces las cuen-tas de cuántas personas, entre amigos y conocidos, perdió la noche del 13 de no-viembre, y el cálculo nunca baja de 500. La avalancha también lo dejó sin una referencia clave de la vida: el sentido de pertenencia a algún sitio; la certidum-bre del lugar en el cual los recuerdos se materializaron alguna vez. También lo privó de su plan preferido de fines de semana: devolverse a Armero, estar con sus compañeros del colegio Americano, ordeñar las vacas de las fincas familia-res, andar en bermudas y chancletas bajo el calor agobiante, y bailar en las discotecas de un pueblo que rumbeaba y bebía casi todos los días.

Llevaba menos de dos años vivien-do en Bogotá, en el apartamento de su tía Anita. Tenía 22 años y estudiaba

Derecho en el Externado. El futuro pintaba perfecto. Era el tercer hijo de cuatro de una familia rica del norte del Tolima; su papá era penalista, hacen-dado y había sido representante a la Cámara. Las tres fincas paternas eran ganaderas, pero también producían abundante café. Aunque había perdi-do a su mamá cuando era un bebé de 11 meses, no recordaba una tristeza distinta de un amor adolescente frus-trado o alguna otra tontería así. Fran-cisco era un tipo feliz.

Cada mes su papá le mandaba un bul-to de naranjas y una mesada de 25 mil pesos para sus gastos, lo cual era mucha plata. En 1985, el salario mínimo en Colombia era de 13.557 pesos y Fran-cisco recibía casi el doble para sostener-se en Bogotá.

Dos días después de la avalancha, pudo llegar a Armero, y solo ahí enten-dió la magnitud de la catástrofe. Con la certeza de que su papá estaba muer-to, igual que su hermano, deseó con el corazón ya no encontrar los cadáveres porque temía no soportar ese momen-

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to. “Era mejor recordarlos como los vi la última vez, y no destrozados y descom-puestos”, afirma hoy.

La vida se le derrumbó en lo inme-diato, y ese final de año fue un desastre académico que se consolidó al comenzar el tercer año de Derecho. Realmente le iba muy mal en Romano, en Contratos y en Civil. Estaba cansado de lidiar con una carrera que no le gustaba y que ha-bía escogido por las presiones sutiles de su padre, quien quería abogado más en

la familia. Desaparecida la presión pa-terna, en ese 1986 siempre fue más fá-cil encontrar a Francisco en la cafetería que en las aulas, o tomando cerveza en alguno de los ‘rotos’ de la 12.

Por eso, una tarde encaró a su her-mano Luis Eduardo, quien ahora era el hombre de la plata familiar, y le dijo sin temores que quería estudiar literatura. Esa era una pasión vieja, que también lo acercaba mucho a su papá. A los González, la tragedia los golpeó fuerte

en lo económico. Las tres fincas se per-dieron, así como la casa en el norte del pueblo, y los carros. Sin embargo, las cosas nunca fueron dramáticas y Fran-cisco pudo seguir estudiando en Bogo-tá, en la Javeriana, y con un tren de vida sin apuros.

El trabajo de tesis en Literatura lo hizo para honrar a su papá. Por eso, el tema tenía que ser Armero. Duran-te meses exploró la historia del pueblo desde sus inicios hasta la noche del 13

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de noviembre del 1985, para proponer un modelo de política cultural que inci-da en el desarrollo de zonas golpeadas por desastres naturales. También escri-bió un libro llamado ‘Epitafios’, sobre la cultura de la muerte. Esos dos traba-jos fueron la semilla que dio vida en el 2005 a su fundación Armando Armero, sin ánimo de lucro.

Con la venta de dos carros y unos cuantos ahorros, se metió en ese pro-yecto que hace dos años obtuvo el pre-mio de Naciones Unidas a mejor inves-tigación. En su casa, donde funciona también la sede de Armando Armero, todo es un recordatorio del pueblo desaparecido. Allí hay un museo de la memoria con más de 500 fotos recu-peradas de todas partes, y todas con el signo de la cotidianidad que se perdió y las historias municipales que quedaron sepultadas.

Se pueden ver fiestas en el club, pa-seos de olla en el río, estampas de la plaza y las iglesias, partidos de fútbol, centros literarios, procesiones. Una parte muy importante de este catálogo de recuerdos es sobre las personalida-des del pueblo, pero las de verdad, o sea de esos hombres y mujeres que hacían de Armero un lugar único: el bobo de la plaza, los loquitos, la morocha que era medio ‘culipronta’, los emboladores, las prostitutas, el barrendero del servicio de aseo, los monaguillos… No hay gen-te principal allí, solo gente cotidiana. A casi todos se los llevó la avalancha.

La fundación no maneja plata, pero sí proyectos e iniciativas novedosos. Por eso Francisco se enoja un poco cuando le llegan armeritas de los que sobrevi-vieron a la tragedia a pedirle dinero, siempre haciendo cara de lástima. Hace tres años, una mujer de 70 años se paró frente a su puerta con un cartel en el que exigía que Armando Armero cumpliera “su obligación de darnos de comer”.

Además de la recopilación de la me-moria histórica y callejera, González tiene entre ceja y ceja la obsesión de

crear un circuito de turismo cultural por la zona del desastre, y levantar un museo de las catástrofes naturales para ayudar a prevenir casos futuros. Len-tamente se ha convertido en una refe-rencia sobre las facetas menos tristes de Armero y en una autoridad sobre los recuerdos del viejo municipio. Por eso, a la fecha ya suma más de 100 entrevis-

tas, la mayoría para la prensa nacional, pero también para televisión y prensa de Europa y Estados Unidos.

En eso anda tan metido que en 2007, luego de gastarse los ahorros y decirle que no a varios empleos interesantes, su esposa le dijo “o Armero o yo”. Él no dudó un minuto sobre cuál de los dos escoger.

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